PARTE UNO. EL SICARIO

Lunes, 13 de julio de 1936

1

En cuanto entró en el apartamento en penumbra supo que era hombre muerto.

Se secó las palmas sudadas y echó un vistazo en derredor; el piso estaba tan silencioso como un depósito de cadáveres, salvo por el amortiguado rumor del tráfico nocturno de Hell’s Kitchen y el tremolar de los sucios visillos cuando el ventilador giratorio dirigía su hálito caliente hacia la ventana.

Sin embargo, algo no marchaba bien.

Le invadió un mal presentimiento.

Supuestamente, Malone debía estar allí, borracho perdido, durmiendo la mona. Pero no estaba. No había botellas de aguardiente barato por ninguna parte; ni rastro de bourbon, lo único que bebía aquella rata, ni siquiera el olor. Y al parecer hacía ya algún tiempo que no iba por allí. En la mesa había un periódico de hacía dos días, junto a un cenicero frío y un vaso que tenía un halo azul de leche seca hasta la mitad.

Encendió la luz.

Bueno, había una puerta lateral, sí, tal como él había visto desde el pasillo el día anterior al estudiar el sitio.

Pero estaba clausurada. ¿Y la ventana que daba a la escalera de incendios? ¡Vaya!, bien cerrada con alambre de gallinero, cosa que no se veía desde el callejón. La otra ventana estaba abierta, sí, pero a doce metros de altura con respecto a los adoquines.

No había salida.

Y dónde estaba Malone, se preguntó Paul Schumann.

El tipo se había largado. O estaba en Jersey bebiendo cerveza. O era una estatua con base de cemento debajo de algún muelle.

No importaba.

Cualquiera hubiese sido la suerte de aquel borrachín, Paul se dio cuenta de que había sido sólo un cebo. Y la información de que estaría esa noche allí, pura mentira.

En el pasillo, fuera, un roce de pies. Un tintineo metálico.

Descabalado…

Paul dejó su pistola en la única mesa de la habitación y sacó el pañuelo para enjugarse la cara. El aire abrasador de esa mortífera ola de calor del Medio Oeste había llegado hasta Nueva York. Pero cuando se lleva un Colt del 45 de 1911 metido bajo el cinturón, a la espalda, no se puede andar sin americana; por eso Paul estaba condenado a usar traje. Llevaba la chaqueta de lino gris, de un solo botón. La camisa blanca de algodón estaba empapada.

Otra pisada fuera, en el pasillo, donde debían de estar preparándose para sorprenderlo. Un susurro, otro tintineo.

Paul pensó en mirar por la ventana, pero temía recibir un disparo en la cara. Quería que lo velaran a ataúd abierto y no sabía de ningún embalsamador capaz de reparar los daños causados por un disparo de bala o de perdigones.

¿Quién quería matarlo?

No podía ser Luciano, el hombre que lo había contratado para despachar a Malone. Tampoco Meyer Lansky. Eran peligrosos, sí, pero no traidores. Paul siempre les había hecho trabajos de primera, sin dejar nunca la menor pista que pudiera vincularlos con el despachado. Además, si uno u otro querían deshacerse de Paul, no necesitaban encargarle un trabajo falso: lo harían desaparecer sin más.

¿Quién, pues, le había tendido esa trampa? Si era O’Banion, o Rothstein, el de Williamsburg, o Valenti, el de Bay Ridge; en pocos minutos sería fiambre.

Si era el pulcro Tom Dewey la muerte tardaría algo más: el tiempo que hiciera falta para condenarlo y sentarlo en la silla eléctrica de Sing Sing.

Más voces en el pasillo. Más tintineos, metal contra metal. Pero visto desde un ángulo positivo, reflexionó con ironía, de momento se podía decir que todo iba como la seda: aún estaba vivo. Y muerto de sed.

Se acercó a la nevera y la abrió. Tres botellas de leche (dos cortadas), una caja de queso y una lata de melocotones en almíbar. Varias bebidas de cola. Buscó un abridor para destapar una de las botellas de refresco.

Desde algún lugar se oía una radio. Ponían Stormy Weather.

Al sentarse nuevamente ante la mesa se vio en el espejo polvoriento de la pared, sobre un lavabo de esmalte desportillado. Sus ojos azul claro no revelaban el temor que cabía esperar, se dijo. Pero su expresión era desconfiada. Era un hombre corpulento: pasaba del metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Había heredado el pelo de su madre, castaño rojizo; la tez clara, de los antepasados alemanes de su padre. La piel estaba un poco marcada, no por la viruela, sino por golpes con los nudillos recibidos a edad temprana y por los guantes de boxeo en tiempos más recientes. También por el cemento y la lona.

Bebió un poco de refresco. Era más sabroso que la Coca-Cola. Le gustó.

Paul estudió su situación. Si aquello era cosa de O’Banion, Rothstein o Valenti… Bueno, a ninguno de ellos le importaba un comino Malone, un loco que trabajaba como remachador en los astilleros, metido a pandillero, que había matado a la esposa de un policía de una manera bastante desagradable. Después amenazó con más de lo mismo a cualquiera de la pasma que le causara problemas. Aun si alguno de ellos quería despachar a Paul, ¿por qué no esperar a que hubiera cepillado a Malone?

Todo eso significaba que debía de ser Dewey.

Lo deprimía la idea de quedar encerrado en el calabozo hasta que lo ejecutaran. Sin embargo, a decir verdad, en el fondo no lo afligía demasiado que le echaran el guante. Como cuando era niño y se lanzaba impulsivamente a pelear contra dos o tres chavales más grandes que él, sabiendo que tarde o temprano acabaría con un hueso roto por meterse con quien no debía. Desde un principio había tenido muy claros los riesgos que conllevaba su oficio actual: que en algún momento un tío como Dewey o O’Banion le pararía los pies.

Pensó en una de las expresiones favoritas de su padre: «En el mejor de los días y en el peor, el sol finalmente se pone». Y su viejo añadía, haciendo restallar sus coloridos tirantes: «Anímate, que mañana habrá otra carrera de caballos».

El timbre del teléfono lo hizo saltar.

Paul quedó un instante largo mirando el aparato de baquelita negra. Atendió al séptimo u octavo timbrazo:

– ¿Diga?

– Paul. -Una voz nítida, joven. Sin acento de arrabal.

– Sabes quién soy.

– Estoy en otro apartamento del mismo bloque. Somos seis. En la calle hay otra media docena.

¿Doce? Paul se sintió extrañamente sereno. Contra doce no podía hacer nada. Lo atraparían, de una manera u otra. Bebió otro poco de refresco. ¡Qué sed de mierda! El ventilador no servía más que para mover el calor de un lado a otro de la habitación.

– ¿Trabajáis para los muchachos de Brooklyn o los del West Side? -preguntó-. Por pura curiosidad.

– Escúchame, Paul. Te diré lo que debes hacer. Sólo tienes dos revólveres, ¿verdad? El Colt y ese pequeño veintidós. Los otros los has dejado en tu apartamento, ¿no?

Él rió.

– Así es.

– Los descargas y echas el seguro del Colt. Luego caminas hasta la ventana que no está clausurada y los tiras a la calle. Después te quitas la americana, la dejas caer al suelo, abres la puerta y te quedas de pie en medio de la habitación, con las manos en alto. Los brazos bien estirados hacia arriba.

– Me dispararéis -dijo él.

– De cualquier manera tienes los días contados, Paul. Pero si haces lo que te he dicho es posible que vivas un poco más. El que había llamado cortó.

Él dejó caer el auricular en la horquilla. Permaneció un momento inmóvil, recordando una noche muy agradable, algunas semanas atrás. Marion y él habían ido a Coney Island para escapar del calor; jugaron a minigolf y comieron salchichas con cerveza. Ella, entre risas, lo arrastró hasta una adivina del parque de atracciones. La falsa gitana, después de tirarle las cartas, le dijo muchas cosas. Pero a la mujer se le había pasado por alto este acontecimiento, que debería haber aparecido en la lectura de cualquier adivina que se precie.

Marion… Él nunca le había dicho de qué vivía. Sólo que era dueño de un gimnasio y que de vez en cuando hacía negocios con ciertos tíos de pasado dudoso. Pero nunca pasó de allí. De pronto cayó en la cuenta de que esperaba que esa relación tuviera algún futuro. La chica era bailarina de un club barato del West Side, y durante el día estudiaba diseño de modas. Ahora debía de estar trabajando; por lo general no salía hasta la una o las dos de la mañana. ¿Cómo se enteraría de lo que le pasara?

Si era Dewey, probablemente le permitirían llamarla.

Si eran los muchachos de Williamsburg, no habría llamada. Nada.

El teléfono volvió a sonar.

Paul lo ignoró. Después de abrir el cargador del revólver grande, retiró la bala que ya estaba en el receptor; luego sacó todos los cartuchos. Se acercó a la ventana y arrojó las pistolas, una por una. No las oyó golpear contra el suelo.

Cuando acabó el refresco, se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo. Dio un paso hacia la puerta, pero se detuvo. Regresó a la nevera a por otra soda y se la bebió toda. Después de enjugarse nuevamente la cara, abrió la puerta de entrada y dio un paso atrás, con los brazos en alto.

El teléfono dejó de sonar.


– Esto se llama La Habitación -dijo el hombre de pelo gris y uniforme blanco bien planchado, mientras se sentaba en un diván pequeño. -Nunca has estado aquí -añadió, con una alegre seguridad, indicadora de que el asunto estaba fuera de cuestión-. Y tampoco has oído hablar de ella.

Eran las once de la noche. Habían llevado a Paul allí directamente desde el apartamento de Malone. Era una casa particular, situada en la parte alta del East Side, aunque casi todas las habitaciones del piso bajo contenían escritorios, teléfonos y teletipos, como si aquello fuera una oficina. Sólo en aquella estancia había divanes y butacas. En las paredes se veían cuadros de buques de la Marina, tanto nuevos como antiguos. En el rincón, un globo terráqueo. Roosevelt los miraba desde su sitio, encima de la repisa de mármol. El ambiente estaba deliciosamente fresco. Una casa particular con aire acondicionado, imagínate.

Paul, todavía esposado, había sido depositado en una cómoda butaca de piel. A su lado, algo más atrás, se sentaron dos hombres más jóvenes, también de uniforme blanco, que lo habían sacado del apartamento de Malone. El que había llamado por teléfono se llamaba Andrew Avery; tenía las mejillas rosadas y ojos penetrantes, decididos. Ojos de pugilista, aunque Paul estaba seguro de que nunca en su vida se había liado a puñetazos. El otro era Vincent Manielli y era moreno; por su voz, Paul dedujo que ambos se habían criado en el mismo barrio de Brooklyn. No parecían mucho mayores que los chavales que jugaban a la pelota frente a su casa, pero eran tenientes de la Marina, nada menos.

Los tenientes a cuyas órdenes Paul había servido en Francia eran todos hombres hechos y derechos.

Mantenían las pistolas enfundadas, pero con la mano cerca de las cartucheras desabrochadas.

El hombre de más edad, sentado en la butaca de enfrente, tenía un grado bastante alto: comandante de la Marina, a menos que en esos veinte años hubieran cambiado las insignias del uniforme.

Se abrió la puerta para dar paso a una mujer atractiva, que vestía el uniforme blanco de la Marina. El nombre que llevaba en la blusa era Ruth Willets. Ella le entregó una carpeta.

– Está todo aquí.

– Gracias, recluta.

Mientras ella se retiraba, sin haber echado un solo vistazo a Paul, el oficial abrió la carpeta para extraer de ella dos hojas de papel fino y las leyó con atención. Al terminar levantó la vista.

– Soy James Gordon, oficial de la Inteligencia Naval. Me llaman Bull.

– ¿Éste es su cuartel general? -preguntó Paul-. ¿La Habitación?

El hombre, sin prestarle atención, miró a los otros dos.

– ¿Ustedes ya se han presentado?

– Sí, señor.

– ¿No ha habido problemas?

– Ninguno, señor. -Era Avery quien respondía.

– Quítele las esposas.

Mientras Avery lo hacía, Manielli mantuvo la mano cerca de su pistola, observando con nerviosismo los nudillos torcidos de Paul. Él también tenía manos de luchador. Las del teniente eran rosadas, como las de un dependiente de alguna tienda fina.

La puerta volvió a abrirse y entró otro hombre. Aunque sesentón, era delgado y alto como ese actor joven que había visto con Marion en un par de películas: Jimmy Stewart. Paul frunció el entrecejo: conocía esa cara por haberla visto en artículos del Times y del Herald Tribune.

– ¿Senador?

El hombre respondió, pero dirigiéndose a Gordon.

– Usted me dijo que era inteligente. No sabía que además estuviera bien informado -dijo como si le disgustara que lo hubiera reconocido. El senador lo miró de arriba abajo y, después de sentarse, encendió un puro corto.

Pasado un momento entró un hombre más; aparentaba la misma edad que el senador y vestía un traje de lino blanco, muy arrugado. El cuerpo que estaba embutido en él era grande y blando. Usaba un bastón. Echó a Paul una sola mirada; luego, sin decir una palabra a nadie, se retiró al rincón. El recién llegado también le resultaba conocido, pero no logró identificarlo.

– Bien -continuó Gordon-. Te explicaré la situación, Paul. Sabemos que has trabajado para Luciano, para Lansky y para dos o tres de los otros. Y sabemos qué tipo de trabajo les haces.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Eres un sicario, Paul -manifestó Manielli alegremente, como si hubiera estado deseando decirlo.

Gordon prosiguió:

– El marzo pasado Jimmy Coughlin te vio… -Frunció la frente. – ¿Cómo lo decís, en vez de «matar»?

Paul se quedó pensando: algunos decían «cepillar». Por su parte prefería «despachar». Era el verbo que utilizaba el sargento Alvin York para describir la eliminación de soldados enemigos durante la guerra. Paul se sentía menos delincuente si utilizaba el mismo término que un héroe de guerra. Claro que, en esos momentos, Paul Schumann no dijo nada de eso.

Gordon continuó:

– El trece de marzo, en un almacén del Hudson, Jimmy te vio matar a Arch Dimici.

Antes de que Dimici apareciera Paul había pasado cuatro horas vigilando el lugar. Tenía la certeza de que el hombre estaba solo. Jimmy debía de haber estado durmiendo la mona detrás de algunas cajas.

– Ahora bien: por lo que me dicen, Jimmy no es un testigo muy digno de confianza. Pero tenemos algunas pruebas más firmes. Unos agentes fiscales lo detuvieron por vender licor clandestino y él aceptó denunciarte. Al parecer recogió un casquillo de bala en la escena del crimen y la conservó a modo de seguro. No tiene impresiones digitales; eres demasiado astuto como para dejarlas. Pero la gente de Hoover ha hecho una prueba con tu Colt. Las marcas coinciden.

¿Hoover? ¿El FBI estaba metido en eso? Y ya habían hecho una prueba del arma. No hacía aún una hora que él la había arrojado por la ventana de Malone.

Paul entrechocó los dientes de arriba contra los de abajo. Estaba furioso consigo mismo. Después de la faena con Dimici había pasado media hora buscando ese condenado casquillo, hasta llegar a la conclusión de que había caído al Hudson por alguna de las grietas del suelo.

– Pues bien, hicimos averiguaciones y nos enteramos de que se te pagarían quinientos dólares por… -Gordon vaciló.

Despachar.

– … eliminar a Malone, esta noche.

– ¡Qué disparate! – exclamó Paul, riendo-. Alguien les ha dado una información falsa. He ido sólo a hacerle una visita. A propósito, ¿dónde está?

El comandante hizo una pausa.

– El señor Malone ha dejado de ser una amenaza para la policía y los ciudadanos de Nueva York.

– Se diría que alguien les debe cinco billetes de cien.

Bull Gordon no rió.

– Estás metido en un lío, Paul, y no te puedes librar. He aquí lo que te ofrecemos. ¡Esto es una excepción, recuérdalo! Sólo lo haremos esta vez, como dicen esos anuncios de Studebakers de segunda mano. Lo aceptas o lo rechazas. No negociaremos.

Por fin habló el senador.

– Tom Dewey te la tiene tan jurada como a los otros mafiosos de su lista.

El fiscal especial estaba convencido de que tenía la misión divina de acabar con el crimen organizado en la ciudad de Nueva York. Sus objetivos principales eran el jefe Lucky Luciano, las Cinco Familias italianas de la ciudad y el sindicato judío de Meyer Lansky. Dewey tenía tesón y era muy sagaz; iba obteniendo una condena tras otra.

– Pero en lo que a ti respecta, ha aceptado cedernos el derecho de pernada.

– Olvídense. No soy un soplón.

Gordon dijo:

– ¡Pero si no te pedimos que lo seas! No se trata de eso.

– Pues bien, ¿qué es lo que quieren de mí?

Una pausa momentánea. El senador hizo una señal afirmativa a Gordon, quien explicó:

– Eres un sicario, Paul. ¿No te lo imaginas? Queremos que mates a alguien.

2

Por un momento Schumann sostuvo la mirada a Gordon; luego desvió la vista hacia las imágenes de barcos que decoraban las paredes. La Habitación…

Tenía un ambiente militar, como de club de oficiales. Paul lo había pasado bien en el ejército. Allí se sentía a sus anchas, tenía amigos, tenía objetivos. Para él fueron buenos tiempos, tiempos sencillos… antes de regresar y de que se le complicara la vida. Y cuando se te complica la vida, lo que sucede nunca es bueno.

– ¿Me está diciendo la verdad?

– Que sí, hombre.

Mientras Manielli entornaba los ojos, como para advertirle que se moviera con tiento, Paul hundió la mano en el bolsillo para sacar una cajetilla de Chesterfield y encendió uno.

– Continúe.

Gordon dijo:

– Tienes un gimnasio en la Novena Avenida. No es gran cosa, ¿verdad? -el que preguntaba era Avery.

– ¿Lo conoce? -preguntó Paul.

– No es como para presumir -confirmó Avery.

– Un verdadero tugurio, diría yo -rió Manielli.

El comandante continuó:

– Pero antes de dedicarte a este oficio eras impresor. ¿Te gustaba trabajar en el negocio de las artes gráficas, Paul?

El respondió con cautela:

– Sí.

– ¿Eras de los buenos?

– De los buenos, sí. ¿Qué tiene eso que ver eso con lo que estábamos hablando?

– ¿No te gustaría borrar todo tu pasado? Comenzar de nuevo. Trabajar otra vez como impresor. Podemos arreglar las cosas de manera que nadie pueda acusarte de nada que hayas hecho en el pasado.

– Además -añadió el senador- podríamos aflojar algo de pasta. Cinco mil. Podrás iniciar una vida nueva.

¿Cinco mil? Paul parpadeó. La mayoría necesitaba dos años para ganar eso.

– ¿Cómo me limpiarían los antecedentes?

El senador se echó a reír.

– ¿Conoces ese nuevo juego que llaman Monopoly? ¿Has jugado alguna vez?

– Mis sobrinos lo tienen, pero no he jugado nunca.

El senador continuó:

– A veces, cuando lanzas el dado, acabas en la cárcel. Pero hay una tarjeta que dice «Sale en libertad». Pues bien, te daremos una de ésas, pero de verdad. Es todo lo que necesitas saber.

– ¿Queréis que mate a alguien? Qué extraño. No creo que Dewey esté de acuerdo.

– No hemos informado al fiscal especial para qué te queremos.

Después de una pausa Paul preguntó:

– ¿A quién? ¿A Siegel? -De todos los mafiosos del momento, el más peligroso era Bugsy Siegel. Un psicópata, en realidad. Paul había visto los sangrientos resultados de su brutalidad. Sus berrinches eran legendarios.

– Quita, hombre -dijo Gordon, con expresión desdeñosa-. Sería ilegal que mataras a un ciudadano estadounidense. De ningún modo podríamos pedirte una cosa así.

– Pues entonces no entiendo.

El senador explicó:

– En cierto modo es como si estuviéramos en guerra. Tú fuiste soldado… -Y echó un vistazo a Avery, quien recitó:

– Primera División de Infantería, Primer Cuerpo de Ejército, Fuerza Expedicionaria Americana. St. Mihiel, Meuse-Argonne. Combatiste en serio. Recibiste varias condecoraciones por tu puntería en el campo de batalla. Y también combatiste cuerpo a cuerpo, ¿no?

Paul se encogió de hombros. El gordo del traje blanco arrugado seguía sentado en su rincón, en silencio, rodeando con las manos el pomo de oro de su bastón. Paul le sostuvo la mirada durante un minuto. Luego se volvió hacia el comandante:

– ¿Qué posibilidades hay de que sobreviva para disfrutar de esa amnistía?

– Razonables -dijo el comandante-. No son grandes, pero sí razonables.

Paul era amigo de Damon Runyon, escritor y periodista especializado en temas deportivos. Bebían juntos en las tabernas cercanas a Broadway, iban juntos a ver combates de boxeo y partidos de fútbol. Un par de años antes Runyon lo había invitado a una fiesta, tras el estreno en Nueva York de su película Dejada en prenda, que a Paul le pareció bastante buena. En la fiesta que hubo después, donde tuvo la oportunidad de conocer a Shirley Temple, había pedido al escritor que le firmara un ejemplar de su libro. Runyon se lo había dedicado así: «A mi amigo Paul. Recuerda: toda la vida es, de seis, cinco en contra».

Avery dijo:

– Mira, digamos que tendrás muchas más posibilidades que si acabaras en Sing Sing.

Pasado un momento Paul preguntó:

– ¿Por qué yo? Por esa pasta hay en Nueva York una docena de sicarios que estarían dispuestos a hacerles el trabajo.

– Ah, pero tú eres diferente, Paul. Tú no eres un matón de tres al cuarto. Eres de los buenos. Hoover y Dewey dicen que has matado a diecisiete hombres.

Paul bufó.

– Insisto: información falsa.

En realidad, la cifra correcta era trece.

– Lo que nos han dicho de ti es que antes de hacer el trabajo lo inspeccionas todo dos y tres veces. Compruebas que tus armas estén en perfecto estado, te informas sobre tus víctimas, estudias con tiempo los lugares que frecuentan, averiguas sus horarios y te aseguras de que sean puntuales, sabes cuándo encontrarlos solos, cuándo estarán hablando por teléfono, dónde comen.

El senador añadió:

– Y eres inteligente. Como decía, para esto se necesita ser inteligente.

– ¿Inteligente?

– Hemos ido a tu casa, Paul -dijo Manielli-. Tienes libros. Tienes un montón de libros, hombre. ¡Si hasta te has apuntado al Club del Libro!

– No son libros para inteligentes. No todos.

– Pero son libros, ¿no? -apuntó Avery-. Y apuesto a que tus colegas, en general, no leen mucho, que digamos.

– O no saben leer -completó Manielli. Y celebró con risas su propio chiste.

Paul miró al hombre del traje blanco arrugado.

– ¿Quién es usted?

– A ti no te interesa quién… -empezó Gordon.

– Se lo he preguntado a él.

– Escucha -gruñó el senador-, aquí somos nosotros los que llevamos la voz cantante, amigo.

Pero el gordo hizo un gesto con la mano y respondió al detenido:

– ¿Lees tebeos? ¿Los de Annie la Huerfanita, la niña de los ojos sin pupilas?

– Pues sí, claro.

– Bueno, piensa en mí como «Daddy» Warbucks, su amigo y benefactor.

– ¿Qué me quiere decir?

El hombre se limitó a reír. Luego se volvió hacia el senador:

– A ver si lo convences. Me gusta.

El enjuto político dijo a Paul:

– Lo más importante para nosotros es que nunca matas a personas inocentes.

Gordon añadió:

– Según nos ha dicho Jimmy Coughlin, una vez dijiste que sólo matabas a otros asesinos. ¿Cómo era aquello? Que sólo corregías los errores de Dios, ¿fue así? Y eso es lo que necesitamos.

– Los errores de Dios -repitió el senador, sonriendo con los labios, pero no con el espíritu.

– Está bien, ¿quién es?

El comandante miró al senador, quien desvió la pregunta.

– ¿Aún tienes parientes en Alemania?

– Cercanos ninguno. Mi familia vino hace mucho tiempo.

– ¿Qué sabes de los nazis? -preguntó el político.

– Que quien gobierna es Adolf Hitler. Parece que a nadie le gusta mucho. Hace dos o tres años hubo una gran concentración contra él en el Madison Square Garden. El atasco era terrible, créanme. Me perdí los tres primeros rounds de una pelea que se celebraba en el Bronx. Fue un fastidio. Creo que eso es todo.

– ¿Sabías, Paul -preguntó el senador lentamente-, que Hitler está planeando otra guerra? -Eso lo dejó de piedra-. Tenemos en Alemania fuentes que nos envían información desde que Hitler ascendió al poder, en el treinta y tres. El año pasado llegó a manos de nuestro hombre en Berlín un borrador de carta, escrito por el general Beck, uno de sus jerarcas.

El comandante le entregó una hoja mecanografiada. Estaba en alemán. Paul la leyó. El autor de la carta convocaba a un lento pero incesante rearme de las Fuerzas Armadas, para proteger y expandir lo que él tradujo como «territorio vital». En unos pocos años la nación debía estar lista para la guerra. Bajó el papel con un gesto ceñudo.

– ¿Y lo están haciendo?

– El año pasado -respondió Gordon- Hitler inició un reclutamiento. Desde entonces ha aumentado el número de soldados por encima de lo que recomienda esa carta. Y hace cuatro meses las tropas alemanas se apoderaron de Renania, esa zona desmilitarizada que linda con Francia.

– Sí, leí algo sobre eso.

– En Helgoland están construyendo submarinos. Y van recuperando el control del canal de Wilhelm para trasladar naves de guerra desde el mar del Norte hasta el Báltico. El hombre que maneja las finanzas tiene un título nuevo: es «jefe de la economía de guerra». ¿Y lo de España y su guerra civil? Hitler envía tropas y equipo, supuestamente para respaldar a Franco. En realidad, lo que hace es aprovechar esa guerra para adiestrar a sus soldados.

– ¿Y ustedes quieren que yo… que un sicario de la mafia mate a Hitler?

– ¡No, hombre, no! -exclamó el senador-. Hitler no es más que un chiflado. Está majareta. Quiere que el país se rearme, pero no tiene ni idea de cómo hacerlo.

– Y ese hombre del que ustedes hablan, ¿ése sí tiene idea?

– ¡Ya lo creo! -aseguró el senador-. Se llama Reinhard Ernst. Durante la guerra fue coronel, pero ahora ha pasado a la vida civil. Tiene un título impronunciable: plenipotenciario por la Estabilidad Interior. Pero eso es una bola. Es el cerebro que conduce el rearme. Está metido en todo: junto con Schacht, en finanzas; con Blomberg, en el Ejército; con Baeder, en la Marina; con Göring, en la Fuerza Aérea; con Krupp, en municiones.

– ¿Y qué ha sido del tratado? ¿El de Versalles? Tenía entendido que no están autorizados a tener Ejército.

– Ejército grande, no. Lo mismo en cuanto a la Marina. Y no pueden tener Fuerza Aérea -especificó el senador-. Pero nuestro informante dice que los soldados y marineros se multiplican por toda Alemania, como el vino en las bodas de Caná.

– ¿Y los Aliados no pueden impedirlo? ¡Si ganamos la guerra!

– En Europa nadie hace nada. En marzo, en Renania, los franceses podrían haber parado en seco a Hitler. Pero no lo hicieron. ¿Y los británicos? Como si regañaran a un perro que se hubiera meado en la alfombra.

Tras un momento Paul preguntó:

– Y nosotros ¿qué hemos hecho para detenerlos?

La mirada sutil de Gordon fue respetuosa. El senador se encogió de hombros.

– En América sólo queremos paz. Son los aislacionistas los que manejan la cuestión. Y ellos no quieren entrometerse en la política europea. Los hombres quieren empleos y las madres no desean volver a perder a sus hijos en los campos de Flandes.

– Y el presidente quiere salir reelegido en noviembre -añadió Paul, sintiendo que los ojos de Roosevelt lo espiaban desde su sitio, sobre la repisa ornamentada.

Por un momento se hizo un silencio incómodo. Gordon se echó a reír. El senador no.

Paul apagó su cigarrillo.

– Esté bien. Claro. Ya comienzo a entender. Si me atrapan no habrá nada que me relacione con ustedes. Ni con él. -Señaló con la cabeza el retrato del presidente-. ¡Hombre!, soy sólo un civil majareta, no un soldado como estos chavales. -Echó un vistazo a los dos suboficiales. Avery sonrió; Manielli también, pero fue una sonrisa muy diferente.

– Es así, Paul -dijo el senador-. Es exactamente así.

– Además hablo alemán.

– Dicen que con fluidez.

El abuelo de Paul estaba orgulloso de su país de origen; también su padre, quien se había empeñado en que los niños estudiaran alemán y hablaran la lengua paterna en casa. Él recordaba momentos absurdos en que sus padres reñían, ella gritando en gaélico y él en alemán. Además, Paul había trabajado en la imprenta de su abuelo durante las vacaciones del instituto, como linotipista y corrector de pruebas en alemán.

– ¿Cómo se haría? Todavía no he dicho que sí, ¿eh? Es sólo curiosidad. ¿Cómo se haría?

– Hay un barco que llevará a Alemania al equipo olímpico, a sus familiares y a los periodistas. Zarpará pasado mañana. Tú irás a bordo.

– ¿Con el equipo olímpico?

– Hemos decidido que es lo mejor. En la ciudad habrá millares de extranjeros. Berlín estará de bote en bote. El Ejército y la policía no darán abasto.

Avery dijo:

– Oficialmente no tendrás nada que ver con las Olimpiadas; los Juegos no comienzan hasta el uno de agosto. El Comité Olímpico cree que eres escritor.

– Cronista de deportes -agregó Gordon-. Es tu tapadera. Pero básicamente debes pasar por tonto y hacerte invisible. Vas a la Villa Olímpica con todo el mundo y pasas allí uno o dos días; después te escabulles y vas a la ciudad. Los hoteles no sirven: los nazis vigilan a todos los huéspedes y comprueban los pasaportes. Nuestro hombre te buscará una habitación en una pensión particular.

Como a cualquier artesano concienzudo, le vinieron a la mente algunas preguntas sobre el trabajo a realizar.

– ¿Usaría mi nombre?

– Sí, te moverías bajo tu propio nombre. Pero también te daremos un pasaporte para la fuga, con tu fotografía, pero bajo otro nombre. Extendido por otro país.

El senador observó:

– Tienes pinta de ruso. Eres alto y macizo -asintió-. Sí, serás «el hombre de Rusia».

– No hablo ruso.

– Allá tampoco lo habla nadie. Además, lo más probable es que jamás necesites el pasaporte. Es sólo para que puedas salir del país en caso de emergencia.

– Y para que nadie pueda seguir el hilo hasta ustedes si no logro salir, ¿verdad? -añadió Paul de inmediato.

La vacilación del senador, seguida de una rápida mirada a Gordon, expresó que había dado en el clavo.

– ¿Para quién se supone que trabajo? -continuó él-. Todos los periódicos enviarán corresponsales. Y ellos se darían cuenta de que no soy cronista.

– Ya lo hemos pensado. Escribirás artículos por cuenta propia y a tu regreso intentarás venderlos a algunos de esos periodicuchos de deportes.

– ¿A quién tienen ustedes allí? -preguntó Paul.

– Por ahora, nada de nombres -respondió Gordon.

– No pido nombres. Quiero saber si confían en él. Y por qué.

El senador dijo:

– Lleva un par de años viviendo en Alemania y siempre nos ha pasado información de primera. Durante la guerra sirvió a mis órdenes. Lo conozco personalmente.

– ¿Qué coartada utiliza?

– Se hace pasar por comerciante, procurador, ese tipo de cosas. Trabaja para sí mismo.

Gordon continuó:

– Él te proporcionará un arma y todo lo que necesites saber sobre tu objetivo.

– No tengo pasaporte auténtico. A mi nombre, quiero decir.

– Ya lo sabemos, Paul. Te daremos uno.

– ¿Me devolvéis las pistolas?

– No -dijo Gordon. Y eso fue definitivo-. Pues bien, amigo mío, ése es nuestro plan, en general. Y debo advertirte que, si estás pensando embarcarte en un buque de carga para perderte en algún villorrio del oeste… -Claro que Paul lo había pensado. Pero frunció el ceño y negó con la cabeza-. Pues mira, estos buenos muchachos se pegarán a ti como lapas hasta que el barco amarre en Hamburgo. Y si te atacara la misma urgencia por escapar de Berlín, te advierto que nuestro contacto no te quitará la vista de encima. Si desapareces nos llamará. Y nosotros llamaremos a los nazis para decirles que tienen a un asesino americano suelto en la ciudad. Y les daremos tu nombre y tu foto. -Gordon le sostuvo la mirada-. Si te parece que nosotros hemos sido hábiles para rastrearte, Paul, ya verás que no podemos compararnos con los nazis. Y por lo que nos dicen, ellos no se lían con juicios ni sentencias de ejecución. ¿Lo tienes todo claro?

– Como el agua.

– Bien. -El comandante hizo un gesto a Avery-. Ahora dígale qué sucederá cuando el trabajo esté hecho.

– Tendremos un avión y su tripulación esperando en Holanda -respondió el teniente-. En las afueras de Berlín hay un viejo aeródromo. Cuando acabes te sacaremos desde allí.

– ¿En avión? -preguntó Paul, intrigado. Volar lo fascinaba. A los nueve años se había roto un brazo (la primera de más fracturas de las que deseaba recordar) al lanzarse desde el tejado de la imprenta de su padre con un planeador que había construido, sólo para estrellarse contra los gastados adoquines, dos pisos más abajo.

– Así es, Paul -confirmó Gordon.

– Te gustan los aviones, ¿no? -añadió Avery-. En tu apartamento hay muchas revistas de aviones. Y libros también. Y fotos de aeroplanos. Y hasta algunas maquetas. ¿Las haces tú mismo?

Él se sintió abochornado. Le fastidiaba que hubieran descubierto sus juguetes.

– ¿Eres piloto? -preguntó el senador.

– Nunca he subido a un avión. -Luego meneó la cabeza-. No sé. -Todo aquello era una perfecta locura.

La habitación se llenó de silencio. Lo quebró el hombre del traje blanco arrugado.

– Yo también fui coronel durante la guerra. Como Reinhard Ernst. Y estuve en los bosques de Argonne. Igual que tú. Paul asintió con la cabeza.

– ¿Sabes cuántos, en total?

– ¿Cuántos qué?

– Cuántos hombres perdimos.

Él recordaba un mar de cadáveres: americanos, franceses y alemanes. Los heridos, en cierto modo, eran aún más horribles: gritaban, gemían y llamaban a la madre, al padre. Uno jamás olvidaba esos gemidos. Jamás.

El otro dijo, en tono reverente:

– La Fuerza Especial Americana perdió más de veinticinco mil. Casi cien mil heridos. Murió la mitad de los muchachos que estaban a mis órdenes. En un mes avanzamos once kilómetros contra el enemigo. Todos los días de mi vida recuerdo esas cifras. La mitad de mis soldados, once kilómetros. Y la de Meuse-Argonne fue la más espectacular de nuestras victorias en esa guerra… No quiero que vuelva a suceder.

Paul lo observaba.

– ¿Quién es usted? -volvió a preguntar.

El senador se removió. Iba a hablar, pero el otro se interpuso.

– Soy Cyrus Clayborn.

Sí, eso era. Vaya… el tío era presidente de Teléfonos y Telégrafos Continental. Un millonario hecho y derecho aun ahora, a la sombra de la Depresión.

El hombre continuó:

– «Daddy» Warbucks, tal como te decía. Soy el banquero. En este tipo de «proyectos», digamos, por lo general es mejor que el dinero no provenga de las arcas públicas. Ya soy demasiado viejo para pelear por mi país, pero hago lo que puedo. ¿Eso te deja más tranquilo, chaval?

– Sí.

– Bien. -Clayborn lo miró de pies a cabeza-. Bueno. Sólo me queda una cosa por decir. Referente al dinero. La suma que ellos han mencionado, ¿recuerdas?

Paul hizo un gesto afirmativo.

– Pues bien, dóblala.

Él sintió que le crepitaba la piel. ¡Diez mil dólares! No era capaz ni de imaginarlo.

Gordon giró lentamente la cabeza hacia el senador. Paul comprendió que eso no figuraba en el libreto.

– ¿Me pagarán en efectivo? No quiero cheques.

Por algún motivo eso hizo que el senador y Clayborn rieran con ganas.

– Como tú quieras, claro -dijo el industrial.

El político acercó un teléfono y dio un golpecito al auricular.

– Venga, hijo, ¿qué hacemos? ¿Llamamos a Dewey o no?

El chasquido de una cerilla quebró el silencio: Gordon encendía un cigarrillo.

– Piénsalo, Paul. Te ofrecemos la posibilidad de borrar el pasado. De comenzar otra vez. ¿A cuántos sicarios se les ofrece una oportunidad así?

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