28 Un ramillete de capullos de rosa

Desde el día en que habían salido de Ebou Dar, viajar con el Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca resultó tan absolutamente desagradable como Mat se había figurado en sus momentos más sombríos. Para empezar, llovió casi a diario durante varias horas, y en una ocasión durante tres días seguidos sin parar, chaparrones de fría lluvia invernal, casi aguanieve, y lloviznas heladas que calaban la chaqueta poco a poco y antes de que uno se diera cuenta estaba tiritando. El agua corría por la calzada de tierra apisonada como si estuviera pavimentada, dejando una fina capa de barro resbaladizo en el peor de los casos, pero la larga hilera de carretas, caballos y gente tampoco recorría mucha distancia cuando el sol brillaba. Al principio, la gente del espectáculo se había mostrado muy ansiosa de abandonar la ciudad donde los rayos hundían barcos por la noche y los extraños asesinatos hacían que todo el mundo echara ojeadas a su espalda, de alejarse de un noble seanchan celoso que estaría persiguiendo encorajinado a su esposa y que podría descargar su ira en cualquiera relacionado con hacerla desaparecer arrancándola de sus garras. Al principio habían seguido adelante tan deprisa como los caballos podían tirar de las carretas, azuzando a los animales para que apresuraran el paso, para dejar atrás otro kilómetro más. Pero cada kilómetro recorrido los hacía sentirse mucho más lejos del peligro, mucho más a salvo, y llegada la primera tarde de viaje…

—Hay que cuidar a los caballos —explicó Luca, que miraba el tiro desatado de su carromato de color chillón y que los mozos se llevaban bajo la ligera llovizna hacia las hileras de animales estacados. El sol había descendido poco más de la mitad del arco hacia poniente, pero en las tiendas ya salían zarcillos grises por los agujeros de humo y por las chimeneas metálicas de las casas carromato—. Nadie nos sigue, y hay un largo camino hasta Lugard. Es difícil conseguir buenos caballos, y caro. —Luca frunció el ceño y sacudió la cabeza. Hablar de gastos le avinagraba el gesto siempre. Escatimaba hasta el último céntimo salvo en lo concerniente a su esposa—. No hay muchos sitios entre aquí y allí en los que merezca la pena pararse más de un día. La mayoría de los pueblos no aportarían una entrada pasable ni aunque acudiera la población en pleno, y nunca se sabe cómo responderá la gente de una ciudad hasta que el espectáculo está montado. Sin embargo, no me pagas lo suficiente para que renuncie a lo que puedo ganar. —Se ciñó más la capa carmesí bordada para protegerse de la humedad y echó una ojeada a su carreta por encima del hombro. El aire traía un olor a algo agrio a través de la llovizna. Mat dudaba que le apeteciera comer nada de lo que preparaba la mujer de Luca—. Estás seguro de que nadie nos sigue, ¿verdad, Cauthon?

Mat se caló más el gorro de lana con gesto irritado y se alejó entre las tiendas y los carromatos multicolores rechinando los dientes. ¿Que no le pagaba suficiente? Por la cantidad ofrecida, Luca tendría que haber estado dispuesto a llevar a galope a sus animales todo el camino hasta Lugard. Bueno, no exactamente a galope —tampoco quería reventar a los caballos—, pero ese vanidoso pisaverde sí habría tenido que marcar un ritmo rápido.

A poca distancia del carromato de Luca, Chel Vanin estaba sentado en una banqueta de tres patas que su cuerpo desbordaba y removía una especie de oscuro guiso en un cazo colgado sobre una lumbre pequeña. La lluvia resbalaba de la ancha ala de su sombrero y goteaba dentro del cazo, pero el grueso hombre no parecía darse cuenta o es que no le importaba, Gorderan y Fergin, dos de los Brazos Rojos, mascullaban maldiciones mientras clavaban estacas en el suelo embarrado para tensar los vientos de la tienda de sucia lona que compartían con Harnan y Metwyn. Y también con Vanin, pero éste poseía habilidades que a su modo de entender lo situaban por encima de tareas como montar tiendas y los Brazos Rojos estuvieron de acuerdo sin apenas reticencia. Vanin era un gran entendido en el cuidado de los caballos, el mejor rastreador y el mejor cuatrero del lugar por inverosímil que pudiera parecer al verlo, y eso valía para cualquier país que se le viniera a uno a la cabeza.

Fergin vio a Mat y se tragó un juramento cuando el martillo se descargó en su dedo gordo, en lugar de dar en la estaca de la tienda. Soltó el martillo, se metió el dedo en la boca y se quedó en cuclillas emitiendo protestas sin dejar de chupárselo.

—Vamos a tener que estar al raso toda la noche con esta lluvia para vigilar a esas mujeres, milord. ¿No podríais contratar a alguno de esos mozos para que hicieran este trabajo y así al menos no nos mojaríamos hasta que no hubiera más remedio?

Gorderan golpeó a Fergin en el hombro con un grueso dedo. Era tan ancho como delgado Fergin, y teariano a pesar de sus ojos grises.

—Los mozos montarán la tienda y robarán todo lo que haya en ella que no esté clavado. —Otro golpe del dedo—. ¿Es que quieres que uno de esos amigos de lo ajeno se lleve mi ballesta o mi silla de montar? Es una buena silla.

Fergin se puso ceñudo y rezongó, pero recogió el martillo y limpió el barro en su chaqueta. Era un buen soldado, pero no muy listo.

Vanin escupió por el hueco que tenía en la dentadura y faltó poco para que acertara a dar en el cazo. El guiso olía estupendamente después de lo que quiera que Latelle estuviera cocinando, pero Mat decidió que tampoco comería allí. Dando golpecitos con la cuchara en el borde del cazo para limpiarla, el hombre grueso alzó su cara redonda y miró a Mat entre los hinchados párpados, que a menudo le hacían parecer medio dormido, pero sólo un necio se dejaría engañar por eso.

—A este paso, llegaremos a Lugard casi a finales de verano. Si es que llegamos.

—Llegaremos, Vanin —dijo Mat con más seguridad de la que sentía en ese momento. La tosca chaqueta de paño que se había puesto seca hacía unas pocas horas estaba calada en algunos sitios y el agua le resbalaba por la espalda. Resultaba difícil sentirse seguro cuando la lluvia helada le resbalaba a uno por la columna vertebral—. El invierno casi ha terminado. Avanzaremos más deprisa cuando llegue la primavera. Ya verás. Estaremos en Lugard a mediados de primavera.

Tampoco estaba muy seguro de eso. El primer día sólo recorrieron dos leguas y después de eso, si hacían dos y media, era todo un logro. No había muchas poblaciones que pudieran llamarse ciudades a lo largo de la Gran Calzada del Norte, la cual empezó a cambiar de nombre con rapidez a medida que el espectáculo avanzaba en esa dirección. La gente la llamaba «la calzada de Ebou Dar» o «la calzada del Transbordador» o a veces simplemente «la calzada», como si sólo existiera una. Pero Luca se paraba en todas las ciudades —lo fueran realmente o sólo tuvieran de ello el nombre—, poblaciones amuralladas o puebluchos con ínfulas de seis calles y una pobre imitación de plaza toscamente pavimentada. Se tardaba casi medio día en montar el espectáculo y levantar el muro de lona que lo rodeaba, con aquella enorme banderola de grandes letras rojas y azules colgada sobre la entrada: el Gran Espectáculo Ambulante de Valan Luca. Luca era incapaz de pasar por alto la oportunidad de conseguir un auditorio numeroso. O el dinero de sus bolsillos. O la ocasión de lucir ante aquél una de sus capas de color rojo intenso y deleitarse con la adulación. Le gustaba eso casi tanto como el dinero. Casi.

La rareza de los artistas y de los animales enjaulados procedentes de tierras lejanas bastaba para atraer a la gente. En realidad, con los animales de tierras no tan lejanas era suficiente; pocos se habían alejado de sus campos tanto como para ver a un oso, cuanto menos a un león. Sólo los aguaceros hacían menguar al público y cuando llovía fuerte los malabaristas y los acróbatas se negaban a actuar sin tener algún tipo de protección sobre sus cabezas. Lo cual hacía que Luca fuera de aquí para allí, a ratos sumido en un silencio sombrío y a ratos hablando como un loco sobre encontrar suficientes lonas impermeabilizadas para proteger cada número o sobre conseguir una tienda confeccionada lo bastante grande para que cupiera todo el espectáculo. ¡Una tienda! Sus pretensiones eran, cuando menos, grandiosas. ¿Y por qué no un palacio sobre ruedas, ya puestos?

Sin embargo, si Luca y la lentitud con que avanzaba el espectáculo hubiese sido todo lo que le causaba preocupaciones, Mat habría sido un hombre feliz. A veces, dos o tres lentas caravanas de colonos seanchan que se habían puesto en marcha más pronto pasaban con sus extrañas carretas picudas y su ganado, o sus ovejas o sus cabras de extraño aspecto antes de que el primer carromato del espectáculo se hubiera puesto en marcha. A veces columnas de soldados seanchan los pasaban marchando al paso, filas de hombres con yelmos semejantes a cabezas de insectos y de jinetes con sus armaduras de placas imbricadas pintadas a rayas. En una ocasión, los jinetes montaban torm, unas criaturas con escamas broncíneas semejantes a felinos del tamaño de un caballo. Salvo porque tenían tres ojos, claro. Unos veinte, más o menos, de esos animales avanzando en un trote sinuoso más rápido que el de un caballo. Ni jinetes ni monturas mostraron interés por el espectáculo, pero los caballos del espectáculo se pusieron como locos cuando los torm pasaron, relinchando y encabritándose entre los arneses. Los leones, leopardos y osos rugieron en sus jaulas y los peculiares venados se lanzaron contra las barras en un fútil intento de escapar. Costó horas tranquilizarlos a todos lo suficiente para que los carromatos se pusieran de nuevo en movimiento, y Luca insistió en que antes se atendieran los rasponazos de los animales enjaulados. Los animales eran una gran inversión. En dos ocasiones, oficiales con yelmos de largas y finas plumas decidieron comprobar la cédula de exención de los caballos de Luca; a Mat le entró un sudor frío, y transpiró gotas grandes como uvas hasta que se marcharon satisfechos. Conforme el espectáculo avanzaba hacia el norte, el número de seanchan en la calzada menguaba, pero Mat todavía sudaba cuando veía otro grupo, ya fuera de soldados o de colonos. Puede que fuera verdad que Suroth guardaba en secreto la desaparición de Tuon, pero los seanchan la estarían buscando. El desastre podía llegar sólo con que a un oficial entrometido le diera por cotejar el número reflejado en la cédula con el número de caballos. Tras eso, peinaría los carromatos, sin lugar a dudas. O que una oficiosa sul’dam pensara que podría haber una mujer encauzadora entre los juglares, los volatineros y los contorsionistas. ¡Entonces sudaba gotas como ciruelas! Por desgracia, no todo el mundo tenía el aprecio debido a su propio pellejo.

A las afueras de un pueblucho llamado Weesin, un puñado de casas con tejados de bálago donde ni siquiera Luca creyó que podrían sacarse dos cobres, Mat se protegía de la persistente lluvia con una gruesa capa de paño cuando vio a las tres Aes Sedai entrar a hurtadillas en el recinto del espectáculo con la puesta de sol. Los truenos retumbaban a lo lejos. Iban cubiertas con capas oscuras y las capuchas bien caladas, pero a Mat no le cupo duda de quiénes eran. En medio del aguacero, pasaron a diez pasos de él sin reparar en su presencia, pero el medallón de plata que llevaba bajo la camisa se puso frío en contacto con su piel. Al menos una de ellas estaba encauzando o abrazando el Poder. Que lo asparan si no estaban más locas que cabras.

Tan pronto como las Aes Sedai desaparecieron entre los carromatos y las tiendas, otras tres figuras embozadas surgieron presurosas en pos de ellas. Una de esas mujeres tenía mejor vista; levantó una mano para señalar hacia él, pero las otras sólo se pararon un momento y después corrieron presurosas tras las Aes Sedai. Mat estuvo a punto de soltar una maldición, pero se contuvo. Estaba por encima de eso. Si enumerara a las personas que no querría ver deambulando por ahí, donde una patrulla seanchan podría verlas, las Aes Sedai y las sul’dam estarían casi a la par con Tuon y Selucia.

—Me pregunto qué querrán —dijo Noal a su espalda, y Mat pegó un brinco que hizo que un torrente de lluvia le entrara por la capucha y se deslizara por su cuello. Ojalá el huesudo viejo dejara de acercarse sigilosamente a él.

—Es lo que me propongo averiguar —rezongó mientras se ponía derecha la capa. No sabía por qué se molestaba. Tenía la chaqueta sólo un poco húmeda, pero la camisa de lino estaba empapada.

Cosa curiosa, Noal había dejado de seguirlo cuando llegó a la carreta de rayas grises con la capa de pintura blanca corrida donde las Aes Sedai y las sul’dam dormían. Al viejo le gustaba meter la nariz en todo. Quizás había decidido que se había mojado bastante. Blaeric y Fen se encontraban envueltos ya en sus mantas debajo de la carreta, aparentemente ajenos a la lluvia y al barro, pero Mat no habría apostado a que cualquiera de los dos estuviera dormido. De hecho, uno se sentó cuando Mat subió los escalones de la carreta. Fuera cual fuera, no dijo nada, pero Mat pudo sentir los ojos del hombre clavados en él. Aun así no vaciló, y tampoco se molestó en llamar.

El interior estaba abarrotado con las seis mujeres de pie, que todavía sostenían en las manos las empapadas capas. Dos lámparas montadas en unos balancines de las paredes proporcionaban buena luz, más de la que él hubiera querido, en cualquier caso. Seis rostros se volvieron veloces hacia él con aquellas gélidas expresiones que las mujeres asestaban a un hombre cuando metía la pata. El aire de la carreta olía a lana mojada y como si acabara de caer un rayo; o pudiera descargarse en cualquier momento. La lluvia repicaba en el techo, y el trueno retumbó, pero la cabeza de zorro no transmitía más frialdad que cualquier otra pieza de plata. A lo mejor Blaeric y Fen lo habían dejado pasar creyendo que le arrancarían la cabeza. O quizá sólo querían no correr el riesgo de que les arrancaran las suyas. Claro que un Guardián estaba dispuesto a morir si su Aes Sedai decidía que era necesario. Mat Cauthon no. Cerró la puerta con la cadera. Ya no le daba pinchazos. Bueno, muy rara vez.

Al increparlas por haber salido, Edesina se sacudió el negro cabello, que se derramó sobre su espalda, y dijo ferozmente:

—Maese Cauthon, os estoy agradecida por rescatarme de los seanchan y os mostraré mi gratitud, pero hay límites. No soy vuestra sirvienta para que podáis darme órdenes. No había seanchan en el pueblo y mantuvimos ocultas las caras. No hacía falta que enviaseis a… vuestros sabuesos tras nosotras. —La mirada que asestó a las tres seanchan habría podido freír huevos. Edesina había dejado de ponerse nerviosa ante cualquiera con acento seanchan. Quería desquitarse, y las sul’dam estaban a mano. Mat confiaba en el legendario autocontrol Aes Sedai para que la situación no desembocara en violencia. Esperaba que no hubiera llegado demasiado lejos ya para que aguantara así. Los viejos recuerdos evocaban Aes Sedai estallando como almacenes de Iluminadores.

El oscuro rostro de Bethamin no denotaba señal alguna de alarma. Había acabado de sacudir su capa y la colgaba en una percha mientras Edesina hablaba, tras lo cual se alisó el vestido a la altura de las caderas. Esa noche llevaba debajo unas enaguas de un tono verde desvaído. Protestaba que las ropas ebudarianas eran indecentes y se suponía que Mat tendría que encontrarle otro tipo de vestido ahora que se hallaban lejos de la costa, pero a decir verdad la mujer llenaba muy bien aquel escote estrecho y muy bajo. Sin embargo, se expresaba de un modo demasiado maternal, para su gusto.

—Es cierto que mantuvieron ocultas las caras, milord —dijo con el acento peculiar que parecía arrastrar las palabras—, y no se separaron. Ninguna intentó escabullirse. Se portaron muy bien. —Como una madre elogiando a sus hijas. O tal vez como una entrenadora de perros elogiando a los animales. La rubia Seta asintió con aire aprobador. Como una entrenadora de perros, definitivamente.

—Si milord quiere mantenerlas confinadas, siempre podemos utilizar el a’dam —abundó Renna con exagerada efusión—. Realmente no se las debería dejar sueltas.

Incluso le hizo una reverencia, al estilo seanchan, inclinándose por la cintura en un ángulo recto. Sus grandes ojos castaños tenían una expresión esperanzada. Teslyn dio un respingo y apretó la mojada capa contra su pecho. Desde luego ella no había superado el miedo a las sul’dam por mucho que su expresión fuera la de alguien capaz de masticar clavos. Joline, altiva como siempre, se puso muy tiesa y sus ojos centellearon. Por mucha calma Aes Sedai, cuando sus ojos centelleaban podían descargarse rayos. Eso solía ocurrir a menudo con las mujeres guapas.

—No —repuso con premura Mat—. No hace falta llegar a eso. Me vais a dar esos cacharros y me desharé de ellos. —Luz, ¿por qué había tenido que cargar con esas mujeres? Lo que entonces pareció una buena idea, tenía la apariencia de una solemne estupidez a posteriori—. Lo que debéis hacer todas es tener cuidado. Aún estamos a poco más de cincuenta kilómetros de Ebou Dar y las calzadas están llenas de puñeteros seanchan. —Dirigió una mirada de disculpa a las tres sul’dam. Después de todo, estaban de su parte. En cierto modo. No tenían adónde ir, excepto con Egeanin, y se habían dado cuenta de quién manejaba el dinero. Las cejas de Bethamin se enarcaron por la sorpresa. Las nobles seanchan no se disculpaban, ni siquiera con una mirada.

—Los soldados seanchan pasaron por el pueblo ayer —comentó Teslyn, cuyo acento illiano sonó muy marcado. Los centelleantes ojos de Joline se desviaron hacia ella, pero Teslyn no se dio por enterada y se volvió para colgar su capa—. Hicieron preguntas sobre forasteros en la calzada. Y algunos protestaron porque los hubiesen enviado al norte. —Miró hacia atrás a las sul’dam y después retiró rápidamente la vista y respiró hondo—. Al parecer el Retorno está encarrilado hacia el este. Los soldados creen que el Ejército Invencible hará entrega de Illian a su emperatriz antes de que acabe la primavera. La propia Ciudad y el resto del país. —Se suponía que las Aes Sedai renunciaban a su país de nacimiento cuando entraban en la Torre Blanca, pero para un illiano la ciudad de Illian era «la Ciudad», y uno sabía que se refería a la capital.

—Eso está bien —dijo Mat pensativo, casi hablando para sí mismo. Los soldados siempre le daban a la lengua más de la cuenta y ésa era una de las razones por las que uno no revelaba sus planes a las tropas hasta el último momento. Las finas cejas de Teslyn se arquearon, y Mat añadió—: Significa que la calzada a Lugard estará despejada la mayor parte del camino. —El gesto de asentimiento de Teslyn fue brusco y no muy complacido. Con frecuencia, lo que se suponía que tenían que hacer las Aes Sedai distaba mucho de lo que hacían realmente.

—No hablamos con nadie, milord, nos limitamos a vigilar a las chicas —abundó Bethamin, arrastrando las palabras más que nunca, y los seanchan generalmente hablaban como miel vertiéndose en una tormenta de nieve. Saltaba a la vista que llevaba la voz cantante entre las tres sul’dam, pero miró a las otras antes de proseguir—. En las dependencias de las sul’dam en Ebou Dar sólo se hablaba de Illian. Una nación rica y una ciudad rica donde muchos ganarían nuevos nombres. Y fortuna. —Lo último lo dijo como si el dinero no tuviera importancia comparado con obtener un nuevo nombre—. Tendríamos que haber caído en la cuenta de que querríais saber sobre esas cosas. —Otro profundo suspiro casi hizo que se saliera por el escote—. Si tenéis alguna pregunta, milord, os diremos lo que sepamos.

Renna le hizo otra reverencia con expresión anhelante.

—También podríamos escuchar en las ciudades y los pueblos donde paramos, milord —saltó Seta—. Puede que las chicas no, pero nosotras somos de fiar.

Vaya, cuando una mujer se ofrecía a ayudarte, ¿empezaba siempre por meterte en una olla de agua caliente y echar bien de leña al fuego? El rostro de Joline se volvió una desdeñosa máscara de hielo. Las seanchan no merecían su atención; eso lo dejó claro con una simple ojeada. Y fue el tonto de Mat Cauthon el que recibió una mirada heladora. Edesina apretó los labios y sus ojos se clavaron como taladros en él y en las sul’dam. Hasta Teslyn se las arregló para denotar indignación. También estaba agradecida por el rescate, pero era Aes Sedai. Y su gesto ceñudo se lo dirigió a él. Mat sospechaba que la mujer se pondría a saltar como una rana asustada si una de las sul’dam diera una palmada.

—Lo que quiero —explicó con paciencia— es que todas os quedéis en la carreta. —Con las mujeres había que ser paciente, incluidas las Aes Sedai. Eso lo estaba aprendiendo condenadamente bien—. Al menor rumor de que en este espectáculo hay una Aes Sedai, estaremos hasta el cuello de seanchan buscándola. Y que haya mujeres seanchan tampoco nos hará ningún bien. En uno u otro caso, alguien vendrá a husmear qué hay detrás de ello antes o después, y todos nos encontraremos metidos en un berenjenal. No os exhibáis. Debéis ser discretas hasta estar más cerca de Lugard. No es mucho pedir, ¿verdad? —Un rayo alumbró el habitáculo y el trueno retumbó en lo alto, tan cerca que el carromato tembló.

Por lo visto, a medida que pasaban los días comprobó que era mucho pedir. Oh, sí, las Aes Sedai mantenían bien caladas las capuchas cuando salían —la lluvia les daba una buena excusa para hacerlo; la lluvia y el frío—, pero una u otra viajaban en el asiento del carromato las más de las veces y no hacían ningún esfuerzo para hacerse pasar por criadas ante la gente del espectáculo. No es que dijeran quiénes eran, claro, ni daban órdenes a nadie ni hablaban con nadie aparte de entre ellas, pero ¿qué criada esperaba que la gente se apartara para dejarle paso? También iban a los pueblos y a veces a las ciudades si estaban seguras de que no había seanchan. Cuando una Aes Sedai estaba segura de algo, no había vuelta de hoja. En dos ocasiones regresaron a toda prisa cuando se encontraron con una ciudad medio llena de colonos seanchan en su camino hacia el norte. Le contaban lo que descubrían en sus visitas. Eso pensaba él. Teslyn parecía realmente agradecida; al estilo Aes Sedai, se entiende. Y Edesina. A su manera.

A pesar de sus diferencias, Joline, Teslyn y Edesina formaban una piña como ocas en bandada. Si uno veía a una, veía a las tres. Seguramente era porque uno se las encontraba cuando daban un paseo, todas perfectamente embozadas en sus capas, y al cabo de un minuto aparecían Bethamin, Renna y Seta pisándoles los talones. Oh, sí, como si la cosa no fuera con ellas, por supuesto, pero sin perder de vista a «las chicas». Bandadas de ocas. Hasta un ciego vería que había tensión entre los dos grupos de mujeres. Y también vería que ninguna de ellas era una criada. Las sul’dam habían tenido posiciones respetadas, de autoridad, y actuaban casi con tanta arrogancia como las Aes Sedai. Sin embargo, él se mantenía fiel a la historia contada.

Bethamin y las otras dos se mostraban tan recelosas de otros seanchan como las propias Aes Sedai, pero también las seguían a éstas cuando iban a un pueblo o a una ciudad, y Bethamin siempre informaba de los fragmentos de conversaciones que pillaba, mientras Renna exhibía una obsequiosa sonrisa y Seta intervenía para indicar que a «las chicas» se les había pasado por alto esto o aquello, o que afirmaban que no lo habían oído; nunca se podía estar segura con alguien que tenía la audacia de llamarse a sí misma Aes Sedai; quizá Mat debería reconsiderar lo de atarlas a la correa, sólo hasta que no hubiera peligro.

Sus historias no diferían apenas de las que le contaban las hermanas. Chismes de lugareños sobre lo que habían escuchado por casualidad a los seanchan que iban de paso. Muchos de los colonos estaban nerviosos, con la cabeza llena de historias sobre salvajes Aiel que saqueaban y arrasaban Altara de parte a parte, aunque todos los lugareños decían que era en algún lugar más al norte. Sin embargo, al parecer alguien de rango más alto pensaba igual, porque a muchos colonos se los había desviado hacia el este, en dirección a Illian. Se había pactado una alianza con alguien poderoso que, al parecer, daría acceso a la Augusta Señora Suroth a muchos países. Las mujeres se negaban a dejarse convencer de que no era necesario que se enteraran de los rumores que corrían. Tampoco llegaron a entregar los a’dam. A decir verdad, esas cadenas plateadas y las tres sul’dam eran la única palanca que tenía Mat para presionar a las Aes Sedai. Gratitud. ¡De una Aes Sedai! ¡Ja! Tampoco había pensado realmente volver a poner esos collares a las hermanas. Bueno, no muy a menudo. Estaba bien pillado. Vaya que sí.

Era verdad que no necesitaba la información que le pasaban las sul’dam y las Aes Sedai. Tenía mejores fuentes, gente en la que confiaba. Bueno, confiaba en Thom, cuando conseguía apartar al juglar de cabello blanco de jugar a Serpientes y Zorros con Olver o de estar ensimismado en una carta muy arrugada que llevaba metida en la pechera de la chaqueta. Thom podía entrar en una sala común, contar una historia, quizás hacer unos malabarismos, y salir del lugar sabiendo lo que guardaba la cabeza de cada hombre que había allí. Mat confiaba también en Juilin —lo hacía casi tan bien como Thom, sin malabarismos ni relatos—, pero Juilin insistía siempre en llevarse a Thera, recatadamente asida a su brazo, cuando entraban en la ciudad. Según él, era para que Thera se acostumbrara a la libertad. Ella le sonreía, con aquellos enormes ojos relucientes y esa boquita carnosa que parecía pedir ser besada. Tal vez fuera cierto que había sido la Panarch de Tarabon, como afirmaban Juilin y Thom, pero Mat empezaba a dudarlo. Había oído a algunos de los contorsionistas bromear sobre cómo la criada tarabonesa estaba dejando agotado al husmeador teariano hasta el punto de que casi no tenía fuerzas para caminar. No obstante, Panarch o criada, Thera todavía hacía ademán de arrodillarse en cuanto escuchaba un acento que arrastraba las palabras. Mat suponía que cualquier seanchan que le preguntara le sacaría todo lo que sabía, empezando por Juilin Sandar y acabando con cuál era el carromato donde se hallaban las Aes Sedai, y todas respuestas ofrecidas mientras estaba postrada de rodillas. En este juego, Thera era un peligro mayor que las Aes Sedai y las sul’dam juntas. Pero Juilin se encrespaba ante la menor insinuación de que su pareja no era muy de fiar y agitaba la vara de bambú como si se estuviera planteando rompérsela a Mat en la cabeza. No tenía solución, pero Mat encontró un recurso provisional, un modo de tener una pequeña advertencia si ocurría lo peor.

—Pues claro que puedo seguirlos —dijo Noal con una sonrisa que dejaba a la vista la mella en su dentadura y que indicaba que hacerlo sería un juego de niños. Posando un dedo nudoso sobre la nariz torcida, metió la otra mano en el interior de la chaqueta, donde guardaba los cuchillos—. ¿Estás seguro de que no es mejor asegurarse de que esa mujer no pueda hablar con nadie? Sólo es una sugerencia, muchacho. Si dices que no, entonces es que no.

Mat puso el mayor énfasis al decir «no». Había matado a una mujer y había dejado a otra para que la hicieran picadillo. No pensaba añadir una tercera a su conciencia.

—Parece ser que Suroth ha hecho una alianza con algún rey —informó Juilin con una sonrisa mientras se llevaba a los labios una copa de vino con especias. Al menos parecía que Thera lo hacía sonreír más. La mujer estaba acurrucada junto a la banqueta de Juilin en la abarrotada tienda que compartían, con la cabeza apoyada en el regazo del husmeador, que le acariciaba suavemente el cabello con la otra mano—. Por lo menos se habla bastante de un poderoso aliado nuevo. Y esos colonos están muertos de miedo por los Aiel.

—Al parecer, a la mayoría de los colonos se los ha desviado al este —informó Thom, que contemplaba tristemente su copa. Del mismo modo que a Juilin se lo veía más feliz cada día, él parecía cada vez más triste. Noal se encontraba fuera, proyectando su sombra sobre Juilin y Thera, mientras que Lopin y Nerim, los dos criados cairhieninos, sentados de piernas cruzadas en la parte trasera de la tienda, habían sacado sus cestos de costura, y examinaban las buenas chaquetas que Mat se ponía en Ebou Dar por si les hacía falta algún arreglo, de modo que la pequeña tienda seguía estando atestada—. Y muchos soldados también —continuó Thom—. Todo indica que van a caer sobre Illian como un martillo.

Bien, al menos sabía que estaba oyendo la pura verdad viniendo de ellos. Nada de palabras vagas Aes Sedai con varias interpretaciones ni sul’dam intentando ganarse su favor con adulaciones. Bethamin y Seta habían aprendido incluso a hacer reverencias. De algún modo, se sentía más a gusto con Renna, que se doblaba por la cintura. Parecía un gesto sincero. Extraño, pero sincero.

En lo concerniente a él, ya fuera ciudad o pueblo, Mat sólo echaba una rápida ojeada, con el cuello de la chaqueta levantado y el gorro bien calado, antes de encaminarse de vuelta al recinto del espectáculo. Rara vez se ponía capa. Una capa podía dificultar el acceso a los cuchillos que llevaba guardados por todo el cuerpo. Tampoco es que esperara necesitarlos. Sólo era una medida de precaución. Nada de bebida ni de baile ni de juego. Sobre todo eso último. El sonido de dados repicando sobre una mesa en la sala común de una posada lo atraía, pero su gran suerte con los dados por fuerza llamaría la atención, aun contando con que nadie le sacara un cuchillo, y en esa parte de Altara tanto hombres como mujeres llevaban cuchillos metidos en los cinturones y estaban dispuestos a usarlos. Quería pasar inadvertido, así que pasaba de largo ante las mesas de los dados, respondía con una impasible inclinación de cabeza a las camareras de las tabernas que le sonreían, y nunca bebía más de una copa de vino y por lo general ni eso. Después de todo, tenía trabajo que hacer en el espectáculo. O una especie de trabajo. Había empezado con ello la primera noche después de salir de Ebou Dar, y era un duro trabajo.

—Necesito que vengáis conmigo —dijo entonces mientras abría el armario construido a un lado de la carreta, debajo de la cama.

Guardaba el cofre de oro allí, todo obtenido honradamente a través del juego. O todo lo honestamente que era posible. La mayor parte procedía de una carrera de caballos y su suerte no era mejor que la de cualquier hombre en lo tocante a los caballos. En cuanto al resto… Si un hombre quería jugar a los dados o a las cartas o a lanzar monedas, tenía que estar dispuesto a perder. Domon, sentado en la otra cama y frotándose los pelos que empezaban a crecerle en el cráneo afeitado, había aprendido la lección. El tipo debería haber aceptado de buen grado dormir en el suelo como un buen so’jhin, pero al principio había insistido todas las noches en jugarse a cara o cruz con Mat la segunda cama. Egeanin ocupaba la otra, por supuesto. Lanzar monedas era tan fácil como los dados. Mientras no cayeran de canto, como le ocurría a veces a él. Pero era Domon quien lo había propuesto, no él. Hasta que Mat ganó cuatro noches seguidas y la quinta noche la moneda cayó de canto tres veces consecutivas. Ahora dormían por turnos en la cama. Pero esa noche le tocaba a Domon en el suelo.

Encontró la pequeña bolsa de gamuza que buscaba, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y se incorporó al tiempo que cerraba el armario con el pie.

—Tenéis que verla antes o después —dijo—. Y necesito limar asperezas. —Lo que necesitaba era que alguien fuera objeto de la ira de Tuon, alguien que lo hiciera parecer aceptable en comparación, pero no podía decirle eso a la mujer, ¿verdad?—. Sois una noble seanchan y podéis evitar que meta la pata.

—¿Por qué necesitas limar asperezas? —El acento parsimonioso de Egeanin sonó duro. La mujer estaba en la puerta del carromato puesta en jarras, los azules ojos tan penetrantes como taladros bajo la peluca negra—. ¿Por qué necesitas verla tú? ¿Es que aún no has hecho bastante?

—No me digáis que le tenéis miedo —dijo con aire de mofa Mat, eludiendo contestar. ¿Qué respuesta podía dar que no sonara demencial?—. Podríais cogerla bajo el brazo casi con tanta facilidad como yo. Pero prometo que no la dejaré que os corte la cabeza ni que os azote.

—Egeanin no le tiene miedo a nada, chico —gruñó Domon en actitud protectora—. Si no quiere ir, entonces lárgate a cortejar a la muchacha tú solito. Y quédate toda la noche si te apetece.

Egeanin siguió fulminando a Mat con la mirada. O fulminando algo a través de él. Entonces volvió la vista hacia Domon, hundió un poco los hombros y recogió la capa colgada en la percha.

—Muévete, Cauthon —dijo con un gruñido—. Si hay que hacerlo, más vale que sea cuanto antes y quitárnoslo de encima. —Salió del carromato como un rayo y Mat tuvo que apresurarse para alcanzarla. Cualquiera habría pensado que no quería quedarse sola con Domon, por absurdo que pudiera parecer.

En el exterior del carromato púrpura carente de ventanas, negro en medio de la noche, una sombra se separó de otras más densas. La hoz de luna asomó entre las nubes el tiempo suficiente para que Mat reconociera la alargada cara de Harnan.

—Todo tranquilo, milord —informó el jefe de fila.

Mat asintió con la cabeza y respiró profundamente al tiempo que tanteaba la bolsita de gamuza. El aire estaba limpio gracias a la lluvia y a que el carromato se encontraba lejos de las estacadas de caballos. Tuon debía de sentirse aliviada por haberse librado del olor a estiércol y del penetrante hedor de las jaulas de los animales. A su izquierda, los carromatos de los artistas se hallaban tan a oscuras como las carretas de almacenaje cubiertas con lonas que había a su derecha. No tenía sentido esperar más. Empujó ligeramente a Egeanin para que subiese la escalerilla delante de él.

Dentro había más personas de las que esperaba Mat. Setalle estaba sentada en una de las camas, de nuevo trabajando en su bastidor de bordar, y Selucia se encontraba de pie al fondo, el gesto ceñudo bajo el pañuelo con el que se cubría la cabeza. Noal se había sentado en la otra cama y en apariencia se hallaba sumido en sus pensamientos, mientras que Tuon, cruzada de piernas en el suelo, jugaba a Serpientes y Zorros con Olver. El chico se giró con una sonrisa de oreja a oreja cuando Mat entró.

—Noal nos ha estado contando cosas de Co’dansin, Mat —exclamó—. Es otro nombre que tiene Shara. ¿Sabías que las Ayyad se tatúan la cara? Así es como llaman en Shara a las mujeres que encauzan.

—No, no lo sabía —repuso Mat, que miró con aire severo a Noal. Como si no fuera bastante que Vanin y los Brazos Rojos estuvieran enseñando al chico malos hábitos, por no mencionar las cosas que pillaba de Juilin y de Thom, sólo faltaba que ahora Noal le llenara la cabeza de tonterías inventadas. De repente Noal se palmeó un muslo y se sentó erguido.

—¡Ahora lo recuerdo! —exclamó, y a continuación el viejo necio se puso a recitar.

La Fortuna surca cual sol el firmamento

con el zorro que hace volar a los cuervos.

La suerte es su alma, su ojo el rayo certero,

y a su paso arrebata las lunas al cielo.

El viejo de nariz rota miró en derredor como si acabara de darse cuenta de que había entrado alguien más.

—He estado intentando recordar eso. Pertenece a las Profecías del Dragón.

—Muy interesante, Noal —murmuró Mat. Los colores giraron en su cabeza igual que habían hecho por la mañana cuando las Aes Sedai sufrieron un ataque de pánico. El remolino desapareció sin dejar una imagen en esta ocasión, pero Mat se quedó tan helado como si hubiese pasado la noche durmiendo al raso en cueros. Sólo le faltaba que alguien lo relacionara con las Profecías—. Quizás en algún momento podrás recitarnos todo al completo, pero no ahora, ¿vale?

Tuon alzó los ojos hacia él y lo observó a través de las pestañas; semejaba una muñeca negra de porcelana con un vestido demasiado grande para su tamaño. Luz, pero qué pestañas tan largas tenía. La joven hizo caso omiso de Egeanin como si ésta no existiera, y, a decir verdad, Egeanin intentaba por todos los medios hacer como si fuera parte de uno de los armarios construidos en la pared. Adiós a la esperanza de una diversión estratégica.

—Juguete no tiene intención de ser grosero —comentó Tuon con aquel acento meloso y lento—. Es que nunca le han enseñado a tener buenos modales. Pero ya es tarde, maese Charin, y es hora de que Olver se vaya a acostar. ¿Queréis escoltarlo hasta su tienda? Volveremos a jugar en otro momento, Olver. ¿Te gustaría que te enseñara a jugar a las guijas?

Pues claro que le gustaría. El chico casi se retorció al decirlo, de puro entusiasmo. Le gustaba cualquier cosa que le diera la oportunidad de sonreír a la mujer, por no mencionar la ocasión de decir cosas por las que habría que haberle dado de bofetadas hasta que las orejas se le hincharan y se le hicieran más grandes de lo que las tenía ya. Como Mat descubriera cuál de sus «tíos» le estaba enseñando esas cosas… Sin embargo el chico recogió las piezas del juego y enrolló cuidadosamente el paño dibujado como un tablero sin que hubiera que decírselo dos veces. Incluso hizo una impecable reverencia a la par que le daba las gracias a la Augusta Señora antes de dejar que Noal lo condujera fuera del carromato. Mat asintió con aire aprobador. Había enseñado al chico a hacer reverencias, pero Olver solía acompañarlas de una mirada lasciva cuando era una mujer bonita. Como se enterara de quién le había…

—¿Hay alguna razón por la que me hayas interrumpido, Juguete? —inquirió Tuon en tono frío—. Es tarde, y estaba pensando en acostarme.

Mat hizo una reverencia y le dedicó su mejor sonrisa. Podía ser educado aunque ella no lo fuera.

—Sólo quería asegurarme de que os encontrabais bien. Estos carromatos son incómodos para viajar por las calzadas. Y sé que no estáis muy contenta con las ropas que pude encontrar para vos. Pensé que esto os haría sentir un poco mejor.

Sacó la bolsita de gamuza del bolsillo y se la ofreció con una floritura. Selucia se puso tensa y la mirada de sus ojos azules se tornó penetrante, pero Tuon hizo unas señas con los delgados dedos y la pechugona doncella se apaciguó. Un poco. Por lo general le gustaban las mujeres batalladoras, pero si echaba a perder esto iba a zurrarle bien el trasero. Mantuvo la sonrisa con cierto esfuerzo, e incluso logró acentuarla un tanto.

Tuon examinó la bolsita dándole unas cuantas vueltas en las manos antes de desatar el cordel y vaciar lo que contenía sobre su regazo; era un pesado collar de oro con ámbar tallado. Una pieza cara, y de manufactura seanchan, por si fuera poco. Se sentía orgulloso de haber encontrado esa joya. Le había pertenecido a una acróbata a quien se la había regalado un oficial seanchan encaprichado con ella, pero había accedido a vendérsela ahora que el oficial había quedado atrás. No le iba con su tono de piel, significara lo que significara eso. Mat sonrió y esperó. Las joyas ablandaban siempre el corazón femenino.

Pero ninguna de las mujeres reaccionó como él esperaba. Tuon levantó el collar a la altura de la cara con ambas manos, estudiándolo como si jamás hubiese visto algo así en su vida. La boca de Selucia se curvó en una mueca de burla. Setalle dejó el bastidor sobre sus rodillas y miró a Mat; los grandes aros dorados de sus orejas se mecieron cuando la mujer sacudió la cabeza.

De pronto, Tuon echó el collar hacia atrás, por encima de su hombro, en dirección a Selucia.

—No me va —dijo—. ¿Quieres quedártelo, Selucia?

La sonrisa de Mat se desdibujó un tanto. La mujer de tez cremosa cogió el collar entre el pulgar y el índice, como si sostuviera una rata muerta por la cola.

—Una pieza para que una danzarina de shea la lleve con el velo —dijo secamente. Con un giro de la muñeca, lanzó el collar a Egeanin a la par que espetaba—: ¡Póntelo!

Egeanin atrapó la pieza en el aire justo antes de que le golpeara el rostro. La sonrisa de Mat desapareció por completo. Esperaba un estallido de Egeanin, pero ésta se apresuró a abrir torpemente el broche y se retiró la pesada peluca para cerrarlo en la nuca. Su semblante habría pasado por una talla de nieve a juzgar por su inexpresividad.

—Date la vuelta —ordenó Selucia, y era una orden, sin la menor duda—. Deja que te vea.

Egeanin se volvió. Tiesa como un palo, pero se volvió.

Setalle la contempló intensamente mientras meneaba la cabeza con aire desconcertado y después miró a Mat sacudiendo la cabeza de forma distinta antes de volver a su bordado. Las mujeres tenían tantas formas de sacudir la cabeza como de mirarlo a uno. Ésta indicaba que era un necio, y si no pillaba los matices más sutiles, se alegraba por ello. Dudaba que le hubieran gustado. Así lo partiera un rayo. De modo que compraba un collar para Tuon, que se lo daba a Selucia delante sus narices, ¿y ahora le pertenecía a Egeanin?

—Vino por un nuevo nombre —comentó con aire caviloso Tuon—. ¿Cómo se hace llamar ahora?

—Leilwin —contestó Selucia—. Un nombre apropiado para una danzarina shea. ¿Leilwin Sin Barco, tal vez?

—Leilwin Sin Barco —asintió Tuon.

Egeanin se estremeció como si cada palabra fuera una bofetada.

—¿Puedo retirarme? —preguntó con fría formalidad mientras se doblaba por la cintura en una reverencia.

—Si queréis iros, hacedlo —gruñó Mat. Llevarla allí no había sido muy buena idea, pero quizá podría recobrarse un poco sin la presencia de la mujer.

—Por favor, ¿puedo retirarme? —repitió Egeanin, que tenía los ojos fijos en las tablas del suelo y se había hincado de rodillas.

Tuon seguía sentada en el suelo, con la espalda muy recta y mirando fijamente a través de la otra mujer como si no la viera en absoluto. Los ojos de Selucia recorrieron a Egeanin de arriba abajo y sus labios se fruncieron. Setalle pasó la aguja por la tela tensada en el bastidor. Ninguna hizo el menor caso de Mat. Egeanin se inclinó hasta tocar el suelo con la cabeza, y Mat contuvo un juramento cuando la mujer besó las tablas.

—Por favor —pidió Egeanin con voz enronquecida—. Suplico permiso para retirarme.

—Márchate, Leilwin —dijo Selucia, fría como una reina hablando con un ladrón de gallinas—, y no quiero ver tu rostro de nuevo a menos que esté cubierto por un velo de danzarina shea.

Egeanin reculó hacia la puerta apoyada sobre las manos y las rodillas, tan deprisa que Mat se quedó boquiabierto, y por poco no cayó rodando por la escalerilla.

Mat consiguió sonreír de nuevo haciendo un esfuerzo. No tenía mucho sentido quedarse más, pero intentaría hacer una salida digna.

—Bien, supongo…

Tuon movió los dedos, todavía sin mirarlo, y Selucia lo interrumpió bruscamente.

—La Augusta Señora está cansada, Juguete. Tienes su permiso para marcharte.

—Mirad, me llamo Mat —contestó—. Un nombre sencillo. Un nombre simple. Mat.

Por la nula reacción de Tuon, la muchacha podría haber sido una muñeca de porcelana. Sin embargo, Setalle soltó el bordado y se puso de pie con una mano apoyada ligeramente en la empuñadura de la daga curvada que llevaba metida en el cinturón.

—Joven, si piensas que vas a seguir holgazaneando por aquí hasta que nos veas preparadas para acostarnos, estás muy equivocado. —Habló sonriendo, pero tenía la mano en el cuchillo y era lo bastante ebudariana para apuñalar a un hombre si se le antojaba. Tuon seguía inmóvil como una muñeca, una reina en su trono vestida por algún error con ropas que no le correspondían. Mat se marchó.

Egeanin estaba apoyada con una mano en el costado del carromato, la cabeza colgando. La otra mano asía el collar prendido al cuello. Harnan se movió, a poca distancia en la oscuridad, sólo lo suficiente para que se viera que seguía allí. Un hombre listo, al mantenerse alejado de Egeanin en ese momento. Mat se sentía demasiado irritado para actuar con inteligencia.

—¿A qué ha venido todo esto? —demandó—. Ya no tenéis que poneros de rodillas ante Tuon. ¿Y Selucia? ¡Es una maldita doncella! Nunca he visto a nadie actuar con tanta sumisión ante su reina como vos habéis hecho ante ella.

El severo semblante de Egeanin se hallaba envuelto en sombras, pero su voz sonó exhausta.

—La Augusta Señora es… quien es. Selucia es su so’jhin. Nadie de la Sangre baja osaría mirar a la cara a su so’jhin, y puede que tampoco de la Alta Sangre. —El broche se rompió con un chasquido cuando la mujer se lo arrancó de un tirón—. Claro que ahora ya no pertenezco a ninguna clase de la Sangre. —Se echó hacia atrás y lanzó la joya con todas sus fuerzas a la oscuridad de la noche, lo más lejos posible.

Mat abrió la boca. Podría haber comprado una docena de excelentes caballos con lo que había pagado por esa cosa y aún le habría sobrado dinero. Volvió a cerrarla sin decir nada. Puede que no fuera listo siempre, pero sí lo bastante para saber cuándo corría el riesgo de que una mujer intentara acuchillarlo realmente. Y también sabía algo más. Si Egeanin se comportaba de ese modo ante Tuon y Selucia, entonces más le valía asegurarse de que las sul’dam no se acercaran nunca a ellas. Sólo la Luz sabía qué harían ésas si Tuon empezaba a mover los dedos.

Lo que lo dejaba con una difícil tarea por delante. Bueno, detestaba trabajar, pero esos viejos recuerdos le tenían la cabeza llena de batallas. También odiaba luchar —¡uno podía acabar muerto!—, pero era mejor que trabajar. Estrategia y tácticas. Estudiar el terreno, estudiar al enemigo, y si no se podía ganar de un modo, se buscaba otro.

A la noche siguiente regresó al carromato púrpura solo y, cuando Olver acabó su lección de las guijas con Tuon, Mat se las ingenió con buena maña para inducirla a jugar. Al principio, sentado en el suelo enfrente de la menuda mujer, separados por el tablero, dudó si ganar o perder. A algunas mujeres les gustaba ganar siempre, pero el hombre tenía que ponérselo difícil. A otras les gustaba que el hombre ganara, o al menos que ganara más veces que las que perdía. No entendía ni lo uno ni lo otro —a él le gustaba ganar y cuanto más fácilmente, mejor—, pero así eran las cosas. Cuando aún no se había decidido por lo uno o por lo otro, Tuon lo dejó sin opción a decidir en el asunto. A mitad del juego, Mat se dio cuenta de que lo había conducido a una trampa de la que no podía salir. Sus guijas blancas tenían inmovilizadas a sus negras por todas partes. Era una victoria limpia y rotunda para la joven.

—No juegas muy bien, Juguete —le dijo con sorna. A despecho de su tono, sus enormes y límpidos ojos lo estudiaron fríamente, sopesando y valorando. Un hombre podía perderse en unos ojos así.

Mat sonrió y se despidió antes de que a alguna se le ocurriera echarlo a patadas. Estrategia. Pensar por anticipado. Hacer lo imprevisto. A la noche siguiente, llevó una pequeña flor de papel rojo que había hecho una de las costureras del espectáculo. Y se la ofreció a la estupefacta Selucia. Setalle enarcó las cejas, e incluso Tuon pareció sorprendida. Tácticas. Desconcertar al enemigo. Pensándolo bien, las mujeres y las batallas no eran tan distintas. Ambas envolvían a un hombre en la niebla y podían matarlo sin querer. Si uno era descuidado.

Visitó el carromato púrpura todas las noches para echar una partida de guijas bajo la vigilante mirada de Setalle y de Selucia, y se concentró en el tablero dividido en casillas. Tuon era muy buena y, sin darse cuenta, Mat se sorprendía observando el modo en el que la joven movía las guijas, con los dedos doblados hacia atrás de una forma curiosamente grácil. Estaba acostumbrada a llevar las uñas largas y a tener cuidado para no rompérselas. Sus ojos también eran un peligro. Se necesitaba tener la cabeza despejada para jugar a las guijas o para la batalla, y aquella mirada parecía penetrarle en el cerebro. Sin embargo, se metía de lleno en el juego y consiguió ganar cuatro partidas de siete, además de llegar a un empate. Tuon se mostraba satisfecha cuando ganaba y resuelta cuando perdía, sin estallar en una pataleta como Mat había temido, sin hacer comentarios mordaces aparte de seguir llamándolo Juguete, sin apenas rastro de esa gélida y regia altivez, al menos mientras jugaban. Sencillamente disfrutaba con el juego y reía alegremente cuando él lograba una colocación ingeniosa para escapar. Parecía otra mujer cuando se ensimismaba en el tablero de juego.

Una flor hecha con tela azul siguió a la de papel rojo y, dos días después, otra de seda rosa con los pétalos extendidos, del tamaño de la palma de una mujer. Las dos entregadas a Selucia, cuyos azules ojos fueron adquiriendo una expresión cada vez más desconfiada cuando se posaban en él, pero Tuon le dijo que podía quedarse con las flores y ella las guardó con cuidado, envueltas en un paño de lino. Mat dejó pasar tres días sin hacer un regalo y entonces llevó un pequeño ramillete de capullos de rosa hechos con seda roja, con tallos y hojas que parecían naturales, sólo que más perfectos. Le había pedido a la costurera que lo hiciera el mismo día que llevó la primera flor de papel.

Selucia adelantó un paso y tendió la mano para aceptar los capullos de rosa con un atisbo de sonrisa, pero Mat se sentó y colocó el ramillete junto al tablero, ligeramente más cerca de Tuon. Mat no dijo nada y Tuon ni siquiera lo miró. Mat metió la mano en las pequeñas bolsas de cuero donde estaban las guijas y sacó una de cada, las removió entre las manos hasta que ni él supo cuál era cuál y después presentó los puños cerrados. Tuon dudó un momento, observando su cara con gesto inexpresivo, y luego tocó su mano izquierda. Mat la abrió y dejó a la vista la reluciente guija blanca.

—He cambiado de opinión, Juguete —murmuró ella mientras colocaba la guija blanca con cuidado en la intersección de dos líneas, próxima al centro del tablero—. Juegas muy bien.

Mat parpadeó. ¿Es que sabía lo que se traía entre manos? Selucia se encontraba de pie detrás de Tuon, aparentemente absorta en el tablero casi vacío. Setalle pasó una página de su libro y se movió un poco para tener mejor luz. No, claro que no. Se refería a las guijas. Si llegara a sospechar su verdadero juego, lo pondría de patitas en la calle. Cualquier mujer lo haría. Tenía que referirse a las guijas.

Ésa fue la noche que hicieron tablas, cada uno de ellos controlando la mitad del tablero en grupos irregulares y separados. A decir verdad, esa noche la joven se alzó con una victoria.

—He mantenido mi palabra, Juguete —dijo con ese modo de hablar que arrastraba las palabras mientras él guardaba las guijas en las bolsas—. Ningún intento de escapar ni de incumplir lo prometido. Esto es restrictivo. —Gesticuló señalando el interior del carromato—. Quiero dar paseos. Lo haré después de que anochezca. Puedes acompañarme. —Sus ojos pasaron fugazmente sobre el ramillete y después se alzaron hacia el rostro de Mat—. Para que estés seguro de que no escaparé.

Setalle marcó la página del libro poniendo un esbelto dedo y lo miró. Selucia, de pie detrás de Tuon, lo miró. Por absurdo que pudiera parecer, la joven había cumplido su palabra. Por pasear de noche, cuando la mayoría de la gente del espectáculo estaría durmiendo ya, no iba a pasar nada, sobre todo estando él para asegurarse de que fuera así. De modo que ¿por qué tenía la sensación de estar perdiendo el control de la situación?

Tuon accedió a ir con capa y la capucha echada, lo que fue un alivio. El negro cabello estaba creciendo en su cráneo afeitado, pero hasta ese momento era poco más que una corta capa de vello, y, a diferencia de Selucia, quien seguramente dormía sin quitarse el pañuelo de la cabeza, Tuon no había mostrado inclinación alguna a tapar la suya. Una mujer del tamaño de una niña, con el cabello más corto que cualquier hombre que no estuviera quedándose calvo, habría llamado la atención incluso de noche. Setalle y Selucia los seguían siempre a corta distancia en la oscuridad, la doncella para no perder de vista a su señora, con aire protector, y Setalle para no perder de vista a la doncella. Al menos eso era lo que pensaba Mat que hacía. A veces daba la impresión de que las dos lo vigilaban a él. Ambas sostenían un trato muy amistoso considerando que eran guardiana y prisionera. Mat había oído a Setalle advertir a Selucia que era un granuja con las mujeres; ¡pues vaya forma de hablar de él! Y Selucia había respondido tranquilamente que su señora le rompería los brazos si le faltaba al respeto lo más mínimo; como si no estuvieran prisioneras.

Pensó aprovechar esos paseos para saber algo más sobre Tuon —no hablaba mucho mientras jugaban a las guijas—, pero a la joven se le daba muy bien hacer caso omiso de sus preguntas o cambiar de tema, desviándolo hacia él por lo general.

—Dos Ríos es una región de bosques y granjas —dijo mientras paseaban por la calle principal del recinto. Las nubes ocultaban la luna y los carromatos de colores chillones no eran más que formas oscuras e indistinguibles y las plataformas donde trabajaban los artistas, simples sombras que flanqueaban la calle—. Todo el mundo cultiva tabaco y cría ovejas. Mi padre también tiene vacas y comercia con caballos, pero principalmente son el tabaco y las ovejas de punta a punta de la región.

—Tu padre comercia con caballos —murmuró Tuon—. ¿Y tú qué haces, Juguete?

Mat echó una ojeada a las dos mujeres que caminaban diez pasos detrás. Puede que Setalle no estuviera lo bastante cerca para escuchar si él mantenía un tono bajo, pero decidió ser sincero. Además, un profundo silencio envolvía el recinto del espectáculo. A lo mejor lo oía, y ella sabía lo que había hecho en Ebou Dar.

—Soy jugador —contestó.

—Mi padre decía que era un jugador —musitó Tuon—. Murió por una mala apuesta.

¿Y cómo se suponía que uno podía descubrir qué significaba eso?

—¿Qué hacéis para divertiros, Tuon? —preguntó Mat otra noche, mientras caminaban a lo largo de una hilera de jaulas, todas construidas para ocupar una carretera entera—. Simplemente porque os gusta. Aparte de jugar a las guijas. —A pesar de estar nueve metros por detrás, casi pudo sentir encresparse a Selucia al oírle usar el nombre de la joven, pero a Tuon no parecía importarle. O eso creía él.

—Entreno caballos y damane —contestó mientras escudriñaba una jaula en la que dormía un león. El animal sólo era una sombra grande tendida en la paja detrás de las barras—. ¿De verdad tiene una melena negra? No hay leones con melenas negras en Seanchan.

¿Que entrenaba damane? ¿Por diversión? ¡Luz!

—¿Caballos? ¿Qué clase de caballos? —Podrían ser de batalla, si también entrenaba damane. Por diversión.

—La señora Anan me ha dicho que eres un sinvergüenza, Juguete. —Su voz era impasible, no fría. Serena. Su rostro oculto en las sombras de la capucha se volvió hacia él—. ¿A cuántas mujeres has besado? —El león se despertó y soltó una especie de tos, un sonido profundo que habría puesto de punta el pelo a cualquiera. Tuon ni se inmutó.

—Parece que va a volver a llover —dijo Mat con un hilo de voz—. Selucia me desollará si volvéis empapada. —La oyó reír quedamente. ¿Qué había dicho para que le hiciera gracia?

Por supuesto, siempre había que pagar un precio. Quizá las cosas iban como él quería o quizá no, pero cuando uno pensaba que sí, siempre se pagaba un precio.

—Pandilla de cotorras —se quejó a Egeanin.

El sol vespertino, una bola rojiza medio oculta tras las nubes, rozaba el horizonte y proyectaba largas sombras en el recinto. Para variar no llovía y a despecho del frío se encontraban sentados debajo del carromato verde que compartían, encorvados, jugando a las guijas, a la vista de cualquiera que pasara por allí. Pasaron muchos; hombres que se dirigían presurosos a realizar alguna tarea de última hora; niños que aprovechaban hasta el último momento para hacer rodar los aros por los charcos de barro y lanzar pelotas antes de que cayera la noche; mujeres con las faldas recogidas, que echaban ojeadas hacia el carromato mientras pasaban delante, y Mat sabía cuál era su expresión aun cuando llevaran echada la capucha. Rara era la mujer del espectáculo que le dirigía la palabra a Mat Cauthon. Irritado, sacudió las guijas negras que sujetaba en la mano izquierda.

—Tendrán su oro cuando lleguemos a Lugard —añadió—. Eso es lo único que debe importarles, no meter la nariz en mis asuntos.

—No puedes culparlos —respondió Egeanin sin apartar la vista del tablero—. Se supone que somos una pareja de amantes que huimos, pero pasas más tiempo con… ella que conmigo. —Todavía le costaba trabajo no llamar Augusta Señora a Tuon—. Te comportas como un hombre cortejando. —Alargó la mano para colocar la guija y entonces se quedó parada, sin soltarla—. No creerás que ella va a completar la ceremonia, ¿verdad? No puedes ser tan redomadamente necio.

—¿Qué ceremonia? ¿De qué habláis?

—La llamaste tu esposa tres veces esa noche en Ebou Dar —contestó lentamente—. ¿De verdad no lo sabes? Una mujer dice tres veces que un hombre es su esposo y él dice tres veces que ella es su esposa, y están casados. Por lo general hay también bendiciones, pero es decir eso delante de testigos lo que hace que sea un matrimonio. ¿De verdad no lo sabías?

Mat se echó a reír y se encogió de hombros, de forma que sintió el cuchillo que llevaba colgado detrás del cuello. Un buen cuchillo le daba a un hombre una sensación de comodidad. Pero su risa sonó ronca.

—Pero ella no dijo nada. —¡Para entonces le había metido una condenada mordaza en la boca!—. De modo que, dijera yo lo que dijera, no significa nada. —Pero sabía lo que Egeanin iba a contestar. Lo sabía, tan seguro como que el agua mojaba. Le habían anunciado con quién iba a casarse.

—Con la Sangre eso da igual. A veces un noble de una punta del imperio se casa con una noble que vive en la otra. Un matrimonio convenido. En la familia imperial siempre son así. Si no quieren esperar hasta que puedan estar juntos, cada cual reconoce el matrimonio con esa fórmula allí donde esté. Siempre y cuando lo hagan delante de testigos, antes de que se cumpla un año y un día el matrimonio es legal. ¿De verdad no lo sabías?

¡Y tanto! Pero aun así las guijas se le cayeron de la mano y se desparramaron por el tablero, rebotando por todas partes. La maldita chica lo sabía. A lo mejor pensaba que todo aquello era una aventura o un juego. ¡A lo mejor pensaba que ser raptada era tan jodidamente divertido como entrenar caballos o damane! Lo cierto es que era una trucha esperando a que ella tirara del anzuelo.

No se acercó al carromato púrpura en dos días. No tenía sentido huir —llevaba el maldito anzuelo en la boca y se lo había puesto él mismo—, pero no tenía por qué tragarse el puñetero gancho. Aunque, mal que le pesara, sólo era cuestión de cuándo iba a tirar ella del sedal.

A despecho de la lentitud con la que avanzaba el espectáculo, finalmente llegaron al transbordador que cruzaba el Eldar y que pasaba desde Alkindar, en la ribera occidental, a Coramen, en la oriental, unas villas limpias y amuralladas de edificios de piedra con cubiertas de tejas, y media docena de muelles de piedra a cada lado. El sol estaba alto y apenas se veían nubes en el cielo, y las pocas que había eran blancas como lana recién lavada. Quizá no llovería ese día. Era un cruce importante, con barcos comerciales procedentes de río arriba amarrados a algunos muelles y grandes transbordadores con aspecto de gabarras yendo de una ciudad a otra impulsados por remos largos y pesados. Por lo visto los seanchan pensaban igual. Tenían campamentos militares instalados a las afueras de ambas ciudades, y a juzgar por los muros de piedra que empezaban a levantarse alrededor de los campamentos y las estructuras de piedra que se construían en el interior, no tenían intención de marcharse pronto.

Mat cruzó con los primeros carromatos, montado en Puntos. El castrado castaño tenía un aspecto bastante corriente para el ojo de alguien no entendido; no parecería extraño que lo montara un tipo con una tosca chaqueta de paño y un gorro de lana calado por encima de las orejas para protegerse del frío. En realidad no se planteaba salir a galope tendido hacia el terreno accidentado de colinas boscosas que había pasada Coramen. Lo pensaba, pero no se lo planteaba en serio. La chica iba a tirar del anzuelo, tanto si huía como si no. Así que se quedó montado en Puntos al final de uno de los muelles del transbordador, observando cómo cruzaba el espectáculo y después avanzaba traqueteando a través de la villa. En los embarcaderos había seanchan, un pelotón de hombres fornidos con armaduras segmentadas en azul y dorado oscuro, al mando de un joven oficial que lucía una fina pluma azul en el yelmo de aspecto raro. Parecían encontrarse allí para mantener el orden, pero el oficial comprobó la cédula de exención de caballos de Luca y éste preguntó si el noble señor sabía de algún lugar fuera de la ciudad conveniente para instalar su espectáculo. Mat se habría echado a llorar. Se veían soldados llevando la armadura de rayas en la calle que había a su espalda, entrando y saliendo de tiendas y tabernas. Un raken descendió planeando con sus largas alas nervadas y aterrizó fuera de uno de los campamentos al otro lado del río. Tres o cuatro de esas criaturas con cuellos serpentinos estaban posadas en el suelo. Tenía que haber cientos de soldados en aquellos campamentos. Puede que un millar. Y Luca iba a montar el espectáculo.

Entonces uno de los transbordadores topó contra las defensas forradas de cáñamo en la punta del embarcadero y la rampa bajó para que saliera el carromato púrpura, sin ventanas, al muelle de piedra. Setalle conducía. Selucia iba sentada a un lado, escudriñando bajo la capucha de una capa de color rojo desvaído. Al otro lado, envuelta en una capa oscura de forma que no se le veía un solo centímetro del cuerpo, estaba Tuon.

Mat creyó que los ojos se le iban a salir de las cuencas. Eso, si el corazón no se le salía del pecho antes. Los dados empezaron a repicar dentro de su cabeza con aquel sonido tintineante de rodar sobre el tablero de una mesa. Esa vez iban a salir los Ojos del Oscuro; lo sabía.

No podía hacer nada excepto ponerse al lado del carromato púrpura y marchar al paso como si la vida fuera maravillosa, y seguir adelante por la amplia calle principal a través de los gritos de comerciantes y vendedores ambulantes pregonando sus mercancías. Y de soldados seanchan. Ahora no marchaban en formación y observaban con interés el paso de los carromatos de colores vivos. Cabalgar junto al carromato y esperar que Tuon gritara. Había dado su palabra, pero una persona retenida diría cualquier cosa con tal de que le aflojaran los grilletes. Lo único que tenía que hacer era levantar la voz y llamar a su rescate a un millar de soldados seanchan. Los dados rodaban y rodaban en la cabeza de Mat. Cabalgar y esperar a que salieran los Ojos del Oscuro.

Tuon no pronunció una sola palabra. Contemplaba con curiosidad todo por debajo del borde de la amplia capucha; con curiosidad pero con cautela, manteniendo la cara oculta e incluso las manos, toda ella envuelta en esa oscura capa. Hasta iba arrimada contra Setalle como una niña que buscase protección en su madre en medio de una multitud de desconocidos. No dijo una palabra hasta que pasaron las puertas de Coramen y, en medio de traqueteos se encaminaron, hacia la base de una elevación que se alzaba detrás de la ciudad, donde Luca ya reunía a los carromatos del espectáculo. Fue entonces cuando Mat supo realmente que no tenía escapatoria. Ella iba a tirar del anzuelo bien, vaya que sí. Sólo esperaba que llegara el momento oportuno.

Mat se aseguró de que todas las seanchan permanecieran dentro de los carromatos esa noche. Y también las Aes Sedai. Que él supiera, nadie había visto ninguna sul’dam o damane, pero por una vez las Aes Sedai no discutieron. Tampoco lo hizo Tuon. Sí exigió algo que hizo que las cejas de Setalle subieran casi hasta el nacimiento del pelo. Lo planteó como una petición, en cierto modo, un recordatorio de una promesa que él había hecho, pero Mat sabía distinguir una exigencia cuando la hacía una mujer. Bueno, un hombre tenía que confiar en la mujer con la que iba a casarse. Le contestó que tenía que pensarlo, sólo para que la chica no empezara a creer que podía obtener de él todo lo que quisiera. Lo estuvo meditando todo el día que Luca ofreció la representación de su espectáculo, cavilando y sudando cuando muchísimos seanchan acudieron a mirar boquiabiertos a los artistas. Pensó en ello mientras las carretas serpenteaban hacia el este entre las colinas, avanzando más lentamente que nunca, pero ya sabía la respuesta que daría.

Al tercer día después de dejar atrás el río, llegaron a la ciudad salinera de Jurador, y le dijo a Tuon que lo haría. Ella le sonrió y los dados enmudecieron de repente en su cabeza. Siempre recordaría eso. Ella sonrió y entonces los dados se pararon. ¡Se habría echado a llorar!

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