Capítulo 13

Consciente del poco tiempo que tenían, Emma trabajó deprisa. Sacó las provisiones del camión y encontró una manta doblaba en el fondo. Una vez que lo tuvo todo dispuesto, ayudó a Reyhan a sentarse.

Le quitó la túnica sin mucha dificultad y vio la camisa manchada de sangre aferrada a su torso. Reyhan apenas se quejó cuando ella le quitó el algodón empapado para examinarle la herida.

La bala le había traspasado la carne. No había modo de saber si algún órgano vital había sido dañado, aunque en ese caso ella no podría hacer nada.

Estaba asustada y nerviosa, y tenía el presentimiento de que sólo dependerían de ellos mismos hasta que encontraran un modo de pedir ayuda, así que se concentró en atender a Reyhan lo mejor que podía, agradeciendo las largas horas que había pasado en Urgencias en el hospital de Dallas. Cuando acabó, se agachó frente a Reyhan le acarició el pelo, empapado en sudor.

– Listo -susurró-. Ahora no debería dolerte tanto.

– Estoy bien.

Emma lo dudó, pero no podía hacer nada. En el botiquín había muchas vendas y antisépticos, pero no calmantes.

– ¿Hay algún móvil que pueda usar? -preguntó-. ¿Puedo llamar para pedir ayuda?

– En el Palacio del Desierto -respondió él entre dientes. Aspiró hondo y se dispuso a levantarse, pero ella lo agarró del brazo.

– No puedes moverte. Nos quedaremos aquí.

– No. Nos iremos ahora. No hay tiempo.

Emma miró al exterior de la cueva y calculó que sólo quedaban dos horas de luz. Si se movían deprisa, tal vez llegaran al palacio antes de que oscureciera. Pero no era seguro.

– Deberíamos esperar hasta mañana.

– No te imaginas lo que vaga por el desierto de noche -dijo él, mirándola.

Aquello bastó para convencerla. Emma hizo acopio de las provisiones y las puso en la manta, con la que hizo una especie de honda. Hizo que los dos bebieran agua y luego ayudó a Reyhan a levantarse.

Entonces fue al camión y, sorprendentemente, consiguió arrancarlo. Lo condujo con cuidado hacia la cueva, donde el motor renqueó y volvió a apagarse, esa vez sin remedio. No había manera de encontrar el campamento con el camión.

Tomó una de las linternas y le dio la otra a Reyhan. Se colocó junto a su costado herido y recibió todo el peso que pudo de su cuerpo.

Fue una marcha lenta y difícil. Emma no quería pensar en cuándo debía de estar sufriendo Reyhan ni en lo débil que debía de sentirse. Pero él no se quejó ni ralentizó el paso. Se movía a un ritmo constante, mientras iban girando en los recovecos de la cueva y adentrándose cada vez más en la montaña, siguiendo una dirección que sólo él conocía.

Sería muy fácil perderse, pensó Emma con temor mientras giraban en otra bifurcación del camino. Pero a pesar de la distancia que habían recorrido, no descendían a las profundidades de la tierra, porque aún se filtraba la luz entre las rocas, aunque cada vez más débil y tenue.

– Ya casi hemos llegado -dijo él con voz baja y áspera.

Ella lo detuvo y lo hizo apoyarse contra la pared.

– Bebe un poco de agua. Estás deshidratado. Él aceptó el agua y bebió. Su disposición a escucharla le dijo a Emma lo grave que era su herida.

Reanudaron la marcha, y veinte minutos después Reyhan volvió a hablar.

– Hay un teléfono vía satélite en el despacho del palacio. Búscalo esta noche y sácalo al patio mañana. Hay una placa fotoeléctrica. Tardará doce horas en cargarse.

¿Doce horas? Eso significaba que no podría pedir ayuda hasta el día siguiente por la noche. ¿Y si Reyhan se desangraba mientras tanto? ¿Y si la bala había traspasado los intestinos, o el bazo, o…?

Él camino se hizo borroso y Emma se dio cuenta de que estaba llorando. Apartó las lágrimas e hizo lo posible por ignorar el pánico. Habían llegado hasta allí. Podría conseguir ayuda. Cualquier obstáculo sería superado. Se aseguraría de que los dos sobrevivieran. No había llegado tan lejos y había descubierto que amaba a Reyhan sólo para perderlo ahora.


Casi media hora más tarde, el sol se había ocultado por completo. Pronto no se vería nada, salvo la luz de las linternas. A Emma le dolía el cuerpo por ir sosteniendo a Reyhan. Estaba cansada, hambrienta y sedienta. Pero si ella se sentía más, él debía de sentirse mil veces peor.

Estaba a punto de preguntarle cuánto quedaba cuando él se detuvo.

– Ahí.

Emma escudriñó las sombras y vio lo que parecía una sólida pared de piedra.

– No hay salida -dijo ella, intentando reprimir el miedo y la resignación.

Él la miró y arqueó las cejas.

– No te creas todo lo que ves. Ponte delante de la pared.

Ella lo dejó apoyado contra las rocas y se acercó a la pared. Puso una mano en la piedra.

– Es fría y sólida.

– Los ladrillos forman una cuadrícula -dijo él-. Cuenta tres filas de arriba abajo y cinco columnas de izquierda a derecha. Y presiona con fuerza.

Emma parpadeó en la oscuridad e hizo lo que le ordenaba. La piedra se movió. El corazón casi se le salió del pecho.

– ¡Funciona!

– Pues claro que funciona -dijo él, y le dio la siguiente instrucción.

Después de presionar ocho piedras más, se oyó un clic y la pared se giró como una puerta bien engrasada. El suelo se inclinó lentamente, pasando de roca escabrosa a piedra pulida.

– Ya hemos llegado -dijo él, y entró en el palacio.

Emma lo siguió. Reyhan mantuvo el equilibrio presionando una mano contra la pared y sosteniendo la linterna con la otra. Al final de la rampa, entraron en lo que parecía un sótano o una bodega. Reyhan accionó un resorte y la puerta de piedra volvió a cerrarse.

– Hay un pequeño tramo de escaleras -dijo-. En la planta principal hay varios dormitorios, la cocina y el despacho. Encontrarás el teléfono allí.

Sin apenas cojear, se dirigió hacia las escaleras que se veían en un extremo. Emma se sorprendió. Era como si el Palacio del Desierto le diera fuerzas a Reyhan.

– ¿Hay comida y agua? -le preguntó.

– Sí -respondió él-. Sólo son productos de primera necesidad, pero el agua potable nunca escasea. Hay un manantial subterráneo.

Empezó a subir lentamente la escalera. Emma vio cómo la sangre se filtraba por la venda y puso una mueca de dolor.

– Tienes que tumbarte -le dijo-. Enseguida.

Al final de las escaleras había una puerta. Reyhan la abrió y entraron en un vestíbulo hermosamente alicatado. El aire era fresco, y aún entraba algo de luz por los grandes ventanales.

– Hay lámparas que funcionan con baterías -dijo él-. Varias en cada habitación.

Le indicó la dirección de la cocina y el despacho y dónde empezaba el ala de los dormitorios. Entonces entró en el primero de ellos y se tumbó lentamente en la cama.

A Emma se le volvió a hacer un nudo en el estómago, pero lo ignoró y se puso en marcha. Dejó las provisiones que llevaba y encendió la lámpara de la habitación. Se aseguró de que Reyhan estaba cómodo en la cama y le examinó la herida.

La hemorragia parecía haberse detenido, lo cual era un alivio. Tampoco se veía ningún síntoma de infección en la carne. ¿Sería posible que salieran bien de allí?

Confiando en que Reyhan estaba bien de momento, tomó una de las linternas e investigó rápidamente la planta principal del palacio.

Había una docena de habitaciones, y al menos tres escaleras. La cocina era inmensa y bien equipada y pertrechada. El agua fresca emanaba del grifo y había una cocina de propano y un horno, junto a un refrigerador vacío que seguramente necesitara un generador para funcionar.

En el despacho encontró una funda en el escritorio que parecía contener un móvil. Tomó nota mental para sacarlo al exterior aquella noche, de modo que pudiera empezar a cargarse por la mañana.

En ninguno de los cuatro cuartos de baño había un botiquín, así que volvió a la cocina y miró en la despensa. En el estante inferior había un amplio surtido de material médico. Tomó lo que necesitaba y volvió a la habitación de Reyhan.

No se había movido. Le comprobó la temperatura que era normal, y le cambió la venda. Nada más. Si Reyhan recuperaba la conciencia, intentaría hacerle beber y comer algo. Si no… Afrontaría ese problema más tarde.

Volvió a la cocina y abrió una lata de sopa. Se la tomó fría, demasiado cansada como para molestarse en calentarla. Después de comer, utilizó uno de los lujosos cuartos de baño y regresó junto a Reyhan.

Su temperatura no había variado y no había vuelto a sangrar. Emma no podía saber si tenía heridas internas, pero esperaba que la bala hubiese salido sin tocar nada.

Completamente exhausta, se acurrucó a su lado y cerró los ojos. Sólo dormiría unos minutos, se dijo a sí misma. Aún tenía que sacar el teléfono afuera y pensar en lo que iba a darle de comer a Reyhan cuando despertara…


Alguien le acariciaba el pelo. Emma sintió el ligero tacto en sueños y sonrió. Se sentía agradablemente cálida y descansada. En un segundo abriría los ojos y vería…

El recuerdo de lo sucedido el día anterior la asaltó de golpe. Se sentó de un salto y vio que había amanecido y que Reyhan estaba despierto.

– Buenos días -la saludó él.

Ella lo miró. Le miró el pecho desnudo y el brillo de sus ojos. Su color era bueno, y si no fuera por la venda blanca en la cintura, Emma no sabría que estaba herido.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien -respondió él-. Un poco dolorido, pero nada más. Tengo hambre y sed.

– Eso es bueno -dijo ella, tocándole la frente-. ¿No tienes fiebre?

– Creo que no.

De pronto Emma fue consciente de que estaba presionada contra él y de que estaban en la cama. Se desplazó rápidamente hacia el borde y se levantó.

– Déjame examinar la herida. Si no hay síntomas de infección, podremos estar más tranquilos -le retiró la venda y vio que la herida estaba limpia, rodeada de piel pálida-. Está sanando.

– Estupendo. Entonces podemos comer.

Se levantó sin dificultad. De nuevo parecía fuerte y autosuficiente. Un príncipe, y no el hombre que la necesitaba.

– Me gustaría darme una ducha -dijo él.

– A mí también, pero no hay agua caliente. Al menos no la había anoche.

– Hay que encender el calentador. Me ocuparé de ello si tú te encargas del desayuno.

Ella asintió y lo siguió fuera del dormitorio, sorprendida por su capacidad de recuperación. Al pasar junto al despacho se acordó del teléfono y lo recogió. Reyhan desapareció en una pequeña habitación detrás de la despensa, y ella se llevó el móvil al patio y lo sacó de la funda para que el sol cargara la placa. Entonces aprovechó el momento para contemplar aquel jardín paradisíaco en medio de un palacio de piedra y arena.

Las plantas florecían por todas partes. La fragancia de las rosas rojas y blancas impregnaba el aire. El agua manaba de varias fuentes y rodeaba el jardín antes de acabar en un estanque delimitado con piedras. En un rincón había un banco sobre una superficie de hierba.

Era un sitio de ensueño… un lugar donde ella podría vivir para siempre.

Volvió a la cocina y preparó la comida. Reyhan también regresó, diciendo que pronto tendrían agua caliente y que además había encendido el generador.

– Enseguida tendremos electricidad. Tendremos que usarla con moderación hasta que los paneles solares empiecen a funcionar. El agua caliente tardará una hora, más o menos.

– No hay nada como un día en el desierto para saber apreciar los pequeños detalles -dijo ella con una sonrisa, como si fuera de aquel palacio no existiera nada más.

Al sentarse frente a él intentó no fijarse en sus rasgos. No había necesidad de memorizar su rostro. El tiempo que habían pasado juntos la había cambiado para siempre, y jamás olvidaría el aspecto de Reyhan. Incluso ahora, sin camisa, sin afeitar y menos de veinticuatro horas después de haber recibido un disparo, Reyhan seguía pareciendo poderosamente regio y varonil.

– ¿De quién es este palacio? -le preguntó, intentando buscar un tema de conversación.

– Mío. Perteneció a mi tía, que me lo dejó al morir.

– Aquí es donde viniste después de que nos casáramos -dijo ella, encajando las piezas del pasado.

– Necesitaba estar aquí para su funeral, y luego tuve que arreglar sus asuntos -perdió la mirada en el vacío, como si pensara en un tiempo muy lejano-. Mi tía y yo estábamos muy unidos. Mis padres se querían el uno al otro más que a sus hijos. A mi hermano Jefri no pareció importarle, pero a mí sí -se encogió le hombros-. Cuando las cosas se ponían difíciles, mi tía estaba aquí para mí.

Palabras simples, pensó Emma, pero que arrastraban un profundo dolor. Podía imaginarse a un príncipe joven y solitario, creciendo con todos los privilegios imaginables, pero sin afecto. La mujer que había llenado el hueco de sus padres siempre tendría un lugar especial en su corazón. No era extraño que su pérdida lo hubiese afectado tanto.

– Lo siento -dijo con voz amable-. Ojalá hubiera sabido por lo que estabas pasando.

– No habría supuesto ninguna diferencia -dijo él, tomando un sorbo de café-. Nunca te habría permitido consolarme.

– ¿Por qué no?

Él esbozó una media sonrisa.

– Soy el príncipe Reyhan de Bahania. No necesito el consuelo de nadie.

– Entiendo -dijo ella, inclinándose hacia él-. ¿Y quién se supone que puede aceptar eso?

– Tú lo aceptabas.

– Tienes razón. Es algo que una cría se puede creer. Pero yo ya no soy esa niña inocente.

Él la miró a los ojos.

– Ayer fuiste muy valiente.

– En el fondo, no. Al principio estaba furiosa por haberme dejado atrapar. Sabía que intentarían conseguir un rescate por mí. No lo consiguieron, ¿verdad?

– No. Pudimos cancelar la transferencia a tiempo. Mi jefe de seguridad tenía un plan para recuperar el dinero incluso si la transferencia se hubiese realizado. Pero, si hubiera sido necesario, habría pagado lo que fuera.

– ¿En serio? -preguntó ella. No se sentía sorprendida, pero sí muy complacida.

– Eres mi mujer, Emma. No podía permitir que te hicieran daño.

Ella no se sentía como su mujer. No se sentía como otra cosa que exceso de equipaje.

– Gracias por salvarme la vida -dijo él.

– Gracias por salvarme tú la mía.

– Estamos en paz, lo cual es mejor que no estar en deuda -sonrió. Tu visita a Bahania no debería haber supuesto ningún peligro. Después de esta experiencia debes de estar ansiosa por volver a Dallas. Mucho menos de lo que él se creía, pensó ella.

– Hay cosas de aquí que echaré de menos -respondió. Sobre todo a él, añadió en silencio. La sonrisa de Reyhan se borró de su rostro.

– Siento haberte hecho daño cuando estábamos en el palacio.

Cuando la rechazó, recordó ella. Cuando le dio la espalda y no quiso hacer el amor.

– Sí, bueno, no tiene importancia.

– No te creo -dijo él-. Sí tuvo importancia. Para los dos. Hay cosas que no entiendes.

– Entonces explícamelas.

Reyhan se volvió a mirar por la ventana.

– Hay una leyenda según la cual el manantial que fluye bajo esta casa es el resultado de una agonía. Un joven se perdió en el desierto y estuvo vagando durante días. Casi se había quedado sin agua cuando encontró una planta que florecía en solitario. Impresionado por la belleza de la flor, vertió sus últimas gotas de agua en las hojas para darle una vida más larga. En agradecimiento, la flor se convirtió en una hermosa mujer. Hicieron apasionadamente el amor, pero por la mañana el joven murió de sed. La mujer lloró desconsoladamente, y de sus lágrimas nació un río -se volvió hacia Emma-. Este jardín es un homenaje a los dos. Algunas de sus plantas se remontan a cien años atrás.

– Es una historia muy triste.

– Es una lección. Tenemos que prestar atención a lo que importa. La mujer poseía poderes mágicos. Podría haber ayudado primero al joven. Pero en vez de eso tomó lo que quería y como resultado lo perdió.

Emma negó con la cabeza.

– Yo creo que la lección es que debemos aprovechar, cualquier amor que encontremos todo el tiempo que lo tengamos.

– Quizá tengas razón -dijo él, poniéndose en pie-. El agua caliente debe de estar lista ya. Dúchate tú primero.

Por muy tentadora que le pareciese una ducha, Emma tenía otras ideas. Tal vez fuera una estupidez arriesgar su corazón, pero quería tener otra oportunidad con él.

– No tienes que dejar que me vaya, Reyhan.

El se puso visiblemente rígido y no se giró para mirarla.

– Sí, tengo que hacerlo.

– ¿Por qué? ¿Quién es esa otra mujer con la que piensas casarte? ¿Qué te dará ella que yo no pueda darte?

– Tranquilidad de espíritu.

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