Siete

Hace una hora pusieron a la pobre Ángela en terapia intensiva, te ha dicho Brenda por teléfono en un castellano ya erosionado por el desuso. No le pueden controlar una infección respiratoria. Según el doctor Clarke, los glóbulos blancos que tiene se han vuelto inocuos. Le han hecho tantas transfusiones que no le queda una vena sana. Ayer tuvieron que inyectarla en el dorso de la mano. El dolor no la deja en paz. Si la oyeras te partiría el alma. ¿Y el pecho? Pobre chiquita, el pecho es de una flacura que te espanta. Tendrían que empezar de nuevo con la quimioterapia, pero antes van a evitar que la infección siga invadiéndola. ¿Te das cuenta? ¿Cómo se puede sufrir tanto cuando se tienen sólo quince años? Ya no doy más, Camargo. No puedo verla así. Me le acerco a la cama y me pregunta ¿cuándo va a venir mi papá? Apenas le queda voz. Hace más de tres meses que no te ve. Has ido a Toronto, a Las Vegas, y no has tenido tiempo de pasar aunque sólo sea un día por Chicago. Es tu hija, ¿no? Tengo miedo, Camargo, miedo de estar sola, miedo de lo que pueda pasar.

El doctor Clarke, ¿quién es?, has dicho. El hematólogo que la está viendo desde que empezó todo, se asombra Brenda. Cómo no te vas a acordar de él. Pero es así, no te acordás. Hace ya mucho que pensás en Ángela como si no tuviera que ver con vos. Decís su nombre y se te abre un blanco en los sentimientos. Las fotos de los conciertos, los paseos en bicicleta, nada de ese pasado te conmueve. Has ido a visitarla un par de veces este año y ni siquiera tuviste ánimo para abrazarla. Se ha vuelto demasiado frágil. Ha dejado de pertenecerte, porque ahora pertenece a la enfermedad, a la mala suerte, a una pena de la que preferís estar lejos. Tratás de decir algo más en el teléfono y no te sale. ¿Cómo está Diana?, has preguntado. Rara vez tu ex esposa y vos hablan de la otra melliza. Ella también te es ajena. No se ha separado ni un instante de la cama de Ángela, responde Brenda. Ahora sí, porque no la dejan quedarse en la sala de terapia intensiva. Está acá mismo, conmigo. ¿Querés hablar con ella? No, contestás, aterrado. Ahora no puedo. Tengo a dos de los editores en la antesala. La situación del país es grave, como sabés. Estamos esperando de un momento a otro la renuncia del ministro de Economía. Dale un beso de mi parte a Diana. Decile que la extraño. Si puedo viajar mañana te lo hago saber, Brenda. Tengo que cortar. ¿Mañana?, pregunta ella. No lo puedo creer. ¿Vas a esperar a mañana? Ángela tiene cuarenta y un grados de fiebre y no se la pueden bajar. No sé si te das cuenta que mañana podría perder la conciencia y agravarse tanto que no te dejen verla. Tiene que ser hoy mismo, Camargo. Sos el padre. Te subleva que Brenda invoque una responsabilidad a la que nunca has faltado. Estás gastando una fortuna en hospitales y médicos inútiles, que ni siquiera saben bajar una temperatura de cuarenta y un grados, y ella te habla de tus deberes de padre. Es más de lo que se puede tolerar. No me apurés, Brenda, le decís. Siempre estás queriendo manejar la vida de los otros. Ya voy a ver cómo me las arreglo para viajar.

La tranquilizás con promesas para sacártela de encima. Ha tratado de manipularte, y una vez más has evadido el cerco. No tenés la menor intención de salir de Buenos Aires. ¿Justo ahora, cuando la mujer de la ventana de enfrente te ha traicionado y ha dejado en ridículo los meses de atención que le dedicaste? Después de haber construido su cuerpo con tu mirada, ¿vas a permitir que tu obra se deshaga en las manos de otro? Estás furioso, desesperado por castigarla, y con semejante espina no podes ir a ninguna parte. Ya vas a tener tiempo para ocuparte de Ángela. Ahora, la mujer de enfrente es más importante que todo.

Al día siguiente de tomar el fenobarbital durmió hasta las doce. Postergaste las citas que tenías en el diario hasta que la viste despertar y arrastrarse sin energía por la casa, despeinada y desencajada. Llamó dos o tres veces por teléfono, tal vez al médico o a su madre, y también a su trabajo para decir que tenía mareos, náuseas y que iría cuando se sintiera mejor. Mientras la espiabas, apartado de tu propia ventana para no delatar tu acecho, ordenaste a uno de los redactores de Cultura que averiguara con extrema discreción -extrema, subrayaste, dándole a entender que un paso en falso podría costarle el puesto- si alguna editorial de Buenos Aires estaba por publicar un ensayo sobre Jesús, sobre los primeros años del cristianismo o cualquier tema conexo. Tal vez sea una colección de varios autores, le dijiste, y en ese caso anote quiénes son. Vaya también a las editoriales marginales, a las clandestinas, a las que están en formación. Sea exhaustivo. Y entrégueme el informe a mí, sin intermediarios, cuanto antes. Destrozarías a todo el que osara publicar las mierdas que esa rata estaba escribiendo a escondidas.

La mujer era joven y tenía un físico indestructible. A las dos de la tarde, el efecto del fenobarbital le había pasado por completo. No cesaba de tomar agua e iba al baño a cada rato. Se apartó un momento de tu mirada para darse una ducha y regresó de nuevo lozana y enérgica. Se hizo café, pero no comió. La viste vacilar un par de veces ante el cartón de jugo de naranja y volverlo a guardar en la heladera. No sintió desconfianza, de eso estabas seguro, pero tendrías que vigilar sus hábitos por si rechazaba el jugo. En ese caso, buscarlas otro recurso para la próxima ración de fenobarbital. Lo que se haya borrado de su memoria sobrevivirá en el cuerpo. Cada vez que se acerque al jugo de naranja, el pasado volverá a ella como si fuera presente. Lo que la mujer olvide tenés que recordarlo vos.

La viste sentarse ante la computadora y revisar el correo. Estaba agitada, sin tiempo para responder a los mensajes. De día era más difícil observarla, porque la luz de la calle dejaba demasiados espacios en la penumbra. Pero sus movimientos se volvían nítidos cuando estaba cerca de la ventana, se miraba al espejo o abría la heladera.

Has dejado que pase una semana para que ella relaje sus costumbres. Sabés que, en ese lapso, ha llamado dos veces al editor colombiano desde el teléfono de su oficina, gastando dinero ajeno en su amorfo. Presenta el viaje a Río de Janeiro como un trabajo de investigación urgente, para que la empresa a la que sirve le pague los gastos. Además de puta es ladrona. No merece la menor piedad.

Ahora llegás siempre temprano a tu cuarto de la calle Reconquista, antes de las diez de la noche. Dejás el cierre en manos del editor nocturno o de Enzo Maestro, al que has contratado poco antes del cambio de gobierno. Lo elegiste por sus contactos políticos, lo fuiste ascendiendo por su lealtad sin fallas y al fin lo has convertido en tu mano derecha.

Ya lo primero que hacés no es aferrarte al telescopio sino cruzar la calle e intentar un diálogo con la pareja sin techo que duerme junto al edificio de la mujer. Cuando vivías en Chicago aprendiste que la gente, al dirigirse a una persona que no entiende la lengua del lugar, habla con lentitud, marcando las sílabas, como si la completa ignorancia del idioma ajeno se disolviera sólo porque la voz va más despacio o el tono es más alto. Pero nada es tan eficaz como el lenguaje de los gestos. Así has ido comunicándote con el hombre sin techo, porque la mujer no te quiere: aprieta los labios sumidos cuando te ve llegar y se tapa la cara con su frazada de ruinas. Son refugiados de la guerra de Kosovo y usan una intrincada variante dialectal del serbio. Ni siquiera son parientes: los une el infortunio de haber huido del mismo pueblo montañés, cerca de una ciudad llamada Pranjani, o eso creés entender. Han pagado una fortuna para llegar a Buenos Aires, sobornando controles migratorios en Ciudad del Este y Posadas, sólo para descubrir que en la capital están condenados a un destino de mendigos. El hombre recoge a veces latas y botellas en rincones por los que aún no han pasado otros como él. Al invadir zonas ya tomadas se arriesga a que lo maten a palos y lo tiren en una zanja. ¿Pero qué otra cosa podría hacer? No hay trabajo para nadie, la gente ha perdido la cabeza, la única idea fija es comer. Somos vientres, sólo vientres, dicen los ademanes del hombre.

A veces les llevás latas de carne y de sopa. La sin techo sabe decir gracias, porque la has oído pronunciar torpemente esa palabra cuando alguien le arroja una moneda, pero a vos re mira con encono y, cuando re detenés a conversar, se dirige a su compañero repitiéndole Bassmo zedni. Por lo que has ido adivinando, la frase significa ido que tenemos es sed„ o algo por el estilo. Que te rechace podría estorbar la relación que has ido tejiendo con el hombre: tratás de ser cortés con ella, de vencer su desconfianza, de pasar por alto sus groserías. No es fácil, porque verla re resulta cada vez más repugnante. Cuando se incorpora del jergón tiene una melena erizada, con nudos de medusa. La hediondez que despide es insoportable. Al menos no se molesta cuando te alejás caminando una o dos cuadras con su compañero, aunque los sigue todo el tiempo con la mirada y fingiría un ataque si los perdiera. No te podés explicar en qué consiste la dependencia que se ha creado entre esos dos. No puede ser física, porque el hombre es todavía fuerte y, si no fuera por los dientes, hasta sería atractivo, en tanto que ella ya se ha deformado por completo, con sus costras y sus enfermedades de pesadilla.

Más de una vez les has ofrecido pagarles un cuarto de pensión, pero se han negado. Conservan cierta altivez, corno si la miseria fuera una elección y no una derrota. Ahora no te queda otro remedio que hablarles claro y decirles lo que necesites. La mujer de enfrente se va dentro de tres días a Río de Janeiro y tenés que evitarlo de cualquier manera.

Después de la conversación con Brenda salís en busca de los sin techo: el tiempo te muerde los talones. Son las diez de la noche y hace ya semanas que las rutinas han cambiado en el departamento de enfrente, quizá porque la mujer está enamorada y prefiere no distraerse de sí misma. Llega temprano de la oficina, rara vez acepta invitaciones a cenar, y desde el alba pasa muchas horas escribiendo. Los domingos, sin embargo, sus hábitos son los de siempre: monta a caballo y regresa cuando oscurece. Oye música, se desnuda ante el espejo. Está más interesada que antes en el cuidado de su cuerpo: la ves estirarse en una barra cuando se levanta, hacer flexiones, untarse cremas en las piernas y en el pecho antes de ir a la cama.

Momir -has aprendido que así se llama el hombre- ya está roncando en el nido de escombros cuando vas en su busca. La compañera, en cambio, sigue sentada, fumando. Le pedís permiso para hablar con él. De nada te serviría despertarlo, porque ella no lo dejaría moverse. Juntas las palmas de las manos e intentas un ademán de súplica. Importante, importante, le repetís en castellano, sin saber cuál de esas sílabas la conmueve. Cekaéu ga, insistís. Creés que eso significa algo parecido a “voy a estar esperándolo”. Luego dejas caer una palabra que la sin techo, por fin, entiende: Pranjani.

Todo lo que la pareja quiere es -re lo ha dicho el hombre- regresar a Pranjani. Del pueblo donde vivían, devastado por los bombardeos, no quedan ni los escombros, pero en Pranjani ha empezado la reconstrucción. Allí él podría trabajar como albañil. No has conseguido adivinar si te dijo albañil o maestro de obras u otro oficio vinculado a la ingeniería porque el lenguaje de los gestos es limitado, y el castellano del hombre es ínfimo, utilitario. Has venido a ofrecerles lo que desean.

Te ocultas en la portería de tu propio edificio mientras Momir se despeja. Tenés miedo de que la mujer llegue de la oficina de un momento a otro. Al fin ves que el hombre se yergue y re busca con la mirada. Le indicas que cruce la calle, pero no lo hace hasta que su compañera se lo ordena: Pita ga. Ha llegado el momento de que le propongas el intercambio en el que estás pensando desde que leíste los mensajes de la mujer de enfrente a su amante colombiano. Vas a recomendarle discreción extrema -extrema, repetirás-, pero ¿cómo podría traicionarte este campesino sin lengua, ajeno al mundo? Desde ya descontás que la negociación no va a ser fácil: habrá consultas infinitas del sin techo con su pareja. Tu oferta es simple: una suma de dinero suficiente para cubrir dos pasajes a Belgrado, el ómnibus hacia Pranjani, más lo que haga falta para sobrevivir una semana. Vas a decir «Tres mil pesos, a la espera de que Momir replique: «Cinco». Lo que te pide es más, sin embargo. Quiere pasaportes nuevos para él y la mujer. Creés entender que en la travesía de Posadas a Buenos Aires les han robado todo lo que llevaban: documentos, dinero, joyas, ropas, fotografías. ¿Pasaportes?, repetís, extrañado. No es posible. ¿Cómo vas a conseguirlos en tan poco tiempo? El tendría que cumplir con su parte del trato mañana por la noche, y vos no podés entregarles los papeles antes de setenta y dos horas, con suerte. Voy a darles los pasaportes, les doy mi palabra. Tengan confianza. Te mira desconcertado. Cruza otra vez la calle y discute con la compañera. O Momir no ha entendido tus argumentos o la mujer no transige. Regresa cabizbajo. ¿De cuánto tiempo dispongo, entonces?, le preguntás. Ahora, responde Momir, implacable, señalando el piso con el índice, sin dejar dudas de su firmeza.

La insensatez de los sin techo te enfurece. Cómo se les ocurre a esas liendres oponerse a tu voluntad? No vas a pasar por alto este desaire. Vas a destruirlos, cuando llegue el momento. Ahora son, por desgracia, el arma que necesitas para darle una lección a la mujer de enfrente. Mientras no lo hayan hecho, tendrás que emplear todo tu poder en darles lo que piden. Recurrir tal vez a Sicardi, el jefe de personal, o a Enzo Maestro, que todavía tiene contactos con los servicios de inteligencia.

Voy a cumplir, Momir, decís. Voy a dedicarme por entero a eso. A las siete de la mañana enviaré una persona de confianza para que les tome fotos acá mismo, en la calle. Traten de asearse, péinense. Traten de parecer normales. Después, a la noche, te entregaré, si puedo, los papeles de tu compañera. Te daré el dinero y el otro pasaporte más tarde, después de que hayas hecho lo que te pido. Momir se aleja una vez más para saber si la mujer está de acuerdo. Desde los escombros, ella asiente. Dios, cuánto conciliábulo.

Pero la realidad está en tu contra. Mientras hablabas con Momir desconectaste los celulares, y ahora advertís que en los dos hay mensajes desesperados. Maestro ruega que vayas cuanto antes a tu despacho. El presidente ha despedido a medio gabinete, dice, y se ha enredado en una pelea mortal con los aliados que lo llevaron al poder. No quiere oír las razones de nadie, salvo las de sus hijos. La crisis es ya tan grave que puede renunciar el vicepresidente. El diario está inmovilizado, Camargo: todos a tu espera, dice Maestro en el contestador. ¿Cómo voy a autorizar los títulos de primera página sin que los veas? Tengo ya los borradores listos, sobre tu escritorio. Una vez más pensás cuán certero fuiste al elegirlo para que te secunde. A la mitad de los redactores les repugnó. Fue el vocero con menos escrúpulos que haya conocido el país, te dijeron. Ni durante la dictadura hubo alguien así. Exageran. Lo llamaste a tu lado porque no discute órdenes: las perfecciona. La lealtad sin quebranto que le profesó al presidente anterior ahora te la profesa a vos. Y la imaginación dañina, maliciosa, con que entretuvo al país mientras su jefe robaba a mansalva, ha ido refinándose en el diario. No puede crear hechos, como antes, pero es un malabarista jugando con ellos, corrigiéndolos y desplazándolos. La vida es injusta con hombres como Maestro, te has repetido más de una vez. En un país menos insignificante que la Argentina habría sido un Fouché, un Kissinger, un J. Edgar Hoover. En la biografía de ninguno de ellos hay una joya de la distracción tan admirable como la falsa penitencia del anterior presidente en Los Toldos, en la zanja de Alsina y en el Valle de la Luna simultáneamente: tres golpes de dados que desembocaron en un solo azar.

Te gustada confiarle tus tribulaciones con la mujer, porque Maestro sabría darte un consejo certero, pero ése es un secreto que no podés entregar a nadie, Se lo dirías a tu madre, eso sí, derramarías en ella todo lo que llevás por dentro si volvieras a verla, pero aunque la esperanza siga en pie, hace tiempo que has dejado de buscarla, Camargo: tu madre se ha ido ya del reino de este mundo.

En el celular reservado para las hijas y los íntimos hay dos llamadas enojosas. Ángela se agrava hora tras hora. Con voz de funeral, Brenda te anuncia que no le pueden controlar la infección. Tres médicos la atienden en la unidad de terapia intensiva. Si acaso no estás en vuelo rumbo a Chicago, dice Brenda, te ruego que busqués alguna conexión por San Pablo, por Lima, por donde sea. Tenés que estar acá cuanto antes, Camargo. Diana y yo estamos desesperadas.

Tu ex mujer se ha vuelto loca. ¿Cómo se le ocurre que podés viajar al menor sobresalto de la enfermedad de Ángela? No sería la primera vez que trata de enredarte una falsa alarma. Tu hija tiene una leucemia difícil de curar, de las llamadas mieloblásticas, pero ya se ha recuperado antes y no tendría por qué ser peor ahora. Si Brenda se pusiera por un instante en tu lugar, sabría que te ha caído encima una crisis política y no podés abandonar el diario irresponsablemente. Y si viera la vida en tu misma longitud de onda, como en los primeros años del matrimonio, adivinaría que el viaje de la mujer a Rió de Janeiro es para vos la única cuestión de vida o muerte.

La otra llamada te importuna: es Reina Remis, que necesita verte cuanto antes. Tan sólo un minutito, ruega, soy víctima de un malentendido y quiero disiparlo cara a cara. No vas a recibirla, ya lo has resuelto. Someterás su caso a la justicia de Sicardi y no moverás un dedo en su favor.

¿Y mañana? Ah, no quisieras dejar ni un hilo suelto en tus planes para mañana. Apenas entrás en tu oficina querés ver a Sicardi. Quizás él solo pueda resolver todo lo que te inquieta. No podés evitar que su nariz te ponga nervioso: un pimiento enorme, a punto de reventar. La moralidad de Sicardi es un terreno inexplorado, de modo que vas moviendo tus palabras con delicadeza, como si las hicieras caminar sobre carbones ardientes. No se preocupe, doctor, te dice, podemos tener los pasaportes mañana por la tarde. Falsos, por descontado. Voy a ubicar los que robaron del consulado polaco. ¿Esos malandros que vamos a sacar del país son croatas, dijo usted: serbios, montenegrinos? Nadie se va a dar cuenta, entonces, de la diferencia. Serbios, polacos, búlgaros: es la misma resaca. Te resignás a dejar las puntadas finales en manos de Sicardi: las fotografías, la invención de los nombres, las fechas probables de nacimiento, entre 1954 y 1960. Quisieras que no haya errores de traducción al escribir los datos en los papeles, le has advertido: esos detalles podrían arruinar todo el esfuerzo cuando pasen por el filtro de Migraciones. Mire que hay letras raras en esas lenguas, Sicardi: y griegas con acento agudo, efes con rayas transversales, haches circunflejas. Doctor, no se preocupe, te tranquiliza. ¿Acaso alguna vez le hemos fallado?

Aún te incomoda el tema de Reina Remis: es el invisible campo de espinas que ni Sicardi ni vos se atreven a franquear. ¿Algo más se le ofrece, doctor Camargo? ¿Nos olvidamos de Remise, tal vez?, te pregunta, obsequioso, allanando el terreno. Debed as agradecerle porque más de un vaso capilar en su nariz habrá sucumbido a la tensión. Remis, lo corregís, acentuando con fuerza la primera sílaba. Se llama Reina Remis. Ya sabe usted que ha traicionado al diario. Esa aerolínea, Fleet, le ha pagado un soborno. No queda otra salida que despedirla, Sicardi. Y si fuéramos más despacio, doctor Camargo?, se alarma él. ¿Si le llamamos la atención con suspensiones escalonadas? Despedirla de un día para otro nos saldrá carísimo. acaso tenemos pruebas de esos pagos? Más caro sale retenerla, Sicardi. Actúe. No se extravíe en pruritos legales.

Te enfurece tener que dar explicaciones. Cuando se trata de Remis, no aceptás que nadie te contradiga. Despídala pero déle tiempo, le repetís. Permítale cometer un par de errores más. Que nos haga juicio. La vamos a tener meses sin cobrar, yendo de un abogado a otro.

Qué alivio al fin. Ya te has quitado de encima el malestar que no te dejaba en paz. Apenas tengas un respiro vas a llamar a los directores de El Heraldo, de los canales de televisión, de las agencias de noticias y a todas las radios que se re vengan a la cabeza para advertirles que Reina te ha traicionado y que darle un empleo equivale a declararte la guerra. Deberla servirte de lección, Camargo. La llevaste demasiado lejos, hasta alturas donde sólo seres como vos saben respirar sin intoxicarse. Le ofrendaste tu intimidad, le duplicaste el sueldo por lo menos dos veces. Ganaba casi tanto como Maestro. Por ella, sólo por ella, te separaste de Brenda y te alejaste de las mellizas, aunque quizá tarde o temprano lo habrías hecho. Y mirá cómo te ha pagado: corrompiéndose. No necesitás comprobar si, además de pasajes, ha recibido cheques de la compañía aérea. Te basta con leer lo que ha publicado para favorecerla. No vas a perdonarla, Camargo, aunque te lo suplique de rodillas. Has aprendido esa lección de Dios, que es misericordioso, pero jamás perdona.

Ahora llamás a Enzo. Con él te sentís relajado, a tus anchas. Sus ideas son siempre un calco de las tuyas, y si por azar tiene otras, las evapora. Podrías decirle que el titulo de mañana es, por ejemplo, Crinete de la gabisis, y acataría con entusiasmo. No estada mal tomar a los lectores por sorpresa alguna vez y obligarlos a reconstruir un lenguaje desmembrado: Se renuncia la espera del vicepresidente. O tal vez: Detros ponen minis a tres. Los diarios serían juegos para adultos y no papillas digeridas para infantes sin mente. Sí, hagámoslo, es extraordinario, te diría Maestro, yen el acto pondría manos a la obra.

Salir del infierno de los pasillos palaciegos lo ha rejuvenecido. Aunque sigue enfundado en los trajes brillantes con chaleco e insiste en las corbatas floridas a que lo acostumbró el mal gusto del ex presidente penitente, a Maestro se le ha desvanecido la mirada huidiza y avergonzada de otros tiempos. Cuando carnina por la redacción, con los pulgares hundidos en el chaleco, parece Noé oyendo los relinchos, trinos y silbos agradecidos del arca. Sabés cuál era la noticia del día, Camargo?, te saluda, entusiasta. La caída de Milosevic. Teníamos dos crónicas preciosas enviadas desde Belgrado, una entrevista a Vojislav Kostunica, que asumió el gobierno, y una columna exclusiva de Juan Goytisolo. Pero acá el presidente se levantó de la siesta con la regla y echó a tres ministros indóciles a patadas. De buena fuente sé que el vice va a pegar el portazo de un momento a otro. Lo insinuamos, pero no lo decimos. ¿Te parece que cambiemos los títulos y pongamos el énfasis en eso?

No muevas nada, Enzo, ordenás. Que todo quede tal como lo hiciste. Armaste una primera página impecable. Nada del otro mundo va a pasar esta noche. El vice, si renuncia, va a esperar que el presidente recapacite y lo llame a su lado. El que está en líos, Enzo, soy yo. Vas a tener que relevarme por un par de días. ¿Ahora, Camargo? ¿Cómo vas a hacer eso? Te banco lo que quieras, pero yo no soy vos y los lectores lo van a notar. No me queda otra, le contestás. Ángela está peor. Aunque Brenda no quiere admitirlo, sé que mi hija puede morir de un momento a otro. Tendría que haber volado ya a Chicago, pero no tengo coraje. Tampoco tengo fuerzas para ver a nadie. Voy a estar a tu alcance, en el teléfono, y vendré al diario si hay alguna emergencia. La de mañana es una crisis cantada, Enzo. Hasta podría dictarte el título: El vicepresidente entregó / su renuncia indeclinable. No hay mucho que imaginar. Sólo tenés que enviar a un cronista a Olivos para que narre cada balido del presidente, mientras algún otro sigue al vice desertor a donde quiera vaya. Le ponés un moño al paquete con un par de análisis de la crisis, y ya está. Va a ser un día traslúcido, puro oxígeno. Si la historia sucede como la estás contando, Camargo, a lo mejor sí, todo es simple. Podría sin embargo desviarse hacia un atajo, enloquecer. Fijate en el extraño curso que hoy tomaron los hechos: amanecimos con la calda de Milosevic y al empezar la noche nuestro anodino presidente rompió los cristales de su gabinete.

El diario, sin embargo, es lo de menos. Lo de más es la culpa que podrías sentir si te quedás. ¿No será mejor que viajés a Chicago? Maestro es ingenioso pero no organizado. Desconoce a la tropa, ignora cuál de los redactores se entera por el celular de lo que pasa en Olivos mientras almuerza en su casa con la familia. No se fía tampoco de los consejos de Sicardi. Vas a tener que darle una mano con las escaramuzas de mañana. Le sugerís que ponga a Remis tras las huellas del vice dimitente. Le dejás por escrito un detallado plan de operaciones: que a las ocho de la mañana lo encuentre en el café de la esquina de su casa, donde acostumbra tomar el desayuno; que siga paso a paso la escritura de la renuncia, el llanto de la esposa, las llamadas infructuosas desde Olivos tratando de disuadirlo, la conferencia de prensa en la que se despide, la soledad del hogar y la congoja de la gente. ¿Remis?, se extraña Maestro. ¿No estamos por echarla? Sí, y eso qué importa?, respondes. Lleva meses trabajando con negligencia y además robándonos. Mañana démosle la oportunidad de devolver lo que nos debe. Ocupate de que cumpla. Que Sicardi confirme de tanto en tanto si está en su puesto. Y no la dejés irse hasta que no hayas enviado al taller el último punto y aparte de la historia. Vos la quedas, Camargo, se atreve a decir Maestro. Hasta hace poco la seguías queriendo. Por eso mismo, contestás. Nunca permito que los sentimientos se mezclen con el trabajo. Todavía es útil. Sabe narrar con la destreza de Victoria Ocampo y es tan insidiosa como Patricia Highsmith. También es dañina.

Esta noche vas a acostarte por primera vez en el catre de monje de la calle Reconquista, aunque quién sabe si podrás siquiera cerrar los ojos. Dejarás tu sillón de observador, te acercarás muchas veces al telescopio Bushnell, y repasarás cada movimiento de mañana. Te gustaría entrar en el departamento de la mujer de enfrente apenas salga rumbo a su trabajo, pero la empleada de la limpieza se queda allí hasta la una de la tarde y tendrás que armarte de paciencia. Hay un ligero cambio en la rutina de los jugos que la mujer bebe antes de acostarse: aunque sigue prefiriendo los de naranja, a veces se desvía hacia los de manzana. Siempre hay dos o tres cartones en su heladera. Para evitar el menor riesgo, vas a verter dos gramos de fenobarbital en cada envase. Esta vez tendrás que usar guantes, porque el castigo que vas a inferir es muy osado y no deben quedar huellas. También has extremado las precauciones reservando pasajes para Momir y su pareja en el avión que sale rumbo a Santiago de Chile el sábado a mediodía. Desde allí, en tres escalas, llegarán a Belgrado. Los querés mudos y lejos. Has dejado los trámites en manos de Sicardi, con la certeza de que al mediodía, cuando lo llames, se habrá ocupado hasta del último detalle. Lo único que se te ha escapado, maldición, es saber dónde andan los sin techo durante el día, en qué cloacas se refugian, a quiénes ven. Tal vez se desplacen hacia los andenes de Retiro o hacia la Costanera Sur, donde has visto mendigar a gente que habla lenguas parecidas, o acaso esperen la noche en algún tren de carga anclado en Constitución. Perderlas demasiado tiempo ahora si los rastrearas. Dudas que Momir hable de vos con los de su calaña, porque no le has dicho tu nombre y ni siquiera le has revelado tu plan. Sólo te has asegurado de que no falle en lo esencial.

La noche es lenta y ya te has levantado tres o cuatro veces, temeroso de que Momir se haya ido. Pero los dos crotos siguen yaciendo sobre sus basuras, con los cuerpos pegados a la cortina metálica de la tintorería. Antes de las once, como supusiste, ha llegado la mujer de enfrente. Después de un ritual más breve que de costumbre, la viste apagar la luz. No omitió la lectura de su correo en la computadora ni las fricciones sensuales en las piernas y los pechos con cremas tonificantes. Estás seguro de que ha reservado cornos el sábado para depilarse, arreglarse las uñas de las manos y los pies, preparándose para el encuentro con el amante. Es una lástima que no puedas verla dormir, entrar en ella y navegar en el río de su sangre. Si le vieras los sueños con tanta nitidez como tu cámara vio cada pliegue de su cuerpo, sabrías por qué te ha traicionado y a lo mejor, mientras la castigas, le acariciarlas la frente, no por misericordia, porque la ofenderla ese sentimiento, sino por amor a vos mismo, Camargo, por toda la vida que se te ha ido contemplándola.

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