VERANO

61

Viernes 21 de junio. Noche.

Sábado 22 de junio, a las dos de la madrugada


A primera hora de la noche, David Matthews el Gordo, alcalde de la ciudad de Nueva York, cenó bacalao frito y patatas en la taberna Serjeant en compañía de Ludwig Koppers y Philip Rattigan, dos mercaderes que en principio simpatizaban con la causa patriota, aunque sólo cuando los poderes rebeldes les escuchaban.

Tampoco podía decirse que fueran lealistas. Koppers y Rattigan sólo eran leales a sus monederos. Esas dos sabandijas empezaban a labrar el terreno de la Corona; una vez eliminado el obstáculo que suponía George Washington, tendrían el camino libre.

Matthews celebraba algo muy especial. Naturalmente, habría preferido cenar cordero asado regado con vino francés, pero se conformó pensando que muy pronto podría volver a disfrutar de esos placeres. El alcalde se había puesto el traje nuevo que el gobernador Tryon le había comprado en Londres. Lucía una chaqueta de terciopelo color albaricoque a juego con los calzones, chaleco negro y medias blancas. Los puños de la camisa y el cuello estaban adornados con delicado encaje de Bélgica. El tricornio era negro, guarnecido con una cinta dorada. Además, se había comprado un nuevo bastón, cuyo puño era un león esculpido en mármol, sobre el cual podía descansar la mano cómodamente.

Había bebido más coñac de la cuenta y tenía ciertas dificultades en no irse de la lengua. Peor aún, parecía que estaban martilleándole la cabeza.

En la taberna hacía un calor asfixiante. De hecho, la temperatura había subido por encima de lo normal. Con ese calor, la ciudad sólo era apta para la chusma. Matthews se dijo que el próximo año pasaría el verano en un estado al norte del río. Sacó un pañuelo de encaje de la manga para enjugarse la frente. Maldita sea; su magnífica chaqueta color albaricoque estaba manchada de carmesí.

Hickey le preocupaba. Una sola palabra del irlandés, y todo se vendría abajo. Matthews se había planteado matar al irlandés -de hecho, seguía considerando esa posibilidad-, incluso después de que éste le hubiera asegurado el día anterior que todo estaba en orden y que el plan se llevaría a cabo según lo acordado. El alcalde debía limitarse a sacarle de la cárcel y, cuando el general hubiese muerto, del país, lo que no resultaría demasiado complicado teniendo en cuenta el caos que desencadenaría el asesinato. Hickey estaba furioso por haber sido el primero en distribuir el dinero falsificado. Le había exigido que le cambiara todos los billetes falsos.

Así pues, Matthews había arreglado todo para sacar al irlandés de la cárcel. Había contratado a dos negros para que liquidaran a los guardias. Le costaba menos contratarlos para eso que para matar a Hickey. Además, le necesitaba. De momento.

Matthews deseó buenas noches a los dos viles mercaderes y partió en dirección a la casa de huéspedes de la señora Laderman, donde había alquilado un amplio dormitorio amueblado y una sala de estar en el segundo piso.

Una vez en el dormitorio, arrojó la espléndida chaqueta al suelo y tomó un último trago de coñac. Le dolía la dentadura. Se tumbó en la cama. La habitación empezó a darle vueltas; comenzó a sudar. Finalmente se durmió.

Despertó alarmado al percibir el resplandor de una linterna y el peso de una pistola en el estómago.

– Apaga eso. Me pone enfermo.

– Te pondrás más que enfermo, maldito bastardo tory.

– ¿Qué ocurre? -Matthews distinguió al menos seis o siete figuras en la oscuridad-. ¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois? -balbuceó. Los rebeldes se proponían emplumarle. Era intolerable. Él era el alcalde de Nueva York. Se puso en pie. Le cayó la peluca, dejando al descubierto su calva. La recogió, puesto que sin ella se sentía desnudo-. ¿Qué significa todo esto? Maldita sea, soy el alcalde.

– Ya no -replicó un hombre cuyo aliento olía a cebolla y cerveza.

Mareado, Matthews se tambaleó hasta que se asió al pilar de la cama. Entonces se percató de que el que había comido cebolla lucía el uniforme de capitán del ejército continental. Detrás de él había otro oficial, un sargento y cuatro soldados armados. Uno de éstos sostenía la linterna en alto.

El segundo oficial avanzó unos pasos blandiendo un pergamino. El soldado de la linterna lo siguió y enfocó el documento. El oficial, sudoroso, anunció:

– David Matthews, te arrestamos en nombre del comité de seguridad. Tal y como requiere la ley, te leeré la orden: «David Matthews, alcalde de Nueva York, está acusado de traición y conspiración contra los derechos y las libertades de América; acusado de conspirar junto con el gobernador Tryon y otros contra la vida del general Washington, secuestrar a otros oficiales, volar el polvorín del fuerte George, destruir los cañones de Nueva York y Kingsbridge, el puente de Kingsbridge e incendiar Nueva York como avanzadilla del ataque británico. Por todo esto el congreso de esta colonia resuelve que capturéis y custodiéis a David Matthews hasta nueva orden.»

Matthews se incorporó en la cama y buscó a tientas la peluca. Le habían traicionado. Seguro que había sido Hickey.

El sargento se inclinó hacia él.

– ¿Quieres añadir algo, traidor?

«Ojalá Hickey se pudra en los infiernos.»

– ¿Traidor? Vosotros sois los traidores.

A Matthews le pareció haber alzado mucho la voz, pero en verdad apenas si había susurrado esas palabras. Sudando, se puso la peluca.

El sargento se la quitó.

– Sargento -llamó el segundo oficial.

Matthews, con las manos temblorosas, volvió a colocarse la peluca.

– Pagaréis por vuestra traición cuando el general Howe restaure el orden en Nueva York, lo que no tardará en suceder.

– Eso no nos preocupa lo más mínimo -repuso el capitán sonriendo. Recogió la chaqueta color albaricoque del suelo y se la arrojó al alcalde.

Los tres esperaron silenciosos a que el alcalde se pusiera la chaqueta y el tricornio.

– Al demonio vosotros y vuestra causa -espetó Matthews.

– Por desgracia no vivirás para ser testigo de nuestra victoria.

Matthews guardó silencio. Todavía le quedaba una posibilidad remota si Hickey había conseguido escapar, a menos, claro, que ese bastardo fuera el traidor. Si Hickey estaba libre, el juego aún no había terminado.

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Miércoles 26 de junio


Hickey comenzaba a hartarse. Al principio lo había encontrado divertido, puesto que además estaba seguro de que Matthews, con su influencia, le sacaría de la cárcel. Entonces Matthews -quizá- y Tryon, sentados cómodamente en el maldito barco de Su maldita Majestad el rey, le habían dado de nuevo esos billetes continentales. Uno no podía fiarse de nadie. Pero Hickey tenía planes.

Escupió en un recipiente que había en el suelo. Le falló la puntería. Hacía un calor de mil demonios y necesitaba una cerveza. Durante todo el día esos gilipollas del comité de seguridad no habían dejado de entrar y salir de su celda, muy gallitos ellos, como si hubiesen hecho algo especial.

La situación había cambiado. Se habían terminado las palabras amables de los soldados de la milicia sobre ese asunto de la falsificación. Ahora el ejército continental le acusaba de sublevación y conspiración.

Que si David Matthews dice esto, que si Elizabeth Fraunces lo otro, que si David Bushnell aquello y Quintin Brock otra cosa distinta a los demás. ¿Quién demonios era Quintin Brock? Tenía que ser el negro que trabajaba en la cocina de la taberna Fraunces. Otros dos negros, Paul Swan y David Millers, le habían explicado que Matthews les había pagado para que le ayudaran a escapar.

De ser eso cierto, Matthews era más tonto de lo que sospechaba. Como todo el mundo sabía, uno no puede fiarse de un negro; si tocaban a uno, venían dos a matarte. Hickey dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas.

El comité, enterado de que Hickey había intentado envenenar al general Washington el martes día 7 de mayo, quería que confesase si había sido David Matthews quien se lo había ordenado. Hickey no se había dejado impresionar ni por las cosas que sabían ni por las amenazas. Todos eran unos torpes desgraciados. Si eran tan listos, ¿por qué habían tardado tanto en atraparle? Más de un mes. Habían incordiado más a ese negro de Quintin que a él; simplemente se habían limitado a preguntarle ese día si había visto a alguien sospechoso en la cocina.

No señor, no se había dejado impresionar por el comité. Mierda, si no le hubieran arrestado por falsificación, no se hallaría en esa maldita celda. Si David Matthews le había traicionado, lo pagaría muy caro. Le estrangularía con sus propias manos y lo mandaría al infierno. Con esa idea en la cabeza, Hickey se tendió en el suelo y se quedó dormido.

Aproximadamente dos horas después le despertaron para conducirle a una habitación donde cuatro oficiales de mierda comenzaron a interrogarle de modo atropellado hasta que el que estaba sentado detrás del escritorio inquirió:

– ¿Quiénes son tus compinches?

Hickey escupió. Los demás le importaban un comino, y Matthews el que menos, pero tenía claro que no era un chivato. Se convenció de que saldría del atolladero como fuera; una vez libre, tendría tiempo de sobra para ocuparse de Matthews.

El del escritorio se levantó y dijo:

– Se te acusa de sublevación y conspiración. ¿Qué tienes que decir a esto?

– Digo que me gustaría tomar una cerveza.

Después de unas preguntas más, que Hickey ignoró, el del escritorio volvió a ponerse en pie.

– Thomas Hickey, se te acusa de sublevación y conspiración. Debes saber que el 28 de junio próximo te colgaremos del cuello hasta que estés muerto, muerto, muerto.

– Podéis ir al infierno, infierno, infierno -espetó Hickey.

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Jueves 27 de junio. Mediodía


Karl Gunderson estaba tendido en su propio tajo de carnicero como si fuera un trozo de carne de ternera.

Alrededor de él, profiriendo gritos y plegarias, se hallaba su tercera esposa, Inga, los hijos e hijas de sus tres matrimonios, sus respectivas parejas y una docena de niños. También se habían congregado en torno al carnicero los clientes habituales y aquellos que habían acudido atraídos por el morbo.

Gunderson no estaba muerto, pero agonizaba. Dada su complexión delgada, tendido ahí semejaba un esqueleto con piel.

Los familiares, temerosos de que cualquier movimiento pudiera precipitar su muerte, no osaban trasladarlo a su casa, contigua a la tienda.

Después de abrirse paso entre los clientes y curiosos, Tonneman descubrió ese caos. Le había avisado el nieto de Gunderson, Seth, un chico de unos doce años, de complexión delgada, como todos los Gunderson.

– Dejen pasar al médico -exclamó una mujer.

La cortina humana se descorrió. Inga Gunderson obligó a parientes, clientes y demás a salir a la calle.

El aire en el interior de la tienda era fétido debido al hedor a res desollada. El carnicero sostenía en la mano derecha una pata de cordero. Una cuchilla de carnicero yacía en la base del tajo, del que colgaban ordenadamente cuchillos y cuchillas de todos los tamaños.

Tonneman se inclinó sobre su paciente para tratar de reanimarle. Le salía sangre por la nariz, respiraba con dificultad y tenía la cara morada y los ojos cerrados. De repente pareció que le faltaba aire. Tonneman le levantó los párpados. Tenía las pupilas dilatadas; la del ojo izquierdo más que la del derecho. El hombre se estaba muriendo. Tonneman había visto casos como ése con harta frecuencia. Se trataba de un ataque de apoplejía.

– Traed una almohada y mantas -ordenó el doctor mientras limpiaba la sangre con un pañuelo limpio y le quitaba la res muerta de la mano.

– Voy -dijo el joven Seth echando a correr.

Tonneman tendió la res muerta a la esposa del carnicero. Descubrió que Gunderson tenía el brazo paralizado y el pulso muy débil.

Tonneman ya conocía a Inga Gunderson. La había visitado en diversas ocasiones, pues había sido una víctima más de la gripe. En la última visita le había abierto tres furúnculos y arrancado tres muelas cariadas. Tenía veinticinco años, y de las tres criaturas que había parido sólo una había sobrevivido; ese hijo, no obstante, era muy enfermizo. Condujo a la mujer a un rincón y le dijo:

– Señora Gunderson, sólo cabe dejar que la naturaleza siga su curso.

Gunderson respiraba con dificultad; tenía los labios torcidos. Los tres hijos y las dos hijas del enfermo entraron en la tienda y, junto con la futura viuda, rodearon al moribundo.

Seth regresó con la almohada y las mantas. Una hija, Emily, delgada como su madre, colocó la almohada con suavidad bajo la cabeza de su padre. Éste comenzó a expulsar espuma por la boca. Emily se la enjugó con un pañuelo.

– El delantal -susurró a su madrastra.

Inga Gunderson asintió con la cabeza, y las dos mujeres quitaron al carnicero el delantal de piel verde con mucho cuidado y se lo tendieron al hijo mayor de Gunderson, el heredero, Albert Gunderson.

De repente el moribundo prorrumpió en gritos apagados; la familia echó a llorar. Tonneman sabía que era cuestión de minutos. Le tomó el pulso; latía muy débilmente. Segundos después, Gunderson murió. Había terminado el sufrimiento. Tonneman le cerró los ojos y le cruzó las manos sobre el estómago.

No había nada más que hacer. Había sabido desde el principio que no podría ayudar a ese hombre. Se alejó del cadáver, y las mujeres ocuparon su lugar con el fin de preparar al muerto para el entierro.

Albert Gunderson acompañó a Tonneman hasta donde había atado a Chaucer. Observó cómo guardaba la bolsa en la alforja. Los curiosos permanecían ante la puerta, murmurando. Hacía mucho calor.

– Gracias, doctor.

El joven carnicero, que se había puesto el delantal de piel verde, se frotó el estómago tal y como Tonneman había visto hacer a su padre.

El doctor tendió el brazo impulsivamente para tocar el delantal. ¿Por qué no se había acordado antes? Era igual que el delantal con que estaba cubierto el cuerpo de la mujer cuya cabeza Gretel había encontrado en el pozo.

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Jueves 27 de junio. Desde la tarde hasta el anochecer


– Albert, ¿dónde estabas la noche del sábado 25 de noviembre del año pasado? -preguntó Tonneman con urgencia.

Se le había ocurrido que si uno de los Gunderson era el asesino, le habría resultado muy fácil cometer el crimen, pues no habría tenido que justificar de dónde procedía la sangre. Sin embargo, ni Albert ni sus hermanos y cuñados respondían a la descripción del soldado de tez morena que había sido visto en la zona donde se hallaron los cadáveres.

El carnicero arrugó la frente.

– Si no recuerdo lo que sucedió la semana pasada, aún menos me acordaré de lo ocurrido el año pasado.

– Trata de recordar. Inténtalo. Es una cuestión de vida o muerte. ¿Eres un Hijo de la Libertad?

Aunque algo perplejo, el carnicero respondió con orgullo:

– Sí.

– Por tanto, estuviste en St. Paul's esa noche. ¿Lo recuerdas? Fracasó la misión del azufre.

Albert negó con la cabeza al recordarlo.

– No; no acudí. Estuve toda la semana en Long Island para comprar carne de venado. Llegué a casa el sábado por la noche. Me perdí la liturgia. Mi mujer se enfadó mucho conmigo.

Tonneman caviló unos instantes.

– ¿Tu padre era el único carnicero que llevaba delantal verde?

– Sólo el maestro carnicero Gunderson lleva el delantal verde. Esta tradición se remonta al padre de mi abuelo. -Albert se frotó la nariz-. ¿Por qué lo pregunta? -inquirió con cierta impaciencia.

Tonneman fingió no reparar en ella, pues estaba decidido a averiguar la verdad.

– ¿Cuántos delantales hay?

– Sólo tres. Cuando regresé de Long Island, faltaba uno. Con tantos soldados en la ciudad, no es de extrañar que desaparezcan las cosas.

– Albert, esto es muy importante. Necesito hablar con todos los hombres de la familia mayores de quince años.

– ¿Por qué? -El carnicero sudaba. De repente acudió a su mente una idea que le aterrorizó-. ¿Es que mi padre padecía la peste?

– Por el amor de Dios, nada de eso; tranquilo.

– Oh, Dios, todos moriremos.

– Por favor, Albert.

– La carne. La carne está infectada. ¿Tendré que tirar toda la carne? Estamos arruinados.

– Albert, por favor, cálmate. Necesito que Seth vaya a buscar a una persona y un sitio donde pueda hablar con tu familia, además de papel, pluma y tinta. ¿Puedes hacerme este favor?

– Sí, a cambio de que no cuente a nadie que nuestra carne está infectada. Prométalo.

– Prometo que seré discreto -concedió Tonneman, algo avergonzado por aprovecharse del temor del joven.

Envió a Seth en busca de Goldsmith, quien con toda probabilidad estaría charlando con Molly en la cocina de Rutgers Hill. A continuación procedió a interrogar a los varones del clan Gunderson, quienes, obedientemente, se sentaron en fila en el comedor de la casa. Todos estaban ansiosos por ahuyentar el fantasma de la enfermedad que podría obligarles a cerrar la tienda que les daba de comer.

Goldsmith llegó jadeando. Tonneman se limitó a señalarle el delantal verde de Albert.

– Es el mismo…

Tonneman esbozó una sonrisa.

– Eres un tipo muy listo, alguacil. Veamos si puedes atrapar al asesino.

Goldsmith se encogió de hombros. Los meses que había estado sin trabajo le habían afectado el bolsillo y el orgullo. Encontró la situación poco divertida; últimamente pocas cosas le hacían gracia.

Tonneman le dio unas palmaditas en el brazo.

– No te lo tomes así. Tal vez consigas recuperar el empleo. Sigue interrogándoles. Habla también con las mujeres. He de atender a algunos enfermos.

– ¿Crees que uno de los Gunderson es nuestro hombre? -susurró Goldsmith.

– No tengo ni idea.

Tres horas más tarde Tonneman regresó a la casa de los Gunderson y encontró a Goldsmith en el comedor con toda la familia, incluido el muerto, que, amortajado ya, yacía en un ataúd de madera de pino, alrededor del cual se habían dispuesto unas velas que, al consumirse, olían a lavanda.

La escena parecía una combinación de velatorio y merienda. Los hombres y los chicos trataban a Goldsmith con temor reverencial, mientras que las mujeres y las chicas le servían pastelitos. El ex alguacil era, para Tonneman, una caja de sorpresas.

– ¿Qué has conseguido, Daniel? ¿Recuperarás el empleo?

Goldsmith sonrió.

– Poco probable; a menos, claro está, que consiga limpiar mi expediente y atrape a ese bastardo. El delantal desapareció el 25 de noviembre. A la mañana siguiente, Gretel halló la cabeza en el pozo.

Tonneman asintió con la cabeza.

– Por lo menos estamos sobre una buena pista.

– Nunca he dudado de ello. Cinco de los hombres no recuerdan dónde estuvieron esa noche o no pueden demostrarlo. El viejo Gunderson se encontraba con su esposa. -Goldsmith se rascó la nariz-. Lo cierto es que ninguno de ellos está tranquilo.

Albert se acercó a ellos.

– ¿Albert? -llamó Tonneman.

El carnicero llevaba un letrero que rezaba: SE ALQUILA HABITACIÓN.

– ¿Tendremos que estar en cuarentena?

– No, claro que no.

Albert suspiró aliviado.

:-Luego nadie más ha contraído la peste. Le estoy tan agradecido, doctor… Mañana por la mañana enviaré al chico para que le entregue chuletas de cordero.

– Eres muy amable. Me temo que tendremos que… -Tonneman se interrumpió al reparar en el letrero-. ¿Alquiláis una habitación?

Albert miró el letrero que sostenía en la mano como si se sorprendiera de verlo.

– Ya le habrán contado lo del huésped, ¿verdad?

– ¿Huésped? -Goldsmith negó con la cabeza.

– ¿Qué huésped?

– El soldado que se alojaba en la habitación de la trastienda.

Tonneman y Goldsmith se miraron atónitos.

– ¿El soldado? -preguntó Tonneman alzando la voz-. ¿Dónde demonios está?

– No se preocupe, el soldado Thomas Hickey no irá a ninguna parte. Está en la cárcel. ¿Han visto los carteles con el rostro del hombre que ahorcarán por intentar asesinar al general Washington?

Tonneman asintió con la cabeza.

– Sí.

– Pues es Thomas Hickey. Mañana le cuelgan.

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Viernes 28 de junio. Mañana


Molly llamó a su puerta temprano. Ya estaba despierto, oyendo un ruido extraño que semejaba el murmullo de un millón de abejas. Ya se había vestido.

– Doctor John, hay un chico, Reuben, que quiere verlo. Dice que es importante.

Molly vertió agua caliente en la jofaina antes de retirarse.

Tonneman bostezó. Había sido una noche muy larga. Él y Goldsmith habían acudido al ayuntamiento para hablar con el soldado Thomas Hickey, pero los guardias no habían podido, o querido, concederles permiso para entrevistarse con él. En cambio, les habían entregado la octavilla donde se anunciaba que Hickey sería ahorcado el viernes 28 de junio -al día siguiente- en Bowery Lane, por sublevación y conspiración. El tipo había intentado asesinar a George Washington como parte de un complot británico para erradicar la rebelión.

Regresaron a Rutgers Hill pasada la medianoche. El ex alguacil quizá seguía durmiendo en la habitación de Jamie o, lo más probable, ya había bajado a la cocina para desayunar y estar cerca de Molly.

Tonneman se afeitó deprisa y descendió por las escaleras presuroso. Encontró a Goldsmith donde sospechaba; sentado cómodamente en la cocina con una taza de té en la mano, charlando con Reuben, el chico de la cara picada de viruelas que trabajaba en el ayuntamiento. Reuben no dejaba de moverse; parecía una marioneta. Homer, algo molesto por los movimientos del joven, le mordisqueaba las ropas. El muchacho estaba demasiado alterado para percatarse.

– A mí no me lo dirá -dijo Goldsmith a Tonneman-. Mejor que se lo pregunte rápido, antes de que estalle.

– ¿Qué ocurre, muchacho?

Reuben habló atropelladamente:

– No sabía a quién contárselo, señor. Bueno… quiero decir que todavía no se ha nombrado nuevo alcalde, y usted es el juez de paz, ¿no?

– Tranquilo, chico. -Tonneman le sujetó los brazos para que el chico dejara de temblar-. Ahora dime.

– Oh, Dios mío -replicó Reuben, lloroso-. Han encontrado otra cabeza.

– Lo sabía. -Goldsmith se levantó-. ¿De qué color tiene el pelo?

– ¿El pelo, señor?

– De qué color tiene el pelo, maldito seas.

– Rojo, señor.

Tonneman exhaló un suspiro.

– ¿Dónde?

– Detrás de la taberna Serjeant.

– ¿Vamos a echar un vistazo? -preguntó Goldsmith.

Molly lanzó un bufido.

– ¿Qué podrá contar una cabeza muerta? Lo fundamental ahora es hablar con ese Hickey antes de que lo ejecuten.

– Tiene razón -concedió Tonneman-. Vámonos.

– Claro -asintió Goldsmith, dándose una palmada en la pierna-. Siéntate, chico, y Molly te dará algo de comer.

– Mejor que vayamos andando; llegaremos antes -propuso Tonneman.

– ¿Qué ocurre?

Mariana se asomó por la puerta de la cocina.

– Vamos a hablar con Thomas Hickey, el hombre que hoy ahorcan, sobre los asesinatos. Estamos seguros de que fue él quien los cometió. Necesito averiguar por qué asesinó a Gretel. Ella era distinta a las demás. Comunica a mis pacientes que no tardaré.

– Os acompañaré -dijo mirando fijamente a Tonneman.

Éste sonrió.

– Molly, por favor, di tú a los pacientes que no tardaré.

– Sí, doctor John. Por cierto, he encontrado una caja en el ático…

– Ahora no tengo tiempo. Ya me lo contarás luego.

Fuera se oía el rumor de mil voces que hablaban al mismo tiempo. Según parecía, todo el mundo -soldados, ciudadanos, viejos, mujeres y niños- se dirigía a Bowery Lane para presenciar la ejecución de Hickey. Tonneman, Mariana y Goldsmith se dieron la mano para no separarse.

Se confundieron en la multitud; recibieron diversos empujones y codazos. El cielo estaba completamente despejado. Cuanto más se acercaban a Bowery Lane, más difícil resultaba abrirse paso. La gente se apiñaba impaciente para ver la ejecución.

En Bayard Street el tumulto era ensordecedor; carcajadas, gritos de vendedores ambulantes que ofrecían patatas fritas, cerveza… Era todo un acontecimiento, una feria.

Los tres se vieron obligados a soltarse de las manos al aproximarse a Bowery Lane, donde se habían congregado más de veinte mil personas, casi la totalidad de los habitantes de Nueva York. Todo el mundo había acudido para presenciar cómo ahorcaban al traidor de Hickey. Los más pequeños correteaban entre la muchedumbre lanzando gritos y risas. Los perros se unieron a la excitación general con ladridos y gruñidos, mientras dos halcones sobrevolaban la zona.

Los hombres se pasaban botellas de grog, a la espera de que empezara el espectáculo. Hickey sería el primer soldado del ejército americano ejecutado, así como el primer ejecutado de la revolución.

Tonneman y Goldsmith se abrieron paso a empellones para situarse en primera línea. Mariana había quedado rezagada.

Un pelotón de seis hombres conducía a Hickey, vestido con unos calzones grises y una camisa blanca, al cadalso que había sido erigido en Bowery Lane especialmente para él. Los seguía un sacerdote con cierta timidez.

Tonneman había perdido a Goldsmith. La multitud le impedía acercarse más. De pronto vio a su compañero delante, discutiendo con un miliciano.

– ¡Goldsmith! -exclamó-. ¡Habla con Hickey!

El interpelado hizo un gesto con la mano para indicarle que le había oído.

– ¡Hickey! -exclamó Goldsmith.

Algunos espectadores, creyendo que ese grito formaba parte del divertimiento, corearon:

– ¡Hickey, Hickey, Hickey!

Mientras tanto, el verdugo, con el rostro cubierto con una capucha negra, se preparaba para realizar su cometido. Ascendió por la escalera trasera y tensó el extremo inferior de la cuerda; el otro, que colgaba del travesaño de la horca en forma de cruz, estaba anudado. El verdugo bajó por las escaleras y obligó a Hickey a subir al cadalso; le puso la cuerda al cuello.

– ¡Hickey, Hickey! -vociferaba la muchedumbre.

El verdugo tensó el nudo alrededor del cuello del reo. La gente guardó silencio, como si todos hubieran enmudecido a la vez. Los halcones seguían sobrevolando en círculos, cada vez a menos altura.

Una voz voceó:

– Hickey, Hick… -se interrumpió.

El comandante carraspeó.

– Thomas Hickey, se te declara culpable de sublevación y conspiración. Por estos crímenes detestables serás ahorcado. ¿Quieres añadir algo antes de morir?

– Sí -respondió Hickey-. Id con cuidado con las putas.

Los congregados echaron a reír.

Uno de los halcones descendió, como si deseara contemplar mejor a Hickey. Asustado, el sacerdote se quitó las gafas y miró de soslayo al ave, que ya volvía a volar alto. Poniéndose las gafas de nuevo, se dirigió al reo:

– Prepara tu alma para Dios, hijo mío.

– Vete, predicador. ¿Para qué demonios necesito yo un sacerdote? Vete y déjame en paz.

De repente Mariana emergió de entre la multitud y corrió hacia el cadalso.

– ¡Hickey! -exclamó-. ¿Fuiste tú quien cortó la cabeza a esas mujeres?

Hickey echó a reír, mirando fijamente a Mariana.

– Caramba, chico, me extraña que me preguntes eso. Pues sí, yo maté a esas furcias malignas. Las maté a todas y, si se me presentara de nuevo la ocasión, volvería a hacerlo.

La gente lanzó un grito sofocado de asombro.

– ¡Colgadlo, colgadlo! -vociferó alguien.

Mariana se acercó lo máximo que pudo.

– Pero ¿por qué Gretel? -exclamó-. ¿Por qué mataste a Gretel?

Hickey frunció el entrecejo. Alzó la vista hacia los halcones y luego miró a Mariana.

– ¿Cuál de ellas era Gretel?

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Viernes 28 de junio. Noche


Hickey estaba muerto.

Los tres se preguntaron si Hickey había matado a Gretel.

– Claro que fue Hickey -afirmó Mariana-. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho?

Había que zanjar ese tema. Necesitaban zanjarlo. Se avecinaban problemas más importantes que cambiarían sus vidas para siempre.

– Sí -asintió Tonneman-. Hickey mató a Gretel, igual que a las demás; todo ha terminado.

Goldsmith suspiró.

– Confío en que tengan razón.

Así concluyó la búsqueda del asesino de Gretel. Y, lo más importante para Goldsmith, el alma de Gretel descansaba finalmente en paz.

La gente comenzaba a dispersarse; todos se mostraban eufóricos, como si el mundo hubiese alcanzado una suerte de final glorioso.

Tonneman y Goldsmith acompañaron a Mariana hasta la puerta de casa. La joven se despidió en silencio. Estaba muy pálida.

– Creo que es mejor que me vaya a casa -murmuró Goldsmith-. Últimamente he descuidado a mis hijas. -Sonrió-. Pero siempre anhelaré el caldo de pollo de Molly.

– ¿Y?

Goldsmith se encogió de hombros y se alejó.

Tonneman caminó junto al East River, oyendo las gaviotas. Contempló las colinas de Brooklyn al otro lado. De forma irónica, ese paisaje sereno recordaba la presencia de la flota en el estrecho.

Como el paseo por el río no le sosegó, Tonneman decidió pasar por la taberna Fraunces para tomar un coñac, aun sabiendo que la bebida no era la mejor solución al dolor que sentía en el corazón, como tampoco lo era la sincera amabilidad de Sam Fraunces. Había demasiado ruido para reflexionar. A juzgar por la euforia generalizada, daba la impresión de que todos los problemas hubieran terminado, cuando en realidad acababan de empezar.

Tonneman siguió paseando; recordó los días felices de su juventud junto a su padre y Gretel. Eso formaba parte del pasado, y de nada servía vivir en él.

Cuando llegó a casa, encontró una caja de metal encima del escritorio. La acarició preguntándose si había sido Molly quien la había dejado allí. Le había comentado que había encontrado algo en el ático. De todos modos, no podía dejar de pensar en las últimas palabras que Hickey había pronunciado: «¿Cuál de ellas era Gretel?»

Se frotó los ojos. Era tarde. Demasiado tarde para preguntar a Molly de dónde había sacado la caja. La mujer dormía. La casa estaba en silencio. Tras quitarse la chaqueta, entró en la cocina. Homer, que dormía como un tronco -además estaba sordo como una tapia-, ni se movió. El pobre animal se hacía viejo. Tampoco despertó cuando Tonneman probó el contenido del puchero.

Estofado de cordero. Albert Gunderson había cumplido su promesa. El estofado estaba riquísimo. Molly era una buena cocinera. Tonneman estuvo tentado de comer directamente del puchero.

Echó a reír al recordar el día que Gretel le había atrapado con las manos en la masa. «Respeta mi comida, Johnny. Come del plato, como un hombre.» Homer lanzó unos ronquidos y cambió de postura, sin despertarse. Tonneman llenó un tazón con unas cucharadas de estofado y se lo llevó, junto con una manzana, al establo.

Chaucer se zampó la manzana en un santiamén y luego husmeó el estofado. Tonneman le frotó la nariz.

– Es mi cena, amigo, no la tuya.

El animal bajó la cabeza y comenzó a mordisquear la paja que tenía a sus pies.

Tonneman se sentó a cenar en el umbral de la consulta. La luna estaba casi llena y el cielo estrellado. No se oía ningún ruido, excepto el zumbido de las cigarras y el rumor de la conversación de los centinelas.

– Son las once y todo está en orden.

El aire olía a frambuesas y rosas. Tonneman depositó el tazón en el suelo.

Oyó un sonido extraño procedente de su derecha. Distinguió el perfil de una mujer en el pequeño montículo. Desapareció al instante.

Cielos, estaba volviéndose tan loco como Goldsmith. Por un momento creyó haber visto el fantasma de Gretel. Tonneman recogió el tazón y entró en casa.

La vela encima del escritorio proyectaba una sombra amarillenta sobre la caja. Posó la mano sobre ella.

– Dios mío -murmuró Tonneman, cerrando los ojos.

Al abrirlos sólo vislumbró el perfil de la caja iluminado. Dejó el tazón en la mesa e intentó abrir la tapa; pero la bisagra no cedía. Apretó la caja con una mano y con la otra tiró de la tapa. Se abrió.

El interior aparecía menos deslustrado. La caja era plateada. Tonneman se fijó enseguida en la inscripción escrita en holandés del interior de la tapa. Alzó la vela para leerla mejor:

«Para nuestros amigos Pieter y Racquel Tonneman, en el día de su boda. 30 de agosto de 1665.

»Conrad y Antye Ten Eyck.»

Completamente atónito, Tonneman dejó la vela en la mesa. Pieter Tonneman, su antepasado. Desconcertado, comenzó a sacar los artículos de la caja: papeles, una lupa, una moneda de plata, un pergamino y un objeto en forma de libro envuelto en una tela de seda azul. Al levantar el objeto, la tela se deslizó; tenía los extremos bordados.

Colocó todo encima del escritorio. En primer lugar desenrolló el pergamino; estaba escrito en hebreo y, aunque habían perdido bastante el color, exhibía unos dibujos y ornamentos muy vistosos. Parecían las páginas iluminadas de la Biblia.

En el documento figuraban unos nombres: Racquel Pereira, Benjamín Mendoza y Abraham Pereira, cuyo nombre recordaba del día que había visitado el cementerio judío. Se dijo que tendría que pedir a David Mendoza, o a Mariana, que descifrara el pergamino.

De repente oyó que se abría la puerta de la consulta. Al volverse descubrió a una mujer cubierta con un chal que avanzaba lentamente hacia él. De forma inconsciente, dejó caer la tela de seda.

La mujer profirió un grito sofocado y agarró la seda antes de que llegara al suelo. Quitándose el chal, esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¿Sabes qué es? -preguntó.

Tonneman apenas la reconoció. Lucía un vestido que dejaba al descubierto la clavícula más bella que jamás había visto; la curva de los senos era sublime.

– Te has puesto un vestido.

Se acercaron. Tonneman le puso las manos sobre los hombros.

– Mariana.

La joven inclinó la cabeza, y Tonneman la besó apasionadamente. Esa unión sería para siempre.

Finalmente Mariana se retiró y le mostró la pieza de seda.

– John, esto es un tallis.

– ¿Un qué?

– Un chal de plegaria. ¿Mi padre te…?

– No. -Cogiéndole la mano, le enseñó la caja y los artículos que había dejado sobre la mesa. Desenrolló el pergamino-. ¿Lo entiendes?

– Sí. No querían que supiera leer hebreo, pero aprendí todo lo que Benjamín aprendió, y mejor que él. -Acarició el pergamino-. Es un ketubah, un contrato matrimonial. Establece las obligaciones mutuas entre marido y mujer. Una vez ha sido leído durante la ceremonia, se entrega a la novia. En el ketubah se enumeran los derechos de la novia. -Le brillaron los ojos-. Creo que es una idea estupenda.

– Entonces, ¿se trata del contrato matrimonial de Benjamín Mendoza y Racquel Pereira?

Mariana examinó el escrito.

– Sí. ¿Cómo lo has encontrado? -Arqueó las cejas-. A Ben le pusieron ese nombre por el padre de mi padre. Estoy segura de que hubo un Benjamín en nuestra familia antes de mi abuelo. ¿Quién era Racquel Pereira?

– Mira. -Tonneman mostró a la joven la inscripción de la tapa que hacía referencia a la boda entre Pieter y Racquel Tonneman, celebrada unos diez años después de que ésta se casara con Benjamín-. Esta Racquel es Racquel Mendoza. Lo sé porque vi la lápida en el cementerio judío. Debió enviudar.

– Esto significa que un antepasado tuyo se desposó con la viuda de un antepasado mío -señaló Mariana.

Tonneman asintió asombrado.

Mariana cogió el libro que había estado envuelto con el tallis.

– Es una Biblia. Tenemos una igual que ésta. Pertenece a nuestra familia desde hace muchas generaciones.

Tonneman abrió el tomo. También estaba escrito en hebreo. Había una inscripción tan descolorida que apenas se leía.

Mariana acercó la vela.

– Esta Biblia se la entregó a Abraham Pereira su padre, Víctor, en ocasión de su Bar Mitzvah.

Tonneman pasó las hojas con mucho cuidado.

– ¿Qué es esto? -preguntó Mariana señalando un trozo de papel amarillento pegado entre dos páginas.

Tonneman leyó con atención las palabras escritas en holandés:

– «Querido padre: hace un año que Benjamín murió, y dado que tú también te has ido de mi lado, me he entregado a Pieter Tonneman, un holandés y cristiano a quien amo muchísimo. Los hijos que nazcan de esta unión, si Dios quiere, serán de nuestra religión. Lo ha aceptado. Es un hombre muy bueno.»

Mariana le cogió la mano.

– Tú también eres un hombre bueno, John, como tu antepasado.

Tonneman guardó la carta entre las páginas de la Biblia y abrazó a Mariana.

– Así pues -susurró-, esto cierra el círculo.

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Lunes 1 de julio. Atardecer


John Tonneman regresaba exhausto y hambriento de Kingsbridge.

Había creído necesario comunicar a David Wares que el asesino de su criada escocesa, Jane McCreddie, había pagado por los crímenes cometidos.

Estaba preocupado. Pensaba en Mariana, quien en menos de seis semanas se convertiría en su esposa, en la guerra, en el asesino de Gretel… Tonneman estaba agotado por todo esto, aparte de la rutina diaria del trabajo. Anhelaba el consuelo que había encontrado en la bebida y el alterne cuando residía en Londres.

Los habitantes de Nueva York vivían pendientes de los acontecimientos políticos, que se sucedían con mucha rapidez. Parecía que Su Majestad, o por lo menos sus oficiales más antiguos, estaban de acuerdo con John Adams, el delegado del congreso continental de Massachusetts, en que Nueva York era la clave del continente. Era esencial controlar las dos orillas del North River. La ciudad estaba repleta de abejas trabajadoras que erigían barricadas y demás para evitar que los británicos se hicieran con el North River.

Sin duda las fuerzas de Su Majestad planeaban una incursión. Era harto sabido que el general William Howe había llegado de Halifax con más de cien barcos británicos y que se esperaba la arribada de más barcos para dentro de unos días. El hermano mayor del general, el almirante Richard Howe, había llegado de Inglaterra con más soldados.

Tras el almirante Howe se presentó el también almirante Peter Parker, de Charleston, con sus barcos. Todas las naves se hallaban atracadas en el puerto, a la espera. El ejército británico, que incluía nueve mil mercenarios alemanes, constaba de treinta y dos mil hombres.

Rumores de diversa índole flotaban en el aire cual pelusa de diente de león. El sábado 29 de junio, el cauto congreso provincial había decidido aplazar la reunión para el 2 de julio; la reunión se celebraría en el palacio de justicia de White Plains, situado a una distancia prudencial de la ciudad sitiada.

Tonneman había estado de guardia día tras día, noche tras noche. Ahora que la ciudad estaba llena de soldados, se le reclamaba para que atendiera piernas rotas, laceraciones, disparos -a propósito o accidentales- y enfermos de disentería. La amenaza en invierno había sido la gripe; ahora, en verano, los ciudadanos se veían amenazados por la fiebre amarilla.

A causa de la escasez de médicos, todo el mundo aceptaba a Mariana como sustituta de Tonneman. Cuando él se encontraba fuera, los pacientes accedían gustosos a que Mariana los visitara. Cada día lo hacía mejor. El día anterior, «la chica curadora», según había empezado a llamarla la gente, había entablillado divinamente el brazo de un chico y asistido a una parturienta, dado que no se había localizado a ninguna comadrona.

Cerca de la propiedad de De Lancey, una columna de polvo indicó a Tonneman que por allí habían pasado muchos hombres. Goldsmith le había mostrado una octavilla que informaba de que los lealistas estaban acampados en las colinas, a la espera de partir hacia Canadá.

Le adelantó una compañía de soldados.

– ¿Adónde vais? -preguntó Tonneman al último soldado de la fila.

El soldado se encogió de hombros.

– A Kingsbridge. Hemos sabido que las tropas británicas han abandonado Boston y se dirigen hacia Nueva York.

Tonneman espoleó a Chaucer para llegar cuanto antes a casa. Se metió en la cama enseguida y se quedó dormido mientras el general Howe cruzaba el estrecho.

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Martes 2 de julio. Mañana


En Filadelfia, donde el calor cubría la ciudad cual capa de humedad pesada, las trece colonias americanas empezaron a votar.

Cuarenta y nueve miembros del congreso continental escucharon la resolución escrita por el joven Thomas Jefferson, de Virginia, cuyas últimas palabras rezaban:

«… Que estas colonias unidas son, y por derecho deberían ser, estados libres e independientes; que están absueltas de cualquier vínculo con la Corona británica y que deben disolverse por completo los vínculos políticos con el estado de Gran Bretaña; que, como estados libres e independientes, tienen derecho a declarar la guerra, firmar la paz, hacer alianzas, establecer comercio y realizar cualquier acto. Y para apoyar esta Declaración, confiando plenamente en la divina providencia, hemos prometido, de común acuerdo, entregar nuestra vida, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado.»

Nueve estados votaron a favor, y dos en contra. Delaware empató. El estado número trece, Nueva York, no se comprometió; sus delegados esperaban las instrucciones del congreso provincial, a la sazón reunido en White Plains.

En la ciudad de Nueva York pistolas, tambores y campanas de iglesias advertían de la inminente llegada de los británicos. Mientras tanto, los miembros del tercer congreso provincial de Nueva York, reunido en White Plains, no lograban ponerse de acuerdo.

Washington se preparaba para recibir al enemigo. El general envió un regimiento a Paulus Hook, en Nueva Jersey, exactamente frente al puerto de Nueva York. El general Israel Putnam, por su parte, condujo a sus hombres a Staten Island para recibir a la infantería enemiga.

Goldsmith llevó a Rutgers Hill una octavilla en que se conminaba a los habitantes de Long Island a prepararse para la lucha.

El comité de seguridad acusó al alcalde destituido, David Matthews, de «planes peligrosos, conspiración y traición contra los derechos y libertades de los americanos». Asimismo se le acusó de conocer, o estar involucrado, en el complot del gobernador Tryon para asesinar al general Washington y volar el fuerte. Tryon fue condenado a pena de muerte; fue escoltado hasta Litchfield, Connecticut, donde fue encarcelado a la espera de que se ejecutara la sentencia.

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Jueves 4 de julio


En Filadelfia, una tormenta repentina refrescó el ambiente. La Declaración debatida durante más de tres semanas fue finalmente aceptada; doce votos a favor y una abstención.

El único estado que se abstuvo fue Nueva York.

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Martes 9 de julio. Primera hora de la tarde


El calor había disminuido. Una suave brisa agitaba las hojas de los árboles del Common. Tonneman y Mariana paseaban tranquilamente, ajenos a que la gente que conocía a la familia Mendoza se divertía al ver a la joven vestida por primera vez con ropas femeninas.

En menos de un mes, Mariana se convertiría en la esposa de Tonneman. La deseaba con toda su alma. Aún no acababa de comprender cómo al principio la había confundido con un chico.

No sólo Mariana ocupaba sus pensamientos. El día anterior el cuarto congreso provincial de Nueva York había votado finalmente a favor. En cuanto los delegados de Nueva York en el congreso continental hubieron cambiado su abstención por el voto afirmativo, la Declaración fue aceptada por unanimidad.

Mariana le apretó el brazo; Tonneman la miró. La pasión que despedían sus ojos negros le envolvieron cual nube ardiente. Estaba excitado. Se preguntó qué ocurriría si se la llevaba a Rutgers Hill ese mismo día. Si dentro de un mes ya se habría convertido en su esposa, poco importaba lo que hicieran esa tarde.

De pronto se oyó un ruido ensordecedor de botas y cascos de caballo. Se levantó una espesa polvareda. Era como si el ejército del general Washington en pleno hubiese irrumpido en el Common.

Los soldados de infantería formaron un gran círculo. En el centro, el general Washington y sus oficiales desmontaron. A la izquierda se situaron el abanderado y el pregonero público. El primero mostró orgulloso la bandera de la revolución: en el extremo superior izquierdo aparecían las cruces rojas, blancas y azules de la Unión, y el resto estaba ocupado por trece rayas rojas y blancas que representaban las trece colonias.

El general Washington exclamó:

– Ordeno que se lea en voz alta la Declaración de Independencia a las tropas.

El pregonero dio un paso al frente.

– Escuchad todos; se trata del anuncio del congreso continental.

– Al fin ha llegado -comentó Tonneman con excitación.

Las campanas de las iglesias comenzaron a repicar, atrayendo a hombres, mujeres y niños al Common. El pregonero carraspeó y empezó a leer lo que acababa de llegar de Filadelfia:

– «Cuando, en el curso de la historia, se hace necesario que un pueblo rompa los lazos que le unen con otro y que asuma, entre los poderes de la tierra, la condición de separación e igualdad que las leyes de la Naturaleza y de Dios le han otorgado por derecho, el respeto a las opiniones de la humanidad requiere que declare las causas que le mueven a separarse.

«Consideramos que estas verdades son incuestionables, que todos los hombres nacemos iguales…»

Los congregados, que habían escuchado en silencio, prorrumpieron en vítores.

– ¡Viva!

– Amén.

– ¡Bravo!

Tonneman se quitó el sombrero y se mesó el cabello.

– ¡Por fin!

Ben se abrió paso entre la multitud; estaba radiante de felicidad.

– Hermana, John, hoy es un día para estar vivo. ¿Lo notáis?

Abrazó a Tonneman y besó a Mariana.

Tonneman asintió.

– Espero que estemos a la altura de las circunstancias. Los ingleses jamás tolerarán esta declaración de independencia. Están preparados para atacar. Confío en que nosotros también estemos preparados.

– Jamás pisarán Nueva York -intervino un comerciante.

– Espero que tenga usted razón.

Mariana sintió escalofríos y se echó el chal sobre los hombros.

– Ahí está Joel -exclamó Ben-. Me voy.

Oso Bikker, a lomos de su caballo, divisó a su pariente entre la multitud y le llamó a voz en grito.

Tonneman, sonriendo, dirigió la atención de Mariana hacia el gigante montado que, con un nuevo tricornio azul y chaqueta del mismo color, parecía todo un soldado. Se abrieron paso entre los congregados en dirección a Bikker.

– Mariana Mendoza, mi primo Oso Bikker, de Haarlem. Oso, te presento a mi futura esposa.

Oso se quitó el tricornio, sonriendo.

– Asistiré a la boda para darte la bienvenida a nuestra familia. Hoy mismo mi compañía abandona el campamento Bayard en dirección a Kingsbridge. -Dio unas palmaditas al rifle que guardaba en la alforja-. Le llamo «belleza». Lo gané en una partida de dados hace quince días. Es mucho mejor que ese viejo mosquete que tenía. -Echó a reír-. Gané a un par de tipos de ciudad que creyeron poder engañar a un campesino.

Oso Bikker dio un abrazo a cada uno, volvió a montar y se alejó.

El pregonero seguía leyendo:

– «La Declaración fue, por orden del congreso, copiada y firmada por los siguientes miembros: John Hancock…»

Mientras el pregonero leía en voz alta la lista de nombres, Tonneman cogió a Mariana de la mano, y se alejaron del Common en silencio.

Al cabo de unos minutos Mariana exhaló un profundo suspiro.

– Sé que no debería sentirme feliz en estos momentos, cuando la guerra se avecina. Pero estoy contenta de saber quién mató a Gretel y las demás, y de que colgaran al asesino.

– Ni sabía el nombre de Gretel -señaló Tonneman, visiblemente apenado.

Mariana le apretó la mano.

– Nuestra primera hija se llamará Gretel.

Tonneman contempló a la mujer tenaz con quien iba a pasar el resto de su vida.

– Nuestro primer hijo será un varón, y le llamaremos Peter.

– Nuestra hija Gretel será médico.

– Nuestro hijo Peter será médico.

Se volvieron al oír gritos y pasos. Todo el mundo corría, tanto soldados como ciudadanos… Portaban escaleras, palancas, martillos y cuerdas.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tonneman-. ¿Es que los ingleses…?

Un albañil se volvió y, sin detenerse, respondió:

– ¡Vamos a derrocar al rey Jorge! Venid con nosotros a Bowling Green.

En Bowling Green, frente al fuerte, la estatua ecuestre del rey Jorge, vestido cual emperador romano, se alzaba sobre un plinto de mármol. Un grupo de personas danzaba a los pies del rey Jorge, pero no en actitud de súplica; observaban la figura real con ojos insolentes y le dedicaban gestos groseros.

Pronto Bowling Green se llenó de gente -viejos, mujeres, niños…- que no dejaban de hablar, reír, cantar, proferir maldiciones… para festejar el derrocamiento del rey.

La multitud no se diferenciaba mucho de la que había presenciado la ejecución de Hickey; un viejo escribía en el plinto de la estatua: «Muerte al rey.»

Los ciudadanos se mostraban algo indecisos. Alguien exclamó:

– ¡Ahora, en lugar de que nos gobierne el loco Jorge Hanover, nos gobernará el loco George Washington!

– Acabo de salir de la cárcel.

– Todos acabamos de salir de la cárcel.

De repente las palabras se convirtieron en actos. Obedeciendo las órdenes de los milicianos blancos, esclavos negros apoyaron las escaleras contra la estatua y lanzaron cuerdas alrededor de la estatua. Luego, con un «viva» y un estirón entusiástico, el rey Jorge cayó del caballo.

Un miliciano vociferó:

– ¡Haremos lo mismo con el de verdad, si conseguimos ponerle las manos encima!

A continuación desmembraron el cuerpo de bronce y distribuyeron los trozos entre los congregados para que se los llevaran de recuerdo.

La gente formó un gran círculo alrededor de la estatua; los recién llegados, al comprobar que el caballo estaba vacío, no podían reprimir la risa. Los niños y los perros hacían cabriolas. Sonaron fuertes aplausos. Otros niños danzaban en corro y cantaban Yankee Doodle.

Como por arte de magia, el aire se llenó de olor a ostras y almejas fritas, patatas y maíz asados. Como el día de la ejecución de Hickey, los hombres se pasaban botellas de grog. Muchos se abrazaban y bailaban.

– Esto es una infamia -exclamó un lealista valiente-. Está desapareciendo un estilo de vida.

Un joven patriota se acercó al lealista y le mostró el puño. Otro patriota apartó a su camarada.

– Déjale. Todos sabemos que lo que dice no es verdad -terció el segundo patriota con fervor-. Cuando algo está podrido, ha de ser extirpado y destruido. Ha llegado el momento de bailar por las calles.

Una pareja de ancianos colocó una vela encendida al pie de la estatua y rezó ante ella mientras varios hombres acababan de destruir el plinto.

Mariana apretó la mano de Tonneman, que estaba absorto contemplando cuanto ocurría alrededor. Los neoyorquinos se asomaban a las ventanas profiriendo gritos de apoyo.

Los ciudadanos desfilaron por las calles de Nueva York con los trozos del cuerpo real, vociferando:

– Fundiremos este plomo y fabricaremos balas para los mosquetes americanos.

Un jinete atravesó la cabeza del rey, que había perdido la corona de laurel, con una lanza y se paseó con ella para divertimiento de los juerguistas. Fue llevada hasta el fuerte, rebautizado como fuerte Washington, y exhibida delante de la taberna Blue Bell.

– Ben tiene razón -dijo Tonneman, inclinándose hacia Mariana-. Es una época para estar vivo.

Mariana sonrió.

– Y viviremos para siempre.

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