INVIERNO

42

Viernes 22 de diciembre. Amanecer


Goldsmith se incorporó en la cama. El ruido de ollas y pucheros procedente de la cocina habría bastado para despertar a un muerto. El viernes era el peor día de la semana, pues, a fin de prepararse para el Sabbath, todo tenía que hacerse cuanto antes, deprisa y, en consecuencia, con más ruido.

Esperó a que se abriera la puerta principal. Tiritó de frío. Era la primera de las varias excursiones que sus hijas harían al pozo comunitario.

Habían transcurrido veinticinco días desde que había descubierto, en la cabaña de Quintin, la cabeza de Gretel cortada con la espada africana que Hood había extraviado, y veinticuatro desde que él y Hood habían sido destituidos de su cargo por ineptitud.

Dado que la cabeza había sido hallada en la cabaña del negro y el cuerpo en unos matorrales cercanos, Quintin se convirtió en el principal sospechoso. Al principio el negro insistió en que esa mañana había estado trabajando en Rutgers Hill, pero Goldsmith sabía que Quintin había terminado pronto su tarea.

Cuando Quintin iba a ser arrestado como culpable de los tres asesinatos, Elizabeth Fraunces había jurado que Quintin había estado con ella en la cocina de la taberna durante el período de tiempo en cuestión.

Todo el mundo quedó muy sorprendido por la revelación, incluso Sam Fraunces. Resultó que Quintin quería aprender el oficio de cocinero.

Con la coartada facilitada por Elizabeth Fraunces, Goldsmith se hallaba lejos de descubrir al verdadero asesino y, por tanto, lejos también de redimirse y conseguir de nuevo el empleo. Tenía muy mala suerte. Nadie podía explicarle dónde había estado Gretel ese día; nadie del Collect la había visto, y el vigilante del pozo no había detectado nada extraño la noche anterior al asesinato.

Ese viernes frío y ruidoso, con la guerra cada día más cercana, a Goldsmith le dolían la cabeza y el estómago de hambre, y tenía los bolsillos vacíos. Se había quedado sin empleo en una mala época. No tenía trabajo ni dinero, exceptuando los peniques que su esposa y su suegra ganaban como lavanderas. Por desgracia, parte de los ingresos procedían de las familias lealistas que permanecían en la ciudad.

La ciudad estaba agitada; los tories la abandonaban por centenares. Pronto se habrían marchado todos. Goldsmith estaba encantado, pues aborrecía depender económicamente de los enemigos de la causa. Su suegra había pronosticado que los soldados continentales les llevarían la ropa para lavar, pero él sabía que éstos se gastaban el dinero en otras cosas. Invertían las pocas monedas de que disponían en comida y cerveza.

Robert Scarborough había sido nombrado alguacil en sustitución de Goldsmith. A pesar de ser un tipo bastante honrado, su antecesor sabía que no se molestaría en averiguar la identidad del carnicero. Se limitaba simplemente a alardear de su nuevo cargo mientras efectuaba las rondas.

Más ruido de ollas.

– Por el amor de Dios, parad ya de hacer ruido.

– Te obedecería si trajeras dinero a esta casa para alimentar a nuestros hijos -espetó Deborah con vocitación.

– Y no pronuncies el nombre de Dios a menos que estés rezando -exclamó Esther.

– Buenos días, papá.

Ruth y Miriam entraron en el dormitorio con una taza de té y un mendrugo de pan seco.

– Gracias, preciosas. ¿Queréis que os lea algo?

– Sí, sí -exclamó Miriam, que acababa de cumplir siete años.

– No podemos -dijo Ruth, de nueve años, con rotundidad-. Tenemos trabajo.

Adoptando el mismo aire de seriedad que su hermana, Miriam repitió:

– Tenemos trabajo.

Salieron de la habitación; el hombre se sintió culpable. Comió el pan a toda prisa, se vistió, bajó por las escaleras de puntillas y se dirigió hacia la puerta principal.

– ¿Adónde vas? -inquirió Esther-. Necesitamos leña.

– Pensaba pasar por la excavación para preguntar si necesitan un trabajador más.

– No me lo creo -replicó la suegra.

– ¿Vendrás a comer al mediodía? -preguntó Deborah, de pie frente a él, con las manos en las caderas.

– No.

Prefería estar en la cabaña de Quintin, helándose el culo, que al lado de Esther, aguantando sus interminables reproches.

Las calles estaban desiertas. Muchos comerciantes habían abandonado la ciudad; quienes aún no se habían decidido, contaban con escasos clientes. Además, hacía mucho frío. No recordaba un invierno tan gélido como el de ese año.

No era necesario que se acercara a la excavación, puesto que el día antes le habían explicado que habían despedido a la mayoría de trabajadores. Se le ocurrió que tal vez Sam Fraunces necesitaría un ayudante para pelar patatas. Sabía que no obtendría dinero a cambio, pero se conformaba con un saco de patatas.

Tenía otro motivo para acudir a la taberna de Sam Fraunces: la espada africana robada con que se había asesinado a Gretel. Quería preguntar a Fraunces cuándo y en qué circunstancias le había sido sustraída la pieza.

Cuando Goldsmith llegó a la taberna Fraunces -así se llamaba entonces, a pesar de que el retrato de la reina Carlota seguía dando la bienvenida a los clientes-, descubrió que alguien más había tenido la misma idea que él. Halló a Quintin sentado en la cocina, escuchando sonriente los consejos de Elizabeth al tiempo que mondaba patatas. El gato le observaba disimuladamente a la espera de que cayera una piel al suelo.

– Alguacil -saludó Sam cordialmente-, ¿en qué puedo ayudarte?

– Busco trabajo.

– En teoría Quintin tenía que cortar madera, pero creo que será mejor que te ocupes tú de la madera mientras él pela patatas. Te ofrecería trabajo en la cocina, pero me temo que será difícil alejar a Quintin de Elizabeth. -Sam prorrumpió en carcajadas.

– No tengo inconveniente en cortar madera.

Al cabo de una hora de cortar madera, Sam le llamó:

– Voy a tomar un café. Acompáñame.

Goldsmith aceptó gustosamente la invitación. Estaba exhausto y, después de haber sudado tanto, empezaba a enfriarse. Se situó junto a la estufa de la cocina, tiritando.

– Vayamos al comedor. Elizabeth, avísame si la salsa espesa demasiado.

– Le añadiré un poco de agua.

– Vigila tus palabras, o te llevaré a la horca por bocazas. -Le dio un beso-. Me basta con que la controles.

En la sala sólo había dos hombres sentados en un rincón. Sam escogió una mesa cercana a la cocina y exclamó:

– Jem, Bushnell, hay café caliente; sentaos aquí. Invita la casa. Alguacil Goldsmith, creo que ya conoces al señor Rivington, nuestro impresor. Caballeros, éste es el señor Bushnell. Los amigos del señor Rivington le llaman Jem, aunque como es un tory patético, no tiene amigos. De todos modos, soy un hombre bueno, de modo que yo también le llamaré Jem.

Jem Rivington asintió con la cabeza en silencio. Mientras Sam llenaba las tazas, Goldsmith dijo:

– Ya no soy alguacil.

– Ah, sí, la espada -dijo Sam.

Rivington sonrió.

– No hay que avergonzarse de no ser lo que se era ayer. Yo ya no soy impresor. Pena, sí, pero no vergüenza. Mi lema es: «Sé consecuente contigo mismo.» -Sorbió un poco de café.

– Quintin -exclamó Sam-, trae una botella de ron.

Quintin salió de la cocina con la botella y una mueca en la cara.

– Gracias.

Cuando hubo desaparecido de la vista, Sam comentó:

– Ningún hombre puede aborrecer el alcohol, y menos si trabaja en una taberna. ¿Qué voy a hacer? Mi esposa se apiadó de él, y aquí me tenéis, instruyéndole en el negocio. Es demasiado mayor para ser aprendiz, pero tiene madera de cocinero.

Goldsmith arqueó las cejas.

– ¿Ya no trabaja con la brea?

– Sí, sí, todavía sigue allí. Es fuerte como un roble. Nunca se cansa.

Goldsmith meneó la cabeza.

– Un tipo con suerte. Dos empleos cuando la mayoría de nosotros no tiene ninguno.

– No exactamente. No le pago, sólo le alimento. -Sam levantó la botella de ron; al ver que nadie se oponía, vertió un poco en las tazas de café-. Goldsmith encontró mi espada. Estaba clavada en la cabeza de una mujer.

– He oído hablar de ello -dijo Bushnell-. Es normal que sucedan estas cosas en una ciudad con guarnición. Buen ron.

– Es un crimen ruin, pero no necesariamente tiene que haberlo cometido un soldado -opinó Rivington-, o un lealista -agregó, mofándose de Sam.

– ¿Insinúas que el asesino es un patriota?

Rivington dibujó una torre con los dedos.

– Todo apunta a que se trata de un patriota con un temperamento de bruto.

– Y se supone que todos los tories son amigos de Jesús.

Rivington sonrió.

– Naturalmente.

– Bueno, también lo era Judas. Ja, te he ganado, patán monárquico. Te mereces otra copa -añadió Sam antes de prorrumpir en sonoras carcajadas y servir otra ronda.

Goldsmith preguntó a Sam:

– ¿Cuándo te robaron la espada exactamente?

– No sé la hora exacta. Creo que fue el día antes de que encontraras la cabeza.

Goldsmith asintió en silencio y bebió un trago. Al día siguiente había sido despedido. Tomó un nuevo trago.

– ¿Cómo la robaron? ¿Alguien entró en la taberna?

– Lo ignoro. Bajé por la mañana y ya no estaba.

Goldsmith dejó la taza sobre la mesa de madera de cerezo. El café era negro como la brea.

– Por tanto, quizá se la llevó algún cliente.

– Es lo más probable. Alguien se acercó a la pared, la descolgó y se la llevó.

– ¿Sin que nadie se percatara?

– Pues no lo sé. Expliqué todo al alguacil del distrito. No me acuerdo del nombre.

– Freemont -apuntó Goldsmith-. ¿Registró el local? ¿Has tenido noticias suyas últimamente?

– La respuesta a ambas preguntas es «no». Tory de mierda. -Sam levantó la taza señalando a Rivington-. Con perdón, señor.

Rivington sonrió y alzó la taza a su vez.

– Está usted perdonado, señor. Eres mejor amigo que la mayoría de mis camaradas monárquicos, esos que se han marchado. Creo que estáis todos locos. No apruebo lo que lleváis entre manos y deseo que vuestro proyecto fracase, pero soy consciente de que cada cual es libre de expresar sus opiniones. Tal vez si se os hubiera concedido este derecho antes, las cosas no habrían llegado tan lejos y los acontecimientos no habrían derivado hacia el desastre.

– Voltaire -dijo Bushnell.

Rivington parpadeó, perplejo.

– Conozco su obra.

– Voltaire dice: «Pensad por vosotros mismos y dejad que los demás disfruten del privilegio de hacer lo mismo.»

Sam sirvió otra ronda.

– ¿Eso te enseñaron en Yale?

– Sí.

– Buena escuela. Me encantaría seguir esta discusión filosófica, pero tengo trabajo que hacer; vosotros, caballeros, tenéis la suerte de poder disfrutar de vuestro ocio.

– Yo no voy a ninguna parte -dijo Bushnell.

– Yo tampoco -coincidió Rivington.

Los dos hombres formaban una extraña, incluso cómica, pareja; Jem Rivington, el monárquico corpulento y con peluca, y David Bushnell, el patriota delgado y rubio.

Sam se quedó pensativo unos instantes. Recogió la botella y dejó el recipiente del café.

– Saludos, entonces -se despidió mientras se dirigía hacia la cocina.

El impresor se levantó para alcanzar a Sam; poniéndole una mano en el hombro, anunció:

– Pronto me iré a… Londres. Tal vez dentro de dos o tres semanas. Hay algo que me preocupa y necesito contarlo antes de partir.

– Dime.

Rivington miró alrededor, y aunque bajó la voz, Goldsmith oyó la conversación.

– Desconozco los detalles; sólo sé lo que he oído por ahí.

– ¿De qué se trata? -preguntó el tabernero.

– Quieren asesinar a Washington.

– No es una novedad.

– Sí lo es el hecho de que sepan que le gusta comer aquí. Es muy probable que pretendan envenenar la comida. En tu taberna.

– ¿Bromeas?

– Te juro que no.

– Bueno, no hay nada que temer. El general está en el norte, lejos de aquí.

– Cuando regrese, vigila a quien se acerque a su comida.

– Gracias por el consejo. Para ser lealista, no eres mal tipo, aunque sí un poco loco.

– Es verdad, es verdad; es una lástima -declaró Rivington sonriendo-. Y tú, para ser patriota, eres un buen tipo.

Cuando el impresor se reunió con Bushnell, Goldsmith siguió a Sam a la cocina. Elizabeth le tenía preparados un saco de patatas y otro de nabos.

– Gracias -dijo Goldsmith.

– De nada -respondió Sam-. Pásate dentro de unos días. Quintin ha de volver a su trabajo habitual.

Goldsmith se despidió y salió.

– ¿Señor Goldsmith?

Goldsmith se volvió. Quintin le había seguido.

– Dime, Quintin.

– Sé que ya no es usted alguacil, pero creo que debería saber una cosa.

– ¿De qué se trata?

– Volví a ver a ese tipo cerca del Collect. Se lo comenté al alguacil Scarborough, pero no me hizo caso. Me dijo que no le molestara.

– ¿A qué tipo te refieres? -preguntó Sam, que había salido detrás de Quintin.

– El que vi la primera vez. El que parece un soldado.

43

Miércoles 17 de enero. Mañana temprano


Tanto el North como el East River estaban helados.

Mientras la ciudad de Nueva York hervía políticamente en medio de la ola de frío que había empezado en noviembre, los barcos ingleses se hallaban atracados no muy lejos de la orilla por temor a las masas de hielo flotante.

Eso dificultaba la vida a los habitantes de la ciudad, puesto que a Nueva York sólo se llegaba por mar, excepto en Kingsbridge, donde un puente estrecho de madera conectaba la isla de Manhattan con sus vecinos del norte. Los alimentos y demás productos básicos comenzaban a escasear.

Aun así, algunos viajeros y comerciantes audaces se atrevían a cruzar el hielo para llegar a Nueva Jersey. Muchas almas trabajadoras seguían cogiendo ostras bajo la capa de hielo de la bahía.

En el estrecho, atracado en la orilla, el Duquesa de Gordon continuaba cobijando al gobernador Tryon, quien se empeñaba en creer que, como representante del rey, aún controlaba Nueva York.

La ciudad perdía habitantes día tras día. La mitad había huido. La leña escaseaba. Los soldados, que ocupaban casas vacías, quemaban la solería para calentarse. Lo que no comían ni quemaban, lo arrojaban por la ventana.

A pesar de la huida de muchos neoyorquinos, John Peter Tonneman, médico y cirujano, dentista y ocultista, tenía bastante trabajo. Los pacientes acudían a su consulta desde primera hora de la mañana hasta el anochecer.

Mariana Mendoza se había convertido en su mayor consuelo y sostén. Acudía a su casa cada día, excepto los sábados, para ayudarle en todas las tareas, tanto en la casa como en la consulta, y hacerle compañía hasta el anochecer. Los pacientes acabaron por aceptar a esa chica esbelta que usaba ropas extravagantes. Después de todo, vivían en una época de crisis.

El doctor Tonneman era el centro de muchas conversaciones. Todo el mundo sabía que su padre había sido un patriota y que el joven era harina de otro costal. Si bien Mariana Mendoza era la hermana de Ben, un incondicional Hijo de la Libertad, el mejor amigo de Tonneman, el doctor Jamison, natural de Londres y actual director del colegio de medicina del King's College, era partidario del rey. También se sabía que solía cenar en casa del capitán Richard Willard.

Seis meses antes, la mayoría de gente tenía amigos en ambas facciones, pero tal y como dijo ese patriota de Filadelfia: «Tú y yo éramos amigos de toda la vida; ahora yo soy tu enemigo, y tú el mío.»

Para Tonneman, que estaba a punto de cumplir veintinueve años, la vida tranquila y reposada que había conocido de pequeño y había creído poder recuperar con su regreso a Nueva York se había truncado para siempre con la terrible muerte de su querida Gretel.

Algo, tal vez la conexión con su infancia, la arteria de su existencia, había desaparecido con la repentina y execrable muerte de Gretel. Dada su condición de juez de paz, había sido él quien había practicado la autopsia. Lo había hecho con lágrimas en los ojos. Jamie le había apoyado moralmente en todo momento. Fue precisamente éste quien se había percatado de que el crimen había sido cometido con una espada. Le habían cortado la cabeza con la espada encontrada bajo los matorrales que luego había desaparecido.

A Tonneman no le importaba cómo. El caso era que Gretel se había ido para siempre. Había sido la única madre que había conocido. Jamás volvería a oír sus risas, ni a sentir sus abrazos, ni a oírla llamarle Johnny; jamás volvería a verla atizar el fuego. Gretel le había querido muchísimo, siempre lo había sabido. Ella, no obstante, había pedido muy poco a cambio; nunca le había regañado por haber permanecido tanto tiempo en Londres, abandonando a su padre; ni por no haber salido a la calle y haber proclamado a voz en grito que era un patriota. ¿Acaso su peor traición consistía en no haberse pronunciado contra el rey cuando sabía, en el fondo, que la causa era justa y el único camino que un hombre respetable podía tomar?

Había perdido a su padre y Gretel. Él, un hombre adulto ya, se sentía abandonado, huérfano.

Había enterrado a Gretel al lado de su marido, Kurt, no muy lejos del panteón de los Tonneman. El funeral había durado poco a causa del intenso frío y el fuerte viento que agitaba faldas, chales y sombreros.

Ante todo, le había conmovido profundamente el dolor de Mariana y Oso Bikker. Este último se había presentado llorando desconsoladamente después de enterarse de la noticia. Se confortaban mutuamente conversando largas horas en la cocina.

Mariana Mendoza, cuya presencia silenciosa flotaba alrededor de él, le había ayudado en sus deberes con los pacientes, cuyo número aumentaba día tras día debido a la escasez de médicos y el brote de gripe.

John Tonneman entendía que la degradación del cuerpo humano formaba parte del ciclo vital. La naturaleza descargaba su violencia enviando a la humanidad inundaciones, pestes y demás catástrofes. Pero ¿y la violencia entre los hombres? Eso era una obscenidad.

Después de que Tonneman extrajera una muela a Sam Fraunces el día de Año Nuevo, el tabernero le había sugerido la idea de contratar a Quintin Brock hasta que encontrara una nueva ama de llaves. Sam había enseñado a Quintin a cocinar; el negro podría encargarse además de las tareas domésticas a cambio de comida y un lugar limpio y caliente donde dormir por lo menos hasta la primavera.

Hacía ya dos semanas que Quintin estaba en la casa, y el caos que había invadido a Tonneman al principio empezaba a remitir. Volvía a reinar el orden.

También la consulta estaba en orden, lo que debía, naturalmente, a Mariana.

Tonneman había tenido un día muy duro. Sentado en el estudio, escribía los informes de los pacientes con una taza de té humeante a mano. Una segunda taza descansaba al lado. Desde el estudio oía a Mariana lavar el instrumental.

Dejó de escribir. ¿Cómo había ocurrido? Ignoraba la respuesta. Después del asesinato de Gretel, Mariana, esa extraña joven, se había autoadjudicado el puesto de ayudante; Tonneman ya no cuestionaba su excéntrica indumentaria. Corrían tiempos excéntricos y América era un país excéntrico.

Tonneman cerró el libro de los informes y abrió el que Mariana le había entregado dos días antes, asegurándole que todo el mundo en Nueva York estaba leyéndolo. Lo había leído apresuradamente y lo había guardado, pero las palabras del autor anónimo no se olvidaban tan fácilmente.

El libro se titulaba Sentido común, y el autor abordaba el tema con gran habilidad. «El desacuerdo con Inglaterra ha de conducir a la ruptura de las relaciones entre el rey y las colonias.» Lo releyó.

– ¿Qué te parece?

Tonneman salió de su ensimismamiento y levantó la mirada; Mariana se hallaba en el umbral de la puerta. Se había quitado la boina y se había hecho una cola. Tonneman señaló con el dedo la taza que tenía al lado.

– Es té yanqui.

– ¿Qué te parece? -repitió la joven llevándose la taza a la boca. Como el médico no respondía, se acercó un poco más.

– Tiene mérito -respondió Tonneman con cautela.

Mariana tenía el rostro ligeramente colorado y los labios rosados. Tonneman pensó en lo tiernos que debían ser esos labios y en el cuerpo de mujer que se escondía bajo esas holgadas ropas masculinas.

– ¿Mérito? -exclamó Mariana, agitando los brazos; derramó el té-. Tonterías. Es escritura sagrada. Habla de la independencia.

De repente, sin saber cómo, Tonneman se levantó de la silla, la abrazó y la besó en los labios. Mariana recibió ese beso con placer.

– Lamento interrumpir este momento de pasión, amigo.

Los ojos de Mariana no parpadearon; permitió que Tonneman siguiera abrazándola.

Jamie, divertido por la escena, añadió sonriente:

– Hemos de hablar de un asunto muy importante y no disponemos de demasiado tiempo.

Mariana se desasió de los brazos que la estrechaban, recogió el abrigo y la gorra y salió del estudio. Tonneman oyó cómo la puerta de la consulta se cerraba.

– Veo que has traído una amante a casa.

Jamie se sentó a la mesa de Tonneman y ojeó los expedientes.

– Jamie… no es mi amante.

– Lo será, John; lo será.

– No tengo intención de que lo sea.

– Tú te lo pierdes. ¿No encuentras muy atractivo ese disfraz? -Miró alrededor-. Esto está muy sucio. Echo de menos a la vieja amazona.

Tonneman lanzó una mirada severa a su amigo, que se había comprado una nueva peluca y lucía un tricornio escarlata. El director del colegio de medicina del King's College llevaba un elegante abrigo de terciopelo color escarlata, adornado con galones negros. Tonneman estaba confuso. ¿Quién era ese petimetre adinerado? Jamie seguro que no.

– ¿Cuál es ese asunto tan urgente? -preguntó con más frialdad de la que deseaba revelar.

Jamie se percató de ello. Poniéndose en pie, le dio unas palmadas en la espalda.

– Venga, amigo, no me digas que has perdido el sentido del humor. Quiero verte contento. Pase lo que pase, recuerda que nuestra amistad jamás morirá.

Jamie tenía razón. Avergonzado, Tonneman le tendió la mano.

En ese momento Quintin apareció por la puerta sosteniendo una cuchara de madera en la mano.

– Perdonen, doctor Tonneman, doctor Jamison. Señor Tonneman, ¿le gusta el ajo?

– Pues sí.

– Cuando pruebe mi cocido, tendrá la lengua feliz, el corazón más ágil, y desaparecerán los malos espíritus. Espere y verá. El ajo es además muy curativo; limpia la sangre, calma el estómago y fortalece el corazón.

Tonneman sonrió.

– Me fío de usted, doctor Quintin.

Sonriendo, el negro hizo una reverencia con la cabeza y salió.

Frente a la expresión sonriente de Tonneman, Jamie fruncía el entrecejo.

– No me gusta ese negro.

– No te gusta ningún negro.

– Tienes razón. Aun así, me desagrada éste en particular. Tengo la inquietante sensación de que fue él quien cortó la cabeza a esas mujeres.

Tonneman echó a reír.

– ¿Quintin? No seas ridículo.

– Ríe cuanto quieras. Un crimen es como una enfermedad; los síntomas te llevan a la causa. Las cabezas de esas mujeres siempre han aparecido cerca de él. ¿Qué otra prueba necesitas?

– Un motivo.

– Venga, ese negro no necesita motivo alguno para matar. Es lo que hacen los de su clase. No me extrañaría que ese mulato de Sam Fraunces también estuviera implicado.

– ¿Qué te parecería echar del país a todos los africanos?

– Me bastaría con que no quedara ni un rebelde. ¿Qué ha sido de los días felices de antaño?

Tonneman dio una palmada a su amigo en la espalda.

– Es verdad; vivimos en una época inestable, para expresarlo con palabras suaves.

– Por eso he venido. Sabemos que los rebeldes están enviando tropas a Nueva York -explicó Jamie-. Así pues, tendré que retirarme cuanto antes. Sugiero que vengas con nosotros.

Tonneman quedó estupefacto. Él y Jamie se hallaban ante una encrucijada.

– No quiero. Ésta es mi casa. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Nosotros?

– Sí, con el capitán Willard, su encantadora esposa y su hermana, mi futura esposa.

Tonneman echó a reír.

– ¡Tú, un hombre casado! Jamie, no puedo creerlo.

Jamison frunció el entrecejo.

– John, he pedido a la encantadora Grace Greenaway que se case conmigo. Ha aceptado. Estamos prometidos.

44

Miércoles 17 de enero. Ultima hora de la mañana


Goldsmith examinó la bandera de la libertad que ondeaba en el Common, en el mismo lugar que sus menos robustas predecesoras. Estaba asegurada con soportes de metal tan sólidos que sólo una explosión habría podido arrancarla. Goldsmith se hallaba en compañía de Ben Mendoza y un grupo de patriotas.

Ben tenía el rostro encendido de ira.

– Ayer por la noche esos malditos tories volvieron a arrancar la bandera. Voy a la taberna Fraunces. Hay convocada una reunión para decidir qué hacer al respecto. ¿Vienes?

– No -respondió Goldsmith-, tengo un asunto que resolver.

– ¿Más importante que hablar de los tories?

Goldsmith adoptó un aire de seriedad.

– He de resolverlo.

– No te habrás pasado a los lealistas, ¿verdad, Daniel?

Goldsmith cerró el puño, aunque no amenazó al chico.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Tu esposa y tu suegra limpian la mierda de los ingleses.

– Eso o morir de hambre.

– Habría quien preferiría morir de hambre.

– Muy fácil decirlo para un Mendoza -replicó Goldsmith, furioso.

Sin añadir nada más, se abrió paso entre los hombres y se alejó. Durante todo el mes, movido por lo que Quintin le había contado, Goldsmith se había dedicado a preguntar a todo aquel que encontraba si había visto a un blanco de tez morena, cabello oscuro, no muy alto y con aspecto de soldado. Visitó el campamento Bayard tan a menudo que los soldados le sugirieron que se alistara en el ejército para así cobrar un sueldo y comer gratis. Naturalmente, bromeaban, puesto que los soldados no comían mejor que la población civil.

Goldsmith se detuvo para observar un grupo de soldados que se acercaban. Casi todos tenían la tez blanca. Uno era moreno, pero muy bajo. El aspecto de otro respondía a la descripción de Quintin. Goldsmith lo observó atentamente.

– ¿Qué miras? -preguntó el hombre de modo agresivo, con acento irlandés.

– ¿Dónde estabas el 26 de noviembre?

– Bailando con Su Majestad la reina -se mofó el irlandés.

– ¿Quién pregunta? -preguntó otro soldado.

– El alguacil Goldsmith -respondió con descaro.

– Muy bien, alguacil, todos nosotros llegamos de Connecticut la semana pasada, si esto le sirve de algo.

Llevaban abrigos azules, el color de algunos regimientos de Connecticut; también en Nueva York algunos lucían el mismo uniforme.

Goldsmith meneó la cabeza desesperado. Encontrar a un soldado era una tarea imposible.

– Gracias.

Los militares se alejaron entre risas.

– ¿Cómo te llamas, irlandés? -preguntó Goldsmith.

– Sin volverse, el hombre respondió a voz en cuello:

– George Washington.

¿Hacia dónde se dirigía? Goldsmith dio una vuelta tratando de recordar. Molly. Desde que había sido destituido de su cargo, había trabajado esporádicamente en la taberna Fraunces e incluso había pasado unos días ayudando a Quintin con la brea. Sin embargo, había dedicado la mayor parte del tiempo a deambular por la ciudad, formular preguntas y recibir respuestas desalentadoras. Por las noches no lograba conciliar el sueño, pues Gretel se le aparecía en sueños y decía: «Véngame, véngame.» El espíritu de la alemana lo perseguía.

Sólo hallaba descanso en casa de Molly. Decidió pasar antes por la taberna de Sam para conseguir verduras para sus hijas y algo más para Molly. Más tarde la visitaría con el pretexto de obtener información. Después de comer, Molly entonaría una canción o le contaría cualquier historia insignificante. Después, y sólo después de eso, conseguiría dormir tranquilo sentado en su silla.

Golpeó la puerta de Molly, pero no obtuvo respuesta. Insistió.

– Un momento -contestó una voz ronca apenas audible.

Molly abrió la puerta y regresó inmediatamente a la cama.

– ¿Hoy no me dices «cariño»? -bromeó Goldsmith.

Molly tosió con violencia; le saltaron algunas lágrimas. Tenía el rostro encendido por la fiebre.

– No me encuentro bien. Me duele la garganta y la cabeza. Tengo la espalda y las piernas como si me hubiese tirado a veinte hombres.

La crudeza de esas palabras estremeció a Goldsmith. Le puso la mano en la frente. Era la primera vez que la tocaba. Vaciló un instante.

– Estás muy caliente.

– Ojalá el calor me bajara a los pies; ahí sí lo necesito. -Molly tembló con la misma violencia con que antes había tosido-. Tengo mucho frío.

Goldsmith extendió su abrigo sobre la colcha y se sentó en la cama.

– ¿Mejor?

– Sí -respondió ella, y Goldsmith adivinó que mentía.

– Hoy sólo traigo patatas y chirivías. Si te apetece, prepararé un poco de sopa.

– Gracias, Daniel. -Volvió a toser, aunque por suerte el acceso duró poco-. Hay té. Comamos las verduras crudas y bebamos el té.

Goldsmith la ayudó a incorporarse en la cama y le dio de comer. Al terminar, Goldsmith preguntó:

– ¿Algo más?

– ¿Y tú?

– No, nada.

Molly tosió.

– ¿Molly?

– Estoy bien. Lee algo.

– Como quieras. ¿Qué te gustaría?

Molly hurgó bajo la almohada.

– Mary la Pelirroja me dio este libro. Un cliente de Filadelfia lo dejó olvidado. Y como ella no sabe leer…

Goldsmith cogió el libro.

Sentido común, escrito por un inglés. -Hojeó el libro-. Parece cosa seria.

– Hay algo más que me llamó mucho la atención -comentó Molly, cogiendo el tomo-. Aquí está: «La autoridad de Gran Bretaña sobre este continente es una forma de gobierno que tarde o temprano tendrá que acabar…»

– Se refiere a América.

– Sí. ¿Podría eso ocurrir? ¿Podríamos tener nuestro propio gobierno?

– Creo que sí.

– ¿Sin rey?

– ¿Por qué no?

– Dice que es una soberana tontería que los americanos sean súbditos de un monarca inglés. -Molly buscó una página concreta-. «Todos los métodos pacíficos han demostrado ser ineficaces.» Eso significa que el autor considera necesaria la lucha.

Goldsmith asintió con la cabeza.

– Hoy han intentado de nuevo arrancar la bandera de la libertad. Si quieren guerra, la tendrán.

– Daniel, me asustas -dijo Molly antes de toser una vez más.

– Ahora he de marcharme, pero volveré…

Molly rompió a llorar.

– No, no te vayas. Quédate un poco…

Tosió con tanta violencia que escupió sangre.

– No soporto verte así -declaró Goldsmith. La ayudó a levantarse del lecho y la vistió-. ¿Dónde tienes las botas?

– Debajo de la cama. ¿Qué haces?

– Voy a llevarte a casa del doctor Tonneman.

45

Martes 18 de enero. A media tarde


Al divisar el establo, Chaucer galopó los últimos veinte metros con desesperada energía. Ya en la cuadra, el animal, exhausto, relinchó en agradecimiento. Había sido un día muy largo. Muchos de los nuevos pacientes de Tonneman habían contraído la gripe.

El doctor estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio ni oyó a Goldsmith hasta que lo tuvo delante de las narices.

– No descansa en paz.

Tonneman se sobresaltó. Luego, al comprobar que se trataba del ex alguacil, procedió a desensillar a Chaucer y secarla.

– Por Dios, Goldsmith -dijo, tendiéndole la silla-, ¿qué te pasa? La enferma es Molly, y no tú.

Después de frotar a la yegua con un poco de heno, la cepilló.

Goldsmith colgó la silla de un travesaño y lanzó un profundo suspiro.

Tonneman, demasiado cansado para atender mejor al animal, echó una manta encima de Chaucer y le dio de beber. La montura bebió sin respiro.

– Tranquila, tranquila, o reventarás.

Retiró el cubo de agua y lo sustituyó por el de comida.

Goldsmith lo observó todo el rato.

– No me refiero a Molly, sino a Gretel. No descansa en paz. Se me aparece en sueños -Goldsmith lanzó una carcajada-, y no puedo dormir tranquilo.

– Eres demasiado supersticioso. -Al ver la expresión del alguacil, Tonneman se compadeció de él-. Entra en casa. Tomaremos una copa de oporto y hablaremos de ello.

– ¿Cómo se encuentra Molly? -preguntó Goldsmith.

– Esta mañana ya no tenía fiebre. Me alegra decirte que se ha repuesto antes de lo previsto. Podría haber contraído una neumonía. Habría sido peor. Ahora ya se encuentra bien; duerme como un bebé. -Tonneman observó a Goldsmith unos instantes-. Está muy débil, medio muerta de hambre. La recuperación será lenta.

Goldsmith se alegró de oírlo.

– Pero se recuperará.

– Sí.

– Roguemos a Dios que así sea. -Sonrió-. Venga, vayamos a tomar ese oporto.

– Entremos, pues -dijo Tonneman, también sonriente.

Ambos tenían motivos para estar contentos. El motivo principal de Tonneman era la presencia de esa chica en la consulta. Mariana le había despertado de un largo sueño que, después de la terrible muerte de Gretel, había amenazado con sepultarle en vida.

La consulta estaba vacía. Decepcionado, Tonneman entró en el estudio y arrojó el abrigo encima de una de las sillas situadas delante de la chimenea. Goldsmith no se quitó el suyo.

De la cocina salía un aroma a estofado de pollo que se mezclaba con el olor a humo de mazorca de maíz; Quintin debía haber fumado esa bazofia otra vez. Tonneman se estremeció. La chimenea de la cocina estaba encendida, de modo que la habitación estaba caldeada.

El africano, que se peleaba con el mortero y la mano de mortero, no levantó la mirada para saludar. Por el fuerte olor que impregnaba la estancia, el doctor dedujo que el almirez contenía ajo.

– La señorita Mariana está arriba, dando de comer a la otra.

– Siéntate, Goldsmith.

Tonneman se sintió feliz al enterarse de que Mariana se hallaba en la casa. Quintin era un buen hombre; siempre decía lo que él quería oír. Tonneman se preguntó si le habría leído el pensamiento. Pensó que tal vez los negros tenían un sexto sentido. De todos modos, no creía en esa clase de supersticiones.

Se dirigió al comedor en busca de la botella de oporto, la última que quedaba. Estaba medio vacía. Llenó dos vasos.

– ¿Queda alguna otra botella?

– Ni idea, doctor Tonneman -respondió Quintin muy serio-. Nunca tomo alcohol.

– Tienes razón; lo había olvidado.

Tonneman sabía que si quería encontrar alguna botella de oporto en la casa, tendría que buscarla él solo. Seguro que no podría adquirir ninguna en la ciudad; con los barcos ingleses sitiando Nueva York, tardarían mucho tiempo en poder comprar productos europeos. Bebió despacio para saborear el vino tinto de Portugal.

Goldsmith lo tragó como si se tratara de agua.

– El esquema falla.

– ¿Cómo?

– Gretel no era joven.

Tonneman también lo había pensado; lo reconsideró.

– Tienes razón, claro. Quizá no la asesinaron por el mismo motivo que a las demás, e incluso es posible que no lo hiciera el mismo hombre.

Goldsmith parecía a punto de llorar.

– Pero ¿por qué querría alguien matar a Gretel?

– Porque sabía algo.

Los dos hombres miraron a Quintin sorprendidos. Tonneman asintió con la cabeza. Era evidente. Profundamente afectado por la muerte de Gretel, no había sido capaz de pensar en esa posibilidad. Quintin estaba en lo cierto.

– ¿Algo más?

– Que se trata del mismo soldado.

Goldsmith asintió con la cabeza y añadió:

– Tal vez la mató porque vio algo.

Tonneman apuró el vino.

– Vayamos a ver a la paciente.

Subió por las escaleras a toda prisa, seguido por Goldsmith. Tonneman pensó que había algo entre ellos dos que los unía, pero no acertó a adivinar qué. No tardó mucho en averiguarlo: Mariana y Molly.

Llamó a la puerta con suavidad y la abrió. El fuerte olor a brea los saludó al entrar. Mariana vertía agua caliente en una tela impregnada de brea mientras Molly inhalaba el vapor.

– Basta ya -exclamó Molly-. Apesta.

– Tranquila -dijo Goldsmith-, es por tu bien.

A Molly se le encendió el rostro de alegría al ver a Goldsmith. Se mesó la larga cabellera negra que Mariana había lavado y peinado antes. Ésta guardó la tela, se sentó en la cama y empezó a darle la sopa con una cuchara.

– ¿Qué tal se encuentra mi paciente? -preguntó Tonneman mientras le tomaba el pulso. Quedó un tanto alarmado hasta que descubrió que la causa del aceleramiento era Goldsmith.

– Estoy mejor, doctor Tonneman.

Mariana se sonrojó ante la penetrante mirada de Tonneman. Al levantarse, advirtió que el fondo de la taza de sopa estaba lleno de ajo.

– No te has comido el ajo -comentó Tonneman.

– Si lo hubiese hecho, olería peor que esa brea.

– Yo en tu lugar me lo pensaría mejor. Quintin afirma que el ajo cura todo.

Sin pensarlo, Goldsmith añadió:

– Según el Talmud, el ajo aumenta el amor conyugal. -Acto seguido se ruborizó.

– Dámelo, entonces -exclamó Molly mientras cogía la cuchara y se la llevaba a la boca.

Todos echaron a reír. Goldsmith clavó la mirada en el suelo y se acercó al pie de la cama de Molly.

Tonneman hizo señas a Mariana, y ambos se encaminaron hacia la puerta.

– Señor Tonneman.

Tonneman se volvió.

– Dime, Molly.

– ¿Cuándo podré regresar a mi casa?

– ¡Molly!

– No te metas, Daniel. He de ganarme la vida.

– Estás recuperándote de la gripe; hay quien todavía la padece y tiene menos suerte que tú. Si vuelves a trabajar como antes, contraerás una neumonía, y es posible que mueras.

Goldsmith alzó la vista.

– Que Dios me proteja de las mujeres testarudas. -Mirando a Molly fijamente, agregó-: Escucha su consejo.

– Si Goldsmith no te hubiese encontrado y traído aquí, habrías muerto.

– Ay, ay -se quejó Molly-. ¿Qué será de mí? Moriré de todos modos.

– No -exclamó Goldsmith mientras miraba suplicante a Tonneman.

Mariana, de espaldas a Molly y Goldsmith, susurró al doctor:

– Quintin se quedará sólo hasta la primavera. Necesitarás a alguien.

Tonneman se enterneció. Pensó que Mariana, para la edad que tenía, era muy racional.

– Por lo visto, necesito una ama de llaves.

46

Viernes 19 de enero. De la mañana a la tarde


El vendedor de agua lo aguardaba en la esquina cuando él salió de la casa Gunderson.

– ¿Quiere agua, señor? Es una buena manera de empezar el día.

– ¿Cómo? -preguntó Hickey, irritado.

– El Gordo quiere verle.

– ¿Dónde y cuándo?


Los que habían decidido quedarse en Nueva York, fueran cuales fueran sus razones, se hallaban sitiados desde dentro y fuera. El contingente del rey se había instalado en las aguas que rodeaban la ciudad. En tierra, dos fuerzas -la leal al rey y la rebelde- estaban a punto de iniciar una guerra. Nueva York era como una mujer con dos amantes, el rey y los rebeldes; cada uno la quería para sí solo.

Cuando empezaron a circular las primeras copias de Sentido común, la llama de la independencia se convirtió en un incendio. El libro ponía por escrito lo que la gente había soñado, deseado y pensado en secreto, y no se había atrevido a expresar en voz alta. Había concluido el período de paz. Había llegado el momento de exigir la libertad, la independencia. La guerra que había estallado en Lexington y Concord en el mes de abril no era ya una guerra que la gente quería, sino que necesitaba.

El general Charles Lee, el segundo de Washington, había reunido dos regimientos de voluntarios en Connecticut con objeto de entrar en Westchester. Se presentía que, si las tropas rebeldes entraban en Nueva York, los barcos ingleses comenzarían a bombardear. Uno de los muchos comités de Nueva York así se lo había comunicado a Lee, quien montó en cólera, pero decidió retrasar la operación.

A Hickey le importaba muy poco la guerra. Él era un soldado profesional y sabía que las guerras se repetían cíclicamente; no obstante, la vida seguía adelante. Tan sólo le importaba el placer; cerveza y alcohol que se lo proporcionaran, prostitutas que chillaran y monedas rutilantes.

Llevó el carro del carnicero Gunderson hasta la cervecería Harrison, en la calle del mismo nombre. Hacía un día claro pero frío. Vio el caballo del Gordo atado delante del establecimiento, por lo que dedujo que el hombre se hallaba cerca.

– Harrison -exclamó Hickey.

Una de las puertas de la cervecería se abrió de par en par. Un tipo alto y enjuto salió.

– ¿Qué quieres?

– Cuatro barriles de la mejor cerveza que tengas.

– Te costará mucho dinero.

– Cárgalos en el carro.

– ¿Quién paga?

– Yo -respondió el Gordo mientras salía por la puerta.

Harrison saludó con una inclinación de la cabeza.

– Sí, señor. ¿En libras o dólares?

– En dólares continentales -respondió, sacando un fajo de billetes del monedero.

El dueño de la cervecería frunció el entrecejo. Hickey tampoco estaba conforme. Prefería el ruido de las monedas inglesas.

– Trae el carro -ordenó Harrison al tiempo que regresaba al interior-. No quiero romperme la espalda.

– ¡Aquí lo tienes! -vociferó Hickey.

– No tan deprisa -replicó el Gordo, subiéndose al carro de un salto.

Cuando se hubo asegurado de que Harrison no podía oírles y que no había nadie alrededor, Hickey preguntó al Gordo:

– Eres Matthews, ¿verdad?

El Gordo no se inmutó.

– Sí.

Hickey tiró de las riendas, y el caballo del carnicero siguió a Harrison lentamente. Sonriendo, Hickey silbó unos compases de Yankee Doodle.

– Si pretendes mofarte de mí, estás consiguiéndolo.

– La gente que conozco dice que el comité de seguridad sospecha de ti.

– Sospechan de cualquier lealista; en cualquier caso, yo no oculto mis simpatías -repuso el concejal.

– Mis confidentes me han comentado que estás en la lista de los sospechosos desde el mes de mayo.

– ¿Sospechoso de qué?

– Todavía no lo han averiguado.

Matthews echó a reír.

– Ni lo harán, los pobres. Rezan por la revolución, pero no tienen ni idea de cómo hacerla.

– No estés tan seguro. Corren rumores de que están llegando tropas de todas partes.

– ¡Venga ya! También he oído rumores de que se ha declarado una epidemia de viruela. Esos rumores sólo asustan a los niños.

– No se trata de ningún rumor. Me he enterado por fuentes fiables de que Washington ha ordenado al general Lee que libere la ciudad de Nueva York del cerco del rey.

– Sigue.

– Ahora mismo hay dos regimientos en Connecticut.

Con aire de superioridad, Hickey aguardó a que el Gordo hablara.

– Ya lo sabemos.

Ésa no era la respuesta que Hickey esperaba.

– Siempre dices que ya sabes lo que te cuento cuando ya te lo he contado. Si sabes tanto, ¿por qué no actúas?

– Eso nos proponemos. Si callas un momento, te lo explicaré.

– ¿Qué quieres?

– Muy sencillo; quiero a Washington muerto. Además deseo que ocurra en Nueva York.

– Pero no está en Nueva York.

– Podemos esperar.

– ¿Sólo eso? Si hubiese sabido que sería tan sencillo, no habría reclutado a tantos hombres.

– Cuantos más, mejor. No, eso no es todo. Tranquilo.

Habían llegado a una plataforma llena de barriles de cerveza.

– Echadme una mano -pidió Harrison-. Hoy estoy solo.

Hickey se apeó del carro y ayudó a Harrison a disponer tres tablas en el suelo. A continuación empujaron los barriles hasta subirlos al carro.

Matthews entregó a Hickey el fajo de billetes, y éste pagó a Harrison. Hickey quiso devolver el cambio a Matthews, quien le dijo que se lo quedara.

– Eres muy generoso -comentó Hickey mientras se alejaban-. ¿Qué se supone que me pagas con este dinero?

– Quiero que el día que mates a Washington los cañones rebeldes de Nueva York y Kingsbridge sean destruidos. También volarás el fuerte George y el puente del rey. ¿Podrás hacerlo?

– ¿Que si podré hacerlo? -Hickey lanzó una carcajada-. ¿Tiene el diablo aspecto de mujer pelirroja?

47

Domingo 4 de febrero. Tarde


A Tonneman siempre le habían gustado los domingos; de pequeño, porque se libraba de estudiar. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad solían repicar, anunciando a las distintas congregaciones que había llegado la hora del oficio religioso. Sin embargo, últimamente las campanas sólo se tañían cuando había que reunir a la gente en Broadway para comunicar noticias de la guerra. Era de los pocos médicos que quedaban en Nueva York y, a pesar de que mucha gente se marchaba, cada día llegaban más soldados, muchos de ellos enfermos.

Había estado fuera todo el día visitando pacientes; una pierna rota, una herida grave en la cabeza y, naturalmente, diversos casos de gripe. Había oído rumores de que había una epidemia de viruela en las colonias del sur; si la epidemia llegaba a Nueva York, la enfermedad vencería a los rebeldes con más eficacia que las tropas del rey.

Los soldados que había examinado -la mayoría del campamento Bayard- eran fuertes. No podía decir lo mismo de los pobres desvalidos que vivían cerca de allí, en el Collect. Al rico Richard Willard y su familia les resultaría fácil cobijarse en un santuario durante la guerra, pero a los pobres no, dado que no tenían ni medios ni refugios posibles.

Seis personas del Collect habían fallecido la semana anterior, dos de ellas niños. El frío intenso, la falta de leña y la gripe eran la causa de las muertes. De seguirse ese ritmo, la viruela o los ingleses constituían un mal menor.

Cuando hubo visitado el que creía su último paciente del día, un Tonneman absolutamente exhausto decidió regresar a casa. Había soldados continentales por doquier.

La pierna fracturada que había atendido era la del nieto de Kate Schrader. En agradecimiento, la mujer le había regalado un pollo raquítico que probablemente moriría antes de que Quintin pudiera cortarle la cabeza. Algunos pacientes le habían pagado con huevos, otros con verduras y alguno con monedas.

Tonneman condujo a Chaucer al establo, le dio de comer, pero no le cepilló; luego se apresuró a entrar en la consulta, donde Mariana extraía diminutas astillas del antebrazo de un carpintero. Tonneman se dejó caer en la silla, entregó el pollo a Mariana y se ocupó de la herida del carpintero, John Webb, quien pareció quedarse más tranquilo.

– No es que no me fiara del chico.

Tonneman levantó la mirada y sonrió a su ayudante, que se había sonrojado ante el comentario del carpintero. Mariana se quitó la boina.

– Muchas gracias, doctor. Me temo que no podré pagarle con dinero. ¿Puedo hacerle algún remiendo? -preguntó mientras miraba el pollo con codicia.

– Hay que arreglar la escalera de la entrada -intervino Mariana.

Tonneman le quitó el pollo de las manos y se lo tendió a Webb.

– Lleva el pollo y la comida de ahí a la cocina. -Señaló con el dedo-. Por ahí. Pregunta a Quintin qué hay que arreglar.

El pollo empezó a chillar, y Webb le retorció el cuello.

– Lo haré, señor.

Tonneman observó al hombre mientras salía de la consulta, preguntándose si realmente repararía la escalera, u optaría por marcharse con el pollo. Mariana comenzó a limpiar el instrumental.

– Ya lo haré yo -se ofreció Tonneman-. Quiero que regreses a casa antes de que anochezca.

A Tonneman le disgustaba que se fuera a casa sola; la ciudad estaba llena de soldados. Sonrió al pensar que, afortunadamente, nadie la tomaría por una chica.

Ese día Mariana no se negó a que la acompañara a casa como en otras ocasiones.

El carruaje del padre de Tonneman había sido cortado, a fin de conseguir leña para el fuego, de modo que ambos tendrían que montar a Chaucer. El caballo no pareció muy contento al ver la silla.

Primero montó Tonneman, que después ayudó a subir a Mariana. La chica prefirió montar como un hombre.

A Tonneman le sedujo ese gesto. Mariana siempre conseguía sorprenderle. La rodeó con los dos brazos para coger las riendas y experimentó una extraña sensación de felicidad al notar que a ella también se le aceleraba el ritmo del corazón.

Durante el trayecto Tonneman inclinó la cabeza hacia Mariana con objeto de rozarle la mejilla. Mariana se volvió ligeramente, y sus labios tocaron los del hombre.

Los cascos de Chaucer resonaban en las estrechas calles adoquinadas. Tonneman y Mariana cabalgaban ajenos al frío porque a cada uno sólo le importaba el calor del otro. En Maiden Lane reinaba la tranquilidad, salvo por un grupo de soldados borrachos que enseñaban a un par de neoyorquinos igualmente ebrios cómo utilizar un mosquete. Un soldado apuntó a Tonneman con el arma y exclamó:

– Deja que te vea la cara, maldito lealista.

– No soy lealista -afirmó Tonneman sin alterarse-. Soy médico y voy a visitar a un paciente.

– Pase, doctor.

El soldado le saludó, aunque apenas podía tenerse en pie.

Los demás soldados repitieron las palabras de su camarada:

– Pase, doctor, adelante.

Mariana estaba temblando. ¿O era él quien temblaba? Tonneman no estaba seguro. Sabía, de todos modos, que el temblor no se lo habían causado los soldados borrachos.

– Mariana -susurró.

La muchacha volvió la cabeza, y Tonneman le besó en los labios.

Ella se apartó con un gesto brusco.

– Mi casa.

Antes de que el caballo se detuviera, Mariana ya había saltado al suelo con gran agilidad. Recorrió a toda prisa la avenida que conducía a la entrada de la casa de ladrillo.

Tonneman esperó hasta que la joven desapareció de la vista; luego regresó a casa. ¿Estaba loco? ¿Qué sería de ellos?

48

Domingo 4 de febrero. Anochecer


La casa del comerciante David Mendoza estaba en silencio; sólo había una vela encendida. Mariana sabía que su hermano Ben había salido con los Hijos de la Libertad, como cada noche, y que su padre estaría haciendo compañía a su madre; por lo menos eso deseaba con fervor.

Pasó por delante de la sala de estar de puntillas y se dirigió a la escalera.

– ¿Hija?

– Sí, papá.

La voz procedía de la sala de estar, que se hallaba a oscuras.

– Ven aquí conmigo y trae una vela.

Su padre estaba sentado en una butaca de orejas con los pies encima de un taburete bajo. Los retiró y dijo:

– Siéntate aquí, hija.

Mariana colocó la vela en la mesita al lado de la butaca y tomó asiento en el taburete. Adoraba a su padre, un hombre atractivo de quien se sentía orgullosa. David Mendoza jamás había comprendido el deseo de su hija de ser médico ni aceptado que los tiempos estaban cambiando.

Le acarició el rostro.

– Hija, ¿qué va a ser de ti?

A Mariana se le llenaron los ojos de lágrimas al verle tan triste.

– Papá, todo saldrá bien; ya verás.

– Llevas las ropas de tu hermano, trabajas en la consulta de un hombre a quien no conocemos.

– Yo sí le conozco, papá. Es un hombre muy bueno. Me necesita.

– Ya -dijo David Mendoza con la voz entrecortada. Se inclinó y tomó la cara de su hija con las manos-. ¿Y tú qué sientes por él, hija?

A Mariana le dio un vuelco el corazón. Su padre le repitió la pregunta:

– Papá, yo… yo…

– ¿Le amas, hija?

– Papá…

– Si le amas, hija, no me interpondré en tu camino.

De repente, y sin saber por qué, Mariana reconoció:

– Es verdad, papá, le amo. Amo a John Tonneman con todas mis fuerzas.

49

Domingo 4 de febrero. Anochecer


Tonneman cenó en cuanto regresó a casa. Quintin le anunció que John Webb, el carpintero, había arreglado la escalera de la entrada principal.

Después de cenar se sentó en su estudio, sin lograr apartar a Mariana de sus pensamientos. Era distinta a todas las mujeres que había conocido. Estaba convencido de que, de haber nacido hombre, habría sido médico. Mariana era dulce, valiente y segura de sí misma. En los casi cuatro meses que la conocía, su belleza había aumentado día a día, a pesar de las ropas masculinas que lucía. Tonneman no acertaba a comprender por qué en un principio no se había dado cuenta de su verdadera condición; de hecho, Jamie se había percatado enseguida de que era una mujer.

No lo tendrían fácil. Los judíos sólo se casaban con gente de su misma religión.

Consultó el reloj. Eran casi las siete. Dejó el reloj en el escritorio, bebió la copa de oporto y tapó con corcho la botella. Había estado de suerte; un paciente tory le había regalado la botella en agradecimiento por haberle aliviado los dolores reumáticos. Cogió la vela y entró en la consulta.

Un hombre rechoncho con peluca blanca se quitó el tricornio y entró en la consulta.

– ¿Señor?

Llevaba un abrigo azul del mejor macué; la chaqueta de terciopelo verde y los calzones a juego también parecían valer mucho dinero. La cara del hombre le resultó familiar. Ben se parecería a ese hombre de mayor, y posiblemente los hijos de Mariana también.

– Soy David Mendoza -anunció el hombre cerrando la puerta.

– ¿Está usted enfermo, señor? -preguntó Tonneman alarmado. Se preguntó si los problemas que había vaticinado empezaban a plantearse ya.

– No, señor, no estoy enfermo -respondió mientras curioseaba alrededor.

– ¿Se trata de su esposa? Ahora mismo cojo la bolsa.

– Mi esposa está mejor que nunca, señor.

– ¿Entonces? -Tonneman guardó silencio. Mendoza lo miraba fijamente, pero no parecía furioso-. ¿Le apetece un poco de oporto?

– Sí -contestó, desprendiéndose de la bufanda de lana verde.

– ¿Le importa acompañarme a la cocina?

Mendoza lo siguió hasta el estudio. Una vez allí, dijo:

– Prefiero quedarme aquí.

Comenzó a mirar los libros de medicina de las estanterías.

Tonneman abrió el armario para coger un par de copas y comprobó, con gran satisfacción, que todas relucían. Molly desempeñaba su nuevo trabajo con gran empeño. Ella y Quintin se ocupaban de la casa casi tan bien como Gretel.

No pasaba día sin que se acordara de la mujer que le había criado, y sin que llorara su muerte violenta.

Tomó las copas y regresó al estudio. Mendoza leía el libro Sentido común. El mercader dejó el tratado en el escritorio de Tonneman.

– Por favor, señor -dijo Tonneman, señalando la silla delante del escritorio-, siéntese. -Mendoza tomó asiento y observó, quizá divertido, cómo su anfitrión llenaba las copas. Tonneman se sentó detrás del escritorio y levantó la copa-. Por la libertad, señor Mendoza.

– Por la libertad, señor Tonneman, y por la vida. -Mendoza apuró el vino de un trago y dejó la copa sobre la mesa-. ¿Se ha enterado de la noticia?

Tonneman se rascó la cabeza.

– ¿Se refiere al barco de guerra inglés que hay en el estrecho?

– Sí. El rey de Inglaterra parece dispuesto a entrar en nuestros hogares.

– Eso parece.

– «El más pobre de los hombres tiene que desafiar, desde su hogar, a la Corona. Por frágil que sea (aunque el tejado esté a punto de venirse abajo, entre el viento y la lluvia), el rey de Inglaterra no podrá entrar; por poderoso que sea, no osará traspasar el umbral de ese hogar que se derrumba.» Cito las palabras de William Pitt en el parlamento hace doce años. ¿No le asustan los barcos de guerra que hay en el estrecho?

Tonneman esbozó una sonrisa.

– No soy tan valiente como para no temerles. Estoy agotado; he estado trabajando desde primera hora de la mañana.

– Mi hija afirma que es usted muy valiente.

Tonneman tenía la cabeza completamente despejada.

– ¿Le ha hablado Mariana de mí?

– Todo a su debido tiempo, joven. El barco inglés de que hablábamos se llama Mercurio. Ha traído a sir Henry Clinton desde Boston con trescientos soldados a su mando.

– ¿Cómo sabe todo esto?

– Mis amigos tories disfrutan asustándome con esa clase de información. La única esperanza que nos quedaba era que el hielo detuviera a Clinton, pero no ha sido así. Está a punto de llegar. Más de los nuestros abandonan la ciudad. El hielo no ha detenido a sir Henry, pero el frío y la nieve que cubre los caminos nos traerán más de una desgracia.

Tonneman no estaba seguro de si con «los nuestros» Mendoza se refería a los judíos o los patriotas.

– También tengo buenas noticias. El general Charles Lee ha llegado a Nueva York para salvarnos. Le envía el general Washington para que supervise la construcción de nuestras defensas.

– Gracias por haberse guardado las buenas noticias para el final.

– Por desgracia, el general Lee no llegó al frente de los voluntarios de Connecticut, sino en litera. Aun así, entiendo que es un buen general y que nos ayudará.

– Creo que son demasiadas noticias para un solo día. Debería publicarlas en un periódico, señor. Estoy en deuda con usted.

– No, doctor Tonneman, yo sí estoy en deuda con usted.

– ¿Señor?

– Mi agradecimiento llega con dos meses de retraso. Mi hijo, Benjamín, me ha comentado que usted le salvó la vida.

– Tuve un ayudante muy capaz -explicó Tonneman con prudencia.

Mendoza miró al doctor directamente a los ojos.

– He venido para hablar sobre mi hija, señor.

Tonneman enmudeció. De repente tuvo la sensación de que hacía mucho calor en el estudio.

– ¿De su hija, señor?

– Aún es mi hija, señor, a pesar de su peculiar comportamiento, de su afición a vestir ropas masculinas y de su estrecha relación primero con su padre y ahora con usted. Además, es la única que tengo. Su madre y yo estamos preocupados por su futuro. -Se llevó la copa a los labios y, al percatarse de que estaba vacía, volvió a dejarla en la mesa, algo incómodo.

Tonneman le sirvió más oporto. Él también se sentía incómodo.

Mendoza sorbió un poco de vino y luego se enjugó los labios con el dedo.

– Soy un hombre con recursos, señor, y cuando esta guerra haya terminado y los ingleses se hayan marchado, podré entregar a mi hija una provechosa dote.

Tonneman se levantó de la silla y se inclinó hacia Mendoza, apoyando las palmas sobre el escritorio.

– Me casaría con ella aunque no tuviese dote, señor. -Se sentó bruscamente, atónito por lo que acababa de declarar-. ¿Desea ella casarse conmigo?

Mendoza sonrió.

– Es una buena chica, pero muy independiente. Me temo que no sería una buena esposa…

– Pero ¿quiere ella casarse conmigo?

– Sí, señor. -Mendoza se puso en pie y tendió la mano-. El próximo mes cumplirá quince años, la misma edad que tenía su madre cuando se casó.

Tonneman quedó sin habla. Se levantó y estrechó la mano de su visitante.

– Ya sabrá, supongo, que no soy judío.

Mendoza se envolvió con la bufanda y se caló el tricornio.

– Vivimos en una época especial y todos nosotros debemos confiar en los hombres buenos.

Tonneman acompañó a Mendoza hasta la puerta de la consulta. Éste abrió la puerta y se volvió hacia el doctor; los ojos le brillaban.

– Para ti y para los tuyos, no eres judío, pero para mí sí lo eres.

– ¿Señor?

Mendoza salió. Examinó atentamente el color del cabello y la tez de su futuro yerno.

– Ve a buscar los huesos de tu antepasado holandés Pieter Tonneman y su esposa; no los encontrarás en el cementerio cristiano -sentenció con infinito placer.

50

Miércoles 14 de febrero. Justo antes de medianoche


Hacía un frío terrible. Hickey salió de la cervecería Benson y partió en dirección al Collect, silbando Yankee Doodle y pensando que no tardaría mucho en calentarse.

Había sido un día completo. El alcalde de Nueva York había anunciado que estaba cansado de su cargo y que deseaba marcharse de la ciudad. ¿Quién era el nuevo alcalde? Hickey reprimió las ganas de reír. El nuevo alcalde era su patrón, el Gordo; el concejal David Matthews, por la gracia de Su Majestad el rey, y con la bendición del gobernador Tryon. «Que os den por el saco, patriotas.»

De hecho, habían sido quince días completos. Primero, sir Henry Clinton había atracado su barco, el Mercurio, en el estrecho; después el general Charles Lee había llegado a la ciudad y un millar de rebeldes habían atacado el fuerte para llevarse el cañón y las municiones. Hickey los había observado desde Bowling Green. Durante todo el día, hombres y niños de todas las edades habían cargado carros y transportado armas hasta el Common.

En la bahía, el capitán del Fénix, el barco de Su Majestad, tuvo noticias del ataque, pero no bombardeó las fuerzas rebeldes. Hickey esbozó una sonrisa burlona. ¿Es que el capitán había temido herir tanto al amigo como al enemigo? Ay, si lo supieran los rebeldes.

Mientras tanto, Tryon, el cobarde, continuaba sentado en el Duquesa de Gordon, dictando órdenes que eran obedecidas por todos los hombres de Su Majestad. Estaban todos chiflados. El general Lee les exigió que no obedecieran más al gobernador, pero Olivier de Lancey y otros miembros del Consejo protestaron. Seguían aferrados a la Corona. Hickey escupió en el suelo helado. No se diferenciaban mucho de él; cualquiera se vendía al mejor postor.

Inmediatamente después de ser nombrado nuevo alcalde, el Gordo le había enviado un mensaje: había que cambiar de planes. Hickey tendría que estar preparado para partir en cualquier momento, incluso si ese bastardo de Washington no se dignaba a regresar a Nueva York.

Por esa razón, pensó Hickey entre maldiciones, se hallaba él ahí, helándose en medio de la noche. Había pensado en asaltar el polvorín, pero había demasiada vigilancia. Poco le importó. El Señor -o el diablo- ya le había abastecido.

Siguió su camino hacia el norte; llevaba una bolsa muy pesada colgada en la espalda. De vez en cuando se detenía para mirar alrededor y escuchar. Oyó unas voces roncas que cantaban procedentes del campamento Bayard. Se paró y silbó. Si había algún guardia, probablemente estaba borracho o dormido. Hickey esbozó una sonrisa; conocía de sobra las debilidades masculinas. Aun así, procedió con cautela, por temor a encontrarse con el sereno.

Echó a andar por el pantanal helado. Excepto el negro con quien se había cruzado por el camino, la zona estaba desierta. Anduvo con mucha precaución puesto que no llevaba linterna, aunque por fortuna le alumbraba la luna. Además, había estado allí tantas veces últimamente que se conocía el camino de memoria.

La hoguera junto al yacimiento de brea estaba encendida, tal y como había supuesto. Proporcionaba suficiente luz para el trabajo que debía realizar y era perfecta para lo que tenía en mente. Abrió la bolsa.

La nueva pólvora que había fabricado estaba aún por probar. Aunque se hallaba cerca del campamento, ésos eran el mejor lugar y el momento idóneo para hacerlo. Si bien sabía que su bomba funcionaría, le faltaba práctica. Se dijo que esa clase de cosas no se olvidaban tan fácilmente, como echar un polvo. Sonrió y empezó a silbar Yankee Doodle.

De repente oyó un ruido y se quedó inmóvil.

51

Jueves 15 de febrero. Inmediatamente después de la medianoche


Un ruido sordo despertó a Goldsmith. Se había acostumbrado a dormir abajo, junto a la chimenea, para mantenerse alejado de su esposa y sus continuos reproches. La chimenea no le servía de mucho, puesto que estaba apagada. En realidad, esa noche había decidido dormir en la cama, pero Deborah le había echado alegando que se movía demasiado. No le importó, pues necesitaba estar solo para reflexionar. Además, Gretel no le permitía conciliar el sueño.

Quería cortar algunos árboles al día siguiente con la intención de proveerse de leña y cansarse lo suficiente para dormir por la noche. La pérdida de su empleo, de que tanto se había enorgullecido, estaba matándole. No sólo estaba preocupado porque no podía alimentar a su familia -algo terrible, como sabía el Señor-, sino porque sin trabajo, un hombre no era un hombre entero.

Volvió a oír el ruido. ¿Quién podía ser a esas horas? «¡Oh, Dios, los ingleses!» Agarrando el mosquete, se dirigió hacia la puerta.

– ¿Quién es?

– Quintin.

Goldsmith abrió. La luz de la lámpara de Quintin le deslumbró.

– ¿Qué ocurre?

– He vuelto a ver a ese hombre.

– ¿Qué…? ¿El soldado?

– Sí, señor.

– ¿Dónde?

– En el Collect.

Goldsmith buscó frenéticamente las botas.

– Espera -indicó mientras entregaba el mosquetón a Quintin y subía arriba.

– Daniel, ¿qué ocurre? ¿Los ingleses?

– Duerme.

Encontró las botas debajo de la cama y se las calzó.

Deborah, con aspecto fantasmal, estaba sentada en la cama, cubierta con una manta y luciendo un gorro de dormir blanco.

– Vas a visitar a esa mujer. Lo sé todo. Louise Bauer me contó que te vio rondar por la «tierra sagrada». No quise creerla, pero ahora comprendo que tenía razón.

– Tranquila, mujer -dijo Goldsmith al tiempo que abría la puerta del dormitorio.

– ¿Cómo osas hablarme así? ¡Madre!

La siempre honrada Esther salió de su habitación con una vela y se interpuso en el camino de su yerno.

– ¿Estás haciendo daño a mi hija?

Goldsmith clavó la vista en el techo y preguntó desesperado:

– ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

52

Jueves 15 de febrero. Pasada la medianoche


Sin moverse ni respirar, Hickey trató de distinguir algo en la oscuridad. Transcurrieron unos minutos sin que el ruido se repitiera. Se encaminó hacia la cabaña y entró. Estaba vacía. Regresó junto a la hoguera.

Hickey comenzó a cavar un hoyo. Gracias al calor de la hoguera, la tierra no estaba helada. No hacía falta que el hoyo fuera muy hondo o ancho; sólo lo bastante grande para albergar un cartucho que posteriormente llenaría de pólvora y cuya mecha -rociada con salitre y alcohol- encendería con una cerilla.

Cavó un canal desde la hoguera hasta el hoyo y se apresuró a taparlo con un ladrillo. Sacó una botella de licor de melocotón del abrigo y contempló su obra. Lamentaba que su experimento tuviera que ser tan insignificante. Le habría encantado hacer volar por los aires el polvorín o, mejor aún, esa maldita bandera de la libertad que ondeaba en el Common.

Se convenció de que no estaba nada mal empezar por ahí. Saboreó el licor. Realizaba ese trabajo porque le divertía. Le agradaba la idea de probar esa pólvora tan cerca del campamento Bayard, a menos de un palmo del ejército rebelde.

Silbando su melodía preferida, Hickey introdujo el cartucho en el hoyo y reemplazó el ladrillo por una cuña de madera y brea. El fuego, finalmente, consumiría la cuña. Cuando eso sucediera, la llama recorrería el canal hasta la mecha, la cual se encendería y…

– ¡Pum! -susurró Hickey-. ¡Pum!

53

Jueves 15 de febrero. Pasada la medianoche


Goldsmith bajó por las escaleras a toda prisa.

Cogió el sombrero que colgaba de una percha al lado de la puerta, se lo caló y, de paso, agarró un bastón que había pertenecido a su padre.

Recorrieron presurosos King Street.

– ¿Cuándo lo has visto?

– Hace más o menos treinta minutos.

– Y has esperado tanto…

– Estaba ayudando a la señora Fraunces. Lleva comida a la gente del Collect. El nieto de Kate Schrader estaba enfermo, de modo que me mandó avisar al doctor Tonneman. Entonces vi al soldado. Bueno, lo vi de espaldas. Iba en dirección a las cabañas de brea. Pero tenía que avisar al doctor antes de contarle a usted lo que vi.

En William Street doblaron a la derecha. Goldsmith se había quedado sin aliento. Su mente corría más que sus pies. Por fin atraparía al hombre que había asesinado a Gretel; sólo entonces el alma de la alemana descansaría en paz y él dormiría plácidamente. Eso, por supuesto, si el tipo era el asesino de Gretel, o si en verdad era un asesino. Por el momento, se trataba del hombre que Quintin había visto esa noche.

Cuando llegaron a Frankfort Street, Goldsmith jadeaba y, a pesar del frío, estaba empapado en sudor. Se detuvo para tomar aliento; sólo pensaba en capturar a ese hombre.

Quintin esperó paciente.

– ¿Dónde?

– Al otro lado -señaló el africano con la linterna-. Ya se lo he dicho; iba en dirección a las cabañas de brea.

Reanudaron la marcha. Reinaba un silencio absoluto. No se oía nada… excepto a alguien silbar Yankee Doodle.

Al aproximarse vieron que un hombre corría en dirección este, hacia Bayard Street y el campamento. Delante de ellos, en el suelo, distinguieron el parpadeo de una luz. El aullido de un perro rompió el silencio de la noche.

La tierra estalló por los aires. Goldsmith vio un sinfín de luces ante sus ojos. «Bombas. La guerra ha empezado. Debo regresar a casa. Los niños. Molly.» La linterna de Quintin salió disparada. «Casa. Los niños. Dormir.» ¿Estaba muriendo? ¿Estaba muerto?

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