Dos

Ninguno de estos zánganos tiene la menor idea de que, cuando escriben, se delatan. Así los conozco: por lo que dicen. Soy como escribo, soy lo que escribo. Mientras se paseaba a las diez de la mañana por la sala de redacción, Camargo entonaba en voz baja el estribillo que resumía, para él, toda la sabiduría del periodismo. A esa hora siempre le gustaba dar vueltas por su reino desierto, con las blancas luces vírgenes manando de las claraboyas y los escritorios vacíos, los monitores impolutos, las páginas en blanco esperando soplos de imaginación que nunca llegarían. Ya los peones de la limpieza se habían llevado las traiciones cometidas el día anterior contra la sintaxis de los hechos y contra el silencio de lo no sucedido, todos habían escrito sobre, por qué, cómo, para qué, cuando él les había pedido que escribieran con, que vivieran con, que siguieran la línea donde se encuentra el mundo de fuera con el adentro de cada uno, la realidad tiene que parecerse a ustedes, les dijo, no ustedes a la realidad. Cuánto mejor sería el diario si pudiera escribirlo él solo. Cuánto mejor sería el mundo si él lo escribiera.

En los cubículos de la sección Cultura, cerca de los baños, una jovencita trabajaba de pie en uno de los monitores y se roía las uñas. Camargo apreció de lejos el porte airoso, el culo redondo y menudo, las tetas insinuándose bajo el suéter apretado.

– Eh, venga a ver esta noticia -dijo la chica, sin levantar la vista de la pantalla-. Fíjese quién ha muerto. Robert Mitchum. Cómo me gustaría escribir sobre eso.

Tenia una voz firme y mandona. Las puntas de los dedos, hinchadas como uvas, estaban húmedas de saliva. A Camargo le pareció que no lo había reconocido. Pocos periodistas tenían ocasión de cruzarse con él.

– Soy Camargo -le dijo.

Estaba acostumbrado a que su nombre amedrentara a todos los redactores y paralizara a los novatos. La joven lo observó con incredulidad.

– ¿Usted es Ge Eme? -dijo-. ¿El doctor Camargo? No me lo imaginaba así.

Era un comentario imprudente, ordinario. ¿Imaginarlo? Para qué, si ya todos lo conocían. Poca gente se tomaba la confianza de llamarlo Ge Eme, y casi nadie se preguntaba por el significado de esas iniciales. El tiempo las había convertido en un nombre propio, como sucedía con D. H. Lawrence, T. S. Eliot o H. A. Murena, y él ya ni siquiera pensaba en lo que querían decir. Correspondían al santo del día de su nacimiento, Gregorio Magno Pontífice, y aunque en su cédula de identidad figuraban las tres palabras, había logrado mantener en secreto la última.

– ¿Y vos quién sos? -preguntó.

– Disculpe. Reina Remis. Soy fatal con los modales.

– A tu edad no podés saber de veras quién fue Robert Mitchum. ¿Cuántos años tenés? ¿Veintidós, veinticinco?

– Treinta. Sé más de lo que usted cree.

– ¿Qué estás esperando, entonces? Sentate a escribir sobre esa muerte.

– Al jefe no le va a gustar. Tal vez ya pensó en darle la nota a otra persona.

– A tu jefe le va a gustar cualquier cosa que yo decida -dijo, dándole la espalda.


Ah, Dios, ¿por qué tenía aún esos arranques de generosidad? Abrir a los demás lugares que le pertenecían era algo que nadie había hecho por él. A él le había costado agonías y odios llegar a donde estaba. El bien y el mal: desde la cima podía entregar o negar lo que se le diera la gana. De ese tejido estaba hecho el poder. Acababa de conceder a una muchacha arrogante y sin gracia algo que habría querido para sí mismo, ¿qué más daba? Le sucedía todo el tiempo. Había condescendido a que escribiera el último responso a Mitchum, que era su fetiche. En 1958, cuando tenía veintiún años, lo había visto en La noche del cazador. Se acordaba con nitidez de esa súbita revelación: un cine al aire libre, las cigarras del verano tejiendo en los árboles una letanía desgarradora, y la historia, la irrespirable historia en la que por primera vez había descubierto el poder del Mal Absoluto. Durante meses vivió obsesionado por la idea de que el Mal estaba en todas partes y era tal vez el Dios verdadero de este mundo. O el Mal es una ilusión, un fenómeno posible sólo porque el universo es irreal, como creían los Vedas, o el Mal es en cambio la prueba cotidiana de que Dios es tan impotente como los hombres. Vio La noche del cazador una sola vez, pero recordaba cada escena, cada línea de diálogo, como si él mismo las hubiera escrito. Ninguna película había sido narrada con tanta libertad. Las imágenes estaban allí en una neolengua sin equivalentes en la literatura o en el cine, tal vez sólo en Mallarmé a veces, o en los dadaístas. El sueño de su vida era despertar alguna mañana con una crítica de La noche del cazador ya terminada en la mesa de luz, una página dictada por los sótanos de su conciencia y llena de palabras sin uso que se parecieran al film. Sentía curiosidad por leer lo que escribiría esa chica, la Remis. Los lenguajes eran, no se cansaba de repetirlo, el estanque donde las personas reflejan lo que son.


Entró en su oficina fingiendo que no oía los saludos. Cuando él llegaba, no permitía que lo molestaran durante media hora por lo menos. Había leído en un libro del general De Gaulle, El filo de la espada, que los grandes hombres, sin salvedad alguna, tienen siempre la facultad de retirarse dentro de ellos mismos. El aire es puro en lo alto y no hay sonidos que desvíen tus pensamientos, Camargo, el mundo debe seguir dando vueltas alrededor de lo que piensas. Y también de lo que ves, Camargo, ya que todo lo ves.

Su feudo era una circunferencia de paredes de vidrio blindado, temible como un acuario de tiburones, en el vigésimo piso de una torre sobre la avenida del Libertador. Allí abajo había dormido Eugene O'Neill, en la intemperie de la recova, y Borges había imaginado en alta voz la última línea trivial de su meditación sobre la memoria: Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar, mientras caminaba hacia la casa de sus amigos Adolfito y Silvina para una cena tardía. Todo ese pasado te pertenece, Camargo, la frase de Borges, la botella de ginebra que O'Neill bebía bajo los arcos de la recova con el Smitty de Bound East for Cardiff, la costa de Uruguay a lo lejos. Aunque no pensara en ella, la corriente inmóvil y espesa del Río de la Plata estaba siempre allí, ignorante de la ruina que lame sus orillas. Camargo la borró con un ademán. Tomó el control remoto y bajó las persianas. La oficina quedó en penumbras. Encendió los televisores y las noticias de la mañana empezaron a repetirse como un canon de Bach. Cuatro mil soldados chinos avanzaban hacia la frontera de Hong Kong. Se acababa el dominio británico de cien años. Un millar de goletas, juncos y sampanes iban y venían del puerto de Victoria a la península de Kaulún enarbolando la bandera de la República Popular. El locutor dijo con voz ronca: “El pasado, ah el pasado. ¿Hay en nosotros algo que no sea el pasado?”.

La cámara exhibió los cuerpos reconstruidos de unos reptiles marinos de ciento setenta millones de años, cuyos fósiles acaban de ser descubiertos en las fosas de Neuquén. Tres paleontólogos manipulaban los residuos con delicadeza y orgullo. Las noticias dieron un súbito salto a la frivolidad: la ondulante actriz mexicana Salma Hayek escandalizaba los shoppings de Buenos Aires. Había llegado para presentar su última película, y la perseguía una turba de cronistas melosos, preguntándole sobre las glorias del amor a primera vista. Hubo un primer plano de sus piernas y luego se repitió la marcha de los soldados chinos.

Entonces sonó el teléfono. Era su esposa.

– Mi madre tuvo otro infarto -le dijo-. Acaban de avisarme que está muriendo. Tengo que salir esta noche misma para Michigan. Me voy con las chicas. Espero que no te importe, ¿eh? ¿Por qué digo eso? Claro que no te importa.


Brenda tenía la cara dulce y ojos ingenuos de venado. En otros tiempos se había dejado el pelo crecido sobre las mandíbulas, prominentes como las de Holly Hunter, pero al envejecer decidió recogérselo. Era norteamericana, de Traverse City, en la región de los grandes lagos y, como todas las de su estirpe, se movía sin pasión, al compás de su instinto práctico. Cuando se la oía hablar nadie daba un centavo por ella porque su lenguaje era una sinfonía de dudas, pero con Camargo la voz se le transfiguraba e iba de una certeza a otra. Ahora la madre se le estaba muriendo: es decir, se le apagaba todo el peso que la aferraba al mundo, aparte de las mellizas.

¿Cuántos años llevaba la madre en el menester de la muerte? Eran ya incontables: desde que Camargo la conocía estaba preparándose para el más allá en el caserón lleno de aparejos de pesca que llevaban siglos sin usarse, a orillas del lago Torch. También estaban los pájaros. Cientos de ellos: mirlos, zorzales, azulejos, cardenales, que cantaban todo el día para que creciera la tristeza de la madre, para acercarla a la muerte un poquito más. Y al fin había llegado el momento.

¿Sería verdad esta vez que iba a morir? No se veía ningún presagio en el cielo sombrío: sólo falsos infartos y falsas alarmas. Habría querido decirle a Brenda que dejara a la madre en paz. Ella era feliz sola entre los pájaros. Le dijo en cambio:

– Bueno, por fin tu madre va a tener lo que tanto quiso.

– ¿Sí? ¿Te parece que tiene ganas de morir? ¿O que lo estuvo diciendo sólo por llamar la atención? Tiembla de miedo, me dijo el médico. La pobre está llena de tubos, no le queda voz, y por señas pide ver a las nietas. Me las llevo, Camargo. Qué sé yo cuándo podremos volver.

– Semanas. A veces la gente pasa semanas agonizando.

Sintió que Brenda trataba de apagar los sollozos que se le habían encendido, pero eran demasiados. De las cenizas de un sollozo brotaban las llamas de otro.

– Dios quiera que no sea así. Si tiene que morir, ojalá sea rápido. Voy a poner en venta la casa del lago, los muebles, las cerámicas, las cañas de pescar. ¿Quién querrá comprar esas cosas tan viejas, tan solitarias? Las chicas me han dicho que si la abuela muere, van a abrir las jaulas y soltar los pájaros. Podrías ir vos allá. Podrías ir y volver algún fin de semana. No sería la primera vez.

– ¿Cómo se te ocurre, Brenda? Es un viaje de veinte horas. Chicago, Traverse City. Ahora no puedo dejar el diario.


Cada vez que hablaba con la esposa, Camargo no podía controlar sus sentimientos peores. En los primeros años de matrimonio, él se iluminaba por dentro cada vez que estaban juntos. Ahora le sucedía al revés: sentía unas ganas irreprimibles de hacerle daño. Deseaba verla sufrir, caminar descalza por baldíos calcinados, suplicar, hozar en la basura. La voz con que ella le respondía era siempre dulce:

– Entonces, vayamos juntos al aeropuerto. Las mellizas quieren darte un beso.

– Tal vez. Depende de lo que pase en el Senado esta noche. ¿A qué hora sale el avión?

– A las ocho y media.

– Ah, imposible. Después las llamo por teléfono. Ahora tengo que cortar.

– Sí. No vamos a vernos, entonces.

– No. No podremos. Buen viaje, ¿eh, Bren?


Colgó el tubo, aliviado. Otra vez le quedaría la casa para él solo. En los últimos años le sucedía con frecuencia, pero los lapsos eran tan breves que no le daban tiempo a relajarse. La esposa y las hijas mellizas habían formado un trío de piano, violín y cello, y las comisiones de cultura de las provincias, alentadas por el parentesco con Camargo, las invitaban a dar conciertos de los que regresaban con dulces caseros, partituras de músicos vernáculos y artesanías baratas. Brenda, que se había educado en una escuela cuáquera de Kalamazoo y aún hablaba el castellano con esfuerzo, no había podido liberarse de esa insaciable curiosidad que sienten algunos anglosajones por la cultura de los países pobres -o lo que ella creía que era la cultura de la pobreza-, sin distinguir jamás entre el talento genuino y el plagio vil. Tocaba el piano con cierta habilidad y, aun antes de que las mellizas aprendieran a leer, las había forzado a tomar lecciones de música. En el parque de la casa, sobre las barrancas que se alzaban frente al río, Camargo había hecho construir una cabaña con aislamiento acústico para que ensayaran, y poco a poco las tres fueron abandonándolo por los tríos de Beethoven, Alkan y Gabriel Fauré. A pesar de las paredes forradas de la cabaña, Camargo oía el moscardón de las cuerdas cada vez que entraba en la casa. Le ensuciaban el crepúsculo, el aire transparente, le rayaban para siempre la memoria de todos los Beethoven con los que había sido feliz en los teatros del mundo.


Cuando ya no querés a una persona deja de gustarte todo lo que hace, y Brenda, que aún llamaba la atención de los demás hombres, no le movía a Camargo ningún músculo de importancia. Los primeros síntomas de su desagrado empezaron una mañana de hacía doce años. Las mellizas estaban aprendiendo a caminar y lloraban por turnos durante la noche. Brenda tuvo un ataque súbito de histeria y se le hincharon dos venas que le formaban una y en la frente. Quizá le había sucedido antes pero era la primera vez que Camargo lo notaba. De pronto no entendió por qué se había casado con ella ni qué hacían los dos allí, compartiendo la cama y un par de hijas que no los dejaban dormir. Al día siguiente también le molestaron sus bostezos, el olor a leche cuajada de su piel, las pantuflas de conejo con las que preparaba el desayuno. Brenda era algo que le había sucedido a un ser que ya no era él. Pero separarse era una incomodidad peor que la de seguir viviendo como hasta entonces. Tampoco lo haría más libre de lo que era.

“Volvé a la realidad, Camargo, vuelve la realidad”. ¿Pero acaso alguna vez te vas de la realidad? Una de las secretarias entró en puntas de pie y le recordó, temerosa, que a las doce enterraban al senador Valenti en la Recoleta.

– ¿Quiere que llamemos al chofer, doctor?

En el diario casi todos tenían la maldita costumbre de dirigirse a él en plural.

– Llámelo, sí, llámelo.


La noche anterior había visto una larga fila de monjes en la ciudad del pasado con la que soñaba siempre. Le gustaba pasear por esa ciudad parque sabía orientarse en ella como si jamás hubiera conocido otra. Puentes, pasajes, mercados ruinosos que flotaban a la deriva en grandes lagos de sal, relojes que marcaban la misma hora eterna: ciudad sin árboles y sin fin, con un sol sucio y noches claras como el día. En las calles del centro se abrían unas cavernas que eran -Camargo lo sabía- hoteles, celdillas iluminadas por velas de cera espesa. A uno de esos hoteles estaban entrando los monjes. Los vio, eran miles, mientras la luna caía en el horizonte de la ciudad como una pelota, y él corría entre astillas de luz a ponerla otra vez en su sitio. Los monjes cantaban en sordina y su ronroneo no lo dejaba en paz. Estaba empujando a la luna por un puente de madera cuando lo despertó el celular del diario. Eran las dos y media o las tres. Brenda dormía en la cama de al lado, boca arriba, la cara cubierta por una repugnante crema de almendras. Aún ignoraba que su madre empezaba a morir al otro extremo del mundo, aún ignorabas vos, Camargo, todo lo que estaba muriendo aquella noche. El celular insistía. Tardó en reconocer la voz del editor nocturno, deshilachada por el cansancio.

– Pasó algo trágico, doctor -le dijo-. Habíamos impreso ya la mitad de la edición cuando nos avisaron que se mató el senador Valenti.

– ¿Y usted qué hizo?

– Lo que pensamos que usted haría, doctor. Parar la tirada. Todavía estamos a tiempo de que la noticia llegue en primera página a los kioscos de la capital.

– ¿Valenti, dijo? ¿Cómo ha pasado eso?

– La viuda lo encontró de rodillas, al lado de la cama, con un tiro en la boca. No dejó ninguna carta. Eso es lo que dicen.

Por fin alguien tenía un gesto de dignidad. La Argentina estaba enferma hasta los huesos. Pero una sola muerte no cambiaría el orden de las cosas.

– Escríbalo así entonces. Que se mató de un tiro en la boca sin explicar por qué.

– Un poco fuerte, doctor, ¿no le parece?

– Eso es lo que pasó, ¿no? Diga lo que pasó. ¿Dónde lo velan?

– No lo van a velar. La viuda se niega. Quiere que lo entierren cuanto antes, a mediodía si se puede.

Dio un par de vueltas inquietas en la cama y al fin decidió levantarse. Hizo ruido, para que Brenda se despertara y le preparara café, aunque sabía que ella no haría nada por él. Salió a la galería, entró en su oficina y prendió la televisión. Hizo zapping por los canales de noticias en busca de alguna imagen del suicidio: tal vez una ambulancia frente a la casa de Valenti, el alboroto de los vecinos. No había nada: sólo escenas de guerra en Gaza y en los Balcanes.


Tal como la secretaria le había dicho, el funeral era a las doce, pero a las doce menos cinco ya estaba el cortejo en el cementerio. La humedad era atroz. Los mármoles destilaban musgo, y había más desamparo fuera que dentro de las tumbas. Salvo su diario, ningún otro mencionaba el suicidio. Las radios citaban el hecho de paso y no daban detalles, lo que era rarísimo. Parecía una muerte que todos querían pasar por alto, como si no existiera. Con tanto sigilo, era explicable que hubiera poca gente en el entierro. Poca y conspicua: el presidente de la República y sus guardaespaldas, los jueces favoritos del gobierno, algunos colegas del difunto. Sobre el ataúd no había una sola flor. Nadie se animó a improvisar un discurso. Uno de los edecanes consiguió de apuro a un cura sordo, que no parecía entender para qué estaba allí y que rezó un responso veloz.

«Pobre Valenti», dijo el presidente en voz alta. «Qué injusticia se ha cometido con ese hombre.» Llevaba alzado el cuello del sobretodo y respondía a los abrazos y apretones de manos sin interés, la mirada vacía, como si estuviera con nadie. Sólo pareció animarse cuando se le acercó Camargo. Lo tomó del brazo y lo llevó aparte:

«doctor Camargo», suspiró. «¿Cuánto le agradezco que haya venido! Haga lo posible para que no se ventilen en su diario las canalladas que destruyeron a Valenti. El pobre ya no puede defenderse.» A Camargo le molestaba que le hicieran insinuaciones sobre lo que debía o no debía decir, y de inmediato se sintió tenso. Contuvo la lengua, pero no pudo evitar que el tono de la respuesta le saliera helado, distante, desdeñoso: «¿Ventilar? Yo no hago eso. Si publico algo es porque lo puedo probar, señor. Y actúo igual con los muertos que con los vivos. Un juez dijo ayer que Valenti era culpable por el contrabando de armas. ¿Cómo quiere que no lo publique?». «Un juez, un juez, ¿qué significa ya eso?», insistió el presidente. «A Valenti lo está juzgando Dios ahora.»

Alzó la mano llamando al edecán y le volvió la espalda a Camargo. Era un hombre pequeño, esmirriado, que disimulaba la vejez cultivando la flacura. Unas hebras de pelo falso y retinto le cubrían los lamparones de calvicie, en la coronilla. La cirugía plástica le daba de lejos un aire de lozanía, pero de cerca parecía un muñeco de torta.

El viento llevaba y traía colillas desfloradas por la humedad. En el atrio del cementerio, Camargo se detuvo ante el gran tarjetero donde los visitantes anotaban sus nombres para indicar que habían asistido al funeral. De reojo, vio que Enzo Maestro trotaba hacia él y se hizo el distraído. Enzo no había estado en la ceremonia. ¿Qué querría? En 1982 tenían escritorios contiguos en la redacción del diario y mantenían un espaciado ritual de almuerzos a solas que era lo más cercano a lo que Camargo entendía por amistad, pero ahora Maestro se había convertido en un perro servicial del presidente, el secretario privado, y prefería hablar con él sólo cuando no tenía más remedio.

– Desde que me llamaron por lo del suicidio no pude pegar un ojo -dijo Maestro. Estaba agitado y sudaba-. Si a mí me quisieran meter en la cárcel también me habría suicidado.

Camargo le sonrió y dijo:

– Yo no. Hay que sentirse muy culpable para matarse.

Cruzó el portal del cementerio y avanzó hacia los grandes gomeros de la entrada. Afuera, la vida respiraba con energía. El sol se desprendía de las nubes con felicidad y caía inadvertido sobre el ánimo de la gente. Maestro, obstinado, le siguió los pasos.

– Viste el mal humor del presidente, Camargo? Le tiran pálidas de todos lados. ¿Te parece que con tanto bajoneo el país puede tener algún arreglo? Cuando las cosas salen bien, nos quejamos porque no salieron mejor. Lo que le hicieron al pobre Valenti me pegó en el alma.

– Nadie le hizo nada, Enzo. Todo se lo hizo a sí mismo. Se dejó filmar mientras le pagaban la coima del contrabando. Ya no tenía salvación.

– Quién sabe cuántos hacen lo mismo y ninguno va en cana.

El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.

– No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.

Caminaron hacia La Biela, frente al cementerio. El chofer del diario había estacionado el Mercedes en la esquina, pero Camargo le hizo señas de que esperara. El café estaba lleno de gente. Una mesa junto a la ventana se desocupó cuando entraron y Camargo se dejó caer en la silla.

– Lo que a vos te hace falta es ir a un gimnasio -dijo Maestro-. Mirame a mí. Con bicicleta, sauna y masajes bajé diez kilos en dos meses. Te dejan como nuevo y ni te das cuenta.

Dos de los senadores que habían asistido al funeral divisaron a Camargo desde la puerta de La Biela e hicieron el ademán de acercarse a la mesa. Camargo alzó una mano y, sin mirarlos, les dio a entender que no lo molestaran.

– Sos de terror, Camargo -dijo Maestro-. Ahora entiendo por qué sólo tenés lameculos a tu lado y ni un solo amigo que te diga lo que piensa.

Los modales de Enzo habían sido siempre untuosos, de sacristía, y cuando hablaba parecía pedir perdón.

– Será que estoy pareciéndome a tu jefe, como el país entero. No voy a darles la mano a esos dos ladrones, Enzo. No puedo. Me da asco. -Entonces, tampoco me la des a mí. Yo estoy en el mismo baile.

– Vos no. Vos sos un forro. A vos te están usando. Vas a terminar en cana como los demás, pero pobre como una rata. Lo de Valenti es apenas el principio.

– ¿Te parece? Acá no hay principio ni fin. En este país siempre parece que está por pasar algo terrible, y no pasa. Todo va a seguir igual, ya vas a ver.

– Si depende de mí, no. Mi diario no cree una sola palabra de lo que dice tu jefe. A mi diario no lo puede asustar ni comprar.

Maestro adelantó la cara y habló en voz baja, marcando las sílabas:

– ¿Querés que esto se convierta en un caos? ¿Querés que todos se maten como Valenti? No sos Dios.

– No hay Dios, Enzo. Eso es lo malo. No hay ningún Dios.


Llegó al diario de pésimo humor. Llamó a los jefes de sección para que se reunieran de inmediato en su despacho, pero ninguno había vuelto de almorzar. Ordenó a las secretarias que los cazaran donde estuvieran, a través de los celulares. Un día de mierda. El calambre reverberaba aún en la cadera. Lo mejor sería ver al médico, pero no ahora. Ahora quería prepararse para su propia guerra. El senador Valenti había negociado la venta de un cargamento de armas a Costa Rica y Panamá, donde no las necesitaban porque no había ejército. Era evidente que antes de llegar a sus destinos, las armas iban a ser desviadas hacia otra parte. Una comisión del Senado aprobó el negocio y el decreto final fue firmado por el presidente pero no publicado en boletín alguno, con el pretexto de que afectaba la seguridad del Estado. A Valenti lo habían filmado mientras negociaba la transferencia de dieciséis millones de dólares a una de sus cuentas en Luxemburgo con el emisario de un país impreciso que podía ser Croacia, Albania o Serbia. El video había llegado a manos de un diputado opositor. Durante meses, la prensa estuvo especulando con la idea de que Valenti era el testaferro de algún poder superior y que parte de la coima se había repartido con otros senadores. La tajada mayor debía estar en los bolsillos del presidente, pero eso ni siquiera se podía insinuar. Un juez por fin, arriesgando la vida, sentenció que Valenti era el organizador de una asociación ilícita y ordenó su arresto. Camargo quería investigar ahora si el suicidio era genuino o si el presidente lo había mandado matar para que no soltara la lengua.


Ahora es fácil contar esta historia porque ya todo el mundo sabe lo que pasó, pero en 1997 era un enredo tan inverosímil que la gente le prestaba poca atención o pensaba que eran exageraciones de una prensa encarnizada. A dos de los cronistas les habían llegado papelitos anónimos con el nombre de los seis senadores cómplices junto a cifras que iban entre los doscientos mil dólares y el medio millón, y que tal vez aludían al pago de sobornos. El propio Camargo había recibido un sobre con el membrete del Senado y un sello que decía confidencial dentro del cual había una hoja con catorce números. Desde el principio sospechó que eran los códigos de varias cuentas bancarias y las envió al corresponsal de Nueva York para que algún experto de allí las descifrara, pero aún no podían hacerlo. Toda la sección Política estaba investigando el caso con frenesí y seduciendo a conserjes y amanuenses de los senadores para que repitieran lo que oían en los pasillos. Días atrás, cediendo a un relámpago de sus instintos, Camargo había llamado a otros directores de diarios en Panamá, Lima, Montevideo y San Pablo pidiéndoles que lo ayudaran en la pesquisa. No confiaba mucho en lo que podía salir de ahí, pero tampoco quería dejar cuerdas sin templar.


Los editores volvieron de sus almuerzos sin la más leve luz sobre el suicidio de Valenti. Todas las fuentes estaban selladas, los hermanos del difunto no contestaban el teléfono, y nadie tenía el menor rastro de una carta final que quizá ni existía. Estaban desanimados y los estragos de la batalla se dibujaban en sus caras.

Camargo hizo rodar hacia atrás su sillón unos centímetros y puso los pies sobre el escritorio: su pose preferida para pensar. Necesitaba estrategias nuevas de investigación. O un golpe de dados que fecundara el azar. ¿Por qué no buscar al tipo que filmó el video? El video había llegado a manos del diputado opositor en un sobre anónimo, y los agentes de inteligencia del gobierno no habían conseguido rastrear al responsable. Quizás en la embajada de Estados Unidos supieran algo, pero si el video se había filtrado desde allí -como suponía Camargo-, nadie soltada la lengua. Los editores tomaban notas afanosas en sus libretas, y los televisores, a sus espaldas, repetían las mismas historias: soldados de la República Popular China entrando en Hong Kong, el culo de Salma Hayek, neumáticos cruzados en la ruta 9, cerrando el acceso a la ciudad de Salta.

Los sobresaltó el timbre del teléfono. Camargo había prohibido que le pasaran llamadas. Si era su mujer se lo haría pagar caro a las secretarias. «De San Pablo», le dijeron. Reconoció la voz lenta y grave de Antonio Pimenta Neves, director de Gazeta Mercantil a quien todos llamaban por el apellido, como a él. En Camargo sobrevivían aún las erres arrastradas de Tucumán, su provincia. También Pimenta pronunciaba las erres con acento caipira, con un dejo inglés.

– ¿Cuáles son los nombres del hijo mayor de tu presidente? -preguntó Pimenta, en perfecto castellano.

– Juan Manuel algo -dijo Camargo. Tapó la bocina del teléfono y pidió la información a los editores-. Juan Manuel Facundo.

– Si nació en 1975, entonces es el mismo.

– ¿El mismo qué?

– Ese chico tiene acá una empresa de importación y exportación que se llama Rosa de los Libres. Es un sello de goma para lavar dinero. Hace tres días depositó siete millones cien mil dólares a nombre de la empresa en la sucursal de un banco de Singapur. Ayer quiso transferir cinco millones a otro banco, en Uruguay, y la operación se está demorando. Anoche salió a festejar y gastó una pequeña fortuna. ¿Qué te parece?

– Joya -celebró Camargo-. Supongo que el número de la cuenta es reservado.

– No -dijo Pimenta-. Tengo una copia del depósito y fotos de la orgía. También hay una lista del directorio de la empresa: el chico es presidente, dos primos son los vicepresidentes, uno de los tíos maternos es el síndico. Te voy a mandar todo por Internet.

– ¿Gazeta va a dar la información?

– Claro, mañana. Pero no con títulos tan grandes como van a darla ustedes.

– Te debo una cena en San Pablo o en Buenos Aires.

– Vas a deberme más que eso.


Camargo ordenó a los editores que olvidaran las fotos. No quería golpes bajos que deslucieran la inesperada historia del depósito bancario. Tres cronistas salieron volando a confirmar lo que Pimenta Neves les había dicho. Y aunque era improbable que el presidente replicara en persona, sus voceros no podrían quedarse callados. Cuando las imágenes empezaron a llegar desde Brasil, Camargo advirtió que la información sería irrefutable: estaban no sólo el cheque del depósito con la firma infantil de Juan Manuel Facundo, el estado de la cuenta, la boleta con la orden de transferencia al Uruguay y las elocuentes imágenes de la orgía, sino también varias poses del chico, captadas por las cámaras del banco, mientras hacía las transacciones en la oficina del gerente. Enzo Maestro llamaría de un momento a otro para detener ese aluvión. Va a izar la bandera blanca antes de las seis, pronosticó Camargo.


Fue un poco más tarde. A las seis y cuarto oyó en el teléfono la voz áspera, hostil:

– ¿Ustedes ya no tienen escrúpulos? Conspiran contra la democracia, se meten con la familia del presidente. El gobierno espera críticas sanas, no periodismo amarillo.

Con todos los ases en la mano, Camargo no tenía por qué perder la calma.

– Cuestión de adjetivos -dijo-. No hay crítica sana. Hay sólo críticas sucias o limpias. La nuestra es tan clara que a lo mejor te parece insultante, Maestro. Detrás de cada palabra que vamos a publicar hay pruebas y testigos.

– Es mejor que tengas razón. Vas a darle al presidente el disgusto de su vida. Cuando se lo conté, se le aguaron los ojos. Conociéndolo como lo conozco, sé que te va a llevar a juicio por calumnias, Camargo. Está frenético.

– Si yo fuera su amigo, le aconsejaría que no lo haga.

– No sos su amigo porque no querés. ¿Cómo podés tener estómago para publicar todas las canalladas que me han repetido tus periodistas?

– No voy a publicar todo lo que tengo, Maestro. Sólo una parte. Decile a tu jefe que no me obligue a publicar lo peor.

– ¿Lo estás amenazando? Entonces, querés la guerra.

– No quiero la guerra ni la paz. Ni aspiro siquiera a que se haga justicia. Mi ambición no va tan lejos. Sólo quiero que la gente sepa, como yo, que algo huele a podrido en Buenos Aires.


Se sintió aliviado. De pronto, recordó que no se había despedido de las mellizas y pidió a las secretarias que las llamaran, para no tropezar de nuevo con la voz quejumbrosa de Brenda. ¿Qué clase de vida era su vida, atada a los teléfonos? ¿Sabría su vida alguna vez abrir los brazos a la felicidad y a la desdicha? El escritorio era una fronda enloquecida de papeles y maquetas, pero siempre se las arreglaba para que el portarretratos de las hijas creara un oasis limpio frente a él. Apenas las había visto aprender a caminar, a hablar, a leer. Apenas las había visto y, sin embargo, eran el único amor que tenía. Le preocupaba la más débil de las dos, Ángela, que un par de semanas antes había caído en cama con una fiebre rebelde y un dolor de huesos que no la dejaba en paz. Se había vuelto de pronto melancólica y huidiza. Así sonó en el teléfono, como una niña desamparada. Tenía trece años y parecía de diez.

– ¿Vas a venir a Michigan?, -le preguntó. No tuvo corazón para decirle que no.


A eso de las siete, en lo peor del trajín, apareció en su pantalla la necrología de Mitchum. La había olvidado por completo. Jamás leía ese tipo de información, menos aún en los días de tormenta, pero antes de ir al entierro había ordenado que se la mostraran y ahora sentía una curiosidad incómoda como un presagio. Aquella chica tan etérea y a la vez tan terrena. Le pareció raro que sólo pudiera evocar sus formas pero no su cara: la silueta de un espectro en el espejo.

Los primeros párrafos no estaban nada mal y fluían con tanta naturalidad que el lector avanzaba sin darse cuenta al párrafo siguiente. Había en ella una conciencia del lenguaje de la que carecían los periodistas más presuntuosos y mejor pagados. Empezaba con una evocación de la infancia huérfana de Mitchum en Bridgeport, enumeraba después los extravagantes oficios de su juventud -matón de cabaret, promotor de astrólogos-, y describía con un par de trazos certeros las siete semanas infamantes de cárcel en Los Ángeles por fumar marihuana, luego de haber sido candidato al Oscar. A Mitchum lo había desvelado siempre el problema del Mal, decía Reina. Era un calvinista en busca de personajes detestables como los de Cape Fear y Encrucijada de odios, interesado en demostrar cuán imposible era para Dios salvar a sus criaturas más ciegas. Reina dedicaba veinte líneas desafinadas, en el centro de la necrología, a comentar La noche del cazador, en la que el difunto había desplegado todos los registros de su complejo arte. Camargo las leyó con alarma. Esas líneas confirmaban sus presentimientos.

Según Reina, Mitchum se había entretenido con la lectura de algunos evangelios gnósticos durante la filmación de esa película. A través de las siete historias censuradas de los valentinianos que los arqueólogos Bickel y Von Hoist exhumaron en 1943, supo que Maria, la hija virgen y adolescente de Joaquín y Ana, dio a luz no un hijo sino dos idénticos. Los gemelos se llamaron Jesús y Simón. Ambos habían llevado vidas paralelas, predicando a la vez en Galilea y en Siria; ambos fueron crucificados en ciudades distintas, acusados de conspirar contra el poder de Roma, y ambos también resucitaron al tercer día. Pero sólo uno de ellos era hijo de Dios. El otro era un impostor que cayó en el atroz pecado de soberbia al fingir una divinidad para la que no lo habían elegido. Su milagrosa y simultánea resurrección confundió a los evangelistas de ambos credos. Los valentinianos sugerían que el mellizo de Dios -o del hijo de Dios- era el demonio.

Mitchum, escribía Reina, trató de ilustrar esa idea al exhibir, en una prodigiosa escena de La noche del cazador, las falanges de sus manos tatuadas con las palabras Love y Hate, Amor y Odio, entrecruzándolas para explicar las batallas eternas entre el Bien y el Mal. Camargo sabía que el dato era falso: los gnósticos habían inspirado no a Mitchum -hombre de lecturas precarias-, sino a Charles Laughton, el director del film. De todos modos, la digresión era inoportuna y de ningún modo iba a publicarla. A Camargo le daba lo mismo que Jesús hubiera tenido un gemelo o una hermana melliza, o tres. Ya nadie podría cambiar la dirección en que se había movido la historia de la especie humana. Y además, en plena guerra con el presidente, no era momento para abrir otro frente de conflicto irritando a los obispos de la Iglesia, que llamarían blasfemia a lo que era sólo una cándida provocación.


Durante algunos segundos, vaciló entre ordenar que despidieran a Reina o llamarla a su oficina para que explicara por qué había introducido esa información tan fuera de lugar. La chica le despertaba una vaga curiosidad intelectual. En un par de minutos, podría conocerla mejor. Llamó por la línea interna a Sicardi, el jefe de personal, y le pidió que le llevara las fichas de ingreso. Remise no, repitió. Remis. Reina Remis. Confiaba en Sicardi a ciegas. Era retacón y tenía la nariz grande, cruzada por retículas de vasos capilares. Sus informes eran siempre metódicos, prolijos, sin una palabra de más.

– Acá traemos todos los datos, doctor -dijo Sicardi-. Teléfono, dirección, nombre y oficio de los padres, edad, estudios cursados, lista de los trabajos anteriores. En este último punto no hay gran cosa. Sólo seis meses como pasante en una biblioteca de Adrogué y otros seis como investigadora en la sección Bienes Raíces de Crónica Mercantil. En los dos casos renunció para seguir estudiando.

Hablaba de pie, con la cabeza inclinada. Jamás se habría atrevido a sentarse en presencia de Camargo.

– ¿Quién la recomendó al diario?

– Ella sola. Remis. Fue la mejor calificada entre los seis estudiantes que trabajaron con beca el año pasado.

– ¿Está graduada en algo?

– Es licenciada en Comunicación, doctor. Promedio 9,86.

– ¿Cuántos años dijo que tenia?

– Es mayorcita ya. En noviembre cumple treinta y uno.

– Estuvo casada, entonces.

– Por lo que vemos acá, no estuvo. Célibe.

– Léame los resultados del examen de salud.

– Sangre y orina, doctor. Sin problemas.

– ¿Sólo eso? Quiero exámenes completos. Quiero saber si la gente que usted contrata tiene o tuvo venéreas, ladillas, tuberculosis, reglas irregulares, muelas podridas, amígdalas en mal estado, si las mujeres están preñadas o estuvieron alguna vez. Con las mujeres hay que desconfiar, Sicardi.

– Así es, doctor. Nunca se sabe. Si no lo hacemos es por el tema del ahorro. El rubro médico sale muy caro.

– No le pregunté cuánto cuesta. Hágalo. Y dígale a esa chica Remis que venga a verme. Deje acá las fichas.

Los televisores multiplicaron la cara mítica del Che Guevara en la batea del hospital de Vallegrande. ¿Habrían ya encontrado el cadáver? Llamó al editor de Internacionales para que lo averiguara. No, habían exhumado un fémur cerca del aeropuerto, pero era de una mujer patizamba. Los periodistas serios tenían que abrirse paso entre la hojarasca de versiones falsas que difundían las radios y los canales de noticias desesperados por llamar la atención.

Lo que en la jerga del diario se llamaban «las fichas» eran un compendio de todas las informaciones que Sicardi había logrado reunir sobre los redactores del diario. Algunas páginas reproducían los interrogatorios a que él mismo los había sometido antes de entrar. Otras incorporaban números de teléfonos, borradores de cartas arrojadas al cesto de papeles, panfletos que mencionaban sus nombres, copias de sus afiliaciones a partidos políticos o a clubes de fútbol. A las fichas de Reina Remis se añadían también algunas fotos: de los padres, de un hermano mayor, de las sobrinas, de un músico de rock que había sido su novio. Camargo examinó el conjunto con delicadeza y curiosidad, como si el personaje fuera una miniatura y lo tuviera entre los dedos. Qué vida mínima: jamás había pasado allí nada importante. Cursos de inglés básico, bachillerato en un colegio de monjas, un par de viajes a Río y a San Pablo, en ómnibus, y otro a México, con mochila a la espalda. El padre era mecánico de automóviles en Adrogué, propietario de un taller. Había sobrevivido a todos los descalabros económicos de la Argentina y no se quejaba, según Sicardi. Le gustaba montar a caballo y ella lo acompañaba los fines de semana al Club Hípico. En 1995 se había mudado de la casa familiar de Adrogué a un cuchitril de dos ambientes en la calle Humberto Primo. Por supuesto, el padre le pagaba las cuentas, pero Remis quería ser independiente, recibirse de mujer, alcanzar la fama, escribir en los diarios.

Ahora, el silencio se posaba sobre esta orilla aérea de la ciudad. En el río, la oscuridad viraba al morado. Los apuntes de Sicardi eran tan impecables, tan perspicaces, que le devolvían la fe en la inteligencia humana.

El escritorio se le iba poblando de notas breves que dejaban las secretarias. Mensajes de cronistas, voces del mundo. Mientras él no llamara a la gente, nadie osaría entrar en su santuario. MV dijo en el noticiero de ATC que la de Valenti fue una muerte accidental, no suicidio: ésa va a ser la versión oficial. ¿La cubrimos? /// Por presiones del gobierno acá o allá, el banco de Singapur va a negar que el cheque del depósito hecho por Juan Manuel en San Pablo es auténtico. /// En la antesala espera la señorita Remis. Dice que Ud. la mandó venir. /// La viuda de Valenti se marcha del país. Está en Ezeiza, con pasaje de primera clase en el vuelo a Chicago. Le pusieron custodia: cuatro pesados de inteligencia. (Es el vuelo de Brenda y las mellizas, también primera clase. Tal vez conversen antes de dormir. Tendré que llamar a Brenda mañana y preguntarle detalles sobre lo que hizo y dijo la mujer en el viaje, para una nota de color.)

– Que entre Remis -ordenó Camargo.


Estaba vestida con la misma ropa deslucida de la mañana: un suéter de cuello volcado y un blue jean demasiado estrecho. Camargo le indicó una silla al otro lado del escritorio y volvió la mirada hacia los televisores.

– Un momento -dijo. Quiero ver esto.

Las pantallas exhibían la imagen fija de Shoko Asahara, el profeta ciego de la secta Verdad Suprema que en 1995 había envenenado con gas el subterráneo de Tokio. Era una imagen insoportable, sin sonido.

– Mitchum -siguió Camargo-. Te he llamado por lo que has escrito sobre Mitchum.

– ¿Pasa algo? -se protegió la chica-. Trabajé una barbaridad. Verifiqué dato por dato.

– No todos. Mitchum no leía a los valentinianos. Era Laughton.

– ¿Charles Laughton?

Al decirlo, se le subió la sangre a la cara.

– El director de la película. En esa época, los actores podían improvisar muy poco durante la filmación. 1955. No tenés la más pálida idea de lo que era Hollywood en esos tiempos.

– Me confundí, entonces -admitió la chica. Pero no se disculpó.

– Tu nombre, Reina, ¿de dónde sale?

– De mi abuela materna. Era brasileña. Se llamaba Regina Maria da Gloria. A mí casi me ponen Reina Isabel. Se contuvieron justo a tiempo.

– ¿Creés de verdad que Jesús tenía un hermano gemelo?

– Cómo voy a saberlo. No sé. Todo es posible. Apenas sé quiénes eran los valentinianos. Leí mal, ya le dije.

– Tengo que cortar esos párrafos, Reina. El diario nunca publica necrologías tan largas.

– ¿Por qué esos párrafos, justamente? Son lo mejor del artículo. Si quiere, los corrijo y digo que la idea era de Laughton.

– No. Hoy es un día difícil. No le llamé para discutir.

– ¿Me puedo ir, entonces?

La luz de los televisores subrayaba el contorno de lo que ella era, o de lo que Camargo quería que fuera. Podía adivinar los muslos firmes debajo del blue jean, la ondulación de los pechos, la suavidad del vello de los brazos. Parecía que la silueta fuera un acuario y el cuerpo navegara dentro de ella, esquivo. Y su manera de mover las palabras de un lado para otro: eso sí era inesperado. No sabía que la inteligencia de las mujeres pudiera ser escurridiza como los peces.

– Alguna vez fui critico de cine, Reina. He leído decenas de notas sobre Mitchum. La tuya no está mal, pero casi todo lo que escribiste no le interesa a nadie. La gente compra los diarios para enterarse en dos minutos de lo que pasa. No quiere perder el tiempo con los detalles. Con eso de los mesías gemelos te fuiste por las ramas.

– No es así, no es así. Si quiere, alguna vez lo hablamos. Un día menos difícil que hoy.

– Fue difícil. Ya no lo es más. Ahora tengo hambre. Podemos seguir con el tema mientras cenamos en alguna parte.

– ¿Fuera de acá?

– Claro. En cualquier parte, no importa dónde, fuera de este mundo.

– Mire la pinta que tengo. Mejor me arreglo un poco y lo encuentro donde usted decida. ¿A qué hora?

– A las diez. Dejales tu teléfono a las secretarias. Ellas después te avisan cuál es el restaurante.


En la cara de Reina no se reflejó ninguna emoción. Los grandes ojos negros estaban muy abiertos pero vacíos, como los de una vaca que ha viajado días en la tiniebla de un vagón y llega de pronto a un campo desconocido.

Salvo cuando lo acometían dolores en la cadera como los de aquella mañana, Camargo se sentía joven. No le parecía que su cuerpo fuera menos radiante que cuando jugaba al fútbol en la universidad y, aunque los músculos estaban algo flojos y caídos, aún le gustaba exhibir en la playa los bíceps y el pecho rotundo. Sacó el Cohiba que escondía en el escritorio y, luego de despuntarlo, lo encendió. Lo iluminó la felicidad de ser él mismo. Todavía era joven y acaso una sola mujer fuera poco para él. Necesitaba una mujer que fuera cien mujeres, bandadas de tiernas mujeres que lo alumbraran como octubre, soles de mujeres en las que nunca se posara la noche.

Cuando le llevaron la información de la primera página, la corrigió con displicencia. No dudó al elegir el titulo principal. Era fácil: El hijo del presidente depositó una fortuna en un banco de Brasil. Un título sensacionalista, como Maestro temía. Subido de tono y verdadero para quien creyera que siete millones eran una fortuna. Aquellas pocas palabras develarían, sin duda, la punta del ovillo de la corrupción: el contrabando de armas, la razón del suicidio de Valenti, las valijas henchidas de dinero que el presidente hacía entrar por Ezeiza, las conexiones con los narcos de Cali, las pústulas de la pobre patria. Siempre tenías razón, Camargo, ése era tu orgullo máximo: no equivocarte cuando todos se equivocaban. Le vino a la memoria una canción de los años sesenta:

Has evitado los errores y te sientes salvado.

Pero has caído en el supremo error de no cometerlos.

Eso no era para él, jamás sería: había nacido a salvo del error. Cualquier cosa podía pasar al día siguiente, y para todo estaba preparado. Para todo, menos para lo que finalmente sucedió.

Загрузка...