Uno

A eso de las once, como todas las noches, Camargo abre las cortinas de su cuarto en la calle Reconquista, dispone el sillón a un metro de distancia de la ventana para que la penumbra lo proteja, y espera a que la mujer entre en su ángulo de mira. A veces la ve cruzar como una ráfaga por la ventana de enfrente y desaparecer en el baño o en la cocina. Lo que a ella más le gusta, sin embargo, es detenerse ante el espejo del dormitorio y desvestirse con suprema lentitud. Camargo puede contemplarla entonces a su gusto. Muchos años atrás, en un teatro de variedades de Osaka, vio a una bailarina japonesa despojarse del quimono de ceremonia hasta quedar desnuda por completo. La mujer de enfrente tiene la misma altiva elegancia de la japonesa y repite las mismas poses de fingido asombro, pero sus movimientos son aún más sensuales. Inclina la cabeza como si se le hubiera perdido algún recuerdo y, luego de pasarse la punta de los dedos por debajo de los pechos, los lame con delicadeza. Para no perder ningún detalle, Camargo la observa a través de un telescopio Bushnell de sesenta y siete centímetros que está montado sobre un trípode.

Hace diez días alquiló el departamento donde está ahora porque las ventanas del único ambiente se enfrentaban con las del dormitorio de la mujer como un espejo. Ella aparece siempre a la misma hora, lo que facilita la rutina del observador. Nadie podría decir que es una belleza. Tiene labios finos y tal vez demasiado estrechos, la nariz erguida hacia una punta redonda y gruesa, la barbilla enhiesta y desafiante. Cuando se ríe alza tanto el labio superior que la franja de las encías queda a la vista. Los tobillos son gruesos y en las pantorrillas se le forman músculos de futbolista. Los pechos, demasiado pequeños, son sin embargo capaces de ondulaciones de medusa. Si se la cruzara en la calle, tal vez no se le ocurrirla detenerse a mirarla. Pero su imagen irradia, sobre todo cuando queda enmarcada por la ventana, una libertad de gata, una indiferencia inconquistable, algo mercurial que la coloca lejos de todo alcance.

Los domingos, ella se queda cabalgando hasta muy tarde y llega al departamento con ropa de montar. Lucha largo rato para quitarse las botas y, cuando al fin consigue liberar los pies menudos, Camargo siente una felicidad insuperable, porque la mujer, al apartarse del espejo, depende sólo de su mirada. Los edificios de alrededor están vacíos, ella podría morir sin que nadie lo supiera, y si por un instante él la desprendiera de su atención, la dejaría huérfana en el océano del mundo. En esas largas horas no se aparta jamás del telescopio, observando los ligeros sobresaltos de la respiración y los temblores de los músculos. En los otros rituales, los domingos son idénticos a cualquier día: ella se quita la blusa por arriba de la cabeza, explorando los olores de las axilas. Camargo aprovecha entonces el intenso paréntesis para observar en detalle la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello. Por lo que ha podido averiguar, es el vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. Al menos, eso es lo que la mujer acostumbraba explicar. Pero él sospecha que se debe a una secreta cesárea.

La noche del 25 de julio, Camargo está adormecido oyendo el cuarteto en re mayor de César Franck cuando la mujer entra en el departamento al terminar el scherzo, veinte minutos después de las once. Parece ansiosa, desorientada, sin saber qué hacer con su alma. Lleva un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Deja el abrigo sobre la cama con un ademán rápido, compulsivo y, al volverse hacia el espejo, descubre algo que parece sorprenderla. Durante dos o tres minutos estudia las ojeras, las ligeras arrugas de la frente y la hinchazón de una herida en los labios. La temperatura ha cambiado de un extremo a otro del termómetro, y la transición del frío de la mañana a la súbita calidez de la tarde pudo haberle abierto alguna grieta en los labios. Camargo recurre al telescopio y advierte que ella está pasándose la lengua sobre un hilo muy ligero de sangre. La herida es reciente, por lo tanto, aunque la extrañeza con que se la mira pertenece a algún momento del pasado. Tal vez sea una herida del pasado que de pronto reaparece. Con las mujeres es siempre así, ya lo sabe Camargo. No pierden nada de lo que han vivido. Llevan de un lugar a otro todo lo que les sucede y, cuando acumulan demasiado, lo que les sobra sale a la luz sin que ellas puedan evitarlo. A veces es un vestido o un perfume, otras veces es una herida como la que ahora tiene en los labios la mujer que está enfrente. Sin desvestirse, ella enciende la luz del velador, al lado de la cama y toma el tubo del teléfono. Vacila unos segundos, pulsa las teclas de algunos números, y vuelve a colgar el tubo.

En ese momento, uno de los celulares de Camargo suena en el bolsillo de su abrigo. No hay teléfonos en el departamento de la calle Reconquista, pero él siempre lleva consigo dos celulares para las emergencias. Uno le permite comunicarse con los editores del diario cuando está fuera de la ciudad o sucede algo inaplazable. El otro está reservado sólo para las hijas y para las personas de la mayor intimidad. Camargo es padre de mellizas. Ambas viven en Chicago y una de ellas está enferma de cáncer. La lejanía de las hijas no lo aflige. Lo aflige la sensación de que su sangre sufre y brama y se pudre en otro lado, y esa tormenta distante viene tal vez a llover sobre su cuerpo. Pero esta vez quien llama es el editor nocturno. Camargo oye con decepción la voz áspera, sumisa, mientras la mujer, delante de la ventana, se quita la falda y se inclina, ávida, sobre las piernas.

– ¿Doctor Camargo? -tantea la voz.

– Un momento -responde-. Voy a bajar el volumen de la música.

La mujer se acaricia la curva trasera de las rodillas y, volviéndose hacia el espejo, explora con dificultad algo que ha llamado la atención de su tacto: tal vez la súbita erupción de una verruga o la sombra de una várice. Ese gesto introduce una mudanza inesperada en la rutina, y Camargo no quiere perder el menor movimiento.

– ¿Es urgente? -dice. Con la mano libre, acerca el telescopio y observa.

– Tenemos una discusión por el título de tapa y queremos que usted decida cuál es mejor.

– ¿Es sólo eso? ¿Por qué no aprenden a equivocarse solos?

El editor se enreda en una disculpa confusa. El día anterior, dice, ya han abrumado a los lectores con dos títulos sobre aviación, y ahora tiene a cuatro columnas la foto del Concorde, que cae en llamas sobre un suburbio de Paris, más la noticia de que ciento trece personas han muerto en el accidente. Tal vez sea preferible destacar el fracaso de la cumbre entre palestinos e israelíes o llevar a tres columnas el acuerdo para congelar el precio de los medicamentos hasta fin de año.

Vencida por alguna impaciencia, la mujer está moviéndose más rápido ahora. Se ha quitado la falda y se estira para desprenderse el corpiño. La suave curva del sexo se dibuja con claridad bajo la bombacha.

A Camargo le sorprende siempre que la mujer no tome ninguna precaución cuando se desnuda. Como su departamento está aislado, en un último piso, tal vez supone que nadie la mira. Ella sabe que delante, en el edificio que alquila Camargo, sólo hay oficinas que cierran temprano. Aun así, a él le parece que debería ser más cuidadosa.

– Deje arriba la noticia del avión. Y la foto. Léame el título.

– «Se estrelló un Concorde en Paris: 113 muertos.» Y abajo: «Cayó sobre un hotel. Iba a Nueva York. Es el primer accidente del avión supersónico».

– ¿Cuál es la novedad? Ese es el mismo título que aprobé hace dos horas. ¿No ha dado la orden todavía de imprimir? ¿Qué espera? Ustedes pierden el tiempo por cualquier estupidez.


La ve tenderse en la cama y encender un cigarrillo. ¿Desde cuándo fuma? Sin duda está llena de vicios secretos. Entreabre un poco las persianas y deja que entre el aire frío de la noche. Los ruidos de la ciudad invaden también el cuarto, ensuciando la música: un cortejo de ómnibus avanza por la avenida Corrientes hacia el Bajo, y desde lejos le llegan las voces excitadas de un televisor. La confusión de sonidos ajenos le permite, extrañamente, oírse a sí mismo: oye los sordos ciegos ojos del deseo abriéndose en lo más hondo de lo que él es. No es por la fuerza de gravedad de la mujer que le estallaba el deseo sino por la inercia de la noche, o por la música, por el allegro final del cuarteto de César Franck que está levantando vuelo. El allegro se encrespa a veces y luego se vuelve melancólico como un paisaje lunar: después de un cráter, la música se despereza en una lenta llanura, hasta que vuelve a despertar. La pieza entera es una sucesión de estremecimientos y de suspiros, y no le parece extravagante que sus modulaciones se parezcan a la última parte de En busca del tiempo perdido. Proust estaba escribiendo La prisionera, quinto volumen de esa obra, cuando obligó al cuarteto Poulet, durante toda una noche, a tocar repetidas veces los cuatro movimientos. El Viola Amable Massis recordaba años después que Proust se metió en la cama apenas llegaron, e hizo que sirvieran a los músicos champán y papas fritas para que conservaran las energías. Las partituras se repartieron sobre los muebles del dormitorio forrado de corcho, en la casa del Boulevard Haussmann, y una o dos veces, durante la ejecución, Proust recogió del suelo algunos papeles ya saturados de escritura para anotar en ellos un par de frases. «¿Podrían tocar el cuarteto entero sólo una vez más?», recuerda Massis que decía Proust con una voz más aguda a medida que avanzaba la noche.

Proust era víctima de sus ideas fijas, y las iba dejando como un tatuaje a lo largo de su libro. Las ideas fijas son, en verdad, el libro, piensa Camargo. El mundo sería nada sin las ideas que siguen en pie, obstinadas, sobreviviendo a todas las adversidades.

La mujer ha vuelto a ponerse de pie frente al espejo del dormitorio y ahora mueve la cabeza de un lado a otro. Tal vez esté también oyendo música, U2, REM o cualquiera de esos sonidos que a él lo desesperan. El pelo largo y oscuro de la mujer, rozándole los hombros, es un viajero desorientado en el mar de ninguna parte, y las ubres indefensas de corderita alzan los pezones en busca de aire fresco, marcadas por las estrías largas que él ha observado más de una vez. ¿Cómo unos pechos tan escuetos pueden tener estrías?


Los ardores del largo día ahogan a Camargo. Se quita toda la ropa de una vez, qué alivio, deja caer al piso la corbata y la camisa almidonada con puños de gemelos. En el perchero de la entrada cuelga, por costumbre, el traje cruzado de franela azul que lleva desde la mañana. Tal vez podría tirarse a descansar un rato. Nunca se ha quedado a dormir allí aunque a veces ha esperado el amanecer en el sillón de su mirador, sin apartar la vista de la mujer, y luego se ha dado una ducha antes de regresar al diario. Prefiere su cama al otro lado de la ciudad, en San Isidro, junto a las galerías de geranios donde se inclina la brisa del río, la enorme cama muerta que ya no comparte con nadie pero en la que, sin embargo, es un hombre de poder y no el sombrío satélite de la ventana de enfrente. En el cuarto anónimo donde está ahora hay sólo un catre de monje, mudas de ropa, un baño, una heladera y botellas de whisky. Puede hacer allí lo que le dé la gana porque el guardián del edificio va a permitirle lo que sea, yo estoy acá para obedecerlo, doctor Camargo, pero lo que él de verdad quiere está fuera de los limites que vigila el guardián, al otro lado de la calle, no en el cuerpo de la mujer sino en la imagen que ella sigue proyectando.

Ahora ha dejado de menearse y está contemplándose en el espejo. La leve herida del labio le ha vuelto a sangrar. De perfil, mojada apenas por las luces difusas del dormitorio, la mujer es también la noche que afuera cambia tanto, Dios mío, cuántas noches van yéndose en una sola noche, cuántas mujeres hay en cada mujer. Con la barbilla levantada, la pose de una reina, ella goza con la imagen de su cuerpo en el espejo. También él, enfrente, está mirándose a sí mismo. Un súbito destello de la luna se ha posado sobre su cuerpo y le permite ver su perfil en el otro espejo, el del cuarto vacío. Lo que el espejo le revela, sin embargo, es un eco de su propio ser, y de ninguna manera él mismo. Un hombre no puede ser él mismo sin su pasado, sin la fuerza que irradia ante los otros, sin el respeto y el temor que inspira. Un hombre nunca es el mismo a solas, y este perfil no soy yo, se repite Camargo. No reconoce el abultado abdomen tan indiferente a la gimnasia y a las dietas, ni los pectorales que, al aflojarse, dibujan un incómodo pliegue en el pecho orgulloso, ni la membrana de pavo que le cuelga de la barbilla. La imagen del espejo tiene las piernas torpes y flacas, sin armonía con el torso macizo, y carece de dignidad. ¿Qué dignidad puede tener un cuerpo desnudo a los sesenta y tres años? Tal vez ésa sea una pregunta para otros, pero no para él. A él todos lo ven como alguien invencible, inmune a las enfermedades y a la extenuación. Ya se lo han dicho las mujeres con las que se ha acostado: su cuerpo no es un cuerpo, es una fuerza de Dios.

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