Capítulo 14

Después de ducharse, Emma decidió explorar el resto del palacio. Reyhan estaba en la biblioteca, y después del críptico final de la conversación, ella no estaba segura de qué quedaba por decir entre ellos.

Tenía miles de preguntas, pero eso no era nada nuevo. Las había tenido desde el principio. ¿Por qué se había casado con ella y por qué había seguido casado? Preguntarle por qué tenía que casarse con otra mujer para conseguir paz de espíritu no era la primera de sus prioridades.

Subió a la segunda planta y exploró las asombrosas habitaciones. Había una enorme sala que debía de ser un salón de baile, una especie de sala de estar y cuatro dormitorios que rivalizaban en lujo y elegancia con el palacio rosa de la capital.

Aun no teniendo ningún conocimiento sobre antigüedades, Emma reconocía la belleza de los muebles tallados y los ribetes dorados de las sillas. Había aparadores, armarios y camas de columnas con escalones y altos colchones. Las paredes estaban cubiertas de bellísimos murales. En un dormitorio encontró un carruaje y seis caballos, todo hecho de cristal. En otra, una colección de soldados de madera.

En la tercera planta había habitaciones más espartanas, salvo la habitación redonda que ocupaba una torre. Los cristales tintados de las ventanas proyectaban un arco iris en el suelo de mármol. La habitación estaba completamente vacía, salvo por un escritorio con una funda en el medio.

Emma se acercó con curiosidad y abrió el estuche. Cuando vio el contenido, se quedó sin respiración.

Eran fotos. Docenas de fotos. Todas de una mujer joven. En algunas estaba riendo, en otras estaba seria. A veces miraba a la cámara, otras escondía el rostro. Una había sido tomada mientras dormía.

Emma sintió que el corazón se le encogía cuando se reconoció a sí misma en las fotos, mucho más joven. Reyhan se las había sacado mientras estaban saliendo y después de haberse casado.

Bajo las fotos había algunos recuerdos de sus citas, todas las notas que ella había escrito… y varios informes de una agencia de detectives. Reyhan la había contratado para seguirle la pista durante los primeros meses que estuvieron separados. Obviamente había querido saber que ella estaba bien. Unas cuantas fotos habían sido incluidas en los informes, y estaban tan desgastadas como las páginas del dossier.

– No lo entiendo -susurró. ¿Por qué había hecho eso Reyhan? ¿Por qué lo había conservado todo?

Si hubiera sido cualquier otro hombre, Emma habría pensado, y esperado, que se preocupaba de ella. Pero no. Era el príncipe Reyhan de Bahania, y no se permitía sentir preocupación ni afecto por nadie.

¿O quizá sí? Emma se sentó en el suelo y examinó detenidamente los informes. Reyhan era orgulloso. No entregaba su corazón fácilmente. ¿Acaso había sentido algo por ella y ella no había entendido la profundidad de sus sentimientos? Reyhan no era la clase de hombre que se casara por capricho. La había elegido a ella… sólo a ella. Y si ahora quería el divorcio no era porque amase a otra mujer, sino porque así podría casarse por conveniencia y tener herederos. No quería volver a enamorarse… ¿quizá porque aún seguía enamorado de ella o porque la primera vez las cosas habían acabado muy mal?

Pensó en todo lo que había pasado tiempo atrás. En cómo se había escondido de él, como una niña temerosa de ser castigada. En cómo había dejado que sus padres la convencieran de que él no la quería.

Ahora decía ser una mujer muy distinta a aquella joven asustada, pero ¿estaba dispuesta a luchar por lo que quería? Si amaba a Reyhan necesitaba decírselo. Si quería una oportunidad para que su matrimonio funcionara, tendría que luchar por él.

Dejó el informe y se puso en pie. No iba a esperar ni un segundo más. Los dos se pertenecían mutuamente y ella iba a hacer que Reyhan lo viera. No importaba cuánto tiempo le llevase.

Corrió escaleras abajo. Al llegar a la planta baja, lo llamó a gritos y lo buscó por todas partes. Al irrumpir en el dormitorio que habían usado, lo vio salir del cuarto de baño.

Sólo llevaba una toalla envuelta a la cintura y el vendaje. A Emma se le hizo un nudo en la garganta al recordar la última vez que habían estado así, cuando él la rechazó. Decidida a no dejarse vencer por el miedo al rechazo y al orgullo de Reyhan, se irguió y lo encaró.

– Tenemos que hablar -le dijo.

Los ojos de Reyhan ardieron con un fuego que ella reconoció, haciéndola estremecerse.

– No.

La respuesta no la asustó. Reyhan no iba a salirse con la suya… ya no. Aquello era demasiado importante como para dejar que su orgullo ganase. Si de verdad no la amaba, Emma tendría que pasar por el momento más humillante de su vida, pero tenía que arriesgarse si quería conseguirlo todo.

– Sé que me deseas -dijo, atravesando la habitación para detenerse frente a él.

– El deseo no significa nada -replicó él, dándole la espalda-. Es sólo una reacción.

– ¿Una reacción a todas las mujeres o sólo a mí? – se acercó por detrás y le puso las manos en los hombros desnudos-. ¿Qué ocurre cuando te toco, Reyhan? Sé lo que me ocurre a mí. Mi interior se derrite y todo mi cuerpo se estremece por un deseo que apenas puedo controlar -le acarició la columna-. Mi respiración se acelera y las llamas prenden por todas partes.

Reyhan tenía la piel suave y los músculos inflexibles, pero cuando los dedos de Emma llegaron al borde de la toalla, se estremeció.

– Eres tan hermoso y fuerte… -murmuró ella, y le dio un beso en la espalda-. ¿Soy sólo yo? Dímelo.

Él se giró con un rugido que podría haber sido de furia o de pasión, o quizá de ambas cosas. La agarró y tiró de ella hacia él, sin preocuparse por su herida de bala.

Emma también estaba más que dispuesta a ignorar la herida, y recibió el beso de Reyhan con una pasión voraz. No hubo besos preliminares ni dudas. Él tomó posesión de su boca y presionó los labios contra los suyos con tanta fuerza que la hizo arquearse contra él.

Más, pensó ella frenéticamente mientras se aferraba a él y le devolvía el beso. Lo quería todo.

La lengua de Reyhan le envolvió la suya mientras él intentaba quitarle la ropa. Emma sólo llevaba una camiseta y unos vaqueros, pero suponían demasiado obstáculo cuando todo lo que tenía que hacer era tirar de la toalla para desnudarlo.

Y entonces él estuvo desnudo y ella no se preocupó más por su propia ropa. No cuando podía deslizar la mano entre ellos y tocar su erección.

Cuando sus dedos se cerraron en torno al miembro, él gimió y maldijo en voz baja.

– ¡Quítate esta maldita ropa! -exigió.

Ella lo miró a los ojos y se rió suavemente.

– ¿Tan impaciente estás?

– Me moriré si no te tengo ahora mismo.

– Bien. Porque así es exactamente como me siento yo.

Se quitó la camiseta y las sandalias mientras él le desabrochaba los vaqueros. Lo siguiente fue el sujetador, y por último las braguitas.

Al segundo siguiente Emma estaba en la cama y Reyhan encima de ella.

– Te deseo -murmuró él con voz jadeante-. Emma, te necesito.

Un deseo incontrolable tensaba su rostro. Emma sintió su necesidad, porque era la misma que sentía ella. Entendía el dilema de Reyhan, incluso mientras le agarraba el miembro y lo guiaba hacia su interior.

– No estás lista -protestó él, intentando resistirse.

– Sí, lo estoy -respondió con plena seguridad. Estaba caliente, húmeda y dispuesta.

Entonces él la penetró con facilidad y los dos gritaron a la vez. En pocos segundos estaban envueltos en un torbellino de emociones y pasión. Ella tiraba de él, deseando que llegara a lo más profundo de su ser, y él la besaba en los ojos, las mejillas y la boca. A medida que el orgasmo se aproximaba, Emma lo rodeó con las piernas y tuvo que interrumpir el beso para tomar aire.

– Reyhan -susurró sin aliento, un segundo antes de que su cuerpo se tensara y se retorciera, sacudido por la liberación absoluta.

Él continuó empujando una y otra vez hasta que los temblores cesaron. Sólo entonces gritó él también su nombre y se quedó inmóvil.

Emma cerró los ojos y se relajó en sus brazos. Su deseo por él no se había apagado; tan sólo se había intensificado. Ahora quería que estuvieran conectados emocionalmente, tanto como físicamente.

Reyhan se apartó y se tumbó de espaldas, tirando de ella para tenerla sobre el pecho.

– No deberíamos haberlo hecho -dijo él mientras le acariciaba el pelo.

– Porque te preocupa que pueda quedarme embarazada.

– Es una probabilidad a tener en cuenta. Si se juega con fuego, uno acaba quemándose.

Esa probabilidad ya había sucedido. Emma sintió que retrocedía en el tiempo y de repente se vio con dieciocho años, llorando en su habitación, sola. El dolor la embargaba, pero no provenía de una fuente física. Sufría por estar sola y perdida, y por temer que jamás encontraría su camino.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó él-. Veo la tristeza en tus ojos.

Ella nunca había estado segura si debía decírselo. ¿De qué serviría? Pero ahora quería que lo supiera. No para hacerlo sentirse culpable, sino para que la comprendiera.

– Ya me quedé embarazada una vez -susurró-. En nuestra luna de miel.

Se preparó para recibir la reacción violenta de Reyhan. No creía que se pusiera furioso, pero sí le haría muchas preguntas, y tal vez incluso acusaciones. Pero Reyhan permaneció tumbado, acariciándole el pelo y con la otra mano detrás de la nuca.

– ¿Qué ocurrió?

Era una pregunta muy simple, pero fue como si se hubiera abierto una puerta escondida. Emma sintió cómo se le estremecía el corazón, mientras los recuerdos salían a la luz por primera vez en seis años.

– El médico dijo que no era extraño perder un bebé en las primeras semanas de embarazo, especialmente en una mujer joven. Dijo que era el modo que tenía la naturaleza de hacer las cosas bien -parpadeó para reprimir las lágrimas, pero éstas resbalaron por sus mejillas-. Estaba tan angustiada cuando te fuiste que me encerré en mi habitación, en casa de mis padres, y estuve llorando durante dos semanas. Siempre me he preguntado si nuestro hijo no pudo soportar que su madre estuviera siempre triste y que por eso eligió no nacer.

– ¿Te sientes responsable por lo sucedido?

Ella asintió.

– Entiendo -dijo él, acariciándole la mejilla-. Tal vez nuestro hijo no quería a un padre que desapareciera sin decir palabra.

– Tú no tienes nada que ver con la pérdida del bebé.

– Ni tú tampoco -respondió él, mirándola a los ojos-. Entonces, fue por eso por lo que te negaste a verme. Estabas demasiado afectada.

– En parte sí. Y también estaba avergonzada. Y asustada. Temía que te enfadaras conmigo.

Él la abrazó y la besó con dulzura.

– Jamás -le susurró-. Ahora sé que no te habría dejado atrás cuando murió mi tía. Debería haberte traído conmigo.

– No creo que eso hubiera ayudado. Ni tú ni yo podríamos haber manejado la situación.

Él esbozó una media sonrisa.

– ¿Y crees que puedes manejarla ahora?

– Sí.

– ¿Qué te hace estar tan segura?

– Porque antes no sabía por qué te habías casado conmigo. Era joven e inexperta, y no sabía cómo complacer a un hombre. Pero ahora todo es diferente.

El humor se esfumó del rostro de Reyhan, que empezó a levantarse. Ella le puso las manos en los hombros, intentando retenerlo.

– Reyhan, no. Tenemos que hablar de ello.

– No hay nada que decir.

– Podríamos estar hablando toda la vida y nunca podrías decir todo lo que hemos perdido. Reyhan, ¿por qué nunca me dijiste que me querías?

Él la agarró por la cintura y la apartó. Entonces se sentó en la cama. El simple movimiento le dijo a Emma que lo estaba perdiendo otra vez.

– ¿Por qué te cuesta tanto admitirlo? -le preguntó desesperadamente-. ¿No me lo dijiste porque era una cría inmadura? Sé que no podía ser tu pareja entonces, pero ahora las cosas son distintas. Los dos somos distintos. En aquel tiempo me amabas. ¿No puedes quererme un poco ahora?

Él no habló ni se movió. Ni siquiera parecía estar respirando.

Aterrada, y sin saber cómo convencerlo, principalmente porque no entendía contra qué estaba luchando ella misma, intentó hablarle desde el corazón.

– No sé lo que sentía en aquel entonces. Era una niña. Fantaseaba sobre el amor y el matrimonio y sobre cómo sería mi marido. Tú me rescataste aquel día y no sé si te vi como a una persona de verdad. Me parecías más un superhéroe o algo así. Pero ahora puedo ver al hombre, y veo que es una persona buena y noble – se apoyó contra la espalda de Reyhan y le rodeó los hombros con los brazos-. Eres orgulloso, y a veces irritante, pero puedo vivir con eso. Quiero quedarme aquí contigo. Quiero que sigamos casados, que nos amemos el uno al otro y que tengamos hijos – hizo una pausa y tragó saliva antes de confesar su más íntimo secreto-. Estoy enamorada de ti.

Reyhan sintió cada palabra. Lo traspasaban como cuchillos. El día anterior apenas había sentido dolor al recibir el disparo, pero ahora, con Emma, se desgarraba por dentro.

Amor. Habría vendido su alma sólo por oír esas palabras en boca de Emma. Pero ¿entonces qué? ¿Quién sería él si sucumbiera al amor y al deseo por aquella mujer? ¿Cómo podría ser fuerte? ¿Cómo podría ser un hombre si se dejaba controlar por una mujer?

– ¡No! -Exclamó, poniéndose en pie-. No me ames. Yo no podré amarte. Otra vez no. No volverá a dominarme el deseo. No volverás a ocupar mi cabeza y consumir hasta el último aliento de mi cuerpo. No volveré a ser débil por lo que siento por ti.

La miró furioso, pero ella no se inmutó. Se limitó a mantenerle la mirada con todo el amor que era capaz de sentir.

– No tiene por qué ser así -dijo ella finalmente, levantándose y quedando desnuda ante él. Su larga melena le caía por los hombros y le acariciaba los pechos-. Podemos apoyarnos mutuamente. Un equipo es mejor que un solo hombre. Quiero hacerte feliz, Reyhan. Quiero ser la única persona en el mundo a quien puedas confiarle todo, y yo quiero confiar en ti del mismo modo.

Él sabía lo que le pedía y lo que quería. Y sabía la verdad: era mejor estar solo y seguro. Tenía que marcharse.

Se dispuso a hacerlo, pero antes se permitió mirarla por última vez. Contempló su hermoso rostro, sus ojos ligeramente inclinados y su exuberante boca. Memorizó el sonido de su risa y cómo fruncía el ceño cuando estaba enfadada. Y recordó su pelo recogido en alto, como lo había llevado en la recepción oficial en palacio.

Entonces bajó la mirada hasta sus pechos, hacia aquellos pezones endurecidos que lo llamaban como una sirena. Miró su estrecha cintura y sus redondeadas caderas. Se sintió mal al pensar en el bebé que habían perdido, y en lo que ella había sufrido en soledad.

Un hijo, pensó con pesar. O una preciosa niña que ahora tendría cinco años y que correría por los pasillos de palacio y a la que él querría con todo su corazón.

Estando allí de pie y desnudo, con la luz del sol inundando la habitación, Reyhan sintió el peso de todo lo que había perdido al abandonar a Emma. Era un peso demasiado grande, imposible de soportar, y se dobló por las rodillas.

Emma estuvo a su lado en un instante.

– No dejes que me vaya -le rogó-. Se nos ha concedido una segunda oportunidad. ¿Es que no ves el privilegio tan extraño y valioso que tenemos?

Él se aferró a ella, porque ella era lo que siempre había sido. Su salvación. Había intentado vivir sin ella. Se había convencido de que un mundo frío y gris era el lugar más seguro, pero eso no era vida. Sólo era una mera existencia que ofendía a aquellos valientes que luchaban por lo que querían.

– Soy un hombre humillado por una mujer -dijo, y tomó su rostro en las manos para besarla.

– Soy yo la que ha sido humillada -respondió ella, besándolo a su vez-. Te amo, Reyhan.

– Y yo a ti. Te amo desde el primer momento en que te vi.

Él la tomó en brazos y la llevó a la cama, donde se enredaron con las sábanas.

– Quédate conmigo. Ámame. Sé la madre de mis hijos. Trabaja a mi lado. Llena mis noches y mi corazón.

A Emma se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Sí. Así será. Por siempre.

Había mucho que discutir, pensó ella mientras se fundían en un abrazo de pasión. Dónde vivirían, si allí o en el palacio rosa. Con qué frecuencia visitaría ella a sus padres en Texas. Qué iba a decir Reyhan cuando ella le dijera que abandonaba su trabajo por él, pues seguro que encontraría otra manera de usar su experiencia como enfermera.

Y por último, y lo más importante, cuándo le hablaría de la diminuta vida que estaba creciendo en su interior. Sabía, con la profunda certeza que había acompañado a las mujeres desde el amanecer de los tiempos, que aquella mañana habían concebido un bebé. Un hijo que sería el primero de muchos. La promesa de que se amarían para siempre con un amor tan inmenso e imperecedero como las arenas del desierto, el lugar ideal para el amor.

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