Capítulo 18

Aprovechó el momento en que él se estaba duchando. Cuando oyó el clic de la cabina de la ducha al cerrarse, corrió al estudio y fotocopió las cartas en el fax. Cuál de ellas era la más apropiada para el cometido no lo sabía aún, se las llevaría y las leería en alguna parte con tranquilidad cuando él creyese que ella estaba trabajando.

Dejó una simple nota sobre la cocina de la mesa: «Me voy al despacho, a Axel lo recojo yo y así podrás trabajar tranquilo» y con los originales devueltos a su escondite en el armero y los papeles que necesitaba en su portafolios, se abrigó y salió.

Él todavía se duchaba.


* * *

Sin ser consciente de la dirección que tomaba condujo hacia Värmdö, en el archipiélago, dobló por la carretera local que iba hacia Gustavsberg y se detuvo en una zona de estacionamiento.

Amor mío.

Cada minuto, cada segundo estoy donde tú estás. El mero recuerdo de que existes me hace feliz. Vivo para los breves momentos en que estamos juntos. Sé perfectamente que esto no está bien, que no deberíamos sentir lo que sentimos, pero ¿cómo iba a poder negarme? No sé cuántas veces me he decidido a intentar olvidarte, pero entonces apareces tú y no puedo. Si lo nuestro saliera a la luz, seguramente perdería el empleo, tú perderías a tu familia, sería el caos. Pero aun así, no puedo dejar de amarte. Y en el mismo instante en que pido que nada de todo esto hubiese ocurrido, me aterroriza la idea de que mi ruego se cumpla. Entonces comprendo que estoy dispuesta a perderlo todo con tal de estar contigo.

Te quiero, tuya L.

Las náuseas aumentaban a cada palabra que leía. Había ingerido un parásito y todo su organismo quería vomitar, girarse como un guante para arrojarlo. En un instante de descuido había penetrado en su sistema y tomado el control, intoxicado a su familia y a pesar de eso, según la ley, no era un acto punible. No había ni una sola línea en el código penal que regulase el crimen cometido. Esta mujer había destrozado una familia y enfrentado a los padres de un niño entre sí, los daños que había ocasionado eran imperdonables y nunca podrían ser reparados.

Ojeó una de las otras cartas pero fue incapaz de continuar leyendo. Las palabras que sostenía en la mano se tragaban todo el oxígeno del coche, no podía respirar. Tiró las cartas al asiento del copiloto y salió para tomar aire.

Aquellas punzadas en el brazo izquierdo.

Inclinada hacia delante, con los ojos cerrados, se quedó de pie con las manos apoyadas en el capó. Un automóvil se aproximaba procedente de Gustavsberg y ella se enderezó. Lo último que deseaba es que alguien se detuviera para preguntarle cómo estaba. Que alguien la viera.

Cuando el coche hubo pasado de largo, vio las cartas a través de la ventanilla. Estaban dentro de su propio automóvil y las odió, odió cada uno de los trazos de tinta negra contra aquel papel blanco. Odió el hecho de que fueran las letras de su mismo alfabeto, que para el resto de sus días se vería obligada a escribir utilizándolas.

En el fondo de aquella oscuridad suya se maravilló de la pasión que Henrik había conseguido despertar en la otra mujer.

¿Por qué él, precisamente?

¿Qué es lo que ella veía en él?

¿Había ella amado del modo en que aquellas palabras describían? Puede que al principio sí, en todo caso no lo recordaba. Un día lejano, cuando las cosas eran diferentes, habían decidido compartir el resto de sus días, y para sellar su decisión habían tenido un hijo, una responsabilidad de por vida. Sin embargo, sólo porque él, de repente, sentía un cosquilleo en la entrepierna todo se iría al garete y su camaradería al infierno; con tal de que él pudiera seguir tirándose a la maestra de su hijo y no tuviera que dar la cara por sus actos, lo demás no importaba. Maldito hijo de puta.

Con la nueva oleada de ira los pinchazos en el brazo izquierdo remitieron.

Una vez más, todo en ella era determinación.

Se metió en el coche y rebuscó entre las cartas para encontrar la primera.

Costaba creer que tras aquella solapada sonrisa que les recibía por las mañanas se escondiera una pequeña poetisa. Pero por otro lado, la carta era perfecta, ni siquiera necesitaba una corrección de texto. Y eso de que estaba dispuesta a perderlo todo era realmente genial, escrito estaba, en blanco sobre negro, y era precisamente lo que iba a pasarle.

Tus ruegos van a ser oídos, Linda, ya lo creo que sí, muchacha.

Miró el reloj. Eran ya las diez y cuarto y tenía que volver A aquellas horas seguro que ya habían salido de excursión al bosque con su almuerzo.

Paró el coche, hizo un giro en «U» y condujo de vuelta a la escuela infantil.


* * *

Para asegurarse, estacionó en el aparcamiento frente al supermercado Ica y recorrió a pie el último trecho. Nadie debía ver su automóvil en las proximidades de la escuela en aquellos momentos, nadie debía verla, si podía evitarlo. El patio trasero estaba desierto, el único movimiento que percibió fue el de las cubiertas negras de los columpios que colgaban de sus cadenas balanceándose ligeramente al viento. Aparte de eso, la quietud era completa. Se preguntó si todos los grupos habrían salido de excursión, eso sería lo mejor, sin duda, siempre y cuando no hubiesen cerrado con llave todas las puertas antes de irse, claro.

La puerta exterior de la planta de párvulos a la que iba Axel estaba cerrada con llave. Dobló la esquina, pasó de largo el tobogán y ya a lo lejos divisó la puerta de la cocina, entreabierta gracias a una caja de refrescos de plástico azul. Tal vez Inés estuviera preparando la merienda para la tarde. Recorrió el último trecho hasta la puerta y aguzó el oído con la oreja en el resquicio. No se escuchaban otros sonidos que los de la radio y ésta parecía sonar para sí misma.

Suponiendo que se diera la improbable casualidad de que alguien la estuviera mirando desde alguna ventana, no podía quedarse allí dudando, tenía que actuar como si estar en la escuela de su hijo a las once y cinco de la mañana de un viernes fuera completamente normal. Por cierto, que no le preocupaba que alguien le preguntara el motivo. Inventarse una explicación razonable para su presencia allí era el menor de sus problemas.

Abrió la puerta y entró. La cocina estaba desierta y vacía. Sólo tres barras de pan envueltas en celofán y un cartón de Marlboro Light sobre la encimera de acero inoxidable del centro de la cocina empañaban el meticuloso orden. El sonido de la descarga de agua de un retrete reveló el paradero de Inés y ella se apresuró a salir al pasillo y a seguir hasta la oficina de Kerstin, la directora. No se veía ni un alma. Pasó de largo a toda prisa la sala del personal y el jardín de infancia de los más pequeños y se metió por la puerta abierta de par en par. Todo lo silenciosamente que pudo, la cerró tras de sí y echó el pestillo. Si alguien venía, la puerta cerrada le daría unos segundos de ventaja. La verdad era que su única intención era dejarle un mensaje a Kerstin, y eso era también lo único que le verían hacer si alguien, cosa improbable, venía a interrumpirla.

Prosiguió hacia el escritorio.

Experta en informática no se podía decir que fuera, pero poner en marcha uno de los ordenadores municipales debería de resultarle fácil. Dejó el portafolios en el suelo, pulsó el botón y se acomodó en la silla mientras esperaba a que el ordenador se pusiese en marcha. Justo en la pared de enfrente colgaba un tablero con las fotografías tomadas aquel otoño a los cuatro grupos. Unos sesenta niños junto con el personal que los cuidaba. Axel sentado en el suelo con las piernas cruzadas y, detrás de él, la serpiente que había atacado su nido. Se levantó, se inclinó hacia delante sobre el escritorio y observó a su rival. El pelo rubio suelto sobre los hombros. Y esa maldita sonrisa. Pronto dejaría de sonreír. Volvió a sentarse.

En la pantalla acababa de aparecer un recuadro que pedía el código de acceso y la contraseña. Escribió Linda Persson en la línea superior e hizo clic en el recuadro de la contraseña.

Normalmente, uno tenía tres intentos, al menos era así en el servidor de su empresa.

Henrik. Por favor, compruebe su contraseña. Axel. Error otra vez. Furcia. Por favor, comuníquese con el servicio técnico informático municipal.

Miró nuevamente el teclado. El número debería estar anotado por alguna parte para evitar la molestia de tener que buscarlo en el listado interno, aunque puede que se lo supieran de memoria. Descolgó y pulsó el cero.

– Centralita.

– Hola, soy Kerstin Evertsson, de la escuela infantil Kortbacken. No recuerdo el número del servicio técnico informático.

– Cuatro cero once. ¿Quiere que le pase?

– No, gracias.

Cortó. Ella misma haría una llamada interna para reducir al mínimo el riesgo de despertar sospechas. Descolgó y marcó el número.

– Servicio técnico informático.

– Hola, soy Linda Persson de la escuela infantil Kortbacken. Tenemos problemas con el ordenador y no podemos bajar nuestro correo electrónico. Pasa algo con las contraseñas.

– Vaya, qué curioso. ¿Cómo dices que te llamas?

– Linda Persson.

En el auricular se hizo un silencio que le pareció demasiado largo.

– ¿Puedo devolverte la llamada?

La pregunta la hizo vacilar. ¿Oiría Inés la señal desde la cocina?

– Claro, pero tengo un poco de prisa.

– No tardaré más que un minuto.

¿Qué elección tenía?

– De acuerdo.

Colgó el auricular, pero volvió a levantarlo y puso el dedo índice en la horquilla. Cuanto más corta fuera la señal que se oyera mejor.

Los segundos parecían arrastrarse lentamente.

Su repentino nerviosismo consumía más energía de la que podía gastar. ¿Por cuánto tiempo tendría fuerzas de aguantar sin dormir?


* * *

¿Era posible que hubiera tenido la mala suerte de que el hombre con el que había hablado conociera a Linda, que hubiera sabido por la voz que no era ella quien llamaba?

Entonces sonó la señal.

– Escuela infantil Kortbacken, Linda Persson.

– Hola, soy el técnico informático. Vamos a ver. He hecho un poco de limpieza por aquí, o sea que debería estar solucionado. Tendrás que introducir una nueva contraseña en el recuadro y confirmarla tres veces en los recuadros que se suceden a continuación. ¿De acuerdo?

– Fantástico. Gracias por la molestia.

– No es molestia alguna. Para eso estamos.

Ni que lo digas.

Colgó e intentó serenarse de nuevo.

La nueva contraseña de Linda. Eso no iba a ser nada difícil. Sonrió para sus adentros y tecleó la palabra en el recuadro y la confirmó tres veces según las instrucciones. Y ya estaba dentro.

Rápidamente hizo correr el ratón a lo largo de la bandeja de entrada pero no encontró ningún mensaje de Henrik. En la bandeja de mensajes enviados tampoco había ninguno dirigido a su dirección. O bien se intercambiaban sus malditas cartas manualmente o bien utilizaba otra dirección de correo electrónico cuando se dedicaba a seducir a los padres de sus alumnos. Acaso la furcia tenía miedo de perder el puesto.

¡Ja!

Hizo clic en «mensaje nuevo», abrió su portafolios y sacó el original y la lista de direcciones de los niños que iban al parvulario. Sólo tardó unos minutos en copiar la carta, a pesar de que le añadió algunas faltas de ortografía, y luego empezó a leer la lista de direcciones. El padre de Simon era bastante guapo, a él le iba a llegar una de las cartas. Y otra sería para el padre de Jakob, tal vez eso haría que su mujer se interesara menos en organizar reuniones para programar ese maldito campamento sobre la Edad de Piedra.

Hizo clic en «enviar» y los mensajes salieron.

Ay, Linda. Va a ser emocionante ver cómo explicas esto.

Apagó el ordenador, guardó nuevamente las cartas en el portafolios y se dispuso a levantarse. De repente, oyó pasos que se acercaban por el pasillo y se quedó sin aliento. A continuación alguien giró el pomo de la puerta. Miró a su alrededor. La habitación carecía de escondrijos. El tintineo de un llavero. Sin tiempo para pensar, se deslizó rápidamente de la silla al suelo y se agazapó bajo la mesa. Al instante la puerta se abrió y vio un par de pies calzados con sandalias anatómicas que caminaban hacia ella. Apretó los párpados con fuerza, como si el riesgo a ser descubierta fuera menor si cerraba los ojos. Al menos se ahorraría ver la expresión de Inés si la descubría metida debajo del escritorio. ¡Por favor, eso no!

Inés rebuscaba entre los papeles del escritorio. ¿Lo había recogido todo? ¿Y si se había dejado algo? ¿Y si Inés necesitaba tirar alguna cosa a la papelera contra la que ella se apretujaba? Evidentemente, no existía ninguna explicación razonable para la situación en que se encontraba. ¿Por qué se había escondido, si sólo iba a dejar un mensaje para Kerstin? Si Inés la veía, estaría perdida. Su venganza sería descubierta tan pronto como los mensajes fueran leídos por los destinatarios. ¡Dios bendito, qué había hecho! Un sonido inesperado le hizo abrir los ojos llena de espanto. Las piernas de Inés estaban a sólo unos decímetros de sus propios pies. Y luego otra vez ese ruido, más prolongado esta vez. Su cerebro se negaba a aclarar el significado de lo que oía, tal vez fuera sólo un efecto sonoro, una alarma mental, emitida un segundo antes de que el mundo supiera la miserable persona que era. Entonces las piernas que tenía delante se alejaron hacia la puerta y, al acto, su mente dejó entrar la información: lo que había oído era un timbre. Tan pronto como Inés se hubo marchado, salió del escondrijo y, con piernas temblorosas, echó un vistazo al escritorio para asegurarse de que no había olvidado ningún papel. Luego se dirigió rápidamente hacia la salida más próxima, la de la planta de Axel. Ya no podía mantener a raya el cansancio por más tiempo, era como hallarse en una burbuja de cristal, su mundo estaba aislado de lo que alguna vez había sido la realidad. El miedo le había consumido las últimas reservas de adrenalina, que era lo único que la mantenía en pie en aquellos momentos. Para poder aguantar tenía que concederse un pequeño descanso. ¿En el coche, quizá? Quizá sí, si conducía hasta algún lugar seguro donde estacionar, donde nadie pudiera dar con ella.

Se metió en el automóvil y arrancó.

Unas horas de sueño.

Tenía que dormir.

Primero dormiría un rato y después iría a su casa y organizaría una agradable cena de fin de semana para su familia.

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