Capítulo 19

Yacía desnudo sobre la cama. El apartamento estaba limpio y en orden, lo único que no había tocado eran las sábanas. Las paredes de la habitación resplandecían, vacías, y lo que colgaba de ellas cuando se despertó aquella mañana ya no existía. Un montón de cenizas humeantes allá en la ensenada de Årsta era el único resto. Y en algún lugar del hospital de Karohnska conservaban un cuerpo, pero ya no le afectaba. Tenía tan poca importancia para él ahora como hacía tres años y cinco meses, cuando no conocía su existencia.

Pronto también ese cuerpo se convertiría en cenizas.

En cambio su propio cuerpo vivía. Por primera vez vivía y era un cuerpo de verdad. Ya no lo consideraba un enemigo que debía negar, contener, reprimir incesantemente. De pronto, todo su anhelo estaba permitido. El deseo que latía en él ya no suponía una amenaza, sino que era uno de los pilares del fantástico mundo que tenía por delante.

Se llevó una mano a un lado del cuello, acariciándose despacio la piel hasta el pecho, y cerró los ojos. Recordó la sensación de la mano de ella y continuó bajando hasta el vientre. Justo así le había tocado ella. Justo de ese modo le habían liberado sus manos.

¿Por qué ella no telefoneaba?

El teléfono estaba en el suelo junto a él, colocado en ángulo recto con la alfombra, y ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había mirado, de cuántas veces había puesto la mano encima de él, como si el aparato pudiera revelar por cuánto tiempo aún se vería obligado a esperar la llamada.

Tenía puestas tantas esperanzas… Tantas esperanzas que por fin se habían hecho reales, y aun así, lo único que podía hacer era vagar por su casa y esperar. Era como una tortura. Pensó en la cantidad de fantásticas posibilidades que su encuentro había hecho posible. En la cantidad de cosas que harían juntos. Todo lo que había soñado hacer con Anna y que después le fue arrebatado se le brindaba ahora de nuevo en una segunda oportunidad. Volvería a trabajar, seguro que no le resultaría difícil conseguir que le devolvieran el puesto de cartero, aunque eso solo era el comienzo. Ahora pensaba realizar su sueño y hacer aquel curso de trigonometría. Se matricularía el lunes mismo sin falta.

Pero ¿por qué ella no llamaba?

Se levantó y fue a la cocina. Lo único comestible que había en el frigorífico era un tubo de plástico de arroz con leche industrial. La fecha de caducidad le informó que debería haberse consumido anteayer, pero qué remedio le quedaba. Exprimió el contenido en un cazo.

¿Cómo había sido tan idiota de no pedirle su número de teléfono? ¿Qué pasaba si ella no se atrevía a llamar? ¿Y si ella creía que él no estaba interesado ya que se había dormido sin pedirle el número de teléfono? Mierda, ni siquiera le había preguntado su apellido. ¿Qué otra cosa podía pensar ella?

Era extraño que no hubiesen hablado más. Aunque en realidad, él sabía por qué. Tenían tantas cosas que decirse que prefirieron guardar silencio.

Simplemente, porque disponían de todo el tiempo del mundo.

Pero ¿y si ella estaba en su casa con el auricular en la mano sin decidirse a telefonear? La mera idea le provocó un calambre en el estómago. ¡Mierda, por qué no le había pedido el número! Lo único que sabía de ella era su nombre de pila. Su nombre de pila y que nunca jamás la dejaría escapar. Aunque tuviera que remover la ciudad entera, la encontraría.

La idea de no saber dónde estaba era insufrible. Si no le llamaba pronto, la compulsión no tardaría en someterle nuevamente, pero de momento se sentía a salvo. Todavía sentía sus caricias protectoras sobre la piel. Pero ¿por cuánto tiempo?

Acababa de meterse la primera cucharada de arroz con leche en la boca cuando sonó el teléfono. De un salto corrió hacia el fregadero, escupió y se enjuagó la boca. Entonces fue hacia el teléfono. Dos señales. Todo lo que había ensayado, todo lo que había planeado decir, borrado.

Cuatro señales.

– Jonas.

– Hola Jonas, aquí Yvonne Palmgren del hospital Karolinska Sjukhuset. Sólo quería saber cómo estás.

Calló, sintiendo que su ira crecía. No había nada que quisiera decirle a aquella mujer. Le estaba llamando desde otra vida que él había dejado atrás. Nadie aparte de Linda tenía derecho a llamarle, nadie tenía derecho a bloquear la línea.

Aquella maldita mujer que bloqueaba la línea le había pedido que soltara a Anna y que siguiera con su vida, y eso era precisamente lo que había hecho. No tenía ninguna obligación de explicarle sus sentimientos, había hecho exactamente lo que le había pedido que hiciera.

Colgó.

Mierda. ¿Y si Linda hubiese llamado en aquel preciso momento y se hubiese encontrado con que comunicaba? Quizá, por fin, acaba de reunir el valor necesario para llamar y entonces se había encontrado con que comunicaba.

¡Maldita bruja de mierda!

Rectificó la posición del teléfono, que se había desplazado del ángulo recto con el borde de la alfombra, se puso unos calzoncillos y volvió a la cocina. En la boca, el arroz con leche se le hacía una bola imposible de tragar.

¿Qué pasaba si él la decepcionaba, si no podía corresponder a las expectativas que ella tuviera puestas en él? Porque, en realidad, ¿qué era lo que ella había visto en él? ¿Qué la había impulsado a, sin suspicacia alguna, totalmente confiada, acompañarle a su apartamento y entregarse a él sin reservas? Tenía que ser el destino. Cuando sus caminos se cruzaron, ambos encontraron aquello que andaban buscando. Este debía de ser el sentido de la media naranja. Todo eso no podía haber sucedido para nada, tenía que tener un significado. Que justo esa noche, su primera noche, él la hubiese conocido precisamente a ella, que él se hubiese atrevido a soltar las riendas. Era el principio. ¡Lo sabía!

Pero ¿por qué no llamaba?

Se levantó y fue al teléfono para comprobar que estuviera bien colgado. Quería descolgar para asegurarse de que la conversación con la monstruosa psicóloga realmente se hubiera cortado, pero no se atrevió. ¿Y si que justamente entonces ella llamaba.

Se sentó de golpe en el borde de la cama.

¿Y si nunca la volvía a ver? Una idea insoportable.

¿Y si ella no quería llamarle, y si fuera ésa la razón por la cual no le despertó antes de irse? Imagina que la hubieras decepcionado. Que la hubieras perdido.

Era preciso que aquello tuviera algún valor, que fuera auténtico. De lo contrario Anna se saldría con la suya. Si Linda le fallaba, Anna vería realizada una venganza que él no se merecía.

¡Tenía que valer la pena! Él se había sentido tan seguro, tan fuerte. De repente, ya no sabía nada.

No podía quedarse en casa, tenía que salir. Todas esas preguntas le volverían loco, tenía que encontrarla. Tenía que recuperar el control de los acontecimientos.

Abrió el armario y sacó un par de pantalones de color beige y un jersey. Debería comprarse ropa nueva, pero ¿con qué dinero? Se preguntó a qué se dedicaría ella. Necesitaba saberlo. Necesitaba saberlo todo sobre ella. Estar con ella, compartir sus pensamientos, dormir juntos. Todo. Lo quería todo.


* * *

Tomó el metro hasta Slussen y fue a pie el último trecho hasta Gamla Stan, el barrio viejo. El reloj del ascensor de Katarina [3] marcaba las 21:32 horas. Antes de abandonar el apartamento había desviado las llamadas a su móvil y lo llevaba en la mano para estar seguro de oír la señal si sonaba. En mitad de la plaza de Järntorget se detuvo y contempló los toldos rojos. Fue allí donde la vio. Ayer él había estado en aquel preciso lugar y fue entonces cuando empezó todo. Sólo habían transcurrido veinticuatro horas desde entonces, pero ya nada era igual. Todo era nuevo.

En el taburete de la barra que ella había ocupado había ahora un tipo con traje de unos treinta años y a ambos lados de él había otros hombres con traje. Pensar que ella podría estar allí. Pensar que a lo mejor él, en aquel momento, se encontraba a sólo treinta metros de ella.

Empezó a caminar hacia la entrada. La posibilidad de que quizá pronto la volvería a ver le hizo apresurar el paso.

El local estaba hasta los topes. No quedaba ni un asiento libre y en la barra los clientes tenían que apretujarse. Rápidamente recorrió las caras con la vista pero la suya no estaba entre ellas. Tal vez fuera esa de allí, esa que le daba la espalda, la del jersey negro. Se abrió paso entre la muchedumbre. Con las prisas, tropezó con el codo de alguien y el vaso que ese brazo sujetaba se derramó. Una mirada de irritación. Qué más le daba. Con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho llegó hasta la pared opuesta, desde donde esperaba verle la cara. Sintió una gran decepción cuando su mirada se cruzó con unos ojos desconocidos.

El gentío le molestaba. El barullo de un rumor sordo donde no se oían palabras, sólo oleadas de voces extrañas elevándose por encima de la música.

¿Dónde se encontraban los lavabos? Tal vez estuviera allí. Pasó de largo la barra y encontró las dos puertas de los servicios en un pasillo frente a la cocina. Una de las puertas indicaba que estaba libre, pero la abrió de todos modos para asegurarse de que no estuviera allí metida. La otra señalaba ocupado, así que se puso a esperar hasta que oyó a alguien tirar de la cadena. Visualizó la mano de ella, sintió una caricia que le bajaba por la cadera y se desviaba hacia la entrepierna. Aquel deseo otra vez.

Tenía que dar con ella.

El pestillo giró a verde. Se quedó sin aire y cerró los ojos un momento. Quien salió del lavabo fue una mujer en la cincuentena y tuvo que bajar la vista. ¿Dónde se había metido? ¿Por qué no venía? Por enésima vez comprobó la pantalla del móvil. Ninguna llamada perdida. ¿Acaso hizo mal en salir del apartamento? Empezaba a arrepentirse, sentía que la compulsión le rondaba, que iba tanteando en busca de la mínima grieta en el escudo con el que ella le había liberado. Miró el pomo que acababa de tocar. Mierda. Lo volvió a tocar para neutralizarlo pero no sirvió de nada.

Luleå – Hudiksvall, 612; Lund – Karlskrona, 190.

La madre que la parió. ¿Dónde estaba?

Miró hacia la barra. ¿De cuántos pasos se trataba? Tenía que tomarse una cerveza o algo para mantener la compulsión a raya. No había asientos libres y apenas lugares de pie, pero un poco más allá vio a un cincuentón demasiado entonado que intentaba convencer al camarero de que le sirviera otra copa. Al serle denegada, se levantó de mal talante. La silla metálica cayó al suelo y el golpe silenció de un modo eficaz todas las conversaciones. La música se adueñó del local.

Todas las miradas confluyeron en él.

El camarero cogió la jarra vacía de cerveza.

– Por hoy ya ha bebido usted bastante. Aquí, al menos, no le vamos a servir más.

– Tú, cabrón de mierda, me pones otra cerveza te digo.

– Hágame el favor de irse ahora mismo.

El camarero se alejó y colocó la jarra en el cesto del lavavajillas.

– ¡Menuda mierda de antro es éste!

El hombre paseó la vista a su alrededor buscando el apoyo de alguna de las miradas dirigidas hacia él, pero aquellos ojos miraron inmediatamente hacia otro lado con una superioridad desdeñosa. Para ellos no existía. Sólo Jonas continuó viéndole, sintiendo el odio contra ese hombre que abiertamente demostraba su miserable condición y se dejaba humillar. Por un momento, vio a otro hombre apoyado a otra barra.

Como por una tácita señal, las conversaciones se reiniciaron de nuevo.

El murmullo arreció y una vez más, una ininteligible cortina de voces anónimas se adueñó del local. El hombre vaciló unos segundos, se arrimó a la barra en un intento de no parecer tan beodo y finalmente, con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio, se acercó hasta la puerta tambaleándose y desapareció en la oscuridad. El taburete seguía tirado en el suelo y Jonas se adelanto y lo levantó. Por alguna extraña razón, lo que aquel hombre le había hecho recordar había detenido la compulsión: él no era como su padre.

Tomó asiento en el taburete. El camarero pasó la bayeta sobre el trozo de barra que Jonas tenía delante y le echó un vistazo.

– Maldita gentuza. Qué tal.

Era el mismo camarero de la víspera. El mismo camarero que les había servido a él y a Linda. El resquicio de una pequeña posibilidad.

– Una cerveza. Fuerte.

– ¿Rubia?

– Lo que sea.

– En ese caso te pongo una irlandesa.

– Vale.

El camarero estiró el brazo para coger un vaso del escureplatos y acto seguido desapareció bajo la barra para aparecer de nuevo con una botella. Llenó el vaso hasta la mitad y la dejó delante de él.

– Cuarenta y dos.

Jonas sacó la cartera y dejó un billete de cincuenta sobre la barra. El camarero se fue a despachar a otros clientes y Jonas le dio unos cuantos sorbos rápidos antes de echarse el resto del contenido de la botella. La espuma se derramó por el borde del vaso y dejó un pequeño charco sobre la barra. Mojó la punta del dedo índice en el líquido y escribió una L sobre la superficie recién fregada.

Tenía que preguntárselo. Era su única oportunidad. Primero bebería un poco más: si estaba ligeramente ebrio, la compulsión no le echaría las garras encima en caso de que el asunto se fastidiara.


* * *

Media hora más tarde le llegó la oportunidad. El camarero fue a colocarse justo delante de él para colgar los vasos recién fregados. Llevaba ya tres cervezas y de nuevo todo en él era determinación.

– Oye. Me preguntaba si podrías ayudarme en un asunto.

– Claro.

Iba colocando los vasos, uno a uno, en el escurreplatos que colgaba del techo.

– Resulta que ayer, aquí mismo, conocí a una chica. No sé si recuerdas que ayer también vine.

– Sí, ya lo sé. Estabas ahí.

El camarero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza señalando el extremo más corto de la barra. Jonas asintió.

– Pues resulta que esa chica…

Se interrumpió y clavó los ojos en la barra, luego volvió a levantar la cabeza y sonrió.

– Bueno, ya sabes. Después fuimos a mi casa y todo eso. Y ella me dio su número de teléfono y yo le prometí llamar pero he perdido la nota. Voy a quedar fatal.

El camarero sonrió.

– Vaya, pues sí. Esas cosas no hacen gracia.

– ¿A ella también la recuerdas?

En realidad, era una pregunta ridícula. Claro que la recordaba. Nadie que la hubiese visto se olvidaría de ella.

– ¿Te refieres a la que invitaste a sidra?

Jonas asintió.

– Se llama Linda. ¿Suele venir aquí?

– Que yo sepa no. Al menos yo nunca la había visto antes. Jonas sintió que sus esperanzas se hundían. Aquel hombre y aquel sitio eran su único eslabón.

– ¿Así que no sabes cómo se llama de apellido?

El camarero negó con la cabeza.

– Ni idea. Lo siento.

Jonas tragó saliva.

El camarero lo observó un momento y colgó el último vaso, tomó el cesto de la vajilla y se fue. Jonas sacó el móvil: la pantalla seguía vacía. Ella sabía su nombre y dónde vivía, pero aun así no había llamado. Echó un vistazo a su alrededor. Miró todas las bocas extrañas que hablaban y reían, todos los ojos que se buscaban, todas las manos. ¿Dónde estaba en aquellos momentos? ¿Acaso estaba en otro local, en un local como ése pero sin él? La idea de que ella en aquellos momentos se encontrara acompañada de otra gente, que otros ojos gozaran del privilegio de posarse en ella, que la figura de ella tal vez estuviera prendida en otra retina, en el interior de otra persona.

– Oye, a lo mejor te puedo ayudar de todas formas. Se volvió hacia la barra de nuevo. El camarero estaba delante de él con un recibo en la mano.

– Pagó su primera consumición con tarjeta. Antes de que vinieras tú.

El corazón le dio un vuelco. Alargó la mano y cogió el comprobante de la factura.

– Tranquilo, chaval. Me lo tienes que devolver. Leyó el trozo de papel blanco. Banco: Handelsbanken.

Había añadido diez coronas de propina y luego había estampado su firma.

El camarero le observaba.

– Pero ¿no dijiste que se llamaba Linda?

Volvió a leer la firma. Sin querer comprender.

– Tienes que haberte equivocado de comprobante.

– No, lo recuerdo bien, es el suyo. El boli se quedó sin tinta mientras firmaba y, como puedes ver, tuvimos que cambiarlo.

Jonas asintió con la cabeza en dirección al comprobante. Las últimas letras estaban escritas con otro bolígrafo.

– Seguro que ésta es la chica a la que tú invitaste a sidra. Al final, mejor no la busques.

El camarero le dedicó una retorcida sonrisa, como dando a entender que aquello era un revés de poca monta.

Jonas no podía quitarle el ojo a aquellas letras absolutamente incomprensibles. La mujer que le había inducido a traicionar a Anna, la mujer mediante la cual Anna había consumado su injusta venganza, le había mentido. El nombre que había aprendido a amar durante las últimas veinticuatro horas era una mentira, una mentira en lo más profundo.

Se llamaba Eva.

Eva Wirenström-Berg.

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