PARTE TRES. EL SOMBRERO DE GÖRING

Sábado, 25 de julio de 1936

5

Las calles de Berlín estaban inmaculadas y la gente era cordial; muchos le saludaban con la cabeza al verlo pasar. Paul Schumann caminaba hacia el norte, a través del Tiergarten, llevando el viejo y maltrecho portafolio. Se acercaba el mediodía del sábado; iba a encontrarse con Reggie Morgan.

El parque era hermoso; estaba lleno de árboles frondosos, senderos, lagos y jardines. En el Central Park de Nueva York uno siempre tenía conciencia de estar rodeado por la ciudad: los rascacielos eran visibles por doquier. Pero Berlín era una ciudad baja; allí había muy pocos edificios altos: «atrapanubes», según oyó que una mujer decía a un niño en el autobús. Mientras atravesaba el parque, con sus árboles negros y su densa vegetación, perdió por completo la sensación de estar en una gran ciudad. Aquello le hacía pensar en los densos bosques que crecían al norte de Nueva York, donde su abuelo solía llevarlo a cazar todos los veranos, hasta que la salud debilitada impidió al anciano hacer esos viajes.

Lo invadió la inquietud. Era una sensación familiar: esa agudización de los sentidos al comenzar un trabajo; cuando estudiaba la oficina o el apartamento del que debía despachar, cuando lo seguía y averiguaba todo lo posible sobre ese hombre. Instintivamente se detenía de tanto en tanto y echaba un vistazo despreocupado hacia atrás, como para orientarse. Al parecer nadie lo seguía. Pero no tenía ninguna certeza. Había sectores de bosque muy umbríos donde alguien podía haber estado espiándolo. Varios hombres de aspecto andrajoso lo miraron con desconfianza; luego se escabulleron entre los árboles o las matas. Vagabundos o desharrapados, probablemente; aun así, para no correr riesgos, cambió unas cuantas veces de rumbo, a fin de despistar a quien pudiera estar siguiéndolo.

Después de cruzar el lodoso río Spree, buscó la calle Spener y continuó hacia el norte, alejándose del parque; le pareció curioso que en las casas se notara un estado de mantenimiento tan diverso. Junto a una realmente grandiosa podía alzarse otra abandonada y maltrecha. Pasó frente a una que tenía el patio delantero lleno de maleza marchita. Era obvio que en otros tiempos había sido una casa muy lujosa. Ahora casi todas las ventanas estaban rotas y alguien (delincuentes juveniles, pensó) la había manchado con pintura amarilla. Un letrero anunciaba que el sábado se realizaría una venta de los enseres. Problemas de impuestos, probablemente. ¿Qué habría sido de la familia? ¿Adónde habrían ido todos? Tiempos difíciles, presintió. Cambio de circunstancias.

Por fin se pone el sol…

Encontrar el restaurante fue fácil. Vio el letrero, pero ni siquiera se percató de que estaba leyendo «Bierhaus»; para él era «cervecería» simplemente: ya estaba pensando en alemán. Su educación y las horas dedicadas a la composición tipográfica en la imprenta del abuelo hacían que la traducción fuera automática. Echó un vistazo al lugar. Había cinco o seis parroquianos sentados en la terraza: hombres y mujeres, en su mayoría solitarios y concentrados en la comida o en algún periódico. Nada fuera de lo normal, por lo que se podía ver.

Cruzó la calle hasta el callejón que Avery le había indicado: el pasaje Dresden. Se adentró en el cañón fresco y oscuro. Faltaban unos minutos para el mediodía.

Un momento después oyó pisadas. Luego un hombre corpulento, de traje pardo y chaleco, se le acercó por detrás, escarbándose los dientes con un palillo.

– Buenos días -saludó alegremente el hombre en alemán. Y dirigió una mirada a su portafolio de piel parda.

Paul respondió con una inclinación de cabeza. Respondía a la descripción que Avery había hecho de Morgan, aunque era más gordo de lo que él esperaba.

– Buen atajo este, ¿no le parece? Lo uso con frecuencia.

– Sí, por cierto. -Paul le echó un vistazo-. Quizá usted pueda ayudarme. ¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la plaza Alexander?

Pero el hombre arrugó el entrecejo.

– ¿En tranvía? ¿Desde aquí?

El sicario se puso más alerta.

– Sí. A la plaza Alexander.

– Pero ¿por qué quiere ir en tranvía si el metro es mucho más rápido?

«Bueno», pensó Paul, «no es éste. Lárgate. Ahora mismo, caminando sin prisa».

– Gracias. Me ha sido muy útil. Buenos días tenga usted.

Pero sus ojos debían de haber revelado algo. El hombre se llevó la mano a un costado, en un gesto que él conocía muy bien. «Pistola», pensó.

Y aquellos imbéciles lo habían enviado a la cita sin su Colt.

Paul apretó los puños y dio un paso adelante, pero su adversario saltó hacia atrás, con una celeridad asombrosa en un hombre tan obeso, y se puso fuera de su alcance, mientras sacaba diestramente una pistola negra del cinturón. Paul sólo pudo girar sobre sus talones y huir. Giró en la esquina, hacia un corto desvío de la callejuela.

Se detuvo en seco. Era un callejón sin salida.

Sintió el roce de un zapato detrás de él y el arma del hombre contra la espalda, a la altura del corazón.

– No te muevas – anunció el desconocido en alemán gutural-. Deja caer el maletín.

Él soltó el portafolio, que cayó a los adoquines; entonces sintió que el arma se apartaba de su espalda para tocarle la cabeza, justo bajo la banda del sombrero.

«Padre», pensó; no se dirigía a la divinidad, sino a su progenitor, que había abandonado la tierra doce años atrás. Cerró los ojos.

El sol por fin se pone…

El disparo fue abrupto. Resonó brevemente contra las paredes del callejón antes de que los ladrillos lo sofocaran.

Paul, encogiéndose de miedo, sintió que la boca del arma se apretaba más contra su cráneo. Luego se apartó y la oyó repiquetear contra los adoquines. Se movió a un lado precipitadamente agachándose, y giró a tiempo para ver cómo se desmoronaba el hombre que había estado a punto de matarlo. Tenía los ojos abiertos, pero vidriosos. Una bala lo había alcanzado en la sien. La sangre salpicó el suelo y el muro de ladrillos.

Al levantar la vista vio que se acercaba otro hombre, vestido con un traje de franela gris oscuro. Llevado por el instinto, Paul recogió la pistola del muerto. Era automática, con un seguro en la parte superior; una Luger, probablemente. La apuntó al pecho del hombre, con los ojos entrecerrados. Reconoció al tío de haberlo visto en la cervecería, sentado en la terraza y concentrado en su periódico, según había supuesto cuando se fijó en él. Tenía una pistola grande, automática, pero no la dirigía hacia Paul; seguía apuntando al hombre tendido en tierra.

– No te muevas -dijo Paul en alemán-. Suelta el arma.

El hombre no obedeció; sin embargo, una vez seguro de que su víctima no representaba amenaza alguna, se guardó la pistola en el bolsillo. Luego miró hacia ambos extremos del callejón.

– Chist -susurró, con la cabeza inclinada para escuchar. Se aproximó a paso lento-. ¿Schumann?

Paul no dijo nada. Mantenía la Luger apuntada hacia el desconocido, quien se agachó frente al hombre caído.

– Mi reloj. -Lo había dicho en alemán, con un leve acento.

– ¿Qué?

– Mi reloj. Es todo lo que voy a sacar. -Lo extrajo del bolsillo y, después de abrirlo, acercó el cristal a la nariz y la boca del hombre. No hubo condensación de aliento. El recién llegado guardó el objeto.

– ¿Usted es Schumann? -repitió, señalando el portafolio abandonado en el suelo-. Soy Reggie Morgan.

Él también respondía a la descripción de Avery: pelo oscuro y mostacho, aunque mucho más delgado que el muerto.

Paul también miró a ambos lados. Nadie.

El diálogo parecería absurdo con un cadáver allí, pero preguntó:

– ¿Cuál es el mejor tranvía para ir a la Alexanderplatz?

Morgan respondió con celeridad.

– El número ciento treinta y ocho… No, es mejor el doscientos cincuenta y cuatro. El sicario echó un vistazo al cuerpo.

– Dígame, ¿quién es éste?

– Vamos a averiguarlo. -Morgan se inclinó hacia el cadáver para registrarle los bolsillos.

– Yo montaré guardia -ofreció Paul.

– Bien.

Se alejó unos pasos. De inmediato regresó y apoyó la Luger contra la nuca del hombre.

– No te muevas.

El hombre se quedó de piedra.

– ¿Qué haces?

– Dame tu pasaporte -ordenó Paul en inglés.

Cogió el documento; confirmaba que el hombre era Reginald Morgan. Aun así, no retiró la pistola al devolvérselo.

– Descríbeme al senador. En inglés.

– Vale, pero ten cuidado con el gatillo, por favor -dijo el hombre; su voz situaba sus raíces en alguna zona de Nueva Inglaterra-. ¿El senador, dices? Tiene sesenta y dos años, pelo blanco, la nariz más cargada de venas de las que debería, gracias al whisky. Y es flaco como un palo de escoba, aunque devora un buen bistec en Delmonico cuando está en Nueva York y en Ernie cuando está en Detroit.

– ¿Qué fuma?

– Nada, la última vez que lo vi, el año pasado. Por su esposa. Pero me dijo que volvería a fumar. Y lo que solía fumar eran unos puros dominicanos que olían a neumático quemado. Venga, hombre. No quiero morir sólo porque el viejo ha vuelto a caer en ese vicio.

Paul apartó el arma.

– Perdona.

Morgan continuó con su examen del cadáver, sin dejarse alterar por la prueba a la que había sido sometido.

– Prefiero trabajar con un hombre cauteloso que me insulte y no con un imprudente que no lo haga. Los dos viviremos más tiempo. -Escarbó en los bolsillos del muerto-. ¿Todavía no tenemos visitas?

Paul recorrió el callejón con la mirada.

– No, ninguna.

Notó que Morgan observaba con fastidio algo que había encontrado en los bolsillos del cadáver. Por fin suspiró.

– Bueno, hermano, tenemos un problema.

– ¿Qué pasa?

El hombre le mostró una tarjeta de aspecto oficial. Arriba se veía un sello con un águila; debajo, dentro de un círculo, la esvástica. En la parte alta, dos letras: SA.

– ¿Qué significa eso?

– Significa, amigo mío, que no has estado ni veinticuatro horas en la ciudad y ya nos hemos cargado a un miembro de las Tropas de Asalto.

6

– Un qué? -preguntó Paul Schumann.

Morgan suspiró.

– Un Sturmabteilung. Tropa de Asalto. Camisa Parda. SA. El ejército particular del Partido. Vienen a ser los matones de Hitler. -Meneó la cabeza-. Y lo tenemos peor: no viene de uniforme. Eso significa que es de la Elite Parda, de la plana mayor.

– ¿Cómo pudo descubrirme?

– No creo que lo hiciera a propósito. Estaba en una cabina telefónica, observando a todos los que pasaban por la calle.

– No lo he visto -dijo Paul, furioso consigo mismo por no haber detectado la vigilancia. Allí todo estaba descabalado en exceso; no sabía qué buscar y qué pasar por alto.

Morgan continuó:

– Ha ido tras de ti en cuanto entraste en el callejón. Diría que sólo quería saber a qué venías: un extraño en el vecindario. Los Camisas Pardas tienen sus feudos. Probablemente éste era el suyo. -Frunció el entrecejo-. Aun así es raro que estén tan vigilantes. Lo que me pregunto es por qué un superior de la SA estaba observando a ciudadanos comunes. Eso queda para los subordinados. Tal vez han lanzado algún tipo de alerta. -Contempló el cadáver-. De cualquier modo esto es serio. Si los Camisas Pardas se enteran de que han matado a uno de los suyos, no cejarán en la búsqueda hasta haber hallado al asesino. ¡Y cómo buscarán! Son millares y millares los que hay en esta ciudad. Como cucarachas.

Ya pasada la impresión inicial del disparo, Paul iba recobrando el instinto. Salió del callejón cerrado hacia la parte principal del pasaje Dresden. Aún estaba desierto, con las ventanas a oscuras. No se había abierto ninguna puerta. Levantó un dedo hacia Morgan y luego regresó a la boca de la callejuela para mirar desde la esquina hacia la cervecería. De los pocos que estaban en la calle, nadie parecía haber oído el disparo.

A su regreso dijo a Morgan que todo parecía estar en orden. Luego recordó:

– El casquillo.

– ¿Qué?

– El casquillo de la bala. De tu pistola.

Buscaron por el suelo hasta que Paul halló el pequeño tubo amarillo. Lo recogió con el pañuelo y frotó para limpiarlo, por si tuviera las impresiones digitales de Morgan; luego lo dejó caer por una alcantarilla. Se le oyó repiquetear por un momento. Luego, un chapoteo.

Morgan asintió:

– Ya me habían dicho que eras de los buenos.

No tanto como para evitar que lo cogieran, allá en Estados Unidos, gracias a un trocito de bronce como aquél.

Reggie desplegó su navaja de bolsillo, ya bien gastada.

– Le cortaremos las etiquetas de la ropa y le quitaremos todos los efectos personales. Luego nos alejaremos de aquí a toda prisa. Antes de que ellos lo encuentren.

– ¿Quiénes? -preguntó Paul.

Morgan dejó escapar una risa seca.

– En la Alemania actual, «ellos» es todo el mundo.

– Los Sturmabteilung ¿usan tatuajes? ¿Esa esvástica, quizá? ¿O las letras SA?

– Sí, es posible.

– Mira si tiene alguno. En los brazos y en el pecho.

– ¿Y si encuentro uno? -preguntó Morgan, ceñudo-. ¿Qué se puede hacer?

Paul señaló la navaja con la cabeza.

– No bromees.

Pero la expresión del sicario reveló que no bromeaba.

– No puedo hacer algo así -susurró Morgan.

– Pues entonces lo haré yo. Si es importante que no lo identifiquen, habrá que hacerlo.

Paul se arrodilló en los adoquines para abrir la chaqueta y la camisa del hombre. Comprendía los escrúpulos de Morgan, pero el trabajo de sicario era como cualquier otro: uno tenía que aplicarse a fondo o dedicarse a otra cosa. Y un pequeño tatuaje podía representar la diferencia entre vivir y morir.

Pero al final no hizo falta desollar ninguna parte del cadáver, según resultó. El cuerpo de aquel hombre estaba libre de marcas. De pronto, un grito.

Los dos se quedaron petrificados. Morgan miró callejón arriba y se llevó nuevamente la mano hacia la pistola. También Paul aferró el arma que había quitado al cadáver.

Se oyó nuevamente la voz. Luego, silencio, salvo por el ruido del tráfico. Pero un momento después Paul detectó una sirena extraña que subía y bajaba, cada vez más cerca.

– Debes irte -dijo su compañero con urgencia-. Yo acabaré con esto. -Reflexionó un momento-. Nos veremos dentro de cuarenta y cinco minutos en el Jardín Estival; es un restaurante que está en la calle Rosenthaler, al noroeste de la Alexanderplatz. Uno de mis contactos tiene información sobre Ernst. Haré que se reúna con nosotros allí. Vuelve a la calle de la cervecería. Allí podrás conseguir un taxi. En los tranvías y los autobuses suele haber policías. Limítate a los taxis o a ir a pie, cuando sea posible. Mira siempre hacia delante y no mires a nadie a los ojos.

– El jardín Estival -repitió Paul, mientras recogía el portafolio y sacudía el polvo y la cochambre pegados a la piel. Dejó caer dentro de él la pistola del Sturmabteilung-. De ahora en adelante hablemos sólo en alemán. Es menos sospechoso.

– Buena idea -respondió Morgan en el idioma del país-. Lo hablas bien, mejor de lo que yo esperaba. Pero debes suavizar las ges. Así parecerás más berlinés.

Otro grito. La sirena se acercaba.

– Oye, Schumann… si dentro de una hora no he llegado… La radio que te mencionó Bull Gordon, la del edificio que están reformando para la Embajada, ¿recuerdas? -Paul asintió. Ve y diles que necesitas cambio de instrucciones. -Una risa lúgubre-. De paso puedes informarles de que he muerto. Ahora lárgate. Mira siempre hacia delante; pon cara de despreocupación. Y pase lo que pase, no corras.

– ¿Que no corra? ¿Por qué?

– Porque en este país hay muchísima gente que te perseguirá por el solo hecho de verte correr. ¡Anda, date prisa!

Y Morgan reanudó su tarea con la rápida precisión de los sastres.


El coche negro, polvoriento y abollado subió a la acera cerca del callejón, donde esperaban tres oficiales de la Schupo, impecables en sus uniformes verdes, con insignias muy anaranjadas en el cuello y altos gorros verdes y negros.

Un hombre de mediana edad, con bigote, que vestía un traje de tres piezas de lino color blanco tiza, bajó del vehículo por la portezuela del pasajero. El coche se elevó varios centímetros al verse libre de su considerable peso. El gordo cubrió con el sombrero panamá su pelo encanecido y ya ralo, que peinaba hacia atrás, y vació a golpecitos su pipa de espuma de mar.

El motor fue dando trompicones hasta que al final se quedó en silencio. Mientras se guardaba en el bolsillo la pipa amarillenta, el inspector Willi Kohl echó un vistazo algo exasperado a ese vehículo. Los grandes investigadores de la SS y la Gestapo tenían Mercedes y BMW, pero los inspectores de la Kripo, aun los más antiguos, como Kohl, debían conformarse con coches Auto Union. Y de los cuatro anillos entrelazados que representaban a las empresas combinadas (Audi, Horch, Wanderer y DKW) se le había proporcionado, naturalmente, uno de los modelos más modestos, con dos años de antigüedad. Aunque su coche funcionaba a gasolina, sus iniciales, DKW, correspondían a las palabras «vehículo propulsado a vapor».

Konrad Janssen, bien afeitado y sin sombrero, como tantos de los inspectores jóvenes en aquel entonces, emergió del asiento del conductor abrochándose la chaqueta cruzada de seda verde. Luego cogió del portamaletas un portafolio y la cámara Leica.

Kohl se palpó el bolsillo para comprobar si tenía allí su libreta y los sobres de pistas, y se dirigió hacia los oficiales de la Schupo.

– Heil Hitler inspector -dijo el mayor de los tres, con un dejo de familiaridad en la voz.

Kohl, que no lo reconocía, se preguntó si se habrían encontrado en alguna ocasión anterior. Los de la Schupo (patrulleros urbanos) podían colaborar de vez en cuando con los inspectores, pero técnicamente no estaban a las órdenes de la Kripo. Kohl no los veía con regularidad.

Levantó el brazo en algo parecido al saludo del Partido.

– ¿Dónde está el cuerpo?

– Por aquí, señor. En el pasaje Dresden.

Los otros oficiales se mantenían más o menos en posición de firmes. Se mostraban cautelosos. Los oficiales de la Schupo eran muy hábiles para detectar infracciones de tráfico, atrapar carteristas y apartar a la multitud cuando Hitler recorría la ancha avenida de Unter den Linden, pero un homicidio requería discernimiento. Si el homicida era un ladrón había que proteger cuidadosamente el escenario; si eran las tropas de asalto o la SS, ellos debían desaparecer lo antes posible y olvidar lo que hubieran visto.

Kohl dijo al mayor de los Schupo:

– Dígame todo lo que sepa.

– Sí, señor. Me temo que no es mucho. En el distrito de Tiergarten recibimos una llamada. He venido inmediatamente. He sido el primero en llegar.

– ¿Quién ha llamado? -Kohl se adentró en el callejón; luego se volvió para hacer un gesto impaciente a los otros policías, indicándoles que le siguieran.

– No ha dado el nombre. Era una mujer que había oído un disparo por aquí.

– ¿A qué hora llamó?

– Alrededor del mediodía, señor.

– Y usted ¿a qué hora ha llegado?

– He partido en cuanto el comandante me avisó.

– ¿Y a qué hora ha llegado? -insistió Kohl.

– Más o menos a las doce y veinte, y media. -El hombre señaló un estrecho desvío sin salida.

En los adoquines, de espaldas, yacía un hombre cuarentón, con exceso de peso. La causa de la muerte era clara: una herida en el costado de la cabeza, que había sangrado abundantemente. El hombre tenía las ropas desaliñadas y los bolsillos hacia fuera. Sin duda alguna lo habían matado allí mismo; las marcas de sangre llevaban a esa conclusión obvia.

El inspector dijo a los dos Schupo más jóvenes:

– Por favor, miren si pueden encontrar testigos, sobre todo en las bocas de este callejón. Y en estos edificios. -Señaló con la cabeza las dos construcciones de ladrillo que los rodeaban, pese a haber notado que no tenían ventanas-. Y en esa cafetería por la que pasamos. «Bierhaus» se llamaba.

– Sí, señor. -Los hombres se alejaron a paso enérgico.

– ¿Lo habéis revisado?

– No -dijo el mayor de los Schupo. Luego añadió-: Sólo para verificar que no fuera judío, desde luego.

– Pues entonces sí lo habéis revisado.

– Sólo le he abierto los pantalones. Y ya ve usted que los he vuelto a abrochar.

Kohl se preguntó si, al decidirse que la muerte de hombres circuncidados sería de baja prioridad, se había tenido en cuenta que a veces aquel procedimiento se realizaba por motivos médicos hasta en el más ario de los bebés. Revisó los bolsillos del muerto, pero no halló ninguna identificación. En realidad no había allí absolutamente nada. Qué extraño.

– ¿No le habéis sacado nada? ¿No tenía documentos, efectos personales…?

– No, señor.

El inspector se arrodilló, respirando con dificultad, para examinar minuciosamente el cuerpo. Descubrió que el hombre tenía las manos suaves, libres de callos.

– Con estas manos -dijo, medio para sí mismo, medio para Konrad Janssen-, con las uñas recortadas y residuos de talco en la piel, no puede haber hecho tareas muy duras. En los dedos tiene tinta, pero no mucha, lo cual sugiere que tampoco se dedicaba a trabajos de impresión. Además, la distribución de las manchas delata que se las hizo escribiendo a mano, probablemente registros contables y correspondencia. No es periodista; si lo fuera tendría mina de lápiz en las manos y no veo nada de eso. -Kohl lo sabía porque, desde la llegada del nacionalsocialismo al poder, había investigado la muerte de diez o doce periodistas. Ninguno de los casos estaba cerrado y ninguno era investigado activamente-. Comerciante, profesional, funcionario, agente del Gobierno…

– Bajo las uñas tampoco tiene nada, señor.

Kohl hizo un gesto afirmativo. Luego palpó las piernas del muerto.

– Como he dicho, lo más probable es que fuera un intelectual. Pero tiene las piernas muy musculosas. Y los zapatos, muy gastados. Ach, me arden los pies sólo de verlos. Creo que hacía largas caminatas. -El inspector se incorporó con un gruñido de esfuerzo.

– Un almuerzo temprano y luego un paseo.

– Sí, es muy probable. Allí veo un palillo de dientes que podría ser suyo. -Kohl lo recogió para olfatearlo. Ajo. Se inclinó; cerca de la boca de la víctima se percibía el mismo olor-. Sí, creo que sí. -Dejó caer el palillo en uno de sus pequeños sobres de papel manila y lo selló.

El joven oficial continuaba:

– Por lo tanto, ha sido víctima de un robo.

– Es posible -reconoció Kohl lentamente-. Pero no creo. ¿Qué ladrón se lleva todo lo que la víctima tiene encima? Además, no hay quemaduras de pólvora en el cuello ni en la oreja. Eso significa que la bala fue disparada desde cierta distancia. Un asaltante lo habría encañonado desde más cerca, cara a cara. Este hombre recibió el disparo desde atrás y al costado. -Lamió la punta de un lápiz romo para apuntar esas observaciones en su arrugada libreta-. Sí, sí, no dudo de que haya asaltantes que esperen escondidos y disparen contra la víctima antes de robarle. Pero eso no concuerda con lo que sabemos de la mayoría, ¿verdad?

La herida también sugería que el asesino no había sido de la Gestapo, de la SS o miembro de las Tropas de Asalto. En esos casos el disparo solía ser a quemarropa, a la parte frontal del cerebro o en la nuca.

– ¿Qué hacía en este callejón? -musitó el aspirante a inspector mientras paseaba una mirada en derredor, como si pudiera hallar la respuesta en el suelo.

– Esa pregunta todavía no nos interesa, Janssen. Este pasaje es un atajo muy usado entre las calles Spener y Calvin. Puede que el hombre tuviera un propósito ilícito, pero habrá que averiguar eso a partir de las pistas, no de su ruta.

Kohl volvió a examinar la herida de la cabeza; luego fue hasta la pared del callejón, contra la cual había salpicado una considerable cantidad de sangre.

– Ah -exclamó, encantado al ver que la bala estaba allí, en el sitio donde los adoquines se encontraban con la base del muro. La recogió con cuidado, utilizando una servilleta de papel. Estaba apenas mellada. La reconoció inmediatamente como una nueve milímetros. Eso significaba que, muy probablemente, había sido disparada por una pistola automática, que habría expulsado el cartucho de bronce usado.

– Por favor, oficial -dijo al tercer Schupo-, revise el suelo en esta zona, centímetro a centímetro. Busque una cápsula de bronce.

– Sí, señor.

Kohl sacó del bolsillo de su chaleco un monóculo de aumento, que usó para examinar el proyectil.

– La bala ha quedado en muy buen estado. Eso es alentador. En el Alex veremos qué nos dicen las marcas. Son muy nítidas.

– Conque el asesino tenía un arma nueva -dedujo Janssen. De inmediato acotó su comentario-: O un arma vieja que se había disparado muy pocas veces.

– Muy bien, Janssen. Eso era lo que yo estaba a punto de decir. -Kohl guardó la cápsula en otro sobre de papel manila, que también selló. Apuntó otras notas.

Janssen volvía a observar el cadáver.

– Si no le robaron, señor, ¿por qué los tiene hacia fuera? preguntó-. Me refiero a los bolsillos.

– ¡Pero si no he dicho que no le robaran! Sólo que no estoy seguro de que el motivo principal fuera el robo… Ah, ya veo. Ábrale bien la americana.

Su ayudante obedeció.

– ¿Ve las hebras?

– ¿Dónde?

– ¡Aquí, hombre! -señaló el inspector.

– Sí, señor.

– Han cortado la etiqueta. ¿En el resto de las prendas también?

– Identificación -dijo el joven, con un gesto afirmativo, mientras buscaba en la camisa y los pantalones-. El homicida no quiere que sepamos a quién ha matado.

– ¿Marcas en los zapatos?

Janssen se los quitó para examinarlos.

– Ninguna, señor.

Kohl les echó un vistazo. Luego palpó la chaqueta del difunto.

– El traje es de tela de… ersatz. -Había estado a punto de cometer el error de utilizar la frase «tela de Hitler», en referencia al falso paño hecho con fibras de árbol. Había un chascarrillo popular: si tienes un desgarrón en el traje, riégalo y exponlo al sol; la tela volverá a crecer». El Führer había anunciado planes para independizar al país de los productos importados. Cintas elásticas, margarina, gasolina, aceite para motores, goma, telas… todo se fabricaba con materiales alternativos producidos en la misma Alemania. El problema era, desde luego, el mismo que planteaban los sucedáneos en cualquier lugar: simplemente no eran muy buenos; a veces la gente los denominaba, despectivamente, «productos de Hitler». Pero no era prudente utilizar ese término en público: alguien podía denunciarte por decir algo así.

La importancia del descubrimiento era que indicaba que el hombre debía de ser alemán. En los últimos tiempos casi todos los extranjeros traían moneda propia, con la que tenían un gran poder adquisitivo, y ninguno de ellos compraría voluntariamente ropas tan baratas como ésas.

Pero ¿por qué deseaba el asesino mantener en secreto la identidad de su víctima? La tela ersatz insinuaba que el hombre no tenía mucha importancia. Claro que muchos altos funcionarios del Partido Nacionalsocialista estaban mal pagados. Y hasta los que cobraban sueldos decentes solían utilizar sucedáneos de telas por lealtad al Führer. ¿Sería posible que el motivo de la muerte fuera el trabajo desempeñado por la víctima dentro del Partido o del Gobierno?

– Interesante -dijo Kohl, incorporándose con movimientos rígidos-. El homicida mata a un hombre en una parte muy transitada de la ciudad. Sabe que alguien puede oír el ruido del disparo, pero aun así se detiene a cortar las etiquetas de la ropa, arriesgándose a que lo sorprendan con las manos en la masa. Esto aumenta mi curiosidad por averiguar quién era este infortunado caballero. Tómele las huellas digitales, Janssen. Si esperamos a que lo haga el médico forense no acabaremos nunca.

– Sí, señor. -El joven oficial abrió su portafolio para sacar el equipo y comenzó su trabajo.

Kohl, mientras tanto, observaba los adoquines.

– He estado diciendo «homicida», en singular, Janssen, pero podrían haber sido diez o doce, claro está. El caso es que en el suelo no veo nada de la coreografía de este hecho-. En escenarios más abiertos, el infame viento arenoso de Berlín esparcía convenientemente un polvo delator por el suelo, pero ese callejón estaba más protegido.

– Señor… inspector -llamó el oficial de la Schupo-, no he encontrado ningún casquillo por aquí. Ya he revisado toda la zona.

Eso preocupó a Kohl. Janssen detectó la expresión de su jefe. El inspector explicó:

– Porque no sólo cortó las etiquetas de la ropa, sino que también se tomó el tiempo necesario para buscar el casquillo de la bala.

– Conque es un profesional.

– Como siempre digo, Janssen, cuando se deduce algo no se deben expresar las conclusiones como si fueran certidumbres. Si uno actúa así, la mente se cierra instintivamente a otras posibilidades. Antes bien, conviene decir que nuestro sospechoso puede poseer un alto grado de diligencia y atención a los detalles. Tal vez sea un asesino profesional, tal vez no. También es posible que una rata o un pájaro se hayan llevado el objeto brillante. O que un chaval lo haya recogido antes de huir aterrorizado al ver el muerto. Y hasta es posible que el asesino sea un hombre pobre que desee sacar provecho del bronce.

– Por supuesto, inspector -dijo Janssen, moviendo afirmativamente la cabeza, como si estuviera memorizando esas palabras.

En el breve tiempo que llevaban trabajando juntos, el inspector había descubierto dos cosas sobre su ayudante: que era incapaz de usar la ironía y que aprendía con notable celeridad. Esta última cualidad era un regalo del cielo para el impaciente veterano. Con respecto a lo primero, en cambio, le habría gustado que el muchacho bromeara con más frecuencia; la profesión de policía está muy necesitada de sentido del humor.

Janssen acabó de tomar las huellas digitales, cosa que hizo con mucha destreza.

– Ahora empolve los adoquines alrededor del cadáver y fotografíe cualquier huella que encuentre. Puede que el homicida haya tenido la astucia de quitar las etiquetas, pero no tanta como para no tocar el suelo mientras lo hacía.

Tras pasar cinco minutos esparciendo un polvo fino en torno al cadáver, el joven dijo:

– Creo que aquí hay algunas, señor. Mire usted.

– Sí, son buenas. Regístrelas.

Después de fotografiar las huellas, el muchacho se incorporó para tomar otras fotos del cadáver y el escenario. El inspector caminó lentamente alrededor. Luego sacó otra vez el monóculo de aumento y se lo colgó del cuello con el cordón verde que la pequeña Hanna le había trenzado como regalo de Navidad. Examinó un punto del adoquinado, cerca del cuerpo.

– Escamas de piel, al parecer. -Las observó con atención-. Viejas y secas. Pardas. Demasiado tiesas para ser de guantes. Quizá de zapatos, de un cinturón, de una mochila vieja o una maleta que tal vez cargaba el asesino o su víctima.

Recogió esas escamas para guardarlas en otro sobre de papel manila. Luego humedeció la goma para cerrarlo.

– Tenemos un testigo, señor -anunció uno de los jóvenes de la Schupo-, pero no se muestra muy dispuesto a cooperar.

Un testigo. ¡Excelente! Kohl siguió al oficial hacia la boca del callejón. Allí otro de los agentes empujaba a un hombre hacia delante. El testigo parecía tener unos cuarenta años. Vestía un mono de trabajo. Tenía un ojo de cristal, el izquierdo, y el brazo derecho pendía al costado, inútil. Uno de los cuatro millones que habían sobrevivido a la guerra, pero con el cuerpo alterado para siempre por la terrible experiencia.

El Schupo lo empujó hacia Kohl.

– Suficiente, oficial -dijo el inspector con severidad-. Gracias. -Y añadió, dirigiéndose al testigo-: Quiero ver su documentación.

El hombre le entregó su carné de identidad. Kohl le echó un vistazo. En cuanto se lo hubo devuelto olvidó todos los datos del documento, pero hasta el más somero de esos exámenes por parte de un funcionario policial hacía que los testigos colaboraran de muy buena gana.

Aunque no en todos los casos.

– Me gustaría ayudar. Pero como he dicho al oficial, señor, en realidad no he visto gran cosa. -El hombre se quedó en silencio.

– Sí, venga, dígame lo que en verdad ha visto. -Un gesto impaciente de la gruesa mano de Kohl.

– Sí, inspector. Estaba fregando las escaleras del sótano del número cuarenta y ocho. Allí. -Señaló una casa fuera del callejón-. Ya verá usted que estaba por debajo del nivel de la acera. He oído algo que me pareció la explosión de un tubo de escape.

Kohl gruñó. Desde el año treinta y tres sólo un idiota podía pensar en tubos de escape; cualquiera pensaba en balas.

– He continuado fregando sin darle importancia. -Para demostrarlo, el hombre señaló su camisa y sus pantalones; los tenía húmedos-. Diez minutos después he oído un silbido.

– ¿Un silbato policial?

– No, señor. Un silbido, como el que se hace soplando entre los dientes. Era muy potente. Al mirar hacia arriba he visto a un hombre que salía caminando del callejón. El silbido era para llamar a un taxi. El coche se detuvo frente a mi edificio. El hombre ha pedido al conductor que lo llevara al restaurante jardín Estival.

Eso del silbido era algo fuera de lo común, reflexionó Kohl. Uno podía silbar para llamar a un perro, a un caballo. Pero llamar así a un taxi era denigrante para el conductor. En Alemania todas las profesiones y oficios merecían igual respeto. ¿Revelaba eso que el sospechoso era extranjero? ¿O simplemente un grosero? Apuntó la observación en su libreta.

– ¿El número del taxi? -Había que preguntarlo, desde luego, pero Kohl recibió la respuesta que esperaba:

– Pues no tengo ni idea, señor.

– Jardín Estival. -Era un nombre común-. ¿Cuál?

– Creo haber oído «calle Rosenthaler».

El inspector asintió, entusiasmado por tener tan buena pista a esa temprana altura de la investigación.

– Rápido: ¿qué aspecto tenía ese hombre?

– Como le he dicho, señor, yo estaba en la escalera, abajo. Sólo lo he visto de espaldas, cuando detenía el taxi. Era un hombre grande, de más de dos metros de altura. Fornido, pero no gordo. Eso sí: hablaba con acento.

– ¿Qué tipo de acento? ¿De otra región de Alemania? ¿O de otro país?

– Más o menos como la gente del sur, en todo caso. Pero tengo un hermano que vive cerca de Munich y éste sonaba diferente.

– ¿De otro país, tal vez? En estos días, por lo de las Olimpiadas, tenemos aquí a muchos extranjeros.

– No sé, señor. He pasado toda la vida en Berlín. Y sólo una vez he salido de la patria. -Señaló con el mentón su brazo inutilizado.

– ¿Tenía un portafolio de piel?

– Sí, creo que sí.

Kohl dijo a su asistente:

– Origen probable de las escamas de piel. -Se volvió hacia el testigo: ¿Y usted no le ha visto la cara?

– No, señor, como ya le he dicho.

El inspector bajó la voz.

– Si yo le prometo que no apuntaré su nombre, para que en el futuro no se vea involucrado, ¿podría recordar algo más de su aspecto?

– Le digo la verdad, señor: no le he visto la cara.

– ¿Edad?

El hombre meneó la cabeza.

– Sólo sé que era corpulento y que vestía un traje claro. Me temo que no sé de qué color. Ah, sí… llevaba un sombrero como los que usa el ministro Göring.

– ¿Qué clase de sombrero es ése? -preguntó Kohl.

– Pardo, de ala estrecha.

– Ah, eso servirá. -El inspector miró al portero de arriba abajo-. Muy bien, ya puede irse.

Heil Hitler -dijo el hombre con patético entusiasmo. Y le hizo un enérgico saludo, tal vez para compensar la necesidad de hacerlo con el brazo izquierdo.

El inspector respondió con un distraído «Heil» y regresó junto al cadáver. Ambos recogieron apresuradamente el equipo.

– Deprisa. Vamos al Jardín Estival.

Mientras iban hacia el coche Willi Kohl hizo una mueca de dolor y se miró los pies. Ni siquiera esos carísimos zapatos de piel, forrados con el más suave vellón de cordero, servían de mucho para aliviar los dedos y los arcos. Y esos adoquines eran especialmente brutales.

De pronto notó que Janssen, a su lado, aminoraba el paso.

– Gestapo -susurró el joven. El inspector levantó la vista, consternado. Peter Krauss se acercaba, vestido con un raído traje pardo y un sombrero flexible del mismo color. Dos de sus jóvenes ayudantes, más o menos de la edad de Janssen, se quedaron atrás.

¡Justo ahora! En ese mismo instante el sospechoso podía estar en el restaurante, sin sospechar que lo habían detectado.

Krauss caminó tranquilamente hacia los dos inspectores de la Kripo. Goebbels, el ministro de Propaganda, gustaba de hacer fotografiar a arios típicos con sus familias para utilizar en sus publicaciones. Peter Krauss podría haber servido de modelo para esas fotos: era alto, esbelto, rubio. Había sido colega de Kohl hasta que lo invitaron a unirse a la Gestapo, debido a su experiencia en la investigación de delitos políticos.

Cuando los nacionalsocialistas asumieron el poder, el antiguo Departamento IA de la Kripo fue separado del cuerpo de policía y pasó a formar parte de la Gestapo. Krauss era como tantos alemanes prusianos: nórdico, con algo de sangre eslava; no obstante, en las oficinas se rumoraba que sólo se le había invitado a cambiar de trabajo después de que modificara su nombre de pila, Pietr, que olía a eslavo.

Kohl sabía que Krauss era un investigador metódico, aunque nunca habían trabajado juntos, pues él siempre se había negado a ocuparse de delitos políticos y en ese momento a la Kripo se le prohibía hacerlo.

– Buenas tardes, Willi.

Heil Hitler. ¿Qué te trae por aquí, Peter?

Janssen lo saludó con una inclinación de cabeza; el investigador de la Gestapo hizo lo mismo.

– He recibido una llamada telefónica de nuestro jefe -dijo a Kohl.

¿Se refería acaso a Heinrich Himmler en persona? Era posible. Un mes atrás el jefe de la SS había consolidado todas las fuerzas policiales de Alemania bajo su control; así se había creado la Sipo, la división que vestía de paisano; incluía a la Gestapo, la Kripo y la notoria SD, que era la división de inteligencia de la SS. Himmler había sido nombrado jefe estatal de policía; cuando se anunciaron todos aquellos cambios, a Kohl le había parecido un título bastante modesto para la cabeza del cuerpo policial más poderoso del planeta.

Krauss continuó:

– El Führer le ha ordenado que mantenga la ciudad libre de mácula mientras duren las Olimpiadas. Debemos investigar todos los delitos graves que se cometan cerca del estadio, la Villa Olímpica y el centro de la ciudad, y cuidar de que los delincuentes sean atrapados cuanto antes. Y aquí tenemos un homicidio a dos pasos del Tiergarten. -El hombre chasqueó la lengua, consternado.

Kohl echó un vistazo a su reloj, desesperado por llegar al Jardín Estival.

– Debo irme, Peter.

El hombre de la Gestapo se agachó para examinar atentamente el cadáver.

– Lamentablemente, con tantos periodistas extranjeros en la ciudad… Es difícil controlarlos, vigilarlos.

– Sí, sí, pero…

– Debemos asegurarnos de que esto se resuelva antes de que se enteren. -Krauss se levantó y caminó en un lento círculo en torno al muerto-. ¿Quién es? ¿Ya se sabe?

– Todavía no. No tiene carné de identidad. Dime, Peter: ¿es posible que esto tenga algo que ver con algún asunto de la SS o la SA?

– Que yo sepa, no -respondió, frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué?

– De camino hacia aquí, Janssen y yo nos hemos dado cuenta de que había muchas patrullas deteniendo a la gente para revisar sus documentos. Sin embargo no hemos sabido que hubiera ningún operativo.

– Ah, no tiene importancia. -El inspector de la Gestapo descartó el asunto con un ademán-. Un pequeño asunto de seguridad. Nada que deba preocupar a la Kripo.

Kohl volvió a consultar su reloj de bolsillo.

– Oye, Peter, tengo prisa.

El otro se incorporó:

– ¿Le han robado?

– Falta todo el contenido de los bolsillos -fue la impaciente respuesta.

Krauss observó el cadáver durante un largo rato. Kohl sólo podía pensar en el sospechoso; lo imaginaba sentado en el Jardín Estival, liquidando un plato de schnitzel o de wurst.

– Debo irme -insistió.

– Un momento. -Krauss continuaba estudiando el cadáver. Por fin, sin levantar la vista, dijo-: Tendría sentido que el asesino fuera un extranjero.

– ¿Un extranjero? Pues… -Janssen habló con celeridad, enarcando las cejas juveniles, pero su jefe lo acalló con una mirada penetrante.

– ¿Qué decía? -preguntó Krauss.

El aspirante a inspector se repuso de inmediato.

– Iba a preguntarle por qué tendría sentido.

– El callejón desierto, la falta de documentos de identificación, un disparo a sangre fría… Cuando se pasa un tiempo en este oficio, aspirante a inspector, uno desarrolla cierta intuición para saber quién ha perpetrado los homicidios de este tipo.

– ¿Homicidios de qué tipo? -Kohl no pudo resistir la tentación de preguntarlo. En esos tiempos, que mataran a un hombre de un disparo en un callejón de Berlín no era en absoluto algo extraordinario.

Pero Krauss no respondió.

– Muy probablemente, un rumano o un polaco. Gente violenta, sin duda. Y con motivos de sobra para asesinar a alemanes inocentes. También podría ser un checo. Del Este, por supuesto, no de la Sudetenland. Son famosos por su costumbre de disparar por la espalda.

Kohl iba a añadir: «Igual que las Tropas de Asalto». Pero se limitó a decir:

– En ese caso esperemos que el criminal resulte ser eslavo. El otro no reaccionó ante esa referencia a sus propios orígenes étnicos. Otra mirada al cadáver.

– Haré averiguaciones, Willi. Haré que mi gente se ponga en contacto con los Hombres A de la zona.

El de la Kripo comentó:

– Es un alivio que se utilicen informantes nacionalsocialistas. Son muy buenos para esto. Y hay tantos…

– Desde luego.

Janssen, bendito muchacho, también echó una mirada impaciente a su reloj. Luego dijo con una mueca:

– Llevamos mucho retraso para esa entrevista, señor.

– Sí, sí, es cierto. -Kohl iba a salir del callejón, pero se detuvo para decir a Krauss: ¿Puedo hacerte una pregunta?

– ¿Sí, Willi?

– ¿Qué tipo de sombrero usa el ministro Göring?

– ¿Me preguntas…? -Su colega frunció las cejas.

– Göring. ¿Qué tipo de sombrero usa?

– Pues mira, no tengo ni idea -reconoció Krauss, momentáneamente sorprendido, como si todo buen oficial de la Gestapo debiera estar bien versado en el tema-. ¿Por qué?

– No tiene importancia.

Heil Hitler.

– Heil.

Mientras se dirigían apresuradamente hacia el DKW, Kohl ordenó, sin aliento:

– Entregue el rollo de película a uno de los oficiales de la Schupo. Que la lleve inmediatamente al cuartel general. Quiero esas fotos al momento.

– Sí, señor.

El joven se desvió de su camino para entregar el rollo a un agente; después de darle instrucciones alcanzó a Kohl, quien llamó a uno de la Schupo para decirle:

– Cuando lleguen los hombres del departamento forense, dígales que quiero recibir cuanto antes el informe de la autopsia. Quiero saber qué enfermedades sufría nuestro amigo aquí presente. En particular, si tenía gonorrea o tisis. Y si estaban avanzadas. Y el contenido del estómago. También tatuajes, fracturas, cicatrices de operaciones quirúrgicas.

– Sí, señor.

– No olvide decirles que es urgente.

Tan ocupado estaba el forense en esos días que podía tardar entre ocho y diez horas en hacer retirar el cadáver; la autopsia solía requerir varios días.

Al correr hacia el DKW Kohl hizo un gesto de dolor: se le había movido el vellón de cordero dentro de los zapatos.

– ¿Cuál es la ruta más rápida para llegar al Jardín Estival? No importa ya veremos. -Miró en derredor-. ¡Allí! -gritó, señalando un puesto de periódicos-. Vaya a comprar todos los diarios que tengan.

– Sí, señor, pero ¿por qué?

Willi Kohl se dejó caer en el asiento del conductor y presionó el botón de encendido. Su voz, aunque agitada, aún lograba transmitir impaciencia:

– Porque necesitamos una foto de Göring con sombrero, claro está.

7

De pie en la esquina, con un sobado ejemplar del Berlin Journal en las manos, Paul estudiaba el restaurante Jardín Estival: mujeres enguantadas que bebían café, hombres que acababan la cerveza a grandes tragos y se tocaban los mostachos con servilletas de hilo bien planchadas, para quitar la espuma. Gente que disfrutaba del sol de la tarde, fumando.

Paul Schumann, completamente inmóvil, miraba y miraba.

Descabalado…

Igual que cuando uno compone, retirando las letras de metal de su caja para formar palabras y frases. «Cuidado con las pes y las cus», advertía su padre constantemente; «esas letras son fáciles de confundir, pues el tipo es el anverso exacto de la letra impresa».

Ahora estudiaba el Jardín Estival con idéntica atención. No había reparado en el Camisa Parda que lo observaba desde la cabina telefónica, frente al pasaje Dresden. Para un sicario era un error imperdonable; no volvería a cometerlo.

Pasados algunos minutos aún no había detectado ningún peligro inmediato, pero ¿qué sabía uno? Tal vez la gente que él observaba era simplemente lo que aparentaba: tíos normales que habían salido a comer y a hacer algún recado en aquella pesada y perezosa tarde de sábado, sin ningún interés por la gente que estaba en la calle. Pero quizá eran tan suspicaces y mortíferamente leales a los nazis como Heinsler, el hombre del Manhattan.

«Quiero al Führer…».

Arrojó el diario a una papelera y cruzó la calle para entrar en el restaurante.

– Una mesa para tres, por favor -dijo al jefe de camareros. -Donde guste, donde guste -respondió el atribulado hombre. Paul ocupó una mesa dentro. Echó una mirada disimulada a su alrededor. Nadie le prestaba atención.

Al menos eso parecía.

Pasó un camarero:

– ¿Qué desea?

– Por ahora una cerveza.

– ¿De qué tipo? -Y comenzó a nombrar marcas que él nunca había oído.

– La primera. En vaso grande.

El camarero se acercó hacia el bar y regresó un momento después, trayendo un vaso alto Pilsen. Paul bebió con ansia, pero descubrió que el sabor le disgustaba: era casi dulce, como de fruta. Apartó el vaso y encendió un cigarrillo, que sacó de la cajetilla por debajo de la mesa para que nadie viera la etiqueta norteamericana. Al levantar la vista, vio que Reginald Morgan entraba a paso tranquilo, mirando en derredor. Al ver a Paul se acercó a él y lo saludó en alemán:

– Cuánto me alegra volver a verte, amigo.

Después de estrecharle la mano se sentó al otro lado de la mesa. Se enjugó con un pañuelo la cara húmeda; sus ojos tenían una expresión atribulada.

– Por un pelo. La Schupo ha llegado justo cuando me alejaba.

– ¿Te ha visto alguien?

– No, no creo. Salí por el otro extremo del callejón.

– ¿Estamos seguros aquí? -preguntó Paul, mirando a ambos lados-. ¿No sería mejor salir?

– No. A esta hora sería más sospechoso llegar a un restaurante y retirarse de inmediato, sin haber comido. Esto no es como Nueva York: cuando se trata de la comida los berlineses no se dejan meter prisa. Las oficinas cierran durante dos horas para que la gente pueda almorzar como Dios manda. Y también desayunan dos veces. -Morgan se dio unas palmaditas en el vientre-. Ya comprenderás por qué me alegró que me destinaran aquí.

Echó una ojeada rápida alrededor y agregó:

– Toma. -Empujó un grueso libro hacia su compañero-. Ya ves que no me he olvidado de devolvértelo.

En la cubierta se leían las palabras alemanas Mein Kampf, que Paul tradujo como «mi lucha», y el nombre de Hitler. ¿El tío había escrito un libro?

– Gracias. No había prisa, hombre.

Aplastó su cigarrillo en el cenicero, pero en cuanto estuvo frío se lo guardó en el bolsillo, para no dejar rastros que pudieran delatar su paradero.

Morgan se inclinó hacia delante, sonriente, como si le estuviera contando un chascarrillo soez:

– Dentro del libro hay cien marcos. Y la dirección de la casa donde te alojarás. Es una pensión. Está cerca de la plaza Lützow, al sur del Tiergarten. Te he apuntado también cómo llegar.

– ¿Está en la planta baja?

– ¿El apartamento? No sé. No he preguntado. ¿Estás pensando en las posibles vías de escape?

De hecho, estaba pensando en la madriguera del borracho Malone, con sus puertas y ventanas clausuradas y el grupo de marines armados que lo esperaban para darle la bienvenida.

– En efecto.

– Mira, échale un vistazo. Si no te convence tal vez puedas cambiar de sitio. La encargada parece bien dispuesta. Se llama Käthe Richter.

– ¿Es nazi?

Morgan respondió, en voz baja:

– No uses esa palabra. Te delatarás. «Nazi», en la jerga de los bávaros, significa «inocentón», El apócope correcto es «nazo», pero tampoco se usa mucho por aquí. Debes decir «nacionalsocialista». Algunos usan las siglas: NSDAP. También puedes decir «el Partido». Y dilo en tono de reverencia. En cuanto a la señorita Richter, no parece estar a favor ni en contra. -Morgan señaló la cerveza con un gesto. ¿No te gusta?

– Agua con meados.

Morgan se echó a reír.

– Es cerveza de trigo. La beben los niños. ¿Por qué la has pedido?

– Había mil tipos diferentes. Nunca los había oído nombrar.

– Pediré yo por ti. -Cuando llegó el camarero dijo-: Por favor, tráiganos dos cervezas Pschorr. Salchichas y pan. Con coles y pepinillos en vinagre. Y mantequilla, si es que hoy tienen.

– Sí, señor. -El hombre se llevó la copa de Paul.

Morgan continuó:

– Dentro del libro hay también un pasaporte ruso con tu foto y rublos por valor de cien dólares. En caso de emergencia, ve a la frontera con Suiza. Los alemanes te dejarán pasar, felices de librarse de otro ruso. No te quitarán los rublos, pues no se les permite gastarlos. A los suizos no les importará que seas bolchevique; te recibirán encantados de que gastes tu dinero allí. Ve a Zürich y haz llegar un mensaje a la Embajada de Estados Unidos. Gordon se ocupará de sacarte. Ahora bien: después de lo que ha sucedido en el pasaje Dresden debemos tener muchísimo cuidado. Como te he dicho, es obvio que en la ciudad está sucediendo algo. En la calle hay muchas más patrullas que de costumbre. Tropas de Asalto, lo cual no es tan extraño, puesto que no tienen otra cosa en qué pasar el tiempo que desfilar y patrullar. Pero también hay gente de la SS y de la Gestapo.

– ¿Qué son?

– La SS… ¿Has visto esos dos que están fuera, en la terraza? Los de uniforme negro.

– Sí.

– Originariamente eran la guardia personal de Hitler. Ahora son otro ejército privado. En general visten de negro, pero algunos van de uniforme gris. La Gestapo es la policía secreta; van de paisano. Son pocos, pero muy peligrosos. Su jurisdicción es, principalmente, el delito político. Pero en la Alemania de hoy cualquier cosa puede ser considerada un delito político. Escupir en la acera es una ofensa contra el honor del Führer, de modo que te envían a la cárcel de Moabit o a un campo de concentración.

Llegaron la comida y la cerveza Pschorr; Paul bebió de inmediato la mitad de su vaso. Era espesa y rica.

– Ésta sí que es buena.

– ¿Te gusta? Una vez aquí caí en la cuenta de que jamás podría volver a beber cerveza norteamericana. Para hacerla bien se requieren años de aprendizaje. Es un oficio tan respetado como un título universitario. Berlín es la capital cervecera de Europa, pero la mejor se hace en Munich, allá en Baviera.

Paul comió con apetito. Pero la cerveza y la comida no eran lo más importante que tenía en la mente.

– Tendremos que actuar deprisa -susurró. En su profesión, cada hora pasada cerca del sitio del trabajo a realizar aumentaba el riesgo de ser atrapado-. Necesito información y un arma.

Morgan asintió.

– Mi contacto vendrá en cualquier momento. Tiene información detallada sobre… el hombre que vas a visitar. Y esta tarde iremos a una casa de empeño. El propietario tiene un buen rifle para ti.

– ¿Un rifle? -Paul frunció el entrecejo.

Morgan inquirió, preocupado:

– ¿No sabes usar un rifle?

– Claro que sé. Fui soldado de infantería. Pero acostumbro operar a corta distancia.

– ¿Sí? ¿Te resulta más fácil?

– No es cuestión de facilidad, sino de eficacia.

– Pues mira, Paul: tal vez sea posible, aunque lo veo muy difícil, que puedas acercarte a tu blanco lo suficiente como para matarlo con una pistola. Pero te atraparían, sin duda, con tantos Camisas Pardas y hombres de la SS y la Gestapo rondando por ahí. Entonces tu muerte sería lenta y desagradable, te lo aseguro. Pero hay otro motivo para que utilices un rifle: tendrás que matarlo en público.

– ¿Por qué? -preguntó Paul.

– El senador ha dicho que, en el Partido y en el Gobierno alemán, todos saben lo crucial que es Ernst para el rearme. Es importante que quien lo reemplace sepa que, si continúa con lo que él estaba haciendo, también estará en peligro. Si Ernst muere «discretamente» Hitler lo ocultará todo y asegurará que falleció por accidente o enfermedad.

– Pues bien, lo haré en público -dijo el sicario-. Con un rifle. Pero tendré que ver esa arma, familiarizarme con ella, buscar un buen lugar para el operativo, examinarlo con anticipación, evaluar la luz y las brisas, ver cómo llegar y cómo salir.

– Por supuesto. Tú eres el experto. Lo que digas.

Paul acabó de comer.

– Después de lo que ha pasado en el callejón tendré que esconderme. Iré a la Villa Olímpica a por mis cosas y me mudaré cuanto antes a la pensión. ¿La habitación ya está lista?

Morgan contestó afirmativamente.

Él bebió un poco más de cerveza; luego se puso el libro de Hitler en el regazo y lo hojeó hasta hallar el pasaporte, el dinero y la dirección. Cogió la tira de papel donde le habían apuntado los datos de la pensión. Después de guardar el libro en el portafolio, memorizó la dirección y las indicaciones para encontrarla, usó tranquilamente el papel para limpiar la cerveza volcada en la mesa y lo amasó entre los dedos hasta reducirlo a pulpa. Luego deslizó la bola en el bolsillo, junto con las colillas de los cigarrillos, para deshacerse de ellos más adelante.

Morgan enarcó una ceja.

Ya me habían dicho que eras de los buenos.

Paul señaló su portafolio con la cabeza.

Mi lucha -susurró-. El libro escrito por Hitler. ¿De qué trata exactamente?

– Alguien dijo que era una colección de ciento sesenta mil errores gramaticales. Se supone que desarrolla la filosofía de Hitler, pero básicamente es una estupidez impenetrable. Aun así, tal vez te convenga conservarlo. -Morgan sonrió-. En Berlín escasean muchas cosas. En este momento cuesta conseguir papel higiénico.

Una risa breve. Luego Paul preguntó.

– Este hombre que esperamos… ¿cómo sabes que podemos confiar en él?

– En la Alemania actual la confianza es algo extraño. El riesgo es tan grave y tan presente que no puedes confiar en alguien sólo porque crea en tu misma causa. En el caso de mi contacto, su hermano era sindicalista y las Tropas de Asalto lo mataron; por eso simpatiza con nosotros. Pero como no estoy dispuesto a jugarme la vida a esa única carta, además le he pagado mucho dinero. Aquí tienen un dicho: «Si de su pan como, su canción canto». Pues bien, Max come una buena cantidad de mi pan. Y se encuentra en la precaria posición de haberme vendido material muy útil para mí y comprometedor para él. Ahí tienes un ejemplo perfecto de cómo funciona aquí la confianza: tienes que sobornar o amenazar. Y yo prefiero hacer ambas cosas simultáneamente.

Se abrió la puerta y Morgan entornó los ojos.

– Ah, ahí está -susurró.

Un hombre flaco, que vestía traje de mecánico, entró en el restaurante con un saco pequeño echado al hombro. Miró a su alrededor, parpadeando para acostumbrar la vista a la penumbra. Morgan agitó la mano y el hombre se les acercó. Estaba obviamente nervioso; sus ojos iban de Paul a los otros parroquianos, a los camareros, a las sombras de los corredores que conducían a los cuartos de baño y a la cocina, para volver finalmente a Paul.

En la Alemania actual, «ellos» es todo el mundo.

Se sentó a la mesa, primero de espaldas a la puerta. Luego cambió de asiento para ver el resto del restaurante.

– Buenas tardes -saludó Morgan.

– Heil Hitler.

– Heil -respondió Paul.

– Este amigo mío ha pedido que lo llamemos Max. Ha trabajado para el hombre que vienes a ver. En los alrededores de su casa. Lleva provisiones; conoce al ama de llaves y al jardinero. Vive en la misma zona, Charlottenburg, al oeste de aquí.

Max no quiso comida ni cerveza; sólo pidió café, en el que echó un terrón de azúcar que dejó un residuo polvoriento en la superficie. Lo revolvió con vigor.

– Necesito saber de él todo lo que puedas decirme -susurró Paul.

– Sí, sí, te lo diré. -Pero el hombre quedó en silencio; continuaba mirando en derredor. Usaba la suspicacia tal como utilizaba loción para aplastarse el pelo ralo. A Paul su intranquilidad le resultó irritante, por no decir peligrosa. Max abrió el saco y le ofreció una carpeta verde oscuro. El sicario se apoyó en el respaldo, para que nadie pudiera ver el contenido, y la abrió. Se encontró ante cinco o seis fotografías arrugadas; en ellas se veía a un hombre que vestía un traje de calle cortado a medida, como corresponde a un caballero minucioso y detallista. Parecía estar en la cincuentena; tenía la cabeza redonda y pelo corto, gris o blanco. Usaba gafas de montura de alambre.

Paul preguntó:

– ¿Son de él con seguridad? ¿No puede ser un doble?

– Él no usa dobles. -El hombre bebió un sorbo de café con manos trémulas y volvió a mirar a su alrededor.

Paul acabó de observarlas. Iba a pedir a Max que se quedara con las fotos y las destruyera al llegar a su casa, pero el hombre parecía demasiado nervioso; el norteamericano lo imaginó despavorido, olvidándolas en el tranvía o en el metro. Entonces deslizó la carpeta al interior del portafolio, junto al libro de Hitler; más tarde se desharía de ellas.

– Bien -dijo inclinándose hacia delante-, háblame de él. Dime todo lo que sepas.

Max le transmitió lo que sabía de Reinhard Ernst. El coronel conservaba la disciplina y el porte militares, aunque hacía ya algunos años que no lo era. Se levantaba temprano y trabajaba muchas horas, seis o siete días a la semana. Se ejercitaba con regularidad y era un tirador experto. A menudo llevaba una pequeña pistola automática. Su despacho estaba en el edificio de la Cancillería, el de la calle Wilhelm; iba y venía conduciendo su propio coche, rara vez acompañado por un guardia. El coche era un Mercedes descapotable.

Paul analizó lo que acababa de oír.

– Esa Cancillería… ¿Va allí todos los días?

– Por lo general, sí. Pero a veces viaja a los astilleros. Recientemente, también a las fábricas de Krupp.

– ¿Quién es Krupp?

– Sus empresas, fábricas de municiones y blindados.

– Y en la Cancillería, ¿dónde aparca?

– No lo sé, señor. Nunca he estado allí.

– ¿Podrías averiguar dónde estará en los próximos días? ¿Cuándo irá a la oficina?

– Sí, lo intentaré. -Una pausa-. No sé si… -Max dejó apagar la voz.

– ¿Qué? -lo instó Paul.

– También sé algunas cosas de su vida personal. De su esposa, su nuera, su nieto. ¿Quiere conocer esa faceta de su vida? ¿O prefiere no saberlo?

Tocar el hielo.

– No -susurró Paul-. Dímelo todo.


Circulaban por la calle Rosenthaler, a toda la velocidad que permitía el pequeño motor, rumbo al restaurante Jardín Estival. Konrad Janssen dijo a su jefe:

– Una pregunta, señor.

– ¿Si?

– El inspector Krauss esperaba descubrir que el asesino era un extranjero. Y tenemos pistas de que en verdad el sospechoso lo es. ¿Por qué no se lo ha dicho?

– Las pistas sólo insinúan que podría serlo. Tampoco son muy concluyentes. Lo único que sabemos es que podría hablar con acento y que ha silbado para llamar a un taxi.

– Sí, señor, pero ¿no habríamos debido mencionarlo? Nos convendría contar con los recursos de la Gestapo.

El obeso Kohl jadeaba y sudaba profusamente por aquel calor. Le gustaba el verano, pues la familia podía disfrutar del Tiergarten y el Luna Park o almorzar al aire libre en Wannsee o en el río Havel. Pero en cuanto al clima, a él le gustaba el otoño. Se enjugó la frente antes de responder:

– No, Janssen, no deberíamos haberlo mencionado ni deberíamos buscar la ayuda de la Gestapo. Le diré por qué. En primer lugar, desde la consolidación del mes pasado, la Gestapo y la SS hacen cuanto pueden por privar a la Kripo de su independencia. Debemos mantenerla hasta donde sea posible y para eso conviene que trabajemos solos. En segundo lugar, algo que es muchísimo más importante: los «recursos» de la Gestapo suelen reducirse a arrestar a quien parezca siquiera remotamente culpable. Y, a veces, a arrestar a quienes son inocentes a todas luces, pero cuya reclusión podría ser conveniente.

El cuartel general de la Kripo contenía seiscientos calabozos, cuya finalidad había sido, en otros tiempos, la misma de las comisarías de policía de todas partes: retener a los delincuentes arrestados hasta que fueran llevados a juicio o puestos en libertad. En los tiempos que corrían, esas celdas estaban llenas a rebosar con los acusados de vagos crímenes políticos; eran vigiladas por los de la SA, jóvenes brutales de uniforme pardo con brazaletes blancos. Esos calabozos eran una simple parada transitoria en el camino a un campo de concentración o al cuartel general de la Gestapo, en la calle Prince Albrecht. A veces, al cementerio.

Kohl continuó:

– No, Janssen. Nosotros somos artesanos que practicamos el refinado arte del trabajo policial, no granjeros sajones armados con guadañas para segar a los ciudadanos por decenas en la persecución de un solo culpable.

– Sí, señor.

– No lo olvide nunca. -Meneó la cabeza-. Ach, qué difícil es hacer este trabajo en las arenas movedizas morales que nos rodean.-Mientras detenía el coche junto al bordillo echó un vistazo a su ayudante-. Por esto que he dicho, Janssen, usted podría hacerme arrestar y enviar a Oranienburg por un año, ¿sabe?

– No diré nada, señor.

Kohl apagó el motor. Ambos bajaron y caminaron al trote la amplia acera, rumbo al Jardín Estival. Al acercarse Willi Kohl detectó un aroma a sauerbraten bien marinados; eran lo que daba fama a ese lugar.

Janssen llevaba un ejemplar de El observador del pueblo, periódico nacionalsocialista, en cuya primera plana se destacaba una foto de Göring con un elegante sombrero, de corte nada habitual en Berlín. Al pensar en esos accesorios el jefe desvió una mirada hacia su ayudante; la clara tez del joven estaba enrojeciendo bajo el sol de julio. ¿Acaso los muchachos de hoy no sabían que los sombreros se habían inventado para algo?

Ya cerca del restaurante le indicó por gestos que aminorara el paso. Se detuvieron junto a una farola para estudiar el Jardín Estival. A esa hora ya no quedaban muchos parroquianos. Dos oficiales de la SS pagaron y se retiraron; mejor así, pues, por los motivos que acababa de explicar a Janssen, prefería no decir nada sobre el caso. Quedaban sólo un hombre de mediana edad, vestido con traje tradicional, y un jubilado.

Kohl reparó en las gruesas cortinas, que los protegían de la observación desde dentro. Hizo a Janssen un gesto con la cabeza y ambos entraron en la terraza; el inspector preguntó a cada uno de los comensales si había visto entrar en el restaurante a un hombre corpulento.

El jubilado asintió con la cabeza.

– ¿Un hombre corpulento? Sí, detective. No me he fijado bien, pero creo que ha entrado hace unos veinte minutos.

– ¿Aún está allí?

– Que yo haya visto, no ha salido.

Janssen se puso rígido, como un sabueso al olfatear el rastro.

– ¿Llamamos a la Orpo, señor?

Era la Policía del Orden, uniformada, alojada en barracas y siempre lista, como lo insinuaba el nombre, para mantener el orden mediante el uso de fusiles, pistolas automáticas y cachiporras. Pero Kohl volvió a pensar en el caos que estallaría si se la llamaba, sobre todo contra un sospechoso armado en un restaurante lleno de clientes.

– No, creo que no, Janssen. Seremos más sutiles. Dé la vuelta usted al restaurante y espere junto a la puerta trasera. Si sale alguien, con o sin sombrero, deténgalo. Recuerde que nuestro sospechoso va armado. Sea cauto y discreto.

– Sí, señor.

El joven se detuvo ante el callejón y, con un saludo nada cauto, giró en la esquina y desapareció.

Kohl se adelantó con aire casual y se detuvo, como si estudiara la lista de especialidades exhibida en la pared. Luego se acercó un poco más; sentía cierto desasosiego; notaba también el peso del revólver en el bolsillo. Antes de que los nacionalsocialistas asumieran el poder eran pocos los detectives de la Kripo que iban armados. Pero hacía ya varios años desde que Göring, por entonces ministro del Interior, expandió las muchas fuerzas policiales del país, había ordenado que todos los policías llevaran armas y, para espanto de Kohl y sus colegas de la Kripo, que las usaran libremente. Llegó a promulgar un edicto por el cual se podía reprender al policía que no disparara contra un sospechoso, aunque no por disparar contra alguien que resultara inocente.

Willi Kohl no había disparado un arma desde 1918.

Sin embargo, al visualizar el cráneo destrozado de la víctima del pasaje Dresden se alegraba de tener ese revólver. Acomodó la chaqueta de modo que pudiera extraerlo con celeridad, en caso necesario, e inspiro hondo. Luego empujó la puerta.

Se quedó petrificado como una estatua, presa del pánico. El interior del jardín Estival estaba bastante oscuro, mientras que sus ojos venían habituados al sol intenso del exterior; durante un momento quedo cegado. «Qué tontería», pensó, enfadado consigo mismo. Habría debido tenerlo en cuenta. Allí estaba, con la palabra «Kripo» escrita en toda su persona, blanco fácil para cualquier sospechoso armado.

Dio un paso hacia dentro y cerró la puerta a su espalda. En su algodonoso campo visual había gente que se movía por todo el restaurante. Algunos parecían estar de pie. Y alguien avanzaba hacia él.

Kohl dio un paso atrás, alarmado, y acercó la mano al bolsillo que contenía el revólver.

– ¿Una mesa, señor? Puede sentarse donde guste.

Bizqueó. Poco a poco empezaba a recobrar la vista.

– ¿Señor? -repitió el camarero.

– No. Busco a alguien.

Por fin volvía a ver normalmente. En el restaurante había sólo diez o doce comensales. Ninguno era corpulento ni llevaba sombrero pardo y traje claro. Se dirigió hacia la cocina.

– Señor, no puede…

Mostró su credencial al camarero.

– Sí, señor -dijo el hombre con timidez.

Kohl atravesó la cocina, donde el calor aturdía, y abrió la puerta trasera.

– ¿Janssen?

– Por aquí no ha salido nadie, señor.

El aspirante a inspector se reunió con su jefe y ambos regresaron al comedor. Kohl llamó por señas al camarero.

– ¿Cómo se llama, señor?

– Johann.

– Diga, Johann: en los últimos veinte minutos, ¿ha visto aquí a un hombre con un sombrero como éste? -E hizo una señal a Janssen, que mostró la foto de Göring.

– Pues sí, lo he visto. Él y sus compañeros se han retirado hace un momento. Me ha parecido algo sospechoso; se han ido por la puerta lateral.

Señalaba una mesa vacía. Kohl suspiró con disgusto: era una de las dos mesas que estaban junto a las ventanas. La cortina era gruesa, sí, pero vio una pequeña abertura en uno de los lados; sin duda el sospechoso los había visto hablar con los comensales de la terraza.

– ¡Venga, Janssen!

El jefe y su ayudante salieron deprisa por la puerta lateral y atravesaron un jardín anémico, uno entre los millares que había esparcidos por toda la ciudad; a los berlineses les encantaba cultivar flores y plantas, pero la tierra era tan escasa que se veían obligados a sembrar sus jardines en cualquier parche polvoriento que encontraran. Sólo había un camino para salir de allí; conducía a la calle Rosenthaler. Ambos se dirigieron hasta allí a toda prisa y miraron hacia ambos lados de la congestionada calle. No había señales del sospechoso.

Kohl estaba furioso. Si Krauss no lo hubiera distraído habrían tenido más posibilidades de interceptar al hombrón del sombrero. Pero sobre todo estaba furioso consigo m ismo por su propio descuido en la terraza, momentos atrás.

– Con tanta prisa -murmuró al joven- hemos quemado la corteza, pero tal vez se pueda salvar algo de la hogaza restante.

Giró para regresar sigilosamente hacia la puerta principal del Jardín Estival.

Paul, Morgan y ese hombre esmirriado y nervioso que conocían con el nombre de Max estaban quince metros más allá, en la calle Rosenthaler, en un pequeño grupo de tilos. Observaban al hombre del traje blanco y a su joven ayudante; desde el jardín lateral miraron hacia ambos lados antes de regresar a la puerta principal.

– No es posible que nos busquen -dijo Morgan.

– Buscaban a alguien -apuntó Paul-. Han salido por la puerta de atrás un minuto después que nosotros. Eso no puede ser una coincidencia.

Max preguntó con voz trémula:

– ¿Podrían ser de la Gestapo? ¿O de la Kripo?

– ¿Qué es la Kripo? -preguntó Paul.

– Policía Criminal. Detectives que visten de paisano.

– Eran de la policía, desde luego -anunció el norteamericano. No tenía dudas. Lo había sospechado apenas los vio acercarse al Jardín Estival. Había escogido la mesa de la ventana expresamente para vigilar la calle. Le habían llamado la atención, por supuesto: un hombre fornido, con sombrero panamá, y uno más joven y más delgado, de traje verde; ambos interrogaban a los comensales de la terraza. Luego el más joven se había alejado, probablemente para cubrir la puerta trasera, mientras el de traje blanco examinaba el menú durante más tiempo del normal.

Paul se había puesto súbitamente de pie; dejó algún dinero en la mesa (sólo billetes, en los que las impresiones digitales eran casi imposibles de detectar) y ordenó:

– Larguémonos, ahora mismo.

Seguido por Morgan y Max, que estaba despavorido, cruzó la puerta lateral. Esperaron delante del pequeño jardín hasta que el policía hubo entrado en el restaurante; luego se alejaron a paso rápido por la calle Rosenthaler.

– Policía -murmuraba ahora Max, como si estuviera al borde del llanto. No, no…

Había allí demasiada gente para cazarte… demasiada para seguirte, demasiada para delatarte.

Haría cualquier cosa por él y por el Partido…

Paul volvió a mirar calle abajo, hacia el jardín Estival. No los seguía nadie. Aun así sintió, como una corriente eléctrica, la urgencia por extraer de Max todo lo que supiera de Ernst, para continuar con el operativo. Se giró hacia él diciendo:

– Necesito saber… -Pero se le apagó la voz.

Max había desaparecido.

– Dónde está?

Morgan también se volvió.

Goddamn -maldijo en inglés.

– ¿Nos ha traicionado?

– No puedo creerlo. Lo arrestarían a él también. Pero… -Perdió la voz al mirar más allá de Paul-. ¡No!

El sicario se dio la vuelta bruscamente. Max estaba a dos calles de allí, entre varias personas detenidas por dos hombres de uniforme negro, a quienes al parecer no había visto.

– Un control de seguridad de la SS.

Max miraba en derredor, nervioso, esperando su turno de ser interrogado por los agentes de la SS. Lo vieron secarse la cara, con la expresión culpable de un adolescente. Paul susurró:

– No tiene por qué preocuparse. Tiene los documentos en regla. Nos ha entregado las fotos de Ernst. Mientras no se deje llevar por el pánico no le pasará nada.

«Cálmate», Paul se dirigió al hombre, en silencio. «No mires hacia aquí».

En ese momento Max, con una sonrisa, dio un paso hacia los de la SS.

– Saldrá bien -anunció Morgan.

«No», pensó Paul. «Está a punto de huir».

Justo en ese momento el hombre giró en redondo y huyó. Los de la SS apartaron a la pareja con la que estaban hablando y echaron a correr tras él.

– ¡Deténgase! ¡Alto!

– ¡No! -susurró Morgan-. ¿Por qué ha hecho eso? ¿Por qué?

«Porque estaba muerto de miedo», pensó Paul.

Max era más delgado que los guardias de la SS, con sus voluminosos uniformes, y comenzaba a ganar distancia.

«Tal vez pueda escapar. Tal vez…».

Sonó un disparo y Max cayó al pavimento, con la sangre floreciéndole en la espalda. Paul miró hacia atrás. Quien había disparado era un tercer oficial de la SS, al otro lado de la calle. Malherido, Max comenzó a arrastrarse hacia el bordillo. En ese momento llegó el primero de los dos guardias, jadeante. Desenfundó el arma y disparó a la cabeza del pobre hombre; luego se apoyó contra una farola para recuperar el aliento.

– Vamos -susurró Paul-. ¡Vámonos ya!

Giraron en redondo para marchar por Rosenthaler hacia el norte, junto con los otros peatones que se alejaban a paso firme de la escena de los disparos.

– Santo Dios murmuró Morgan-. Pasé todo un mes ganándomelo, alentándolo mientras averiguaba detalles sobre la vida de Ernst. ¿Y ahora qué haremos?

– No sé, pero habrá que decidirse muy pronto, antes de que alguien relacione a ese hombre -una mirada hacia el cuerpo tendido en la calle- con Ernst.

Morgan, suspirando, reflexionó por un momento.

– No conozco a nadie más que esté cerca de nuestro objetivo. Pero tengo a un hombre en el Ministerio de Información.

– ¿Tienes a alguien allí mismo?

– Los nacionalsocialistas son paranoicos, pero tienen un fallo aún mayor: la vanidad. Con tantos agentes como tienen apostados, no se les ocurre pensar que alguien podría infiltrarse entre ellos. Mi hombre es un simple empleado, pero podría averiguar algo.

Se detuvieron en una esquina transitada. Paul dijo:

– Iré a la Villa Olímpica por mis cosas para mudarme a la pensión.

– La casa de empeño donde conseguiremos el rifle queda cerca de la estación Oranienburger. Te esperaré en la plaza Noviembre de 1923, bajo la gran estatua de Hitler. Digamos… a las cuatro y media. ¿Tienes mapa?

– La encontraré.

Los hombres se estrecharon la mano y, con una última mirada la multitud que rodeaba al infortunado Max, echaron a andar con rumbos diferentes. Otra sirena llenaba las calles de esa ciudad limpia, ordenada, llena de gente cortés y sonriente… que había sido escenario de dos homicidios en otras tantas horas.

No, se dijo Paul; el desdichado Max no lo había traicionado. Pero comprendió que existía una complicación mucho más preocupante: esos dos policías o agentes de la Gestapo habían seguido a Morgan, a Paul o a ambos, desde el pasaje Dresden hasta el Jardín Estival, sin ayuda de nadie, y habían estado a pocos minutos de capturarlos. El trabajo policiaco era allí mucho mejor que en Nueva York. «¿Quiénes diablos son?», se preguntó.


– Johann -preguntó Willi Kohl al camarero-, ¿cómo vestía, exactamente, ese hombre del sombrero pardo?

– Traje gris claro, camisa blanca y una corbata verde que me ha parecido bastante llamativa.

– ¿Y era corpulento?

– Mucho, señor. Pero sin ser gordo. Tal vez sea preparador físico.

– ¿Alguna otra característica?

– Que yo haya visto, no.

– ¿Era extranjero?

– No sé. Pero hablaba un alemán impecable. Tal vez con un leve acento.

– ¿Color de pelo?

– No sabría decirle. Más oscuro que claro.

– ¿Edad?

– Ni joven ni viejo.

Kohl suspiró.

– ¿Y has dicho que tenía «compañeros»?

– Sí, señor. Él ha sido el primero en llegar. Luego se le ha unido otro hombre. Bastante más bajo. Vestía traje negro o gris oscuro; no recuerdo la corbata. Y después otro más, con ropa de mecánico; de treinta a cuarenta años. Un obrero, parecía. Ha venido bastante después.

– El hombre corpulento, ¿traía una maleta o un portafolio de piel?

– Sí, pardo.

– ¿Sus compañeros también hablaban en alemán?

– Sí.

– ¿Has oído algo de la conversación?

– No, inspector.

– ¿Y la cara del hombre? El del sombrero -preguntó Janssen.

Una vacilación.

– No le he visto la cara. A sus compañeros tampoco.

– ¿Les has atendido, pero sin verles las caras? -inquirió Kohl.

– No prestaba atención. Ya ve usted que aquí dentro hay poca luz. Y en este oficio… tanta gente… Uno mira, pero rara vez ve, comprende?

Eso debía de ser verdad. Pero Kohl también sabía que, desde la llegada de Hitler al poder, tres años atrás, la ceguera se había convertido en la enfermedad nacional. Los alemanes eran tan capaces de denunciar a un conciudadano por «crímenes» que no habían presenciado como incapaces de recordar detalles de los delitos que sí habían visto. Saber demasiado podía significar un viaje al cuartel general de la Kripo, el Alex, o al de la Gestapo, en la calle Príncipe Albrecht, para examinar interminables fotografías de delincuentes fichados. Nadie iba de buen grado a esos lugares: el testigo de hoy podía ser el detenido de mañana.

Los ojos del camarero barrían el suelo, atribulados. La frente se le cubrió de sudor. Kohl se compadeció de él.

– Tal vez si pudieras añadir alguna otra observación, en vez de una descripción de la cara, podríamos dispensarte de ir a la sede policial. Si por casualidad recuerdas algo útil.

El hombre levantó la vista, aliviado.

– Trataré de ayudarte -dijo el inspector-. Comencemos por cosas concretas. ¿Qué ha comido y bebido?

– Ah, eso sí. Al principio me ha pedido una cerveza de trigo. Me dio la sensación de que no la había probado nunca: después de beber apenas un sorbo la ha dejado a un lado. En cambio se ha bebido toda la Pschorr que su compañero pidió para él.

– Bien. -Kohl nunca sabía, en los comienzos, qué podían revelar más adelante esos detalles. Tal vez el estado o el país del que provenía el sospechoso; quizá algo más específico. Pero valía la pena apuntarlo, cosa que hizo en su ajada libreta, después de lamer la punta del lápiz-. ¿Y de comer?

– Salchicha y coles. Con mucho pan y margarina. Los dos han pedido lo mismo. El tipo corpulento se lo ha comido todo; parecía hambriento. Su compañero se ha dejado la mitad.

– ¿Y el tercer hombre?

– Sólo café.

– Y ese hombrón, como lo llamaremos, ¿cómo sostenía el tenedor?

– ¿El tenedor?

– Después de cortar cada trozo de salchicha, ¿cambiaba de mano el tenedor para comer el bocado? ¿O se lo llevaba a la boca sin cambiar de mano?

– Pues… no sé, señor. Posiblemente cambiara de mano, sí. Lo digo porque parecía dejar siempre el tenedor para beber la cerveza.

– Bien, Johann.

– Es una alegría ayudar a mi Führer en lo que pueda.

– Sí, sí -dijo el inspector, fatigado.

Cambiar de mano el tenedor. Era común en otros países; en Alemania, menos. Como lo de llamar al taxi con un silbido. Conque el acento bien podía haber sido extranjero.

– ¿Fumaba?

– Creo que sí, señor.

– ¿Puro, cigarrillo, pipa?

– Cigarrillo, creo, pero…

– ¿No has visto la marca del fabricante?

– No, señor.

Kohl cruzó el salón para examinar la mesa del sospechoso y las sillas que la rodeaban. No encontró nada útil. Frunció el entrecejo al ver que en el cenicero no había colillas, sólo ceniza.

¿Más pruebas de la astucia de ese hombre?

Luego el inspector se agachó y encendió una cerilla bajo la mesa.

– ¿Ah, sí! Mire, Janssen. Escamas de la misma piel parda que hemos encontrado antes. Es nuestro hombre, sí. Y estas marcas del polvo indican que ha apoyado un portafolio.

– Me gustaría saber qué contiene -dijo su ayudante.

– Eso no nos interesa. -Kohl recogió las escamas para depositarlas en un sobre. Todavía no. Lo importante es el portafolio, que establece una conexión entre este hombre y el pasaje Dresden.

Después de dar las gracias al camarero y echar una mirada anhelante a un plato de wiener schnitzel, salió al exterior seguido por Janssen.

– Averigüemos en el vecindario si alguien ha visto a nuestros caballeros. Usted vaya al otro lado de la calle, Janssen. Yo interrogaré a los vendedores de flores. -Kohl soltó una risa lúgubre: los floristas de Berlín eran notoriamente groseros.

El ayudante sacó un pañuelo para enjugarse la frente, con un leve suspiro.

– ¿Está cansado, Janssen?

– No, señor. En absoluto. -El joven vaciló antes de agregar-: Es que a veces este trabajo nuestro parece imposible. Tanto esfuerzo por un gordo muerto.

Kohl extrajo la pipa del bolsillo e hizo un gesto ceñudo: había puesto allí la pistola y la cazoleta estaba mellada. La llenó de tabaco.

– Sí, Janssen, es verdad. La víctima era un hombre de mediana edad y gordo. Pero somos detectives sagaces, ¿verdad? Sabemos algo más de él.

– ¿Qué más, señor?

– Que era hijo de alguien.

– Hombre… por supuesto.

– Y tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien. Y quizá tuvo la suerte de criar hijos. Ojalá haya tenido también antiguas amantes que lo recuerden de vez en cuando. Y quizá había otras amantes en su futuro. Y tres o cuatro hijos más que habría podido traer al mundo. -Frotó la cerilla contra el costado de la caja para encender la meerschaum-. Y si miramos el incidente bajo esta luz, Janssen, ya estamos ante un extraño misterio relacionado con un muerto obeso. Estamos ante una tragedia que es como una telaraña. Alcanza muchas vidas y muchos lugares distintos, se extiende a lo largo de años y años. Qué triste es eso… ¿Comprende ahora por qué este trabajo nuestro es tan importante?

– Sí, señor.

Kohl pensó que en verdad el joven había comprendido.

– Usted necesita un sombrero, Janssen. Pero por ahora cambiaré de idea: vaya usted a la parte sombreada de la calle. Eso significa, desde luego, que será usted quien interrogue a los floristas. Le obsequiaran con palabras que sólo se oyen en las barracas de las Tropas de Asalto, pero al menos esta noche, cuando se reúna con su esposa, no tendrá la piel del color de las remolachas maduras.

8

Mientras caminaba hacia la concurrida plaza en busca de un taxi, Paul echaba de vez en cuando una mirada hacia atrás. Iba fumando su Chesterfield y contemplaba el panorama, las tiendas, los peatones, siempre alerta a cualquier cosa que se saliera de lo normal.

Entró en un cuarto de baño público, que estaba inmaculado, y ocupó un cubículo. Allí apagó el cigarrillo y lo dejó caer en el inodoro, junto con las colillas y la bolita de pulpa donde le habían apuntado la dirección de Käthe Richter. Luego redujo las fotos de Ernst a docenas de trocitos diminutos e hizo correr el agua.

Ya de nuevo en la calle apartó de sí las difíciles imágenes de Max y su muerte triste, innecesaria, para concentrarse en el trabajo que tenía ante sí. Hacía años que no mataba a nadie con un rifle. Tenía buena puntería con las armas largas. Se decía que las armas de fuego igualaban a la gente, pero eso no era del todo cierto. Una pistola pesa alrededor de un kilo y medio; un rifle, seis o más. Para sostener un arma con absoluta firmeza se requiere fuerza; la potencia de sus brazos había ayudado a Paul a ser el mejor tirador de su escuadrón.

Sin embargo, tal como había explicado a Morgan, cuando debía despachar a alguien prefería hacerlo con pistola.

Y siempre se acercaba todo lo posible.

Nunca decía una palabra a su víctima; nunca se enfrentaba a ella ni le permitía saber lo que estaba por pasar. Aparecía por detrás, si era posible, tan en silencio como cabía en un hombre de su tamaño, y le disparaba a la cabeza para matarlo instantáneamente. Jamás se habría comportado como el sádico Bugsy Siegel o como Dutch Schultz, recientemente fallecido, que mataban lentamente, entre tormentos e insultos. Su tarea de sicario no tenía nada que ver con la ira, el placer ni la áspera satisfacción de la venganza; se trataba simplemente de cometer un mal para eliminar un mal mayor.

Y Paul Schumann insistía en pagar el precio de esta hipocresía: la proximidad del homicidio lo hacía sufrir. Esas muertes lo asqueaban, lo empujaban a un túnel de pesar y culpa. Cada vez, que mataba moría también una parte de él. Cierta vez, tras emborracharse en un mísero bar de irlandeses, en el West Side, había llegado a la conclusión de que era lo opuesto a Cristo: él moría para que otros pudieran morir también. Habría querido estar como una cuba para no recordar nunca más esa idea. Pero se le había quedado grabada.

Aun así, probablemente Morgan tenía razón con respecto al rifle. Una vez su amigo Damon Runyon había dicho que uno sólo puede ser un triunfador si está dispuesto a dar el paso hacia el abismo. Paul lo hacía a menudo, desde luego, pero también sabía cuándo detenerse. Nunca había sido suicida. En varias ocasiones había postergado la tarea porque las probabilidades estaban en su contra. Cinco de seis podían ser aceptables, pero más que eso… Él no…

Lo sobresaltó un fuerte ruido. A pocos metros de distancia algo atravesó el escaparate de una librería y cayó a la acera. Una estantería. Después, algunos libros. Paul echó un vistazo dentro de la tienda; un hombre de mediana edad se apretaba la cara ensangrentada. Al parecer lo habían golpeado en la mejilla. Una mujer, llorando, lo aferraba por el brazo. Los dos estaban atemorizados. Los rodeaban cuatro hombrones de uniforme pardo claro. Debían de ser Tropas de Asalto. Camisas Pardas. Uno de ellos tenía un libro en la mano y gritaba al tendero:

– ¡No se permite vender esta mierda! ¡Es ilegal! Esto es un pasaje a Oranienburg.

– Pero si es Thomas Mann -protestó el hombre-. No dice nada contra el Führer ni contra nuestro Partido. Yo…

El Camisa Parda lo golpeó en la cara con el libro abierto y repitió, con voz burlona:

– Pero si es… -Otro golpe furioso-. Thomas… – Otro, y se quebró el lomo del libro-. Mann…

Ese maltrato enfureció a Paul, pero no era asunto suyo. No podía permitirse el lujo de llamar la atención. Cuando iba a continuar su camino, uno de los Camisas Pardas aferró a la mujer por un brazo y la empujó hacia fuera. Ella chocó violentamente contra Paul y cayó a la acera. Estaba tan aterrada que ni siquiera pareció reparar en él. Le sangraban las rodillas y las palmas, cortadas por los fragmentos del escaparate.

El que parecía ser jefe de los Camisas Pardas arrastró al hombre afuera.

Destruid el local, ordenó a sus amigos. Los otros comenzaron a derribar estantes y mostradores, a arrancar los cuadros y golpear las recias sillas contra el suelo, tratando de quebrarlas. El jefe echó un vistazo a Paul; luego descargó un potente puñetazo al vientre del librero, que soltó un gruñido y vomitó, tendido boca abajo. El Camisa Parda se acercó a la mujer y la cogió por los cabellos. Cuando estaba a punto de golpearla en la cara, Paul le sujetó el brazo, llevado por el instinto.

El hombre giró en redondo, haciendo volar la saliva que escapaba de su boca, totalmente abierta en su cara cuadrada. Miró fijamente a los ojos azules del intruso.

– ¿Quién eres tú? ¿Sabes quién soy yo? Hugo Feistedt, de la Brigada de Tropas de Asalto del Castillo de Berlín. ¡Alexander! ¡Stefan!

Paul apartó suavemente a la mujer, que se inclinó para ayudar al librero a levantarse. El hombre se estaba limpiando la boca, lagrimeando por el dolor y la humillación.

Dos Camisas Pardas emergieron de la tienda.

– ¿Quién es éste? -preguntó uno.

– ¡Su credencial! ¡Ya! -gritó Felstedt.

Paul había boxeado toda su vida, pero evitaba las peleas callejeras. De niño su padre solía decirle, severamente, que no debía competir en ninguna prueba si no había quien vigilara las reglas. Le prohibía pelear en el patio de la escuela y en los callejones. «¿Me escuchas, hijo?». Paul aseguraba: «Sí, papá, claro que sí». Sin embargo, a veces no había más remedio que enfrentarse a Jake McGuire o a Bill Carter e intercambiar algunos golpes. No habría sabido decir qué esas ocasiones eran diferentes, pero uno sabía, sin lugar a dudas, que no podía retirarse.

Y a veces (muchas, quizá) uno podía, pero no quería.

Y eso era todo.

Evaluó a aquel hombre. Era como ese chico, el teniente Manielli. Joven y musculoso, pero todo pura fachada. El norteamericano apoyó el peso del cuerpo en la punta de los pies, buscó el equilibrio y golpeó a Felstedt en el vientre con un derechazo casi invisible.

El hombre se quedó boquiabierto y retrocedió, tratando de respirar; se palpaba el pecho como buscando el corazón.

– ¡Puerco! -exclamó uno de los otros con voz aguda, espantada. Y acercó la mano a su pistola.

Paul se adelantó como bailando, le sujetó la derecha para apartarla de la pistolera y le aplicó un gancho de izquierda a la cara. En el boxeo no hay dolor como el de un buen golpe en la nariz; cuando se partió el cartílago, al correr la sangre por el uniforme color camello, el hombre lanzó un aullido escalofriante y retrocedió hasta la pared, tambaleante, vertiendo lágrimas a torrentes.

Hugo Felstedt había caído de rodillas y ya le daba igual el corazón: se apretaba el vientre; ahora era él quien daba arcadas patéticamente.

El tercer Camisa Parda quiso desenfundar su arma. Paul se adelantó deprisa, con los puños cerrados.

– No -le advirtió, sereno.

Súbitamente el hombre huyó calle arriba, gritando:

– Voy por ayuda… voy por ayuda…

El cuarto Camisa Parda salió de la librería. Cuando vio que Paul se le acercaba gritó:

– ¡No me haga daño, por favor!

Sin apartar los ojos de él, Paul se arrodilló para abrir el portafolio y comenzó a revolver los papeles, buscando la pistola. Por un momento bajó la vista; entonces el Camisa Parda se inclinó para recoger unos fragmentos de cristal y se los arrojó. El sicario los esquivó, pero el hombre se lanzó contra él y lo alcanzó en la mejilla con unos nudillos metálicos. Aunque apenas lo rozó, Paul quedó aturdido y cayó hacia atrás, sobre su portafolio, en un pequeño jardín lleno de maleza que se abría junto a la tienda. El Camisa Parda saltó tras él. Se enzarzaron. El hombre no tenía mucha fuerza ni era buen luchador, pero aun así Paul tardó un momento en poder levantarse. Furioso por haberse dejado coger por sorpresa, aferró la muñeca del hombre y la retorció con violencia, hasta oír que algo se quebraba.

– Ay -susurró el Camisa Parda. Cayó al suelo y se desmayó.

Felstedt estaba rodando para sentarse. Se limpió el vómito de la cara.

Paul cogió la pistola que el otro llevaba en el cinturón y la arrojó al tejado de un edificio cercano. Luego se volvió hacia el librero y la mujer.

– Huid. Largaos.

Ellos lo miraron fijamente, mudos.

– ¡Ya! -murmuró él, seco.

Se oyó un silbato calle arriba. Algunos gritos.

– ¡Corred! -ordenó Paul.

El librero volvió a limpiarse la boca y echó una última mirada a los restos de su tienda. La mujer le rodeó los hombros con un brazo. Ambos se alejaron deprisa.

Por la calle Rosenthaler, desde el extremo opuesto, cinco o seis Camisas Pardas corrían hacia Paul.

– Cerdo judío -murmuró el hombre de la nariz quebrada-. Ahora sí que estás perdido.

El norteamericano recogió el portafolio y metió dentro las cosas que se habían esparcido. Luego echó a correr hacia un callejón cercano. Una mirada atrás: el grupo de Camisas Pardas venía en su persecución. ¿De dónde diablos habían salido tantos? Al salir del callejón se encontró en una calle de edificios residenciales, puestos, restaurantes decrépitos y tiendas baratas. Se detuvo entre la multitud para mirar en derredor.

Pasó junto a un vendedor ambulante de ropa usada; en cuanto el hombre apartó la vista, él arrebató una chaqueta verde oscuro de entre las prendas masculinas. La hizo un rebuño y corrió hacia otro callejón para ponérsela. Pero a poca distancia se oyeron gritos:

– ¡Allí! ¿Es ése? ¡Eh, tú! ¡Alto!

A su izquierda, otros tres Camisas Pardas lo estaban señalando. La noticia del incidente había corrido como la pólvora. Paul entró apresuradamente en el callejón; era más largo y más oscuro que el primero. Más gritos a su espalda. Luego, un disparo. Oyó el chasquido seco de la bala contra los ladrillos, cerca de su cabeza, y se volvió a mirar. Tres o cuatro uniformados más se habían unido a sus perseguidores.

En este país hay muchísima gente que te perseguirá por el solo hecho de verte correr…

Paul escupió violentamente contra la pared y se esforzó por llenarse los pulmones de aire. Un momento después salía del callejón hacia otra calle, aún más transitada que la primera. Después de inspirar profundamente se perdió entre la muchedumbre que hacía las compras del sábado. Había tres o cuatro callejuelas que se abrían desde esa avenida.

¿Por cuál?

Más gritos detrás de él; las Tropas de Asalto salieron corriendo a la calle. No había tiempo. Escogió el callejón más cercano.

Mal hecho. Las únicas salidas eran cinco o seis puertas, todas cerradas.

Iba a correr nuevamente hacia la entrada, pero se detuvo. Ya eran diez o doce los Camisas Pardas que deambulaban entre la multitud, avanzando sin pausa hacia ese lugar. Casi todos pistola en mano. Los acompañaban muchachos vestidos como los que habían bajado la bandera en la Villa Olímpica el día anterior.

Se apretó contra los ladrillos de la pared, tratando de calmar la respiración.

«Menudo follón», pensó, furioso.

Metió en el portafolio el sombrero, la corbata y la chaqueta de su traje. Luego se puso la americana verde.

Dejó el maletín a sus pies para sacar la pistola. Verificó que estuviera cargada y con una bala en la recámara. Luego, con el brazo contra la pared, apoyó el arma en el antebrazo y se inclinó poco a poco hacia fuera, apuntando al hombre que iba delante: Felstedt.

Para ellos sería difícil descubrir de dónde había venido el disparo. Era de esperar que se dispersaran para refugiarse; así le darían la oportunidad de perderse entre las hileras de puestos cercanos. Era arriesgado, pero en pocos minutos estarían en ese callejón. ¿Qué alternativas tenía?

Cada vez más cerca…

Tocar el hielo…

Fue aumentando lentamente la presión contra el gatillo; apuntaba al pecho del hombre; la mira flotaba en el punto donde la banda diagonal de piel, entre el cinturón y el hombro, cubría el corazón.

– No -le susurró una voz apresurada al oído.

Paul se dio la vuelta, bajando la pistola hacia el hombre que se le había acercado sigilosamente por detrás. Era un cuarentón de traje muy gastado; tenía un mostacho poblado y el pelo abundante, peinado hacia atrás con brillantina. Era varios centímetros más bajo que Paul y el vientre se abultaba sobre el cinturón. En las manos llevaba una gran caja de cartón.

– Ya puede apuntar eso hacia otra parte -dijo con calma, señalando la pistola con la cabeza.

El sicario no movió el arma.

– ¿Quién es usted?

– Sería mejor dejar la conversación para más tarde. Ahora tenemos asuntos más urgentes. -Pasó frente a Paul para mirar hacia un lado-. Son diez o doce. Debe de haber hecho algo muy gordo.

– He zurrado a tres de ellos.

El alemán enarcó una ceja sorprendida.

– Buff, pues le aseguro, señor, que si mata a uno o dos en pocos minutos habrá aquí cien más. Lo perseguirán hasta cazarlo. Y mientras tanto bien pueden matar a diez o doce personas inocentes. Yo lo ayudaré a escapar.

Paul dudó.

– Si no hace lo que le digo lo matarán. Lo único que saben hacer bien es matar y desfilar.

– Deje esa caja.

El hombre obedeció y Paul le levantó la chaqueta para mirarle la cintura; luego le indicó por gestos que girara en un círculo.

– No voy armado.

El mismo gesto impaciente.

El alemán giró. Paul le palpó los bolsillos y las piernas. No iba armado.

– Lo estaba observando -dijo el hombre-. He visto que se quitaba la americana y el sombrero. Ha hecho bien. Con esa corbata tan vistosa se destacaba como una virgen en la Nollendorfplatz. Pero es probable que lo registren. Debe deshacerse de esa ropa. -Señaló el portafolio con la cabeza.

Alguien corría a poca distancia. Paul dio un paso atrás, analizando la situación. El consejo tenía sentido. Sacó las prendas del maletín y se acercó a un cubo de basura.

– No, allí no -dijo el hombre-. En Berlín, si quiere deshacerse de algo, no lo arroje a los cubos de basura, pues lo encontrará la gente que busca sobras. Y no los tire a los contenedores, si no quiere que lo hallen los hombres de la Gestapo, los Hombres V o los Hombres A de la SD; tienen por costumbre revisar los desperdicios. El único lugar seguro es la cloaca. Nadie revisa las cloacas… al menos por ahora.

Paul vio una rejilla a poca distancia y, aunque de mala gana, metió allí las prendas.

Su corbata de la suerte…

– Ahora le daré algo para contribuir a su papel de fugitivo de los Camisas de Estiércol. -El hombre sacó varios gorros del bolsillo de su americana y escogió uno de lona clara para entregárselo a Paul-. Póngaselo. -El sicario lo hizo-. Ahora, la pistola. Debe deshacerse de ella. Comprendo que vacile, pero realmente le servirá de muy poco. Ninguna arma tiene tantas balas como para detener a todas las Tropas de Asalto de la ciudad, mucho menos una mísera Luger.

¿Sí o no?

El instinto volvió a decirle que el hombre tenía razón. Se agachó para arrojar la pistola por la rejilla. Muy por debajo del nivel de la calle se oyó un chapoteo.

– Y ahora sígame. -El hombre recogió la caja. Al ver que Paul vacilaba le susurró-: Ha de estar preguntándose cómo confiar en mí si no me conoce. Pues le diré, señor: dadas las circunstancias, la verdadera pregunta es cómo NO confiar en mí. Pero será usted quien decida. Tiene unos diez segundos. -Rió-. ¿No es siempre así? Cuanto más importante es la decisión, menos tiempo hay para tomarla.

Se acercó a una puerta y forcejeó con una llave hasta abrirla. Luego echó una mirada atrás. Paul lo siguió al interior de un almacén. El alemán cerró la puerta y echó la llave. Por la grasienta ventana Paul vio que el grupo de Camisas Pardas entraba en el callejón y, después de examinarlo, seguían de largo.

El recinto estaba atestado de cajones y polvorientas botellas de vino. El hombre hizo una pausa; luego señaló una caja con la cabeza.

– Coja eso. Será testigo de lo que digamos. Y además es posible que le saquemos provecho.

Paul lo miró, enfadado.

– Podría haberme hecho dejar la ropa y la pistola aquí, en su almacén. No hacía falta arrojarlas a la basura.

El hombre proyectó el labio inferior.

– Ah, sí, sólo que este sitio no es exactamente mío. A ver, esa caja. Por favor, que debemos darnos prisa, señor.

El americano puso el portafolio sobre la caja, la alzó y siguió a su compañero. Salieron a una polvorienta habitación frontal. El hombre echó un vistazo por la cochambrosa ventana. Cuando estaba a punto de abrir la puerta Paul dijo:

– Espere.

Se tocó la mejilla; el corte hecho por los nudillos de bronce sangraba un poco. Pasó la mano por algunos estantes sucios y se tocó la cara para disimular la herida; luego, por la americana y los pantalones. Las manchas llamarían menos la atención que la sangre.

– Bien -dijo el alemán, mientras abría la puerta de par en par-. Ahora es un trabajador sudoroso. Y yo seré su jefe. Por aquí.-Giró directamente hacia un grupo de tres o cuatro Camisas Pardas, que hablaban con una mujer apoyada contra una farola; ella retenía a un diminuto caniche con una correa roja.

Paul vaciló.

– Venga. No pierda tiempo.

Cuando casi habían dejado atrás a los Camisas Pardas, uno de ellos los llamó.

– Eh, ustedes, alto. Queremos ver sus credenciales.

Éste y uno de sus compañeros se plantaron delante de Paul y el alemán. Furioso por haber abandonado su arma, Paul echó un vistazo al costado. El hombre del callejón frunció el entrecejo.

– Nuestras credenciales, sí, sí. Lo siento mucho, caballeros, Pero ya comprenderán ustedes que hoy nos hemos visto obligados a trabajar, como ya ven. -Señaló las cajas con un movimiento de cabeza-. No estaba planeado. Una entrega urgente.

– Deben llevar su documentación con ustedes en todo momento.

Paul dijo:

– Es que vamos muy cerca.

– Buscamos a un hombre corpulento, de traje gris y sombrero pardo. Va armado. ¿Han visto ustedes a alguien así? Ambos se consultaron con una mirada.

– No -dijo Paul. El segundo Camisa Parda los palpó a ambos. Luego cogió el portafolio para mirar dentro. Sacó el ejemplar de Mein Kampf; Paul vio el bulto donde estaban escondidos los rublos y el pasaporte ruso. El alemán del callejón se apresuró a decir:

– Ahí no hay nada que pueda interesarles. Ahora recuerdo que sí tenemos las credenciales. Busque usted en la caja que lleva mi empleado.

Los Camisas Pardas intercambiaron una mirada. El que tenía el libro volvió a arrojarlo dentro, dejó el portafolio en el suelo y desgarró la tapa de la caja que Paul sostenía.

– Ya verán ustedes que somos los Hermanos Burdeos.

Uno de los agentes se echó a reír. El alemán continuó:

– Pero hay que asegurarse. Podrían coger dos de ésas para comprobarlo.

Los hombres sacaron varias botellas de vino tinto. Luego les hicieron señas de que podían continuar la marcha. Paul recogió el portafolio y ambos continuaron calle arriba.

Dos manzanas más allá el alemán señaló la acera de enfrente.

– Allí. El lugar que indicaba parecía ser un club nocturno decorado con banderas nazis. Un letrero de madera rezaba: Cafetería Aria.

– ¿Está loco, hombre? -preguntó el americano.

– ¿No he acertado hasta ahora, amigo mío? Entre, por favor. En ningún lugar estará más seguro. Aquí los Camisas de Estiércol no son bien recibidos; tampoco pueden pagarlo. Estará a salvo mientras no haya zurrado a un oficial de la SS o a un alto funcionario del Partido. No lo ha hecho, ¿verdad?

Paul sacudió la cabeza. Aunque de mala gana, siguió a su compañero al interior. Inmediatamente comprendió qué había querido decir al referirse al precio de admisión. Un letrero ponía: 20 U$S / 40 DM. «Joder», pensó. En el sitio más caro que había visitado en Nueva York, el Debonair Club, se cobraban cinco dólares. ¿Cuánto dinero llevaba encima? Esa suma era casi la mitad de lo que Morgan le había dado. Pero el portero, al reconocer al alemán de los mostachos, les hizo señas de que pasaran sin cobrarles nada.

Atravesaron una cortina hacia un bar pequeño y oscuro, atestado de antigüedades y cachivaches, carteles de películas y botellas polvorientas.

– ¡Otto! -El encargado del bar estrechó la mano a su compañero.

Otto dejó su caja en la barra e indicó a Paul que hiciera otro tanto.

– ¿No ibas a entregar una sola caja?

– Es que mi camarada me ha ayudado a cargar con otra; hay diez botellas sólo en ésa. Con esto el total asciende a setenta marcos, ¿verdad?

– He pedido una sola caja. Necesito una sola. Pagaré sólo una.

Mientras los hombres discutían Paul se concentró en la potente voz que surgía de una radio grande, detrás del mostrador: «La ciencia moderna ha descubierto mil maneras de proteger el cuerpo contra las enfermedades. Sin embargo, si usted no aplica estas sencillas normas de higiene, puede enfermar gravemente. Con tantos visitantes extranjeros en la ciudad es posible que haya nuevas cepas de infección. Por eso es vital tener en cuenta las reglas sanitarias».

Acabadas las negociaciones, al parecer a su entera satisfacción, Otto echó un vistazo por la ventana.

– Aún rondan por ahí. Tomemos una cerveza. Le permitiré pagarme una.

Notó que Paul miraba la radio; pese a lo alto del volumen, sólo él parecía prestarle atención.

– Ah, ¿le gusta la voz grave de nuestro ministro de Propaganda? Es dramática, ¿no? Pero visto en persona es un enano. Tengo contactos en toda la calle Wilhelm y todos los edificios del Gobierno. A sus espaldas le llaman «Mickey Mouse». Vayamos a la trastienda, que no soporto esta cháchara. Todos los establecimientos deben tener una radio para transmitir los discursos de los Líderes del Partido. Y cuando los transmiten es obligatorio subir el sonido. No hacerlo es ilegal. Aquí tienen la radio delante para cumplir con las reglas, pero el verdadero club está en la trastienda. Diga, ¿prefiere los hombres o las mujeres?

– ¿Perdón?

– ¿Hombres o mujeres? ¿Qué prefiere?

– No tengo ningún interés en…

– Comprendo, pero como debemos esperar a que los Camisas Pardas se cansen de perseguirlo, dígame, por favor: ¿qué preferiría mirar mientras tomamos esa cerveza a la que tan generosamente ha accedido a invitarme? ¿Hombres que bailan como hombres, hombres que bailan como mujeres o mujeres que bailan como lo que son?

– Mujeres.

– Bien, yo también. Ahora en Alemania ser homosexual está prohibido por la ley. Pero es sorprendente el número de nacionalsocialistas que parecen disfrutar de la mutua compañía, y no sólo para hablar de política. Por aquí.

Atravesó una cortina de terciopelo azul.

La segunda sala era, al parecer, para hombres a los que les gustaban las mujeres. Estaba pintada de negro y decorada con farolillos chinos, cintas de papel y trofeos de caza, tan polvorientos como las banderas nazis que pendían del techo. Se sentaron ante una desvencijada mesa de mimbre.

Paul devolvió a su compañero la gorra de lona, que desapareció en el bolsillo del hombre, junto con las otras.

– Gracias.

Otto inclinó la cabeza.

– Nada, ¿para qué estamos los amigos? -Y buscó con la vista a un camarero, hombre o mujer.

– Regresaré enseguida. -Paul se levantó para ir al lavabo.

Allí se lavó de la cara las manchas de tierra y sangre; luego se peinó el pelo hacia atrás con loción; así parecía más corto y más oscuro, lo cual le daba un aspecto algo diferente del hombre que buscaban los Camisas Pardas. El corte de la mejilla no era grande, pero a su alrededor se había formado un moretón. Al salir del lavabo se escurrió por detrás del escenario, en busca del camerino de artistas. En el extremo opuesto un hombre se había sentado a fumar un puro y leer un periódico. Sin que él le prestara la menor atención, Paul hundió el dedo en un pote. De nuevo en el lavabo, untó la magulladura con el cosmético. Tenía alguna experiencia en cuestiones de maquillaje: todo buen boxeador conoce la importancia de ocultar las lesiones al adversario.

Regresó a la mesa, donde Otto estaba haciendo gestos a la camarera, una morena joven y bonita. Pero la chica estaba atareada. El hombre lanzó un suspiro de irritación y miró a Paul con atención.

– Hombre, es obvio que no eres de aquí, pues no sabes nada de nuestra cultura. Me refiero a la radio. Y a los Camisas de Estiércol; si fueras alemán no los habrías provocado peleando con ellos. Pero hablas perfectamente el idioma. Con un acento muy leve, que no es francés, ni eslavo ni español. ¿A qué raza canina perteneces?

– Te agradezco la ayuda, Otto. Pero hay cosas que prefiero reservarme.

– No importa. He decidido que debes de ser norteamericano o inglés. Norteamericano, probablemente. Lo sé por vuestras películas… ese modo de armar las frases… Sí, ¿un norteamericano audaz, con buenos cojones? Eres del país de los vaqueros heroicos, que se cargan ellos solos a toda una tribu de indios. Pero ¿dónde se ha metido esa camarera? -Miró alrededor, alisándose los bigotes-. A ver, vamos a presentarnos. Me llamo Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber. ¿Y tú…? Claro que tal vez prefieres no decir tu nombre.

– Me parece más prudente.

Webber rio entre dientes.

– Conque has zurrado a tres de ellos, con lo que te has ganado la eterna estima de los Camisas Pardas y de sus bestezuelas.

– ¿Quiénes?

– Las Juventudes Hitlerianas. Los chicos que corretean entre los pies de las Tropas de Asalto. -Webber echó un vistazo a los nudillos enrojecidos de Paul-. ¿Es posible que te guste el boxeo, señor Sin Nombre? Tienes aspecto de atleta. Puedo conseguirte entradas para las Olimpiadas. No queda ninguna, como has de saber, pero yo puedo conseguirlas. Asientos para todo el día, en buen sitio.

– No, gracias.

– También puedo hacerte entrar a una de las fiestas olímpicas. En algunas estará Max Schmeling.

– ¿Schmeling? -Paul enarcó una ceja. Admiraba al campeón de peso pesado, el más famoso de Alemania; justo el mes anterior había estado en el Yankee Stadium para ver la pelea de Schmeling con Joe Louis. Para asombro de todos, el alemán derribó al Bombero Pardo en el duodécimo round. La velada había costado a Paul seiscientos ocho dólares: ocho por el billete y seis de cien por la apuesta perdida. Webber continuó:

– Irá con su esposa, Anny Ondra. Es bellísima. Actriz, ¿sabes? Pasarás una noche inolvidable. Sería bastante cara, pero eso tiene solución. Tendrás que ir de esmoquin, claro está. También puedo conseguírtelo. Por una pequeña comisión.

– Paso.

– Vaya -murmuró el alemán, como si Paul hubiera cometido el error de su vida.

La camarera se detuvo junto al sicario, sonriéndole.

– Me llamo Liesl. ¿Y tú?

– Hermann -dijo Paul.

– ¿Qué te pongo?

– Cerveza para los dos. Para mí una Pschorr.

– Ach -exclamó Webber, desdeñando esa elección-. Para mí lager berlinesa, de fermentación baja. Jarra grande.

Ella le echó una mirada fría, como si en alguna ocasión anterior el hombre la hubiera dejado sin propina. Acto seguido miró a Paul fijamente a los ojos; luego le dedicó una sonrisa coqueta y se alejó hacia otra mesa.

– Tiene usted una admiradora, señor No Hermann. Bonita, ¿verdad?

– Muy bonita.

Webber le guiñó un ojo.

– Si quieres, puedo…

– No -replicó Paul con firmeza.

El alemán enarcó una ceja y dirigió su atención hacia el escenario, donde daba vueltas una mujer con el pecho desnudo. Tenía los brazos flácidos y las tetas caídas; aun desde lejos se le veían arrugas en torno a la boca, que mantenía una sonrisa feroz; la mujer se movía al son cascado de un gramófono.

– Aquí, por la tarde, no hay música en vivo -explicó Webber-. Pero por la noche tocan bandas buenas. Metales… me encantan los metales. Tengo un disco que escucho a menudo, de John Philip Sousa, ese gran director británico.

– Lamento informarte de que es norteamericano.

– ¡No me digas!

– Es la verdad.

– Qué país ha de ser ése, Estados Unidos. Tienen un cine estupendo y millones de automóviles, según se dice. Y ahora me entero de que también tienen a John Philip Sousa.

Paul contempló a la camarera que se aproximaba, meneando las esbeltas caderas. La mujer dejó las cervezas en la mesa. Al parecer, en esos tres o cuatro minutos de ausencia se había puesto más perfume. Paul le devolvió la sonrisa con otra bien grande; luego echó un vistazo a la cuenta. Como no estaba familiarizado con la moneda alemana y no quería llamar la atención contando monedas, le dio un billete de cinco marcos, calculando que sería dos dólares y pico.

Liesl interpretó que la diferencia era su propina y le dio las gracias cogiéndole calurosamente una mano entre las suyas. Él temió que lo besara. No sabía cómo pedirle el cambio; decidió apuntar la pérdida como lección sobre las costumbres alemanas. Con otra mirada de adoración, Liesl se apartó de la mesa, pero de inmediato se puso mohína ante la perspectiva de atender otras. Webber chocó su jarra contra la de Paul y ambos dieron un buen trago.

El alemán lo observó atentamente.

– Dime, ¿a qué triles te dedicas?

– ¿Triles?

– Cuando te he visto en el callejón, con esa pistola, he pensado: «Ach, este tío no es soci ni kosi…».

– ¿Qué?

– Socia. Socialdemócrata. Era un partido político importante hasta que lo prohibieron por ley. Los kosis son los comunistas; no sólo están prohibidos por ley, sino que los han liquidado. No, tú no eres un agitador; eres uno de los nuestros, un trilero, un artista de los negocios oscuros. -Echó una mirada a la sala-. No te preocupes. Mientras no alcemos la voz se puede hablar sin peligro. Aquí no hay micrófonos. Tampoco hay lealtad hacia el Partido entre estas paredes. Al fin y al cabo, siempre es más digna de confianza la polla que la conciencia. Y de conciencia los nacionalsocialistas no tienen ni pizca. Anda, dime, ¿qué triles haces?

– No soy trilero. He venido por las Olimpiadas.

– ¿De veras? -Webber le guiñó un ojo-. Este año debe de haber un deporte nuevo que no conozco.

– Soy cronista. Escribo sobre deportes.

– Vaya, escribes. Un escritor que pelea con los Camisas Pardas, no dice su nombre, anda por la calle con una Luger de pacotilla y se cambia de ropa para desorientar a sus perseguidores. Y luego se cambia el peinado y se maquilla. -Webber se tocó la mejilla con una sonrisa comprensiva.

– Es que he tropezado con unos Camisas Pardas que estaban atacando a una pareja. Y lo he impedido. En cuanto a la Luger, se la he robado a uno de ellos.

– Sí, sí, lo que tú digas. ¿Conoces a Al Capone?

– Claro que no, hombre -respondió Paul, exasperado.

Webber lanzó un fuerte suspiro, sinceramente desencantado.

– Me mantengo informado sobre los crímenes de Estados Unidos. Como tantos otros, aquí en Alemania. Nos pasamos el rato leyendo novelas de crímenes, ¿sabes? Muchas se desarrollan en Norteamérica. Seguí con mucho interés la historia de John Dillinger. Fue traicionado por una mujer de vestido rojo y lo mataron en un callejón, cuando salían del cine. Menos mal que pudo ver la película antes de que lo mataran. Murió llevándose ese pequeño placer. Aunque habría sido aún mejor que hubiera podido ver la película, emborracharse y acostarse con la mujer antes de que lo mataran. Ésa habría sido una muerte perfecta. Sí: a pesar de lo que digas, creo que eres un verdadero mafioso, señor John Dillinger. ¡Liesl, bella Liesl! ¡Trae más cerveza! Mi amigo va a pagar otras dos.

Webber tenía la jarra vacía; la de Paul aún estaba llena en sus tres cuartas partes.

– No, para mí no -dijo a la camarera-. Sólo para él.

Antes de desaparecer rumbo a la barra ella le arrojó otra mirada de adoración; el brillo de sus ojos y lo esbelto de su silueta le hicieron pensar en Marion. Se preguntó cómo estaría, qué haría en esos momentos. En Estados Unidos eran seis o siete horas menos. «Llámame», había dicho la última vez, convencida de que él iba a Detroit por asuntos de negocios. Paul había descubierto que era posible hacer una llamada telefónica al otro lado del Atlántico, pero costaba casi cincuenta dólares el minuto. Además, ningún sicario competente dejaba semejante pista de su paradero.

Observó a los nazis del público: algunos eran soldados o de la SS, con inmaculados uniformes negros o grises; otros, comerciantes. En su mayoría estaban ebrios; algunos bien avanzados en la borrachera de la tarde. Todos sonreían animosamente, pero parecían aburridos por ese espectáculo pretendidamente sensual tan poco turbador.

Cuando llegó la camarera traía dos cervezas. Puso una frente a Webber, a quien por lo demás no prestó ninguna atención, y dijo a Paul:

– Puede pagar la de su amigo, pero la suya es un regalo mío. -Le cogió la mano para cerrársela en torno al asa-. Veinticinco pfennigs.

– Gracias -dijo él; probablemente, con el cambio del billete de cinco habría podido pagar un barril entero. Esta vez le dio un marco.

Ella se estremeció de placer, como si Paul le hubiera puesto un anillo de diamantes, y le dio un beso en la frente

– Que la disfrutes -dijo. Y se fue.

– Ach, te ha hecho el descuento para clientes habituales. A mí me cobra cincuenta. Claro que los extranjeros suelen pagar un marco con setenta y cinco.

Webber bebió un tercio de la jarra. Luego se limpió la espuma de los mostachos con el dorso de la mano y sacó una cajetilla de cigarrillos.

– Éstos son horrorosos, pero me gustan bastante. -Se los ofreció a Paul, pero éste negó con la cabeza-. Son hojas de col remojadas en agua de tabaco y nicotina. Ahora es difícil encontrar puros de verdad.

– ¿A qué te dedicas? Además de importar vinos.

Webber, riendo, le echó una mirada coquetona. Hizo un esfuerzo por inhalar ese humo acre y luego dijo, pensativo:

– A muchas cosas diferentes. En general, lo que hago es comprar y vender cosas difíciles de conseguir. Últimamente hay mucha demanda de material militar. No me refiero a armas, desde luego, sino a insignias, cantimploras, cinturones, botas, uniformes. Aquí todo el mundo adora los uniformes. Mientras el marido está en el trabajo, la mujer sale a comprarle uniformes, aunque no tenga rango ni afiliación. Hasta los niños los usan, ¡incluso los bebés! Medallas, barras, cintas, charreteras, insignias. Y también los vendo al Gobierno para los soldados de verdad. Ahora hemos vuelto a tener reclutamiento. Nuestro Ejército está aumentando. Necesita uniformes. Y la tela es difícil de conseguir. Yo tengo gente que me vende uniformes; luego los altero un poco y los vendo al Ejército.

– Los robas a una fuente gubernamental para vendérselos a otra.

– Ay, señor John Dillinger, qué divertido eres. -Miró al otro lado del salón-. Un momento. ¡Hans, ven aquí! ¡Hans!

Apareció un hombre vestido de esmoquin, quien miró a Paul con aire suspicaz. Webber le aseguró que era un amigo. Luego dijo:

– Ha llegado a mis manos una cantidad de mantequilla. ¿La quieres?

– ¿Cuánto?

– ¿Cuánta mantequilla o cuánto cuesta?

– Ambas cosas, desde luego.

– Diez kilos. Setenta y cinco marcos.

– Si es como la de la última vez, quieres decir seis kilos de mantequilla mezclada con cuatro de aceite de carbón, grasa animal, agua y colorante amarillo. Es demasiado dinero por tan poca mantequilla.

– Pues te la cambio por dos cajones de champán francés.

– Uno.

– ¿Diez kilos por un cajón? -Webber parecía indignado.

– Seis kilos, como he explicado.

– Dieciocho botellas.

El jefe de camareros dijo, encogiéndose de hombros:

– Si le añades colorante, acepto. El mes pasado hubo diez o doce parroquianos que no quisieron tocar tu mantequilla blanca. ¿Quién podría reprochárselo?

Cuando el hombre se hubo ido, Paul acabó su cerveza y sacó un Chesterfield de la cajetilla, siempre maniobrando bajo la mesa, para que nadie viera la marca norteamericana. Hicieron falta cuatro intentos para encender el cigarrillo: las cerillas baratas provistas por el club se rompían una tras otra. Webber las señaló con la cabeza.

– No me las eches en cara, amigo. No las vendí yo.

Después de inhalar profundamente el humo del Chesterfield, Paul preguntó:

– ¿Por qué me has ayudado, Otto?

– Porque estabas en aprietos, claro está.

– Haces buenas obras, ¿eh? -El norteamericano enarcó una ceja.

Su compañero se acarició los bigotes.

– Bueno, te seré franco: en estos tiempos las oportunidades son mucho más difíciles de encontrar.

– Y yo soy una oportunidad.

– Quién sabe, señor John Dillinger. Tal vez sí, tal vez no. Si no, no he perdido nada, salvo una hora bebiendo cerveza con un amigo nuevo, lo cual no es pérdida en absoluto. Sí, tal vez ambos podamos extraer beneficios de esto. -Se levantó para acercarse a la ventana y miró por entre las gruesas cortinas-. Creo que ya puedes salir sin peligro. No sé qué haces en nuestra vibrante ciudad, pero es posible que yo sea el hombre que te conviene. Conozco a mucha gente, gente que ocupa puestos importantes. No, no me refiero a los altos cargos, sino a la gente que más conviene conocer en nuestro tipo de trabajo.

– ¿Qué gente?

– Gente pequeña, bien situada. ¿Has oído ese chiste sobre el pueblecillo de Baviera que reemplazó su veleta por un funcionario? ¿Por qué? Porque los funcionarios saben mejor que nadie de dónde sopla el viento. ¡Ja! -Rió con ganas. Luego volvió a ponerse solemne y vació su jarra de cerveza-. La verdad es que aquí me estoy muriendo. Muero de aburrimiento. Echo de menos los viejos tiempos. Anda, déjame un mensaje o ven a verme. Generalmente estoy aquí. En este salón o en el bar. -Apuntó la dirección en una servilleta y la empujó hacia su compañero.

Paul echó un vistazo al cuadrado de papel; después de memorizar la dirección, se la devolvió.

Webber lo observaba.

– Ah, pero si eres un cronista de deportes muy espabilado, ¿verdad?

Caminaron hacia la puerta. Paul le estrechó la mano.

– Gracias, Otto.

Ya fuera, el alemán le dijo:

– Y ahora adiós, amigo mío. Espero volver a verte. -Luego frunció el entrecejo-. ¿Y yo? Yo debo ponerme a buscar tintura amarilla. Ach mira en qué se ha convertido mi vida. Grasa y colorante.

9

Reinhard Ernst, sentado en su amplio despacho de la Cancillería, repasó nuevamente los descuidados caracteres de la nota:


Cnel. Ernst:

Espero el informe sobre ese Estudio Waltham que ha decidido preparar. He reservado un rato del lunes para inspeccionarlo.

Adolf Hitler


Limpió las gafas de marco de alambre. Mientras volvía a ponérselas se preguntó qué revelaría esa grafía desordenada sobre quien la había escrito. La forma, en particular, era llamativa. «Adolf» era un relámpago comprimido; «Hitler», aunque un poco más legible, se inclinaba extraña y marcadamente hacia abajo y hacia la derecha.

Ernst giró en su silla para mirar por la ventana. Se sentía como un comandante de ejército que, aun enterado de que el enemigo se acerca y va a atacar, no sabe cuándo, con qué tácticas, dónde establecerá las líneas de ataque, de dónde procederá la maniobra. Era consciente de que la batalla sería decisiva, y de que el destino de sus ejércitos, mejor dicho, del país entero, estaba en juego.

No exageraba la gravedad de su dilema, pues Ernst sabía de Alemania algo que pocos percibían y no estaban dispuestos a admitir en voz alta: que Hitler no detentaría el poder por mucho tiempo.

El Führer tenía demasiados enemigos, tanto dentro como fuera del país. Era César, era Macbeth, era Ricardo. Cuando su locura se agotara sería expulsado o asesinado; incluso era posible que muriera por su propia mano, tan asombrosamente maniacos eran sus ataques de ira. Y tras su muerte otros llenarían el inmenso vacío. No sería Göring, tampoco: sus apetitos físicos y anímicos conspiraban en su contra para arruinarlo. Ernst pensaba que, desaparecidos los dos Führer (y con Goebbels llorando a Hitler, su amor perdido), los nacionalsocialistas se marchitarían. Entonces emergería un estadista prusiano de centro: otro Bismarck, tal vez imperial, pero razonable y brillante.

Y hasta era posible que Ernst tuviera algo que ver con esa transformación. Pues a falta de una bala o una bomba, la única amenaza segura contra Adolf Hitler y el Partido era el Ejército alemán.

En junio del año 34, durante la llamada Noche de los Cuchillos Largos, Hitler y Göring habían asesinado o arrestado a gran parte de la plana mayor de las Tropas de Asalto. Se consideró que la purga era necesaria, sobre todo para apaciguar al Ejército regular, celoso de la enorme milicia de los Camisas Pardas. Hitler había sopesado por un lado a la horda de matones; por el otro, a los militares alemanes, herederos directos de los batallones Hohenzollern del siglo XIX. Y sin un momento de vacilación eligió a los últimos. Dos meses después, a la muerte del presidente Hindenburg, dio dos pasos para cimentar su posición. Primero, se declaró Führer sin restricciones de la nación. Segundo (y mucho más importante), requirió que las Fuerzas Armadas alemanas pronunciaran un juramento personal de lealtad a él.

Tocqueville había dicho que en Alemania nunca habría una revolución, pues la policía no lo permitiría. No, a Hitler no le preocupaba la posibilidad de un alzamiento popular; su único miedo era el Ejército.

Y era a ese Ejército nuevo y preclaro al que Ernst había dedicado su vida desde el fin de la guerra. Un ejército que protegiera a Alemania y a sus ciudadanos de todas las amenazas, tal vez hasta del mismo Hitler, en último término.

Sin embargo, se dijo, Hitler aún no había desaparecido y él no podía permitirse el lujo de ignorar al autor de esa nota, que lo atribulaba tanto como el rumor distante de los vehículos blindados aproximándose en la noche.

«Cnel. Ernst: Espero el informe…».

Había albergado la esperanza de que la intriga iniciada por Göring se diluyera, pero ese delgado trozo de papel significaba que no era así. Comprendió que debía actuar deprisa y prepararse para repeler el ataque.

Después de un debate difícil, el coronel tomó una decisión. Se guardó la carta en el bolsillo y se levantó del escritorio para abandonar la oficina. Dijo a su secretaria que regresaría en media hora.

Recorrió un pasillo y luego otro, pasando junto a los ubicuos trabajos de construcción de ese edificio viejo y polvoriento. Por doquier había obreros, atareados a pesar de ser fin de semana. La construcción era la gran metáfora de la Nueva Alemania: una nación que surgía de entre las cenizas de Versalles, reconstruida según la filosofía hitleriana, tantas veces citada, de «alinear» con el nacionalsocialismo a todos los ciudadanos y todas las instituciones del país.

Un pasillo más, bajo un severo retrato del Führer en escorzo, con la vista algo elevada, como ante una visión del glorioso futuro del país.

Ernst salió al viento arenoso, calentado por el ardiente sol de la tarde.

– Heil, coronel.

Saludó con una inclinación de cabeza a los dos guardias armados con máuser con bayonetas. El saludo le divertía. Era costumbre llamar por su título completo a quienes tuvieran un rango próximo al gabinete, pero eso de «señor plenipotenciario» resultaba incómodo e irrisorio.

Bajó por la calle Wilhelm hasta dejar atrás la Voss y la Príncipe Albrecht; a la altura del número 8 dirigió un vistazo a la derecha: la sede principal de la Gestapo, en el antiguo hotel y Escuela de Artes y Oficios. Continuó en dirección sur, hasta su cafetería favorita, donde pidió un café. Permaneció allí sólo un momento antes de ir a la cabina telefónica. Marcó un número y, después de introducir algunas monedas en la ranura, obtuvo conexión.

Atendió una voz de mujer.

– Buenos días.

– Buenos días, ¿la señora Keitel?

– No, señor. Soy la asistenta.

– ¿Puede ponerse el doctor-profesor Keitel? Soy Reinhard Ernst.

– Un momento, por favor.

Instantes después llegó por la línea una suave voz masculina.

– Buen día, coronel, aunque caluroso.

– La verdad es que sí, Ludwig… Hemos de vernos. Hoy mismo. Ha surgido un asunto urgente con respecto al estudio. ¿Estarás disponible?

– ¿Urgente?

– Muchísimo. ¿Puedes venir a mi oficina? No puedo abandonar mi despacho, pues espero novedades de Inglaterra sobre ciertos asuntos. A las cuatro de la tarde, ¿te va bien?

– Sí, por supuesto.

Cortaron y Ernst volvió a su café.

¡A qué medidas ridículas debía recurrir, simplemente para usar un teléfono que no estuviera pinchado por los sirvientes de Göring! «He visto la guerra desde dentro y desde fuera», pensó. «El campo de batalla es horroroso, sí, horroroso hasta lo inconcebible. Pero cuán pura y limpia es la guerra, aun angelical, comparada con una lucha en la que no tienes a los enemigos enfrente, sino a tu lado».


Desde el centro de Berlín hasta la Villa Olímpica había veintitrés kilómetros de carretera amplia y perfectamente nivelada. El taxista silbaba alegremente; contó a Paul Schumann que esperaba hacer muchos viajes bien pagados durante esas Olimpiadas.

De pronto el hombre enmudeció; de la radio surgía una ponderosa música clásica. El Opel estaba equipado con dos: una para informar al taxista de dónde se le requería y la otra para las transmisiones públicas.

– Beethoven -comentó el conductor-. Precede a todas las transmisiones oficiales. Escuchemos.

Un momento después la música se desvaneció poco a poco y una voz ronca, apasionada, comenzó a hablar:

«En primer lugar, no es aceptable tratar con frivolidad esta cuestión de las infecciones; es necesario comprender que la buena salud podría depender, y en verdad depende, de hallar maneras de tratar, no sólo los síntomas de la enfermedad, sino también su fuente. Miremos las aguas contaminadas de un estanque, campo de cultivo para los gérmenes. Pero un río caudaloso no ofrece el mismo clima para esos peligros. Nuestra campaña continuará localizando y secando estos charcos estancados, para que los gérmenes, así como los mosquitos y las moscas que los portan, no tengan lugar donde multiplicarse. Más aún…».

Paul escuchó durante un momento más, pero aquellas divagaciones repetitivas lo aburrían. Cerró los oídos a esa cháchara sin sentido para contemplar el paisaje bañado de sol, las casas, las posadas, los bonitos suburbios del oeste de la ciudad, que daban paso a zonas menos pobladas. El conductor abandonó la autovía de Hamburgo y se detuvo frente a la entrada principal de la Villa Olímpica. Paul le pagó. El hombre le dio las gracias enarcando una ceja, pero no dijo nada; permanecía prendido de las palabras que manaban de la radio. Schumann pensó pedirle que esperara, pero decidió que sería más prudente buscar a otro para que lo llevara de regreso a la ciudad.

La Villa ardía bajo el sol de la tarde. El viento olía a salitre, como el aire del océano, pero era seco como alumbre y venía cargado de una arenilla fina. Paul mostró su pase y continuó caminando; el sendero, perfectamente trazado, pasaba junto a hileras de árboles distribuidos a espacios regulares, que se elevaban en línea recta desde el centro de redondos discos de mantillo tendidos en el césped verde y perfecto. La bandera alemana ondeaba elegante en el viento caliente: roja, blanca y negra.

«Ach, sin duda usted sabe…».

Ya en la residencia de los norteamericanos, esquivando la zona de recepción y a su soldado alemán, se deslizó hasta su cuarto por la puerta trasera. Después de cambiarse hundió la chaqueta verde en un cesto lleno de ropa sucia, puesto que no había cloacas a mano; se puso pantalones de franela de color crema, una camisa de tenis y un jersey ligero. Luego se peinó el pelo de otra manera, hacia un lado. El maquillaje había desaparecido, pero eso no tenía remedio. Cuando salía con su maleta y el portafolio una voz le llamó:

– Eh, Paul.

Al levantar la vista se encontró con Jesse Owens, que regresaba a la residencia vestido con ropa de gimnasia.

– ¿Qué haces? -preguntó Owens.

– Voy a la ciudad. Debo trabajar.

– Hombre, esperábamos que te quedaras. Anoche te perdiste una buena ceremonia. ¡Hay que ver la comida que sirven aquí! Estupenda.

– Ya sé que es fantástica, pero tengo que irme. Debo hacer unas entrevistas en la ciudad.

Owens se acercó un poco más e hizo un gesto al ver el corte y el moratón que Paul tenía en la cara. Luego su vista aguda bajó a los nudillos, que estaban enrojecidos por la pelea.

– Espero que tus otras entrevistas vayan mejor que la de esta mañana. Parece que en Berlín escribir sobre deporte es oficio peligroso.

– Ha sido una caída. Nada grave.

– Para ti tal vez no -comentó el atleta, divertido-. Pero ¿para el tío sobre el que has caído?

Paul no pudo evitar una sonrisa. El corredor era sólo un chaval, pero tenía un aire mundano. Tal vez ser negro en el sur o en el Medio Oeste te hacía madurar más deprisa. Igual que costearse uno mismo los estudios en plena Depresión.

De la misma forma que su terrible oficio le había cambiado a él bien pronto.

– ¿Qué es lo que haces aquí, Paul? -susurró el corredor.

– Sólo hago mi trabajo -respondió él lentamente-. Nada más. Oye, ¿qué se sabe de Stoller y Glickman? Espero que no los hayan descalificado.

– No, todavía figuran como participantes. -Owens frunció el entrecejo-. Pero corren rumores feos.

– Que tengan suerte. Y tú también, Jesse. A ver si nos lleváis una medalla de oro.

– Haremos lo posible. ¿Nos veremos después?

– Tal vez.

Paul le estrechó la mano y se alejó hacia la entrada de la Villa, donde aguardaba una fila de taxis.

– Eh, Paul.

Se volvió. El hombre más veloz del mundo le despedía, con una sonrisa enorme.


El sondeo entre los vendedores y la gente sentada en los bancos de la calle Rosenthaler había resultado inútil (no obstante, Janssen confirmó que había aprendido varios tacos nuevos cuando una florista entendió que la estaba importunando, no para comprar algo, sino para hacer preguntas). Kohl descubrió que se había producido un tiroteo a poca distancia, pero se trataba de un asunto de la SS, quizá uno de sus «asuntos menores de seguridad» tan celosamente guardados, y ninguno de la guardia de élite se dignaría hablar de eso con los de la Kripo.

Sin embargo, al regresar al cuartel general descubrieron que había ocurrido un milagro: en el despacho de Willi Kohl estaban las fotografías de la víctima y de las huellas digitales encontradas en el pasaje Dresden.

– Mire esto, Janssen -dijo el inspector, señalando con un gesto las lustrosas copias pulcramente alineadas.

Se sentó ante el maltrecho escritorio que tenía en el Alex, el enorme y vetusto edificio de la Kripo, así apodado en honor de la plaza y el vecindario que lo rodeaba: Alexanderplatz. Al parecer se estaban remozando todos los edificios del Estado, salvo ése. La Policía Criminal seguía alojada desde hacía años en la misma construcción cochambrosa. De cualquier modo a Kohl no le molestaba, pues estaba a cierta distancia de la calle Wilhelm, lo cual brindaba al organismo cierta autonomía práctica, aunque en lo administrativo ya no tuviera ninguna.

Además podía considerarse afortunado por tener despacho propio, un cuarto de cuatro metros por seis con escritorio, mesa y tres sillas. Sobre el sencillo roble de la mesa había miles de hojas, un cenicero, un portapipas y diez o doce fotografías enmarcadas de su esposa, sus hijos y sus padres.

Se balanceó hacia delante en la chirriante silla de madera para inspeccionar las fotografías de la escena del crimen y las de las impresiones dactilares.

– Usted tiene talento, Janssen. Éstas son bastante buenas.

– Gracias, señor. -El joven las miraba, asintiendo con la cabeza.

Kohl lo observó con atención. Él había ido ascendiendo de rango por la vía tradicional. Cuando era niño, aunque era hijo de un agricultor prusiano, le fascinaban Berlín y el trabajo policial por los libros que leía. A los dieciocho años llegó a la gran ciudad y consiguió empleo como oficial uniformado de la Schupo; después de cursar el entrenamiento básico en el famoso Instituto Policial de Berlín, ascendió a cabo y a sargento; mientras tanto obtuvo un certificado de estudios universitarios. Después, ya casado y con dos hijos, pasó a la Escuela de Oficiales y se incorporó a la Kripo, donde con el correr de los años ascendió de inspector auxiliar a inspector jefe.

Su joven protegido, en cambio, seguía un camino diferente, mucho más común en los nuevos tiempos.

Varios años atrás Janssen se había graduado en una buena universidad; después de aprobar el examen eliminatorio de Jurisprudencia y estudiar en el instituto policial, a esa temprana edad había sido aceptado como aspirante a inspector, bajo la dirección de Kohl.

A menudo era difícil hacerlo hablar; Janssen era reservado. Estaba casado con una morena robusta y esperaban el segundo hijo. El joven sólo se animaba cuando hablaba de su familia y de su pasión por el ciclismo y las caminatas. Hasta que la proximidad de las Olimpiadas obligó a toda la policía a trabajar tiempo extra, los inspectores trabajaban en miércoles sólo media jornada; a mediodía Janssen solía ponerse los pantalones cortos en un lavabo de la Kripo y salía a caminar con su hermano o con su esposa.

Cualesquiera que fuesen sus aficiones, el hombre era inteligente y ambicioso; Kohl se consideraba muy afortunado por poder contar con él. Desde hacía varios años la Kripo sufría una hemorragia de oficiales con talento que pasaban a la Gestapo, donde el sueldo era mejor y había más oportunidades. Cuando Hitler llegó al poder la Kripo tenía doce mil detectives en todo el país; ahora ese número había descendido a ocho mil. Y de éstos, muchos eran antiguos investigadores de la Gestapo, transferidos a cambio de jóvenes oficiales; y a decir verdad, en su mayoría eran borrachones incompetentes.

Zumbó el teléfono. Él atendió.

– Aquí Kohl.

– Inspector, soy Schreiber, el empleado con quien usted ha hablado hoy. Heil Hitler.

– Sí, sí, Heil. -En el trayecto de regreso al Alex desde el Jardín Estival, Kohl y Janssen se habían detenido en Tietz, la gran tienda que dominaba el costado norte de la Alexanderplatz, cerca del cuartel general de la Kripo. En la sección de artículos para caballeros, el jefe había mostrado al empleado la foto de Göring, preguntando qué clase de sombrero era ése. El hombre no lo sabía, pero prometió averiguarlo-¿Ha tenido suerte? -le preguntó Kohl.

– Ach, sí, sí, ya tengo la respuesta. Es un Stetson. Fabricado en Estados Unidos. Como usted sabe, el ministro Göring tiene un gusto excelente.

El inspector no hizo comentarios sobre eso.

– ¿Es un sombrero común aquí?

– No, señor. Bastante raro. Y caro, como usted puede imaginar.

– ¿Dónde se pueden comprar en Berlín?

– En verdad, señor, no lo sé. Me han dicho que el ministro los encarga especialmente a Londres.

Kohl le dio las gracias y cortó. Luego dijo a Janssen lo que acababa de saber.

– Quizá el hombre es norteamericano -dijo su ayudante-. Pero tal vez no, puesto que Göring usa el mismo tipo de sombrero.

– Un pequeño acertijo, Janssen. Pero ya descubrirá que muchas piezas pequeñas suelen brindar una imagen del crimen más clara que una sola pieza grande. -Sacó del bolsillo los sobres con las pistas y seleccionó el que contenía la bala.

La Kripo tenía su propio laboratorio forense, que databa de los tiempos en que la fuerza policial prusiana había sido la más importante de la nación (o acaso del mundo: en los días de la Weimar la Kripo resolvía el noventa y siete por ciento de los homicidios de Berlín). Pero también el laboratorio había sido saqueado por la Gestapo, tanto en cuanto a equipo como personal; los técnicos que trabajaban en el cuartel general estaban sobrecargados de trabajo y eran mucho menos competentes que antes. Por ende Willi Kohl había asumido la responsabilidad de adquirir pericia en ciertos aspectos criminológicos. Pese a la falta de interés personal por las armas de fuego, había hecho un verdadero estudio de balística, imitando el enfoque del mejor laboratorio del mundo: el del FBI de Washington, dirigido por J. Edgar Hoover.

Hizo caer la bala en una hoja de papel limpio y, con el monóculo en un ojo, buscó un par de pinzas para examinarla minuciosamente.

– Mire usted, que tiene mejor vista -pidió.

El aspirante a inspector cogió cuidadosamente la bala y el monóculo, mientras Kohl retiraba una carpeta del estante. Contenía fotografías y dibujos de muchos tipos de balas. Era un archivador grande, de varios cientos de páginas, pero el inspector lo había organizado por calibres y por número de surcos y planos (las bandas dejadas en el proyectil de plomo por el cañón) y por su torsión hacia la derecha o la izquierda. Apenas cinco minutos después Janssen halló una que coincidía.

– Bien, ésa es una buena noticia -dijo Kohl.

– ¿Por qué?

– Nuestro homicida ha utilizado un arma fuera de lo común. Es una nueve milímetros de cartucho largo. Muy probablemente del modelo A de la Spanish Star. Es rara, por suerte para nosotros. Y tal como usted ha señalado, es un arma nueva o muy poco usada. Roguemos que sea lo primero. Usted que maneja bien las palabras, Janssen: por favor, envíe un telegrama a todos los distritos policiales de la zona. Que pregunten en las armerías si en alguna se ha vendido en los últimos meses una Star Modelo A, nueva o poco usada, o municiones para esa arma. No: que sea en el último año. Quiero el nombre y la dirección de todos los compradores.

– Sí, señor.

El joven aspirante a inspector apuntó la información. Cuando salía hacia la sala de teletipos Kohl añadió:

– Espere: añada a su mensaje, como posdata, una descripción de nuestro sospechoso. Y aclare que va armado. -El inspector recogió las fotografías más claras de las huellas digitales del sospechoso y la tarjeta con las de la víctima. Luego suspiró-. Y ahora debo tratar de actuar con diplomacia. Ach, cómo detesto hacer eso.

10

– Lo siento, inspector Kohl, pero en el departamento estamos ocupados.

– ¿Todos?

– Sí, señor -dijo el hombre, un calvo flaco, de traje ceñido, abotonado hasta muy arriba-. Hace varias horas se nos ordenó interrumpir todas las investigaciones para compilar una lista de todas las personas de origen ruso o marcado aspecto de serlo.

Estaban en el vestíbulo de la gran división de Identificación de la Kripo, donde se realizaban los análisis de huellas digitales y de antropometría.

– ¿De toda la población de Berlín?

– Sí. Hay un aviso de alerta.

Ah, otra vez ese asunto de seguridad, el que Krauss había considerado demasiado insignificante como para mencionarlo a la Kripo.

– ¿Y utilizan expertos en huellas digitales para revisar archivos personales? ¿Nuestros propios expertos, nada menos?

– Abandonarlo todo -replicó el hombrecito de los botones-: Esas han sido las órdenes que he recibido. Del cuartel general de la Sipo.

«De nuevo Himmler», pensó Kohl.

– Por favor, Gerhard, que esto es muy importante. -Le mostró la tarjeta con las impresiones digitales y las fotos.

– Buenas imágenes -comentó Gerhard al examinarlas-. Muy claras.

– Ponga a tres o cuatro expertos a analizarlas, por favor. Es todo lo que le pido.

Una risa demacrada cruzó la cara del funcionario.

– No puedo, inspector. ¿Tres? Imposible.

Kohl se sintió frustrado. Como estudioso de la ciencia criminalística extranjera, miraba con envidia a Estados Unidos e Inglaterra, donde la identificación forense ya se hacía casi exclusivamente por medio del análisis de las impresiones digitales. En Alemania también se las usaba para la identificación; no obstante, a diferencia de los norteamericanos, allí no tenían un sistema uniforme para el estudio de las huellas; cada zona del país lo hacía de manera diferente. Un policía de Wesfalia podía analizar una impresión de determinada manera; un oficial de la Kripo berlinesa lo haría de otro modo. Si se enviaban las muestras de un lado a otro era posible lograr una identificación, pero el procedimiento solía requerir semanas enteras. Hacía tiempo que Kohl apoyaba la unificación de ese análisis en todo el país, pero encontraba una resistencia y un letargo notables. También había instado a su supervisor a comprar a Estados Unidos algunas máquinas de telefoto, magníficos artefactos que podían, con notable claridad y en pocos minutos, transmitir por las líneas telefónicas facsímiles de fotos e imágenes, tales como las de huellas digitales. Pero eran bastante costosas; su jefe había rechazado la solicitud sin siquiera discutir el asunto con el jefe de la policía.

Más preocupante aún para Kohl era el hecho de que, desde que los nacionalsocialistas detentaban el poder, las huellas digitales tenían menos importancia que el anticuado sistema de antropometría Bertillon, por el cual se identificaba a los criminales por las medidas del cuerpo, la cara y la cabeza. Kohl, como la mayoría de los investigadores modernos, rechazaba el análisis de Bertillon por ser difícil de manejar; en verdad cada persona tenía una estructura física muy diferente de la de cualquier otra, pero se requerían decenas de mediciones exactas para categorizar a alguien. Y a diferencia de las impresiones dactilares, rara vez los delincuentes dejaban en la escena del crimen impresiones físicas suficientes como para poder vincularlo al lugar por medio de los datos de Bertillon.

Pero el interés de los nacionalsocialistas por la antropometría iba más allá de la simple identificación. Era clave para lo que ellos denominaban «ciencia» de la criminobiología: categorizar a la gente como criminal, independientemente de su conducta, sólo por sus características físicas. Cientos de hombres de la Gestapo y la SS dedicaban todo su tiempo a correlacionar el tamaño de la nariz y el tono de la piel, por ejemplo, con la proclividad a cometer un delito. El objetivo de Himmler no era poner a los criminales ante la justicia, sino eliminar el crimen antes de que se produjera.

A los ojos de Kohl, eso era tan estúpido como terrorífico.

Mientras echaba un vistazo a esa enorme sala, llena de hombres y mujeres inclinados sobre los documentos en torno a mesas largas, decidió que de nada serviría la diplomacia que había invocado durante el trayecto. Se requería una táctica diferente: el engaño.

– Muy bien. Dígame en qué fecha podrá iniciar su análisis. Necesito algo que pueda decir a Krauss. Hace horas que me importuna.

Una pausa.

– ¿Pietr Krauss? ¿Nuestro Krauss?

– Krauss, el de la Gestapo, sí. Le diré… ¿Qué debo decirle, Gerhard? ¿Que esto tardará una semana, diez días?

– ¿La Gestapo está involucrada?

– Krauss y yo hemos investigado juntos la escena del crimen. -Eso, al menos, era cierto. Poco más o menos.

– Es posible que este incidente esté relacionado con la situación de seguridad -reflexionó el hombre, ya intranquilo.

– Creo que sí. Estas huellas podrían ser del ruso en cuestión.

El experto no dijo nada, pero observó las fotos. ¿Por qué usaría un traje tan estrecho, si era tan flaco?

– Entregaré estas copias a un experto. Lo llamaré en cuanto tenga algún resultado, Kohl.

– Le agradezco cualquier cosa que usted pueda hacer -dijo el inspector, mientras pensaba: «Ach, un solo examinador. Será casi inútil, a menos que tenga la suerte de hallar una coincidencia».

Después de dar las gracias al técnico subió nuevamente la escalera hasta su piso. Allí entró en el despacho de Friedrich Horcher, su superior, que era el jefe de los inspectores de Berlín-Potsdam.

Ese hombre delgado y canoso, de anticuados mostachos encerados, había sido en sus primeros tiempos un buen investigador, que había capeado bien las marejadas de la reciente política alemana. Con respecto al Partido tenía una posición ambivalente; había sido miembro secreto en los días terribles de la inflación, pero luego renunció debido al extremismo de Hitler. Sólo en tiempos recientes había vuelto a incorporarse, quizá de mala gana, arrastrado inexorablemente por el curso que tomaba la nación. O quizá era un verdadero converso. Kohl no tenía ni idea de cómo eran las cosas.

– ¿Cómo marcha el caso, Willi? El del pasaje Dresden.

– Lento, señor. -Añadió con aire lúgubre-: Al parecer los recursos están ocupados. Nuestros propios recursos.

– Sí, hay algo, una especie de alerta.

– Ya veo.

– ¿Sabe algo de eso? -preguntó Horcher.

– No, nada.

– Aun así estamos bajo presión. Creen que todo el mundo los está mirando y que un cadáver cerca del Tiergarten puede arruinar para siempre la imagen de nuestra ciudad. -En el rango de Horcher la ironía era un lujo peligroso; Kohl no detectó nada de eso en la voz del hombre-. ¿Algún sospechoso?

– Algunos detalles de su aspecto, pequeñas claves. Eso es todo.

El jefe ordenó los papeles que tenía en el escritorio.

– Sería conveniente que el perpetrador fuera…

– ¿… extranjero? -propuso Kohl.

– Exactamente.

– Ya veremos… Me gustaría hacer una cosa, señor. La víctima aún no ha sido identificada. Eso es una desventaja. Me gustaría publicar su foto en El observador del pueblo y en el Journal, para ver si alguien lo reconoce.

Horcher rió.

– ¿La foto de un cadáver en el diario?

– No saber quién es la víctima es una gran desventaja para la investigación.

– Plantearé el asunto a la Oficina de Propaganda. Veremos qué dice el ministro Goebbels. Habrá que pedir su autorización.

– Gracias, señor. -Kohl se volvió para partir, pero se detuvo-. Algo más, inspector jefe. Aún espero ese informe de Gatow. Ya ha pasado una semana. Se me ha ocurrido que tal vez lo recibiera usted.

– ¿Qué pasó en Gatow? Ah, ese tiroteo.

– Dos -corrigió Kohl-. Dos tiroteos.

En el primero dos familias, que almorzaban al aire libre junto al río Havel, al sudoeste de Berlín, habían sido asesinadas a disparos: siete personas, incluidos tres niños. Al día siguiente se había producido una segunda matanza: ocho trabajadores que vivían en caravanas, entre Gatow y Charlottenburg, el exclusivo barrio que se levantaba al oeste de Berlín.

El comandante policial de Gatow, que nunca había manejado un caso así, hizo que uno de sus gendarmes llamara a la Kripo para pedir ayuda. Raul, un oficial joven y con iniciativa, habló con Kohl y le envió al Alex fotos de la escena del crimen. Willi Kohl, pese a haberse curtido en las investigaciones de homicidios, quedó espantado al ver asesinadas a madres con sus hijos. La Kripo tenía jurisdicción sobre todos los delitos de Alemania que no fueran políticos y él quería convertir esos casos en asunto prioritario.

Pero la jurisdicción local y la asignación de recursos eran dos asuntos muy diferentes, sobre todo en estos crímenes, donde las víctimas eran, según le informó Raul, respectivamente judías y polacas.

– Dejaremos que se encargue la gendarmería de Gatow -le había dicho Horcher la semana anterior.

– ¿De homicidios de esta magnitud? -se había extrañado Kohl, a la vez atribulado y escéptico. Los gendarmes suburbanos y rurales investigaban accidentes de tráfico y robos de ganado. Y Wilhelm Meyerhoff, el jefe de la policía de esa comarca, era un funcionario perezoso y tonto, incapaz de encontrar sin ayuda el zwieback de su desayuno.

Por eso Kohl había insistido hasta obtener de Horcher permiso para revisar siquiera el informe sobre la escena del crimen. Llamó a Raul, lo informó sobre técnicas básicas de investigación y le pidió que entrevistara a los testigos. El gendarme había prometido enviarle un mensaje en cuanto su superior lo aprobara. Kohl había recibido sólo las fotografías, sin ningún otro material.

Horcher le dijo:

– No me he enterado de nada, Willi. Pero ¡hombre! ¿Judíos? ¿Polacos? Tenemos otras prioridades.

Kohl respondió, pensativo:

– Por supuesto, señor. Comprendo. Sólo me preocupa que los kosis se nos escapen.

– ¿Los comunistas? ¿Qué tiene que ver esto con ellos?

– La idea no se me ocurrió hasta que vi las fotografías. Pero observé que había algo organizado en esas muertes… y no hubo ningún intento de cubrirlas. A mi modo de ver, los homicidios fueron demasiado obvios. Casi parecían escenificados.

Horcher analizó aquello.

– ¿Cree usted que los kosis querían presentar las cosas como si detrás de los homicidios estuvieran la SS o la Gestapo? Sí, es una idea interesante, Willi. Esos rojos cabrones serían muy capaces de rebajarse a tanto.

Kohl añadió:

– Sobre todo con toda la prensa extranjera en la ciudad, por las Olimpiadas. A los kosis les encantaría mancillar nuestra imagen a los ojos del mundo.

– Miraré ese informe, Willi. Y haré algunas llamadas. Buena idea.

– Gracias, señor.

– Ahora vaya a resolver ese caso del pasaje Dresden. Si nuestro jefe de policía quiere una ciudad libre de máculas, la tendrá.

Kohl regresó a su despacho y se sentó pesadamente en la silla; mientras se masajeaba los pies miró fijamente las fotografías de las dos familias asesinadas. Lo que había dicho a Horcher era una tontería. Fuera lo que fuese lo que había pasado en Gatow no era una conspiración comunista. Pero los nacionalsocialistas tendían a las conspiraciones como los cerdos al lodo. Había que entrar en esos juegos. ¡Ach, qué tristes lecciones había recibido desde enero del año treinta y tres!

Volvió a poner las fotos en la carpeta rotulada Gatow / Charlottenburg y la dejó a un lado. Luego guardó en una caja los sobres con las pistas recogidas esa tarde y escribió en ella: Incidente Pasaje Dresden. Agregó las fotografías de las huellas digitales, de la escena del crimen y la víctima, y puso la caja en un sitio visible de su despacho.

Cuando llamó al médico forense le dijeron que el doctor había salido por un café. Su asistente le dijo que ya había llegado desde el pasaje Dresden el cadáver sin identificar A 25-73-6Q, pero que no sabía cuándo lo examinarían. Esa noche, posiblemente. Kohl hizo un gesto ceñudo. Había albergado la esperanza de que la autopsia estuviera cuanto menos en marcha, si no acabada. Cortó.

Regresó Janssen.

– Los teletipos ya han sido enviados a los distritos, señor. He dicho que era urgente.

– Gracias.

Sonó su teléfono y él atendió. Era nuevamente Horcher.

– Willi, el ministro Goebbels ha dicho que no podemos publicar en el diario la foto del muerto. He intentado convencerlo empleando toda mi persuasión, se lo aseguro. Creía poder lograrlo, pero al fin no he tenido éxito.

– Vaya, gracias, inspector jefe. -Cortó, pensando cínicamente: «Toda su persuasión, sí, claro». Hasta dudaba de que hubiera hecho esa llamada.

Kohl repitió al aspirante a inspector lo que había dicho el jefe.

– Ach, y pasarán días, semanas quizá, hasta que algún experto en huellas digitales pueda siquiera reducir posibilidades sobre las huellas que hemos encontrado. Janssen, coja esa fotografía de la víctima… No, no, la otra, ésa en que no parece tan muerto. Llévela al departamento de impresión. Que impriman quinientas copias. Dígales que tenemos muchísima prisa. Que es un caso conjunto de la Kripo y la Gestapo. Al menos sacaremos provecho del inspector Krauss, ya que nos ha hecho llegar tarde al Jardín Estival. Cosa que aún me tiene perturbado, debo reconocerlo.

– Sí, señor.

Diez minutos después, cuando su ayudante acababa de regresar, zumbó el teléfono una vez más. Kohl levantó el auricular.

– Sí, aquí Kohl.

– Soy Georg Jaeger. ¿Cómo estás?

– ¡Georg! Estoy bien. Trabajando en sábado, aunque esperaba ir con mi familia al Lustgarten. Pero así son las cosas. ¿Y tú?

– También trabajando. Siempre trabajando.

Algunos años antes Jaeger había sido el protegido de Kohl. Era un detective de mucha valía; al llegar el Partido al poder lo habían invitado a incorporarse a la Gestapo. Él se negó; al parecer, su rotundo rechazo había ofendido a algunos funcionarios: lo mandaron nuevamente a la uniformada Policía del Orden; para un detective de la Kripo era bajar un peldaño. Sin embargo, Jaeger destacó también en ese nuevo trabajo y pronto ascendió hasta la jefatura del distrito Orpo, la zona norte del Berlín central; lo irónico era que se lo veía mucho más feliz en ese territorio olvidado que en el Alex, plagado de intrigas.

– Te llamo con la esperanza de brindarte una ayuda, profesor.

Kohl rió, recordando que así lo llamaba Jaeger en los tiempos en que trabajaban juntos.

– ¿De qué se trata?

– Acabamos de recibir un telegrama sobre el sospechoso de un caso en el que estás trabajando.

– Sí, sí, Georg. ¿Has hallado ya alguna armería que haya vendido un Star Modelo A?

– No, pero me he enterado de que unos SA se han quejado de que un hombre los atacó en una librería de la calle Rosenthaler, no hace mucho. Responde a la descripción de tu mensaje.

– Ach, Georg, esto sí que es una ayuda. ¿Puedes pedirles que se reúnan conmigo en el sitio del ataque?

– No querrán colaborar, los muy estúpidos, pero si están en mi distrito los mantengo a raya. Me encargaré de que vayan. ¿Cuándo?

– Ahora. Inmediatamente.

– A tus órdenes, profesor. -Jaeger le dio la dirección de la calle Rosenthaler. Luego preguntó-: Oye, ¿cómo marchan las cosas en el Alex?

– Sería mejor reservar esa conversación para otra oportunidad, bebiendo schnapps y cerveza.

– Sí, por supuesto -aceptó el comandante de la Orpo, intuyendo sin duda que Kohl no quería discutir ciertos asuntos por teléfono.

Y así era, en verdad. Sin embargo, los motivos que tenía el inspector para poner fin a la llamada no se relacionaban tanto con intrigas como con su urgente necesidad de hallar al hombre que usaba el sombrero de Göring.


– Ach -murmuró el Camisa Parda, sarcástico-, ¿un detective de la Kripo viene a ayudarnos? ¡Mirad, camaradas! ¡Esto sí que es raro!

El hombre medía más de dos metros y, como tantos de ese cuerpo, era bastante fornido: tanto por haber sido jornalero antes de incorporarse a la SA como por la incesante y estúpida práctica de desfilar que ahora hacía. Estaba sentado en el bordillo de la acera, con el sombrero pardo en forma de lata colgándole de los dedos.

Otro Camisa Parda, más bajo pero igualmente fornido, esperaba apoyado contra la fachada de una pequeña tienda de comestibles. El letrero del escaparate anunciaba: «Hoy no hay mantequilla ni carne». Al lado había una librería con el escaparate destrozado. La acera estaba sembrada de cristales y libros rotos. El segundo hombre, con una mueca de dolor, se apretó la muñeca vendada. Un tercero permanecía sentado aparte, mohíno, con manchas de sangre seca en la pechera de la camisa.

– ¿Qué le ha hecho salir de su despacho, inspector? -continuó el primero de los Camisas Pardas-. No ha de ser por nosotros, sin duda. Los comunistas podrían habernos acribillado como a Horst Wessel y usted no se habría separado de su café con pastas, allá en la Alexanderplatz.

Janssen se puso rígido ante lo ofensivo de esas palabras, pero Kohl lo contuvo con una mirada y observó a aquellos hombres con expresión solidaria. Su rango le habría permitido insultar a esos Camisas Pardas en sus barbas sin sufrir consecuencias, pero necesitaba de su colaboración.

– Vaya, señores míos, no hay motivos para que se quejen así. La Kripo se preocupa por ustedes tanto como por cualquiera. Cuéntenme lo de la emboscada, por favor.

– Sí, tiene razón, inspector -dijo el hombre corpulento, saludando con un gesto la palabra que Kohl había escogido tan cuidadosamente-. Ha sido una cobarde encerrona, sí. Ese miserable nos ha atacado desde atrás mientras aplicábamos la ley contra libros indecorosos.

– ¿Su nombre…?

– Hugo Felstedt. Soy comandante del Castillo de Berlín.

Kohl sabía que se trataba del almacén de una cervecería abandonada, que veinte o veinticinco Camisas Pardas habían ocupado. Lo de «castillo» se podía interpretar como «tugurio».

– Y allí ¿quién había? -preguntó, señalando la librería con la cabeza.

– Una pareja. Parecían marido y mujer.

Kohl miró en derredor, esforzándose por conservar la expresión de interés.

– ¿Ellos también han escapado?

– En efecto.

Por fin habló el tercero de los Camisas Pardas, a través de un hueco en la dentadura.

– Estaba todo planeado, por supuesto. Esos dos nos distrajeron y el tercero nos atacó por la espalda. Con una cachiporra.

– Comprendo. ¿Y usaba un sombrero Stetson? ¿Cómo los del ministro Göring? ¿Y corbata verde?

– Sí -confirmó el más alto-. Una corbata chillona, judía.

– ¿Le han visto la cara?

– Tenía una nariz enorme y mandíbulas carnosas.

– Cejas pobladas. Y labios gruesos.

– Era bastante gordo -contribuyó Felstedt-. Como el que ponían en el Stormer de la semana pasada. ¿Lo vio usted? Era igual al hombre de la portada.

Se trataba de una revista que publicaba Julius Streicher, pornográfica y antisemita, con artículos inventados sobre crímenes cometidos por judíos y tonterías sobre su inferioridad racial. Las portadas presentaban grotescas caricaturas de judíos. A la mayoría de los nacionalsocialistas les resultaba bochornosa, pero se la publicaba porque Hitler disfrutaba con ese tabloide.

– Por desgracia, me la perdí -respondió Kohl, seco-. ¿Y hablaba alemán?

– Sí.

– ¿Con acento?

– Acento judío.

– Sí, sí, pero algún otro acento. ¿De Bavaria, de Westfalia, de Sajonia?

– Puede ser. -El alto asintió con la cabeza-. Sí, creo que sí. Verá usted, no habría podido hacernos daño si nos hubiera atacado de frente, como un hombre, no cobardem…

Kohl lo interrumpió:

– ¿Es posible que su acento fuera extranjero?

Los tres se miraron mutuamente.

– No podemos saberlo. Nunca hemos salido de Berlín.

– Tal vez de Palestina -insinuó uno-. Eso podría ser.

– Pues bien, los ha atacado por la espalda y con una cachiporra.

– Y también con esto. -El tercero mostraba un par de manillas de bronce.

– ¿Ésas son de él?

– No, son mías. Él se ha llevado las suyas.

– Ya veo, ya veo. Los ha atacado desde atrás. Pero a usted le sangra la nariz.

– Es que el golpe me ha hecho caer de bruces.

– ¿Y dónde ha sucedido eso exactamente?

– Por allí. -El hombre señaló un pequeño jardín que asomaba a la acera-. Uno de nuestros camaradas fue en busca de ayuda. A su regreso el judío huyó cobardemente, como un conejo.

– ¿Hacia dónde?

– Hacia allí. Varios callejones más al este. Se lo enseñaré.

– Un momento -dijo el inspector-. ¿Tenía un portafolio?

– Sí.

– ¿Y lo ha llevado consigo?

– En efecto. Allí escondía las cachiporras.

Kohl señaló el jardín con la cabeza. Janssen lo acompañó hasta allí.

– Eso no tenía sentido -susurró el asistente-. Atacados por un judío enorme con cachiporras y manillas de bronce. Sin duda lo acompañaban cincuenta hombres del Pueblo Elegido.

– En mi opinión, Janssen, el relato de un testigo o un sospechoso es como el humo: a menudo las palabras no tienen sentido por sí solas, pero pueden guiarte hasta el fuego.

Recorrieron el jardín, revisando minuciosamente el suelo.

– Aquí, señor -anunció Janssen, entusiasmado. Había hallado una pequeña guía turística de la Villa Olímpica, escrita en inglés.

Kohl se sintió alentado. Era raro que hubiera un turista extranjero en ese vecindario y, por coincidencia, perdiera el folleto justo en el escenario de la pelea. Las páginas estaban secas y limpias, lo cual revelaba que llevaba poco tiempo en el césped. La recogió con un pañuelo (a veces era posible recoger huellas dactilares del papel) y la abrió con cuidado. Las páginas no contenían ninguna anotación que pudiera servir de pista para descubrir la identidad de su dueño. Después de envolverlo se lo guardó en el bolsillo.

– Acérquense, por favor -pidió a los Camisas Pardas. Los tres hombres entraron en el jardín.

– Fórmense aquí, en hilera. -El inspector señaló un sector de tierra descubierta.

Ellos se alinearon con precisión, tarea para la que las Tropas de Asalto estaban muy bien preparadas. Kohl examinó sus botas y comparó el tamaño y la forma con las pisadas del suelo. Así supo que el atacante tenía los pies más grandes y que sus tacones estaban muy gastados.

– Bien. -Luego se dirigió a Felstedt-. Muéstrenos hasta dónde lo han perseguido. Los otros ya pueden retirarse.

El hombre de la cara ensangrentada alzó la voz:

– Cuando lo encuentre, inspector, avísenos. En nuestros cuarteles tenemos una celda. Allí ajustaremos cuentas con él.

– Sí, sí, quizá podamos hacer algo así. Y les daré tiempo de sobra, para que no tengan que enfrentarse a él los tres solos.

El Camisa Parda vaciló, preguntándose si aquello era un insulto. Echó un vistazo a las manchas carmesíes de su camisa.

– Mire esto. Ach, cuando lo cojamos no le quedará una gota de sangre. Vamos, camarada.

Los dos se alejaron calle abajo.

– Por aquí. Ha huido por aquí. -Felstedt condujo al inspector y a Janssen hasta la transitada calle Gormann-. Estábamos seguros de que había entrado por uno de esos dos callejones anteriores. Los teníamos cubiertos por los otros extremos. Pero desapareció.

Kohl inspeccionó el lugar. De la calle partían varias callejuelas; una de ellas no tenía salida; las otras desembocaban en diferentes calles.

– Muy bien, señor, ahora nos haremos cargo de todo.

En ausencia de sus camaradas Felstedt se mostró más sincero.

– El hombre es peligroso, inspector -dijo en voz baja.

– ¿Está usted seguro de que su descripción es exacta?

Una vacilación. Luego:

– Judío. Obviamente era judío, sí. Pelo rizado como de etíope, nariz de judío, ojos de judío. -El hombre cepilló con la mano la mancha de su camisa y se alejó con aire arrogante.

– Cretino -murmuró Janssen.

Y echó una mirada cauta a su jefe, quien añadió:

– Es poco decir. -El inspector recorría los callejones con la vista-. Sin embargo, pese a esa ceguera suya, creo que el «comandante» Felstedt nos ha dicho la verdad. Nuestro sospechoso estaba acorralado, sí, pero logró escapar… y de muchos hombres de la SA. Buscaremos en los cubos de basura de los callejones, Janssen.

– Sí, señor. ¿Cree usted que se ha deshecho de alguna prenda o del portafolio para poder escapar?

– Es lógico.

Inspeccionaron cada una de esas callejuelas, mirando dentro de los cubos; sólo había cartones viejos, papeles, latas, botellas y comida en putrefacción. Kohl se detuvo por un momento a mirar en derredor, con los brazos en jarras. Luego preguntó:

– ¿Quién le lava las camisas, Janssen?

– ¿Las camisas?

– Las tiene siempre impecablemente lavadas y planchadas.

– Mi esposa, por supuesto.

– En ese caso transmítale mis excusas cuando deba limpiar y remendar la que usted tiene puesta ahora.

– ¿Por qué tendrá que remendarla?

– Porque usted va a tenderse boca abajo y meterá el brazo por esa alcantarilla.

– Pero…

– Sí, sí, ya sé. Es que yo lo he hecho muchas veces. Y la edad trae sus privilegios, Janssen. Hala, quítese la americana. Es de seda muy buena. No hay necesidad de arruinarla también.

El joven entregó a Kohl su chaqueta verde oscuro. Era muy bonita, sí. La familia de Janssen era adinerada y él contaba con algún dinero, aparte de su sueldo de aspirante a inspector; era una suerte, puesto que los detectives de la Kripo recibían una retribución miserable. Se arrodilló en los adoquines y, apoyado en una mano, introdujo la otra en la sombría abertura.

En realidad la camisa no se ensució tanto, pues apenas un momento después el joven exclamó:

– ¡Aquí hay algo, señor! -Se incorporó para exhibir un objeto pardo, abollado. El sombrero de Göring. Y, por añadidura, dentro estaba la corbata: el verde era chillón, desde luego.

Janssen explicó que habían quedado en un saliente, apenas a medio metro de la rejilla. Continuó rebuscando, pero no había nada más.

– Ya tenemos algunas respuestas, Janssen -dijo su jefe, mientras examinaba el interior del sombrero. El rótulo del fabricante decía: «Stetson MityLite». Otro había sido agregado por la tienda: «Manny’s Men’s Wear, New York City».

– Más para añadir a nuestro retrato del sospechoso. -Kohl sacó el monóculo del bolsillo de su chaleco y, después de sujetarlo contra el ojo, examinó algunos cabellos atrapados en la banda-. Tiene pelo castaño oscuro, algo rojizo, medianamente largo. No es negro ni rizado, en absoluto: lacio. Y no hay manchas de crema ni de aceite para el pelo.

Después de entregar la corbata y el sombrero a su ayudante, lamió la punta del lápiz para apuntar esas nuevas observaciones. Luego cerró la libreta.

– ¿Y ahora, señor? ¿Regresamos al Alex?

– ¿Y qué podríamos hacer allí? ¿Tomar café con pastas, como dicen nuestros camaradas de la SA que hacemos todo el día? ¿Ver cómo la Gestapo se lleva nuestros recursos para detener a todos los rusos de la ciudad? No, creo que daremos un paseo en coche. Esperemos que el DKW no se vuelva a recalentar. La última vez que llevé a Heidi y a los niños al campo tuvimos que pasar dos horas sentados a las afueras de Falkenhagen, sin otra cosa que hacer que contemplar las vacas.

11

El taxi que había cogido en la Villa Olímpica lo dejó en la plaza Lützow, un sitio muy transitado cerca de un canal pardo y estancado, al sur del Tiergarten.

Al apearse Paul olió a agua fétida y se detuvo durante un momento a orientarse, mientras miraba lentamente a su alrededor. No vio ojos insistentes que lo espiaran sobre algún periódico ni hombres furtivos de uniforme o traje pardo. Echó a andar con rumbo este. Aquél era un vecindario residencial tranquilo, con algunas casas encantadoras y otras más modestas. Como recordaba perfectamente las indicaciones de Morgan, siguió durante un rato el canal; luego lo cruzó para descender por la calle Príncipe Heinrich. Pronto llegó a una calle tranquila, el pasaje Magdeburger, bordeado de edificios residenciales de cuatro y cinco pisos; se parecía a los barrios más pintorescos del West Side de Manhattan. En casi todas las casas ondeaba una bandera, generalmente la roja, blanca y negra del nacionalsocialismo; varias tenían estandartes con los aros entrelazados de los Juegos Olímpicos. La casa que buscaba, el número 26, tenía uno de esos. Tocó el timbre. Un momento después se oyeron pisadas. La cortina de una ventana lateral se movió como por efecto de una brisa repentina. Luego, una pausa. Tras un chasquido metálico, la puerta se abrió.

Paul saludó con una inclinación de cabeza a la mujer, que lo miraba con cautela.

– Buenas tardes -dijo él en alemán.

– ¿Usted es Paul Schumann?

– Sí, señora.

Ella parecía rondar los cuarenta años. Tenía una figura esbelta y llevaba un vestido floreado que Marion habría calificado de «muy poco elegante»: el bajo le llegaba por debajo de la rodilla, a la moda de dos o tres años atrás. Su pelo era rubio oscuro; lo llevaba corto y ondulado; como la mayoría de las mujeres que él había visto en Berlín, no usaba maquillaje. Tenía la piel opaca y los ojos castaños parecían cansados, pero eran detalles superficiales que habrían desaparecido bien pronto con unas cuantas comidas abundantes y un par de noches de sueño ininterrumpido. Lo curioso era que, justamente por esos pequeños defectos, la mujer que se escondía tras ellos le resultó más atractiva. No era como Marion o sus amigas, que a veces se emperifollaban al punto de que uno ya no sabía cómo eran.

– Soy Käthe Richter. Bienvenido a Berlín. -La mujer le tendió una mano enrojecida y huesuda, que estrechaba con firmeza-. No sabía cuándo debía esperarlo. El señor Morgan dijo que vendría en algún momento de este fin de semana. De todas maneras sus habitaciones ya están listas. Pase, por favor.

Él entró en el vestíbulo, que olía a naftalina y canela, con un ligero aroma de lilas; tal vez era su perfume. Después de cerrar con llave ella volvió a examinar la calle por un momento, a través de la ventana lateral. Luego se hizo cargo de la maleta y el portafolio de piel.

– No, deje usted…

– Los llevaré yo -insistió ella con firmeza-. Por aquí.

Lo condujo hasta una puerta que se abría en la mitad de un corredor oscuro, donde aún se conservaban las lámparas de gas originales junto a las eléctricas, más recientes. En las paredes se veían unas cuantas pinturas al óleo, descoloridas escenas pastorales. Käthe abrió la puerta e hizo un gesto para invitarlo a entrar. El apartamento, amplio y limpio, tenía pocos muebles. La puerta daba a la sala; atrás había un dormitorio; a la izquierda y a lo largo de la pared, una cocina pequeña, separada del resto de la sala por un manchado biombo japonés. Las mesas estaban cubiertas con estatuillas de animales, muñecas, cajas de esmalte desportillado y abanicos baratos. Había dos lámparas eléctricas poco firmes. En el rincón, un gramófono, con una gran radio al lado, que ella encendió.

– La sala de fumar está en la parte delantera. Supongo que usted está habituado a que sean sólo para hombres, pero ésta es para todos; es algo en lo que me empeño.

Él no estaba habituado a salas de fumar de ningún tipo, pero asintió con la cabeza.

– Ya me dirá usted si le gustan las habitaciones. Si no, tengo otras.

Después de echar una mirada rápida al lugar, Paul dijo:

– Me va bien, sí.

– ¿No quiere ver el resto? ¿Examinar los armarios, la vista desde las ventanas, hacer correr el agua?

Él había notado que estaban en la planta baja y que las ventanas no tenían rejas; podía salir de prisa por las del dormitorio o la sala; también por la puerta que daba al pasillo y conducía a otros apartamentos, otras vías de escape.

– Siempre que el agua no provenga de ese canal por el que he pasado, no dudo que estará bien -respondió a la mujer-. En cuanto al panorama, tengo demasiado trabajo como para poder disfrutarlo.

Una vez que se calentaron las lámparas de la radio, la voz de un hombre llenó la habitación. ¡Vaya, aún seguía la lección de higiene! Más cháchara sobre pantanos a secar y rociar para eliminar los mosquitos. Al menos las charlas junto al fuego de Roosevelt eran breves y dulces. Paul se acercó al receptor e hizo girar el dial en busca de música. No la había. Apagó.

– No la ofendo, ¿verdad?

– Está usted en su habitación. Puede hacer lo que guste. -Ella echó un vistazo inseguro a la radio silenciosa. Luego comentó-: El señor Morgan dijo que usted es norteamericano, pero habla alemán muy bien.

– Gracias a mis padres y abuelos. -Él cogió la maleta. Luego entró en el dormitorio y la puso en la cama. Al ver que se hundía en el colchón se preguntó si estaría relleno de plumas. Su abuela contaba que en Nuremberg, antes de emigrar a Nueva York, ella tenía un lecho de plumas; de niño a Paul le fascinaba la idea de dormir entre plumas de ave.

Cuando regresó a la sala Käthe dijo:

– De siete a ocho de la mañana sirvo un desayuno ligero al otro lado del vestíbulo. Por favor, hágame saber la noche anterior a qué hora quiere que se lo sirva. Y por la tarde hay café, desde luego. En el dormitorio encontrará una jofaina. El cuarto de baño está algo más allá por el pasillo. Es compartido, pero por ahora usted es nuestro único huésped. Cuando se acerquen las Olimpiadas habrá muchos más. Hoy usted es el rey del número veintiséis. El castillo es todo suyo. -Se dirigió hacia la puerta-. Ahora prepararé el café de la tarde.

– No es necesario. En realidad…

– Sí, claro que sí. Está incluido en el precio.

Cuando ella salió al pasillo Paul volvió al dormitorio; diez o doce escarabajos negros merodeaban por el suelo. Abrió el portafolio para poner en la estantería el ejemplar de Mein Kampf que contenía los rublos y el pasaporte falso. Luego se quitó el jersey y, tras arremangarse la camisa de tenis, se lavó las manos y usó la raída toalla para secarse.

Un momento después Käthe regresó con una bandeja en la que llevaba una cafetera de plata abollada, una taza y un plato pequeño cubierto con un tapete de encaje. La puso en la mesa, frente a un sofá muy gastado.

– Siéntese, por favor.

Él obedeció. Mientras se abotonaba los puños preguntó:

– ¿Reggie Morgan y usted son amigos?

– No; él respondió a un anuncio donde se ofrecían habitaciones y me pagó por adelantado.

Era la respuesta que Paul esperaba. Fue un alivio saber que no era la mujer quien se había puesto en contacto con Morgan; eso la habría hecho sospechosa. Por el rabillo del ojo vio que ella le miraba la mejilla.

– ¿Está herido?

– Soy alto. Siempre me golpeo la cabeza. -Paul se tocó levemente la cara, como golpeándose, para ilustrar sus palabras. Como la pantomima lo hizo sentir estúpido, bajó la mano.

Ella se levantó.

– Espere, por favor. -Pocos minutos después regresó con una tirita y se la ofreció.

– Gracias.

– Pero no tengo yodo. Ya he buscado.

Schumann pasó al dormitorio; de pie frente al espejo, detrás del lavabo, se aplicó la tirita a la cara.

– Aquí no correrá peligro -aseguró ella-. Los techos no son bajos.

– ¿Este edificio es suyo? -preguntó Paul al regresar.

– No. Es de un hombre que actualmente está en Holanda. Yo se lo administro a cambio de techo y comida.

– ¿Él está relacionado con las Olimpíadas?

– ¿Con las Olimpiadas? No, ¿por qué?

– Es que en la calle casi todo el mundo tiene la bandera nazi… nacionalsocialista, quiero decir. Pero la de aquí es la olímpica.

– Sí, sí. -Ella sonrió-. Nos dejamos entusiasmar por los Juegos, ¿no?

Hablaba el alemán con una gramática impecable y se expresaba con mucha claridad; era obvio que en otros tiempos había ejercido un oficio diferente, mucho mejor, aunque las manos arruinadas, las uñas rotas y esos ojos tan cansados hablaban de dificultades recientes. Pero también se percibía en ella una energía interior, la decisión de llevar la vida adelante hacia tiempos mejores. Paul decidió que a eso se debía, en parte, la atracción que experimentaba.

Ella le sirvió café.

– En estos momentos no hay azúcar. En las tiendas se ha acabado.

– Lo tomo sin azúcar.

– Pero tengo strudel. Lo hice antes de que escasearan las provisiones. -Ella descubrió el plato, en el que había cuatro pequeños trozos de pastel-. ¿Sabe qué es el strudel?

– Mi madre lo hacía todos los sábados. Mis hermanos la ayudaban. Estiraban la masa hasta dejarla tan fina que se podía leer a través de ella

– Sí, sí -confirmó ella, entusiasta-; así lo hago yo también. Y usted, ¿no ayudaba a estirar la masa?

– No, nunca. No tengo mucho talento para la cocina. -Paul cogió un trozo-. Pero lo comía en cantidades, sí… Éste es muy bueno. -Señaló la cafetera con la cabeza-. ¿Quiere café? Le serviré un poco.

– ¿Yo? -Käthe parpadeó-. Oh, no.

Él bebió un sorbo del brebaje, que era bastante flojo. Estaba hecho con granos ya usados.

– Hablaremos su idioma -anunció ella. Y se lanzó en inglés-. Nunca he estado en su país, pero me gustaría mucho ir allá.

Él apenas detectó un leve acento en el sonido inglés más difícil para los alemanes.

– Habla buen inglés -dijo Paul.

– Ha querido decir «bien» -espetó ella con una sonrisa, creyendo haberlo pillado en un error.

– No -explicó Paul-. Usted habla buen inglés. Usted habla inglés bien. «Bueno» es adjetivo. «Bien» es adverbio.

Ella frunció el entrecejo.

– Déjeme pensar… Sí, sí, tiene razón. Qué vergüenza… El señor Morgan dijo que usted es escritor. Y ha ido a la universidad, claro está.

Dos años de estudios superiores en una pequeña universidad de Brooklyn, que había abandonado al enrolarse para combatir en Francia. Nunca había llegado a completar la carrera. Fue al regresar cuando se le complicó la vida y los estudios quedaron a un lado. En realidad, trabajando en la imprenta para su padre y su abuelo había aprendido más de palabras y libros de lo que creía haber podido aprender en la universidad. Pero no dijo nada de eso.

– Yo soy maestra. Es decir, lo fui. Enseñaba literatura a adolescentes. Y también la diferencia entre «ser» y «estar», «deber» y «deber de»… y también entre «bueno» y «bien». Por eso me siento avergonzada.

– ¿Literatura inglesa?

– No, alemana. Pero me encantan muchos libros ingleses.

Por un momento se hizo el silencio. Paul sacó el pasaporte del bolsillo y se lo entregó. Ella, frunciendo las cejas, le dio vueltas en la mano.

– En verdad soy quien digo ser.

– No comprendo.

– El idioma… Usted me pidió que habláramos en inglés para ver si soy realmente norteamericano, no un informante nacionalsocialista. ¿Me equivoco?

– Pues… -Los ojos pardos bajaron deprisa al suelo. Estaba abochornada.

– No me molesta. Mírelo. La foto.

Ella iba a devolvérselo, pero se detuvo. Luego lo abrió para comparar la foto con su cara. Paul aceptó de nuevo el documento.

– Sí, tiene razón. Espero que me perdone, señor Schumann.

– Paul.

Una sonrisa.

– Ha de ser muy buen periodista para ser tan… ¿«perceptivo», se dice?

– Sí, así se dice.

– Supongo que el Partido no es tan diligente ni tiene tantos fondos como para contratar a un norteamericano para que espíe a gente sin importancia como yo. Por lo tanto, puedo decirle que he caído en desgracia. -Un suspiro-. Culpa mía. No reflexioné. En una clase sobre Goethe, el poeta, dije simplemente que lo respetaba por la valentía de prohibir a su hijo que combatiera en la guerra. En la Alemania actual el pacifismo es delito. Por decir eso me expulsaron y me confiscaron todos los libros. -Hizo un gesto con la mano-. Me estoy quejando. Perdone. ¿Lo ha leído? ¿A Goethe?

– Creo que no.

– Le gustaría. Es brillante. Hila colores con las palabras. De todos los libros que me quitaron, los que más echo de menos son los suyos. -Käthe echó una mirada hambrienta al plato de strudel. No lo había probado. Paul se lo acercó-. No, no, gracias.

– Si no come un trozo pensaré que usted es la agente nacionalsocialista y que trata de envenenarme.

Ella miró el postre y cogió un trozo, que comió de prisa. Cuando Paul bajó la vista para coger su taza de café, vio por el rabillo del ojo que tocaba con la punta de un dedo las migajas caídas en la mesa para llevárselas a la boca, alerta por si él estuviera observando.

Cuando Paul volvió a levantar la cabeza, ella dijo:

– Mire que hemos sido descuidados, usted y yo, como suele suceder en el primer encuentro. Debemos tener más cautela. Ahora que recuerdo… -señaló el teléfono-, manténgalo siempre desconectado. Tenga en cuenta que hay aparatos para escuchar. Y cuando haga una llamada, dé por seguro que está compartiendo su conversación con un lacayo nacionalsocialista. Esto vale sobre todo para cualquier llamada de larga distancia que haga desde la oficina de correos; en cambio dicen que las cabinas telefónicas de la calle ofrecen una relativa privacidad.

– Gracias -dijo Paul-. Pero si alguien escuchara mis conversaciones se aburriría bastante: qué población tiene Berlín, cuántos bistecs comen los atletas, cuánto tiempo se requirió para construir el estadio… Cosas así.

– Ach -murmuró Käthe, mientras se levantaba para retirarse-, lo que hemos dicho usted y yo esta tarde sería aburrido para muchos, pero haría que mereciéramos una visita de la Gestapo. O algo peor.

12

El maltrecho Auto Union DKW de Kohl logró cubrir los veinte kilómetros hacia el oeste de la ciudad, hasta la Villa Olímpica, sin recalentarse, pese al implacable sol que obligó a los dos detectives a quitarse la americana, contra sus tendencias naturales y las reglas de la Kripo.

La ruta los llevó a través de Charlottenburg; si hubieran continuado hacia el suroeste los habría llevado hacia Gatow; eran las dos ciudades cerca de las cuales habían muerto los trabajadores polacos y las familias judías. Las terribles fotos de esos asesinatos continuaban revolviéndose en la memoria de Kohl como pescado podrido en las tripas.

Llegaron a la entrada principal de la Villa, que bullía de actividad. Allí había coches privados, taxis y autobuses, de los que bajaban atletas y gente del personal; de varios camiones se descargaban cajas, equipaje y equipos. Después de ponerse nuevamente las americanas, los detectives caminaron hasta el portón; una vez que hubieron mostrado sus credenciales a los guardias, que eran del ejército regular, se les permitió entrar a los jardines, amplios y bien cuidados. En derredor, por las amplias aceras, pasaban hombres llevando carretillas con maletas y baúles. Otros, de pantalones cortos y camisas sin mangas, corrían o se entrenaban.

– Mire -dijo Janssen, lleno de entusiasmo, señalando con la cabeza a un grupo de japoneses o chinos. A Kohl le sorprendió verlos con camisa blanca y pantalones de franela en vez de… Bueno, lo que fuera; taparrabos, quizá, o túnicas de seda bordada. A poca distancia varios deportistas morenos de Oriente Medio caminaban juntos; dos de ellos reían por lo que había dicho un tercero. Willi Kohl miraba todo aquello como un colegial. Cuando comenzaran los Juegos, la semana siguiente, disfrutaría viéndolos, desde luego, pero también ansiaba ver gente de casi todos los países de la tierra; las únicas naciones importantes que no estaban representadas eran España y Rusia.

Los policías localizaron los alojamientos de los norteamericanos. En el edificio principal había una zona de recepción. Se aproximaron al oficial de enlace del Ejército alemán.

– Teniente -dijo Kohl, guiándose por el rango que revelaba el uniforme.

El hombre se levantó de inmediato; su atención fue aún mayor cuando Kohl se identificó junto con su asistente.

Heil Hitler. ¿Ha venido por trabajo, señor?

– En efecto. -El inspector describió al sospechoso y preguntó al oficial si había visto a algún hombre así.

– No, señor, pero sólo en la residencia para norteamericanos hay varios cientos de personas. Como usted ve, el edificio es bastante grande.

Kohl asintió.

– Necesito hablar con alguien que esté con el equipo americano. Algún funcionario.

– Sí, señor. Me ocuparé de eso.

Cinco minutos después regresó con un hombre larguirucho, de unos cuarenta años, que se identificó en inglés como jefe de entrenadores. Vestía pantalones blancos, holgados, y un chaleco blanco de punto sobre la camisa, blanca también. Kohl cayó en la cuenta de que en la zona de recepción, casi desierta un rato antes, habían entrado diez o doce personas, atletas o no, fingiendo tener algo que hacer allí. Tal como él recordaba de sus tiempos de militar, nada se divulga más deprisa que una noticia entre compañeros de alojamiento.

El oficial alemán estaba dispuesto a servir de intérprete, pero Kohl prefirió hablar directamente con quienes debía entrevistar.

– Señor dijo en inglés vacilante-, estoy siendo policía inspector de la Policía Criminal. -Mostró su credencial.

– ¿Hay algún problema?

– Todavía no estamos seguros. Pero… hum… tratamos de encontrar a un hombre con quien nos gustaría hablar. Tal vez usted lo está conociendo.

– Se trata de un asunto bastante grave -colaboró Janssen, con pronunciación perfecta. Kohl ignoraba que hablara tan bien el inglés.

– Sí, sí -continuó el inspector-. Al parecer tenía este libro que perdió. -Desplegó el pañuelo para mostrar la guía de turismo-. Es dada a personas de los Juegos Olímpicos, ¿no?

– En efecto. Pero no sólo a los atletas: a todos. Nos han repartido un millar, poco más o menos. Y hay varios países más que ofrecen también la versión inglesa, como usted sabe.

– Sí, pero hemos localizado también este sombrero y fue comprado en Nueva York. Así, muy probable, es americano.

– ¿De veras?-inquirió el entrenador, cauteloso-. ¿Su sombrero?

Kohl continuó:

– Está siendo un hombre grande, nos parece, con pelo rojo, negro pardo.

– ¿Negro pardo?

Frustrado por su propia falta de vocabulario extranjero, Kohl dirigió una mirada a Janssen, quien explicó:

– Su pelo es castaño oscuro, lacio, con un tinte rojizo.

– Usa un traje gris claro y este sombrero y corbata. -Kohl hizo una señal a su ayudante, que sacó las pruebas de su portafolio. El entrenador los miró sin comprometerse y se encogió de hombros.

– Tal vez si me dijeran de qué se trata…

Kohl reflexionó otra vez en lo diferente que era la vida en Estados Unidos: ningún alemán se habría atrevido a preguntar a un policía para qué quería saber algo.

– Es un asunto de seguridad de Estado.

– Seguridad de Estado. Ajá. Bien, me gustaría colaborar, claro que sí. Pero si no pueden darme más datos…

El inspector miró alrededor.

– Tal vez alguna persona aquí pueda estar conociendo a este hombre.

El entrenador alzó la voz.

– Oíd, muchachos, ¿alguno de vosotros sabe a quién pertenecen estas cosas?

Hubo meneos de cabeza y murmullos negativos.

– Tal vez entonces yo tengo la esperanza de que usted tiene un… sí, sí, una lista de personas que vinieron con usted aquí. Y direcciones. Para ver quién viviría en Nueva York.

– La tenemos, pero sólo de los miembros del equipo y sus entrenadores. No sugerirá usted que…

– No, no. -Kohl no creía que el asesino estuviera en el equipo. Los atletas eran demasiado visibles; era improbable que alguno de ellos se hubiera escabullido sin ser visto el primer día para ir a Berlín, asesinar a un hombre, visitar diversos lugares de la ciudad como si cumpliera una misión y luego regresar sin despertar sospechas-. Estoy dudando que este hombre sea un atleta.

– Pues en ese caso temo que no puedo serle de mucha ayuda. -El entrenador se cruzó de brazos-. Escuche, oficial: supongo que el Departamento de Inmigración ha de tener información sobre las direcciones de los visitantes. ¿Verdad que llevan un registro de todas las llegadas y salidas del país? Se dice que los alemanes son expertos en eso.

– Sí, sí, lo he pensaba. Pero desgraciadamente la información no presenta la dirección de una persona en su patria. Sólo su nacionalidad.

– Vaya, qué lástima.

Kohl insistió.

– Lo que también estoy esperando: ¿tal vez un manifiesto del barco, la lista de pasajeros del Manhattan? A menudo está dando direcciones.

– Pues sí, eso lo tenemos, sin duda. Pero comprenderá usted que a bordo veníamos cerca de mil personas.

– Por favor, comprendo. Pero aun estaría muy esperanzado de verla.

– Sin duda. Sólo que… Vea, oficial, me sabe mal ponerle dificultades, pero creo que la residencia… creo que tenemos privilegios diplomáticos, ¿sabe? Soberanía territorial. Me parece que necesitará una orden.

Kohl recordaba los tiempos en que se requería la aprobación de un juez para inspeccionar la casa de un sospechoso o exigir la entrega de pruebas. La Constitución de Weimar, que después de la guerra había creado la República de Alemania, tenía muchas garantías de esa clase, en su mayoría copiadas de la norteamericana. (Sin embargo contenía un solo punto débil, bastante significativo, que Hitler aprovechó inmediatamente: el privilegio presidencial de suspender indefinidamente todos los derechos civiles.)

– Oh, sólo estoy mirando unos pocos asuntos aquí. No estoy teniendo orden.

– En verdad me sentiría más tranquilo si trajera una.

– Este asunto tiene cierta urgencia.

– No lo dudo, pero ¡hombre!, tal vez sea mejor para usted también. No conviene agitar las aguas. En el sentido diplomático. Agitar las aguas; ¿comprende lo que quiero decir?

– Comprendo las palabras.

– ¿Por qué no hace que su jefe llame a la Embajada o a la Comisión Olímpica? Si ellos me dan el visto bueno, le daré lo que me pida en bandeja de plata.

– El visto bueno. Sí, sí. -Era probable que la Embajada de Estados Unidos accediera, reflexionó Kohl, si presentaba bien la solicitud. Los norteamericanos no querrían que circularan rumores sobre un asesino que había entrado en Alemania con su equipo olímpico-. Muy bien, señor. Estaré contactando la Embajada y la Comisión, como usted sugiere.

– Bien. A sus órdenes. Ah, y buena suerte en los Juegos. Sus muchachos nos lo pondrán bien difícil.

– Estaré presente -dijo el inspector-. Tengo mis entradas desde más de todo un año.

Salió con el candidato a inspector.

– Llamaremos a Horcher por la radio del coche, Janssen. Sin duda él podrá ponerse en contacto con la Embajada estadounidense. Esto podría ser… -Kohl se interrumpió. Había detectado un olor penetrante. Aunque familiar, allí estaba fuera de lugar-. Esto no me gusta.

– ¿Qué pa…?

– Por aquí. ¡Pronto! -Echó a andar deprisa, rodeando la parte trasera del edificio principal entre los que ocupaban los americanos. Olía a humo, pero no era el de las barbacoas que se percibe a menudo en verano, sino humo de leña, algo raro en julio-. ¿Qué palabra es ésa, Janssen? ¿La que pone en el letrero? No entiendo.

– Pone «Duchas/sala de vapor».

– ¡No!

– ¿Qué pasa, señor?

Kohl cruzó precipitadamente la puerta hacia una amplia zona alicatada. A la izquierda estaban los lavabos; las duchas, a la derecha; una puerta aparte conducía a la sala de vapor. Hacia allí corrió Kohl y la abrió de par en par. Dentro había una estufa sobre la cual se veía una bandeja grande, llena de piedras. A un costado, cubos de agua que se podían verter sobre las piedras calientes, a fin de producir vapor. Junto a la estufa, que tenía el fuego encendido, había dos negros jóvenes, de chándal azul marino. El que estaba inclinado hacia la portezuela tenía cara redonda, facciones atractivas y frente alta; el otro era más delgado, de pelo espeso, que le nacía más abajo, sobre la frente. El carirredondo cerró la portezuela metálica y giró hacia el inspector, enarcando una ceja con una sonrisa simpática.

– Buenas tardes, señores -dijo Kohl, nuevamente en su temible inglés-. Estoy…

– Sí, ya sabemos. ¿Cómo está, inspector? Estupendo el lugar que nos han hecho ustedes aquí. Me refiero a la Villa.

– He olido humo y tenía preocupación.

– Sólo estamos encendiendo el fuego.

– Para los músculos doloridos no hay como el vapor -añadió su amigo.

Kohl echó un vistazo a la portezuela traslúcida de la estufa. Tenía el regulador bien abierto y las llamas eran muy altas. Dentro se rizaban algunas hojas de papel blanco.

– Señor -comenzó Janssen ásperamente en alemán-, ¿qué están…?

Pero su jefe lo interrumpió con una sacudida de cabeza. Luego miró al primero que había hablado.

– ¿Usted es…? -Entornó los ojos; luego los abrió de par en par-. Sí, sí, usted es Jesse Owens, el gran corredor. -Con su fuerte acento alemán, el nombre sonó «Yessa Ovens».

El deportista, sorprendido, extendió la mano sudorosa. Mientras la estrechaba con firmeza, el inspector miró al otro.

– Ralph Metcalfte -se presentó el atleta. Un segundo apretón de manos.

– Él también está en el equipo -explicó Owens.

– Sí, sí, he oído de usted también. Usted ganó en Los Ángeles en el Estado de California en los últimos Juegos. Bienvenido usted también. -Kohl bajó la vista al fuego-. ¿Ustedes toman el baño de vapor antes del ejercicio?

– A veces antes, a veces después -dijo Owens.

– ¿Le gusta el vapor, inspector? -preguntó Metcalfe.

– Sí, sí, de vez en cuando. Pero ahora mayormente hago baños de pies.

– ¡Si sabré lo que es el dolor de pies! -comentó el corredor, haciendo una mueca-. Oiga, inspector, ¿por qué no salimos? Fuera se está mucho más fresco.

Y sostuvo la puerta para que salieran Kohl y Janssen. Después de una breve vacilación, los hombres de la Kripo siguieron a Metcalfe al prado que se extendía detrás de la residencia.

– Su país es muy bello, inspector -elogió Metcalfe.

– Sí, sí, es verdad. -El detective observaba el humo que surgía del conducto metálico, sobre la sala de vapor.

– Ojalá que encuentre al tío que está buscando -añadió Owens.

– Sí, sí. Supongo que no es útil preguntar si conocen a alguien que usa sombrero Stetson y corbata verde. ¿Un hombre de gran tamaño?

– Lo siento, pero no conozco a nadie así. -Echó una mirada a Metcalfe, quien también meneó la cabeza.

Janssen preguntó:

– ¿Saben de alguien que haya venido con el equipo y se haya marchado enseguida? ¿Para ir a Berlín o a algún otro lugar? Los hombres intercambiaron una mirada.

– Pues no, me temo que no -respondió Owens.

– Yo tampoco, seguro -añadió Metcalfe.

– Ach, bien… ha sido un honor conocerlos.

– Gracias, señor.

– Yo seguía noticias de sus carreras en… ¿era el Estado de Michigan? ¿El año pasado, las pruebas?

– Ann Arbor. ¿Aquí os enterasteis de eso? -Owens rió, otra vez sorprendido.

– Sí, sí. Récords mundiales. Triste, ahora no estamos recibiendo muchas noticias de América. No obstante tengo ansias de los Juegos. Pero tengo cuatro entradas y cinco hijos y mi esposa y mi yerno futuro. Estaremos presentes y asistiendo en… ¿turnos, se dice? ¿El calor no los molestará?

– Me crié corriendo en el Medio Oeste. Más o menos el mismo clima.

Con súbita seriedad, Janssen dijo:

– Les diré que en Alemania mucha gente desea que ustedes no ganen.

Metcalfe frunció el entrecejo.

– ¿Por las gil… por lo que dice Hitler de la gente de color?

– No -dijo el joven asistente. Luego su cara se abrió en una sonrisa-. Porque si nuestros agentes aceptan apuestas a favor de extranjeros se los arresta. Sólo podemos apostar por los atletas alemanes.

Owens se mostró divertido.

– ¿Conque apostáis contra nosotros?

– Apostaríamos por ustedes -dijo Kohl-. Pero no, no podemos.

– ¿Porque es ilegal?

– No, porque somos sólo pobres policías sin dinero. Así, corran como el Luft, el viento, dicen ustedes los norteamericanos, ¿no? Corran como el viento, Herr Owens y Herr Metcalfe. Yo estaré en las gradas y animándolos, aunque tal vez en silencio… Vamos, Janssen.-Kohl se alejó varios pasos, pero regresó-. Debo preguntar otra vez: ¿están ustedes seguros que nadie ha usado el sombrero Stetson pardo…? No, no, claro que no, o me lo habrían decido. Buen día.

Rodearon el edificio hasta el frente y luego se dirigieron hacia la salida de la Villa.

– ¿Era el listado del barco, con el nombre de nuestro asesino, señor? Lo que esos negros quemaban en la estufa.

– Es posible. Pero recuerde decir «sospechoso», no asesino.

El olor a papel quemado flotaba en el aire caliente e irritaba la nariz de Kohl, de manera provocadora, aumentando su frustración.

– ¿Y qué podemos hacer?

– Nada -respondió simplemente el jefe. Y suspiró con enfado-. No podemos hacer nada. Y ha sido culpa mía.

– ¿Por qué culpa suya, señor?

– Ach, las sutilezas de nuestro oficio, Janssen… No quería revelar ni pizca de nuestro objetivo; por eso he dicho que deseábamos hablar con este hombre por un asunto de «seguridad de Estado», frase que en la actualidad utilizamos con demasiada facilidad. Esas palabras han dado a entender que el delito no era el homicidio de una víctima inocente, sino quizá una ofensa contra el Gobierno… que, naturalmente, hace menos de veinte años estaba en guerra con el país de esta gente. Sin duda muchos de estos atletas perdieron familiares, tal vez incluso al padre, a manos del Ejército del káiser; bien pueden sentir un interés patriótico en proteger a un hombre así. Y ahora ya es demasiado tarde para retirar lo que dije con tanto descuido.

Al llegar a la calle, frente a la Villa, Janssen giró hacia el sitio donde habían aparcado el DKW, pero su jefe preguntó:

– ¿Adónde va?

– ¿No regresamos a Berlín?

– Todavía no. Se nos ha negado el listado de pasajeros. Pero la destrucción de pruebas implica un motivo para destruirlas. Y ese motivo, lógicamente, se podría encontrar cerca del punto de su pérdida. Por lo tanto, continuaremos investigando. Debemos seguir la pista de la manera más difícil, utilizando nuestros pobres pies… Ach, qué bien huele esa comida, ¿no? Cocinan bien para los atletas. Recuerdo que hace años, cuando nadaba todos los días… ¡hombre, podía comer cuanto se me antojaba y no aumentaba ni un gramo! Pero esos días han quedado muy atrás, por desgracia. Aquí a la derecha, Janssen, a la derecha.


Reinhard Ernst dejó caer el auricular en su horquilla y, cerrando los ojos, se reclinó en la pesada silla de su despacho de la Cancillería. Por primera vez en varios días se sentía contento; no: se sentía lleno de gozo. Lo invadía una sensación de victoria, tan potente como cuando, con sus sesenta hombres supervivientes, logró defender con éxito el reducto noroccidental contra trescientos de los Aliados, cerca de Verdún. Así había ganado la Cruz de Hierro de primera clase… y una mirada de admiración de Guillermo II (y si el káiser no le prendió personalmente la condecoración fue sólo por su brazo marchito). Pero el triunfo de ese día, a pesar de que no tendría el reconocimiento público, por supuesto, era mucho más dulce.

Uno de los grandes problemas a los que se había enfrentado al reconstruir la Marina del país era esa parte del Tratado de Versalles que prohibía a Alemania tener submarinos y limitaba el número de naves de combate a seis acorazados, seis cruceros, doce destructores y doce torpederos.

Absurdo, naturalmente, incluso para la defensa básica.

Pero el año anterior Ernst había orquestado un golpe. Junto con el audaz embajador Joachim von Ribbentrop, había negociado el Tratado Naval Anglogermano, que permitía la construcción de submarinos y elevaba el número de barcos alemanes al treinta y cinco por ciento de la Marina inglesa. Pero la parte más importante del pacto sólo ahora se ponía a prueba. Ernst había tenido la idea de hacer que Ribbentrop negociara el porcentaje, no en términos de números de barcos, como en Versalles, sino en tonelaje.

Ahora Alemania tenía legalmente derecho a construir aún más barcos que los que tenía Gran Bretaña, siempre que el tonelaje total no excediera ese mágico treinta y cinco por ciento. Más aún: durante todo ese tiempo Ernst y Erich Raeder, comandante en jefe de la Marina, habían tenido por objetivo la creación de naves de combate más livianas, más ágiles y mortíferas, a diferencia de los mastodontes que componían la mayor parte de la flota de guerra británica, barcos vulnerables al ataque de aviones y submarinos.

Sólo quedaba por ver si Inglaterra alzaba su protesta cuando, al estudiar los informes de construcción de los astilleros, cayera en la cuenta de que la Marina alemana sería mucho más grande de lo que se esperaba.

Pero el diplomático alemán que acababa de llamarlo desde Londres informaba de que el Gobierno británico, vistas las cifras, las había aprobado sin pensarlo dos veces.

¡Qué éxito!

Escribió una nota para dar la buena noticia al Führer e hizo que un mensajero se la entregara en mano.

En el momento en que el reloj de pared daba las cuatro entró en su despacho un hombre de mediana edad y calvo, vestido con americana de tweed marrón y pantalones holgados.

– Coronel, he…

Ernst sacudió la cabeza y se llevó el dedo a los labios para acallar al doctor-profesor Ludwig Keitel. Luego giró en redondo para echar un vistazo por la ventana.

– Qué tarde tan bella, ¿verdad?

Keitel arrugó el entrecejo; era uno de los días más calurosos del año; hacía cerca de treinta y cuatro grados y el viento venía cargado de arenilla. Pero guardó silencio, con una ceja enarcada.

Al ver que el coronel señalaba la puerta, hizo un gesto de asentimiento y salió con él al pasillo; luego abandonaron la Cancillería. Giraron al norte por la calle Wilhelm y continuaron hasta Unter den Linden; luego viraron hacia el oeste, charlando sobre el tiempo, las Olimpiadas y una película estadounidense que, al parecer, se estrenaría pronto. Ambos, como el Führer, admiraban a Greta Garbo, la actriz norteamericana. En Alemania acababan de aprobar su película Anna Karenina, pese a estar ambientada en Rusia y ser de una moralidad cuestionable. Mientras discutían sus últimas actuaciones, entraron en el Tiergarten, cerca de la Puerta de Brandeburgo.

Por fin Keitel miró en derredor, por si los seguían o vigilaban.

– ¿A qué viene esto, Reinhard?

– Hay locos entre nosotros, doctor. -Ernst suspiró.

– ¡No! ¿Es una broma? -preguntó el profesor, sarcástico. -Ayer el Führer me pidió un informe sobre el Estudio Waltham.

Keitel tardó un momento en asimilar esa información.

– ¿El Führer? ¿En persona?

– Yo confiaba que se olvidaría, ocupado como ha estado con las Olimpiadas. Pero al parecer no ha sido así. -El coronel mostró la nota de Hitler; luego explicó de qué modo se había enterado el Führer de la existencia de ese estudio-. Gracias al hombre de muchos títulos y más kilos.

– Hermann el Gordo -completó Keitel en voz alta, con un suspiro de enfado.

– Chist -pidió Ernst-. Hable a través de flores. -En esos días era una expresión frecuente; significaba: «Cuando mencione públicamente el nombre de un funcionario del Partido, diga sólo cosas buenas».

El profesor se encogió de hombros, pero continuó en voz más baja:

– Qué interés puede tener en nosotros?

El coronel no tenía tiempo ni energías para explicar las maquinaciones del Gobierno nacionalsocialista a un hombre que llevaba una vida esencialmente académica.

– Pues bien, amigo mío -dijo Keitel-, ¿qué haremos?

– He decidido pasar a la ofensiva. Contraatacar con fuerza. Les entregaremos un informe. El lunes. Un informe detallado.

– ¿Dos días? -bufó Keitel-. Sólo tenemos datos en bruto. Y aun eso es muy limitado. ¿Y si le dijera que dentro de unos meses tendremos un análisis mejor? Podríamos…

– No, doctor -aseguró Ernst, riendo. Si no era posible hablar entre flores, se recurría al susurro-. Al Führer no se le pide que espere unos meses. Ni unos días. Ni unos minutos. No, es mejor que actuemos ahora. Un golpe relámpago: eso es lo que debemos hacer. Göring continuará con sus intrigas; puede entrometerse hasta tal punto que el Führer profundice. Y si no le gusta lo que ve, parará el estudio por completo. La carpeta que robó era uno de los escritos de Freud. Eso es lo que mencionó en la reunión de ayer. Creo que su expresión fue «médico judío que se dedica a la mente». ¡Si hubiera visto usted la cara del Führer! Pensé que me enviaría a Oranienburg.

– Freud es brillante -susurró Keitel-. Las ideas son importantes.

– Podemos utilizar sus ideas. Y las de los otros psicólogos. Pero…

– Freud es un psicoanalista.

«Ach, estos académicos», pensó Ernst. Eran peor que los políticos.

– Pero en nuestro estudio no mencionaremos sus nombres.

– Eso es deshonestidad intelectual -protestó Keitel, mohíno-. Es importante mantener la integridad moral.

– En estas circunstancias no -fue la firme respuesta del coronel-. El trabajo no es para publicar en algún periódico universitario. No se trata de eso.

– Bueno, está bien -dijo el profesor, impaciente-. Pero mi objeción sigue en pie. No tenemos datos suficientes.

– Ya lo sé. He decidido que debemos conseguir más voluntarios. Diez o doce. Será el grupo más numeroso de todos, para impresionar al Führer y lograr que ignore a Göring.

– Es que no tenemos tiempo -descartó el doctor-. ¿Para el lunes por la mañana? No, no, no se puede.

– Sí que se puede. Es preciso. Nuestra obra es demasiado importante como para perderse en esta escaramuza. Mañana por la tarde habrá otra sesión en la universidad. Redactaré para el Führer nuestra magnífica visión del nuevo Ejército alemán. En mi mejor prosa diplomática. Sé qué palabras utilizar. -Miró a su alrededor. Luego, otro susurro-. Cortaremos las piernas a ese gordo ministro del Aire.

– Podemos intentarlo, supongo -dijo Keitel, inseguro.

– No: lo haremos -aseguró Ernst-. Eso de «intentar» no existe. Se triunfa o no se triunfa. -Al caer en la cuenta de que estaba hablando como oficial que sermonea a un subordinado, sonrió con melancolía-. Esto no me gusta más que a usted, Ludwig. Tenía esperanzas de pasar este fin de semana descansando. Quería dedicar algún tiempo a mi nieto. Íbamos a tallar juntos un barco. Pero ya habrá tiempo para recrearse. -Y el coronel añadió-: Cuando muramos.

Keitel no dijo nada, pero Ernst percibió que giraba la cabeza hacia él, inseguro.

– Es una broma, amigo mío -aseguró-. Y ahora permítame darle una noticia estupenda sobre nuestra Marina.

13

En la plaza Noviembre de 1923 se alzaba una estatua de bronce patinado que representaba a Hitler de pie y erguido entre soldados caídos, pero nobles. Era impresionante, pero estaba localizada en un vecindario muy diferente de los que Paul Schumann había visto en Berlín. El viento arenoso arrastraba papeles; en el aire pendía un acre olor a basura. Los vendedores ambulantes voceaban mercaderías y fruta barata; un pintor, con un carrito desvencijado, ofrecía a los viandantes hacerles un retrato por unas pocas monedas. En los portales ganduleaban envejecidas prostitutas sin licencia o jóvenes chulos. Por las aceras pasaban, cojeando o sobre ruedas, mendigos a los que les faltaba algún miembro, provistos de estrafalarias prótesis de metal y piel. Uno de ellos tenía un letrero prendido al pecho: «Di mis piernas por mi país. ¿Qué puede darme usted?».

Era como si Paul hubiera atravesado la cortina tras la cual Hitler había barrido toda la basura, los indeseables de Berlín.

Después de franquear un herrumbroso portón de hierro, se sentó frente a la estatua del Führer; cinco o seis bancos estaban ya ocupados. Por una placa de bronce se enteró de que el monumento estaba dedicado al Putsch de la Cervecería en que, en el otoño de 1923, según la pesada prosa grabada en el metal, los nobles visionarios del nacionalsocialismo se habían hecho cargo heroicamente del corrupto Estado de Weimar, para intentar arrebatar el país de manos de los que le habían apuñalado por la espalda (el idioma alemán, como Paul bien sabía, era muy dado a combinar en una sola palabra tantas como fuera posible).

Muy pronto, aburrido por esos largos y apasionados elogios a Hitler y Göring, volvió a sentarse y se secó la cara. El sol ya estaba bajo, pero aún refulgente; el calor era inmisericorde. Apenas llevaba un par de minutos esperando cuando Reggie Morgan cruzó la calle y fue a reunirse con él.

– Ya veo que has encontrado el lugar sin dificultad. -Hablaba nuevamente en su impecable alemán. Señaló la estatua con un ademán, riendo, y bajó la voz-. Glorioso, ¿eh? La verdad es que un montón de borrachos trató de apoderarse de Munich y los aplastaron como a moscas. Al primer disparo Hitler se arrojó a tierra; sólo sobrevivió porque se cubrió con el cuerpo de un «camarada». -Luego observó a Paul de arriba abajo-. Se te ve diferente. El pelo. La ropa. -Su mirada se centró en la tirita-. ¿Qué te ha pasado?

Él le explicó lo de la pelea con los Camisas Pardas. Morgan frunció el entrecejo.

– ¿Fue por lo del pasaje Dresden? ¿Iban por ti?

– No. Estaban golpeando a los dueños de una librería. Yo no quería entrometerme, pero no podía permitir que los mataran. Me he cambiado de ropa y de peinado. Pero tendré que mantenerme lejos de los Camisas Pardas.

Morgan asintió.

– No creo que haya mucho peligro. No mencionarán el asunto a la SS ni a la Gestapo; prefieren buscar venganza por sí mismos. Pero los tíos con quienes te has liado se quedarán cerca de la calle Rosenthaler. Nunca se alejan mucho. ¿No tienes más lesión que ésa? La mano con que disparas… ¿está bien?

– Bien, sí.

– Me alegro. Pero anda con cuidado, Paul. Por algo así te matan. Sin preguntas, sin arresto. Podrían haberte ejecutado allí mismo.

El sicario bajó la voz.

– Tu contacto en el Ministerio de Información ¿qué ha descubierto sobre Ernst?

Su compañero frunció las cejas.

– Está sucediendo algo raro. Me ha dicho que hay reuniones secretas por toda la calle Wilhelm. Por lo general los sábados está medio desierta, pero hoy hay gente de la SS y la SD por todas partes. Dice que necesitarás tiempo. Debemos llamarlo dentro de una hora, poco más o menos. -Consultó su reloj-. Pero por ahora debemos ver al hombre del rifle, que está calle arriba. Hoy ha cerrado su tienda para atendernos, pero vive cerca. Nos espera. Voy a llamarlo. -Se levantó para echar una mirada alrededor. De los bares y los restaurantes del lugar sólo uno, la cafetería Edelweiss, anunciaba tener teléfono público.

– Volveré enseguida.

Mientras Morgan cruzaba la calle Paul lo siguió con la vista. Uno de los veteranos mutilados cruzó la terraza del restaurante, mendigando limosnas. Un camarero fornido se acercó a la barandilla para ahuyentarlo.

Un hombre de mediana edad, que se había sentado varios bancos más allá, fue a sentarse junto a Paul, con una mueca que puso al descubierto dientes oscuros.

– ¿Ha visto usted eso? -rezongó-. Es un crimen, el trato que reciben los héroes por parte de alguna gente.

– Sí, es cierto. -Paul se preguntó qué debía hacer. Quizá resultara más sospechoso levantarse y salir de allí. Ojalá ese hombre se callara.

Pero el alemán lo miró con atención.

– Usted tiene edad como para haber combatido.

No era una pregunta. Probablemente se habían requerido circunstancias extraordinarias para que los alemanes veinteañeros se libraran de combatir en la guerra.

– Sí, por supuesto -respondió, pensando a toda prisa.

– ¿En qué batalla le hicieron eso? -El hombre señalaba con un gesto la cicatriz que Paul tenía en la barbilla.

Esa herida no se debía a ninguna acción militar; el enemigo había sido un sádico sicario llamado Morris Starble, quien se la produjo con un puñal en la taberna de Hell’s Kitchen, tras lo cual él mismo había muerto cinco minutos después.

El hombre lo miraba con aire de expectación. Como era preciso decir algo, Paul mencionó una batalla con la que estaba íntimamente familiarizado:

– En St. Mihiel. -Durante cuatro días, en septiembre de 1918, él y sus compañeros de la Primera División de Infantería, Cuarto Cuerpo, avanzaron lentamente entre la lluvia torrencial y una sopa de lodo, para atacar las trincheras alemanas, que tenían dos metros y medio de profundidad y estaban protegidas por alambres y nidos de ametralladoras.

– ¡Sí, sí! ¡Yo estuve en ésa! -El hombre, radiante, le estrechó calurosamente la mano.

– ¡Qué coincidencia! ¡Camarada!

«He elegido muy bien», pensó Paul amargamente. ¿Cuántas eran las posibilidades de que ocurriera algo así? Pero trató de mostrarse agradablemente sorprendido por la casualidad. Y el alemán continuó diciendo a su compañero de armas:

– ¡Conque formabas parte del Destacamento C! ¡Qué lluvia aquélla! Nunca antes ni después he visto llover así. ¿Dónde estabas?

– En la cara oeste del saliente.

– Yo me enfrenté al Segundo Cuerpo Colonial Francés.

– Nosotros a los norteamericanos -informó Paul, buscando deprisa entre los recuerdos de dos décadas atrás.

– ¡Ah, el coronel George Patton! ¡Qué loco brillante era! Tenía a las tropas corriendo por todo el campo de batalla. ¡Y esos tanques suyos! Aparecían de improviso, como por arte de magia. Uno nunca sabía dónde atacaría la siguiente vez. Yo nunca me preocupaba por los de infantería, pero los tanques… -Meneó la cabeza con una mueca.

– Sí, fue una gran batalla.

– Pues ya tuviste suerte, si ésa fue tu única herida.

– Dios estaba conmigo, es cierto. -Paul preguntó-: Y tú, ¿saliste herido?

– Un poco de metralla en la pantorrilla. Todavía la tengo. Se la enseño a mi sobrino: una herida en forma de reloj de arena. Él toca la cicatriz brillante y ríe de placer. ¡Hombre, qué tiempos aquéllos! -Bebió un sorbo de una petaca-. Son muchos los que perdieron amigos en St. Mihiel. Yo no. Los míos ya habían muerto todos.

Se quedó en silencio. Luego ofreció la petaca a Paul, quien negó con la cabeza. Morgan, que salía de la cafetería, lo llamó con un gesto.

– Debo irme -dijo él-. Ha sido un placer encontrarme con un compañero veterano y compartir estas palabras.

– Sí.

– Buenos días, señor. Heil Hitler.

– Ach, sí, Heil Hitler.

Paul se reunió con Morgan, quien le dijo:

– Puede recibirnos ahora mismo.

– ¿No le has mencionado para qué necesito el arma?

– No; al menos no le he dicho la verdad. Cree que eres alemán y que la quieres para matar al jefe de una banda de delincuentes de Francfort, que te engañó.

Los dos continuaron caminando calle arriba seis o siete manzanas más, por un vecindario cada vez más mísero, hasta llegar a la casa de empeño. Instrumentos musicales, maletas, navajas de afeitar, joyas, muñecas y otros cientos de artículos colmaban los cochambrosos escaparates enrejados. En la puerta había un letrero, «Cerrado». Aguardaron en el vestíbulo sólo unos pocos minutos antes de que apareciera un hombre bajo, que se estaba quedando calvo. Saludó a Morgan con una inclinación de cabeza y miró de soslayo, sin prestar atención a Paul; luego los hizo pasar. Después de echar otra mirada hacia atrás, cerró la puerta con llave y bajó la cortina.

Se adentraron en aquella tienda mohosa, llena de polvo.

– Por aquí. -El tendero los condujo a través de dos gruesas puertas, a las que echó el cerrojo; luego, por una larga escalera que descendía hasta un sótano húmedo, iluminado sólo por dos pequeñas bombillas amarillentas. Cuando la vista se habituó a esa escasa luz, Paul notó que había veinte o veinticinco rifles puestos en armeros contra la pared.

El hombre le entregó uno que tenía mira telescópica.

– Es un máuser Karabiner, de 7.92 milímetros. Se desarma con facilidad, de modo que puedes llevarlo en una maleta. Mira la lente. No la hay mejor en el mundo.

Accionó un interruptor y se iluminó un túnel de unos treinta metros de longitud, en cuyo extremo había bolsas de arena, una de las cuales tenía prendido un blanco de papel.

– Este lugar está completamente insonorizado. Es un túnel de aprovisionamiento que se cavó en el suelo hace años.

Paul cogió el rifle. Percibió la suavidad de la culata, de madera pulida y barnizada, el aroma del aceite, la creosota y la piel de la correa. Rara vez utilizaba rifles para su trabajo; esa combinación de olores, madera maciza y metal, lo llevó hacia atrás en el tiempo. Podía olfatear el barro de las trincheras, la mierda, los vapores del queroseno. Y el hedor de la muerte, como de cartón mojado y podrido.

– Además, éstas son balas especiales, ahuecadas en el extremo, como puedes ver. Para matar son más efectivas que las comunes.

Paul disparó sin carga varias veces, para acostumbrarse al gatillo. Luego puso balas en el cargador y se sentó en un banco, con el rifle apoyado en un bloque de madera cubierto de paño. Comenzó a disparar. El ruido era ensordecedor, pero apenas lo notó. No hacía más que mirar a través de la lente, concentrado en los puntos negros del blanco. Después de hacer algunos ajustes a la mira, disparó lentamente las veinte balas que quedaban en la caja.

– Bien -dijo a gritos, pues tenía el oído entumecido-. Buena arma.

Y se la devolvió al hombre, quien la desarmó para limpiarla y guardó el rifle y las municiones en una maltrecha maleta de cartón.

Morgan cogió el estuche y entregó un sobre al tendero, quien apagó las luces de la galería y los condujo arriba. Una mirada a la calle, una señal de que todo estaba despejado. Pronto estaban nuevamente fuera, caminando por la acera. Paul oyó una voz metálica que llenaba la calle y se echó a reír.

– No hay modo de escapar de ella. -Al otro lado de la calle, en la parada del tranvía, había un altavoz, por el cual una voz masculina hablaba y hablaba monótonamente: más información sobre la salud pública-. ¿No se callan nunca?

– No -dijo Morgan-. Cuando se haga memoria, ésa será la contribución del nacionalsocialismo a la cultura: edificios feos, malas esculturas de bronce y discursos interminables. -Señaló con la cabeza la maleta que contenía el máuser-. Ahora volvamos a la plaza, que debo llamar a mi contacto. Veamos si tiene suficiente información para que puedas utilizar esta bonita muestra de maquinaria alemana.


El polvoriento DKW giró hacia la plaza Noviembre de 1923 y, al no hallar sitio para aparcar en esa calle frenética, esquivó por un pelo a un vendedor de fruta dudosa y subió a medias a la acera.

– Bien, ya hemos llegado, Janssen -dijo Willi Kohl, enjugándose la cara-. ¿Tiene la pistola a mano?

– Sí, señor.

– Pues salgamos de caza.

Y se apearon.

La finalidad de haberse desviado al salir de la residencia norteamericana era entrevistar a los conductores de taxis aparcados ante la Villa Olímpica. Con la previsión que caracterizaba a los nacionalsocialistas, sólo podían servir en esa zona los conductores que fueran multilingües; eso significaba que su número era limitado y, además, que cada uno regresaba a la parada tras dejar a un pasajero. Y esto, a su vez, según razonó Kohl, quería decir que alguno de ellos podía haber llevado al sospechoso a alguna parte.

Una vez que se hubieron repartido a los taxis y tras hablar con veinte o veinticinco conductores, Janssen descubrió a uno cuyo relato interesó mucho a Kohl. Poco antes un pasajero había abandonado la Villa Olímpica con una maleta y un viejo portafolio marrón. Era un hombre fornido, que hablaba con leve acento. Su pelo no parecía tan largo ni tenía tinte rojizo, sino oscuro y bien alisado hacia atrás; Kohl se dijo que eso podía deberse a aceites o lociones. El conductor explicó que no iba de traje, sino con ropa informal, de colores claros, que él no pudo describir en detalle.

El hombre se había apeado en la Lützowplatz, tras lo cual desapareció entre la multitud. Ésa era una de las intersecciones más congestionadas de la ciudad; cabían pocas esperanzas de encontrar allí el rastro del sospechoso. Sin embargo, el conductor añadió que su pasajero había pedido indicaciones para llegar a la plaza Noviembre de 1923; también quiso saber si se podía ir andando desde allí.

– ¿Ha preguntado algo más sobre la plaza? ¿Algo específico?¿Para qué iba? ¿Con quién esperaba encontrarse? ¿Algo?

– No, inspector. Nada. Le he dicho que la caminata hasta allí era muy larga. Él me ha dado las gracias y se ha bajado. Eso ha sido todo. Yo no lo he mirado a la cara -explicó-. Estaba atento a la calle.

«Ceguera, por supuesto», pensó Kohl con amargura.

De regreso en la sede central, habían recogido folletos sobre la víctima del pasaje Dresden. Luego fueron deprisa al monumento en honor del fracasado Putsch de 1923 (solamente los nacionalsocialistas podían convertir una derrota bochornosa como ésa en una gran victoria). Si la Lützowplatz era demasiado grande para realizar una búsqueda efectiva, ésta, en cambio, era mucho más pequeña y se la podía cubrir con más facilidad.

Kohl paseó una mirada por la gente: mendigos, vendedores ambulantes, prostitutas, compradores, hombres y mujeres sin empleo, en pequeñas cafeterías. Inhaló el aire penetrante, cargado de olor a basura, y preguntó:

– ¿Percibe, Janssen, la proximidad de nuestra presa?

– Yo… -El ayudante pareció incómodo ante ese comentario.

– Es una sensación -dijo el inspector, mientras observaba la calle desde la sombra de un valeroso y desafiante Hitler de bronce-.Yo mismo no creo en el ocultismo. ¿Y usted?

– A decir verdad, no, señor. No soy religioso, si a eso se refiere.

– Bueno, yo no me he alejado por completo de la religión. Heidi no lo aprobaría. Pero me refiero a la ilusión de lo espiritual sobre la base de nuestras precepciones y experiencias. Ésa es la sensación que tengo en este momento: que él está cerca.

– Sí, señor -dijo el candidato a inspector-. ¿Por qué lo dice?

Una pregunta adecuada, pensó Kohl. Él era de la opinión de que los detectives jóvenes siempre debían interrogar a sus mentores. Explicó: porque ese vecindario formaba parte de Berlín Norte. Allí se encontraban en gran número heridos de guerra, pobres, parados, comunistas y socialistas clandestinos, bandas de adversarios del Partido, ladronzuelos y sindicalistas que se ocultaban desde que se habían prohibido los sindicatos. Los alemanes que lo poblaban echaban tristemente de menos los viejos tiempos: no los de Weimar, desde luego (a nadie le gustaba la República), pero sí la gloria de Prusia, de Bismarck, de Guillermo, del Segundo Imperio. Eso significaba que habría pocos miembros o simpatizantes del Partido. Por lo tanto, pocos dispuestos a correr con la denuncia a la Gestapo o al local de las Tropas de Asalto.

– Cualquiera sea su objetivo, es en lugares como éste donde hallará apoyo y camaradas. Retroceda un poco, Janssen. Siempre es más fácil reparar en una persona que busca a un sospechoso, como nosotros, que en el sospechoso mismo.

El joven se puso a la sombra de una pescadería, cuyas hediondas cubetas estaban casi vacías. Lo único que tenía a la venta eran esforzadas anguilas, carpas y enfermizas truchas de canal. Por algunos momentos los oficiales estudiaron las calles en busca de su presa.

– Pensemos un poco, Janssen. Él se ha bajado del taxi con su maleta (y el portafolio incriminatorio) en esta plaza. Si no ha hecho que el conductor lo trajera directamente hasta aquí puede ser porque ha dejado su equipaje en su alojamiento actual y ha venido aquí con alguna otra finalidad. ¿Para qué? ¿Para encontrarse con alguien? Para entregar algo, tal vez el portafolio? ¿O para recoger algo o a alguien? Ha estado en la Villa Olímpica, en el pasaje Dresden, en el Jardín Estival, en la calle Rosenthaler, en la Lützowplatz y ahora aquí. ¿Qué vincula a todos estos sitios? Eso es lo que me pregunto.

– ¿Inspeccionamos todas las tiendas?

– Creo que es necesario. Pero escuche, Janssen: el problema de la privación de comida se está tornando grave. Hasta me siento mareado. Buscaremos primero en las cafeterías y, al mismo tiempo, nos brindaremos algún sustento.

Kohl flexionó los dedos dentro de los zapatos para aliviar el dolor. La lana de cordero se había movido y nuevamente le ardían los pies. Señaló con la cabeza el restaurante más próximo, el mismo frente al cual habían estacionado: la cafetería Edelweiss. Allí entraron.

Era un sitio oscuro. Kohl notó que se desviaban las miradas, cosa que anunciaba típicamente la aparición de un funcionario. Cuando acabaron de observar a los parroquianos, por si acaso el sospechoso de Manny’s Men’s Wear pudiera estar allí, el inspector mostró su credencial a un camarero, quien se cuadró instantáneamente.

– Heil Hitler. ¿En qué puedo serles útil?

Era dudoso que en ese agujero lleno de humo conocieran siquiera la existencia de los jefes de camareros; por lo tanto, Kohl preguntó por el gerente.

– El señor Grolle, sí, señor. Lo traeré de inmediato. Por favor, señores, ocupen esta mesa. Y si desean café y algo para comer, no tienen más que pedírmelo.

– Tomaré un café y strudel de manzana. Doble porción, por favor. ¿Y mi colega? -Miró a Janssen con una ceja enarcada.

– Sólo una Coca-Cola.

– El strudel, ¿con nata montada? -preguntó el camarero.

– Por supuesto -exclamó Willi en tono de sorpresa, como si fuera un sacrilegio servirlo sin ella.


Mientras regresaban con el arma a la cafetería Edelweiss, desde donde a Morgan llamaría a su contacto en el Ministerio de Información, Paul preguntó:

– ¿Qué nos conseguirá sobre el paradero de Ernst?

– Me ha dicho que Goebbels siempre quiere saber en qué actos públicos se presentarán los mandamases principales. Así puede decidir si es importante enviar a un fotógrafo o un equipo de filmación para que registren el evento. -Soltó una risa agria-. Si vas a ver Motín a bordo, digamos, antes de ponerte siquiera una imagen de Mickey Mouse tendrás veinte minutos de aburridas filmaciones de Hitler acariciando bebés y Göring desfilando con sus ridículos uniformes ante un millar de hombres en el Servicio Laboral.

– ¿Y Ernst estará en esa lista?

– Eso es lo que espero. Dicen que el coronel no tiene mucha paciencia para la propaganda y que detesta a Goebbels tanto como a Göring. Pero ha aprendido a seguir el juego. En estos tiempos, para triunfar en el Gobierno hay que saber jugarlo.

Al acercarse a la cafetería Edelweiss Paul reparó en un humilde coche negro detenido sobre el bordillo, junto a la estatua de Hitler, frente al restaurante. Aunque se veían algunos bonitos modelos de Mercedes y BMW, la mayoría de los vehículos de Berlín eran como ése: cuadrados y maltrechos. Cuando regresara a Estados Unidos y cobrara sus diez de los grandes se compraría el automóvil de sus sueños: un Lincoln negro refulgente. Marion quedaría muy bien en un coche así.

De pronto Paul sintió mucha sed. Decidió que, mientras Morgan hacía su llamada, él ocuparía una mesa. El restaurante parecía estar especializado en café y pasteles, pero en un día tan caluroso eso no lo atraía. No: decidió continuar sus investigaciones en el bello arte de la cerveza alemana.

14

Sentado ante una desvencijada mesa de la cafetería Edelweiss, Willi Kohl acabó el strudel y el café. «Mucho mejor», pensó. El hambre había llegado a hacer que le temblaran las manos. No era saludable pasar tanto tiempo sin comer.

Ni el gerente ni nadie habían visto a ningún hombre que respondiera a la descripción del sospechoso. Pero Kohl tenía la esperanza de que alguien, en esa desdichada zona, hubiera visto a la víctima del pasaje Dresden.

– Janssen, ¿tiene usted las fotos de nuestro pobre muerto?

– En el DKW, señor.

– Pues bien, tráigalas.

– Sí, señor.

El joven terminó su Coca-Cola y se dirigió hacia el coche.

Kohl lo siguió afuera, dando golpecitos distraídos a la pistola que tenía en el bolsillo. Después de enjugarse la frente miró hacia la derecha, calle arriba, donde se oía sonar otra sirena. Al oír el portazo del DKW giró otra vez hacia Janssen. En ese momento el inspector detectó un movimiento rápido a su izquierda, más allá de su ayudante.

Al parecer, un hombre de traje oscuro, que llevaba una maleta o un estuche con algún instrumento musical, se había dado la vuelta para entrar velozmente en el patio de un edificio grande y decrépito, vecino a la Edelweiss. Había algo antinatural en la brusquedad con que se apartó de la acera. También le resultó extraño ver a un hombre de traje en un lugar tan miserable.

– Janssen, ¿ha visto eso?

– ¿Qué?

– Ese hombre que ha entrado en el patio.

– No muy bien. Sólo he visto unos hombres en la acera, por el rabillo del ojo.

– ¿Más de uno?

– Eran dos, creo.

Kohl se dejó llevar por la intuición.

– ¡Hay que investigar esto!

El edificio de apartamentos estaba adosado al de la derecha; no se veían puertas laterales en el callejón.

– Sin duda hay una puerta de servicio en la parte trasera, como en el jardín Estival. Cúbrala. Yo iré por el frente. Dé por seguro que esos hombres están armados y desesperados. Vaya pistola en mano. ¡Hala, corra! Si se da prisa puede ganarles por la mano.

El candidato a inspector partió a la carrera por el callejón. Kohl también se armó y, a paso lento, se aproximó al patio.


Atrapado.

Igual que en el apartamento de Malone. Paul y Reggie Morgan, jadeantes por la breve carrera, se detuvieron en el patio en penumbra, lleno de basura, donde pardeaban diez o doce arbustos. Dos adolescentes de ropas polvorientas arrojaban piedras a las palomas.

– ¿Los mismos policías? -dijo Morgan-. ¿Los del jardín Estival? Imposible.

– Los mismos. -Paul no estaba seguro de que los hubieran visto, pero el oficial más joven, el del traje verde, había mirado en su dirección justo en el momento en que él arrastraba a su compañero hacia el patio. Debían suponer que los había visto.

– ¿Cómo nos han encontrado?

Paul, sin prestar atención a la pregunta, miró en derredor. Corrió hasta la puerta de madera que se abría en el centro de la U del edificio; estaba cerrada con llave. Las ventanas del primer piso estaban a una altura de dos metros y medio; trepar sería difícil. Casi todas estaban cerradas, pero Paul vio una abierta; el apartamento al que daba parecía desierto. Morgan siguió la dirección de su mirada.

– Podríamos escondernos allí, sí. Cerrar las persianas. Pero ¿cómo trepamos?

El sicario llamó a uno de los chavales que estaban arrojando piedras.

– Por favor, ¿vivís aquí?

– No, señor, sólo venimos a jugar.

– ¿Queréis ganaros un marco?

– ¡Madre mía! -exclamó uno, abriendo mucho los ojos. Se les acercó al trote-. Sí, señor.

– Bueno. Pero debéis actuar deprisa.

Willi Kohl se detuvo fuera de la entrada del patio.

Después de aguardar un momento, para que Janssen pudiera apostarse en la parte trasera, viró en la esquina. No había señales del sospechoso del pasaje Dresden ni del hombre de la maleta: sólo algunos muchachos, de pie entre un montón de cajones de madera, al otro lado del patio. Los chicos levantaron hacia él una mirada intranquila y echaron a andar hacia la salida.

– ¡Eh, chavales! -llamó Kohl.

Se detuvieron, intercambiando una mirada nerviosa.

– ¿Diga?

– ¿Habéis visto aquí a dos hombres hace un momento?

Otra mirada inquieta.

– No.

– Venid aquí.

Hubo una breve pausa. Luego, simultáneamente, echaron a correr y desaparecieron del patio, levantando nubecillas de polvo bajo los pies. Kohl ni siquiera intentó perseguirlos. Con la pistola firme en la mano, paseó la mirada por el patio. Todos los apartamentos del piso bajo tenían cortinas en las ventanas o plantas anémicas en los antepechos, lo cual hacía pensar que estaban ocupados. Uno, en cambio, se veía oscuro y sin cortinas.

Kohl se acercó lentamente. En el suelo polvoriento, bajo la ventana, vio unas marcas. De los cajones de leche, sin duda. El sospechoso y su compañero habían pagado a los niños para que llevaran los cajones hasta la ventana y los devolvieran a su sitio, una vez que ellos hubieran entrado en el apartamento.

El inspector apretó con fuerza la pistola y pulsó el botón para llamar al encargado del edificio.

Un momento después, un hombre de aspecto atribulado, enjuto y encanecido, abrió la puerta y parpadeó con un gesto nervioso al ver la pistola.

Kohl entró y miró más allá del portero, hacia el corredor oscuro. En el otro extremo vio un movimiento. Ojalá Janssen se mantuviera alerta. Él, cuanto menos, se había probado en el campo de batalla; había recibido algún disparo y, según creía, liquidado a uno o dos enemigos. Janssen, en cambio… Aunque era un tirador aventajado, hasta entonces su discípulo sólo había disparado contra blancos de papel. ¿Qué haría si llegaba el caso de liarse a balazos?

– El apartamento de este piso -susurró al encargado-, dos hacia la derecha, ¿está desocupado?

– Sí, señor.

Dio un paso atrás para seguir vigilando el patio, por si los sospechosos trataban de saltar por la ventana y huir.

– A la entrada trasera hay otro oficial. Vaya por él, de inmediato.

– Sí, señor.

Pero en el momento en que el hombre iba a obedecer, una anciana fornida, de vestido purpúreo y pañuelo azul en la cabeza, se les acercó caminando como un pato.

– ¡Señor Greitel, señor Greitel! ¡Deprisa, llame a la policía!

Kohl giró hacia ella. El encargado explicó:

– La policía ya está aquí, señora Haeger.

Ach, ¿cómo puede ser? -se extrañó la mujer, que parpadeaba.

El inspector le preguntó:

– ¿Para qué quiere a la policía?

– ¡Hay ladrones!

La intuición dijo a Kohl que eso estaba relacionado con su persecución.

– Explíquese, señora. Rápido.

– Mi apartamento da al frente del edificio. Y desde mi ventana he visto a dos hombres escondidos tras ese montón de cajones que, dicho sea de paso, usted, señor Greitel, lleva diciendo que va retirar desde hace varias semanas.

– Continúe, por favor. Este asunto podría ser muy urgente.

– Esos dos estaban al acecho. Era obvio. Y hace apenas un momento los he visto incorporarse y coger dos bicicletas del soporte que está junto a la entrada principal. No sé de una, pero la otra era la de la señorita Bauer, que lleva dos años viviendo sola; estoy segura de que ella no se la ha prestado.

– ¡No! -murmuró Kohl.

Y salió precipitadamente. Ahora comprendía que el sospechoso había pagado a los chavales sólo para que dejaran caer un par de cajones bajo la ventana, a fin de dejar marcas en el polvo, y luego los devolvieran a la pila tras la cual ambos estaban escondidos. Probablemente había indicado a los chicos que se mostraran furtivos o nerviosos, a fin de hacerle pensar que los sospechosos habían entrado así en el edificio.

Salió deprisa a la calle y miró hacia ambos lados. Así pudo comprobar personalmente una estadística que, en su condición de policía diligente, conocía bien: el medio de transporte más utilizado en Berlín era la bicicleta; cientos de ellas atestaban esas calles, ocultando la fuga de los sospechosos con tanta efectividad como una nube de humo denso.


Habían abandonado las bicicletas e iban caminando por una calle transitada, a ochocientos metros de la plaza Noviembre de 1923.

Paul y Morgan buscaron otra cafetería o bar con teléfono.

– ¿Cómo has sabido que estaban en la Edelweiss? -preguntó Morgan, con la respiración agitada por pedalear tan deprisa.

– Por el coche, el que estaba aparcado sobre el bordillo.

– ¿El negro?

– Sí. Al principio no me llamó la atención, pero luego un resorte se ha activado en mi mente. He recordado algo que sucedió hace un par de años, cuando iba a hacer un trabajo. Resultó que yo no era el único visitante de Bo Gillette: unos policías de Brooklyn me ganaron por la mano. Pero por pereza aparcaron fuera, medio sobre la acera, suponiendo que, como el coche no tenía identificación, nadie se percataría. Pues mira, Bo se percató. Llega a la casa, cae en la cuenta de que han venido por él y desaparece. Me llevó todo un mes volver a localizarlo. En el fondo de mi mente algo me ha dicho: «Este coche es de la policía». Y cuando he visto a ese tío, el más joven, he caído en la cuenta de inmediato de que era el mismo que vi en la terraza del Jardín Estival.

– Nos han seguido desde el pasaje Dresden hasta el Jardín Estival y luego hasta aquí. ¿Cómo es posible?

Paul hizo memoria. No había dicho a Käthe Richter adónde iba; entre la pensión y la parada de taxis había comprobado diez o doce veces que nadie lo seguía. En la Villa Olímpica tampoco había dicho nada. En ese vecindario podía haberlos traicionado el de la casa de empeño, pero no podía saber lo del Jardín Estival. No: esos dos diligentes policías les habían seguido el rastro por sí solos.

– Los taxis -dijo Paul al fin.

– ¿Qué dices?

– Es el único vínculo. Con el jardín Estival y con este barrio. De ahora en adelante, si no podemos ir a pie, haremos que el conductor nos deje a dos o tres calles del sitio adonde vayamos.

Continuaron alejándose de la plaza. Algunas calles más allá encontraron una cervecería con teléfono público. Mientras Morgan entraba para llamar a su contacto, Paul pidió una cerveza y se quedó montando guardia fuera, nervioso y vigilante. No le había sorprendido ver que los dos policías aparecieran por la calle, siguiéndoles el rastro.

Pero ¿quiénes eran?

Morgan regresó a la mesa con cara de preocupación.

– Tenemos un problema. -Bebió un sorbo de cerveza y, después de limpiarse el bigote, se inclinó hacia delante-. No se divulga ninguna información. Órdenes de Himmler o de Heydrich (mi agente no está seguro); hasta nuevo aviso, no se puede divulgar ninguna información sobre las apariciones públicas de los funcionarios del Gobierno o del Partido. No hay conferencias de prensa. Nada. El anuncio se hizo hace apenas unas horas.

Paul tragó de una vez la mitad de la cerveza.

– ¿Y qué haremos? ¿Sabes algo sobre los horarios de Ernst?

– No sé siquiera dónde vive; sólo que es en algún lugar de Charlottenburg. Podríamos acecharlo hasta que salga de la Cancillería y seguirlo desde allí. Pero sería muy difícil. Si estás a menos de quince metros de un funcionario importante, es seguro que te pedirán los documentos. Y si no les gustan, te detendrán.

Paul reflexionó durante un momento. Luego dijo:

– Tengo una idea. Tal vez pueda conseguir alguna información.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Ernst.

– ¿Tú? -se extrañó Morgan.

– Pero necesitaré unos doscientos marcos.

– Los tengo, sí. -Contó los billetes y se los entregó.

– Tu agente en el Ministerio de Información, ¿podría averiguar algo sobre una persona que no es funcionario?

Morgan se encogió de hombros.

– No puedo asegurártelo. Pero de algo no me cabe duda: si los nacionalsocialistas son hábiles en algo es para reunir información sobre sus ciudadanos.


Janssen y Kohl salieron del patio.

La señora Haeger no podía darles ninguna descripción de los sospechosos; resultaba irónico, pero su ceguera no era política, sino literal. Las cataratas habían permitido a esa entrometida ver a los hombres cuando se ocultaban y cuando huían con las bicicletas, pero le impedían ofrecer más detalles.

Los policías, desalentados, regresaron a la plaza Noviembre de 1923 para reanudar la búsqueda. Recorrieron la calle hacia arriba y hacia abajo para interrogar a vendedores y camareros, mostrar la foto de la víctima y preguntar por el sospechoso.

No tuvieron éxito alguno… hasta que llegaron a una panadería escondida a la sombra de la estatua de Hitler. Un hombre gordo, con un polvoriento delantal blanco, admitió ante Kohl que había visto detenerse un taxi al otro lado de la calle, hacía más o menos una hora. No era común ver taxis allí, según dijo, pues los vecinos no podían permitirse el gasto y nadie que no fuera del barrio tenía motivos para ir allí, al menos en taxi.

El dependiente había visto apearse a un hombre corpulento, peinado con fijador, que miró a su alrededor y luego se acercó a la estatua. Después de permanecer un breve rato sentado en un banco, se había ido.

– ¿Cómo vestía?

– Ropa clara. No he visto bien.

– ¿Algún otro detalle que le llamara la atención?

– No, señor. Estaba atendiendo a una clienta.

– ¿Traía una maleta o un portafolio?

– Creo que no, señor.

Kohl se dijo que su deducción era correcta: lo más probable es que el hombre se hospedara cerca de la plaza Lützow y estuviera allí por alguna diligencia.

– ¿Hacia dónde ha ido?

– No lo he visto, señor. Lo siento.

Ceguera, desde luego. Pero al menos eso confirmaba que el sospechoso había estado recientemente allí.

En ese momento un Mercedes negro viró en la esquina y frenó al lado.

– Vaya -murmuró Kohl, al ver que del vehículo se apeaba Peter Krauss, mirando en derredor. Sabía cómo lo había localizado: cada vez que uno salía del Alex en horas de trabajo, debía informar a los recepcionistas del departamento y especificar dónde estaría. Ese día él había estado a punto de no revelar esa información, pero le costaba desobedecer los reglamentos. Antes de salir había apuntado «Plaza Noviembre 1923» y la hora a la que pensaba regresar.

Krauss lo saludó con un gesto.

– Estoy haciendo la ronda, Willi. Sentía curiosidad por saber cómo marcha el caso.

– ¿Qué caso? -preguntó Kohl, sólo por petulancia.

– El del cadáver del pasaje Dresden, claro.

– Ah, parece que nuestro departamento tiene menos recursos. -Y añadió en tono irónico-: Por motivos desconocidos. Pero creo que el sospechoso puede haber estado hace un rato aquí.

– He consultado con mis contactos, tal como te dije. Me complace confirmarte que, según datos dignos de toda confianza de mi informante, el asesino sí es extranjero.

Kohl sacó libreta y lápiz.

– ¿Y cuál es el nombre del sospechoso?

– Eso no lo sabe.

– ¿Su nacionalidad?

– No ha podido decírmela.

– Pues bien, ¿quién es ese informante? -interrogó Kohl, exasperado.

– Hombre, no puedo revelarlo.

– Necesito entrevistarlo, Peter. Si es testigo…

– No es testigo. Tiene sus propias fuentes, que son…

– … también confidenciales.

– Evidentemente. Te digo esto sólo porque ha sido alentador descubrir que tus sospechas eran acertadas.

– ¿Mis sospechas?

– De que no era alemán.

– Yo nunca he dicho eso.

– ¿Quién es usted? -preguntó Krauss, volviéndose hacia el panadero.

– El inspector, aquí presente, me interrogaba sobre un hombre que he visto.

– ¿Tu sospechoso? -preguntó Peter.

– Podría ser.

– Ach, sí que eres bueno, Willi. Estamos a varios kilómetros del pasaje Dresden, pero has seguido al sospechoso hasta esta pocilga. -Echó un vistazo al testigo-. ¿Coopera éste?

El panadero aseguró con voz trémula:

– No he visto nada, señor. De verdad. Sólo a un hombre que bajaba de un taxi.

– ¿Dónde estaba?

– No lo…

– ¿Dónde? -bramó Krauss.

– Al otro lado de la calle. De verdad, señor. No he visto nada. Estaba de espaldas a mí. No…

– ¡Mentiroso!

– Lo juro por… Lo juro por el Führer.

– Quien jura en falso sigue siendo mentiroso. -Peter señaló a uno de sus jóvenes ayudantes, un oficial carirredondo-. Lo llevaremos a la calle Príncipe Albrecht. Después de pasar un día allí nos dará la descripción completa.

– No, señor, por favor. Pero si quiero ayudar, se lo aseguro.

Willi Kohl se encogió de hombros:

– El hecho es que no nos ha ayudado.

– Pero si le he dicho…

Kohl pidió al hombre su carné de identidad. El panadero se lo entregó con mano trémula; él lo abrió para examinarlo.

Krauss miró nuevamente a su ayudante.

– Espóselo. Llévelo a la sede central.


El joven oficial de la Gestapo cogió las manos del hombre y le puso las esposas a la espalda. Al testigo se le llenaron los ojos de lágrimas.

– He tratado de recordar. Con toda sinceridad…

– Pues ya recordará, se lo aseguro.

Kohl le dijo:

– Estamos atendiendo asuntos de gran importancia. Preferiría que usted colaborara ahora mismo. Pero si mi colega quiere llevarlo a la calle Príncipe Albrecht… -El inspector miró al aterrorizado hombre enarcando una ceja-. A usted le irá muy mal, señor Heydrich. Muy mal.

El panadero, parpadeando, se enjugó las lágrimas.

– Pero, señor…

– Sí, sí, ya lo creo… -Kohl dejó que su voz se apagara y volvió a estudiar el carné-. Usted es… ¿Dónde nació?

– En Göttburg, a las afueras de Munich, señor.

– Ah. -Mantenía una expresión plácida y asentía con lentitud. Krauss le echó un vistazo.

– Pero señor, me parece que…

– ¿Y la ciudad es pequeña?

– Sí, señor. Yo…

– Silencio, por favor. -Kohl seguía con la vista fija en el documento.

Por fin Krauss preguntó:

– ¿Qué pasa, Willi?

Su colega se lo llevó aparte para susurrarle:

– Creo que la Kripo ya no tiene interés en este hombre. Puedes hacer lo que gustes con él.

Peter guardó silencio por un momento, tratando de encontrar sentido a ese repentino cambio de idea.

– ¿Por qué?

– Y te lo pido por favor: no menciones que Janssen y yo lo hemos detenido.

– Debo preguntártelo otra vez: ¿por qué, Willi?

Después de una pausa, Kohl dijo:

– Heydrich, el de la SD, es también de Göttburg.

Reinhard Heydrich, jefe de la División de Inteligencia de la SS y número dos de Himmler, tenía fama de ser el hombre más implacable del Tercer Reich (Imperio). Era una máquina sin corazón; cierta vez había abandonado a una muchacha después de embarazarla, pues detestaba a las mujeres de moral laxa. Se decía que a Hitler le disgustaba infligir dolor, pero toleraba su empleo si convenía a sus fines. Heinrich Himmler, por su parte, disfrutaba al infligir dolor, pero era un completo inepto cuando se trataba de utilizarlo para lograr un objetivo. Heydrich, en cambio, disfrutaba al causarlo y era experto en su aplicación.

Krauss echó un vistazo al panadero y preguntó, inquieto:

– ¿Son…? ¿Crees que puedan ser parientes?

– Prefiero no correr el riesgo. Vosotros, los de la Gestapo, os lleváis mucho mejor con la SD que la Kripo. Podéis interrogarlo sin temer mucho las consecuencias. Pero si allí ven mi nombre relacionado con él en una investigación, eso bien podría ser el fin de mi carrera.

– Aun así… interrogar a un pariente de Heydrich… -Krauss bajó la vista a la acera-. ¿Crees que puede saber algo valioso?

Kohl estudió al miserable panadero.

– Creo que sabe algo más de lo que dice, pero nada que nos sea muy útil. Tengo la sensación de que si se muestra tan evasivo es sólo porque acostumbra mezclar serrín con la harina o porque compra mantequilla en el mercado negro. -El inspector paseó una mirada por el vecindario-. Supongo que Janssen y yo, con un poco de empeño, podemos averiguar más detalles sobre el incidente del pasaje Dresden y al mismo tiempo -bajó la voz- conservar nuestro empleo.

Krauss se paseaba, quizá tratando de recordar si había mencionado su propio nombre ante ese hombre, quien a su vez podía revelarlo a su primo Heydrich.

– Quítele las esposas – dijo abruptamente. Mientras el joven oficial obedecía, añadió-: Necesitamos un informe sobre el asunto del pasaje Dresden, Willi; cuanto antes.

– Por supuesto.

– Heil Hitler.

– Heil.

Los dos oficiales de la Gestapo subieron al Mercedes y, después de rodear la estatua del Führer, se perdieron a gran velocidad en el tráfico.

Cuando el coche hubo desaparecido Kohl devolvió al panadero su carné.

– Tome usted, señor Rosenbaum. Ya puede volver a su trabajo. No lo molestaremos más.

– Gracias, muchísimas gracias -exclamó el hombre, efusivo. Le temblaban las manos y las lágrimas le corrían por las arrugas que rodeaban la boca-. Que Dios lo bendiga, señor.

– Chist -lo acalló el inspector, irritado por lo indiscreto de su gratitud-. Ahora regrese a su tienda.

– Sí, señor. ¿Una hogaza de pan? ¿Un poco de strudel?

– No, no. A su tienda, hombre.

El panadero entró precipitadamente. Mientras regresaban hacia el coche, Janssen preguntó:

– ¿No se llamaba Heydrich? ¿Era Rosenbaum?

– Con respecto a este asunto, Janssen, es mejor que no haga preguntas. No le servirán para ser mejor inspector.

– Sí, señor. -El joven asintió con aire conspirador.

– Ahora bien: sabemos que nuestro sospechoso ha bajado de un taxi en este sitio y se ha sentado en la plaza durante un rato antes de continuar con su misión, cualquiera que fuese. Preguntemos a estos holgazanes si han visto algo.

No tuvieron suerte con la gente sentada en los bancos; tal como Kohl había explicado a su ayudante, allí había muchos que no simpatizaban en absoluto con el Partido ni con la policía. Es decir: no tuvieron suerte hasta que llegaron a un hombre sentado a la sombra del Führer de bronce. A la primera mirada Kohl lo reconoció como soldado, ya fuera del Ejército regular o del Cuerpo Libre, la milicia informal que se había formado después de la guerra.

Cuando le preguntó por el sospechoso el hombre asintió enérgicamente:

– Ah, sí, sí. Ya sé a quién se refiere.

– ¿Cómo se llama usted, señor?

– Helmut Gershner. Fui cabo del Ejército del káiser Guillermo.

– ¿Y qué puede decirnos, cabo?

– Hace escasamente tres cuartos de hora he estado hablando con ese hombre. Responde a su descripción.

Kohl sintió que se le aceleraba el corazón.

– ¿Sabe usted si aún está por aquí?

– Por lo que he visto, no.

– Vale. Cuéntenos lo que sepa.

– Sí, inspector. Estábamos hablando de la guerra. Al principio me ha parecido que fuimos camaradas, pero luego he percibido que había algo extraño.

– ¿El qué, señor?

– Ha mencionado la batalla de St. Mihiel. Pero sin afligirse.

– ¿Sin afligirse?

El hombre meneó la cabeza.

– En esa batalla nos capturaron a quince mil hombres y tuvimos muchísimos muertos. Para mí fue el día más triste para mi unidad, el Destacamento C. ¡Qué tragedia! Los americanos y los franceses nos obligaron a retroceder hasta la Línea Hindenburg. Él parecía saber mucho del combate. Sospecho que estuvo allí. Sin embargo, para él la batalla no fue un horror. He visto por su mirada que recordaba esos días terribles como si tal cosa. Además… -Los ojos del hombre se dilataron de indignación-… no ha querido compartir mi petaca en honor de los muertos. No sé por qué lo buscan, pero ha bastado esa reacción para que yo desconfiara. Sospecho que fue un desertor. O un cobarde. Hasta es posible que fuera un traidor.

«O tal vez el enemigo», pensó Kohl, irónico. Y preguntó:

– ¿Ha dicho qué lo traía por aquí? ¿O donde fuera?

– No, señor, nada de eso. Sólo hemos conversado un momento.

– ¿Estaba solo?

– Creo que no. Me parece que se le ha unido otro hombre, algo más bajo que él. Pero no he visto con claridad. Lo siento. No estaba prestando atención, señor.

– Está muy bien, soldado -dijo Janssen. Y agregó, dirigiéndose a su jefe-: Tal vez el hombre que hemos visto en el patio era su colega. Traje oscuro, más bajo.

Kohl asintió.

– Posiblemente. Uno de los que le acompañaban en el Jardín Estival. -Y preguntó al veterano-: ¿Qué edad tenía el hombrón?

– Unos cuarenta, año más, año menos. Igual que yo.

– ¿Ha podido usted verlo bien?

– Pues sí, señor. Estaba tan cerca de él como de usted ahora. Puedo describirlo a la perfección.

«Bendito sea Dios», pensó Kohl, «ha acabado la plaga de la ceguera». Miró calle arriba, en busca de alguien a quien había visto al inspeccionar la zona, media hora antes. Luego cogió al veterano por un brazo y, con una mano en alto para detener el tráfico, lo condujo al otro lado de la calle.

– Señor -le dijo a un hombre cubierto con un delantal manchado de pintura, sentado junto a un carro barato donde exhibía algunos cuadros. El artista ambulante apartó la vista del bodegón de flores que estaba pintando. Al ver la credencial de Kohl dejó su pincel para levantarse, alarmado.

– Lo siento, inspector. Le aseguro que he intentado muchas veces obtener un permiso, pero…

Kohl le espetó:

– ¿Sabe usar el lápiz o sólo pintura?

– Yo…

– ¡El lápiz! ¿Sabe dibujar a lápiz?

– Sí, señor. A menudo comienzo por hacer un esbozo preliminar a lápiz y luego…

– Sí, sí, está bien. Veamos: tengo un trabajo para usted. -Kohl depositó al cabo cojo en la raída silla de lona y plantó un bloc de papel ante el artista.

– ¿Quiere que retrate a este hombre? -preguntó el pintor, confundido aunque bien dispuesto.

– No: quiero que haga un dibujo del hombre que él va a describir.

15

El taxi pasó acelerando frente a un gran hotel, del que pendían banderas nazis negras, blancas y rojas.

– Ach, ése es el Metropol -informó el conductor-. ¿Sabe usted quién está allí en estos días? ¡Lillian Harvey, la gran actriz y cantante! La he visto con mis propios ojos. ¡Ya disfrutarán ustedes de sus musicales!

– Es buena, sí. -Paul no tenía ni idea de quién era esa mujer.

– Ahora está haciendo una película en Babelsberg, para los estudios UFA. Me encantaría tenerla como pasajera, pero tiene limusina, claro.

Paul echó una mirada distraída al lujoso hotel, justo del tipo donde solían hospedarse las estrellitas de cine. Luego el Opel giró hacia el norte y el vecindario cambió abruptamente; cada manzana era más ruinosa que la anterior. Cinco minutos después Paul dijo al conductor:

– Aquí, por favor.

El hombre lo dejó ante la acera. Ya conocedor del riesgo que representaban los taxis, aguardó a que el vehículo desapareciera en el tráfico; luego caminó doscientos metros hasta la calle Dragoner Y continuó hacia la Cafetería Aria.

Una vez dentro no le costó mucho localizar a Otto Webber. El alemán estaba sentado a una mesa del bar, discutiendo con un hombre que vestía un sucio traje azul claro y un sombrero de paja. Al primer vistazo Webber irradió hacia Paul una gran sonrisa; luego se apresuró a despedir a su compañero.

– ¡Venga, venga aquí, señor John Dillinger! ¿Cómo está usted, amigo? -Se había levantado para abrazarlo.

Se sentaron. Antes de que Paul hubiera tenido tiempo de desabrocharse siquiera la chaqueta, Liesl, la atractiva camarera que los había atendido la vez anterior, avanzó hacia él por entre las mesas.

– Anda, has vuelto -anunció mientras apoyaba una mano en su hombro y le estrechaba con fuerza-. ¡No has podido resistirte a mí! ¡Ya lo sabía! ¿En qué puedo servirte?

– Para mí, Pschorr – dijo Paul-. Para él una cerveza de Berlín. -Al apartarse ella le rozó con los dedos la cara posterior del cuello. Webber la siguió con los ojos.

– Parece que has hecho una amiga especial. Y a decir verdad, ¿qué te trae por aquí? ¿La atracción de Liesl? ¿O has zurrado a otro grupo de Camisas de Estiércol y necesitas mi ayuda?

– He pensado que podríamos hacer negocios, después de todo.

– Ach, tus palabras son como la música de Mozart para mis oídos. Ya sabía que eras listo.

Liesl trajo las cervezas de inmediato. Paul notó que había dejado sin atender cuanto menos a dos clientes que habían pedido antes. Ella miró en derredor frunciendo el ceño.

– Tengo que trabajar. De otro modo me sentaría contigo y dejaría que me pagaras un schnapps. -Se alejó con aire resentido. Webber chocó su vaso contra el de Paul.

– Gracias por esto. – Saludó con la cabeza al hombre del traje azul claro, que se había sentado ante la barra-. ¡Qué problemas los míos! Cuesta creerlo. El año pasado, en la Exposición Automotriz de Berlín, Hitler anunció un coche nuevo. Mejor que el Audi, más barato que el DKW. Se llamará Volks Wagen. Al alcance de cualquiera. Puedes pagarlo en cuotas y retirarlo cuando hayas completado el precio. No es mala idea: la empresa puede utilizar el dinero y conservar el coche, por si no completas el pago. ¿No te parece brillante?

Paul asintió.

– Ach, tuve la suerte de conseguir millares de neumáticos.

– ¿Conseguir?

Webber se encogió de hombros.

– Y ahora descubro que esos condenados ingenieros han cambiado el tamaño de las ruedas de ese cochecito miserable. Mi mercancía no sirve.

– ¿Cuánto has perdido?

El alemán observó la espuma de su cerveza.

– En realidad no he perdido dinero. Pero tampoco tendré ganancia. Tan malo es lo uno como lo otro. Los automóviles son una de las cosas que este país ha hecho bien. El Hombrecillo ha reconstruido todas las carreteras. Pero aquí circula un chascarrillo: «Puedes viajar a cualquier parte del país cómodamente y a gran velocidad, pero ¿para qué hacerlo? En el otro extremo del camino sólo encontrarás más nacionalsocialistas». -Y bramó de risa.

Desde el otro lado del salón Liesl miraba a Paul con aire de expectación. ¿Qué buscaba? ¿Que le pidiera otra cerveza, un revolcón o una propuesta de casamiento? Él se volvió hacia Webber.

– Admito que tenías razón, Otto. No soy un simple cronista de deportes.

– Ni simple ni complicado.

– Quiero hacerte una proposición.

– Estupendo. Pero hablemos entre cuatro ojos. ¿Sabes qué significa eso? A solas tú y yo. Hay un sitio mejor para eso. Y tengo que entregar algo.

Cuando acabaron la bebida Paul dejó algunos marcos sobre la mesa. Webber recogió una bolsa de la compra de tela, que tenía impresas al costado las palabras KaDeWe – La mejor tienda del mundo. Escaparon sin despedirse de Liesl.

– Por aquí.

Ya fuera giraron hacia el norte para alejarse del centro de la ciudad, de las tiendas, del lujoso hotel Metropol, y se zambulleron en ese vecindario, cada vez más indigno. Allí había varios cabarés y clubes nocturnos, pero todos estaban clausurados.

– Ach, mira esto. Mi antiguo barrio. Todo ha desaparecido. Escuche, señor John Dillinger: he de contarle que yo era muy famoso en Berlín. Como esas mafias de las que hablan las novelas de crímenes, nosotros también teníamos nuestro Ringvereine.

Paul no conocía esa palabra, cuya traducción literal era «asociación del anillo», pero que, a tenor de las palabras de Webber, significaba en realidad «pandilla de delincuentes».

– Sí, teníamos muchas -continuó Webber-. Muy poderosas. La mía se llamaba Los Vaqueros, como en vuestro Salvaje Oeste -dijo, utilizando la expresión inglesa-. Durante un tiempo yo fui el presidente. Presidente, sí. ¿Te sorprende? Es que elegíamos a nuestros jefes por votación.

– Una democracia.

Webber se puso serio.

– Debes recordar que en ese tiempo éramos una república. El Gobierno alemán tenía al presidente Hindenburg. Nuestras pandillas estaban muy bien dirigidas. Eran grandiosas. Poseíamos edificios y restaurantes; organizábamos fiestas elegantes, hasta bailes de disfraces. Invitábamos a políticos y a funcionarios de la policía. Éramos delincuentes, sí, pero respetables. Gente orgullosa. Y hábiles también. Algún día te contaré mis mejores estafas.

»No sé mucho de vuestras mafias, señor John Dillinger: ese Al Capone, ese Dutch Schultz. Pero las nuestras comenzaron como clubes de boxeo. Los obreros, después del trabajo, se reunían para boxear; luego organizaron pandillas de protección. Después de la guerra hubo años de rebelión y disturbios civiles; se luchaba contra los kosis. Una locura. Y luego esa temible inflación… Resultaba más barato calentarse quemando dinero en billetes que usarlos para comprar leña. Uno de vuestros dólares valía miles de millones de marcos. Fueron tiempos terribles. En este país tenemos una expresión: «En el bolsillo vacío juega el diablo». Y todos teníamos los bolsillos vacíos. Fue así como el Hombrecillo subió al poder. Y así también fue como tuve éxito. El mundo era regateo y mercado negro. Ese clima me hizo florecer.

– Sí, está claro -dijo Paul. -Luego señaló un cabaré clausurado-. Pero los nacionalsocialistas lo han limpiado todo.

– Pues mira, eso depende de lo que signifique para ti «limpiar». El Hombrecillo no está bien de la cabeza. No bebe, no fuma, no le gustan las mujeres. Ni los hombres. ¿Has visto que en los actos públicos se pone el sombrero contra la entrepierna? Aquí decimos que es para proteger al último parado alemán. -Webber rió con ganas. Luego la sonrisa se esfumó-. Pero esto no es broma. Gracias a él los prisioneros se han apoderado de la cárcel.

Por un rato caminaron en silencio. Luego Webber se detuvo y señaló orgullosamente un edificio decrépito.

– Hemos llegado, amigo mío. Mira ese nombre.

En el letrero descolorido ponía en inglés «The Texas Club».

– Ésta era la sede central. De mi pandilla, Los Vaqueros, como te decía. En aquellos tiempos las cosas eran muchísimo mejores. Mira bien dónde pisas, señor John Dillinger. A veces hay gente que duerme la mona en el portal. Ach, ¿te he dicho ya cómo han cambiado los tiempos?

Webber entregó al camarero su misteriosa bolsa de tela y recibió a cambio un sobre.

La sala estaba llena de humo y apestaba a basura y a ajo. El suelo se encontraba sembrado de colillas, cigarros y cigarrillos apurados hasta dejar sólo un resto diminuto.

– Aquí pide sólo cerveza -advirtió Webber-. Es imposible adulterar los toneles, que vienen sellados por la fábrica. En cuanto a lo demás… Pues mira, mezclan el schnapps con alcohol etílico y restos de comida. El vino… Ach, no quieras saberlo. Y en cuanto a la comida… -Señaló con un gesto los juegos de cuchillos, tenedores y cucharas encadenados a la pared, junto a cada mesa. Un joven de ropa andrajosa caminaba por la sala, enjuagando los usados en un cubo grasiento-. Es mucho mejor salir de aquí con hambre que no salir nunca más.

Pidieron las bebidas y buscaron asiento. El camarero trajo cervezas, sin dejar de mirar tenebrosamente a Paul. Los dos hombres limpiaron el borde del vaso antes de beber. Webber, por casualidad, miró hacia abajo y, ceñudo, apoyó una pierna maciza en la otra rodilla para examinar los pantalones. El bajo estaba completamente raído, con hilachas colgando.

Ach. ¡Y estos pantalones eran ingleses! ¡De Bond Street! Bueno, haré que una de mis chicas los arregle.

– ¿Qué chicas? ¿Tienes hijas?

– Tal vez. Varones también, quizá. No sé. Pero me refería a una de las mujeres con quienes vivo.

– ¿Mujeres? ¿Todas juntas?

– No, hombre -dijo Webber-. A veces estoy en el apartamento de una, a veces en el de otra. Una semana aquí, otra allá. Una de ellas es una cocinera que parece poseída por el espíritu de Escoffier; otra cose tal como Miguel Ángel esculpía; otra es muy experimentada en la cama. Sí, son perlas, cada una a su modo.

– ¿Y cada una sabe…?

– ¿… que hay otras? -El alemán se encogió de hombros-. Puede que sí, puede que no. Ellas no preguntan, yo no digo nada. -Se inclinó hacia delante-. Pero veamos, señor John Dillinger, ¿qué puedo hacer por usted?

– Voy a decirte algo, Otto. Puedes levantarte y salir de aquí. Si lo haces lo entenderé. O puedes quedarte y escucharme hasta al final. En ese caso, y si puedes ayudarme, habrá una buena suma de dinero para ti.

– ¡Qué intriga! Continúa.

– En Berlín tengo un socio. Él ha hecho que un contacto suyo te investigara un poco.

– ¿A mí? ¡Qué honor! -Y en verdad parecía tomarlo así.

– Naciste en Berlín en 1886; cuando tenías doce años te mudaste a Colonia y luego aquí, tres años después, cuando te expulsaron de la escuela.

Webber frunció las cejas.

– Me salí voluntariamente, aunque a menudo ese episodio se cuenta mal.

– Por robar cosas de la cocina y enredarte con una camarera.

– La seductora fue ella y…

– Te han arrestado siete veces y has cumplido un total de trece meses en Moabit.

Sonrió, radiante:

– Sentencias tan cortas para tantos arrestos. Eso demuestra los buenos contactos que tengo con el poder.

Paul concluyó:

– Y los británicos no están muy contentos contigo, por ese aceite rancio que le vendiste el año pasado a la cocinera de la Embajada. Los franceses tampoco, pues les hiciste pasar carne de caballo por cordero. Han puesto un letrero prohibiendo volver a negociar contigo.

– Ach, los franceses -se burló él-. Bien, lo que dices es que quieres asegurarte de poder confiar en mí, saber que soy un delincuente sagaz, tal como me presento, y no un delincuente estúpido, un espía nacionalsocialista. No es más que prudencia por tu parte. No tengo por qué sentirme insultado.

– No, pero podrías sentirte insultado porque mi socio ha hecho que cierta gente de Berlín, gente del Gobierno, sepa de tu existencia. Si decides no tener nada más que ver conmigo, para mí será una desilusión, pero lo comprenderé. Pero si decides ayudarnos y me traicionas esta gente te buscará. Y las consecuencias serán muy desagradables. ¿Comprendes lo que te digo?

Soborno y amenaza: las piedras fundamentales de la confianza en Berlín, tal como había dicho Reggie Morgan.

Webber se limpió la cara y bajó la vista, murmurando:

– Te salvo la vida ¿y así me tratas?

Paul suspiró. Ese hombre imposible no sólo le gustaba, sino que además no veía otro medio de saber dónde encontrar a Ernst. De cualquier manera no había podido evitar que los contactos de Morgan investigaran los antecedentes de Webber y tomaran medidas para evitar que los traicionara. Eran precauciones vitales en una ciudad tan peligrosa.

– Está bien. Supongo que acabaremos la cerveza en silencio y luego cada uno seguirá su camino.

No obstante, un momento después la cara de Webber se abrió en una sonrisa.

– Admito que no me siento tan insultado como correspondería, señor Schumann.

Paul parpadeó. Nunca había revelado su nombre a Webber.

– Mira, es que yo también tenía mis dudas. En la Cafetería Aria, durante nuestro primer encuentro, cuando te alejaste para retocarte el maquillaje, como dirían mis chicas, te birlé el pasaporte para echarle un vistazo. Ach, no parecías nacionalsocialista, pero tal como has dicho, en esta ciudad de locos la prudencia nunca es demasiada. Ya ves, yo también he hecho averiguaciones sobre ti. Mi propio contacto no ha podido descubrir nada que te vincule con la calle Wilhelm. A propósito, ¿qué tal lo hice? No sentiste nada, ¿verdad? Cuando te quité el pasaporte.

– No -reconoció Paul con una sonrisa melancólica.

– Pues bien, ahora que hemos alcanzado un mutuo respeto -el alemán rió irónicamente-, creo que podemos analizar esa proposición comercial. Continúe, señor John Dillinger, por favor. Dígame qué es lo que tiene en mente.

Paul contó cien de los marcos que le había dado Morgan y se los pasó. Webber enarcó una ceja.

– ¿Qué quieres comprar?

– Necesito información.

– Ah, información. Sí, sí. Eso podría costar cien marcos. O mucho más. ¿Información sobre qué o sobre quién?

Paul estudió los ojos oscuros del hombre que tenía enfrente.

– Sobre Reinhard Ernst.

Webber proyectó el labio inferior, con la cabeza inclinada hacia un lado.

– Por fin la cosa cobra sentido. Has venido para un nuevo deporte olímpico, muy interesante. Caza mayor. Y has elegido bien la presa, amigo mío.

– ¿Sí?

– Sí, sí. El coronel está haciendo aquí muchos cambios. Y no en bien del país. Nos está preparando para una diablura. El Hombrecillo está loco, pero se rodea de gente muy sagaz. Y Ernst es uno de los más sagaces.

Webber encendió uno de sus horribles puros. Paul, un Chesterfield; esta vez rompió sólo dos cerillas baratas antes de obtener una llama. Su compañero tenía la mirada perdida.

– Serví al káiser durante tres años, hasta la rendición. Créeme que estuve en cosas heroicas. Una vez mi compañía avanzó más de cien metros contra los británicos en sólo dos meses. Con eso ganamos algunas medallas… los que logramos sobrevivir, claro. En algunas aldeas han puesto placas que sólo dicen: «A los caídos»; no tenían con qué pagar tanto bronce como para poner los nombres de todos los muertos meneó la cabeza-. Ustedes, los yanquis, tenían esos Maxim. Nosotros, la ametralladora. Era igual que el Maxim; no recuerdo si os robamos el diseño o si nos lo robasteis vosotros. Pero los británicos, ach, ellos tenían el Vicker, refrigerado por agua. Eso sí que era una picadora de carne. ¡Qué máquina…! No, no queremos otra guerra. El Hombrecillo puede decir otra cosa, pero nadie la quiere. Sería el final de todo. Y eso es lo que el coronel se trae entre manos. -Webber se guardó los cien marcos en el bolsillo y dio una calada a su horrible puro ersatz-. ¿Qué quieres saber?

– Sus horarios en la calle Wilhelm: a qué hora llega, cuándo sale, qué tipo de coche conduce, dónde lo aparca, si estará allí mañana, el lunes o el martes, qué ruta coge, qué cafeterías prefiere en esa zona.

– Todo eso se puede averiguar. Sólo hace falta tiempo. Y huevo.

– ¿Huevo?

Se tocó el bolsillo.

– Dinero. Seré franco, señor John Dillinger. Aquí no estamos hablando de vender trucha de canal pasada como si fuera de lago y fresca. Este asunto requerirá que me retire por un tiempo. Habrá graves represalias y tendré que desaparecer. Habrá…

– Dime simplemente cuánto, Otto.

– Muy peligroso… Además, ¿qué es un poco de dinero para vosotros, los americanos? Tenéis a ese Roosevelt. -Y añadió en inglés-: Tenéis pasta ganso.

– Gansa -corrigió Paul-. ¿Cuánto?

– Mil dólares.

– ¡Qué!

– Nada de marcos. Dicen que la inflación se ha acabado, pero eso no se lo cree nadie que haya vivido en esos tiempos. Hombre, si en el año veintiocho un litro de gasolina costaba quinientos mil marcos. Y en…

Paul sacudió la cabeza.

– Es demasiado.

– En realidad no, si te consigo la información. Y te aseguro que la conseguiré. Sólo tendrás que pagarme la mitad por adelantado.

El sicario señaló el bolsillo de Webber, donde residían los marcos.

– Ahí tienes el pago adelantado.

– Pero…

– Se te pagará el resto cuando saquemos provecho de la información, sí acaso sirve. Y siempre que me autoricen.

– Tendré gastos.

Paul le entregó los cien restantes.

– Ahí tienes.

– Apenas es suficiente, pero ya me arreglaré. -Luego miró al norteamericano con atención-. Siento curiosidad.

– ¿Sobre qué?

– Sobre ti, señor John Dillinger. ¿Cuál es tu historia?

– No hay ninguna historia.

– Ach, siempre la hay. Anda, cuéntale la tuya a Otto. Ahora somos socios. Más íntimos que si nos acostáramos juntos. Y recuerda que él lo ve todo: la verdad y las mentiras. No pareces buen candidato para este trabajo. Pero tal vez por eso te han escogido para visitar nuestra bella ciudad: porque no lo pareces. ¿Cómo te has metido en esa noble profesión?

Por un momento Paul no dijo nada. Luego contestó:

– Mi abuelo emigró a Estados Unidos hace años. Había combatido en la guerra franco-prusiana y no quería más luchas. Allí fundó una imprenta.

– ¿Cómo se llamaba?

– Wolfgang. Decía que por las venas le corría tinta en vez de sangre. Aseguraba que sus antepasados eran de Maguncia y que allí habían trabajado con Gutenberg.

– Batallitas del abuelo -asintió Webber-. El mío decía ser primo de Bismarck.

– La empresa estaba en el Lower East Side de Nueva York, en la zona germanoamericana de la ciudad. En 1904 hubo una tragedia: se incendió un barco que hacía excursiones por el río East, el General Slocum, y murieron más de un millar de personas.

– Vaya, qué triste.

– Mis abuelos iban en ese barco. No murieron, pero él sufrió quemaduras graves por rescatar a otra gente y ya no pudo continuar trabajando. Entonces la mayor parte de la comunidad alemana se mudó a Yorkville, más hacia el norte de Manhattan. Con tanto dolor no querían quedarse en la Pequeña Alemania. La imprenta empezó a decaer, pues el abuelo estaba muy enfermo y había menos vecinos que encargaran trabajos. Entonces mi padre se hizo cargo. Él no quería ser impresor: quería jugar al béisbol. ¿Sabes qué es el béisbol?

– Sí, desde luego.

– Pero no había otra opción. Tenía que alimentar a una esposa, tres hijos y ahora también a sus padres. Pero se puso a la altura de las circunstancias. Se mudó a Brooklyn, comenzó a imprimir también en inglés y expandió la empresa. La convirtió en un gran éxito. Durante la guerra, mi hermano no pudo ingresar en el Ejército y trabajó con él mientras yo estaba en Francia. A mi regreso me uní a ellos y dimos un gran impulso a la empresa. -Paul rió-. Mira, no sé si estás enterado de esto, pero en nuestro país hubo algo que se llamó Prohibición…

– Sí, sí, claro. Recuerda que leo novelas de crímenes. ¡Beber licor era ilegal! ¡Qué locura!

– La imprenta de mi padre estaba en Brooklyn, junto al río; tenía muelle y un depósito grande para el papel y para guardar los trabajos terminados. Una de las pandillas quería utilizarla para almacenar el whisky con el que hacían contrabando desde el puerto. Mi padre dijo que no. Un día vinieron un par de matones y golpearon a mi hermano. Como mi padre aún se resistía, le pusieron los brazos en la prensa grande.

– ¡Atiza!

Paul continuó:

– Quedó gravemente mutilado y murió pocos días después. Al día siguiente, mi hermano y mi madre vendieron la planta a la pandilla, por cien dólares.

– Y así, al quedarte sin trabajo, te enredaste con los chicos malos -adivinó Weber.

– No, no fue así -dijo Paul en voz baja-. Fui a la policía. No tenían ningún interés en ayudarme a encontrar a esos asesinos. ¿Comprendes?

– ¿Me preguntas si sé lo que es la corrupción policial?

Webber rió con ganas.

– Entonces cogí mi viejo Colt del Ejército, mi pistola. Averigüé quiénes eran los asesinos. Los seguí durante toda una semana. Cuando lo supe todo sobre ellos, los despaché.

– ¿Los qué?

Paul había traducido literalmente la expresión; en alemán no tenía sentido.

– Les metí una bala en la nuca.

Ach, sí -susurró su compañero, ya sin sonreír-. Aquí diríamos «apagar».

– Bueno. También sabía para quién trabajaban, quién era el contrabandista que había mandado torturar a mi padre. También lo despaché.

Webber se quedó en silencio. Paul cayó en la cuenta de que nunca hasta entonces había contado aquella historia.

– ¿Recuperaste tu empresa?

– Pues no. Los federales, el Gobierno, ya habían invadido y confiscado el local. En cuanto a mí, desaparecí en Hell’s Kitchen, un barrio de Manhattan, y me preparé para morir.

– ¿Para morir?

– Había matado a un hombre muy importante, un jefe de la mafia. Sabía que sus socios o algún otro vendrían por mí para matarme. Había cubierto muy bien mi rastro; la policía no pudo descubrirme. Pero las pandillas sabían que había sido yo. No quería poner en peligro a mi familia. Aunque por entonces mi hermano había instalado su propia imprenta, en vez de asociarme con él conseguí empleo en un gimnasio, donde servía de sparring y hacía la limpieza a cambio de alojamiento.

– Y esperabas que te mataran. Pero veo que aún estás vivito y coleando, señor John Dillinger. ¿Cómo sucedió?

– Otros hombres…

– Jefes de banda.

– … se enteraron de lo que yo había hecho. No estaban de acuerdo con el tipo al que yo había matado; no les gustaba su manera de trabajar, como lo de torturar a mi padre y matar policías. Ellos pensaban que los criminales debían ser profesionales, caballeros.

– Como yo -dijo Webber, dándose una palmada en el pecho.

– Sabían cómo había matado a ese mafioso y a sus hombres. Limpiamente, sin dejar pruebas. Sin que saliera herido un solo inocente. Me pidieron que hiciera lo mismo con otro hombre, que también era muy malo. Yo no quería, pero me enteré de lo que había hecho: había matado a un testigo y a toda su familia, incluidos dos niños. Entonces acepté. Y lo despaché a él también. Me pagaron muchísimo dinero. Después maté a alguien más. Con lo que me pagaron compré un pequeño gimnasio. Quería dejar aquello. Pero ¿sabes lo que significa «quedar encasillado»?

– Sí, desde luego.

– Pues esa casilla ha sido mi vida desde hace años. -Paul calló-Bueno, ésa es mi historia. La pura verdad, sin mentiras.

Por fin Webber preguntó:

– ¿Te molesta? ¿Ganarte la vida así?

Hubo una pausa.

– Creo que debería molestarme más. Me sentía peor durante la guerra, cuando despachaba a vuestros chicos. En Nueva York sólo liquido a otros asesinos. A los malos, los que actúan como aquellos otros con mi padre -rió-. Suelo decir que sólo corrijo los errores de Dios.

– Eso me gusta, señor John Dillinger -asintió Webber-. Los errores de Dios. Pues mira, aquí tenemos unos cuantos de ésos, ya lo creo. -Acabó su cerveza-. Oye, hoy es sábado, día difícil para conseguir información. Espérame mañana por la mañana en el Tiergarten. Al final del pasaje Stern hay un lago pequeño, en el lado del sur. ¿A qué hora te va bien?

– Temprano. A las ocho, digamos.

– Muy bien. -Webber arrugó la frente-. Sí que es temprano. Pero seré puntual.

– Necesito algo más -dijo Paul.

– ¿Qué? ¿Whisky, tabaco? Puedo conseguirte hasta algo de cocaína, aunque no queda mucha en la ciudad.

– No es para mí. Es para una mujer. Un regalo.

Webber sonrió ampliamente.

Ach, señor John Dillinger, ¡enhorabuena! Con tan poco tiempo como llevas en Berlín y tu corazón ya ha hablado. O tal vez la voz proviene de otra parte de tu cuerpo. Oye, ¿le gustaría a tu amiga un bonito liguero, con medias a juego? Francesas, por supuesto. ¿Un sostén rojo y negro? O quizá es más recatada. Un jersey de cachemira. Algunos bombones belgas, tal vez. O encaje. Perfume: eso siempre viene bien. Y por ser para ti, amigo mío, te haré un precio muy especial, desde luego.

16

Eran días de mucho trajín.

Había muchos asuntos que podrían estar ocupando la mente de ese hombre enorme y sudoroso que, ya avanzada la tarde del sábado, seguía en su oficina, tan amplia como correspondía a su categoría, dentro del Ministerio del Aire, cuarenta mil metros cuadrados recientemente completados en el edificio de la calle Wilhelm, más grande aún que la Cancillería y las habitaciones de Hitler juntas.

Hermann Göring podría, por ejemplo, continuar trabajando en la creación del enorme imperio industrial que planeaba en esos días (y que llevaría su nombre, desde luego). Podría haber estado redactando un memorándum para las gendarmerías rurales de todo el país, a fin de recordarles que debían imponer estrictamente la Ley Estatal para la Protección de los Animales, creada por él mismo, y castigar severamente a quien pillaran cazando zorros con galgos.

También estaba ese vital asunto de su propia fiesta para celebrar las Olimpiadas, para la cual estaba construyendo su propia villa dentro del Ministerio; había logrado echar un vistazo a los planes de Goebbels para ese evento, tras lo cual se empeñó en mejorar los suyos a fin de superar a ese gusano en muchos miles de marcos. Y además, por supuesto, estaba el importantísimo problema de qué ponerse para la fiesta. Hasta podía estar reunido con sus ayudantes para tratar su actual cometido dentro del Tercer Imperio: construir la mejor fuerza aérea del mundo.

Pero Hermann Göring, que por entonces tenía cuarenta y tres años, estaba en esos momentos concentrado en una viuda que le doblaba la edad y vivía en una cabaña pequeña, a las afueras de Hamburgo.

Desde luego, no era él en persona, con la retahíla de cargos que ostentaba, quien andaba de acá para allá haciendo averiguaciones sobre la señora Ruby Kleinfeldt. Tenía a decenas de lacayos y oficiales de la Gestapo yendo y viniendo de la calle Wilhelm a Hamburgo, investigando en los archivos y entrevistando a gente.

Göring, mientras tanto, miraba por la ventana de su opulenta oficina y comía un enorme plato de espaguetis. Eran el plato favorito de Hitler; el día anterior él había visto al Führer picotear un cuenco de esa pasta, lo que le había provocado un ansia interna que fermentó hasta convertirse en un deseo potentísimo; durante ese día ya se había comido tres raciones grandes.

«¿Qué descubriremos sobre ti?», preguntó silenciosamente a la anciana, que nada sabía de esa intensa pesquisa sobre su persona. Aquella investigación parecía una digresión absurda si se tenía en cuenta la cantidad de proyectos importantísimos que tenía en su agenda. Pero ése tenía una importancia vital, pues podía conducir a la caída de Reinhard Ernst.

En el fondo, Hermann Göring era un militar; a menudo recordaba los días felices de la guerra, cuando volaba con su biplano Fokker D7, completamente blanco, sobre Francia y Bélgica, listo para lanzarse en combate con cualquier piloto aliado que cometiera la estupidez de estar cerca (una cifra confirmada de veintidós habían pagado con la vida ese error, aunque Göring estaba convencido de haber matado a muchos más). Con el tiempo se había convertido en un mastodonte que no habría cabido siquiera en la cabina de su viejo avión; su vida se componía de calmantes, comida, dinero, obras de arte y poder. Pero si se le hubiera preguntado qué era en el fondo, su respuesta habría sido: «Soy un militar».

Y un militar que sabía cómo transformar nuevamente a su país en una nación de guerreros. Había que mostrar los músculos. Nada de negociar, nada de andarse con rodeos, como el chaval que se escabulle tras el cobertizo para fumar en secreto la pipa de su padre: tal era la conducta del coronel Reinhard Ernst.

Ese hombre manejaba las cosas con mano de mujer. Hasta el marica de Roehm, el jefe de las Tropas de Asalto que Göring y Hitler habían matado en el Putsch, dos años atrás, parecía un bulldog si se le comparaba con Ernst. Tratos secretos con Krupp, pero manteniendo la distancia; nerviosas transferencias de recursos de un astillero a otro; obligar al «Ejército» actual, si así podía llamarse, a entrenarse con artillería de madera, en pequeños grupos, para no llamarla atención. Y tantas otras tácticas remilgadas.

¿Por qué esa vacilación? Porque, según creía Göring, ese hombre era sospechoso en su lealtad a las opiniones del nacionalsocialismo. El Führer y Göring no eran ingenuos: sabían que no contaban con un apoyo universal. Con puños y pistolas se pueden ganar votos, pero no corazones. Y muchos corazones del país no eran devotos del nacionalsocialismo; entre ellos había personas que ocupaban los principales puestos de las Fuerzas Armadas. Ernst bien podía estar aplicando intencionadamente el freno para impedir que Hitler y Göring tuvieran esa institución que tan desesperadamente necesitaban: un Ejército fuerte. Hasta parecía que tenía esperanzas de ocupar él mismo el trono, si los dos gobernantes resultaban destituidos.

Gracias a su voz suave, su actitud razonable, sus modales elegantes, esas dos puñeteras Cruces de Hierro y otras diez o doce condecoraciones, Ernst gozaba actualmente del favor del Lobo (para sentirse más unido al Führer, a Göring le gustaba utilizar el apodo con que las mujeres solían referirse a Hitler, aunque el ministro lo hacía sólo en la intimidad de sus pensamientos).

¡Pero si bastaba ver cómo lo había atacado el coronel el día anterior, por el asunto del avión de combate Me 109 y las Olimpiadas! El ministro del Aire había pasado la mitad de la noche desvelado, enfurecido por ese diálogo, viendo una y otra vez al Lobo, que volvía sus ojos azules hacia Ernst y se mostraba de acuerdo con él!

Lo invadió otro ataque de ira.

– ¡Hostias! -Empujó el plato de espaguetis, que cayó al suelo y se hizo trizas. Uno de sus ordenanzas, veterano de la guerra, acudió corriendo.

– ¿Sí, señor?

– ¡Limpie eso!

– Iré por un cubo…

– No le he dicho que limpie el suelo. Basta con que recoja los fragmentos. Ya limpiarán esta noche. -El gordo bajó la vista a su camisa ablusada; al ver que estaba manchada de tomate, su enojo se multiplicó-. Quiero una camisa limpia. La vajilla es demasiado pequeña para esas raciones. Diga al cocinero que busque platos más grandes. El Führer tiene un juego de porcelana de Meissen verde y blanco. Quiero platos como ésos.

– Sí, señor. -El hombre ya estaba agachado junto a los añicos.

– No. Primero mi camisa.

– Sí, ministro del Aire. -El ordenanza se escabulló y regresó un momento después, trayendo una percha con una camisa verdeoscuro.

– ¡Ésa no! Ya le dije el mes pasado que con ésa parezco Mussolini.

– Ésa era la negra, señor. Ya la he tirado. Ésta es verde.

– Pues quiero una blanca. ¡Tráigame una camisa blanca! ¡De seda!

El hombre salió una vez más y trajo una del color correcto.

Un momento después entró uno de los asistentes de Göring.

El ministro cogió la camisa y la dejó a un lado; su obesidad le inspiraba timidez; jamás se habría desvestido delante de un subordinado. Sintió otro fogonazo de cólera contra Ernst, esta vez por su físico esbelto. Mientras el ordenanza recogía los fragmentos de porcelana, el asistente dijo:

– Creo que tenemos buenas noticias, ministro del Aire.

– ¿Qué pasa?

– Nuestros agentes en Hamburgo han hallado ciertas cartas que hablan de la señora Kleinfeldt. Insinúan que es judía.

– ¿Lo insinúan?

– Lo prueban, señor ministro, lo prueban.

– ¿Judía pura?

– No. Mestiza. Pero por la rama materna, o sea que es indiscutible.

Las Leyes de Nuremberg sobre Ciudadanía y Raza, promulgadas el año anterior, retiraban la ciudadanía alemana a los judíos y los convertían en «súbditos», además de sancionar como delito el matrimonio o la relación sexual entre judíos y arios. También definían con exactitud quién era judío en caso de matrimonio interracial de los ancestros. La señora Kleinfeldt, con dos abuelos judíos y dos no judíos, se consideraba mestiza.

Eso no era tan condenatorio, pero el descubrimiento encantó a Göring pues la señora Kleinfeld era la abuela del doctor-profesor Ludwig Keitel, socio de Reinhard Ernst en el Estudio Waltham. Göring aún no sabía de qué trataba ese misterioso informe, pero los hechos resultaban suficientemente condenatorios: Ernst trabajaba con un hombre de ascendencia judía y ambos utilizaban los escritos del doctor judío Freud. Aún peor era el hecho de que el coronel hubiera ocultado la investigación a las dos personas más importantes del Gobierno: él mismo y el Lobo.

A Göring le sorprendía que Ernst lo hubiera subestimado al suponer que el ministro del Aire no tenía pinchados los teléfonos de las cafeterías que rodeaban el edificio de la calle Wilhelm. ¿No sabía el plenipotenciario que, en ese distrito donde más que en ningún otro lugar reinaba la paranoia, ésos eran justamente los aparatos de los que se sacaba la mejor información? Göring tenía en su poder la transcripción de la llamada que Ernst había hecho esa mañana a Keitel para solicitarle urgentemente una entrevista.

Lo que sucediera en ese encuentro no tenía importancia. Lo fundamental era que Göring había descubierto el nombre del buen profesor y, ahora, que tenía sangre judía en las venas. ¿Las consecuencias de todo aquello? Dependían en gran parte de lo que Göring deseara. Keitel, intelectual medio judío, sería enviado al campo de Oranienburg; sobre eso no cabían dudas. Pero Ernst… El ministro del Aire decidió que sería mejor mantenerlo visible. Sería expulsado de los estratos superiores del Gobierno, pero retenido en algún puesto servil. Sí: hacia la próxima semana el hombre podría sentirse agradecido si se le utilizaba para corretear tras el ministro de Defensa, llevándole la cartera al calvo Von Blomberg.

Ya eufórico, Göring tragó varios calmantes más, pidió a gritos otro plato de espaguetis y se premió por tan victoriosa intriga volviendo a concentrarse en su fiesta olímpica. Se preguntó si aparecería disfrazado de cazador alemán, de jeque árabe o de Robin Hood, con carcaj y arco al hombro.

A veces decidirse resultaba casi imposible.


Reggie Morgan estaba preocupado.

– No tengo autoridad para aprobar un pago de mil dólares. ¡Hombre! ¿Mil?

Caminaban por el Tiergarten; dejaron atrás a un Camisa Parda que, subido a una caja a modo de tarima, sudaba abundantemente mientras arengaba a un pequeño grupo con voz ronca. Era obvio que algunos habrían preferido estar en cualquier otro lugar; otros lo miraban con desdén. Pero algunos estaban hechizados. Paul recordó a Heinsler, el del barco.

«Quiero al Führer y haría cualquier cosa por él y por el Partido…».

– ¿La amenaza ha dado resultado? -preguntó Morgan

– Oh, sí. De hecho creo que me respeta más por haberlo amenazado.

– ¿Y puede conseguirnos información útil?

– Si no puede él, no podrá nadie. Conozco a los de su clase. En cuanto les pones delante un billete demuestran tener unos recursos asombrosos.

– Bien, ya veremos si se puede conseguir algo de dinero.

Al salir del parque giraron al sur por la Puerta de Brandenburgo. Varias calles más allá pasaron junto al recargado palacio que, reparados los daños del incendio, se convertiría en la Embajada de Estados Unidos.

– Mira eso -dijo Morgan-. Es magnífico, ¿verdad? O lo será.

Aunque el edificio no albergaba aún oficialmente la Embajada, en la fachada pendía una bandera estadounidense. Paul, al verla, se sintió conmovido, más tranquilo y a gusto.

Pensó en las Juventudes Hitlerianas, allá en la Villa Olímpica. «Y el negro…la cruz gamada. Esvástica, diría usted… Ach, sin duda usted sabe… Sin duda usted sabe…».

Morgan giró hacia una callejuela; luego por otra; después de echar una mirada atrás, sacó la llave para abrir la puerta. Penetraron en el edificio, silencioso y oscuro. Tras recorrer varios pasillos entraron por una puerta pequeña, junto a la cocina. La habitación en penumbra contenía poca cosa: un escritorio, varias sillas y un gran transmisor de radio, el más grande que Paul hubiera visto nunca. Morgan la encendió; al calentarse los tubos la unidad comenzó a zumbar.

– Se escuchan todas las transmisiones transatlánticas de onda corta -advirtió Morgan-. Por eso transmitiremos por medio de relés: a Ámsterdam y luego a Londres; desde allí nos conectarán por línea telefónica con Estados Unidos. Los nazis tardarán un rato en localizar la frecuencia. -Se puso los auriculares-. Pero por si tuvieran suerte, debes suponer que te están escuchando. No olvides eso, digas lo que digas.

– Está bien.

– Tendremos que ser rápidos. ¿Listo?

Paul hizo un gesto afirmativo y cogió los auriculares que Morgan le ofrecía. Luego conectó el grueso enchufe al sitio que él le indicaba. Por fin se encendió una luz verde en la parte frontal de la unidad. Morgan fue hacia una ventana y, tras echar un vistazo al callejón, dejó caer la cortina. Con el micrófono bien cerca de la boca, oprimió el botón del mango.

– Necesito una conexión transatlántica con nuestro amigo del sur. -Lo dijo dos veces; luego soltó el botón de transmisión y explicó a Paul-: «Nuestro amigo del sur» es Bull Gordon. Por Washington, ¿sabes? «Nuestro amigo del norte» es el senador.

– Afirmativo – dijo una voz joven. Era la de Avery-. Un momento. Espere. Efectuando la llamada.

– Cómo estás -saludó Paul.

Una pausa.

– Hola -respondió Avery-. ¿Cómo te trata la vida?

– Oh, bastante bien. Me alegra oírte. -A Paul le parecía increíble haberse despedido de él sólo el día anterior. Parecía que hubiesen pasado ya varios meses-. ¿Cómo está tu otra mitad?

– No se ha metido en problemas.

– Me cuesta creerlo. -Paul se preguntó si Manielli sería tan bocazas entre los soldados holandeses como en Estados Unidos.

– Estás saliendo por un altavoz -se oyó la voz irritada de Manielli-. Sólo para que lo sepas.

El sicario se echó a reír.

Luego, silencio lleno de interferencias.

– ¿Qué hora es en Washington? -preguntó Paul a Morgan.

– Hora de almorzar.

– Es sábado. ¿Dónde está Gordon?

– No te preocupes por eso. Ya lo localizarán.

Por el auricular, una voz de mujer dijo:

– Un momento, por favor. Paso la llamada.

Segundos después Paul oyó el sonido de un teléfono. Luego, otra voz de mujer:

– ¿Diga?

– Con su esposo, por favor -dijo Morgan-. Disculpe la molestia.

– No cuelgue -contestó ella, como si supiera que no debía preguntar quién llamaba.

Un momento después, Gordon inquirió:

– ¿Sí?

– Somos nosotros, señor -dijo Morgan.

– Adelante.

– Inconvenientes en lo dispuesto. Hemos debido pedir información a alguien del lugar.

Gordon calló durante un momento.

– ¿Quién es? En términos generales.

El agente hizo un gesto a Paul, quien intervino:

– Conoce a alguien que puede acercarnos a nuestro cliente.

Su compañero aprobó con una inclinación de cabeza las palabras utilizadas. Luego agregó:

– Mi proveedor se ha quedado sin mercancía.

El comandante preguntó:

– Ese hombre, ¿trabaja para la otra empresa?

– No. Es independiente.

– ¿Qué otras opciones tenemos?

– Sólo sentarnos a esperar y rezar para que todo salga bien.

– ¿Confiáis en él?

Tras un momento Paul respondió:

– Sí. Es de los nuestros.

– ¿De los nuestros?

– Como yo. Trabaja en lo mismo. Hemos… hum… alcanzado cierta confianza mutua.

– ¿Hace falta dinero?

Morgan explicó:

– Por eso llamamos. Quiere mucho. De inmediato.

– ¿Cuánto es mucho?

– Mil. De vuestra moneda.

Una pausa.

– Ahí podría haber un problema.

– No tenemos alternativa -dijo Paul-. Tendrá que resolverlo usted.

– Podríamos hacer que regresaras anticipadamente.

– No, no conviene -le aseguró el sicario, rotundo.

El ruido de la radio podía ser una interferencia o un suspiro de Bull Gordon.

– Esperad. Me pondré en contacto con vosotros en cuanto pueda.


– ¿Y qué recibiríamos a cambio de mi dinero?

– No conozco los detalles -dijo Bull Gordon a Cyrus Adam Clayborn, quien estaba en Nueva York, en el otro extremo de la línea-. No pudieron dármelos. Temían que alguien estuviera escuchando, ¿comprende? Pero al parecer los nazis han cortado el acceso a la información que Schumann necesita para localizar a Ernst. Eso es lo que interpreto.

Clayborn gruñó.

Gordon se descubrió asombrosamente tranquilo, teniendo en cuenta que el hombre con quien estaba hablando era el cuarto o quinto en el orden de las grandes fortunas del país. (Había ocupado el segundo puesto, pero el derrumbe bursátil lo bajó un par de puntos en la lista.) Ambos eran muy diferentes, pero compartían dos características vitales: llevaban el Ejército en la sangre y eran patriotas. Eso compensaba la gran distancia en cuanto a sus bienes y posición social.

– ¿Mil? ¿En efectivo?

– Sí, señor.

– Ese Schumann me agrada. Su comentario sobre la reelección fue bastante agudo. Roosevelt está más asustado que un conejo. -Clayborn rió entre dientes-. Pensé que el senador se cagaría allí mismo.

– Eso parecía, sí.

– De acuerdo. Dispondré los fondos.

– Gracias, señor.

Clayborn se adelantó a la siguiente pregunta de Gordon.

– Pero en el país de los hunos es sábado y ya tarde. Y él necesita el dinero ahora mismo, ¿verdad?

– En efecto.

– No corte.

Tres largos minutos después el magnate reapareció en la línea.

– Dígales que vean a nuestro hombre en el sitio de entrega habitual para Berlín. Morgan sabe cuál es. El Maritime Bank of the Americas, en la calle Unten den Linden o cómo diablos se llame. Nunca lo digo bien.

– Unter den Linden. Significa «bajo los tilos».

– Está bien, está bien. El guardia llevará el paquete.

– Gracias, señor.

– Oiga, Bull…

– ¿Diga, señor?

– A este país le faltan héroes. Quiero que ese muchacho vuelva sano y salvo. Teniendo en cuenta nuestros recursos… -Los hombres como Clayborn nunca decían «mi dinero». El empresario continuó-: Teniendo en cuenta nuestros recursos, ¿qué podemos hacer para mejorar sus posibilidades?

Gordon estudió la pregunta. Sólo se le ocurrió una cosa:

– Rezar -respondió. Y apretó la horquilla del teléfono. Luego esperó un segundo antes de soltarla otra vez.

17

El inspector Willi Kohl, sentado ante su escritorio en el sombrío Alex, intentaba comprender lo inexplicable, un juego practicado muy a menudo en los departamentos policiales del mundo entero.

Siempre había sido curioso por naturaleza; lo intrigaba, digamos, por qué la mezcla del simple carbón con azufre y nitrato producía la pólvora, cómo funcionaban los submarinos, por qué las aves se arraciman en determinados sectores de las líneas telegráficas, qué ocurría dentro del corazón humano como para que cualquier taimado nacionalsocialista, hablando en un acto público, provocara el frenesí en ciudadanos por lo demás normales.

La cuestión que ocupaba su mente en esos momentos era qué clase de hombre podía quitar la vida a otro. Y por qué.

Y desde luego, «¿quién?», tal como susurraba ahora, pensando en el dibujo hecho por el pintor ambulante de la plaza Noviembre de 1923. Janssen estaba ahora abajo, haciéndola imprimir, tal como habían hecho con la foto de la víctima. El boceto no era nada malo, se dijo Kohl. Había algunos borrones, restos del primer esbozo y las correcciones, pero la cara se veía con claridad: una apuesta mandíbula cuadrada, cuello grueso, pelo algo ondulado, una cicatriz en el mentón y una tirita en la mejilla.

– ¿Quién eres? -susurró.

Willi Kohl tenía los datos: el tamaño y la edad de ese hombre, el color de su pelo, su posible nacionalidad y hasta la ciudad en que debía de residir. Pero en sus años de investigador había descubierto que para hallar a ciertos criminales se necesitaba de mucho más que de ese tipo de detalles. Para entenderlos de verdad se requería otra cosa: una penetración psicológica intuitiva. Y ése era uno de los mayores talentos de Kohl. Su mente hacía conexiones y daba saltos que a veces resultaban sorprendentes incluso para él mismo. Pero ahora no surgía nada de eso. Algo en aquel caso no encajaba.

Se reclinó en la silla para examinar sus notas, mientras chupaba la pipa caliente (una de las ventajas de pertenecer a la excluida Kripo era que hasta allí, hasta aquellas destartaladas oficinas, no llegaba el desprecio de Hitler por los fumadores).

Aún no había obtenido resultados de sus solicitudes anteriores. El técnico del laboratorio no había podido hallar ninguna huella digital en el folleto de la Villa Olímpica encontrado en la escena de la pelea con los Camisas Pardas; el del archivo (Kohl, enfadado, recordó que aún contaba con un solo examinador) no había hallado equivalentes para las huellas del pasaje Dresden. Y del forense aún no se sabía nada. ¿Cuánto podía tardar uno en abrir a un difunto y analizarle la sangre?

Ese día la Kripo había recibido un torrente de denuncias sobre personas desaparecidas, pero ninguna correspondía a la descripción de ese hombre que, por cierto, debía de ser hijo de alguien, quizá padre, esposo, amante…

De los distritos circundantes habían llegado algunos telegramas con los nombres de compradores de pistolas Spanish Star modelo A o municiones Largo, pero la lista aún estaba tristemente incompleta. Para Kohl fue un desencanto descubrir que se había equivocado: el arma asesina no era tan rara como él pensaba. Quizá por la estrecha vinculación con las fuerzas de Franco en la guerra de España, en Alemania se habían vendido muchas de esas pistolas, potentes y efectivas. Por el momento la lista incluía a cincuenta y seis personas en Berlín y sus alrededores, aunque todavía faltaba consultar a varias armerías. Además la policía informaba que algunas tiendas no conservaban registros o estaban cerradas por ser fin de semana.

Por otra parte, si el hombre había llegado a la ciudad justo el día anterior, como ahora parecía, era muy probable que no hubiera comprado personalmente el arma. (Sin embargo esa lista aún podía resultar valiosa: el asesino podía haber cogido la pistola de la misma víctima o de un camarada que llevara algún tiempo en Berlín).

Entender lo inexplicable…

Kohl todavía esperaba conseguir el listado de los pasajeros del Manhattan: había telegrafiado a las autoridades portuarias de Hamburgo y a la United States Lines, propietaria y operadora del barco, solicitando una copia del documento. Pero no tenía esperanzas: ni siquiera estaba seguro de que el jefe de puerto tuviera un ejemplar. En cuanto a la línea marítima, tendrían que localizar el documento, hacer una copia y luego enviarla por correo o teletipo a la sede de la Kripo; eso podía requerir varios días. De cualquier modo, hasta el momento no había recibido ninguna respuesta.

Incluso había enviado un telegrama a Manny’s Men’s Wear de Nueva York preguntando quiénes habían comprado recientemente un Stetson Mity-Lite. También esa solicitud permanecía sin respuesta.

Echó una mirada impaciente al reloj de bronce que tenía en el escritorio. Se estaba haciendo tarde y estaba hambriento. Deseaba hacer una pausa en el caso, o regresar a su casa, a cenar con su familia.

Konrad Janssen apareció en el vano de la puerta.

– Ya las tengo, señor.

Mostraba una hoja impresa con la obra del artista callejero, fragante de tinta.

– Bien… Lo siento, Janssen, pero esta noche aún tendrá que llevar a cabo otra tarea.

– Sí, señor, lo que usted mande.

Otra cualidad del formal Janssen era que nunca ponía reparos a trabajar mucho.

– Coja el DKW y regrese a la Villa Olímpica. Enseñe el retrato del artista a todos los que encuentre, norteamericanos o no; veamos si alguien lo reconoce. Deje allí algunos ejemplares, junto con nuestro número de teléfono. Si no hay suerte allí, lleve algunas copias al distrito de la plaza Lützow. Dígales que si por casualidad encuentran al sospechoso, deberán detenerlo sólo en calidad de testigo y llamarme de inmediato. Aunque sea a mi casa.

– Sí, señor.

– Gracias, Janssen… Espere. Ésta es la primera vez que usted participa en la investigación de un homicidio, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Pues no la olvidará jamás. Está haciendo un buen trabajo.

– Se lo agradezco, señor.

Kohl le entregó las llaves del DKW.

– Mano suave con el estárter. El aire le gusta tanto como la gasolina, si no más.

– Sí, señor.

– Si hay alguna novedad, telefonéeme a casa.

Cuando el joven se hubo ido Kohl se quitó los zapatos. Luego extrajo de un cajón del escritorio una caja con vellón de cordero y usó varios trozos para acolchar las zonas sensibles de los pies. Después de poner algunos parches estratégicos en los zapatos, volvió a calzárselos con una mueca de dolor.

Apartó la vista del retrato del sospechoso, hacia las lúgubres fotografías de los asesinatos de Gatow y Charlottenburg. No había sabido nada más sobre el informe de la escena del crimen ni sobre las entrevistas a los testigos. Probablemente no había logrado ningún efecto con el relato de esa ficticia conspiración kosi que había urdido para el inspector en jefe Horcher.

Contempló las fotos: un chico muerto, una mujer que trataba de asir la pierna a un hombre tendido casi a su alcance, un trabajador aferrado a una pala muy usada… Partían el corazón. Las miró durante algunos momentos. Sabía que era peligroso continuar con el caso. Peligroso para su carrera, desde luego, si no para su vida. Aun así no tenía opción.

Por qué, se preguntaba. Por qué sentía invariablemente esa compulsión de cerrar los casos de homicidio.

Probablemente porque, aunque pareciera irónico, en la muerte encontraba su cordura. Mejor dicho, en el proceso de poner ante la justicia a quienes causaban la muerte. Sentía que ésa era su misión en la vida; ignorar un homicidio, ya fuera el del gordo del callejón o el de una familia judía, era ignorar su naturaleza y, por lo tanto, pecado.

El inspector apartó las fotografías, cogió su sombrero y salió al pasillo del viejo edificio. Recorrió toda la longitud de baldosas prusianas, piedra y madera gastada por los años, pero aun así impecable y lustrada hasta el brillo. Atravesaba cuñas de sol bajo y rojizo, que a esa altura del año era la principal fuente lumínica de la sede; con la llegada de los nacionalsocialistas, Berlín, esa gran dama, se había vuelto tacaña («Antes armas que mantequilla», proclamaba Göring una y otra vez), y los constructores de edificios hacían todo lo posible para conservar los recursos.

Puesto que había cedido su coche a Janssen y debía regresar a su casa en tranvía, Kohl descendió dos tramos de escaleras hasta una puerta trasera de la sede, un atajo hacia la parada. Al pie de la escalera había letreros indicando la dirección de las celdas, a la izquierda, y del archivo de casos antiguos, de frente. Se dirigió hacia allí, recordando que en sus tiempos de asistente había pasado mucho tiempo allí, leyendo los expedientes, no sólo para aprender lo que pudiera de los grandes detectives prusianos del pasado, sino también porque le gustaba ver la historia de Berlín narrada por sus fuerzas policiales.

Heinrich, el prometido de su hija, era funcionario civil, pero le apasionaba la labor policial. Kohl decidió traerlo algún día; así podrían hojear juntos aquellas carpetas. Quizá le mostrara algunos de los casos en que había trabajado años atrás.

Pero al cruzar la puerta se detuvo en seco: los archivos habían desaparecido. Kohl se sorprendió al encontrarse en un corredor muy iluminado en el que montaban guardia seis hombres armados. Sin embargo no vestían el uniforme verde de la Schupo, sino el negro de la SS. Casi al unísono se volvieron hacia él.

– Buenas noches, señor -dijo uno, el más próximo a Kohl. Era flaco y tenía la cara asombrosamente larga. Lo miraba con atención-. ¿Su nombre?

– Detective inspector Kohl. Y usted ¿quién es?

– Si busca los archivos, ahora están en el segundo piso.

– No. Sólo quiero utilizar la salida trasera.

Kohl iba a avanzar, pero el de la SS dio un sutil paso hacia él.

– Lamento informarle de que ya no está habilitada.

– No lo sabía.

– ¿No? Pues así es desde hace varios días. Tendrá que volver a subir.

Kohl oyó un ruido extraño. ¿Qué era? Un clap clap mecánico.

El corredor se llenó con un estallido de sol: dos hombres de la SS habían abierto la puerta más alejada y se acercaban con carritos cargados de cajas. Ambos entraron en una de las habitaciones, al final del pasillo.

Él dijo al guardia:

– Me refería a esa puerta. Parece que sí está habilitada.

– Para uso general, no.

Los ruidos…

Clap, clap, clap. Y, por debajo, el ronroneo de un motor o una máquina.

Echó un vistazo a la derecha, a través de una puerta entreabierta, donde se veían varios aparatos grandes. Una mujer de chaquetilla blanca iba poniendo hojas de papel en una de ellas. Al parecer allí funcionaba una parte del departamento de Impresiones de la Kripo. Pero luego observó que no se trataba de hojas de papel, sino de tarjetas llenas de agujeros; el aparato las clasificaba.

«Ah…», comprendió Kohl. Acababa de encontrar la solución a un viejo misterio. Poco tiempo atrás le habían dicho que el Gobierno alquilaba grandes máquinas de calcular y clasificar, llamadas DeHoMags, como la empresa que las fabricaba, subsidiaria alemana de International Business Machines, una compañía norteamericana. Estos aparatos utilizaban tarjetas perforadas para analizar y comparar información. La noticia había alegrado mucho a Kohl, pues esas máquinas resultarían valiosísimas para la investigación criminalística: podían reducir cien veces el tiempo necesario para localizar categorías de huellas digitales o información balística. También podían comparar referencias de modus operandi para relacionar al criminal con el crimen y llevar un registro de reincidentes o de quienes estaban en libertad condicional.

Pero el entusiasmo del inspector se agrió muy pronto al saber que los aparatos no estarían a disposición de la Kripo. Entonces se preguntó quién los habría comprado y dónde estaban. Ahora descubría, con desagradable sorpresa, que al menos dos o tres estaban a cien metros escasos de su despacho, custodiados por la SS.

¿Qué finalidad tenían?

Se lo preguntó al guardia.

– No sabría decírselo, señor -respondió el hombre con voz seca-No estoy informado.

La mujer de blanco miró desde dentro. Se detuvo y habló con alguien. Kohl no pudo oír lo que decía ni ver a la otra persona. La puerta se cerró lentamente, como por arte de magia.

El guardia de la cara alargada pasó junto a Kohl para abrir la que conducía a la escalera.

– Le repito, inspector, que por aquí no se puede salir. Si sube un tramo de escaleras encontrará otra puerta por donde…

– Conozco bien el edificio -replicó Kohl, irritado. Y regresó a la escalera.


– Le he traído algo -dijo él.

De pie en el salón de Paul, en la pensión del pasaje Magdeburger, Käthe Richter cogió el pequeño paquete con curiosidad y un sobrecogimiento cauteloso, como si llevara años sin recibir un regalo. Frotó los pulgares en el papel castaño que Otto Webber le había conseguido.

– ¡Oh! -Hubo una leve exhalación al ver el volumen encuadernado en piel, en cuya cubierta ponía: Obra poética completa de Johann Wolfgang von Goethe.

– Mi amigo me ha dicho que no es ilegal, pero tampoco legal. Eso significa que lo prohibirán pronto.

– Está en el limbo -asintió ella-. Lo mismo sucedió durante un tiempo con el jazz norteamericano; ahora está prohibido. -Sin dejar de sonreír, Käthe dio vueltas al libro entre las manos.

– No sabía que en mi familia usábamos los nombres de Goethe. La mujer levantó una mirada de interrogación.

– Mi abuelo se llamaba Wolfgang. Mi padre, Johann.

Käthe, sonriendo ante la coincidencia, se puso a hojear el libro. Él dijo:

– Estaba pensando… Si no está muy ocupada, ¿podríamos cenar?

Ella se puso muy seria.

– Ya le he explicado que sólo puedo servir el desayuno…

Paul se echó a reír.

– No, no. Quiero invitarla a cenar. Podríamos visitar algunos lugares de Berlín.

– Usted quiere…

– Me gustaría salir con usted.

– Yo… No, no, no puedo.

– Ah, está casada… tiene un amigo… -Él no había visto que llevara anillo, pero no sabía cómo se manifestaba el compromiso en Alemania-. Invítelo también, por favor.

Käthe se había quedado sin palabras. Por fin dijo:

– No, no, no tengo a nadie, pero…

– Nada de peros -replicó él con firmeza-. No me quedaré mucho tiempo en Berlín. Me gustaría que alguien me enseñara la ciudad. -Con una sonrisa añadió en inglés-: Y sepa, señorita, que no acepto negativas.

– Hace mucho tiempo que no entro en un restaurante -reconoció ella-. Tal vez sería agradable.

Paul frunció el entrecejo.

– Ha conjugado mal un verbo.

– ¿Sí? ¿Cuál? -preguntó ella.

– Ha debido decir «será agradable», no «sería».

Ella rió con suavidad y aceptó reunirse con él en media hora. Regresó a su cuarto, mientras Paul se duchaba y se vestía.

Treinta minutos después, un toque a la puerta. Al abrirla él parpadeó: Käthe era una persona muy diferente.

Lucía un vestido negro que hasta Marion, la diosa de la moda, habría aprobado. Ceñido, hecho de una tela brillante, con una audaz abertura al costado y mangas diminutas que apenas le cubrían los hombros. La prenda olía vagamente a naftalina. Ella parecía algo incómoda, casi abochornada por vestir con tanta elegancia, como si en tiempos recientes no hubiera usado más que batas de andar por casa. Pero le brillaban los ojos. Como antes, él notó cuánta belleza sutil, cuánta pasión contenida irradiaba de su interior, contradiciendo por completo la piel mate, los nudillos huesudos, la tez pálida y la frente surcada de arrugas.

En cuanto a Paul, mantenía el pelo oscurecido con loción, pero se había hecho otro peinado (y cuando salieran lo ocultaría con un sombrero muy diferente de su Stetson pardo: un sombrero de fieltro oscuro, de ala ancha, que había comprado esa tarde, tras separarse de Morgan). Vestía un traje de lino azul marino, de chaqueta cruzada, y una corbata plateada sobre la camisa blanca Arrow. Junto con el sombrero había comprado también más maquillaje para cubrir el moratón y el corte. Ya no llevaba la tirita.

Käthe recogió el libro de poemas, que había dejado en el cuarto de Paul para ir a cambiarse, y lo hojeó.

– Éste es uno de mis favoritos. Se llama Proximidad del amado cerca de la amada. -Lo leyó en voz alta.

Pienso en ti cuando el brillo del sol

refulge sobre el mar;

pienso en ti cuando en la fuente

riela el resplandor lunar.

A ti te veo cuando allá en el camino,

el polvo se levanta;

y cuando en la campiña todo está silencioso,

algún viandante pasa.

Oigo tu voz cuando en quedo murmullo

las olas se alborotan;

y cuando en la campiña todo está silencioso,

tu voz acecho grata.

Leía en voz baja; Paul la imaginó frente a su clase, hechizados los estudiantes por su evidente amor por las palabras.

Käthe, riendo, alzó los ojos brillantes.

– Ha sido usted muy amable. -Luego cogió el libro con manos fuertes, le arrancó la cubierta de piel y la arrojó a la papelera.

Él la miraba con el ceño fruncido. La mujer sonrió con tristeza.

– Conservaré los poemas, pero debo eliminar la parte donde el título y el nombre del poeta son más evidentes. De esa manera ningún visitante o huésped podrá ver por casualidad quién lo escribió y no sentirá la tentación de denunciarme. ¡Qué tiempos los que estamos viviendo! Y por ahora lo dejaré en su cuarto, señor Schumman. Es mejor no llevar estas cosas por la calle, aunque sea un libro desnudo. ¡Bien, vamos! -añadió con entusiasmo juvenil. Y pasó al inglés para decir-: Vamos a gozar de la ciudad. Es así como se dice, ¿no?

– Sí. Gozar de la ciudad. ¿Adónde quiere ir…? Pero tengo dos condiciones.

– ¿Cuáles, por favor?

– En primer lugar, tengo hambre y como mucho. Segundo, me gustaría ver esa famosa calle Wilhelm.

Ella quedó inexpresiva durante un instante.

– Ach, la sede de nuestro Gobierno.

Paul supuso que, perseguida como estaba por los nacionalsocialistas, no disfrutaría mucho de ese panorama. Pero él necesitaba buscar el mejor lugar para despachar a Ernst y sabía que un hombre solo despierta muchas más sospechas que si lleva del brazo a una mujer. Ésa había sido la segunda misión cumplida ese día por Reggie Morgan: no sólo investigar el pasado de Otto Webber, sino también el de Käthe Richter. Era cierto que la habían expulsado de su cátedra y que estaba marcada como intelectual y pacifista. No había evidencias de que hubiera sido nunca informante de los nacionalsocialistas.

Al verla contemplar el libro de poesía sintió remordimientos por utilizarla así, pero se consoló pensando que ella no sentía ningún afecto por los nazis y, al colaborar con él sin saberlo, colaboraría en impedir la guerra que Hitler planeaba.

Ella dijo:

– Sí, por supuesto. Se la mostraré. Y en cuanto a la primera condición, sé cuál es el mejor restaurante. Le gustará. -Y agregó con una sonrisa misteriosa-: Es el lugar perfecto para gente como usted y yo.

«Usted y yo»…

Paul se preguntó qué querría decir.

Salieron a la noche cálida. A él le divirtió notar que, en cuanto dieron el primer paso hacia la acera, ambos giraron la cabeza de un lado a otro para ver si alguien los vigilaba.

Mientras caminaban conversaron sobre el vecindario, el clima, la escasez de cosas, la inflación. Sobre la familia de Käthe: sus padres habían fallecido y tenía una sola hermana, casada y con cuatro hijos, que vivía cerca de Spandau. Ella también le hizo preguntas sobre su vida, pero el cauteloso sicario sólo daba respuestas vagas y desviaba la conversación hacia ella.

La calle Wilhelm, según explicó Käthe, quedaba demasiado lejos como para ir caminando. Paul lo sabía, pues recordaba el mapa. Aún desconfiaba de los taxis, pero resultó que no había ninguno disponible: era el fin de semana previo al comienzo de las Olimpiadas y estaba llegando gente a raudales. Ella sugirió coger un autobús de dos pisos. Subieron al vehículo y se sentaron muy juntos en un inmaculado asiento de piel del piso superior. Paul miró atentamente en derredor, pero nadie les prestaba atención en especial (aunque casi esperaba ver aparecer a los dos policías que lo habían estado buscando todo el día, el gordo del traje blanco y el delgado de verde).

Al cruzar la Puerta de Brandenburgo el autobús se bamboleó hasta casi tocar los costados de piedra; muchos de los pasajeros soltaron una exclamación divertida de alarma, como en la montaña rusa de Coney Island; probablemente esa reacción era una tradición berlinesa.

Käthe tiró de la cuerda para bajarse en Unter den Linden a la altura de la calle Wilhelm; desde allí caminaron con rumbo sur a lo largo de la amplia avenida, centro del Gobierno nazi. Era un lugar sin estilo, con monolíticos bloques de piedra gris a cada lado. La calle, limpia y aséptica, exudaba un poder inquietante. Paul había visto fotos de la Casa Blanca y el Congreso: parecían edificios pintorescos y amistosos, mientras que en aquella calle berlinesa, las fachadas y los ventanucos, en hileras y más hileras de oficinas de piedra y cemento, resultaban lúgubres.

Y algo que esa noche resultaba más importante: estaban fuertemente custodiadas. Él nunca había visto tanta seguridad.

– ¿Dónde está la Cancillería? -preguntó.

– Allí. -Käthe señaló un edificio viejo y ornamentado, la mayor parte de cuya fachada estaba cubierta de andamios.

Paul, desalentado, estudió el lugar con ojos rápidos. Guardias armados al frente. Patrullaban la calle decenas de hombres de la SS y de lo que parecía ser el Ejército regular, deteniendo a los transeúntes para pedirles los papeles. En lo alto de cada edificio había más soldados armados con pistolas. Debía de haber un centenar de uniformados en las cercanías. Hallar un sitio para disparar sería virtualmente imposible. Y aun si pudiera hacerlo, sin duda lo capturarían o lo matarían cuando tratara de escapar.

Aminoró el paso.

– Creo que ya he visto bastante. -Miraba de reojo a varios tipos corpulentos de uniforme negro, que exigían la documentación a dos hombres, de pie en la acera.

– ¿No es tan pintoresco como usted esperaba? -Ella, riendo, iba a decir algo más; tal vez: «Se lo dije», pero lo pensó mejor-. Si tiene tiempo, no se preocupe; puedo mostrarle muchas partes de nuestra ciudad que son muy bellas. ¿Vamos ya a cenar?

– Sí, vamos.

Lo condujo hasta una parada de tranvías en Unter der Linden. Se subieron a uno y, después de un breve trayecto, ella indicó que debían bajar.

Käthe le preguntó qué le había parecido Berlín en el poco tiempo que llevaba allí. Nuevamente Paul dio algunas respuestas inocuas y desvió la conversación hacia ella:

– ¿Sales con alguien?

– ¿Que si salgo?

Había traducido literalmente.

– Es decir, ¿tienes alguna relación romántica?

Ella respondió con sinceridad:

– Hasta hace muy poco tenía un amante. Ya no estamos juntos. Pero gran parte de mi corazón sigue perteneciéndole.

– ¿En qué trabaja? -preguntó él.

– Es periodista. Como tú.

– En realidad yo no soy periodista. Escribo artículos y trato de venderlos. Temas de interés humano, digamos.

– ¿Y escribes sobre política?

– ¿Sobre política? No. Deportes.

– Deportes. -La voz de Käthe era algo despectiva.

– ¿No te gustan los deportes?

– Lamento decir que me disgustan.

– ¿Por qué?

– Porque hay tantas cuestiones importantes a las que debemos enfrentarnos… No sólo aquí, sino en el mundo entero. Y los deportes son… pues mira, son frívolos.

Paul replicó:

– También lo es pasear por las calles de Berlín en una bonita noche de verano. Pero es lo que estamos haciendo.

– Ach -exclamó ella, irritada-. Actualmente, en Alemania, la educación sólo busca fortalecer el cuerpo, no la mente. Nuestros muchachos practican juegos de guerra, se pasan las horas muertas desfilando. ¿Sabes que se ha iniciado el reclutamiento?

Paul recordó que Bull Gordon le había hablado del nuevo llamamiento de los alemanes, pero respondió que no.

– De cada tres muchachos, uno es rechazado porque tiene pies planos, de tanto como los hacen desfilar en la escuela. Es una vergüenza.

– Bueno, todo tiene su medida-señaló él-. A mí me gustan los deportes.

– Sí, pareces atlético. ¿Sueles entrenar?

– Un poco. Sobre todo practico boxeo.

– ¿Boxeo? ¿Del tipo en que se golpean unos a otros?

Él rió:

– Es el único tipo de boxeo que existe.

– Cosa de bárbaros.

– Puede serlo… si bajas la guardia.

– Bromeas, pero ¿cómo les puede gustar a dos personas golpearse mutuamente?

– No podría explicártelo. Pero me gusta. Es divertido.

– Divertido! -bufó ella.

– Divertido, sí. -Paul también empezaba a enfadarse-. La vida es difícil. A veces uno necesita aferrarse a algo divertido, si el resto del mundo se está haciendo mierda a tu alrededor. ¿Por qué no vas a ver una pelea alguna vez? Ve a ver a Max Schmeling, bebe un poco de cerveza, grita hasta quedar ronca. Tal vez te guste.

Kakfif -replicó ella, sin rodeos.

– ¿Qué?

– Kakfif -repitió Käthe-. Es apócope de «absolutamente imposible».

– Como te parezca.

Por un momento ella guardó silencio. Luego dijo:

– Como te decía hoy, soy pacifista. Todos los amigos que tengo en Berlín son pacifistas. No podemos casar la idea de diversión con la de hacer daño a la gente.

– Yo no voy por ahí como los Camisas Pardas, golpeando a inocentes. Los tíos con los que entreno lo hacen por voluntad propia.

– Pero ayudas a que se cause dolor.

– No: impido que alguien me lo cause a mí. De eso se trata el box.

– Como niños -murmuró ella-. Sois como niños.

– Tú no lo comprendes.

– ¿Por qué lo dices? ¿Porque soy mujer? -le espetó ella.

– Tal vez. Sí, tal vez sea por eso.

– No soy estúpida.

– No he hablado de inteligencia. Sólo he querido decir que a las mujeres no les gusta luchar.

– No nos gusta agredir. Pero luchamos cuando se trata de proteger el hogar.

– A veces el lobo no está dentro de tu casa. ¿No sales a matarlo primero?

– No.

– ¿Lo ignoras, con la esperanza de que se vaya?

– Sí. Exactamente. Y le enseñas que no tiene por qué ser destructivo.

– Eso es ridículo -adujo Paul-. No se puede convencer al lobo de que se convierta en oveja.

– Yo creo que sí se puede, si se quiere. Y si se pone empeño en lograrlo. Sin embargo hay muchos hombres que no quieren eso. Quieren pelear. Quieren destruir porque eso les produce placer.

Durante un largo momento se hizo entre ellos un silencio denso. Luego ella dijo, suavizando la voz:

– Ach, perdona, Paul, por favor. Estás conmigo, me acompañas a gozar de la ciudad, después de tantos meses… Y yo te pago comportándome como una fiera. ¿Las norteamericanas son tan fieras como yo?

– Algunas sí, otras no. Pero tú no lo eres.

– Soy una compañía difícil. Debes comprender, Paul, que en Berlín muchas somos así. No nos queda otro remedio. Después de la guerra no quedaban hombres en el país. Tuvimos que convertirnos en hombres y ser tan duras como ellos. Te pido perdón.

– No tienes por qué. Me gusta discutir. Es otra manera de boxear.

– ¡Ach, boxear! ¡Y yo, pacifista! -Käthe rió con aire juvenil.

– ¿Qué dirían tus amigos?

– Sí, qué dirían. -Y lo cogió del brazo para cruzar la calle.

18

Aunque Willi Kohl era «tibio» (políticamente neutral, no afiliado al Partido), disfrutaba de ciertos privilegios reservados a los nacionalsocialistas devotos.

Uno de ésos era que, cuando un alto funcionario de la Kripo se mudó a Munich, le habían ofrecido la posibilidad de ocupar su gran apartamento de cuatro dormitorios, situado en un prístino callejón que desembocaba en la calle Berliner, cerca de Charlottenburg. Desde la guerra había en Berlín una grave escasez de viviendas; la mayoría de los inspectores de la Kripo, incluso muchos de su mismo rango, se veían relegados a apartamentos corrientes, apretados en edificios cuadrados y anodinos.

Kohl no sabía con certeza a qué se debía esa recompensa. Muy probablemente a que siempre estaba dispuesto a ayudar a otros funcionarios a analizar la información recogida en la escena del crimen, a extraer deducciones de la evidencia o interrogar a un testigo, a un sospechoso. Sabía que, en cualquier puesto, el hombre más valioso es el que permite que sus colegas (especialmente sus superiores) parezcan también muy valiosos.

Esas habitaciones eran su santuario, tan privados como público era su despacho. Las habitaban aquellos que estaban más cerca de su corazón: su esposa, sus hijos y, en ocasiones, Heinrich, el novio de Charlotte (quien, por supuesto, dormía siempre en el salón).

El apartamento estaba en el segundo piso. Mientras subía las escaleras, haciendo muecas de dolor, le llegó un olor a cebolla y carne. Heidi no tenía un menú fijo para cada día. Algunos colegas de Kohl declaraban solemnemente que sábado, lunes y miércoles, por ejemplo, eran días sin carne por lealtad al Estado. La familia de Kohl, que incluía al menos a siete personas, pasaba a menudo sin carne, tanto debido a la escasez como a su coste, pero Heidi se resistía a atarse a un rito. Esa noche de sábado podía haber preparado berenjenas con beicon y salsa de nata, o budín de riñones, o sauerbraten, y hasta un plato de pasta con tomates a la italiana. Y siempre algo dulce, desde luego. A Willi Kohl le gustaban la linzertorte y el strudel.

Abrió la puerta, jadeante por el esfuerzo de subir las escaleras, justo en el momento en que Hanna, su hija de once años, corría hacia él: una rubia doncellita nórdica de pies a cabeza, aunque los padres eran morenos. Le envolvió el corpachón con los brazos.

– ¡Papá! ¿Puedo llevarte la pipa?

Él sacó la meerschaum. La niña la llevó hasta el portapipas de la sala de estar, donde había varias decenas más.

– Ya he llegado -anunció en voz alta.

Heidi salió al vano de la puerta para besarlo en ambas mejillas. Era unos cuantos años más joven que su esposo; en el curso de su matrimonio se había redondeado con una suave papada y amplio busto; cada hijo le agregó unos kilos. Pero así debía ser; Kohl pensaba que uno debía crecer con su pareja en cuerpo y alma. Por sus cinco hijos Heidi había obtenido un certificado del Partido. Las mujeres con más prole recibían mejores premios; con nueve hijos se obtenía una estrella de oro; en realidad, una pareja con menos de cuatro hijos no podía presentarse como «familia». Pero Heidi había relegado furiosamente el pergamino al fondo de su escritorio. Tenía hijos porque disfrutaba de ellos en todos los sentidos: al darles vida, al criarlos y al educarlos, no porque el Hombrecillo quisiera aumentar la población de su Tercer Imperio.

Su esposa desapareció y regresó un momento después con un pequeño vaso de schnapps. Sólo le permitía beber una copita de ese potente licor antes de la cena. Él solía rezongar por el racionamiento, pero secretamente lo agradecía; eran demasiados los policías que no sabían detenerse en la segunda copa. Ni en la segunda botella.

Saludó a Hilde, su hija de diecisiete años que, como siempre, estaba perdida entre las páginas de un libro. Ella se levantó para abrazarlo y regresó al diván. La esbelta muchacha era la erudita de la familia, pero últimamente lo tenía difícil. Goebbels en persona decía que el único objetivo de una mujer era ser hermosa y poblar el Tercer Imperio. Las universidades estaban ya casi cerradas para las chicas; las que ingresaban eran admitidas tan sólo para dos carreras: la Ciencia Doméstica (que otorgaba lo que se denominaba despectivamente «el diploma budín») y la Docencia. Hilde quería estudiar Ciencias Exactas para ser profesora universitaria, pero sólo le permitirían matricularse en los cursos inferiores. Kohl estaba convencido de que sus dos hijas mayores eran inteligentes por igual, pero Hilde aprendía con más facilidad que la vivaz y atlética Charlotte, de veintiún años. A menudo se asombraba de que él y Heidi hubieran producido seres humanos tan similares y, al mismo tiempo, tan diferentes entre sí.

El inspector salió a su pequeño balcón, donde a veces se sentaba a fumar su pipa, ya avanzada la noche. Como daba al oeste, pudo contemplar fieras nubes rojas y anaranjadas, encendidas por el sol ya desaparecido. Bebió un pequeño sorbo del fuerte schnapps. El segundo fue más amable. Cómodamente sentado en la silla, se esforzó por no pensar en gordos asesinados, en las trágicas muertes de Gatow y Charlottenburg, en Pietr (perdón: Peter), en el misterioso ajetreo de las DeHoMags en el sótano de la Kripo. Trató de no pensar tampoco en su inteligente sospechoso, el de Manny’s Men’s Wear.

«¿Quién eres?».

Un clamor en el vestíbulo de entrada: regresaban los muchachos. Fuerte ruido de pisadas en las escaleras. Herman, el menor, fue el primero en cruzar la puerta y la cerró en las narices de Günter, quien la frenó e inició un forcejeo con su hermano. Al reparar en la presencia de su padre la lucha quedó interrumpida.

– ¡Papá! -exclamó Herman. Y abrazó a su padre.

Günter levantó la cabeza a modo de saludo. Ya tenía dieciséis años y hacía exactamente dieciocho meses que ya no abrazaba a sus padres. Probablemente los hijos varones respondían a esa planificación desde los tiempos del Sacro Imperio, si no desde siempre.

– Id a lavaros para cenar -ordenó Heidi.

– ¡Pero si hemos estado nadando! En la piscina de la calle Wilhelm Marr.

– Pues entonces -apuntó su padre- id a lavaros el agua de la Piscina.

– ¿Qué hay para cenar, Mutti? -preguntó Herman.

– Cuanto antes os lavéis -anunció ella-, antes lo sabréis.

Los dos salieron de estampida por el pasillo, con toda su energía adolescente en marcha.

Pocos momentos después llegó Heinrich con Charlotte. A Kohl le gustaba ese chico (jamás habría permitido que una hija suya se casara con alguien que no le mereciera respeto). Pero ese apuesto rubio sentía fascinación por los asuntos policiales, lo cual lo inducía a interrogar extensamente y con entusiasmo a Kohl sobre los casos recientes. Por lo general el inspector disfrutaba con eso, pero esa noche nada deseaba menos que hablar de su jornada de trabajo. Mencionó las Olimpiadas, tema que a buen seguro acapararía la conversación. Todo el mundo había escuchado rumores diferentes sobre los equipos, los atletas favoritos, las muchas naciones representadas.

Pronto estuvieron sentados a la mesa del comedor. Kohl descorchó dos botellas de vino Saar-Ruwer y sirvió un poco a cada uno; también a los niños, en pequeña cantidad. Como sucedía siempre en esa casa, la conversación tomó varios rumbos diferentes. Para Kohl era uno de los mejores momentos del día: estar con sus seres queridos… y poder hablar con libertad. Mientras charlaban, reían y discutían, el inspector iba estudiando cara por cara, con la mirada rápida, atento a las voces, reparando en gestos y expresiones. Cualquiera habría pensado que lo hacía automáticamente, por su experiencia de policía, pero en realidad no era así: observaba a su prole y sacaba sus conclusiones porque eso formaba parte de la paternidad. Esa noche notó algo que lo preocupó, pero lo archivó en su mente, como habría podido hacerlo con algún detalle clave visto en la escena de un crimen.

La cena acabó relativamente temprano, poco más o menos en una hora; el calor mermaba el apetito de todos, salvo de Kohl y sus hijos varones. Heinrich propuso jugar a las cartas, pero el inspector negó con la cabeza.

– Yo no. Voy a fumar -anunció-. Y me remojaré los pies, creo. Günter, por favor, tráeme un hervidor con agua caliente.

– Sí, padre.

Kohl fue a por la palangana y las sales. Luego se dejó caer en el sillón de piel de la sala de estar, el mismo que antes usaba su padre, tras una larga jornada en los campos. Cargó una pipa y la encendió. Pocos minutos después entró su hijo mayor, llevando fácilmente con una mano un hervidor humeante que bien debía de pesar diez kilos. Mientras él llenaba la palangana, Kohl se arremangó, se quitó los calcetines y, evitando mirar los juanetes torcidos y los callos amarillentos, introdujo los pies en el agua caliente, en la que echó algunas sales.

– Ach, sí.

El chico se volvió para retirarse, pero él le dijo:

– Espera un momento, Günter.

– Sí, padre.

– Siéntate.

El chico obedeció, cauteloso, y dejó el hervidor en el suelo. En sus ojos había un destello de culpa adolescente. Kohl se preguntó, divertido, qué transgresiones aleteaban en la mente de su hijo: ¿un cigarrillo, un poco de schnapps, alguna torpe exploración entre las prendas interiores de la joven Lisa Wagner?

– ¿Qué te pasa, Günter? Te he visto preocupado durante la cena.

– Nada, padre.

– ¿Nada?

– No.

Con voz suave pero firme, Willi Kohl dijo:

– Dime.

El chico examinó el suelo. Por fin respondió:

– Pronto comenzarán las clases.

– Falta un mes.

– Aun así… Me gustaría, padre… ¿Podría cambiarme a otra escuela?

– Pero ¿por qué? La Hindenburg es una de las mejores de la ciudad. Al director Muntz se lo respeta mucho.

– Por favor.

– ¿Cuál es el problema?

– No sé, pero no me gusta.

– Tienes buenas notas. Tus profesores dicen que eres buen estudiante.

El chico no dijo nada.

– ¿Es por algo que no tiene relación con los estudios?

– No sé.

¿Qué podría ser?

Günter se encogió de hombros.

– Por favor, ¿no me permitirías ir a otra escuela hasta diciembre?

– ¿Por qué hasta entonces?

El chico, sin responder, evitó mirar a su padre.

– Dímelo -insistió Kohl, amable.

– Porque…

– Continúa.

– Porque en diciembre todo el mundo debe incorporarse a las Juventudes Hitlerianas. Y entonces… bueno, tú no me lo permitirás.

Ah, eso otra vez. Un problema recurrente. Pero ¿sería verdad esa nueva información? ¿Sería obligatorio asociarse? La idea daba miedo. Los nacionalsocialistas, al asumir el poder, habían unificado a los numerosos grupos juveniles en las Juventudes Hitlerianas; ahora las otras estaban prohibidas. Kohl era partidario de que los chicos se organizaran (en su adolescencia le había encantado pertenecer a clubes de natación y montañismo), pero la de Hitler no era más que un organismo para el entrenamiento militar, manejado por los mismos jóvenes; cuanto más rabiosamente nacionalsocialistas fueran los líderes, tanto mejor.

– ¿Y tú quieres participar?

– No sé. Todo el mundo se burla de mí por no ser miembro. Hoy, en el partido de fútbol, estaba Helmut Gruber, que es nuestro líder de las Juventudes Hitlerianas. Me dijo que haría bien en afiliarme pronto.

– Pero no debes de ser el único que no se ha incorporado.

– Cada día son más los que se les unen -replicó Günter-. A los que no somos miembros nos tratan mal. Cuando jugamos a arios y judíos, en el patio de la escuela, siempre me toca ser judío.

– ¿A qué dices que jugáis? -Kohl frunció el entrecejo. Nunca había oído hablar de eso.

– Pues a eso, padre, a arios y judíos. Ellos nos persiguen. Se supone que no deberían hacernos daños; el doctor-profesor Klindst dice que no nos hacen nada. Se supone que es como jugar al pilla pilla. Pero cuando él no mira nos empujan y nos tiran al suelo.

– Tú eres un chico fuerte y te he enseñado a defenderte. ¿No contraatacas?

– A veces sí. Pero los que hacen de arios son muchos más.

– Pues mira, me temo que no puedes ir a otra escuela -dijo Kohl.

Su hijo contempló la nube de humo que se elevaba desde la pipa al techo. De pronto le brillaron los ojos.

– Podría denunciar a alguien. Tal vez así me permitirían hacer de ario.

Él hizo un gesto ceñudo. La denuncia: otra de las plagas nacionalsocialistas.

– No denunciarás a nadie -dijo con firmeza-. El denunciado iría a la cárcel. Podrían torturarlo. O matarlo.

Günter frunció el ceño ante la reacción de su padre.

– Pero sólo denunciaría a un judío, padre.

Kohl se encontró sin palabras, con las manos trémulas y el corazón acelerado. Por fin preguntó, con calma forzada:

– ¿Denunciarías a un judío sin motivo alguno?

El chico pareció confundido.

– No, por supuesto. Lo denunciaría por ser judío. He estado pensando… El padre de Helen Morrell trabaja en los grandes almacenes de Karstadt. Su jefe es judío, aunque lo niega. Habría que denunciarlo.

Kohl aspiró hondo y sopesó las palabras como un carnicero en tiempos de racionamiento:

– Vivimos una época muy difícil, hijo. Todo es muy confuso. Si lo es para mí, para ti ha de serlo mucho más. Lo único que no debes olvidar jamás, pero tampoco decirlo a nadie, es que cada uno decide por sí mismo lo que está bien y lo que está mal. Lo sabe por lo que ve de la vida, de cómo vive y actúa la gente, por lo que siente. En el fondo uno siempre sabe lo que es bueno y lo que es malo.

– Pero los judíos son malos. Si eso no fuera verdad no nos lo enseñarían en la escuela.

Al inspector se le estremeció el alma de ira y dolor al oír eso.

– No denunciarás a nadie, Günter -dijo con severidad-. Eso es lo que espero de ti.

– De acuerdo, padre. -El chico se alejó.

– Günter. -Se detuvo ante la puerta-. ¿Cuántos hay en tu escuela que no se hayan afiliado a las Juventudes?

– No sé, padre. Pero cada día son más los que se apuntan. Pronto sólo quedaré yo para hacer de judío.


El restaurante que Käthe había escogido era el Lutter y Wegner; según explicó, tenía más de cien años y era toda una institución en Berlín. Los salones, medio en penumbra, eran íntimos y acogedores y estaban llenos de humo. Y el lugar se encontraba libre de Camisas Pardas, agentes de la SS y hombres de traje con brazaletes rojos y la temible cruz gamada.

– Te he traído aquí porque, como te he dicho, solía ser el refugio de gente como tú y yo.

– ¿Tú y yo?

– Sí. Bohemios. Pacifistas, pensadores. Y escritores, como tú.

– Ah, escritores. Sí.

– Aquí buscaba inspiración E. T. A. Hoffmann. Bebía champán copiosamente, botellas enteras. Y luego se pasaba toda la noche escribiendo. Habrás leído su obra, por supuesto.

No era así, pero Paul hizo un gesto afirmativo.

– ¿Sabes de algún otro mejor entre los escritores del romanticismo alemán? Yo no. El cascanueces y el rey de los ratones… mucho más tenebroso y real que lo que hizo Tchaikovsky después con el cuento. El ballet es pura espuma, ¿no te parece?

– Claro que sí – convino Paul. Lo había visto una vez en Navidad, de niño. Lamentó no haber leído el libro para poder hablar del tema con inteligencia. ¡Cómo le gustaba conversar con ella! Mientras bebían los cócteles a pequeños sorbos, reflexionó sobre el sparring que había hecho con Käthe en el trayecto hacia allí. Había sido sincero al decir que le gustaba discutir con ella. Era estimulante. En tantos meses como llevaba saliendo con Marion no recordaba un solo desacuerdo entre ellos. Ni siquiera recordaba que ella se hubiera enfadado alguna vez. En ocasiones, al descubrir una carrera en el par de medias nuevas, dejaba escapar un «¡Caramba!»; luego se llevaba los dedos a la boca, como si fuera a lanzar un beso… y se disculpaba con una risita.

El camarero les trajo la carta. Ordenaron manitas de cerdo, coles, spaetzle y pan («¡Ach, mantequilla de verdad!», susurró ella, atónita, fija la vista en los diminutos rectángulos amarillos). Para beber ella escogió un vino dulce y dorado. Comieron sin prisa, sin dejar de conversar y reír. Cuando hubieron terminado Paul encendió un cigarrillo. Notó que ella parecía estar indecisa. Al fin dijo, como si se dirigiera a sus estudiantes:

– Hoy estamos demasiado serios. Te contaré un chiste. -Su voz se redujo a un susurro-. ¿Sabes quién es Hermann Göring?

– ¿Algún funcionario del Gobierno?

– Sí, sí, el más íntimo de los camaradas de Hitler. Es un hombre extraño. Muy obeso. Y se exhibe por allí con disfraces ridículos, en compañía de famosos y mujeres hermosas. Pues bien, el año pasado se casó, por fin.

– ¿Ése es el chiste?

– No, todavía no. Se casó de verdad. El chiste es éste -Käthe hizo un mohín exagerado-: ¿Te has enterado de que la esposa de Göring ha abandonado la religión, pobrecilla? Debes preguntarme por qué.

– Dime, por favor: ¿por qué ha abandonado la religión la señora Göring?

– Porque tras la noche de bodas perdió la fe en la resurrección de la carne.

Los dos rieron con ganas. Él notó que Käthe se había ruborizado hasta el carmesí.

– Ay, Paul, qué cosa. Yo contando chistes verdes a un hombre que no conozco. Y por un chascarrillo así podríamos acabar los dos en la cárcel.

– Los dos no -corrigió él, muy serio-. Sólo tú. No he sido yo quien lo ha contado.

– Pues sólo por haberte reído te arrestarían.

Él pagó la cuenta y salieron. En vez de coger el tranvía regresaron a la pensión a pie, a lo largo de una acera que bordeaba el Tiergarten por el lado sur. Paul estaba algo achispado por el vino, que rara vez bebía. La sensación era agradable, mejor que la del whisky. La brisa cálida resultaba agradable. Y también la presión del brazo de Käthe contra el suyo.

Mientras caminaban hablaron sobre libros y política, un poco discutiendo y un poco riendo; eran una rara pareja paseando por las calles de esa ciudad inmaculada.

Paul oyó voces de hombres que se acercaban. Unos treinta metros más adelante vio a tres Camisas Pardas. Bromeaban ruidosamente. Con los uniformes marrones y las caras juveniles parecían traviesos escolares. A diferencia de los belicosos matones con quienes se había enfrentado en la librería, ese trío sólo parecía pensar en disfrutar de la noche. No prestaban atención a nadie.

Al sentir que Käthe aminoraba el paso se volvió a mirarla. Su cara era una máscara, su brazo comenzaba a temblar.

– ¿Qué sucede?

– No quiero pasar junto a ellos.

– No tienes nada que temer.

Käthe lanzó una mirada a la izquierda, presa del pánico. El tráfico era denso y el cruce para peatones estaba a varios cientos de metros. Para evitar a los Camisas Pardas sólo tenían una opción: el Tiergarten.

– ¡Pero si no corres ningún peligro! -insistió él-. No tienes por qué preocuparte.

– Siento tu brazo, Paul. Siento que estás listo para pelear con ellos.

– Por eso no corres peligro.

– No. -Ella miró hacia el portón que conducía al parque-. Por aquí.

Entraron. El denso follaje apagaba en gran parte el ruido del tráfico; pronto llenaron la noche el cric-cric de los insectos y la voz de barítono de las ranas. Los Camisas Pardas continuaron por la acera, ajenos a todo lo que no fuera su bulliciosa conversación y sus cantos. Pasaron sin echar siquiera una mirada al interior del parque. Aun así Käthe mantuvo la cabeza gacha. La rigidez con que caminaba hizo que Paul recordara sus propios movimientos después de haberse roto una costilla en un entrenamiento de boxeo.

– ¿Te sientes bien? -preguntó.

Silencio. Ella miró a su alrededor, estremecida.

– ¿Te da miedo este lugar? ¿Quieres que salgamos?

Seguía sin decir nada. Llegaron a un cruce de caminos; el de la izquierda los conduciría hacia el sur, fuera del parque y de regreso a la pensión. Käthe se detuvo. Pasado un momento dijo:

– Ven. Por aquí. -Y lo condujo hacia el norte, por senderos serpenteantes que se adentraban en el parque. Por fin llegaron a un estanque donde había decenas de botes para alquilar, boca abajo y alineados uno contra otro. En esa noche calurosa la zona estaba desierta.

– Hacía tres años que no entraba en el Tiergarten -susurró ella.

Paul no dijo nada. Por fin ella continuó.

– Ese hombre, el dueño de mi corazón…

– Sí, tu amigo, el periodista,

– Michael Klein. Era cronista del Munich Post. Hitler comenzó en Munich. Michael cubrió su ascenso y escribió mucho sobre él y sus tácticas: la intimidación, las palizas, los asesinatos. Llevaba la cuenta de los homicidios no resueltos de quienes se oponían al Partido. Hasta creía que Hitler había hecho matar a su propia sobrina, en el año treinta y dos, pues estaba obsesionado por ella y la chica amaba a otro.

»El Partido y los Camisas Pardas lo amenazaron, a él y también a todos los que trabajaban en el Post. Decían que el periódico era «tuca cocina de veneno». Pero mientras los nacionalsocialistas no asumieron el poder no sufrió ningún daño. Luego se produjo el incendio del Reichstag… Mira, allí se ve. -Señaló hacia el noreste. Paul distinguió un edificio alto, acabado en una cúpula-. Nuestro Parlamento. Alguien lo incendió desde el interior, apenas unas semanas después de que Hitler fuera nombrado canciller. Él y Göring culparon a los comunistas y detuvieron a varios millares, tanto entre ellos como entre los socialdemócratas. Los arrestaron basándose en un decreto de emergencia. Entre ellos estaba Michael. Lo enviaron a una de las cárceles provisionales instaladas en los alrededores de la ciudad; allí lo retuvieron durante semanas enteras. Yo estaba desesperada. Nadie me decía qué pasaba, dónde lo retenían. Era terrible. Más adelante él me dijo que lo golpeaban, le daban de comer a lo sumo una vez al día y lo obligaban a dormir desnudo en el suelo de cemento. Por fin un juez lo dejó en libertad, puesto que no había cometido ningún delito.

»Cuando lo liberaron me reuní con él en su apartamento, no lejos de aquí. Fue en un bello día de mayo, a las dos de la tarde. Íbamos a alquilar un bote aquí mismo, en este lago. Yo había traído un poco de pan duro para dar de comer a los pájaros. Mientras estábamos aquí vinieron cuatro Camisas Pardas y me arrojaron al suelo. Nos habían seguido. Dijeron que lo vigilaban desde que había salido. Que el juez había actuado ilegalmente al liberarlo y que iban a ejecutar la sentencia. -Por un momento se sofocó-. Lo mataron a golpes delante de mí. Aquí mismo. Yo oía el ruido de sus huesos al quebrarse ¿Ves…?

– Ah, Käthe, no…

– ¿…ves esa baldosa de cemento? Allí cayó. En ésa, la cuarta a partir del césped. Allí quedó la cabeza de Michael mientras moría.

Él la rodeó con un brazo. Käthe no se resistió, pero tampoco encontró ningún consuelo en el contacto: estaba petrificada.

– Ahora mayo es el peor de los meses -susurró. Luego contempló el dosel de los árboles estivales-. Este parque se llama Tiergarten.

– Sí, lo sé.

Ella explicó en inglés:

– Tier significa «animal», «fiera». Y Garten es «jardín», por supuesto. Esto es el Jardín de las Fieras, el sitio donde cazaban las familias reales de la Alemania imperial. Pero en nuestra jerga Tier también significa «matón», «criminal». Eso eran los que mataron a mi amante: criminales. -Su voz se tornó fría-. Aquí mismo, en el Jardín de las Fieras.

Él ciñó su abrazo. Käthe miró una vez más hacia el estanque y el cuadrado de cemento. El cuarto a partir del césped. A continuación dijo:

– Llévame a casa, Paul, por favor.

Se detuvieron en el pasillo, frente a la puerta de Paul.

Él deslizó la mano en el bolsillo en busca de la llave. Käthe mantenía la vista clavada en el suelo.

– Buenas noches -susurró el norteamericano.

– He olvidado tantas cosas… -Ella alzó los ojos-. Pasear por la ciudad, ver parejas de enamorados en las cafeterías, contar chistes verdes, sentarme en las sillas que antes ocupaban escritores y pensadores famosos… El placer de esas cosas. He olvidado cómo es. He olvidado tanto…

La mano de Paul fue hacia la diminuta pieza de tela que le cubría el hombro; luego le tocó el cuello; sintió moverse la piel contra sus huesos. «Qué delgada», pensó. «Qué delgada».

Con la otra mano le apartó el pelo de la cara. Luego la besó.

Käthe se puso tensa repentinamente. Paul comprendió que había cometido un error. Ella estaba vulnerable; acababa de ver el sitio donde había muerto su amante, de caminar por el Jardín de las Fieras. Iba a apartarse, pero de pronto ella lo abrazó para besarlo con violencia; sus dientes le golpearon el labio; sintió sabor a sangre.

– Oh, perdona -dijo, espantada.

Pero Paul rió con suavidad. Entonces ella lo imitó.

– He olvidado mucho, como te decía -susurró-. Parece que ésta es otra cosa que mi memoria ha perdido.

Él la atrajo hacia sí. Seguían de pie en el pasillo, a oscuras, frenéticos los labios y las manos. Las imágenes pasaban como destellos: un halo alrededor de su pelo dorado, creado por la lámpara de atrás; el encaje color crema de la enagua sobre el encaje más claro del sostén; su mano al descubrir la cicatriz dejada por la bala del Derringer de Albert Reilly: sólo una 22 milímetros, pero al tocar el hueso se había desviado y acabó saliendo por el costado del bíceps; su gemido agudo, su aliento caliente, el roce de la seda, del algodón; la mano de Paul que se deslizaba hacia abajo y encontraba los dedos de ella, listos para guiarlo entre complicadas capas de tela y tirantes; el liguero raído y vuelto a coser.

– A mi cuarto -susurró él.

En pocos segundos abrieron la puerta y entraron a trompicones. El aire parecía aún más caldeado que en el corredor.

La cama estaba a kilómetros de distancia, pero de pronto encontraron bajo ellos el sofá color rosa, de altos reposabrazos. Él cayó hacia atrás contra los cojines; se oyó un crujido de madera. Käthe estaba sobre él y lo sujetaba por los brazos con la fuerza de una morsa; se habría dicho que, si lo soltaba, él se hundiría en el agua oscura del canal Landwehr.

Un beso feroz; luego la cara de Käthe buscó su cuello. Paul la oyó susurrar para él, para sí misma, para nadie:

– ¿Cuánto tiempo ha pasado? -Comenzaba a desabrocharle frenéticamente la camisa-. Ach, años y años.

Bueno, en el caso de Paul no era tanto tiempo, pensó él. Pero mientras le quitaba el vestido con un solo movimiento, deslizando la mano hacia la cintura sudorosa, cayó en la cuenta de que, si bien había estado con otras mujeres no hacía mucho, hacía años que no sentía algo así.

Luego le sujetó la cara entre las manos para acercarla más y más; al perderse por completo en ella se corrigió una vez más. Tal vez hacía una eternidad.

19

En la casa de Kohl se habían completado los ritos vespertinos. Los platos estaban secos, los manteles guardados, la ropa lavada.

El inspector sentía los pies más aliviados; después de vaciar el recipiente lo secó y lo dejó en su sitio. Cerró el paquete de sales y lo guardó nuevamente bajo el lavabo.

Regresó a la sala de estar, donde le esperaba su pipa. Un momento después Heidi ocupó su propio sillón, con su labor de punto. Kohl le contó su conversación con Günter. Ella meneó la cabeza.

– Conque era eso. Ayer, cuando volvió del campo de fútbol, también estaba nervioso, pero no quiso decirme nada. A la madre no se le habla de esas cosas.

– Tenemos que hablar con ellos. Alguien debe enseñarles lo que aprendimos nosotros. El bien y el mal.

Arenas movedizas morales…

Heidi hacía repiquetear las gruesas agujas de madera con movimientos expertos; estaba tejiendo una manta para el primer hijo de Charlotte y Heinrich, que supuestamente llegaría unos nueve meses y medio después de la boda; se casarían en el mayo próximo.

– ¿Y luego qué? -preguntó en un susurro áspero-. En el patio de la escuela Günter comenta con sus amigos que, según dice su padre, quemar libros está mal, o que se debería permitir que se vendieran periódicos norteamericanos en el país. Ach, entonces te llevan y no volvemos a saber de ti. O me envían tus cenizas en una caja con una esvástica grabada.

– Les diremos que no repitan lo que les decimos. Como en un juego. Debe ser secreto.

Una sonrisa de su esposa:

– Son niños, querido. No saben guardar secretos.

«Es verdad», pensó Kohl, «una gran verdad. Qué criminales tan brillantes son el Führer y su gente. Al apoderarse de nuestros hijos secuestran a toda la nación. Hitler dijo que su imperio duraría mil años. Es así como lo conseguirá». Pero dijo:

– Hablaré con…

En el vestíbulo retumbaron fuertes golpes: el llamador de bronce en forma de oso que pendía en la puerta de entrada.

– ¡Dios mío! -Heidi se levantó, dejando caer el tejido, y echó un vistazo hacia las habitaciones de sus hijos.

Willi Kohl comprendió de pronto que la SD o la Gestapo debían de tener un micrófono en su casa y habían escuchado muchos diálogos entre él y su esposa. Era la técnica de la Gestapo: reunir pruebas en secreto para luego arrestarte en tu hogar, ya fuera temprano por la mañana, durante la cena o inmediatamente después, cuando menos lo esperabas.

– Deprisa, enciende la radio, busca una emisora -dijo. Como si la policía política se dejara disuadir por el hecho de que ellos escucharan las divagaciones de Goebbels.

Ella obedeció. En el dial se encendió la luz amarilla, pero aún no surgía sonido alguno de los altavoces. Los tubos tardaron unos segundos en calentarse.

Más golpes.

Kohl pensó en su pistola, pero la dejaba siempre en el despacho; no quería tenerla cerca de sus hijos. Y de cualquier manera, ¿de qué le habría servido contra una brigada de la Gestapo o de la SS? Entró en la sala; allí estaban Charlotte y Heinrich, de pie y mirándose con inquietud. Hilde apareció en el vano de la puerta, con el libro en la mano.

De la radio comenzó a surgir la apasionada voz de barítono de Goebbels, hablando de infecciones, enfermedades y salud.

Mientras iba hacia la puerta Kohl se preguntó si Günter ya habría hecho algún comentario casual sobre sus padres a algún amigo.

Tal vez el niño había denunciado a alguien, sí: a su padre, aun sin saberlo. Echó otra mirada a Heidi, que rodeaba con un brazo a su hija menor. Luego descorrió el cerrojo y abrió la pesada puerta de roble.

Allí estaba Konrad Janssen, fresco como un niño en su primera comunión. Miró más allá del inspector para disculparse con Heidi:

– Perdone la intromisión, señora Kohl.

Imperdonable venir tan tarde.

«Madre de Dios!», pensaba Kohl. Le temblaban las manos y el corazón le latía con fuerza. Se preguntó si el candidato a inspector oiría el palpitar de su pecho.

– Sí, sí, Janssen. No se preocupe por la hora. Pero la próxima vez llame con más suavidad, por favor.

– Por supuesto. -La cara juvenil, habitualmente tan serena, resplandecía de entusiasmo-. He mostrado el retrato del sospechoso por toda la Villa Olímpica, señor, y por media ciudad, por lo que parece.

– ¿Y…?

– Y encontré a un cronista británico. Ha venido desde Nueva York en el S.S. Manhattan. Está escribiendo una historia de los campos de atletismo del mundo entero y…

– ¿Ese británico es nuestro sospechoso, el hombre del retrato?

– No, pero…

– Pues entonces esa parte del relato no nos interesa, Janssen.

– Claro que no, señor. Perdone. Baste decir que este periodista ha reconocido a nuestro hombre.

– Ah, Janssen, buen trabajo. Cuénteme qué ha dicho.

– No mucho. Sólo sabía que el hombre era norteamericano.

¿Y esa mísera confirmación merecía que casi le hubiera reventado el corazón del susto? Kohl suspiró.

Pero el candidato a inspector, al parecer, sólo había hecho una pausa para coger aliento. Ya continuaba:

– Y que se llama Paul Schumann.


Palabras dichas en la oscuridad.

Palabras dichas como en sueños.

Estaban juntos; cada uno encontraba en el otro un cómodo punto opuesto: rodilla contra cara posterior de la rodilla, vientre contra espalda, mentón contra hombro. La cama ayudaba: el colchón de plumas formaba una V bajo el peso sumado de ambos y los cobijaba con firmeza. Si hubieran querido separarse no habrían podido haberlo hecho.

Palabras dichas en el anonimato de un romance nuevo, al dejar atrás la pasión, aunque sólo por el momento.

Sintiendo el perfume de Käthe, que era, de hecho, el origen de las lilas que él había olfateado al conocerla.

Le besó la nuca.

Palabras dichas entre amantes al hablar de todo y de nada. Caprichos, bromas, anécdotas, especulaciones, esperanzas… un torrente de palabras.

Käthe le estaba contando su vida de casera. Calló. Por la ventana abierta les llegó una vez más la música de Beethoven, más potente al subir alguien el volumen de la radio en un apartamento vecino. Un momento después una voz firme resonaba en la noche húmeda.

– Ach -dijo ella, meneando la cabeza-. Habla el Führer. Ése es Hitler en persona.

Más cháchara sobre gérmenes, agua estancada e infecciones. Paul se echó a reír.

– ¿Por qué lo obsesiona tanto la salud?

– ¿La salud?

– Todo el día han estado hablando de gérmenes y de higiene. No puedes escapar del dichoso tema.

Ella reía.

– ¿Qué gérmenes?

– ¿Dónde está la gracia?

– ¿No entiendes lo que dice?

– Eh… no.

– No habla de gérmenes, sino de judíos. Ha cambiado todos sus discursos mientras duren las Olimpiadas. No dice «judíos», pero se refiere a ellos. No quiere ofender a los extranjeros, pero tampoco puede permitir que olvidemos el dogma nacionalsocialista. ¿No sabes qué está pasando aquí, Paul? ¡Hombre!, en los sótanos de la mitad de los hoteles y las pensiones de Berlín hay letreros que se han retirado mientras se celebren las Olimpiadas, pero que se volverán a poner el día en que partan los extranjeros. Dicen: «Prohibida la entrada a judíos», o «Los judíos no son bienvenidos». En la carretera que lleva a Spandau, donde vive mi hermana, hay una curva cerrada. El letrero advierte: «Curva peligrosa. Treinta kilómetros por hora. Judíos, setenta». ¡Y no es algo que hayan pintado los vándalos! ¡Es una señal de tráfico, puesta allí por nuestro Gobierno!

– ¿Hablas en serio?

– En serio, Paul, sí. Al venir aquí has visto las banderas en las casas del pasaje Magdeburger. Al llegar has comentado que la nuestra era diferente.

– La bandera olímpica.

– Sí, sí, en vez de la nacionalsocialista, como en la mayoría de las casas. ¿Sabes por qué? Porque este edificio es propiedad de un judío. A él le está prohibido enarbolar la enseña alemana. Él quiere enorgullecerse de su patria, como todo el mundo, pero no puede. Y de cualquier manera, ¿cómo podría colocar en su fachada la bandera nacionalsocialista, con la esvástica, la cruz gamada, que representa el antisemitismo?

Ah, conque ésa era la respuesta.

«Sin duda usted sabe…».

– ¿Has oído hablar de la arianización?

– No.

– El Gobierno requisa la casa o la tienda de los judíos. Es robo puro y simple. Lo maneja Göring.

Paul recordó las casas desiertas que había visto esa mañana, camino a su encuentro con Morgan, en el pasaje Dresden; los letreros decían que el contenido estaba a la venta.

Käthe se le acercó un poco más. Tras un largo silencio añadió:

– Hay un hombre que trabaja en un restaurante. «Fantasía», se llama. Es el nombre del establecimiento. Pero también es una fantasía, algo muy bonito. Una vez fui a ese restaurante. En medio del comedor había una jaula de cristal con un hombre. ¿Sabes qué era? Un artista del hambre.

– ¿Qué dices?

– Un artista del hambre, como en el cuento de Kafka. Había subido a esa jaula algunas semanas atrás y sobrevivía sin ingerir más que agua. Estaba allí a la vista de todos. No comía nunca.

– ¿Pero cómo…?

– Le permiten ir al lavabo, pero alguien lo acompaña siempre para verificar que no ha comido nada. Día tras día…

Palabras dichas en la oscuridad, palabras entre amantes.

A menudo no importa qué significan esas palabras. Pero a veces sí. Paul susurró:

– Continúa.

– Cuando lo conocí llevaba cuarenta y ocho días en la jaula de cristal.

– ¿Sin comer? Sería un esqueleto.

– Estaba muy flaco, sí. Parecía enfermo. Pero salió de la jaula durante algunas semanas. Lo conocí a través de un amigo. Le pregunté por qué había decidido ganarse la vida de ese modo. Me explicó que durante algunos años había trabajado para el Gobierno, en algo relacionado con el transporte. Pero bajo el Gobierno de Hitler perdió su trabajo.

– ¿Lo despidieron por no ser nacionalsocialista?

– No: renunció porque no podía aceptar sus principios ni trabajar para ese Gobierno. Pero tenía un hijo y necesitaba ingresos.

– ¿Un hijo?

– Y necesitaba ingresos. Pero no pudo encontrar ningún puesto que no estuviera contaminado por el Partido. Lo único que podía hacer con integ… ¿Cómo es la palabra?

– Integridad.

– Sí, integridad, era ser artista del hambre. Eso era puro. No se podía corromper. ¿Y sabes cuántas personas van a verlo? Millares. Millares de personas van a verlo porque es honesto. Hay tan poca honestidad en nuestra vida actual…

Un leve estremecimiento reveló a Paul que ella estaba temblando por el llanto.

Palabras entre amantes…

– ¿Käthe?

– ¿Qué han hecho? -Cogió aliento con dificultad-. ¿Qué han hecho? No comprendo lo que ha sucedido. Somos un pueblo amante de la música, de la conversación; gozamos al dar la puntada perfecta en la camisa de nuestros hombres, al fregar los adoquines del callejón hasta dejarlos limpios. Nos gusta tomar el sol en la playa de Wannsee, comprar ropa y dulces para nuestros hijos. Nos conmovemos hasta las lágrimas con la sonata Claro de luna, con las palabras de Goethe y de Schiller. Pero ahora estamos poseídos. ¿Por qué? -Se le apagó la voz-. ¿Por qué? -Un momento después susurró-: Ach, temo que ésa es una pregunta cuya respuesta llegará demasiado tarde.

– Vete del país -murmuró Paul.

Käthe se giró para mirarlo. Él sintió que sus brazos fuertes, fortalecidos por tanto fregar platos y suelos, se enroscaban a su cuerpo; sintió que los talones subían hasta hallar la cara posterior de su cintura, para acercarlo más y más.

– Vete -repitió él.

Los temblores cesaron. La respiración de Käthe se tornó más regular.

– No puedo.

– ¿Por qué?

– Éste es mi país -susurró ella con sencillez-. No puedo abandonarlo.

– Pero ya no es tu país. Ahora es de ellos. Tú lo has dicho; Tier: bestias, matones. Ha sido invadido por las bestias. Vete. Vete antes de que las cosas empeoren.

– ¿Crees que puedan empeorar? Dime, Paul, por favor. Tú eres escritor. El mundo funciona de una forma y yo de otra. No consiste en enseñar, ni en Goethe, ni en la poesía. Tú eres inteligente. ¿Qué piensas?

– Pienso que empeorará. Debes salir de aquí en cuanto puedas.

Ella aflojó su desesperada presión.

– Aun cuando quisiera hacerlo, no puedo. Cuando me despidieron, pusieron mi nombre en una lista. Me quitaron el pasaporte. Jamás obtendré papeles para salir. Temen que trabajemos contra ellos desde Inglaterra o París. Por eso nos retienen.

– Ven conmigo. Yo puedo sacarte de aquí.

Palabras entre amantes…

– Ven a América. -¿Acaso ella no le había oído? ¿O ya estaba decidida a negarse?-. Tenemos escuelas estupendas. Podrías enseñar. Dominas mi idioma tan bien como una americana.

Ella inhaló profundamente.

– ¿Qué me estás pidiendo?

– Que vengas conmigo.

Una risa áspera.

– La mujer llora y el hombre dice cualquier cosa para que cesen las lágrimas. Ach, ¡pero si no te conozco!

Paul respondió:

– Ni yo tampoco a ti. No te estoy proponiendo que te cases conmigo. No digo que vivamos juntos. Sólo digo que debes salir de aquí cuanto antes. Y que yo puedo arreglarlo.

En el silencio que siguió a esas palabras, Paul se dijo que no, que eso no era una declaración. Nada de eso. Pero a decir verdad, no podía por menos que preguntarse si estaba ofreciendo algo más que ayudarla a escapar de ese terrible lugar. Claro que había tenido unas cuantas mujeres: chicas buenas, chicas malas y chicas buenas que jugaban a ser malas. De algunas había creído que estaba enamorado; de otras había tenido la certeza de estarlo. Pero nunca había sentido por ellas lo que sentía por esa mujer, y menos después de haber estado juntos un tiempo tan breve. A Marion la quería, sí, en cierto modo. De vez en cuando pasaba la noche con ella en Manhattan, o ella con él en Brooklyn. Compartían la cama, compartían palabras: sobre películas, sobre la longitud de las faldas para el año siguiente, el restaurante de Luigi, la madre de Marion, la hermana de Paul. Sobre los Dodgers. Pero no eran palabras de amantes; ahora lo comprendía. No como las que intercambiaba ahora con esa mujer compleja y apasionada.

Por fin ella negó con la cabeza, irritada:

– No, no puedo ir. ¿Cómo, dime, si me quitaron el pasaporte y los papeles para salir?

– Es lo que te digo: eso no será problema. Tengo contactos.

– ¿De veras?

– En Estados Unidos hay gente que me debe favores. -Eso, al menos, era cierto. Pensó en Avery y Manielli, que estarían en Ámsterdam, listos para enviarle el avión al primer aviso. Luego le preguntó-: ¿Tienes vínculos aquí? ¿Tu hermana?

Ach, mi hermana… Su marido es leal al Partido. Ella ni siquiera se trata conmigo. Soy una vergüenza para la familia. -Pasado un momento añadió-: No; aquí sólo tengo fantasmas. Y los fantasmas no son motivo para quedarse, sino para partir.

Fuera, risas y gritos de borrachos. Una voz masculina cantaba, gangosa: «Cuando acaben los Juegos Olímpicos, los judíos sabrán de nuestros puñales y pistolas…». Luego, ruido de cristales rotos. Otra canción; esta vez las voces eran varias: «Sostened alto el estandarte; cerrad filas. La SA marcha con paso firme… Abrid paso, abrid paso a los batallones pardos, que las Tropas de Asalto limpian el país».

Reconoció lo que los chicos de las Juventudes Hitlerianas habían cantado el día anterior, al arriar la bandera en la Villa Olímpica. La enseña roja, blanca y negra, con la cruz gamada.

«Ach, sin duda usted sabe…».

– Oye, Paul, ¿de verdad puedes sacarme del país sin papeles?

– Sí, pero me iré pronto. Si todo sale bien, mañana por la noche. O a la noche siguiente.

– ¿Cómo?

– Deja los detalles a mi cuenta. ¿Estás dispuesta a partir de inmediato?

Tras un momento de silencio:

– Sí. Puedo.

Ella le cogió la mano para acariciarle la palma y entrelazó los dedos a los suyos. Era, con mucho, el momento más íntimo de aquella noche.

Paul la estrechó con fuerza; al estirar el brazo tocó algo duro bajo la almohada. Por el tamaño y la textura comprendió que era el volumen de poemas de Goethe que le había regalado horas antes.

– No te…

– Chist -susurró él. Y le acarició el pelo.

Paul Schumann sabía que hay momentos entre los amantes en los que las palabras sobran.

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