PARTE CUATRO. DE SEIS, CINCO EN CONTRA

Desde el domingo 26 de julio al lunes 27 de julio de 1936

20

Había llegado a su despacho del Alex una hora antes, a las cinco de la mañana, y había pasado todo ese tiempo redactando penosamente el telegrama en inglés que había compuesto mentalmente en la cama, mientras yacía insomne junto a la apacible Heidi y la fragancia de la crema de noche que ella se había puesto antes de acostarse.

Willi Kohl repasó su obra.


Estoy siendo detective jefe inspector willi kohl de kriminalpolizei (policÍa del crimen) berlín stop buscamos información respecto norteamericano posiblemente de nueva york ahora en berlín paul schumann en relación homicidio stop llegó con equipo olímpico norteamericano stop favor remitirme información sobre este hombre a kriminalpolizei alexanderplatz berlín dirigido inspector willi kohl stop muy urgente stop gracias saludos


Había luchado arduamente con las palabras y la gramática. El departamento tenía traductores, pero ninguno que trabajara en domingo, y él quería enviar ese telegrama de inmediato. En Estados Unidos sería más temprano; aunque no estaba seguro del huso horario, calculaba que sería cerca de medianoche. Sólo esperaba que los encargados de hacer cumplir la ley tuvieran allá turnos tan largos como la mayoría de las organizaciones policiales del mundo.

Después de leer el telegrama una vez más decidió que, si bien tenía fallos, serviría. En una hoja aparte apuntó instrucciones para enviarlo al Comité Olímpico Internacional, al Departamento de Policía de Nueva York y al FBI. Luego bajó a la oficina de telégrafos. Fue una desilusión descubrir que aún no había nadie allí. Regresó furioso a su despacho.

Tras unas pocas horas de sueño, Janssen iba ya camino a la Villa Olímpica, para ver si encontraba alguna otra pista. ¿Qué otra cosa podía hacer Kohl? No se le ocurría nada, salvo acosar al médico forense para que le entregara el informe de la autopsia y al laboratorio por los análisis de huellas digitales. Claro que ellos tampoco habían llegado a sus oficinas y era posible que, por ser domingo, no aparecieran.

La frustración se acentuaba.

Bajó la vista al telegrama escrito con tanto trabajo.

– Ach, esto es absurdo.

No esperaría más: manejar un teletipo no podía ser tan difícil. Se levantó para regresar precipitadamente al telégrafo, decidido a esmerarse cuanto pudiera para transmitir él mismo el telegrama a Estados Unidos. Y si la torpeza de sus dedos hacía que acabara enviado a cien ciudades norteamericanas diferentes, pues bien: tanto mejor.


Ella había regresado a su propio cuarto poco antes, a las seis de la mañana, y ahora estaba de nuevo en el de Paul, con un vestido de andar por casa azul oscuro, el pelo sujeto con horquillas y un leve rubor en la cara. Él, de pie en el vano de la puerta, se limpió los restos de espuma de afeitar. Luego cerró la navaja y la dejó caer en la manchada bolsa de lona.

Käthe había traído café y tostadas, junto con un poco de margarina pálida, queso, embutido seco y mermelada acuosa. Cruzó el torrente de luz polvorienta que entraba por la ventana frontal de la sala y puso la bandeja en la mesa, cerca de la cocina.

– Listo -anunció, señalando el desayuno con un gesto-. No hace falta que vengas al comedor. -Le echó una mirada rápida y apartó la cara-. Tengo cosas que hacer.

– Dime, ¿te la juegas entonces? -preguntó él en inglés.

– ¿Qué es «jugarse»?

Paul la besó.

– Me refiero a lo que te propuse anoche. ¿Sigues dispuesta a venir conmigo?

Ella colocó la vajilla en la bandeja, aunque ya parecía perfectamente ordenada.

– Me la juego. ¿Y tú?

Él se encogió de hombros.

– No te habría permitido cambiar de idea. Sería Kakfif, ni pensarlo.

Ella rió. Luego frunció el entrecejo.

– Sólo quiero decirte una cosa.

– ¿Dime?

– Expreso mis opiniones muy a menudo. -Bajó la vista-. Y con mucha pasión. Michael decía que yo era un ciclón. Quiero decir, con respecto al tema de los deportes, que podría aprender a disfrutarlos.

Paul negó con la cabeza.

– Preferiría que no.

– ¿No?

– Si te gustaran me sentiría obligado a disfrutar de la poesía.

Ella apretó la cabeza contra su pecho. Paul tuvo la sensación de que sonreía.

– Estados Unidos te gustará -aseguró-. Pero si no te agrada, cuando pase todo esto podrás regresar. No tienes por qué abandonar el país para siempre.

– Ah, mi sabio escritor. ¿Crees que esto… cómo decís… se irá al demonio?

– Sí. No creo que detenten el poder mucho tiempo más. -Miró el reloj. Eran casi las siete y media-. Debo ir a reunirme con mi socio.

– ¿Un domingo por la mañana? Ach, al fin entiendo tu secreto.

Paul la miró con una sonrisa cautelosa.

– ¡Escribes sobre los sacerdotes que hacen deporte! -rió Käthe-. ¡Ése es tu famoso artículo! -De inmediato se esfumó la sonrisa-. ¿Y por qué debes volver a América tan deprisa, si has venido a escribir sobre deportes o sobre los metros cúbicos de cemento utilizados para construir el estadio?

– No es que deba partir deprisa, pero en Estados Unidos me esperan varias reuniones importantes. -Paul bebió su café rápido y comió una tostada con embutido-. Acaba tú con lo que queda. En este momento no tengo hambre.

– Bueno. Vuelve pronto. Prepararé el equipaje. Pero una sola maleta, creo. Si llevo muchas, tal vez en alguna se me esconda algún fantasma. -Una risa-. Ach, parezco salida de un cuento de nuestro macabro amigo E. T. A. Hoffmann.

Él le dio un beso y salió de la pensión; a esa temprana hora, el calor ya pintaba una capa húmeda en la piel. Tras echar una mirada a ambos lados de la calle desierta, Paul marchó hacia el norte y, después de cruzar el canal, se adentró en el Tiergarten, el Jardín de las Fieras.


Paul encontró a Reggie Morgan sentado en un banco, frente al mismo estanque donde tres años antes habían matado a golpes al amante de Käthe Richter.

Aunque era muy temprano ya había allí decenas de personas. Varios montaban en bicicleta o caminaban por los senderos. Morgan se había quitado la americana y tenía la camisa arremangada. Cuando Paul se sentó a su lado, él dio un golpecito al sobre que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

– He conseguido la pasta sin problemas -susurró en inglés. Acto seguido volvieron al alemán.

– ¿Hicieron efectivo el cheque un sábado por la noche? -se extrañó Paul, riendo-. Éste sí que es un mundo nuevo.

– ¿Aparecerá ese Webber?-preguntó su compañero, escéptico.

– Claro que sí. Si hay dinero de por medio, vendrá. Pero no sé si podrá sernos útil. Anoche estuve en la calle Wilhelm; hay guardias por decenas, quizá por centenares. Hacer el trabajo allí sería demasiado peligroso. Veremos qué dice Otto. Tal vez haya encontrado otro lugar.

Durante un momento guardaron silencio. Paul observaba a su compañero, que recorría el parque con la vista. Parecía melancólico.

– Echaré mucho de menos este país -dijo. Por un momento su cara perdió la vivacidad; los ojos oscuros se entristecieron-. Aquí hay gente buena. Me resulta más buena que los parisinos, más abierta que los londinenses. Y dedican mucho más tiempo que los neoyorquinos a disfrutar de la vida. Si tuviéramos tiempo te llevaría al Lustgarten y al Luna Park. Y me encanta caminar por aquí, por el Tiergarten. Me gusta observar los pájaros. -Eso pareció avergonzarlo-. Una diversión tonta.

Paul rió para sus adentros al recordar los modelos de aviones que tenía en su estantería de Brooklyn. La tontería está muchas veces en el ojo del que mira.

– ¿Te irás? -preguntó.

– No puedo quedarme. Llevo demasiado tiempo aquí. Cada día que pasa hay más posibilidades de que se produzca un error, algún descuido que los ponga sobre mi pista. Y después de lo que vas a hacer investigarán con mucha atención a todos los extranjeros que hayamos trabajado aquí en los últimos tiempos. Pero ya podré volver cuando la vida retorne a la normalidad y hayan desaparecido los nacionalsocialistas.

– ¿Qué harás cuando vuelvas?

Morgan se animó.

– Me gustaría ser diplomático. Para eso trabajo. Después de lo que vi en las trincheras… -Señaló con un gesto una cicatriz de bala que tenía en el brazo-. Después de eso decidí hacer todo lo posible para evitar más guerras. Lo lógico era ingresar en el cuerpo diplomático. Escribí al senador y él me aconsejó Berlín. Un país en movimiento, lo definió. Y aquí estoy. Tengo la esperanza de llegar en pocos años a oficial de enlace. Después, a embajador o cónsul. Como nuestro embajador Dodd, el que tenemos aquí. Es un genio, un verdadero estadista. Está claro que al principio no me enviarán justamente aquí. Es un país demasiado importante. Podría comenzar por Holanda. O tal vez España, cuando haya terminado la guerra civil, desde luego. Si queda algo de España. Franco es tan malo como Hitler. Será brutal. Pero sí, me gustaría volver aquí cuando retorne la cordura.

Un momento después Paul vio que Otto Webber venía por el sendero, a paso lento, algo inseguro y entrecerrando los ojos para protegerlos del potente sol.

– Aquí está.

– ¿Ése? Parece un Bürgermeister… después de haber pasado la noche bebiendo. ¿Podernos confiar en él?

Webber se acercó al banco y se sentó, jadeante.

– Qué calor, qué calor. Ignoraba que pudiera hacer tanto calor por la mañana. Rara vez me levanto a estas horas. Pero los Camisas de Estiércol tampoco; podremos conversar sin peligro. ¿Usted es el socio del señor John Dillinger?

– ¿Qué Dillinger? -preguntó Morgan.

– Me llamo Otto Webber. -El alemán le estrechó vigorosamente la mano-. ¿Y usted?

– Si no le molesta, prefiero mantener mi nombre en reserva.

Ach, por mí está bien. -Webber examinó a Morgan con más atención-. Oiga, tengo pantalones buenos, varios. Puedo vendérselos baratos. Muy baratos, sí. De la mejor calidad. Importados de Inglaterra. Una de mis chicas puede retocarlos para que le queden perfectos. Ingrid, que es muy habilidosa. Y bonita, además. Una verdadera joya.

Morgan bajó la vista a sus pantalones de franela gris.

– No, no necesito ropa.

– ¿Champán? ¿Medias?

– Otto -intervino Paul-, creo que la única transacción que nos interesa es aquella de la que hablábamos ayer.

– Ah, sí, señor John Dillinger. Pero tengo algunas noticias que no te gustarán. Todos mis contactos informan que sobre la calle Wilhelm ha caído un velo de silencio. Algo los ha puesto en guardia. La seguridad es más severa que nunca. Y todo esto apenas ayer. Nadie tiene información sobre la persona que mencionabas.

Paul torció la cara en un gesto de desencanto. Morgan murmuró:

– Y yo que me he pasado la noche en vela para conseguir el dinero.

– Bien -exclamó Webber, alegremente-. Dólares, ¿verdad?

– Amigo mío -aclaró el esbelto norteamericano en tono cáustico-, si no obtenemos resultados, usted no cobra.

– Pero la situación no es desesperada. Aún puedo ser de utilidad.

– Continúe -lo instó Morgan, impaciente. Volvió a observar sus pantalones y les sacudió una mancha de polvo.

El alemán prosiguió:

– No puedo informar dónde está el pollo, pero ¿qué diríais si os hiciera entrar en el gallinero para que pudierais buscarlo?

– En el…

Bajó la voz.

– Puedo hacerte entrar en la Cancillería. Ernst es la envidia de todos los ministros. Todo el mundo trata de arrimarse al Hombrecillo y conseguir despachos en ese edificio, pero la mayoría apenas logra acercarse un poco. El hecho de que Ernst se aloje allí es motivo de angustia para mucha gente.

Paul observó, desdeñoso:

– Anoche fui a echar un vistazo. Hay guardias por todas partes. No podrías hacerme entrar.

– Pues yo opino otra cosa, amigo mío.

– ¿Cómo harías, hombre? -Paul había vuelto al inglés, pero repitió la pregunta en alemán.

– Debemos agradecérselo al Hombrecillo. Obsesionado como está con la arquitectura, no ha hecho otra cosa que renovar la Cancillería desde que llegó al poder. Allí hay obreros siete días a la semana. Te proporcionaré un mono, una credencial falsificada y dos pases para que puedas entrar al edificio. Uno de mis contactos está allí, es enyesador, y tiene acceso a toda la documentación.

Morgan, después de reflexionar, asintió con la cabeza, ya menos cínico.

– Mi amigo me dice que Hitler quiere poner alfombras en todos los despachos de los pisos importantes. Eso incluye el de Ernst. Los proveedores de alfombras están midiendo los despachos. Algunos ya están medidos, otros no. Confiemos en que el de Ernst esté entre los últimos. Si acaso ya lo han medido, puedes inventar alguna excusa para hacerlo otra vez. El pase que te daré es de una empresa famosa por lo fino de sus alfombras, entre otras cosas. También te proporcionaré un metro y una libreta.

– ¿Cómo sabes que ese hombre es de confianza? -preguntó Paul.

– Porque ha estado empleando escayola barata y embolsándose la diferencia entre el coste real y lo que el Estado le paga. Cuando se trata de construir la sede del poder para Hitler, eso es un crimen capital. Por eso tengo cierto control sobre él; no me mentirá. Además, cree que sólo se trata de una maniobra para reducir el precio de las alfombras. Desde luego, le he prometido un poco de huevo.

– ¿Huevo? -repitió Morgan.

A Paul le tocó servir de intérprete:

– Dinero.

«Si de su pan como, su canción canto».

– Dáselo de los mil dólares.

– Quiero señalar que no tengo esos mil dólares.

Morgan, meneando la cabeza, hundió la mano en el bolsillo y contó cien.

– Con eso basta. Ya veis que no soy codicioso.

El norteamericano miró a Paul de reojo.

– ¿No? ¡Pero si es como Göring!

– Ach, lo considero un cumplido, señor. Nuestro ministro del Aire es un empresario muy hábil. -Webber se volvió hacia Paul-. Ahora bien: aunque sea domingo, habrá algunos funcionarios en el edificio. Pero mi contacto me dice que serán de alto rango; en su mayoría estarán en la parte del edificio que ocupa el Führer, a la izquierda, donde no se te permitirá el paso. A la derecha se encuentran las oficinas de los funcionarios de segundo rango; allí está Ernst. Es muy probable que no estén ni ellos ni sus secretarios y ayudantes. Tendrás tiempo para revisar su despacho; con suerte hallarás su agenda, un memorándum, una anotación sobre sus compromisos de los próximos días.

– No está mal -reconoció Morgan.

– Tardaré una hora en prepararlo todo. Recogeré el mono, los papeles y un camión. Os esperaré a las diez junto a esa estatua, la de la mujer de pechos grandes. Y traeré unos pantalones para usted -añadió, dirigiéndose a Morgan-. Veinte marcos. Es muy buen precio. -Luego sonrió a Paul-. Este amigo tuyo me mira de una manera muy especial, señor John Dillinger. Me parece que no confía en mí.

Reggie Morgan se encogió de hombros.

– Pues escucha, Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber. – Un vistazo a Paul-. Mi colega, aquí presente, ya te ha explicado qué precauciones tomamos para asegurarnos de que no nos traiciones. No, amigo mío, aquí no se trata de confianza. Te miro así porque me gustaría saber qué demonios les ves a mis pantalones.


En la cara del niño veía la cara de Mark.

Era natural, desde luego, ver al padre en el hijo. Pero aun así le ponía nervioso.

– Ven, Rudy -dijo Reinhard Ernst a su nieto.

– Sí, Opa.

Era domingo, temprano todavía; el ama de llaves retiraba los platos del desayuno; el sol caía sobre la mesa, amarillo como el polen. Gertrud, en la cocina, examinaba un ganso desplumado que constituiría la cena del día. Su nuera estaba en la iglesia, encendiendo velas a la memoria de Mark Albrecht Ernst, el mismo joven que el coronel veía ahora repetido en su nieto.

Le ató los cordones de los zapatos. Echó otra mirada a la cara del niño y vio nuevamente a Mark, aunque esta vez detectó una expresión diferente: curiosa, perspicaz.

Era verdaderamente escalofriante.

Oh, cómo echaba de menos a su hijo.

Dieciocho meses atrás, Mark, a los veintisiete años, se había despedido de sus padres, su esposa y Rudy, que quedaron tras la barandilla de la estación Lehrter. Ernst le hizo el saludo militar, el de verdad, no el fascista. Su hijo subía el tren de Hamburgo para asumir el mando de su buque.

El joven oficial conocía muy bien los peligros de ese navío maltrecho, pero los aceptaba de todo corazón.

Para eso están los soldados y los marinos.

Ernst lo recordaba todos los días, pero nunca hasta entonces había sentido su espíritu tan cerca como en ese momento, al ver sus mismas expresiones, tan familiares para él, en la cara del nieto, tan directa, tan confiada, tan curiosa. ¿Eran la evidencia de que el niño tenía el carácter de su padre? Dentro de una década Rudy tendría que enrolarse. ¿Dónde estaría Alemania por entonces? ¿En guerra? ¿En paz? ¿De nuevo en posesión de las tierras que le habían robado con el Tratado de Versalles? ¿Habría desaparecido Hitler, ese motor tan poderoso que se encendía y se quemaba deprisa? ¿O estaría aún en el poder, puliendo su visión de la Nueva Alemania? A Ernst le decía el corazón que esas cuestiones tenían tremenda importancia. Pero no podía preocuparse por ellas. Concentraba toda la atención en su deber.

Cada uno debía cumplir con su deber.

Aunque eso significara comandar un viejo buque de entrenamiento, que no había sido creado para transportar pólvora y granadas; un barco cuyo polvorín, mal construido, estaba demasiado cerca de la cocina, de la sala de máquinas o de algún cable (nadie podía ya saberlo). Como consecuencia, mientras la nave practicaba maniobras de guerra en el frío Báltico, en un segundo se convirtió en una nube de humo acre sobre el agua; el casco destrozado se hundió en la negrura del mar hasta llegar al fondo.

El deber…

Aunque eso significara pasarse la mitad del día batallando en las trincheras de la calle Wilhelm si era necesario, hasta conseguir llegar al Führer, para hacer lo que más beneficiara a Alemania.

Ernst dio un último tirón a los cordones de Rudy, para asegurarse de que no se desataran y lo hicieran tropezar. Luego se incorporó y bajó la vista hacia esa diminuta versión de su hijo. De pronto se dejó llevar por un impulso, algo muy poco habitual en él.

– Rudy, hoy por la mañana debo visitar a alguien. Pero más tarde, ¿te gustaría venir conmigo al Estadio Olímpico? ¿Te apetece?

– ¡Pues claro, Opa! -La cara del niño floreció en una enorme sonrisa-. Podríamos correr por las pistas.

– Eres rápido para correr.

– Gunni y yo, en la escuela, corrimos una carrera desde el roble hasta el porche. Él es dos años mayor, pero gané yo.

– Bien, bien. Entonces disfrutarás de la tarde. Vendrás conmigo y podrás correr por las mismas pistas que usarán nuestros campeones. Así la semana próxima, cuando veamos los Juegos, podrás decir a todos que corriste por allí. ¿Verdad que será divertido?

– Claro que sí, Opa.

– Ahora debo irme. Pero vendré por ti a mediodía.

– Iré a entrenar para la carrera.

– Eso, sí.

Ernst entró en su estudio para recoger varias carpetas sobre el Estudio Waltham; luego fue a la despensa en busca de su esposa y le dijo que más tarde se llevaría a Rudy. ¿Le quedaba algo por hacer? Sí, sí, era domingo por la mañana, pero debía atender algunos asuntos importantes. No, no podían esperar.


De Hermann Göring se podían decir muchas cosas, pero nadie podía negar que era incansable.

Ese día, por ejemplo, llegó a su despacho del Ministerio a las ocho de la mañana. En domingo, nada menos. Y en el trayecto había hecho una parada.

Media hora antes, sudando furiosamente, había entrado en la Cancillería y se había dirigido directamente hacia el despacho de Hitler. Era posible que el Lobo estuviera despierto… todavía. Era insomne y a menudo se quedaba levantado hasta después del amanecer. Pero no: el Führer estaba acostado. El guardia informó de que se había retirado alrededor de las cinco, después de ordenar que no lo molestaran.

Göring reflexionó por un momento. Luego apuntó una nota y se la dejó al guardia:


Mi Führer:

He sabido de un preocupante asunto en el más alto nivel. Podría tratarse de una traición. Están en juego proyectos importantes para el futuro. Le transmitiré personalmente esta información en cuanto me lo permita.

Göring


Bien escogidas, las palabras. «Traición» era siempre un disparador. Al terminar la guerra, los judíos, los comunistas, los socialdemócratas, los republicanos (los traidores, en una palabra) habían vendido el país a los Aliados. Y aún amenazaban con hacer de Pilatos contra el Jesús de Hitler.

¡Cómo se excitaba el Lobo cuando oía esa palabra!

«Planes futuros» era otro acierto. Cualquier cosa que amenazara con estorbar la visión que Hitler tenía del Tercer Imperio recibía su inmediata atención.

Aunque la Cancillería estaba apenas a la vuelta de la esquina, para un hombre corpulento no había sido agradable llegar hasta allí en una mañana tan calurosa. Pero Göring no tenía opción. No era posible telefonear ni enviar a un mensajero; aunque Reinhard Ernst no dominaba el juego de la intriga hasta el punto de tener su propia red de inteligencia para espiar a los colegas, había muchos otros a quienes les habría encantado robar a Göring su revelación sobre los antecedentes judíos de Ludwig Keitel para ofrecérsela al Führer como si la hubieran descubierto ellos mismos. Por ejemplo, el mismo Goebbels, que era quien más rivalizaba con él por la atención de Hitler, lo habría hecho en un abrir y cerrar de ojos.

Ahora, ya cerca de las nueve de la mañana, el ministro fijó su atención en una carpeta desalentadoramente grande, referida a la arianización de una gran empresa química del oeste, a fin de añadirla a los Talleres Hermann Göring. Sonó su teléfono.

Su asistente atendió desde la antesala:

– Despacho del ministro Göring.

Él se inclinó hacia delante para mirar. El hombre se había cuadrado mientras hablaba. Al cortar se acercó a la puerta.

– El Führer lo recibirá dentro de media hora, señor.

Göring hizo un gesto de asentimiento y cruzó el despacho para sentarse a la mesa. Se sirvió comida de una bandeja muy cargada. El asistente le llenó una taza de café, mientras el ministro del Aire hojeaba la información financiera de la empresa química. Pero tenía dificultades para concentrarse: una y otra vez, de entre las columnas de números emergía la cara de Reinhard Ernst, retirado de la Cancillería por dos oficiales de la Gestapo; la expresión del coronel pasaba de su irritante placidez habitual al desconcierto y la derrota.

Una fantasía frívola, sin duda, pero que le proporcionó una diversión agradable en tanto devoraba un plato enorme de salchichas y huevo.

21

A medio kilómetro de los edificios oficiales, en la calle Krausen, había un apartamento espacioso, pero polvoriento y desordenado, que databa de los tiempos de Bismarck y el káiser Guillermo. Dos hombres jóvenes, sentados ante una ornamentada mesa de comedor, llevaban horas enteras enzarzados en una discusión. El debate había sido largo y ardiente, pues el tema era, ni más ni menos, la supervivencia de ambos. Como sucedía a menudo en esos tiempos, en definitiva se enfrentaban a una cuestión de confianza.

¿Ese hombre los llevaría a la salvación? ¿O serían traicionados y esa credulidad acabaría costándoles la vida?

Tinc, tinc, tinc…

Kurt Fischer, el mayor de los dos rubios hermanos, dijo:

– Deja ya de hacer ese ruido.

Hans tocaba con el cuchillo el plato que contenía un corazón de manzana y algunas cortezas de queso, restos del patético desayuno. Continuó con el tintineo durante un momento más, pero al fin dejó el cubierto.

Su hermano le llevaba cinco años, pero entre ellos había abismos mucho más vastos. Hans dijo:

– Podría denunciarnos por dinero. Podría denunciarnos por estar ebrio de nacionalsocialismo. O porque es domingo y se le ha antojado denunciar a alguien.

Eso era verdad, desde luego.

– Y te lo pregunto una vez más, ¿a qué tanta prisa? ¿Por qué ha de ser hoy? Me gustaría ver de nuevo a Lisa. La recuerdas, ¿verdad? ¿Es tan hermosa como Marlene Dietrich!

– Bromeas, ¿no? -replicó Kurt, exasperado-. Nuestra vida corre peligro y tú languideces por una chica tetuda que conociste el mes pasado.

– Podemos irnos mañana. O después de las Olimpiadas, ¿por qué no? Habrá quienes salgan temprano de los Juegos y tiren las entradas que han comprado para todo el día. Podemos ver los de la tarde.

Muy posiblemente ése era el quid de la cuestión: las Olimpiadas. A un muchacho tan guapo como Hans no le faltarían otras Lisas; ésta no era especialmente bonita ni inteligente (aunque sí bastante fácil, según los criterios nacionalsocialistas). Pero lo que más preocupaba a Hans, si habían de huir de Alemania, era que se perdería los Juegos.

Kurt lanzó un suspiro de frustración. Su hermano tenía diecinueve años; a esa edad muchos tenían ya puestos de responsabilidad en el Ejército o en un oficio. Pero Hans siempre había sido impulsivo, soñador y también algo perezoso.

¿Qué hacer? Kurt reanudó el debate consigo mismo, en tanto mascaba un trozo de pan seco. Hacía una semana que se les había acabado la mantequilla. De hecho les quedaba muy poco para comer. Pero él detestaba salir a la calle. Resultaba irónico que se sintiera más vulnerable fuera, cuando en realidad debía de ser mucho más peligroso quedarse en el apartamento, indudablemente vigilado de tanto en tanto por la Gestapo o la SD.

Volvió a pensar que todo se reducía a confiar o no confiar.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Hans enarcando una ceja.

Kurt meneó la cabeza. Lo había dicho en voz alta sin darse cuenta, dirigiendo la pregunta a las únicas personas del mundo entero que le habrían sabido responder con franqueza y buen criterio: sus padres. Pero Albrecht y Lotte Fischer no estaban allí. Dos meses atrás, esa pareja de socialdemócratas pacifistas había viajado a Londres para asistir a un congreso sobre la paz mundial. Pero justo antes del regreso un amigo les advirtió de que sus nombres figuraban en una lista de la Gestapo. La policía secreta planeaba arrestarlos en Tempelhof en cuanto llegaran. Albrecht hizo dos intentos de entrar subrepticiamente en el país para sacar a los hijos: uno, a través de Francia; el otro, por los Sudetes. Las dos veces se le negó el ingreso y la segunda estuvo a punto de ser arrestado.

Los afligidos padres se refugiaron en Londres, alojados por profesores de ideas similares y trabajando como traductores y maestros; habían logrado hacer llegar a sus hijos varios mensajes en que los instaban a partir. Pero a los muchachos les habían retirado el pasaporte y sellado los carnés de identidad, no sólo por ser hijos de socis ardientes y pacifistas, sino porque la Gestapo también les había abierto expedientes. Ambos compartían las creencias políticas de los padres; además, la policía los había visto asistir a esos clubes prohibidos donde se tocaba jazz y swing, la música de los negros norteamericanos, donde las chicas fumaban y se añadía vodka ruso al ponche; también tenían amigos activistas.

Difícilmente se los hubiera podido tachar de subversivos. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que los arrestaran. O de que pasaran hambre. A Kurt lo habían despedido de su empleo. Hans, después de completar los seis meses obligatorios de Servicio Laboral, estaba de nuevo en casa. Había sido expulsado de la universidad (también por obra de la Gestapo) y, al igual que su hermano, estaba en paro. En el futuro ambos bien podían acabar mendigando en la Alexanderplatz o la Oranienburger.

Y así había surgido la cuestión de la confianza. Albrecht Fischer logró ponerse en contacto con Gerhard Unger, un ex colega de la universidad de Berlín, también soci y pacifista. No mucho después de que los nacionalsocialistas asumieran el poder, Unger había renunciado a su cátedra para regresar a la empresa familiar, una fábrica de dulces. Puesto que en sus viajes cruzaba a menudo las fronteras y se oponía firmemente a Hitler, se declaró muy dispuesto a sacar a los muchachos de Alemania en uno de los camiones de la fábrica. Todas las mañanas de domingo viajaba hasta Holanda para entregar sus dulces y proveerse de ingredientes. Se pensaba que, con tantos visitantes como llegarían al país para las Olimpiadas, los guardias de frontera tendrían mucho que hacer y no prestarían atención a un vehículo comercial que abandonara el país en un viaje rutinario.

Pero ¿podían ellos confiarles la vida?

No había motivos visibles para no hacerlo. Unger y Albrecht eran amigos. Pensaban lo mismo. Odiaban a los nacionalsocialistas.

Pero en esos días había tantas excusas para traicionar… «Podría denunciarnos porque es domingo…».

Y tras la vacilación de Kurt Fischer había otro motivo. El joven era pacifista y socialdemócrata sobre todo porque lo eran sus padres y sus amigos, pero nunca se había metido mucho en política. Vivir, para él, era hacer excursiones a pie, salir con chicas, viajar y esquiar. Pero ahora que los nacionalsocialistas detentaban el poder, le sorprendía descubrir dentro de sí un extraño deseo de pelear contra ellos, de abrirle los ojos a la gente en cuanto a la intolerancia y la malignidad de sus gobernantes. Tal vez debía quedarse y trabajar para derrocarlos.

Pero tenían tanto poder, eran tan insidiosos… y tan mortíferos…

Kurt miró el reloj de la repisa. Estaba parado. Él y Hans siempre se olvidaban de darle cuerda; antes era su padre quien lo hacía. Al verlo inmóvil se le oprimió el corazón. Sacó su reloj de bolsillo para ver la hora.

– Tenemos que salir ahora mismo o llamarlo para decirle que no iremos.

Tinc, tinc, tinc… El cuchillo reanudó su trabajo de címbalo contra el plato.

Luego, un largo silencio.

– Yo creo que debemos quedarnos – dijo Hans. Pero miró con expectación a su hermano. Aunque siempre había existido cierta rivalidad entre los dos, el menor se atenía a todas las decisiones del otro.

«Pero mi decisión ¿será la correcta?».

Sobrevivir…

Por fin Kurt Fischer dijo:

– Vamos. Recoge tu mochila.

Tinc, tinc…

Mientras se cargaba la mochila al hombro clavó en su hermano una mirada desafiante. Pero el humor de Hans cambiaba como el tiempo en primavera: de pronto se echó a reír y mostró la ropa. Ambos vestían pantalones cortos, camisas de manga corta y borceguíes.

– Mira qué aspecto. Si nos pintan de pardo pareceremos de las Juventudes Hitlerianas.

Kohl no pudo evitar una sonrisa.

– Hala, vamos, camarada -dijo, utilizando con sarcasmo el término con que las Tropas de Asalto y los de las Juventudes se referían a sus compañeros.

Sin echar una última mirada al apartamento, por miedo a romper en llanto, abrió la puerta y ambos salieron al corredor.

Al otro lado del pasillo, la señora Lutz limpiaba su felpudo; era una viuda de guerra, corpulenta y de mejillas como manzanas. La mujer solía mantenerse aparte, pero a veces llamaba a las puertas de ciertos vecinos (sólo las de aquellos que respondían a sus estrictas normas de vecindad, cualesquiera que fuesen) para obsequiarles con alguno de sus maravillosos platos. Tenía a los Fischer por amigos y, en el curso de esos años, les había regalado budines de carne, buñuelos de ciruela, queso casero, pepinillos en vinagre, salchichas al ajo y fideos con callos. A Kurt le bastó verla para que se le hiciera la boca agua.

– ¡Ach, los hermanos Fischer!

– Buenos días, señora Lutz. ¿Trabajando ya, tan temprano?

– Han dicho hoy volverá a hacer mucho calor. Ach, si lloviera un poco…

– Vaya, es mejor que nada estropee las Olimpiadas -dijo Hans con un dejo de ironía-. Tenemos muchos deseos de ver los Juegos.

Ella rió.

– Tontos que corren y saltan en ropa interior. ¿A quién le interesa todo eso, cuando mis pobres plantas se mueren de sed? Mirad esas barbas de chivo, junto a la puerta. ¡Y las begonias! Ahora decidme, ¿dónde están vuestros padres? ¿Todavía de viaje?

– En Londres, sí. -Las dificultades políticas del matrimonio no eran del dominio público; naturalmente, los muchachos se resistían a mencionarlas.

– Pero si ya han pasado varios meses. Será mejor que regresen pronto o no podrán reconoceros. ¿Adónde vais?

– De excursión. Por el Grünewald.

– Ah, aquello es muy bonito. Y se está mucho más fresco que en la ciudad. -La viuda continuó fregando con diligencia.

Mientras bajaban la escalera, Kurt echó un vistazo a su hermano y notó que había vuelto a ponerse mohíno.

– ¿Qué te pasa?

– Tú pareces pensar que esta ciudad es el patio del infierno, pero no es así. Hay millones de personas como ella. -Señaló con la cabeza hacia arriba-. Gente buena, amable. Y ahora vamos a abandonarlos a todos, ¿para ir adónde? A un lugar donde no conocemos a nadie, donde apenas entenderemos el idioma, donde no tendremos trabajo. A un país con el que estuvimos en guerra hace apenas veinte años. ¿Cómo crees que nos recibirán?

Kurt no supo qué responder. Su hermano tenía razón al cien por cien. Y probablemente había diez o doce argumentos más para quedarse.

Ya fuera miraron a ambos lados de la caldeada calle. De las pocas personas que andaban por allí a esas horas, ninguna les prestaría atención.

– Vamos -dijo el mayor.

Mientras marchaba por la acera se dijo que, en cierto modo, había dicho la verdad a la señora Lutz: salían de excursión, pero no hacia algún albergue rústico en los fragantes bosques que crecían al oeste de Berlín, sino hacia una vida nueva, incierta, en una tierra completamente extraña.


El zumbido del teléfono le hizo dar un respingo.

Cogió el auricular con la esperanza de que fuera el médico forense que tenía el caso del pasaje Dresden.

– Aquí Kohl.

– Venga a verme, Willi.

Clic.

Un momento después, con el corazón palpitando con fuerza, caminaba por el pasillo hacia el despacho de Friedrich Horcher.

¿Y ahora qué pasaba? ¿El jefe de inspectores en su despacho, una mañana de domingo? ¿Acaso Peter Krauss estaba enterado de que Kohl había inventado aquella historia de Reinhard Heydrich y Göttburg (el hombre procedía en realidad de Halle) para salvar a aquel testigo, el panadero Rosenbaum? ¿O quizá alguien habría oído alguno de sus comentarios imprudentes a Janssen? ¿Habría órdenes de reprender al inspector por interesarse por los judíos muertos de Gatow?

Kohl entró en el despacho de Horcher.

– ¿Sí, señor?

– Pase, Willi. -El jefe se levantó para cerrar la puerta y le ofreció asiento.

El inspector se sentó. Miraba a su interlocutor a los ojos, como enseñaba a sus hijos que debían hacer al tratar con alguien con quien pudieran tener dificultades.

Se hizo el silencio. Horcher ocupó nuevamente el suntuoso sillón de piel; se mecía en él, jugando distraídamente con el brazalete rojo intenso que le ceñía el bíceps izquierdo. Era uno de los pocos altos funcionarios de la Kripo que usaba el suyo cuando estaba en el Alex.

– El caso del pasaje Dresden… le está dando trabajo, ¿verdad?

– Es interesante.

– Echo de menos mis tiempos de investigación, Willi.

– Sí, señor.

Horcher ordenó minuciosamente los papeles de su escritorio.

– ¿Irá a ver los Juegos?

– Compré las entradas hace ya un año.

– ¿Sí? Sus hijos lo estarán deseando, ¿no?

– Desde luego. Y también mi esposa.

– Ach, bien, bien. -Horcher no había escuchado una sola de las palabras de Kohl. Por un momento, más silencio. Se acarició el bigote encerado, como acostumbraba hacer cuando no jugueteaba con el brazalete carmesí. Luego dijo:- A veces es necesario hacer cosas difíciles, Willi. Sobre todo en este tipo de trabajo, ¿no le parece?

Horcher lo dijo sin mirarlo a los ojos. A pesar de su preocupación, Kohl pensó: «He aquí por qué este hombre no llegará muy lejos dentro del Partido: le molesta dar malas noticias».

– Sí, señor.

– Dentro de nuestra estimada organización hay gente que lo observa a usted desde hace tiempo.

Horcher, como Janssen, no sabía mostrarse sarcástico. Era sincero al decir «estimada», aunque dada la incomprensible jerarquía policial, determinar a qué organización se refería era todo un misterio. Para asombro de Kohl, esta cuestión tuvo respuesta cuando su jefe continuó:

– La SD ha registrado sus antecedentes, aparte de la Gestapo.

Eso le heló la sangre en las venas. Todos los que trabajaban para el Gobierno estaban seguros de tener un expediente en la Gestapo; no tenerlo habría sido un insulto. Pero ¿en la SD, el servicio especial de inteligencia de la SS? Y su jefe era Reinhard Heydrich en persona. Conque habían sabido del cuento inventado para Krauss sobre la ciudad natal de Heydrich. ¡Y todo por salvar a un panadero judío a quien ni siquiera conocía!

Con la respiración agitada y las palmas sudorosas mojando los pantalones, Willi Kohl se limitó a asentir torpemente; ante él se desplegaba ya el fin de su carrera, quizá de su vida.

– Al parecer han hablado de usted en las altas esferas.

– Sí, señor. -Ojalá no le temblara la voz. Clavó los ojos en los de Horcher, quien apartó los suyos, después de algunos segundos eléctricos, para examinar un busto de Hitler de baquelita que decoraba una mesa cerca de la puerta.

– Ha salido a relucir cierto asunto. Y por desgracia no puedo hacer nada.

Desde luego, no recibiría ninguna ayuda de Friedrich Horcher: el hombre no sólo formaba parte de la Kripo, el último peldaño de la Sipo, sino que además era cobarde.

– Sí, señor. ¿Qué asunto es ése?

– Se desea… o se ordena, en realidad, que usted represente a la CIPC en Londres el próximo febrero.

Kohl asintió con lentitud, a la espera de más. Pero no: al parecer ésa era toda la descarga de malas noticias.

La Comisión Internacional de Policía Criminal, fundada en Viena en la década de 1920, era una red cooperativa de fuerzas policiales de todo el mundo. Compartían información sobre delitos, delincuentes y técnicas de investigación a través de publicaciones, telegramas y radio. Alemania era uno de los miembros; para Kohl había sido un placer enterarse de que, aunque Estados Unidos no lo era, enviaría al congreso a representantes del FBI, con miras a incorporarse.

Horcher estudiaba la superficie de su escritorio, tal como lo hacían Hitler, Göring y Himmler desde sus marcos colgados en la pared. Kohl inspiró varias veces para calmarse. Luego dijo:

– Sería un honor.

– ¿Qué honor? -exclamó su jefe, ceñudo. Y se inclinó hacia delante para agregar con suavidad-: Qué generosidad la suya.

El inspector comprendió aquella mofa. Asistir al congreso sería una pérdida de tiempo. Como el caballo de batalla del nacionalsocialismo era construir una Alemania autosuficiente, lo último que Hitler deseaba era compartir información con una alianza internacional de fuerzas policiales. No era casual que «Gestapo» fuera el acrónimo de «policía estatal secreta».

Kohl iría como figura decorativa, sólo para salvar las apariencias. Nadie de más jerarquía se atrevería a ir: cuando un funcionario nacionalsocialista abandonaba el país durante dos semanas, era muy posible que al regresar su puesto no estuviera esperándole. Pero Kohl, que era una simple abeja obrera, sin intenciones de ascender por las filas del Partido, podía desaparecer durante una quincena y regresar sin más pérdidas que diez o doce casos retrasados y algunos violadores o asesinos en libertad, lo cual era una pequeñez.

Eso no era asunto de ellos, por supuesto.

Horcher, aliviado por la reacción del detective, preguntó con animación:

– ¿Cuándo fue la última vez que salió de viaje, Willi?

– Heidi y yo vamos con frecuencia a Wannsee y a la Selva Negra.

– Me refiero al extranjero.

– Ah… pues… hace ya varios años. A Francia. Y una vez a Brighton, Inglaterra.

– Debería llevar a su esposa a Londres.

A Horcher le bastó esa propuesta para expiar su culpa; después de una pausa razonable añadió:

– Dicen que, en esta temporada, los pasajes de ferry y de tren son bastante razonables. -Otra pausa-. Desde luego, los pasajes y el alojamiento corren por nuestra cuenta.

– Cuánta generosidad.

– Le repito que lamento cargarlo con esta cruz, Willi. Al menos podrá comer y beber bien. La cerveza británica es mucho mejor de lo que dicen. ¡Y verá la Torre de Londres!

– Sí, será un placer.

– Qué maravilla, la Torre de Londres -repitió el jefe de inspectores con entusiasmo-. Bueno, Willi, que pase un buen día.

– Buen día, señor.

A través de pasillos fantasmagóricos y lúgubres, pese a los rayos de sol que caían sobre el roble y el mármol, Kohl regresó a su despacho, calmándose poco a poco después del susto.

Mientras se dejaba caer en el asiento echó un vistazo a la caja de pruebas y a sus notas sobre el incidente del pasaje Dresden. Luego sus ojos buscaron la carpeta puesta a un lado. Cogió el auricular del teléfono para hacer una llamada al operador de Gatow y le pidió que lo comunicara con un domicilio particular.

– ¿Sí? -respondió cautelosamente la voz de un hombre joven, que quizá no estaba habituado a recibir llamadas en la mañana del domingo.

– ¿Es usted el gendarme Raul? -preguntó Kohl.

Una pausa.

– Sí.

– Soy el inspector Willi Kohl.

– Ah, sí, inspector. Heil Hitler. Me ha telefoneado a casa. En domingo.

Kohl rió entre dientes.

– Sí, es cierto. Perdone la molestia. Lo llamo por el informe sobre las escenas de los crímenes de Gatow y los trabajadores polacos.

– Perdone, señor. Es que no tengo experiencia. Supongo que mi informe era muy deficiente comparado con los que usted suele recibir. Y muy lejos de la calidad que han de tener los suyos. Pero hice lo que pude.

– ¿Me está diciendo que el informe está hecho?

Otra vacilación, más larga que la primera.

– Sí, señor. Fue enviado al comandante de Gendarmería Meyerhoff.

– De acuerdo. ¿Cuándo fue eso?

– El miércoles pasado, si no me equivoco. Sí, así fue.

– Y él ¿ya lo ha examinado?

– El viernes por la noche vi una copia en su escritorio, señor. También había pedido que le enviaran una a usted. Me sorprende que aún no la haya recibido.

– Bien, ya aclararé este asunto con su superior, Raul. Dígame, ¿quedó usted satisfecho con lo que hizo en la escena del crimen?

– Creo haber hecho un trabajo concienzudo, señor.

– ¿Y extrajo alguna conclusión?

– Pues…

– A estas alturas de la investigación las suposiciones son perfectamente aceptables.

El joven dijo:

– ¿El motivo no parecía ser el robo?

– ¿Me lo pregunta a mí?

– No, señor. Le expreso mi conclusión. Bueno, mi suposición.

– Bien. ¿Las víctimas tenían todas sus pertenencias?

– Faltaba el dinero, pero no les quitaron las joyas ni otros efectos. Algunos parecían ser bastante valiosos, aunque…

– Continúe.

– Las víctimas conservaban esos efectos cuando llegaron al depósito. Lamento decir que posteriormente han desaparecido.

– Eso no me interesa ni me sorprende. ¿Descubrió usted algún indicio de que tuvieran enemigos? ¿Alguno de ellos?

– No, señor, al menos en el caso de las familias de Gatow. Gente tranquila, trabajadora, al parecer honrada. Judíos, sí, pero no practicaban su religión. No pertenecían al Partido, desde luego, pero tampoco eran disidentes. En cuanto a los trabajadores polacos, apenas tres días antes de morir habían venido desde Varsovia a plantar árboles para las Olimpiadas. Hasta donde se sabe no eran comunistas ni agitadores.

– ¿Alguna otra idea?

– Participaron cuanto menos dos o tres asesinos. Observé las huellas de pisadas, tal como usted me indicó. En los dos incidentes eran las mismas.

– ¿El tipo de arma utilizada?

– No tengo ni idea, señor. Cuando llegué los casquillos habían desaparecido.

– ¿Cómo que habían desaparecido? -Una epidemia de asesinos concienzudos, al parecer-. Bueno, las balas pueden servir de pista. ¿Recuperó usted alguna en buen estado?

– Revisé atentamente el suelo, pero no hallé ninguna.

– El forense debe de haber recuperado algunas.

– Se lo pregunté, señor. Dijo que no había ninguna.

– ¿Ninguna?

– Lo siento, señor.

– Si me irrito no es contra usted, gendarme Raul. Usted hace honor a su profesión. Y perdóneme por incomodarlo en su casa. ¿Tiene hijos? Me ha parecido oír a un bebé. ¿Lo he despertado?

– Es una niña, señor. Pero cuando tenga edad suficiente le contaré que ha tenido el honor de que un investigador tan afamado la arrancara de sus sueños.

– Que tenga un buen día.

– Heil Hitler.

Kohl dejó caer el auricular en su horquilla. Estaba confundido. Los datos de los homicidios sugerían que era una matanza de la SS, la Gestapo o las Tropas de Asalto. Pero en ese caso se habría ordenado inmediatamente a Kohl y al gendarme que cesaran en la investigación, tal como había sucedido en un caso reciente de alimentos vendidos en el mercado negro, cuando la investigación de la Kripo descubrió pistas que apuntaban hacia el almirante Raeder, de la Marina, y Walter von Brauchitsch, alto oficial del Ejército.

No se les impedía continuar investigando el caso, pero encontraban reticencias. ¿Cómo interpretar esa ambigüedad?

Era casi como si utilizaran esos asesinatos, fuera cual fuera su causa, para incitar a Kohl como prueba de su lealtad. ¿Habría llamado el comandante Meyerhoff a la Kripo, a instancias de la SD, para ver si el inspector rehusaba atender un caso donde las víctimas eran judíos y polacos? ¿Podía tratarse de eso?

Pero no, no, eso era demasiado paranoico. Si lo pensaba era sólo porque había sabido lo del expediente de la SD sobre él.

Como no hallaba respuesta a esas preguntas, Kohl se levantó para recorrer nuevamente los pasillos silenciosos hacia la sala de los teletipos, por si se hubiera producido otro milagro y su urgente consulta a los colegas de Estados Unidos hubiera recibido respuesta.


El maltrecho camión, caliente como un horno, llegó a la plaza Wilhelm y aparcó en un callejón.

– ¿Cómo debo dirigirme a la gente? -preguntó Paul.

– «Señor» -respondió Webber-. Di siempre «señor».

– ¿No habrá mujeres?

– Ach, buena pregunta, señor John Dillinger. Sí, puede haber algunas, pero no en puestos de importancia, desde luego. Secretarias, limpiadoras, archivistas, mecanógrafas. Serán todas solteras, pues las casadas no pueden trabajar; debes decirles «señorita». Y puedes flirtear un poco, si quieres. Es lo que cabe esperar de un obrero, pero no les parecerá extraño que no les prestes atención, que sólo quieras cumplir con tu tarea lo mejor posible y volver a tu casa para almorzar.

– ¿Llamo a las puertas o simplemente entro?

– Llama siempre -aconsejó Morgan. Webber asintió.

– ¿Y debo decir «Heil Hitler»?

El alemán bufó:

– Tantas veces como quieras. Nunca han encarcelado a nadie por decirlo.

– ¿Y ese saludo vuestro, con el brazo en alto?

– Tratándose de un obrero, no es necesario -dijo Morgan. Y recordó-: No olvides las ges. Debes suavizarlas. Habla como berlinés. Así tranquilizarás las sospechas antes de que surjan.

En la parte trasera del sofocante camión, Paul se quitó la ropa y se puso el traje de mecánico que le había dado Webber.

– Te queda bien -dijo el alemán-. Si lo quieres, puedo vendértelo.

– Otto -suspiró Paul. Examinó el maltrecho carné de identidad, que contenía la foto de un hombre que se le parecía-. ¿Quién es éste?

– Existe un depósito, poco utilizado, donde la Weimar archivaba expedientes de soldados que lucharon en la guerra. Son millones, desde luego. De vez en cuando los utilizo para falsificar pases y otros documentos. Busco una foto que se parezca al comprador del documento. Las fotografías son más viejas y están gastadas, pero lo mismo sucede con nuestras credenciales, puesto que debemos llevarlas encima en todo momento. -Estudió la foto; luego, a Paul-. Esta es de un hombre que mataron en Argonne Meuse. Según su expediente ganó varias medallas antes de morir. Pensaban darle una Cruz de Hierro. No se te ve tan mal, para estar muerto.

Luego Webber le entregó los dos permisos de trabajo que le permitirían el acceso a la Cancillería. Paul había dejado en la pensión su pasaporte auténtico y el ruso falsificado; también había comprado una cajetilla de cigarrillos alemanes y llevaba consigo las cerillas baratas, sin marca, de la Cafetería Aria. El alemán le había advertido de que lo registrarían minuciosamente a la entrada del edificio.

– Toma. -Le dio una libreta, un lápiz y una maltrecha vara de medir. También una regla corta de acero, que podría utilizar para abrir la cerradura del despacho de Ernst, si era necesario.

Paul observó bien aquellos objetos. Luego preguntó a Webber:

– ¿Crees que se tragarán esto?

– Ach, señor John Dillinger; si lo que buscas es certeza, ¿no te has equivocado de oficio? -El hombre sacó uno de sus puros de hojas de col.

– ¿Piensas fumar eso aquí? -protestó Morgan.

– ¿Dónde pretendes que lo fume? ¿En el umbral de la morada del Führer? ¿Y que encienda la cerilla en el trasero de un SS? -Encendido el cigarro, despidió a Paul con una inclinación de cabeza-.Te esperaremos aquí.


Hermann Göring caminaba a través del edificio de la Cancillería como si fuera su propietario.

Y así había de ser algún día; él estaba convencido.

El ministro amaba a Adolf Hitler como Pedro a Cristo.

Pero Jesús acabó clavado a una cruz de madera y Pedro se hizo cargo de la operación.

Eso era lo que sucedería en Alemania; Göring lo sabía. Hitler era una creación ultraterrena, única en la historia del mundo. Hipnótico, brillante hasta lo inexpresable. Y justamente por eso no llegaría a viejo. El mundo no puede aceptar a los visionarios y a los mesías. El Lobo moriría antes de que pasaran cinco años; Göring lloraría y se golpearía el pecho, atravesado por un dolor agudo y sincero. Oficiaría durante el prolongado duelo. Y luego conduciría al país hasta el puesto que le correspondía: el de la nación más grande del mundo. Hitler decía que ese imperio duraría mil años. Pero Hermann Göring guiaría su propio régimen rumbo a la eternidad.

Por ahora, empero, tenía metas más sencillas: medidas tácticas para asegurarse de ser él quien asumiera el papel de Führer.

Terminados los huevos con salchichas, el ministro había vuelto a cambiarse de ropa (normalmente lo hacía cuatro o cinco veces al día). Ahora lucía un vistoso uniforme militar verde, cargado de galones, cintas y condecoraciones, algunas ganadas, muchas compradas. Se había vestido como para representar un papel, pues tenía la sensación de estar cumpliendo una misión. ¿Y su objetivo? Clavar la cabeza de Reinhard Ernst en la pared (después de todo, Göring era montero mayor del imperio).

Con la carpeta donde se establecía la herencia judía de Keitel bajo el brazo, como si fuera un látigo, caminaba por los corredores en penumbra. Al girar en un recodo hizo una mueca de dolor: la herida de bala que había recibido en la entrepierna durante el Putsch de la Cervecería, en noviembre del año veintitrés. Apenas una hora antes había tomado las píldoras, que nunca le faltaban, pero el efecto ya comenzaba a ceder. Ach, el farmacéutico debía de haberlas hecho menos potentes. Más tarde montaría un escándalo a ese hombre. Después de saludar a los guardias de la SS con una inclinación de cabeza, entró en el antedespacho del Führer y sonrió al secretario.

– Ha pedido que pase usted de inmediato, señor ministro.

Göring cruzó la alfombra a grandes pasos y entró en el despacho del Führer. Hitler estaba apoyado contra el borde del escritorio, según su costumbre. El Lobo nunca podía estarse sentado y quieto. Se paseaba, se encaramaba, se mecía, miraba por las ventanas. En ese momento bebió un sorbo de chocolate y, mientras dejaba la taza y el platillo en el escritorio, dirigió una grave inclinación de cabeza a alguien que estaba sentado en el sillón de respaldo alto. Luego levantó la vista.

– Ah, señor ministro del Aire. Pase, pase. -Levantó la nota que Göring había escrito algo antes-. Quiero detalles de esto. Es interesante que usted mencione una conspiración. Parece que nuestro camarada, aquí presente, también trae noticias parecidas.

Al otro lado del gran despacho, Göring parpadeó y se detuvo abruptamente al ver que el otro visitante del Führer se levantaba del sillón. Era Reinhard Ernst, quien lo saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa:

– Buenos días, señor ministro.

Göring, sin prestarle atención, preguntó a Hitler:

– ¿Una conspiración?

– Así es -confirmó el Führer-. Estábamos discutiendo el proyecto del coronel, ese Estudio Waltham. Al parecer, ciertos enemigos han falsificado información sobre su colaborador, el doctor profesor Ludwig Keitel. Imagínese, han llegado al extremo de insinuar que el profesor tiene sangre judía. Siéntese, Hermann, por favor, y cuénteme qué es esa otra conspiración que ha descubierto usted.


Reinhard Ernst se decía que en toda su vida jamás podría olvidar la expresión de la cara mofletuda de Hermann Göring en aquel momento.

En esa rojiza y sonriente luna de carne los ojos expresaron una conmoción total. Un matón derribado.

No obstante, aquel golpe no le dio ningún placer a Ernst, pues en cuanto se esfumó la sorpresa su semblante reflejó puro odio.

El Führer, sin que pareciera reparar en ese diálogo silencioso, dio unos golpecitos a varios documentos que tenía en el escritorio.

– He pedido al coronel Ernst información sobre el estudio que está realizando actualmente sobre nuestros militares. Me lo entregará mañana…

Una penetrante mirada a Ernst, quien le aseguró:

– Por supuesto, mi Führer.

– Y mientras lo preparaba descubrió que alguien ha alterado ciertos datos de los parientes del doctor profesor Keitel y otros que trabajan para el Gobierno en Krupp, Farben, Siemens…

– Además -murmuró Ernst-, fue una sorpresa descubrir que el asunto va más allá. Han llegado a alterar registros de los parientes y antepasados de muchos miembros importantes del mismo Partido. Sobre todo han introducido informaciones en Hamburgo y alrededores. Me pareció conveniente eliminar gran parte de lo que descubrí. -Ernst miró a Göring de arriba abajo-. Algunas de esas mentiras se referían a gente que ocupa cargos bastante altos. Insinúan vínculos con judíos hojalateros, existencia de hijos bastardos y cosas así.

Göring frunció el entrecejo.

– Terrible. -Tenía los dientes apretados; estaba furioso, no sólo por la derrota, sino por la insinuación de Ernst en cuanto a que también en el pasado del ministro del Aire podía haber ancestros judíos-. ¿Quién puede haber hecho semejante cosa? -Y comenzó a juguetear con la carpeta que traía.

– ¿Quién? -murmuró Hitler-. Los comunistas, los judíos, los socialdemócratas. Últimamente me preocupan también los católicos. No debemos olvidar que se oponen a nosotros. Es fácil bajar la guardia, puesto que compartimos con ellos el odio por los judíos. Pero quién sabe… Tenemos muchos enemigos.

– Sí, desde luego. -Göring echó otra mirada a Ernst, quien preguntó si podía servirle café o chocolate-. No, gracias, Reinhard -fue la respuesta glacial.

En su vida de soldado Ernst había aprendido muy temprano que, de todas las armas del arsenal militar, la más efectiva era una buena información. Insistía en saber exactamente qué se traía el enemigo entre manos. Había cometido un error al pensar que los espías de Göring no controlaban la cabina telefónica instalada a varias calles de la Cancillería. A través de ese descuido suyo, el ministro del Aire había descubierto el nombre del coautor del Estudio Waltham. Por suerte Ernst, aunque parecía ingenuo en el arte de la intriga, tenía buenos colaboradores instalados en lugares en que le eran muy útiles. El hombre que lo informaba regularmente sobre lo que sucedía en el Ministerio del Aire le había advertido la noche anterior, después de recoger del suelo un plato roto lleno de espaguetis, que Göring había desenterrado información sobre la abuela de Keitel.

Disgustado por verse forzado a ese juego, pero consciente del peligro mortal que presentaba la situación, Ernst fue inmediatamente en busca de Keitel. El doctor-profesor suponía que el parentesco judío de su abuela era verdad, pero llevaba años sin mantener relaciones con esa rama de la familia. Ambos habían dedicado horas enteras, esa noche, a crear documentos falsificados donde se insinuaba que comerciantes y funcionarios del Gobierno, de pura sangre aria, tenían raíces judías.

La única parte difícil de esa estrategia era asegurarse de llegar a Hitler antes que Göring. Pero una de las técnicas bélicas que Ernst cultivaba al planificar la estrategia militar era lo que denominaba «ataque relámpago». Consistía en actuar con tanta celeridad que el enemigo no tuviera tiempo para preparar una defensa, aunque fuera más poderoso que uno. A primera hora de la mañana, el coronel se había abierto paso hasta el despacho del Führer para presentarle su propia conspiración y mostrar las falsificaciones.

– Llegaremos al fondo de esto -dijo Hitler. Y se apartó del escritorio para servirse más chocolate caliente y coger varias zwiebacken de un plato-. Y ahora, Hermann, ¿qué decía usted en su nota? ¿Qué es lo que ha descubierto usted?

El hombrón miró a Ernst con una sonriente inclinación de cabeza, negándose a reconocer la derrota. Luego meneó la cabeza, con el ceño muy fruncido, y dijo:

– He sabido que en Oranienburg hay inquietud. Falta de respeto por los guardias. Me preocupa que haya posibilidad de rebeliones. Recomendaría aplicar represalias. Enérgicas represalias.

Eso era absurdo. Ese campo de concentración, rebautizado Sachsenhausen, se estaba reconstruyendo ampliamente con mano de obra esclava y era completamente seguro; no existía la menor posibilidad de que hubiera rebeliones. Los prisioneros eran como animales enjaulados y sin garras. Los comentarios de Göring sólo tenían una finalidad: venganza; quería depositar la muerte de personas inocentes a los pies de Ernst.

Mientras Hitler reflexionaba, el coronel dijo con tranquilidad.

– No sé gran cosa sobre ese campo, mi Führer, y el ministro del Aire tiene razón: debemos asegurarnos de que no haya ninguna disensión.

– Pero… percibo cierta vacilación, coronel – observó Hitler.

Ernst se encogió de hombros.

– Sólo me decía que tal vez sería mejor aplicar esas represalias después de las Olimpiadas. Al fin y al cabo ese campo no está lejos de la Villa Olímpica. Con tanto periodista extranjero en la ciudad, sería muy molesto que se filtraran noticias. Se me ocurre que sería mejor ocultar en lo posible la existencia de Oranienburg hasta más adelante.

La idea no agradó a Hitler; Ernst lo notó inmediatamente. Pero antes de que Göring pudiera protestar, el Führer dijo:

– Estoy de acuerdo. Dentro de uno o dos meses nos ocuparemos de ese asunto.

Ernst esperaba que, por entonces él y Göring se hubieran olvidado de aquello.

– Pero el coronel ha traído buenas noticias, Hermann. Los británicos han aceptado por completo nuestras cuotas de buques de combate y submarinos, según el tratado del año pasado. El plan de Reinhard ha tenido éxito.

– Qué suerte -murmuró Göring.

– ¿Esa carpeta contiene algo que yo deba atender, ministro del Aire? -Los ojos del Führer, a los que rara vez se les escapaba algo, se desviaron hacia los documentos que el hombrón traía bajo el brazo.

– No, señor, nada.

El Führer se sirvió más chocolate y se acercó a la maqueta del Estadio Olímpico.

– Vengan a ver los nuevos añadidos, caballeros. Son muy bonitos, ¿no les parece? Elegantes, diría yo. Me gusta el estilo moderno. Mussolini cree que lo inventó él. Pero es un ladrón, desde luego, como todos sabemos.

– Desde luego, mi Führer -dijo Göring.

Ernst también murmuró unas palabras de aprobación. Los ojos danzarines de Hitler se parecían a los de Rudy en la playa, el año anterior, al mostrar a su Opa un complejo castillo de arena que había construido.

– Dicen que hoy podría refrescar. Ojalá sea así, pues tenemos una sesión de fotos. ¿Vendrá de uniforme, coronel?

– Creo que no, mi Führer. Después de todo, ahora soy un simple funcionario civil. No quiero parecer ostentoso en compañía de mis distinguidos colegas. -Ernst, con algún esfuerzo, mantuvo la vista fija en la maqueta del estadio en vez de desviarla hacia el elaborado uniforme de Göring.


El despacho del plenipotenciario para la Estabilidad Interior (así rezaba el letrero pintado en severos caracteres) estaba en el tercer piso de la Cancillería. En esa planta las renovaciones parecían en buena parte acabadas, aunque en el aire pendía un fuerte olor a pintura, escayola y barniz.

Paul había entrado en el edificio sin dificultad, aunque fue minuciosamente registrado por dos guardias de uniforme negro, armados con rifles provistos de bayonetas. Los papeles de Webber pasaron la inspección, pero en el tercer piso fue nuevamente detenido y cacheado.

Esperó a que una patrulla hubiera desaparecido por el pasillo para tocar respetuosamente en el cristal de la puerta que conducía al despacho de Ernst.

No hubo respuesta.

Probó el pomo; no estaba cerrado con llave. Cruzó la antesala a oscuras rumbo a la puerta que conducía al despacho privado de Ernst. De pronto se detuvo, alarmado por la posibilidad de que el hombre estuviera allí, puesto que por debajo de la puerta se veía una luz intensa. Pero tocó otra vez y no oyó nada. Al abrir descubrió que el fulgor se debía al sol: la oficina daba al este y la luz de la mañana entraba en la habitación con encarnizamiento. Decidió no cerrar la puerta; probablemente hacerlo iba contra las reglas y, si los guardias hacían la ronda, sería sospechoso.

Lo primero que lo impresionó fue lo atestado que estaba el despacho de papeles, folletos, planillas de cuentas, informes, mapas, cartas. Cubrían todo el escritorio de Ernst y la gran mesa del rincón. En los estantes había muchos libros, casi todos sobre historia militar; parecían dispuestos en orden cronológico, a partir de Las guerras de las Galias de César. Considerando lo que Käthe le había dicho sobre la censura alemana, le sorprendió ver allí libros de y sobre norteamericanos e ingleses: Pershing, Teddy Roosevelt, Lord Cornwallis, Ulysses S. Grant, Abraham Lincoln, Lord Nelson.

Había una chimenea, que esa mañana estaba vacía y prístina, desde luego. En la repisa de mármol blanco y negro se veían condecoraciones de guerra, una bayoneta, banderas de combate, fotos de Ernst, más joven y de uniforme, con un hombre fornido de bigote feroz y casco con pinchos.

Paul abrió su libreta, en la cual había esbozado diez o doce planos de la habitación; luego recorrió el perímetro del despacho, lo dibujó y añadió las dimensiones. No se molestó en utilizar la vara de medir: no necesitaba exactitud, sino credibilidad. Echó un vistazo al escritorio. Había allí varias fotos enmarcadas del coronel con su familia; otras, de una morena bonita, probablemente su esposa, y de un trío: un joven de uniforme con los que parecían ser su esposa y su hijo pequeño. También había dos de esa misma joven con el niño, más recientes y tomadas con varios años de diferencia.

Paul apartó la vista de las fotos para leer someramente las docenas de papeles que cubrían el escritorio. Cuando estaba a punto de excavar en una de esas pilas se detuvo: había captado un ruido… o quizá la ausencia de ruido. Sólo una atenuación de los ruidos sueltos que flotaban en derredor. De inmediato se dejó caer de rodillas y puso la vara de medir en el suelo. Luego comenzó a llevarla de un lado a otro. Levantó la vista hacia el hombre que entraba a paso lento, mirándolo con curiosidad.

Las fotografías de la repisa y las de Max, el contacto de Morgan, databan de varios años atrás, pero sin duda alguna el hombre que tenía de pie ante sí era Reinhard Ernst.

22

– Heil Hitler -dijo Paul-. Perdóneme si lo molesto, señor.

– Heil-respondió el hombre sin energía-. ¿Quién es usted?

– Soy Fleischman. He venido a tomar las medidas para las alfombras.

– Ah, las alfombras.

Otra figura echó un vistazo dentro: un guardia corpulento, de uniforme negro. Pidió a Paul sus credenciales y, después de leerlas con atención, regresó al antedespacho y acercó una silla a la puerta.

Ernst preguntó.

– ¿Y qué medidas tiene este cuarto?

– Nueve y medio por ocho metros. -A Paul se le aceleró el corazón: había estado a punto de decir «yardas».

– Yo habría dicho que era más grande.

– Claro que es más grande, señor. Me refería al tamaño de la alfombra. Por lo general, cuando el suelo es de madera tan fina como ésta, nuestros clientes quieren dejar un borde a la vista.

Ernst miró el roble del suelo como si nunca lo hubiera visto. Después de quitarse la americana y colgarla del perchero, se sentó en el sillón y se frotó los ojos. Por fin se inclinó hacia delante y se puso las gafas para leer unos documentos.

– ¿Trabaja en domingo, señor? -preguntó Paul.

– Igual que usted -respondió Ernst, riendo, pero sin levantar la vista.

– Es que el Führer está ansioso por acabar con la remodelación del edificio.

– Sí, es verdad.

Mientras se inclinaba para medir un pequeño apartadizo, Paul le echó una mirada de reojo; reparó en la cicatriz de la mano, las arrugas que le rodeaban la boca, los ojos enrojecidos y la actitud: era la de quien tiene un millar de ideas madurando en la mente, la de quien lleva un millar de cargas.

Hubo un leve chirrido: Ernst había girado la silla hacia la ventana y se estaba quitando las gafas. Parecía devorar el brillo y el calor del sol, con placer, pero también con un dejo de pena, como si estuviera habituado al aire libre y no disfrutara de los deberes que lo mantenían atado al escritorio.

– ¿Hace mucho tiempo que trabaja en esto, Fleischman? -preguntó sin volverse.

Paul se puso de pie, con la libreta apretada contra el costado.

– Desde siempre, señor. Desde la guerra.

Ernst continuaba disfrutando del sol, algo reclinado en la silla y con los ojos cerrados. Paul se acercó silenciosamente a la repisa. La bayoneta era larga. Estaba opaca y no había sido afilada en tiempos recientes, pero aún podía matar.

– ¿Y le gusta? -preguntó Ernst.

– Me va bien.

Podía arrebatar de allí esa arma espeluznante, acercarse al hombre por detrás y matarlo en un segundo. Tenía experiencia en armas blancas. Usar un puñal no es como las escenas de esgrima que uno veía en las películas de Douglas Fairbanks. El acero es sólo una mortífera extensión del puño. El buen boxeador también es bueno con el cuchillo.

Tocar el hielo…

Pero ¿qué hacer con el guardia apostado ante la puerta? Ese hombre también tendría que morir. Paul nunca mataba a los guardaespaldas de sus despachados; ni siquiera se ponía en situaciones donde quizá debiera hacerlo. Podía matar a Ernst con la bayoneta y luego desmayar al guardia de un golpe. Pero con tantos soldados como había por allí, alguien podía oír el alboroto; entonces lo arrestarían. Además tenía órdenes de que la muerte fuera pública.

– Le va bien -repitió Ernst-. Una vida sencilla, sin conflictos ni decisiones difíciles.

Sonó el teléfono. El coronel atendió.

– ¿Diga…? Sí, Ludwig, la reunión resultó ventajosa para nosotros… Sí, sí… Oye, ¿has conseguido algunos voluntarios? Ach, bien…Pero quizá dos o tres más… Sí, nos veremos allí. Buenas tardes.

Al cortar la comunicación miró a Paul; luego hacia la repisa.

– Son algunos recuerdos míos. A juzgar por los militares con los que he tratado toda mi vida, somos como urracas cuando se trata de acumular este tipo de objetos. En casa tengo muchos más. ¿No es raro que nos guste conservar recuerdos de hechos tan horrendos? A veces me parece una locura-. Echó un vistazo al reloj de su escritorio-. ¿Ha terminado, Fleischman?

– Sí, señor.

– Tengo trabajo que hacer a solas.

– Perdone la molestia, señor. Heil Hitler.

– Oiga, Fleischman…

Paul se volvió desde la puerta.

– Usted es hombre de suerte. Es muy raro que las obligaciones concuerden con las circunstancias y el propio carácter.

– Supongo que sí, señor. Buenos días.

– Sí. Heil Hitler.

Salió al pasillo.

Con la cara y la voz de Ernst grabados en la mente, Paul bajó la escalera, la vista fija adelante, a paso lento, pasando invisiblemente entre hombres de uniforme negro o gris, de traje, con ropas de trabajo. Y por doquier, los ojos severos, bidimensionales, que lo miraban desde los cuadros colgados en las paredes: la trinidad cuyos nombres se leían en las placas de bronce: A. Hitler, H. Göring y P J. Goebbels.

Ya en la planta baja giró hacia la refulgente entrada principal que daba a la calle Wilhelm; sus pisadas resonaban con fuerza. Webber le había conseguido botas usadas; eran un buen toque final al disfraz, pero una de las tachuelas asomaba a través del cuero y repiqueteaba audiblemente a cada paso, por mucho que Paul torciera el pie.

Estaba a quince metros de la entrada, que era un estallido de sol rodeado por un halo.

Diez metros.

Tap, tap, tap.

Cinco metros.

Ya veía el exterior: torrentes de coches que pasaban por la calle.

Tres metros.

Tap… tap…

– ¡Alto, usted!

Paul se detuvo en seco. Al girar vio a un hombre de mediana edad, de uniforme gris, que se acercaba a grandes pasos.

– Ha bajado por esa escalera. ¿De dónde viene?

– Sólo estaba…

– Sus documentos.

– Estaba tomando medidas para las alfombras, señor -explicó Paul, mientras desenterraba de su bolsillo los papeles de Webber.

El de la SS les echó una mirada rápida, lo comparó con la foto y leyó la orden de trabajo. Luego cogió la vara de medir que Paul llevaba en la mano, como si fuera un arma. Por fin le devolvió la orden de trabajo.

– ¿Dónde está su permiso especial?

– ¿Qué permiso especial? No sabía que fuera necesario.

– Para el acceso a los pisos altos, sí.

– Mi jefe no me ha dicho nada.

– Eso no es asunto nuestro. Para ir más allá de la planta baja se requiere un permiso especial. ¿Su carné del Partido?

– Eh… no lo he traído.

– ¿No es miembro del Partido?

– Claro que sí, señor. Soy un nacionalsocialista de ley, se lo aseguro.

– Si no trae el carné del Partido no es nacionalsocialista de ley.

El oficial lo revisó; luego hojeó la libreta y echó un vistazo a los bocetos y las medidas de las habitaciones. Meneaba la cabeza. Paul dijo:

– Dentro de unos pocos días tendré que venir otra vez, señor. Entonces le traeré ese permiso especial y el carné del Partido. -Y añadió-: Podría aprovechar la ocasión para medir también su despacho.

– Mi despacho está en la parte trasera de la planta baja. Un sector donde no se harán renovaciones -aclaró, agrio, el oficial de la SS.

– Mayor razón para tener una buena alfombra persa. Casualmente tenemos más de las que se necesitan. Es una pena que vayan a pudrirse en algún depósito.

El hombre reflexionó. Luego echó un vistazo a su reloj.

– No tengo tiempo para continuar con este asunto. Soy el subjefe de Seguridad Schechter. Encontrará mi despacho bajando la escalera, a la derecha. Mi nombre está en la puerta. Hala, váyase. Pero no olvide traer el permiso especial cuando regrese, si no quiere acabar en la calle Príncipe Albrecht.

Mientras los tres hombres se alejaban a buena velocidad de la plaza Wilhelm, a poca distancia sonó una sirena. Paul y Reggie Morgan, intranquilos, miraron por las ventanillas del camión, que apestaba a sudor y col quemada. Webber se echó a reír.

– Tranquilos. Es una ambulancia. -Un momento después apareció una rodeando la esquina-. Conozco el ruido de todos los vehículos oficiales. Es algo que resulta muy útil en Berlín en estos tiempos.

Pasados algunos segundos Paul dijo en voz baja:

– Lo he visto personalmente.

– ¿A quién? -preguntó Morgan.

– A Ernst.

El otro dilató los ojos.

– ¿Estaba allí?

– Ha entrado en el despacho un momento después que yo.

Ach, ¿qué hacemos? -exclamó Webber-. No podemos entrar de nuevo en la Cancillería. ¿Cómo haremos para saber dónde encontrarlo?

– Pero si ya lo sé -dijo Paul.

– ¿Sí? -inquirió Morgan.

– Antes de que llegara he tenido tiempo de echar un vistazo a su escritorio. Hoy irá al estadio.

– ¿A qué estadio? En la ciudad hay muchos.

– El Estadio Olímpico. He visto un memorándum. Hitler quiere que los altos dignatarios del Partido se fotografíen allí. -Echó un vistazo al reloj de una torre cercana-. Pero sólo dispongo de unas pocas horas para instalarme en el lugar. Creo que necesitaremos nuevamente tu ayuda, Otto.

– Ach, puedo hacerte entrar donde quieras, señor John Dillinger. Yo hago los milagros… y vosotros pagáis. Por eso nos llevamos tan bien, claro. A propósito: mis dólares, por favor. -Dejó que la transmisión del vehículo chillara en segunda para extender la mano derecha, con la palma hacia arriba, hasta que Morgan puso allí el sobre.

Un momento después Paul cobró conciencia de que Morgan lo miraba.

– ¿Cómo es Ernst? -preguntó-. ¿Se nota que es el hombre más peligroso de Europa?

– Fue cortés. Estaba preocupado. Y cansado. Y triste.

– ¿Triste? -repitió Webber.

Paul asintió con un gesto. Recordaba los ojos del hombre, vivaces pero con el peso de la responsabilidad; eran los ojos de alguien que espera pasar por pruebas difíciles.

El sol al fin se pone…

Morgan miró de reojo las tiendas, los edificios, las banderas de la amplia avenida Unter den Linden.

– ¿Eso dificulta las cosas?

– ¿Que si las dificulta?

– Haberlo conocido, ¿te hará vacilar cuando llegue el momento de… hacer aquello para lo que has venido? ¿Cambia las cosas?

Paul Schumann habría deseado responder que sí. Que ver a alguien de cerca, hablar con él, derretía el hielo, hacía que dudara en quitarle la vida. Pero respondió con la verdad:

– No, no cambia nada.


Sudaban por el calor y Kurt Fischer, cuanto menos, también por el miedo.

Los hermanos estaban ahora a dos calles de la plaza donde se encontrarían con Unger, el hombre que los sacaría de ese país medio hundido para reunirlos con sus padres.

El hombre al que confiaban la vida.

Hans se agachó para recoger una piedra y la lanzó a las aguas del canal Landwehr.

– ¡No! -susurró Kurt con aspereza-. No llames la atención.

– Tranquilízate, hermano. Esto no llama la atención. Lo hace todo el mundo. Madre mía, qué calor hace. ¿No podemos detenernos a por una cerveza?

– Ach, ¿crees que vamos de vacaciones? -Kurt miró en derredor. No había mucha gente. Aún era temprano, pero el calor ya era intenso.

– ¿Alguien nos sigue? -preguntó su hermano con cierta ironía.

– ¿Quieres quedarte en Berlín? ¿Has considerado las cosas?

– Sólo sé que si abandonamos la casa no volveremos a verla.

– Y si no la abandonamos no volveremos a ver a mamá y a papá. Probablemente no volveremos a ver a nadie.

Hans, ceñudo, recogió otra piedra. En esa ocasión logró hacerla rebotar tres veces.

– ¡Hala! ¿Has visto?

– Date prisa.

Giraron hacia una calle de mercado, donde los vendedores estaban instalando sus puestos. Había varios camiones aparcados en las calzadas y las aceras. Estaban cargados de rábanos, remolachas, manzanas, patatas, truchas de canal, carpas, aceite de bacalao. Naturalmente, no se veían los productos de mayor demanda, como carne, aceite de oliva, mantequilla y azúcar. Aun así la gente ya estaba haciendo cola para conseguir las cosas mejores o siquiera las menos desagradables.

– Mira, allí está.

Kurt cruzó la calle en dirección a un viejo camión aparcado a un lado de la plaza. Un hombre de rizos castaños, apoyado contra él, fumaba y leía un periódico. Al levantar la vista vio a los muchachos y asintió sutilmente con la cabeza. Luego arrojó el periódico a la cabina del camión.

Todo se reduce a una cuestión de confianza.

Y a veces no se produce el desencanto: Kurt había pensado que el hombre podía no aparecer.

– ¡Señor Unger! -dijo al llegar. Se estrecharon calurosamente la mano-. Le presento a mi hermano Hans.

– Ach, cómo se parece a su padre.

– ¿Usted vende chocolate? -preguntó el chico, mientras observaba el camión.

– Fabrico y vendo dulces. Antes era profesor, pero eso ya no es lucrativo. El deseo de aprender y la necesidad de enseñar es esporádico, pero comer dulces es constante y no hay peligro político. Ya hablaremos de eso. Ahora debemos salir de Berlín. Podéis viajar conmigo en la cabina, pero cuando nos acerquemos a la frontera entraréis en un espacio que hay en la parte trasera. En días como este llevo hielo para impedir que se derrita el chocolate; estaréis tendidos bajo tablas cubiertas de hielo. Pero no temáis, que no moriréis congelados. He abierto agujeros en el flanco del camión para que entre un poco de aire caliente. Cruzaré la frontera como todas las semanas. Conozco a los guardias; les regalo chocolate y nunca me revisan.

Unger fue hacia la parte trasera del camión para cerrar las puertas.

Hans subió a la cabina y se puso a leer el periódico. Kurt se enjugó la frente y giró para echar una última mirada a la ciudad en la que había pasado toda su vida. El calor, la potencia del sol, hacían que pareciera Italia; le hizo pensar en un viaje a Bolonia que habían hecho cuando su padre impartió un curso de quince días en aquella antigua universidad.

Cuando el joven iba a subir junto a su hermano, la multitud dejó escapar una exclamación colectiva.

Kurt se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.

Tres coches negros se detuvieron bruscamente rodeando el camión de Unger. De ellos bajaron seis hombres con el uniforme negro de la SS.

– ¡No!

– ¡Huye, Hans! -gritó Kurt. Pero dos de los SS corrieron al lado del pasajero y, después de abrir violentamente la portezuela, tiraron de su hermano para sacarlo a la calle. Él se resistió hasta que uno lo golpeó en el vientre con una cachiporra. Hans lanzó un chillido y rodó por el suelo, apretándose la tripa. Los soldados lo levantaron por la fuerza.

– ¡No, no, no! -exclamó Unger. Tanto él como Kurt fueron empujados contra el flanco del camión.

– ¡Papeles! Vaciad los bolsillos.

Los tres cautivos hicieron lo que se les ordenaba.

– Los Fischer -dijo el comandante al ver los carnés de identidad, indicando con un gesto que los reconocía. Unger, con lágrimas en las mejillas, dijo a Kurt:

– No os he traicionado. ¡Te lo juro!

– No, no ha sido él -dijo el oficial de la SS. Luego desenfundó su Luger, la amartilló y disparó al profesor en la cabeza.

Unger cayó a la acera. Kurt ahogó una exclamación de horror.

– Ha sido ella -añadió el de la SS, señalando con la cabeza a una mujerona madura, asomada a la ventanilla del vehículo oficial. Ella, con la voz cargada de furia, increpó a los muchachos:

– ¡Traidores! ¡Cerdos!

Era la señora Lutz, la viuda de guerra que vivía en el mismo piso, la mujer que acababa de desearles un buen día.

Horrorizado, fija la vista en el cuerpo sin vida de Unger, que manaba sangre copiosamente, Kurt oyó su grito apasionado:

– ¡Cerdos desagradecidos! Os he estado observando. Bien sé lo que habéis hecho, quién ha estado en vuestro apartamento. Apunto todo lo que veo. ¡Habéis traicionado a nuestro Führer!

El comandante de la SS la miró con una mueca de irritación.

Luego hizo un gesto a un oficial más joven, quien la empujó hacia el interior del coche.

– Hace tiempo que os tenemos en la lista.

– ¡Pero si no hemos hecho nada! -susurró Kurt, sin poder apartar los ojos del charco carmesí que crecía junto a Unger-. Nada, lo juro. Sólo tratábamos de reunirnos con nuestros padres.

– Escapar ilegalmente del país, pacifismo, actividades contra el Partido… Son todos delitos capitales.

Tiró de Hans para acercarlo y le apuntó a la cabeza con la pistola. El muchacho gimoteó:

– No, por favor, no…

Kurt se adelantó velozmente. Un guardia lo golpeó en el vientre. Doblado por la mitad, vio que el comandante apoyaba la pistola contra la nuca de su hermano.

– ¡No!

El comandante entrecerró los ojos y se inclinó hacia atrás para evitar el rocío de sangre y carne.

– ¡Por favor, señor!

Pero otro oficial susurró:

– Esas órdenes que tenemos, señor. Moderación durante las Olimpiadas. -Señaló con la cabeza a la multitud que se había reunido a mirar en el mercado-. Allí podría haber extranjeros, quizá periodistas.

El comandante vaciló un instante. Luego murmuró, impaciente:

– De acuerdo. Llevadlos a la Casa Columbia.

Aunque se prefería el campo de Oranienburg, más implacable en su eficiencia y menos visible, la Casa Columbia era todavía la cárcel más famosa de Berlín. El hombre apuntó al cadáver con un gesto.

– Y arrojad eso en cualquier parte. Averiguad si está casado. En ese caso enviad a su mujer la camisa ensangrentada.

– Sí, señor. ¿Con qué mensaje?

– El mensaje será la camisa.

El comandante enfundó la pistola y volvió a su coche, desviando una breve mirada hacia los hermanos Fischer. Pero en realidad no los vio; era como si ya hubieran muerto.


– ¿Dónde estás, Paul Schumann?

Tal como el día anterior («¿Quién eres?»), Willi Kohl hizo esa pregunta en voz alta, lleno de frustración, sin esperanzas de respuesta inmediata. El inspector había creído que, al conocer el nombre del homicida, se aceleraría la solución del caso. Pero no era así.

No había recibido respuesta del FBI ni de la Comisión Internacional Olímpica. Sólo un breve mensaje del Departamento de Policía de Nueva York diciendo que se ocuparían del asunto cuando fuera «practicable».

No era una palabra con la que Kohl estuviera familiarizado, pero arrugó el entrecejo al ver lo que decía el diccionario inglés-alemán de su departamento. Durante el último año había percibido cierta reticencia de la policía norteamericana en cuanto a cooperar con la Kripo. Eso se debía en parte a la antipatía que despertaba en Estados Unidos el nacionalsocialismo, pero también podía arraigar, según creía él, en el secuestro del bebé Lindbergh. Bruno Hauptmann, detenido por la policía alemana, se había fugado a América y asesinado al niño.

Kohl envió un segundo y breve telegrama, en su vacilante inglés, para dar las gracias a la policía neoyorquina y recordarles la urgencia del asunto. Había puesto sobre aviso a los guardias de frontera para que detuvieran a Schumann si intentaba abandonar el país, pero la orden llegaría sólo a las salidas principales.

La segunda visita de Janssen a la Villa Olímpica también había resultado infructuosa. Paul Schumann no tenía ningún vínculo oficial con el equipo norteamericano. Había llegado a Berlín como escritor sin afiliación conocida, y nadie lo había visto desde que abandonara la Villa Olímpica, el día anterior, ni se sabía dónde podía estar.

Su nombre no figuraba entre los recientes compradores de municiones Largo ni de pistolas Modelo A, pero eso no era ninguna sorpresa, puesto que había llegado el viernes.

Kohl, meciéndose hacia atrás en la silla, revisó la caja de pistas y sus propias notas. Al levantar la vista vio a Janssen en el vano de la puerta; charlaba con otros ayudantes y aspirantes a inspector.

Willi, ceñudo, miró aquel ruidoso klatch de café.

Los jóvenes le presentaron sus respetos:

– Heil Hitler

– Heil, inspector Kohl.

– Sí, sí.

– Vamos a la conferencia. ¿Viene usted?

– No -murmuró él-. Tengo trabajo.

Desde la ascensión al poder del Partido, en el año treinta y tres, todas las semanas había en el salón de asambleas una charla de una hora sobre la doctrina nacionalsocialista. Eran obligatorias para todos los oficiales de la Kripo, pero el poco entusiasta Willi Kohl rara vez asistía. La última que la había escuchado, dos años atrás, se titulaba «Hitler, el pangermanismo y las raíces del cambio social fundamental». Se había dormido.

– Puede venir el Führer Heydrich en persona.

– No es seguro -añadió otro con entusiasmo-, pero podría venir. ¿Os imagináis? ¡Estrecharle la mano!

– Como ya he dicho, tengo trabajo. -Kohl miró más allá de esas caras juveniles y excitadas-. ¿Qué novedades tiene, Janssen?

– Buenos días, inspector -saludó uno de los jóvenes oficiales, eufórico. Y todos se alejaron ruidosamente por el pasillo.

Kohl fijó una mirada ceñuda en su asistente, que hizo una mueca de sufrimiento.

– Perdone, señor. Se pegan a mí porque estoy pegado a…

– ¿A mí?

– Pues sí, señor.

El inspector señaló con la cabeza el lado por donde se había ido el grupo

– ¿Son miembros?

– ¿Del Partido? Unos cuantos sí.

Antes de que Hitler asumiera el poder, los policías tenían prohibido afiliarse a un partido político. Kohl comentó:

– No se deje tentar, Janssen. No crea que afiliándose podrá progresar más en su carrera. Sólo conseguirá enredarse más en la telaraña.

– Las arenas movedizas morales. -El joven citaba las palabras de su jefe.

– Exactamente.

– De cualquier manera no podría. -Le ofreció una de sus raras sonrisas-. Trabajar con usted no me deja tiempo para los actos políticos.

Kohl sonrió a su vez. Luego preguntó:

– Bueno, ¿qué me trae?

– El informe de la autopsia del caso del pasaje Dresden.

– ¡Por fin! -Veinticuatro horas para realizar una autopsia. Imperdonable.

El candidato a inspector entregó a su jefe una carpeta fina que contenía sólo dos páginas.

– ¿Qué es esto? ¿Ese forense hizo la autopsia mientras dormía?

– Pues…

– No importa -murmuró Kohl.

Y de un tirón leyó el documento de cabo a rabo. Comenzaba por establecer lo obvio, desde luego, como todos los informes, en el denso lenguaje de la fisiología y la morfología: que la causa de la muerte se debía a un fuerte traumatismo cerebral debido al impacto de una bala. No había enfermedades sexuales, algo de gota, un poco de artritis, ninguna herida de guerra. El muerto tenía algo en común con Kohl: los juanetes; también las callosidades de sus pies insinuaban que había sido muy aficionado a caminar.

Janssen miraba sobre su hombro.

– Mire, señor: tenía en una mano un dedo roto que soldó mal.

– Eso no nos interesa, Janssen. Es el meñique, un dedo propenso a quebrarse en muchas circunstancias, no una lesión rara que pudiera ayudarnos a conocer mejor al muerto. Una fractura reciente sería más útil: podríamos llamar a los médicos del noroeste de Berlín por si hubiera pistas entre sus pacientes; pero ésta es antigua.

Volvió al informe.

El contenido de alcohol en la sangre hacía pensar que había ingerido algún licor poco antes de morir. El contenido del estómago incluía pollo, ajo, hierbas, cebolla, zanahoria, patatas, alguna salsa rojiza y café; el grado de digestión de todo eso revelaba que la comida había sido disfrutada media hora antes de la muerte, poco más o menos.

– ¡Ah! -Kohl, animado, apuntó esos datos a lápiz en su maltrecha libreta.

– ¿Qué pasa, señor?

– Aquí hay algo que sí nos interesa, Janssen. No se puede afirmar con seguridad, pero al parecer la víctima comió un plato sublime en su última comida. Probablemente sea coq au vin, una exquisitez francesa que hace un extraño casamiento entre el pollo y el vino tinto, por lo general un Borgoña tipo Chambertin. Aquí no se encuentra fácilmente, Janssen, ¿y sabe usted por qué? Porque los vinos tintos de los alemanes son horrorosos; los austriacos los hacen estupendos, pero no nos envían mucho. ¡Esto es bueno, ya lo creo!

Después de reflexionar por un momento, se acercó a un mapa de Berlín que tenía en la pared; buscó una chincheta y la clavó en el pasaje Dresden.

– Murió aquí, a mediodía, y había almorzado en un restaurante una media hora antes. Recordará usted que era buen caminador, Janssen: comparados con los músculos de sus piernas los míos no son nada, y tenía callos en los pies. Es posible que haya cogido un taxi o un tranvía para ir a su encuentro fatídico, pero podemos suponer que fue caminando. Si calculamos que después de comer dedicó algunos minutos para fumar un cigarrillo… ¿recuerda que tenía los dedos manchados de amarillo?

– No recuerdo bien, señor.

– Ha de ser más observador, hijo. Calculado el tiempo para fumar un cigarrillo, pagar la cuenta y saborear su café, supondremos que usó esas fuertes piernas para caminar unos veinte minutos antes de llegar al pasaje Dresden. ¿Qué distancia podría recorrer en ese tiempo un buen caminador?

– Un kilómetro y medio, diría yo.

Kohl frunció el entrecejo.

– Sí, yo también. -Después de examinar la escala del mapa, trazó un círculo en torno al lugar del homicidio.

Janssen meneó la cabeza.

– Hombre, eso es enorme. ¿Tendremos que llevar la fotografía de la víctima a todos los restaurantes incluidos en ese círculo?

– No: sólo a los que sirvan coq au vin. Y de ésos, sólo a aquellos que lo sirvieron el sábado a la hora del almuerzo. Bastará echar un vistazo a los horarios y a la carta de la fachada para saber si debemos entrar. Pero aun así será una tarea ímproba. Y debemos realizarla inmediatamente.

El joven miró el mapa.

– ¿Debemos hacerlo usted y yo, señor? ¿Podremos visitarlos todos? ¿Cómo? -Y meneó la cabeza, desalentado.

– No podemos, por supuesto.

– Pues entonces…

Willi Kohl se echó hacia atrás en el asiento y dejó que sus ojos flotaran por la habitación. Momentáneamente se fijaron en el escritorio. Luego dijo:

– Quédese aquí, Janssen, por si llegan telegramas o mensajes sobre el caso. -Luego cogió su sombrero de paja, que pendía del perchero del rincón-. Yo… tengo una idea.

– ¿Adónde va, señor?

– Tras la pista de un pollo francés.

23

La atmósfera de nerviosismo que rodeaba a los tres hombres, en la pensión, era como humo frío.

Paul Schumann conocía bien aquella sensación; era la de esos momentos en que esperaba para entrar al ring, tratando de recordar cuánto sabía sobre su adversario: visualizaba las defensas del tipo en cuestión, planeaba el mejor momento de bailar bajo ellas, de ponerse de puntillas para aplicar un derechazo, o imaginaba cómo aprovechar sus debilidades… y la mejor manera de compensar las propias.

La conocía también por aquellas ocasiones en que planeaba despachar a alguien. Miraba los mapas trazados cuidadosamente por su propia mano, revisaba nuevamente el Colt y la segunda pistola, repasaba las notas que había reunido sobre los horarios de su víctima, sus preferencias, sus rutinas, sus relaciones.

Eso era el antes.

El dificilísimo antes. La inmovilidad que precede a la ejecución. El momento en que se mastican los hechos entre sensaciones de impaciencia y nerviosismo. También de miedo, claro. De eso no te libras nunca. El buen sicario no, en ningún caso.

Y siempre esa creciente insensibilidad, el corazón que se va cristalizando.

Comenzaba a tocar el hielo.

En la habitación en penumbra, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas (el teléfono desconectado, por supuesto), Paul y Morgan estudiaban un mapa y unas veinticinco fotos publicitarias del Estadio Olímpico desenterradas por Webber junto con un par de pantalones de franela gris para Morgan, con la raya bien marcada (que el norteamericano, después de examinar con escepticismo inicial, había decidido conservar).

Morgan dio un golpecito en una de las fotos.

– ¿Dónde vas a…?

– Un momento, por favor -interrumpió Webber. Y se levantó para cruzar el cuarto, silbando. Estaba de buen humor; tenía mil dólares en el bolsillo; durante un tiempo no tendría que preocuparse por la grasa y el colorante amarillo.

Morgan y Paul se miraron con la frente fruncida. El alemán se dejó caer de rodillas Y comenzó a sacar discos de un armario bajo un gramófono maltrecho. Hizo una mueca.

– Ach, no hay ninguno de John Philip Sousa. Los busco siempre, pero son difíciles de conseguir. -Levantó la vista hacia Morgan-. Oiga, el señor John Dillinger, aquí presente, dice que Sousa es norteamericano. Pero creo que es una broma, ¿no? ¿Verdad que ese director de orquesta es inglés?

– No. Es americano -confirmó el flaco.

– Pues no es eso lo que me han dicho.

Morgan enarcó una ceja.

– Puede que tengas razón. Podríamos hacer una apuesta. ¿Cien marcos?

Webber reflexionó. Luego dijo:

– Prefiero seguir investigando.

– Mira, no tenemos tiempo para la música -añadió Morgan, viendo que el alemán seguía examinando la pila de discos.

Paul dijo:

– Pero hay tiempo para cubrir el sonido de nuestra conversación, ¿no?

– Exactamente -dijo Webber-. Y utilizaremos… -Examinó una etiqueta-. Una colección de nuestras imperturbables canciones de caza. -Encendió el aparato y puso la aguja en el disco. Una melodía enérgica, cargada de chirridos, llenó la habitación. Él rió-. Esto es El cazador de venados. Muy adecuado para nuestra misión.

En Estados Unidos los mafiosos Luciano y Lansky hacían exactamente lo mismo: generalmente encendían la radio para disimular la conversación, por si los muchachos de Dewey o de Hoover hubieran puesto un micrófono en el lugar de la reunión.

– Bueno, ¿qué decíais?

Morgan preguntó:

– ¿Dónde se hará la sesión de fotos?

– Según el memorándum de Ernst, en la sala de prensa.

– O sea, aquí -indicó Webber.

Paul examinó atentamente el dibujo y no quedó complacido. El estadio era enorme y la sala de prensa debía de medir unos sesenta metros de longitud. Estaba cerca del extremo del edificio, por la zona sur. Era posible instalarse en los puestos del lado norte, pero eso requeriría un disparo a gran distancia, a todo lo ancho del lugar.

– Demasiado lejos. Un poco de brisa, la distorsión de la ventana… No, no podría asegurar que el tiro fuera letal. Y podría herir a otra persona.

– ¿Y qué? -preguntó Webber sin energía-. Podrías acertarle a Hitler. O a Göring: es un blanco más grande que un dirigible; hasta un ciego podría acertarle. -Estudió el mapa una vez más-. Podrías disparar cuando Ernst baje del coche. ¿Qué le parece, señor Morgan? -El hecho de que, gracias a Webber, Paul hubiera podido entrar y salir de la Cancillería sano y salvo había dado al alemán suficiente credibilidad como para que le revelaran el nombre de Morgan.

– Pero no sabemos exactamente cuándo y adónde llegará -señaló él. Había diez o doce senderos y pasillos por los que podía arribar-. Tal vez no utilicen la entrada principal. No podemos adivinarlo. Y Paul debería estar escondido antes de que él llegue. Allí se reunirá todo el panteón nacionalsocialista; habrá grandes medidas de seguridad.

Paul continuaba estudiando el mapa. Morgan tenía razón. Notó también que en el plano figuraba una ruta subterránea que parecía rodear todo el estadio; probablemente era para que los Líderes llegaran a entradas y salidas protegidas. Era posible que Ernst nunca estuviera en el exterior del edificio.

Durante un rato examinaron el mapa en silencio. Por fin Paul tuvo una idea y la explicó, tocando las fotos. Los senderos de la parte trasera del estadio estaban abiertos. Al salir de la sala de prensa uno podía ir hacia el este o hacia el oeste a lo largo de un corredor; luego se bajaban varios tramos de escalera hasta la planta baja, donde había una zona de aparcamiento, una calzada amplia y aceras que conducían a la estación de ferrocarril. A unos treinta metros del estadio había un grupo de edificios pequeños, que el mapa denominaba «Depósitos», desde donde se veía el aparcamiento y la calzada.

– Si Ernst saliera por ese camino y bajara la escalera, yo podría disparar desde ese cobertizo. Éste.

– ¿Podrías acertar?

Paul asintió:

– Sí; sería fácil.

– Pero como decíamos, no sabemos si Ernst llegará o saldrá por allí.

– Quizá podamos obligarlo a salir por ese lugar. Levantarlo como a una perdiz.

– ¿Cómo? -preguntó Morgan.

– Se lo pediremos.

– ¿Cómo que se lo pediremos? -Morgan frunció el entrecejo.

– Se le hace llegar un mensaje a la sala de prensa: que se lo requiere con urgencia. Alguien necesita hablar con él en privado sobre un asunto importante. Y él sale por el corredor a la galería, donde lo tengo en la mira.

Webber encendió uno de sus puros de hojas de col.

– Pero ¿qué mensaje podría ser tan urgente como para que interrumpiera una reunión con el Führer, Göring y Goebbels?

– Por lo que he sabido es un hombre obsesionado por el trabajo. Le diremos que hay un problema relacionado con la Armada o la Marina. A eso le prestará atención. Ese Krupp, el fabricante de armas del que hablaba Max… un mensaje de Krupp ¿sería urgente?

Morgan asintió:

– Krupp. Sí, creo que sí. Pero ¿cómo le hacemos llegar el mensaje en plena sesión de fotos?

– Eso es fácil -dijo Webber-. Le telefonearé.

– ¿Cómo?

El hombre chupó su puro ersatz.

– Averiguaré el número de teléfono de la sala de prensa y haré una llamada. Personalmente. Pediré que me comuniquen con Ernst y le diré que abajo hay un conductor que le trae un mensaje. Que sólo se lo entregará a él. De Gustav Krupp von Bohlen en persona. Llamaré desde una oficina de correos; así, cuando la Gestapo marque el siete para buscar el origen de la llamada, no habrá pistas que conduzcan a mí.

– ¿Y cómo conseguirás el número? -preguntó Morgan.

– Por contactos.

Paul preguntó cínicamente:

– ¿Tienes que sobornar a alguien para conseguir ese número, Otto? Sospecho que lo sabe la mayoría de los cronistas de deportes de Berlín.

– Ach -exclamó Webber, sonriendo con placer-. Has dado en el clavo. Es cierto, claro. Pero el aspecto más importante de cualquier empresa es saber a qué individuo recurrir y cuánto cobra.

– De acuerdo -dijo Morgan exasperado-. ¿Cuánto? Y recuerda que no somos un pozo sin fondo.

– Otros doscientos. En marcos, simplemente. Y por ese precio añadiré, sin más cargos, un medio para entrar y salir del estadio, señor John Dillinger. Un uniforme de la SS, completo. Puedes colgarte el rifle del hombro y entrar directamente como si fueras Himmler en persona; nadie te detendrá. Practica bien el Heil y el saludo hitleriano, levantando el brazo, como el cabrón de nuestro Führer.

Morgan arrugó las cejas.

– Pero si lo pillan disfrazado de militar lo fusilarán por espía.

Paul echó un vistazo a Webber y los dos estallaron en una carcajada. Fue el alemán quien dijo:

– Por favor, señor Morgan: nuestro amigo está a punto de matar al zar de los militares. Si lo pillan, aunque estuviera disfrazado de George Washington y silbando el himno norteamericano, lo fusilarán bien fusilado, ¿no le parece?

– Yo buscaba maneras de que fuera menos obvio -gruñó el otro.

– No, Reggie, es un buen plan -adujo Paul-. Después del disparo se llevarán a todos los funcionarios a Berlín, muy deprisa. Yo iré con los guardias que los protejan. Una vez en la ciudad me perderé entre la multitud.

Después entraría en el edificio de la Embajada para comunicarse por radio con Andrew Avery y Vince Manielli, que estaban en Amsterdam, para pedirles que le enviaran el avión al aeródromo.

Los tres volvieron la mirada a los mapas del estadio. Entonces Paul decidió que había llegado el momento.

– Tengo algo que deciros -informó-: conmigo vendrá otra persona.

Morgan echó un vistazo a Webber, que reía.

Ach, ¿qué estás pensando? ¿Crees que podría vivir fuera de este edén prusiano? No, no, sólo abandonaré Alemania para ir al paraíso.

– Una mujer -aclaró Paul.

Su compatriota apretó los labios.

– La de aquí. -Señaló el pasillo de la pensión.

– Así es. Käthe. Ya la has investigado. Sabes que está limpia.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó Morgan, preocupado. -La Gestapo le ha quitado el pasaporte. Tarde o temprano la arrestarán.

– Tarde o temprano arrestarán a medio mundo. Pero ¿qué le has dicho, Paul?

– Nada, sólo que escribo sobre deportes.

– Pero…

– Viene conmigo.

– Debería consultar a Washington. O al senador.

– Consulta con quien quieras, pero ella viene.

Morgan miró al alemán.

– Ach, me he casado tres veces, quizá cuatro. Y ahora tengo un… arreglo complicado. No seré yo quien dé consejos sobre asuntos sentimentales.

– Joder -murmuró Morgan, meneando la cabeza-, esto ya parece un servicio de transporte aéreo.

Paul clavó la mirada en su compatriota.

– Otra cosa: al estadio sólo llevaré el pasaporte ruso. Si no logro escapar ella no podrá saber qué me ha pasado. Le dirás que he tenido que partir. No quiero que se crea abandonada. Y haz lo que sea necesario para sacarla de aquí.

– Por supuesto.

– ¡Ach, pero sí escaparás, señor John Dillinger! Eres el vaquero americano, el de cojones bien grandes, ¿verdad?

Webber se enjugó la frente sudorosa y fue al armario en busca de tres vasos. Echó en ellos el líquido claro que llevaba en una petaca y los distribuyó:

– Obstler austriaco. ¿Lo habéis oído mencionar? Es el mejor de todos los licores. Hace bien a la sangre y al alma. Ahora bebed, caballeros. Luego iremos a cambiar el destino de mi pobre nación.


– Necesitaré todos los que se puedan conseguir -dijo Willi Kohl. El hombre asintió, cauto.

– En realidad no es cuestión de conseguirlos. Eso siempre es fácil. El problema es que este asunto sale de lo común. No tiene precedentes.

– Sale de lo común, sí -convino el inspector-. Eso es cierto. Pero el jefe de policía Himmler ha catalogado este caso como extraordinario e importante. Los otros oficiales están distribuidos por toda la ciudad, ocupados en asuntos urgentes, y él me ha encomendado conseguir los recursos. Por eso recurro a usted.

– ¿Himmler? -repitió Johann Muntz, de pie en el umbral de una pequeña casa de Charlottenburg, en la calle Grün. Era un hombre maduro; iba bien afeitado, pulcro y de traje. Se habría dicho que acababa de asistir al oficio religioso dominical: una salida peligrosa, sin duda, si quería seguir siendo el director de una de las mejores escuelas de Berlín.

– Pues… ya sabe usted, son autónomos. tienen independencia total. Yo no puedo ordenarles nada. Podrían decir que no y yo tendría que aceptarlo.

– Ah, doctor Muntz, sólo le pido la oportunidad de hablar con ellos. Tengo la esperanza de que se ofrezcan voluntariamente para colaborar con la justicia.

– Pero hoy es domingo. ¿Cómo puedo contactar con ellos?

– Creo que bastará con que llame al Führer a su casa. Él organizará una asamblea.

– Muy bien, inspector, lo haré.

Tres cuartos de hora después Willi Kohl se encontraba en el patio trasero de Muntz, frente a veinte o veinticinco chicos; muchos de ellos vestían la camisa parda, pantalones cortos, calcetines blancos y una corbata negra que pendía de una trenza de nudos atada al cuello. Los muchachos eran, en su mayoría, miembros de la brigada de las Juventudes Hitlerianas de la escuela Hindenburg. Tal como el director había recordado a Kohl, la organización funcionaba con total independencia de cualquier supervisión adulta. Los miembros escogían a sus propios líderes y eran ellos quienes decidían las actividades del grupo, ya fuera una excursión a pie, un partido de fútbol o la denuncia de algún traidor.

– Heil Hitler -dijo el inspector. Le respondieron varias manos alzadas y un eco de asombrosa potencia-. Soy el detective inspector Kohl, de la Kripo.

En algunas caras apareció en una expresión de admiración.

Otras permanecieron tan impertérritas como la del gordo muerto en el pasaje Dresden.

– Necesito de vuestra ayuda para el progreso del nacionalsocialismo. Es un asunto de absoluta prioridad.

Miró a un joven rubio, que le habían presentado como Helmut Gruber, el Führer de la brigada. Era más bajo que la mayoría, pero estaba dotado de cierto aplomo adulto. Sostuvo la mirada a aquel hombre, treinta años mayor, con firmeza de acero en los ojos.

– Señor, haremos lo que sea necesario para ayudar al Führer y a nuestro país.

– Bien, Helmut. Ahora escuchad todos. Quizá mi petición os parezca extraña. Tengo aquí dos fajos de documentos. Uno es un mapa de la zona que rodea al Tiergarten. El otro, la foto de un hombre que tratamos de identificar. Al pie de la foto figura el nombre de un plato especial que se puede comer en un restaurante. Se llama coq au vin, un término francés. No hace falta que sepáis pronunciarlo. Bastará con que entréis a todos los restaurantes de la zona señalada por este círculo y averigüéis si el establecimiento estuvo abierto ayer y si este plato figuraba en la carta del almuerzo. En caso afirmativo, preguntad al gerente del restaurante si conoce a la persona de esta fotografía o si recuerda haberlo visto comer allí en tiempos recientes. Y si es así, llamadme inmediatamente a la sede de la Kripo. ¿Lo haréis?

– Sí, inspector Kohl, lo haremos – anunció el Führer de brigada Gruber, sin molestarse en consultar con su tropa.

– Bien. Seréis un orgullo para el Führer. Ahora distribuiré estas hojas. -Hizo una pausa para cruzar una mirada con un estudiante de la última fila, uno de los pocos que no vestía uniforme-. Hay algo más: es necesario que todos mantengáis en reserva lo que voy a deciros.

– ¿En reserva? -repitió el chico, arrugando la frente.

– Sí. Eso significa que no debéis comentar lo que voy a revelaros. Si he recurrido a vosotros en busca de ayuda es por mi hijo Günter, que está allí atrás.

Varias decenas de ojos giraron hacia el muchacho, a quien Kohl había llamado poco antes para que acudiera a casa del director. Günter enrojeció y bajó la vista, mientras su padre continuaba:

– Probablemente ignoráis que mi hijo, en el futuro, colaborará conmigo en importantes asuntos de seguridad estatal. Os diré, de paso, que por eso no puedo autorizarlo a incorporarse a vuestra gran organización. Prefiero que permanezca entre bambalinas, por así decirlo. De ese modo podrá continuar ayudándome a trabajar por la gloria de la patria. Por favor, que este dato quede entre vosotros. ¿Cuento con eso?

Los ojos de Helmut perdieron brillo al mirar nuevamente a Günter. Quizá se acordaba de algún juego reciente de arios y judíos al que habría sido mejor no jugar.

– Por supuesto, señor inspector Kohl -dijo.

El detective vio la sonrisa de alegría que su hijo reprimía. Luego concluyó:

– Ahora formaos en fila india para que os distribuya los papeles. Mi hijo y el Führer de brigada Gruber decidirán cómo os repartiréis el trabajo.

– Sí, señor. Heil Hitler.

– Heil. -Kohl se obligó a hacer un firme saludo con el brazo extendido. Luego entregó las hojas a los dos chicos y añadió-: Escuchad, caballeros.

– ¿Sí, señor? -Helmut se cuadró.

– Tened cuidado con el tráfico. Mirad a ambos lados antes de cruzar la calle.

24

Llamó a la puerta y Käthe lo hizo pasar a su cuarto. Parecía abochornada por el espacio que ocupaba dentro de la pensión. Paredes desnudas, muebles desvencijados, ninguna planta; ella o el propietario habían trasladado las cosas buenas a las habitaciones que se alquilaban. Tampoco había allí nada que pareciera personal. Tal vez había ido empeñando sus posesiones. El sol caía sobre la alfombra descolorida, pero era un trapezoide pequeño, solitario y pálido: luz reflejada por una ventana, al otro lado del callejón.

De pronto rió como una niña y lo rodeó con los brazos para besarlo con fuerza.

– Hueles diferente. Me gusta. -Le olfateó la cara.

– ¿Jabón de afeitar?

– Puede ser, sí.

En vez del Burma Shave, Paul había usado una marca alemana que encontró en el lavabo, pues temía que algún guardia, en el estadio, detectara, el perfume desconocido del jabón norteamericano y sospechara algo.

– Es agradable.

Él vio una sola maleta en la cama. En la mesa desnuda yacía el libro de Goethe, junto a una taza de café aguado. En la superficie flotaban grumos blancos; él preguntó si existía algo así como leche hitleriana de vacas hitlerianas.

Ella respondió, riendo, que entre los nacionalsocialistas había asnos de sobra, pero no se sabía que hubieran creado vacas ersatz.

– Hasta la leche de verdad se corta cuando es vieja.

Luego él anunció:

– Nos iremos esta noche.

Käthe frunció el entrecejo.

– ¿Esta noche? No exagerabas al decir que sería inmediatamente.

– Nos encontraremos aquí a las cinco.

– Y ahora, ¿adónde vas?

– Debo hacer una última entrevista.

– Vale, Paul. Buena suerte. Tengo muchos deseos de leer tu artículo, aunque trate de… no sé, quizá sobre el mercado negro y no sobre deportes.

Lo miraba con aire conspirador. Käthe era sagaz, desde luego, y sospechaba que él no había venido a escribir artículos, sino por otra cosa; probablemente, como media ciudad, para organizar alguna empresa semilegal. Eso lo indujo a pensar que ella ya había aceptado la idea de que él tenía un lado más oscuro; tal vez no se alteraría mucho si, a su debido tiempo, le decía la verdad sobre lo que había ido a hacer allí. Al fin y al cabo, ambos tenían el mismo enemigo.

La besó una vez más, disfrutando de su sabor, el perfume de lilas, la presión de su piel. Pero descubrió que, a diferencia de la noche anterior, eso no lo excitaba en absoluto. No se preocupó; así debía ser. El hielo ya lo había invadido por completo.


– ¿Cómo pudo traicionarnos esa mujer?

Kurt Fischer respondió a la pregunta de su hermano con un desesperado meneo de cabeza.

Él también se angustiaba al pensar en lo que les había hecho su vecina. ¡Ella, la señora Lutz! La misma a quien, cada Nochebuena, llevaban un pedazo caliente del stollen que horneaba su madre, lleno de fruta confitada; la misma a quien sus padres consolaban cuando lloraba en el aniversario de la rendición de Alemania, día que reemplazaba al de la muerte de su esposo, puesto que nadie sabía exactamente cuándo lo habían matado durante la guerra.

– ¿Cómo ha podido hacernos esto? -susurró Hans otra vez.

Pero Kurt Fischer no fue capaz de encontrar una explicación.

Habría podido comprender que los denunciara porque planeaban pegar letreros disidentes o atacar a alguno de las Juventudes Hitlerianas. Pero ellos sólo querían abandonar un país cuyo Führer había dicho: «El pacifismo es el enemigo del nacionalsocialismo». Cabía suponer que la señora Lutz, como tantos otros, estaba intoxicada por Hitler.

La celda, en la prisión de Columbia, medía unos tres metros de lado y estaba hecha de piedra toscamente tallada; no tenía ventanas; la puerta eran unos barrotes metálicos que daban al corredor. Caían gotas de agua y a poca distancia se oían correteos de ratas. En lo alto pendía una sola bombilla, desnuda y cegadora, pero como no había luz en el corredor apenas se veía algún detalle de las siluetas oscuras que pasaban de vez en cuando. A veces los guardias lo cruzaban solos; otras, escoltando a prisioneros descalzos, sin más ruido que un sollozo ocasional, una súplica, un jadeo. A veces el silencio de su miedo era más escalofriante que cualquier sonido que hubieran podido pronunciar.

El calor era insoportable; les provocaba escozores. Kurt no entendía por qué; aquel lugar debería estar fresco, puesto que estaban bajo el nivel del suelo. Luego vio que en el rincón había un tubo. Por allí salía un chorro de aire caliente: los carceleros lo bombeaban desde una caldera, para que los prisioneros no tuvieran ni el más pequeño alivio en su incomodidad.

– No deberíamos haber salido -murmuró Hans-. Te lo dije.

– Sí, deberíamos habernos quedado en el apartamento. Eso nos habría salvado. -El mayor hablaba con áspera ironía-. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la semana que viene? ¿Hasta mañana? ¿No entiendes que ella nos ha estado observando? Ha visto las fiestas, ha oído lo que decíamos.

– ¿Cuánto tiempo nos tendrán aquí?

«¿Y cómo responde uno a esa pregunta?», se dijo Kurt; en el lugar en el que estaban, cada momento era una eternidad. Se sentó en el suelo, puesto que no había otro sitio al que encaramarse, y perdió la vista en la celda de enfrente, oscura y vacía.

Se abrió una puerta y resonaron las botas contra el cemento. Kurt comenzó a contar los pasos: uno, dos, tres.

A los veintiocho el guardia estaría frente a su celda. Eso de contar pasos era algo que ya había aprendido de la vida del prisionero: los cautivos están siempre desesperados por alguna información, por cualquier certidumbre.

Veinte, veintiuno, veintidós…

Los hermanos se miraron. Hans apretó los puños.

– Que sufran -murmuró-. Que traguen sangre.

– No -dijo Kurt-. No hagas tonterías.

Veinticinco, veintiséis…

Las pisadas se hicieron más lentas.

Parpadeando por el fulgor de la bombilla, Kurt vio aparecer a dos hombres corpulentos de uniforme pardo. Miraron a los hermanos. Luego les volvieron la espalda.

Uno de ellos abrió la celda de enfrente y llamó con aspereza:

– Grossman, sal.

La oscuridad de la celda se movió. Para Kurt fue una sorpresa descubrir que había estado mirando a otro ser humano. El hombre se levantó, tambaleante, y se adelantó utilizando los barrotes como apoyo. Estaba hecho una pena. Si le habían encerrado cuando acababa de afeitarse, la barba crecida revelaba que había estado en esa celda cuanto menos una semana.

El prisionero, parpadeando, miró a los dos guardias; luego a Kurt, al otro lado del pasillo.

Uno de los guardias echó un vistazo a una hoja de papel.

– Ali Grossman, has sido sentenciado a cinco años en el campo de Oranienburg por crímenes contra el Estado. Sal.

– Pero si yo…

– Calla. Se te preparará para el viaje al campo.

– ¿Cómo? Ya me despiojaron.

– ¡Que calles, he dicho!

Un guardia susurró algo a su compañero. El otro le dijo:

– ¿No has traído los tuyos?

– No.

– Pues toma, usa los míos.

Y le entregó unos guantes de piel de color claro. El otro guardia se los puso. Luego, con el gruñido del tenista que ejecuta un poderoso servicio, clavó el puño en el vientre del flaco prisionero. Grossman lanzó un grito y comenzó a tener arcadas.

Los nudillos del guardia lo golpearon silenciosamente en el mentón.

– No, no, no…

Más golpes; encontraban el blanco en la ingle, la cara, el abdomen. Manaba sangre por la nariz y la boca, lágrimas por los ojos. Se ahogaba, jadeaba:

– ¡Por favor, señor!

Los hermanos, horrorizados, vieron que el ser humano se iba convirtiendo en un muñeco roto. El guardia que descargaba los golpes miró a su camarada, diciendo:

– Disculpa lo de los guantes. Pediré a mi esposa que te los limpie y arregle.

– Si no te importa.

Recogieron al hombre y se lo llevaron a rastras por el pasillo. La puerta resonó ruidosamente.

Kurt y Hans miraban fijamente la celda vacía. El mayor estaba mudo; no recordaba haber tenido tanto miedo en toda su vida. Por fin su hermano preguntó:

– Debe de haber hecho algo terrible, ¿no te parece? Para que lo traten así…

– Sabotaje, supongo -dijo Kurt, con voz trémula.

– Me han dicho que hubo un incendio en un edificio del Gobierno. El Ministerio de Transporte. ¿Lo sabías? Quizá fue éste.

– Sí. Un incendio. Éste debe de haber sido el incendiario.

Estaban paralizados por el terror; el hirviente chorro de vapor, detrás de ellos, continuaba caldeando la diminuta celda.

Apenas un minuto después la puerta volvió a abrirse y a cerrarse. Ellos se miraron.

Comenzaron las pisadas resonantes, suela contra cemento.

…seis, siete, ocho…

– Yo mataré al que estaba a la derecha -susurró Hans-. El más grande. Ya verás. Cogeremos las llaves y…

Kurt se inclinó hacia él y le cogió la cara entre las manos.

– ¡No! -susurró, con tanta fiereza que su hermano ahogó una exclamación de sorpresa-. No harás nada. No te resistas, no les contestes. Haz exactamente lo que te digan. Y si te golpean, aguanta el dolor en silencio. -Todas sus intenciones de pelear contra los nacionalsocialistas, de intentar que las cosas cambiaran, habían desaparecido.

– Pero…

Kurt tiró de Hans para acercarlo más:

– ¡Harás lo que te he dicho!

…trece, catorce…

Las pisadas eran como un mazo contra la campana de las Olimpiadas: cada una hacía vibrar una descarga de miedo en el alma de Kurt Fischer.

…diecisiete, dieciocho…

A las veintiséis se harían más lentas.

A las veintiocho se detendrían.

Y comenzaría a correr la sangre.

– ¡Me haces daño! -Pero ni los fuertes músculos de Hans lograron desprender los dedos de su hermano.

– Si te rompen los dientes, no dirás nada. Si te quiebran los dedos puedes gemir, llorar y aullar, pero no les digas nada. Vamos a sobrevivir a esto. ¿Me entiendes? Para sobrevivir es necesario no resistirse.

…Veintidós, veintitrés, veinticuatro…

En el suelo, frente a los barrotes, apareció una sombra.

– ¿Has entendido?

– Sí -susurró Hans.

Kurt le rodeó los hombros con un brazo y ambos se volvieron hacia la puerta.

Las pisadas se detuvieron ante la celda.

Pero no eran los guardias. Uno era un hombre delgado, de pelo gris, que iba de traje. El otro, más pesado y medio calvo, vestía americana de tweed parda y chaleco. Ambos miraron a los hermanos.

– ¿Sois los Fischer? -preguntó el canoso.

Hans miró a su hermano. Él asintió.

El hombre sacó una hoja del bolsillo.

– Kurt -leyó. Levantó la vista-. Tú debes de ser Kurt. Y tú Hans.

– Sí.

¿Qué significaba eso?

El hombre miró a lo largo del pasillo.

– Abra la celda.

Más pisadas. Apareció el guardia, echó un vistazo dentro y abrió la cerradura. Luego dio un paso atrás, con la mano en la porra que le colgaba del cinturón.

Los dos hombres entraron.

El de pelo gris dijo:

– Soy el coronel Reinhard Ernst.

Kurt reconoció el nombre. Ernst ocupaba algún puesto en el gobierno de Hitler, aunque él no sabía exactamente cuál. El otro fue presentado como doctor Keitel, profesor de alguna academia militar de las afueras de Berlín. El coronel preguntó:

– El parte de arresto dice que habéis cometido «delitos contra el Estado». Pero todos dicen lo mismo. ¿Cuáles han sido esos delitos exactamente?

Kurt explicó lo de sus padres y el intento de abandonar ilegalmente el país.

Ernst, con la cabeza inclinada a un costado, los observaba con atención.

– Pacifismo -murmuró.

Luego se volvió hacia Keitel, quien preguntó:

– ¿Habéis cometido actividades contra el Partido?

– No, señor.

– ¿Sois piratas Edelweiss?

Se refería a los clubes informales de gente joven (bandas, según algunos) que se oponían al nacionalsocialismo, surgidos como reacción a la insensible disciplina de las Juventudes Hitlerianas. Se reunían clandestinamente para hablar de política y arte… y para probar ciertos placeres de la vida que el Partido condenaba, al menos en público: el alcohol, el tabaco y el sexo extramatrimonial. Los hermanos conocían a algunos miembros, pero no formaban parte de ninguno de ellos. Eso fue lo que Kurt respondió.

– El delito puede parecer menor, pero… -Ernst mostró una hoja-. Habéis sido sentenciados a tres años en el campo de Oranienburg.

Hans ahogó una exclamación. Kurt, atónito, pensó en la terrible paliza que acababan de ver, en el pobre señor Grossman sometido a golpes. También sabía que algunos iban a Oranienburg o a Dachau para cumplir sentencias breves, pero nunca se los volvía a ver.

– ¡Pero si no ha habido juicio! -balbuceó-. Nos arrestaron hace una hora. Y hoy es domingo. ¿Cómo pueden habernos sentenciado?

El coronel se encogió de hombros.

– Ya veis que hubo juicio.

Y le entregó el documento, que contenía decenas de nombres de prisioneros; entre ellos los de Kurt y Hans. Junto a cada uno se veía la duración de la sentencia. El encabezamiento decía, simplemente: «Tribunal del Pueblo». Ese infame tribunal se componía de dos jueces verdaderos y cinco hombres del Partido, la SS o la Gestapo. Sus cargos eran inapelables.

El joven miró aquel papel, atónito.

El profesor dijo:

– ¿Gozáis de buena salud general?

Los hermanos intercambiaron una mirada. Luego asintieron.

– ¿Judíos en algún grado?

– No.

– ¿Y habéis hecho el Servicio Laboral?

– Mi hermano sí -respondió Kurt-. Yo ya no estaba en edad de hacerlo.

– Vamos a la cuestión -dijo el profesor Keitel-Hemos venido a ofreceros una opción. -Parecía impaciente.

– ¿Cuál?

Ernst bajó la voz para continuar:

– Algunas personas de nuestro Gobierno creen que ciertos individuos no deberían integrar nuestras Fuerzas Armadas, bien porque pertenecen a determinada raza o nacionalidad, porque son intelectuales, o porque tienden a criticar las decisiones de nuestros gobernantes. Yo, en cambio, creo que ninguna nación puede ser más grande que su Ejército. Y para que éste sea grande debe representar a todos sus ciudadanos. El profesor Keitel y yo estamos realizando un estudio que, según creemos, respaldará algunos cambios en la visión que el Gobierno tiene de nuestras Fuerzas Armadas. -Miró hacia el pasillo otra vez para decir al guardia de la SA-: Puede retirarse.

– Pero señor…

– Puede retirarse -repitió Ernst, con voz serena. Sin embargo a Kurt le sonó tan fuerte como el acero de Krupp.

El hombre echó otro vistazo a los hermanos. Luego se alejó por el pasillo. El coronel continuó:

– Y este estudio bien podría determinar la evaluación que el Gobierno hace de los ciudadanos en general. Buscamos hombres que estén en vuestras circunstancias para que nos ayuden.

El profesor añadió:

– Necesitamos jóvenes saludables que estén excluidos del servicio militar por motivos políticos o de otro orden.

– ¿Y qué deberíamos hacer?

Ernst rió brevemente.

– Pues convertiros en soldados, por supuesto. Serviríais en el Ejército, la Marina o las Fuerzas Aéreas durante un año, llevando a cabo tareas normales.

Miró al profesor, quien continuó:

– Vuestro servicio será como el de cualquier otro soldado. La única diferencia es que vuestro desempeño será monitorizado y registrado por vuestros oficiales. Nosotros analizaremos la información compilada.

Ernst dijo:

– Si cumplís el año de servicio se os borrarán los antecedentes criminales. -Señaló con la cabeza la lista de cargos-. Quedaréis en libertad de emigrar, si ése es vuestro deseo. Pero se mantendrán las normas referidas al dinero: sólo podréis llevar una suma limitada en marcos y no se os permitirá reingresar en el país.

Kurt pensaba en algo que había escuchado un momento antes: «Bien porque son de determinada raza o nacionalidad…». ¿Acaso Ernst preveía que en el futuro los judíos y otros no arios ingresarían en el Ejército alemán? Y en ese caso, ¿qué significaba eso para el país en general? ¿Qué cambios planeaban estos hombres?

– Vosotros sois pacifistas -continuó el coronel-. Nuestros otros voluntarios han tenido menos dificultades para elegir. ¿Puede un pacifista incorporarse a una organización militar? Es una decisión difícil. Pero nos gustaría que participarais. Tenéis aspecto nórdico, sois muy sanos y vuestro porte es de soldado. Si participa gente como vosotros, creo que ciertos elementos del Gobierno se sentirán más inclinados a aceptar nuestras teorías.

– Con respecto a esas creencias vuestras -añadió Keitel- tengo algo que decir. Puesto que soy profesor de una academia militar e historiador especializado en las guerras, me parecen ingenuas. Pero tendremos en cuenta vuestros sentimientos y se os asignarán tareas adecuadas a ellos. Nadie pretendería convertir en aviador a un hombre que tuviera terror a la altura; tampoco pondríamos en un submarino a quien tuviera claustrofobia. En el Ejército hay muchas tareas que un pacifista puede realizar. Por ejemplo, el servicio médico.

Ernst continuó:

– Y como he dicho, pasado algún tiempo tal vez descubriréis que vuestras ideas sobre la paz y la guerra se han vuelto más realistas. Para convertirse en hombre no hay nada mejor que el Ejército.

«Imposible», pensó Kurt. Pero no dijo nada.

– No obstante, si vuestras creencias os impiden prestar servicio -prosiguió el coronel-, tenéis otra opción. -Y señaló con un gesto el documento de la sentencia.

Kurt desvió una mirada hacia su hermano.

– ¿Podemos discutirlo a solas?

– Sí, cómo no. Pero sólo podemos concederos unas pocas horas. A última hora de la tarde trasladaremos a un grupo que iniciará el adiestramiento básico mañana mismo. -Consultó su reloj-. Ahora tengo un compromiso. Regresaré entre las dos y las tres para saber qué habéis decidido.

Kurt le devolvió la lista de cargos, pero el coronel negó con la cabeza:

– Quedáosla. Puede ayudaros a decidir.

25

A veinticinco minutos del centro de Berlín, apenas pasado Charlottenburg, el camión blanco viró hacia el norte a la altura de la plaza Adolf Hitler, con Reggie Morgan al volante y Paul Schumann a su lado. Ambos contemplaron el estadio, que estaba a la izquierda. Al frente se elevaban dos grandes columnas rectangulares, con los cinco aros olímpicos suspendidos entre ellas.

Al girar hacia la izquierda para entrar en la calle Olímpica, Paul reparó de nuevo en el enorme tamaño del complejo. Según los letreros de señalización, además del estadio en sí había piscinas, una pista de hockey, teatro, campo de deportes y muchos cobertizos y zonas de aparcamiento. El estadio era blanco, altísimo y largo; a Paul no le hizo pensar en un edificio, sino en un inexpugnable buque de guerra.

Los terrenos estaban muy concurridos, sobre todo por obreros y proveedores, pero también había muchos soldados de uniforme gris o negro y guardias de seguridad para los líderes nacionalsocialistas que asistirían a la sesión fotográfica. Si Bull Gordon y el senador querían que Ernst muriera en público, ése era el lugar indicado.

Al parecer, era posible llegar en coche justo hasta la plaza que se abría frente al estadio. Pero sería sospechoso, desde luego, que un teniente de la SS (el nombramiento era cortesía de Otto Webber, sin coste adicional) bajara de un camión particular. Por lo tanto decidieron rodear el edificio. Morgan lo dejaría entre unos árboles, cerca de un aparcamiento, para que él «patrullara» examinando camiones y obreros, en tanto avanzaba poco a poco hacia el cobertizo desde donde se veía la sala de prensa, en el lado sur del estadio.

El camión se desvió de la carretera hacia un sector de césped y se detuvo, renqueando, invisible desde el estadio. Paul se apeó y armó el máuser. Retiró del rifle la mira telescópica, pues no era el tipo de accesorio que podía tener un oficial, y se la guardó en el bolsillo. Luego se colgó el arma del hombro y se puso el casco negro en la cabeza.

– ¿Cómo estoy? -preguntó.

– Tan auténtico que me asustas. Buena suerte.

«La necesitaré», se dijo Paul, ceñudo, mientras espiaba por entre los árboles a las veintenas de obreros que poblaban los terrenos, capaces de señalar a cualquier intruso, y a los cientos de guardias que con gusto lo abatirían a balazos.

De seis, cinco en contra…

¡Compañero…! Al mirar a Morgan sintió el impulso de levantar la mano en el saludo norteamericano de los veteranos, pero era muy consciente de su papel.

– Heil Hitler -dijo, y alzó el brazo.

Morgan, conteniendo una sonrisa, hizo otro tanto. Cuando Paul giraba para alejarse dijo en voz baja:

– Ah, Paul, espera. Esta mañana, cuando hablé con Bull Gordon y el senador, los dos te desearon buena suerte. Y el comandante me pidió que te dijera que puedes imprimir las invitaciones a la boda de su hija como primer trabajo. ¿Sabes qué quiere decir?

Paul respondió con un gesto afirmativo y echó a andar hacia el estadio, sujetando la correa del máuser. Pasó entre la línea de árboles hacia un aparcamiento enorme, que debía de tener capacidad para veinte mil coches. Marchaba con autoridad y decisión, clavando miradas enérgicas en los vehículos allí aparcados, como la personificación del guardia diligente.


Diez minutos después, tras haber atravesado el aparcamiento, se encontraba ante la altísima entrada del estadio. Allí había soldados de guardia que verificaban minuciosamente los documentos y revisaban a todo el que deseara entrar, pero en los terrenos circundantes Paul era un soldado más; nadie le prestó atención. Entre ocasionales «Heil Hitler» y saludos de cabeza, fue rodeando el edificio rumbo al cobertizo. Pasó junto a una enorme campana de hierro, que tenía grabada una inscripción a un lado: «Convoco a la juventud del mundo».

Al aproximarse al cobertizo advirtió que no tenía ventanas ni puertas traseras; sería difícil huir después de disparar. Tendría que salir por delante, a la vista de todo el estadio. Pero sospechaba que la acústica haría muy difícil determinar de dónde había provenido el disparo. Además había muchos ruidos de construcción (martinetes, sierras, remachadoras y cosas así) que cubrirían el del rifle. Después de disparar Paul saldría del cobertizo caminando con lentitud y se detendría a mirar en derredor; hasta podía gritar pidiendo ayuda, si podía hacerlo sin despertar sospechas.

Era la una y media. Otto Webber, que estaba en la oficina de correos de la Potsdamer Platz, haría su llamada alrededor de las dos y cuarto. Había tiempo de sobra.

Continuó a paso lento, examinando el terreno y mirando dentro de los vehículos aparcados.

– Heil Hitler -dijo a unos obreros que pintaban una cerca a pecho descubierto-. Hace calor para trabajar así.

– Ach, no es nada -replicó uno-. Y en todo caso, ¿qué importa? Trabajamos por el bien de la patria.

– Sois el orgullo del Führer -dijo Paul. Y continuó caminando hacia su escondrijo de cazador.

Echó un vistazo curioso al cobertizo, como preguntándose si ofrecía algún peligro para la seguridad. Después de enfundarse los guantes de piel negra que formaban parte del uniforme, abrió la puerta y entró. El interior estaba lleno de cajas de cartón atadas con cordeles. Paul reconoció inmediatamente ese olor, que le recordaba sus tiempos en la imprenta: el aroma amargo del papel, el dulce de la tinta. Ese cobertizo se utilizaba para almacenar programas o folletos de Los Juegos. Dispuso algunas cajas de manera que formaran un puesto de tiro en la parte delantera. Luego extendió la chaqueta abierta a la derecha del sitio donde tenía previsto colocarse, para que cayeran allí los cartuchos cuando operara el cerrojo del arma. Estos detalles (recoger los casquillos y no dejar huellas) probablemente no tenían importancia. Allí no tenía antecedentes y al caer la noche estaría fuera del país. Aun así se tomaba esa molestia, sólo porque formaba parte de su oficio.

Uno debe asegurarse de que nada esté descabalado. Uno tenía que andar con mucho cuidado.

De pie, bien dentro del pequeño edificio, recorrió el estadio con la mira telescópica del rifle. Reparó en el corredor descubierto, detrás de la sala de prensa, por donde Ernst pasaría para llegar a la escalera y bajar al encuentro del mensajero o conductor que Webber le anunciaría. En cuanto el coronel saliera por la puerta, Paul tendría un blanco perfecto. También había grandes ventanas a través de las cuales podía disparar, si el hombre se detenía frente a alguna de ellas.

Era la una y cincuenta.

Paul se sentó, con las piernas cruzadas y el rifle en el regazo. El sudor le corría por la frente en gotas cada vez más gruesas. Después de enjugarse la cara con la manga de la camisa, comenzó a montar la mira telescópica del rifle.


– ¿Qué opinas, Rudy?

Pero Reinhard Ernst no esperaba respuesta. Su nieto miraba con sonriente admiración la amplitud del Estadio Olímpico. Estaban en el largo sector para la prensa, en el costado sur del edificio, encima del palco del Führer. Ernst lo alzó para que pudiera mirar por la ventana. El niño prácticamente bailaba de entusiasmo.

– Ah, ¿quién es éste? -preguntó una voz.

Ernst, al volverse, vio entrar a Adolf Hitler y a dos de sus SS.

– Mi Führer.

Hitler se adelantó con una sonrisa para el niño.

– Éste es Rudy, el hijo de mi muchacho.

Una leve expresión de simpatía en la cara del Führer reveló a Ernst que pensaba en la muerte de Mark, en ese accidente durante unas maniobras. Por un momento le sorprendió que lo recordara, pero comprendió que no debía asombrarse: la mente de Hitler era tan amplia como el campo olímpico, aterradoramente veloz, y retenía cuanto deseaba retener.

– Saluda a nuestro Führer, Rudy. Haz como te he enseñado.

El niño hizo un enérgico saludo nacionalsocialista. Hitler, riendo de placer, le revolvió el pelo. Luego se acercó unos pasos a la ventana para señalar algunos detalles del estadio. Hablaba con entusiasmo. Se interesó por los estudios del niño y le preguntó qué asignaturas prefería, qué deportes le gustaban.

Más voces en el pasillo. Llegaban juntos los dos rivales: Goebbels y Göring. Qué viaje habría sido ése, pensó Ernst, sonriendo para sí.

Tras su derrota en la Cancillería, esa mañana, Göring parecía distraído. Ernst lo notó claramente, a pesar de su sonrisa. ¡Qué diferencias había entre los dos hombres más poderosos de Alemania! Las rabietas de Hitler, aunque sin duda extremadas, rara vez tenían su origen en motivos personales; si no se conseguía su chocolate favorito o si se golpeaba la espinilla contra una mesa, se encogía de hombros sin enfadarse. En cuanto a los reveses en cuestiones de Estado, realmente tenía un mal genio que podía aterrorizar a sus amigos más íntimos, pero una vez resuelto el problema pasaba a otra cosa. Göring, por el contrario, era como un niño codicioso: todo lo que se opusiera a sus deseos lo enfurecía y lo enconaba hasta que daba con una venganza adecuada.

Hitler estaba explicando al niño a qué juegos estaba destinada cada zona del estadio. A Ernst lo divirtió notar que Göring, bajo su amplia sonrisa, se enfurecía aún más por el hecho de que el Führer prestara tanta atención al nieto de su rival.

En el curso de los diez minutos siguientes fueron llegando otros funcionarios: Von Blomberg, el ministro de Defensa del Estado, y Hjalmar Schacht, jefe del Banco Nacional, con quien Ernst había desarrollado un complejo sistema para financiar los proyectos de rearme, mediante la utilización de fondos imposibles de rastrear, conocidos como «billetes Mefo». Los otros nombres de Schacht eran Horace y Greeley, en honor del norteamericano, y Ernst bromeaba con aquel brillante economista, diciéndole que tenía raíces de vaquero. Allí estaban también Himmler, Rudolf Hess, el de la cara de piedra, y Reinhard Heydrich, el de los ojos de serpiente, quien lo saludó con aire distraído, tal como hacía con todo el mundo.

El fotógrafo instaló meticulosamente su Leica y otros equipos, a fin de poder captar tanto el sujeto en primer plano como el estadio en el fondo, sin que las luces se reflejaran en las ventanas. Ernst se interesaba por la fotografía; poseía varias Leica y había pensado comprar una Kodak para Rudy; esa cámara, importada de Norteamérica, era más fácil de utilizar que las máquinas de precisión alemanas. El coronel había tomado muchas fotografías durante algunos de los viajes que había hecho con su familia; en particular tenía buenos documentos gráficos de París y Budapest, así como de una caminata por la Selva Negra y un viaje en barco por el Danubio.

– Bien, bien -anunció el fotógrafo-. Ya podemos comenzar.

Primero Hitler insistió en que lo fotografiaran con Rudy sentado en su rodilla, riendo y charlando con él como un tío bueno. Después comenzaron las fotografías previstas.

Aunque Ernst se alegraba de que el niño se estuviera divirtiendo, comenzaba a impacientarse. La publicidad le parecía absurda. Más aún: era un grave error táctico, al igual que toda esa idea de celebrar las Olimpiadas en Alemania. Había demasiados aspectos del rearme que se debían mantener en secreto. ¿Qué visitante extranjero no vería que ésa era una nación cada día más militar?

Se dispararon los fogonazos, en tanto las celebridades del Tercer Reich se mostraban alegres, reflexivas u ominosas para las lentes. Entre una y otra foto, Ernst conversaba con Rudy o se apartaba; mentalmente estaba componiendo la carta que debía escribir al Führer sobre el Estudio Waltham; estaba ponderando qué decir y qué no.

A veces no es posible revelarlo todo…

En el vano de la puerta apareció un guardia de la SS, quien buscó a Ernst con la vista y le llamó:

– Señor ministro.

Se giraron varias cabezas.

– Señor ministro Reinhard.

Al coronel eso le resultó tan divertido como a Göring irritante: oficialmente no era ministro de Estado.

– ¿Diga?

– Tiene una llamada telefónica, señor. Del secretario de Gustav Krupp von Bohlen. Necesita informarle inmediatamente sobre un asunto muy importante. Con relación a su última entrevista con usted.

¿Qué habían discutido que pudiera ser tan urgente? Uno de los temas había sido el blindado para los buques de guerra. No parecía tan crítico, pero ahora que Inglaterra había aceptado las nuevas cifras de construcción de barcos, tal vez Krupp tuviera dificultades para cumplir con las expectativas de producción. De inmediato se dijo que no podía ser: el barón no estaba informado de la victoria relacionada con el tratado. Krupp era brillante como capitalista y como técnico, pero también era un cobarde que, pese a haber despreciado al Partido antes de la subida al poder de Hitler, a partir de entonces era un converso fanático. Ernst sospechaba que la crisis no tenía nada de grave, pero Krupp y su hijo eran muy importantes para los planes de rearme y no se los podía ignorar.

– Puede coger la llamada en uno de esos teléfonos, señor. Haré que se la pasen.

– Discúlpeme un momento, mi Führer.

Hitler hizo un gesto afirmativo y continuó debatiendo con el fotógrafo el ángulo de la cámara. Un momento después sonó uno de los muchos teléfonos instalados en la pared. Una luz encendida indicó cuál era. Ernst cogió el auricular.

– ¿Diga? Soy el coronel Reinhard.

– Coronel, soy Stroud, asistente del barón Von Bohlen. Le pido disculpas por la molestia, pero él le ha enviado algunos documentos para que los examine. Un conductor los tiene allí, en el estadio donde usted se encuentra.

– ¿De qué se trata?

Una pausa.

– El barón me ha ordenado que no mencionara el tema por teléfono.

– Sí, sí, bien. ¿Dónde está ese conductor?

– En la calzada del costado sur del estadio. Lo esperará a usted allí. Es mejor ser discreto. Lo que quiero decirle, señor, es que se presente solo. Así lo indican mis instrucciones.

– Sí, desde luego.

Heil Hitler.

– Heil.

Ernst colgó el auricular en su horquilla. Göring lo observaba como un obeso halcón.

– ¿Algún problema, ministro?

El coronel decidió ignorar tanto la fingida solidaridad como la ironía del título. En vez de mentir prefirió admitirlo:

– Krupp tiene un problema. Me ha enviado un mensaje.

Puesto que Krupp fabricaba principalmente blindados, artillería y municiones, trataba más con Ernst y los comandantes de la Marina y el Ejército que con Göring, cuyo territorio era el aire.

– Ach. -El gordo se volvió hacia el espejo provisto por el fotógrafo y comenzó a pasarse un dedo por la cara, para distribuir mejor el maquillaje.

Ernst se dirigió hacia la puerta.

– ¿Puedo ir contigo, Opa?

– Sí, Rudy, por supuesto. Por aquí.

El niño correteó tras su abuelo y ambos salieron al pasillo interior que conectaba todas las salas de prensa. Ernst le rodeó los hombros con un brazo. Después de orientarse, se dirigió hacia una puerta que debía de conducir a una escalera del lado sur. Al principio había restado importancia al tema, pero en realidad comenzaba a preocuparse. El acero Krupp estaba considerado como el mejor del mundo. El chapitel del magnífico edificio Chrysler, en Nueva York, estaba hecho con el famoso Enduro KA-2, de esa compañía. Pero eso también hacía que los logistas militares extranjeros vigilaran muy cuidadosamente la producción de la empresa. Tal vez los británicos o los franceses habían descubierto que gran parte de ese acero no se utilizaba para vías de ferrocarril, lavadoras ni automóviles, sino para blindados.

Abuelo y nieto se abrieron paso entre una multitud de obreros y capataces que trabajaban enérgicamente en esa planta: cortaban puertas para ajustar el tamaño, montaban maquinaria, lijaban y pintaban paredes. Al rodear una mesa de carpintero Ernst se miró la manga del traje e hizo una mueca.

– ¿Qué pasa, Opa? -gritó Rudy para hacerse oír sobre el alarido de una sierra.

– Hombre, mira esto. Mira lo que me ha pasado.

Tenía una salpicadura de escayola en la manga. La sacudió como pudo, pero quedó un resto. Pensó mojarse los dedos para limpiarla, pero tal vez de ese modo la escayola se fijara definitivamente en la tela. Y eso no le haría ninguna gracia a Gertrud. Era mejor dejar las cosas así por el momento. Cuando apoyaba la mano en el picaporte para salir al pasillo exterior, camino a la escalera, una voz sonó junto a su oído:

– ¡Coronel!

Ernst se volvió. El guardia de la SS había corrido hasta alcanzarlo y gritaba para hacerse oír sobre el gañido de la sierra:

– Han llegado los perros del Führer, señor, y él me ha mandado preguntar si su nieto no querría posar con ellos.

– ¿Con los perros? -preguntó Rudy entusiasmado. A Hitler le gustaban los pastores alemanes y tenía varios. Eran animales mansos, mascotas domésticas.

– ¿Te gustaría? -preguntó Ernst.

– ¡Claro que sí, Opa! ¡Por favor!

– Pero no juegues bruscamente con ellos.

– No, Opa.

Ernst lo acompañó nuevamente por el pasillo y lo vio correr hacia los animales, que olfateaban la sala, explorando. Hitler rió al ver que el pequeño abrazaba al más grande y le daba un beso en la testuz. El animal lo lamió con su enorme lengua. También Göring, con cierta dificultad, se inclinó para acariciar a los perros, con una sonrisa infantil en la cara redonda. Aunque era cruel en muchos aspectos, amaba con devoción a los animales.

Luego el coronel regresó al corredor y volvió a dirigirse hacia la puerta exterior, soplando el polvo que le manchaba la manga. Se detuvo frente a una de las grandes ventanas que daban al sur para mirar afuera. El sol caía con fiereza sobre él. Había dejado el sombrero en la cabina telefónica. ¿Convendría ir por él?

No, se dijo. Sería…

Un fuerte golpe en el cuerpo le quitó el aire de los pulmones. Se descubrió cayendo a la lona que cubría el mármol, con una exclamación agónica… confuso, asustado… Pero al chocar con el suelo el pensamiento que llenaba su mente era: «¡Ahora también me mancharé el traje de pintura! ¿Qué dirá Gertrud?».

26

El Munich House era un restaurante pequeño, diez calles al noroeste del Tiergarten y a cinco del pasaje Dresden. Willi Kohl había comido allí varias veces; recordaba haber disfrutado del goulash húngaro, al que agregaban semillas de alcaravea y uvas pasas, nada menos. Con la comida había bebido un estupendo vino tinto Blaufrankisch, de Austria.

Él y Janssen aparcaron el DKW frente al lugar; Kohl plantó la credencial de la Kripo en el salpicadero, para ahuyentar a los ansiosos Schupo, siempre armados de multas. Luego caminó a paso rápido hacia el restaurante, vaciando en el trayecto su pipa de meerschaum, seguido por Konrad Janssen.

El decorado del interior era de estilo bávaro: madera oscura y estucado amarillento; por doquier, bordes de gardenias de madera, torpemente talladas y pintadas. El salón olía gratamente a especias agrias y a carne asada. Inmediatamente Kohl sintió hambre; esa mañana sólo había tomado un desayuno ligero, de café y pastas. El humo era denso, pues ya casi había pasado la hora del almuerzo y la gente cambiaba los platos vacíos por café y cigarrillos.

Kohl vio a su hijo Günter junto a Helmut Gruber, el líder de las juventudes Hitlerianas, y otros dos adolescentes que también vestían el uniforme del grupo; a pesar de estar bajo techo no se habían quitado las gorras de oficial del Ejército, ya fuera por falta de respeto o por ignorancia.

– He recibido vuestro mensaje, muchachos.

El líder de las Juventudes Hitlerianas, con el brazo extendido en saludo, dijo:

– Heil Hitler, detective-inspector Kohl. Hemos identificado al hombre que usted busca. -Y mostró en alto la foto del cadáver hallado en el pasaje Dresden.

– ¿De verdad?

– Sí, señor.

Kohl echó un vistazo a Günter y detectó sentimientos contradictorios en la cara de su hijo. Estaba orgulloso de ver elevada su categoría frente a la Juventud, pero no le gustaba que Helmut hubiera acaparado el liderazgo de la búsqueda por los restaurantes. El inspector se preguntó si este incidente rendiría un doble beneficio: la identificación del cadáver para él y, para su hijo, una lección sobre las realidades de la vida entre los nacionalsocialistas.

El propietario o jefe de camareros, un hombre fornido y medio calvo, de polvoriento traje negro y chaleco raído con rayas doradas, se cuadró ante él. Cuando habló lo hizo con obvio desasosiego: los de las Juventudes Hitlerianas figuraban entre los denunciantes más enérgicos.

– Inspector: su hijo y estos amigos suyos preguntaban por este individuo.

– Sí, sí. ¿Y usted, señor, es…?

– Gerhard Klemp. Soy el gerente desde hace dieciséis años.

– Este hombre ¿almorzó ayer aquí?

– Sí, señor, en efecto. Viene casi tres veces por semana. La primera vez fue hace varios meses. Dijo que le gustaba comer aquí porque preparábamos algo más que comida alemana.

Como Kohl prefería que los muchachos supieran lo menos posible sobre ese homicidio, dijo a su hijo y a los Jóvenes Hitlerianos:

– Pues… gracias, hijo. Gracias, Helmut. -Y saludó con la cabeza a los otros-. Ahora nos haremos cargo nosotros. Sois un orgullo para esta nación.

– Estoy dispuesto a todo por nuestro Führer, detective-inspector -aseguró Helmut en el tono adecuado a su declaración-. Buenos días, señor. -Y volvió a levantar el brazo.

Kohl vio que su hijo extendía el suyo en un gesto similar y, a manera de respuesta, él también hizo un enérgico saludo nacionalsocialista, pasando por alto la expresión levemente divertida de Janssen:

– Heil.

Los chavales salieron, parloteando y riendo; por una vez se los veía normales: juveniles y alegres, libres de esa habitual expresión de autómatas sin cerebro, como salidos de Metrópolis, la película de ciencia ficción de Fritz Lang. Él cruzó una mirada con su hijo, que agitó la mano con una sonrisa, en tanto el grupo desaparecía por la puerta. Kohl rezó por no haberse equivocado al tomar esa decisión por su hijo; Günter bien podía acabar seducido por el grupo. Luego se volvió hacia Klemp y dio un golpecito a la foto.

– ¿A qué hora almorzó ayer?

– Vino temprano, a eso de las once, cuando acabábamos de abrir. Se fue treinta o cuarenta minutos después.

El inspector notó que Klemp, aunque atribulado por esa muerte, no se atrevía a demostrarlo, por si el hombre resultara ser enemigo del Estado. También estaba lleno de curiosidad, pero temía hacer preguntas sobre la investigación o revelar voluntariamente más de lo que se le preguntara, como la mayoría de los ciudadanos en esos tiempos. Al menos no padecía de ceguera.

– ¿Estaba solo?

– Sí.

Janssen preguntó:

– Por casualidad, ¿no vio usted si había venido acompañado o si se reunió con alguien al salir? -Señaló con la cabeza las grandes ventanas sin cortinas.

– No vi a nadie, no.

– ¿Comía habitualmente con alguien?

– No. Por lo general estaba solo.

– Y ayer, ¿hacia dónde fue al terminar? -preguntó Kohl, que iba apuntando todo en su libreta, después de tocar la mina del lápiz con la lengua.

– Hacia el sur, creo. Es decir, hacia la izquierda.

En dirección al pasaje Dresden.

– ¿Qué sabe usted de él?

– Ach, algunas cosas. Para empezar, tengo su dirección, si les sirve.

– Desde luego que sí -exclamó Kohl entusiasmado.

– Cuando comenzó a venir con regularidad le aconsejé que abriera una cuenta. -Se volvió hacia una caja de archivo, llena de tarjetas pulcramente escritas, y apuntó una dirección en un trozo de papel.

Janssen la leyó.

– Queda a dos calles de aquí, señor.

– ¿Sabe algo más de ese hombre?

– Temo que no mucho. Era reservado. Rara vez hablábamos. Y no era por el idioma, no. Era por sus preocupaciones. Por lo general leía un periódico, un libro o algún documento de negocios y no quería conversar.

– ¿Por qué ha dicho usted que no era por el idioma?

– Hombre, es que era norteamericano.

Kohl miró a su asistente con una ceja enarcada.

– ¿De verdad?

– Sí, señor -aseguró el hombre echando otro vistazo a la foto del muerto.

– ¿Y cómo se llamaba?

– Reginald Morgan, señor.


– ¿Y quién es usted?

Como respuesta a la pregunta de Reinhard Ernst, Robert Taggert levantó un dedo en señal de advertencia; luego miró atentamente por la ventana frente a la cual estaba el coronel cuando él lo había derribado, un momento antes, para quitarlo del campo visual del edificio anexo donde esperaba Paul Schumann.

Vislumbró la negra entrada del cobertizo y, vagamente, la boca del máuser, que se movía de un lado a otro.

– ¡Que nadie salga! -ordenó a los obreros-. ¡No os acerquéis a las ventanas ni a las puertas!

Luego se volvió hacia Ernst, que estaba sentado en una caja llena de latas de pintura. Varios de los obreros, que lo habían ayudado a levantarse, esperaban a poca distancia.

Taggert había llegado tarde al estadio, al volante del camión blanco. Tuvo que dar un gran rodeo hacia el norte y el oeste para asegurarse de que Schumann no lo viera. Después de mostrar sus credenciales a los guardias, había subido corriendo hasta la sala de prensa, en el momento en que Ernst se detenía frente a la ventana. Los fuertes ruidos de la construcción impidieron que el coronel oyera su grito sobre el rugido de las sierras. El norteamericano tuvo que correr a lo largo del pasillo, frente a diez o doce trabajadores atónitos, y arrojarse contra él para apartarlo de la ventana.

El coronel se sujetaba la cabeza, que se había golpeado contra el suelo cubierto de lona. No tenía sangre en el cuero cabelludo y no parecía haber sufrido mucho daño, aunque el golpe de Tagger lo había dejado aturdido y sin aire en los pulmones.

En respuesta a su pregunta el norteamericano dijo:

– Trabajo para el personal diplomático de Washington D. C. -Mostró sus papeles: una tarjeta de identificación del Gobierno y un pasaporte estadounidense auténtico, extendido bajo su verdadero nombre; no era la falsificación a nombre de Reginald Morgan, el agente de Inteligencia Naval que había matado el día anterior en el pasaje Dresden, frente a Paul Schumann, para hacerse pasar por él.

– He venido a advertirle de que hay una conspiración contra su vida -dijo-. En este momento hay un asesino allí fuera.

– Pero Krupp… ¿El barón Von Bohlen está involucrado?

– ¿Krupp? -Taggert, fingiendo sorpresa, escuchó la explicación de Ernst sobre la llamada telefónica-. No; ése debió de ser uno de los conspiradores, para hacer que usted saliera. -Señaló hacia fuera-. El asesino está en uno de los almacenes, al sur del estadio. Hemos sabido que es ruso, aunque viste el uniforme de la SS.

– ¿Ruso? Sí, sí, hubo una alerta de seguridad sobre un hombre así.

De hecho, Ernst no habría corrido peligro si se hubiera quedado ante la ventana o hubiera salido a la galería. El rifle que Schumann tenía ahora era el mismo que había probado el día anterior, en la plaza Noviembre de 1923, pero esa noche Taggert había bloqueado con plomo el cañón del arma. Aunque el sicario hubiera disparado, la bala no habría salido por la boca. Pero entonces, al comprender que le habían tendido una emboscada, quizá habría escapado, aun herido por la explosión del rifle.

– ¡Nuestro Führer puede estar en peligro!

– No -aseguró Taggert-. Sólo usted.

– ¿Yo? -Ernst giró la cabeza-. ¡Mi nieto! -Se levantó abruptamente-. He traído a mi nieto. Él también podría estar en peligro.

– Debemos advertir a todos que se mantengan lejos de las ventanas -dijo Taggert- y evacuar el área. -Los dos hombres se dirigieron apresuradamente por el corredor-. ¿Hitler está en la sala de prensa?

– Allí estaba hace unos minutos.

Aquello estaba resultando mucho mejor de lo que Taggert podía esperar. En la pensión había disimulado su entusiasmo al saber por Schumann que Hitler y los otros líderes estarían reunidos allí.

– Necesito informarle de lo que hemos sabido. Debemos actuar deprisa para que el asesino no escape.

Entraron en la sala de prensa. El norteamericano parpadeó por la impresión de encontrarse entre los hombres más poderosos de Alemania, que se volvían a mirarlo con curiosidad. Los únicos que le ignoraban eran dos alegres pastores alemanes y un hermoso niño de unos seis o siete años.

Adolf Hitler reparó en Ernst, que aún se apretaba la nuca y traía el traje sucio de pintura y escayola.

– Reinhard -exclamó, alarmado-, ¿está usted herido?

– Opa! -El niño corrió hacia él.

Ernst lo rodeó con los brazos para llevarlo rápidamente hacia la entrada de la sala, lejos de puertas y ventanas.

– No ha pasado nada, Rudy. Ha sido sólo una caída. ¡Todo el mundo, lejos de las ventanas! -Llamó con un gesto a un guardia de la SS-. Llévese a mi nieto al pasillo y quédese con él.

– Sí, señor. -El hombre hizo lo que se le ordenaba.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Hitler.

Ernst respondió:

– Este hombre es un diplomático estadounidense. Dice que allí fuera hay un ruso con un rifle. En uno de los almacenes, al sur del estadio.

Himmler ordenó a un guardia:

– ¡Traiga inmediatamente a algunos hombres! Y reúna un destacamento abajo.

– Sí, mi jefe de policía.

Ernst explicó lo de Taggert. El Führer alemán se acercó al norteamericano, que estaba casi sofocado de emoción por verse en presencia de Hitler. El dictador era tan bajo como él, pero más ancho y de facciones más marcadas. Con un gesto severo en la cara pálida, examinó con atención los papeles de Taggert. Sus ojos estaban encerrados entre los párpados caídos y las bolsas, pero tenían, sin duda, ese azul pálido y penetrante del que tanto le habían hablado. Ese hombre podía hipnotizar a cualquiera, se dijo Taggert; él mismo percibía su fuerza.

– ¿Me permite, mi Führer, por favor? -pidió Himmler. Hitler le entregó los documentos. Después de estudiarlos preguntó-: ¿Habla usted alemán?

– Sí, señor.

– Con todo respeto, señor, ¿está armado?

– Lo estoy -dijo Taggert.

– Puesto que aquí están el Führer y estas otras personas, me haré cargo de su arma hasta que sepamos qué está pasando.

– Por supuesto. -El norteamericano se abrió la chaqueta y permitió que uno de los SS le retirara la pistola. Esperaba algo así. Después de todo Himmler era el jefe de la SS, cuya misión principal era custodiar a Hitler y a los líderes del Gobierno.

El jefe de policía ordenó a otro de sus hombres que echara un vistazo a los cobertizos y tratara de descubrir al posible asesino.

– Y dese prisa.

– Sí, mi jefe de policía.

Mientras él salía de la sala de prensa, diez o doce guardias armados entraron en fila y se distribuyeron de manera que pudieran proteger a los presentes. Taggert se volvió hacia Hitler con una respetuosa inclinación de cabeza.

– Señor canciller presidente: hace varios días supimos de una posible conspiración de los rusos.

Himmler asintió:

– La información que nos llegó el viernes desde Hamburgo apuntaba a que los rusos querían hacer algún «daño».

Hitler lo acalló con un ademán e indicó a Taggert que continuara.

– No dimos mucha importancia a esa información. Nos llegan muy a menudo, de esos puñeteros rusos. Pero hace algunas horas nos hemos enterado de algunos datos: el blanco era el coronel Ernst y el asesino podría venir esta tarde al estadio. He supuesto que vendría a examinar el lugar para atentar contra el coronel durante los Juegos y he venido personalmente a ver qué ocurría. Y he reparado en un hombre que entraba en un cobertizo, al sur del estadio. Luego me ha espantado enterarme de que el coronel y el resto de ustedes estaban aquí.

– ¿Cómo ha entrado ese asesino en el recinto? -bramó Hitler.

– Con uniforme de la SS y credenciales falsas, según creemos -explicó el norteamericano.

– Yo estaba a punto de salir -apuntó Ernst-. Este hombre me ha salvado la vida.

– ¿Y Krupp? ¿Y esa llamada telefónica? -preguntó Göring.

– Krupp no tiene nada que ver con esto, sin duda -aseveró Taggert-. Debe de ser un cómplice quien ha hecho esa llamada para que el coronel saliera.

Himmler hizo un gesto a Heydrich, quien marchó hacia el teléfono y, después de marcar un número, habló durante unos instantes. Luego levantó la vista.

– No, no era Krupp quien ha llamado. A menos que ahora utilice el teléfono de la oficina de correos de Potsdamer Platz.

Hitler murmuró a Himmler con aire ominoso:

– ¿Cómo es posible que nosotros no supiéramos nada de esto?

Taggert, sabedor de que en la cabeza de Hitler danzaba constantemente la paranoia de la conspiración, acudió en defensa de Himmler:

– Los rusos fueron muy astutos. Nosotros lo supimos por casualidad, a través de nuestras fuentes en Moscú. Pero le ruego, señor: debemos actuar deprisa. Si él se percata de que lo hemos descubierto, escapará y volverá a intentarlo.

– ¿Por qué a Ernst? -preguntó Göring.

Eso debía de significar «por qué no a mí», se dijo el norteamericano. Respondió directamente a Hitler:

– Señor Führer del Estado: tenemos entendido que el coronel Ernst participa en el rearme. Eso no nos preocupa: en Estados Unidos consideramos a Alemania nuestro mejor aliado europeo y queremos que tenga poderío militar.

– ¿Eso piensan sus compatriotas? -preguntó Hitler. En los círculos diplomáticos era bien sabido que el sentimiento antinazi de los norteamericanos lo tenía muy preocupado.

Ahora que podía prescindir de la molestia de simular la plácida personalidad de Reggie Morgan, Taggert afiló la voz:

– No siempre se sabe toda la verdad. Los judíos meten mucha bulla, en vuestro país y en el mío, y los elementos izquierdistas se pasan el día gimoteando: el periodismo, los comunistas, los socialistas…

Pero son sólo una pequeña parte de la población. No: nuestro Gobierno y la mayoría de los estadounidenses estamos firmemente decididos a aliarnos con vosotros y a ayudaros para que os quitéis el yugo de Versalles. Son los rusos a quienes más preocupa el rearme alemán. Pero escuche, señor: disponemos de pocos minutos. El asesino…

En ese momento regresó el guardia de la SS.

– Es como él ha dicho, señor. Junto al aparcamiento hay algunos cobertizos. Uno tiene la puerta abierta. Y sí, se ve asomar el cañón de un rifle que busca un blanco aquí, en el estadio.

Varios de los hombres presentes ahogaron un murmullo de indignación. Joseph Goebbels se pellizcaba la oreja con nerviosismo. Göring había desenfundado su Luger y la meneaba cómicamente de un lado a otro, como un niño con una pistola de juguete.

La voz de Hitler, sus manos, temblaban de ira:

– ¡Esos judíos comunistas, esos animales! ¡Venir a mi país a hacerme esto! Traidores… ¡Y con nuestras Olimpiadas a punto de comenzar! Son… -Pero estaba tan furioso que no pudo continuar con su diatriba.

Taggert se dirigió a Himmler:

– Sé hablar ruso. Rodee el cobertizo y permítame que trate de persuadir a ese hombre para que se rinda. Sin duda la Gestapo o la SS podrán hacer que nos revele quiénes son los otros conspiradores y dónde están.

Himmler asintió y se volvió hacia Hitler.

– Mi Führer, es importante que usted y los demás partan de inmediato. Por la ruta subterránea. Puede que el asesino sea uno solo, pero también es posible que haya otros y este señor no lo sepa.

Como cualquiera que hubiera leído los informes de inteligencia sobre Himmler, Taggert pensaba que ese antiguo vendedor de fertilizantes estaba medio loco y que era un adulador incurable. Pero como tenía un claro papel que desempeñar, dijo sumisamente:

– El jefe de policía Himmler tiene razón. No estoy seguro de que nuestra información sea completa. Pónganse a salvo. Yo ayudaré a las tropas a capturar a ese hombre.

Ernst le estrechó la mano,

– Le estoy muy agradecido.

Taggert asintió. Siguió con la vista a Ernst, que salía al corredor a por su nieto; luego lo vio reunirse con los otros, que bajaban por una escalera interior hacia la calzada subterránea, rodeados por una brigada de guardias. Sólo cuando Hitler y los demás hubieron desaparecido le devolvió Himmler su pistola. Luego el jefe de policía llamó al oficial de la SS a quien había ordenado reunir un destacamento abajo.

– ¿Dónde están sus hombres?

El guardia explicó que había veinticinco desplegados hacia el este, fuera de la vista del cobertizo. Himmler dijo:

– El líder Heydrich y yo permaneceremos aquí y convocaremos una alerta general en la zona. Tráiganos a ese ruso.

– Heil.

El hombre giró sobre sus talones y bajó apresuradamente la escalera, seguido por Taggert. Ambos trotaron hacia el costado este del estadio; allí se reunieron con las tropas y, describiendo un amplio arco hacia el sur, se aproximaron al cobertizo.

Los hombres corrían deprisa, rodeados por los guardias impávidos, entre el ruido de los cerrojos y los seguros de las pistolas, cargando las balas. Sin embargo, en medio de ese aparente dramatismo, Robert Taggert estaba sereno por primera vez en varios días. Tal como el hombre que había matado en el pasaje Dresden (Reggie Morgan), él era una de esas personas que viven a la sombra del Gobierno, la diplomacia y los negocios, cumpliendo lo que se les manda por caminos a veces legítimos, a menudo ilegales. De todo lo que había dicho a Schumann, una de las pocas cosas ciertas era que deseaba con pasión un cargo diplomático, ya fuera en Alemania, ya en otro país; le habría gustado España, desde luego. Pero esas metas no se consiguen con facilidad: es preciso ganarlas, con frecuencia en situaciones descabelladas y peligrosas. Tal como el plan que involucraba a ese pobre bobo de Paul Schumann.

Las instrucciones recibidas de Estados Unidos eran sencillas: habría que sacrificar a Reggie Morgan. Taggert lo mataría para asumir su identidad. Ayudaría a Paul Schumann a planificar la muerte de Reinhard Ernst y, en el último instante, «rescataría» dramáticamente al coronel alemán, como prueba de la firmeza con que Estados Unidos apoyaba a los nacionalsocialistas. Hasta Hitler llegarían noticias del rescate y los comentarios de Taggert sobre ese apoyo. Pero todo resultó muchísimo mejor: él había representado su papel directamente ante Hitler y Göring.

La suerte que corriera Schumann no tenía ninguna importancia; moriría en ese momento, lo cual sería más limpio y conveniente, o sería atrapado y torturado. En este último caso Schumann acabaría por hablar… y contaría algo increíble: que había sido contratado por el Departamento de Inteligencia Naval norteamericano para matar a Ernst. Los alemanes no le harían el menor caso, puesto que el asesino había sido denunciado por Taggert y los norteamericanos. ¿Y si resultaba que no era ruso, sino un pistolero germanoamericano? Pues… probablemente lo habrían reclutado los rusos.

El plan era sencillo.

Sin embargo hubo inconvenientes desde un principio. Él tenía pensado matar a Morgan varios días antes, para reemplazarlo en su primer encuentro con Schumann. Pero Morgan era un hombre muy cauto e inteligente, que sabía llevar una vida encubierta. Taggert no había hallado ninguna oportunidad para matarlo antes de la escena en el pasaje Dresden. ¡Y qué tensa había sido la situación!

Reggie Morgan sólo conocía la contraseña antigua, no la del tranvía para ir a Alexanderplatz; por ende, cuando se encontró con Schumann en el callejón cada uno de ellos creyó que el otro era el enemigo. Taggert había logrado matarlo justo a tiempo para convencer a Schumann de que él era, en verdad, el agente norteamericano, puesto que sabía la frase correcta, tenía el pasaporte falso y pudo hacer una descripción exacta del senador. Además procuró ser el primero en registrar los bolsillos del muerto. Así fingió encontrar pruebas de que Morgan pertenecía a las Tropas de Asalto, aunque el carné que mostró a Schumann sólo certificaba, en realidad, que el portador había donado una suma de dinero a un fondo para los veteranos de guerra. En Berlín medio mundo tenía esas tarjetas, puesto que los Camisas Pardas eran muy hábiles cuando se trataba de solicitar «contribuciones».

El mismo Schumann le causó algunos quebraderos de cabeza. Era sagaz, sí, mucho más de lo que Taggert esperaba de un matón. Era desconfiado por naturaleza y nunca revelaba lo que estaba pensando. Taggert había tenido que vigilar lo que decía y hacía, recordar constantemente que él era Reginald Morgan, un funcionario civil tenaz y mediocre. Le horrorizó, por ejemplo, que Schumann insistiera en registrar el cadáver de Morgan por si tuviera tatuajes. Si tenía alguno, probablemente pondría «U. S. Navy», o quizá el nombre del barco donde había servido durante la guerra. Pero el destino le sonrió: ese hombre nunca había estado bajo una aguja.

Taggert llegó al cobertizo con los guardias uniformados de negro. Allí asomaba el cañón del máuser, como si Paul Schumann buscara su blanco. Los soldados se desplegaron en silencio; el oficial dirigía a sus hombres con ademanes de la mano. El norteamericano quedó más impresionado que nunca por las brillantes tácticas alemanas.

Ya se acercaban, cada vez más. Schumann continuaba apuntando al balcón, detrás del palco de la prensa. Debía de estar preguntándose qué pasaba, por qué Ernst tardaba tanto en salir. ¿Le habrían transmitido la llamada de Webber?

Mientras los hombres de la SS rodeaban el cobertizo, eliminando cualquier posibilidad de que Schumann pudiera escapar, Taggert recordó que, cuando hubiera acabado allí, debía regresar a Berlín y buscar a Otto Webber para matarlo. También a Käthe Richter.

Cuando los jóvenes soldados estuvieron apostados alrededor del cobertizo, el norteamericano susurró:

– Iré a hablarle en ruso para que se rinda.

El comandante de la SS asintió. Taggert sacó la pistola del bolsillo. No corría ningún peligro, desde luego, pues el máuser tenía el cañón bloqueado. Aun así avanzó con lentitud, fingiendo cautela y nerviosismo.

– No os mováis -susurró-. Yo entraré primero.

El de la SS enarcó las cejas, impresionado por su valentía.

Taggert levantó la pistola y avanzó hacia el vano de la puerta. La boca del rifle continuaba moviéndose de lado a lado. Era palpable la frustración del sicario al no hallar un blanco.

Con un movimiento veloz, Taggert abrió una de las puertas de par en par y levantó la pistola, aplicando presión al gatillo. Dio un paso adentro.

Y ahogó una exclamación. Lo recorrió un escalofrío.

El máuser continuaba su recorrido por el estadio, moviendo lentamente el cañón de un lado a otro. Pero no eran las manos del asesino las que sostenían el mortífero rifle, sino unos trozos de cordel arrancados de las cajas y atados a una viga del techo.

Paul Schumann había desaparecido.

27

Corría.

No era, en absoluto, su ejercicio favorito, aunque Paul solía correr o trotar en el gimnasio, a fin de mantener las piernas en forma y eliminar del organismo el tabaco, la cerveza y el whisky. Y ahora corría como Jesse Owens.

Corría para salvar la vida.

A diferencia del pobre Max, muerto a disparos en plena calle mientras huía de la SS, Paul no llamaba la atención: vestía ropas y zapatillas de gimnasia que había robado de los vestuarios del Estadio Olímpico; parecía uno entre tantos miles de atletas que, en Charlottenburg y sus alrededores, se entrenaban para los Juegos. Ya estaba a unos cuatro kilómetros y medio del estadio; iba de regreso a Berlín, moviendo enérgicamente las piernas para poner distancia entre él y la traición, que aún debía esclarecer.

Le sorprendía que Reggie Morgan (si acaso era Morgan) hubiera cometido un error tan burdo después de haber urdido un plan tan complicado para tenderle una trampa. Evidentemente, había sicarios que no revisaban sus herramientas antes de cada trabajo. Pero eso era una locura. Cuando uno se enfrentaba a hombres implacables, siempre armados, había que asegurarse de tener las propias armas en condiciones perfectas: que nada estuviera descabalado.

En aquel cobertizo, caldeado como un horno, Paul había montado la mira telescópica; luego se aseguró de que las calibraciones estuvieran en los mismos números que en la galería de tiro de la casas de empeño. Por fin, como última comprobación, retiró el cerrojo del máuser y miró a lo largo del cañón. Estaba bloqueado. Al principio supuso que sería algo de polvo o creosota del estuche de fibra en el que lo llevaba. Pero después de hurgar con un trozo de alambre estudió atentamente lo que se había desprendido. Alguien había vertido plomo fundido por la boca del arma. Si disparaba, el cañón estallaría o el cerrojo se dispararía hacia atrás, atravesándole el pecho.

Durante la noche el rifle había estado en manos de Morgan. Era la misma arma: el día anterior, mientras lo observaba, Paul había reparado en una configuración característica de la veta. Obviamente Morgan, o quienquiera que fuese, la había saboteado.

Paul actuó deprisa; arrancó el cordel de algunas cajas y colgó el rifle del techo, para crear la ilusión de que él aún estaba allí. Luego salió subrepticiamente al exterior y se unió a un grupo de la SS que marchaba hacia el norte. Se separó de ellos al llegar a las piscinas, donde buscó una muda de ropa y calzado, se deshizo del uniforme de la SS y rompió su pasaporte ruso para arrojarlo al inodoro.

Ahora estaba a media hora del estadio y corría, corría…

Con la ropa ya empapada de sudor, abandonó la carretera para encaminarse hacia el centro de una aldea pequeña, donde encontró una fuente hecha a partir de un antiguo abrevadero para caballos. Inclinado hacia el caño, bebió un litro de aquella agua caliente y con sabor a herrumbre. Luego se mojó la cara.

¿A qué distancia de la ciudad estaría? A unos seis kilómetros, calculó. Al ver que dos oficiales, de uniforme verde y alto sombrero verde y negro, detenían a un hombre para exigirle sus papeles, giró disimuladamente y se alejó por las calles laterales. Era demasiado peligroso continuar hasta Berlín a pie.

Alrededor de la estación de ferrocarril había varias hileras de vehículos aparcados. Escogió un DKW sin capota y, una vez seguro de que nadie lo veía, utilizó una piedra y una rama quebrada para romper la cerradura. Luego buscó los cables, cortó con los dientes la tela que los aislaba y entretejió los hilos de cobre. Al pulsar el botón de arranque, el motor rechinó por un momento, pero no arrancó. Hizo una mueca al recordar que no había regulado el estárter. Lo ajustó e hizo otro intento. Esta vez el motor cobró vida, petardeando, y él movió la manivela hasta que lo oyó funcionar con suavidad. Necesitó un momento para entender cómo funcionaban las marchas, pero al instante partía hacia el este por las calles estrechas de la aldea. Mientras tanto se preguntaba quién lo habría traicionado.

Y por qué. ¿Acaso por dinero? ¿Por política? ¿Por algún otro motivo?

Pero en esos momentos no podía hallar respuesta alguna a esas preguntas: la fuga ocupaba todos sus pensamientos.

Pisó el acelerador a fondo y viró hacia una carretera ancha e inmaculada; un letrero le aseguró que el centro de Berlín se hallaba a seis kilómetros de distancia.


Un alojamiento modesto, cerca de la calle Bremer, en el sector noroeste de la ciudad. La vivienda de Reginald Morgan, típica de ese barrio, era un lúgubre edificio de cuatro pisos que databa de los tiempos del Segundo Imperio, aunque no recordaba en absoluto las glorias prusianas.

Willi Kohl y el candidato a inspector se apearon del DKW. Al oír nuevamente las sirenas levantaron la vista: un camión lleno de hombres de la SS pasaba deprisa por la calle; otra entrega de la alerta secreta de seguridad, aún más amplia que la anterior; al parecer se estaban estableciendo controles de carreteras en toda la ciudad. También Kohl y Janssen fueron parados. El guardia de la SS echó una mirada desdeñosa al carné de la Kripo y les indicó por señas que pasaran. Cuando el inspector le preguntó qué sucedía, se limitó a ordenarles secamente:

– Circulen.

Ahora Kohl tocaba la campanilla instalada junto a la maciza puerta principal. Mientras esperaban golpeaba con impaciencia el suelo con un pie. Dos largos timbrazos más tarde abrió la puerta una casera fornida, con vestido oscuro y delantal, quien abrió mucho los ojos al ver a dos hombres de traje, muy serios.

– Heil. Disculpen los señores la tardanza. Es que mis piernas ya no…

– Inspector Kohl, de la Kripo. -Mostró su credencial para que la mujer se tranquilizara un poco: al menos no era la Gestapo.

– ¿Conoce usted a este hombre? -Janssen exhibía la foto del pasaje Dresden.

– ¡Ach, pero si es el señor Morgan! Vive aquí. No parece muy… ¿Ha muerto?

– Sí, señora.

– Dios nos guar… -La frase, políticamente cuestionable, murió en sus labios.

– Nos gustaría ver sus habitaciones.

– Sí, señor, por supuesto. Por aquí. -Cruzaron un patio tan abrumadoramente sombrío que habría entristecido hasta al irreprimible Papageno de Mozart. La mujer caminaba meciéndose hacia delante y hacia atrás.

– A decir verdad, señores, ese hombre siempre me pareció algo extraño. -Lo dijo echando cautelosas miradas a Kohl, para dejar claro que ella no era cómplice de Morgan, por si lo habían matado los nacionalsocialistas, pero también que su conducta no era tan sospechosa como para denunciarlo-. No lo hemos visto en todo un día. Salió ayer, justo antes del almuerzo, y no ha regresado.

Franquearon otra puerta cerrada con llave, al final del patio, y luego subieron dos tramos de escalera que olían a cebolla y encurtidos.

– ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo aquí? -preguntó Kohl.

– Tres meses. Pagó seis meses por adelantado. Y me dio una propina… -Se le apagó la voz-. Pero no muy grande.

– ¿Los cuartos estaban amueblados?

– Sí, señor.

– ¿Recuerda usted que haya recibido algún visitante?

– No que yo sepa. Yo no he hecho pasar a ninguno.

– Muéstrele el dibujo, Janssen.

Él mostró el retrato de Paul Schumann.

– ¿Ha visto a este hombre?

– No, señor. ¿También ha muerto? -La mujer añadió abruptamente-: Quiero decir… No, no lo he visto nunca.

Kohl la miró a los ojos. Eran evasivos, pero por miedo, no por engaño, y él le creyó. A sus preguntas respondió que Morgan era comerciante, que no recibía llamadas telefónicas en la casa y que recogía su correspondencia en correos. No sabía si tenía sus oficinas en otro lugar. Nunca había dicho nada concreto sobre su trabajo.

– Bien, ahora déjenos.

Heil -saludó ella. Y se escabulló como un ratón. Kohl recorrió la habitación con una mirada.

– ¿Ha notado, Janssen, que he hecho una deducción equivocada?

– ¿A qué se refiere, señor?

– He supuesto que el señor Morgan era alemán porque usaba prendas de paño hitleriano. Pero no todos los extranjeros tienen tanto dinero como para vivir en Unter den Linden y comprar ropa de primera calidad en KaDeWe, aunque ésa sea nuestra impresión.

Su asistente reflexionó por un momento.

– Es verdad, señor. Pero quizá tenía otro motivo para usar ropa ersatz.

– ¿Quizá deseaba hacerse pasar por alemán?

– Sí, señor.

– Bien, Janssen. Aunque tal vez, antes que hacerse pasar por uno de nosotros, lo que buscaba era no llamar la atención. De cualquier modo, ambas cosas lo hacen sospechoso. Veamos ahora si podemos restar misterio a nuestro misterio. Comencemos por los armarios.

El candidato a inspector abrió una puerta e inició su examen del contenido.

Kohl, por su parte, escogió la búsqueda menos exigente: se instaló en una silla chirriante para revisar los documentos del escritorio. Al parecer el norteamericano había sido una suerte de mediador, que proporcionaba servicios a varias empresas estadounidenses localizadas en Alemania. A cambio de una comisión ponía en contacto a un comprador norteamericano con un vendedor alemán o viceversa. Cuando venían a la ciudad empresarios de Estados Unidos se contrataba a Morgan para que los entretuviera y concertara reuniones con representantes alemanes de Borsig, Bata Shoes, Siemens, I. G. Farben, Opel y muchas más.

Había varias fotos de Morgan y documentos que confirmaban su identidad, pero a Kohl le resultó extraño que no hubiera efectos realmente personales: ni fotos familiares ni recuerdos.

tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien. Y quizá tuvo la suerte de criar hijos. Ojalá haya tenido también antiguas amantes que lo recuerden de vez en cuando.

Kohl analizó las implicaciones de esa falta de información personal. ¿Significaría acaso que el hombre era un solitario? ¿O quizá tenía otros motivos para mantener en secreto su vida personal?

Janssen escarbaba en el ropero.

– ¿Hay algo en especial que deba buscar, señor?

Dinero estafado, el pañuelo de una amante casada, una carta de extorsión, la nota de una adolescente embarazada… cualquier cosa que pudiera señalar las causas por las que el pobre señor Morgan había muerto brutalmente en los inmaculados adoquines del pasaje Dresden.

– Busque cualquier cosa que nos ayude a esclarecer el caso de alguna manera. No puedo describirlo mejor. Es la parte más difícil de la tarea detectivesca. Use el instinto, la imaginación.

– Sí, señor.

El inspector continuó examinando el escritorio. Un momento después Janssen anunció:

– Mire esto, señor. El señor Morgan tenía fotos de mujeres desnudas. Aquí hay una caja.

– ¿Son fotografías impresas? ¿O tomadas por él mismo?

– No, son postales. Ha de haberlas comprado en algún lugar.

– Pues entonces no nos interesan, Janssen. Debe usted discernir cuándo los vicios de una persona son relevantes y cuándo no lo son. Y puedo asegurarle que, de momento, las postales voluptuosas no tienen importancia. Continúe con su búsqueda, por favor.


Hay hombres en quienes la calma crece en proporción directa a la desesperación. Estos hombres son raros y especialmente peligrosos, pues su implacabilidad no disminuye y jamás caen en el descuido.

Robert Taggert era de ese tipo. Aquel maldito sicario de Brooklyn lo había dejado de piedra al haberlo burlado y haber puesto en peligro su futuro, pero él no permitiría que la conmoción sufrida le turbara el buen juicio.

Sabía cómo había llegado Schumann a descubrirlo todo: en el suelo del cobertizo había un trozo de alambre y, al lado, trocitos de plomo. Había revisado el cañón del arma y descubierto el tapón, naturalmente. Taggert pensó, furioso, por qué no se le habría ocurrido vaciar las balas de pólvora. Así no habrían sido peligrosas para Ernst y Schumann habría descubierto la traición demasiado tarde, cuando el cobertizo estuviera ya rodeado por la SS.

Pero aquello, se dijo, aún tenía remedio.

En un breve segundo encuentro con Himmler y Heydrich, en la sala de prensa, les había asegurado no saber de la conspiración mucho más de lo que ya les había explicado; luego abandonó el estadio, informando a los alemanes de que se pondría inmediatamente en contacto con Washington para preguntar si tenían más detalles. Los dejó a ambos murmurando sobre las conspiraciones de judíos y rusos. Le sorprendió que le permitieran salir del recinto sin detenerlo: aunque su arresto no habría sido lógico, sabía muy bien que existía ese riesgo, puesto que el país estaba colmado de sospechas y paranoia.

Ahora Taggert analizaba a su presa. Paul Schumann no era estúpido, desde luego. En la trama en la que le habían implicado, lo hacían pasar por ruso y sabía que eso era lo que buscarían los alemanes. Sin duda a esas horas ya se habría deshecho de su falsa identidad y se presentaría nuevamente como norteamericano. Pero Taggert prefirió no revelar eso a los alemanes; sería mejor presentar al «ruso» muerto, junto con su cómplice: el jefe de una banda delincuente y una disidente; sin duda, Käthe Richter tendría algunos amigos que simpatizaran con los kosi, lo cual añadiría credibilidad a la historia del asesino ruso.

Desesperado, sí.

Pero mientras conducía el furgón blanco hacia el sur, sobre un canal tan pardo como las Tropas de Asalto, se mantenía sereno como una piedra. Aparcó en una calle transitada y se apeó. No dudaba de que Schumann regresaría a la pensión en busca de Käthe Richter: había exigido de manera inflexible llevarse a esa mujer a Estados Unidos. Eso significaba que no la dejaría allí, ni siquiera en esos momentos. Taggert también estaba seguro de que se presentaría en persona en vez de llamarla: Schumann conocía los peligros de los teléfonos intervenidos de Alemania.

Marchaba a buena velocidad por las calles, sintiendo el golpeteo tranquilizador de la pistola contra la cadera. En una esquina viró hacia el pasaje Magdeburger y se detuvo a inspeccionar minuciosamente la pequeña calle. Parecía desierta y polvorienta en el calor de la tarde. Después de pasar disimuladamente frente a la pensión de Käthe Richter, como no percibía ninguna amenaza, regresó deprisa y bajó hasta la entrada al sótano. La abrió a golpes con el hombro y entró subrepticiamente al húmedo subsuelo.

Subió por una escalera de madera, siempre pisando en el lateral de los peldaños, para reducir los crujidos lo máximo posible. Al llegar arriba abrió la puerta y, después de sacar la pistola del bolsillo, salió al vestíbulo de la planta baja. Estaba desierto. No había ruidos ni movimiento alguno, aparte del zumbido frenético de una mosca enorme, atrapada entre dos cristales.

Caminó a lo largo del corredor y se detuvo ante cada puerta para escuchar, pero no se oía nada. Por fin regresó a aquella de la que pendía un letrero toscamente pintado que ponía «Casera». Allí golpeó.

– ¿Señora Richter?

Se preguntaba cómo sería aquella mujer. Esas habitaciones habían sido alquiladas para Schumann por el verdadero Reginald Morgan, pero al parecer ella y Morgan no habían llegado a conocerse personalmente, pues lo habían resuelto todo por teléfono; en cuanto a la carta de aceptación y el efectivo, los intercambiaron por medio de un sistema de mensajería que recorría toda la ciudad.

Otro toque a la puerta.

– He venido por una habitación. La puerta de la calle estaba abierta.

No hubo respuesta.

Intentó abrir. No estaba cerrada con llave. Al entrar vio que en la cama había una maleta abierta, rodeada de ropa y libros. Eso lo tranquilizó: significaba que Schumann aún no había regresado. Pero ella, ¿dónde estaba? Tal vez quería cobrar algún dinero que le debían o, más probablemente, pedir prestado lo que fuera posible a amigos y parientes. Emigrar de Alemania por las vías permitidas implicaba poder llevar sólo ropa y algo de dinero para gastos personales; si pensaba partir ilegalmente con Schumann llevaría todo el efectivo posible. La radio estaba encendida; las luces, también. Regresaría pronto.

Taggert vio junto a la puerta un tablero con las llaves de todas las habitaciones. Después de coger las que correspondían a las de Schumann, salió nuevamente al corredor y recorrió silenciosamente el pasillo. Con un movimiento veloz, abrió la cerradura y entró con la pistola en alto.

La sala estaba desierta. Cerró la puerta con llave antes de pasar al dormitorio, sin hacer ruido. Schumann no estaba allí, pero su maleta sí. Taggert se detuvo a reflexionar en el centro de la habitación. El sicario podía ser sentimental en su interés por la mujer, pero era un profesional concienzudo: antes de entrar miraría por las ventanas del frente y de la parte trasera, para ver si había alguien dentro.

Decidió esperar escondido. La única opción realista era el armario. Dejaría la puerta un poco entreabierta para oír a Schumann cuando entrara. Cuando se pusiera a preparar el equipaje, él saldría del ropero para matarlo. Con un poco de suerte vendría con Käthe Richter y podría matarla también. Si no, la esperaría en su cuarto. Desde luego, cabía esperar que ella fuera la primera en llegar; en ese caso él podría matarla inmediatamente o aguardar hasta que llegara Schumann. Habría que decidirse por lo más conveniente. Luego inspeccionaría las habitaciones, para asegurarse de que no quedaran rastros de la verdadera identidad de Schumann, y finalmente llamaría a la SS y a la Gestapo para informarles de que ya había acabado con el ruso.

Taggert entró en el amplio armario y, después de cerrar la puerta casi por completo, se desabrochó casi toda la camisa para aliviar el terrible calor. Inhaló bien hondo, llenando de aire los pulmones doloridos. El sudor le moteaba la frente y le escocía en los sobacos, pero eso no le importaba, pues Robert Taggert estaba totalmente impulsado, o antes bien intoxicado, por un elemento mucho mejor que el oxígeno húmedo: la euforia del poder. El chaval de Hartford, el chico a quien golpeaban sólo por pensar más y correr menos que los otros mozalbetes de ese barrio pobre y gris, acababa de conocer al mismísimo Adolf Hitler, el político más sagaz de la tierra, y los ardorosos ojos azules de ese hombre lo habían mirado con admiración y respeto, un respeto que pronto se repetiría en Estados Unidos, a su regreso, cuando informara a sus superiores sobre el éxito de su misión.

Embajador en Inglaterra, en España. Sí, y con el tiempo incluso en Berlín, ese país que tanto le gustaba. Podría llegar adonde quisiera.

Se enjugó la cara otra vez, preguntándose cuánto tiempo tendría que esperar a Schumann.

La respuesta llegó apenas un momento después: Taggert oyó que se abría la puerta de la calle. Luego, fuertes pisadas en el pasillo, que pasaron de largo ante esa habitación. El toque a una puerta.

– ¿Käthe? -preguntó la voz distante.

Quien hablaba era Paul Schumann.

¿Entraría en la habitación de la mujer para esperarla?

No: las pisadas regresaban hacia donde le esperaba el traidor agazapado.

Taggert oyó el repiqueteo de la llave, el chirrido de los goznes viejos y, luego, el chasquido de la puerta al cerrarse. Paul Schumann había entrado al cuarto donde moriría.

28

Con el corazón acelerado, como cualquier cazador que tiene a la presa cerca, Robert Taggert escuchaba con atención.

– ¿Käthe? -llamó la voz de Schumann.

Robert oyó el crujido de las tablas, el ruido del agua que corría en el lavabo. Los tragos de un hombre que bebía con sed.

Levantó la pistola. Sería mejor dispararle al pecho, de frente, como si él lo hubiera atacado. La SS lo querría vivo para interrogarlo, naturalmente; no les gustaría que Taggert lo matara por la espalda. Aun así, no podía arriesgarse: Schumann era demasiado corpulento y peligroso como para enfrentarse a él cara a cara. Diría a Himmler que no había tenido más remedio, pues el asesino había tratado de huir o de coger un cuchillo y él se había visto obligado a dispararle.

Oyó que el hombre entraba en el dormitorio. Un momento después, un rumor de cajones revueltos: comenzaba a llenar la maleta.

«Ahora», pensó.

Empujó una de las dos puertas del armario para abrirla un poco más. Eso le permitió ver todo el dormitorio. Levantó la pistola.

Pero Schumann no estaba a la vista. Taggert sólo pudo ver la maleta en la cama. Alrededor, esparcidos, algunos libros y otros objetos. Frunció el entrecejo al divisar, en el vano de la puerta, un par de zapatos que antes no estaba allí.

Oh, no…

Comprendió que Schumann había entrado en el dormitorio, pero luego se había quitado los zapatos para pasar nuevamente a la sala, caminando en calcetines.

Desde la puerta había estado arrojando libros a la cama, para hacerle pensar que aún estaba allí. Y eso significaba que…

El enorme puño atravesó la puerta del ropero como si fuera algodón de azúcar. Los nudillos golpearon a Taggert en el cuello y en la mandíbula. Un rojo cegador llenó su campo visual, en tanto salía a la sala, a trompicones. Dejó caer la pistola para cogerse el cuello y apretar la carne atormentada.

Schumann cogió a Taggert por las solapas y lo arrojó al otro lado de la habitación, donde se estrelló contra una mesa. Quedó tendido en el suelo, despatarrado como la muñeca alemana que había aterrizado junto a él, sin quebrarse, fijos en el cielo raso los fantasmagóricos ojos violáceos.


– No eres quien dices ser, ¿verdad? No eres Reggie Morgan.

Paul no se molestó en explicar que había actuado como cualquier sicario que se precie: antes de salir se memoriza el aspecto de la habitación, para comparar ese recuerdo con lo que se ve al regresar. Había notado que la puerta del armario ya no estaba cerrada, sino entreabierta. Y como sabía que Taggert estaba obligado a seguirlo para matarlo, comprendió que estaba oculto allí.

– Yo…

– ¿Quién? -bramó el sicario.

Como el hombre no decía nada, lo cogió por el cuello de la camisa con una mano mientras le vaciaba los bolsillos con la otra. Cartera, varios pasaportes estadounidenses, una credencial diplomática a nombre de Robert Taggert y la tarjeta de las Tropas de Asalto que había mostrado a Paul en el callejón, durante su primer encuentro.

– No te muevas -murmuró, mientras examinaba lo que había encontrado.

La cartera había pertenecido a Reginald Morgan; contenía un carné de identidad, varias tarjetas con su nombre, una dirección en Washington y otra en Berlín, en la calle Bremer. También incluía varias fotos, todas del hombre que había muerto en el pasaje Dresden. En una de ellas, tomada en una reunión social, estaba entre un hombre y una mujer entrados en años; los tenía abrazados y todos sonreían a la Kodak.

Uno de los pasaportes, muy usado y lleno de sellos de entradas y salidas, estaba a nombre de Morgan. Ése también contenía una foto del hombre del callejón.

Otro pasaporte, el que había mostrado a Paul el día anterior, también estaba a nombre de Reginald Morgan, pero la foto era del hombre que tenía ante sí. Lo acercó a una lámpara para examinarlo con atención; parecía falso. Un segundo pasaporte, aparentemente auténtico y lleno de sellos y visados, estaba extendido a nombre de Robert Taggert, al igual que la credencial diplomática. Los dos pasaportes restantes también mostraban la foto del hombre presente; uno era estadounidense, a nombre de Robert Gardner; el otro lo presentaba como Artur Schmidt, alemán.

Así que el tío tendido en el suelo, frente a él, había matado a su contacto en Berlín para asumir su identidad.

– Veamos, ¿de qué va esto?

– Tranquilízate, amigo. No hagas ninguna tontería. -El hombre había abandonado la rígida personalidad de Reggie Morgan. La que emergía era escurridiza, como si fuera uno de los lugartenientes que Lucky Luciano tenía en Manhattan. Paul mostró el pasaporte que creía auténtico.

– Éste eres tú. Taggert, ¿no?

El hombre se apretó la mandíbula y el cuello, donde había recibido el golpe, y frotó la zona enrojecida.

– Me has pillado, Paul.

– ¿Cómo ha ocurrido? -Paul arrugó las cejas-. Interceptaste la contraseña del tranvía, ¿verdad? Por eso Morgan se quedó desconcertado en el callejón. Pensó que el traidor era yo, porque fallé con la frase del tranvía, dice plaza Alexander en vez de Alexanderplatz. Y yo pensé lo mismo de él. Y tú cambiaste los documentos mientras revisabas el cadáver. -Leyó la tarjeta de las Tropas de Asalto-. «Fondo de Veteranos». ¡Qué putada! -estalló, furioso por no haberla mirado mejor cuando Taggert se la mostró-. ¿Quién eres, coño?

– Soy comerciante. Trabajo para éste o aquél…

– Y te escogieron porque te pareces un poco al verdadero Reggie Morgan.

Eso lo ofendió.

– Me escogieron porque soy hábil.

– ¿Y qué me dices de Max?

– Era auténtico. Morgan le pagó cien marcos para que le consiguiera datos sobre Ernst. Luego yo le pagué doscientos para que me permitiera hacerme pasar por Morgan.

Paul asintió.

– Por eso estaba tan nervioso, el imbécil. No era de la SS de quien tenía miedo, sino de mí.

Pero la historia del engaño parecía aburrir a Taggert.

– Tenemos que negociar, amigo -continuó-. Mira…

– ¿Para qué habéis hecho todo esto?

– Oye, Paul, que no tenemos tiempo para chácharas. Media Gestapo te anda buscando.

– No, Taggert. Si he entendido bien las cosas, andan buscando a un ruso, gracias a ti. Ni siquiera saben cómo soy. Y tú no los traerás hasta aquí, al menos mientras no me hayas matado. Así que tenemos todo el tiempo del mundo. Anda, larga ya.

– Aquí se trata de cosas más importantes que tú y yo, amigo. -Taggert movió la mandíbula en un círculo lento-. ¡Me has aflojado los dientes, coño!

– Habla.

– No es…

Paul se acercó un paso, con el puño cerrado.

– Está bien, está bien, cálmate, tío. ¿Quieres que te diga la verdad? Aquí va. Allá en casa hay mucha gente que no quiere meterse en otra guerra de éstas.

– ¡Pero si a eso me han mandado a mí! Para impedir el rearme.

– En realidad nos importa un rábano que los alemanes se rearmen. Lo que nos interesa es mantener contento a Hitler. ¿Entiendes? Demostrarle que Estados Unidos está de su parte.

Por fin Paul comprendió.

– Y a mí me tocaba ser la cabeza de turco. Me hiciste pasar por asesino ruso y luego me has denunciado, para que Hitler creyera que Estados Unidos es un gran amigo suyo, ¿no?

Taggert asintió.

– Lo tienes bastante claro, Paul.

– Pero ¿estás ciego o qué? ¿No ves lo que está haciendo ese hombre? ¿Quién puede estar de su parte?

– ¡Joder, qué nos importa! Puede que Hitler coja una parte de Polonia, Austria, los Sudetes. -Reía-. ¡Puede quedarse hasta con Francia si quiere! No es asunto nuestro.

– Está matando a mucha gente. ¿Es que nadie se ha dado cuenta?

– Por unos cuantos judíos…

– ¡Qué dices! Pero ¿te das cuenta de lo que has dicho?

Taggert alzó las manos.

– Mira, no me mal interpretes. Lo que sucede aquí es sólo algo pasajero. Los nazis son como niños con un juguete nuevo: su país. Antes de que acabe el año se cansarán de esa monserga aria. Hitler es pura cháchara. Cuando se tranquilice comprenderá que necesita a los judíos.

– No -aseguró Paul enérgicamente-. En eso te equivocas. Hitler está loco. Es mil veces peor que Bugsy Siegel.

– Pues mira, Paul: ésas son cosas que no decidimos ni tú ni yo. Reconozco que nos has pillado. Intentamos una de las gordas y tú nos la has arruinado. Hay que aplaudirte. Pero me necesitas, amigo. Sin mi ayuda no podrás salir de este país. Te diré lo que haremos, tú y yo. Buscamos a algún imbécil con cara de ruso, lo matamos y llamamos a la Gestapo. Nadie te ha visto. Y hasta te dejaré hacer de héroe. Conocerás personalmente a Hitler y a Göring. Quizá te den una medalla y todo. Tú y tu amiguita podéis iros a casa. Y añadiré una propina: un buen negocio para tu amigo Webber. Dólares para el mercado negro. Le encantará. ¿Qué opinas? Puedo arreglarlo. Y todo el mundo sale ganando. Y si no… pues morirás aquí.

– Quiero saber algo -dijo Paul-: ¿ha sido Bull Gordon? ¿Es él quien está detrás de todo esto?

– ¿Él? ¡No, hombre! Él no tiene nada que ver. Son… otros intereses.

– ¿Qué significa eso de «intereses»? A ver si respondes claro.

– Lo siento, Paul, pero si he llegado hasta aquí es porque no tengo la lengua floja. Cosas del oficio, ya me entiendes.

– Eres peor que los nazis.

– ¿Sí? -murmuró Taggert-. ¡Y lo dices tú, sicario! -Se puso de pie y sacudió el polvo de la americana-. Bueno, ¿qué me dices? Busquemos a algún vagabundo eslavo y le cortamos el cuello; así los alemanes tendrán a su bolchevique. Anda, vamos.

Todo el mundo sale ganando…

Sin cambiar de posición, sin entornar los ojos, sin dar la menor señal de lo que estaba a punto de hacer, Paul clavó el puño directamente en el pecho de ese hombre. Taggert dilató los ojos y se quedó sin respiración. Ni siquiera desvió la mirada hacia el puño izquierdo de Paul, que se disparaba para triturarle la garganta. Cuando cayó al suelo, sus extremidades ya temblaban en los estertores de la muerte; de su boca, bien abierta, surgían sonidos guturales. Ya fuera por fractura de cuello o por fallo cardiaco, murió en treinta segundos.

Paul contempló durante unos momentos aquel cadáver. Le temblaban las manos, pero no por los potentes golpes que había asestado, sino por la furia que le provocaba la traición. Y las palabras de ese hombre.

Puede quedarse hasta con Francia si quiere… Por unos cuantos judíos…

Pasó deprisa al dormitorio, se quitó la ropa de gimnasia que había robado en el estadio, se lavó con agua de la palangana y volvió a vestirse. Alguien llamaba a la puerta. Ah, Käthe, que había regresado. De pronto recordó que el cadáver de Taggert yacía en la sala, bien a la vista, y se apresuró a llevarlo al dormitorio.

Pero en el momento en que iba a meterlo en el armario se abrió la puerta del apartamento. Paul levantó la vista. No era Käthe quien entraba. Se encontró frente a dos hombres. Uno era gordo, con bigote, y vestía un traje de color claro y chaleco, todo bastante arrugado; traía en la mano un sombrero de paja. A su lado, un hombre más joven, esbelto, de traje oscuro, que aferraba una pistola automática negra.

¡No! Eran los mismos policías que lo seguían desde el día anterior. Se incorporó lentamente, con un suspiro.

– Ach, por fin, señor Paul Schumann -dijo el mayor, parpadeando en señal de sorpresa. Hablaba en inglés, pero con fuerte acento-. Soy el detective-inspector Kohl. Voy a arrestarlo, señor, por el homicidio de Reginald Morgan, acaecido ayer en el pasaje Dresden. -Y agregó, bajando la vista al cadáver de Taggert-: Y al parecer, ahora también debo arrestarlo por otro asesinato.

29

– Deje las manos quietas. Sí, sí, señor Schumann, por favor. Manténgalas arriba.

El inspector advirtió que el norteamericano era bastante corpulento. Cuantos menos veinte centímetros más altos que él y hombros más anchos. El retrato hecho por el pintor ambulante era exacto, pero el hombre tenía la cara más marcada por cicatrices que en el dibujo; en cuanto a los ojos… los tenía de un azul suave, cautos pero serenos.

– Janssen, compruebe si ese hombre ha muerto -ordenó nuevamente en alemán, mientras apuntaba a Schumann con su pistola.

El joven detective se inclinó para examinar el cuerpo, aunque Kohl estaba prácticamente seguro de estar viendo un cadáver.

Su ayudante hizo un gesto afirmativo y se incorporó.

Para Willi Kohl, encontrar a Schumann allí era una sorpresa a la vez inesperada y grata. No lo esperaba. Apenas veinte minutos antes, en la habitación de Reginald Morgan, había encontrado una carta de confirmación de reserva por unas habitaciones de esa pensión, a nombre de Paul Schumann. Pero Kohl no dudaba de que el norteamericano era demasiado inteligente como para permanecer en esa misma residencia después de haber matado a Morgan. Él y Janssen habían acudido deprisa, con la esperanza de hallar algún testigo, alguna prueba que los condujera a Schumann, pero ni en sueños habían imaginado encontrar al norteamericano en persona.

– Decid, ¿sois de esa policía Gestapo? -preguntó el detenido en alemán.

En verdad, tal como decían los testigos, tenía apenas un leve acento. Pronunciaba la ge como un berlinés nato.

– No, somos de la Policía Criminal. -Kohl mostró su credencial-Procede a registrarlo, Janssen.

El joven oficial lo palpó diestramente en todos los lugares donde pudiera tener un bolsillo, a la vista o secreto. Descubrió su pasaporte estadounidense, dinero, un peine, cerillas y una cajetilla de cigarrillos. Luego entregó todo a su jefe, quien le ordenó esposar a Schumann. A continuación examinó atentamente el pasaporte. Parecía auténtico. Paul John Schumann.

– Yo no maté a Reggie Morgan. Fue él. -Señaló el cadáver con la cabeza-. Se llama Taggert. Robert Taggert. Ha tratado de matarme a mí también. Por eso luchábamos.

Kohl dudaba que se pudiera clasificar como «lucha» una confrontación entre ese alto norteamericano, de brazos enormes y nudillos rojos, encallecidos, y la víctima, que tenía el físico de Joseph Goebbels.

– ¿Que luchaban, dice?

– Me ha apuntado con un revólver. -Schumann indicó la pistola caída en el suelo-. He tenido que defenderme.

– Nuestra Spanish Star modelo A, señor -apuntó Janssen, entusiasmado-. ¡El arma del homicidio!

«Un arma del mismo tipo que la del homicidio», corrigió Kohl mentalmente. La comparación de las balas determinaría si se trataba de la misma o no. Pero jamás corregiría a un colega, aunque fuera novato, delante de un sospechoso. Janssen cubrió la pistola con un pañuelo para recogerla y apuntó el número de serie.

Kohl, después de lamer la punta de su lápiz, garabateó el número en su libreta y pidió a su ayudante la lista de personas que habían comprado esas armas, suministrada por los distritos policiales de toda la ciudad. El joven la sacó de su portafolio.

– Ahora traiga del coche el equipo de dactiloscopia. Tome las huellas del arma y las de nuestros amigos aquí presentes.

– Sí, señor. -El joven salió.

El inspector recorrió con la vista los nombres de la lista; no había ningún Schumann.

– Pruebe Taggert -insinuó el norteamericano-. O alguno de esos otros nombres. -Señaló con la cabeza varios pasaportes apilados en la mesa-. Llevaba todos esos encima.

– Puede sentarse. -Kohl lo ayudó a instalarse en el sofá. Era la primera vez que un sospechoso lo ayudaba en una investigación, pero recogió los pasaportes que, según Schumann, podían resultar reveladores.

Y en verdad lo eran. Uno de ellos, claramente auténtico, era de Reginald Morgan, el muerto del pasaje Dresden. Los otros contenían fotos del hombre que yacía a sus pies, pero bajo nombres diferentes. En esos tiempos, cualquier investigador criminal de la Alemania nacionalsocialista estaba familiarizado con los documentos falsificados. De los otros sólo parecía legítimo el que estaba a nombre de Robert Taggert; también era el único lleno de sellos y visados aparentemente genuinos. Comparó todos los nombres con la lista de los compradores de esa arma. Se detuvo en uno.

Janssen apareció en el vano de la puerta, con el equipo de dactiloscopia y la Leica. Kohl le alargó la lista.

– Parece que es verdad que fue la víctima quien compró la pistola, Janssen. Fue el mes pasado, bajo el nombre de Artur Schmidt.

Eso no eliminaba la posibilidad de que Schumann hubiera matado a Morgan; Taggert podía haberle vendido o entregado la pistola.

– Proceda con las huellas digitales -ordenó Kohl.

El joven oficial abrió el portafolio e inició la tarea.

– Le digo que yo no maté a Reggie Morgan. Fue él.

– Por favor, señor Schumann, por ahora no diga nada.

Allí estaba también la cartera de Reginald Morgan. Kohl la revisó. Hizo una pausa al encontrar la foto de un hombre en una reunión social, de pie entre dos personas mayores.

Sabemos algo más de él… que era hijo de alguien… y tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien…

El candidato a inspector procedió a espolvorear el arma; luego tomó las huellas digitales de Taggert. Por fin dijo a Schumann:

– ¿Puede sentarse algo más hacia adelante, por favor?

Kohl aprobó el tono cortés de su protegido.

Schumann cooperó; el joven, después de tomarle las impresiones, le limpió la tinta de los dedos con el líquido astringente incluido en el equipo. Luego puso la pistola y las dos tarjetas impresas en una mesa, para que su jefe lo inspeccionara todo.

– ¿Señor?

Kohl sacó su monóculo y examinó con atención el arma y las huellas. Aunque no era experto, en su opinión las únicas huellas de la pistola eran las de Taggert.

Janssen, con los ojos entrecerrados, señaló el suelo con un gesto. El inspector siguió la dirección de su mirada.

Allí había un maltrecho portafolio de piel. ¡Ah, la cartera reveladora! Se acercó para abrirla y examinó el contenido, descifrando el inglés lo mejor que podía. Había allí muchas notas sobre Berlín, los deportes y las Olimpiadas, una credencial de periodista a nombre de Paul Schumann y docenas de inocuos recortes de periódicos norteamericanos.

«Conque ha estado mintiendo», pensó el inspector. El portafolio lo situaba en el lugar del homicidio.

Pero al examinarlo con atención Kohl notó que, si bien era viejo, la piel se mantenía blanda; de ella no se desprendía ninguna escama.

Luego echó un vistazo al cadáver que tenía delante. Dejó el portafolio en el suelo y se agachó junto a los zapatos del muerto. Eran marrones, estaban gastados y desprendían trocitos de cuero. Por el color y el brillo, correspondían a las pistas que había hallado en los adoquines del pasaje Dresden y en el suelo del restaurante Jardín Estival. Los zapatos de Schumann, en cambio, no dejaban escamas. El inspector torció la cara, irritado consigo mismo: otra suposición errónea. Schumann había dicho la verdad. Quizá.

– Ahora registre a ése, Janssen -ordenó mientras se incorporaba. Señalaba el cadáver con la cabeza.

El candidato a inspector se dejó caer de rodillas e inició un minucioso examen del cuerpo. Kohl lo miraba con una ceja enarcada. Janssen encontró dinero, un cortaplumas, una cajetilla de cigarrillos, un reloj de bolsillo con una gruesa cadena de oro. De pronto el joven frunció el entrecejo:

– Mire, señor. -Y entregó al inspector unas etiquetas de seda, indudablemente cortadas de las prendas que Reginald Morgan vestía cuando murió en el pasaje Dresden. Mostraban los nombres de tiendas o fabricantes alemanes.

– Le explicaré lo que pasó -dijo Schumann.

– Sí, sí, en un minuto podrá hablar. Janssen, comuníquese con la sede. Que alguien lo ponga en contacto con la Embajada de Estados Unidos. Pregunte por este tal Roben Taggert. Dígales que posee una credencial diplomática. Por el momento no mencione que ha muerto.

– Sí, señor.

Janssen localizó el teléfono. Kohl notó que estaba desconectado de la pared, algo muy común en esos días. La bandera olímpica de la casa, a la que no acompañaba el estandarte nacionalsocialista, revelaba que el dueño o su administrador era judío o había caído en desgracia por otra razón; así que era más que probable que los teléfonos estuvieran intervenidos.

– Llame desde la radio del DKW, Janssen.

El candidato a inspector asintió con la cabeza y salió otra vez.

– Bien, señor, ya puede contarme su historia. Y no ahorre detalles, por favor.

Schumann dijo, en alemán:

– Llegué aquí con el equipo olímpico. Soy cronista de deportes. Escritor freelance. ¿Sabe qué…?

– Sí, sí, conozco esa palabra.

– Debía encontrarme con Reggie Morgan, quien me presentaría a algunas personas para que pudiera escribir mis artículos. Yo buscaba eso que llamamos «color»: información sobre las partes más pintorescas de la ciudad, jugadores, prostitutas, clubes de boxeo.

– ¿Y qué hacía ese tal Reggie Morgan? Me refiero a su profesión.

– Era sólo un comerciante norteamericano que me habían mencionado. Vivía aquí desde hacía unos cuantos años y conocía bien el lugar.

Kohl señaló:

– Dice usted que vino con el equipo olímpico; sin embargo allí no parecían dispuestos a decirme nada de usted. ¿No le parece extraño?

Schumann rió con amargura:

– ¿Y usted, que vive en este país, me pregunta por qué la gente se muestra reticente ante las preguntas de un policía?

Es un asunto de seguridad del Estado…

Willi Kohl no permitió que por su cara pasara expresión alguna, pero la verdad que encerraba ese comentario lo abochornó por un momento. Observó con atención a Schumann. Parecía tranquilo. Kohl no detectó ninguna señal de falsedad, aunque ésa era una de sus especialidades.

– Continúe.

– Ayer debía encontrarme con Morgan.

– ¿A qué hora? ¿Y dónde?

– Alrededor del mediodía. Ante una cervecería de la calle Spener.

Al lado del pasaje Dresden, reflexionó Kohl. Y más o menos a la hora del homicidio. Sin duda, si ese hombre tenía algo que ocultar no reconocería haber estado cerca de la escena del crimen. ¿O tal vez sí? Los delincuentes nacionalsocialistas eran, en general, estúpidos y transparentes. Kohl se dio cuenta de que tenía ante sí a un hombre muy sagaz, aunque él no pudiera saber si era un criminal o no.

– Pero, por lo que usted dice, el verdadero Reginald Morgan no apareció. Fue Taggert.

– En efecto, aunque por entonces yo no lo sabía. Dijo que él era Morgan.

– ¿Y qué sucedió cuando se encontraron?

– Fue muy breve. Estaba alterado. Me arrastró a ese pasaje; dijo que había sucedido algo y que debíamos encontrarnos más tarde. En un restaurante.

– ¿Cuál?

– El Jardín Estival.

– Donde la cerveza no fue de su agrado.

Schumann parpadeó. Luego repuso:

– Pero ¿ese brebaje puede ser del agrado de alguien?

Kohl se contuvo para no sonreír.

– ¿Y usted se encontró nuevamente con Taggert en el Jardín Estival, como estaba planeado?

– En efecto. Allí se nos unió un amigo. No recuerdo cómo se llamaba.

– Ah, el obrero.

– Susurró algo a Taggert, que pareció preocupado, y dijo que debíamos salir pitando… -El inspector frunció el entrecejo ante esa traducción literal de lo que debía de ser una expresión idiomática-… quiero decir, largarnos. Ese amigo creía que por allí andaba la Gestapo o algo así. Como Taggert pensaba lo mismo, salimos por la puerta lateral. Eso debería haberme hecho entender que algo andaba mal, pero para mí era como una aventura, ¿comprende? Justo lo que buscaba para mis artículos.

– Color local -apuntó Kohl lentamente, mientras se decía que una gran mentira resulta mucho más creíble si el mentiroso le añade pequeñas verdades-. ¿Se reunió usted con ese tal Taggert en otras ocasiones? -Señaló el cadáver con la cabeza-. Además de hoy, desde luego. -Se preguntaba si el hombre admitiría haber estado en la plaza Noviembre de 1923.

– Sí -dijo Schumann-. En una plaza, ese mismo día. Era un barrio feo, cerca de la estación Oranienburger. Junto a una gran estatua de Hitler. Debíamos encontrarnos con otro contacto, pero el tío jamás apareció.

– Y ustedes «salieron pitando» otra vez.

– En efecto. Taggert se asustó de nuevo. Era obvio que allí pasaba algo raro. Fue entonces cuando decidí que era mejor cortar las relaciones con él.

– ¿Y qué fue de su sombrero Stetson? -preguntó Kohl deprisa.

Una expresión preocupada.

– Pues si he de serle sincero, detective Kohl, iba caminando por la calle cuando vi que unos… -Vaciló en busca de una palabra-. ¿Unas bestias? ¿Rudos?

– Sí. Unos matones.

– De uniforme pardo.

– Tropas de Asalto.

– Matones -repitió Schumann con cierta repugnancia-. Estaban golpeando a un librero y a su esposa. Me pareció que iban a matarlos y lo impedí. Un momento después había diez o doce de ésos persiguiéndome. Arrojé algunas prendas por la alcantarilla para que no me reconocieran.

«Este hombre es fuerte», pensó Kohl. «Y sagaz».

– ¿Va a arrestarme por golpear a unos matones nazis?

– Eso no me interesa, señor Schumann. Lo que me importa de verdad es la finalidad de toda esta mascarada que organizó el señor Taggert.

– Trataba de amañar algunas de las pruebas de los Juegos Olímpicos.

– ¿Amañar?

El norteamericano reflexionó un momento.

– Hacer que un jugador pierda deliberadamente. Es lo que había estado haciendo aquí en los últimos meses: organizando grupos de apuestas en Berlín. Los colegas de Taggert apostarían contra algunos de los favoritos norteamericanos. Como yo tengo credencial de prensa, puedo acercarme a los atletas. Él quería que los sobornara para que perdieran adrede. Por eso, supongo, estaba tan nervioso este último par de días. Debía mucho dinero a algunos de vuestros mafiosos, como él los llamaba.

– ¿Y mató a Morgan para poder ocupar su lugar?

– En efecto.

– ¡Qué plan tan complicado! -observó Kohl.

– Había mucho dinero en juego. Cientos de miles de dólares.

Otra mirada al cuerpo tendido en el suelo.

– Ha dicho usted que ayer decidió poner fin a su relación con el señor Taggert. Sin embargo está aquí. ¿Cómo se ha producido esta trágica «pelea», como usted la llama?

– Él no aceptó mi negativa. Estaba desesperado por conseguir la pasta; para hacer las apuestas había pedido mucho dinero prestado. Hoy ha venido a amenazarme. Ha dicho que lo amañarían todo para que el asesino de Morgan pareciera ser yo.

– Para obligarlo a usted a ayudarlos.

– Sí. Pero le he dicho que no me importaba. Que lo denunciaría de cualquier modo. Entonces ha sacado esa pistola para apuntarme. Luchamos y él ha caído. Supongo que se ha roto el cuello.

La mente de Kohl aplicó instintivamente la información que Schumann acababa de proporcionarle a los hechos y a lo que él sabía sobre la naturaleza humana. Algunos detalles concordaban; otros eran chocantes. Willi Kohl siempre se obligaba a mantener la mente abierta ante la escena de un crimen, a no extraer conclusiones apresuradas. Ahora lo hizo automáticamente; sus pensamientos quedaron trabados. Era como si una tarjeta perforada se hubiera atascado en una de las máquinas clasificadoras DeHoMag.

– Usted ha luchado en defensa propia y él ha muerto en una caída.

Una voz de mujer dijo:

– Sí, es exactamente lo que ha sucedido.

Kohl se giró hacia la silueta que asomaba en el vano de la puerta. Ella aparentaba unos cuarenta años; era esbelta y atractiva, aunque su cara reflejaba cansancio y preocupación.

– ¿Su nombre, por favor?

– Käthe Richter. -Ella le entregó automáticamente el carné-. Administro este edificio en ausencia de su propietario.

El documento confirmaba su identidad; él se lo devolvió.

– ¿Y usted ha presenciado los hechos?

– Estaba aquí, en el pasillo. Como oía ruidos dentro, he abierto un poco la puerta. Y lo he visto todo.

– Sin embargo, a nuestra llegada usted no estaba aquí.

– He tenido miedo. No quería que me involucraran.

Conque la mujer figuraba en alguna lista de la Gestapo o la SD.

– No obstante se ha presentado, señorita.

– Después de reflexionar un momento, he pensado que tal vez queden en esta ciudad algunos policías que se interesen por saber la verdad. -Lo dijo en tono desafiante.

Entró Janssen y miró a la mujer, pero Kohl preguntó, sin darle explicaciones:

– ¿Y…?

– En la Embajada estadounidense dicen que no conocen a ningún Robert Taggert.

Kohl, con un gesto afirmativo, continuó analizando la información. Finalmente se acercó al cadáver de Taggert.

– ¡Qué caída afortunada! -dijo-. Desde su punto de vista, señor Schumann, por supuesto. Y usted, señorita Richter… Le repetiré la pregunta: ¿ha presenciado personalmente la lucha? Debe responderme con sinceridad.

– Sí, sí. Ese hombre tenía una pistola. Iba a matar al señor Schumann.

– ¿Conoce usted a la víctima?

– No, no lo había visto nunca.

Kohl echó otra mirada al cadáver; luego se enganchó el pulgar en el bolsillo del reloj.

– Esto de ser detective es un trabajo extraño, señor Schumann. Uno trata de interpretar las pistas y seguirlas a donde conduzcan. Y en este caso las pistas me pusieron sobre sus pasos; en realidad me condujeron directamente hasta aquí. Ahora parece que esas mismas pistas indican que, en realidad, el hombre que he estado buscando era este otro.

– A veces la vida es curiosa.

En alemán la frase no tenía sentido. Kohl comprendió que era la traducción literal de una expresión idiomática, pero dedujo el significado. Que, por cierto, no podía negar.

Sacó la pipa del bolsillo. Sin encenderla, se la puso en la boca y mordisqueó la boquilla durante un momento.

– Bien, señor Schumann: he decidido no detenerlo por ahora. Lo dejaré en libertad, pero retendré su pasaporte mientras investigo estos asuntos más a fondo. No salga de la ciudad. Como probablemente ha visto, nuestras diversas autoridades son muy eficientes cuando se trata de localizar a alguien dentro del país. Pero temo que deberá abandonar la pensión. Es la escena de un crimen. ¿Hay algún otro lugar donde yo pueda ponerme en contacto con usted?

Schumann reflexionó durante un instante.

– Pediré una habitación en el hotel Metropol.

Kohl lo apuntó en su libreta y se guardó el pasaporte en el bolsillo.

– Muy bien, señor. ¿Hay algo más que quiera decirme?

– Nada, inspector. Colaboraré en todo lo que pueda.

– Ya puede marcharse. Coja sólo las cosas indispensables. Janssen, quítele las esposas.

El candidato a inspector obedeció. Schumann se acercó a la maleta y, bajo la atenta mirada de Kohl, puso en un estuche la navaja, el jabón de afeitar, un cepillo de dientes y el dentífrico. El inspector le devolvió los cigarrillos, las cerillas, el dinero y el peine. Schumann miró a la mujer.

– ¿Puedes acompañarme hasta la parada del tranvía?

– Sí, desde luego.

Kohl preguntó:

– ¿Vive usted en este edificio, señorita Richter?

– Sí, en el apartamento trasero de este piso.

– Muy bien. Me pondré en contacto con usted también.

Salieron juntos por la puerta. Cuando desaparecieron Janssen frunció el entrecejo.

– ¿Cómo puede dejarlo ir, señor? ¿Le cree?

– En parte. Lo suficiente como para dejarlo libre por el momento. -Kohl explicó a su ayudante lo que le preocupaba. Estaba convencido de que ese homicidio se había producido en defensa propia. Y parecía, en verdad, que el asesino de Reginald Morgan era Taggert. Pero quedaban preguntas sin responder. En cualquier otro país, Kohl habría detenido a Schumann hasta haberlo verificado todo. Pero sabía que, si ordenaba que se lo retuviera mientras continuaba la investigación, la Gestapo declararía imperiosamente que el norteamericano era el extranjero culpable que Himmler deseaba. Y antes de que cayera la noche estaría en la prisión de Moabit o en el campo de Oranienburg-. No sólo moriría por un crimen que probablemente no cometió, sino que además el caso se declararía cerrado y jamás descubriríamos la verdad completa. Lo cual es, por supuesto, el objetivo de nuestro oficio.

– Pero ¿no quiere que lo siga por lo menos?

Kohl suspiró.

– ¿Cuántos criminales hemos apresado por haberlos seguido, Janssen?

– Pues… ninguno, creo, pero…

– Dejemos eso para los detectives de la ficción. Sabemos dónde encontrar a este hombre.

– Pero el Metropol es un hotel enorme, con muchas salidas. Desde allí se nos podría escapar con facilidad.

– Eso no nos interesa, Janssen. En breve continuaremos investigando el papel que el señor Schumann ha representado en este drama. Pero ahora lo prioritario es examinar atentamente esta habitación… Ach, debo felicitarlo, candidato a inspector.

– ¿Por qué, señor?

– Porque ha resuelto el homicidio del pasaje Dresden. -Señaló el cadáver con la cabeza-. Más aún, el culpable ha muerto. No tendremos que molestarnos en someterlo a juicio.

30

El coronel Reinhard Ernst, acompañado por un guardia de la SS, había llevado a Rudy a su casa de Charlottenburg. Cabía agradecer que el niño fuera tan pequeño: no había entendido del todo el peligro corrido en el estadio. Aunque lo inquietaron las caras sombrías de los hombres, la urgencia que imperaba en la sala de prensa y la velocidad con que se alejaban de la Villa, no podía apreciar la importancia de los hechos. Sólo sabía que su Opa se había hecho algo de daño en una caída, aunque el abuelo restaba importancia a lo que denominaba «aventura».

En realidad, lo más destacado de la tarde no había sido, para él, el magnífico estadio, el haber conocido a los hombres más poderosos del país, ni tampoco la alarma causada por el asesino, sino los perros. Ahora Rudy quería uno; mejor aún, dos. Hablaba interminablemente sobre los animales.

– Todo está en obras -murmuró Ernst a Gertrud-. He estropeado el traje.

Ella no se mostró complacida, desde luego, pero lo que más la preocupó fue que él hubiera sufrido una caída. Le examinó minuciosamente la cabeza.

– Tienes un chichón. Has de tener más cuidado, Reinie. Te traeré hielo para que te lo apliques.

Él detestaba no poder ser absolutamente sincero con su esposa. Pero no podía, de ninguna de las maneras, decirle que había sido el blanco de un magnicida. Si ella se enteraba le imploraría que se quedara en casa. Insistiría. Y él tendría que negarse, cosa que rara vez hacía con su esposa. Si durante la rebelión de noviembre de 1923 Hitler se había sepultado bajo un montón de cadáveres para protegerse de todo daño, Ernst, por el contrario, jamás evitaría el encuentro con un enemigo cuando su deber requiriese lo contrario.

En circunstancias diferentes sí, tal vez se habría quedado en casa durante uno o dos días, hasta que descubrieran al asesino. Y sin duda lo descubrirían, ahora que se había puesto en marcha el gran mecanismo de la Gestapo, la SD y la SS. Pero ese día Ernst debía atender una cuestión vital: realizar las pruebas en la universidad, con el doctor-profesor Keitel, y preparar el memorándum sobre el Estudio Waltham para el Führer.

Pidió al ama de llaves que le llevara al estudio un poco de café, pan y salchichas.

– Pero Reinie – protestó Gertrud, exasperada-, hoy es domingo. El ganso…

En casa de Ernst la comida dominical era una vieja tradición que no se rompía mientras fuera posible evitarlo.

– Lo siento, querida, pero no tengo opción. El próximo fin de semana sí, lo pasaré entero contigo y con la familia.

Y se sentó ante su escritorio para apuntar algunas notas.

Diez minutos después apareció Gertrud en persona con una bandeja grande.

– No voy a permitir que comas esa basura -dijo mientras retiraba el paño que cubría la bandeja.

Él sonrió al ver el enorme plato de ganso asado con mermelada de naranja, coles, patatas hervidas y guisantes con cardamomo. Se levantó para besar a Gertrud en la mejilla. Ella se fue. Mientras Ernst comía, sin mucho apetito, comenzó a preparar un borrador del memorándum.


Estrictamente confidencial

Adolf Hitler,

Führer, canciller de Estado, presidente de la nación alemana y comandante de las Fuerzas Armadas.

Mariscal de Campo, Werner von Blomber, ministro de Estado de Defensa.

Führer y ministro míos:

Se me han pedido detalles del Estudio Waltham, que realizo con el doctor-profesor Ludwig Keitel en la Academia Militar Waltham. Me complace describir la naturaleza de dicho trabajo y los resultados obtenidos hasta ahora.

Este estudio surge de las instrucciones que recibí de ustedes, en cuanto a preparar a las Fuerzas Armadas de Alemania y ayudarlas a alcanzar muy prontamente los objetivos de nuestra gran nación, que ustedes han fijado.


Hizo una pausa para organizar sus pensamientos. ¿Qué revelar y qué ocultar?

Media hora después había completado el documento, de una página y media, y le hacía algunas correcciones a lápiz. Por el momento ese borrador serviría. Haría que Keitel también lo leyera y corrigiera; después, esa noche, perfilaría la versión final. Al día siguiente lo entregaría personalmente al Führer. Escribió una nota para Keitel, pidiéndole sus comentarios, y la enganchó al borrador.

Llevó la bandeja al piso bajo y se despidió de Gertrud. Hitler había insistido en apostar guardias frente a su casa, al menos hasta que atraparan al asesino. Él no tenía objeción, pero pidió que se mantuvieran fuera de la vista para no alarmar a su familia. También había cedido cuando el Führer le exigió que, en vez de conducir personalmente su Mercedes descapotado, se dejara llevar en un coche cerrado por una escolta armada de la SS.

Fueron primero a la Casa Columbia, en Tempelhof. El conductor se apeó para asegurarse de que no hubiera ningún peligro en la zona de entrada. Fue a hablar con los otros dos guardias apostados frente a la puerta y ellos también miraron alrededor, aunque Ernst no imaginaba quién podía ser tan tonto como para intentar un magnicidio frente a un centro de detención de la SS. Pasado un momento, le hicieron una seña y el coronel se apeó. Desde la puerta principal lo condujeron escaleras abajo, franqueando varias puertas cerradas con llave, hasta la zona de las celdas.

Caminó nuevamente por ese largo corredor, caluroso y húmedo, que apestaba a heces y orina. «Qué manera repugnante de tratar a la gente», pensó. Los militares británicos, norteamericanos y franceses que él había capturado durante la guerra habían recibido un trato respetuoso. Ernst se cuadraba ante los oficiales, charlaba con los soldados y cuidaba de que se los mantuviera abrigados, secos y alimentados. Ahora sentía un arrebato de desprecio por el carcelero de uniforme pardo que lo acompañaba, silbando por lo bajo una cancioncilla de moda; de vez en cuando golpeaba los barrotes con la porra, simplemente para asustar a los prisioneros.

Recorridos tres cuartos de la longitud del pasillo, Ernst se detuvo ante una celda y miró dentro. La piel le escocía por el calor.

Los dos hermanos Fischer estaban empapados de sudor. Tenían miedo, desde luego (en ese lugar terrible todo el mundo tenía miedo), pero vio en sus ojos algo más: un desafío juvenil.

Para Ernst fue una desilusión. Esa mirada le dijo que rechazarían su ofrecimiento. ¿Preferían pasar un tiempo en Oranienburg? Él había dado por seguro que Kurt y Hans aceptarían participar en el Estudio Waltham. Eran sujetos perfectos.

– Buenas tardes.

El mayor de los hermanos le saludó con una inclinación de cabeza. Ernst sintió un extraño escalofrío: ese muchacho se parecía a su hijo. ¿Cómo no lo había notado antes? Tal vez era por el aire de serenidad, de confianza en sí mismo, que por la mañana había estado ausente. Tal vez, consecuencia perdurable de la mirada que había visto horas antes en los ojos del pequeño Rudy. De cualquier modo la similitud lo incomodaba.

– Necesito que me digáis si participaréis en nuestro estudio.

Los hermanos se miraron. Kurt empezó a hablar, pero fue el menor quien dijo:

– Participaremos.

Se había equivocado, pues. Ernst asintió, sonriente y sinceramente complacido. Entonces el hermano mayor añadió:

– Siempre que usted nos permita enviar una carta a Inglaterra.

– ¿Qué carta?

– Queremos comunicarnos con nuestros padres.

– Me temo que eso no está permitido.

– Pero usted es coronel, ¿no? ¿Verdad que tiene autoridad para decidir qué está permitido y qué no? -preguntó Hans.

Ernst inclinó la cabeza para examinar al muchacho, pero volvió a concentrar su atención en el hermano mayor. Su parecido con Mark era verdaderamente impresionante. Vaciló un momento, pero luego dijo:

– Una sola carta. Y tendréis que enviarla antes de que pasen dos días, mientras estéis bajo mi supervisión. Los sargentos no consentirán que salga una carta a Londres. Ellos no tienen autoridad para decidir qué pueden permitir y qué no.

Los muchachos intercambiaron otra mirada. Kurt hizo un gesto afirmativo. El coronel también. Y luego se cuadró ante ellos, tal como lo había hecho al despedirse de su hijo: no con el brazo extendido, al estilo fascista, sino con el gesto tradicional, con la palma plana junto a la frente. El guardia de la SA fingió no percatarse.

– Bienvenidos a la Nueva Alemania -dijo el coronel. Su voz, próxima al susurro, desmentía lo rígido del saludo.


Tras girar en la esquina se dirigieron hacia la plaza Lützow, para poner toda la distancia posible entre ellos y la casa de pensión antes de buscar un taxi. Paul se volvía a menudo para ver si alguien los seguía.

– No nos hospedaremos en el Metropol -dijo mientras miraba hacia ambos lados de la calle-. Buscaré un lugar seguro. Mi amigo Otto puede encargarse de eso. Lo siento, pero tendrás que dejarlo todo allí. No puedes regresar.

Se detuvieron en la concurrida esquina. Él le deslizó distraídamente el brazo en torno a la cintura, mientras observaba el tráfico, pero Käthe se puso rígida y se apartó.

Paul la miró, intrigado.

– Regresaré, Paul. -Su voz no expresaba ninguna emoción.

– ¿Qué pasa, Käthe?

– Lo que he dicho a ese inspector de la Kripo es la verdad.

– Estabas…

– Estaba en el vano de la puerta, sí, mirando hacia dentro. Eras tú quien mentía. Has asesinado a ese hombre. No ha habido pelea alguna. Él no estaba armado. Estaba allí, indefenso, y tú lo has matado con un golpe. Ha sido horroroso. No había visto nada tan horroroso desde que… desde que…

El cuarto cuadrado contando desde el césped…

Paul guardó silencio.

Frente a ellos pasó un camión descubierto, con cinco o seis Camisas Pardas en la parte trasera. Reían y gritaban algo a un grupo de transeúntes. Algunos de los peatones los saludaron agitando la mano. El camión desapareció deprisa a la vuelta de la esquina.

Paul condujo a Käthe a una plaza pequeña y buscó un banco, pero ella no quiso sentarse.

– No -susurró. Lo miraba con frialdad, con los brazos cruzados contra el pecho.

– No es tan sencillo como tú crees -susurró él.

– ¿Sencillo?

– Lo mío, por qué he venido. No te lo he dicho todo, es cierto. No quería complicarte.

Entonces, por fin, estalló la ira.

– ¡Vaya, qué buena excusa para mentir! ¡No querías complicarme! Me pediste que fuera a América contigo, Paul. ¿No te parece que eso ya era complicarme bastante?

– Me refería a complicarte con mi vida de antes. Este viaje debía ser el final de todo eso.

– ¿Qué vida de antes? ¿Eres militar?

– En cierto modo. -Él vaciló-. No, no es cierto. En Estados Unidos era sicario. He venido para detenerlos.

– ¿Para detener a quiénes?

– A tus enemigos. -Paul señaló con la cabeza una de los cientos de banderas rojas, blancas y negras que ondeaban a poca distancia-. Debía matar a alguien de este Gobierno para impedir que iniciara otra guerra. Pero esa parte de mi vida debía quedar definitivamente cerrada. Me borrarían todos los antecedentes y…

– ¿Y cuándo pensabas revelarme ese pequeño secreto tuyo, Paul? ¿Cuándo llegáramos a Londres? ¿En Nueva York?

– Eso se ha terminado. Puedes creerme.

– Me has utilizado.

– Nunca te…

– Anoche, esa noche maravillosa, hiciste que te mostrara la calle Wilhelm. Me usabas como tapadera, ¿verdad? Buscabas un sitio desde donde asesinar a ese hombre.

Él levantó la vista hacia una de esas banderas descarnadas y no respondió.

– Supongamos que, una vez en América, yo hiciera algo que te enfadara. ¿Me golpearías? ¿Me matarías?

– ¡Käthe! ¡No, por supuesto que no!

– Ach, es fácil decirlo. Pero ya me has mentido. -Ella sacó un pañuelo del bolso. El perfume de lilas lo conmovió por un momento; su corazón gimió como si fuera olor a incienso en el velatorio de un ser querido. Ella se enjugó los ojos y guardó el pañuelo-. Dime una cosa, Paul: ¿en qué te diferencias de ellos? En qué, dime… No, no, claro que eres diferente: eres más cruel. ¿Sabes por qué? -Apenas se la entendía, con la voz medio ahogada por las lágrimas-: Me diste esperanzas para luego quitármelas. Con ellos, con las fieras del jardín, nunca hay ninguna esperanza. Al menos ellos no engañan. No, Paul; regresa a tu país perfecto. Yo me quedo. Me quedaré hasta que vengan a llamar a mi puerta. Y entonces desapareceré. Como Michael.

– No he sido sincero, Käthe, lo reconozco. Pero debes venir conmigo… Por favor.

– ¿Sabes qué escribió nuestro filósofo Nietzsche? «Quien lucha contra los monstruos debe tener cuidado de no convertirse él mismo en monstruo». Oh, qué gran verdad, Paul. Qué gran verdad.

– Ven conmigo, por favor. -Él la aferró con fuerza por los hombros.

Pero Käthe Richter también era fuerte. Le apartó las manos y dio un paso atrás. Con los ojos clavados en él, susurró implacablemente:

– Prefiero compartir mi país con diez mil asesinos que mi cama con uno solo.

Y giró sobre sus talones. Por un momento vaciló. Luego echó a andar deprisa, atrayendo las miradas de los transeúntes, quienes se preguntaban qué podía haber causado una pelea tan intensa entre dos enamorados.

31

– Willi, Willi, Willi…

Era Friedrich Horcher, el jefe de inspectores, quien pronunciaba lentamente su nombre. Kohl acababa de regresar al Alex; su jefe lo alcanzó cuando ya llegaba a su despacho.

– ¿Diga, señor?

– Lo estaba buscando.

– ¿Ah, sí?

– Es por ese caso de Gatow. Los disparos, ¿recuerda?

¿Cómo olvidarlo? Esas fotos estaban grabadas en su mente para siempre. Las mujeres, los niños… Pero en ese momento volvió a sentir un escalofrío de miedo. ¿Y si ese caso había sido una prueba, tal como él temía? Tal vez los muchachos de Heydrich esperaban ver si abandonaba o no el asunto. Y ahora sabían que él había hecho algo peor: llamar secretamente al joven gendarme a su casa.

Horcher se ajustó el brazalete rojo sangre.

– Tengo buenas noticias para usted. El caso está resuelto. También el de Charlottenburg, el de esos trabajadores polacos. Ambos fueron obra del mismo asesino.

El alivio inicial de Kohl por no ser arrestado se convirtió rápidamente en desconcierto.

– ¿Quién ha cerrado el caso? ¿Alguien de la Kripo?

– No, no. Ha sido el mismo jefe de la gendarmería. Meyerhoff. Imagínese.

Ach… El asunto comenzaba a cristalizar, para disgusto de Willi Kohl. No se sorprendió en absoluto ante el resto de la historia, tal como la contaba su jefe.

– El asesino fue un judío checo. Demente. Como Vlad el Empalador. Ése era checo, ¿no? O rumano, húngaro… no recuerdo. ¡Ja! ¡La historia siempre se me dio fatal! Pero vamos, que el sospechoso fue detenido y ya ha confesado. Lo entregaron a la SS. -Horcher rió-. Sus agentes han distraído tiempo de esa importante y misteriosa alerta de seguridad para efectuar un poco de labor policiaca.

– ¿Hubo algún cómplice?

– ¿Cómplices? No, no. El checo actuó solo.

– ¿Solo? ¡Pero si el gendarme de Gatow dedujo que los autores debían de ser dos o tres, cuanto menos. Las fotos apoyan esa teoría. Y la lógica también, dado el número de víctimas.

– Ach, Willi, los policías entrenados sabemos que a veces la vista engaña. Y un gendarme joven, de un barrio de las afueras… Allí no están habituados a investigar la escena de un crimen. De cualquier manera el judío confesó. Actuó solo. El caso está resuelto. Y el pájaro va camino de la jaula.

– Me gustaría interrogarlo.

Una vacilación. Luego Horcher volvió a acomodarse el brazalete, sin dejar de sonreír.

– Veré qué se puede hacer, aunque es probable que ya esté en Dachau.

– ¿En Dachau? Pero ¿por qué lo han enviado a Munich? ¿Por qué no a Oranienburg?

– Tal vez porque ya está repleto. De todas maneras el caso está cerrado. No hay motivos para hablar con él.

Desde luego, ese hombre ya debía de haber muerto.

– Además, usted necesita todo su tiempo para concentrarse en el caso del pasaje Dresden. ¿Cómo marcha eso?

– Hemos hecho algunos descubrimientos -informó Kohl a su jefe, tratando de que su voz no delatara su enojo ni su frustración-. Creo que en uno o dos días más tendremos todas las respuestas.

– Excelente. -Horcher frunció el entrecejo-. En la calle Príncipe Albrecht hay aún más alboroto que antes. ¿Se ha enterado? Más alertas, más medidas de seguridad. Hasta han movilizado a la SS. Todavía no sé qué está pasando. ¿Tiene usted alguna noticia, por casualidad?

– No, señor. -Pobre Horcher. Siempre temía que cualquiera estuviese mejor informado que él-. Pronto le presentaré el informe sobre el homicidio.

– Bien. Todo apunta hacia ese extranjero, ¿verdad? Creo recordar que usted dijo eso.

«No, lo dijiste tú», pensó Kohl.

– El caso marcha ahora deprisa.

– Excelente. Vaya, qué cosas…, los dos trabajando en domingo, usted y yo. ¿Se imagina? ¿Recuerda los tiempos en que teníamos todo el domingo libre y también el sábado por la tarde?

El hombre se alejó silencioso por el pasillo.

Desde la puerta de su oficina Kohl vio los espacios vacíos allí donde había dejado sus notas y las fotografías del caso Gatow. Sin duda Horcher las había «archivado»; eso significaba que habían corrido la misma suerte que el pobre checo judío. Probablemente habían sido quemadas, como el listado del Manhattan, y ahora flotaban sobre la ciudad, en el viento alcalino de Berlín, convertidas en partículas de ceniza. Se apoyó pesadamente contra el marco de la puerta, con la vista fija en el escritorio, y pensó: «Esto es lo único innegable del homicidio: que no se puede deshacer. El dinero robado se devuelve, los cardenales se curan, la casa incendiada se reconstruye, la víctima de un secuestro reaparece, atribulada, pero viva. En cambio esos niños que murieron, sus padres, los trabajadores polacos… habían muerto para siempre».

Sin embargo a Willi Kohl se le decía que no era así. Que en ese país las leyes del universo eran algo diferentes. La muerte de esas familias, de esos trabajadores, quedaba borrada. Porque, si hubieran sido reales, la gente honrada no podría descansar sin haber comprendido esa pérdida, sin haberla llorado y (eso incumbía a Kohl) sin haberla vengado.

El inspector colgó su sombrero en la percha y se sentó pesadamente en la silla desvencijada. Echó un vistazo a las cartas y telegramas recibidos. Nada que se relacionara con Schumann. Con su monóculo de aumento, comparó personalmente las huellas que Janssen había tomado a Taggert con las fotos de las que había encontrado en los adoquines del pasaje Dresden. Eran iguales. Eso lo alivió un poco; significaba que Taggert era, en verdad, el asesino de Reginald Morgan; el inspector no había dejado en libertad a un homicida.

Era una suerte poder compararlas por sí mismo. Un mensaje del Departamento de Identificación le informaba de que todos los examinadores y analistas habían recibido órdenes de abandonar cualquier investigación de la Kripo para ponerse a disposición de la Gestapo y la SS, a la luz de «novedades referidas a la alerta de seguridad».

Se acercó al escritorio de Janssen, quien le informó de que los hombres del forense aún no habían retirado el cadáver de Taggert de la pensión. Kohl meneó la cabeza, suspirando.

– Haremos aquí lo que podamos. Que los técnicos de balística analicen la pistola y comprueben si en verdad es el arma homicida.

– Sí, señor.

– Algo más, Janssen. Si los expertos en armas de fuego también han sido reclutados para la búsqueda de ese ruso, haga usted mismo las pruebas. Sabe hacerlas, ¿verdad?

– Sí, señor.

Cuando el joven se hubo retirado, Kohl volvió a sentarse para apuntar unas cuantas preguntas sobre Morgan y el misterioso Taggert; debía hacerlas traducir para enviarlas a las autoridades norteamericanas.

En el vano de la puerta apareció una sombra.

– Un telegrama, señor -dijo el mensajero del piso, un joven de americana gris. Y ofreció el documento a Kohl.

– Sí, sí, gracias. -El inspector desgarró el sobre, pensando que sería la respuesta de United States Lines sobre el listado o la de Manny’s Men’s Wear acerca del sombrero, pero que en cualquier caso le comunicarían que no podían brindarle ninguna ayuda.

Pero se equivocaba. Era del Departamento de Policía de Nueva York. Aunque estaba en inglés, el significado se comprendía con facilidad.


AL DETECTIVE INSPECTOR W. KOHL.

KRIMINALPOLIZEI ALEXANDERPLATZ BERLÍN.

EN RESPUESTA A SU SOLICITUD DE AYER, DEBEMOS INFORMAR QUE EL EXPEDIENTE DE P. SCHUMANN HA SIDO ELIMINADO Y NUESTRA INVESTIGACIÓN SOBRE DICHA PERSONA SUSPENDIDA POR TIEMPO INDEFINIDO STOP NO HAY MÁS INFORMACIÓN DISPONIBLE STOP SALUDOS CAP G O’MALLEY DPNY


Kohl arrugó el entrecejo. En el diccionario inglés-alemán del departamento comprobó que «eliminar» significaba «borrar». Releyó varias veces el telegrama. En cada lectura la piel le ardía más y más.

Conque la Policía Criminal tenía a Schumann bajo el punto de mira. ¿Por qué motivos? ¿Y por qué se habían eliminado sus antecedentes, por qué se había detenido la investigación?

¿Cuáles eran las implicaciones de todo eso? La más inmediata: aunque aquel hombre no hubiera matado a Reginald Morgan, era más que posible que hubiera venido a la ciudad con algún propósito criminal.

Y la otra era que Kohl, personalmente, había dejado suelto a un hombre potencialmente peligroso.

Debía hallar a Schumann o, cuanto menos, conseguir más información sobre él lo antes posible. Sin aguardar el regreso de Janssen, Willi Kohl recogió su sombrero y salió por el pasillo en penumbras hacia la escalera. Tan distraído estaba que bajó hacia el sector prohibido de la planta baja. Aun así abrió la puerta. De inmediato le salió al paso un soldado de la SS. Entre el palmoteo de las tarjetas clasificadas por la DeHoMag, el hombre dijo:

– Señor, ésta es una zona restring…

– Déjeme pasar -bramó el inspector, con una fiereza que sobresaltó al joven guardia.

Otro de los guardias, armado con una ametralladora Erina, se volvió hacia ellos.

– Voy a salir de mi edificio por la puerta que está al final de ese pasillo. No tengo tiempo para ir hacia la otra salida.

El joven guardia de la SS miró en derredor, intranquilo. Ninguno de los presentes dijo una palabra. Por fin asintió.

Kohl se alejó a grandes pasos, sin prestar atención a sus pies doloridos, y salió a la intensa luz de la calurosa tarde. Mientras se orientaba apoyó el pie derecho en un banco para acomodar la lana de cordero. Luego partió hacia el norte, en dirección al hotel Metropol.


* * *

– ¡Ach, señor John Dillinger!

Otto Webber, con el ceño fruncido, señaló una silla en un rincón oscuro de la Cafetería Aria, en tanto aferraba a Paul por un brazo, susurrando:

– Estaba preocupado por ti. ¡No había noticias! ¿Ha servido de algo mi llamada al estadio? La radio no ha dicho nada. Pero es evidente que ese roedor de nuestro Goebbels no usaría la radio estatal para anunciar un magnicidio. -La sonrisa del bandido desapareció de pronto-. ¿Qué pasa, amigo mío? No se te ve precisamente contento.

Pero antes de que Paul pudiera decir nada Liesl, la camarera, reparó en él y acudió deprisa.

– Hola, amor mío. -Hizo un mohín-. Debería darte vergüenza. La última vez te fuiste sin darme un beso de despedida. ¿Qué te sirvo?

– Una Pschorr.

– Sí, sí, será un placer. Te he echado de menos.

Webber, completamente ignorado por ella, dijo enfurruñado:

– Disculpa, ach, disculpa. Para mí una Lager.

Liesl se inclinó para besar a Paul en la mejilla. Él percibió un perfume muy fuerte, que permaneció flotando a su alrededor aun después de que la mujer se hubiese ido. Pensó en lilas, pensó en Käthe. Luego apartó esos pensamientos con brusquedad para explicar a su compañero lo que había sucedido en el estadio y posteriormente.

– ¡No! ¿Nuestro amigo Morgan? -Webber estaba horrorizado.

– Un hombre que se hacía pasar por Morgan. Los de la Kripo tienen mi nombre y mi pasaporte, pero creen que yo no lo maté. Tampoco me han relacionado con Ernst y el estadio.

Liesl les trajo las cervezas. Antes de alejarse rozó a Paul, coqueta, y le apretó el hombro, dejando otra nube de fuerte perfume sobre la mesa. Paul apartó la cara para huir de él. Liesl se alejó, meciéndose con una sonrisa lasciva.

– ¿No puede entender que no me interesa? -murmuró él, más enfadado aún porque no podía quitarse a Käthe de la cabeza.

– ¿Quién? -preguntó Webber entre varios tragos grandes.

– Ella. Liesl.

El alemán arrugó la frente.

– No, no, no, señor John Dillinger. No es ella. Él.

– ¿QUÉ?

– ¿Creías que Liesl era mujer?

Paul parpadeó.

– ¿Es…?

– Por supuesto. -Webber bebió otro poco de cerveza y se limpió el bigote con el dorso de la mano-. Supuse que lo sabías. Es obvio.

– Joder! -Paul se frotó con fuerza la mejilla donde había recibido el beso y se volvió a mirarla-. Obvio para ti, quizá.

– Pese a tu profesión, hermano, eres un niño de pecho.

– Cuando me preguntaste a qué sala podíamos ir te dije que me gustaban las mujeres.

– Ach, las del espectáculo son mujeres, sí. Pero la mitad de las camareras son hombres. Yo no tengo la culpa de que seas atractivo para ambos sexos. Además es culpa tuya, por haberle dado una propina digna de un príncipe etíope.

Paul encendió un cigarrillo para cubrir el olor a perfume, que ahora le daba asco.

– Veamos, señor John Dillinger: parece que estás en problemas. ¿La gente que está detrás de esta traición es la misma que debe sacarte de Berlín?

– Todavía no lo sé. -Recorrió con la mirada el club, que estaba casi desierto; aun así se inclinó hacia delante para susurrar-: Necesito que vuelvas a ayudarme, Otto.

– Ach, aquí estoy, siempre bien dispuesto. Yo, el que te rescata de los Camisas de Estiércol, el fabricante de mantequilla, el vendedor de champán, el doble de Krupp.

– Pero ya no me queda dinero.

Webber hizo una mueca despectiva.

– Después de todo, el dinero es la raíz de todos los males. ¿Qué necesitas, amigo mío?

– Un coche. Otro uniforme. Y otra arma. Un rifle.

El alemán calló por un momento.

– Tu cacería continúa.

– En efecto.

– Ach, qué no habría hecho yo con diez o doce hombres como tú en mi banda… Pero la seguridad en torno a Ernst será más intensa que nunca. Quizá incluso abandone la ciudad por un tiempo.

– Es cierto, pero tal vez no se vaya de inmediato. En su despacho vi que hoy tenía dos compromisos. El primero, en el estadio. El otro, en un lugar llamado Academia Waltham. ¿Dónde queda?

– ¿Waltham? Es…

– Hola, querido, ¿quieres otra cerveza? ¿O tal vez me quieres a mí?

Paul dio un respingo al sentir un aliento caliente contra la oreja y unos brazos que lo rodeaban como serpientes. Liesl se le había acercado desde atrás.

– La primera vez será gratis -susurró la camarera-. Quizá la segunda también.

– ¡Basta! -ladró él. La cara de Liesl pasó a la frialdad. Ahora que sabía la verdad Paul notó que, si bien era bonita, tenía ángulos obviamente masculinos,

– No tienes por qué ser tan grosero, querido.

– Disculpa. -Se apartó-. No me interesan los hombres.

– No soy un hombre -replicó Liesl tan tranquila.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– Pues entonces has hecho mal en coquetear -le espetó ella-. Me debes cuatro marcos por las cervezas. No: cinco. He sumado mal.

Paul le pagó. La camarera le volvió fríamente la espalda, murmurando, y se dedicó a limpiar ruidosamente las mesas vecinas. Webber comentó, sin darle importancia:

– Mis chicas a veces también se ponen así. Es tan fastidioso…

Al reanudar la conversación, Paul repitió:

– La Academia Waltham, ¿qué sabes de ella?

– Es una escuela militar. Está cerca de aquí, en el camino a Oranienburg, que es la sede de nuestro bello campo de concentración. ¿Por qué no tocas a la puerta y te entregas, ya que estás? Así ahorrarás a la SS el trabajo de rastrearte.

– Un coche y un uniforme -repitió Paul-. Quiero ser empleado público, pero no militar. Como es lo que hicimos en el estadio, posiblemente esperen algo así. Podría ser…

– ¡Ach, ya sé! Podrías ser un jefe del RAD.

– ¿Qué es eso?

– Servicio Laboral Nacional. Un soldado de la pala. Todos los muchachos del país deben cumplir un período como obreros; probablemente lo ideó el mismo Ernst como recurso para adiestrar soldados. Llevan las palas como si fueran fusiles y pasan tanto tiempo desfilando como cavando. Tú eres demasiado viejo para estar en el servicio, pero podrías pasar por oficial. Tienen camiones para llevar a los obreros de un lado a otro. Y como se los ve por todos los caminos, no llamarías la atención. Y ya sé dónde conseguirte un buen camión. Y un uniforme. Son de un gris azulado muy bonito. El color te sentará de maravilla.

– ¿Y el rifle? -susurró Paul.

– Eso será más difícil. Pero tengo algunas ideas. -Webber acabó su cerveza-. ¿Cuándo quieres hacerlo?

– Debería estar en la Academia Waltham a las cinco y media, a más tardar.

El alemán asintió.

– Pues entonces debemos actuar deprisa. Te convertiremos en funcionario nacionalsocialista. -Reía-. Pero no necesitas entrenamiento. Bien sabe Dios que los de verdad no tienen ninguno.

32

Al principio oyó sólo el ruido de interferencias. Por fin los chirridos se fundieron en un:

– ¿Gordon?

– No usamos nombres -le recordó el comandante, mientras apretaba furiosamente el aparato de baquelita contra la oreja, para oír con más claridad las palabras que le llegaban desde Berlín. Era Paul Schumann, que llamaba por conexión radial vía Londres. Aún no eran las diez de la mañana del domingo, pero Gordon estaba ante su escritorio del Departamento de Inteligencia Naval, en Washington; había pasado la noche allí, ansioso por saber si el hombre había logrado matar a Ernst-. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? Hemos comprobado las transmisiones de radio, los periódicos, pero nada…

– Calla -le espetó Schumann-. No tengo tiempo para eso de «amigos del norte» y «amigos del sur». Escucha bien.

Gordon se incorporó en la silla.

– Adelante.

– Morgan ha muerto.

– ¡Dios! ¡No! -Gordon cerró por un momento los ojos, afectado por la pérdida. Aunque no conocía personalmente a ese hombre, su información había sido siempre válida. Y cualquiera que arriesgara su vida por la patria merecía su respeto.

A continuación Schumann lanzó una bomba:

– Lo asesinó un estadounidense llamado Robert Taggert. ¿Lo conoces?

– ¿Qué? ¿Un estadounidense?

– ¿Lo conoces o no?

– No, nunca lo había oído nombrar.

– Trataba de matarme a mí también, antes de que hiciera lo que me enviasteis a hacer. El tío con quien hablabas en estos últimos días no era Morgan, sino Taggert.

– ¿Cómo se llama? Repítemelo.

Schumann se lo deletreó; luego le dijo que tal vez estuviera relacionado con el servicio diplomático de Estados Unidos, aunque no podía asegurarlo. El comandante apuntó el apellido y gritó:

– ¡Recluta Willets!

La mujer tardó apenas un momento en aparecer en el vano de la puerta. Gordon le plantó el papel en la mano:

– Averígüeme todo lo que pueda sobre este tío. -Ella desapareció inmediatamente. Luego, al teléfono-: Y tú, ¿estás bien?

– ¿Tú has tenido algo que ver con esto?

Pese a los ruidos de la comunicación, Gordon percibió la ira del sicario.

– ¿Qué?

– Fue todo una trampa. Desde el comienzo. ¿Has tenido algo que ver?

El aire pantanoso de la mañana entraba y salía por esa ventana de Washington.

– No entiendo de qué me hablas.

Después de una pausa Schumann le contó la historia completa: cómo había matado Taggert a Morgan para hacerse pasar por él y cómo había traicionado a Schumann ante los nazis. Gordon estaba sinceramente espantado.

– ¡No, por Dios! ¡Te lo juro! No sería capaz de hacer algo así a uno de mis hombres. Y a ti te considero uno de ellos, de verdad. Otra pausa.

– Taggert dijo que no tú participabas, pero quería oírlo de tu propia boca.

– Te juro que…

– Bueno, tienes algún traidor metido entre tu gente, comandante. Te conviene averiguar quién es.

Gordon se apoyó en el respaldo, abrumado por la noticia, con la vista clavada en la pared que tenía delante. Allí colgaban varias condecoraciones, su diploma de Yale y dos fotos, la del presidente Roosevelt y la de Theodorus B. M. Maison, el teniente naval de mandíbula ancha que había sido el primer jefe de la Inteligencia Naval.

Un traidor…

– ¿Qué te dijo ese tal Taggert?

– Sólo que era cuestión de «intereses». Nada más específico. Querían mantener contentos al que manda aquí. Al principal, ¿entiendes?

– ¿Puedes hablar otra vez con él, averiguar algo más?

Una vacilación.

– No.

Gordon comprendió lo que eso significaba: Taggert había muerto. Schumann continuó:

– Recibí el santo y seña a bordo del barco. Taggert sabía las mismas frases que nosotros. Morgan no. ¿Cómo pudo suceder?

– Yo envié el santo y seña a mis hombres de a bordo. También adonde estás ahora. Se suponía que Morgan iría a recogerlo.

– Pues entonces Taggert recibió el mensaje correcto e hizo llegar a Morgan uno diferente. Ese espía del Bund germanoamericano que iba a bordo no pudo transmitir nada. No fue él. ¿Quién pudo hacerlo? ¿Quién conocía la frase?

Inmediatamente surgieron dos nombres en la memoria del comandante. Como ante todo era militar, sabía que un oficial del Ejército debe tener en cuenta todas las posibilidades. Pero el joven Andrew Avery era para él como un hijo. A Vincent Manielli no lo conocía tan bien, pero en su hoja de servicio no había nada que indujera a dudar de su lealtad.

Schumann, como si le leyera la mente, preguntó:

– ¿Cuánto hace que trabajas con esos dos chicos tuyos?

– Sería prácticamente imposible.

– Últimamente la palabra «imposible» significa algo muy diferente. ¿Quién más conocía la frase? ¿«Daddy» Warbucks?

Gordon reflexionó. Pero Cyrus Clayborn, el financiero, sólo tenía una idea general de lo planeado.

– Ni siquiera sabía que hubiera un santo y seña.

– Pues bien, ¿quién escogió la frase?

– El senador y yo, juntos.

Más interferencias. Schumann no dijo nada. Pero el comandante añadió:

– No, no pudo ser él.

– ¿Estaba contigo cuando la transmitiste?

– No. Estaba en Washington. -Gordon se dijo: «Pero pudo enviar un mensaje a Berlín en cuanto cortó la comunicación conmigo, con el código correcto, y hacer que Morgan recibiera uno diferente-. Imposible -dijo.

– Sigo oyendo la misma palabra, Gordon. Esto no me aclara las cosas.

– Mira, todo el asunto fue idea del senador. Habló primero con gente del Gobierno y luego vino a mí.

– Eso significa que desde un principio planeó tenderme una trampa -añadió Schumann, en tono alarmante-. Junto con esas mismas personas.

Los hechos cayeron en cascada por la mente del comandante. ¿Era aquello posible? ¿Adónde conducía esa traición? Por fin el sicario dijo:

– Escucha: maneja esta situación como quieras. ¿Aún piensas enviarme ese avión?

– Sí, señor. Te doy mi palabra de honor. Yo mismo me pondré en contacto con mis hombres de Ámsterdam. Dentro de tres horas y media estará allí.

– No. Necesito más tiempo. Que venga alrededor de las diez de la noche.

– No puede aterrizar en la oscuridad. Vamos a utilizar una pista abandonada. No tiene luces. Pero hacia las ocho y media aún habría suficiente claridad. ¿Qué te parece?

– No. Que sea mañana al amanecer.

– ¿Por qué?

Hubo una pausa.

– Esta vez no se me escapará.

– ¿Qué vas a hacer?

– Lo que me encomendasteis -gruñó Schumann.

– No, no, no puedes. Ahora es muy peligroso. Anda, vuelve a casa. Pon esa tienda que querías. Te la has ganado. Te…

– ¿Me escuchas, comandante?

– Adelante.

– Mira, yo estoy aquí y tú estás allá. No puedes detenerme. Deja de gastar saliva. Tú ocúpate de que el avión esté en la pista mañana al amanecer.

La recluta Ruth Willets apareció en el vano de la puerta.

– Espera -dijo Gordon al teléfono.

– Sobre Taggert aún no hay nada, señor. Los de registros llamarán en cuanto tengan algo.

– ¿Dónde está el senador?

– En Nueva York.

– Consígame sitio en cualquier avión que vuele hacia allí. Del Ejército, particular, lo que sea.

– Sí, señor.

El comandante volvió al teléfono.

– Paul, te sacaremos de allí. Pero por favor, sé razonable. Ahora todo ha cambiado. ¿Tienes idea de lo peligroso que es?

En la línea aumentaron los ruidos, que se tragaron casi toda la respuesta del sicario, pero Bull Gordon creyó oír una risa. Luego, nuevamente la voz de Schumann. Parte de la frase sonaba, más o menos, «de seis, cinco en contra».

Luego quedó un silencio mucho más potente que las interferencias.


En un depósito del este de Berlín (que Otto Webber consideraba «suyo», aunque para entrar debieron romper una ventana) encontraron percheros llenos de uniformes del Servicio Nacional de Trabajo. Webber descolgó uno de los más vistosos.

– Ach, sí, como yo decía: el gris azulado te sienta bien.

Tal vez fuera cierto, pero el color era demasiado llamativo, sobre todo para utilizarlo en la Academia Waltham, donde debería disparar en un campo abierto, en un bosque, a juzgar por la descripción que Webber había hecho del paisaje que rodeaba la institución. Además el uniforme era ceñido, abultado y grueso. Serviría para acercarse a la escuela, pero Paul escogió también ropa más práctica para la tarea en sí: traje de mecánico, camisa oscura y un par de botas.

Uno de los socios comerciales de Otto tenía acceso a varios camiones del Gobierno. Bajo la promesa de que Webber devolvería el vehículo en menos de veinticuatro horas, en vez de tratar de vendérselo nuevamente al Gobierno, el hombre les entregó la llave a cambio de unos puros cubanos fabricados en Rumanía.

Sólo faltaba el rifle.

Paul pensó en el hombre de la casa de empeño, el mismo que les había suministrado el máuser, pero no sabía si él formaba parte de la trampa de Taggert; aunque no fuera así, la Kripo o la Gestapo podían haber rastreado el arma hasta él; en ese caso ya estaría detenido.

Pero Otto le dijo que a menudo había fusiles en un pequeño almacén a orillas del río Spree, donde él a veces entregaba pertrechos militares.

Viajaron hacia el norte; apenas cruzado el río giraron hacia el oeste, a través de una zona de edificios bajos de fábricas o tiendas. Webber tocó a su compañero en el brazo; señalaba un edificio oscuro, a la izquierda.

– Es ése, amigo.

Parecía desierto, tal como esperaban, puesto que era domingo («Hasta esos herejes de los Camisas de Estiércol quieren un día de descanso», explicó Webber). Por desgracia el edificio se alzaba tras una alta cerca de alambre de púas y tenía delante un amplio aparcamiento, que lo hacía muy visible desde aquella vía tan transitada.

– ¿Cómo hacemos para…?

– Tranquilo, señor John Dillinger. Sé bien lo que hago. En el río hay una entrada lateral para botes y barcazas, que no se ve desde la calle. Y desde ese costado no se nota que es un almacén nacionalsocialista; no tiene águilas ni cruces gamadas en el muelle. Nuestra visita no llamará la atención a nadie.

Aparcaron cincuenta metros más allá del depósito. Luego Webber lo guió por un callejón hacia el sur, rumbo al agua. Ambos salieron a un muro de piedra que se alzaba sobre el río pardo; allí el aire estaba cargado de olor a pescado podrido. Después de bajar una vieja escalinata tallada en la piedra, se encontraron en un muelle de cemento donde había varios botes amarrados. Otto se embarcó en uno y Paul lo siguió.

En pocos minutos llegaron remando hasta un muelle similar en la parte trasera del almacén militar. Webber amarró el bote y subió cautelosamente por los peldaños de piedra, resbaladizos por las deposiciones de las aves. Paul iba tras él. Al mirar en derredor vio algunos botes en el río, pero casi todas eran embarcaciones de paseo; su amigo tenía razón: nadie les prestaría atención alguna. Subieron unos cuantos peldaños hasta la puerta trasera, donde Paul echó un vistazo a través de la ventana. Dentro no había lámparas encendidas; sólo una mortecina luz solar se filtraba por varias lucernas traslúcidas; la enorme habitación parecía desierta. Webber extrajo un llavero del bolsillo y probó varias ganzúas hasta hallar una que funcionara. Se oyó un suave chasquido. Ante un gesto de su compañero, Paul empujó la puerta.

Entraron en el ambiente caluroso y viciado; los vapores de la creosota irritaban los ojos. Paul vio que había cientos de cajones.

Contra la pared, fusiles colgados. El ejército o la SS debían de utilizar el lugar como estación de ensamblaje: retiraban las armas de los cajones, arrancaban la envoltura y limpiaban la creosota con que estaban untados para evitar que se oxidaran. Eran máuser, similares a los que Taggert le había comprado, aunque de cañones más largos. Tanto mejor, pues serían más certeros; era posible que en Waltham debiera disparar desde muy lejos. No tenían mira telescópica. Pero en St. Mihiel y los bosques de Argonne tampoco las tenían y, aun así, la puntería de Paul siempre había sido perfecta.

Retiró un fusil de la pared y, después de inspeccionarlo, probó el cerrojo. Funcionaba suavemente, con el satisfactorio chasquido del metal bien trabajado. Schumann apuntó y disparó sin bala varias veces para cogerle el tranquillo al gatillo. Luego localizaron unos cajones con la etiqueta «7.92 mm», el calibre correspondiente al máuser. Contenían cajas de cartón gris, con águilas y esvásticas impresas. Él abrió una, sacó cinco balas y, después de cargar el arma, eyectó una para asegurarse de que fueran los proyectiles adecuados.

– Bien. Ya podemos largarnos -dijo mientras se guardaba dos cajas en el bolsillo-. ¿Vamos…?

Lo interrumpió el ruido de la puerta principal, que se abría y arrojaba hacia ellos un fiero rayo de sol. Ambos giraron, bizqueando. Antes de que Paul pudiera levantar el fusil, un joven de uniforme negro les apuntó con una pistola.

– ¡Usted! Deje inmediatamente el arma. ¡Arriba las manos!

Paul se agachó para depositar el máuser en el suelo y se incorporó lentamente.

33

Otto Webber dijo con brusquedad:

– ¿Qué hace usted, hombre? Somos de Municiones Krupp. Nos han enviado para ver si las municiones eran…

– Quieto.

El joven guardia miró en derredor, nervioso, para ver si había alguien más allí.

– Ha habido un problema con uno de los envíos. Hemos recibido una llamada de…

– Es domingo. ¿Cómo es posible que trabajéis en domingo?

Webber se echó a reír.

– Joven amigo mío: cuando envías a la SS un material equivocado, has de corregir el error sin que importe el día o la hora. Mi supervisor…

¡Silencio!

El joven soldado descubrió un teléfono en un escritorio polvoriento y caminó hacia allí, sin dejar de apuntarles con la pistola. Cuando ya estaba cerca de la mesa, Webber bajó las manos y comenzó a acercársele.

– Ach, esto es absurdo. -Se mostraba exasperado-. Aquí tengo mi carné de identificación.

– ¡Deténgase en el acto! -El soldado adelantó la pistola.

– Quiero mostrarle los papeles de mi supervisor. -Webber continuaba caminando.

El guardia de la SS apretó el gatillo. Un breve estallido metálico sacudió las paredes.

Paul, sin saber si su amigo había sido alcanzado o no, levantó el máuser del suelo y se arrojó tras una alta pila de cajones para cargar una bala.

El joven soldado se arrojó hacia el teléfono y descolgó el auricular; luego se retiró hacia atrás, agachado.

– ¡Escuche, por favor! -gritó ante el aparato.

Paul se levantó deprisa. No podía ver al soldado, pero disparó una bala contra el teléfono, que estalló en diez o doce fragmentos de baquelita. El guardia lanzó un grito.

El sicario volvió a cubrirse, pero no antes de ver que Otto Webber, tendido en el suelo, se retorcía lentamente, apretándose el vientre manchado de sangre.

No…

– ¡Oye, judío! -bramó el soldado-. Tira inmediatamente el arma. Pronto habrá aquí cien hombres.

Paul fue hacia la parte delantera del edificio, desde donde podría cubrir a la vez la puerta del frente y la trasera. Por la ventana vio que había una motocicleta solitaria aparcada allí delante. Comprendió que ese joven sólo estaba allí para una inspección rutinaria del almacén; no iba a venir nadie, era un farol. Pero alguien podía haber oído el disparo. Y el de la SS podía quedarse simplemente allí, impidiéndole moverse, hasta que su superior, viendo que no regresaba, enviara más tropas al depósito.

Miró desde su extremo del montón de cajas. No tenía ni idea de dónde estaba el soldado. Él…

Sonó otro disparo. En la ventana delantera se astilló un cristal, aunque lejos de Paul. El guardia de la SS había disparado para llamar la atención, apuntando hacia la calle, sin que le importara la posibilidad de herir a alguien.

– ¡Oye, cerdo judío! -gritaba-. ¡Levántate con las manos arriba, si no quieres morir aullando en Columbia!

Esta vez la voz provenía de un sitio diferente, hacia la parte delantera del almacén. Se había arrastrado hacia delante para interponer más cajones entre él y el enemigo.

Otro disparo atravesó la ventana. Fuera sonó un claxon.

Paul pasó a la hilera siguiente, moviendo el fusil delante de él, con el dedo en el gatillo. El máuser era incómodo: bueno para disparar a distancia, pero no para eso. Echó un vistazo rápido. El pasillo estaba desierto. Otro disparo destrozó una ventana, haciéndolo saltar. Seguramente alguien ya habría oído el ruido; o si no habría visto clavarse una bala en la pared en alguna casa al otro lado de la calle. Tal vez los proyectiles habían alcanzado un coche o herido a un transeúnte.

El sicario avanzó hacia el pasillo siguiente, deprisa, moviendo el arma delante.

Vio una imagen fugaz del uniforme negro, que desaparecía. El de la SS había oído a Paul, o tal vez le adivinó la intención, y acababa de escurrirse tras otra pila de cajones.

Paul decidió que no podía esperar más. Debía detener al guardia. No quedaba otro recurso que lanzarse a la carga sobre la hilera central de cajones, tal como se hacía durante la guerra, saliendo de las trincheras para atacar; con suerte podría acertar un disparo fatal antes de que el hombre lo rociara con las balas de su pistola semiautomática.

«Vamos», se dijo. E inspiró hondo.

Otra vez…

¡Ya!

Se levantó de un salto y trepó al cajón que tenía enfrente, con el fusil en alto. En cuanto su pie tocó el segundo cajón oyó un ruido atrás y a la derecha. ¡El guardia lo había flanqueado! Pero en el momento en que giraba, las ventanas sucias volvieron a estremecerse con el ruido de otro disparo. Paul se detuvo, inmóvil.

El soldado de la SS apareció frente a él, a seis metros de distancia. Paul levantó frenéticamente el máuser, pero justo antes de que disparara el hombre tosió. De su boca brotó un rocío de sangre; la Luger cayó al suelo. El hombre sacudió la cabeza y cayó pesadamente. Allí quedó, quieto; la sangre iba dando a su uniforme el color de la herrumbre.

Paul miró hacia la derecha. Otto Webber, en el suelo, se apretaba la tripa ensangrentada con una mano. En la otra sostenía un máuser. Se las había arreglado para arrastrarse hasta una hilera de armas, cargar una y disparar. El fusil se deslizó hasta el suelo.

– ¿Estás loco? -susurró el sicario, enfadado-. ¿Por qué te has acercado a él así? ¿No se te ha ocurrido que podía disparar?

– No -dijo el alemán, pálido y sudoroso, riendo-. No se me ha ocurrido. -Un suspiro de dolor-. Ve a ver si alguien ha oído los disparos.

Paul corrió hacia la parte delantera y comprobó que la zona aún estaba desierta. Al otro lado de la calle había un edificio alto y sin ventanas, que debía de ser una fábrica o un almacén; estaba cerrado. Lo más probable es que las balas se hubieran clavado allí sin llamar la atención.

– Todo está despejado -dijo a Webber, que se había incorporado y se miraba la masa de sangre del vientre.

Ach

– Tenemos que buscar un médico. -Paul se colgó el fusil al hombro para ayudarlo a levantarse. Ambos salieron por la puerta trasera. Una vez en el bote, el alemán se recostó, con la cabeza contra la proa, mientras Paul remaba frenéticamente hacia el muelle junto al camión.

– ¿Adónde puedo llevarte para que te vea un médico?

– ¿Qué médico? -Webber reía-. Ya es demasiado tarde, señor John Dillinger. Déjame. Continúa. Lo sé. Es demasiado tarde.

– No: te llevaré a donde puedan ayudarte -repitió Paul con firmeza-. Dime dónde puedo encontrar a alguien que no corra con el cuento a la SS o a la Gestapo. -Llevó el bote hasta el muelle y, después de atar las amarras, desembarcó. Luego dejó el máuser en un trozo de césped y regresó para ayudar a Webber a salir del bote.

– ¡No! -susurró.

Su amigo había desatado la cuerda y aplicado las fuerzas que le restaban en un empellón para apartarlo del muelle. La embarcación ya estaba a tres metros de distancia, a la deriva.

– ¡Otto! ¡No!

– Como te he dicho, es demasiado tarde -repitió Webber, jadeando. Luego rió con acritud-. ¡Mira esto, hombre! ¡Un funeral vikingo! Ach, cuando vuelvas a tu patria y escuches algo de John Philip Sousa, piensa en mí… Aunque insisto en que es inglés. Vosotros, los americanos, os atribuís demasiadas cosas. Vete, vete, señor John Dillinger. Tienes un trabajo que hacer.

Lo último que Paul Schumann vio de su amigo fue que cerraba los ojos y se dejaba caer en el fondo del bote. La embarcación iba cobrando velocidad, arrastrada por las aguas lodosas del Spree.


Eran diez o doce, todos jóvenes, los que habían escogido la vida y la libertad antes que el honor. ¿Era cobardía o inteligencia lo que les había motivado a hacerlo?

Kurt Fischer se preguntaba si sería el único, entre todos ellos, que se sentía acosado por esa cuestión.

Los llevaban a través de la campiña, al noroeste de Berlín, en un autobús del tipo que se utilizaba generalmente para las excursiones de los estudiantes. El gordo conductor, que conducía suavemente su vehículo por la carretera serpenteante, intentaba sin éxito que cantaran marchas de cazadores y excursionistas.

Kurt y su hermano compartían anécdotas con los otros. Poco a poco el mayor fue descubriendo algunas cosas. En su mayoría eran arios; todos ellos procedían de familias de clase media y tenían estudios, asistían a la universidad o pensaban hacerlo después de cumplir con el Servicio Laboral. Como Kurt y Hans, uno de cada dos se oponía ligeramente al partido por motivos políticos e intelectuales: eran socialistas, pacifistas o manifestantes. La otra mitad estaba compuesta por «chicos modernos», más ricos, también con ideas rebeldes, pero no tan políticas: su mayor queja contra los nacionalsocialistas era cultural, por la censura que imponían a las películas, el baile y la música.

En el grupo no había, desde luego, judíos, eslavos ni gitanos rumanos. Tampoco comunistas. Pese a las ideas abiertas del coronel Ernst, Kurt estaba seguro de que pasarían muchos años antes de que esos grupos étnicos y políticos encontraran cabida entre los militares o el funcionariado alemán. En lo personal, el muchacho pensaba que eso no podría suceder mientras el poder estuviera en manos del triunvirato formado por Hitler, Göring y Goebbels.

Y allí estaban todos, reunidos por el singular hecho de haberse visto obligados a escoger entre el campo de concentración, donde posiblemente morirían, o una organización que les parecía moralmente condenable.

«¿Soy un cobarde», se preguntó nuevamente Kurt, «por haber escogido como lo he hecho?». Recordó que Goebbels, en abril de 1933, había convocado a un boicot nacional contra las tiendas judías. Los nacionalsocialistas creían que tendría un apoyo abrumador. En realidad resultó perjudicial para el Partido, pues muchos alemanes (el matrimonio Fischer entre ellos) desafiaron abiertamente el boicot. Más aún: millares de personas entraron en tiendas que nunca habían pisado, sólo para demostrar su apoyo a los conciudadanos judíos.

Eso sí era valor. ¿Acaso él no lo tenía?

– ¿Kurt?

Alzó la mirada. Su hermano le hablaba.

– ¿No me estás escuchando?

– ¿Qué has dicho?

– Te preguntaba cuándo comeremos. Tengo hambre.

– No tengo ni idea. ¿Cómo quieres que lo sepa?

– ¿Se come bien en el Ejército? Dicen que sí. Pero será relativo, claro. En el campo de batalla no ha de ser como en el cuartel. ¿Cómo será?

– ¿El qué? ¿La comida?

– No. Estar en las trincheras, estar en…

– No estaremos en las trincheras. No habrá otra guerra. Y si la hubiera, ya has oído lo que dijo el coronel Ernst: nosotros no tendremos que combatir. Nos asignarán otras tareas.

Su hermano no parecía convencido. Peor aún: no parecía molestarle la idea de tener que combatir. ¡Si hasta parecía que la idea le despertaba curiosidad! Ese nuevo aspecto de Hans le resultó perturbador.

¿Cómo será?

En el autobús continuaban las conversaciones: se hablaba de deportes, del paisaje, de las Olimpiadas, de películas norteamericanas. Y de mujeres, por supuesto.

Por fin llegaron; abandonaron la carretera para desviarse por un camino largo, bordeado de arces, que conducía al recinto de la Academia Militar Waltham.

¿Qué pensarían sus pacifistas padres si los vieran en ese lugar?

El autobús se detuvo, chirriante, frente a uno de los edificios de ladrillo rojo. A Kurt le pareció incongruente que esa institución, dedicada a la filosofía y la práctica de la guerra, funcionara en un valle idílico, con una lustrosa alfombra de césped, trémula hiedra adherida a los vetustos edificios y, al fondo, bosques y colinas que formaban un delicado marco al panorama.

Los muchachos recogieron sus mochilas y se apearon del vehículo. Un joven soldado, no mucho mayor que ellos, se presentó diciendo que era el oficial de reclutamiento y les estrechó la mano en señal de bienvenida. Explicó que el doctor-profesor Keitel vendría muy pronto. Luego mostró en alto una pelota de fútbol, con la que él y otro soldado habían estado jugando, y la arrojó hacia Hans. El chico la pasó hábilmente a otro de los reclutas.

Y como suele suceder cuando se encuentran varios jóvenes y una pelota en un campo de césped, en pocos minutos se formaron dos equipos y se inició el partido.

34

A las cinco y media de la tarde el camión del Servicio Laboral se desvió por una carretera lisa e inmaculada, que serpenteaba entre altos pinos y tejos. El aire estaba moteado de polvo y perezosos insectos que morían al chocar contra el parabrisas.

Paul Schumann se esforzaba por pensar sólo en Reinhard Ernst, en su objetivo. Buscaba a tientas el hielo.

No pienses en Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber.

Pero eso era imposible. Lo consumían recuerdos del hombre que había tratado sólo durante un día. En esos momentos pensaba que Otto se habría sentido perfectamente a sus anchas en el West Side de Nueva York, bebiendo con Runyon, Jacobs y el grupo de boxeo. Tal vez hasta le habría gustado boxear un poco. Pero lo que de verdad le habría encantado habría sido tener tantas oportunidades como habría en América, la libertad de planear incontables timos.

Algún día te contaré mis mejores estafas…

Pero sus pensamientos se borraron al virar en una curva lenta, que conducía a un camino lateral. Un kilómetro más allá vio un letrero pintado con pulcritud: Academia Militar Waltham. En el césped holgazaneaban tres o cuatro muchachos vestidos de excursionistas, rodeados de mochilas, cestas y restos de una merienda dominical. Un letrero, junto a ellos, apuntaba a lo largo de la ancha calzada hacia el salón principal. Un segundo camino conducía al estadio, el gimnasio y los edificios académicos, numerados del 1 al 4. Más allá estaba la calzada que llevaba a los edificios 5 a 8. Era en el edificio 5, dentro de media hora, donde Ernst tenía programada una reunión, según Paul había leído en su agenda. Pero dejó atrás el desvío y continuó por la calzada; unos cien metros más allá salió hacia un sitio desierto, sin pavimentar, cubierto de hierba crecida. Allí introdujo el camión entre los árboles, para que no lo vieran desde la carretera principal.

Una inspiración profunda. Se frotó los ojos; se enjugó el sudor de la cara.

Se preguntaba si Ernst se presentaría. O si haría como Dutch Schultz en Jersey City, aquella vez que había faltado a una reunión, sabiendo por instinto (por adivinación, decían algunos) que le tenderían una emboscada.

Pero ¿qué otra cosa podía hacer Paul? Debía pensar que el coronel se presentaría. Y estaba convencido de que en verdad sería así. Todo cuanto había descubierto sobre ese hombre revelaba que no faltaba a sus obligaciones. El norteamericano se apeó del camión. Después de quitarse el abultado uniforme azul grisáceo y la gorra, los dobló pulcramente para depositarlos en el asiento delantero, bajo el cual había escondido también otro atuendo, por si necesitaba cambiar nuevamente de identidad para escapar. Luego se vistió deprisa con las ropas de trabajo que había robado del almacén.

Finalmente recogió el fusil y las municiones y se adentró en la parte más densa del bosque; avanzaba tan en silencio como le era posible. Atravesó poco a poco aquella arboleda tranquila y fragante: con cautela al principio, pues esperaba encontrarse con más guardias o soldados, sobre todo después del atentado de esa tarde contra la vida de Ernst. Le sorprendió no ver nada de eso. Ya más cerca de los edificios, aún entre la maleza, vio gente y vehículos cerca de una de las construcciones, que un letrero identificaba como la número 5, la que buscaba. A unos treinta metros de la entrada se veía un sedán Mercedes negro. Junto al coche, un hombre que vestía el uniforme de la SS miraba en derredor, vigilante, con una ametralladora al hombro. ¿Sería el coche de Ernst? El reflejo de las ventanillas no permitía ver el interior.

Paul advirtió también un pequeño camión cerrado y un autobús, cerca del cual diez o doce muchachos vestidos de paisano jugaban al fútbol con un soldado de uniforme gris. Otro soldado, apoyado contra el autobús, observaba el partido y animaba a uno y otro equipo.

¿Qué motivo podía tener alguien tan importante como Ernst para reunirse con unos cuantos estudiantes? Tal vez eran un grupo escogido de futuros oficiales; en verdad parecían modelos de nacionalsocialistas: blancos, rubios y en muy buena forma física. Quienesquiera que fuesen, cabía suponer que Ernst los vería en el aula; para eso debería recorrer a pie la distancia que separaba el Mercedes del edificio 5. Paul tendría tiempo de sobra para despacharlo. Sin embargo, desde donde se encontraba en esos momentos no disponía de un buen ángulo para disparar. Los árboles y la maleza ondeaban en el viento caliente; no sólo le dificultaban la visión de su presa, sino que podían desviar la bala.

Se abrió la portezuela del Mercedes y de él bajó un hombre calvo, de americana marrón. Paul miró hacia el asiento trasero, detrás de él. ¡Sí! Allí dentro estaba Ernst. Luego la portezuela se cerró, ocultándole al coronel, que seguía dentro del coche. El hombre de marrón, cargado con una gran carpeta, marchó hacia un segundo vehículo, un Opel aparcado cerca de Paul, al pie de la colina boscosa. Después de poner la carpeta en el asiento trasero, regresó al otro lado del campo.

El sicario desvió su atención hacia el Opel; estaba desocupado. El vehículo le proporcionaría una buena posición para disparar; allí estaría a cubierto del fuego de los soldados y, cuando iniciara el regreso hacia su camión para escapar, llevaría una ventaja considerable.

Sí, ese coche sería su escondite de caza. Con el máuser bajo el brazo, Paul avanzó con lentitud, entre el suave zumbido de los insectos, el crujir de la polvorienta vegetación de verano y las risas de los muchachos, que disfrutaban de su partido de fútbol.


Las resistentes ruedas del Auto Union traqueteaban a lo largo de la carretera, a unos míseros sesenta kilómetros por hora; el vehículo se sacudía furiosamente, aunque el pavimento era liso como un espejo. Se oyó una descarga del tubo de escape y el motor jadeó pidiendo aire. Willi Kohl graduó el estárter v volvió a acelerar. El coche se estremeció, pero al fin cogió un poco de velocidad.

Tras salir del edificio de la Kripo a través de la puerta prohibida (en un desafío estúpido, sí), el inspector había ido caminando al hotel Metropol. Al aproximarse oyó música: en el magnífico vestíbulo, las notas compuestas por Mozart hacía tantos años danzaban en las cuerdas de un cuarteto de cámara.

A través de las ventanas pudo ver las arañas refulgentes, los murales con escenas de El anillo de los nibelungos, de Wagner, los camareros vestidos con pantalones perfectamente negros y chaquetas perfectamente blancas, que llevaban en equilibrio sus bandejas de plata. Y siguió de largo, sin siquiera detenerse ante el hotel. Sabía desde un principio que Paul Schumann mentía cuando le dijo que se alojaría allí. Su investigación había revelado que ese norteamericano se sentía a gusto, no entre el champán, las limusinas y Mozart, sino con salchichas y cerveza Pschorr. Calzaba zapatos gastados y le gustaba el boxeo. Tenía algunos contactos con los rufianes de la zona que rodeaba la plaza Noviembre de 1923. Un hombre capaz de enfrentarse a puño limpio con cuatro Camisas Pardas no se alojaría en un sitio tan fino como el Metropol. Y tampoco podía pagarlo.

Sin embargo ese lugar había sido el primero que se le había ocurrido cuando Kohl le preguntó cuál sería su nueva dirección; eso indicaba que debía de haberse fijado en él poco antes. Y puesto que la pensión de la señorita Richter estaba a buena distancia, resultaba lógico que lo hubiera visto en su trayecto hacia Berlín Norte, el barrio bajo que se iniciaba cien metros más allá del hotel. Esa zona sí era más acorde con el temperamento y las preferencias de Paul Schumann.

El distrito era grande; en circunstancias normales habrían hecho falta cinco o seis investigadores para recorrer todos los locales y reunir información sobre un sospechoso. Pero Kohl había encontrado ciertas pruebas que, según creía, lo ayudarían a reducir considerablemente la búsqueda. En la pensión había encontrado, en los bolsillos del norteamericano, unas cerillas baratas, metidas en una cajetilla de tabaco alemán. Kohl las conocía. Las veía a menudo entre las pertenencias de otros sospechosos, que las recogían en establecimientos de los barrios bajos de la ciudad, como Berlín Norte.

Tal vez Schumann no tuviera contacto alguno allí, pero era un buen lugar para iniciar la búsqueda. Armado con el pasaporte del norteamericano, Kohl había recorrido la parte sur del vecindario; tras verificar que las cerillas que regalaban eran las mismas, mostraba la foto del hombre a los camareros y los encargados de los bares.

«No, inspector, lo siento… De verdad, no he visto a nadie así, pero estaré alerta. Heil… Heil Heil Heil…».

Probó en un restaurante de la calle Dragoner. Nada. Luego, unas cuantas puertas más allá, en un club de la misma calle. Después de mostrar su credencial al hombre de la entrada pasó al bar. Sí, las cerillas eran las mismas que tenía Schumann. Recorrió varias salas mostrando el pasaporte del norteamericano, por si alguien lo hubiera visto. Los clientes de paisano estaban tan «ciegos» como cabía esperar; los de la SS, típicamente reacios a colaborar. (Uno le ladró: «Quítate, Kripo, que no me dejas ver el espectáculo».)

Pero al fin mostró la foto a una camarera y los ojos de la mujer relampaguearon de ira.

– ¿Lo conoce? -preguntó Kohl.

Ach, ¿que si lo conozco? Sí, sí.

– ¿Su nombre, señorita…?

– Liesl. Él dijo que se llamaba Hermann, pero ya veo que era mentira. -Señalaba el pasaporte con la cabeza-. No me extraña. Ha estado aquí hace apenas una hora, con ese sapo que lo acompaña, Otto Webber.

– ¿Quién es ese Webber?

– ¿No se lo he dicho? Un sapo.

– ¿Qué hacían aquí?

– Lo que todo el mundo. Beber, conversar… ach, y coquetear. El tío coquetea con una y luego la rechaza fríamente. Qué crueldad. -A Liesl se le sacudió la nuez; Kohl dedujo la triste historia-. ¿Lo arrestará usted?

– Dígame, por favor: ¿qué sabe de él? ¿Dónde se hospeda, a qué se dedica?

Lo que la camarera sabía era muy poco, pero le dio una información de oro: al parecer Schumann y Webber planeaban reunirse con otra persona esa misma tarde. Y debía de ser una reunión clandestina, añadió misteriosamente la desdeñada.

– Cosa de sapos. En un lugar que se llama Academia Waltham.

Kohl había salido apresuradamente de la cafetería para volar hacia Waltham en el DKW.

Ahora tenía ante sí la Academia Militar; detuvo suavemente el coche en el arcén de grava, cerca de dos columnas de ladrillo coronadas por estatuas de águilas imperiales. Varios estudiantes que holgazaneaban en el césped, junto a sus mochilas y una cesta con la merienda, echaron un vistazo al polvoriento vehículo negro. Kohl los llamó con un gesto. Los rubios jóvenes, al percibir su autoridad, se acercaron al trote.

– Heil Hitler.

– Heil -respondió él-. ¿Aún se dan clases aquí? ¿En verano?

– Se imparten algunos cursos, señor. Pero hoy no tenemos clases. Hemos salido de excursión.

Esos chicos, como sus propios hijos, estaban atrapados por la gran fiebre de la educación para engrandecer el Tercer Imperio, pero en un grado si cabe más alto, puesto que la finalidad de esa academia era producir soldados para la patria.

Qué criminales tan brillantes son el Führer y su gente. Al apoderarse de nuestros hijos secuestran a toda la nación…

Abrió el pasaporte de Schumann para mostrar la foto.

– ¿Habéis visto a este hombre?

– No, inspector -dijo uno. Y miró a sus amigos, que también negaron con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

– Más o menos una hora.

– ¿Ha llegado alguien en ese tiempo?

– Sí, señor. Hace poco ha llegado un autobús escolar, acompañado por un Opel y un Mercedes. Negro. Cinco litros. Nuevo.

– No, era el 7.7 -le corrigió un amigo.

– ¡Estás ciego! Era mucho más pequeño.

Un tercero apuntó:

– Y un camión del Servicio Laboral. Sólo que no ha entrado por aquí.

– No. Ha pasado de largo y luego ha cogido un desvío. -El muchacho lo señaló-. Cerca de la entrada a otros edificios académicos.

– ¿Del Servicio Laboral?

– Sí, señor.

– ¿Venía con trabajadores?

– No hemos podido ver la parte trasera.

– ¿Habéis visto al conductor?

– No, señor.

– Yo tampoco.

Servicio Laboral. Kohl reflexionó. Generalmente se usaba a los reclutas del RAD para trabajar en los cultivos y en las obras públicas. Era muy raro que se les asignara un colegio, sobre todo en domingo.

– ¿Hay aquí alguna obra en la que el Servicio esté trabajando?

El chico se encogió de hombros.

– Creo que no, señor.

– Yo tampoco he oído nada de eso, señor.

– No digáis nada de estas preguntas -pidió Kohl-. A nadie.

– ¿Cuestión de seguridad del Partido? -preguntó uno de los chicos, con una sonrisa de intriga.

Kohl se llevó un dedo a los labios.

Y los dejó murmurando con entusiasmo sobre lo que habría querido decir aquel misterioso policía.

35

Se acercaba al Opel gris. A gatas. Pausa. Luego volvió a gatear. Como en St. Mihiel y en los densos y vetustos bosques de Argonne.

Paul Schumann sentía el olor de la hierba caliente y del estiércol seco que utilizaban como fertilizante. El olor a aceite y creosota del arma. El olor de su propio sudor.

Otro par de metros. Luego, otra pausa.

Debía avanzar con lentitud: allí estaba muy expuesto. Cualquiera que estuviese en los terrenos que rodeaban el edificio 5 podía mirar en esa dirección y notar que la hierba ondulaba de un modo extraño. O tal vez captar el destello de la luz reflejada en el cañón del fusil.

Pausa.

Estudió nuevamente el lugar. El hombre de marrón retiraba del pequeño camión una pila de documentos. El reflejo de las ventanillas aún impedía ver a Ernst dentro del Mercedes. El guardia de la SS continuaba su vigilancia de la zona.

Paul miró nuevamente el edificio académico. El calvo estaba reuniendo a los jóvenes, que abandonaron de mala gana el partido de fútbol para entrar en el aula.

Puesto que la atención de todos se desviaba hacia otro sitio, Paul apresuró su avance hasta el Opel. Abrió la portezuela de atrás y entró al vehículo recalentado. La temperatura le provocó escozores.

A través de la ventanilla izquierda notó que era un sitio perfecto para efectuar su disparo. Tenía una excelente visión de la zona que rodeaba el coche de Ernst: doce, quince metros perfectamente despejados para derribar al hombre. Además, los guardaespaldas y los soldados tardarían un poco en descubrir de dónde había venido el disparo.

Paul Schumann estaba tocando el hielo con firmeza. Retiró el seguro del arma y fijó los ojos entornados en el automóvil del coronel.


– Os saludo, futuros soldados. Bienvenidos a la Academia Militar Waltham.

Kurt Fischer y los otros respondieron al doctor-profesor Keitel con saludos diversos. La mayoría dijo «Heil Hitler».

Era interesante, se dijo Kurt, que el profesor no hubiera utilizado esa fórmula.

Acompañaba a Keitel, al frente del aula, el oficial de reclutamiento que había estado jugando al fútbol con ellos; sostenía una pila de sobres grandes; miró con un guiño a Kurt, quien un momento antes no había logrado pararle un gol.

Los voluntarios ocupaban pupitres de roble. Alrededor, en las paredes, se veían mapas y unas banderas que él no conocía. Su hermano se inclinó para susurrarle:

– Banderas de guerra de los Ejércitos del Segundo Imperio.

El mayor lo acalló con un gesto, irritado por la interrupción y por el hecho de que Hans supiera algo que él ignoraba. ¿Y cómo podía saber, siendo hijo de pacifistas, qué era una bandera de guerra?

El desgarbado profesor continuó:

– Os diré lo que tenemos planeado para los próximos días. Escuchadme con atención.

– Sí, señor. -El coro de roces llenó el aula.

– En primer lugar rellenaréis un formulario de información personal y la solicitud de ingreso en las Fuerzas Armadas. Luego responderéis un cuestionario sobre vuestra personalidad y vuestras aptitudes. Las respuestas serán compiladas y analizadas; eso nos ayudará a determinar las aptitudes y las preferencias mentales de cada uno por ciertas tareas. Algunos, por ejemplo, seréis más aptos para el combate; otros, para las transmisiones de radio o para las tareas de oficina. Por eso es vital que respondáis con sinceridad.

Kurt echó una mirada a su hermano, que no se dio por enterado. Ambos habían acordado responder a ese tipo de preguntas de tal manera que se les asignara a tareas de oficina o incluso a trabajos manuales; cualquier cosa que les evitara tener que matar a otro ser humano. Pero ahora temía que Hans hubiera cambiado de idea. ¿Tal vez le seducía la perspectiva de convertirse en combatiente?

– Cuando hayáis acabado con los formularios escucharéis al coronel Ernst. Luego se os conducirá al alojamiento y se os servirá la cena. Mañana comenzará vuestro entrenamiento; pasaréis el mes siguiente practicando la marcha y mejorando el estado físico. Después comenzará la instrucción en las aulas.

Keitel hizo una señal al soldado, que comenzó a distribuir los sobres. Ante el pupitre de Kurt hizo una pausa; habían acordado disputar otro partido antes de la cena, si había suficiente claridad. Luego el hombre salió con Keitel en busca de lápices para los reclutas.

Mientras alisaba sus papeles con aire distraído, Kurt se descubrió extrañamente satisfecho, pese a las angustiosas circunstancias de ese durísimo día. Había, sí, algo de gratitud en eso: hacia el coronel Ernst y el doctor-profesor Keitel, que les habían proporcionado una salvación milagrosa. Pero sobre todo comenzaba a pensar que, después de todo, se le había brindado la posibilidad de hacer algo importante, un acto que trascendía su propia vicisitud. Si hubiera ido a Oranienburg, su prisión o su muerte habrían sido quizá valerosas, pero carentes de sentido. Ahora, en cambio, decidió que esa contradictoria acción de ingresar voluntariamente en el Ejército podía ser el gesto de desafío que había estado buscando, una pequeña pero concreta ayuda para salvar a su país de la plaga parda. Con una sonrisa dirigida a su hermano, Kurt pasó la mano por el sobre de los cuestionarios. Por primera vez en varios meses sentía el corazón contento.

36

Willi Kohl aparcó el DKW no lejos del camión de Servicio Laboral, que se encontraba a unos cincuenta metros de la carretera, situado obviamente con intención de que lo se lo viera.

Mientras se acercaba silenciosamente al camión, con el sombrero de paja bien encasquetado para protegerse los ojos del resplandor del sol, sacó la pistola, alerta a cualquier ruido de pisadas o de voces. Pero no oyó nada que saliera de lo normal: sólo pájaros, grillos y cigarras.

Se aproximó al vehículo a paso lento. En la parte trasera vio lo que cabía esperar: bolsas de tela embreada, palas y azadas, las «armas» del Servicio Laboral. Pero dentro de la cabina encontró ciertos elementos que le resultaron mucho más interesantes. En el asiento había un uniforme de oficial de la RAD, meticulosamente doblado, como si su propietario debiera volver a ponérselo y temiera que las arrugas pudieran darle un aspecto sospechoso. Pero aún más llamativo era lo que había bajo el asiento, envuelto en papel: un traje azul, de chaqueta cruzada, una camisa blanca, ambos de talla grande. La camisa era una Arrow, fabricada en Estados Unidos. ¿Y el traje? Kohl sintió que el corazón le palpitaba con fuerza al ver la etiqueta: «Manny’s Men’s Wear, New York City».

La tienda favorita de Paul Schumann.

Kohl volvió a poner las ropas en su sitio y miró a su alrededor, buscando alguna señal del norteamericano, el sapo Webber o cualquier otra persona.

Nadie.

Las huellas marcadas en el polvo, junto a la portezuela del camión, indicaban que Schumann se había adentrado en el bosque, hacia el recinto. En esa dirección había un antiguo camino de servicio; aunque estaba cubierto de hierbas crecidas, era más o menos transitable. Pero allí estaría expuesto; a cada lado había setos y matas que ofrecerían a Schumann un lugar perfecto para aguardar escondido. Sólo había otra ruta: a través de la colina boscosa, sembrada de piedras y ramas. Ach… sus pobres pies gritaban ya al verla. Pero no había opción. Willi Kohl inició el avance a través de la penosa pista de obstáculos.


«Por favor», rogaba Paul Schumann. «Por favor, sal de ese coche, coronel Ernst, y ponte bien a la vista». En ese país donde Dios estaba legalmente prohibido, donde quedaban pocas oraciones que escuchar, quizá Él le concediera lo que le pedía.

Pero al parecer no era buen momento para recibir la ayuda divina. Ernst seguía dentro de la Mercedes. Los reflejos del parabrisas y las ventanas impedían a Paul ver exactamente en qué sitio del asiento trasero estaba. Si disparaba a través del cristal y no daba en el blanco, quizá jamás tuviera otra oportunidad.

Estudió nuevamente el sitio. No había brisa. La luz era buena y venía desde el costado, no de frente. Una perfecta oportunidad para disparar.

Se enjugó el sudor de la frente, frustrado. Algo se le clavaba incómodamente en el muslo; bajó la vista. Era la carpeta que el hombre calvo había puesto en el coche diez minutos antes. La empujó hacia el suelo, pero al hacerlo echó un vistazo al primer documento. Lo recogió para leerlo, entre mirada y mirada al Mercedes de Ernst.


Ludwig:

Adjunto a ésta el borrador de mi carta al Führer sobre nuestro estudio. Notarás que he incluido una referencia a las pruebas que haremos hoy en Waltham.

Esta noche podremos añadir los resultados.

Creo que, en esta temprana etapa del estudio, es mejor calificar como criminales de Estado a los que matan nuestros sujetos militares. Por ende verás que, en esta carta, las dos familias judías que matamos en Gatow figuran como subversivos judíos; los trabajadores polacos eliminados en Charlottenburg, como infiltrados extranjeros; los rumanos, como degenerados sexuales. En cuanto a los jóvenes arios de hoy, en la Academia Waltham, serán disidentes políticos. Supongo que más adelante podremos ser más directos en cuanto a la inocencia de los exterminados por nuestros sujetos, pero por el momento no creo que el clima sea el adecuado para hacerlo.

Tampoco me refiero a los cuestionarios que aplicas a los soldados como «examen psicológico». Pienso que esto también provocaría un efecto desfavorable.

Por favor, revisa esto y ponte en contacto conmigo si quieres alterar algo. Mi intención es presentar la carta el lunes 27 de julio, tal como se me pidió.

Reinhard


Paul arrugó la frente. ¿Qué significaba todo eso? Pasó a la página siguiente para continuar leyendo.


ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL


Adolf Hitler, Führer, canciller de Estado, presidente de la nación alemana y comandante de las Fuerzas Armadas.

Mariscal de Campo, Werner von Blumberg, ministro del Estado de Defensa.

Führer mío y ministro mío:

Han pedido ustedes detalles del Estudio Waltham, que estoy llevando a cabo con el doctor profesor Ludwig Keitel, de la Academia Militar Waltham. Me complace describir la naturaleza del trabajo y los resultados obtenidos hasta ahora.

El estudio surge de las instrucciones que de ustedes he recibido, en cuanto a preparar las Fuerzas Armadas de Alemania y ayudarlas a alcanzar con la mayor celeridad los objetivos de nuestra gran nación, según ustedes los han fijado.

En los años vividos como comandante de nuestras valerosas tropas, durante la guerra, aprendí mucho sobre la conducta de un hombre durante el combate. Si bien cualquier buen soldado obedece las órdenes, se me hizo evidente que, ante la obligación de matar, cada uno responde de distinta manera, diferencia que, según creo, se basa en su temperamento.

Brevemente expresado, nuestro estudio consiste en formular preguntas a soldados antes y después de que ejecuten a personas condenadas como enemigos del Estado, para luego analizar sus reacciones. Estas ejecuciones implican una serie de situaciones diferentes: diversos métodos de ejecución, categorías de prisioneros, relación del soldado con éstos, antecedentes familiares e historia personal del soldado, etcétera. Los ejemplos recogidos hasta la fecha son los siguientes:

El 18 de julio de este año, en la ciudad de Gatow, un soldado (sujeto A) interrogó largamente a dos grupos convictos por actividades subversivas judías. Luego se le ordenó llevar a cabo la orden de ejecución por fuego automático.

El 19 de julio, en Charlottenburg, un soldado (sujeto B) ejecutó de modo similar a varios infiltrados polacos. A diferencia de las ejecuciones de Gatow, aunque el sujeto B fue el causante inmediato de estas muertes, no había mantenido comunicación alguna con los ejecutados antes del exterminio.

El 21 de julio un soldado (sujeto C) ejecutó a un grupo de gitanos rumanos que mantenían una conducta sexual degenerada; esto se realizó en ciertas instalaciones especiales que hemos construido en la Academia Waltham. El elemento letal fue el monóxido de carbono emitido por el escape de un vehículo. Al igual que el sujeto B, este soldado nunca conversó con las víctimas, pero, a diferencia de él, no los vio morir.


Paul Schumann ahogó una exclamación de horror y volvió a la primera carta. ¡Pero si esas víctimas eran inocentes, según lo admitía el propio Ernst! Familias judías, trabajadores polacos… Leyó nuevamente algunos párrafos para asegurarse de haber entendido bien, pensando que quizá había traducido mal las palabras. Pero no, no cabían dudas. Miró al otro lado del campo polvoriento, hacia la Mercedes negra donde Ernst seguía protegido. Luego continuó leyendo la carta a Hitler.


El 26 de julio un soldado (sujeto D) ejecutó en las instalaciones de Waltham a doce disidentes políticos. En este caso la variante fue que estos convictos eran de extracción aria y, durante la hora previa a la ejecución, el sujeto D había conversado y practicado deporte con ellos, hasta conocer a algunos por sus nombres. Luego se le ordenó que los observara mientras morían.


«¡Dios! ¡Eso es hoy, aquí!».

Paul se estiró hacia delante para mirar, con los ojos entornados. El soldado alemán de uniforme gris, que un rato antes había estado jugando al fútbol con los muchachos, hizo un rígido saludo nazi al calvo del traje marrón. Luego conectó una gruesa manguera al tubo de escape del autobús y a una boca instalada en la pared exterior del aula.


En la actualidad estamos recopilando las respuestas proporcionadas por todos estos sujetos. Tenemos planeadas otras varias decenas de ejecuciones, cada una con una variante ideada para que nos proporcione tantos datos útiles como sea posible. Adjunto los resultados de las cuatro primeras pruebas.

Tengan ustedes la seguridad de que rechazamos sin vacilar el pensamiento judío contaminado de traidores como el doctor Freud, y consideramos que la sólida filosofía nacionalsocialista y la ciencia nos permitirán ajustar el tipo de personalidad de los soldados al elemento letal, la naturaleza de las víctimas y la relación entre ellos, a fin de cumplir con más eficacia los objetivos que ustedes han fijado para nuestra gran nación.

Dentro de dos meses presentaremos a ustedes el informe completo.

Con el más humilde de los respetos,

coronel Reinhard Ernst,

plenipotenciario de Estabilidad Interior


Paul levantó la vista hacia el otro lado del campo. El soldado echó una mirada a los jóvenes que estaban dentro del aula, cerró la puerta y luego se acercó tranquilamente al autobús para poner el motor en marcha.

37

Cuando se cerró la puerta del aula los estudiantes miraron a su alrededor. Fue Kurt Fischer quien se levantó para acercarse a la ventana y golpear el cristal con los nudillos.

– Habéis olvidado darnos lápices -observó.

– En la parte de atrás hay algunos -respondió alguien. Kurt encontró tres lápices pequeños en la repisa de una pizarra.

– ¡Es que no hay para todos!

– ¿Cómo podemos hacer un examen sin lápices?

– ¡Abrid una ventana! -pidió alguien-. ¡Qué calor hace aquí!

Un muchacho rubio y alto, encarcelado por haber escrito un poema donde ridiculizaba a las Juventudes Hitlerianas, se levantó para forcejear con el pestillo.

Kurt regresó a su asiento y, después de romper el sobre, retiró las hojas; quería ver qué clase de información personal deseaban y si se le preguntaba algo sobre el pacifismo de sus padres. Pero se echó a reír, sorprendido.

– Mirad esto -dijo-. El mío no se ha impreso.

– Ni el mío.

– ¡Todos están así! ¡En blanco!

– Esto es absurdo.

El rubio dijo desde la ventana:

– No se pueden abrir. -Y miró a los otros reunidos en esa habitación sofocante-. Ninguna. Las ventanas no se abren.

– Déjame probar -dijo un joven corpulento. Pero las cerraduras también lo derrotaron-. Están herméticamente cerradas. ¿Por qué…? -Observó la ventana con los ojos entornados-. El cristal tampoco es normal. Es muy grueso.

Fue entonces cuando Kurt percibió el aroma fuerte y dulzón de los tubos de escape, que entraba en el aula por un respiradero instalado sobre la puerta.

– Qué es eso? ¡Aquí pasa algo raro!

– ¡Nos están matando! -gritó un muchacho-. ¡Mirad fuera!

– ¡Una manguera! ¡Mirad!

– Hay que salir. ¡Romped el cristal!

El joven corpulento que había tratado de abrir las ventanas miró a su alrededor.

– ¡Una silla, una mesa, cualquier cosa!

Pero los pupitres y los bancos estaban atornillados al suelo. Y aunque la habitación parecía ser un aula normal, no había punteros ni globos terráqueos, ni siquiera tinteros con los que tratar de romper los cristales. Varios estudiantes trataron de derribar la puerta a golpes de hombro, pero era gruesa, de roble, y estaba bloqueada desde fuera. La tenue nube azul de humo de tubo de escape entraba en un chorro incesante.

Kurt y otros dos muchachos trataron de romper las ventanas a patadas, pero el cristal era muy grueso: demasiado como para que pudieran quebrarlo sin una herramienta pesada. Había una segunda puerta, pero ésa también estaba bien trabada.

– Meted algo en los respiraderos.

Dos jóvenes se quitaron la camisa; Kurt y otro estudiante los levantaron en vilo. Pero Keitel y Ernst, sus asesinos, lo habían previsto todo. El orificio tenía una gruesa rejilla de un metro por cincuenta centímetros. No había manera de bloquear esa superficie lisa.

Los muchachos comenzaban a asfixiarse. Todo el mundo se apartó de las aberturas hacia los rincones de la habitación. Algunos rompieron en llanto; otros rezaban.

Kurt Fischer miró por la ventana. El oficial de «reclutamiento», que pocos minutos antes le había metido un gol, los miraba tranquilamente, cruzado de brazos, tal como alguien podría contemplar el juego de unos osos en el zoológico de la calle Budapest.


Paul Schumann vio allí delante el Mercedes negro, que aún protegía a su presa.

Vio al guardia de la SS que miraba alrededor, vigilante.

Vio al calvo acercarse al soldado que había conectado la manguera al aula; vio cómo le hablaba y apuntaba algo en una hoja de papel.

Vio un campo desierto en el que doce jóvenes acababan de jugar un partido de fútbol, en sus últimos minutos sobre la tierra.

Y sobre todas estas claras imágenes vio aquello que las vinculaba: el horroroso espectro del mal indiferente. Reinhard Ernst no era sólo el arquitecto de la guerra de Hitler, sino también un asesino de inocentes. Y su motivo: reunir información útil.

Allí el mundo entero estaba descabalado.

Paul apuntó el máuser hacia la derecha, hacia el calvo y el soldado. El segundo hombre de uniforme gris, apoyado contra el camión, fumaba un cigarrillo. Había alguna distancia entre los dos soldados, pero Paul creía poder despacharlos a ambos. En cuanto al calvo (que tal vez era el profesor mencionado en la carta a Hitler), no debía de estar armado y lo más probable era que huyese al primer disparo. Entonces Paul podría correr al aula, abrir la puerta y disparar para cubrir la huida de los chicos.

Ernst y su guardia escaparían o se protegerían tras el coche hasta que llegara alguna ayuda. Pero ¿cómo dejar morir a esos muchachos?

La mira del máuser se fijó en el pecho del soldado. Paul comenzó a aplicar presión contra el gatillo.

Luego, con un suspiro furioso, volvió a apuntar al Mercedes.

No; estaba allí con una sola finalidad: matar a Reinhard Ernst.

Los chicos del aula no eran asunto suyo. Habría que sacrificarlos. Una vez que él matara a Ernst, los otros soldados se pondrían a cubierto para responder al fuego; entonces Paul se vería obligado a escapar adentrándose de nuevo en el bosque, mientras los chicos se asfixiaban.

Schumann trató de no imaginar el horror que imperaba en esa habitación, lo que estarían pasando esos jóvenes. Una vez más tocó el hielo. Midió su respiración.

Y en ese momento sus oraciones recibieron respuesta: se abrió la portezuela trasera del coche de Ernst.

38

Yo solía pasar horas nadando y caminaba días enteros», pensó Willi Kohl, enfadado, mientras se apoyaba contra un árbol para recobrar el aliento. Era injusto que se dieran al mismo tiempo un apetito saludable y aptitudes para un trabajo sedentario.

Ach, también estaba la cuestión de la edad, claro.

Por no mencionar los pies.

La policía prusiana recibía el mejor entrenamiento del mundo, pero en su programa no figuraba eso de seguir a un sospechoso a través del bosque, como Göring en sus cacerías de osos. Kohl no veía señales del paso de Paul Schumann ni de persona alguna. Su propio avance era lento. De vez en cuando se detenía, al aproximarse a un matorral muy denso, para asegurarse de que nadie le estuviera apuntando con un arma. Luego reanudaba su cautelosa persecución.

Por fin, a través de la maleza, vio delante un campo de césped recortado en torno a un edificio escolar. Aparcados a poca distancia, un Mercedes negro, un autobús y un camión. También un Opel, al otro lado del campo. Había allí varios hombres; entre ellos, dos soldados y uno de la SS junto al Mercedes.

¿Sería todo eso algún tipo de negociación furtiva entre Schumann y ese Webber, cosas del mercado negro? Y en ese caso, ¿dónde estaban ellos?

Preguntas, sólo preguntas.

De pronto Kohl reparó en algo anormal. Se acercó un poco más, apartando la maleza, y se enjugó el sudor de los ojos para mirar con atención. Entre el tubo de escape del autobús y la escuela había una manguera. ¿Para qué? Tal vez estaban matando alimañas.

Pronto olvidó ese detalle curioso. Su atención se concentró en el Mercedes. Tenía la portezuela de atrás abierta y de él bajaba un hombre. Kohl, asombrado, notó que era un ministro del Gobierno: Reinhard Ernst, el coronel a cargo de lo que se denominaba «Estabilidad Interior», aunque todos sabían que era el genio militar responsable del rearme.

¿Qué hacía él allí? ¿Acaso…?

– Oh, no -susurró Willi Kohl, audiblemente-. ¡Dios mío!

De pronto comprendió con exactitud a qué se debían las alertas de seguridad, cuál era la relación entre Morgan, Taggert y Schumann, para qué estaba el norteamericano en Alemania.

El inspector echó a correr por el bosque rumbo al claro, con la pistola bien apretada en la mano, maldiciendo a la Gestapo, a la SS y a Peter Krauss por no haberle explicado lo que sabían. Maldecía también los veinte años y los veinticinco kilos que la vida había agregado a su cuerpo desde su ingreso en la policía. En cuanto a los pies, tan urgente era su deseo de impedir la muerte de Ernst que olvidó el dolor por completo.


¡Todo mentira!

«Todo lo que nos dijeron era mentira. Para que viniéramos voluntariamente a su cámara de ejecución». Kurt había creído que elegía la salida cobarde al aceptar unirse al servicio. Ahora iba a pagar esa decisión con la muerte. En cambio, si él y Hans hubieran ido al campo de concentración, probablemente habrían sobrevivido.

Nervioso, mareado, se sentó en el rincón del edificio académico 5, junto a su hermano. No estaba menos asustado que los demás ni menos desesperado; no obstante, no intentaba arrancar los pupitres del suelo ni derribar la puerta a golpes de hombro como los otros. Sabía que Ernst y Keitel esperaban eso y habían construido un edificio hermético, inexpugnable, para que les sirviera de ataúd. Los nacionalsocialistas eran tan eficientes como demoniacos.

Él blandía una herramienta diferente. Con el pequeño lápiz que había encontrado en la parte trasera del aula, garabateaba palabras inseguras en una página en blanco, arrancada de un libro. El título del volumen resultaba irónico, considerando que era el pacifismo lo que les había llevado a ese terrible lugar: Tácticas de la caballería durante la guerra entre Francia y Prusia, 1870-1871.

Alrededor, gemidos de miedo, gritos de ira, sollozos. Kurt apenas los oía.

– No tengas miedo -dijo a su hermano.

– No -dijo Hans, aterrado, con la voz quebrada-. No tengo miedo.

En vez de la carta tranquilizadora que había pensado escribir esa noche a sus padres, la que Ernst había prometido dejarles enviar, redactó una nota muy diferente.


Albrecht y Lotte Fischer

Calle Príncipe George n° 14

Swiss Cottage

Londres, Inglaterra


Si por algún milagro recibís esto, sabed, por favor, que en estos últimos minutos de vida os tenemos en el pensamiento. Las circunstancias de nuestra muerte tienen tan poco sentido como las de los millares que han muerto aquí antes que nosotros. Os rogamos que continuéis con vuestra obra, sin olvidarnos; así tal vez se acabe esta locura. Decid a quien quiera escucharos que el mal, aquí, es peor que cuanto puedan imaginar y que continuará hasta que alguien tenga el valor de impedirlo.

Sabed que os queremos.

Vuestros hijos


Los gritos cesaron; los jóvenes iban cayendo de rodillas o boca abajo y comenzaban a besar las tablas de roble y los zócalos, tratando de chupar el aire que pudiera haber bajo el suelo. Algunos se limitaban a orar apaciblemente.

Kurt Fischer apartó una vez más la mirada de lo que escribía. Hasta rió por lo bajo, pues de pronto comprendía que ése era el objetivo esencial que había deseado: hacer llegar el mensaje a sus padres y finalmente al mundo. Así lucharía contra el Partido. Su arma sería su muerte.

Ya cercano al final, sintió un curioso optimismo, seguro de que esa nota sería hallada y entregada. Y quizá, por medio de sus padres o de otros, sería la raíz capaz de quebrar la muralla de la cárcel que aprisionaba a su país.

El lápiz cayó de su mano.

Con las últimas migajas de pensamiento y energía, Kurt plegó la hoja y la guardó en su cartera, donde más posibilidades tendría de que la retiraran de su cadáver; Dios mediante, algún enterrador o un médico encontraría su mensaje y tendría el valor de enviarlo.

Luego estrechó la mano de Hans y cerró los ojos.


Paul Schumann aún no tenía blanco.

Reinhard Ernst se paseaba erráticamente junto al Mercedes, hablando al micrófono conectado por un cable al salpicadero del coche. Además la estatura de su guardaespaldas lo ocultaba a la vista del sicario.

Con el arma lista y el dedo en el gatillo, aguardaba a que el hombre se detuviese.

Tocar el hielo…

Dominar la respiración, ignorar las moscas que le zumbaban en la cara, ignorar el calor. Gritar mudamente a Reinhard Ernst: «¡Deja de moverte, hombre! Déjame hacer esto y volver a mi país, a mi imprenta, a mi hermano… a la familia que tuve, que aún puedo tener».

A su mente vino una rápida imagen de Käthe Richter; vio sus ojos, sintió sus lágrimas, oyó el eco de su voz.

Prefiero compartir mi país con diez mil asesinos que mi cama con uno solo.

Su dedo acarició el gatillo del máuser. La cara de Käthe, sus palabras, desaparecieron en un rocío de hielo.

Y justo en ese momento Ernst dejó de pasearse, colgó nuevamente el micrófono en el salpicadero del Mercedes y se apartó del coche. De pie, cruzado de brazos, charlaba amistosamente con su guardaespaldas, que movía la cabeza en una lenta afirmación. Ambos contemplaban el aula.

Paul apuntó la mira al pecho del coronel.

39

Al aproximarse al claro Willi Kohl oyó un fuerte disparo. Resonó contra los edificios y el paisaje antes de que se lo tragaran la hierba alta y los enebros que lo rodeaban. El inspector se agachó instintivamente. Vio que, al otro lado del claro, la alta silueta de Reinhard Ernst caía al suelo, junto al Mercedes.

«No… ¡Ese hombre ha muerto! ¡Es culpa mía! Por mi descuido, mi estupidez, han matado a un hombre, a un hombre que era vital para la patria».

El guardaespaldas del ministro, agazapado, buscaba al atacante. «¿Qué he hecho?», se preguntó el inspector.

Pero entonces resonó otro disparo.

Mientras se acercaba al tronco protector de un grueso roble, en el borde del claro, Kohl vio que un soldado del Ejército regular caía a tierra. Más allá, otro soldado yacía en el césped, con el pecho ensangrentado. A poca distancia un hombre calvo, de traje marrón, gateaba para refugiarse bajo el autobús.

El inspector miró luego al Mercedes. ¿Qué pasaba allí? Se había equivocado. ¡El ministro estaba indemne! Al oír el primer disparo Ernst se había arrojado al suelo para protegerse, pero ahora se incorporaba con cautela, pistola en mano. Su guardaespaldas había desenfundado un arma automática y también buscaba un blanco.

Schumann no había matado a Ernst.

Entonces resonó un tercer disparo en todo el claro. Hizo trizas una ventanilla del Mercedes. Un cuarto perforó la cubierta y el neumático del coche. Luego Kohl vio movimientos entre la hierba. ¡Era Schumann, sí! Corría desde el Opel hacia la escuela, disparando ocasionalmente hacia el Mercedes con un fusil largo; así impedía que Ernst y su guardia se incorporaran. Cuando estaba llegando a la puerta del aula, el hombre de la SS que protegía al ministro se levantó para disparar varias veces. No obstante el autobús protegía al norteamericano contra sus balas.

Pero no lo protegía de Willi Kohl.

El inspector se secó la mano contra los pantalones y apuntó a Schumann. Sería un disparo a larga distancia, pero no imposible. Y al menos podría inmovilizarlo hasta que llegaran otros soldados.

Pero en el momento en que Kohl comenzaba a apretar el gatillo, Schumann abrió de par en par la puerta del edificio. Le vio entrar y salir un instante después, llevando a un muchacho a rastras. Lo seguían varios más; tropezaban y se apretaban el pecho, tosiendo. Algunos vomitaban. Otro; luego tres más.

«¡Santo Cielo!». Kohl estaba atónito. El gas no era para las ratas ni los insectos, sino para esos chicos.

Schumann hizo un ademán para indicar a los jóvenes que fueran hacia el bosque. Antes de que Kohl pudiera recobrarse de la impresión y apuntar una vez más, el norteamericano volvió a disparar contra el Mercedes. Así cubrió a los muchachos con su fusil, mientras ellos buscaban la protección del espeso bosque.


El máuser le golpeó con fuerza el hombro al disparar otra vez. Paul apuntaba hacia abajo, con la esperanza de alcanzar a Ernst o al guardia en las piernas. Pero el coche estaba en una hondonada y resultaba imposible hacer blanco por debajo. Echó un rápido vistazo al interior del aula; ya salían los últimos jóvenes; a trompicones, huían hacia el bosque.

– ¡Corred! -gritó-. ¡Corred!

Y disparó dos veces más, para inmovilizar a Ernst y a su guardia.

Después de limpiarse el sudor de la frente con los dedos, trató de acercarse al Mercedes, pero el ministro y su guardaespaldas estaban armados y tenían buena puntería; además, el de la SS usaba una pistola automática. Dispararon repetidas veces, sin darle opción de avanzar. En tanto Paul forcejeaba con el cerrojo para cargar el arma, el guardia roció de balas el autobús y el suelo circundante. Ernst saltó al asiento delantero del Mercedes para coger el micrófono; luego volvió a cubrirse al otro lado del vehículo.

¿Cuánto tardarían en llegar los refuerzos? Paul había atravesado la población de Waltham, que estaba a apenas tres kilómetros; era una aldea de buen tamaño, donde sin duda habría un cuerpo de policía. Y la misma academia podía tener su propia fuerza de seguridad.

Si quería sobrevivir tenía que huir al momento.

Disparó dos veces más, hasta agotar las municiones del Máuser. Luego dejó caer el fusil y se agachó para arrebatar la pistola a uno de los soldados muertos. Era una Luger, como la de Reginald Morgan.

Frenéticamente, cargó el arma.

Al bajar la vista vio, agachado y medio escondido bajo el autobús, al hombre calvo y de bigote que había conducido a los estudiantes al interior del edificio.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Paul en alemán.

– Por favor, señor. -Le temblaba la voz-. No me…

– ¡Tu nombre!

– Doctor-profesor Keitel, señor. -El hombre lloraba-. Por favor…

Paul recordó el nombre: estaba en la carta referida al Estudio Waltham. Levantó la pistola y le disparó una sola vez, al centro de la frente.

Luego echó un último vistazo hacia el coche de Ernst. No había allí blanco alguno. Cruzó el prado a la carrera, disparando varias veces al interior del Mercedes, para impedir que Ernst y el guardia se incorporaran. Pronto se zambullía en el bosque, en tanto las balas del hombre de la SS cortaban el exuberante follaje verde en torno a él, sin acercarse siquiera al blanco.

40

Willi Kohl se había alejado del claro; ya empapado de sudor y descompuesto por el calor y el esfuerzo, caminaba nuevamente hacia el camión del Servicio Laboral, que debía de ser el medio de escape de Schumann. Desinflaría los neumáticos para impedir que se escapara.

Cien metros, doscientos, jadeando y preguntándose quiénes eran esos jóvenes. ¿Criminales? ¿Inocentes?

Se detuvo a recobrar el aliento. Si no lo hacía, sin duda Schumann oiría con facilidad su respiración sibilante en cuanto se acercara.

Recorrió el bosque con la mirada. No se veía nada.

¿Dónde estaba el camión? Se había desorientado. ¿Por aquí? No, hacia el otro lado.

Pero tal vez Schumann no iba hacia el camión. Tal vez tenía otra manera de escapar. Después de todo el hombre era brillante. Tal vez había escondido…

Sin un ruido, sin advertencia alguna, un trozo de metal caliente le tocó la nuca.

¡No! Su primer pensamiento fue: «Heidi, amor mío… ¿cómo te las arreglarás sola con los chicos, en este mundo loco? ¡Oh, no, no!».

– No se mueva -dijo la voz en alemán, con un acento levísimo.

– No… ¿Es usted Schumann? -preguntó Kohl en inglés.

– Deme la pistola.

Soltó el arma. Schumann la cogió. Una mano enorme lo aferró por el hombro y lo obligó a girar.

«Qué ojos», pensó Kohl, petrificado. Y volvió a su lengua materna.

– Va a matarme, ¿verdad?

El norteamericano, sin decir nada, le palpó los bolsillos por si tuviera otras armas. Luego dio un paso atrás para examinar el campo y el bosque. Como si lo tranquilizara comprobar que estaban solos, hundió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó varias hojas de papel, húmedas de sudor, que entregó a Kohl.

– ¿Qué es esto? -preguntó éste.

– Léalo.

– Mis gafas, por favor. -El inspector miró hacia el bolsillo de su chaqueta.

Schumann retiró las gafas y se las dio.

Después de montárselas en la nariz, Kohl desplegó los documentos y los leyó deprisa. Espantado por esas palabras, levantó la vista, mudo, y la clavó en los ojos azules de Schumann. Luego volvió a leer la primera página.


Ludwig:

Adjunto a ésta el borrador de mi carta al Führer sobre nuestro estudio. Notarás que he incluido una referencia a las pruebas que haremos hoy en Waltham. Esta noche podremos añadir los resultados.

Creo que, en esta temprana etapa del estudio, es mejor calificar como criminales de Estado a los que matan nuestros sujetos militares. Por ende verás que, en esta carta, las dos familias judías que matamos en Gatow figuran como subversivos judíos; los trabajadores polacos eliminados en Charlottenburg, como infiltrados extranjeros; los rumanos, como degenerados sexuales. En cuanto a los jóvenes arios de hoy, en la Academia Waltham, serán disidentes políticos…


«Oh, Dios bendito», pensó. «¡El caso de Gatow, el de Charlottenburg! Y otro más: gitanos asesinados. ¡Y esos jóvenes de hoy! Y planeaban otros… Los han matado sólo para este bárbaro estudio, autorizado por la plana mayor de nuestro Gobierno».

– Yo…

Schumann recuperó las hojas.

– De rodillas. Cierre los ojos.

Kohl miró una vez más al norteamericano. Ach, sí, tenía ojos de asesino. ¿Cómo se le había pasado por alto en la pensión? «Tal vez porque ya hay tantos asesinos entre nosotros que nos hemos vuelto inmunes». Willi Kohl había actuado con humanidad al dejar a Schumann en libertad mientras él continuaba la investigación, en vez de enviarlo a una muerte segura en las celdas de la SS o la Gestapo. Había salvado la vida de un lobo que ahora se volvía contra él. Sí, podía decir a Schumann que él no sabía nada de ese horror, pero ¿qué motivos tenía ese hombre para creerle? Además (lo pensó con vergüenza), pese a su ignorancia sobre esa monstruosidad en particular, era innegable que el inspector estaba vinculado a la gente que lo había perpetrado.

– ¡Venga! -susurró Schumann con fiereza.

Kohl se arrodilló entre las hojas, pensando en su esposa. Recordaba los almuerzos al aire libre en el bosque de Grünewald, cuando eran jóvenes recién casados. Ah, el tamaño de la cesta que ella preparaba, la sal de la carne, el aroma resinoso del vino, los encurtidos… El contacto de su mano.

El inspector cerró los ojos y rezó; al menos los nacionalsocialistas no habían hallado la manera de convertir en delito la comunicación espiritual. Pronto se sumió en una especie de trance, encomendando a Dios que cuidara de Heidi y sus hijos.

Y al fin cayó en la cuenta de que habían pasado varios segundos.

Con los ojos aún cerrados escuchó con atención. No se oía más que el viento entre los árboles, el zumbido de los insectos, la voz de tenor de un avión allá arriba.

Otro par de interminables minutos. Por fin abrió los ojos. Dudaba. Luego se volvió con lentitud, esperando oír un pistoletazo en cualquier momento.

No había señales de Schumann. El corpulento hombre se había escabullido silenciosamente del claro. A poca distancia se oyó el ruido de un motor de combustión al ponerse en marcha. Luego, el chirrido de las marchas.

Se levantó. Tan deprisa como lo permitían su corpulencia y sus pies doloridos, corrió en dirección al ruido. Al llegar al camino de servicio lo siguió hacia la carretera. No había rastros del camión del Servicio Laboral. Kohl se volvió hacia su DKW, pero pronto se detuvo. Tenía el capó levantado y unos cables colgando: Schumann lo había inutilizado. Giró en redondo para desandar apresuradamente el trayecto hacia el edificio académico.

Llegó en el momento en que dos coches de la SS se detenían derrapando. De ellos bajaron hombres uniformados que rodearon inmediatamente el Mercedes, en cuyo interior estaba Ernst. Pistola en mano, miraban hacia el bosque en busca de amenazas.

Kohl cruzó el claro hacia ellos. Los hombres de la SS fruncieron el ceño al verlo llegar y le apuntaron con las armas.

– ¡Soy de la Kripo! -anunció sin aliento. Y agitó su credencial.

El comandante de la SS le indicó por señas que se acercara.

Heil Hitler.

Heil -jadeó Kohl.

– ¿Inspector de la Kripo de Berlín? ¿Qué hace usted aquí? ¿Ha oído el informe de radio sobre el ataque al coronel Ernst?

– No. He seguido al sospechoso hasta aquí, capitán. Pero ignoraba sus intenciones de atacar al coronel. Quería detenerlo por otro caso.

– Ni el coronel ni su guardia pudieron ver al atacante -dijo el hombre de la SS-. ¿Usted sabe cómo es?

Kohl vaciló.

Una sola palabra le quemaba la mente. Se había fijado allí como una lapa y no quería salir.

Esa palabra era «deber».

Por fin Kohl dijo:

– Sí, señor, lo conozco.

El comandante de la SS dijo:

– Bien. He ordenado bloquear todas las carreteras de la zona. Haré llegar la descripción a los controles. Es ruso, ¿no? Al menos eso nos han dicho.

– No, es norteamericano. Y puedo proporcionar algo mejor que su descripción. Sé qué coche conduce y tengo su fotografía.

– ¿De veras? -El comandante arrugó la frente-. ¿Cómo?

– Él mismo me ha entregado esto, hace unas horas.

Willi Kohl no tenía otra opción. Con el corazón atormentado, hurgó en su bolsillo para entregar el pasaporte al comandante.

41

«Soy un estúpido», pensó Paul Schumann.

Estaba desesperado y aquello no tenía fin.

Conducía el camión del Servicio Laboral hacia el oeste, por carreteras secundarias que conducían a Berlín. Buscaba en el espejo retrovisor cualquier señal de que lo estuvieran persiguiendo.

Un estúpido…

«¡Tenía a Ernst en la mira! ¡Podría haberlo matado! Pero…».

Pero entonces los otros, los muchachos, habrían tenido una muerte horrorosa en esa condenada aula. Se había ordenado no pensar en ellos. Tocar el hielo. Hacer aquello para lo que había ido a ese turbulento país.

Pero no pudo.

Paul golpeó el volante con la palma, lleno de ira. ¿Cuántos otros morirían ahora por esa decisión suya? Cada vez que leyera en el periódico que los nacionalsocialistas habían expandido su Ejército, que tenían armas nuevas, que sus soldados habían participado en ejercicios de entrenamiento, que seguía desapareciendo gente, que alguien había muerto ensangrentado en el cuarto cuadrado de cemento contando desde el césped, en el Jardín de las Bestias, se sentiría responsable.

Y haber matado a ese monstruo de Keitel no restaba espanto a su decisión. Reinhard Ernst, un hombre mucho peor de lo que nadie hubiera imaginado, seguía con vida.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estúpido…

Bull Gordon lo había escogido porque era muy hábil. Sí, claro, tocaba el hielo. Pero un hombre mejor, más fuerte, no se hubiera limitado a coger el frío: lo habría metido dentro de su alma para tomar la decisión correcta, fuese cual fuese el coste para esos muchachos. Paul Schumann continuó su marcha, con la cara ardiendo de vergüenza; regresaba a Berlín, donde se escondería hasta que llegara el avión de rescate, por la mañana.

Pero al virar en una curva frenó en seco. Un camión del Ejército le bloqueaba el paso. De pie, a su lado, había seis hombres de la SS, dos de ellos armados con ametralladoras. Paul no esperaba que tardaran tan poco en instalar controles, ni que lo hicieran en carreteras tan secundarias como ésa. Cogió las dos pistolas, la suya y la del inspector, y las puso en el asiento, a mano.

Luego hizo un saludo flojo:

Heil Hitler.

Heil, oficial -fue la seca respuesta del comandante de la SS, aunque hubo un dejo burlón en la mirada que echó al uniforme del Servicio Laboral, que Paul había vuelto a ponerse.

– Dígame, por favor, ¿qué sucede?

El comandante se aproximó al camión.

– Buscamos a una persona relacionada con un incidente que se ha producido en la Academia Militar Waltham.

– ¿Por eso he visto antes tantos coches oficiales en la ruta? -preguntó Paul, con el corazón golpeándole el pecho.

El oficial de la SS respondió con un gruñido. Luego le miró fijamente. Iba a hacerle una pregunta, pero en ese momento se detuvo una motocicleta y el conductor, después de apagar el motor, se apeó de un salto para correr hacia el comandante.

– Señor -dijo-, un detective de la Kripo ha averiguado la identidad del asesino. He aquí su descripción.

Paul acercó lentamente su mano hacia la Luger. Podía matar a esos dos, pero aún quedarían los otros, a poca distancia.

El motociclista entregó un papel al comandante y continuó:

– Es norteamericano. Pero habla alemán con fluidez.

El militar consultó la nota. Echó un vistazo a Paul y luego nuevamente al papel.

– El sospechoso – anunció – mide aproximadamente un metro setenta y cinco de estatura y es muy delgado. Pelo negro y bigote. Según su pasaporte, se llama Robert E. Gardner.

Paul miró fijamente al comandante, asintiendo en silencio. «¿Gardner?», se preguntaba.

Ach -dijo el oficial de la SS-, ¿por qué me mira? ¿Ha visto a alguien así?

– No, señor. Lo siento. No lo he visto.

¿Gardner? ¿Quién era? «Un momento… sí», recordó: ese nombre figuraba en uno de los pasaportes falsos de Robert Taggert.

Kohl había entregado a la SS ese documento en vez del de Paul.

El comandante volvió a mirar el papel.

– El detective ha informado de que el hombre conducía un sedán Audi de color verde. ¿Ha visto usted ese vehículo en esta zona?

– No, señor.

Paul vio por el espejo que dos de los otros hombres estaban inspeccionando la parte trasera de su vehículo. Enseguida anunciaron:

– Aquí está todo bien.

El comandante continuó:

– Si ve a ese hombre o al Audi, póngase inmediatamente en contacto con las autoridades. -Luego gritó al conductor del camión atravesado en la carretera-: ¡Que pase!

– Heil Hitler -saludó Paul, con más entusiasmo del que había oído a nadie desde su llegada a Alemania.

– Sí, sí, Heil. ¡Circule!


Un Mercedes de la plana mayor de la SS frenó derrapando frente al edificio 5 de la Academia Militar Waltham, donde Willi Kohl observaba a las decenas de soldados que recorrían el bosque, en busca de los jóvenes escapados del aula.

Se abrió la portezuela del coche y de él se apeó nada menos que Heinrich Himmler en persona. Después de limpiar con un pañuelo sus gafas de maestro de escuela, se acercó a grandes pasos al grupo formado por el comandante de la SS, Kohl y Reinhard Ernst, quien había bajado del Mercedes y estaba rodeado por diez o doce guardias.

Kohl levantó el brazo y Himmler respondió con un saludo breve; luego estudió atentamente al hombre, con los ojos tensos.

– ¿Usted es de la Kripo?

– Sí, jefe de policía Himmler. Soy el detective-inspector Kohl.

– Ah, sí. Conque usted es Willi Herman Kohl.

El detective se quedó desconcertado por el hecho de que el gran jefe de la policía alemana conociera su nombre. Al recordar su archivo de la SD se sintió aún más intranquilo. Aquel endeble hombre le volvió la espalda y preguntó a Ernst:

– ¿Estás bien?

– Sí, pero ha matado a varios oficiales y a mi colega, el doctor-profesor Keitel.

– ¿Dónde está el asesino?

El comandante de la SS dijo agriamente:

– Ha escapado.

– ¿Y quién es?

– El inspector Kohl ha averiguado su identidad. -Ernst, con una temeridad que su rango permitía (pero que Kohl no se habría atrevido a emplear), dijo abruptamente-: Mira la foto del pasaporte, Heinrich. Es el mismo que estuvo en el Estadio Olímpico. Estuvo a un metro del Führer, de todos los ministros. A un paso de todos nosotros.

– ¿Gardner? -preguntó Himmler, inquieto, mientras echaba un vistazo al documento que le mostraba el comandante de la SS. -En el estadio utilizó un nombre falso. O quizá el falso es éste. -El hombrecillo levantó una mirada ceñuda-. Pero ¿por qué te salvó la vida en el estadio?

– Evidentemente, no me salvó la vida -dijo Ernst bruscamente-. Yo no estaba en peligro, recuérdalo. Él mismo debió de haber colgado el arma en el cobertizo, para presentarse como aliado nuestro. Así franqueaba nuestras defensas, desde luego. Vaya uno a saber a quién más pensaba matar cuando hubiera acabado conmigo. Tal vez al mismo Führer. El informe del que nos hablaste decía que era ruso -añadió con un deje de acritud-. Pero este pasaporte es norteamericano.

Himmler calló por un momento, en tanto barría con la mirada las hojas secas que tenía a sus pies.

– Los norteamericanos no tienen ningún motivo para hacerte daño. Supongo que lo contrataron los rusos. -Miró a Kohl-. ¿Y cómo ha sabido usted de este asesino?

– Por pura coincidencia, jefe de policía del Estado. Le estábamos siguiendo porque era el sospechoso de otro caso. Sólo al llegar aquí caí en la cuenta de que el coronel Ernst estaba en la Academia y de que el sospechoso tenía intención de matarlo.

– Pero ¿usted sabía del atentado anterior contra el coronel Ernst? -preguntó inmediatamente Himmler.

– ¿Del incidente al que se ha referido el coronel hace un momento, en el Estado Olímpico? No, señor. No estaba enterado.

– ¿No?

– No, señor. La Kripo no ha sido informada. Hace apenas dos horas me he entrevistado con el jefe de inspectores Horcher; él tampoco sabía nada del asunto. -Kohl meneó la cabeza-. Ojalá se nos hubiera informado, señor. Así habría podido coordinar mi caso con la SS y la Gestapo; de esa manera quizá este incidente no se habría producido y estos hombres no habrían muerto.

– ¿Eso significa que usted no sabía que nuestras fuerzas de seguridad buscaban desde ayer a un posible infiltrado? -preguntó Himmler, con el plúmbeo tono de un mal actor de cabaré.

– En efecto, mi jefe de policía. -Kohl miró a aquel hombre a los ojos diminutos, enmarcados por gafas redondas de montura negra, y comprendió que era Himmler en persona quien había dado la orden de mantener a la Kripo a oscuras con respecto a la alerta de seguridad. Después de todo, era el Miguel Ángel del Tercer Imperio en el arte de atribuirse méritos, robar gloria y desviar las culpas, aún más que Göring. Kohl se preguntó si él mismo correría algún riesgo. Se había producido un fallo de seguridad potencialmente desastroso; ¿beneficiaría a Himmler sacrificar a alguien por el descuido? La estrella de Kohl parecía estar al alza, pero a veces hace falta un chivo expiatorio, sobre todo cuando tus intrigas han estado a punto de provocar la muerte del experto en rearme de Hitler. Kohl tomó una decisión rápida.

– Lo curioso -añadió- es que tampoco me haya dicho nada nuestro oficial de enlace con la Gestapo. Nos vimos ayer mismo por la tarde. Es una pena que no me haya mencionado los detalles específicos de este asunto de seguridad.

– ¿Y quién es vuestro enlace con la Gestapo?

– Peter Krauss, señor.

– Ah. -El jefe de la policía del Estado, con un gesto de asentimiento, archivó la información y perdió todo interés por Willi Kohl.

– Aquí había también unos prisioneros políticos -dijo Reinhard Ernst, evasivo-. Diez o doce jóvenes. Han escapado por el bosque. He ordenado a las tropas que los busquen.

Sus ojos se desviaron nuevamente hacia el aula mortífera. Kohl también miró el edificio, que parecía tan benigno, una modesta institución de estudios superiores que databa de la Prusia del Segundo Imperio y, sin embargo, representaba el mal en estado más puro. Notó que Ernst había hecho retirar la manguera del tubo de escape y alejar el autobús. Algunos documentos que habían quedado esparcidos en el suelo, probablemente parte del abominable Estudio Waltham, también habían desaparecido.

El inspector dijo a Himmler:

– Con su permiso, señor, me gustaría redactar cuanto antes un informe y colaborar en la captura del asesino.

– Sí, inspector, hágalo inmediatamente.

Heil Hitler.

Heil -saludó Himmler.

Kohl echó a andar hacia unos hombres de la SS que permanecían junto a un camión, para pedirles que lo llevaran de regreso a Berlín. Mientras caminaba penosamente hacia ellos decidió que podía maquillar el incidente de manera que se redujera el riesgo para sí mismo. La pura verdad era que la foto del pasaporte correspondía a la cara de un hombre que había muerto en una pensión de Berlín antes de que se produjera el atentado contra Ernst. Pero eso lo sabían sólo Janssen, Paul Schumann y Käthe Richter. Los dos últimos no ofrecerían voluntariamente ninguna información a la Gestapo; en cuanto al candidato a inspector, Kohl enviaría a Janssen a Potsdam inmediatamente, para mantenerlo ocupado durante varios días con uno de los homicidios que estaban sin resolver en esa zona; entonces asumiría el control de todos los expedientes sobre Taggert y el homicidio del pasaje Dresden. Esa noche daría parte del cuerpo del asesino, que había muerto tratando de escapar. Desde luego, el forense no podría haber realizado todavía la autopsia (si es que habían retirado el cadáver); Kohl se aseguraría, mediante favores o soborno, de que la hora de la muerte fuera posterior al atentado de la Academia.

No creía que hubiera más investigaciones. Todo ese asunto era ya un bochorno peligroso: para Himmler, por su desidia en cuanto a la seguridad del Estado, y para Ernst, debido a ese incendiario Estudio Walthaan. Podría…

– Eh, Kohl… ¿Inspector Kohl? -lo llamó Heinrich Himmler. Se volvió.

– ¿Sí, señor?

– ¿Cuándo calcula que estará listo su protegido?

El inspector reflexionó durante un momento; no encontraba sentido a aquella pregunta.

– Eh… Sí, jefe de policía Himmler. ¿Mi protegido?

– Konrad Janssen. ¿Cuándo podrá pasar a la Gestapo?

¿Qué significaba eso? A Kohl se le quedó la mente en blanco por un momento. Himmler continuó:

– Ya sabe usted que lo aceptamos en la Gestapo antes de su graduación en la Academia de Policía, ¿no? Pero queríamos que se formara con uno de los mejores investigadores del Alex antes de trabajar en la calle Príncipe Albrecht.

Ante esa noticia Kohl sintió el golpe en pleno pecho, pero se recuperó con celeridad.

– Perdone, señor -dijo, meneando la cabeza con una sonrisa-. Lo sabía, desde luego, pero estaba tan concentrado en este incidente… Con respecto a Janssen, pronto estará preparado. Ha demostrado tener un gran talento.

– Hace tiempo que lo tenemos en la mira, Heydrich y yo. Ya puede usted enorgullecerse de ese muchacho. Me da la sensación de que ascenderá deprisa. Heil Hitler.

– Heil.

Kohl se alejó devastado. ¿Janssen? ¿Tenía pensado desde un principio trabajar para la policía política secreta? Al inspector le temblaban las manos por el dolor de esa traición. Conque el muchacho le había mentido en todo, también al decir que deseaba ser investigador criminal y que no pensaba afiliarse al Partido, cuando para ascender en la Gestapo y la Sipo debería ser miembro del mismo. El inspector sintió un escalofrío al recordar las muchas indiscreciones que había compartido con el candidato a inspector.

Por esto que he dicho, Janssen, usted podría hacerme arrestar y enviar a Oranienburg durante un año…

Aun así, reflexionó, el candidato a inspector necesitaba de él para avanzar. No le convenía denunciarlo. Tal vez el peligro no era tan grande como podría haber sido.

Kohl levantó la vista desde el suelo hacia el grupo de la SS que rodeaba el camión. Uno de ellos, un hombre corpulento con casco negro, preguntó:

– ¿Si? ¿En qué podernos servirle?

Él explicó lo de su DKW.

– ¿Que el asesino lo ha inutilizado? ¿Y por qué se ha tomado esa molestia, si usted no lo habría alcanzado ni aunque él huyera a pie? -Los soldados rieron-. Sí, sí, lo llevaremos, inspector. Partiremos dentro de algunos minutos.

Kohl asintió y, todavía aturdido por la desagradable sorpresa de haber descubierto lo de Janssen, subió al camión y se instaló allí, solo. El disco anaranjado del sol descendía tras una ladera erizada de flores y hierba. Curvó los hombros, con la cabeza apoyada contra el asiento. Los de la SS subieron al vehículo y lo pusieron en marcha. Salieron de la Academia rumbo al sudeste, hacia Berlín.

Los soldados conversaban sobre el intento de asesinato, sobre los Juegos Olímpicos y el gran acto nacionalsocialista que se proyectaba para el próximo fin de semana en Spandau.

Fue en ese momento cuando el inspector tomó una decisión. Parecía absurdamente impulsiva, tan repentina como la súbita desaparición del sol bajo el horizonte: un color intenso en el cielo y, un momento después, apenas una penumbra azul grisácea. Pero tal vez no fuera una decisión consciente, sino algo inevitable, determinado mucho tiempo atrás por leyes inmutables, tal como la tarde había de convertirse en noche.

Willi Kohl y su familia abandonarían Alemania.

La traición de Konrad Janssen y el Estudio Waltham, dos claros emblemas de lo que era el Gobierno y hacia dónde se encaminaba, eran motivo suficiente. Pero lo que en verdad decidía la cuestión era ese norteamericano, Paul Schumann.

De pie entre los oficiales de la SS, frente al edificio 5, consciente de que tenía en su bolsillo tanto el pasaporte auténtico de Schumann como el falso de Taggert, Kohl se había torturado por tener que cumplir con su deber. Y al fin lo había hecho. Pero lo triste era que su obligación le ordenaba actuar en contra de su país.

En cuanto al motivo por el cual se iría, lo sabía también. Continuaría simulando que ignoraba la decisión de Janssen (aunque, desde luego, dejaría de hacerle comentarios imprudentes); diría todo aquello que el jefe de inspectores Horcher deseara; se mantendría bien lejos del sótano de la Kripo, con sus atareadas máquinas clasificadoras; manejaría casos como el de Gatow exactamente como ellos querían… lo cual significaba, naturalmente, no manejarlos en absoluto. Sería el modelo de policía nacionalsocialista.

Y en febrero, cuando viajara a Londres para asistir al congreso de la Policía Criminal, llevaría consigo a toda su familia. Y desde allí se embarcarían hacia Nueva York, adonde habían emigrado años antes dos primos, que se ganaban la vida en la gran ciudad.

Al viajar en calidad de alto funcionario de la Kripo, le sería fácil obtener documentos de salida y autorización para llevar consigo una buena cantidad de dinero. Tendría que maniobrar con astucia al prepararlo todo, desde luego, pero en la Alemania actual, ¿quién no tenía cierta habilidad para la intriga?

Heidi se alegraría del cambio, por supuesto: tendría un refugio para sus hijos. Günter se libraría de sus compañeros de las juventudes Hitlerianas. Hilde podría continuar estudiando y tal vez llegara a ser profesora, como deseaba.

Respecto a la hija mayor había una complicación, desde luego: Heinrich Sachs, su prometido. Pero Kohl decidió persuadir al joven de que los acompañara. Sachs se oponía con vehemencia al nacionalsocialismo, no tenía parientes cercanos y estaba tan enamorado de Charlotte que la seguiría a cualquier parte. El joven era un funcionario talentoso, hablaba bien inglés y, pese a sufrir algunos ataques de artritis, era un trabajador incansable; probablemente en Estados Unidos conseguiría empleo con mucha más facilidad que él mismo.

En cuanto al inspector, ¡comenzar de nuevo ya en la madurez, qué desafío abrumador! Pensó con ironía en esa descabellada obra del Führer, Mi lucha. ¡Para lucha la que le esperaba a él! Un hombre cansado, con familia, que iba a comenzar de nuevo a una edad en la que ya debía estar delegando casos en los inspectores jóvenes y tomándose algunas horas libres para acompañar a sus hijos al Luna Park. Pero no era por pensar en el esfuerzo y la incertidumbre venideros por lo que se sentía tan sofocado; no era por eso por lo que se le llenaban los ojos de lágrimas, hasta el punto de que hubo de apartarlos de los muchachos de la SS.

No: las lágrimas eran por lo que veía en ese momento, mientras giraban en una curva de la carretera a Berlín: las llanuras de Prusia. Aunque se mostraban polvorientas y pálidas en ese atardecer del seco verano, aun así exudaban una grandeza palpable, pues eran las planicies de su querida Alemania, una gran nación a la que unos cuantos ladrones habían robado trágicamente las verdades y los ideales.

Kohl hundió la mano en el bolsillo, en busca de su pipa de meerschaum. Después de llenar la cazoleta buscó en la americana, pero no tenía cerillas. Se oyó un chasquido; el recluta de la SS sentado junto a él había encendido una y se la ofrecía.

– Gracias -dijo Kohl. Y chupó para encender el tabaco. Luego se apoyó contra el respaldo, llenando el ambiente de un acre aroma a cerezas; en el parabrisas surgían ya a la vista las luces de Berlín.

42

El coche serpenteaba como una bailarina a lo largo de la carretera que llevaba a Charlottenburg. Reinhard Ernst, en el asiento trasero, se agarraba para resistir los giros, con la cabeza apoyada en la lujosa tapicería de piel. Tenía un nuevo chófer-guardaespaldas; Claus, el teniente de la SS que lo había acompañado a la Academia Waltham, había resultado herido al volar los cristales de la ventanilla y estaba hospitalizado. Seguía al Mercedes otro coche de la SS, lleno de guardias de casco negro.

Se quitó las gafas para frotarse los ojos. Ach, Keitel había muerto y también el soldado que participaba en el estudio. «Sujeto D», lo llamaba Ernst, que ni siquiera sabía su nombre. ¡Qué desastroso había resultado ese día!

Sin embargo, lo que sobresalía entre los pensamientos del coronel era la decisión tomada por el asesino frente al edificio 5. «Si hubiera querido matarme», reflexionaba Ernst, «y obviamente ésa era su misión, podría haberlo hecho con facilidad». Pero había decidido no hacerlo y, en cambio, rescatar a los jóvenes. Al reflexionar sobre ese acto veía con claridad el horror de lo que había estado haciendo. En verdad el Estudio Waltham era algo abominable. Él había dicho a esos jóvenes, mirándolos a los ojos, que si cumplían un año de servicio militar se les absolvería de todo pecado. Y lo había hecho sabiendo que era mentira, una falsedad tejida sólo para mantener a las víctimas tranquilas y desprevenidas, a fin de que el soldado pudiera intimar con ellas antes de matarlas.

Sí, había mentido a los hermanos Fischer, tal como había mentido a los trabajadores polacos al prometerles paga doble por trasplantar unos árboles para las Olimpiadas. Y a las familias judías de Gatow, al aconsejarles que se reunieran junto al río, pues en la zona había algunos Camisas Pardas renegados de los que Ernst y sus hombres les protegerían.

Él no tenía nada contra los judíos. En la guerra había combatido con ellos; los consideraba tan inteligentes y valerosos como cualquiera. Más aún: si se basaba en los judíos que había conocido entonces y en tiempos posteriores, no lograba ver ninguna diferencia entre ellos y los arios. En cuanto a los polacos, el estudio de la historia le demostraba que ellos tampoco se diferenciaban mucho de sus vecinos prusianos; en verdad tenían una nobleza que pocos nacionalsocialistas poseían.

Repugnante, lo que hacía con ese estudio. Horroroso. Sintió la punzada de una vergüenza aguda como un puñal, como el dolor que le había quemado el brazo al recibir la metralla caliente en el hombro durante la guerra.

La carretera era ya recta; se aproximaban al barrio donde él vivía. Se inclinó hacia delante para indicar al conductor el camino a su casa.

Abominable, sí…

Y no obstante… Mientras miraba los edificios familiares, las cafeterías y los parques de esa parte de Charlottenburg, el horror empezó a esfumarse, tal como sucedía en el campo de batalla tras sonar el último disparo de máuser o Enfield, cuando cesaban los cañonazos y se apagaban los gritos de los heridos. Recordó haber observado al «oficial de reclutamiento», el sujeto D, que de buena gana, caballerosamente casi, había conectado la manguera mortífera a la escuela, aunque minutos antes había estado jugando al fútbol con las víctimas. Otro soldado podría haberse resistido. Si él no hubiera muerto, sus respuestas al cuestionario del doctor-profesor habrían resultado sumamente útiles para establecer los criterios a utilizar para seleccionar a los hombres adecuados para cada tarea.

La debilidad que había sentido un momento atrás, el arrepentimiento impulsado por la decisión del asesino de renunciar a su propia misión, desapareció súbitamente. Una vez más tuvo la seguridad de estar haciendo lo correcto. Que Hitler se regodease con la locura. Sin duda morirían algunos inocentes antes de que pasara la tormenta, pero finalmente el Führer desaparecería; en cambio, el Ejército que Ernst estaba creando perduraría después que él y sería la columna vertebral de una nueva gloria alemana… y, en último término, de una nueva paz en Europa.

Había que hacer sacrificios.

Por la mañana comenzaría la búsqueda de otro psicólogo o doctor-profesor que lo ayudara a continuar la obra. Y esta vez buscaría a alguien más acorde con el espíritu del nacionalsocialismo. ¡Y que no tuviera abuelos judíos, por Dios! Ernst debía ser más astuto. En ese momento de la historia era necesario ser astuto.

El coche se detuvo frente a su casa. Ernst dio las gracias al conductor y se apeó. Los hombres del coche que lo seguía también salieron y se reunieron con los que ya custodiaban su residencia. El comandante le dijo que la guardia permanecería allí hasta que el asesino estuviera detenido o hasta que se verificara su muerte o su huida del país. Ernst le dio cortésmente las gracias y entró. Mientras saludaba a Gertrud con un beso, ella echó un vistazo a las manchas de hierba y lodo que tenía en los pantalones.

¡Ach, Reinie, no tienes remedio!

Él sonrió débilmente, sin darle explicaciones. Su esposa regresó a la cocina, donde estaba preparando algo fragante, con vinagre y ajo. Ernst subió al piso de arriba para lavarse y cambiarse de ropa. Su nieto dibujaba algo en su habitación.

– ¡Opa! -El niño corrió hacia él.

– Hola Mark. ¿Quieres que trabajemos en nuestro barco esta noche?

El pequeño no respondió. Ernst notó que estaba ceñudo.

– ¿Qué pasa?

– Me has llamado Mark, Opa. Así se llamaba papá.

¿De verdad?

– Perdona, Rudy. No pensaba con claridad. Es que hoy estoy muy cansado. Creo que necesito una siesta.

– Sí, yo también duermo la siesta -aseguró el niño de inmediato, feliz de complacer a su abuelo con sus conocimientos-. A veces estoy cansado por la tarde. Mutti me da leche caliente, algunas veces con cacao, y luego duermo la siesta.

– Exacto. Así es como se siente el tonto de tu abuelo. El día ha sido largo y necesita una siesta. Ahora ve a preparar la madera, que después de cenar trabajaremos con nuestro barco.

– Sí, Opa, enseguida.


Cerca de las tres de la tarde Bull Gordon subió los peldaños de La Habitación, en Manhattan. En otros barrios la ciudad estaba bulliciosa y vibrante, a pesar de ser domingo, pero allí todo era silencio.

La casa, con las persianas cerradas, parecía desierta, pero al acercarse Gordon, que ese día vestía de paisano, la puerta de la calle se abrió antes de que pudiera sacar la llave del bolsillo.

– Buenas tardes, señor -le dijo el marino de uniforme en voz baja.

Él lo saludó con una inclinación de cabeza.

– El senador está en la sala, señor.

– ¿Solo?

– Sí.

Gordon colgó su abrigo de un perchero del vestíbulo. Sentía el peso del arma en el bolsillo. No creía que le hiciera falta, pero se alegraba de tenerla allí. Antes de entrar en la pequeña habitación inspiró profundamente.

El senador estaba sentado en un sillón, junto a una lámpara de pie de Tiffany, escuchando la radio. Al ver a Gordon apagó la Philco.

– ¿Cansado del viaje en avión? -preguntó.

– Siempre es cansado. Así lo parece.

Gordon se acercó al bar para servirse un trago. Quizá no convenía, por lo del arma. Pero qué diablos… Añadió otro dedo de whisky al vaso. Luego dirigió al senador una mirada interrogante.

– Sí, pero póngame el doble de eso.

El comandante vertió el líquido turbio en otro vaso y se lo entregó. Luego se sentó pesadamente. Aún le palpitaba la cabeza tras haber volado en el R2D, la versión naval del DC-2. Era igualmente rápido, pero carecía de los cómodos asientos y del aislamiento antisonido de la línea comercial.

El senador vestía traje con chaleco, camisa de cuello duro y corbata de seda. Gordon se preguntó si habría ido así a la iglesia esa mañana. Una vez había dicho que todo político debía asistir a la iglesia, cualesquiera que fuesen sus creencias personales y aunque fuera ateo. Cuestión de imagen. Era importante.

– Bueno -gruñó-, dígame ya lo que sepa. Acabemos con esto.

El comandante bebió un largo sorbo de whisky e hizo exactamente lo que el anciano le pedía.


Berlín estaba quieto bajo el velo de la noche.

La ciudad era una expansión enorme y plana, exceptuando los pocos rascacielos del horizonte y el faro del aeropuerto Tempelhof, al sur. Este panorama desapareció en cuanto el conductor franqueó la cima de la colina para sumergirse en los ordenados barrios del noroeste, entre los coches que parecían regresar del fin de semana en los lagos y las montañas cercanas.

Todo ello hacía que conducir fuera bastante difícil. Y Paul Schumann no quería que lo detuviera la policía de tráfico. Sin papeles, con un camión robado… Era vital pasar desapercibido.

Se desvió por una calle que cruzaba el Spree por un puente y continuaba hacia el sur. Por fin halló lo que buscaba: un solar descubierto en el que había decenas de camiones aparcados. La había visto el día de su llegada a la ciudad, en el trayecto entre la Lützowplatz y la pensión de Käthe Richter.

¿Era posible que todo eso hubiera pasado solamente el día anterior?

Pensó otra vez en ella. Y también en Otto Webber.

Por duro que fuera acordarse de ellos, era preferible a reflexionar sobre aquella lamentable decisión tomada en Waltham.

En el mejor de los días, en el peor, el sol al fin se pone…

Pero faltaba muchísimo tiempo para que el sol se pusiera sobre su tremendo fracaso. Tal vez no se pusiera jamás.

Aparcó entre dos camiones grandes y apagó el motor. Luego se apoyó en el respaldo, preguntándose si cometía una locura al regresar a ese sitio. Pero tal vez era un paso prudente. No tardaría mucho. El suave Avery y el agresivo Manielli se ocuparían de que el piloto acudiera puntualmente a la cita en el aeródromo. Además percibía instintivamente que fuera de la ciudad correría más peligro. Los nacionalsocialistas, bestias arrogantes, jamás sospecharían que su presa estaba escondida justo en medio de su jardín.


Se abrió la puerta y el asistente hizo pasar a otro hombre al interior de La Habitación, donde ya estaban Bull Gordon y el senador.

Con su característico traje blanco, la viva imagen de lo que eran los dueños de plantaciones cien años atrás, Cyrus Clayborn saludó a los dos hombres con una sonrisa despreocupada en su cara rojiza. Luego inclinó la cabeza una vez más. Echó un vistazo al armario de los licores, pero sin hacer un solo gesto hacia él. Era abstemio; Bull Gordon lo sabía.

– ¿Hay café? -preguntó Clayborn.

– No.

– Ah. -Dejó su bastón contra la pared, cerca de la puerta-. Sólo me hacéis venir aquí cuando necesitáis dinero. Pero hoy me parece que no me habéis llamado por eso. -Se dejó caer en el asiento con pesadez-. Es por lo otro, ¿no?

– Es por lo otro -repitió Gordon-. ¿Dónde está su hombre?

– ¿Mi guardaespaldas? -Clayborn inclinó la cabeza.

– Sí.

– Fuera, en el coche.

Aliviado por no tener que usar la pistola (el guardaespaldas de Clayborn era muy peligroso), el comandante se comunicó con un marino, de los tres que estaban en una oficina próxima a la entrada, y le ordenó vigilar que aquel tipo permaneciera en la limusina; no debía permitirle entrar a la casa.

– Si es necesario, emplee la fuerza.

– Sí, señor. Será un placer.

Al momento, Gordon vio que el financiero reía entre dientes.

– ¿Acaso pensaba que acabaríamos a tiros, comandante? -Como el oficial no respondía, Clayborn agregó-: Pues bien, ¿cómo lo descubrió?

– Por un tipo llamado Albert Heinsler.

– ¿Quién?

– Usted debe de conocerlo -gruñó el senador-, puesto que lo puso a bordo del Manhattan.

Gordon continuó:

– Los nazis son listos, sin duda, pero nos preguntamos para qué querían un espía en el barco. Me pareció extraño. Como sabíamos que Heinsler pertenecía a la División Jersey del Bund germanoamericano, hicimos que Hoover los presionara un poco.

– Y ese marica, ¿no tiene nada mejor que hacer con su tiempo? -gruñó Clayborn.

– Descubrimos que usted contribuye generosamente con el Bund.

– Uno tiene que poner su dinero a trabajar -dijo el financiero, locuaz, haciendo que Gordon lo detestara aún más. El magnate hizo un gesto afirmativo-. Conque se llamaba Heinsler, ¿eh? No lo sabía. Estaba a bordo sólo para vigilar a Schumann y hacer llegar un mensaje a Berlín sobre la presencia de un ruso en la ciudad. Teníamos que mantener a los alemanes en alerta, hacer más creíble nuestra pequeña obra, ¿comprende? Todo era parte de la comedia.

– ¿Cómo conoció a Taggert?

– En la guerra sirvió a mis órdenes. Le prometí algún cargo diplomático si me ayudaba en esto.

El senador meneó la cabeza.

– No podíamos entender cómo había conseguido los códigos. -Señaló a Gordon, riendo-. Al principio, el comandante creía que era yo quien había vendido a Schumann. No importa; eso no me inquietó. Pero entonces Bull se acordó de sus empresas: usted controla todas las líneas telefónicas y telegráficas de la Costa Oeste. Sin duda hizo que alguien escuchara cuando llamé al comandante para decidir el santo y seña.

– Eso es una estupidez. Yo…

Gordon dijo:

– Uno de mis hombres inspeccionó los archivos de su empresa, Cyrus. Usted tiene transcripciones de mis diálogos con el senador. Lo descubrió todo.

Clayborn se encogió de hombros, más divertido que preocupado. Eso irritó mucho a Gordon, que le espetó:

– Lo sabemos todo, Clayborn.

Explicó que la idea de matar a Reinhard Ernst había surgido del magnate, quien se la había propuesto al senador. Deber patriótico, decía; él colaboraría con fondos para el magnicidio. Por cierto, había puesto fondos para todo. El político habló con altas autoridades del Gobierno, que aprobaron bajo cuerda el operativo. Pero Clayborn había llamado en secreto a Robert Taggert para ordenarle que matara a Morgan, se encontrara con Schumann y lo ayudara a planear el asesinato de Ernst, sólo para salvar al coronel alemán en el último instante. Cuando Gordon fue a pedirle mil dólares más, Clayborn había continuado fingiendo que el comandante hablaba con Morgan, no con Taggert.

– ¿Por qué le interesa tanto mantener contento a Hitler? -preguntó Gordon.

Clayborn lanzó un bufido desdeñoso.

– Hay que ser tonto para ignorar la amenaza judía. Están conspirando en todo el mundo. Y eso sin mencionar a los comunistas. ¡Y la gente de color! No se puede bajar la guardia ni por un minuto.

Gordon, disgustado, estalló:

– ¡Conque por eso era todo! ¡Por los judíos y los negros!

Pero antes de que el anciano pudiera responder el senador intervino:

– Pues yo creo que hay algo más, Bull… Es por dinero, ¿no, Cyrus?

– ¡Pues claro! -susurró el magnate-. Los alemanes nos deben miles de millones: todos los préstamos que les hicimos para mantenerlos en pie en estos quince últimos años. Para que nos sigan pagando debemos tener contentos a Hitler, a Schacht y a los otros dueños de la pasta.

– Se están rearmando para iniciar otra guerra -bramó Gordon.

Clayborn replicó, como de pasada:

– Pues entonces será mejor estar a buenas con ellos, ¿no? Más mercado para nuestras armas. -Señaló con un dedo al senador-. Siempre que ustedes, los estúpidos del Congreso, se deshagan de esa Ley de Neutralidad. -De pronto frunció el entrecejo-. Pero ¿qué piensan los alemanes de la situación de Ernst?

– ¡Aquello es un caos completo! -tronó el senador-. Taggert les habla de un magnicidio, pero el asesino escapa y lo intenta de nuevo. Luego Taggert desaparece. En público se dice que los rusos contrataron a un asesino norteamericano, pero en privado piensan que tal vez nosotros estuvimos detrás de todo esto.

Clayborn hizo una mueca de disgusto.

– ¿Y Taggert? -De inmediato inclinó la cabeza-. Muerto, claro. Por obra de Schumann. Pues bien, así son las cosas… Bien, caballeros, supongo que aquí termina nuestra estupenda relación de trabajo.

– Reggie Morgan ha muerto por culpa tuya. Eres culpable de varios crímenes bastante graves, Cyrus.

El hombre se peinó una ceja blanca.

– ¿Y vosotros, que habéis financiado esta pequeña excursión con dinero de particulares? ¿No crees que sería un buen tema para una sesión del Congreso? Me parece que estamos empatados, amigos. Creo que lo mejor será que cada uno se vaya por su lado y mantenga el pico bien cerrado. Buenas noches. Ah, y no dejéis de comprar acciones de mi empresa, si los funcionarios civiles podéis permitiros ese gasto. Ya veréis cómo suben.

Clayborn se levantó con lentitud, recogió su bastón y se encaminó hacia la puerta.

Gordon decidió que, cualesquiera que fuesen las consecuencias y sin importar lo que pasara con su propia carrera, se ocuparía de que Clayborn no se saliera con la suya después de haber hecho asesinar a Reginald Morgan e intentar lo mismo con Schumann. Pero la justicia tendría que esperar. Por el momento había un solo asunto que requería su atención.

– Quiero el dinero de Schumann -dijo el comandante.

– ¿Qué dinero?

– Los diez mil que usted le prometió.

– ¡Pero si no ha cumplido! Los alemanes sospechan de nosotros y mi hombre ha muerto. Schumann ha fracasado. De pasta, nada.

– Usted no va a birlárselos.

– Lo siento -dijo el millonario, sin pizca de sentimiento.

– Pues en ese caso, Cyrus -exclamó el senador-, te deseo buena suerte.

– Le hará falta -añadió Gordon.

El empresario se detuvo y se volvió hacia ellos.

– Me refería a lo que puede pasarte cuando Schumann descubra que, además de haber conspirado para matarle, no piensas pagarle -explicó el senador.

– ¡Y sabiendo cuál es su oficio! -completó Gordon.

– No os atreveréis…

– Ese hombre estará aquí dentro de ocho o diez días.

El industrial suspiró.

– Está bien, está bien. -Y sacó una chequera del bolsillo. Ya comenzaba a rellenar uno cuando Gordon meneó la cabeza.

– No. Quiero ver billetes. Pasta de la buena. Ahora mismo, no la semana que viene.

– ¿Un domingo por la noche? ¿Diez mil dólares?

– Ahora mismo -se hizo eco el senador-. Si Paul Schumann quiere ver dólares, dólares le daremos.

43

Estaban hartos de esperar. Durante el fin de semana que habían pasado en Amsterdam, los tenientes Andrew Avery y Vincent Manielli habían visto tulipanes de todos los colores imaginables y muchas pinturas excelentes. Habían coqueteado con rubias de pelo corto y caras redondas y rojizas (al menos Manielli; Avery estaba felizmente casado). También disfrutaron de la compañía de un audaz piloto de la Real Fuerza Aérea, llamado Len Aarons, que estaba en el país dedicado a sus propias intrigas, sobre las cuales se mostraba tan evasivo como los norteamericanos. Bebieron por litros cerveza Amstel y empalagosa ginebra de Ginebra.

Pero la vida en una base militar extranjera cansa bien pronto. Y, a decir verdad, también estaban hartos de estar en ascuas, preocupados por Paul Schumann.

Sin embargo, por fin la espera había terminado. El lunes a las diez de la mañana el bimotor, aerodinámico como las gaviotas, describió un breve giro y luego tocó el césped del aeródromo Machteldt, en las afueras de Amsterdam. Se posó sobre la rueda de cola, aminoró la velocidad y luego rodó por la pista hacía el hangar, serpenteando, puesto que el piloto no podía ver sobre el morro levantado cuando el avión estaba en tierra.

Avery agitó un brazo para que el esbelto aparato plateado se acercara a ellos.

– Quiero unos cuantos rounds con él -gritó Manielli, para hacerse oír por encima del ruido de los motores y las hélices.

– ¿Con quién? -preguntó Avery.

– Con Schumann. Quiero entrenar con él. Lo he observado y no es tan bueno como él cree.

El teniente miró a su colega, riendo.

– ¿Qué pasa?

– Que te comerá como si fueras una caja de galletas.

– Soy más joven y más rápido.

– Y más estúpido.

El avión se detuvo en una pista de aparcamiento y el piloto apagó los motores. Las hélices tosieron hasta detenerse. La tripulación de tierra corrió a inmovilizar las ruedas bajo el gran Pratt & Whitneys.

Los tenientes se acercaron a la portezuela. Habían pensado comprarle un regalo a Schumann, pero no sabían qué.

– Le diremos que el regalo es éste, su primer viaje en avión -había propuesto Manielli.

– No. No puedes presentar como regalo algo que ya está hecho.

Su compañero reconoció que Avery debía de saber de esas cosas; los casados conocían bien el protocolo de los regalos. Finalmente habían comprado un cartón de Chesterfield, bastante caros y difíciles de conseguir en Holanda, que Manielli llevaba bajo el brazo.

Alguien de la tripulación de tierra se acercó a la puerta del avión y la bajó, convirtiéndose en escalerilla. Los tenientes se adelantaron con una gran sonrisa, pero se detuvieron en seco: quien salía era un joven de veintidós o veintitrés años vestido con ropas muy sucias, encorvado para franquear esa abertura baja.

Parpadeó, alzó una mano para protegerse los ojos del sol y bajó la escalerilla.

Guten Morgen… Bitte, Ich bin Georg Mattenberg. -Rodeó a Avery con los brazos y lo estrechó con fuerza. Luego lo dejó atrás, frotándose los ojos como si acabara de despertar.

– ¿Quién diablos es éste? -susurró Manielli.

Avery se encogió de hombros. Luego clavó la vista en la portezuela, por donde iban saliendo otros chicos. En total eran cinco, todos de dieciocho o veinte años y en buen estado físico, aunque exhaustos, legañosos y sin afeitar, con las ropas destrozadas y manchadas de sudor.

– Nos hemos equivocado de avión -susurró Manielli-. ¡Ostras, dónde…!

– No nos hemos equivocado -aseguró su compañero, aunque no estaba menos confuso.

– ¿El teniente Avery? -llamó una voz desde la portezuela, con fuerte acento. Era algo mayor que los demás. Lo seguía otro más joven.

– ¿Soy yo. ¿Quiénes sois?

– Responderé por los demás, pues soy el que mejor habla vuestro idioma. Me llamo Kurt Fischer. Éste es mi hermano Hans. -La expresión de los tenientes lo hizo reír-. No nos esperabais, sí, ya lo sé. Es que Paul Schumann nos ha salvado.

Contó que Schumann había rescatado a diez o doce jóvenes a quienes los nazis estaban a punto de matar con gas. El norteamericano había logrado recoger a algunos de ellos en el bosque por donde huían y les ofreció la posibilidad de huir del país. Algunos prefirieron quedarse y correr el riesgo, pero siete de ellos, incluidos los hermanos Fischer, decidieron partir. Schumann los había cargado en la parte trasera de un camión del Servicio Laboral, donde ellos cogieron palas y bolsas de tela embreada para hacerse pasar por trabajadores. El norteamericano había logrado atravesar con ellos un control de carreteras y los llevó hasta Berlín sanos y salvos; allí pasaron la noche escondidos.

– Al amanecer nos llevó a un viejo aeródromo de las afueras y nos hizo subir a este avión. Y aquí estamos.

Avery iba a ametrallarlo con más preguntas, pero en ese momento apareció una mujer en la portezuela del avión. Parecía tener unos cuarenta años; era muy delgada y estaba tan cansada como los otros. Sus ojos pardos recorrieron velozmente los alrededores. Luego bajó la escalerilla. En una mano traía una pequeña maleta; en la otra, un libro sin tapas.

– Señora -saludó Avery, echando otra mirada perpleja a su colega.

– ¿Usted es el teniente Avery? ¿O el teniente Manielli? -Su inglés era perfecto; sólo tenía un acento levísimo.

– Eh… pues sí, soy Avery.

– Me llamo Käthe Richter. Esto es para usted.

Y le entregó una carta. Él la abrió y dio un codazo a Manielli. Ambos leyeron:


Gordon, Avery y Manelli (o como se escriba):

Llevad a estas personas a Inglaterra, América o a donde quieran ir. Buscadles casa y trabajo. No me importa cómo, pero ocupaos de eso.

Y si se os ocurre enviarlos de regreso a Alemania, recordad que tengo amigos periodistas; a Damon Runyon o a cualquiera de los otros les interesaría mucho enterarse de la misión para la que me enviasteis a Berlín. ¡Sí que sería un artículo estupendo! Sobre todo en año de elecciones.

Ha sido un placer; muchachos.

Paul


PD.: En la trastienda de mi gimnasio vive un negro llamado Sorry Williams. Ocupaos de que el local quede a su nombre, como sea. Y dadle un poco de pasta. Sed generosos.


– También me ha dado esto -dijo ella. Y le entregó a Avery varias hojas maltrechas, escritas en alemán, a máquina-. Se trata de algo llamado Estudio Waltham. Paul dijo que el comandante debía leerlo.

Avery se guardó el documento en el bolsillo.

– Me ocuparé de que lo reciba.

Manielli se acercó al avión, seguido por su compañero, y ambos miraron dentro de la cabina desierta.

– Él no confiaba en nosotros. Pensaba que lo entregaríamos a Dewey, después de todo, y ha hecho que el piloto aterrizara en otro lugar antes de llegar aquí.

– ¿En Francia, quizá? -sugirió Manielli-. Tal vez conoció el país durante la guerra… No, ya sé. Debe de estar en Suiza.

Ofendido por el hecho de que Schumann los creyera capaces de no cumplir el trato, Avery alzó la voz, dirigiéndose hacia la cabina:

– Oiga, ¿dónde lo ha dejado?

– ¿Qué?

– ¿Dónde ha aterrizado para dejar a Schumann?

El piloto arrugó el entrecejo e intercambió una mirada con el copiloto. Luego se volvió hacia Avery. Su voz resonó en el metal del fuselaje.

– ¿Acaso él no les ha dicho nada?

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