Tercera parte

1

El verano que siguió al juicio me lo pasé en la sala de lectura de la biblioteca universitaria. Entraba cuando la abrían y me iba cuando la cerraban. Los fines de semana me quedaba estudiando en casa. Estudiaba de una forma tan exclusiva y obsesiva, que los sentimientos y pensamientos que el juicio había dejado aturdidos siguieron igual de aturdidos. Evitaba todo contacto con la gente. Me fui de casa y alquilé una habitación. Rehuía a los pocos conocidos que se dirigían a mí en la biblioteca o alguna vez en el cine.

El invierno lo pasé casi de la misma manera. Pese a ello, me preguntaron si quería pasar las vacaciones de Navidad con un grupo de estudiantes en una estación de esquí. Para mi propia sorpresa, acepté.

No era un buen esquiador. Pero me gustaba esquiar y era rápido, y conseguía no quedarme atrás. A veces, en descensos para los que no estaba preparado, me arriesgaba a caerme y romperme algo. Lo hacía a sabiendas. Pero también estaba corriendo otro riesgo, éste inconsciente, que acabó materializándose.

Nunca tenía frío. Los otros esquiaban con jersey y abrigo y yo iba en mangas de camisa. Los compañeros, preocupados, me reñían. Pero yo no les hacía caso. Simplemente, no tenía frío. Cuando empecé a toser, lo atribuí al tabaco austríaco. Cuando me asaltó la fiebre, disfruté de aquel estado. Estaba débil y al mismo tiempo ligero, y las impresiones sensoriales me llegaban agradablemente amortiguadas, algodonosas, voluptuosas. Flotaba.

Luego subió la fiebre y me llevaron al hospital. Cuando salí de allí, la anestesia había desaparecido. Estaban de nuevo allí, y para siempre, todas las preguntas, miedos, acusaciones y reproches a mí mismo que habían brotado durante el juicio y que tan pronto habían quedado anestesiadas. No sé si los médicos tienen un nombre para ese síntoma que consiste en no tener frío aunque evidentemente lo haga. Tengo mi propio diagnóstico: antes de soltarme, antes de que pudiera librarme de ella, la anestesia necesitaba apoderarse de mí también físicamente.

Cuando acabé la carrera y empecé las prácticas, llegó el verano del movimiento estudiantil. La historia y la sociología me interesaban mucho, y las prácticas todavía me retenían bastante tiempo en la universidad, así que me enteraba de todo lo que estaba sucediendo. Que me enterara no quiere decir que participara; al fin y al cabo, la calidad de la enseñanza y la reforma universitaria me eran tan indiferentes como el Vietcong y los americanos. En lo que respectaba al tercero y más importante tema del movimiento estudiantil, es decir, el pasado nacional-socialista, me sentía tan distante de los demás estudiantes que no me apetecía protestar y manifestarme junto a ellos.

A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional, y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adoptaba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.

La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.

Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie.

Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido del celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.

O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.

Pero ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?

Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurlar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación.

2

Me casé mientras estaba haciendo las prácticas. Gertrud y yo nos habíamos conocido durante aquellas vacaciones en la nieve; cuando los demás volvieron a casa, ella se quedó un poco más, hasta que me dejaron salir del hospital y me pudo llevar de regreso a casa. También ella estudiaba Derecho; es más, hicimos la carrera juntos, nos licenciamos juntos y empezamos juntos las prácticas. Luego se quedó embarazada y nos casamos.

Nunca le conté nada de Hanna. Nadie quiere saber nada de las anteriores relaciones de su pareja a menos que la relación actual eclipse a las pasadas, y no era ése el caso. Gertrud era inteligente, leal y eficiente, y si nuestra vida hubiera consistido en tener una explotación agrícola con muchos trabajadores, muchos hijos, mucho trabajo y nada de tiempo para la pareja, habríamos envejecido juntos, y nos habríamos sentido plenos y felices. Pero nuestra vida consistía en un piso de tres habitaciones en un barrio periférico, nuestra hija Julia y nuestros trabajos de prácticas. Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrud con lo que sentía junto a Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuados. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desaparecía.

Cuando Julia cumplió cinco años, nos separamos. Los dos habíamos llegado al límite de nuestras posibilidades, y nos dejamos sin amargura; desde entonces nos hemos seguido sintiendo unidos en mutua lealtad. Lo único que me dolía era que le estábamos negando a Julia el entorno hogareño que necesitaba a ojos vistas. Cuando Gertrud y yo nos sentíamos confiados y a gusto el uno con el otro, Julia flotaba en ese estado como pez en el agua. Estaba en su elemento. Cuando notaba tensiones entre nosotros, corría del uno al otro para decirnos con toda seriedad que papá era bueno o mamá era buena, respectivamente, y que ella nos quería. Pedía un hermanito, y sin duda le habría encantado tener varios. Tardó mucho tiempo en comprender lo que significaba el divorcio, y cuando yo iba de visita, quería que me quedase, y cuando ella me visitaba a mí, se empeñaba en que Gertrud la acompañara. Cuando me marchaba y la veía mirando por la ventana, y me metía en el coche bajo su mirada triste, se me rompía el corazón. Y tenía la sensación de que lo que le estábamos negando no era un capricho suyo, sino algo a lo que tenía pleno derecho. Al divorciarnos pisoteamos ese derecho suyo, y el hecho de que lo hiciéramos de común acuerdo no menguaba la culpa.

Intenté buscar y enfocar mejor mis relaciones posteriores. Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres. Y no sólo de ella; también les contaba sobre mí mismo más de lo que le había contado a Gertrud. Todo para que pudieran comprende de algún modo lo que hubiera de extraño en mi comportamiento o en mi humor. Pero no tenían demasiadas ganas de escuchar. Me acuerdo de Helen, la americana profesora de literatura, que, cuando le contaba ese tipo de cosas, me acariciaba la espalda como para consolarme, sin decir palabra, y seguía muda y acariciándome la espalda cuando yo paraba de hablar. Gesina, la psicoanalista, me decía que tenía que analizar mi relación con mi madre. ¿No me había dado cuenta de que mi madre apenas aparecía en mi historia? Hilke, la dentista, me preguntaba constantemente por mi vida antes de que nos conociéramos, pero cuando le contaba algo, lo olvidaba de inmediato. Así que acabé dejando de hablar. Lo que cuenta no son las palabras, sino los hechos; así que, bien mirado, ¿para qué hablar?

3

Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz. Gertrud encontró la esquela casualmente en el diario. El entierro era en el cementerio de Bergfriedhof. Me preguntó si quería ir.

No quería. El entierro era un jueves por la tarde, y yo tenía dos exámenes el jueves y el viernes por la mañana. Además, aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien. Y no me gustaban los entierros. Y no quería acordarme del juicio.

Pero ya era demasiado tarde. El recuerdo ya había vuelto, y el jueves, cuando salí del examen, me pareció que tenía una cita con el pasado a la que no podía faltar.

Cogí el tranvía, cosa que normalmente nunca hacía. Eso ya fue un reencuentro con el pasado, como regresar a un lugar que nos es familiar pero ha cambiado de aspecto. Cuando Hanna trabajaba en la compañía de transportes, había tranvías con dos o tres vagones, plataforma en la entrada y la salida, estribos a los que los pasajeros se encaramaban de un salto cuando el tranvía ya estaba en marcha, y un cordón a lo largo de todo el convoy, con el que el revisor hacía sonar la señal de partida. En verano, los tranvías circulaban con las plataformas abiertas. El revisor expedía, marcaba y controlaba los billetes, anunciaba las paradas, señalizaba la partida, vigilaba a los niños que se amontonaban en las plataformas, reñía a los viajeros que subían o bajaban en marcha, e impedía la entrada cuando el coche estaba lleno. Había revisores graciosos, ocurrentes, serios, aburridos y groseros, y muchas veces el ambiente en el vagón estaba en consonancia con el temperamento o el humor pasajero del revisor. Lástima que, después del desafortunado episodio de la sorpresa frustrada, nunca más me atreviera a espiar a Hanna para ver cómo le sentaba el papel de revisora.

Subí al tranvía, por supuesto sin revisor, y me dirigí al cementerio. Era un día frío de otoño, con el cielo despejado y algo neblinoso y un sol amarillo que ya no calentaba y al que se podía mirar de frente sin que dolieran los ojos. Tuve que buscar un rato hasta encontrar el lugar de la ceremonia. Pasé entre árboles altos y pelados, entre viejas lápidas. De vez en cuando veía a algún empleado del cementerio trabajando en los jardines o a alguna vieja con una regadera y unas tijeras de podar. Había mucho silencio, y oí de lejos el himno litúrgico que estaban cantando al pie de la tumba del catedrático.

Me quedé un poco apartado, observando a la escasa concurrencia. Había unos cuantos individuos que parecían a todas luces gente de pocos amigos o algo excéntrica. De los discursos que pronunciaron sobre la vida y la obra del catedrático parecía desprenderse que aquel hombre se había sacudido el yugo de las ataduras sociales y había perdido el contacto con ellas, para volverse autosuficiente y acabar convirtiéndose en un solitario.

Reconocí a un antiguo compañero del seminario de Auschwitz; se había licenciado antes que yo y luego había empezado a trabajar de abogado, hasta que se cansó y abrió un bar; llevaba un abrigo largo de color rojo. Se dirigió a mí cuando todo había acabado y yo me volvía ya hacia la puerta del cementerio.

– Tú y yo éramos compañeros de clase, ¿no te acuerdas?

– Sí.

Nos dimos la mano.

– Yo siempre iba al juicio los miércoles, y a veces te llevaba en coche -dijo, soltando una carcajada-. Tú, en cambio, ibas todos los días, todos los días y todas las semanas. Siempre me he preguntado el motivo. ¿Por qué no me lo cuentas ahora?

Me miró con benevolencia y expectación, y recordé que aquella mirada ya me había llamado la atención en clase.

– El juicio me interesaba especialmente.

– O sea que el juicio te interesaba especialmente. -Volvió a reír-. ¿Seguro que lo que le interesaba era el juicio? ¿No sería más bien una de las acusadas? ¿Aquella que estaba de bastante buen ver? No le quitabas la vista de encima. Todos nos preguntábamos qué os traíais entre manos tú y ella, pero nadie se atrevía a decírtelo a ti. En aquella época éramos todos terriblemente comprensivos y considerados. ¿Te acuerdas de…?

Empezó a hablar de otro compañero del seminario, que tartamudeaba o ceceaba y no paraba de decir tonterías, y al que escuchábamos como si fuese un oráculo. Y luego pasó a hablar de otros compañeros, de cómo eran entonces y lo que hacían ahora. Hablaba y hablaba. Pero yo sabía que al final me volvería a preguntar: «Bueno, y dime, ¿qué os traíais entre manos tú y la acusada aquella?» Y no sabía qué responderle, cómo mentir, cómo decir la verdad, cómo esquivarlo.

Llegamos a la puerta del cementerio y me hizo la pregunta. Miré hacia la parada y vi que en aquel momento estaba llegando el tranvía, y grité: «Hasta luego», y eché a correr, como si pudiera encaramarme de un salto a la plataforma, y perseguí al tranvía y golpeé la puerta con la palma de la mano. Y entonces sucedió lo que ya no creía posible, lo que no me atrevía a esperar. El tranvía volvió a parar, se abrió la puerta y entré.

4

Acabadas las prácticas, me llegó el momento de decidirme por una profesión. Me tomé un poco de tiempo, no como Gertrud, que empezó enseguida a ejercer como jueza. Como mi mujer no tenía mucho tiempo libre, fue una suerte que yo pudiera quedarme en casa y encargarme de Julia. Pero cuando Gertrud superó las dificultades del primer momento y Julia empezó a ir a la guardería, la decisión se hizo inaplazable.

No resultaba fácil. No me imaginaba en ninguno de los papeles de jurista que había visto en el juicio de Hanna. Acusar me parecía una simplificación tan grotesca como defender, y el papel de juez era la peor de todas las simplificaciones. Tampoco me veía como funcionario de la Administración; durante las prácticas había trabajado en el Gobierno Civil, y sus despachos, pasillos, olor y personal me habían parecido grises, estériles y deprimentes. No quedaban muchas más opciones profesionales para un licenciado en Derecho, y no sé dónde habría acabado de no haber sido por el catedrático de historia del Derecho que me ofreció una plaza de interino en su departamento. Gertrud decía que eso no era más que una huida, una forma de huir del desafío y la responsabilidad de la vida, y tenía razón. Sí, huí, y al hacerlo me sentí aliviado. Al fin y al cabo, no era para siempre, le decía y me decía; todavía era lo bastante joven para buscarme una profesión de verdadero jurista, incluso después de unos cuantos años de historia del Derecho. Pero sí fue para siempre; la primera huida siguió la segunda, cuando me pasé de la universidad a un centro de investigación y me busqué en él un rincón en el que podía dedicarme a la historia del Derecho, que era lo que me interesaba, sin necesitar ni molestar a nadie.

Pero el que huye no sólo se marcha de un lugar, sino que llega a otro. Y el pasado al que llegué a través de mis estudios era tan vivido como el presente. No es cierto, como pueden pensar quizá los que ven el asunto desde fuera, que ante el pasado tengamos que limitarnos a observar, sin participar, como hacemos en el presente. Ser historiador significa tender puentes entre el pasado y el presente, observar ambas orillas y tomar parte activa en ambas. Una de mis áreas de investigación era el Derecho en la época del Tercer Reich, y ahí se aprecia con especial claridad cómo el pasado y el presente se funden en una: sola realidad vital. Ahí, la manera de huir no consiste en buscarle las vueltas al pasado, sino justamente en concentrarse sólo en un presente y un futuro ciegos a la herencia del pasado, de la que estamos empapados y con la que tenemos que vivir.

Pero no ocultaré que disfruto sumergiéndome en otras épocas no tan importantes para entender el presente. La primera vez que disfruté de veras fue cuando empecé a estudiar legislaciones y proyectos de ley de la época de la Ilustración. Eran textos animados por la fe en la bondad innata del mundo, y por lo tanto en la posibilidad de regular formalmente esa bondad. Me llenaba de gozo ver cómo de esa fe surgían postulados del buen ordenamiento social, que después se reunían en leyes que tienen belleza, una belleza que es la única prueba de su verdad. Durante mucho tiempo creí que existía el progreso en la historia del Derecho, y que a pesar de los terribles encontronazos y retrocesos, podía apreciarse un avance hacia una mayor belleza y verdad, racionalidad y humanidad. Desde que sé que esa creencia era quimérica, manejo otro concepto de la andadura de la historia del Derecho. La veo encarada hacia un objetivo, pero ese objetivo, al que llega por un camino sembrado de obstáculos, malentendidos y deslumbramientos, es el mismo principio del que ha partido, y del que, apenas ha llegado, debe volver a partir.

Por entonces releí la Odisea, que había leído por primera vez en bachillerato, y que recordaba como la historia de un regreso. Pero no es la historia de un regreso. Los griegos, que sabían que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, no creían en el regreso, por supuesto. Ulises no regresa para quedarse, sino para volver a zarpar. La Odisea es la historia de un movimiento, con objetivo y sin él al mismo tiempo, provechoso e inútil. ¿Y qué otra cosa se puede decir de la historia del Derecho?

5

Con la Odisea empezó todo. La leí después de separarme de Gertrud. Pasaba muchas noches sin dormir más que unas pocas horas y dando vueltas en la cama. Cuando encendía la luz y le echaba mano a un libio se me cerraban los ojos, y cuando dejaba el libro y apagaba la luz, se me abrían otra vez de par en par. Así que decidí leer en voz alta. De ese modo no se me cerraban los ojos. Pero en mis confusas divagaciones de duermevela, llenas de recuerdos y sueños y de atormentadores círculos viciosos, que giraban en torno a mi matrimonio, mi hija y mi vida, se imponía una y otra vez la figura de Hanna. Así que decidí leer para Hanna. Y empecé a grabarle cintas.

Pasaron unos meses hasta que le mandé las cintas. Al principio no quería enviarle nada fragmentario, y esperé hasta haber grabado toda la Odisea. Pero luego empecé a dudar de que la Odisea pudiera interesarle tanto a Hanna, y grabé lo que leí después de la Odisea, varios cuentos de Schnitzler y Chéjov. Luego estuve un tiempo aplazando el momento de llamar al juzgado en el que habían condenado a Hanna para preguntar dónde cumplía la pena. Al final reuní todo lo necesario: la dirección de Hanna, que estaba en una cárcel cercana a la ciudad en la que le habían juzgado y condenado, un aparato de casete, y las cintas, numeradas, de Chéjov a Homero, pasando por Schnitzler. Y por fin acabé enviándole el paquete con el aparato y las cintas.

No hace mucho encontré la libreta en que fui apuntando a lo largo de los años lo que grababa para Hanna. Se ve claramente que los primeros doce títulos están apuntados de una sola vez; seguramente empecé a leer sin orden ni concierto hasta que me di cuenta de que si no tomaba nota no me acordaría de lo que ya había leído. Algunos de los títulos siguientes llevan fecha, y otros no, pero aun sin fechas sé que el primer envío a Hanna lo hice en el octavo año de su condena, y el último en el decimoctavo. Fue cuando le concedieron el indulto que había pedido tiempo atrás.

Seguí leyendo para Hanna todo lo que me apetecía leer. En el caso de la Odisea, al principio se me hizo difícil concentrarme tanto como lo hacía cuando leía sólo para mí. Pero con el tiempo me fui acostumbrando. El otro inconveniente de la lectura en voz alta es que requiere más tiempo. Pero, a cambio de eso, lo que leía se me quedaba más grabado en la memoria. Aún hoy me acuerdo muy claramente de bastantes cosas.

Pero también grabé cosas que ya conocía y me gustaban. Así que Hanna recibió una buena dosis de Keller, Fontane, Heine y Mörike. Tardé mucho en atreverme a leer poemas, pero luego acabó encantándome y me aprendí de memoria una buena parte de los poemas que grabé. Hoy todavía puedo recitarlos.

En conjunto, los títulos anotados en la libreta encajan en el sólido candor de los gustos de la burguesía culta. Tampoco recuerdo haberme planteado nunca ir más allá de Kafka, Max Frisch, Uwe Johnson, Ingeborg Bachmann y Siegfried Lenz; nunca grabé literatura experimental, esa literatura en la que no soy capaz de identificar una historia y no me gusta ninguno de los personajes. Para mí estaba claro que con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector, y eso era algo de lo que Hanna y yo podíamos prescindir perfectamente.

Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo con la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.

No hacía ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y pulsaba la tecla de parada.

6

En el cuarto año de nuestra relación, al mismo tiempo tan abundante y tan parca en palabras, me llegó un saludo. «La última historia me ha gustado mucho, chiquillo. Gracias. Hanna.»

Era una hoja de papel pautado, arrancada de un cuaderno y con el borde cuidadosamente recortado. El saludo estaba arriba y ocupaba tres líneas. Estaba escrito con un bolígrafo azul que dejaba manchas. Hanna lo había empuñado con mucha energía; la escritura se marcaba por el reverso de la hoja. También la dirección estaba escrita con vigor: se marcaba visiblemente en la mitad superior e inferior del papel, que estaba doblado por la mitad.

A primera vista podía parecer que se trataba de la letra de un niño. Pero todo lo que la letra de los niños tiene de torpe y desgarbado, ésta lo tenía de violento. Se veía la resistencia que Hanna había tenido que vencer para formar letras con los trazos y palabras con las letras. La mano infantil siempre intenta escaparse para aquí y para allá, y hay que forzarla a ceñirse a la línea. La mano de Hanna no intentaba escaparse hacia ninguna parte, y el único imperativo era seguir adelante. Los trazos que daban forma a las letras eran discontinuos, acababan y empezaban en cada ángulo, en cada curva o bucle. Y cada letra era una conquista nueva, con una orientación distinta más o menos oblicua, y con una altura y anchura propias.

Leí el saludo y me sentí inundado de alegría y júbilo. «¡Ha aprendido, ha aprendido!» Durante aquellos años, yo había leído todo lo que había encontrado sobre analfabetismo. Sabía de la impotencia ante situaciones totalmente cotidianas, a la hora de encontrar el camino para ir a un lugar determinado o de escoger un plato en un restaurante; sabía de la angustia con que el analfabeto se atiene a esquemas invariables y rutinas mil veces probadas, de la energía que cuesta ocultar la condición de analfabeto, un esfuerzo que acaba marginando a la persona del discurrir común de la vida. El analfabetismo es una especie de minoría de edad eterna. Al tener el coraje de aprender a leer y escribir, Hanna había dado el paso que llevaba de la minoría a la mayoría de edad, un paso hacia la conciencia.

Luego estudié a fondo la letra de Hanna y vi cuánta fuerza y cuánta lucha le había costado escribir. Estaba orgulloso de ella. Y al mismo tiempo me daba pena, me daba pena su vida retrasada y fracasada, y pensé con tristeza en los retrasos y los fracasos de la vida en general. Pensé que cuando se ha dejado pasar el momento justo, cuando alguien se ha negado demasiado tiempo a algo, o se lo han negado, ese algo por fuerza llega demasiado larde, por más que uno lo acometa con todas sus fuerzas y lo reciba con gozo. ¿O quizá no existe «demasiado tarde», sólo «tarde», y «tarde» es mejor que «nunca»? No lo sé.

Después del primer saludo fueron llegando con regularidad los siguientes. Siempre eran unas pocas líneas, una fórmula de agradecimiento, una petición, más del mismo autor, o por favor nada más de ése, una observación sobre algún escritor, poema, historia o personaje de una novela, o un comentario sobre la vida en la cárcel. «En el patio ya florecen las forsythias», o «Me gusta que haya tantas tormentas este verano», o «Veo por la ventana a los pájaros juntándose para emigrar al sur». Muchas veces eran los comentarios de Hanna sobre las forsytihias, las tormentas de verano o las bandadas de pájaros los que me hacían percibir esas cosas. Sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. «Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas», o «Keller lo que necesita es una mujer», o «Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oto», o «Estoy segura de que Lenz escribe a máquina». Como no sabía nada de todos esos escritores, Hanna suponía que eran contemporáneos, al menos mientras nada indicase lo contrario. En efecto, me sorprendió ver que hay mucha literatura antigua que se puede leer como si fuera de hoy; alguien que no sepa nada de historia puede creer que todas esas costumbres de tiempos pasados son en realidad las costumbres actuales de tierras remotas.

Nunca le escribí. Pero seguí leyendo para ella sin parar. Durante el año que pasé en América le enviaba las cintas desde allí. Cuando me iba de vacaciones o tenía mucho trabajo, podía tardar bastante en llenar una cinta. No establecí un ritmo fijo: a veces enviaba una cinta cada semana o cada quince días y otras veces al cabo de tres o cuatro semanas. No me planteaba la posibilidad de que Hanna, ahora que sabía leer, quizá ya no necesitase mis cintas. Que leyera también por su cuenta si le apetecía. Pero la lectura era mi manera de dirigirme a ella, de hablar con ella.

Tengo guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.

7

Por entonces nunca pensaba en que a Hanna la soltarían un día. El intercambio de saludos y cintas se había hecho tan normal y familiar, y Hanna se había convertido tan libremente en alguien cercano y al mismo tiempo distante, que no me habría importado que continuara así para siempre. Era una actitud cómoda y egoísta, lo sé.

Un día llegó la carta de la directora de la prisión:


Frau Schmitz y usted mantienen un intercambio epistolar desde hace varios años, tratándose del único contacto que tiene Frau Schmitz con el exterior, por lo que he decidido dirigirme a usted, aunque ignoro qué grado de amistad o parentesco tiene con la antes citada. El año próximo, Frau Schmitz volverá a formular una solicitud de indulto, y todo parece indicar que le será concedido. En tal caso, pronto se le retirará la privación de libertad, después de una estancia de dieciocho años en nuestra institución. Por supuesto, por nuestra parte podemos encontrarle, o intentar encontrarle, domicilio y trabajo; por lo que respecta al trabajo, a su edad no resultará fácil, aunque goza de una salud inmejorable y da muestras de grandes dotes en la costurería de nuestra institución. Pero, por más que nosotros nos esforcemos, siempre es mejor que se interese algún familiar o amigo que pueda estar cerca de ella para acompañarla y brindarle apoyo. No puede usted imaginarse lo sola y desamparada que se puede sentir fuera una persona después de dieciocho años de privación de libertad.

En general, Frau Schmitz no necesita a nadie que le infunda ánimos, y sabe arreglárselas sola. Bastaría con que usted se encargara de buscar una vivienda pequeña y un trabajo, la visitase con regularidad en las primeras semanas y meses, la invitase a su casa y se preocupara de que estuviera informada de las ofertas de las parroquias, escuelas de adultos, centros cívicos, etc. Además, después de dieciocho años, al principio no es fácil desplazarse al centro de la ciudad, ir de compras, acudir a una ventanilla o ir a comer a un restaurante. Resulta más grato hacerlo en compañía.

He observado que usted nunca visita a Frau Schmitz. Si lo hiciera, no le habría escrito esta carta, sino que habría hablado directamente con usted aprovechando alguna visita. Pero ahora es imprescindible que venga usted a verla antes de que recupere la libertad. Le ruego que en tal caso no deje de pasar por mi despacho.


Para acabar me enviaba «afectuosos saludos», pero evidentemente no era mí persona lo que le despertaba especial cariño, sino la suerte de Hanna. Yo ya había oído hablar de aquella mujer; la prisión que dirigía era considerada modélica, y su voz tenía cierto peso en el debate sobre la reforma penitenciaria. La carta me gustó.

Lo que no me gustó fue el trabajo que se me venía encima. Por supuesto que tenía el deber de buscarle vivienda y trabajo, y así lo hice. Unos amigos que tenían una pequeña vivienda anexa a su casa, que no utilizaban ni alquilaban, accedieron a cedérsela a Hanna por un alquiler no muy alto. El sastre griego al que llevaba a arreglar ropa de vez en cuando, estaba dispuesto a darle trabajo a Hanna, porque su hermana, que llevaba el negocio con él, tenía ganas de volver a Grecia. Y también empecé a informarme sobre las ofertas de formación y asistencia social de toda clase de instituciones, religiosas y laicas, mucho antes de que Hanna pudiera interesarse por alguna. Pero iba dejando para más adelante la visita que le debía.

No quería visitarla por lo que he dicho antes: porque Hanna se había convertido libremente en alguien cercano y al mismo tiempo distante. Tenía la sensación de que la Hanna que yo ahora conocía sólo podía existir en la distancia. Temía que el pequeño, fácil e íntimo mundo de los mensajes y las cintas se revelara demasiado artificial y frágil para poder resistir la cercanía verdadera. ¿Cómo íbamos a vernos cara a cara sin que aflorase todo lo que había pasado entre nosotros?

Y así se me pasó el año sin poner los pies en la cárcel. Estuve mucho tiempo sin recibir noticias de la directora de la prisión; le envié una carta explicándole lo que había preparado para Hanna en relación con el trabajo y la vivienda, pero no recibí respuesta. Por lo visto, la directora contaba con hablar conmigo cuando fuera a visitar a Hanna. Pero no podía saber que yo no sólo estaba retrasando esa visita, sino poco menos que huyendo de ella. Al final llegó la concesión del indulto y la libertad de Hanna, y la directora me llamó por teléfono. ¿Podía ir ya? Hanna iba a salir en una semana.

8

Al domingo siguiente me presenté. Era la primera vez que entraba en una cárcel. Me registraron a la entrada, y a medida que avanzaba iban abriendo y cerrando las puertas. Pero el edificio era nuevo y luminoso, y en la parte interior las puertas estaban abiertas y las mujeres se movían con toda libertad. Al final del pasillo había otra puerta que daba al exterior, a un parque de césped con árboles y bancos, bastante concurrido. Busqué con la mirada. La funcionaría que me había acompañado me señaló un banco cercano, a la sombra de un castaño.

¿Hanna? ¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía. Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí.

Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.

– Te has hecho mayor, chiquillo.

Me senté a su lado y ella me cogió la mano.

Antes su olor me encantaba. Siempre olía a limpio: a ducha, a ropa limpia, a sudor fresco o a amor físico. A veces se ponía perfume, no sé cuál, y también el olor del perfume era lo más fresco del mundo. Entre aquellos olores frescos había otro, un olor denso, oscuro, áspero. Cuántas veces la olisqueé como un animal curioso. Empezaba por el cuello y los hombros, que olían a ducha, y aspiraba entre los pechos el olor de sudor fresco, que en las axilas se mezclaba con el otro olor, el denso y oscuro. En la cintura y el vientre aquel olor aparecía puro y sin mezcla, y entre las piernas con un toque afrutado que me excitaba; también olfateaba las piernas y los pies, los tobillos, en los que se perdía el olor denso, las corvas, donde aparecía de nuevo, más ligero, el olor a sudor fresco, y los pies, que olían a jabón o a cuero o a cansancio. La espalda y los brazos no tenían ningún olor especial; no olían a nada, pero olían a ella. Y en las palmas de las manos se concentraba el olor del día y el trabajo: la tinta de los billetes, el metal de la perforadora, cebolla o pescado o grasa de freír, lejía o plancha caliente. Al lavarlas, las manos ocultan todo eso al principio. Pero en realidad lo único que hace el jabón es tapar los olores, que al cabo de un rato vuelven a estar ahí, atenuados y fundidos en un único olor del día y del trabajo, de la tarde, del regreso, de la casa reencontrada.

Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.

Me acerqué más. Me di cuenta de que acababa de decepcionarla, y quería arreglarlo.

– Me alegro de que salgas.

– ¿Sí?

– Sí, y me alegro de saber que voy a tenerte cerca.

Le hablé de la vivienda y el trabajo que había encontrado para ella, de las ofertas culturales y sociales del barrio, de la biblioteca municipal.

– ¿Lees mucho?

– Pse. Me gusta más que me lean -dijo, mirándome-. Ahora eso se acabó, ¿no?

– ¿Por qué tiene que acabarse? -repliqué. Pero no me veía grabando más cintas ni yendo a visitarla para leerle en voz alta-. Me alegré mucho cuando vi que habías aprendido a leer. Me sentí orgulloso de ti. ¡Y qué cartas más bonitas me has escrito!

Eso era verdad. Me había sentido orgulloso y me había alegrado mucho de que leyera y de que me escribiera. Pero noté que mi admiración y mi alegría no estaban a la altura del esfuerzo que le había costado a Hanna aprender a leer y escribir; eran tan raquíticas que ni siquiera me habían inducido a contestarle, a visitarla, a hablar con ella. Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.

Pero ¿porqué tendría que habérselo concedido? Pensar que la había arrinconado me producía mala conciencia, pero eso me indignaba.

– Dime una cosa: antes de que te juzgaran, ¿nunca pensabas en todo lo que salió a relucir en el juicio? O sea: ¿nunca pensabas en ello cuando estábamos juntos, o cuando te leía?

– ¿Te preocupa mucho? -replicó; pero continuó sin esperar respuesta-. Siempre he tenido la sensación de que nadie me entendía, de que nadie sabía quién era yo y qué me había llevado a la situación en que estaba. Y, ¿sabes una cosa?, cuando nadie te entiende, tampoco te puede pedir cuentas nadie. Pero los muertos sí. Ellos sí que te entienden. No hace falta que estuvieran allí, pero si estuvieron te entienden aún mejor. Aquí en la cárcel estaban conmigo constantemente. Venían cada noche, aunque no siempre los esperara. Antes del juicio todavía podía ahuyentarlos cuando querían venir.

Se detuvo esperando que yo dijera algo, pero no se me ocurría nada. Primero quise decir que yo tampoco había podido ahuyentarla a ella nunca. Pero no era verdad; meter a alguien en un rincón significaba ahuyentarlo.

– ¿Estás casado?

– Lo estuve. Gertrud y yo llevamos ya muchos años divorciados, y tenemos una hija. Vive en un internado, y espero que para los últimos cursos del bachillerato venga a vivir conmigo.

Esta vez fui yo quien se detuvo esperando que ella dijera o preguntara algo. Pero calló.

– Te paso a buscar la semana que viene, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Sin hacer ruido, o podemos armar un poco de jolgorio?

– Sin hacer ruido.

– De acuerdo, pasaré a buscarte sin hacer ruido y sin música ni champán francés.

Me levanté, ella se levantó. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. El timbre había sonado dos veces y las otras mujeres ya habían entrado en el edificio. Sus ojos volvieron a tantear mi cara. La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.

– Cuídate, chiquillo.

– Lo mismo te digo.

Así, nos despedimos ya antes de tener que separarnos dentro de la prisión.

9

La semana siguiente estuve muy atareado. Ya no recuerdo si porque tenía poco tiempo para preparar la conferencia que me habían encargado, o fue debido sólo a la presión de trabajo a la que me había sometido a mí mismo, en busca del éxito profesional.

La idea inicial que tenía para la conferencia no llevaba a ninguna parte. Cuando me puse a revisarla tropecé con una retahíla de arbitrariedades, en lugar del buen tino y la regularidad que esperaba. En vez de resignarme, seguí buscando, agobiado, con terquedad y miedo, como si con mi visión de la realidad naufragara también la realidad misma, y estaba dispuesto a darles la vuelta a los hechos comprobados, a hincharlos o camuflarlos. Entré en un estado de extraña inquietud; conseguía dormirme cuando me iba a la cama tarde, pero al cabo de unas pocas horas me encontraba otra vez despierto, hasta que me decidía a levantarme y seguir leyendo o escribiendo.

Hice también todo lo necesario en relación con la puesta en libertad de Hanna. Equipé la vivienda con unos cuantos muebles viejos y otros comprados en un hipermercado, anuncié al sastre griego la llegada de Hanna y actualicé la información que tenía sobre ofertas sociales y de formación. Compré comida, puse libros en la estantería y colgué unos cuantos cuadros. Hice ir a un jardinero para que se encargara del pequeño jardín que rodeaba la terraza situada delante de la sala de estar. También esto lo hice con terquedad y agobio; era demasiado para mí.

Pero me bastaba para no tener que pensar en mi visita a Hanna en la cárcel. Sólo a veces, cuando iba en coche o me sentaba cansado al escritorio o estaba en la casa de Hanna o despierto en la cama, la idea se apoderaba de mí y hacía emerger los recuerdos. La veía en el banco, con la mirada lija en mi cara; la veía en la piscina, con la cara girada hacia mí; y tenía de nuevo la sensación de haberla traicionado, y me sentía culpable. Y de nuevo me rebelaba contra aquella sensación, y la acusaba a ella, y me parecía pobre y tosco el truco con que se escabullía de su culpa. Dejarse pedir cuentas sólo por los muertos, reducir la culpabilidad y el arrepentimiento a un problema de insomnio y pesadillas… ¿Y los vivos qué? Pero en realidad no estaba pensando en los vivos, sino en mí mismo. ¿Acaso yo no podía pedirle cuentas también? ¿Qué había hecho ella de mí?

Por la tarde, antes de pasar a buscarla, llamé a la cárcel. Primero hablé con la directora.

– Estoy un poco nerviosa. Normalmente, sabe usted, cuando se pone en libertad a alguien después de tantos años, esa persona pasa primero unas cuantas horas o días fuera. Pero Fiau Schmitz se ha negado. Mañana lo pasará mal.

Me pusieron con Hanna.

– ¿Qué te apetece hacer mañana? ¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?

– Me lo pensaré. Sigues siendo un gran planificador, ¿eh?

Aquello me molestó. Me molestó igual que cuando mis novias me decían que me faltaba espontaneidad, que me regía demasiado por el cerebro y muy poco por el estómago.

Ella detectó mi enfado en mi silencio y se rió.

– No te enfades, chiquillo, no lo decía con mala intención.

Había encontrado a Hanna sentada en un banco, y era una vieja. Tenía aspecto de vieja y olía a vieja. Pero no me había fijado en su voz. Su voz seguía siendo joven.

10

A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.

Cuando llegué, me llevaron al despacho de la directora. Era la primera vez que la veía: una mujer pequeña y delgada, con gafas y el pelo rubio ceniza. Parecía insignificante hasta que empezó a hablar con un cierto acaloramiento y mirada severa, y moviendo vigorosamente las manos y los brazos. Me preguntó por la conversación telefónica de la última tarde y el encuentro de la semana anterior. Quería saber si yo había sospechado algo o había tenido algún temor. Lo negué. No había sentido ninguna sospecha o temor, ni siquiera inconscientes.

– ¿De qué se conocían?

– Vivíamos en el mismo barrio.

Me miró con aire interrogativo, y comprendí que tenía que decir algo más.

– Vivíamos en el mismo barrio, y con el tiempo nos conocimos y entablamos amistad. Luego, cuando era estudiante, estuve en el juicio en que la condenaron.

– ¿Por qué le enviaba cintas de cásete?

Callé.

– Usted sabía que era analfabeta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabía?

Me encogí de hombros. No veía por qué tenía que contarle nada sobre Hanna y yo. Tenía el llanto concentrado en el pecho y en la garganta, y temía no poder hablar. No quería llorar delante de ella.

Seguramente se dio cuenta de cómo me sentía.

– Venga, le enseñaré la celda de Frau Schmitz.

Echó a andar delante de mí, pero se volvía una y otra vez para anunciarme o explicarme cosas. Aquí hubo un atentado terrorista, aquí está la sala de costura en la que trabajaba Hanna, aquí Hanna hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca, por aquí se va a la biblioteca. Se detuvo delante de la celda.

– Frau Schmitz no hizo el equipaje. Está todo igual que cuando ella vivía.

Cama, armario, mesa y silla; en la pared, encima de la mesa, una estantería, y en el rincón, detrás de la puerta, el lavabo. En lugar de ventana, ladrillos de cristal translúcido. La mesa estaba despejada. En la estantería había libros, un despertador, un oso de peluche, dos vasos, un bote de café molido, varios de té, el cásete y, en dos compartimentos más bajos, las cintas que yo le había grabado.

– No están todas -dijo la directora, que había ido siguiendo mi mirada-. Frau Schmitz solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes.

Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Hoss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén y varios libros sobre los campos de exterminio.

– ¿Hanna leía estas cosas?

– Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió, fueron libros sobre los campos de exterminio.

Por encima de la cama había multitud de pequeñas fotos y notas sujetas a la pared. Me arrodillé sobre la cama y me puse a leer. Eran citas, poemas, frases corlas, también recetas de cocina que Hanna se había apuntado o que, como las fotos, había recortado de periódicos y revistas. «La cinta azul de la primavera ondea de nuevo por el aire», «La sombra de las nubes corre por los campos»: todos los poemas estaban llenos de amor y nostalgia por la naturaleza, y las fotos eran de bosques primaverales, praderas cubiertas de flores, hojas de otoño y árboles, un sauce junto a un riachuelo, un cerezo lleno de rojas cerezas maduras, un castaño otoñal jaspeado de amarillo y naranja. En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía de haber hecho para averiguar que la foto existía y para conseguirla. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá? Noté de nuevo cómo el llanto se me agolpaba en el pecho y la garganta.

– Aprendió a leer con usted. Se llevaba en préstamo de la biblioteca los libros que usted le había grabado, y seguía palabra por palabra y frase por frase lo que oía. De tanto pararlo y ponerlo en marcha y rebobinar hacia adelante y hacia atrás, el aparato acabó estropeándose, y había que repararlo cada dos por tres. Para las reparaciones hace falta un permiso firmado por mí, y así fue como acabé enterándome de lo que hacía Frau Schmitz. Al principio no quería hablar de ello, pero luego empezó también a escribir y me pidió un libro de caligrafía, y ya no intentó ocultarlo más. Además, estaba orgullosa de haberlo conseguido, y tenía ganas de expresar su alegría.

Mientras la directora hablaba, yo seguía arrodillado mirando las fotos y las notas y sofocando el llanto. Cuando me di la vuelta y me senté en la cama, me dijo:

– Tenía tantas ganas de que usted le escribiera… Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: «¿No hay carta para mí?», y le aseguro que no se refería al habitual paquete de las cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?

Volví a callar. No habría podido hablar, sólo balbucear y llorar.

Se dirigió a la estantería, cogió un bote de té de hojalata, se sentó a mi lado y se sacó del bolsillo del traje de chaqueta un papel doblado.

– Me ha dejado una carta, una especie de testamento. Le leo lo que le afecta a usted.

Desplegó el papel.

– «En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija de la superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él déle recuerdos, de mi parte.»

Así que no me había dejado una nota. ¿Lo había hecho para herirme? ¿Para castigarme? ¿O quizá porque tenía el alma tan cansada que ya sólo podía hacer lo mínimo imprescindible?

– Cuénteme cómo era Hanna, cómo fue durante todos estos años -dije cuando recuperé el aliento-, y cómo fueron los últimos días.

– Estuvo muchos años viviendo aquí como en un convento. Como si hubiera venido por su propio pie para retirarse del mundo, como si se hubiera sometido voluntariamente a las reglas que rigen en esta casa; el trabajo al que se dedicaba, que era bastante monótono, se lo tomaba como si fuese una especie de ejercicio de meditación. Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse. Siempre había velado por su aspecto, era fuerte pero esbelta, y de una limpieza extremada, muy minuciosa. Pero a partir de entonces empezó a comer demasiado y a lavarse poco; al cabo de un tiempo engordó y empezó a oler mal. Y no se la veía triste ni insatisfecha. Era como si hasta el convento le pareciera ya superpoblado, demasiado ruidoso, y se viera obligada a retirarse a un rincón aún más apartado, a una ermita solitaria en la que no tuviera que ver a nadie y en la que ya no fueran importantes el aspecto, la ropa y el olor. He dicho que se abandonó, pero eso no expresa la realidad. Lo que hizo fue redefinir su posición de la manera que ella creía correcta, aunque eso le costase perder su influencia sobre las demás.

– ¿Y los últimos días?

– Estaba como siempre.

– ¿Puedo verla?

Asintió con la cabeza, pero siguió sentada.

– ¿Puede ser que, cuando se pasa por una fase tan larga de aislamiento, la idea de volver al mundo resulte insoportable? Quizá sea mejor matarse que cambiar el convento y la ermita por el mundo.

Me miró.

– Frau Schmitz no ha dejado escritos los motivos de su suicidio. Y usted se niega a contar lo que hubo entre los dos, aunque creo que eso ayudaría a entender el hecho de que Frau Schmitz se matara justo la noche antes de que usted pasara a buscarla.

Dobló el papel, se lo metió en el bolsillo, se levantó y se alisó la falda.

– Su muerte me ha afectado, ¿sabe?, y en estos momentos estoy furiosa, con Frau Schmitz y con usted. Pero bueno, vamos.

Echó a andar de nuevo delante de mí, esta vez sin decir palabra. Hanna estaba en la enfermería, en una habitación pequeña. Apenas había espacio para pasar entre la pared y la camilla. La directora levantó la sábana.

Hanna tenía un pañuelo atado alrededor de la cabeza, para sostener la mandíbula inferior hasta que llegara el rigor mortis. La cara no parecía ni especialmente serena ni especialmente atormentada. Parecía, simplemente, rígida y muerta. Pero tras un rato de contemplación, en el rostro muerto se transparentó la imagen del rostro viviente, y sobre el rostro de la vejez el rostro de la juventud. Algo así les debe pasar a los matrimonios ancianos, pensé: para ella, el viejo alberga en su interior el joven que fue, y para él la vieja guarda aún en su seno la hermosura y la gracia de la joven. ¿Por qué no había visto yo aquella imagen una semana anterior?

No lloré. Al cabo de un rato, la directora me miró con aire interrogante; asentí con la cabeza y ella volvió a echar la sábana por encima del rostro de Hanna.

11

Cuando llevé a cabo el encargo de Hanna, ya era otoño. La hija vivía en Nueva York, y aproveché un congreso en Boston para ir a llevarle el dinero: un cheque por el valor de los ahorros de Hanna y el bote de té con dinero en metálico. Le había escrito una carta en la que, tras presentarme como especialista en historia del Derecho y mencionar el juicio, solicitaba una entrevista con ella. Me invitó a tomar el té.

Fui de Boston a Nueva York en tren. Los bosques relucían en tonos marrones, amarillos, naranjas, castaños y rojizos, y en el rojo encendido del arce. Me acordé de las fotos de paisajes otoñales de la celda de Hanna. Cuando, entre el deslizamiento de las ruedas y el traqueteo del vagón, me venció el cansancio, soñé que Hanna y yo vivíamos en una casa en las colinas de colorido otoñal que iba cruzando el tren. Hanna era mayor que cuando nos habíamos conocido, pero más joven que en el momento de nuestro reencuentro, mayor que yo, más guapa que antes, con los años más relajada en sus movimientos, y más a gusto dentro de su cuerpo. La veía salir del coche y coger un par de bolsas de la compra, la veía dirigirse a casa a través del jardín, dejar las bolsas de la compra en el suelo y subir la escalera delante de mí. Mi deseo de estar con Hanna se hacía tan fuerte que sentía dolor. Me resistía a ceder al deseo, argumentando que era incompatible con mi realidad y la de Hanna, con la realidad de nuestras edades, de nuestros entornos vitales. ¿Cómo iba a vivir Hanna en América si no hablaba inglés? Y, además, tampoco sabía conducir.

Desperté y recordé que Hanna estaba muerta. Y también comprendí, que, en realidad, el deseo que en el sueño se aferraba a ella, no era sino el deseo de volver a casa.

La hija vivía en una calle pequeña cerca de Central Park. La calle estaba bordeada a ambos lados por viejas casas adosadas de piedra oscura, con escaleras de la misma piedra, que llevaban al primer piso. El conjunto transmitía un aire de severidad: casa tras casa, fachadas casi iguales, escalera tras escalera, y a intervalos regulares árboles plantados no hacía mucho, con unas pocas hojas amarillas en las delgadas ramas.

La hija sirvió el té ante una gran ventana que daba a los jardincillos del patio de manzana, unos verdes y vistosos y otros simples montones de trastos. En cuanto nos sentamos, llenamos las tazas, echamos azúcar y lo removimos, pasó del inglés en que me había dado la bienvenida al alemán.

– ¿A qué debo su visita?

La pregunta no era amable ni antipática; el tono era de absoluta neutralidad. Todo en ella parecía neutral: la actitud, los gestos, la ropa. La cara parecía extrañamente intemporal. Como después de un lifting. Pero quizá era que el sufrimiento a edad temprana la había congelado. Intenté en vano acordarme de su cara durante el juicio.

Le comuniqué la muerte de Hanna y la puse al corriente de su encargo.

– ¿Por qué yo?

– Supongo que porque es la única superviviente.

– ¿Y qué hago yo con el dinero?

– Lo que le parezca más conveniente.

– Y con eso le daría la absolución a Frau Schmitz, ¿no?

Al principio quise contradecirla, pero lo cierto es que Hanna pedía mucho. Hanna quería que los años pasados en prisión fuesen algo más que un castigo; quería darles un sentido, y quería que se le reconociese esa intención. Así se lo dije a la hija.

Ella meneó la cabeza. No supe si con ello pretendía negar mi interpretación o negarle a Hanna el reconocimiento que pedía.

– ¿No puede darle el reconocimiento sin por eso darle también la absolución?

Se rió.

– A usted le caía bien, ¿verdad? Dígame, ¿qué clase de relación tenían?

Vacilé un momento.

– Le leía libros. La cosa empezó cuando yo tenía quince años, y continuó cuando ella estaba ya en la cárcel.

– ¿Y cómo podía…?

– Le enviaba cintas. Frau Schmitz fue analfabeta casi toda su vida; aprendió a leer y escribir en la cárcel.

– ¿Por qué hizo usted todo eso?

– Cuando tenía quince años, tuvimos una relación amorosa.

– ¿Quiere decir que se acostaban juntos?

– Sí.

– Qué brutal llegó a ser esa mujer. ¿Ha conseguido usted superar ese choque tan fuerte a los quince años? No, usted mismo dice que empezó a leerle otra vez cuando estaba en la cárcel. ¿Ha estado usted casado?

Asentí con la cabeza.

– Y su matrimonio fue breve y desgraciado, y no ha vuelto a casarse, y el hijo, si es que lo tienen, está en un internado.

– Eso les pasa a miles de personas. Para eso no hace falta una Frau Schmitz.

– En los últimos años, cuando estaban en contacto, ¿tenía la sensación de que ella sabía lo que le había hecho?

Me encogí de hombros.

– En cualquier caso, sabía lo que les había hecho a otros en el campo de concentración y durante la marcha de la muerte. No sólo me lo dijo así, sino que en los últimos años dedicó mucho interés al tema.

Le conté lo que me había dicho la directora de la prisión.

Se levantó y empezó a andar a grandes pasos de un lado a otro de la habitación.

– ¿Cuánto dinero es?

Me dirigí al vestíbulo, donde había dejado el maletín, y volví con el cheque y el bote de té.

– Véalo usted misma.

Miró el cheque y lo dejó en la mesa. En cuanto al bote, lo abrió, lo vació, volvió a cerrarlo y lo sostuvo en la mano, mirándolo fijamente.

– De pequeña tenía un bote de té en el que guardaba mis tesoros. No era como éste, aunque en aquella época ya había botes como éste, sino un bote con letras cirílicas que se cerraba encajando la tapa por fuera, no por dentro como éste. Conseguí llevármelo al campo de concentración y allí un día me lo robaron.

– ¿Qué había dentro?

– Pues lo típico: un mechón de mi perro, entradas de óperas a las que me había llevado mi padre, un anillo que había ganado no sé dónde o que regalaban con algún producto… No me lo robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí mismo y por lo que se podía hacer con él.

Lo dejó encima del cheque.

– ¿Qué propone usted hacer con el dinero? Utilizarlo para algo que tenga que ver con el Holocausto me parecería como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero darla.

– Para analfabetos que quieran aprender a leer y escribir. Seguro que hay fundaciones, asociaciones, sociedades benéficas a las que se les pueda dar el dinero.

– Sin duda -dijo, intentando hacer memoria.

– ¿Y hay alguna asociación judía de ese tipo?

– De una cosa puede estar seguro: si hay asociaciones para una cosa, entre esas asociaciones habrá alguna judía. Aunque, eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los judíos.

Me acercó el cheque y el dinero.

– Vamos a hacer una cosa. Usted se informa de qué asociaciones judías de ese tipo hay, aquí o en Alemania, y hace una transferencia a la cuenta de la asociación que más le convenza. Y si eso del reconocimiento -rió- es muy importante para usted, puede hacer el donativo a nombre de Hanna Schmitz.

Volvió a coger el bote de té.

– El bote me lo quedo yo.

12

Ya han pasado diez años desde todo aquello. En los primeros tiempos después de la muerte de Hanna siguió atormentándome la duda de si realmente la había negado y traicionado, de sí al amarla me hice culpable, de si debería haberme liberado de ella de palabra y obra, y de cómo podría haberlo hecho. A veces me preguntaba si era responsable de su muerte. Y a veces me enfurecía con ella y por todo lo que me hizo. Hasta que el odio perdió fuelle y las dudas trascendencia. No importa lo que hice o no hice, ni lo que ella me hizo a mí: es mi vida, eso es todo.

La decisión de escribir nuestra historia la tomé poco después de su muerte. Desde entonces, esta historia se ha escrito muchas veces en mi cabeza, cada vez un poco diferente, cada vez con nuevas imágenes y fragmentos de acción y pensamiento. Por eso, además de la versión que he escrito, hay muchas otras. Supongo que esta versión es la verdadera, porque la he escrito mientras las otras se han quedado sin escribir. Esta versión pedía ser escrita; las otras no.

Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar.

Luego me di cuenta de que la historia se me escapaba, y quise recuperarla por medio de la escritura, pero eso tampoco hizo surgir los recuerdos. Desde hace unos años he dejado de darle vueltas a esta historia. He hecho las paces con ella. Y ha vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta que ya no me entristece. Durante mucho tiempo pensé que era una historia muy triste. No es que ahora piense que es alegre. Pero sí pienso que es verdadera y que por eso la cuestión de si es triste o alegre carece de importancia.

En cualquier caso, eso es lo que pienso cuando me viene a la cabeza sin más. Pero cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento culpable vuelve, la culpabilidad de entonces, y en los deseos y las añoranzas de hoy se ocultan el deseo y la añoranza de lo que fue. Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antiguo, y no como algo desechado y acabado, sino presente y vivido. Lo comprendo. Pero a veces me parece casi insoportable. Quizá sí escribí la historia para librarme de ella, aunque sé que no puedo.

En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recibí una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.

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