3 ¿Y ACASO SE CONSTRUYÓ JERUSALÉN AQUÍ ENTRE ESTAS OSCURAS SATÁNICAS FÁBRICAS?

MUCHO DESPUÉS

Ludmila se detuvo para ver el sol suspendido en el cielo. Se limitaba a flotar allí, tediosamente, reverberando como si tuviera delante una cortina de clara de huevo. Todavía faltaba una eternidad desesperante para la noche.

La ametralladora de un helicóptero retumbaba en algún lugar cercano, a ratos más nítida y a ratos opaca.

– Intenta, por favor, aunque sea por mí, recuperar tu sentido común de tarada -dijo Maks-. Si tuvieras aunque fuera medio ojo en la cara, verías que éste de aquí se va a morir, o que está ya muerto. Si no, ¿por qué crees que está ahí tirado sin hacer nada y que ni siquiera respira?

– Pues claro que respira. -Ludmila extendió un dedo-. ¿Lo ves? ¿Crees que tengo tanto poder eléctrico como para hacer que las cosas muertas den un brinco? Deja ya de farfullar mierda.

– Ja, bueno, eso no demuestra nada. Podrías haberlo interrumpido en su último aliento, por la pinta que tiene. Podrías haber asustado a su fantasma y hacer que se le escapara por la nariz.

– ¡Dale un guantazo a tu cerebro! No hay nada que indique que el estado de los dos no sea el mismo: solamente porque uno tiembla y el otro está quieto. Éste de aquí es más tranquilo. Lo verías si tuvieras cerebro detrás de los ojos.

– ¡Ja! Con que tranquilo, ¿eh? Bueno, tengo que admitir que la muerte es la forma suprema de tranquilidad. Te aseguro que si lo que buscas es no tener problemas con él, entonces el muerto es el que te conviene. Está muy, pero que muy tranquilo. Para siempre.

– ¡Maksimilian!

Una muchacha china vestida con bata de dependienta dio un rodeo a la jaula, arrastrando la mirada de Ludmila lejos del escaparate de cristal.

– ¿Puedo ayudarles?

– Me preguntaba si eran de la misma madre. -Ludmila señaló las bolitas de pelo negro-. Éste de aquí parece poco espabilado.

La chica sonrió y asintió con la cabeza.

– Sí, son de la misma carnada. Duermen bastante a esa edad, se van quedando dormidos a rachas durante el día. ¿Quieren coger uno en brazos?

– Sí, me gustaría. -Ludmila se soltó la bolsa del hombro y la dejó apoyada en el suelo. Llevaba el vestido rojo que le había comprado su padre hacía muchos años, su vestido de princesa, el vestido de su evasión. Aunque no estaba segura de por qué se lo había puesto, con el frío que hacía aquel día.

– Yo quiero cogerlo en brazos -dijo Blair.

– Puedes cogerlo después de mí… ¡pero con cuidado!

Maks soltó una bocanada de aire como si fuera un escupitajo. Se miró el reloj de pulsera y echó un vistazo a un lado y a otro.

– ¿No puedes resucitar a uno de ellos durante el tiempo que te haga falta y así podemos continuar con lo que tenemos que hacer? Al coche se lo va a llevar la grúa de un momento a otro.

Ludmila no miró a su hermano. Su cara resplandeció igual que la luz del sol a través de las nubes cuando la puerta de la jaula se abrió con un chirrido y ella metió una mano por debajo del gatito dormido. El animal se despertó de camino a su pecho y soltó un maullido lastimero.

– Es divino. -Ella lo arrulló y le buscó el cuello con los dedos.

– ¿No me dejas cogerlo en brazos? -preguntó Blair.

– ¿Por qué no me adelanto y recojo las cosas de la casa? -dijo Maks-. Tenemos que estar listos dentro de una hora.

– Por favor, habla en inglés. -Ludmila le echó una mirada de reproche, seguida de una parrafada en su lengua natal-. En algún momento vas a tener que empezar: no creerás que Blair va a aprender ubli solamente para entender tus chorradas de ganso, ¿verdad?

– Crojones.

– ¡Maksimilian!

– Crojones -repitió Blair, y estiró la mano para tocar al gatito.

Maks soltó un suspiro.

– Ja, pues yo me voy. Si estás esperando una reacción apasionada del gato, vas a estar aquí hasta noviembre.

– Voy a comprar el gato, ¿quieres esperar? ¡En el nombre de los santos! -Ludmila le cogió el gatito de la mano a Blair, se lo acercó a la cara y le sopló.

– Bueno, pareces no estar muy decidido a comprarlo de una vez. Más bien pareces estar creando un vínculo afectivo con la tienda, y con su olor a cagarros.

– Tú cierra tu bocota.

– Si te lo llevaras a casa, te pasarías todo el tiempo soltándole chilliditos como si fueras un jerbo.

– Ya te he dicho que es para la oficina, no lo tendremos en casa.

– Sí, menuda empresa tan importante, la oficina… Menuda operación global, la oficina, con su gato. Y a todo esto, ¿qué le ha dado a tu cerebro de mongola para que te dé por poner un gato en la oficina? No es ninguna granja infantil.

– Le dará un aire acogedor. Será un sitio más acogedor… recuerda lo que dijeron los médicos.

– Ah, ah, claro… me había olvidado del procedimiento médico de emergencia que dice que hay que comprar un gato para el Inglés, y que tenemos que poner una alfombra de cacas y meados en nuestro lugar de trabajo.

– Escucha lo que te digo: como hoy me pongas las cosas demasiado difíciles te cancelo la Mastercard. -Ludmila pagó el gatito y, mientras Maks resoplaba y mascullaba, le pidió unas cuantas cosas más a la dependienta, entre ellas un cajón para llevar al animal, con un tapizado de corazones. Maks puso los ojos en blanco.

Después puso una mueca de enfado, mientras le tocaba llevar al gatito en su cajón tapizado por la calle principal. Ludmila le echó bronca por zarandearlo y por amenazar con rizarle el pelo. Otra ráfaga de mal humor se hizo presente cuando Ludmila aminoró la marcha frente a la entrada de la tienda de alimentación de Sainsbury's y le dijo a Maks que la esperara fuera.

– Ja, sí -escupió-. Yo sostengo al gato en la calle, aquí, junto a la parada del autobús, entre los gritos de las sirenas que probablemente están viniendo hacia aquí, entre los disparos de la policía antiterrorista, para que el bicho pueda completar su viaje al Paraíso sin comida ni agua por culpa de tu ahora patológica relación con las tiendas.

Ludmila no le hizo caso durante un momento lo bastante largo como para hacerle sentir que no le estaba haciendo caso. Y luego dijo:

– Vamos a necesitar algo para comer en el tren.

– Bueno, pero seguramente en el tren se puede comprar comida, ¿no?

– Sí, probablemente cuatro veces más cara. ¿No creerás que voy a pagar los precios del tren?

– Pues no, claro, con lo pobre que eres. Eres tan pobre que solamente te pueden permitir gatos y accesorios para gatos. De hecho, ¿por qué no compras un poco de salsa para echarle al gato? Salsa, o pasta para rebozar: podríamos comer Kentucky Fried Gato, el menú familiar, pero con pelo…

Pero Ludmila ya no estaba, la había absorbido la trampa cegadora que era la puerta del supermercado. El rojo de su vestido se empapó de luz y se evaporó como si se dispersara en un Paraíso resplandeciente.


Ya era casi la hora cuando Maksimilian llegó por fin derrapando con el BMW a la gravilla que había detrás de la oficina. Saltó de su asiento, activó la alarma para desactivarla a continuación, y dejó a Ludmila intentando esconder el cajón del gatito debajo de una bolsa de la compra. Blair iba sentado en silencio en el asiento de atrás.

– Se va a poner a chillar en cuanto entre en el coche -la avisó Maks por encima del hombro-. Ofendes la inteligencia si piensas que vas a mantener en secreto algo tan ruidoso durante todo el trayecto en tren al Norte.

– ¡Ja! ¡Y eso me lo dice la misma boca que me ha estado diciendo que estaba muerto!

– Te lo digo. Hasta muerto va a hacer ruido. Así de estúpidos son. ¿Por qué crees que ya no viven en estado salvaje? -Maks desapareció a través de una puerta de seguridad que daba a un vetusto edificio industrial de dos plantas. Subió por un tramo de escaleras de linóleo y tomó un pasillo enmoquetado y lleno de aire bochornoso. De una radio venía flotando la retransmisión de un partido de críquet, y el ruido acompañó a Maks hasta un despacho pequeño y dividido en dos cubículos. Sus inmediaciones estaban atiborradas de cajas de cartón, montones de papel, una resma de bolsas de plástico y dos expositores para puntos de venta de teléfonos móviles.

– ¡Inglés! -Maks repiqueteó con las llaves en la ventana de un cubículo-. ¡Grandes crojones!

La figura que estaba encorvada detrás de uno de los cubículos tardó un momento en contestar. Dos manos blancas dejaron con cuidado un fajo de papeles. Una mano se elevó para acariciarse el pelo blanco y muy corto de la cabeza. Después la figura se dio la vuelta en su silla, con un par de gafas oscuras selladas a la cara como si fueran protectores para soldar.

– Eso, cojones -dijo con un suspiro.

– ¡Crojones giripollas puta inglés! -Maks hizo un gesto a través de la ventana-. ¡Capullo!

– Muy bien. -El Inglés se preparó para levantarse con esfuerzo de la silla-. A ver si se me entiende. ¿Millie está contigo?

– En coche. ¡Deprisa, crojones!

– Muy bien, muy bien. -El Inglés arrastró los pies hacia la puerta y se volvió para apagar su lámpara y recoger su cartera de colegial del gancho donde la tenía colgada, junto a la mesa-. Conecta tu cerebro, por el amor de Dios.


Tanta era la fatiga del Inglés que no se dio cuenta de que en una de las bolsas de la compra que Ludmila llevaba en el tren se oían movimientos y maullidos. Ni siquiera después de que dejaran atrás la estación de King's Cross, después de que los emplazamientos militares dieran paso a la campiña y los tres quedaran sentados en el silencio suavemente vibrante de su vagón.

– Inglés, ¿hemos conseguido para la paga? -preguntó Ludmila.

– Sí -dijo Conejo-. Te vas a llevar unas novecientas libras, después de pagar a todos.

– Ja.-Ludmila se volvió hacia Maksimilian, hablando ubli-. Y si dejaras de pasearte en el coche como un chulo por toda la ciudad, y fueras a recuperar la deuda de Fone-Bay, podríamos llevarnos el doble.

Masks dio un golpe de barbilla hacia arriba.

– Bueno, si me puedes dar una pista de en qué momento del calendario eterno de la Tierra van a revisitar su local abandonado, yo iré y les aplastaré algo que se parezca a sus cabezas.

Ludmila contempló con el ceño fruncido a través de la ventana las vetas y destellos de formas industriales de color claro y salpicadas ocasionalmente de gris militar.

– Y te lo voy a volver a decir: si no lo rentabilizas, te voy a quitar el coche. ¿Te crees que dirijo una organización caritativa?

– ¿Hay un huevo rebozado? -preguntó Conejo, tanto para matar el gusanillo como para atajar el parloteo en ubli.

Ludmila hurgó en una bolsa de la compra y sacó tres productos envasados. Conejo los examinó con solemnidad antes de coger una empanadilla de carne y patata.

– La empanadilla la quiero yo -dijo Blair.

– A ver si se me entiende. Solamente la quieres porque la quiero yo.

– Bueno, pero la quiero. Dámela.

– Tú ha pedido huevo rebozado, Inglés -le recordó Ludmila en tono maternal.

– Sí. -Blair estiró el brazo por encima de la mesa-. Tú has pedido huevo rebozado, no empanadilla. Dame la empanadilla.

Conejo soltó un suspiro fatigado y empujó la empanadilla en dirección a Blair.

– Y también quiero el huevo rebozado. -Blair rodeó la empanadilla con un brazo protector.

– Pues no lo vas a tener -dijo Conejo-. Es mío.

Ludmila barrió con la mano la empanadilla y el huevo al interior de su bolsa de la compra, hizo una bola con todo y lo dejó en el suelo.

– Pues ahora ninguno tiene nada. Lo que vais a hacer es callaros.

– A ver si se me entiende… -Conejo se reclinó en el asiento con un suspiro.

A Blair le empezó a temblar el labio.

Un silencio tenso acompañó al grupo hacia el Norte y luego en el interior del taxi a Albion House. Durante todo aquel tiempo, el gatito estuvo maullando y por fin se lo mostraron a Conejo. Él lo acarició y se lo acabó dejando a Blair después de que éste se pusiera muy pesado.

Ya era la hora del té cuando llegaron al centro. La enfermera jefe atrajo al gatito a su despacho con un platillo de agua y entre tanto Conejo fue a ponerse en el sitio donde él y Blair solían ponerse entre las comidas: en el rincón que el vestíbulo formaba con el salón verde, desde donde se veía el pasillo que llevaba a las cocinas. Pasó allí un rato igual que la gente normal en sus sitios familiares, los sitios habituales, como si esperara un autobús que hubiera estado cogiendo todos los días durante treinta y siete años. Permaneció de pie y pensativo como alguien que rememora las fases de su pasado con vergüenza y congoja, consciente de que recordaría ese momento con incomodidad.

Era un gran día en Albion House. Una reunión de antiguos internos que coincidía con el quinto aniversario de la privatización. Al olor a antiséptico se le añadía una capa de sentimiento festivo, una sacarina especialmente diseñada que les confería a los residentes cierta coquetería resuelta. Su diseñadora era la enfermera jefe. Tenía mucha práctica en aquello, ya que los domingos en la institución eran tradicionalmente el día libre. Así pues, mientras que normalmente en los salones de techos altos del centro resonaban ruidos metálicos y repiqueteos, los domingos traían a Frank Sinatra. Una pátina poco frecuente recubría aquellos días. Frank Sinatra fluía desde altavoces de baja calidad por los salones de museo de Albion House y a través de las ventanas de guillotina siempre parecía que brillaba una luz saturada. O por lo menos, se hacía visible en el final del día.

También aparecía un estado de ánimo, un alivio, parecido al de un estadista anciano que ha sobrevivido a intrigas atroces, o al de los estudiantes en su último día de la universidad, una calidez y una nobleza que no se experimentaban habitualmente. La música, y la relajación de la rutina que ésta conllevaba, hacía que los residentes se deslizaran como si estuvieran hechos de seda, con la sensación de que formaban parte de un flujo global más amplio. Hasta la enfermera jefe estaba relajada los domingos. Solía llevar un vestido sencillo de lana y una chaqueta de punto con zapatos de lo más sobrio. En la cara le brillaban volutas de maquillaje que le conferían ese punteado de las pinturas a medio restaurar.

La enfermera jefe estaba orgullosa de su atmósfera de los domingos. Desde fuera de aquellas paredes grises podría parecer una triste imitación de la normalidad, pero la emoción relajada de aquellos días era una auténtica perla de espíritu humano en todos los sentidos.

Conejo se empapó del viejo sentimiento de los domingos desde su sitio junto al vestíbulo. Era uno de los típicos domingos de la enfermera jefe. Y además… había globos.

Con todo, le vino un estremecimiento. Era porque no se sentía parte de nada. Ya no formaba parte de la comunidad de Albion House. Y seguía sin ser parte de ninguna comunidad de fuera. Estaba solo en el extremo oscuro del vestíbulo, mirando cómo Ludmila y Blair contestaban las preguntas de la enfermera jefe, bañados en la luz de la entrada. Con todo, seguía sintiéndose intranquilo, y se dio cuenta de que seguiría así hasta que se cruzara con alguno de sus antiguos compañeros de residencia. No veía a nadie de los viejos tiempos. Tampoco nadie esperaba que él volviera, aunque sabían que aquel día también se oficiaba un breve servicio en memoria de Blair.

Finalmente se le acercó la enfermera jefe, trayendo de la mano al pequeño Blair Alexsandr.

– ¿Qué pasó con el código de colores? -ladró a modo de saludo-. Vas a hacer que te castiguen, vistiéndolo así.

– ¿Cómo? -Conejo se cayó de sus reflexiones.

– Hace más de un año que prohibieron el rojo en las escuelas y tú te presentas aquí, en un entorno sanitario que ya tiene problemas antisociales de por sí, exhibiendo a este pequeñín como si fuera una luz roja de ambulancia.

– Bueno, Enfermera Jefe, no lo he vestido yo. No es mío, ¿sabe? Lo ha vestido su madre para ir a juego con ella.

– Bueno, pero la chavala no se entera de nada, no es de aquí, Conejo. Sinceramente, tienes que ejercer algo de influencia, no puedes dejar que las cosas pasen sin más. Y ahora que no está tu hermano, tendrías que prestar más atención al niño. Al fin y al cabo te casaste con la chica, por el amor de Dios: por lo menos intenta hacerte cargo de las cosas.

– Bueno, pero fue un asunto de inmigración. A ver si se me entiende, la quiero con locura, pero solamente estaba intentando hacer lo más decente dadas las circunstancias. No he dormido con ella ni nada.

– En serio, Conejo, ¿qué vamos a hacer contigo? No he conseguido que los bedeles se espabilen desde que ella ha entrado por esa puerta, te mereces una paliza por echar a perder una chica tan guapa. Una puñetera paliza, es lo que te mereces.

– Bueno, pero enfermera jefe, a ver si se me entiende…

– No es antihigiénico, Conejo, así que no empieces. Es lo que mueve el mundo.

– Pues no iba a decir antihigiénico, mire.

– Vaya, ella no va a ser extranjera para siempre, ¿verdad? Puede que no sea de aquí, pero ya aprenderá, créeme. Por el amor de Dios, empieza a aprovechar tu vida: hay muchos hombres que matarían por estar en tu sitio.

Ludmila echó a andar con la espalda bien recta hacia la pareja que hablaba en susurros. La luz trazaba líneas exquisitas en sus mejillas y destellos cegadores en sus dientes. Maks la seguía con aire de enterrador, intentando terminar una conversación en ubli.

– Te lo digo -dijo-. Podrías comprar la fábrica de hélices de nuestro pueblo: es por lo menos tan grande como este sitio y podríamos llenarla de tarados como éstos. Aquí deben de estar ganando una cantidad de dinero fabulosa.

– En el nombre de los santos, ¿es que no puedes abrir la boca sin insultar a nadie? -Ludmila sonrió mientras la enfermera jefe la veía acercarse-. Además, el lugar necesita médicos y otras muchas más cosas que no hay en un edificio normal. Y necesita un gobierno que pague: ¿o es que has creído por un momento que el gobierno gnez varkuzhnisk daría dinero por un lugar como éste?

– ¡Ja! ¿Médicos? Si tuvieras medio ojo en la cara verías que esta gente está perfectamente sana. Un poco revuelta la cabeza, nada más. Lo único que necesitan son unas cuantas gachas y un televisor.

La pareja llegó al rincón donde estaban Conejo y la enfermera jefe, con el pequeño Blair meciéndose de la mano de la enfermera como si fuera un monito. Ludmila se volvió para decirle una apostilla entre dientes a Maks:

– Y si no puedes hablar en inglés, cierra la bocota.

– ¡Ja, voy a rajar en inglés para hablar con kazajos y bengalíes!

– ¡Shhh!

El grupo echó a andar por un pasillo largo. Por el mismo se acercó caminando pesadamente Gretchen, una cara familiar de los tiempos de Conejo. Cada doce pasos se pegaba un bailecito. Un meneo del trasero, acompañado de empujones y tirones con los puños a los costados, como si estuviera manejando palancas. Luego, justo antes de reanudar su caminar, enseñaba por encima del hombro una sonrisa de confianza inocente.

Pasó junto a Conejo sin verlo.

El grupo se dirigió a la sala de actividades, donde había un pequeño grupo de invitados en medio de un calor que doblaba los bordes de los sándwiches de un buffet. Los residentes estaban excluidos porque se servía ginebra, además de vino y cerveza tibia.

Junto a la ginebra estaba Donald Lamb.

A su lado se movía con gestos nerviosos un hombre más joven, cuyo parpadeo atento lo delataba como el ayudante de Lamb.

Lamb les dedicó una amplia sonrisa cuando Conejo y Ludmila entraron en la sala.

– Hola, hola -canturreó, y se les acercó para saludarlos. Se agachó un momento para hacer un comentario sobre lo alto que estaba Blair y sobre su ceño ferozmente fruncido, y después se puso a conversar en tono afable con Ludmila. Y cuando la Enfermera Jefe se alejó por fin para mezclarse con los demás invitados, y Ludmila y Maksimilian llevaron a Blair a que examinara el buffet, Lamb y Conejo probaron la ginebra. La bebida conspiró con la luz del sol, y con el ruido de las abejas y de las moscas, para provocar una conversación sobre el partido de test de aquella mañana en el campo de críquet de Lord's. Y aquello dio pie a pensamientos más sensibles, que era lo que los aires de la jornada parecían demandar, o por lo menos permitir.

– Siempre he querido preguntarle -dijo Conejo- si fue una estratagema, lo de mandarnos al extranjero de aquella manera.

– Yo no diría eso -dijo Lamb-. No lo diría en absoluto. No quiero meter el dedo en la llaga, pero la situación es realmente más complicada. La privatización es un asunto muy turbio. Impredecible. Digamos solamente que tuve la sensación de que sería mejor, para los intereses de vosotros dos que os encontrarais lejos de la mirada del público.

Conejo asintió. Su mirada se unió a la de Lamb en el suelo, debajo de sus vasos de ginebra.

– ¿Y fue usted quién escribió la carta de nuestro padre?

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Meter el dedo en la llaga: lo dice en la carta.

– Bueno -dijo Lamb-, la situación es realmente más complicada. Aunque en realidad, hablando de ese tema, esta tarde tengo algo especial que le va a gustar. Le quiero presentar a alguien.

– ¿Ah?

La voz de Ludmila resonó desde el buffet.

– ¡No, Maksimilian! ¡No hay Fanta de naranja!

Y el tema de la conversación se fundió con la velada. Una y otra vez los ingleses que iban de un lado para otro removían el aire sofocante por todo Albion House, igual que los ingleses que estaban de pie y que simplemente movían los brazos. El sofocante aire se estuvo moviendo en forma de nubes polvorientas por toda la sala de actividades, hasta que la gente empezó a marcharse por el pasillo que llevaba al vestíbulo, pasando frente a la habitación de un hombre del que se decía que tenía un cerebro que era como una medusa, con solamente una fina capa de materia gris suspendida en fluido cerebro-espinal. Probablemente un nervio conectaba el cerebro y el cuerpo de aquel hombre, a quien todo el mundo se tomaba la molestia de llamar «señor», y a quien también se tomaban la molestia de vestir, cuidar y hablar con él, porque así es como terminamos todos, con la ayuda de Dios.

La ginebra estuvo corriendo hasta que se hizo oscuro, y siguió corriendo después. Y cuando por fin un tango vehemente se hizo con el aire de Albion House, en el amplio salón solamente quedaban Lamb, su ayudante y Conejo. Lamb no paraba de mirarse el reloj de pulsera.

Conejo se puso de pie y muy recto en el centro de la sala.

Sus pies empezaron a cruzarse, a juntarse y separarse y a moverse bruscamente al ritmo del tango, pero al cabo de unos pasos, y de apenas un solo giro, dio un traspiés y se cayó.

El ayudante de Lamb se puso alerta, preparado para correr en su ayuda. Pero Lamb permaneció inmóvil y se limitó a observar en silencio. Aquello frenó al ayudante.

– ¿Quiere que ayude a Su Alteza Real? -susurró el joven al cabo de un momento.

– Déjalo -dijo Lamb-. Va a tener que encontrar la forma de hacerlo solo.

Mientras el exparásito desplomado intentaba recuperar el equilibrio, un ruido de gravilla aplastada entró flotando por las ventanas de Albion House. Una flota de coches negros apareció en la entrada.

Lamb estaba a punto de dar un paso adelante cuando Ludmila asomó la cabeza por la puerta.

– ¡Inglés! -gritó-. Venga, vamos a casa.

– Puede que me quede un rato. -Conejo se miró las piernas con cara de rabia-. Puede que me quede un poco más… Millie. A ver si se me entiende. Puede que me quede ahora.

– Vamos, Inglés. -Ella miró su ginebra con el gesto endurecido-. Lo que devoras, te acaba por devorar.

Conejo se dio la vuelta y miró a través de sus gafas protectoras como una mosca albina.

Ludmila se adentró un paso más en la sala. Arqueó un poco la espalda e hizo un mohín. Enarcó una ceja.

– Vamos, Inglés, mañana viernes… pastel de carne.


***

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