PRIMAVERA

54

Viernes 22 de marzo. Última hora de la tarde


Goldsmith asociaría para siempre lo ocurrido esa noche de febrero con Yankee Doodle. Habían transcurrido ya cinco semanas, y aún le dolía la cabeza cuando tenía hambre, estaba cansado o indispuesto, lo que parecía ser siempre, por lo menos últimamente.

Para Quintin, esa noche estaba inexorablemente relacionada con el mismísimo diablo. Había contado a Goldsmith que había vislumbrado la luz del diablo, roja como la sangre, y que el viejo Satán, el gran enemigo de la humanidad, sonriendo, aguardaba para llevarse sus almas perdidas.

Tonneman llegó el primero al lugar de los hechos. Había ido a casa de Kate Schrader para visitar al nieto de ésta, de modo que llegó junto a la hoguera unos minutos después de la explosión. Había encontrado a Goldsmith y Quintin gimiendo, con las ropas quemadas y manchados de negro por la brea, y de rojo por la sangre. Lo raro fue que no murieran en el acto. Los trasladó a la cabaña de Kate y, hasta que los hubo limpiado, no los reconoció.

Goldsmith se deleitaba contando la historia una y otra vez. Al principio Deborah y la siempre recta Esther le trataron con delicadeza y respeto, pero al cabo de siete días se hartaron de escucharle. Por tanto, no fue casual que Goldsmith visitara a Molly para narrar de nuevo la historia, adornando en cada ocasión los hechos. Molly era una ávida oyente.

Sin embargo, Goldsmith no permanecía ocioso todo el día. Se había sabido que los ingleses abandonaban Boston y que probablemente se dirigían hacia Nueva York. Goldsmith decidió unirse a los hombres y jóvenes que quedaban en la ciudad para levantar barricadas en Bayard's Hill, cerca de Bowery. Desde la colina se dominaba la mayor parte de la ciudad, de modo que talaron numerosos árboles e instalaron allí una torre de vigilancia.

Otros hombres se ocuparon de alzar barricadas en Broad, Courtlandt Wall y Crown Streets. Algunas baterías de artillería fueron desplegadas a lo largo de Reed Street, apuntando al North River, y también detrás de Trinity Church, Whitehall Dock y Coenties Slip, en el East River. Incluso se colocó una en Rutgers Hill. Un tercio de la población trabajaba de firme para convertir Nueva York en una fortaleza.

Esa mañana Goldsmith había estado ayudando a cavar trincheras; tenía los músculos doloridos y las manos llenas de ampollas.

El viernes anterior, el gobernador Tryon había hecho un llamamiento dirigido a «los habitantes de Nueva York». Los ingleses ya no estaban en el puerto, sino más cerca.

Aparecieron octavillas por todos los rincones de la ciudad: «Hay todavía una puerta abierta para la gente honesta que quiera aprovecharse de la justicia y benevolencia que la suprema legislatura les ofrece a cambio de volver a disfrutar de la gracia y paz de Su Majestad…»

Algunas bandas de patriotas se dedicaron a romperlas, aunque su deporte favorito consistía en perseguir lealistas. Dadas las circunstancias, los lealistas que aún permanecían en la ciudad decidieron marcharse.

Habían llegado ocho mil hombres de Pensilvania y Nueva Jersey, de modo que las milicias de Connecticut estaban alertadas. La ciudad esperaba ansiosa la llegada de los regimientos de Nueva Inglaterra.

Había huido tanta gente de Nueva York que en la ciudad había más soldados que neoyorquinos, cada cual con el uniforme y el sombrero de su regimiento. La ciudad lucía un aura casi festiva.

Los soldados extendían sus mantas donde podían. Los más afortunados encontraban abrigo en las casas abandonadas de los ricos, mientras que otros dormían en los campos enlodados que bordeaban el camino de Kingsbridge.

– ¿Dónde está el doctor Tonneman? -preguntó Goldsmith con un gruñido. Cambió de postura. Le dolía la espalda.

– En el campamento Bayard otra vez. Docenas de esos pobres chicos han contraído la gripe, y tres de ellos han muerto. El doctor Tonneman les ayuda a trasladarse hasta el King's College. Es una lástima que el nuevo hospital haya sido reconvertido en barracones. No importa; el hospital estaba ahí y lo han aprovechado. Han mandado a los estudiantes a sus casas. Los libros y demás están guardados en el ayuntamiento. Toma un poco más de ponche, Daniel. -Molly le llenó la taza. Luego le acarició el rostro. Ya se le habían curado los cortes y moratones, pero las cicatrices causadas por la brea caliente no se le borrarían jamás. Aun así, Goldsmith había tenido mucha suerte. El pobre Quintin había quedado prácticamente sordo. Molly le dio un beso en la mejilla. El hombre no protestó-. Tuviste la mala fortuna de estar allí en el instante en que la hoguera decidió explotar.

Goldsmith asintió con la cabeza.

– Te digo que no fue un accidente. Ese soldado estaba allí. Estoy convencido de que él fue el responsable. Aún no sé los motivos que le indujeron a hacerlo, pero tarde o temprano los descubriré, estoy seguro.

– ¿Crees que no tiene sentido que los ingleses hicieran volar las minas?

– ¿Por qué? Si tenían intención de realizar un acto de sabotaje de esas características, ¿no habría sido más lógico hacer explotar el polvorín?

Goldsmith bebió más ponche. «¡Mujeres! No entienden esta clase de cosas.» Miró a Molly con el rabillo del ojo. Llevaba un vestido de Gretel que había arreglado porque le venía demasiado holgado. Molly había engordado unos kilos desde la enfermedad. A los ojos de Goldsmith, estaba muy guapa.

– Es mejor que cuentes al doctor Tonneman tus sospechas. Querido Daniel, jamás comprenderé por qué demonios estabas ahí a esas horas de la noche.

Goldsmith estaba maravillado. Las reprimendas de Deborah semejaban arañazos, mientras que las de Molly eran suaves como el terciopelo.

– Una buena razón; dame una buena razón y no volveré a preguntártelo jamás.

– Intentaba recuperar mi trabajo.

– Y también trataba de limpiar su nombre, Molly.

Ninguno de los dos le había oído entrar. Tonneman estaba apoyado contra la puerta de la cocina, exhausto. Incluso Homer, acurrucado frente a la chimenea, tardó unos cinco segundos en reaccionar. Al igual que Quintin, el viejo mastín estaba sordo; además tenía cataratas.

– Y hay un motivo aún más importante.

Goldsmith y Tonneman intercambiaron unas amargas sonrisas.

– Sí, permitir que Gretel descanse en paz.

Molly se tapó la boca con la mano y emitió un sonido extraño para ahuyentar a los malos espíritus.

Los dos hombres esbozaron unas sonrisas más alegres.

Mientras Molly llenaba los tazones de sopa, Tonneman preguntó:

– ¿Y Mariana? No está en la consulta.

– Su madre volvía a sentirse mal, y como aquí estaba todo tranquilo…

Tonneman apuró la sopa de un trago, sin cuchara, e hizo ademán de levantarse.

– Será mejor que…

Molly le puso una mano en el hombro.

– Tómese la sopa como una persona y descanse un poco si no quiere enfermar como sus pacientes. Dijo que le avisaría si le necesitaba.

Goldsmith sonrió disimuladamente; le hizo gracia que Molly diera órdenes a Tonneman como hacía con él.

– Será mejor que siga su consejo, doctor.

– Basta ya -ordenó Molly muy seria. Luego les guiñó un ojo-. Tengo cosas que hacer arriba, de modo que os dejo para que habléis. -Lanzó una mirada perspicaz a Goldsmith antes de retirarse.

– ¿Qué ocurre, Daniel? -preguntó Tonneman mientras se llevaba la cuchara a la boca-. La sopa está muy buena.

Goldsmith la probó.

– Sí, me gusta.

Sonrió. Molly había demostrado ser no sólo una buena cocinera, sino también una excelente ama de llaves. La casa estaba inmaculada. Goldsmith dejó la cuchara en la mesa y echó la silla hacia atrás, a la espera de que el doctor terminara.

– ¿Qué ocurre, Daniel?

– El hombre que provocó la explosión es el asesino.

– ¿En qué te basas para decirlo? ¿Cómo sabes que la explosión está relacionada con los asesinatos?

– No cuento con ninguna prueba; simplemente presiento que el asesino es uno de nuestros soldados.

Tonneman reflexionó unos instantes.

– Cuando se cometió el primer asesinato, el de Jane de Kingsbridge, aún no había demasiados soldados en la ciudad, y tampoco cuando ocurrió el de Gretel. Ahora hay más soldados que neoyorquinos. Nadie sabe cuántos. Jamás encontraremos a un soldado determinado… sería como buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué sospechas eso?

– Por lo que explicó Quintin. Además, justo antes de la explosión, oí a alguien silbar Yankee Doodle. ¿Quién sino un patriota silbaría esa melodía?

55

Jueves 11 de abril. Tarde


La primavera había traído consigo muchas lluvias. Las calles sin pavimentar del Collect estaban llenas de barro; la situación había empeorado después de que se reanudaran las obras de abastecimiento de agua.

La disentería y la fiebre aún acechaban el campamento Bayard debido a las precarias condiciones de higiene y salubridad. En una misma tienda se hacinaban seis soldados. La exposición a la enfermedad, la escasez de alimentos y la falta de médicos castigaban a los soldados cual bombardeo inglés. Las ropas no tuvieron ocasión de secarse antes de que llegaran las lluvias. Las trincheras se inundaron. Cuanto más llovía, más aumentaba el número de soldados enfermos.

Tonneman estaba desbordado, y le faltaban medicinas. Aun cuando hubiera tenido a mano todos los remedios conocidos, ciertas cosas no podían ser curadas. Tonneman guió a Chaucer hacia el campamento; decidió no montarlo porque el pobre animal corría el riesgo de hundirse en el lodo.

Esos días circulaba la noticia de que el general Washington había salido de Boston y se dirigía hacia allí. Si el clima no mejoraba, el viaje resultaría muy duro para las tropas. Tonneman no quería ni imaginar cuántos de los soldados de Washington llegarían enfermos.

Nueva York se había acostumbrado a su nueva situación; la de ser una suerte de campamento armado. Incluso las persecuciones contra los tories -los patriotas se habían dedicado durante un tiempo a emplumar lealistas- habían disminuido sensiblemente después de que el congreso continental, reunido una vez más en Filadelfia, las condenara con severidad.

Tonneman se detuvo en el Bowery para leer una octavilla clavada en un castaño. Un tal Samuel Louden anunciaba que su librería ambulante disponía ya de un fondo de dos mil volúmenes y que se enviaría un catálogo a los suscriptores. Tonneman cogió el papel esbozando una sonrisa. Detalles como ése en medio de tanta locura constituían una prueba de que el mundo seguía cuerdo.

Montó a Chaucer. La lluvia estaba impregnada del dulce perfume de la primavera. Los árboles que flanqueaban el camino empezaban a verdear. Aunque todavía lloraba la muerte de Gretel, quizá aún más que la de su padre, Tonneman se sentía agradecido por muchas razones. Antes de que terminara el verano, Mariana Mendoza se convertiría en su esposa.

Se había enterado por Jamie de que la familia Willard se había retirado a una mansión que el hermano de Abigail poseía en Princeton, por lo menos mientras durara la guerra. Jamie le escribió para comunicarle que se había casado con Grace Greenaway, sin mencionar nada de la hija de ésta, Emma, huida desde el mes de noviembre.

A Tonneman le resultaba curioso que él hubiese escogido una mujer tan joven para casarse, mientras que Jamie había preferido una mujer por lo menos siete años mayor que él. De todos modos, Grace Greenaway era una mujer inmensamente rica, y Jamie, muy listo. A diferencia de Tonneman, siempre le habían encantado los placeres de la vida mundana.

La lluvia había empezado a amainar. Bowery Lane era un camino muy transitado. Tonneman intentaba mantener una distancia prudencial respecto a los caballos que tenía delante y detrás para evitar que le salpicaran. De repente algo se movió a su derecha. Se detuvo. ¿Un ciervo? Llevaba la pistola en la alforja. La carne de venado era muy gustosa. Cogió la alforja. El ciervo se adentró en el bosque. Tonneman tomó la misma dirección que el animal y de pronto se percató de que no se hallaba demasiado lejos del cementerio judío. Siguió adelante, pensativo. Aún era de día, y en casa no le esperaba nadie.

David Mendoza había sugerido que su antepasado Pieter Tonneman estaba enterrado en el cementerio judío. Naturalmente, Mendoza se equivocaba, pero, puesto que se hallaba tan cerca del cementerio, decidió comprobarlo.

El cementerio ocupaba una extensa zona ajardinada, delimitada por una valla blanca. Tonneman se acercó a la verja, desmontó y ató a Chaucer a la valla. A la derecha se alzaba una pequeña casa de piedra; Tonneman dedujo que se trataba de la casa del guarda. Al sur distinguió el East River.

Tonneman permaneció unos segundos inmóvil delante de la verja, sintiéndose en cierto modo un intruso. Descorrió el pestillo y entró. Los caminos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos con anchas losas, lo que impedía que el visitante pisara el barro. Algunos sepulcros se habían deteriorado más que otros por el paso de los años, de manera que costaba mucho leer las inscripciones. Mientras caminaba, se fijó en que las tumbas eran sencillas, talladas en mármol o granito; algunas tenían la inscripción en hebreo y holandés, otras en hebreo e inglés. Muchos nombres le resultaban familiares: Frank, Levy, Hendricks, López, Nathan, Gómez, Hays, Isaacs, Moses, Adolphus y muchos más que nunca hubiese sospechado fueran judíos.

En verdad, poco le importaba la religión; raras veces en vida de su padre y su abuelo había acudido a la liturgia de la Iglesia protestante holandesa.

Había cesado de llover, y sobre la ciudad se cernía una capa de niebla muy húmeda. Tonneman se adentró un poco más en el cementerio, invadido por una sensación de paz espiritual, algo raro en él desde que había regresado a Nueva York. De repente oyó los gorjeos de unos petirrojos; posados en una rama de nogal, le dedicaron una serenata. Se detuvo para disfrutar del canto.

– ¿Qué busca aquí? -preguntó una voz tan ronca que por un momento Tonneman pensó que era de ultratumba.

Se volvió. Descubrió a una criatura jorobada cubierta con una capa de tejido marrón confeccionado en casa, muy tosco; tenía las manos deformadas por la artritis, la cara llena de verrugas, y por los hoyos que se le formaban en las mejillas adivinó que no tenía dientes.

Recuperado ya del susto, Tonneman se quitó el sombrero. Una adivinanza; ¿de qué sexo era esa criatura? A pesar de ser médico, no estaba seguro de si el jorobado era un hombre o una mujer. Pensó, algo divertido, que él era Tonneman el Necio. Después de todo, había confundido a Mariana con un chico.

– Buenos días. Busco una tumba de hace unos cien años.

El anciano jorobado le examinó con recelo.

– Las más antiguas están junto a los sauces. -El jorobado señaló con el bastón hacia el extremo este del cementerio.

– Muchas gracias.

Tonneman se encaminó al lugar indicado, consciente de que lo seguían unos pies que se arrastraban.

– ¿Es usted el doctor Tonneman? -preguntó la voz ronca, jadeando.

Tonneman se detuvo para que el viejo le alcanzara.

– Sí.

– Entonces ¿estará buscando a sus antepasados?

– No, no; yo no soy judío.

El jorobado se echó a reír.

– ¿Se apellida usted Tonneman?

Asintió con la cabeza.

El jorobado le miró fijamente y sonrió.

– Los huesos fueron enterrados aquí en 1683, aunque habían sido inhumados en el viejo cementerio. -El jorobado reanudó la marcha, cojeando, y Tonneman lo siguió-. Allí -volvió a señalar con el bastón.

Tonneman avanzó unos pasos. La inscripción de la lápida rezaba simplemente:


PIETER TONNEMAN

1621-1684


Las fechas parecían correctas. Tonneman miró a derecha e izquierda. Más Tonneman. Caminó por entre las tumbas. Los Tonneman habían sido sepultados allí hasta principios de 1700.

Estaba atónito. Mendoza tenía razón. Sus antepasados habían sido judíos. Regresó junto a la tumba de Pieter. En la contigua, tan cerca que podrían haber reposado en la misma, leyó:


RACQUEL TONNEMAN

1636-1683


Lo que seguía estaba en holandés. Conocía la lengua lo bastante para entender que se trataba de la esposa de Pieter Tonneman. Una inscripción en hebreo seguía a la holandesa.

El jorobado estornudó, lo que sobresaltó a Tonneman. Sin volverse, éste preguntó:

– ¿Qué significa esto?

– «Hija de Moses Pereira.» ¿Ve?, está enterrado allí. -El viejo se inclinó sobre una lápida y con el bastón retiró los excrementos de pájaro-. Este antepasado suyo era médico, como usted.

Tonneman hizo una mueca de incredulidad.

El jorobado sonrió, luego se desternilló de risa y finalmente le tiró del abrigo.

– Será mejor que también eche un vistazo a los Mendoza. Lo sé casi todo de ellos. Ayudé a nacer a sus hijos y ahora cuido de los huesos.

Un acertijo solucionado; el jorobado era una mujer, una comadrona. Las comadronas conocen los secretos de todo el mundo. Le resultó curioso que una partera vigilara el cementerio.

La vieja le condujo hasta las tumbas de los Mendoza y señaló una lápida que rezaba:


BENJAMÍN MENDOZA

1634-1664


– ¿Qué reza la inscripción en hebreo?

– «Hijo de Abraham y esposo de Racquel Pereira Mendoza.» -Lanzó un graznido-. Eso es, joven; Racquel tuvo a ambos; primero a Benjamín Mendoza y luego a Pieter Tonneman, tu antepasado.

56

Martes 7 de mayo. Poco antes del mediodía


Miles de soldados americanos procedentes de Nueva Inglaterra o de la misma Nueva York llenaban la ciudad. Cada día llegaban más. Los trabajadores de los muelles estaban atareados con las arribadas y salidas de las barcazas de los granjeros, e incluso algunos barcos cargaban y descargaban mercancías.

La llegada de la primavera puso fin a la desesperada búsqueda de leña, y los ciudadanos pudieron disfrutar de un variado surtido de alimentos. Las tiendas de Whitehead Street y Broad Street, junto con las de Hanover Square, se atrevieron a abrir de nuevo sus puertas.

Los habitantes de Nueva York, cuando no estaban preocupados por los ingleses, lo estaban pensando en la elección de los nuevos delegados para el congreso continental. Los lealistas maldecían tanto al aristocrático partido conservador como al partido liberal de los artesanos. ¿Cómo sería el nuevo gobierno continental? ¿Una oligarquía? Los conservadores, después de que la llegada de los ingleses les asegurara un trato de favor, se habían autodesterrado a Long Island y Staten Island en espera de que los generales ingleses derrotaran a los insurrectos.

En la cocina de la taberna Fraunces, Elizabeth Fraunces se afanaba con un puchero de puré de guisantes que había preparado en honor del general Washington, quien esa noche cenaría allí. Sus hijas, Lizzie y Catherine, recogían cerezas en el patio y discutían cuál de las dos llevaría el cesto.

El general Washington había regresado a Nueva York a mediados de abril con más tropas; los neoyorquinos y los soldados salieron a la calle para brindarle una triunfal bienvenida.

Desde hacía algunos días el soldado Thomas Hickey, el guardia personal del general, se había dedicado a examinar las puertas y ventanas de la taberna. Cuando terminaba su tarea, se sentaba en la cocina.

– Te ha tomado aprecio, cariño -bromeó Sam.

El día anterior Hickey había regalado a Elizabeth una bolsa de lino y una bola de queso de Nueva Inglaterra.

La mujer rió.

– Con guerra o sin ella, mi hombre ideal tendrá que regalarme flores, no quesos.

Cuando hubo concluido su inspección de rutina -fingiendo la mayor diligencia-, Hickey se apoyó contra una columna del pórtico de la taberna Fraunces en espera de que los demás guardias se presentaran con el valioso invitado. La fina capa de niebla que se había cernido sobre la ciudad empezaba a disiparse.

Nueva York estaba fortificada de tal manera que los ingleses tendrían que luchar de casa en casa, de calle en calle y luego de colina en colina hasta cubrir los veinte kilómetros que la separaban de Kingsbridge. Hickey reconocía que los patriotas habían optado por una solución muy inteligente, a pesar de que eso le importaba un comino. Su lucha era de otra naturaleza. Tal vez después de ese día a los americanos no les quedaría más remedio que rendirse.

La totalidad de los diez mil soldados que había en Nueva York, repartidos en cuatro brigadas -Heath estaba al frente de la primera, en el North River y por encima de Canal Street; Spencer al mando de la segunda, en la granja de Rutgers y Jones Hill; Greene de la tercera, en Long Island, y Stirling de la cuarta, en el centro de la ciudad-, tendría que deponer las armas y rendirse, y todo debido a un tal Thomas Hickey. La idea le satisfacía sobremanera.

El cañón rebelde de Nueva York y Kingsbridge no podría ser destruido ese día, y tampoco el fuerte George ni el puente de Kingsbridge. Matthews no podía tener todo, independientemente de lo que le hubiera prometido. Después de todo, un hombre sólo tiene dos manos. Hickey intentó por todos los medios que no le descubrieran sonriendo.

Se dijo que se ocuparía del cañón y el puente, y quizá también del fuerte, al día siguiente. Tal y como la santa de su puta madre le había enseñado, cada cosa a su debido tiempo.

Cuando llegó el carruaje de Washington, Hickey se puso manos a la obra. El joven edecán de abrigo azul y calzones de ante, una réplica casi exacta del uniforme del general, abrió la portezuela con cautela, salió y esperó a que el guardia bajara del pescante.

El guardia, un granjero algo rechoncho de Nueva Jersey, un tal Foster Block, era nuevo. Ned Smith había fallecido en febrero, víctima de la terrible epidemia de gripe.

– ¿Hickey? -llamó Block.

– Todo bien -respondió Hickey.

– Todo bien, lugarteniente Dixon.

Sólo entonces el edecán abrió la portezuela de par en par para que se apeara el general. Rebel, el perro de mala raza, salió dando brincos en dirección a Hickey, quien consiguió propinarle una patada antes de que el general descendiera del carruaje. El perro se retorció, gruñó y, cuando Hickey abrió la puerta principal de la taberna, se coló dentro.

El general dedicó una sonrisa a Hickey.

– Estamos encantados. Buen trabajo, Hickey.

– Gracias, señor -dijo Hickey con una humilde sonrisa y una reverencia.

El irlandés no acertaba a adivinar por qué el general había utilizado el plural mayestático. Mientras Washington entraba en la taberna, Hickey sonrió para sus adentros. «Otro rey Jorge, ¡ja!»

Con el crimen que cometería ese mismo día, ahorraría a los rebeldes tener que aguantar de nuevo tal desgracia. Esos bastardos tendrían que condecorarle en agradecimiento.

El ruido de cascos y ruedas procedente del exterior obligó a Hickey a salir a la calle. Se trataba del carruaje de los oficiales que compartirían la mesa con el general.

– Mantén los ojos bien abiertos -ordenó el lugarteniente Dixon mientras entraba en la taberna detrás del general Washington.

– Sí, señor.

Hickey llamó a Dixon.

– ¿Qué?

– Voy atrás. Vigile la entrada.

Hickey se dirigió hacia la parte trasera de la taberna y entró por la puerta de la cocina.

El feo negro que ayudaba en la taberna estaba sentado en un taburete al lado de la chimenea, mientras asaba carne de venado. Elizabeth probaba el puré que había preparado en honor del huésped.

Hickey olió el aire; cerdo, zanahorias, cebollas, nabos, salvia, mantequilla, sal, pimienta y menta. Olía de mil maravillas, pero le faltaba un ingrediente.

Hickey se sentó en un pequeño banco, apoyó el mosquete contra la pared, estiró las piernas y contempló a Elizabeth. La gata dejó a sus pequeños en el lecho de paja cerca del fuego y se acercó a Hickey para restregarse contra sus botas mientras ronroneaba.

– Quintin -llamó Elizabeth en voz alta; el hombre había quedado sordo con la explosión.

– Sí, señora.

– Más leña.

– Sí, señora.

El negro miró a Hickey de reojo antes de salir por la puerta trasera.

Hickey hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta donde guardaba la botella.

– Elizabeth. -Sam entró en la cocina con botellas de madeira, coñac y cerveza-. Pan y mantequilla para el general.

La mujer abrió la puerta del horno, y la cocina se impregnó del sabroso olor a pan recién cocido. El aroma despertó el apetito a Hickey, que se levantó y cogió una taza de la mesa. Sam se la llenó de cerveza.

– ¿Todavía tiene problemas con la dentadura? -preguntó Elizabeth mientras cortaba el pan en finas rebanadas.

– De momento no se ha quejado.

Elizabeth salió de la cocina, detrás de su marido.

Hickey recorrió con indolencia la corta distancia que le separaba del puchero mientras silbaba Yankee Doodle. Sacó la botella y quitó el tapón. Levantó la tapa del puchero, vertió el contenido de la botella de brandy en el puré y lo removió a conciencia. Por último, se llevó la cuchara a la nariz para oler el puré. Sonrió maliciosamente.

Se abrió la puerta. Sobresaltado, Hickey dejó caer la cuchara; el suelo quedó salpicado de puré de guisantes. Al volverse, Hickey comprobó que el negro lo observaba de manera extraña.

– Estaba probando el puré. -Al ver que Quintin no respondía, se acercó-. ¿Qué miras, negro?

El africano ignoró la pregunta y siguió con su trabajo. Colocó un tronco en la chimenea y atizó el fuego. La gata lamía a toda prisa el puré que había caído al suelo. Quintin se sentó en el taburete para observar cómo se asaba el venado, mientras Hickey lo contemplaba en silencio.

Elizabeth regresó a la cocina sonriente. Destapó el puchero para remover el puré.

– ¿Dónde está mi…? -Se volvió y sorprendió a la gata lamiendo la cuchara-. ¡Vaya!

Recogió el cubierto, lo arrojó al fregadero y tomó otro del armario contiguo al horno.

Al ver la botella, Elizabeth lanzó una mirada breve a Hickey. Asiendo el puchero, salió de la cocina.

Hickey sonrió. Oyó a Sam Fraunces decir: «Su plato favorito, general; puré de guisantes.»

La gata lanzó un maullido muy agudo, tanto que hasta Quintin lo oyó. Los gatitos reaccionaron arqueando la espalda.

Quintin se levantó y se situó junto a la atormentada criatura observándola atentamente. El animal se retorció con violencia y luego se quedó tieso.

– Un ataque -comentó Hickey-. No es la primera vez que lo veo.

– El puré -dijo Quintin en el instante en que Elizabeth entraba en la cocina.

– Al general se le ha caído la cuchara -explicó-. A todo el mundo se le caen hoy las cosas.

– Señora Elizabeth, el puré no está bueno. No permita que lo tome.

– ¿De qué hablas? Claro que el puré…

La gata se retorció una vez más, luego se quedó rígida y finalmente murió. Las cinco crías rodearon a su madre muerta, maullando desconsoladamente.

Elizabeth rompió a llorar.

– Oh, Dios mío. -Dejó caer la tapa que sostenía en la mano-. Oh, Dios mío -repitió mientras corría hacia la sala principal.

Hickey la siguió. El general Washington, que había tomado prestada la cuchara de su lugarteniente, se disponía a llevársela a la boca llena de puré.

– ¡General Washington! ¡Deténgase! -exclamó la mujer-. ¡La sopa está envenenada!

57

Miércoles 12 de junio. Tarde


Hickey se hallaba en Bowling Green; frente al fuerte, se erigía la estatua de bronce del rey Jorge cual emperador romano montado a caballo sobre un plinto de mármol. Como ya suponía, el vendedor de agua estaba allí. Hickey alzó la mano y el carro se detuvo delante de él.

– ¿Agua, señor?

– A la mierda el agua. Necesito ver al alcalde.

– Creo que lo encontrará en el ayuntamiento, señor.

– Ahí no iría ni loco.

– Entonces me temo que no podré ayudarle…

Hickey agarró al hombre por la camisa, y cuando se disponía a soltar una palabrota, dos soldados con uniforme azul, calzones de cuero, medias blancas y botas se acercaron a la estatua.

El primero, un joven negro con pústulas amarillas en la cara, la observó detenidamente.

– Mira esto, Luke -dijo con acento de granjero blanco de Connecticut.

Su compañero blanco escupió. Con el mismo acento que el otro, dijo:

– Deberíamos echar abajo esta mierda y fundirla para hacer balas.

– Buena idea, Luke. ¿Por qué no se la explicas al sargento?

– Chester, eres un zoquete; un zoquete fanfarrón.

– Eso lo será tu abuela.

Los dos echaron a reír y se propinaron unos golpes amistosos.

Hickey se sintió tan ofendido que se olvidó por completo del vendedor de agua.

– ¿Por qué tratas a este negro como si fuera tu hermano? -preguntó furioso.

– No queremos problemas, señor -repuso Chester.

Luke se quedó mirando fijamente a Hickey y dijo:

– No te metas donde no te importa.

Hickey apretó los puños.

– ¿Quieres saber quién soy, chico?

– No -exclamó el vendedor de agua, tratando de disuadir a Hickey-. Sólo quieren la estatua.

– ¿Qué demonios hace esta maldita estatua aquí, me pregunto? -dijo Luke con tono agresivo.

Chester le propinó un codazo en las costillas. Luke sonrió. Le faltaban dos dientes.

– Está bien -dijo Luke.

– Abrogación de la ley del sello -intervino el vendedor.

– ¿Cómo? -inquirió Luke, algo perplejo.

– La ley del sello fue promulgada por el Parlamento británico en el 65.

– Bastardos -murmuró Luke.

El vendedor, que había sido maestro antes de que la mayor parte de la gente huyera de la ciudad, siguió con su explicación:

– Con esa ley se proponían incrementar los ingresos de las colonias, obligando a la gente a comprar sellos y papel sellado para documentos oficiales, escritos comerciales y cosas por el estilo. Tenía que haber entrado en vigor el 1 de noviembre de 1765.

– Embustero. -Luke empujó a su amigo-. Vayamos a tomar una cerveza.

– Espera -replicó Chester-. Quiero oír lo que dice.

El vendedor dedicó una sonrisa a Chester. Pensó que tal vez conseguiría venderles un poco de agua; además, echaba de menos la práctica de su profesión. Lo último que querían los soldados era que les dieran lecciones.

– La gente de aquí se opuso a la ley, se armó follón, y la Corona revocó la ley cuatro meses más tarde.

Luke volvió a escupir en el suelo.

– ¿Está seguro de que no se lo inventa, señor? ¿Qué tiene eso que ver con la estatua?

– Vigila tus palabras, chico -amenazó Hickey, aún ofendido con el muchacho por haber trabado amistad con un negro.

El vendedor desplazó el carro unos metros para situarse entre Hickey y los dos jóvenes soldados.

– Todo el mundo se tranquilizó, y la asamblea de Nueva York decidió por unanimidad reunir dinero para erigir dos estatuas; la primera dedicada a William Pitt, conde de Chatham, que había conseguido que se derogara la ley, y la segunda en honor del rey Jorge, que es la que tenéis delante.

– ¿Ves? -dijo Chester a Luke, intentando hacerle cosquillas.

Su amigo le esquivó y preguntó al vendedor:

– ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

– Ya habéis recibido vuestra lección -atajó Hickey-. Ahora marchaos.

Luke se cuadró delante de él.

– No queremos.

El irlandés enrojeció de rabia. Una palabra más, y cortaría la garganta a ese bastardo amigo de los negros.

– Desde agosto del 70 -se apresuró a responder el vendedor-. Las celebraciones tuvieron lugar en el fuerte George. -Señaló con el mentón hacia el que había sido un magnífico fuerte y el sitio donde se había alzado la muralla-. Acudió mucha gente. Creo que ahora es mejor que os vayáis.

– ¿Qué ocurrió con la muralla? -preguntó Luke.

El vendedor se apresuró a contestar al ver que Hickey empezaba a impacientarse.

– El general Lee mandó destruirla en febrero. Vete, chico; es mejor que te vayas.

Chester saludó al vendedor y Hickey.

– Gracias, señores. Por favor, no hagan caso a mi amigo. Todavía lleva mierda de cerdo en las botas. Buenos días.

El vendedor y Hickey los observaron mientras se alejaban.

– Tendría que haberlos liquidado a los dos -dijo Hickey.

El vendedor miró alrededor e hizo ademán de marcharse.

– No, tú no te vas -ordenó Hickey, agarrándole del cuello.

– Por favor, señor, pueden vernos.

– Si quieres que te deje tranquilo, tienes que decirme dónde puedo encontrar al Gordo. Necesito hablar con él.

– Señor.

Hickey le propinó una patada en la entrepierna y un rodillazo en la cara. Las gafas salieron disparadas al suelo.

– Por favor -suplicó el vendedor al ver que Hickey levantaba el pie para volver a pegarle.

– Te mandaría al infierno. El Gordo.

– Taberna Serjeant, esta noche a las ocho.

– Eso está mejor -dijo Hickey mientras sacudía el polvo al vendedor. Recogió las gafas del viejo y se las colocó amablemente en la nariz-. ¿Ves?, si tú te portas bien conmigo, yo me portaré bien contigo.

58

Miércoles 12 de junio. Noche


La taberna Serjeant se hallaba en Pearl Street, en el extremo más alejado de la isla. El establecimiento, repleto de soldados y comerciantes, olía a cerveza y tabaco.

En una habitación privada donde apenas se oía el griterío de la sala principal, el alcalde de Nueva York, David Matthews, hablaba con Mary Gibbons, una fulana que no llegaba a la treintena.

– ¿Estás de acuerdo, entonces?

– Claro que sí. -Mary jugueteaba con el vaso de coñac que tenía delante-. No te fías de ese Hickey, y es lógico. Aprovecharé mi amistad con el general para entrevistarme con él. De hecho, sólo he cenado con él una vez, pero estoy convencida de que eso bastará. En cuanto encuentre el momento propicio, actuaré. Pero sólo si Hickey falla. Luego me ocuparé de Hickey. Sea como fuere, ni Washington ni Hickey volverán a molestarte.

Matthews sonrió y tomó un trago de ron.

– Perfecto. Tú y yo nos entendemos.

Mary bebió un poco de coñac.

– Nunca he dudado de ello.

Un golpe en la puerta interrumpió la conversación. Un camarero abrió la puerta.

– Perdone, Su Excelencia…

De repente, la cabeza de Hickey se asomó por encima de la del camarero.

– Soy yo, Su maldita Excelencia.

El irlandés tropezó con el camarero, quien a punto estuvo de desplomarse sobre los otros dos.

– Disculpe, señor -dijo el camarero, avergonzado.

Matthews agitó la mano.

– Acércale una silla y vete.

– Sí, Su Excelencia.

– Estás borracho -observó Matthews, visiblemente enfadado, cuando el camarero hubo salido.

Hickey sonrió.

– Todavía no, pero pronto lo estaré. -Dedicó una sonrisa impúdica a Mary-. ¿Quién demonios es ésta?

Matthews frunció el entrecejo.

– Mary Gibbons. Thomas Hickey.

El alcalde se rascó su barrigón.

– Mary, creo que ya hemos terminado por ahora.

La mujer se levantó e hizo una reverencia.

– Entonces será mejor que me vaya.

La joven salió inmediatamente.

Hickey se levantó de la silla y la siguió.

– Maldita sea -exclamó Matthews-. Creía que querías verme.

– Puedo esperar -respondió Hickey-. No puedo resistirme ante una mujer pelirroja.

59

Jueves 13 de junio. Tarde. Última hora de la tarde. Noche


La tarde era radiante. David Bushnell escudriñaba la bahía con un catalejo. La bandera del Reino Unido ondeaba desafiante de barco en barco. No cabía duda de que los ingleses seguían allí. Bushnell sabía que sería allí donde pondría a prueba su máquina de agua y también a sí mismo.

Sólo se oía el ruido de los muelles. Los hombres se llamaban a gritos mientras trabajaban. Bushnell experimentó una extraña sensación, como si el sol le quemara el cuello. Miró alrededor. Los trabajadores del muelle estaban en pleno ajetreo. A unos cincuenta pasos, un hombre lo miraba fijamente. Bushnell lo reconoció; era uno de los guardias del general.

No le concedió mayor importancia. Hacía tan sólo una semana que Washington había llegado de Filadelfia. El cuartel general se había instalado en Kennedy House, en el número 1 de Broadway.

De repente Bushnell cayó en la cuenta de que era la segunda ocasión en menos de una hora que veía a ese hombre. Se había topado con él por primera vez al salir de su habitación. El hombre había fingido examinarse la bota. Entonces no le había dado importancia.

Bushnell decidió acercarse al guardia. Al principio éste hizo ademán de alejarse; luego optó por permanecer donde estaba y dijo:

– Buenos días, señor. Me preguntaba si me habría reconocido.

– Eres Hickey, ¿verdad? ¿Quieres hablar conmigo?

– No, señor. Sólo estaba dando una vuelta. Me ha parecido que lo más correcto era saludarle.

– Claro.

Había algo en ese hombre de tez morena que le desagradaba, aunque no sabía qué era. Su aspecto era correcto, pero lo que le inquietaba era el porte.

– Parece que nunca lleva uniforme.

– No, señor. Mis obligaciones no siempre me lo exigen.

– Entiendo.

Bushnell se preguntó en qué consistirían sus obligaciones. Retrocedió un poco para dejar pasar a un hombre cargado con unos bultos.

– En fin, que tenga usted un buen día -se despidió Hickey antes de saludarle amablemente y desaparecer entre los trabajadores del muelle.

Bushnell decidió regresar a su habitación en Bridge Street; durante el trayecto reflexionó sobre el encuentro -al parecer fortuito- con Hickey. ¿Cuánto tiempo llevaba Hickey observándole? ¿Acaso lo perseguía, o se trataba de un encuentro casual? Bushnell negó con la cabeza enérgicamente. Como matemático, no creía en la casualidad, y menos aún en una casualidad que se había repetido dos veces.

Concluyó que ese encuentro no había sido fortuito, sino fruto de una planificación previa. Hickey escondía algún propósito. ¿Acaso el general Washington le había ordenado espiarle?

¿Por qué? Bushnell no acertaba a adivinar el motivo. Se le ocurrió que quizá las reglas del espionaje funcionaban así; agentes que espiaban a otros como segunda línea de defensa con objeto de confirmar su lealtad. Un asunto sórdido, a su modo de ver.

Bushnell determinó localizar a Hickey para averiguar por qué lo seguía. Con paso firme, el inventor giró en redondo y se encaminó de nuevo hacia el muelle. De pronto se detuvo y esbozó una sonrisa. No era necesario que buscara a Hickey; si realmente éste le seguía, lo buscaría a él. Con esta idea en la cabeza, Bushnell se dirigió hacia la taberna Fraunces con la intención de tomar un café.

Tal y como había sospechado, al salir de la taberna vio a Hickey delante de la tienda de toneles Johnson; fingía estar interesado en uno de los artículos.

Simulando preocupación, Bushnell subió presuroso a su habitación. Una vez en ella, espió a Hickey desde la ventana que daba a Bridge Street; luego encendió una vela y la pipa y aguardó. Al cabo de un rato, apagó la llama y continuó esperando. Tenía mucha paciencia. Transcurrieron dos horas antes de que Hickey decidiera que Bushnell ya dormía.

Hickey se alejó, seguido de Bushnell. El primero se dirigió a la taberna Serjeant.

Al ver que entraba en una de las habitaciones reservadas, Bushnell preguntó a un camarero si había alguna libre.

El camarero sonrió socarronamente.

– ¿Se ha excitado con una mujer, señor?

– Sí, con una mujer.

– Podré arreglarlo -replicó al tiempo que volvía a sonreír y tendía la mano.

A Bushnell sólo le quedaban unos pocos peniques; decidió que aquel asunto era más importante que el desayuno del día siguiente. Le puso una moneda en la mano y con la cabeza señaló el reservado contiguo al de Hickey.

– Ése me irá bien.

El camarero observó el penique con desdén. Bushnell añadió otro más. El camarero sonrió de nuevo y se encogió de hombros, resignado a que no obtendría más dinero de ese cliente.

– La habitación es suya. ¿Qué quiere tomar?

Bushnell no respondió. El camarero escupió.

– Tiene que tomar algo.

– Cerveza. En un vaso.

La habitación estaba iluminada por una única vela. Bushnell aplicó la oreja a la pared; sólo oyó murmullo de voces. El camarero abrió la puerta de un puntapié y depositó la cerveza violentamente sobre la mesa.

– Dos peniques.

A Bushnell sólo le quedaba un chelín. Se lo ofreció y esperó a que le diera el cambio; dieciocho peniques.

– Tiene una hora.

Bushnell apuró la bebida de un trago y apoyó el vaso contra la pared. Oyó que hablaban sobre un encuentro con el gobernador Tryon para luego maldecir al congreso, Washington y algunos notables líderes patriotas; nada, en definitiva, que valiera la pena.

– Quiero más dinero. -La voz que había pronunciado esta frase en voz alta sin duda pertenecía al irlandés.

Se oyó una carcajada.

– ¿Dinero? ¿Sólo quieres dinero? Coge esta maleta, está llena de dinero. Fue robada en Boston. Cógela. Hay muchas más como ésta.

La puerta del reservado de Bushnell se abrió de golpe, el hombre se asustó. Por suerte, fue lo bastante rápido como para esconder el vaso.

– Sal.

– No; no quiero.

– Tienes que salir. Alguien más quiere el reservado.

– He pagado por él.

– No lo suficiente.

– Pagaré más.

Los del reservado contiguo alzaron la voz. Bushnell deseaba escuchar la conversación que mantenían al precio que fuera. Se vació los bolsillos.

– ¿Cuánto quieres?

– Demasiado tarde. Hay un tipo cuya mujer ya ha llegado. Me ha dado un chelín.

Bushnell recogió las monedas, salió de la habitación y se entretuvo un rato en el bar. Hickey salió al cabo de poco. Bushnell siguió al soldado atezado hasta Little Dock Street. Observó que entraba en la carnicería Gunderson. Aguardó fuera más de una hora, con la esperanza de que Hickey volviera a salir a la calle; mientras tanto, pensaba que tendría que contar todo al general Washington. Al final, decidió abrir la puerta de la carnicería; entró con mucha cautela.

Estaba vacía.

60

Viernes 14 de junio. Mañana temprano


La puerta del infierno se abrió de par en par. La cerró de un portazo. Volvió a abrirla. La cerró de nuevo. La selló con clavos para que permaneciera cerrada durante toda la eternidad.

– Abran.

Hickey despertó de golpe. Salió de la cama medio aturdido.

– Abran.

– ¿Quién es?

– El congreso provincial.

Se dirigió hacia la puerta con paso vacilante.

– ¿Qué ocurre?

– Pronto lo averiguarás.

A Hickey no le quedó más remedio que abrir la puerta. Tras ella había dos hombres, o mejor dicho, un viejo y un chico. El primero llevaba el uniforme azul de la milicia de Nueva York, y el muchacho unos calzones gastados y un tricornio azul que le identificaba. Le apuntaban con sendos mosquetes.

Hickey pensó en salir corriendo. Esa mañana no llevaba el cuchillo que normalmente escondía en la espalda. Siempre le ocurría lo mismo cuando se emborrachaba por la noche. Recordó que había tomado dos botellas de ron. Con el cuchillo habría podido degollar al viejo en un santiamén. El mozalbete probablemente se esfumaría al ver la primera gota de sangre.

– ¿Para qué habéis venido?

El hombre, que debía de pasar de los sesenta, carraspeó y escupió a los pies de Hickey.

– Hemos venido a arrestarte.

– ¿Por qué? Soy un soldado. Trabajo para el general Washington. Si he hecho algo mal, deben ser los militares quienes me arresten; o mejor dicho, el mismísimo George.

– Da gracias a Dios de que hayamos venido nosotros; el ejército ya te habría asestado algunos latigazos en el culo. El comité de conspiraciones sólo quiere hablar contigo, eso es todo. Seguramente dentro de una hora podrás tomar una cerveza.

– ¿Qué cargos se me imputan?

– Falsificación -respondió el viejo. El joven, mientras tanto, miraba fijamente a Hickey.

– ¿Falsificación?

Hickey estaba confuso. Al cabo de unos segundos comprendió todo. «¡Maldito Matthews!» Había pagado a sus secuaces con billetes continentales que ese desgraciado de Matthews había falsificado. El muy hijo de puta le había preparado una encerrona.

– No entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

Retrocedió unos pasos. Ignoraba dónde se hallaba el cuchillo, pero la pistola seguía bajo la cama, cebada, lista para disparar.

«Mierda.» Había pagado el ron con el dinero que le había entregado Matthews. Hickey se inclinó sobre la cama. Enseguida notó un pinchazo en la nuca; el mosquete del viejo. Se volvió despacio, sonriente.

– ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

– Estás acusado de falsificación de billetes; si no vienes por las buenas, tenemos órdenes de arrestarte.

Volvió a apuntarle con el mosquete, esta vez en el pecho.

No podía hacer nada. Hickey eructó y se arregló las ropas con que había dormido.

– Vamos.

Los tres salieron por la tienda, dónde la esposa de Gunderson y una hija limpiaban para abrir cuanto antes. Observaron en silencio cómo se llevaban a Hickey.

– ¿Qué coño significa eso de la falsificación, chicos? -preguntó Hickey, cada vez más preocupado, aunque esforzándose por mostrarse jovial-. Podéis dejar de apuntarme. Yo también soy un patriota.

– No lo dudo -repuso el viejo sin dejar de apuntarle-. Se rumorea que hay una conspiración para depreciar nuestro dinero. Cuentan que el dinero se falsifica en el barco de Su Majestad, el Asia; en fin, que hay que terminar con esto o perderemos la guerra antes de empezarla. No te gustaría que ocurriera, ¿verdad?

– Claro que no -respondió Hickey.

Pasaron por delante de las fortificaciones de Hunter's Key y Burnett Street. Las calles estaban casi desiertas. Hickey se percató de que el chico estaba despistado. Si quería huir, ése era el momento. No obstante, el viejo sí se mantenía atento. Si trataba de escapar, el viejo bastardo le clavaría el mosquete en la espalda. Mientras caminaban por Little Dock Street en dirección a la muralla, Hickey pensó que se había metido en un buen lío. Le irritaba pensar que había sido arrestado por un viejo y un niñato por unos billetes falsos. Los dos hombres le entregaron al carcelero, y Hickey fue encerrado en el calabozo del ayuntamiento.

La celda era pequeña; oyó el correteo de las ratas. Se dijo que había pasado por situaciones peores. Por lo menos había una vela. El irlandés se tumbó en el suelo. No se estaba tan mal; sólo necesitaba una botella. Tenía algo de dinero. Decidió intentar sobornar al carcelero para que le consiguiera ron, o mejor aún, coñac. Además, trataría de ponerse en contacto con Matthews. Ese bastardo iba a enterarse. Ese maldito bribón era, después de todo, el maldito alcalde. Matthews podría sacarle de allí, si quería; naturalmente, tendría que querer. Sin Hickey, ya no habría más explosiones, ni ningún general muerto.

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