20 Por la noche

Mucho antes de que la sesión acabara, a pesar de estar sentada sobre la capa doblada, a Egwene se le habían quedado dormidas las nalgas por el duro banco de madera. Tras escuchar interminables discusiones deseó que los oídos se le hubieran dormido también. Sheriam, obligada a permanecer de pie, apoyaba el peso ora en uno ora en otro como si deseara tener una silla. O puede que sentarse en la alfombra, sin más. Egwene podría haberse marchado, librándose a sí misma y a Sheriam. Nada requería la presencia de la Amyrlin, y en el mejor de los casos sus comentarios se escuchaban educadamente. Tras lo cual, la Antecámara seguía a galope en su propia dirección. Esto no tenía nada que ver con la guerra y, teniendo el bocado entre los dientes, la Antecámara no estaba dispuesta a dejarle que cogiera las riendas. Podría haberse marchado en cualquier momento —con una breve interrupción en las discusiones para el ceremonial requerido—, pero si se iba temía que lo primero con lo que se encontraría por la mañana sería la presentación de un plan ultimado y resolutivo, uno que las Asentadas ya estuvieran llevando a cabo y del que ella no tendría noción hasta que lo leyese. Al menos, ése era su temor al principio.

Quiénes hablaron más extensamente no fue una sorpresa; ya no. Magla y Saroiya, Takima, Faiselle y Varilin, todas visiblemente nerviosas cuando otra Asentada hacía uso de la palabra. Sí, aceptaban la decisión de la Antecámara, al menos en apariencia. La alternativa era renunciar a sus asientos; por mucho que la Antecámara estuviera dispuesta a esforzarse en llegar al consenso si era necesario, una vez que se había decidido un curso de acción, fuera el tipo de consenso que fuera, se esperaba que la totalidad lo siguiera o al menos que no obstaculizara su consecución. Ésa era la cuestión. ¿Qué constituía exactamente obstaculizar? Ni que decir tiene que ninguna de las cinco habló contra una Asentada de su propio Ajah, pero las otras cuatro se incorporaban como impulsadas por un resorte en el momento en que cualquier Asentada volvía a tomar asiento, y las cinco al completo si la Asentada era Azul. Y quienquiera que tuviese la palabra hablaba de manera muy persuasiva sobre por qué las sugerencias de la anterior oradora eran totalmente equivocadas y quizás el modo de buscarse problemas. Tampoco es que hubiese una verdadera confabulación que Egwene pudiese ver. Entre ellas se observaban con tanta cautela como hacían con las demás y se miraban tan ceñudas o más que al resto; era obvio que no confiaban en ninguna de las otras para plantear sus argumentos.

En cualquier caso, poco de lo que se sugirió llegó a la conformidad. Las Asentadas estaban en desacuerdo respecto a cuántas hermanas habría que enviar a la Torre Negra y cuántas de cada Ajah, y cuándo debían ir y lo que debían demandar y lo que podrían aceptar y qué rechazar tajantemente. En un asunto tan delicado cualquier error podía conducir al desastre. Además de lo cual, cada Ajah excepto el Amarillo se consideraba el único cualificado para tener el liderazgo de la misión, desde la insistencia de Kwamesa de que la meta era negociar una especie de tratado, hasta la manifestación de Escaralde de que el conocimiento histórico era necesario para una empresa tan insólita y sin precedentes. Berana llegó incluso a señalar que un acuerdo de tal naturaleza debía alcanzarse con pura racionalidad; tratar con los Asha’man enardecería pasiones sin lugar a dudas, y nada excepto la fría lógica conduciría al desastre inmediato. De hecho, habló con ardor al respecto. Romanda quería que el grupo estuviera liderado por una Amarilla, pero puesto que no parecía que hubiese necesidad de la Curación, tuvo que conformarse con una postura de obstinada insistencia en que cualquier otra podría dejarse influir por los intereses particulares de su Ajah y olvidarse del propósito de lo que estaban haciendo.

El apoyo entre Asentadas del mismo Ajah sólo se daba en la medida de no oponerse abiertamente, y no había dos Ajahs dispuestos a unirse en mucho, más allá del hecho de que habían acordado enviar una embajada a la Torre Negra. Seguía estando en disputa si debía llamarse «embajada» incluso por las que se habían mostrado a favor desde el principio. La propia Moria parecía desconcertada con la mera idea.

Egwene no era la única a la que le resultaba tediosa la constante sucesión de réplica y contrarréplica, el desmenuzamiento de cada punto hasta que no quedaba nada y había que empezar de nuevo. Algunas hermanas situadas tras los bancos empezaron a salir. Otras las reemplazaron y después se marcharon también al cabo de unas cuantas horas. Para cuando Sheriam pronunció la frase ritual «Id con la Luz», había caído la noche y sólo quedaban unas pocas docenas de mujeres aparte de Egwene y las Asentadas, varias de las cuales se tambaleaban y tenían el aspecto de ropas de colada a las que han pasado por un escurridor. Y no se había decidido nada en absoluto aparte de que había que sostener más conversaciones para tomar decisiones.

Fuera, una media luna pálida colgaba en un aterciopelado manto negro salpicado de relucientes estrellas, y el aire era gélido. Con el aliento formando blancas volutas, Egwene se alejó de la Antecámara, sonriendo al escuchar a las Asentadas que salían detrás, algunas todavía discutiendo. Romanda y Lelaine iban juntas, pero la clara y potente voz de la Amarilla se alzaba hasta casi gritar, y la de la Azul no le andaba lejos. Por lo general discutían cuando se veían obligadas a estar en compañía, pero ésta era la primera vez que Egwene las veía estar juntas por voluntad propia, sin que fuera necesario. Sheriam ofreció con desgana ir a recoger los informes sobre las reparaciones de las carretas y el forraje de animales que le había pedido por la mañana, pero la agotada mujer no disimuló su alivio cuando Egwene le dijo que se fuera a dormir. Con una precipitada reverencia, se alejó presurosa en la noche cerrándose bien la capa. La mayoría de las tiendas estaban a oscuras, reducidas a simples sombras bajo la luz de la luna. Pocas hermanas seguían despiertas mucho después de anochecer. Nunca había mucha provisión de aceite de lámparas y de velas.

De momento, el retraso en las decisiones le venía muy bien a Egwene, pero no era ésa la única razón por la que sonreía. En algún momento de las discusiones su dolor de cabeza había desaparecido completamente. No tendría ninguna dificultad en quedarse dormida esa noche. Halima siempre remediaba eso, pero sus sueños eran agitados cuando Halima le daba uno de sus masajes. Bueno, pocos sueños tranquilos tenía, pero ésos eran más sombríos que cualesquiera otros y, cosa extraña, nunca podía recordar nada excepto que eran sombríos y agitados. Sin duda ambas cosas se debían a ciertos vestigios de los dolores que los dedos de Halima no alcanzaban a paliar. Empero, el último había sido inquietante por sí mismo. Había aprendido a recordar los sueños, y debería recordarlos. Pero, sin jaqueca, esa noche no tendría problemas para lograrlo y soñar era lo menos importante de cuanto debía hacer.

Al igual que la Antecámara y su estudio, su tienda se alzaba en un pequeño claro con su propio tramo de acera de maderas y las tiendas más próximas a veinte metros para que la Amyrlin tuviera algo de intimidad. Al menos, ésa fue la explicación dada al espacio dejado; ahora incluso podría ser verdad. Egwene al’Vere había dejado de ser irrelevante. No era una tienda grande, sólo unos cuatro pasos de lado, y dentro aparecía abarrotada con cuatro arcones reforzados con cantos metálicos y llenos de ropa colocados contra una de las paredes, dos camastros, una minúscula mesita redonda, un brasero de cobre, un lavabo, un espejo de cuerpo entero y una de las pocas sillas de verdad que había en el campamento. Era una pieza sencilla con un poco de tallado; ocupaba mucho sitio, pero era cómoda, y todo un lujo cuando le apetecía sentarse sobre las piernas dobladas y leer. Cuando tenía tiempo para leer algo por puro placer. El otro camastro era para Halima y Egwene se sorprendió de no encontrarla allí, esperándola. Sin embargo, la tienda no estaba desocupada.

—Sólo habéis comido pan en el desayuno, madre —dijo Chesa con un tono de ligero reproche cuando Egwene entró. La doncella de Egwene llevaba un sencillo vestido gris con el que se notaba su complexión casi robusta, y estaba sentada en la banqueta de la tienda remendando medias a la luz de una lámpara de aceite. Era guapa, sin una sola hebra gris en el cabello, pero a veces parecía que llevaba al servicio de Egwene toda la vida, y no sólo desde Salidar. Desde luego se tomaba todas las libertades de una criada antigua, incluido el derecho a reprenderla—. No comisteis nada a mediodía, que yo sepa —prosiguió mientras sostenía en alto una media blanca para observar el remiendo que estaba haciendo en el talón—, y la cena se ha enfriado sobre la mesa hace como poco una hora. Nadie me pregunta, pero si lo hicieran, diría que esos dolores de cabeza vuestros se deben a que no coméis. Estáis muy delgada.

Dicho esto, soltó la media en el cesto de costura y se levantó para coger la capa de Egwene. Y para exclamar que estaba fría como el hielo. En la lista de la mujer, ésa era otra causa de las jaquecas. Las Aes Sedai iban por ahí haciendo caso omiso del frío helador o del calor agobiante, pero el cuerpo era sabio, lo fuera una o no. Lo mejor era abrigarse bien con ropa. Y llevar ropa interior roja. Todo el mundo sabía que el color rojo era más cálido. Y también comer ayudaba. Un estómago vacío siempre acababa provocando escalofríos. A ella nunca la habría visto temblar, ¿verdad?

—Gracias, mamá —dijo Egwene con tono ligero, lo que provocó una queda y corta risa en la otra mujer. Y una mirada conmocionada. A pesar de las libertades que se tomaba, Chesa era una acérrima partidaria de las normas, hasta el punto de que hacía parecer poco estricta a Aledrin. En el fondo, al menos, ya que no siempre en las formas—. Hoy no me duele la cabeza, y se lo debo a la infusión que preparaste. —Quizás había sido el brebaje. Por horrible que supiera, como una medicina, no era peor que pasarse sentada en una sesión de la Antecámara durante más de medio día—. Y en realidad no tengo mucha hambre. Un panecillo será suficiente.

Por supuesto, no era tan fácil como eso. La relación entre señora y criada nunca era tan simple. Se vivía codo con codo, y te veía en tus peores momentos, conocía todas tus faltas y tus flaquezas. Con la doncella no existía intimidad. Chesa rezongó y masculló entre dientes todo el tiempo mientras la ayudaba a desnudarse, y al final, abrigada con una bata —de seda roja, naturalmente, bordeada con finísimo encaje murandiano y con bordados de flores estivales; un regalo de Anaiya—, Egwene le dejó que quitara el paño de lino que cubría la bandeja sobre la mesita redonda.

El guiso de lentejas era una masa congelada en el cuenco, pero un poco de Poder encauzado arregló eso, y con la primera cucharada Egwene descubrió que sí tenía apetito. Se lo acabó todo y también el trozo de queso blanco con vetas azules y las aceitunas un tanto arrugadas y los dos panecillos crujientes, aunque tuvo que quitar gorgojos de los dos. Puesto que no quería quedarse dormida enseguida, bebió sólo una copa de vino con especias, que también tuvo que calentar y que sabía un poco amargo, pero Chesa sonrió de oreja a oreja, con aprobación, como si hubiese dejado limpia la bandeja. Egwene miró los platos, vacíos salvo por los huesos de aceitunas y unas migajas, y se dio cuenta de que, efectivamente, era lo que había hecho.

Una vez que se hubo metido en el estrecho catre, con dos mantas suaves y un edredón de plumas subidos hasta la barbilla, Chesa cogió la bandeja de la cena y se dirigió a la puerta, donde hizo una pausa.

—¿Queréis que vuelva, madre? Si os da uno de esos dolores de cabeza… Bueno, esa mujer encontró compañía, o en caso contrario ya estaría aquí. —Había un notorio tono despectivo en las palabras «esa mujer»—. Podría preparar otra jarra de infusión. Conseguí las hierbas de un buhonero que dijo que eran excelentes para las jaquecas. Y para las articulaciones y los trastornos del vientre también.

—¿Piensas realmente que es una casquivana, Chesa? —murmuró Egwene. Abrigada en la cama, se sentía adormilada. Quería dormir, pero todavía no. ¿Para jaquecas y articulaciones y vientre? Nynaeve se moriría de risa si lo oyera. Quizás había sido todo ese parloteo de las Asentadas lo que le había quitado el dolor de cabeza, después de todo—. Halima coquetea, supongo, pero no creo que la cosa haya pasado del coqueteo.

Durante un instante Chesa guardó silencio y mantuvo los labios fruncidos.

—Me pone… nerviosa, madre —dijo al fin—. Hay algo raro en la tal Halima, madre. Lo noto siempre que está cerca. Es como sentir que alguien se acerca a hurtadillas por detrás, o darse cuenta de que un hombre te está mirando mientras te bañas, o… —Se echó a reír, pero fue un sonido incómodo—. No sé cómo describirlo. Simplemente algo no está bien, no es como debería.

Egwene suspiró y se acurrucó más bajo las mantas.

—Buenas noches, Chesa. —Encauzó brevemente y apagó la lámpara, dejando la tienda envuelta en una profunda oscuridad—. Ve a dormir a tu cama esta noche. —Halima podría molestarse si venía y encontraba a otra en su camastro. ¿De verdad habría roto el brazo a un hombre? Sin duda él debía de haberla provocado de algún modo.

Quería soñar esa noche, tener sueños tranquilos —al menos, que pudiera recordarlos; tenía pocos que podrían definirse así—, pero había otra clase de sueño en que debía entrar antes, y para eso hacía cierto tiempo que no necesitaba quedarse dormida. Tampoco necesitaba uno de los ter’angreal que la Antecámara guardaba tan celosamente. Sumirse en un ligero trance era tan sencillo como decidir hacerlo, sobre todo encontrándose tan cansada, y…

Incorpórea, flotó en una negrura infinita, rodeada por un infinito mar de luces, un inmenso remolino de minúsculos puntos que brillaban con más intensidad que las estrellas en la noche más clara, más numerosos que las estrellas. Eran los sueños de toda la gente del mundo, de la de todos los mundos, reales o posibles, mundos tan extraños que no alcanzaba a entender, todos visibles allí, en el minúsculo vacío existente entre el Tel’aran’rhiod y el mundo de vigilia, el espacio infinito entre la realidad y los sueños. Algunos de esos sueños los reconoció sólo con mirarlos. Todos parecían iguales, pero ella los identificaba con tanta certidumbre como identificaba las caras de las hermanas. Evitó algunos. Los de Rand siempre estaban escudados, y temía que él se daría cuenta si intentaba escudriñarlos. De todos modos, el escudo impediría que los viera. Lástima no saber dónde se encontraba alguien mediante sus sueños; allí, dos puntos de luz podían encontrarse uno junto al otro mientras los soñadores se hallaban separados por miles de kilómetros. Los de Gawyn tiraban de ella, y Egwene huyó. Los sueños de Gawyn tenían sus propios peligros, de los cuales el menor no era su deseo de sumergirse en ellos. Los de Nynaeve la hicieron detenerse un momento y despertaron en ella el deseo de meterle el miedo en el cuerpo a esa necia mujer, pero Nynaeve se las había arreglado para hacer caso omiso de ella hasta el momento, y Egwene no caería en la tentación de arrastrarla al Tel’aran’rhiod contra su voluntad, pero no fue por falta de ganas.

Moviéndose sin moverse, buscó a un soñador en particular. Uno de dos, al menos; cualquiera de ellos serviría. Las luces parecieron girar a su alrededor, pasar a tal velocidad que se volvieron rastros borrosos mientras ella flotaba inmóvil en aquel mar estrellado. Confiaba en que al menos uno de los que buscaba durmiera ya. La Luz sabía que ya era bastante tarde para cualquiera. Vagamente consciente de su cuerpo en el mundo de vigilia, se sintió bostezar y encoger las piernas debajo de las mantas.

Entonces vio el punto de luz que buscaba, y éste creció bruscamente ante sus ojos al aproximarse a gran velocidad a ella, pasando de parecer una estrella en el cielo a una luna llena y luego un muro brillante que llenaba su campo de visión, latiendo como algo que respirara. No lo tocó, por supuesto; eso podía conducir a todo tipo de complicaciones, incluso con la persona soñadora. Además, resultaría embarazoso meterse en el sueño de alguien de manera accidental. Extendió su percepción a través del mínimo espacio, fino como un cabello, que quedaba entre el sueño y ella, y habló con cuidado para que no se la escuchara como un grito. No tenía cuerpo; no tenía boca, pero habló.

ELAYNE, SOY EGWENE. REÚNETE CONMIGO EN EL SITIO DE SIEMPRE.

No creía que nadie pudiese oírla por casualidad, no sin que ella se diese cuenta, pero aun así no tenía sentido correr riesgos innecesarios.

El punto de luz se apagó. Elayne se había despertado, pero recordaría y sabría que la voz no había sido simplemente parte de un sueño.

Egwene se movió… a un lado. O quizá fue más como acabar un paso que no había acabado de dar. Era un poco ambas cosas. Se movió y…

Se encontró en una pequeña habitación, vacía salvo por una mesa de madera, llena de marcas, y tres sillas de respaldo recto. A través de las dos ventanas se veía que era noche cerrada, pero aun así había una especie de luz extraña, distinta de la de la luna o la de una lámpara o la del sol. No parecía proceder de ninguna parte: simplemente estaba. Sin embargo era suficiente para ver con claridad aquella pequeña y triste habitación. Los polvorientos paneles de madera de las paredes aparecían carcomidos por los insectos, y la nieve se había colado por los cristales rotos de las ventanas, amontonándose sobre una capa de ramitas y hojas muertas. Es decir, había nieve en el suelo a veces, al igual que ramitas y hojas secas. La mesa y las sillas se mantenían en el mismo sitio, pero cada vez que Egwene apartaba la vista, la nieve había desaparecido al volver a mirar al mismo punto, en tanto que las hojas y las ramitas aparecían en lugares distintos, como si las hubiese arrastrado el viento. Incluso cambiaban mientras las miraba, simplemente surgiendo aquí o allí. Eso ya no le parecía más extraño que la sensación de unos ojos invisibles vigilando. Ninguna de las cosas era verdaderamente real; sólo existían tal como todo en el Tel’aran’rhiod, como un reflejo de realidad y un sueño, todo revuelto.

En el Mundo de los Sueños todo en derredor parecía desierto, pero esa habitación poseía la calidad de vacío que sólo podía proceder de un sitio que estaba realmente abandonado en el mundo de vigilia. Hasta hacía unos pocos meses aquel pequeño cuarto había sido el estudio de la Amyrlin, en la posada a la que se había denominado la Torre Chica, y en el pueblo de Salidar, rescatado de la floresta que lo había invadido, para convertirlo en el núcleo de la resistencia contra Elaida. Si saliese ahora al exterior vería retoños de árbol asomando entre la nieve en medio de las calles que tanto trabajo había costado desbrozar. Las hermanas seguían Viajando a Salidar para comprobar los palomares, todas recelosas de que alguna paloma enviada por sus informadores cayera en otras manos, pero sólo en el mundo de vigilia. Visitar los palomares allí habría resultado tan inútil como esperar que las palomas te encontraran por puro milagro. Los animales domesticados no parecían tener reflejo en el Mundo de los Sueños, y nada que se hiciera en él podía tocar el mundo de vigilia. Las hermanas con acceso a los ter’angreal del Sueño tenían mejores sitios que visitar que este pueblecito desierto de Altara, e indiscutiblemente tampoco nadie tenía motivo para ir a él en sueños. Era uno de los sitios en todo el mundo donde Egwene podía estar segura de que no la cogerían por sorpresa; en otros muchos resultaba que había personas que escuchaban a escondidas. O que transmitían una profunda tristeza. Detestaba ver en lo que se había convertido Dos Ríos desde su marcha.

Procuró disipar su impaciencia mientras esperaba que Elayne apareciera. Elayne no era una soñadora y necesitaba utilizar un ter’angreal. Sin duda, también querría avisar a Aviendha adónde iba. Con todo, los minutos se alargaron y Egwene se sorprendió paseando por el suelo de tosca madera, irritada. El tiempo discurría de modo distinto allí. Una hora en el Tel’aran’rhiod podían ser minutos en el mundo de vigilia, o viceversa. Era posible que Elayne estuviera moviéndose rápida como el viento. Egwene comprobó su vestimenta, un traje de montar gris con bordados en verde en el corpiño y formando anchas bandas en la falda pantalón —¿habría pensado en el Ajah Verde?—, y una sencilla redecilla que le recogía el cabello. Ni que decir tiene que la estrecha y larga estola de Amyrlin colgaba sobre su cuello. Hizo que la prenda desapareciera y después, al cabo de unos instantes, dejó que volviera a aparecer. Era cuestión de permitir que reapareciera, no de pensar conscientemente en ello. La estola era parte de cómo se sentía ahora, y era la Amyrlin la que necesitaba hablar con Elayne.

No obstante, la mujer que al fin apareció en la habitación, de repente, no era Elayne sino Aviendha, sorprendentemente vestida con un atuendo de seda azul y bordados de plata, el cuello y los puños rematados con encaje claro. El grueso brazalete de marfil tallado que llevaba resultaba chocante con aquel vestido, al igual que el ter’angreal de Sueño que colgaba de un cordón alrededor de su cuello y que era un anillo de piedra extrañamente retorcido, con motas de color.

—¿Dónde está Elayne? —inquirió Egwene, inquieta—. ¿Se encuentra bien?

La Aiel se contempló a sí misma con estupefacción y de repente apareció vestida con una amplia falda de color oscuro, una blusa blanca, el chal sobre los hombros y un pañuelo doblado y ceñido en las sienes para sujetarse el cabello pelirrojo que le llegaba a la cintura, más largo de lo que lo tenía en la vida real, sospechó Egwene. Todo era mudable en el Mundo de los Sueños. Un collar de plata le rodeaba la garganta, un complejo trabajo de hileras de discos que los kandoreses denominaban copos de nieve y que era un regalo que la propia Egwene le había hecho hacía mucho tiempo.

—Fue incapaz de hacer funcionar esto —respondió Aviendha mientras tocaba el anillo retorcido que colgaba encima del collar—. Los flujos se le escapaban constantemente. Es por los bebés. —De repente sonrió y sus ojos, verdes como esmeraldas, casi centellearon—. Tiene un buen genio de vez en cuando. Tiró el anillo y se puso a saltar encima de él.

Egwene aspiró aire por la nariz de manera sonora. ¿Bebés? Así que iba a ser más de uno. Era raro que Aviendha se tomara con calma el hecho de que Elayne estuviese embarazada, ya que Egwene estaba convencida de que la Aiel amaba a Rand. Claro que las costumbres de su pueblo eran peculiares, por decirlo de un modo suave. ¡Jamás habría esperado eso de Elayne! ¡Ni de Rand! A decir verdad, nadie había comentado que él fuera el padre y tampoco era apropiado preguntar algo así, pero sabía contar; además, dudaba que Elayne se hubiese acostado con otro hombre. Entonces reparó en que estaba vestida con ropas de grueso paño oscuro y un chal aún más grueso que el de Aviendha. Ropas de Dos Ríos, del tipo que una mujer llevaría en una sesión del Círculo de Mujeres cuando, por ejemplo, una muchacha necia se había quedado embarazada y no daba señales de casarse. Respiró larga y profundamente y de nuevo volvió al traje de montar con bordados verdes. El resto del mundo no era como Dos Ríos. Luz, había llegado demasiado lejos para saber eso al menos. No tenía que gustarle, pero sí debía aceptarlo.

—Mientras ella y los… bebés se encuentren bien. —Luz, ¿cuántos? Más de uno podía suponer complicaciones. No; no iba a preguntar. Sin duda Elayne tendría la mejor comadrona de Caemlyn. Lo mejor era cambiar de tema enseguida—. ¿Sabéis algo de Rand? ¿O de Nynaeve? Tengo que decirle unas cuantas cosas por escaparse con él.

—No sabemos nada de ninguno de los dos —repuso Aviendha mientras se ajustaba el chal con tanto cuidado como una Aes Sedai que evita los ojos de la Amyrlin. ¿Sonaba también cauto su tono?

Egwene chasqueó la lengua, irritada consigo misma. Realmente empezaba a ver conspiraciones en todas partes y a sospechar de todo. Rand se había escondido, nada más. Nynaeve era Aes Sedai, libre de hacer lo que quisiera. Aun cuando la Amyrlin daba órdenes, a menudo las Aes Sedai encontraban el modo de hacer exactamente lo que querían. En cualquier caso, la Amyrlin iba a dar un buen repaso a Nynaeve al’Meara cuando la tuviera a su alcance. En cuanto a Rand…

—Me temo que se os avecina un problema —dijo.

Una fina tetera de plata apareció encima de la mesa sobre una bandeja de plata batida, junto a dos delicadas tazas de porcelana verde. Un hilillo de vapor salía por el pitorro. Podría haber hecho aparecer el té en las tazas directamente, pero servirlo parecía parte de ofrecer la infusión a alguien, aunque fuera un té efímero tan inconsistente como un sueño. Una podía morirse de sed si quería beber lo que encontraba en el Tel’aran’rhiod, cuanto más con algo que una misma creaba, pero este té sabía como si las hojas hubiesen salido de un barril reciente y hubiese añadido la medida justa de miel. Tomó asiento en una de las sillas y dio sorbos de su taza mientras explicaba lo que había ocurrido en la Antecámara y por qué.

Tras las primeras palabras, Aviendha sostuvo la taza sin beber y miró a Egwene sin pestañear. Su oscura falda y la pálida blusa se transformaron en el cadin’sor, chaqueta y pantalones en tonos grises y pardos que se perdían en las sombras. Su largo cabello se acortó de repente y quedó oculto por un shoufa, con el negro velo colgando sobre el pecho. Aún más incongruente era que seguía luciendo el brazalete de marfil en la muñeca a pesar de que las Doncellas Lanceras no llevaban joyas.

—Todo eso por el faro que sentimos —murmuró, casi para sí misma, cuando Egwene terminó de hablar—. Porque creen que los Depravados de la Sombra tienen un arma. —Un modo extraño de enfocarlo.

—¿Y qué otra cosa puede ser? —inquirió Egwene, curiosa—. ¿Alguna de las Sabias ha dicho algo? —La época en que creía que las Aes Sedai poseían todo el conocimiento había quedado muy atrás, y a veces las Sabias revelaban cierta información que haría sobresaltar a la hermana más imperturbable.

Aviendha frunció el ceño y sus ropas cambiaron de nuevo a la falda, la blusa y el chal, y tras unos instantes al vestido de seda azul con encaje, esta vez con el collar kandoreño y el brazalete de marfil. Naturalmente, el anillo de Sueño siguió colgando del cordón de cuero, sin variar. Un chal apareció alrededor de sus hombros. En la habitación hacía un frío intenso, pero no parecía muy probable que aquella prenda de fino encaje azul claro pudiera proporcionar calor.

—Las Sabias están tan poco seguras como tus Aes Sedai. Aunque no tan asustadas, creo. La vida es un sueño del que todos acabamos despertando. Danzamos las lanzas con el Marchitador de las Hojas. —Ese nombre del Oscuro siempre le había parecido extraño a Egwene viniendo como venía del Yermo despoblado de árboles—. Pero nadie entra en la danza con la seguridad de que vivirá ni de que vencerá. No creo que las Sabias se planteen una alianza con los Asha’man. ¿Es eso sensato? —inquirió con cautela—. Por lo que dices, no estoy segura de que la quieras.

—No veo otra opción —admitió Egwene de mala gana—. Ese agujero mide cinco kilómetros de diámetro. Ésta es la única esperanza que tenemos, que yo vea.

—¿Y si los Depravados de la Sombra no poseyeran un arma? —Aviendha hizo la pregunta sin levantar la vista de su taza de té.

De pronto Egwene cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo la otra mujer. Aviendha se estaba preparando para ser una Sabia y, llevara la ropa que llevara, estaba actuando como una Sabia. Probablemente ésa era la razón del fino chal. Una parte de Egwene quiso sonreír. Su amiga había cambiado; ya no era aquella Doncella Lancera, a menudo exaltada, que había conocido. Otra parte de sí misma recordó que las Sabias no tenían siempre las mismas metas que las Aes Sedai. Lo que las hermanas valoraban mucho, con frecuencia para las Sabias no significaba nada. La entristecía tener que pensar en Aviendha como una Sabia en lugar de simplemente una amiga. Una Sabia se preocuparía de conseguir lo que fuera mejor para los Aiel y no para la Torre Blanca. Aun así, la pregunta era buena.

—Tendremos que tratar con la Torre Negra antes o después, Aviendha, y Moria tenía razón; ya hay demasiados Asha’man para plantearse amansarlos a todos. Y eso suponiendo que nos atreviéramos a amansarlos antes de la Última Batalla. Quizás un sueño me muestre otro camino, pero de momento ninguno lo ha hecho. —De momento ninguno de sus sueños le había servido de nada. Bueno, en realidad no—. Esto al menos nos ofrece el principio de un modo de manejarlos. En cualquier caso, se va a hacer. Eso si las Asentadas son capaces de ponerse de acuerdo en algo aparte del hecho de que tienen que intentar llegar a un arreglo. De modo que hemos de sobrellevarlo. Quizá sea para bien a la larga.

Aviendha sonrió mientras bebía. No era una sonrisa divertida; por alguna razón, parecía de alivio. No obstante, su tono sonó serio.

—Vosotras, las Aes Sedai, pensáis siempre que los hombres son necios. Llevad cuidado con esos Asha’man. Mazrim Taim dista mucho de ser tonto, y creo que es un hombre muy peligroso.

—La Antecámara es consciente de eso —repuso secamente Egwene. Era peligroso, desde luego. En cuanto a lo otro, quizá mereciera la pena hacerlo notar—. No sé por qué hablamos de esto. Ya no está en mis manos. Lo importante es que las hermanas decidirán finalmente que la Torre Negra ha dejado de ser una razón para no acercarse a Caemlyn, ya que de todos modos vamos a hablar con ellos. La semana que viene o mañana os encontraréis con hermanas que se pasarán por allí simplemente para visitar a Elayne y ver cómo marcha el asedio. Lo que hemos de decidir es cómo mantener oculto lo que queremos que siga oculto. Tengo unas cuantas sugerencias, y espero que vosotras tengáis más.

La idea de Aes Sedai desconocidas apareciendo en el Palacio Real agitó a Aviendha hasta el punto de que su vestimenta pasó velozmente del traje de seda al cadin’sor y de éste a la falda de paño y la blusa de algode, y vuelta a empezar mientras hablaban, aunque ella no pareció darse cuenta. En realidad ella no tenía nada que temer si las Aes Sedai visitantes descubrían a las Allegadas o a las sul’dam y damane cautivas o el trato con las mujeres de los Marinos, pero seguramente le preocupaban las repercusiones que tuviera para Elayne.

Lo de las Atha’an Miere no sólo hizo que apareciera el cadin’sor, sino también una adarga de piel de toro junto a la silla, con tres lanzas cortas Aiel. Egwene se planteó preguntar si había un problema especial con las Detectoras de Vientos —cualquier problema más allá de los habituales, se entiende—, pero se contuvo. Si Aviendha no lo mencionaba, entonces es que era un tema que Elayne y ella querían manejar por sí mismas. Sin duda lo habría dicho si hubiese algo que Egwene tuviera que saber. ¿O no?

Egwene suspiró y dejó la taza en la mesa, de la que no tardó en desaparecer, y se frotó los ojos. Realmente, ahora la desconfianza formaba parte de su ser; y sin ella era muy poco probable que pudiera sobrevivir. Al menos no tenía que actuar siempre en consecuencia con sus sospechas; no con una amiga.

—Estás cansada —dijo Aviendha, de nuevo vestida con la blusa blanca, la falda y el chal oscuros, una Sabia de penetrantes ojos verdes preocupada—. ¿No duermes bien?

—Duermo bien —mintió Egwene a la par que esbozaba una sonrisa. Aviendha y Elayne tenían sus propias preocupaciones para que también cargaran con el tema de sus dolores de cabeza—. Bien, no se me ocurre nada más —dijo mientras se levantaba—. ¿Y a ti? Entonces hemos acabado —prosiguió cuando la otra mujer sacudió la cabeza—. Dile a Elayne que se cuide. Y tú cuídala. Y a sus bebés.

—Lo haré —contestó Aviendha, ahora con el vestido de seda azul—. Pero tú has de cuidarte también. Creo que trabajas demasiado. Que duermas bien y despiertes —añadió suavemente; era la fórmula Aiel de decir «buenas noches». Y tras ello desapareció.

Egwene frunció el entrecejo mirando el punto donde su amiga se encontraba un instante antes. No trabajaba demasiado. Sólo lo necesario. Regresó a su cuerpo y descubrió que estaba sumida en el sueño.

Eso no significaba que ella estuviera dormida, o no exactamente. Su cuerpo dormía, con una respiración lenta y profunda, pero ella se dejó llevar apenas lo justo para que los sueños llegaran. Podría haber esperado simplemente a despertar y recordarlos entonces mientras los escribía en el pequeño libro de notas que guardaba en el fondo de uno de los baúles de ropa, metido entre la fina ropa interior que no se sacaría hasta bien entrada la primavera. Pero observar los sueños mientras llegaban ahorraba tiempo. Pensaba que eso podría ayudarla a descifrar lo que significaban. Al menos, los que eran algo más que las fantasías nocturnas corrientes.

Había muchas de ésas, a menudo relacionadas con Gawyn, un hombre alto y maravilloso que la tomaba en sus brazos y bailaba con ella y le hacía el amor. Hubo un tiempo, incluso en sueños, en que había rehuido los pensamientos de hacer el amor con él. Se había puesto colorada al despertar y recordarlo. Ahora eso le parecía una tontería, una chiquillada. Algún día, de algún modo, lo vincularía como su Guardián, y se casaría con él, y haría el amor con él hasta hacerle pedir clemencia. Incluso en sus sueños, esa idea la hacía reír. Otros sueños no eran tan agradables. Caminaba a través de un manto de nieve que le llegaba a la cintura y entre árboles que crecían muy juntos, sabiendo que tenía que llegar al borde del bosque. Pero incluso cuando atisbaba ese borde al frente, en un abrir y cerrar de ojos éste retrocedía en la distancia, dejándola en la fronda para seguir avanzando a trancas y barrancas. O empujaba una gran piedra de molino cuesta arriba por una empinada pendiente, pero cada vez que estaba a punto de llegar a la cima resbalaba y caía y veía que la enorme piedra bajaba rodando hasta el fondo, de manera que tenía que descender y empezar de nuevo, sólo que cada vez la cuesta era más alta que antes. Sabía lo suficiente de los sueños para entender de dónde procedían ésos aunque no hubiesen tenido un significado especial; ninguno aparte del hecho de que estaba cansada y no obstante tenía ante sí una tarea interminable en apariencia. Sin embargo nada se podía hacer al respecto. Sintió las sacudidas de su cuerpo con los sueños laboriosos e intentó relajar los músculos. Ese dormir a medias era poco más beneficioso que permanecer despierta, y aún menos si se pasaba toda la noche agitándose en el lecho. Sus esfuerzos tuvieron cierto resultado. Al menos sólo se retorció en un sueño en el que se veía obligada a tirar de un carro cargado hasta los topes de Aes Sedai por un camino embarrado.

Llegaron otros sueños que no eran ni una cosa ni otra.

Mat se hallaba en el prado de un pueblo jugando a los bolos. Las casas de techos de bálago eran vagas, al modo de los sueños —en ocasiones los tejados eran de pizarra; a veces las casas parecían de piedra y otras, de madera—, pero él aparecía meridianamente claro, vestido con una buena chaqueta verde y ese sombrero negro de ala ancha, igual que lo había visto el día en que había llegado a Salidar. No se veía ninguna otra persona. Frotando la bola entre las manos, Mat dio una corta carrera y la lanzó sobre la suave hierba. Los nueve palos cayeron, esparcidos como si les hubiesen dado una patada. Mat se volvió y cogió otra bola, y los palos volvieron a encontrarse de pie. No, era un juego de palos nuevo. Los de antes seguían tirados donde habían caído. De nuevo arrojó la bola, un lanzamiento sin levantar el brazo por encima del hombro. Y Egwene deseó gritar. Los palos no era piezas de madera, sino hombres plantados allí, viendo rodar la bola hacia ellos. Ninguno se movió hasta que la bola los lanzó por el aire. Mat se volvió para coger otra bola y aparecieron nuevos palos, otros hombres, plantados en formación entre los que yacían despatarrados en el suelo, como muertos. No; estaban realmente muertos. Despreocupado, Mat lanzó.

Era un sueño real; Egwene lo supo mucho antes de que se desvaneciera. Un atisbo del futuro que podría suceder, una advertencia de algo que debería vigilarse. Los sueños reales eran siempre posibilidades, no certezas —a menudo tenía que recordárselo; Soñar no era Predecir—, pero ésta era una peligrosa posibilidad. De eso no le cabía duda. Y un Iluminador formaba parte de ello. Mat había conocido a una Iluminadora en cierta ocasión, pero de eso hacía mucho tiempo. Esto era algo más reciente. Los Iluminadores se habían desperdigado y sus casas capitulares habían desaparecido. Había una que incluso realizaba su trabajo en un espectáculo ambulante con el que Elayne y Nynaeve habían viajado un tiempo. Mat podría encontrar a un Iluminador en cualquier parte. Aun así, sólo era un posible futuro. Sangriento y funesto, pero sólo posible. Con todo, ya lo había soñado al menos dos veces. No exactamente el mismo sueño, pero siempre con el mismo significado. ¿Eso lo haría más dado a realizarse? Tendría que preguntar a las Sabias para saberlo, y cada vez era más reacia a hacerlo. Cada pregunta que planteaba les revelaba algo, y sus metas no eran las que tenía ella. Para salvar tantos Aiel como fuera posible dejarían que la Torre Blanca fuera arrasada hasta sus cimientos. Ella tenía que pensar en algo más que un pueblo, que una nación.

Más sueños.

Ascendía trabajosamente por una vereda estrecha y pedregosa por la cara de un imponente acantilado. Las nubes la rodeaban, ocultando el suelo abajo y la cumbre arriba, pero aun así sabía que ambos se encontraban muy lejos. Tenía que plantar los pies con mucho cuidado. La senda era una inestable repisa apenas lo bastante ancha para mantenerse de pie sobre ella, con un hombro pegado contra la cara del risco, y estaba sembrada de piedras grandes como puños que podían voltearse bajo un paso mal dado y lanzarla por el borde al vacío. Casi se parecía a los sueños de las ruedas de molino y de tirar de carros, pero Egwene sabía que era un sueño real.

De repente, la repisa se vino abajo con el chasquido de piedra quebrándose, y Egwene se pegó frenéticamente a la cara del risco, tanteando para encontrar dónde asirse. Sus dedos se deslizaron en una pequeña grieta y su caída se frenó con un violento tirón que casi le dislocó los brazos. Con los pies colgando en las nubes escuchó cómo el fragmento de la repisa desprendido se golpeaba contra el risco hasta que el sonido se perdió sin que la piedra hubiese llegado al fondo. Entrevió la forma borrosa de la repisa rota a su izquierda. Estaba casi a tres metros de distancia; para las posibilidades que tenía de llegar a ella, tanto daba que hubiese estado a casi tres kilómetros. En la dirección contraria, la niebla ocultaba lo que quiera que quedara del sendero, pero Egwene creía que debía de estar aún más alejado. No tenía fuerza en los brazos. No podía auparse, sólo quedarse allí, colgada de las puntas de los dedos, hasta que se cayera. El borde de la grieta parecía tan afilado como un cuchillo bajo sus dedos.

De pronto, entre las nubes apareció una mujer descendiendo por la escarpada cara del risco con la agilidad de quien baja una escalera. Llevaba una espada sujeta a la espalda. Su rostro titilaba, sin que se hiciera preciso en ningún momento, pero la espada parecía sólida como la roca. La mujer llegó a la altura de Egwene y le tendió una mano.

—Podemos llegar a la cumbre juntas —dijo con un familiar acento que arrastraba las palabras.

Egwene apartó el sueño como si fuese una víbora. Sintió cómo se sacudía su cuerpo, se oyó gemir en sueños, pero durante un instante no pudo hacer nada. Había soñado con seanchan antes, con una seanchan vinculada a ella de algún modo, pero ésta era una seanchan que la salvaría. ¡No! Le habían puesto una cadena, la habían hecho damane. ¡Antes moriría que dejar que la salvara una seanchan! Transcurrió un buen rato antes de que fuera capaz de instarse a tranquilizar su cuerpo dormido. O quizá sólo le pareció que había pasado mucho tiempo. Una seanchan, no; ¡eso jamás!

Poco a poco, los sueños volvieron.

Trepaba por otro sendero de un risco envuelto en nubes, pero ésta era una repisa ancha de roca blanca suavemente pavimentada y no había piedras sueltas. El propio risco era blanco como tiza y tan suave como si estuviese pulido. Subió deprisa y enseguida se dio cuenta de que la repisa ascendía en espiral. El risco era realmente una aguja pétrea. Tan pronto como concibió esa idea, se encontró arriba, sobre un disco liso y pulido envuelto en niebla. No era totalmente liso, en realidad. Un pedestal se erguía justo en el centro del aquel círculo y servía de soporte a una lámpara de aceite, de cristal transparente. La llama de la lámpara ardía brillante y firme, sin titilar. También era blanca.

De repente un par de aves salieron de la niebla, dos cuervos tan negros como la noche. Sobrevolaron velozmente la aguja, golpearon la lámpara y siguieron vuelo sin hacer la menor pausa. La lámpara se tambaleó sobre el pedestal, lanzando gotas de aceite. Algunas de esas gotas se incendiaron en el aire y desaparecieron. Otras cayeron alrededor de la columna, todas sustentando una minúscula y titilante llama blanca. Y la lámpara siguió dando tumbos, a punto de caerse.

Egwene se despertó con una sacudida en medio de la oscuridad. Lo sabía. Por primera vez sabía con exactitud lo que significaba un sueño. Mas ¿por qué soñar con una seanchan que la salvaba y después con los seanchan atacando la Torre Blanca? Un ataque que sacudía a las Aes Sedai en sus cimientos y que amenazaba a la propia Torre. Por supuesto, sólo era una posibilidad. No obstante, los sucesos en los sueños verdaderos eran más probables que otros.

Creía que estaba considerando las cosas con tranquilidad, pero al sentir el áspero roce de las solapas de la entrada estuvo a punto de abrazar la Fuente Verdadera. Se apresuró a realizar ejercicios de novicia para recobrar el control: el agua fluyendo sobre piedras suaves; el viento soplando entre la hierba. Luz, sí que se había asustado. Tuvo que realizar dos para conseguir recuperar cierta calma. Abrió la boca para preguntar quién era.

—¿Dormida? —musitó quedamente la voz de Halima. Su voz sonaba insinuante, casi excitada—. Bueno, no me importaría disfrutar de una buena noche de sueño.

Egwene permaneció muy quieta mientras oía a la otra mujer quitarse la ropa para acostarse. Si descubría que estaba despierta tendría que hablar con ella y, en ese momento, sería embarazoso. Estaba bastante segura de que Halima había encontrado compañía, aunque no para toda la noche. La mujer podía hacer lo que quisiera, por supuesto, pero aun así Egwene se sentía decepcionada. Deseando haber seguido dormida, se sumergió de nuevo en el sueño y esta vez no se paró a mitad de camino, sino que se quedó completamente dormida.

Chesa apareció muy temprano para llevarle el desayuno en una bandeja y la ayudó a vestirse. De hecho, era de madrugada y apenas apuntaban las primeras luces, de modo que hubo que encender la lámpara para poder ver algo. Las ascuas del brasero se habían apagado a lo largo de la noche, naturalmente, y el frío en la atmósfera tenía algo de gris. Quizás iba a nevar. Halima se puso su muda y su vestido de seda al tiempo que bromeaba sobre cómo le gustaría tener una doncella, en tanto que Chesa abrochaba las hileras de botones que cerraban la espalda del de Egwene. La fornida mujer mostraba un gesto serio, sin hacer el menor caso a Halima. Egwene guardó silencio. No le dijo nada a Halima porque no era su criada y no tenía derecho a marcarle unas normas.

Justo cuando Chesa acababa de abrocharle y daba una palmadita a Egwene en el brazo, Nisao entró en la tienda, dejando pasar un soplo de aire frío. Por el fugaz atisbo del exterior antes de que las solapas se cerraran tras ella, Egwene comprobó que fuera estaba gris. Realmente parecía que estuviera por nevar.

—He de hablar a solas con la madre —dijo Nisao, que mantenía ajustada su capa como si ya sintiera la nieve. Un tono tan firme no era habitual en la menuda mujer.

Egwene hizo un gesto con la cabeza a Chesa.

—No dejéis que se os enfríe el desayuno —dijo ésta antes de hacer una reverencia y salir.

Halima se paró y miró a Nisao y a Egwene; después recogió su capa de donde la había dejado tirada al pie del catre.

—Supongo que Delana tiene trabajo para mí —dijo en un tono que sonaba irritado.

Nisao miró ceñuda la espalda de la mujer cuando se marchó, pero sin decir palabra abrazó el saidar y tejió una salvaguardia contra oídos indiscretos en torno a Egwene y ella. Sin pedir permiso.

—Anaiya y su Guardián están muertos —anunció—. Algunos de los trabajadores que traen los sacos de carbón oyeron anoche un ruido, como alguien revolcándose en el suelo, y, aunque parezca mentira, todos fueron corriendo a ver qué pasaba. Encontraron a Anaiya y a Setagana tendidos en la nieve, muertos.

Egwene se sentó lentamente en su silla, que no parecía muy cómoda en ese momento. Anaiya muerta. No había tenido ningún rasgo hermoso, salvo su sonrisa, pero cuando sonreía reconfortaba todo cuanto la rodeaba. Una mujer de rostro poco agraciado que gustaba adornar sus vestidos con encaje. Egwene sabía que tendría que sentirse triste también por Setagana, pero él había sido un Guardián. De haber sobrevivido a Anaiya, no era probable que su vida se hubiese alargado mucho.

—¿Cómo? —preguntó. Nisao no habría tejido una salvaguardia sólo para informarle de la muerte de Anaiya.

El semblante de Nisao se puso tenso y, a despecho de la salvaguardia, miró hacia atrás como si temiese que alguien estuviera escuchando tras las solapas de la entrada.

—Los trabajadores pensaban que habían comido setas en mal estado. Algunos granjeros no son cuidadosos a la hora de recoger lo que se proponen vender, y un hongo de la especie equivocada puede paralizar los pulmones o inflamar la tráquea de manera que se muere por asfixia. —Egwene asintió con impaciencia. Después de todo, había crecido en una población rural—. Parece que todo el mundo se muestra inclinado a aceptar esa explicación —prosiguió Nisao, aunque sin apresurarse. Sus manos se abrían y se cerraban sobre los bordes de la capa, y parecía remisa a llegar a su conclusión—. No había heridas ni lesiones de ningún tipo. No hay razón para pensar que fuera otra cosa que el resultado de la codicia de un granjero que vendió setas malas. Pero… —Suspiró, volvió a echar una ojeada hacia atrás, y bajó el tono de voz—. Supongo que fue por la conversación sobre la Torre Negra en la Antecámara, pero hice una resonancia. Los mató el saidin. —Una mueca de asco asomó por un fugaz momento a su cara—. Creo que alguien tejió flujos de Aire alrededor de sus cabezas hasta asfixiarlos. —Se estremeció y se ajustó más la capa.

Egwene también habría querido estremecerse. Le sorprendió no hacerlo. Anaiya muerta. Asfixiada. Una forma deliberadamente cruel de matar, utilizada por alguien que había esperado no dejar huellas.

—¿Se lo has contado a alguien más?

—Por supuesto que no —respondió Nisao, indignada—. Vine aquí directamente. O al menos tan pronto como supe que estabais despierta.

—Lástima. Tendrás que explicar por qué no informaste antes. Esto no es algo que podamos mantener en secreto. —Bueno, las Amyrlin habían ocultado cosas más importantes por bien de la Torre, a su modo de ver—. Si entre nosotros hay un hombre que encauza, entonces las hermanas tienen que estar advertidas. —Era poco probable que un varón que encauzaba se escondiera entre los trabajadores o los soldados, pero aún lo era menos que hubiera ido allí para matar a una hermana y a su Guardián. Lo cual planteaba otra cuestión—. ¿Por qué Anaiya? ¿Quizás estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado? ¿Dónde murieron?

—Cerca de las carretas del lado sur del campamento. Ignoro por qué se encontraban allí a esas horas de la noche. A menos que Anaiya fuera a las letrinas y Setagana haya creído que necesitaba protección incluso allí.

—Entonces vas a tener que averiguarlo, Nisao. ¿Qué hacían Anaiya y Setagana fuera cuando todo el mundo dormía? ¿Por qué los mataron? Esto sí que lo guardarás en secreto. Hasta que puedas darme razones, nadie salvo nosotras dos debe saber que estás investigando el caso.

Nisao abrió la boca y la cerró.

—Hay que cumplir con el deber —masculló entre dientes. No se le daba bien guardar secretos importantes, y lo sabía. El último que había intentado guardar la había conducido directamente a tener que jurar lealtad a Egwene—. ¿Frenará esto las conversaciones sobre un acuerdo con la Torre Negra?

—Lo dudo —repuso cansinamente Egwene. Luz, ¿cómo podía estar cansada ya? El sol ni siquiera había salido del todo—. En cualquier caso, lo que sí creo es que vamos a tener otro día muy largo. —Y lo mejor que se le ocurría que podía esperar de él era llegar a la noche sin sufrir una jaqueca.

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