5 La forja de un martillo

Corría fácilmente a través de la noche a pesar de la nieve que cubría el suelo. Era uno con las sombras deslizándose por el bosque, la luz de la luna casi tan clara a sus ojos como la luz del sol. Un frío viento le alborotaba el espeso pelaje, y de repente trajo un efluvio que le erizó el lomo y el corazón le palpitó con un odio mayor que el sentido hacia los Nonacidos. Odio y una certeza absoluta de la muerte aproximándose. No había elección, ya no. Corrió más deprisa, hacia la muerte.

Perrin despertó bruscamente en la profunda oscuridad que precede al alba, bajo una de las carretas de suministros de ruedas altas. El frío del suelo se le había metido en los huesos a pesar de la capa forrada con piel y dos mantas, y soplaba una brisa intermitente, ni fuerte ni constante para considerarla un ligero viento, pero era gélida. Cuando se rascó la cara con la mano enguantada, la escarcha crujió en su barba corta. Al menos no parecía que hubiese nevado más durante la noche. Demasiado a menudo había despertado cubierto de copos a despecho del refugio de una carreta, y las nevadas dificultaban la tarea de los exploradores. Deseó poder hablar con Elyas del mismo modo que hablaba con los lobos. Entonces no tendría que soportar esa interminable espera. El cansancio se adhería a él como una segunda piel; no recordaba la última vez que había disfrutado de un sueño profundo durante la noche. El sueño, o su falta, no parecía importante de todos modos. En la actualidad, sólo el fuego de la ira lo mantenía en movimiento.

No creía que hubiera sido el sueño lo que lo había despertado. Todas las noches se acostaba esperando tener pesadillas, y todas las noches acudían puntuales. En las peores, encontraba muerta a Faile o no la encontraba nunca. Ésas lo despertaban bañado en un sudor helado. Con cualquier otra cosa menos horrible seguía durmiendo, o sólo se despertaba a medias con trollocs cortándolo vivo para la olla o con un Draghkar absorbiéndole el alma. Este sueño se desvanecía rápidamente, como uno corriente, pero aun así recordaba ser un lobo y olfatear… ¿qué? Algo que los lobos odiaban más que a los Myrddraal. Algo que un lobo sabía que lo mataría. El conocimiento que tenía en el sueño había desaparecido; sólo quedaban unas vagas impresiones. No había estado en el Sueño del Lobo, ese reflejo de este mundo donde los lobos muertos seguían viviendo y los vivos podían ir a consultarlos. El Sueño del Lobo siempre permanecía indeleble en su mente después de marcharse, tanto si había ido allí conscientemente como si no. Empero, este sueño seguía pareciendo real y, en cierto modo, urgente.

Tendido de espaldas, inmóvil, envió su mente a la búsqueda de lobos. Había intentado utilizarlos para que lo ayudaran en su cacería, pero sin resultado. Convencerlos de que se interesaran en los asuntos de los dos patas era difícil, por no decir algo peor. Evitaban los grupos grandes de hombres y para ellos media docena era lo bastante grande para mantenerse alejados. Los hombres cazaban cualquier animal y la mayoría intentaría matar a un lobo nada más verlo. Su mente no hallaba nada, pero entonces, al cabo de un rato, percibió lobos, a lo lejos. No sabría decir a qué distancia, pero era como captar un susurro casi inaudible. Muy lejos. Qué extraño. A pesar de los pueblos dispersos, las alquerías e incluso alguna que otra ciudad, aquélla era una zona óptima para lobos, con bosques intactos en su mayor parte, repletos de ciervos y caza menor.

Siempre existía una formalidad para hablar con una manada de la que no se formaba parte. Cortésmente, envió su nombre entre los lobos, Joven Toro, compartió su olor, y recibió el de ellos en respuesta, Cazahojas, Oso Alto, Cola Blanca, Pluma y Niebla del Trueno, y un montón más. Era una manada numerosa, y Cazahojas, una hembra que transmitía un aire de sosegada seguridad, era su cabecilla. Pluma, inteligente y en su edad de plenitud, era su pareja. Habían oído hablar de Joven Toro, estaban ansiosos de hablar con el amigo del legendario Diente Largo, el primer dos patas que había aprendido a hablar con los lobos tras un trecho de tiempo que llevaba la impresión de eras desaparecidas en las nieblas del pasado. Todo era un torrente de imágenes y recuerdos de olores que su mente transformaba en palabras, como las palabras que pensaba se convertían, de algún modo, en imágenes y olores comprensibles para ellos.

«Quiero saber algo —pensó, una vez que finalizaron los saludos—. ¿Qué odiaría un lobo más que a los Nonacidos? —Trató de recordar el efluvio del sueño, añadirlo, pero había desaparecido de su memoria—. Algo que un lobo sabe que significa la muerte».

Le respondió el silencio y un hilo de temor fundido con odio y determinación y renuencia. Había sentido el miedo en los lobos con anterioridad —por encima de todo temían el fuego arrasador que se extendía por el bosque, o eso habría dicho él—, pero esto era el tipo de miedo hormigueante que hacía que a un hombre se le pusiera la carne de gallina, que le dieran escalofríos y saltara sobresaltado por cosas no vistas. Entretejido con la resolución de seguir adelante costara lo que costara, era una sensación próxima al pavor. Los lobos nunca experimentaban esa clase de terror. Sólo que éstos sí lo sentían.

Uno a uno desaparecieron de su conciencia, un acto deliberado de dejarlo fuera, hasta que sólo quedó Cazahojas. «La Última Cacería se aproxima», dijo finalmente, y entonces también desapareció.

«¿Os he ofendido? —lanzó su pensamiento—. Si lo hice, fue sin saberlo». Pero no obtuvo respuesta. Al menos esos lobos no volverían a hablar con él en mucho tiempo.

«La Última Cacería se aproxima». Así era como los lobos llamaban a la Última Batalla, el Tarmon Gai’don. Sabían que estarían allí, en el último enfrentamiento entre la Luz y la Sombra, aunque el porqué era algo que no podían explicar. Algunas cosas se hallaban predestinadas, tan seguro como que el sol y la luna salían y se ponían, y estaba escrito que muchos lobos morirían en la Última Cacería. Lo que temían era otra cosa. Perrin tenían la fuerte sensación de que también tendría que estar allí, o, al menos, que se suponía que tendría que estar; pero, si la Última Batalla ocurría pronto, no estaría. Tenía una tarea ante él que no podía eludir —¡que no eludiría!— ni siquiera por el Tarmon Gai’don.

Alejando de su mente tanto miedos indescriptibles como la Última Batalla, se quitó los guanteletes y tanteó el bolsillo de la chaqueta para tocar el trozo de cordón de cuero crudo que guardaba allí. En un ritual matinal, sus dedos hicieron otro nudo de manera mecánica y después deslizó los dedos por el cordón, contando. Veintidós nudos. Veintidós mañanas desde que habían raptado a Faile.

Al principio no había pensado que haría falta llevar la cuenta. Ese primer día había creído que estaba insensible y frío pero concentrado; sin embargo, al mirar atrás veía que lo había arrollado una rabia sin límites y una necesidad imperiosa de encontrar a los Shaido lo antes posible. Hombres de otros clanes formaban parte del grupo que había raptado a Faile, pero según las evidencias en su mayoría eran Shaido, y así era como pensaba en ellos. La necesidad de arrancarles a Faile de su poder antes de que resultara herida lo había agarrado por la garganta hasta casi ahogarlo. Rescataría a las otras mujeres capturadas con ella, por descontado, pero a veces tenía que recitar sus nombres mentalmente para asegurarse de que no las olvidaba por completo. Alliandre Maritha Kigarin, reina de Ghealdan y su vasalla. Todavía parecía un despropósito que alguien le hubiese prestado juramento de lealtad, especialmente una reina —¡él era herrero! Bueno, lo había sido—, pero tenía responsabilidades para con Alliandre, que no se encontraría en peligro de no ser por él. Bain, de los Shaarad de Roca Negra, y Chiad, de los Goshien de Río Pedregoso, Doncellas Lanceras que habían seguido a Faile a Ghealdan y Amadicia. También se habían enfrentado a trollocs en Dos Ríos, cuando él necesitaba a todo aquel que pudiera sostener un arma, y eso les daba derecho a requerir su auxilio. Arrela Shiego y Lacile Aldorwin, dos jóvenes estúpidas que creían que podían aprender a ser Aiel o una extraña versión de los Aiel. Habían jurado lealtad a Faile, al igual que Maighdin Dorlain, una refugiada que no tenía un céntimo y de la que Faile se había hecho cargo incluyéndola en su servidumbre. No podía abandonar a la gente de Faile. Faile ni Bashere t’Aybara.

La letanía lo devolvió a ella, a su esposa, el aliento de su vida. Con un gemido, apretó el cordón tan fuerte que los nudos se le marcaron dolorosamente en una mano encallecida por el manejo del martillo en una fragua mucho tiempo. ¡Luz, veintidós días!

Trabajar el hierro le había enseñado que las prisas echaban a perder el metal, pero al principio había actuado con precipitación, Viajando hacia el sur a través de accesos creados por Grady y Neald, los dos Asha’man, hacia donde se habían encontrado las huellas más lejanas de los Shaido, y después saltando al sur de nuevo, en la dirección que apuntaban las huellas, tan pronto como los Asha’man podían crear otro acceso. Y, mientras se mordía las uñas cada hora que necesitaban para descansar de crear el anterior y mantenerlo abierto para que pasara todo el mundo, su mente se consumía con la idea de liberar a Faile costara lo que costara. Lo que consiguió fueron días de dolor acrecentado a medida que los exploradores se dispersaban más y más lejos por territorio salvaje sin localizar ni el menor rastro de que hubiera pasado alguien por allí, hasta que comprendió que tenían que volver sobre sus pasos, desperdiciando días, para cubrir el terreno que los Asha’man les habían hecho salvar con sus accesos, y buscar cualquier indicio del punto donde los Shaido habían cambiado de dirección.

Tendría que haber sabido que lo harían. Viajar al sur los llevaría hacia tierras más cálidas, sin la nieve que tan extraña era para los Aiel, pero también los acercaría a los seanchan de Ebou Dar. ¡Él sabía lo de los seanchan, y tendría que haber supuesto que los Aiel se enterarían también! Su propósito era el pillaje, no combatir contra seanchan y damane. Días de avance lento, con los exploradores abriéndose en abanico por delante, días en los que las nevadas cegaban incluso a los Aiel y obligaban a hacer irritantes paradas, hasta que por último Jondyn Barran encontró un árbol con un rasponazo hecho por una carreta y Elyas desenterró una lanza Aiel rota de debajo de la nieve. Y Perrin había virado finalmente al este, como mucho dos días al sur de donde había Viajado la primera vez. Había querido aullar cuando se dio cuenta de eso, pero mantuvo el control. No podía venirse abajo; no cuando Faile dependía de él. Fue entonces cuando empezó a dosificar su ira, cuando empezó a forjarla.

Los secuestradores les habían sacado mucha ventaja por su precipitación, pero a partir de ese momento había sido tan prudente como lo era en una forja. Su ira se había templado, endurecido y cobrado forma para un propósito. Desde que dieron de nuevo con el rastro de los Shaido no habían Viajado en un salto más que el tramo que los exploradores habrían cubierto, ida y vuelta, entre el alba y el ocaso, y menos mal que había sido prudente, porque los Shaido cambiaron de dirección de forma repentina en varias ocasiones, avanzando en zigzag, casi como si no acabaran de decidir hacia dónde ir. O quizá se habían desviado para reunirse con más de los suyos. Lo único que tenían para guiarse eran rastros poco recientes, señales de campamentos enterradas en la nieve, pero aun así todos los exploradores convenían en que el número de Shaido se había incrementado mucho. Como poco tenía que haber dos o tres septiares juntos, tal vez más; una temible presa a la que dar caza. Lentamente, pero de modo certero, fueron acortando distancias. Eso era lo importante.

Los Shaido cubrían más terreno en su marcha de lo que habría creído posible considerando su número y la nieve, pero no parecía importarles si alguien los seguía o no. Quizá pensaban que nadie se atrevería a hacerlo. A veces habían acampado varios días en el mismo sitio. Forjar la ira para un propósito. Cual si fueran langostas humanas, los Shaido dejaban a su paso pueblos, villas y alquerías arrasados, almacenes y todo cuanto tuviera valor saqueados, hombres y mujeres capturados y llevados junto con el ganado. A menudo no quedaba nadie para cuando llegaban ellos, sólo casas vacías, ya que la gente que escapaba tenía que buscar comida en otro lugar para sobrevivir hasta la primavera. Habían entrado en Altara cruzando el Eldar por donde antes había un transbordador entre dos pueblos, en las márgenes boscosas del río, utilizado por buhoneros y granjeros de la zona, no mercaderes. Perrin ignoraba cómo habían pasado a la orilla opuesta los Shaido, pero hizo que los Asha’man crearan accesos. Del transbordador sólo quedaban los muelles de piedra de ambas orillas, y las pocas estructuras que no estaban incendiadas se hallaban desiertas salvo por tres escuálidos perros asilvestrados que se escabulleron al ver humanos. La ira se endureció y cobró forma de martillo.

La mañana del día anterior habían llegado a una aldea donde dos puñados de personas aturdidas y con los rostros manchados contemplaron fijamente los centenares de lanceros y arqueros que salían cabalgando del bosque con las primeras luces, precedidos por el Águila Roja de Manetheren y la cabeza de lobo carmesí, las Estrellas Plateadas de Ghealdan y el Halcón Dorado de Mayene, y seguidos por largas hileras de carretas de ruedas altas y reatas de caballos de refresco. Nada más ver a Gaul y los otros Aiel, esas personas salieron de su estupor y echaron a correr hacia los árboles presas del pánico. Atrapar a algunos para que respondieran a sus preguntas había resultado difícil; estaban dispuestos a morir reventados corriendo antes que dejar que se les acercara un Aiel. En Brytan no vivían más que una docena de familias, pero los Shaido se habían llevado a nueve jóvenes de ambos sexos, junto con todos sus animales, hacía sólo un par de días. Dos días. Un martillo era una herramienta con una finalidad y con un objetivo.

Sabía que tenía que ser prudente o perdería a Faile para siempre, pero también un exceso de prudencia podía conducir a perderla. A primera hora del día anterior les había dicho a los que se adelantaban para explorar que llegaran más lejos que antes, que siguieran avanzando y que regresaran pasado un día completo a menos que encontraran a los Shaido antes. Dentro de poco saldría el sol y dentro de unas horas, como mucho, volverían Elyas, Gaul y los otros —las Doncellas y los hombres de Dos Ríos que podían rastrear una sombra por el agua—. Por deprisa que los Shaido se movieran, los exploradores podían hacerlo más rápido. No los entorpecían familias, carretas y cautivos. Esta vez podrían decirle dónde se encontraban los Shaido exactamente. Lo harían. Tenía ese presentimiento. La certeza corría por sus venas. Encontraría a Faile y la liberaría. Eso ante todo, incluso vivir, mientras le quedara un soplo de vida para llevarlo a cabo, pero ahora era un martillo, y si había un modo de conseguirlo, cualquier modo, se proponía machacar en pedacitos a esos Shaido.

Apartando las mantas, volvió a meterse los guanteletes, recogió el hacha que tenía en el suelo a su lado, una hoja en forma de media luna con un afilado y pesado peto en el lado opuesto, y rodó sobre sí mismo para salir de debajo de la carreta; se puso de pie sobre la nieve pisoteada y helada. Todo en derredor había filas de carretas en los que habían sido los campos de Brytan. La llegada de más forasteros, de tantos y además armados, y enarbolando estandartes desconocidos, había sido más de lo que los supervivientes de la aldea habían sido capaces de asimilar. Tan pronto como Perrin los dejó, habían huido al bosque llevándose lo que podían cargar a la espalda o en toscos trineos. Se habían escabullido tan deprisa como si Perrin fuese otro Shaido, sin mirar atrás por miedo a que los persiguiera.

Mientras metía el mango del hacha por la gruesa lazada de cuero de su cinturón, una sombra más densa junto a una carreta cercana se hizo más alta y se perfiló en la figura de un hombre envuelto en una capa que parecía negra en la oscuridad. Perrin no se sorprendió; las cercanas estacadas de caballos impregnaban el aire con el olor de varios cientos de animales de carga, monturas, caballos de refresco y tiros de carretas, por no mencionar el dulzón hedor a estiércol, pero aun así había captado el efluvio del otro al despertar. El olor humano sobresalía por encima de los otros. Además, Aram siempre estaba allí cuando Perrin despertaba, esperando. Una hoz de luna menguante, baja en el cielo, irradiaba todavía suficiente luz para que él pudiera distinguir el rostro del otro hombre, aunque no con claridad, así como la empuñadura de la espada, rematada por un pomo dorado, asomando en diagonal por encima del hombro. Antaño Aram había sido gitano, pero Perrin dudaba que volviera a serlo aunque siguiera llevando una chillona chaqueta a rayas. Ahora había una dureza en el semblante de Aram que las sombras de la luna no ocultaban. Su actitud indicaba su disposición a desenvainar aquella espada, y desde que habían raptado a Faile la ira parecía formar parte de su olor constantemente. Muchas cosas habían cambiado cuando se llevaron a Faile. En cualquier caso, Perrin entendía la ira. No lo había hecho —no realmente— antes de que le quitaran a Faile.

—Quieren veros, lord Perrin —dijo Aram mientras señalaba con la cabeza hacia dos formas desdibujadas que había un poco más lejos, entre las hileras de carretas. Las palabras salieron acompañadas de una nubecilla de vapor al frío aire—. Les dije que os dejaran dormir. —Era una falta que tenía Aram, cuidar de él en exceso sin que se lo pidiera.

Perrin olfateó el aire y separó el efluvio de esas dos sombras del encubridor olor de los caballos.

—Los recibiré ahora. Haz que preparen a Brioso, Aram.

Su intención era estar en el caballo antes de que el resto del campamento despertara. En parte se debía a que permanecer sin hacer nada era algo superior a él. Quedándose quieto no se alcanzaba a los Shaido. En parte también lo hacía para evitar tener que estar en compañía de nadie mientras pudiera evitarlo. Habría salido con los exploradores si los hombres y las mujeres que se encargaban de ello no fueran mucho mejores que él en ese trabajo.

—Sí, milord.

El efluvio de Aram adquirió una especie de aspereza mientras se alejaba por la nieve, pero Perrin apenas reparó en ello. Sólo algo importante sacaría a Sebban Balwer de sus mantas antes de amanecer, y en cuanto a Selande Darengil…

Incluso con la gruesa capa Balwer parecía flaco, y la capucha casi le tapaba la cara descarnada. Aun en el caso de que hubiese estado erguido en lugar de encogido de hombros habría sacado como mucho una mano a la cairhienina, que no era alta. Ciñéndose con sus propios brazos, saltaba alternativamente sobre uno y otro pie intentando evitar el frío que debía de traspasar sus botas. Selande, vestida con chaqueta y pantalones oscuros de hombre, se esforzaba con bastante éxito en hacer caso omiso del frío a pesar de que exhalaba una nubecilla de vaho cada vez que respiraba. Estaba tiritando, pero se las arreglaba para pavonearse aun estando parada, con un lado de la capa echado hacia atrás y la mano enguantada sobre la empuñadura de la espada. Llevaba la capucha retirada, dejando a la vista el cabello muy corto excepto una cola en la parte posterior que iba atada en la nuca con una cinta oscura. Selande era la cabecilla de esos necios que querían ser una imitación Aiel. Aiel que llevaban espadas. Su efluvio era espeso y suave, como gelatina. Estaba preocupada. Balwer olía… a intensa atención, claro que eso le ocurría siempre, si bien nunca había acaloramiento en su intensidad, sólo concentración.

El flaco hombrecillo dejó de brincar para hacer una rápida reverencia.

—Lady Selande tiene noticias que creo que deberíais oír de sus propios labios, milord. —La fina voz de Balwer era seca y concisa, igual que su propietario. Sonaría igual con el cuello en el tajo del verdugo—. Milady, si hacéis el favor. —Sólo era un secretario, de Faile y suyo, un tipo quisquilloso y retraído principalmente, y Selene era noble, pero Balwer dijo eso último de forma que sonaba a algo más que una simple petición.

La mujer le asestó una dura mirada de soslayo a la par que movía ligeramente la espada, y Perrin se puso en tensión para agarrarla. En realidad no creía que atacara a Balwer, pero tampoco lo tenía muy claro con ella ni con ninguno de sus ridículos amigos para darlo por sentado. Balwer se limitó a observarla con la cabeza ladeada y su efluvio transmitió impaciencia, no preocupación. Tras echar la testa hacia atrás bruscamente, Selande enfocó su atención en Perrin.

—Os veo, lord Perrin Ojos Dorados —empezó con el seco acento de Cairhien pero, consciente de que él tenía poco aguante con su pretendida formalidad Aiel, se apresuró a continuar—: Me he enterado de tres cosas esta noche. La primera, y menos importante, es que Haviar informó que Masema envió a otro jinete de vuelta a Amadicia ayer. Nerion intentó seguirlo, pero lo perdió.

—Comunica a Nerion que he dicho que no tiene que seguir a nadie —replicó Perrin con sequedad—. Y a Haviar igual. ¡Deberían saberlo! Tienen que observar, escuchar e informar lo que vean y oigan, nada más. ¿Me has entendido? —Selande asintió con la cabeza y en su efluvio asomó una punzada de miedo durante un instante. Miedo de él, supuso Perrin, de que estuviera furioso con ella. Los ojos amarillos en un hombre ponían nerviosas a algunas personas. Apartó la mano del hacha y enlazó ambas a la espalda con fuerza.

Haviar y Nerion eran otros de las dos docenas de necios jóvenes seguidores de Faile, el uno teariano y el segundo cairhienino. Faile los había utilizado a todos como informadores, algo que todavía irritaba a Perrin por alguna razón, aunque ella le había dicho a la cara que espiar era asunto de la esposa. Un hombre tenía que escuchar atento cuando creía que su mujer estaba bromeando, porque quizá no lo hacía. La idea de espiar lo hacía sentirse incómodo, pero si Faile los utilizaba para eso entonces también podía hacerlo su marido cuando era necesario. Pero sólo esos dos. Masema parecía convencido de que todo el mundo excepto los Amigos Siniestros estaba destinado a seguirlo antes o después, aunque podría empezar a sospechar si muchos abandonaban el campamento de Perrin para unirse a él.

—No lo llames Masema, ni siquiera aquí —añadió bruscamente. Desde hacía un tiempo, el hombre conocido como Masema Dagar había muerto y se había levantado de la tumba como el Profeta del lord Dragón Renacido, y últimamente se mostraba más susceptible que nunca respecto a que se mencionara su anterior nombre—. Comete un desliz en el sitio equivocado y es posible que puedas considerarte afortunada si unos cuantos de sus matones se limitan a azotarte en cuanto te encuentren sola. —Selande volvió a asentir con la cabeza, seriamente, y en esta ocasión sin oler a miedo. Luz, esos idiotas de Faile eran tan tontos como para no discernir qué debían temer.

—Casi ha amanecido —murmuró Balwer, que tiritó y se arrebujó más en la capa—. La gente no tardará en despertarse y algunos asuntos es mejor discutirlos sin ser vistos. Si milady hace el favor de continuar… —De nuevo, sus palabras fueron más que una sugerencia. Selande y los demás adláteres de Faile sólo habían servido para causar problemas, a entender de Perrin, y por alguna razón Balwer parecía estar intentando chincharla hasta hacerla reventar, pero curiosamente ella respingó con aire azorado y murmuró una disculpa.

Ciertamente la oscuridad iba disminuyendo, cayó en la cuenta Perrin, al menos a sus ojos. El cielo aún parecía negro, salpicado de brillantes estrellas, y sin embargo él casi distinguía los colores de las seis finas rayas que cruzaban la chaqueta de Selande. Al menos distinguía unas de otras. Gruñó para sus adentros al comprender que se había despertado más tarde de lo habitual. ¡No podía permitirse dejar que lo venciera el agotamiento, por cansado que estuviera! Tenía que oír el informe de Selande —que Masema enviara jinetes no habría preocupado a la mujer, ya que lo hacía casi a diario—, pero no pudo evitar buscar con ansiedad a Aram y Brioso. Sus oídos captaban los sonidos de actividad en las estacadas de caballos, pero todavía no había señales del suyo.

—Lo segundo, milord —prosiguió Selande—, es que Haviar ha visto barriles de pescado y carne de vaca en salazón con las marcas altaranesas, muchos. Dice que también hay altaraneses entre la gente de Mas… del Profeta. Algunos parecen artesanos, y uno o dos podrían ser mercaderes o funcionarios. En cualquier caso, personas establecidas y de sólida reputación, y algunos parecen dudosos de haber tomado la decisión correcta. Unas cuantas preguntas podrían desvelar de dónde proceden el pescado y la carne. Y tal vez aumentar el número de informadores para vos.

—Sé de dónde vienen el pescado y la carne, y tú también —repuso Perrin, irritado. Las manos enlazadas a la espalda se empuñaron.

Había confiado en que la velocidad con la que se movían impediría que Masema enviara grupos en incursiones para saquear. Eso es lo que eran, como los Shaido, si no peores. Ofrecían a la gente una oportunidad de jurar lealtad al Dragón Renacido y a los que se negaban, a veces incluso a los que vacilaban simplemente, los mataban a fuego y acero. En cualquier caso, tanto si partían para seguir a Masema como si no, los que juraban tenían que hacer generosos donativos para apoyar la causa del Profeta, mientras que los que morían eran simplemente Amigos Siniestros y se confiscaban sus bienes. Según la ley de Masema, los ladrones perdían una mano, pero nada de lo que hacían sus saqueadores era un robo, según él. Conforme a sus leyes, el asesinato y un montón más de delitos merecían la horca, pero un número considerable de sus seguidores parecía preferir matar que recibir juramentos. De ese modo había más saqueo y para algunos de ellos el asesinato resultaba un entretenido pasatiempo al que jugar antes de comer.

—Diles que se mantengan alejados de esos altaraneses —prosiguió Perrin—. Las filas de Masema acogen a todo tipo de gente, y aun en el caso de que les estén entrando dudas, no tardarán mucho en apestar a fanatismo como los demás. Entonces no vacilarían en destripar a un vecino, cuanto menos a alguien que ha preguntado lo que no debía. Lo que quiero saber es qué hace Masema, qué está planeando.

Que ese hombre tramaba algo parecía evidente. Masema afirmaba que era blasfemia tocar el Poder Único, con excepción de Rand, y que lo único que deseaba era reunirse con él en el este. Como siempre, pensar en Rand vino acompañado de un torbellino de colores, aunque esta vez más vívidos que de costumbre; no obstante, la ira los evaporó en la mente de Perrin. Blasfemia o no, Masema había aceptado Viajar, que no sólo implicaba encauzar, sino hombres encauzando. Y, dijera lo que dijera, lo había hecho para permanecer en el oeste todo el tiempo posible, no por ayudar a rescatar a Faile. Perrin solía confiar en la gente hasta que demostraba que no era merecedora de ello, pero nada más percibir el efluvio de Masema se había dado cuenta de que ese hombre estaba tan desquiciado como un perro rabioso, y era aún menos de fiar.

Había pensado cómo frenar ese ardid, fuera lo que fuese. Y cómo frenar las matanzas y los incendios. Masema contaba con diez o doce mil hombres, tal vez más —el tipo no era nada comunicativo respecto a eso, y la forma que tenían de acampar, en un desperdigado desorden, hacía imposible contarlos—, mientras que los que seguían a Perrin eran menos de una cuarta parte, varios cientos de ellos conductores de carretas, mozos y otros que serían más un estorbo que una ayuda a la hora de luchar; no obstante, con tres Aes Sedai y dos Asha’man, por no mencionar a seis Sabias Aiel, podría parar a Masema. Las Sabias y las dos Aes Sedai estarían ansiosas de tomar parte en ello. O más que simplemente bien dispuestas, como mínimo. Querían muerto a Masema. No obstante, dispersar el ejército de Masema haría surgir cientos de bandas más pequeñas que se desperdigarían por Altara y más allá, todavía saqueando y matando para sí mismos en lugar de hacerlo en nombre del Dragón Renacido. «Desbaratar a los Shaido tendrá el mismo resultado», pensó, y apartó la idea de su mente. Frenar a Masema llevaría un tiempo que él no tenía. Lo de ese hombre tendría que esperar hasta que Faile estuviera a salvo. Hasta que los Shaido acabaran reducidos a astillas.

—¿Qué es eso tercero que has sabido esta noche, Selande? —inquirió bruscamente. Para su sorpresa, el olor a preocupación en la mujer se incrementó.

—Haviar vio a alguien —respondió lentamente—. No me lo dijo al principio. —Su voz se endureció un momento—. Tomé las medidas oportunas para que eso no vuelva a ocurrir. —Respiró hondo, dando la impresión de que se debatía consigo misma, y después soltó de corrido—: Masuri Sedai ha visitado a Mase… al Profeta. Es verdad, milord, ¡creedme! Haviar la ha visto en más de una ocasión. Entra subrepticiamente en el campamento, encapuchada, y se marcha del mismo modo, pero vio su cara claramente dos veces. En ambas ocasiones la acompañaba un hombre, y a veces otra mujer. Haviar no ha visto al hombre con bastante claridad para estar seguro, pero la descripción encaja con Rovair, el Guardián de Masuri, y Haviar no tiene la menor duda de que la otra mujer es Annoura Sedai.

Enmudeció de golpe y sus ojos brillaron sombríos a la luz de la luna, prendidos en él. Luz, ¡estaba más preocupada por cómo se lo tomaría él que por lo que aquello implicaba! Se obligó a aflojar los puños. Masema despreciaba a las Aes Sedai tanto como a los Amigos Siniestros; casi las consideraba como tal. ¿Por qué iba a recibir a dos hermanas? ¿Por qué iban a acudir ellas a Masema? La opinión de Annoura sobre Masema quedaba oculta tras el misterio y tras comentarios de doble sentido que podían significar cualquier cosa, pero Masuri había manifestado sin tapujos que había que acabar con Masema como con un perro rabioso.

—Asegúrate de que Haviar y Nerion estén pendientes de la aparición de las hermanas y a ver si pueden escuchar a escondidas en uno de sus encuentros con Masema. —¿Podría estar equivocado Haviar? No, en el campamento de Masema había pocas mujeres, relativamente hablando, y era inverosímil que el teariano confundiera a Masuri con una de esas viejas brujas sucias de mirada asesina. Por lo general, la clase de mujer que seguía a Masema hacía que los hombres parecieran gitanos en comparación—. Pero diles que tengan cuidado. Más vale dejar pasar la oportunidad a que los pillen. No servirán de mucho a nadie colgados de un árbol. —Perrin sabía que sus palabras sonaban bruscas e intentó suavizar el tono de voz. Eso le costaba más desde el rapto de Faile—. Lo habéis hecho bien, Selande. —Al menos no parecía que le estuviera gritando—. Tú, Haviar y Nerion. Faile se sentiría orgullosa si lo supiera.

Una sonrisa iluminó la cara de la mujer, que se irguió un poco más si tal cosa era posible. ¡El orgullo, limpio e intenso, el orgullo del logro, arrolló casi todos los demás olores de su efluvio!

—Gracias, milord. ¡Gracias!

Cualquiera habría pensado que le había dado un galardón. Quizá sí, pensándolo bien. Aunque pensándolo bien quizás a Faile no le hiciera gracia que estuviera utilizando a sus informadores o siquiera que supiera que existían. En su día, la idea de que Faile estuviera contrariada le habría causado intranquilidad, pero eso era antes de haberse enterado de lo de sus espías. Y de ese asuntillo de la Corona Rota que se le había escapado a Elyas. ¡Todo el mundo decía que las esposas guardaban bien sus secretos, pero había límites!

Mientras se ajustaba la capa sobre los estrechos hombros con una mano, Balwer se llevó la otra a la boca y tosió.

—Bien dicho, milord. Muy bien dicho. Milady, sin duda querréis transmitir las instrucciones de lord Perrin lo antes posible. No tendría sentido dejar que un malentendido lo echara todo a perder.

Selande asintió con la cabeza sin apartar la vista de Perrin. Abrió la boca y Perrin tuvo la certeza de que se proponía decir algo como que esperaba que encontrara agua y sombra. ¡Luz, el agua era algo que tenían de sobra, aunque fuera congelada en su mayor parte, y en esa época del año nadie necesitaba sombra ni en pleno mediodía! Seguramente era lo que iba a decir, porque vaciló antes de manifestar:

—Que la Gracia os sea propicia, milord. Si se me permite el atrevimiento, la Gracia le ha sido propicia a lady Faile con vos.

Perrin inclinó la cabeza dándole las gracias. En su boca había un regusto a ceniza. La Gracia tenía una forma curiosa de serle propicia a Faile, dándole un esposo que todavía no la había encontrado después de más de dos semanas de búsqueda. Las Doncellas afirmaban que se la había hecho gai’shain, que no se la trataría mal, pero tenían que admitir que esos Shaido ya habían roto sus costumbres de cien formas distintas. En su opinión, que lo raptaran a uno era maltrato de sobra. Cenizas muy amargas.

—La señora lo hará muy bien, milord —musitó Balwer, que seguía con la mirada a Selande hasta que ésta se desvaneció en la oscuridad, entre las carretas. Su aprobación resultó una sorpresa; había intentado convencer a Perrin de que no utilizara a Selande y a sus amigos basándose en que eran exaltados e irresponsables—. Posee el instinto necesario. Por lo general los cairhieninos lo tienen, y los tearianos hasta cierto punto, al menos los nobles, sobre todo una vez que… —Se interrumpió bruscamente y miró a Perrin con cautela. De haberse tratado de otro hombre, Perrin habría pensado que había dicho más de la cuenta, pero dudaba que Balwer cometiera esa clase de desliz. El olor del hombre permanecía estable, no con los altibajos propios de quien se sintiera inseguro—. ¿Puedo comentar uno o dos puntos de su informe, milord?

El crujido de la nieve bajo los cascos de un caballo anunció la aproximación de Aram conduciendo al semental pardo de Perrin y a su propio castrado gris. Los dos animales intentaban mordisquearse y Aram los mantenía bastante apartados, aunque no sin dificultad. Balwer suspiró.

—Podéis decir lo que sea delante de Aram, maese Balwer —manifestó Perrin.

El hombrecillo inclinó la cabeza en un gesto aquiescente, pero también volvió a suspirar. Todo el mundo en el campamento sabía que Balwer tenía la habilidad de unir rumores y comentarios escuchados por casualidad y cosas que había hecho la gente para formar un cuadro de lo que había ocurrido realmente o lo que podría ocurrir, y el propio Balwer consideraba eso como parte de su trabajo como secretario, pero por alguna razón le gustaba fingir que no hacía tal cosa. Era una simulación inofensiva y Perrin solía seguirle la corriente.

—Camina detrás de nosotros un rato, Aram —le dijo mientras le cogía las riendas de Brioso—. Tengo que hablar con maese Balwer en privado.

El suspiro de Balwer fue tan leve que Perrin casi no lo oyó. Aram se situó detrás sin decir palabra al tiempo que echaban a andar. La helada nieve crujía bajo sus pies, pero su efluvio volvió a tornarse susceptible; y vibrante. Un olor tenue y acre. Esta vez Perrin lo reconoció, aunque no prestó más atención de la habitual. Aram tenía celos de cualquiera que pasara tiempo con él, excepto Faile. Perrin no sabía cómo frenar algo así y, de todos modos, estaba tan acostumbrado a la actitud posesiva de Aram como al modo en que Balwer caminaba a saltitos a su lado, echando ojeadas hacia atrás para ver si Aram se hallaba lo bastante cerca para escuchar, hasta que finalmente se decidió a hablar. El efluvio afilado de sospecha de Balwer, curiosamente seco y ni siquiera caliente, pero aun así de sospecha, daba el contrapunto a los celos de Aram. No se podía cambiar a los hombres que no querían cambiar.

Las estacadas de caballos y las carretas de suministros se encontraban localizadas en el centro del campamento, donde los ladrones lo tendrían difícil para llegar hasta ellas, y aunque el cielo todavía aparecía negro a los ojos de casi todo el mundo, los conductores de carretas y los mozos, que dormían cerca de lo que tenían a su cargo, ya estaban despiertos y enrollando sus mantas; algunos arreglaban los refugios hechos con ramas de pino y otras ramas pequeñas de árboles recogidas en el bosque circundante, por si acaso se necesitaban para otra noche. Empezaban a encenderse lumbres, sobre las que se ponían cazos negros, si bien había poco para comer excepto gachas de avena o judías secas. La caza contribuía con algo de carne de venados y conejos, perdices, becadas y similares, pero eso no daba para mucho con tanta gente a la que alimentar, y no habían pasado por ningún sitio donde abastecerse desde que habían cruzado el Eldar. Una sucesión de reverencias y murmullos de «Buenos días, milord» y «La Luz os guarde, milord» siguió a Perrin, pero los hombres y las mujeres que lo veían dejaron de reforzar sus refugios, y unos cuantos se pusieron a desmontarlos, como si percibieran su determinación en su modo de caminar. Tendrían que conocer sus intenciones a estas alturas. Desde el día en que se había dado cuenta del error garrafal que había cometido, no habían pasado dos noches en el mismo sitio. Devolvió los saludos sin aminorar el paso.

El resto del campamento formaba un estrecho anillo alrededor de los caballos y las carretas, de cara al bosque circundante, con los hombres de Dos Ríos divididos en cuatro grupos y los lanceros de Ghealdan y de Mayene separados entre ellos. Quienquiera que viniera contra ellos, desde cualquier dirección, se encontraría con los arcos largos de Dos Ríos y la caballería entrenada. No era una inesperada aparición de los Shaido lo que Perrin temía, sino a Masema. El hombre parecía seguirlo dócilmente; pero, aparte de las noticias de las incursiones, nueve ghealdanos y ocho mayenienses habían desaparecido en las dos últimas semanas, y nadie creía que hubieran desertado. Antes de eso, el día que raptaron a Faile se había tendido una emboscada a veinte mayenienses y todos habían muerto, y todos estaban convencidos de que los autores habían sido hombres de Masema. De modo que existía una paz precaria, una extraña clase de paz peliaguda, pero apostar una moneda de cobre porque duraría siempre era perder esa moneda. Masema simulaba no darse cuenta de que esa paz peligrara, pero a sus seguidores parecía darles lo mismo y, fingiera lo que fingiera Masema, ellos seguían sus directrices. De algún modo, sin embargo, Perrin se proponía que durara hasta que Faile estuviera libre. Hacer de su campamento una nuez demasiado dura de cascar era un modo de conseguir que la paz durara.

Los Aiel habían insistido en tener su pequeña porción de la extraña tarta, aunque eran menos de cincuenta contando los gai’shain que servían a las Sabias, y Perrin se detuvo para estudiar las bajas y oscuras tiendas. Las únicas tiendas levantadas aparte de las Aiel en todo el campamento eran las de Berelain y sus dos sirvientas, en el lado opuesto del campamento, no lejos de las contadas casas de Brytan. Plagas de moscas y piojos hacían a éstas inhabitables hasta para los soldados más endurecidos que buscaran refugio del frío, y los establos eran pésimas construcciones destartaladas en las que penetraba el aire a chorros y que albergaban insectos peores que las casas. Las Doncellas y Gaul, el único varón entre los Aiel que no fuera gai’shain, se encontraban con los exploradores, y las tiendas Aiel seguían en silencio, si bien el humo que salía por algunos de los agujeros de ventilación ponía en evidencia que los gai’shain estaban preparando el desayuno a las Sabias o sirviéndolo. Annoura era la consejera de Berelain y por lo general compartía su tienda, pero Masuri y Seonid se encontrarían con las Sabias, quizás incluso ayudando a los gai’shain con el desayuno. Todavía intentaban ocultar el hecho de que las Sabias las consideraban aprendizas, aunque todo el mundo en el campamento debía de estar al tanto a esas alturas. Cualquiera que viera a una Aes Sedai llevando leña o agua o que oyera que a una la habían vareado podía comprenderlo. Las dos Aes Sedai habían jurado lealtad a Rand —de nuevo los colores giraron en su cabeza en una explosión de matices; de nuevo se desvanecieron bajo la omnipresente ira—, pero Edarra y las otras Sabias habían recibido el cometido de tenerlas vigiladas.

Sólo las propias Aes Sedai sabían hasta qué punto las comprometían sus juramentos o qué posibilidad de maniobra tenían entre las palabras, de modo que a ninguna se le permitía saltar a menos que una Sabia dijera «sapo». Seonid y Masuri, ambas, habían dicho que a Masema habría que matarlo como a un perro rabioso, y las Sabias no podían estar más de acuerdo. O eso afirmaban. Ellas no tenían Tres Juramentos que las obligaran a ceñirse a la verdad, aunque en realidad ese Juramento en particular comprometía a las Aes Sedai más en la forma que en el fondo. Y Perrin recordaba que una de las Sabias le había contado que Masuri pensaba que al perro rabioso se lo podía encadenar. Nada de saltar mientras una Sabia no dijera «sapo». Era como un rompecabezas de herrero con los bordes de las piezas de metal afilados. Debía resolverlo, pero si cometía un error al girarlo podía cortarse un dedo hasta el hueso.

Por el rabillo del ojo atisbó que Balwer lo estaba observando con los labios fruncidos en un gesto pensativo. Un pájaro estudiando algo desconocido, no asustado ni hambriento, sólo curioso. Recogió las riendas de Brioso y siguió caminando tan deprisa que el hombrecillo tuvo que alargar sus pasos a pequeños saltos para alcanzarlo.

Hombres de Dos Ríos ocupaban el segmento del campamento adyacente a los Aiel, de cara al nordeste, y Perrin consideró la idea de desviarse un poco al norte, hacia donde acampaban los lanceros ghealdanos, o al sur, hacia la sección mayeniense más cercana, pero, tras respirar hondo, se obligó a conducir su caballo a través de sus amigos y vecinos. Todos estaban despiertos, arrebujados en las capas, echando las ramas restantes de sus refugios a las lumbres de cocina o cortando las sobras frías del conejo de la noche anterior para añadirlas a las gachas de avena en los cazos. Las conversaciones se fueron apagando y el olor a cautela se volvió intenso a medida que las cabezas se levantaban para mirarlo. Las piedras de amolar se detuvieron a media pasada sobre las cuchillas, y después reanudaron su susurro sibilante. El arco largo era su arma preferida, pero todos llevaban también una daga grande o una espada corta, o a veces una espada normal, y habían cogido picas y alabardas y otras varas largas rematadas con hojas y puntas extrañas que los Shaido no habían considerado que mereciera la pena llevarse en sus pillajes. A las lanzas estaban acostumbrados, y unas manos hechas a manejar el bastón de combate en las competiciones de días de fiesta no encontraban mucha diferencia en cualquier pértiga una vez que se tenía en cuenta el peso del metal en un extremo. Sus caras denotaban hambre, cansancio y circunspección.

Alguien lanzó un grito desganado de «¡Ojos Dorados!», pero nadie lo coreó, algo que habría complacido a Perrin un mes antes. Mucho había cambiado desde que se habían llevado a Faile. Ahora su silencio era sombrío. El joven Kenly Maerin, con las mejillas todavía pálidas donde se había afeitado lo que apenas era un intento de barba, evitó los ojos de Perrin, y Jori Congar, siempre dispuesto a coger todo objeto pequeño y valioso que veía y a beber cualquier cosa de la que pudiera echar mano, escupió desdeñosamente cuando Perrin pasó a su lado. Ban Crawe le lanzó un puñetazo al hombro por hacerlo, con fuerza, pero tampoco miró a Perrin.

Dannil Lewin se puso de pie mientras se daba tironcitos del espeso bigote, que parecía ridículo bajo su gran napia.

—¿Alguna orden, lord Perrin?

El flaco Dannil pareció aliviado cuando Perrin sacudió la cabeza, y volvió a sentarse rápidamente, con la mirada prendida en el cazo más próximo como si estuviera ansioso de engullir las gachas matinales. Quizás era así; últimamente nadie tenía el estómago lleno, y a Dannil nunca le había sobrado carne. Detrás de Perrin, Aram soltó un sonido de desagrado muy semejante a un gruñido.

Allí había otras personas aparte de la gente de Dos Ríos, pero su actitud no era mejor. Bueno, Lamgwin Dorn, un tipo corpulento con la cara llena de cicatrices, saludó con una inclinación de cabeza. Tenía pinta de camorrista de taberna, pero ahora era su criado personal cuando necesitaba uno, cosa que no ocurría a menudo, y quizá quería simplemente estar a bien con su patrón. Pero Basel Gill, el otrora orondo posadero que Faile había tomado como su shambayan, se dedicó afanosamente a doblar sus mantas con exagerado cuidado, manteniendo baja la calva cabeza, y la primera doncella de Faile, Lini Eltring, una mujer huesuda cuyo prieto moño blanco hacía que su cara pareciera más estrecha de lo que era, se puso recta dejando de remover un cazo, con los finos labios apretados, y levantó la larga cuchara de madera como para rechazar a Perrin. Breane Taborwin, los oscuros ojos fieros en su pálida tez de cairhienina, dio un fuerte cachete a Lamgwin en el brazo y lo miró ceñuda. Era su pareja, aunque no su esposa, y segunda de las tres doncellas de Faile. Perseguirían a los Shaido hasta caer muertos si era preciso y se echarían al cuello de Faile cuando la encontraran, pero sólo Lamgwin le dedicó un mínimo gesto respetuoso. Quizás de Jur Grady habría recibido más deferencia —a los Asha’man también les hacían el vacío por lo que eran, y ninguno de los dos había mostrado animosidad contra Perrin—; pero, a despecho del ruido de la gente pisoteando la nieve helada y maldiciendo cuando resbalaba, Grady seguía envuelto en las mantas, roncando, debajo de un refugio hecho con ramas de pino. Perrin pasó entre sus amigos, vecinos y sirvientes y se sintió solo. Un hombre sólo podía proclamar su fidelidad cierto tiempo antes de renunciar. El corazón de su vida se encontraba en alguna parte al nordeste. Todo volvería a la normalidad cuando la trajera de vuelta.

Una afilada estacada de diez pasos de anchura circunvalaba el campamento, y Perrin se dirigió al borde de la sección de lanceros ghealdanos, donde se habían dejado pasos en ángulo para que los hombres montados pudieran salir, aunque Balwer y Aram tuvieron que ponerse en fila por el estrecho paso. En los de la sección de los hombres de Dos Ríos, una persona a pie habría tenido que retorcerse y girar para conseguir pasar. El borde del bosque se encontraba a poco más de un centenar de pasos, un disparo fácil para los arcos de Dos Ríos, y los enormes árboles alzaban el dosel de sus copas muy alto. Algunos eran desconocidos para Perrin, pero había pinos y olmos entre ellos, algunos de tres o cuatro pasos de grosor en la base, y robles que eran aún más grandes. Árboles de ese tamaño mataban cualquier planta que fuera más grande que la hierba y los pequeños matorrales que intentaban crecer bajo ellos, dejando amplios espacios entre medias, pero sombras más oscuras que la noche llenaban esos espacios. Era un bosque antiguo, uno que podría engullir ejércitos enteros sin dejar ni los huesos.

Balwer lo siguió todo el camino a través de las estacas antes de decidir que estaba todo lo solo que podía estar con Perrin en esos momentos.

—Es sobre los jinetes que ha enviado Masema, milord —empezó y se arrebujó en la capa al tiempo que echaba una mirada desconfiada hacia Aram, que le respondió con otra gélida.

—Sí, sé que creéis que van a ver a los Capas Blancas —dijo Perrin. Estaba ansioso por ponerse en marcha y alejarse aún más de sus amigos. Posó la mano que sostenía las riendas sobre el arzón de la silla, pero se contuvo de plantar el pie en el estribo. Brioso movió la cabeza arriba y abajo, impaciente también—. Es igualmente posible que Masema estuviera enviando mensajes a los seanchan.

—Como vos decís, milord, una posibilidad viable, por supuesto. Sin embargo, ¿puedo sugerir de nuevo que la opinión de Masema sobre las Aes Sedai es muy semejante a la de los Capas Blancas? De hecho, es idéntica. Si estuviera en su mano, no quedaría viva una sola hermana. El punto de vista seanchan es más… pragmático, si se me permite denominarlo así. Menos de acuerdo con Masema, en cualquier caso.

—Por mucho que odiéis a los Capas Blancas, maese Balwer, no son la raíz de todo el mal. Y Masema ya ha tratado con los seanchan anteriormente.

—Como digáis, milord. —El semblante de Balwer no cambió, pero el hombre apestaba a duda. Perrin no podía demostrar las reuniones de Masema con los seanchan, y contarle a cualquiera cómo se había enterado sólo incrementaría sus dificultades actuales. Eso le daba problemas a Balwer, pues era un hombre al que le gustaban las pruebas—. En cuanto a las Aes Sedai y las Sabias, milord… Las Aes Sedai siempre actúan como si creyeran que saben más que todo el mundo, excepto, quizá, otra Aes Sedai. Me parece que las Sabias son iguales.

Perrin resopló y el aliento se tornó vaho en el aire.

—Contadme algo que no sepa. Como por ejemplo, por qué Masuri querría reunirse con Masema y por qué las Sabias lo permiten. Apostaría a Brioso contra un clavo de herradura que no lo hizo sin contar antes con su permiso.

Annoura era otro cantar, pero en su caso actuaría por sí misma. No parecía probable que lo hiciera a instancias de Berelain. Ajustándose la capa sobre los hombros, Balwer echó una ojeada más allá de las hileras de afiladas estacas, hacia el campamento, a las tiendas Aiel, y estrechó los ojos como si pudiese ver a través de las paredes de lona.

—Hay muchas posibilidades, milord —repuso con irritación—. Para cualquiera que preste un juramento, todo lo que no está prohibido está permitido, y todo lo que no se ha ordenado puede pasarse por alto. Otros acometen acciones que creen que ayudarán a su señor sin pedirle permiso antes. Las Aes Sedai y las Sabias entran en una de esas categorías, al parecer; pero, tal como están las cosas, decir más sería especular.

—Podría preguntar. Las Aes Sedai no pueden mentir, y si la presiono lo suficiente Masuri podría decirme la verdad.

Balwer hizo un gesto como si de repente le doliera el estómago.

—Quizá, milord. Quizá. Lo más probable es que os respondiera algo que sonase a verdad. Las Aes Sedai tienen experiencia en eso, como ya sabéis. En cualquier caso, milord, Masuri se preguntaría cómo habíais sabido qué preguntar, y eso podría conducirla a Haviar y Nerion. En las circunstancias actuales, ¿quién sabe a quién podría contárselo? La franqueza no es siempre el mejor camino. A veces algunas cosas hay que hacerlas detrás de máscaras, por seguridad.

—Os dije que no se podía confiar en las Aes Sedai —intervino Aram bruscamente—. Os lo advertí, lord Perrin. —Enmudeció cuando Perrin levantó una mano, pero el hedor a rabia procedente del chico era tan intenso que Perrin tuvo que exhalar para limpiarse los pulmones. Una parte de él deseaba aspirar ese olor profundamente y dejar que lo consumiera.

Estudió a Balwer con atención. Si las Aes Sedai podían tergiversar la verdad hasta que uno no sabía distinguir arriba de abajo, y lo hacían, ¿hasta dónde podía confiar uno? La confianza era siempre la cuestión. Eso lo había aprendido con lecciones muy duras. Empero, controló firmemente la ira. Un martillo había que usarlo con cuidado, y él trabajaba en una forja donde un error podía arrancarle el corazón del pecho.

—¿Cambiarían las cosas si algunos de los amigos de Selande empiezan a pasar más tiempo entre los Aiel? Después de todo, quieren ser Aiel. Eso les daría una buena excusa. Y quizás alguno de ellos podría trabar amistad con Berelain y con su consejera.

—Sería posible, milord —respondió Balwer tras una ligera vacilación—. El padre de lady Medore es un Gran Señor de Tear, lo que le da suficiente rango para acercarse a la Principal de Mayene, y también una razón. Posiblemente uno o dos de los cairhieninos también tienen una posición lo bastante alta. Encontrar a los que vivan entre los Aiel será aún más fácil.

Perrin asintió. Un cuidado infinito con el martillo, por mucho que uno quisiera machacar cuanto tenía a su alcance.

—Entonces, hacedlo. Pero, maese Balwer, habéis intentado… guiarme a esto desde que Selande se marchó. De ahora en adelante, si tenéis alguna sugerencia, hacedla. Aunque diga «no» a nueve seguidas, siempre escucharé una décima. No soy un hombre inteligente, pero me presto a escuchar a la gente que sí lo es, y creo que vos lo sois. Pero no tratéis de azuzarme en la dirección que queréis que vaya. Eso no me gusta, maese Balwer.

El hombrecillo parpadeó y después, nada menos, hizo una reverencia con las manos enlazadas en la cintura. Olía a sorprendido. Y a satisfecho. ¿Satisfecho?

—Como digáis, milord —respondió—. A mi anterior señor no le gustaba que hiciera sugerencias a menos que me lo pidiera. No volveré a cometer el mismo error, os lo aseguro. —Miró a Perrin y pareció llegar a una decisión—. Si se me permite decirlo, serviros me resulta… grato en aspectos que no esperaba. Sois lo que aparentáis, milord, sin agujas envenenadas escondidas para atrapar a los incautos. La perspicacia de mi anterior señor era de todos conocida, pero creo que vos sois igual de perspicaz, de un modo distinto. Creo que lamentaría dejar vuestro servicio. Cualquier hombre diría estas cosas para conservar su puesto, pero yo lo digo en serio.

¿Agujas envenenadas? Antes de entrar a su servicio, el anterior empleo de Balwer había sido de secretario de una noble murandiana que vino a menos y no pudo seguir manteniéndolo en su puesto. Murandy debía de ser un sitio más duro de lo que Perrin creía.

—No veo razón para que dejéis mi servicio. Simplemente decidme lo que queráis hacer y dejad que decida, no tratéis de empujarme. Y olvidad los halagos.

—Nunca adulo, milord. Pero soy experto en adaptarme a las necesidades de mi señor; es un requisito de mi profesión. —El hombrecillo volvió a hacer una reverencia. Nunca había sido tan ceremonioso—. Si no tenéis ninguna otra pregunta, milord, ¿puedo ir a buscar a lady Medore?

Perrin asintió. Balwer hizo una tercera reverencia mientras caminaba hacia atrás, y después se internó en el campamento con la capa ondeando tras él mientras zigzagueaba entre las afiladas estacas como un gorrión saltando en la nieve. Era un tipo extraño.

—No me fío de él —masculló Aram, que seguía con la mirada a Balwer—. Y tampoco de Selande y esa pandilla. Se aliarán con las Aes Sedai, recordad lo que os digo.

—Hay que confiar en alguien —replicó duramente Perrin. La cuestión era en quién. Subió a la silla y taconeó al pardo en los flancos. Un martillo descansando no servía para nada.

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