Primera parte

1

A los quince años tuve hepatitis. La enfermedad empezó en otoño y acabó en primavera. Cuanto más fríos y oscuros se hacían los días, más débil me encontraba. Pero con el año nuevo las cosas cambiaron. El mes de enero fue templado, hasta el punto de que mi madre me instaló la cama en el balcón. Veía el cielo, el sol y las nubes, y oía a los niños jugar en el patio. Una tarde de febrero oí cantar un mirlo.

Vivíamos en el segundo piso de una espaciosa casa de finales del siglo pasado, en la Blumenstrasse. La primera vez que salí después de la enfermedad fue para dirigirme a la Bahnhofstrasse. Fue allí donde, un lunes de octubre, volviendo del colegio a casa, me puse a vomitar. Ya hacía días que me sentía débil, más débil que nunca en mi vida. Cada paso me costaba esfuerzo. Cuando subía escaleras en casa o en el colegio, las piernas casi no me sostenían. Tampoco tenía ganas de comer. A veces me sentaba a la mesa con apetito, pero enseguida me vencía el asco a la comida. Por la mañana me levantaba con la boca seca y la sensación de que mis órganos internos pesaban más de lo normal y estaban fuera de su lugar habitual en el cuerpo. Me avergonzaba de sentirme tan débil. Y me avergoncé especialmente cuando vomité. Eso tampoco me había pasado nunca en la vida. De repente, la boca se me llenó de vómito; intenté tragar, apreté los labios y me tapé la boca con la mano, pero el vómito se me salió a través de los dedos. Luego me apoyé en una pared, miré el charco de vómito y arrojé una papilla clara.

Una mujer acudió en mi ayuda, casi con rudeza. Me cogió del brazo y me condujo hasta un patio, a través de un oscuro pasillo. Arriba había tendederos colgados de ventana a ventana, con ropa tendida. En el patio había madera almacenada; en un taller con la puerta abierta chirriaba una sierra y volaban virutas. Junto a la puerta del patio había un grifo. La mujer lo abrió, me lavó la mano sucia y luego ahuecó las manos, recogió agua y me la echó en la cara. Me sequé con un pañuelo.

– ¡Coge el otro!

Junto al grifo había dos cubos; ella cogió uno y lo llenó. Yo cogí y llené el otro y la seguí por el pasillo. La mujer tomó impulso, y el agua cayó sobre la acera y arrastró el vómito por encima del bordillo. Luego me quitó el cubo de las manos y arrojó otra oleada de agua sobre la acera.

Al incorporarse me vio llorar. «Ay, chiquillo, chiquillo», dijo sorprendida. Me abrazó. Yo era apenas un poco más alto que ella, sentí sus pechos contra mi pecho, olí en la estrechez del abrazo mi aliento fétido y su sudor fresco y no supe qué hacer con los brazos. Dejé de llorar.

Me preguntó dónde vivía, dejó los cubos en el pasillo y me acompañó a casa. Caminaba a mi lado, con mi macuto en una mano y mi mano en la otra. La Bahnhofstrasse está cerca de la Blumenstrasse. La mujer andaba deprisa, y tan decididamente que yo la seguía sin titubear. Se despidió delante de mi casa.

Aquel mismo día, mi madre llamó al médico, que me diagnosticó hepatitis. En algún momento le hablé a mi madre de aquella mujer. De no haber sido así, no creo que hubiera vuelto a verla. Pero mi madre insistía en que, en cuanto pudiera valerme por mí mismo, comprara con mi dinero de bolsillo un ramo de flores y me presentara en casa de aquella mujer para darle las gracias. En fin: un día de finales de febrero me dirigí a la Bahnhofstrasse.

2

La casa de la Bahnhofstrasse ya no existe. No sé cuándo la derribaron ni por qué. He estado muchos años fuera de mi ciudad. El nuevo edificio, construido en los años setenta u ochenta, tiene cinco pisos y un ático bastante grande, y una fachada lisa con revestimiento claro, sin balcones ni miradores. Hay muchos apartamentos pequeños, cada uno con su timbre. Apartamentos donde la gente se instala y que al cabo de un tiempo abandona, igual que se coge y se deja un coche alquilado. Ahora en la planta baja hay una tienda de aparatos de informática; antes hubo una droguería, un supermercado y un video-club.

La casa antigua era igual de alta pero sólo tenía cuatro pisos: una planta baja de piedra labrada y tres pisos con fachada de ladrillos y los miradores, balcones descubiertos y marcos de las ventanas también de piedra. A la planta baja y al vestíbulo se accedía por una pequeña escalera que se estrechaba a partir del primer piso, enmarcada a ambos lados por un zócalo del que partía una barandilla metálica que acababa en un ornamento en forma de caracol. La puerta estaba flanqueada por dos columnas, y desde lo alto de sus arquitrabes dos leones contemplaban la Bahnhofstrasse, cada uno hacia un lado. El pasillo por el que la mujer me había conducido hasta el grifo del patio era la entrada de servicio.

La casa me había llamado la atención ya desde pequeño. Dominaba toda la hilera de fachadas. A veces tenía la sensación de que iba a hacerse aún más gruesa y ancha, y las casas contiguas tendrían que echarse a un lado para dejarle sitio. En el interior me imaginaba unas escaleras con paredes estucadas, espejos y una alfombra con motivos orientales, fijada a los escalones mediante brillantes tiras transversales de latón. Suponía que en una casa tan señorial debía de vivir gente igual de señorial. Pero como estaba ennegrecida por los años y el humo de las chimeneas, también me imaginaba a los señoriales inquilinos algo sombríos, extravagantes, quizá sordos o mudos, jorobados o cojos.

Años más tarde soñé muchas veces con aquella casa. Los sueños siempre eran parecidos, variaciones de un mismo sueño y un mismo tema. Andando por una ciudad extraña, veo la casa. Está en una calle de un barrio que no conozco. Sigo caminando, desconcertado, porque conozco la casa pero no el barrio. Luego me doy cuenta de que ya he visto esa casa alguna vez. Pero no pienso en la Bahnhofstrasse de mi ciudad, sino en otra ciudad u otro país. En el sueño estoy, por ejemplo, en Roma, veo la casa allí y me acuerdo de haberla visto antes en Berna. Ese recuerdo soñado me tranquiliza; volver a ver la casa en otro entorno no me parece más extraño que el encuentro casual con un viejo amigo en un lugar ajeno. Doy media vuelta, regreso a la casa y subo los escalones. Voy a entrar. Acciono el tirador de la puerta.

A veces veo la casa en el campo; entonces el sueño es más largo, o quizá lo que pasa es que luego me acuerdo mejor de los detalles. Voy en coche. Veo la casa a mano derecha y sigo conduciendo, al principio desconcertado sólo por el hecho de ver en medio del campo una casa cuyo lugar evidentemente está en una calle en plena ciudad. Luego me doy cuenta de que ya la he visto alguna vez, y mi desconcierto se redobla. Cuando recuerdo el lugar en que la vi por primera vez, doy la vuelta y regreso a ella. En el sueño, la carretera está siempre vacía, puedo dar la vuelta derrapando y desandar el camino a toda velocidad. Temo llegar tarde y acelero. Entonces la veo. Está rodeada de campos: nabos o trigo, viñas si es en la zona del Rin, o espliego si es en Provenza. El terreno es plano, o como mucho suavemente ondulado. No hay árboles. El día es claro, brilla el sol, el aire reverbera, y la carretera reluce por efecto del calor. Las paredes medianeras al desnudo hacen que la casa parezca cortada, incompleta. Podrían ser las paredes de una casa cualquiera. No parece más sombría que en la Bahnhofstrasse. Pero las ventanas están cubiertas de una capa de polvo que no deja ver el interior de las habitaciones, ni siquiera los visillos. La casa es ciega.

Me detengo en el arcén y cruzo la carretera en dirección a la puerta. No se ve a nadie, no se oye nada, ni siquiera el ruido lejano de un motor, ni el viento, ni un pájaro. El mundo está muerto. Subo los escalones de la planta baja y cojo el tirador de la puerta.

Pero no]a abro. Me despierto y sólo sé que he cogido el tirador y he tirado de él. Y a continuación me acuerdo de lodo el sueño, y también de que ya lo he tenido otras veces.

3

No sabía cómo se llamaba aquella mujer. Me quedé parado delante de la puerta, mirando los timbres indeciso y con el ramo de flores en la mano. Me daban ganas de dar media vuelta y marcharme. Pero entonces salió de la casa un hombre, me preguntó a qué piso iba y me mandó al tercero, a casa de Frau Schmitz.

Ni estuco, ni espejos, ni alfombra. Toda la modesta belleza de la escalera, muy inferior a la de la fachada, había desaparecido hacía tiempo. La pintura roja de los escalones había saltado en el centro, el linóleo verde grabado que cubría las paredes hasta la altura del hombro estaba gastado, y los barrotes que faltaban en la barandilla habían sido sustituidos por cordones. Olía a productos de limpieza. Aunque puede ser que no me fijara en todo eso hasta más adelante. La escalera siempre estaba igual de dejada e igual de limpia, y siempre reinaba el mismo olor a productos de limpieza, a veces mezclado con olor a carbón o a judías, a carne asada o a ropa lavada en agua caliente. De los demás inquilinos de la casa nunca conocí más que esos olores, las marcas de los pies delante de las puertas de los pisos y las placas debajo de los timbres. No recuerdo haberme encontrado nunca con nadie en la escalera.

Tampoco recuerdo cómo saludé a Frau Schmitz. Seguramente le recité dos o tres frases que llevaría preparadas, aludiendo a mi enfermedad, a su amabilidad y a mi agradecimiento. Ella me condujo a la cocina.

Era la habitación más grande del piso. En ella estaban la cocina y el fregadero, una bañera y un calentador, una mesa y dos sillas, un armario, un ropero y un sofá. El sofá estaba cubierto con una manta roja de terciopelo. No había ventana. Entraba luz por la vidriera de la puerta que daba al balcón. No mucha luz; la cocina sólo se iluminaba cuando se abría la puerta. Entonces se oía el chirrido de la carpintería del patio y olía a madera.

El piso tenía también una sala de estar pequeña y angosta, con un aparador, una mesa, cuatro sillas, un sillón de orejas y una estufa. En esa habitación no había calefacción, así que en invierno casi siempre estaba vacía, y de hecho en verano también. La ventana daba a la Bahnhofstrasse, y desde ella se veían los terrenos de la antigua estación, removidos a fondo por las excavadoras mientras se empezaban a colocar ya aquí y allá los cimientos de nuevos edificios judiciales y administrativos. Finalmente, el piso tenía también un retrete sin ventana. Cuando el retrete olía mal, el olor invadía también el pasillo.

Tampoco recuerdo de qué hablamos en la cocina. Frau Schmitz estaba planchando; había extendido sobre la mesa una manta de lana y un lienzo e iba sacando prendas de un cesto, planchándolas, doblándolas y dejándolas encima de una de las sillas. En la otra silla estaba yo sentado. También planchó su ropa interior; no pude evitar mirar, a pesar de que intentaba apartar la vista. Llevaba un delantal azul con pálidas florecitas rojas. Tenía el pelo rubio y largo sujeto en un moño sobre la nuca. Sus brazos desnudos eran pálidos. Los gestos con que cogía la plancha, la guiaba y la volvía a dejar, y luego doblaba y apartaba las prendas, eran lentos y concentrados, y se movía, se encorvaba y se incorporaba con la misma lentitud y concentración. Sobre su rostro de entonces se han ido depositando en mi imaginación sus rostros ulteriores. Cuando la evoco tal como era entonces, la veo sin rostro. Tengo que reconstruírselo. Frente alta, pómulos altos, ojos azul pálido, labios gruesos y de contorno suave, sin arco en el labio superior, mentón enérgico. Un rostro ancho, áspero, de mujer adulta. Sé que me pareció hermosa. Pero no consigo evocar su hermosura.

4

– Espera un momento -dijo cuando me levanté para irme-. Yo también tengo que salir, te acompaño un trozo.

Esperé en el recibidor. Ella se quedó en la cocina para cambiarse. La puerta estaba entornada. Se quitó el delantal y se quedó sólo con una combinación verde claro. Sobre el respaldo de la silla colgaban dos medias. Cogió una y la enrolló con rápidos movimientos de las dos manos. Se puso en equilibrio sobre una pierna, apoyó sobre la rodilla la punta del pie de la otra, se echó hacia adelante, metió la punta del pie en la medía enrollada, la apoyó sobre la silla, se subió la media por la pantorrilla, la rodilla y el muslo, se inclinó a un lado y sujetó la media con el liguero. Se incorporó, quitó el pie de la silla y cogió la otra media.

Yo no podía apartar la vista de ella. De su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.

Se dio cuenta de que la estaba mirando. Se detuvo en el momento en que iba a coger la otra media, se volvió hacia la puerta y me miró a los ojos. No recuerdo qué había en su mirada: sorpresa, pregunta, comprensión, reproche. Enrojecí. Por un instante me quedé inmóvil; me ardía la cara. Luego no pude soportarlo más y salí corriendo del piso. Me lancé escalera abajo y llegué a la calle.

Me puse a caminar despacio. Bahnhofstrasse, Hausserstrasse, Blumenstrasse: mi camino de vuelta de la escuela desde hacía tantos años. Conocía todas las casas, todos los jardines y todas las vallas: las que cada año recibían una capa de pintura, las que tenían la madera tan gris y podrida que se hundía al apretarla con el dedo; las verjas metálicas, junto a las cuales de pequeño pasaba corriendo, mientras hacía chocar un palo contra los barrotes, y la alta pared de ladrillo tras la que mi imaginación había supuesto maravillas y horrores, hasta que pude trepar a lo alto y vi las aburridas hileras abandonadas de flores, arbustos y hortalizas. Conocía el adoquinado y la capa de alquitrán de la calzada, y la alternancia entre placas, piedras de basalto onduladas, alquitrán y grava en la acera.

Todo me resultaba familiar. Cuando el corazón empezó a latirme más despacio y dejó de arderme la cara, aquel encuentro entre la cocina y el recibidor ya estaba lejos. Me enfadé. Había echado a correr como un niño, en lugar de reaccionar con la madurez que esperaba de mí mismo. Ya no tenía nueve años sino quince. Eso sí, no podía siquiera imaginarme en qué habría consistido una reacción madura.

El otro enigma era el encuentro mismo, allí entre la cocina y el pasillo. ¿Por qué no había podido apartar la vista? Ella tenía un cuerpo muy robusto y muy femenino, más exuberante que el de las chicas que me gustaban y a las que a veces me quedaba mirando. Estaba seguro de que jamás me habría llamado la atención si la hubiera visto en la piscina. Y tampoco la había visto más desnuda que a las chicas de la piscina. Además, era mucho mayor que las chicas con las que yo soñaba. ¿Más de treinta años, quizá? Es difícil adivinar una edad a la que aún no se ha llegado ni se está a punto de llegar.

Años más tarde comprendí que lo que había cautivado mi mirada no había sido su figura, sino sus posturas y sus movimientos. Durante un tiempo, cada vez que tenía novia le pedía que se pusiera medias, pero no me apetecía explicar el motivo de mi ruego, revelar el enigma de aquel encuentro entre la cocina y el pasillo. Así, todas entendieron mi ruego como un capricho, una afición a la ropa interior picante, una extravagancia erótica, y cuando complacían mi deseo, se deshacían en poses coquetas. Y no era eso lo que había cautivado mi mirada. Ella no posaba, no coqueteaba. Tampoco recuerdo que lo hiciera ninguna otra vez. Recuerdo que su cuerpo, sus posturas y sus movimientos me parecían a veces torpes. No es que fuera torpe. Más bien parecía que se recogiera en el interior de su cuerpo, que lo abandonara a sí mismo y a su propio ritmo pausado, indiferente a los mandatos de la cabeza, y olvidara el mundo exterior. Fue ese mismo olvido del mundo lo que vi en sus posturas y movimientos al ponerse las medias. Pero entonces no era torpe, sino fluida, graciosa, seductora; una seducción que no emanaba de los pechos, las piernas y las nalgas, sino que era una invitación a olvidar el mundo dentro del cuerpo.

Yo por aquel entonces no sabía esas cosas; tampoco estoy seguro de saberlas ahora, de no estar inventándomelas. Pero lo cierto es que entonces, al pensar en lo que me había excitado tanto, volvía a excitarme. Para resolver el enigma, traía a mi memoria el encuentro, y la distancia que había creado al convertirlo en enigma se disolvía. Volvía a verlo todo ante mí y de nuevo no podía apartar la vista.

5

Ocho días después volvía a estar delante de su puerta.

Me había pasado una semana intentando no pensar en ella. Pero no tenía nada que me colmara o me distrajera; el médico todavía no me dejaba ir al colegio; después de pasarme meses leyendo, los libros me hastiaban, y unos cuantos amigos venían a verme, pero yo había estado tanto tiempo enfermo que sus visitas no servían ya de puente entre su realidad cotidiana y la mía, y cada vez eran más breves. El médico me había recomendado salir a pasear, cada día un poco más lejos, sin cansarme. Pero lo que estaba necesitando era precisamente cansarme un poco.

¡Extraño hechizo el de la enfermedad cuando se es niño o adolescente! Los ruidos del mundo exterior, del ocio en el patio o en el jardín, o en la calle, penetran amortiguados en la habitación del enfermo. Y dentro de ella florece el mundo de las historias y los personajes de las lecturas. La fiebre, que debilita la percepción y aguza la fantasía, convierte la habitación del enfermo en un espacio nuevo, familiar y ajeno a un tiempo; los dibujos de la cortina o el papel pintado degeneran en monstruos, y las sillas, mesas, estanterías y armarios se transforman en montañas, edificios o barcos, al alcance de la mano y al mismo tiempo remotos. Durante las largas horas nocturnas, acompañan al enfermo las campanadas del reloj de la iglesia, el rugido de los coches que pasan de vez en cuando y el reflejo de sus faros, que rozan las paredes y el techo. Son horas sin sueño, pero no horas de insomnio; no son horas de escasez, sino de abundancia. La combinación de anhelos, recuerdos, miedos y deseos se organiza en laberintos en los que el enfermo se pierde y se descubre y se vuelve a perder. Son horas en las que todo es posible, tanto lo bueno como lo malo.

Todo eso va desvaneciéndose a medida que el enfermo mejora. Pero si la enfermedad ha durado lo bastante, la habitación queda impregnada, y el convaleciente, aunque ya no tenga fiebre, sigue perdido en el laberinto.

Cada mañana me despertaba con mala conciencia, a veces con el pantalón del pijama húmedo o manchado. Las imágenes y escenas con las que soñaba no estaban bien. Yo sabía que ni mi madre ni el cura que me había preparado para la confirmación, y al que yo tenía en gran estima, ni mi hermana mayor, a la que había confiado los secretos de mi infancia, me regañarían por ello. Pero me amonestarían de una manera cariñosa y solícita, que sería peor que una regañina. Lo más grave era que a veces no me limitaba a soñar pasivamente con aquellas imágenes y escenas, sino que las vivía activamente en mi fantasía.

No sé de dónde saqué el valor para volver a casa de Frau Schmitz. ¿Quizá la educación moralizante se revolvía de algún modo contra sí misma? Si la mirada concupiscente era por sí misma tan mala como la satisfacción del deseo, y la fantasía activa tanto como el hecho en sí mismo, entonces, ¿por qué negarse a la satisfacción y al hecho? Día a día constataba que no podía alejar de mí aquellas ideas pecaminosas. Hasta que llegó un momento en que deseé el pecado.

Había otra consideración. Ir allí podía resultar peligroso. Pero en realidad era imposible que el peligro se materializase. Frau Schmitz me saludaría sorprendida, me escucharía mientras le daba explicaciones por mi extraño comportamiento y me despediría amablemente. Era mucho más peligroso no ir: corría peligro de no poder sacudirme mis fantasías. Así que, si decidía ir, actuaría correctamente. Ella se comportaría con normalidad, yo me comportaría con normalidad, y todo volvería a ser tan normal como siempre.

Ésas eran mis cavilaciones; convertí mi deseo en factor de un extraño cálculo moral y así acallé mi mala conciencia. Pero eso no me daba el valor que necesitaba para plantarme delante de Frau Schmitz. Una cosa era convencerme a mí mismo de que, bien mirado, mi madre, aquel cura tan simpático y mi hermana mayor no sólo no me retendrían, sino que me animarían a dar el paso, y otra muy distinta presentarme de verdad en casa de Frau Schmitz. No sé por qué lo hice. Pero en lo que sucedió en aquellos días reconozco hoy el mismo esquema por medio del cual el pensamiento y la acción se han conjuntado o han divergido durante toda mi vida. Pienso, llego a una conclusión, la conclusión cristaliza en una decisión, y entonces me doy cuenta de que la acción es algo aparte, algo que puede seguir a la decisión, pero no necesariamente. A lo largo de mi vida, he hecho muchas veces cosas que era incapaz de decidirme a hacer y he dejado de hacer otras que había decidido firmemente. Hay algo en mí, sea lo que sea, que actúa; algo que se pone en camino para ir a ver a una mujer a la que no quiero volver a ver más, que le hace a un superior un comentario que me puede costar la cabeza, que sigue fumando aunque yo he resuelto dejar de fumar, y deja de fumar cuando yo me he resignado a ser fumador para el resto de mis días. No quiero decir que el pensamiento y la decisión no influyan para nada en la acción. Pero la acción no se limita a llevar a cabo lo que he pensado y decidido previamente. Surge de una fuente propia, y es tan independiente como lo es mi pensamiento y lo son mis decisiones.

6

No estaba en casa. La puerta de la calle estaba entornada, subí la escálela, llamé al timbre y esperé. Volví a llamar. Las puertas de dentro del piso estaban abiertas, lo vi a través del cristal de la puerta, y reconocí el espejo, el guardarropa y el reloj del recibidor. Incluso oía su tictac.

Me senté en los escalones a esperar. No me sentía aliviado, como puede sentirse uno cuando ha tomado una decisión con temor de lo que pueda pasar y luego se alegra de haberla llevado a cabo sin que haya pasado nada. Tampoco me sentía decepcionado. Estaba resuelto a verla, y esperaría hasta que llegase.

El reloj del recibidor tocó el cuarto, la media y menos cuarto. Intenté seguir el leve tictac y contar los novecientos segundos desde un cuarto de hora al siguiente, pero siempre me distraía. En el patio chirriaba la sierra del carpintero, brotaban voces o música de los pisos, se abría una puerta. Luego oí a alguien subir con paso regular, lento y pesado escalera arriba. Esperaba que la persona en cuestión se quedara en el segundo piso. Si me veía, ¿cómo iba a explicarle lo que estaba haciendo allí? Pero los pasos no se detuvieron en el segundo piso. Siguieron subiendo. Me puse en pie.

Era Frau Schmitz. Llevaba en una mano un canasto con carbón de coque y en la otra uno con briquetas. Llevaba uniforme, chaqueta y falda: evidentemente, era revisora del tranvía. No me vio hasta que llegó al rellano. No pareció enfadada, ni sorprendida, ni burlona; nada de lo que yo había temido. Sólo parecía cansada. Dejó el carbón en el suelo y se puso a buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta. Al hacerlo se le cayeron al suelo unas cuantas monedas. Las recogí y se las di.

– Abajo en el sótano hay dos canastos más. ¿Me los llenas y los subes? La puerta está abierta.

Bajé corriendo la escalera. La puerta del sótano estaba abierta y la luz encendida, y al pie de la larga escalera encontré una carbonera con la puerta entornada y el candado abierto colgando del cerrojo. La carbonera era grande y estaba llena hasta el techo, donde había una trampilla por la que metían el carbón desde la calle. A un lado de la puerta estaban las briquetas apiladas ordenadamente, y al otro los canastos para el carbón.

No sé qué fue lo que hice mal. En mi casa también bajaba siempre a buscar carbón al sótano y nunca había tenido ningún problema. Eso sí, en casa el montón de carbón no era tan alto. Conseguí llenar el primer canasto sin incidentes. Pero cuando agarré el segundo canasto por las asas y empecé a coger el carbón del suelo, la montaña se puso en movimiento. Desde lo alto empezaron a caer pedazos pequeños a saltos grandes y pedazos grandes a saltos pequeños, mientras más abajo se producía un corrimiento y en el suelo una avalancha en toda regla. Se formó una nube de polvo negro. Me quedé inmóvil, aterrorizado, mientras recibía algún que otro golpe, y pronto me encontré con el carbón hasta los tobillos.

Cuando la montaña quedó en reposo, salí de entre el carbón, llené el segundo canasto, busqué y encontré una escoba, barrí hacia el interior de la carbonera los pedazos de carbón que habían rodado por el suelo del sótano, cerré la puerta y subí los dos canastos.

Ella se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y se había abierto el botón de arriba, y estaba sentada a la mesa de la cocina, con un vaso de leche en la mano. Al verme se echó a reír, primero conteniéndose, ahogadamente, y luego a carcajadas. Mientras me señalaba con el dedo, dio una palmada con la otra mano en la mesa.

– Pero, chiquillo, ¿tú has visto qué pinta traes?

Entonces me vi la cara en el espejo de encima del fregadero y me eché a reír también.

– Así no puedes presentarte en tu casa. Te vas a dar un baño y mientras tanto te sacudo la ropa.

Se acercó a la bañera y abrió el grifo. El agua empezó a caer humeante en la bañera.

– Ten cuidado al desnudarte, no quiero que se me llene la cocina de carbonilla.

Tras vacilar unos instantes, me quité el jersey y la camisa. Y volví a vacilar. El nivel del agua subía rápidamente, y la bañera ya estaba casi llena.

– ¿Te vas a bañar con los pantalones y los zapatos puestos? Que no miro, chiquillo.

Pero cuando cerré el grifo y me quité los calzoncillos, ella se me quedó mirando sin alterarse en absoluto. Enrojecí, me metí en la bañera y me sumergí por completo en el agua. Cuando saqué la cabeza, ella estaba en el balcón trajinando con mi ropa. La oí sacudir los zapatos uno contra otro y zarandear los pantalones y el jersey. Le dijo algo en voz alta a alguien que estaba abajo, algo sobre el polvo de carbón y el serrín; le contestaron desde abajo y se rió. Volvió a la cocina y dejó mi ropa en la silla. Me lanzó una mirada fugaz.

– Ahí tienes champú; lávate la cabeza. Ahora te traigo una toalla.

Sacó algo del ropero y salió de la cocina.

Me lavé. El agua de la bañera ya estaba sucia, y abrí el grifo para echar más y enjuagarme la cabeza y la cara bajo el chorro. Luego me quedé allí tumbado, mientras el calentador gorgoteaba, sintiendo en la cara el aire fresco que entraba por la rendija de la puerta de la cocina y en el cuerpo el agua caliente. Tuve una sensación de bienestar. Era un bienestar excitante, y mi miembro se puso tieso.

Cuando ella entró en la cocina, no levanté la cabeza; esperé a que estuviera junto a la bañera. Con los brazos abiertos de par en par, sostenía una gran toalla desplegada.

– ¡Vamos!

Me levanté y salí de la bañera dándole la espalda. Ella, detrás de mí, me envolvió en la toalla de la cabeza a los pies, y me frotó hasta que estuve seco. Luego dejó caer la toalla al suelo. No me atreví a moverme. Se me acercó tanto que sentí sus pechos en mi espalda y su vientre en mis nalgas. Ella también estaba desnuda. Me rodeó con sus brazos y me puso una mano en el pecho y la otra en el miembro tieso.

– Has venido para esto, ¿no?

– Pues…

No supe qué decir. Ni que sí ni que no. Me di la vuelta. No vi gran cosa de su cuerpo. Estábamos demasiado juntos. Pero quedé abrumado por la proximidad de su cuerpo desnudo.

– ¡Qué guapa eres!

– Qué cosas dices, chiquillo…

Se rió y me echó los brazos al cuello. También yo la abracé.

Tenía miedo: del contacto, de los besos, de no gustarle, de no ser bastante para ella. Pero cuando ya llevábamos un rato abrazados, cuando me empapé de su olor y sentí plenamente su calidez y su fuerza, todo cobró sentido: me puse a explorar su cuerpo con las manos y la boca, nuestras bocas se encontraron, y por fin la tuve encima de mí, mirándome a los ojos, hasta que llegué al climax y cerré los ojos con fuerza, y al principio intenté contenerme, pero luego grité tan fuerte que ella tuvo que taparme la boca con la mano.

7

En la noche siguiente me enamoré de ella. Me pasé la noche en duermevela, añorándola, soñando con ella, creyendo sentirla a mi lado, hasta que me daba cuenta de que estaba agarrando la almohada o la manta. Tenía los labios irritados de tanto besarnos. Mi miembro se ponía tieso una y otra vez, pero no quería masturbarme. No quería volver a hacerlo nunca más. Quería estar con ella.

¿Me enamoré de ella como premio por haber accedido a acostarse conmigo? Todavía hoy, cuando he pasado la noche con una mujer, tengo siempre la sensación de haber recibido un regalo excepcional y me siento obligado a corresponder a tanto mimo haciendo un esfuerzo por querer a la mujer y por plantarle cara al mundo.

Uno de mis pocos recuerdos diáfanos de la primera infancia es de una mañana de invierno, cuando tenía cuatro años. La habitación en la que dormía por entonces no tenía calefacción, y solía hacer mucho frío por la noche y a primera hora de la mañana. Me acuerdo de la calidez de la cocina y de la ardiente cocina de carbón, un macizo armatoste metálico con una pileta siempre llena de agua caliente, y en cuyo interior veía quemarse el carbón cuando mi madre, con ayuda de un garfio, levantaba las placas y los aros de los fogones. Mi madre acercó una silla a la cocina de carbón, me puso de pie sobre ella y empezó a lavarme y a vestirme. Me acuerdo de la deliciosa sensación de calidez y del placer que me producía que mi madre me lavara y me vistiera en medio de aquella calidez. Cada vez que me acordaba de aquella escena, me preguntaba por qué mi madre me había mimado de tal modo aquel día. ¿Quizá estaba enfermo? ¿Les habían dado a mis hermanos algo que no me habían dado a mí? ¿Me esperaba aquel día algún trance desagradable o difícil?

Y como la mujer que en mis pensamientos no tenía nombre me había mimado tanto aquella tarde, sentí que tenía que pagar por ello y decidí volver al colegio al día siguiente. Había otra razón: tenía ganas de exhibir la patente de virilidad que acababa de adquirir. No era que quisiera fanfarronear. Pero me sentía superior y sobrado de fuerzas, y tenía ganas de enfrentarme a mis compañeros y profesores con aquella fuerza y aquella superioridad. Además, aunque no habíamos hablado de ello, sabía que ella era revisora del tranvía, y por lo tanto debía de trabajar muchas veces hasta bien entrada la tarde o quizá la noche. ¿Y cómo iba a poder verla cada día si me quedaba en casa y sólo salía para dar mis paseos de convaleciente?

Cuando volví a casa después de estar con ella, mis padres y hermanos ya estaban cenando.

– ¿Éstas son horas de llegar? Tu madre estaba ya inquieta.

Mi padre parecía más enfadado que preocupado.

Dije que me había perdido, que había salido con la intención de dar un paseo hasta Molkenkur, pasando por el cementerio, pero que luego había estado extraviado durante un buen rato, hasta llegar finalmente a Nussloch.

– Como no tenía dinero, he tenido que volver de Nussloch andando.

– Podías haber hecho autoestop.

Mi hermana pequeña hacía autoestop de vez en cuando, algo que mis padres no aprobaban. Mi hermano mayor resopló con menosprecio.

– Molkenkur y Nussloch están en direcciones opuestas.

Mi hermana mayor me miró inquisitiva.

– Mañana vuelvo al colegio.

– Pues a ver si pones atención en la clase de geografía. Hay una cosa que se llama sur y otra que se llama norte, y el sol sale por…

Mi madre interrumpió a mi hermano.

– El médico dijo que tres semanas más.

– Si es capaz de ir a pie hasta Nussloch pasando por el cementerio y volver a casa, también puede ir al colegio. Lo que le falta no son fuerzas, sino inteligencia.

De pequeños, mi hermano y yo siempre estábamos pegándonos, y luego empezamos a hacernos la guerra verbalmente. Él tenía tres años más que yo y me superaba en los dos terrenos. En algún momento dejé de replicarle y empecé a hacer oídos sordos a sus pullas. Desde entonces se limitaba a refunfuñar.

– ¿Y tú qué dices?

Mi madre se dirigía a mi padre. Él dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, se recostó hacia atrás y juntó las manos entre los muslos. Se quedó callado y pensativo, como siempre que mi madre le preguntaba algo que tuviera que ver con los niños o con la casa. Y, como siempre, yo me pregunté si de verdad estaba pensando en la pregunta de mi madre o sólo pensaba en su trabajo. Quizá intentara honestamente reflexionar sobre lo que le había dicho mi madre, pero, una vez puesto a pensar, se le iba la mente al trabajo. Era catedrático de filosofía, y pensar era su vida: pensar, leer, escribir y enseñar.

A veces me daba la sensación de que nosotros, su familia, éramos para él como animales domésticos. El perro que se saca a pasear, el gato con el que se juega, y también el gato que se acurruca en el regazo y ronronea y se deja acariciar, pueden despertar afecto, en cierto modo pueden hacerse hasta necesarios, y sin embargo puede ser un engorro comprarles la comida, limpiar lo que ensucian y llevarlos al veterinario. Puede ser que la vida verdadera esté en otro sitio, muy lejos de ahí. Me habría gustado que su vida fuéramos nosotros, su familia. A veces también me habría gustado que mi hermano no fuera tan refunfuñón ni mi hermana pequeña tan descarada. Pero, llegada la noche, de repente me daba cuenta de que los quería muchísimo a todos. Mi hermana pequeña. Seguramente no era fácil ser la más pequeña de cuatro hermanos, y para afirmarse como persona necesitaba un cierto grado de descaro. Mi hermano mayor. Compartíamos habitación, lo cual sin duda se le hacía más pesado a él que a mí, y además, desde que me había puesto enfermo, yo dormía solo en la habitación, mientras él tenía que conformarse con el sofá del comedor. ¿Cómo no iba a refunfuñar? Mi padre. ¿Dónde estaba escrito que sus hijos tenían que ser lo más importante de su vida? Además, íbamos creciendo, y cualquier día tendríamos edad de irnos de casa.

Tuve la impresión de que era la última vez que nos sentábamos todos juntos a la gran mesa redonda, bajo la gran lámpara de latón de cinco brazos y cinco bombillas, que era la última vez que comíamos en los viejos platos decorados con zarcillos verdes en el borde, que era la última vez que hablábamos con tanta familiaridad. Me pareció estar viviendo una despedida. Todavía estaba allí, pero ya me había ido. Añoraba a mi madre, a mi padre y a mis hermanos, y al mismo tiempo anhelaba a una mujer.

Mi padre me miró.

– Dices que quieres volver mañana mismo al instituto, ¿verdad?

– Sí.

Vi que se había dado cuenta de que me había dirigido a él y no a mi madre, y también de que yo no estaba dispuesto a reconsiderar mi decisión.

Asintió con la cabeza.

– Pues si quieres, adelante. Y si ves que no puedes, te quedas en casa otra vez.

Me sentí feliz. Y al mismo tiempo tuve la sensación de que en ese momento la despedida ya se había producido.

8

En los días siguientes, la mujer tuvo turno de mañana. Llegaba a casa a las doce, y yo me saltaba cada día la última hora de clase para esperarla en su rellano. Nos duchábamos y hacíamos el amor, y poco antes de la una y media yo me vestía rápidamente y echaba a correr. En casa se comía a la una y media. Los domingos se comía a las doce, pero ella también empezaba y acababa el turno más temprano.

Yo muchas veces habría preferido que no nos ducháramos. Pero ella era de una limpieza exasperante; se duchaba cada día al levantarse, y a mí me gustaba el olor que traía del trabajo: a perfume, a sudor fresco y a tranvía. Pero también me gustaba su cuerpo mojado y enjabonado; me gustaba que me enjabonase y enjabonarla a ella, y ella me enseñaba a hacerlo sin vergüenza, con naturalidad, con posesiva minuciosidad. También cuando hacíamos el amor ella tomaba posesión de mí con toda naturalidad. Su boca buscaba la mía, su lengua jugaba con la mía, me decía dónde y cómo quería que la tocase, y cuando me cabalgaba hasta el orgasmo, yo sólo estaba allí para darle placer, no para compartirlo. No es que no fuera tierna y no me diera placer a mí también. Pero lo hacía por pura diversión, para jugar. Hasta que aprendí yo también a tomar posesión de ella.

Eso fue más tarde. Y nunca llegué a aprenderlo del todo. De hecho, durante mucho tiempo no lo necesité. Era joven y no tardaba en tener un orgasmo, y luego, cuando lentamente volvía a la vida, me gustaba que ella me poseyera. La miraba cuando la tenía encima, veía su vientre, en el que se dibujaba un profundo surco sobre el ombligo, sus pechos, el derecho ligeramente más grande que el izquierdo, su cara, con la boca abierta. Apoyaba las manos en mi pecho y en el último momento las levantaba bruscamente, se agarraba la cabeza y emitía un grito sordo, gimoteante, gorgoteante, que la primera vez me asustó y que luego empecé a esperar ansiosamente.

Después quedábamos agotados. Muchas veces se dormía encima de mí. Se oía la sierra en el patio y los gritos de los obreros que la manejaban, más ruidosos aún que ella. Cada vez que la sierra enmudecía, llegaba débilmente a la cocina el rumor del tráfico de la Bahnholstrassc. Cuando oía gritos de niños jugando, sabía que era la hora de la salida del colegio, es decir, que ya habían dado la una. El vecino que llegaba a su casa para comer echaba alpiste en el balcón, y se oía a las palomas aterrizar en él y arrullar.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté el sexto o séptimo día. Se había dormido encima de mí y acababa de despertarse. Hasta entonces, yo había evitado tener que llamarla por su nombre, y también llamarla de tú o de usted.

– ¿Para qué quieres saberlo? -replicó, mirándome con desconfianza.

– Tú y yo… Sé tu apellido, pero tu nombre no. Quiero saber cómo te llamas. ¿Qué tiene de…?

Se rió.

– Nada, chiquillo, no tiene nada de malo. Me llamo Hanna.

Siguió riéndose sin parar, hasta contagiarme.

– Has puesto una cara tan rara…

– Es que estaba medio dormida. ¿Y tú cómo te llamas?

Yo pensaba que ella ya lo sabía. Por entonces estaba de moda no usar macuto y llevar los libros debajo del brazo, y cuando los dejaba encima de la mesa de la cocina, se veía claramente mi nombre en las libretas y libros, forrados con papel de embalar sobre el que yo pegaba una etiqueta con el título del libro y mi nombre. Pero ella no se había fijado.

– Me llamo Michael Berg.

– Michael, Michael, Michael -dijo, buscando los matices del nombre-. Mi niño se llama Michael, va a la universidad…

– Al instituto.

– … va al instituto, y de mayor quiere ser un gran… -vaciló.

– No sé lo que quiero ser de mayor.

– Pero eres buen estudiante.

– Bueno, yo no diría tanto…

Le dije que para mí ella era más importante que los estudios y el colegio. Que me gustaría estar más tiempo con ella.

– De todos modos, voy a perder el año.

– ¿Vas a perder un año? ¿Qué año?

Se incorporó. Era la primera vez que teníamos una conversación en serio.

– Sexto de bachillerato. Con lo de la enfermedad he perdido varios meses. Para sacar el curso, tendría que estudiar tanto que me volvería imbécil. Ahora mismo, por ejemplo, tendría que estar en el colegio.

Le conté lo de mis novillos.

– Fuera -dijo retirando el edredón-. Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?

Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina, y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano -enfundado en un dedal de goma-, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.

– Dos a Rohrbach.

Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.

– Billetes, por favor…

Me miró.

– ¿Para imbéciles? No tienes ni idea.

Yo estaba sentado al borde de la cama. Me sentía aturdido.

– Vale, lo siento. Me pondré a estudiar. No sé si en seis semanas voy a poder sacar el curso. Voy a intentarlo. Pero si no me dejas verte más, no podré. Te…

Iba a decir «Te quiero». Pero cambié de idea. Quizá ella tuviera razón, seguro que tenía razón. Pero no tenía derecho a exigirme que estudiara más y a amenazarme con dejar de vernos.

– Te quiero ver cada día.

El reloj del recibidor tocó la una y media.

– Tienes que irte.

Se quedó callada un momento.

– Mañana empiezo el turno de día. Salgo a las cinco y media. Si quieres, puedes venir a casa. Pero sólo si te pones a estudiar.

Estábamos de pie el uno frente al otro, desnudos, pero ella me parecía todavía más dura que si llevase uniforme. Yo no comprendía la situación. ¿Lo hace por mí?, me pregunté, ¿o por ella? ¿Se ha ofendido porque he dicho que lo que hago es para imbéciles, y entonces lo suyo es más imbécil todavía? Pero yo no había dicho que ninguna de las dos cosas fuera para imbéciles. ¿O quizá no quería tener como amante a un inútil? Pero ¿acaso yo era su amante? ¿Qué era yo para ella? Me vestí lo más despacio que pude, esperando que dijera algo. Pero no dijo nada. Cuando acabé de vestirme, ella estaba todavía allí de pie, desnuda, y cuando la abracé para despedirme, ni se inmutó.

9

¿Por qué me pongo tan triste cuando pienso en aquellos días? ¿Será que añoro la felicidad pasada? Lo cierto es que en las siguientes semanas fui feliz. Me las pasé estudiando como un imbécil, hasta sacar el curso, mientras nos amábamos como si nada más importara en el mundo. ¿O será por lo que descubrí más tarde, por la sombra que ese descubrimiento tardío arroja sobre aquellos días del pasado?

¿Por qué? ¿Por qué lo que fue hermoso, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo al saber que ocultaba verdades amargas? ¿Por qué se oscurece el recuerdo de unos años felices de matrimonio cuando nos enteramos de que el otro tuvo un amante durante todo ese tiempo? ¿Acaso porque en semejante situación no se puede ser feliz? Y, sin embargo, ¡éramos felices! A veces un final doloroso hace que el recuerdo traicione la felicidad pasada. A lo mejor es que la única felicidad verdadera es la que dura siempre. Porque sólo puede tener un final doloroso lo que ya era doloroso de por sí, aunque no fuéramos conscientes de ello, aunque lo ignorásemos. Pero un dolor inconsciente e ignorado ¿es dolor?

Recuerdo aquellos días y me veo a mí mismo. Llevaba los elegantes trajes que me habían tocado en suerte a la muerte de un tío rico, junto con varios pares de zapatos de dos colores, negro y marrón, negro y blanco, charol y ante. Tenía los brazos y las piernas demasiado largos, no para los trajes, que mi madre se había encargado de arreglar, sino para coordinar mis propios movimientos. Mis gafas eran de un modelo barato, de la seguridad social, y mi pelo una especie de escoba desgreñada, a pesar de mi empeño en dominarlo. En el colegio no era de los mejores ni de los peores; creo que muchos profesores no llegaron ni a advertir mi presencia, ni tampoco los compañeros que llevaban la voz cantante en la clase. No me gustaba mi aspecto, mi ropa ni mi forma de moverme, m siquiera mis logros ni mis cualidades. Pero estaba rebosante de energía, de confianza en ser un día guapo e inteligente, superior y admirado, de ansiedad por enfrentarme a nuevas personas y situaciones.

¿Será eso lo que me entristece? ¿El celo y la fe que me colmaban en aquella época, mi empeño en arrancarle a la vida una promesa que de ningún modo podía cumplir? A veces veo en las caras de los niños y los adolescentes el mismo celo y la misma fe, y los veo con la misma tristeza con que recuerdo los míos. Esa tristeza, ¿no será la tristeza pura? ¿Es eso lo que nos sobreviene cuando, al mirar atrás, los recuerdos hermosos se nos vuelven quebradizos, al ver que aquella felicidad no se alimentaba sólo de la situación del momento, sino de una promesa que no se cumplió?

Ella -debería empezar a llamarla Hanna, igual que empecé a hacerlo en aquella época-, ella, desde luego, no vivía de ninguna promesa, sino de la situación del momento, única y exclusivamente.

Le pregunté por su pasado, y lo que me respondió parecía sacado de un arcón polvoriento. Se crió en la parte alemana de Rumania, a los diecisiete años emigró a Berlín y encontró trabajo en la Siemens, y a los veintiuno fue a parar al ejército. Desde el final de la guerra había ido saliendo adelante con diferentes trabajos de poca monta. De su trabajo de revisora, al que se dedicaba desde hacía unos cuantos años, le gustaba el uniforme y el hecho de que el paisaje fuera cambiando todo el rato y el suelo se moviera debajo de sus pies. Pero lo demás no le gustaba. No tenía familia. Tenía treinta y seis años. Todo eso me lo contó como si no fuera su vida, sino la de otra persona a la que no conocía mucho y tampoco le importaba demasiado. Muchas veces, cuando le pedía más detalles, decía que no se acordaba, y tampoco entendía que me interesase lo que había sido de sus padres, si había tenido hermanos, cómo había vivido en Berlín y lo que había hecho en el ejército.

– Preguntas mucho, chiquillo.

Lo mismo pasaba con el futuro. Por supuesto, no se me pasaba por la cabeza la idea de casarme y tener hijos. Pero me identificaba más con el Julien Sorel de Madame de Rénal que con el de Mathilde de la Môle. Me encantaba que Félix Krull acabara entregándose al final a la madre en vez de a la hija. Mí hermana, que estudiaba filología alemana, habló una vez durante la comida de la polémica en torno a si Goethe y Frau von Stein habían tenido una relación amorosa, y, para asombro de toda la familia, yo me volqué con énfasis en favor del sí. Me imaginaba cómo podía ser nuestra relación al cabo de cinco o diez años. Y una vez le pregunté a Hanna qué pensaba ella al respecto. Pero ella no quería pensar ni siquiera en la excursión en bicicleta que le propuse para las vacaciones de Pascua. Podíamos hacernos pasar por madre e hijo para coger una habitación doble y pasar la noche juntos.

Es curioso que semejante idea y semejante propuesta no me parecieran ridículos. De haber ido de viaje con mi madre, me habría empeñado en tener una habitación para mí solo. Ir con mi madre al médico o a comprarme un abrigo, o que ella me fuera a buscar al regreso de un viaje, ya no me parecía apropiado para mi edad. Cuando iba con ella por la calle y nos cruzábamos con compañeros míos del colegio, temía que me tomaran por un perrito faldero. Pero que me vieran con Hanna, que podría haber sido perfectamente mi madre aun siendo diez años más joven que la verdadera, no me importaba en absoluto. Es más, me enorgullecía.

Hoy en día, cuando veo a una mujer de treinta y seis años, la encuentro joven. Pero cuando veo a un muchacho de quince años, veo a un niño. Hanna me daba una seguridad que ahora me parece asombrosa. Mi éxito en el colegio atrajo sobre mí la atención de los profesores y me garantizó su respeto. Las chicas con las que trataba se daban cuenta de que no las temía, y eso les gustaba. Me sentía bien dentro de mi cuerpo.

El recuerdo, que ilumina con claridad y retiene firmemente mis primeros encuentros con Hanna, ha hecho borrosos los contornos de las semanas que pasaron entre aquella primera conversación y el final del curso escolar. Una explicación puede ser la regularidad con que nos encontrábamos y con que discurrían nuestras citas. Otro motivo radica en el hecho de que hasta entonces nunca había vivido días tan intensos, de que mi vida nunca había transcurrido tan rápida y tan densa. Cuando pienso en mí estudiando en aquellas semanas, me parece como si me hubiera sentado al escritorio y no me hubiera levantado hasta recuperar todo lo que había perdido durante la hepatitis, aprendido todas las palabras, leído todos los textos, demostrado todos los teoremas matemáticos y combinado todas las fórmulas químicas. Sobre el Tercer Reich y la Alemania de la época inmediatamente anterior ya había leído mucho mientras estuve en cama.

También nuestros encuentros se han convertido en mi recuerdo en un único y largo encuentro. A partir de la conversación, siempre nos veíamos por la tarde: cuando ella tenía turno de noche, estábamos juntos de tres a cuatro y media, y en caso contrario quedábamos a las cinco y media. En casa se cenaba a las siete, y al principio Hanna insistía en que fuera puntual. Pero al cabo de un tiempo la hora y media empezó a hacérsenos corta, y solía inventarme excusas para saltarme la cena.

Y el motivo de que nos faltara tiempo es que había empezado a leerle en voz alta. El día siguiente a nuestra conversación, Hanna me preguntó qué cosas aprendía en el colegio. Le hablé de los poemas de Homero, de los discursos de Cicerón y de la historia de Hemingway en la que un viejo lucha contra un pez y contra el mar. Ella quería saber cómo sonaban el latín y el griego, y le leí fragmentos de la Odisea y de las Catilinarias.

– ¿Y no aprendes también alemán?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Sólo aprendes lenguas extranjeras, o también os enseñan algo en la lengua del país?

– Sí, nos hacen leer cosas.

Mientras estaba enfermo, mis compañeros habían leído Emilia Galotti e Intriga y amor, de Schiller, y teníamos que entregar un trabajo sobre esos libros. Así que tenía que leérmelos, pero siempre iba dejándolo para más adelante. Cuando por fin tenía tiempo para leer, ya se había hecho tarde y estaba cansado, de modo que al día siguiente no me acordaba de lo que había leído y tenía que volver a empezar.

– ¡Léemelo!

– Léelo tú misma, te lo traeré.

– Tienes una voz muy bonita, chiquillo. Me apetece más escucharte que leer yo sola.

– Uf…, no sé.

Pero al día siguiente, cuando fui a besarla, retiró la cara.

– Primero tienes que leerme algo.

Lo decía en serio. Tuve que leerle Emilia Galotti media hora entera antes de que ella me metiese en la ducha y luego en la cama. Ahora ya me había acostumbrado a las duchas y me gustaban. Pero con tanta lectura se me habían pasado las ganas. Para leer una obra de teatro de manera que los diferentes personajes sean reconocibles y tengan un poco de vida, hace falta un cierto grado de concentración. En la ducha me volvían las ganas. Lectura, ducha, amor y luego holgazanear un poco en la cama: ése era entonces el ritual de nuestros encuentros.

Hanna escuchaba con mucha atención. Su risa, sus bufidos despreciativos y sus exclamaciones indignadas o entusiastas no dejaban duda de que seguía la trama con interés y que consideraba unas niñatas tontas tanto a Emilia como a Luise. La impaciencia con que a veces me pedía que siguiera leyendo surgía de su esperanza de que dejasen de hacer bobadas.

– ¡Cómo se puede ser tan tonta!

A veces incluso yo me animaba y me apetecía continuar leyendo. Cuando los días empezaron a hacerse más largos, pasaba más rato con la lectura, para seguir en la cama con ella mientras se ponía el sol. Cuando ella se dormía sobre mí y callaba la sierra del patio, cantaban los mirlos y los colores de los objetos de la cocina dejaban paso a tonalidades de gris más o menos oscuro, me sentía completamente feliz.

10

El primer día de las vacaciones de Pascua me levanté a las cuatro. Hanna tenía turno de día. A las cuatro y cuarto cogía la bicicleta y se iba a las cocheras del tranvía, y a las cuatro y media salía con el primer tranvía hacia Schwetzingen. Me había contado que en el viaje de ida el tranvía solía ir vacío. No se llenaba hasta el viaje de vuelta.

Me subí en la segunda parada. El segundo vagón iba vacío, y en el primero estaba Hanna al lado del conductor. Dudé si sentarme en el vagón delantero o en el trasero, y me decidí por este último. Prometía más intimidad, un abrazo, un beso. Pero Hanna no vino. Por fuerza tuvo que verme esperando en la parada y subiendo al tranvía. Al fin y al cabo, el conductor había parado para que yo subiera. Pero ella se quedó de pie junto a él, hablando y bromeando. Lo veía perfectamente.

El tranvía pasaba sin detenerse por todas las paradas, una tras otra. No había nadie esperando. Las calles estaban vacías. Todavía no había salido el sol, y bajo el cielo blanco todo estaba cubierto de una luz pálida: las casas, los coches aparcados, los árboles cargados de hojas verdes y los arbustos florecientes, el depósito del gas y, a lo lejos, las montañas. El tranvía avanzaba despacio, seguramente porque el horario estaba hecho teniendo en cuenta los tiempos de parada, y el conductor tenía que reducir la velocidad para no llegar a destino antes de hora. Me sentí encerrado en aquel lento tranvía en marcha. Al principio me quedé sentado, pero luego me puse de pie e intenté fijar la vista en Hanna, para que se diera cuenta de que la estaba mirando por detrás. Al cabo de un rato se dio la vuelta y me miró como sin querer. Y siguió hablando con el conductor. El viaje continuó. Pasado Eppelheim, los raíles no discurrían ya por en medio de la calzada, sino por un terraplén paralelo a la carretera. El tranvía cogió más velocidad, y ahora avanzaba con el traqueteo propio de un tren. Yo sabía que el recorrido pasaba por varios pueblos hasta acabar en Schwetzingen. Pero me sentía excluido, expulsado del mundo normal en el que la gente vivía, trabajaba y amaba. Como si estuviera condenado a un viaje sin rumbo ni final a bordo de un tranvía vacío.

Luego vi una parada con marquesina, en pleno campo. Tiré del cable con el que los revisores indican al conductor que debe parar o que ya puede reemprender la marcha. El tranvía se detuvo. Ni Hanna ni el conductor me miraron al sonar el timbre. Cuando bajé, me pareció que me miraban burlándose. Pero no estaba seguro. Luego el tranvía siguió su camino, y yo lo seguí con la vista hasta que desapareció, primero en una hondonada y luego detrás de una colina. Me encontraba entre la vía y la carretera, rodeado de huertos y frutales; más allá había un vivero con invernaderos. El aire era fresco y estaba lleno de trinos de pájaros. El cielo blanco se teñía de rosa por encima de las montañas.

El viaje en tranvía había sido como una pesadilla. Y si no recordara con tanta claridad lo que pasó después, cedería a la tentación de creer que de verdad fue una pesadilla. Encontrarme de repente en la parada, oír los pájaros y ver salir el sol fue como despertar. Pero el final de una pesadilla no siempre significa un alivio. Puede ser que al despertar se dé uno cuenta de lo terrible que era lo que estaba soñando, quizá incluso de la terrible verdad que le ha revelado el sueño. Me puse en camino en dirección a casa, llorando a lágrima viva, y no pude parar de llorar hasta llegar a Eppelheim.

Volví a casa a pie. Intenté hacer autoestop, sin éxito. Cuando ya había recorrido la mitad del camino, pasó el tranvía. Iba lleno y no vi a Hanna.

A las doce estaba esperándola en su rellano, con el ánimo triste, atemorizado y furioso.

– ¿Otra vez haciendo novillos?

– Estoy de vacaciones. Oye, ¿qué ha pasado esta mañana?

Ella abrió la puerta y la seguí hasta la cocina.

– ¿Cómo que qué ha pasado esta mañana?

– ¿Por qué has hecho como si no me conocieras? Sólo quería…

– ¿O sea que yo he hecho como si no te conociera?

Se dio la vuelta y me miró fríamente a la cara.

– Has sido tú el que se ha hecho el despistado. Cómo se te ocurre subir al segundo vagón, si has visto claramente que yo estaba en el primero…

– ¿Y por qué crees que el primer día de vacaciones se me ocurre coger el tranvía de Schwetzingen a las cuatro y media de la mañana? Si no te das cuenta de que era para darte una sorpresa, es que estás ciega. Pensaba que te haría gracia. He subido al segundo vagón porque…

– Pobrecito. Levantarse a las cuatro y media, y encima en vacaciones.

Nunca la había visto tan irónica. Meneó la cabeza.

– Y yo qué sé por qué querías ir a Schwetzingen. Yo qué sé por qué haces como si no me conocieras. Es problema tuyo, no mío. ¿Y ahora puedes irte, si eres tan amable?

No puedo describir lo furioso que me sentí.

– Esto no es justo, Hanna. Sabías muy bien, tenías que saber, que sólo he cogido el tranvía por ti. ¿Cómo puedes creer que he hecho como si no te conociera? Si no hubiera querido verte, no habría cogido el tranvía.

– Mira, déjame en paz. Ya te he dicho que lo que hagas es problema tuyo, no mío.

Se había colocado de manera que la mesa de la cocina quedara entre los dos, y su mirada, su voz y sus gestos me trataban como a un intruso, me estaban echando de allí.

Me senté en el sofá. Ella se había portado mal conmigo y yo había ido a pedirle explicaciones. Pero ni siquiera había conseguido explicarme yo mismo. Es más, era ella la que me atacaba a mí. Y empecé a dudar. ¿Quizá ella tenía razón, no objetivamente, pero sí desde su punto de vista? ¿Era posible, era quizá inevitable que me hubiera malinterpretado? ¿Quizá el episodio del tranvía le había dolido, aunque no fuera ésa mi intención, sino todo lo contrario, le había dolido realmente?

– Lo siento, Hanna. Ha salido todo al revés. No quería ofenderte, pero parece que…

– ¿Parece? ¿O sea que parece que me has ofendido? Tú no podrías ofenderme a mí ni aunque quisieras. Y ahora, ¿me haces el favor de marcharte? Vengo del trabajo y me gustaría darme un baño y descansar un poco.

Me miró con gesto imperativo. Como no me levantaba, se encogió de hombros, se dio la vuelta, abrió el grifo de la bañera y se desnudó.

Entonces me levanté y me fui. Pensé que era para siempre. Pero al cabo de media hora volvía a estar delante de su puerta. Me dejó entrar, y yo cargué sobre mí la culpa de todo. Reconocí haber actuado de una manera inconsciente, desconsiderada, egoísta. Comprendía que estuviera ofendida. Comprendía que no estuviera ofendida porque yo no podía ofenderla a ella aunque quisiera. Comprendía que, aunque no era quién para ofenderla, mi comportamiento había sido intolerable. Al final hasta me alegré cuando ella reconoció que lo de la mañana le había dolido, o sea que no le había resultado tan indiferente e insignificante como pretendía.

– ¿Me perdonas?

Asintió con la cabeza.

– ¿Me quieres?

Volvió a asentir.

– La bañera todavía está llena. Ven, voy a bañarte.

Más adelante me pregunté si había dejado el agua en la bañera porque sabía que volvería. Si se había desnudado porque sabía que no podría quitarme su imagen de la cabeza y eso me haría volver. Si sólo había querido ganar en un pequeño juego de poder. Cuando acabamos de hacer el amor, tumbados en la cama, le expliqué por qué había subido al segundo vagón en lugar de al primero. Y se lo tomó a broma.

– ¿Hasta en el tranvía quieres acostarte conmigo? ¡Ay, chiquillo, chiquillo!

Era como si el desencadenante de nuestra disputa no tuviera en realidad ninguna importancia.

Pero su resultado sí tuvo importancia. Yo no sólo había perdido aquella batalla. Tras una breve lucha, había capitulado al amenazarme ella con echarme de su vida, con retirarme su amor. En las semanas siguientes ni siquiera hice un amago de lucha. Cada vez que ella me amenazaba, me rendía incondicionalmente a la primera.

Cargaba con las culpas de todo. Reconocía errores que no había cometido y confesaba intenciones que nunca había albergado. Cuando ella se ponía dura y fría, yo le suplicaba que volviera a poner buena cara, que me perdonase, que me quisiera. A veces me daba la sensación de que a ella misma le mortificaba su frialdad y su dureza. Como si añorara la calidez de mis disculpas, protestas y súplicas. A veces me daba la sensación de que sólo quería imponerse y basta. Pero, fuera como fuera, yo no tenia alternativa.

No podía hablar del asunto con ella. Hablar de nuestras discusiones sólo conducía a nuevas discusiones. Le escribí una o dos cartas largas. Pero ella no reaccionaba, y cuando yo le preguntaba si las había leído, replicaba:

– ¿Ya empiezas otra vez?

11

No es que Hanna y yo no fuéramos felices después del primer día de las vacaciones de Pascua. Al contrario, nunca fuimos más felices que durante aquellas semanas de abril. A pesar de lo peregrino de aquella primera discusión y de todas nuestras discusiones en general, lo cierto es que todo lo que nos distrajera del ritual de la lectura, la ducha, el amor y el reposo nos hacía bien. Además, al reprocharme haber hecho como si no la conociera, ella se había atado las manos. Ahora, si yo quería dejarme ver a su lado, no tenía derecho a impedírmelo. Yo podía decirle: «O sea que era verdad lo que yo decía: no querías que te vieran conmigo», y eso no le habría gustado. Así que la semana después de Pascua nos fuimos de excursión en bicicleta cuatro días por Wimpfen, Amorbach y Miltenberg.

Ya no me acuerdo de qué les dije a mis padres. ¿Que me iba de excursión con mi amigo Matthias? ¿O con un grupo? ¿Que iba a visitar a un antiguo compañero de clase? Seguramente mi madre se preocupó, como siempre, y mi padre opinaba, como siempre, que no había motivo para preocuparse. Al fin y al cabo, acababa de aprobar el curso, cosa que nadie esperaba, ¿no?

Durante mi enfermedad había ahorrado la paga semanal que me daban mis padres. Pero con eso no me bastaba para poder invitar a Hanna. Así que decidí vender mi colección de sellos en la tienda de filatelia de la Heiliggeistkirche. Era la única tienda que compraba colecciones, según se leía en el escaparate. El hombre de la tienda echó una mirada a mis álbumes y me ofreció sesenta marcos. Mostré el mayor tesoro de mi colección, un sello egipcio sin borde dentado, con una pirámide, que tenía un precio de catálogo de cuatrocientos marcos. El tendero se encogió de hombros. Si tanto apreciaba mi colección, ¿por qué quería venderla? Además, ¿tenía permiso para hacerlo? ¿Se lo había dicho a mis padres? Intenté negociar. Si el sello de la pirámide no era tan valioso, me lo quedaría. Entonces, replicó, sólo podría darme treinta marcos. ¿En qué quedamos?, dije, ¿es valioso o no es valioso? Al final le saqué setenta marcos. Me sentí estafado, pero me daba lo mismo.

No sólo yo me moría de ganas de viajar. Para mi asombro, Hanna también estaba ansiosa ya días antes de emprender el viaje. No paraba de pensar en qué cosas llevarse, y no hacía más que llenar y vaciar una y otra vez las alforjas y el macuto que yo le había procurado. Quise enseñarle en el mapa la ruta que había escogido, pero no quiso oír ni ver nada.

– Estoy demasiado nerviosa, chiquillo. Me fío de ti.

Salimos el domingo de Resurrección. Hacía sol, y continuó haciendo bueno los cuatro días. Por la mañana refrescaba, y a lo largo del día iba subiendo la temperatura, no tanto como para que se hiciera pesado pedalear, pero sí lo suficiente para poder comer al aire libre. Los bosques eran alfombras verdes, jaspeadas de amarillo pálido, verde claro, verde botella, verde azulado y verde oscuro. En la llanura del Rin florecían los primeros frutales. En el Odenwald se abrían ya las forsythias.

Muchas veces podíamos pedalear el uno junto al otro. Y nos enseñábamos las cosas que íbamos viendo: un castillo, un pescador de caña, un barco en el río, una familia paseando en fila india por la orilla, un cochazo americano con la capota abierta. Cuando había que cambiar de dirección o tomar un desvío, yo me ponía delante; ella no quería preocuparse de direcciones y carreteras. Cuando había más tráfico, pedaleábamos el uno detrás del otro, a veces ella delante, a veces yo. Ella tenía una bicicleta con los radios, los pedales y los platos protegidos, y llevaba un vestido azul con falda ancha que aleteaba al viento. Al principio yo temía que la falda se enganchara entre los radios o los piñones y Hanna se cayera, pero luego se me pasó el miedo y empecé a disfrutar viéndola pedalear delante de mí.

Antes de salir había estado soñando con las noches que nos esperaban. Nos imaginaba haciendo el amor, durmiendo, despertándonos, haciendo de nuevo el amor, durmiendo de nuevo, despertándonos de nuevo y así sucesivamente, noche tras noche. Pero sólo me desperté la primera noche. Hanna me daba la espalda; mi incliné sobre ella y la besé, y ella se puso boca arriba, me tomó y me retuvo entre sus brazos.

– Mi niño, mi niño…

Luego me dormí encima de ella. Las demás noches dormimos de un tirón, cansados de pedalear, del sol y del viento. Hacíamos el amor por la mañana.

Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.

– Me gusta no tener que ocuparme de nada.

La única discusión la tuvimos en Amorbach. Yo me desperté temprano, me vestí sin hacer ruido y salí sigilosamente de la habitación. Pensaba subirle el desayuno a Hanna y también quería ver si encontraba una floristería abierta para comprarle una rosa. Le dejé una nota en la mesilla de noche. «¡Buenos días! Voy a buscar el desayuno, vuelvo enseguida», o algo por el estilo. Cuando volví, estaba de pie en medio de la habitación, medio vestida, temblando de rabia, con la cara blanca como el papel.

– ¡Cómo se te ocurre largarte así, sin decir nada!

Dejé encima de la cama la bandeja con el desayuno y la rosa e intenté abrazar a Hanna.

– Hanna…

– ¡No me toques!

Tenía en la mano el fino cinturón de cuero con el que se sujetaba el vestido. Dio un paso atrás y me cruzó la cara con él. Se me reventó un labio y sentí el sabor de la sangre. No me dolía. Estaba aterrorizado. Ella volvió a levantar la mano.

Pero no volvió a pegarme. Dejó caer la mano y el cinturón y se echó a llorar. Nunca la había visto llorar. Su cara se deformó por completo. Los ojos y la boca abiertos de par en par, los párpados hinchados tras las primeras lágrimas, manchas rojas en las mejillas y en el cuello. De su boca brotaban graznidos guturales, parecidos al grito sordo que emitía cuando hacíamos el amor. Estaba allí de pie, mirándome a través de las lágrimas.

Debería haberla abrazado. Pero no podía. No sabía qué hacer. En mi casa no se lloraba así. Ni se pegaba, ni con la mano ni, por supuesto, con un cinturón. Si había algún problema, se hablaba. Pero ¿qué podía decir yo en aquel momento?

Hanna dio dos pasos hacia mí, se arrojó sobre mi pecho, me pegó con los puños cerrados, me aferró con todas sus fuerzas. Entonces pude contenerla. Sus hombros se contraían, me daba cabezazos en el pecho. Luego dio un profundo suspiro y se acurrucó en mis brazos.

– ¿Desayunamos? -dijo, separándose de mí-. Madre mía, ¡cómo te has puesto, chiquillo!

Cogió una toalla húmeda y me limpió la boca y la barbilla.

– Y la camisa llena de sangre.

Me quitó la camisa y luego los pantalones, y luego se desnudó ella e hicimos el amor.

– ¿Me puedes explicar lo que ha pasado? ¿Por qué te has enfadado tanto?

Yacíamos juntos, tan satisfechos y contentos que pensé que entonces se aclararía todo.

– Me puedes explicar, me puedes explicar… Siempre haces preguntas tontas. ¿Te parece bonito marcharte sin decir nada?

– Pero oye, ¿y la nota que te he dejado?

– ¿Qué nota?

Me incorporé en la cama. La nota no estaba en la mesilla, donde la había dejado. Me levanté, busqué junto a la mesilla, debajo de ella, bajo la cama, en la cama. Pero la nota no aparecía.

– No entiendo nada. Te he dejado una nota diciendo que iba a buscar el desayuno y volvía enseguida.

– ¿Ah, sí? Pues yo no veo ninguna nota.

– ¿No me crees?

– No es que no te crea, pero yo no veo ninguna nota.

Y ahí se acabó la discusión. ¿Quizá una ráfaga de viento se había llevado la nota a ninguna parte? ¿Había sido todo un malentendido: su enfado, mi labio reventado su cara convulsionada, mi desconcierto?

¿Debería haber buscado más, hasta encontrar la nota, hasta encontrar la causa del enfado de Hanna, la causa de mi desconcierto?

– ¡Sigue leyendo, chiquillo! -dijo apretándose contra mí. Cogí la Vida de un vagabundo aventurero de Joseph von Eichendorff y continué donde la había dejado la última vez. El libro era fácil de leer, más fácil que Emilia Galotti y que Intriga y amor. Hanna volvía a poner toda su atención. Le gustaban los poemas intercalados en la narración. Le divertían las aventuras del héroe en Italia, con sus disfraces, confusiones, enredos y persecuciones. Al mismo tiempo le parecía mal que fuera un vagabundo, que no se dedicara a nada de provecho, que no supiera hacer nada ni quisiera aprender nada. Oscilaba entre esos dos sentimientos, y a veces, horas después de la lectura, todavía salía con preguntas como: «¿Y qué tiene de malo el oficio de aduanero?»

He vuelto a explayarme relatando nuestras disensiones, así que ahora debo hablar también de nuestras horas de felicidad. Aquella discusión hizo más íntima nuestra relación. Ahora ya la había visto llorar; una Hanna capaz de llorar me resultaba más cercana que una Hanna que era sólo fuerte. Empezó a mostrar una faceta más afable, que yo desconocía. No paró de observar y acariciarme suavemente el labio reventado hasta que se curó del todo.

Empezamos a hacer el amor de otra manera. Durante mucho tiempo yo me había dejado llevar por ella, por su manera de tomar posesión de mí. Luego yo había aprendido también a tomar posesión de ella. De entonces en adelante, empezamos a amarnos de un modo que iba más allá de la simple posesión.

Todavía conservo un poema que escribí por entonces. Como poema no vale nada. Por aquella época me entusiasmaban Rilke y Benn, y ahora veo que estaba empeñado en seguir la estela de los dos al mismo tiempo. Pero también veo lo cercanos que estábamos el uno del otro. He aquí el poema:

Cuando nos abrimos,

tú a mí y yo a ti,

cuando nos sumergimos,

tú en mí y yo en ti,

cuando nos olvidamos,

tú en mí y yo en ti.

Sólo entonces

yo soy yo y tú eres tú.

12

No recuerdo las mentiras que les conté a mis padres después de la excursión con Hanna, pero en cambio me acuerdo muy bien del precio que tuve que pagar para poder quedarme solo en casa durante la última semana de vacaciones. He olvidado adonde se fueron mis padres, mi hermano y mi hermana mayor. El problema era mi hermana pequeña. Mis padres querían que se fuera a casa de la familia de una amiga. Pero si yo me quedaba en casa, ella también quería quedarse. A mis padres no les parecía buena idea, así que yo también tendría que ir a casa de un amigo.

Hoy en día me parece realmente sorprendente que mis padres consintieran en dejarme solo en casa una semana entera, a mis quince años. ¿Quizá se habían percatado de la nueva autosuficiencia que se había desarrollado en mí desde que estaba con Hanna? ¿O quizá simplemente habían tomado nota de que, pese a estar enfermo varios meses, había sacado el curso, y deducían de ello que yo era más responsable y digno de confianza de lo que había demostrado hasta entonces? Tampoco recuerdo que me hicieran rendir cuentas por las muchas horas que pasaba con Hanna por entonces. Por lo visto, mis padres se creían de verdad que, recuperada la salud, yo tenía ganas de estar con mis amigos, para estudiar y pasar los ratos libres juntos. Además, unos padres que tienen cuatro hijos no pueden estar pendientes todo el tiempo de cada uno de ellos, sino que por fuerza han de prestar más atención al que está creando problemas en un momento determinado. Yo ya les había ocasionado suficientes problemas, y se daban por satisfechos con verme sano y con el curso aprobado.

Cuando le pregunté a mi hermana pequeña qué quería a cambio de irse a casa de su amiga y dejarme solo en la casa, me pidió unos tejanos o, como decíamos por entonces, unos pantalones vaqueros, y un niqui de terciopelo, una especie de jersey. Me pareció muy comprensible. En aquella época, los téjanos todavía eran algo especial, muy de moda, y se perfilaban como la alternativa perfecta a los trajes de ojo de perdiz y los vestidos floreados. Yo me veía obligado a aprovechar la ropa de mi tío, y mi hermana pequeña la de la mayor. Pero no tenía dinero.

– ¡Pues róbalos! -exclamó mi hermana sin alterarse.

Fue increíblemente fácil. Me probé varios tejanos, me llevé al probador también unos de su talla y salí de la tienda llevándolos escondidos en torno a la cintura, por debajo de los anchos pantalones de mi traje. El niqui lo robé en unos grandes almacenes. Un día, mi hermana y yo nos dedicamos a recorrer la sección de moda femenina de mostrador en mostrador, hasta encontrar el mostrador adecuado y el niqui adecuado. Al día siguiente atravesé la sección con paso rápido y decidido, eché mano al niqui, lo escondí debajo de la americana y en un abrir y cerrar de ojos me encontré en la calle. Un día más tarde robé un camisón de seda para Hanna, pero el detective de los almacenes me vio, así que eché a correr como un endemoniado y escapé por los pelos. Estuve años sin poner los pies en aquellos grandes almacenes.

Desde aquellas noches que pasamos juntos durante el viaje, todas las noches anhelaba sentirla a mi lado, acurrucarme junto a ella, rozar su trasero con mi vientre y mi espalda con mi pecho, poner la mano en sus pechos, despertarme en plena noche y buscarla con el brazo, encontrarla, cruzar una pierna entre las suyas y reposar la cara contra su hombro. Una semana solo en casa equivalía a siete noches con Hanna.

Una tarde la invité a cenar a casa. La recuerdo en la cocina mientras yo daba los últimos toques a la cena; en el hueco de la puerta mientras yo sacaba la cena al comedor; sentada a la mesa redonda, en el lugar habitual de mi padre. Lo miraba todo.

Su mirada registraba todos los detalles, los muebles del siglo pasado, el piano de cola, el viejo reloj de péndulo, los cuadros, las estanterías llenas de libros, la vajilla y los cubiertos en la mesa. La dejé sola un momento para acabar de preparar el postre, y al volver no la encontré sentada a la mesa. Había ido recorriendo habitación tras habitación, y ahora estaba en el despacho de mi padre. Me apoyé silenciosamente contra el marco de la puerta y me quedé mirándola. Ella paseaba la mirada por las estanterías de libros que colmaban las paredes; era como si estuviese leyendo un texto. Luego se dirigió a una estantería, pasó lentamente el dedo índice de la mano derecha, a la altura de su pecho, por los lomos de los libros, pasó a la estantería siguiente, pasó el dedo otra vez, lomo tras lomo, y así recorrió toda la habitación. Al llegar a la ventana se detuvo y se quedó contemplando la oscuridad, el reflejo de las estanterías y su propia imagen reflejada en el cristal.

Es una de las imágenes que me han quedado de Hanna. Las tengo guardadas, puedo proyectarlas en una pantalla y contemplarlas, siempre invariables, sin señal de desgaste. A veces paso mucho tiempo sin traerlas a la mente. Pero siempre vuelven en algún momento, y entonces hay veces en que me veo forzado a proyectarlas y mirarlas repetidamente, una tras otra. Una es la de Hanna poniéndose las medias en la cocina. Otra es la de Hanna de pie delante de la bañera, sosteniendo la toalla con los brazos abiertos. Otra es la de Hanna en bicicleta, con la falda agitada por el viento. Luego está la de Hanna en el despacho de mi padre. Lleva un vestido a rayas azules y blancas, lo que por entonces se llamaba un traje camisero. Con ese vestido parece joven. Ha pasado el dedo por los lomos de los libros y se ha parado a mirar por la ventana. Ahora se vuelve hacia mí, lo bastante rápido para que la falda baile un instante en torno a sus piernas antes de volver a quedar lisa. Tiene la mirada cansada.

– ¿Todos estos libros los ha escrito tu padre, o sólo los ha leído?

Yo conocía un libro de mi padre sobre Kant y otro sobre Hegel, los busqué, los encontré y se los enseñé.

– Léeme un poco. Va, chiquillo, por favor…

– No sé…

No me apetecía, pero tampoco quería contrariarla. Cogí el libro de mi padre sobre Kant y le leí un trozo, un pasaje sobre analítica y dialéctica, que ni ella ni yo entendimos.

– ¿Tienes suficiente?

Me miró como si lo hubiera entendido todo, o como si diera lo mismo entender o no.

– ¿Tú también escribirás libros de ésos cuando seas mayor?

Negué con la cabeza.

– ¿Escribirás otros libros diferentes?

– No lo sé.

– ¿Escribirás obras de teatro?

– No lo sé, Hanna.

Asintió con la cabeza. Luego nos comimos el postre y nos fuimos a su casa. Me habría gustado que durmiéramos juntos en mi cama, pero ella no quiso. Se sentía una intrusa en mi casa. No lo dijo con palabras, pero sí con su manera de estar en la cocina o en el hueco de la puerta, de ir de habitación en habitación, de recorrer los libros de mi padre y de sentarse a la mesa conmigo.

Le regalé el camisón de seda. Era de color morado, tenía unos tirantes muy finos que dejaban a la vista los hombros y los brazos, y le llegaba hasta los tobillos. Era una tela tornasolada y brillante. Hanna estaba contenta, reía, estaba radiante. Se miró de arriba abajo, se dio la vuelta, dio unos pasos de baile, se miró en el espejo, contempló brevemente su reflejo y siguió bailando. Ésa es otra imagen que me ha quedado de ella.

13

El inicio del curso escolar siempre me parecía como un corte en el tiempo. Y el paso de sexto a séptimo de bachillerato trajo consigo un cambio especialmente tajante. La dirección disolvió mi clase y la repartió entre los otros tres grupos del mismo curso. Como eran muchos los que no habían conseguido pasar a séptimo, se decidió fundir cuatro grupos pequeños en tres más numerosos.

Durante muchos años, el instituto al que yo iba sólo había admitido niños. Luego empezaron a admitir también niñas, pero al principio eran tan pocas, que no las repartieron por igual entre los grupos del mismo curso, sino que las asignaron a todas a uno solo; más tai de las repartieron en dos y luego en tres, hasta que llegaron a formar en cada uno de ellos una tercera parte del alumnado. En mi curso no había suficientes niñas para que a mi antigua clase le correspondiese alguna. Éramos el cuarto grupo, formado por niños exclusivamente. Y por eso mismo nos disolvieron a nosotros y no a los otros tres grupos.

No nos enteramos hasta el principio del nuevo curso. El director nos reunió en un aula para revelarnos que nos habían dividido y cómo habían decidido repartirnos. Junto a otros seis compañeros, me dirigí por los pasillos vacíos hasta la nueva aula. Nos sentamos en los pupitres que quedaban libres, yo en uno de la segunda fila. Eran pupitres individuales, pero emparejados y divididos en tres hileras. Yo estaba en la de en medio. A mi izquierda tenía a un compañero de mi antigua clase, Rudolf Barben, un chico bastante grueso, tranquilo, buen jugador de ajedrez y hockey, con el que hasta entonces apenas me había relacionado, pero que pronto sería un buen amigo. A mi derecha, al otro lado del pasillo, estaban las chicas.

Mi vecina era Sophie. Tenía el pelo y los ojos castaños, estaba bronceada y tenía pelitos dorados en los brazos desnudos. Cuando me senté y eché una mirada a mi alrededor, me sonrió.

Le devolví la sonrisa. Me sentí bien, me hacía ilusión empezar el curso con aquel grupo nuevo y conocer chicas. Me había dedicado a observar a mis compañeros de sexto de bachillerato: hubiera o no chicas en su clase, les tenían miedo, las evitaban y se hacían los gallitos ante ellas o las alababan sin mesura. Yo, en cambio, conocía a las mujeres y sabía comportarme con tino y camaradería con ellas. Y eso a las chicas les gustaba. En mi nueva clase me llevaría bien con ellas, y de rebote también me ganaría el respeto de los chicos.

¿Le pasará lo mismo a todo el mundo? Cuando era joven me sentía siempre o demasiado seguro o demasiado inseguro. O bien me tenía por un ser totalmente incapaz, insignificante e inútil, o me creía un superdotado al que todo tenía que salirle bien por fuerza. Cuando me sentía seguro, conseguía superar las mayores dificultades, pero el más mínimo tropiezo bastaba para convencerme de mi inutilidad. Si recuperaba la seguridad, nunca era porque me esforzase en ello; ningún esfuerzo estaba a la altura del rendimiento que esperaba de mí mismo y la admiración que esperaba de los demás, y según cómo me sintiera, mis esfuerzos me parecían insuficientes o me enorgullecían. Con Hanna pasé muchas buenas semanas, a pesar de los continuos rechazos y humillaciones. Y así, también aquel verano, el de la nueva clase, empezó bien.

Veo ante mí el aula: en la parte delantera, a la derecha, la puerta; en la pared del mismo lado, el listón de madera con los colgadores; a la izquierda, una sucesión de ventanas por las que se veía el monte de Heiligenberg, y por las que en las pausas nos asomábamos a la calle, el río y los prados de la otra orilla; delante, la pizarra, el caballete para los mapas y los carteles y la mesa del profesor, con su silla, sobre la tarima de un palmo de altura. Las paredes estaban pintadas de amarillo hasta la altura de la cabeza, y por encima de blanco; del techo colgaban dos lámparas esféricas de vidrio esmerilado. No había en el aula nada superfluo, ni cuadros ni plantas, ni un solo pupitre sobrante, ni un armario con libros y cuadernos olvidados y tizas de colores. Cuando la dejábamos vagar, la mirada se nos iba por las ventanas o se detenía disimuladamente en algún compañero o compañera. Cuando se daba cuenta de que la miraba, Sophie se volvía y me sonreía.

– Berg, el hecho de que Sophie sea un nombre griego no es motivo para que estudie usted tan atentamente a su compañera durante la clase. ¡Traduzca!

Traducíamos la Odisea. Yo ya la había leído en alemán, y me gustaba y me sigue gustando. Cuando me tocaba el turno, me bastaban unos pocos segundos para orientarme y empezar a traducir. El profesor me había puesto en ridículo, y el resto de la clase lo celebró a carcajadas, pero si me quedé un momento sin habla no fue por eso. Nausica, igual a los mortales en figura y aspecto, Nausica, la doncella de pálidos brazos: ¿en quién la veía encarnada, en Hanna o en Sophie? No podían ser las dos al mismo tiempo.

14

Cuando se paran por avería los motores de un avión, eso no significa que se acabe el vuelo. Los aviones no caen del cielo como piedras. Los enormes aviones de pasajeros de cuatro motores pueden seguir planeando entre media hora y tres cuartos, hasta estrellarse al intentar aterrizar. Los pasajeros no se dan cuenta de nada. Volar con los motores parados produce la misma sensación que hacerlo con los motores en marcha. Hay menos ruido, pero no mucho menos: el aire que cortan el fuselaje y las alas hace más ruido que los motores. Llega un momento en que al mirar por la ventanilla se ve la tierra o el mar amenazadoramente cerca. Eso si las azafatas o los auxiliares no cierran las persianas de las ventanillas y ponen un vídeo. Quizá los pasajeros incluso se sientan mejor, al haber menos ruido.

El verano fue el vuelo sin motor de nuestro amor. O, mejor dicho, de mi amor por Hanna; de su amor por mí no sé nada.

Mantuvimos nuestro ritual de lectura, ducha, amor y reposo. Le leí Guerra y paz, con todas las digresiones de Tolstói sobre la historia, los grandes hombres, Rusia, el amor y el matrimonio; debieron de ser entre cuarenta y cincuenta horas. Y, como siempre, Hanna siguió atentamente el desarrollo de la narración. Pero ya no era como antes; ahora se reservaba sus juicios. Natacha, Andréi y Pierre no formaban parte de su mundo, como había sucedido con Luise y Emilia; ahora era ella quien entraba en el mundo de los personajes, con el asombro con que emprendería un largo viaje o penetraría en un palacio en el que se le permitía entrar y quedarse, con cuyas estancias llegaba a familiarizarse, sin por ello perder nunca del todo el recelo. Hasta entonces le había leído cosas que yo ya conocía. Pero Guerra y paz también era nueva para mí. Hicimos juntos el largo viaje.

Empezamos a ponernos nombres cariñosos. Ella ahora ya no me llamaba sólo chiquillo, sino también -con diferentes atributos y diminutivos- ranita, cachorro, joyita, rosa. Yo continuaba llamándola Hanna, hasta que un día me preguntó:

– Imagínate que me abrazas y cierras los ojos. ¿Que animal es el primero que te viene a la cabeza?

Cerré los ojos y pensé en animales. Yacíamos pegados el uno al otro, con mi cabeza contra su cuello, mi cuello contra sus pechos, mi brazo izquierdo bajo su espalda, y el derecho bajo su trasero. Le acariciaba con los brazos y las manos la ancha espalda, los muslos duros, el trasero firme, y sentía también sus pechos y su vientre fuertemente pegados a mi cuello y mi pecho. Su piel era lisa y suave al tacto, y su cuerpo, debajo de la piel, se adivinaba lleno de energía y firmeza. Al posar la mano sobre su pantorrilla, sentí un movimiento rítmico de los músculos, como un estremecimiento. Eso me recordó el estremecimiento de la piel con que los caballos espantan a las moscas.

– En un caballo.

– ¿Un caballo?

Se separó de mí, se incorporó y se me quedó mirando. En sus ojos había una expresión de horror.

– ¿No te gusta?

Le expliqué mi asociación de ideas:

– Lo digo porque eres tan agradable de tocar, lisa y suave y al mismo tiempo firme y fuerte. Y porque te tiembla la pantorrilla.

Miró el movimiento de sus pantorrillas.

– Un caballo… -dijo, meneando la cabeza-. No estoy muy segura…

Aquello era extraño en ella. Normalmente era muy clara: las cosas le parecían bien o le parecían mal. Al ver la expresión de horror de su mirada, me dispuse, si hacía falta, a retirarlo lodo, acusarme a mí mismo y pedirle perdón. Pero aquella vez era diferente, y sentí que podía negociar, defender la idea del caballo.

– Podría llamarte cheval, en francés, o potrillo, o Bucéfalo, o decirte arre, caballito. No pienses en las cosas feas de los caballos, como los dientes, o la calavera de un caballo muerto, o cosas así. Piensa en cosas bonitas, en lo que los caballos tienen de cálido, de suave, de fuerte. Tú no eres ningún conejito, ni ningún gatito. Podría llamarte tigresa, pero tú no tienes esos malos instintos de los felinos.

Se echó boca arriba, con los brazos cruzados por detrás de la nuca. Yo me incorporé y la miré. Hanna tenía la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un momento volvió la cara y me miró con una expresión de singular ternura.

– Vale, de acuerdo, puedes llamarme caballo, o las otras palabras que me has dicho… ¿Me las explicas?

Una vez fuimos juntos al teatro en la ciudad vecina, a ver Intriga y amor. Era la primera vez que Hanna iba al teatro, y disfrutó de todo, desde la representación hasta la copa de champán en el entreacto. Le pasé el brazo por la cintura; me daba igual que la gente pensase que éramos una pareja muy rara. Y estaba orgulloso de que no me importase. Pero sabía muy bien que en el teatro de mi ciudad no me habría dado igual. ¿Lo sabía ella también?

Ella sabía que en verano mi vida no giraba sólo en torno a ella, la escuela y el estudio. Muchas veces, cada-vez más a menudo, me pasaba por la piscina antes de ir a casa de Hanna por la tarde. Allí se reunían mis compañeras y compañeros de clase para hacer juntos los deberes jugar a fútbol y a voleibol y a cartas, y también para ligar. Aquél era el escenario de la vida social de la clase, y para mí era muy importante formar parte de ella, participa. Según el turno de Hanna, unos días llegaba más tarde otros me iba más temprano que los demás, pero eso no me desprestigiaba; al contrario, me hacía más interesante. Yo lo sabía. Y también sabía que no me estaba perdiendo nada, y sin embargo siempre tenía la sensación de que las cosas que valían la pena pasaban justo cuando yo no estaba. Durante mucho tiempo no me atreví a preguntarme si prefería estar en la piscina o con Hanna. Pero en julio, el día de mi cumpleaños, me prepararon una fiesta en la piscina, y tuve que insistir para que mis compañeros me dejaran marchar. Y cuando llegué a casa de Hanna, ella estaba agotada y me recibió de mal humor. No sabía que era mi cumpleaños. Cuando le pregunté a ella por el suyo, me dijo que era el 21 de octubre pero no me preguntó cuándo era el mío. No estaba de peor humor que otras veces; simplemente estaba muy cansada. Pero me molestó su mal humor, y me dieron ganas de marcharme, de volverme a la piscina, con compañeras y compañeros de clase, de refugiarme en la liviandad de nuestras charlas, bromas, jugueteos y ligues

Yo también reaccioné con mal humor y acabamos discutiendo. Entonces Hanna aplicó de nuevo su táctica de ignorarme. Me volvió el miedo a perderla, y me humillé y pedí disculpas hasta que se dignó aceptarme a su lado. Pero me sentía lleno de rencor.

15

Fue entonces cuando empecé a traicionarla.

No es que fuera por ahí contando sus secretos o poniéndola en evidencia. No revelé nada que hubiera que mantener oculto. Al contrario: mantuve oculto lo que debería haber revelado. Me negué a admitir su existencia. Sé que negar a alguien es un tipo más bien inofensivo de traición. Desde fuera no se aprecia si uno está negando a alguien o simplemente pretende ser discreto o considerado o sólo intenta evitar situaciones delicadas o molestas. Pero el que niega a otro sabe muy bien lo que hace. Y negar una relación es una manera de socavarla tan grave como otras formas de traición más espectaculares.

Ya no recuerdo cuándo negué a Hanna por primera vez. Del contacto con los compañeros de clase en aquellas tardes de verano en la piscina fueron naciendo amistades. Además de mi vecino de pupitre, al que ya conocía del curso anterior, entre los nuevos apreciaba especialmente a Holger Schlüter, que compartía conmigo el gusto por la historia y la literatura, y no tardé en tener un trato íntimo con él. También intimé pronto con Sophie, que vivía unas pocas calles más allá de mi casa, por lo que recorríamos juntos una parte del camino a la piscina. Al principio no tenía todavía suficiente confianza con mis amigos para hablarles de Hanna. Pero luego, superado ya ese obstáculo, no encontré la ocasión adecuada, el momento adecuado, la palabra adecuada. Al final acabó siendo demasiado tarde para hablar de Hanna, para presentarla como si fuera otro secreto de adolescencia más. Pensé que si empezaba a hablar de ella entonces, después de haber callado tanto tiempo, todos pensarían, erróneamente, que yo me avergonzaba de mi relación con Hanna y tenía mala conciencia. Pero por más que intentara disfrazarlo, sabía muy bien que estaba traicionando a Hanna al fingir que contaba a mis amigos todo lo que era importante para mí, pero sin mencionarla a ella.

Ellos notaban que yo no era del todo sincero, y eso no mejoraba las cosas. Una tarde, mientras volvía a casa con Sophie, nos sorprendió una tormenta y nos refugiamos bajo el zaguán de una casa de campo del Neuenheimer Feld; por entonces todavía no se había instalado allí la universidad, y sólo había huertos y jardines. Tronaba y relampagueaba, el viento soplaba fuerte y caía una lluvia cerrada, con gruesas gotas. La temperatura bajó enseguida unos cinco grados. De repente tuvimos frío, y la rodeé con el brazo.

– Oye -dijo ella, sin mirarme; miraba a la lluvia.

– ¿Sí?

– Has estado mucho tiempo enfermo, hepatitis, ¿verdad? ¿Es eso lo que te da tantos problemas? ¿Tienes miedo de no volver a ponerte bueno? ¿Qué te han dicho los médicos? ¿Tienes que ir cada día a la clínica, a que te hagan transfusiones, o algo así?

Hanna como enfermedad. Me avergoncé. Pero ahora sí que no podía hablar de ella.

– No, Sophie. Ya no estoy enfermo. Los análisis del hígado me salen bien. Me han dicho que dentro de un año ya podré beber alcohol si quiero, pero no quiero. Lo que me…

Tratándose de Hanna, no quería decir «me da problemas».

– No es por eso por lo que siempre llego tarde o me voy pronto; es por otra cosa.

– ¿No tienes ganas de hablar de eso otro? ¿O a lo mejor sí quieres, pero no sabes cómo?

¿No tenía ganas, o no sabía cómo? Ni yo mismo lo sabía. Pero viéndonos allí, bajo los relámpagos, los truenos, que resonaban cercanos, y la lluvia, que caía ruidosamente, al vernos allí, pasando frío juntos, calentándonos un poco el uno al otro, tuve la sensación de que a Sophie, precisamente a ella, tenía que hablarle de Hanna.

– A lo mejor te lo cuento otro día.

Pero ese día no llegó nunca.

16

Nunca supe lo que hacía Hanna cuando no estaba ni trabajando ni conmigo. Se lo pregunté más de una vez, pero nunca me contestó. No teníamos un mundo común; ella se limitaba a concederme en su vida el espacio que le convenía. Y yo tenía que conformarme. Querer más, incluso querer saber más, constituía una insolencia por mi parte. A veces, cuando nos sentíamos felices juntos, me parecía que todo era posible, que todo estaba permitido, y entonces le preguntaba, y podía ser que ella, en vez de rechazar la pregunta, se limitara a esquivarla. «Preguntas mucho, chiquillo.» O me decía: «Siempre estás igual: Hanna esto, Hanna lo otro. Me vas a gastar el nombre.»

0 me recitaba: «Pues mira, tengo que barrer, tengo que fregar, tengo que lavar, tengo que planchar, tengo que comprar, tengo que hacer el desayuno, la comida y la cena y beberme un vaso de leche y meterme en la cama.»

Tampoco me la encontré nunca casualmente en la calle, o en una tienda, o en el cine. Decía que le gustaba mucho ir al cine, y durante los primeros meses insistí en que fuéramos juntos, pero ella no quería. A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase de películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar a la mañana siguiente un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?» A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?»

Sólo una vez vi a Hanna sin que hubiéramos quedado previamente. Fue a finales de julio o principios de agosto; en cualquier caso, pocos días antes de las vacaciones de verano.

Hacía días que Hanna estaba de un humor bastante raro, variable y despótico; era evidente que estaba sometida a una presión, que algo la torturaba terriblemente y la hacía más sensible y susceptible de lo habitual. Se la veía concentrada, ensimismada, como luchando para que la presión no la hiciera saltar por los aires. Le pregunté qué era lo que la atormentaba, pero me rechazó ásperamente. Yo no sabía qué hacer. No sólo me sentía rechazado, sino que también la veía a ella desamparada, e intenté ayudarla y al mismo tiempo dejarla en paz. Un día desapareció la tensión. Al principio pensé que Hanna volvía a ser la de siempre. Una vez acabado Guerra y paz, nos tomamos un tiempo antes de empezar con otro libro. Yo había prometido encargarme de buscar una nueva lectura, y aquel día le llevé varios libros para que escogiéramos uno.

Pero ella no quiso.

Prefiero bañarte, chiquillo.

No fue el bochorno veraniego lo que se posó sobre mí como una pesada tela cuando entré en la cocina. Era el calentador, que estaba encendido. Hanna abrió el grifo, echó unas cuantas gotas de agua de lavanda y me lavó. No llevaba ropa interior, sólo un delantal azul claro con flores, que con aquel aire caliente y húmedo se le pegaba al cuerpo sudoroso. Me excitaba mucho. Cuando hicimos el amor, sentí como si Hanna quisiera arrastrarme a una esfera de sensaciones que iban más allá de todo lo que habíamos experimentado hasta entonces; como si quisiera llevarme hasta el límite de mi capacidad de aguante, también ella se entregó como nunca. No sin reservas; jamás dejó de tener reservas. Pero fue como si quisiera ahogarse conmigo.

– Y ahora vete con tus amigos.

Me despidió, y yo me fui. El calor envolvía las casas, yacía sobre los huertos y jardines y reverberaba sobre el asfalto. Me sentía aturdido. En la piscina, el griterío de los niños que jugaban y chapoteaban llegaba a mis oídos como desde muy lejos. Me encontraba en el mundo como si no formara parte de él ni él de mí. Me sumergí en el agua clorada y turbia y no sentí la necesidad de volver a asomar afuera. Me eché junto a los otros, les escuché y lo que decían me pareció ridículo y trivial.

En algún momento ese estado de ánimo se disipó. En algún momento, aquello se convirtió en una tarde normal en la piscina, con deberes por hacer, partido de voleibol, chismes y coqueteo. No me acuerdo en absoluto de lo que estaba haciendo cuando levanté la vista y la vi.

Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y echar a correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse en pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.

Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me ha quedado de ella.

17

Al día siguiente Hanna no estaba. Llegué a la hora habitual y llamé al timbre. Miré a través del cristal de la puerta; todo estaba como de costumbre y se oía el tictac del reloj.

Una vez más me senté en los escalones. Al principio siempre estaba informado de los recorridos que le tocaban, aunque nunca volví a subirme al tranvía, ni intenté siquiera ir a buscarla a la salida del trabajo. Al cabo de un tiempo dejé de preguntarle, ya no me interesaba. Y hasta entonces no me había dado cuenta de ello.

Llamé a la compañía de tranvías desde la cabina telefónica de la Wilhelmsplatz, y tras hablar con varias personas supe que Hanna Schmitz no había ido a trabajar aquel día. Volví a la Bahnhofstrasse, pregunté en la carpintería del patio por el propietario de la casa y me dieron un nombre y una dirección de Kírchheim. Me fui para allá.

– ¿Frau Schmitz? Se ha ido esta mañana.

– ¿Y los muebles?

– Los muebles no son suyos.

– ¿Cuánto tiempo hacía que vivía en el piso?

– ¿Y a usted qué le importa?

La mujer cerró la abertura de la puerta por la que habíamos hablado.

En las oficinas de la compañía de tranvías pregunté por el departamento de personal y al fin conseguí hablar con el responsable, un hombre muy atento, preocupado por el asunto.

– Ha llamado esta mañana, con suficiente antelación para que pudiéramos buscar una sustituta, y ha dicho que no vendría más. Nunca más -dijo meneando la cabeza-. Hace quince días la tenía aquí sentada donde está usted, y le ofrecí hacer un cursillo para conductora. Y ahora lo echa todo por tierra.

Hasta al cabo de unos días no se me ocurrió ir al registro civil. Se había dado de baja para trasladarse a Hamburgo, sin dejar dirección de contacto.

Estuve enfermo varios días. Hice todo lo posible para disimular delante de mis padres y mis hermanos. En la mesa hablaba un poco y comía otro poco, y cuando me daban náuseas conseguía llegar al lavabo sin que se notase nada. Seguí yendo al instituto y a la piscina. Allí pasaba las tardes en un rincón apartado, donde nadie me buscaba. Mi cuerpo echaba en falta a Hanna. Pero el sentimiento de culpa era aún peor que el síndrome de abstinencia físico. ¿Por qué cuando la vi allí mirándome no me levanté enseguida y eché a correr hacia ella? Aquella brevísima escena se convirtió para mí en el símbolo de mi desinterés de los últimos meses, que me había hecho negarla y traicionarla. Y ella, para castigarme, se había ido.

A veces intentaba convencerme de que aquella mujer a la que había visto en la piscina no era ella. ¿Cómo podía estar seguro de que era Hanna, si no se le distinguía bien la cara? Si hubiera sido ella, por fuerza la habría reconocido, ¿no? Así pues, estaba claro que no podía ser ella.

Pero sabía muy bien que sí era Hanna. Ella, de pie, mirándome. Y ahora era demasiado tarde.

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