Madrid

Expulsados del paraíso

Nuestra vida nómada comienza en 1965, cuando nombraron a nuestro padre embajador en Madrid. Él era entonces un prometedor y joven político de treinta y pocos años que pensaba que menos de un lustro en un puesto diplomático en Europa sería un corto e interesante paréntesis en su carrera, posiblemente hacia la presidencia de la República Oriental del Uruguay. Como el destino es así de caprichoso, el corto paréntesis se convertiría en veinte años de servicio en el extranjero y ya ninguno de nosotros volvería a vivir de aquel lado del Atlántico. Según cuenta mi madre, la decisión la tomaron casi de un día para otro, tal como ocurre a menudo con los virajes que resultan ser los más trascendentales de la vida. Ellos eran jóvenes, nosotros no estábamos en edades difíciles, puesto que yo, que soy la mayor, tenía doce años; mi hermana Mercedes diez, Dolores seis y Gervasio tres. ¿Y qué siente una niña que está a punto de entrar en la adolescencia cuando sus padres le anuncian que, en veinte días, deberá irse a otro país a diez mil kilómetros de distancia, abandonar a sus amigos, sus primeros novios y también una casa grande y destartalada a la que adora? En mi caso, a pesar de que ya por entonces tenía una considerable vena trágica, al principio no me puse melodramática, sino que sentí sorpresa y bastante curiosidad. Unos días más tarde mis amigas del colegio empezaron a llamarme «la gallega». Mis tíos, al verme, imitaban a Lola Flores. Los chicos del colegio me paraban al salir de clase para alabar mi suerte porque iba a ver al Real «de» Madrid (no sé por qué, pero así lo llamaban). Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a conocer un país del que ya tenía muchas noticias por vía indirecta. Y es que en aquella época, para una niña sudamericana como yo, España estaba presente en muchas cosas sin que uno apenas lo notara. Estaba en las coplas que se oían a todas horas en la radio de la cocina de casa, por ejemplo. O en los chistes que contaba Gila en televisión, siempre inaugurados con un «¡Que se ponga!», algo que nos hacía reír mucho porque allá no se dice así. Y, por supuesto, España y todas sus comarcas estaban en la cocina y en ciertos caprichos gastronómicos. Recuerdo, por ejemplo, el gofio, que nos encantaba comer mezclado con azúcar y que comprábamos al almacenero de la esquina que, por cierto, se llamaba don Manolo. O los turrones que se servían en Navidad, o la sidra El Gaitero, con la que nos permitían brindar a los niños, pasando por mis detestados callos a la madrileña, que allá tienen un nombre que a mí me parecía tan adecuado como horrible: mondongo.

Sin embargo, para mí, España significaba también algunas historias inquietantes por no decir terribles. Entonces trabajaba en casa una chica de Orense que se llamaba Mari Carmen. No era mucho mayor que yo, calculo que tendría unos dieciséis o diecisiete años, y lo cierto es que nos hicimos muy amigas. De noche, cuando mis hermanos dormían, yo iba de puntillas a su cuarto para hablar de lo que yo entonces llamaba «cosas de grandes». Y vaya si lo eran, visto ahora con la perspectiva que dan los años, porque la vida de mi amiga contaba con un hecho adulto y terrible.

– Jura que no se lo dirás a nadie, Carmina, júramelo, yo no tengo a quien contárselo y no quiero morirme una noche con este recuerdo.

Entonces yo, intentado estirar al máximo las confesiones y el misterio, comenzaba preguntándole si era verdad que había venido sola en barco desde tan lejos, a un país donde no conocía a nadie, y ella contestaba que sí. Sonreía con aire cansado y me decía que yo era una niña muy afortunada, que seguro que iba a vivir con mis padres hasta que fuera mayor. En su tierra, en cambio, a los trece o catorce años, uno ya era adulto.

– Porque qué remedio, Carmina, nosotros tenemos que buscarnos la vida, el hambre es muy malo, y algunos hombres también; mira lo que me pasó a mí.

Entonces, las dos sentadas frente a frente en la cama, con la única luz de la luna iluminando su cara, comenzó a contarme que cuando tenía once años, uno menos que yo, llegó a su pueblo un sacerdote nuevo, muy alto y bastante joven, llamado don Esteban.

– Don Esteban al principio fue muy amable conmigo y me acariciaba la cabeza cada vez que nos encontrábamos o yo iba a confesarme. Y tanto me quería que me esperaba al salir de la iglesia y muchas veces lo vi siguiéndome cuando iba a lavar al río. Un día, al ir al bosque en busca de leña para el hogar, me salió al encuentro en compañía de un perro grande color canela que lo seguía a todas partes…

Entonces Mari Carmen detuvo su relato y comenzó a besar una y otra vez un escapulario que llevaba al cuello, murmurando cosas en gallego que yo no comprendía ni me atrevía a preguntar. Al cabo de un rato, continuó. Ahora había lágrimas en sus ojos.

– Don Esteban me amenazó con contarle a mis padres lo ocurrido si decía algo y después me obligó a volver al mismo lugar el lunes siguiente y el otro, y el otro. Y juro que no se lo conté a nadie, pero mi madre debió imaginárselo, porque casi me muele a palos. «Qué estarías tú haciendo para que se fijara en ti, desgraciada, que nos vas a perder a todos», me dijo, y cuando amenazó con contárselo a mi padre, decidí escaparme.

Por lo visto, Mari Carmen tuvo suerte al ir hacia la costa, porque conoció a un chico apenas dos años mayor que ella y juntos se embarcaron de polizones en un barco. Luego, durante el trayecto a América, el chico la dejó por otra muchacha de La Coruña que era pelirroja.

– Pero no me importó, sabes, por fin era libre, y estaba lejos de don Esteban.

– Sí -le decía yo-, pero ¿de verdad no tienes a nadie, a nadie en el mundo?

Mari Carmen sacaba entonces su escapulario, el de la Virgen del Carmen, nuestra virgen, y lo besaba.

– Toma, bésalo tú también, a lo mejor algún día tienes que separarte de lo que más quieres, nunca se sabe…

La historia de Mari Carmen es sólo una de las muchas que contaban las personas, hombres y mujeres y también adolescentes que, como mi amiga, llegaban a América en busca de un mundo mejor. Venían no sólo de España, sino de muchos otros países de Europa huyendo de la guerra, del hambre, de la maldad. Pienso que aún está por escribirse la gran novela de lo que fueron las vidas de tantos emigrantes llegados a nuestras tierras. Es cierto que las circunstancias más duras se produjeron en la década de los cincuenta, pero en los sesenta aún pasaban cosas como las que acabo de relatar.

– ¡A Madrid! -había dicho papá-. En dos meses tomaremos un barco italiano que se llama Giulio Cesare y nos vamos todos a España.

Con mi frondosa imaginación de los doce años ya me veía, no sólo planeando cómo evitaría a todos los curas que me encontrara en mi nuevo país de adopción, sino imaginando cómo, en el barco que nos trasladaría allí, iba a descubrir, a dar de comer a todos esos polizones que, según me había contado Mari Carmen, viajaban en los barcos.

Sin embargo, antes de embarcar, aún quedaban por vivir las despedidas.

No es la primera vez que escribo sobre lo que significó y aún significa para mí nuestra casa de Montevideo. Pero cada vez que lo hago tengo la sensación de que nunca lograré transmitir ni una mínima parte del valor que tiene tanto en mi vida como en la de toda mi familia. Se trataba de lo que allá en Uruguay llaman una quinta. Es decir, una casa con un terreno que originalmente estaba pensada como casa de fin de semana, un poco alejada del centro de la ciudad. De aspecto, el edificio principal era bastante peculiar porque parecía -y aún parece, puesto que existe- un enorme chalé suizo de tres plantas. En la planta baja estaban la cocina, los salones y la biblioteca; en el primer piso los dormitorios, y en el segundo los fantasmas. Lo digo así, sin comillas ni cursiva, porque era tal cual. En la última planta vivían los espectros del pasado glorioso de la familia. Glorias que nosotros sólo conocíamos por las historias que nos contaban. Pero si las historias vivían sólo en los labios de quienes las contaban, y muchas veces se quedaban truncadas o mal relatadas, el atrezzo y el vestuario existían aún en todo su marchito esplendor, guardados cuidadosamente en habitaciones secretas. Allí descubrimos mis hermanas y yo tantos y tan maravillosos tesoros, como los vestidos, sombreros y miriñaques de una tatarabuela de la que sólo se hablaba en voz baja. Incluso ahora, al escribir estas líneas, dudo si debería contarlo, porque mi tatarabuela Clemencia era, por decirlo como a ella le hubiera gustado, puesto que era muy castiza, un punto filipino. Dado que los pecados de la carne tienen fecha de caducidad, creo que lo contaré, porque como todo el mundo sabe, en las familias, tener una madre o incluso una abuela «con un pasado» es un desdoro, pero tener una tatarabuela con historia queda de lo más chic. Por lo visto, el abuelo de mi padre, Gervasio Posadas, cuando empezaban a languidecer los laureles de la familia, y peor aún, cuando las finanzas estaban en su mínima expresión después de muchas generaciones de no doblegarse a la maldición bíblica de ganar el pan con el sudor de su frente, decidió arreglar el problema de un modo clásico. Casar, como diría Machado, con una doncella de gran fortuna, una tal Clemencia Estévez, hija del hombre más rico de su tiempo en el Río de la Plata, o al menos de esta banda oriental, que es la nuestra. Sin embargo, para hacerlo tuvo que recurrir a ciertas malas artes, porque la muchacha estaba enamorada de otro. Ella vivía en Montevideo. Su novio, Francisco Vidal, que también era uruguayo, acababa de irse a París a cursar estudios de medicina. Siguiendo la costumbre de la época ambos juraron que se escribirían todos los días largas cartas que mantuvieran vivo su amor. Pero dio la casualidad de que a Gervasio Posadas, que a la sazón holgazaneaba como director general de Correos, no le fue nada difícil hacer que dichas cartas no llegaran jamás a su destino. Al cabo de unos meses de incomprensible silencio, dolida y despechada, Clemencia aceptó casarse con Posadas y pronto tuvieron un hijo, de nombre Luis. Así, con la fortuna de los Estévez y como don Guido, el del verso de Machado, Gervasio logró repintar los blasones de la familia y, en vez de hablar de sus procesiones como el tal hidalgo sevillano, se dedicó a administrar la fortuna de su mujer y a acondicionar dos casas, una muy grande en el centro de Montevideo, que ahora es el Museo de Historia Nacional, y otra en el Prado (precisamente la quinta donde vivíamos antes de venir a Europa). Si el edificio principal de la quinta era extraño y no muy bello, el resto de la propiedad era deslumbrante. Siguiendo la moda de la época, hicieron del terreno un jardín botánico con especies traídas de todas partes del mundo. Había también una galería de estatuas, invernaderos, estanques, fuentes, cuadras; en fin, todo lo que don Gervasio, con el dinero de su mujer, pudo adquirir para hacer de aquella una espléndida finca de recreo. Pero el caso es que Clemencia no era feliz y comenzó a languidecer, a enfermar. Para colmo, por aquel entonces regresó a Uruguay su antiguo amor, Francisco. Al reencontrarse, él le reprochó que no le hubiese esperado; ella por su parte, que no le hubiera escrito, y ambos empezaron a sospechar del antiguo director de Correos… Planearon entonces la fuga, algo muy mal visto en aquellos tiempos, máxime cuando Vidal andaba ya metido en política, lo que le llevaría años más tarde a convertirse en presidente de la República. Clemencia dejó su casa y su familia y se fue a vivir al campo, donde tuvo un segundo hijo, Francisco. Después logró recuperar a su primer hijo y acabó sus días en Francia, donde está enterrada en el cementerio de Père Lachaise cerca de Oscar Wilde y no muy lejos de Proust y de Bizet. Pero antes de descansar en tan selecta compañía, se instaló solitaria en una casa estupenda en la que, como todos los sudamericanos ricos de la época, contaba con instalaciones tan estrambóticas como su propio establo, para no prescindir de la leche merengada que dan las vacas criollas.

Todo lo antes relatado es para decir que ésta y otras románticas historial de la familia reinaban en el segundo piso de nuestra casa de la quinta. También es para explicar que, a pesar de que sus mejores días habían pasado hacía tiempo, todos adorábamos aquella propiedad decadente en la que aún podían verse los vestigios de antiguas glorias. Sólo quedaban en pie dos Dianas cazadoras ahora ñatas, y una de ellas manca, de lo que fue en su día una bella galería de estatuas. También podían verse los parterres del invernadero, las fuentes de las que ya no manaba agua pero aún conservaban su dignidad y en las que flotaban los nenúfares y unos peces de aspecto aterrador, amarillos, de grandes dientes. Pero sobre todo pervivían los árboles del que en su día fue un magnífico jardín botánico, y que rodeaban la casa ocultando su decrepitud. Mi madre se quejaba de que mantener en condiciones más O menos dignas ese santuario, y en especial la vivienda, era un trabajo del demonio. Ella se ocupaba de pintar y redecorar, con ayuda de los jardineros, las habitaciones; arreglaba los muebles, recosía las deshilachadas cortinas. También, o tal vez debería decir sobre todo, se ocupaba de que de la vieja zona de servicio en la que reinaba aún una gran cocina de leña, salieran los platos más deliciosos. Supongo que desde entonces se me ha quedado el gusto por la comida cocinada a fuego lento, los guisos, los caldos y el allí llamado puchero. Pero si tengo un recuerdo culinario que pervive por encima de todos es de cómo se hacía la pasta casera, pues constituía todo un rito. Así, mientras en la radio de la cocina se alternaban los tangos de Gardel con las coplas de Antonio Molina, como en un extraño presagio de lo que habrían de ser nuestras vidas, los domingos, en casa, se amasaba pasta. Desde los tallarines frescos cortados a cuchillo a velocidades de vértigo sobre una mesa enharinada, hasta los ravioli que, una vez rellenos, había que separar con una ruedita dentada. Y por supuesto los ñoquis. Todavía hoy, cuando encuentro un lugar en el que hacen ñoquis caseros, el olor a tuco, pasta y queso rallado tiene la virtud de devolverme al paraíso. O lo que es lo mismo, a nuestra casa de la quinta donde fuimos tan felices y de la que salimos un día de noviembre rumbo a España.


ñoquis al tuco (Gnocchi)


En Argentina y Uruguay existe la costumbre de comer ñoquis los 29 de cada mes para tener suerte con el dinero. Los más supersticiosos comen siete ñoquis masticando siete veces, pero la mayoría se limita a poner dinero debajo del plato (a ser posible de alguna moneda fuerte no sujeta a los vaivenes de nuestros pobres pesos) y a conservar la moneda o el billete durante todo el mes siguiente.


Ingredientes

(para 8 personas)

1 kg de patatas

300 g de harina

1 50 g de mantequilla

1/4 l de leche

2 yemas de huevo

sal

nuez moscada


PREPARACIÓN


Elaborar un puré de patatas: hervir las patatas peladas en abundante agua. Cuando estén listas, aplastarlas y añadir la mantequilla y la leche. El puré debe tener cierta consistencia. Pasarlo por el chino.

Una vez listo el puré, mezclarlo en un recipiente con las yemas de huevo, la harina, la sal y la nuez moscada, con cuidado para que no se formen grumos.

Enharinar una superficie plana de la cocina y volcar la mezcla anterior. Hacer cilindros con la manos (enharinadas también) y cortarlos en trozos de aproximadamente uno o dos centímetros. Darles forma de bucles o rizos aplastándolos a lo largo con un tenedor. Después esperar a que se sequen bien.

Verter los ñoquis en un gran recipiente de agua hirviendo con sal. Retirarlos cuando empiecen a subir a la superficie.

Condimentar con abundante mantequilla y parmesano rallado.


TUCO PARA LOS ÑOQUIS


Ingredientes

600 g de carne

500 g de tomates maduros

2 lonchas de beicon

1 zanahoria

1 cebolla

1 pimiento verde

1 pimiento rojo

2 dientes de ajo 7, / de caldo

1 vaso de vino tinto

orégano

pimentón dulce

romero

aceite

sal y pimienta


PREPARACIÓN


Lo importante es que la carne quede tierna y la salsa algo espesa.

Dorar la cebolla y el ajo cortados muy finitos. Reservar. En la misma olla dorar la carne cortada en cubos con el beicon cortado. Incorporar el ajo y la cebolla junto con los pimientos sin semillas y la zanahoria también cortados finitos. Añadir los tomates pelados y cortados en cuartos. Cuando la verdura esté cocida agregar el orégano y el romero. Rehogar un poco y añadir medio litro de caldo o, en su defecto, de agua. Se cocina durante 40 minutos. A los 30 minutos se añade un vaso de vino tinto y el pimentón. Se puede servir el tuco después de acabar la cocción, pero se recomienda dejarlo reposar un par de horas para que se concentre el sabor.

VIAJE DE URUGUAY A ESPAÑA

¿Y cómo vivió nuestra madre la salida de Montevideo y la llegada a Madrid? No son muchas las notas que Gervasio y yo hemos encontrado al respecto, pero con la ayuda de algunas cartas y dos o tres anotaciones largas en su cuaderno de los tomates, hemos reconstruido esta parte de la historia. Según ella, nuestro padre le había dicho que no lo molestara con los preparativos del viaje…

[…] Luis dice que me las arregle como pueda yo sola, porque él piensa pasar la última noche en la Quinta, como despedida. Lo cierto es que no quedan más que un par de muebles sueltos y ni una sola cama y, para colmo, la primavera viene retrasada y hace un frío del demonio. Pero eso a él no le importa; sería capaz de pasar la noche bajo un pino si hiciera falta para despedirse de su antigua vida y sobre todo de su adorada casa. Mira qué bien, me digo yo, qué literario, como a él le gusta, los hombres pueden darse el lujo de ser nostálgicos y sentimentales. Nosotras, en cambio, tenemos demasiadas cosas que hacer. Para empezar, mientras mi marido hace acampada en una casa desierta rodeado de fantasmas, yo he tenido que desparramar al resto de la familia por las casas de distintos parientes. Carmen está en lo de mi hermana mayor, Mercedes se ha ido a pasar la noche a lo de su prima Florencia, que tiene diez años, como ella, mientras que a Dolores y a Gervasio me los llevé a casa de mamá. Lloraron muchísimo porque dicen que allá siempre hay sopa de primero y además de sémola, pero yo me puse firme y sémola o no sémola, se la tomaron toda. La verdad es que viajar a Europa con cuatro niños de edades tan diferentes es un problema.

El que más me preocupa es Gervasio. Yo tenía verdaderas pesadillas los días anteriores, soñando que el niño se me caía al mar, pero al final lo he solucionado de lo más bien: le compré una correa de perro. Bueno, así lo llama Carmen, que está entrando en la edad difícil, aunque es un arnés lindísimo, de cuero rojo, y queda muy bien sobre su suéter marrón, con pantalón corto haciendo juego. Los cuatro van vestidos iguales, las niñas con pollera, claro, pero el sobretodo y los sombreros haciendo juego son idénticos, para disgusto de las dos mayores. Muy linda la «tenue de viaje», dijo mi suegra en cuanto los vio, y la verdad es que creo que acerté en la elección porque es perfecta para esta primavera tan fría. Cuando lleguemos a Europa será aún más adecuada: allá es casi invierno.


18 de noviembre

Ahora que ya estamos en alta mar y hemos pasado el Ecuador, me he puesto a escribirle una carta a mamá. La pobre se quedó de lo más triste porque, según ella, parecía que nos íbamos para siempre. Yo creo que la culpa de esa impresión la tiene el hecho de que nos hayamos ido en barco. Si uno se despide al pie de un avión, la marcha no parece tan definitiva como cuando un barco se aleja, rodeado de serpentinas y tocando la sirena. Quiero creer que por eso llorábamos todos tanto. Y cuando estábamos en plena despedida, con pañuelos al viento sobre la cubierta, de pronto Carmen me tira de la manga con aire angustiado: «¿Dónde crees que se esconden los niños que viajan de polizones, mami? ¿En la bodega? ¿En las calderas? ¿En los botes salvavidas?». Sí, eso le dio por preguntar en momento tan delicado. Tiene demasiada imaginación esta chica. ¿Niños polizones? No sé de dónde saca esas ideas. En cambio, a los otros tres lo único que les preocupa es qué van a comer. En cuanto el barco se alejó un poco más, Dolores y Gervasio empezaron a preguntar si tendrían que comer pescado todo el tiempo ahora que estaban en alta mar. Y protestaban muchísimo diciendo que a ellos sólo les gusta el churrasco. Lo de Mercedes fue aún peor porque, como ya se sabe, pertenece a la estirpe de esos niños que inventaron la huelga de hambre antes que Gandhi. En cuanto subió a bordo y notó que olía levemente a verdura cocida, decretó que no pensaba comer nada hasta el día de su cumpleaños, que es el 1 de diciembre. Lo del cumpleaños viene porque yo ese día les dejo elegir el menú. Pero se va a acabar. El año pasado (y porque no podía desdecirme de mi promesa, así, sin preparar un poco la retirada) resulta que pidió suflé de queso de primero, suflé de queso de segundo y suflé de dulce de leche de postre. Está claro, una de las primeras cosas que tengo que proponerme ahora que vamos a cambiar de vida es ser un poco más estricta, no hay más remedio.


29 de noviembre

Si durante todos estos días no he escrito nada en mi diario de a bordo es porque la mitad del tiempo estaba moribunda en el camarote. A cuenta de eso, después de la fiesta del paso del Ecuador (ahora diré en qué consistió porque fue de lo más «horriblemente» gastronómica) me perdí los concursos de shuffle board de Carmen con unas amigas italianas, los pasos firmes y marineros de Gervasito sobre la cubierta en plena tormenta, llevado de la correa por Luis, y sobre todo la proclamación de Mercedes como campeona infantil de twist. Una pena realmente, pero una madre no puede estar siempre ejerciendo de tal; de vez en cuando también nosotras nos enfermamos. A la fiesta del paso del Ecuador sí asistí, aunque estaba algo mareada, y casi me mareo aún más porque es bastante dégoutant, como diría mamá. La costumbre viene, supongo, de tiempos lejanos, cuando los marineros pasaban largas y aburridas semanas sin avistar tierra. Entonces a alguien se le ocurrió (apuesto a que fue un inglés) que, para celebrar que estaban a mitad de camino, más o menos, iban a «bautizar» a los que cruzaban el Ecuador por primera vez. En el Giulio Cesare la ceremonia consistía en que primero eligen a los pasajeros que van a representar a Neptuno y a toda su corte. A Luis intentaron reclutarlo como chamberlán, pero dijo, medio en serio medio en broma, que él de rey o nada. (Y fue nada porque había un señor francés venerable, con una barba blanca, que se parecía muchísimo al pintor Monet y claro, no había color.) Una vez que lo vistieron -más bien lo desvistieron- de Neptuno, empezó la ceremonia. El asunto consistía en que el capitán iba llamando a cada uno de los neófitos con una voz imperiosa, verdiana e italiana, y después de un discursito un poco gettatore, gettatore para mi gusto, algo así como «… aquí estamos para pedir que las olas acojan en su seno a este hijo suyo…», bautizaban a cada uno con un nombre marino. Carmen se convirtió en Triletta, Mercedes, en Stella Marina, Gervasio, en Cavaletto di Mare y así. A continuación, el rey Neptuno, ayudado por su corte de sirenas, los bautizaba. Pero no con agua, sino que les tiraban encima toda clase de porquerías: tallarines fríos con tomate, nata batida y hasta sardinas en escabeche antes de darles un empujón a la piscina, donde aquello quedaba flotando entre las carcajadas de todos los presentes, excepto la mía. Creo que me empecé a marear cuando tiraron a la piscina a Dolores y salió cubierta de un aceite rojo y untuoso que no presagiaba nada bueno, y así pasé varios días. Lo cierto es que el primer día estaba mareada de verdad, pero el segundo decidí que tenía la excusa perfecta para quedarme en la cama y recuperarme de tantas emociones y cambios. ¿Qué nos esperará en nuestra nueva vida?


Mi madre no escribió nada sobre cuáles fueron sus primeras impresiones al llegar a España y ahora, lamentablemente, ya no puede contarlas. Pero yo sí puedo contar las mías. He tenido que recurrir a la memoria porque, aunque en aquella época llevaba diario, éste no me ha servido de mucho. Después del consabido «Querido Diario» (este encabezamiento lo había tomado prestado de los libros, pero no de alguno muy literario me temo, sino de las obras completas de La pequeña Lulú), me había dedicado a volcar en aquellas páginas todos los contradictorios pensamientos de una niña de doce años. Temores, deseos y, por supuesto, todo tipo de amores platónicos, desde un belga guapísimo de catorce años que ni siquiera recuerdo cómo se llamaba y que viajaba en el barco, hasta un botones del Hotel Ritz, donde vivimos tres meses hasta encontrar casa. Gervasio se empeña en que cuente aquí cómo los Posadas pasamos a los anales del Hotel Ritz como la familia más asilvestrada que jamás ha pernoctado entre sus venerables muros. Insiste en que es divertido relatar cómo cuatro niños encerrados sin ir al colegio (llegamos a principios de diciembre y las clases no comenzaron hasta el siguiente trimestre) casi obligan a retapizar el hotel entero, pero yo creo que no tiene demasiada gracia. Muy someramente diré que el Ritz, por aquel entonces, era un hotel muy serio y conservador, tanto que no admitía a toreros ni artistas (de hecho, cuando estábamos alojados allí supimos que habían rechazado a un famoso actor de Hollywood). Embajadores sí admitía, pero supongo que, después de nuestra estancia, preguntarán de antemano cuántos hijos tienen. El caso es que durante tres largos meses ocupamos cuatro habitaciones de la segunda planta. Las dos primeras estaban tan llenas de maletas y paquetes sin abrir que parecíamos refugiados de algún país en guerra. Dolores y Gervasio pronto se acostumbraron a jugar a la pelota por los vetustos pasillos. Mi madre, por su parte, que siempre fue muy ahorradora, decidió que no había quien pudiera financiar desayuno, comida y cena en un hotel de lujo todos los días. La economía doméstica se tradujo en dos medidas. A los chicos nos mandaban a almorzar a un restaurante económico que había en la Carrera de San Jerónimo, llamado El Bufet Italiano, y por la noche hacíamos acampada. No es metáfora, literalmente acampábamos, porque una de las primeras compras que mi madre hizo en Madrid fue un hornillo (¡!) y cocinábamos en la habitación. No vayan a creer que calentábamos latas o algo parecido. Eran comidas en toda regla, como distintos tipos de tortilla, patatas fritas y hasta platos razonablemente sofisticados. He aquí, por cierto, un ejemplo más de lo que es la vida diplomática para quien tenga de ella una idea romántica: por las noches, mis padres se iban guapísimos, porque los dos lo eran, vestidos de esmoquin y traje largo a quién sabe qué cena tralalá, y nosotros nos quedábamos con la niñera hirviendo espaguetis en un hornillo de gas en nuestra suite del Ritz. Nunca nos descubrieron con las manos en la masa, pero aún recuerdo un detalle que me dio mucha vergüenza. Como era de esperar, los muebles de nuestras habitaciones sufrieron lo suyo con este régimen de comidas. Los sillones tenían vestigios de ravioli, los sofás manchas de salsa de tomate, las colchas, de sabe Dios qué… Durante las fiestas de Navidad nos fuimos a Málaga, a casa de unos amigos de mis padres, a pasar quince días, y a la vuelta todo había cambiado. Parecía que nos hubieran retapizado las habitaciones de arriba abajo. Pero no fue más que un espejismo pasajero. Al día siguiente muy temprano unos empleados de actitud imperturbable retiraron las colchas y los sofás limpios y los sustituyeron por los maculados de ravioli. Qué niños salvajes, pensarían, pero nunca lo dijeron. Desde entonces tengo verdadera debilidad por ese hotel.


Como contaba antes, mi madre conseguía que de nuestro hornillo de gas salieran manjares muy apetitosos. Este plato es uno de aquellos milagros:


RISSOTO DE CHAMPIÑONES


Ingredientes

1/2 kg de arroz

2 cebollas pequeñas

1 bote de nata líquida

300 g de champiñones

150 g de queso parmesano

50 g de mantequilla

1 l de caldo de pastilla

sal y pimienta


PREPARACIÓN


Calentar el caldo. Reservar. Picar fina la cebolla y dorarla en la mantequilla. Cuando la cebolla esté dorada, agregar los champiñones. Al cabo de un par de minutos, el arroz. Rehogar durante otro par de minutos y añadir el caldo. Salar. Cocer a fuego lento durante 20 minutos. Cuando falten un par de minutos de cocción, incorporar la nata y, al final, el parmesano rallado y la pimienta. Rectificar la sal. Es muy importante que el arroz quede cremoso y el grano al dente. Servir inmediatamente.

SANTIAGO BERNABEU N.° 5

Un soleado día de primavera salió, para alivio de los empleados del Ritz, la familia Posadas al completo rumbo a su nueva casa. Uruguay en aquel entonces no tenía una residencia oficial en propiedad en Madrid, por lo que mis padres tuvieron que buscar una en alquiler. Mi padre, naturalmente, quería una casa con jardín que le recordara la quinta. Mi madre quería una casa funcional que le recordara lo menos posible a la inefable quinta. Y ganó mi madre. Encontró una casa que no tenía ni jardín botánico, ni fuentes, ni fantasmas, pero tampoco goteras que reparar. Se trataba de un piso en la calle Santiago Bernabeu número cinco y me gustaría, antes de contar mi primera impresión del Madrid de entonces, detenerme un minuto en recordar a nuestros vecinos, porque algunos eran personas notables de aquella época y otros han llegado a serlo con el tiempo. En el segundo piso, por ejemplo, vivía don Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación. Por supuesto, para nosotros, niños, aquel señor no significaba lo que era en realidad: el responsable de la policía y de mantener el férreo orden dictatorial que imperaba entonces. Nos imaginábamos que era muy importante porque había siempre a la puerta dos policías de guardia y todo el mundo hacía grandes aspavientos cuando mencionábamos que era nuestro vecino. Tampoco nos llamaba demasiado la atención -juventud, divino e inocente tesoro- que, todos los jueves, llegara a nuestra puerta un silencioso Mercedes negro del que emergía una señora mayor ataviada también de oscuro, sólo con dos detalles claros: una sonrisa de blancos y enormes dientes y tres o cuatro filas de perlas de buen tamaño. Era doña Carmen Polo de Franco, que venía a visitar a la señora de don Camulo (era así como llamaban a don Camilo algunas personas a sus espaldas, acompañando el apodo de nerviosas risas). Nosotros, como digo, nada sabíamos de sus actividades entonces, aunque un dato bastante revelador de la ocupación de aquel anciano era un comentario que solía hacer cuando se encontraba con mi hermano Gervasio en el ascensor.

– Buenos días, señora -decía y, después de quitarse el sombrero caballerosamente para saludar a nuestra madre, se volvía hacia Gervasio, que tenía apenas tres años, para decirle-: Gervasito, Gervasito, a ver si te portas bien, que si no te llevo a Carabanchel.

Subiendo un piso más arriba, entre Alonso Vega y nosotros, vivía alguien que, de alguna manera, simboliza la unión entre la España franquista y la de ahora. Se trataba de Juan Antonio Vallejo Nájera, a quien me gustaría dedicar un recuerdo agradecido. Al cabo de los años, y a pesar de que durante nuestra bastante salvaje infancia debemos de haberle torturado con todo tipo de ruidos, zapateados y partidos de fútbol por los pasillos, publicaría uno de mis primeros libros. En los años ochenta llegó a dirigir la editorial Temas de Hoy, y me contrató Yuppies, Jet Set, La Movida y otras especies. Manual del perfecto arribista. Dos pisos más arriba vivían los Ballvé, más tarde dueños de Campofrío. Si los menciono es porque siguen siendo buenos amigos nuestros y porque siempre que nos vemos recordamos una anécdota culinaria que vivimos juntos. Mi hermana Mercedes, que, como ya les he contado, no era precisamente una gourmet en aquella época -al contrario, no comía nunca-, había encontrado un método buenísimo para hacer «desaparecer» la comida de su plato. Instaló un sistema de comunicación con los dos hijos mayores de los Ballvé, que consistía en una cesta con una larga cuerda, a modo de montacargas, que en principio servía para mandarnos dibujos o algún juguete. Pero Mercedes, por aquella vía, también hacía llegar a Pedro y a Fernando un filete empanado, unas albóndigas o los abominados emparedados de pescado… Amablemente, los Ballvé tiraban aquello a la basura y Mercedes podía continuar sin problemas su particular guerra alimentaria.

Finalmente, en el último piso, vivían los Caprile. Las niñas coincidieron con Mercedes y conmigo en el colegio Santa María del Camino, y el hermano pequeño, Lorenzo, se convertiría con el tiempo en uno de los modistos de más renombre de nuestro país. Hace poco nos hicieron una entrevista a los dos y nos reíamos recordando anécdotas de nuestro pasado compartido al más puro estilo Aquí no hay quien viva.

Como decía al principio, nuestra casa estaba situada a media manzana del estadio del Real Madrid, en una calle que lleva incluso el nombre de su presidente más famoso, Santiago Bernabeu. Como ejemplo de la aún precaria modernidad del Madrid de aquellos años, diré que una de las cosas que más me llamaron la atención fueron algunos contrastes curiosos. Por ejemplo, la avenida del Generalísimo ya era el orgullo de la ciudad, una vía amplia, moderna, «europea», como entonces se decía, pero aun así, por delante de donde nosotros vivíamos cruzaba a diario un rebaño de ovejas porque por ahí pasaba (y según tengo entendido aún pasa) una cañada real. También me sorprendía que, por Navidad, los madrileños llevaran a los guardias de tráfico todo tipo de regalos, en especial comestibles. No era raro ver en Cibeles o en la plaza de Colón a don Servando o a don Valeriano (porque, naturalmente, se les conocía por sus nombres) acumular a sus pies botellas de anís del mono, turrones e incluso algún chorizo de buen tamaño. Había otras cosas que me asombraban. En la colonia del Viso, barrio de burgueses acomodados donde podía verse Dodges de último modelo e incluso algún que otro coche importado, chocaban las farolas callejeras. Eran de gas y cada noche, justo antes de que los serenos salieran a hacer la ronda, pasaban los faroleros a encenderlas con una larga vara. Tal vez por estos contrastes y por el ambiente en muchos casos de posguerra que se percibía en otros detalles que comentaré a continuación, a mí, que venía de un Uruguay todavía próspero y opulento, Madrid me pareció una ciudad en blanco y negro. La gente vestía de oscuro, muchos de luto, y lo más desconcertante era que no pocos llevaban hábito. Aún recuerdo preguntarle a mi padre el porqué de esa extraña costumbre. Por aquel entonces, para hacer las inevitables reformas antes de entrar en la casa, mi madre había contratado los servicios de un carpintero llamado Ángel. Ángel era muy callado, circunspecto, y trabajaba con una colilla apagada en la comisura de los labios. Pero lo que me parecía más insólito era su forma de vestir. Bajo el mono gris llevaba una camisa morada y un cordón dorado colgado al cuello a modo de corbata. Mi padre me explicó que aquí, en España, había personas muy religiosas y que algunas hacían a sus santos y vírgenes favoritos la promesa de vestir siempre de hábito. Yo me imaginaba a Ángel después del trabajo con capucha y vistiendo talar morado, yendo a comprar el pan, pero por más que lo espié nunca logré verlo de tal guisa. Aun así, para una niña criada en un país tan laico, por no decir ateo, como el Uruguay donde la Semana Santa se llama «la Semana de Turismo» y la Navidad la «Fiesta de la Familia», aquello era de lo más pintoresco. Más pintorescas todavía me parecían las cosas que algunas amigas contaban sobre sus colegios de monjas. Nosotros íbamos entonces al Colegio Británico, uno de los tres colegios no religiosos que había en Madrid, pero mi vecina y amiga Mercedes contaba del suyo cosas muy peculiares.

– En mi colegio -me dijo un día Mercedes- todos los años hacemos una función navideña.

– En el mío también -contesté yo para no ser menos y para que mi amiga no pensara que mi colegio era raro (que lo era) -. Nosotros también cantamos villancicos y representamos el Belén. Uno hace de san José, otra de la Virgen María…

– Ya -me interrumpió ella con impaciencia-, eso está muy bien, pero nosotros tenemos dos funciones, la que se ve y la que no se ve.

No entendí a qué se refería y entonces me explicó lo siguiente:

– Nosotras, la primera función no la vemos. Estamos el colegio en pleno en la sala de actos, todas las niñas vestidas de punta en blanco, con guantes y sombrero, pero no podemos mirar hacia el escenario.

– ¿Y a quién miráis? -pregunté yo, cada vez más asombrada.

– ¿A quién va a ser, tonta? A la madre superiora. Ella y las demás monjas (siempre que sean madres y no hermanas) son las únicas que pueden ver la función. Después nosotras, con las profesoras, vamos otro día y se vuelve a representar. Pero la buena -con música, discursos y bonitas oraciones- es sólo para la madre superiora. Es una costumbre muy antigua, ¿sabes? Viene del siglo xv, de los conventos reales, creo.

A mí, como niña nacida en un continente con pocos años de historia, todo lo que tuviera más de un siglo de antigüedad me parecía sublime, pero eso de que doscientas o trescientas niñas trajeadas con guantes y sombreros tuvieran que mirar durante toda la representación a la madre superiora en vez de al escenario, se me antojó bastante ridículo. Así se lo dije a mi amiga Mercedes y ella, supongo que molesta porque una extranjera cuestionara las costumbres locales, se enfadó mucho.

– Anda -dijo-, pero qué sabrás tú, si eres de las colonias.

FRANCO Y LA PESCA DEL SALMÓN

Como ya he dicho, en el cuaderno de mi madre no había nada sobre sus primeras impresiones de Madrid ni sobre nuestros desmanes en el Hotel Ritz ni sobre cuando nos instalamos en Santiago Bernabeu, 5. Había, en cambio, una o dos páginas fechadas a los quince días de nuestra llegada a la ciudad donde ella cuenta la presentación de cartas credenciales a Franco. La narración está encabezada por una bonita foto de nuestro padre bajando de una carroza a la puerta del Palacio Real. Yo de aquel día sólo recuerdo que llovía a mares y que las capas blancas y los penachos de la Guardia Mora que escoltaba el carruaje acabaron hechos un guiñapo gris muy poco marcial, pero mi madre cuenta lo siguiente:


Luis aparece en la portada del ABC de hoy, 27 de noviembre de 1965. ¡Hay que ver qué buen mocísimo sale! Un poquito pelado para sus treinta y ocho años, es verdad (a ver qué puedo hacer para arreglarlo), pero guapísimo, como dicen acá.

Ayer por la mañana yo me quedé en casa preparando el cóctel que ofreceríamos después de la ceremonia a la colonia uruguaya y él se fue temprano porque primero van al Ministerio de Asuntos Exteriores y de ahí salen en carroza para el Palacio Real. Dicen que en Madrid llueve poco pero ¡hay qué ver la que estaba cayendo ayer! Por eso me empeñé en que Luis se pusiera la capa española, negra y lindísima. Pero él dijo que no, que de ninguna manera, que en pleno día parecería un embozado de los de antes del motín de Esquilache. O peor aún: un Drácula muy madrugador. En fin, la cuestión es que fue a reunirse con el marqués de Villavicencio, que es el introductor de embajadores y, según me contó después, durante todo el trayecto en carruaje estuvo preguntándole sobre qué sería conveniente decirle a Franco.

– Uy, señor embajador -le dijo el marqués-, de eso ni se preocupe. Lo más probable es que no digan ni mu, ni usted ni el Generalísimo. Siempre ha sido un hombre de pocas palabras, de modo que usted entréguele las credenciales y espere a ver qué pasa. Además, el Caudillo es un hombre imprevisible, como todos los grandes hombres. Su mente está alerta, es preclara, prístina, pero según cómo, a veces se duerme. El otro día, con el embajador de Filipinas, fue tremendo. Se quedó frito y el embajador, que iba con un barong, ya sabe usted, la camisa típica de su país, esa que es transparente de puro fina, casi se congela. Y es que en el Palacio Real hace un frío que pela y para colmo su Excelencia odia la calefacción. El caso es que se durmió y como ni él despertaba ni el embajador osaba silbarle o algo así, estuvieron más de una hora, porque quienes estaban fuera tampoco se atrevían a tocar a la puerta para ver qué pasaba… Al final tuvo que rescatarlo un secretario que ya empezaba a estar un poco mosca y espió la escena a través de la cerradura. Creo que la gripe del embajador fue de las de campeonato.

Con este panorama, la verdad era que Luis no iba muy tranquilo que digamos. Según él, le resultaba muy difícil creer que un hombre tan duro e implacable, por no decir cruel, como el general Franco, se hubiera ablandado de ese modo. Tiene setenta y dos años y, según me contó Luis, su aspecto no tenía nada que ver con las fotos. Eso sí: como suele pasar a menudo, le pareció mucho más bajo de lo que él esperaba y su famosa vocecilla aún más ridícula. Yo pienso que a lo mejor está un poco senil, pero no lo creo, por ahí se cuentan muchos chistes augurando que va vivir más de cien años. «Españoles, desde este pulmón de acero, etcétera.» De todos modos, y siempre según Luis, la audiencia transcurrió bastante bien y fue más o menos así.

Luis subió las escaleras del palacio flanqueado por unos alabarderos, todo muy lindo y protocolario. Junto a sus acompañantes recorrió varias estancias enormes, luego la sala del trono hasta llegar por fin a una habitación mucho más pequeña que todas las demás, donde lo esperaba Franco. Ahí le entregó las cartas credenciales y a continuación Franco lo invitó a sentarse. Apareció entonces un fotógrafo más viejo aún que el Generalísimo, tanto que parecía no poder sujetar bien la cámara sin temblar, se hicieron una foto para la posteridad y luego se quedaron solos. Entonces llegó el momento tenso. Luis tenía la esperanza de que, al menos, Franco le hiciera alguna de las retóricas preguntas que todos los mandatarios hacen a sus invitados en las audiencias diplomáticas, como «¿Qué le parece a usted Madrid?», por ejemplo, o «¿Conocía usted ya España?». O al menos el tan socorrido «¿Cuándo llegó usted?». Pero nada, silencio sepulcral. Entonces, cuando pensaba que iba a correr la misma suerte que el embajador de Filipinas, miró al General y éste le devolvió una mirada tan dura y penetrante que Luis recordó una de las muchas historias que se cuentan sobre él. Una que retrata muy bien su personalidad. Por lo visto, cuando era comandante de la Legión en África y aún muy joven, tuvo que vérselas con un legionario que protestaba por el rancho y que, diciendo que aquel engrudo era incomible, se lo tiró a la cara. Franco ni se inmutó; se limpió la cara con el revés de la mano y minutos más tarde hizo ejecutar al soldado. Después -y según sus propias palabras publicadas muchos años más tarde- hizo desfilar a toda la compañía ante el cadáver como advertencia. Dice Luis que con esos mismos ojos, entre penetrantes e inexpresivos, lo miraba ahora el General. ¿Qué pensaría?

¿Estaba a punto de fusilarlo mentalmente o, por el contrario, iba a quedarse dormido de un momento a otro? ¿Debía Luis preguntar algo? ¿Sonreír? ¿No sonreír? El introductor de embajadores había dicho tajantemente que no tomara ninguna iniciativa. El, ante el silencio pétreo y a pesar de la baja temperatura, rompió a sudar, sacó un pañuelo y, en ese momento, como si hubiera pulsado con su gesto un inesperado y secreto resorte, el General abrió la boca y empezó a hablar. Y a hablar.

Y mirándolo con sus ojos terribles, con su vocecita atiplada y monótona, en tono de letanía, peroró sobre uno de sus temas favoritos.

– ¿Pesca usted, embajador? -preguntó.

Y antes de que Luis pudiera recordar sus escasísimos conocimientos sobre el tema, Franco empezó a disertar sobre el salmón en Asturias y que si era mejor pescarlo con mosca seca o con cola de rata. Sobre la trucha de Galicia y que si la corriente del río Sil era caudalosa pero la del Miño mucho más rica en pesca, y que si le gustaba más el Jares, por la bravura de sus piezas. Y de ahí saltó a la pesca de altura y al atún. Bla, bla, que si el Azor, que si las aguas de Galicia y las del Mediterráneo.

Y tanto se animó monologando que pasó más de una hora. Al salir los estaba esperando el mismo fotógrafo centenario para sacarles la foto de la despedida. Foto, por cierto, en la que Franco aparece riendo, lo que es casi un récord mundial porque apenas hay fotos de él así.

– Embajador -me contó Luis que le dijo en la despedida-, es usted un joven con una conversación muy interesante e inteligente -lo cual dejó a Luis aún más confuso, porque hasta ese momento no había dicho ni mu. Luis todavía anda dándole vueltas al asunto, aunque yo creo que es evidente que el pobre señor está precozmente gaga, pero Luis no está de acuerdo. Hemos oído demasiados chistes sobre su más que segura longevidad para creer que esté chocheando. Luis piensa que su comportamiento se debió a otra cosa, aunque cualquiera sabe lo que pasa por la cabeza de alguien que tiene tantos cadáveres en el armario. A lo mejor Luis le recordaba a alguien con quien iba a pescar de niño y fue eso lo que hizo que hablara con tanta familiaridad. Sí, me inclino a creer que fue algo así. Una sombra del pasado, hasta los dictadores pueden ser sensibles a los fantasmas; ¿por qué no? Además, Franco debe de estar acostumbrado a tener que vérselas siempre con personas de mucha edad y Luis, con sus treinta y tantos años, le habrá parecido un chiquitín y debió de sentirse cómodo. Un chiquilín un poco peladito según puede verse aquí, en la foto, es cierto, pero ¿a que es guapísimo, guapísimo, como dicen en España?

Según cuenta nuestra madre, en el cóctel que siguió a la presentación de credenciales, y como si ella hubiera adivinado que el salmón iba a tener un papel destacado ese día, había pedido a la cocinera que se sirviera un plato especial:


SALMÓN A LAS UVAS


Ingredientes

1 salmón de 1 kg

1 cucharada de aceite

1 limón

300 g de uvas

sal y pimienta

un chorro de cava


PREPARACIÓN


Lavar bien el salmón y secarlo con una servilleta. Untarlo con aceite y añadirle sal. Ponerlo en una fuente de horno.

Lavar las uvas y reservar algunas para el adorno. Pelar el limón y sacarle las pepitas. Pasarlo todo por una licuadora y añadir un chorro de cava.

Verter ese zumo sobre el salmón y meter la fuente en el horno precalentado a 180° C. Durante la cocción rociar el salmón con el jugo un par de veces.

Cuando esté listo, poner el salmón en la fuente de servir y adornarlo con rodajas de limón y el resto de las uvas partidas por la mitad.

Acompañarlo con patatas gratinadas.

INTRODUCTORAS DE EMBAJADORES

Una vez pasado el trámite de las cartas credenciales, lo que más nos preocupaba a Luis y a mí era conseguir que nuestra embajada tuviera el éxito social necesario para cumplir con nuestra misión.

¿Seré capaz de estar a la altura de las circunstancias? Gran parte del éxito, en estos casos, depende de la cocinera y por eso he contratado a Lola, que venía muy recomendada y, según dicen, tiene una mano increíble. Pero por el momento lo único que noto es que siempre parece estar enojada. Yo no sé si eso es de carácter o si se trata de la proverbial austeridad castellana de la que tanto hablan, lo cierto es que asusta un poco. Apenas nos hemos estrenado juntas, ya que sólo hemos dado el cóctel de cartas credenciales y ese día encargamos muchas cosas ya preparadas. La prueba de fuego vendrá con la primera cena, pero ahora tengo otro problema. ¿A quién vamos a invitar? La gente de la embajada insiste en que la sociedad madrileña es muy difícil. Por lo visto, la gente se pelea por ir a la Embajada de Francia, un poco menos por la de Gran Bretaña y la de Italia, el éxito del resto de los embajadores depende de lo simpáticos, guapos o encantadores que puedan ser. Y también de que la primera recepción que organicen se comente en todo Madrid. Ni siquiera una superpotencia como Estados Unidos se salva de esta regla. Si se aterriza bien no hay problema, pero si no, se corre el grave peligro de caer en la categoría de las embajadas que son un quemo, como decimos en Uruguay, lugares en los que nadie quiere ser visto ni por asomo. Y si es así ya me imagino el panorama: durante los próximos cuatro o cinco años nos pasaremos Luis y yo mirándonos las caras; creo que no era lo que teníamos pensado cuando decidimos venir a Europa.

Para asustarme aún más, y con la casa todavía sin ordenar, el otro día se presentaron a tomar el té unas parientas de Luis, las señoritas de Sampognaro. Son parientas, y muy cercanas además, pero no se habla de ello en la familia. Y es que -aunque el abuelo de Luis se casó a los cincuenta años con una mujer mucho más joven que él y sólo tuvieron un hijo, mi suegro-, cuando él murió, se presentó en su casa una señora que dijo ser hija natural del muerto y de quien la abuela de Luis no había oído hablar jamás. Tampoco el testamento la mencionaba. Al parecer, había tenido una infancia muy difícil, como pasaba entonces con las filies d'amour, pero era una chica monísima y muy bien educada. Un día, paseando por el Prado con su madre, la vio un joven y prometedor diplomático, el señor Sampognaro. Se enamoró locamente de ella y se casaron poco después, y le proporcionó una vida más que desahogada. Cuando se enteró de toda esta historia, la abuela de Luis, una persona de gran corazón que Dios tenga en su gloria (aunque yo de vez en cuando me acuerdo de ella a final de mes), le dio sin mediar discusión la mitad de la herencia. Estas señoritas de Sampognaro que han venido a tomar el té son las hijas solteras de aquella señora, y han acompañado a su padre en sus distintos destinos, como Moscú y la Alemania de Hitler, donde, según cuentan algunos, una de ellas tuvo un lío con Goebbels, aunque no sé si fue Emma o Delia. Posiblemente ni el propio Goebbels supo con cuál, porque son igualitas. Por lo visto, en los últimos veintipico años, como colofón a una vida tan colorista y a cuenta de la fortuna del abuelo, las señoritas han vivido en el Hotel Palace de Madrid sin ocuparse de otra cosa que de pasarlo bien. Ahora deben de tener más de sesenta y, a pesar de que da la impresión de que los mejores tiempos ya pasaron para ellas, siguen manteniendo su charme y buen estilo. Son extremadamente parecidas, tanto que cuesta saber cuál es Emma y cuál Delia. Las dos llevan el mismo corte de pelo (una es levemente rubia y la otra algo más pelirroja), el mismo tapado de visón (el de Delia con vuelta en la manga, el de Emma sin ella) y el mismo collar de perlas (uno de dos filas y el otro de tres).

– Sí, Bimbita -me dijeron casi a coro-, la sociedad madrileña es muy complicada. No te podes imaginar. Hay que saber muy bien dónde se pisa. Ustedes son jóvenes y lindos, pero eso sirve de poco si no saben moverse. Ya sabemos que tu papá fue embajador en París, naturalmente, pero eso era antes de la guerra y además España no tiene nada que ver con Francia. Uy, qué rica está esta torta… Cómo se nota que tiene dulce de leche uruguayo y no esa leche condensada al baño María que hacen a veces acá. ¿Me pondrías un poco más, por favor? -decía una de ellas (creo que Emma).

– Yo aún diría más -ésta debe de ser Delia-, ustedes ni siquiera tienen una residencia representativa como otros países. Esta casa es muy digna, pero no se puede tener la residencia en un piso, es obvio. Sí, ya sabemos que no es culpa tuya sino del presupuesto, pero las embajadas han de estar en un edificio que se salga de lo común. Si está en una casa de apartamentos como ésta, con vecinos arriba y abajo, se coloca la embajada al mismo nivel que las otras personas y esto no es conveniente. No hay más que ver la Embajada de Francia, que tiene un magnífico edificio en plena calle Serrano. Los italianos cuentan con el palacete en Velázquez. Incluso países pequeños como Bélgica tienen casas estupendas, casas a las que siempre va la gente elegante, aunque sea para ver cómo están decoradas. Este pisito es muy mono, insisto, pero no puede compararse con nada de eso. Además, Uruguay, en casi todo el mundo excepto en Sudamérica, no significa absolutamente nada para nadie. En estas condiciones, querida, es muy difícil relacionarse o, mejor dicho, conseguir que la gente quiera relacionarse con ustedes.

– ¿Qué puedo hacer entonces? -pregunté yo toda preocupada.

– Te hace falta un poco de ayuda para no andar a ciegas, Bimbita. Alguien que te explique quién es quién, a quién hay que invitar y que consiga que la gente venga a tu casa. Alguien que te diga cómo se coloca en una misma mesa a un capitán general, un obispo y un grande de España sin equivocarse -dijo ¿Delia?, ¿Emma? (¿cuál era la que tenía dos vueltas en el collar de perlas?).

– Sí, querida, alguien que conozca bien la buena sociedad de Madrid. Ya sé que el ministerio les da una serie de instrucciones, pero todos sabemos que eso no sirve para nada. Necesitas a alguien que sepa cómo piensan ellos y que, a la vez, piense como un uruguayo.

– Sí, claro, eso sería muy útil, pero…

– Lo que a vos te hace falta es una secretaria social, mi hijita. Mejor dicho, dos. Personas que te organicen la agenda, que te digan dónde ir y cómo vestir, en qué peluquería peinarte y que te expliquen bien cómo son los españoles.

– Yo aún diría más -terció la otra dando un largo sorbo a su taza de té-, dos secretarias sociales. Te serían de gran ayuda.

Las señoritas me miraban fijamente con el ceño fruncido. «¡Dios mío -me dije-, qué parecidas son entre sí y, lo que es peor, así tan serias se parecen cada vez más a mi suegro, vaya genes persistentes!»

– Y están pensando en…

– En nosotras, claro. Llevamos muchos años en España, y conocemos a todo el mundo, pero lo más importante es que todo el mundo nos conoce a nosotras. Si querés organizar cualquier tipo de recepción en la embajada podemos traerte a la mejor gente de Madrid sin el más mínimo problema.

– También -continuó la otra señorita- podemos aconsejarte con el mejor de los criterios sobre los menús para que todos se vayan encantados de esta casa y deseando volver.

– Además -ahora ya hablaban alternativamente la una y la otra, quitándose la palabra pero siempre con la misma línea argumental-, tenemos un montón de amigos artistas que pueden dar mucho color a cualquier cóctel que vayas a dar. Toreros, cantantes de cuplés, hasta un hijo de Alfonso XIII, igualito a él, ni te imaginas. A los españoles les encanta que haya gente distinta, divertida, que no sean siempre los mismos.

– Nosotras -retomó el hilo la otra señorita, y, durante un momento (afortunadamente corto), en un alarde de virtuosismo, empezaba a hablar una y seguía la otra, de modo que me veía obligada a mirarlas como quien asiste a un partido de tenis (tres palabras, giro a la derecha; dos palabras, giro a la izquierda)-, querida, no solemos hacer estas cosas, naturalmente, pero te vemos tan joven que creemos que puedes necesitar de nuestra experiencia.

– Sí, Bimbita, nos divertiría mucho echarte una mano. Además, los del Palace se están poniendo pesadísimos y después de veinte años parece que nos quieren subir la renta. ¡C'est incroyable mais c'est vrai!

Aparentemente, el dinero de la herencia no era tan inagotable como las pobres señoritas habían pensado.

– Bueno…, la plata no es tan importante, claro. Lo que más nos gustaría es poder ser útiles a nuestro país -se revolvió la otra (¿Emma? ¿Delia?), incómoda ante la mención de los petits problems y por primera vez en desacuerdo.

– Creo que te seríamos muy útiles porque no te podes imaginar cómo pueden meter la pata los embajadores que llegan sin asesoramiento a España.

– Sí -vuelta al natural consenso-, nosotras te podríamos ayudar mucho. Hace un par de años nombraron a un embajador argentino que, bueno, ya sabes las cosas que hacen a veces nuestros vecinos, empezó a decirle a todo el mundo que le había regalado cinco caballos de pura raza al ministro Castiella como presente de bienvenida. Allí donde iba hablaba de los cinco caballos que le había regalado al ministro de Asuntos Exteriores, que si uno era negro, que si el otro tenía una mancha en la frente y así. Un día fuimos a almorzar a casa de Sol. Sí, ya sabes, la mujer de Castiella -continuó la otra señorita, con una sonrisa que implicaba «o deberías saberlo»-. Le preguntamos qué tal estaban sus preciosos corceles. Nos miró con cara de extrañeza y cuando le dijimos lo que nos habían contado se levantó y llamó a su marido. Volvió indignada porque los caballos no existían ni el embajador argentino les había regalado ni un maní. Como es lógico, a partir de ese momento lo pusieron en la lista negra y ahora no lo recibe nadie. Son esa clase de errores que nunca hay que cometer y que nosotras podemos evitar que cometas, Bimbita querida.

Les tuve que aclarar que no teníamos pensado decir que regalábamos caballos ni ninguna otra cosa y que, para mi desgracia, la embajada no tenía presupuesto para una, y mucho menos dos secretarias sociales. Las pobres señoritas se pusieron algo tristes, aunque siguieron comiendo grandes trozos de tarta de dulce de leche.

– ¿Estás segura de que podrás arreglártelas sola, mi hijita? En el fondo somos familia, así que si necesitas algo, avísanos.

– Sí, avísanos, somos familia -dijo… ¿Emma? ¿Delia?, bueno, quienquiera que fuese, con un guiño idéntico, idéntico al de mi suegro.

Luego se pusieron sus tapados de visón, uno con manga doble y el otro simple, se atusaron el pelo rubio una y levemente pelirrojo la otra, y se despidieron a coro.

Cuando las vi irse, viejitas y frágiles, también me entristecí, aunque a veces no puedo evitar pensar: toda una vida viviendo en el Palace. ¿Dónde hay que firmar?

AGUSTINA DE ARAGÓN EN LA COCINA

¡Pasamos el primer examen! Ayer tuvimos nuestra primera recepción en casa para despedir al ministro López Bravo, que se va de visita a Uruguay. Más que pasar el examen creo que hemos sacado sobresaliente, porque todo fue un éxito, tanto por la comida como por los invitados que vinieron. Como llegamos hace poco y no conocemos todavía a mucha gente, temíamos encontrarnos en un embarazoso mano a mano, los dos solitos con el ministro. Además, parece que los ministros de Franco están divididos en distintas tendencias algo enfrentadas (y eso en una dictadura). Los del Opus Dei, como López Bravo, no están bien vistos por los falangistas ni por los militares, y como desconocíamos a qué bando pertenecía el resto de los invitados, no sabíamos si aquello iba a acabar en una batalla campal o por el contrario no iba a venir nadie. Por un momento eché en falta las sabias advertencias de las señoritas de Sampognaro, pero me sentí incapaz de llamarlas para pedirles consejo después de la conversación del otro día. Tendríamos que enfrentarnos al fracaso solos.

En contra de lo que suele ser habitual, el ministro llegó el primero. Es muy amable, tiene una conversación de lo más agradable y parece muy interesado por todo lo relacionado con Uruguay. Pero pasaban los minutos y no llegaban los otros invitados. Nadie había confirmado su asistencia y parecía que se cumplirían mis más negros presagios. Yo empezaba a sentir que me fallaban las piernas y que me iba a caer redonda en cualquier momento. Afortunadamente, al cabo de unos diez minutos sonó el timbre, una vez y otra y otra. Fue el sonido más lindo que había oído en mi vida. Yo no contaba con una cosa: la foto de Luis en la portada del ABC el día de la presentación de credenciales había obrado milagros. Gracias a ella aparecieron un montón de personas que habíamos invitado sin mucha esperanza de que vinieran: el alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro; el presidente de Banesto, el marqués de Deleitosa (el pope de las finanzas españolas); el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga; Gregorio Marañón y un montón de marqueses y condes a los que no habíamos visto nunca. Y lo más importante es que todo el mundo quedó encantado y creo que con ganas de volver.

Yo estaba bastante nerviosa, la verdad, porque todavía no me manejo bien con los gustos españoles, que son muy distintos a los nuestros. Por ejemplo: en nuestro país no se come prácticamente nunca pescado y los uruguayos abominan de cualquier cosa que tenga espinas. Acá se vuelven locos por una buena merluza. En Uruguay el pollo es un artículo de lujo que resulta muy distinguido servirlo en una cena y acá es una cosa muy corriente, casi ordinaria (desde que llegamos en casa no hacemos otra cosa que comer pollo, como si se fuera a acabar, y a los chicos les encanta). Luego está esa costumbre española de comer lentejas, judías o garbanzos incluso en las mejores casas, algo que no se le ocurriría ni al último peón de la estancia más perdida de Uruguay. Por no hablar de algunos platos españoles que yo no me atrevería a probar ni aunque estuviera muriéndome de hambre en mitad del desierto, como esos chipirones en su tinta que parecen sumergidos en grasa de automóvil, o unos gusanos que, según ellos, son muy ricos y se llaman angulas.

A la hora de elegir el menú está el problema adicional de que Uruguay tiene una gastronomía propia algo exigua. La mejor carne del mundo, eso sí, buena pasta y unos postres riquísimos con dulce de leche que, desgraciadamente, a los españoles les parece demasiado empalagoso. Los chinos, por ejemplo, pueden poner un buen arroz y salir del apuro. Nosotros no. Ante este panorama sólo nos queda recurrir a la cocina diplomática por excelencia, la francesa. Y aquí es donde topé con Lola, la cocinera, que no es que sea arisca como yo pensaba al principio, sino que tiene un carácter de mil demonios y un odio visceral a todo lo que venga del otro lado de los Pirineos, como si Napoleón hubiera retirado sus tropas ayer por la tarde de Madrid.

– Si es que ustedes, los extranjeros, se creen que to'lo que hacen los gabachos es lo mejor del mundo. Y lo que pasa es que ellos se adueñan de lo nuestro, ¡pero si hasta la tortilla francesa es española! Mire, mire, aquí -dijo entregándome un libro que, por lo desgastado que está, debe de ser su oráculo: el manual de cocina regional de la Sección Femenina de Falange-. Aquí lo pone bien clarito, la receta de la tortilla francesa la escribió uno de los cocineros de Felipe II y la llamó Tortilla de la Cartuja. Lo mismo pasa con la mahonesa, que es de aquí, de Mahón, ¿se entera usted? ¿Qué es eso de mayo, mayonesa? Mayo es el mes en el que nosotros les dimos pa'l pelo a los gabachos, y aquí mismo, en la Puerta del Sol. Si es que el problema es que, como somos buena gente, acaban robándonoslo tó. ¡Si por mí fuera se iban a enterar esos sinvergüenzas!

No sé qué les habrán hecho los franceses a los antepasados de Lola ni cuántos siglos hace, pero lo que estaba claro era que no iba a dar su brazo a torcer. Por mucho que yo intentara persuadirla de que canard a l'orange era un plato portugués, la muy tozuda no se dejaba engañar y se empeñaba en hacer paella que, según decía, «eso le gusta a to'el mundo». Después de gritarnos como locas durante un buen rato y, cuando se acercaba peligrosamente la hora a la que llegarían los invitados, acabamos pactando unos langostinos (lo del marisco le debe haber sonado español) al curry, una receta de Ramona, la cocinera de mis padres, que recordé milagrosamente. La voy a apuntar para que no se me olvide en recuerdo de nuestra primera cena en España y de mi primera (espero que no la última) victoria sobre Lola.


LANGOSTINOS AL CURRY


Ingredientes

(para 8 personas)

1 kg de langostinos crudos y pelados

2 cebollas grandes

4 tazas de café de nata fresca

100 g de mantequilla

2 yemas de huevo

1 cucharadita de curry en polvo

sal y pimienta roja


PREPARACIÓN


Dorar la cebolla picada en 50 g de mantequilla y añadir el curry en polvo. Cuando la cebolla esté ya tierna agregar los langostinos y una taza de nata líquida.

Reducir la salsa a fuego lento, removiendo constantemente hasta que empiece a espesarse.

Retirar del fuego y agregar las yemas batidas, el resto de la nata y la mantequilla, y una pizca de pimienta y sal.

Calentar un poco para que recupere la temperatura y servir en una fuente profunda. Acompañar con arroz indio.

RANCIO ABOLENGO

A pesar de la caída de la monarquía, de la guerra, de Franco y de los cambios económicos, los aristócratas siguen siendo la piedra angular de la sociedad española.

Los nuevos industriales, como los Fierro, los March y los Barreiros, suelen tener más dinero y más poder y hacerse mansiones impresionantes, pero quienes deciden si se entra o no en el círculo de los elegidos son los aristócratas, y a Luis y a mí no nos queda otra que pasar por el aro, porque estamos aquí para establecer relaciones. De todas maneras parece que algunas cosas están cambiando también para los nobles. Muchos de sus grandes palacios están siendo vendidos y demolidos sin escrúpulos. Creo que los españoles son menos sentimentales que la gente de otros países. Les da igual que se tire abajo la vieja casa familiar llena de recuerdos, aunque ni siquiera les haga falta el dinero. Cuentan el caso de un viejo conde que tenía una gran mansión entre Serrano y la Castellana. Por esas cosas de los viejos excéntricos (o, como dicen acá, «para hacer la puñeta»), dejó dispuesto en su testamento que la casa continuara abierta como si él siguiera vivo durante un plazo de veinte años. Es decir, los sirvientes seguirían trabajando como siempre, se limpiaría toda la plata, se cambiarían las sábanas de la cama del señor conde y se prepararían tres comidas diarias. El mismo día en que venció el plazo, los herederos vaciaron la casa y la vendieron para construir en su lugar un hotel y unos grandes almacenes. Bueno, ahora que lo pienso mejor, en este caso podría estar más justificado, sería algo así como una venganza por todos los años que tuvieron que hacerle comiditas a un fantasma.

Pero existen más ejemplos de tan extravagante decadencia. El otro día me invitó a almorzar a su casa una vieja marquesa, una de las más renombradas de Madrid. Las paredes estaban cubiertas de Grecos, Velázquez y Goyas, pero el aspecto general del palacio era bastante decrépito. Estaba rodeado de un jardín raquítico y descuidado, sin ninguna gracia. Nos abrió la puerta un mayordomo viejísimo. Tenía aspecto de llevar allí sirviendo desde los tiempos en los que reinó Carolo más o menos. Llevaba la casaca raída e iba sin peinar. La marquesa me recibió con esa simpatía algo distante, frecuente en las mujeres de su condición y edad. Ya en el vestíbulo pude comprobar que por allí no había pasado una mano de pintura desde hacía décadas. Los muebles de época y los maravillosos tapices antiguos acumulaban polvo. La casa estaba tan oscura que, a pesar de que afuera hacía un día espectacular, las luces del comedor tenían que estar encendidas para que no corriéramos el riesgo de meternos el tenedor en un ojo.

El mismo mayordomo que nos había abierto la puerta nos sirvió la sopa. En la boca llevaba una mueca de hastío y… ¡un cigarrillo en la comisura de los labios! Yo me quedé de piedra, pero nuestra anfitriona ignoró completamente este inusual comportamiento, y siguió charlando como si tal cosa.

– Pues sí, querida, Fabiola es hija de los marqueses de Casa Riera, una de las mejores familias de Madrid y muy buenos amigos nuestros. Nunca en la vida he visto una chica más fea y con menos gracia. No había ni un pollo que la llamase ni la mirase a la cara. Y ya tenía más de treinta años. Como era muy religiosa, todo el mundo imaginaba que se metería a monja. En éstas se va a esquiar con Jimmy, su hermano, que es un bala perdida que ni te imaginas, a no sé dónde en Suiza y allí le presentan a Balduino. Al principio ella no tenía ni idea de quién era pero salieron varias veces y se ve que congeniaron. Seguro que todo fue pero que muy decente porque ya te digo que, si algo tenía esta chica, es que era muy seria. Él, que es muy religioso, estaba empeñado en buscar novia en España porque es el país más católico del mundo y, para su fortuna, se encontró con la más católica de España.

Mientras me contaban todo esto yo luchaba con una perdiz a la toledana (creo que así se llamaba el plato). Estaba durísima y llena de balines con los que, seguramente, uno de los hijos de la anfitriona había acabado con las penas del pobre animal. Tuve que sacarme las pelotitas metálicas de la boca con el mayor disimulo, porque la marquesa no me quitaba ojo de encima mientras seguía con su historia.

– El caso es que, cuando ella volvió a España, se cartearon durante mucho tiempo, aunque ella seguía sin contar en su casa quién era él. Llegó el momento en que Balduino decidió venir a visitarla a Madrid. La madre de Fabiola estaba horrorizada: un novio extranjero y amigo del tarambana de Jimmy. Lo último de lo último. A saber qué clase de aventurero se presentaba en su casa, ya sabes que las estaciones de esquí están llenas de cazafortunas de todo tipo, y su madre se imaginaba al típico sinvergüenza, como esos condes italianos que no son ni condes ni italianos ni nada. Y de repente se encuentran con que la niña iba a ser ¡reina de Bélgica! Imagínate. Cuando me lo contaron, creía que era broma. Luego, naturalmente, estuve en la boda, en Bruselas. Una cosa espectacular. El traje de novia de Balenciaga era una maravilla, pero ¡Dios mío, qué novia más fea! No sé qué va a pensar el mundo de una reina tan poco agraciada. Y que conste que me alegré mucho de lo de Fabiolita, porque los Casa Riera son muy amigos nuestros. Esta boda por lo menos les compensa de tener un hijo como Jimmy. Ni te imaginas, chica, un punto filipino, te lo digo yo. Pocos días antes de la ceremonia no se le ocurrió otra cosa que abrir el palacio familiar de la calle Zurbano a la prensa, ¡cobrándoles a todos! Por supuesto, no le dejaron ir a la boda. Imagínate la que hubiese podido montar allí. Es curioso cómo salen hijos tan distintos de unos mismos padres…

– ¿Sabéis cómo les llaman ahora a los Citroën dos caballos, esos tan raros? -intervino otra de las invitadas que hasta ese momento no había abierto la boca.

– ¿Cómo?

– Los Fabiola, porque son muy feos pero muy buenos.

Todos los invitados rieron la broma. El mayordomo pasaba la bandeja del postre cuando, de pronto, la dejó sobre la mesa y se dirigió a la invitada de mi izquierda.

– Disculpe que moleste a la señora. ¿Me podría dar un cigarrillo? -preguntó señalando un paquete de Kent que ella tenía a su lado.

Encendió allí mismo el cigarrillo y siguió sirviendo el postre como si tal cosa. La marquesa no movió ni una pestaña. Miré a las demás: ni un músculo.

Luego pasamos al salón, a tomar el café. Cuando ya nos íbamos, el mayordomo vino con los abrigos y, mientras ayudaba a ponérselo a mi compañera de mesa, le dijo:

– Perdone la señora si la he molestado al pedirle el cigarrillo, pero llevo cuarenta años en esta casa, y la señora marquesa me sigue pagando las mismas dos mil pesetas que en el año treinta y seis y por eso me permito algunas familiaridades.

Luis y yo conocemos además a otros condes de No Sé Cuántos que tienen un enorme y decrépito palacio en el centro de Madrid. Allí comparten casa nuestros amigos y sus siete hijos; otra hermana, casada con un torero venido a menos y sus ocho criaturas; una tía soltera con una señorita de compañía; y un tío mariquita de sesenta y tantos que lleva el pelo teñido de rubio platino y la cara siempre pintarrajeada. Ninguno trabaja, nadie se preocupa por nada, todo sigue su rumbo natural, aunque las paredes se estén cayendo a pedazos. Aquello es una especie de corrala que parece sacada de una película del neorrealismo italiano. De vez en cuando venden un mueble o un cuadro para pagar la calefacción. Aunque el palacio es muy grande, hay muchas habitaciones cerradas porque durante la guerra civil los comunistas habían tenido allí sus calabozos y nadie quiere ver qué hay dentro.

Como dijo Luis cuando salimos de aquella casa:

– No se sabe si el palacio sigue el proceso de decadencia de la familia o si la familia sigue el proceso de deterioro del palacio.

SER O NO SER

En el capítulo anterior mi madre cuenta la primera visita que hizo con mi padre a una de esas familias a las que, eufemísticamente, algunos llaman «de toda la vida», lo que, dicho en román paladino, significa que todas y cada una de ellas podrían suscribir aquello de «Antes de que Dios fuera Dios y los peñascos, peñascos, los Quirós eran Quirós y los Velasco, Velasco». Ahora me gustaría dar mi punto de vista sobre el mismo tema desde la perspectiva de una niña de doce años.

Para mí, a esa edad, las diferencias sociales aún no eran demasiado evidentes, porque la infancia, y sobre todo los primeros años de vida, suelen ser, salvo casos muy extremos, idílicamente democráticos. Ocurre que ni siquiera los más recalcitrantes miembros de los de «toda la vida» tienen inconveniente en que su hijo de tres, cuatro y hasta once años juegue con el hijo de su jardinero o de cualquier otro empleado. Sin embargo, en cuanto llega la pubertad y las hormonas empiezan a hacer de las suyas, el hasta entonces invisible puente levadizo que separa unas clases de otras se alza inexorable y, en ese momento, se acabó la igualdad, la fraternidad y por tanto también la libertad. Como digo, no noté ese puente levadizo al llegar a España, pero existía otro que debía franquear: el de ser extranjera. Es importante destacar que ser sudamericana en España en los años sesenta no significaba lo mismo que serlo en nuestros días. En aquel entonces, venir del otro lado del Atlántico contaba con un cierto prestigio, incluso con una aureola fantástica. América era el continente de la esperanza, de las oportunidades. En la depauperada España de aquellos años, los sudamericanos entrábamos en la colorista y tropical categoría del «tío de América». En los sesenta, en España muchos tenían un tío o pariente que se había hecho rico allende los mares y del que se contaban grandes historias de opulencia y, por supuesto, de extravagancia. En ocasiones, aquel pariente venía de visita para que su familia viera cuánto había progresado. El tío de América solía hospedarse entonces en el Palace o más modestamente en el Hotel Gran Vía. Como regla general, vestía de forma ostentosa, con corbatas llamativas y zapatos de dos colores. Le gustaba invitar a la familia a grandes mariscadas, y a menudo se paseaba en lo que, aún en aquella época, se llamaba un «haiga», esto es, un coche muy grande y americano, a veces también de dos colores, como los zapatos.

Mentiría si dijera que, cuando yo empecé a ir al Instituto Británico de Madrid, me trataban, para bien o para mal, como a la «prima de América». Pero lo que sí pasaba era que a mis compañeros les hacía mucha gracia mi forma de hablar. A mí en cambio no me hacía demasiada que se reunieran varios en corro para oírme pronunciar pollera -«A ver, dilo otra vez, niña»-. ¿Poyera? ¿Poyera, che, mira vos? O que me cantaran, maldita sea, eso de «Al Uruguay, guay guay, yo no voy, porque temo naufragar». Si la infancia en sus primeros años es democrática, como decía antes, también es mimética: a ningún niño le gustar ser diferente y por eso yo, desde los primeros meses de estar en el colegio, me esmeré en pronunciar las ees y las zetas no como eses. Además, siempre he sido muy noviera y no era cuestión de que una ce mal pronunciada me arruinara algún incipiente romance. En el 65 y el 66 estaban de moda los Brincos, los Beatles y empezaba la minifalda. Pero había demasiadas cosas que yo tenía que aprender de golpe aparte de «ligar» (me encantaba esa palabra tan española). No sólo debía hablar «como una gallega», sino también ahorrar dinero para comprarme una barra de labios Pinaud con sabor a cereza que todas mis amigas usaban a escondidas. También tenía que convencer a mi madre de que me dejara, por favor, por favor, usar leotardos en vez de calcetines y ocuparme de muchas tribulaciones propias de la edad, diversas y pequeñas sutilezas a las que se unía el hecho de intentar dejar de ser una niña «diferente». Antes he dicho que a los doce aún no era consciente de las diferencias sociales y ahora me doy cuenta de que miento. Había un signo de estatus clarísimo en la España de aquella época: tener o no televisión en casa. En la mía no había. Mis padres nunca estuvieron sobrados de dinero, es cierto, pero en este caso no se trataba de un problema económico, sino más bien filosófico o, mejor dicho, pedagógico. Mi padre creía que la televisión era un invento absurdo que distraía a los niños y no tan niños de otras formas de aprendizaje, como leer o charlar. Por eso, durante dos largos años, hasta que Mercedes y yo, con todo tipo de súplicas, promesas y rogativas logramos que nos compraran una, yo me sentí aún más extranjera en España: no sabía, por ejemplo, quién era Tony Leblanc, un actor por lo visto graciosísimo que todas mis amigas imitaban hablando «en gangoso». Tampoco había visto nunca ese celebérrimo concurso de Eurovisión del que tanto se hablaba y, para mi desgracia, tampoco veía Historias para no dormir, a cuyo autor, dicho sea de paso, conocía bien, porque Ibáñez Serrador es uruguayo y venía a casa con frecuencia.

Tener o no tener, ser o no ser… Por aquel entonces yo no había leído a Shakespeare, pero no me habría sido difícil estar de acuerdo con su tan manida y universal frase. Doce años es, más o menos, la edad en la que uno aprende que existen ambas posibilidades y descubre que eso puede llegar a hacernos sentir muy diferentes a los demás.

GATO POR LIEBRE

La sociedad madrileña apabulla. Esta ciudad vive en una fiesta permanente. Todos los días hay un cóctel, una cena, un té de señoras, una recepción. Cuando llega noviembre-diciembre y junio-julio es una auténtica locura. Nos tendríamos que desdoblar para asistir a todas las celebraciones, oficiales algunas y particulares la mayoría. Ya sabía yo que los españoles eran muy fiesteros, pero el panorama supera todas las expectativas. Nos invita un montón de gente que no conocemos, pero hay que aprovechar que hemos aterrizado con buen pie y relacionarse (es lo que tienen que hacer los embajadores, digo yo).

Me imagino que la sociedad en Londres, París o Nueva York será más sofisticada, pero dudo que la gente salga más. Estarían muertos. Y dudo que se reciba mejor. Los grandes palacios decadentes y decrépitos de los que he hablado antes son la excepción a la norma. A pesar de que otras zonas de la ciudad y del país están todavía sumidas en la pobreza de la posguerra, Madrid está lleno de casas fastuosas, mayordomos de librea, señoras vestidas de Balenciaga, Dior o Givenchy, y la comida casi siempre la traen del mejor restaurante de la ciudad, Jockey: foie, caviar, salmón, bandejas y bandejas de marisco, siempre mucho marisco. Por cierto, el otro día me contaron que, aunque pueda parecer sorprendente, Jockey sirve un caviar de esturiones que se crían en el sur de España que no tiene nada que envidiar al ruso o al iraní. Por mi parte, me estoy aficionando al jamón serrano, más que nada porque allá donde vamos lo sirven a paladas. Al principio, la idea de comerme un pedazo de chancho crudo y momificado me incomodaba, pero poco a poco me he tenido que rendir a la evidencia. El marisco, por su lado, es uno de los haremos para enjuiciar la suntuosidad de una fiesta. A más cigalas, mayor éxito. Esto me resulta un poco engorroso en las cenas buffet porque todo el mundo acá se los come con las manos y yo, por tonterías de la diferencia de costumbres entre un país y otro, estoy acostumbrada a pelarlo con cuchillo y tenedor. Pero intentar diseccionar una gamba sentada en el brazo de un sillón con gente que te da golpes por todos lados es tarea de profesionales que lleven muchos más años que yo en la carrera diplomática. Como es lógico, este fabuloso despliegue gastronómico me plantea terribles problemas a la hora de recibir en casa. Ni el dinero que tenemos asignado por el ministerio ni el nuestro dan para igualar lo que vemos en otros sitios. No me queda más remedio que agudizar el ingenio e intentar crear una ilusión, un espejismo o, como dice Lola, la cocinera, «dar gato por liebre» sin que nadie se dé cuenta. Ahora que nos llevamos mejor y hemos llegado, si no a la paz, al menos a un alto el fuego, con ella he hecho todo tipo de experimentos para conseguir foie sin hígado y sin pato, salmón de trucha o faisán a las uvas sin faisán y cosas parecidas. Después de muchas vueltas hemos dado con algunas recetas realmente buenas. Quizá la mejor sea ésta:


PASTEL DE FALSA LANGOSTA


Ingredientes

(para 8 personas)

1 kg de rape

Pimentón

2 cebollas

3 zanahorias

1 lata de guisantes

9 huevos

Salsa de tomate

I/2 copita de jerez

pan rallado

sal y pimienta


PREPARACIÓN


La noche anterior, cubrir el rape entero con pimentón y dejarlo en la nevera.

Cuando se empiece a cocinar, retirar el pimentón del pescado. Para entonces ya tendrá el color rojizo de la langosta.

Pelar las cebollas y picarlas. Pelar las zanahorias y cortarlas en juliana. Sofreír todo en tres cucharadas de aceite y triturarlo.

Cocer los guisantes y triturarlos con un poco de caldo.

Cortar el rape crudo en trozos pequeños. Ponerle sal y pimienta.

Batir bien los huevos. Mezclarlo todo y añadir cinco cucharadas de salsa de tomate. Agregar media copita de jerez.

Poner la preparación en un molde engrasado y espolvorear por encima un poco de pan rallado. Tapar con papel de aluminio y meterlo en el horno precalentado a 180 ° C, hasta que al pinchar el pastel con un tenedor éste salga limpio (unos 50 minutos), señal de que el pastel está cuajado. Dejarlo enfriar y desmoldarlo. Servirlo en lonchas con mayonesa, salsa tártara o rosa. Queda muy bien adornarlo con el caparazón vacío de una langosta, que se puede usar muchas veces.


La semana pasada vino a cenar a casa el conde de los Andes, el más reputado gourmet español, un señor muy simpático con quien se puede hacer todo tipo de bromas excepto, claro está, sobre la comida. Él ya había estado varias veces en casa, pero Lola y yo aún nos ponemos nerviosas ante su implacable criterio. A mí nunca me ha comentado nada, pero sé que a otras señoras les ha sacado los colores por unas patatas mal guisadas o un pescado demasiado cocido. Ese día se me ocurrió poner a prueba nuestro plato estrella, el pastel de falsa langosta. Nos quedó estupendo, lindísimo, con sus colores de bandera española y todo. Lo pusimos en la heladera para que se enfriara y empezamos con el segundo: unas perdices con chocolate que es una receta riquísima que le he podido plagiar a una amiga mexicana. Sin embargo, parafraseando a santa Teresa, no sólo Dios sino también el diablo anda entre los pucheros. Cuando las perdices estaban a medio cocinar, de pronto se cortó el gas por una avería en la calle. Casi me da un ataque porque eran las ocho de la tarde y ya no teníamos tiempo de reaccionar. Desesperada, elegí la opción más fácil y (como Luis no deja de recordarme) la más cara: llamé a Jockey y pedí que me mandaran una docena de pollitos rellenos, que es uno de sus platos más reconocidos. Llegaron justo a tiempo, con su salsa, recién hechos, calentitos. Nadie se dio cuenta de nada y todo el mundo quedó encantado. Todo el mundo menos… el conde de los Andes. Después de levantarnos de la mesa, se me acercó.

– Bimba, no te lo tomes a mal pero tengo algo que decirte.

Los que estaban cerca, sobre todo las mujeres, pegaron la oreja, claro. Yo me eché a temblar pensando que empezaría a gritar delante de aquella gente algo como: «¡Es usted una falsaria, señora! ¡Ese budín de langosta tiene la misma langosta que un cocido madrileño! ¡De esto se va a enterar todo Madrid!».

En vez de eso dijo muy cariñosamente:

– Mira, el primer plato estaba soberbio. ¡Qué textura, qué bien elegidos los condimentos! Y la carne de la langosta firme, sin ser recia, perfecta, ¡cómo se notaba que era de las «coruñesas»! Pero el segundo, qué quieres que te diga, no estaba mal, pero, entre tú y yo, y sin que nos oigan, no era digno de lo que habitualmente se come en esta casa, perdona que sea tan franco.

Yo no sabía si caerme redonda o soltar una carcajada allí mismo, pero ese día aprendí que, como dice Lola, que siempre habla con refranes, hasta el mejor escribano echa un borrón. O lo que es lo mismo, que a los grandes gourmets también se les puede engañar como a todo el mundo.

Se lo conté a Lola y se quedó encantada. Si algo gusta a una cocinera más que alaben su cocina es que alaben su astucia. Ahora estamos ensayando una sopa de erizos sin erizos, a ver qué tal sale. Lo cierto es que esta cocina con trampa está teniendo una aceptación muy buena. El otro día, sin ir más lejos, cometí otra temeridad. Dimos una comida para el ministro Fraga, que también ha estado varias veces en casa y, animada por nuestro éxito, repetimos el pastel de falsa langosta. Desde que llegó, Fraga estaba algo sombrío y hablaba menos de lo habitual (que es mucho). Cuando nos sentamos a la mesa, lo noté aún más mustio. Se quedó serio, mirando el primer plato fijamente, y no comía.

– ¿Qué te pasa, ministro? ¿Te sientes mal? -le pregunté.

– Pasar, pasar, lo que pasa es que venir a comer a la Embajada del Uruguay es una maldición gitana -contestó él, refunfuñando con cara de perros.

Yo me quedé muda. Me había descubierto. El conde de los Andes no se había dado cuenta, pero el ministro, gallego él, sí. En la mesa se hizo un silencio gélido.

– Cuánto lo siento -intervino Luis, que, afortunadamente, siempre mantiene la calma en estas circunstancias.

– ¡Es que esto es intolerable! -porfiaba Fraga-. ¡No tiene perdón de Dios! Lo que es una ofensa es la comida tan maravillosa que ponen en esta casa. Por mucho que me lo proponga, cada vez que vengo aquí acabo comiendo como un Heliogábalo. Como le he dicho antes de tocar el timbre a Arias, ¡cuando le invitan a uno a comer a la Embajada de Uruguay no hay forma de mantener el régimen!

Intuimos que se debía de referir a un régimen alimenticio (y no de otro tipo), porque acto seguido se puso a comer y repitió el primer plato (el famoso pastel de falsa langosta), luego el segundo (solomillo con salsa de falso foie) y también el postre (suflé, esta vez sí hecho con auténticos huevos y auténtico Grand Marnier).

Días más tarde vi en el diario una foto que le habían sacado en traje de baño con el embajador americano en Almería, los dos metidos en el agua, para demostrar que el mar no estaba contaminado por la bomba atómica que había caído de un avión en Palomares. Me parece que, como siga con esa panza, poco le vamos a ver por casa…

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE FRANCO (I)

Después de que nuestra madre se hubiera creado una pequeña gran reputación gastronómica a base de platos falsos, en su cuaderno de

notas empezaron a aparecer otros comentarios sociológicos junto a los puramente culinarios. Es divertido leer, por ejemplo, sus apostillas sobre las costumbres amorosas de la época. Cuando uno piensa en la España de finales de los setenta se imagina que la sociedad era tan estrecha y pazguata como fingía ser. Nada más lejos de la realidad. El Madrid de aquel entonces, según nuestra madre, era una especie de bacanal romana encubierta con todo el mundo liado con todo el mundo y no sólo con uno, sino a veces con dos y con tres. Como no existía el divorcio, todos llevaban una vida recatada en apariencia, casi se podría decir modélica. Los matrimonios iban siempre juntos, reinaba la paz y la armonía, no había mal ambiente ni escándalos públicos. A veces los líos de alcoba acababan descubriéndose al cabo de veinte o treinta años, como cierta historia que se contaba en los corrillos y que dio lugar incluso a una famosa obra de teatro. Por lo visto una chica de buena familia iba a casarse con el hijo de un ex ministro -o mejor dicho ministrísimo- de Franco, pero rompió el compromiso una semana antes de la boda y desapareció de España. Poco a poco empezó a saberse la verdad. Lo que ocurrió fue que, tras muchas tentativas infructuosas para disuadir a su hija de aquel matrimonio, la madre de la chica no tuvo más remedio que confesarle que no podía casarse con X, porque X era su hermano. En otras palabras, ella no era hija de su padre sino del tan notorio ex ministro franquista a quien, como siempre ocurre, se parecía como dos gotas de agua.

Se contaban por ahí muchas otras historias inquietantes o incluso rocambolescas. Casi todas tenían como protagonistas a personas del mismo estrato social, pero tampoco faltaban las aventuras interclasistas a lo El amante de Lady Chatterley. Mi primer marido, y padre de mis hijas, contaba que cuando él vivía en la muy pequeña y apartada colonia del Parque Metropolitano de Madrid, fue testigo de una de estas aventuras. Él tenía trece o catorce años cuando empezó a hacer novillos y una tarde descubrió aparcado cerca de su casa un gran Bentley que conocía bien porque era el que llevaba al colegio a un compañero y amigo suyo. Intrigado, empezó a espiar y vio que en su amplio y cómodo interior estaban Domingo, el chofer de su amigo X, y la madre de X, la muy conocida duquesa de Z, reinventando el Kamasutra. Mi ex marido decidió entonces darle un susto a la pareja: cogió una cámara y se dedicó a dar vueltas y vueltas en bici alrededor del Bentley fingiendo que sacaba fotos. Huelga decir que esa fue la última vez que apareció el coche por aquellos pagos. Y es que en aquel tiempo no estaba mal tener un lío o dos o tres con quien fuera, lo único preceptivo era hacerlo con sigilo.

Nuestra madre también fue testigo de aquellos usos y costumbres. La anotación en su cuaderno se llamó:

STRANGERS IN THE NIGHT

Veamos, ¿a quién siento al lado de quién? A fulanita al lado de su marido, por supuesto que no, pero… tampoco puedo ponerla al lado de su amigo oficial… Por otro lado, creo que con este otro tuvo un lío hace unos años y no acabaron muy bien…

Hacer el placement de una cena en Madrid puede resultar realmente complicado. Aunque no le interese a uno la vida de los demás no hay más remedio que asesorarse bien si se quiere que la cosa no acabe en catástrofe. Yo no sé por qué pero tenía una idea de la sociedad española muy distinta de la realidad. Bueno, sí sé por qué. Creía que coincidiría con la imagen que este régimen transmite de puertas afuera, de un país de costumbres cristianas, respetuoso de la moral, serio, austero. El país más católico del mundo, dicen. Esto a lo mejor es cierto en otras clases sociales, pero «la Sociedad» con mayúsculas juega con otras reglas. En todas estas fiestas a las que asistimos siempre hay…, ¿cómo podríamos decir?, como una tensión sensual soterrada. Sí, eso es. Al principio no se da uno cuenta, pero pronto empieza a notar miradas que van y vienen, roces, palabritas al oído. El flirteo está permanentemente en el aire, se mete en los canapés y flota en las copas, esté o no esté la mujer o el marido delante en ese momento. Es un ambiente embriagador, misterioso, frívolo, insinuante y, si una se descuida, letal, porque hace de los cócteles un campo de batalla donde se respira la incitante incertidumbre de los soldados.

Como la gente que va a estos sitios suele ser siempre la misma, hay un momento en que uno piensa que todo el mundo tiene un affaire con alguien. Y quizá sea cierto. Además, como en este país no existe el divorcio, todo es como una gigantesca olla a presión a punto de estallar.

Nadie se separa si no es en un caso realmente extremo, así que hay cosas que a mí, con mi mentalidad de país pequeño pero donde existe el divorcio desde hace siglos, me resultan realmente curiosas. Son bastante comunes, por ejemplo, los matrimonios que tienen lo que acá se llama «un arreglo», es decir, siguen viviendo juntos y cada cónyuge hace lo que le da la gana, siempre y cuando no se pase de la raya de lo escandaloso. Eso sí, a las fiestas van siempre juntos, como una pareja modélica. Hay matrimonios que hace años que no se hablan pero duermen en la misma cama. Un caso realmente curioso es el de una duquesa de las más renombradas que va a todas partes con su marido y su amante, que también es un aristócrata relacionado con la casa real española. El amante es rubio, joven y muy atractivo. El marido es bajito, calvo, con lentes, aire de funcionario cesante y va siempre dos pasos por detrás, como el duque de Edimburgo con la reina de Inglaterra, sólo que éste lleva delante a la mujer y a su amante. A todos lados van así. La gente lo sabe y lo acepta sin problemas. Pensar que en la época de mi abuela decían que a los adúlteros y divorciados había que aplicarles «la presión social», es decir, retirarles el saludo, porque si no esto iba a ser Sodoma y Gomorra… No sé qué pensaría ella de Madrid. Mi amiga, la embajadora de Colombia, que es buena y muy ingenua, dice que todo lo que vemos es una ilusión y que esta tensión luego queda neutralizada y anulada por los prejuicios cristianos. Porque los españoles, y sobre todo las españolas, son muy religiosos, de modo que la sangre nunca llega al río. Casi me veo en la obligación de darle la mala noticia de que los niños no vienen de París.

Yo también estoy siendo víctima de esta tensión sensual permanente. Están de moda en Madrid las fiestas donde un grupo musical canta boleros y acaba todo el mundo bailando. Te saca a bailar un señor de lo más respetable que es presidente de un banco, por ejemplo, una persona correctísima, casado y con diez hijos (qué cantidad de niños tiene la gente acá, Dios mío), con el que has intercambiado cuatro palabras sobre cualquier tontería. En cuanto comienza la canción, te empieza a apretar.

– Embajadora, ¿cómo te sientes en España? Me imagino que echarás de menos el calor del trópico. Las mujeres de allí sois tan… temperamentales…

Apretón.

Yo me veo, por enésima vez, en la necesidad de explicarle que Uruguay tiene un clima templado y que en Montevideo hace un frío que pela, porque el clima es más parecido al de Santander que al de La Habana; pero nada, en Europa la gente piensa que en toda Sudamérica siempre hay cuarenta grados a la sombra y que todos vamos por la vida con unas maracas.

En verano, por ejemplo, mi vecino, el ministro Alonso Vega, me dice todos los días:

– Qué calor, ¿verdad? Pero claro, usted estará acostumbrada al calor húmedo del trópico -y todos los días yo le explico pacientemente lo del clima en Uruguay sin el más mínimo resultado.

– Embajadora -es el banquero el que me habla-, ¿a que nadie te ha sacado a bailar un bolero así? Es que con el sentimiento que bailamos los españoles no baila nadie.

Apretón más entusiasta.

– Embajadora…

Yo ya empiezo a sofocarme, pero no precisamente por la temperatura ambiental.

– … estás arrebatadora esta noche. Verdaderamente no sé qué os dan de comer en vuestro país, pero ¡qué barbaridad! ¡Qué espectáculo de mujeres produce el Uruguay!

Entonces aquí dan ganas de introducir un mensaje publicitario y decirle que debería ver el acero que también producimos en Uruguay y que por qué no nos compra unas cuantas toneladas.

– Embajadora, no te puedes imaginar los progresos que está haciendo España.

¿Y esto a qué viene?, me pregunto yo. ¿Ahora de repente un inciso patriótico? Pero en seguida él me lo explica.

– Sí, querida: carreteras, pantanos, todo tipo de obras públicas. Tenemos una red de paradores como no los hay en toda Europa. Sin ir más lejos, fíjate tú que han abierto un parador en Bayona sensacional. ¿No le gustaría ir a conocerlo conmigo el próximo fin de semana?

Achuchón.

En ese momento por fortuna terminó el bolero, aplaudimos a la orquesta, sonreí encantadoramente y, orgullosa madre de cuatro hijos, me encaminé a mi mesa, donde me esperaba mi marido ¡hablando con una rubia que llevaba un escote como el de Kim Novak en Vértigo! Sin embargo, hay otra cosa que me preocupa aún más que la rubia: anteayer un ganadero sevillano con el que bailé me quería llevar al Crillon de París una semana. ¿Me sentará mal este vestido que llevo hoy?


En todo el mundo existe un sustituto gastronómico para el amor, y son los postres. Eso lo sabían muy bien los que elegían la vida contemplativa, monjas y curas. Ellos durante siglos se han dedicado a elaborar chocolates, yemas de santa Teresa o huesitos de santo. Yo, por mi parte, siempre he procurado que los postres en casa fueran deliciosos. No sólo para ver si menguan los achuchones indeseados, sino porque me encantan. El postre estrella de la familia es éste:


SUFLÉ DE DULCE DE LECHE

Ingredientes

(para 8 personas)

8 cucharadas grandes de dulce de leche

8 huevos

esencia de vainilla (2 cucharaditas de café)


PREPARACIÓN

Batir bien el dulce de leche con las yemas. Batir las claras a punto de nieve.

Mezclar suavemente las claras con el dulce y las yemas batidas. Agregar la esencia de vainilla y remover con cuidado.

Poner la mezcla en una fuente Pirex redonda de paredes altas y bien untada con mantequilla (no olvidar las paredes).

Introducir en el horno precalentado a 200° C unos 20 minutos. Sacar el suflé cuando esté dorado.

Espolvorear azúcar glas por encima antes de llevarlo a la mesa.

Servirlo inmediatamente.

IMPORTANTE: No abrir jamás el horno durante la cocción, porque el suflé se desinflaría.

GRANDES AMISTADES

Cena, 26 de marzo


Invitados de aquella noche:

Grandes duques de Rusia

Embajadores de la India (maharajás de Jaipur)

Embajadores de Grecia

Duques de Amalfi

Carmina y Leandro Puente

Menú:

Crema de cangrejos

Budín caramelizado de gruyere

Filet mignon con foie

Helados de nata sobre bizcochuelo


No sé qué voy a contarle a la gran duquesa esta noche. Todo el rato me insiste en que volvamos a organizar una merienda con Carmen y su hija María y yo no sé qué nueva mentira inventar. Ya le he dicho que tenía viruela, que había venido una prima de Uruguay y que se está quedando en casa, que tenía mucho que estudiar porque había suspendido un par de asignaturas, pero lo que no me atrevo a decirle es que Carmen no quiere salir con María. Así de simple. Y así de difícil, porque a ver cómo le digo a esta señora, con la que tengo muy poca confianza y que además es famosa por su mal carácter, que no habrá más meriendas. Seguro que se lo toma mal y lo último que me falta es tener problemas por esta pavada.

A veces no sé qué hacer con Carmen. Es una niña de lo más complicada. No tiene casi amigas y le resulta difícil salir de su cascarón. De tan tímida, parece muda. Ya le he presentado a no sé cuántas chicas de su edad, pero me sigue costando un mundo sacarla de casa si no es acompañada por su hermana Mercedes. María, aunque tiene un año menos que ella, podría haber sido la amiga ideal; está en su mismo colegio, de modo que perfectamente podrían encontrarse después de clase para estudiar, jugar o lo que sea que hagan las niñas de trece y catorce años ahora. Sin embargo, desde el primer día, a Carmen no le acabó de entrar bien la gran duquesita. Decía que era imposible sentirse cómoda con alguien que se viste como una vieja de treinta años (Dios mío, treinta y tantos es mi edad y parece que habla de un diplodocus del cuaternario), lleva siempre unos anillos gigantes, unos huevitos de colores colgados del cuello y tiene una secretaria privada que la llama de usted. Yo intenté explicarle que los anillos son cosa de familia, los huevos deben de ser de Fabergé y probablemente sólo los usa por Pascua, y que la secretaria seguro que no la llama de usted sino de otra forma más protocolaria porque la están educando para zarina. Pero Carmen insiste en que todo eso le da igual y que lo que quiere es quedarse en casa mirando por la ventana y no ir a ninguna parte.

La verdad es que no la comprendo. Tampoco entiendo por qué la gran duquesa Leonida se empeña en educar a su hija para un trono que tiene las mismas posibilidades de ocupar que yo, aproximadamente. No me imagino al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética llamando a la puerta de su casa de Puerta de Hierro para decirle:

– Querida Alteza Imperial, nos equivocamos. Todos estos años de comunismo han sido un gran error. Aquí tiene de vuelta su corona.

Sí, ya sé todo eso que dicen del mensaje que dio la Virgen de Fátima en sus apariciones sobre la conversión de Rusia, pero para mí que los pastorcillos no la entendieron bien.

Además, por lo que me han dicho, es bastante discutible que el gran duque sea el heredero del trono de todas las Rusias, ya que tanto él como su padre se casaron morganáticamente. Su mujer, Leonida, es una princesa georgiana, es cierto, pero está divorciada de un magnate americano cuyos millones pagan, dicho sea de paso, el mantenimiento de la familia imperial, porque de la fortuna piramidal de los Romanov sólo queda el dorado recuerdo.

Ahora que lo pienso, resulta curioso que mientras que don Juan, el heredero de la corona española, vive en Estoril, Madrid está lleno de familias reales de otros países, como los grandes duques, Simeón de Bulgaria (casado con una española y buen amigo nuestro) y Leka de Albania, que mide dos metros, tiene una pinta algo siniestra y una reputación aún peor.

El caso es que tirándole de la lengua a Carmen (lo cual no es misión sencilla), he descubierto que lo que más le fastidia es que hayan elegido a la gran duquesita para hacer el papel de Virgen María en la representación de Navidad del colegio.

– Es indignante, mamá -me dijo-. No sé cómo se les ha ocurrido semejante idea. ¿Tú la imaginas vestida de Virgen? No le va nada el papel.

– Es cierto que María está un poco gordita -le contesté pensando que, en efecto, la niña tiene más de gran que de duquesita-, pero ¿no será que tú querías su papel?

Miré con verdadero amor de madre a la pobre Bichejo, como la llamamos en casa, porque ella sí que no da el papel, tan negrita, con su cara de india y esa nariz con una joroba inmensa (en algún momento vamos a tener que pensar en operarla).

– No. Yo estaba encantada con mi papel de pastorcilla -respondió. (Estaba horrible, toda cubierta con harapos, como a ella le gusta)-. Pero en el colegio hay niñas mil veces más monas. Tenían que haber elegido a Tere San Miguel, que es guapísima y tiene el pelo rubio por la cintura, ella era la perfecta, esto es una injusticia. No aguanto que todo funcione por enchufe.

Ay, criatura, lo que te falta por ver todavía. En fin, ya le contaré alguna patraña a la gran duquesa y mientras seguiré buscándole amigas a esta hija mía tan complicada.

VARIOS EFECTOS DEL AMOR

Interrumpo aquí la narración de mi madre para interceder por María Romanov. Es cierto que no era exactamente Twiggy, pero desde luego yo nunca cuestioné su papel como Virgen María. Nos llevábamos muy bien y era muy simpática. En cambio, mamá tiene razón cuando dice que yo era una niña poco sociable (todavía sigue siendo uno de mis peores defectos que no logro mejorar), aun así, la razón de que no quisiera ir a casa de los Romanov era muy distinta y, por otro lado, estaba en la típica edad en que uno quiere llevar la contraria a sus padres, y en especial a su madre. Además, a los trece años una no tiene espíritu histórico-inquisitivo. Lo que quiero decir es que yo, ahora, estaría encantada de tener la ocasión de ser testigo de cómo vivía una niña que -el tiempo ha demostrado que no tenía razón mi madre sino los pastorcillos de Fátima- está considerada en Rusia la heredera de los zares y ha sido recibida allí con todos los honores. De casa de los Romanov, por ejemplo, sólo recuerdo que era muy grande y atestada de muebles. Si yo hubiera sido como soy ahora, me habría interesado admirar su colección de iconos o una maravillosa de huevos de Fabergé que adornaba el salón. También habría disfrutado de cómo se celebraba allí la Pascua y el modo en que elaboraban vodka de distintos sabores -al limón, a la pimienta rosa, a la naranja- ¡en su casa! Y ya que estamos en temas gastronómicos, a lo mejor habría prestado más atención a los platos rusos que allí se servían y que, con el tiempo, iban a ser habituales en la vida de nuestra familia una vez que nos fuimos a vivir a Moscú. Como las empanaditas de carne que ellos llaman piroski, por ejemplo, o el boeuf strogonoff, que ellos preparaban con la receta del Palacio Imperial de Livadia. Pero no, yo no reparé en ninguna de estas cosas porque tenía la cabeza en otra parte. Para ser exactos, la tenía dos portales más allá de mi casa, que era donde vivía un chico de dieciocho años, llamado Gonzalo. En el barrio se comentaba que pertenecía a una de esas familias que entonces llamaban despectivamente de «rojos». Era muy moreno, con unos rasgos algo moros, tenía ojos negros de largas pestañas, era alto, guapísimo y, por supuesto, ni siquiera sabía que yo existía. Si yo entonces no mostraba interés alguno por ir a casa de María Romanov o a ninguna otra parte era porque lo único que deseaba era quedarme en casa tejiendo mis estrategias. Y estas consistían en espiar horas y horas ante la ventana, oculta detrás de la cortina, esperando el momento en que Gonzalo bajara a la calle. Entonces me descalabraba escaleras abajo, cuatro pisos sin resuello y, tras respirar hondo y atusarme un poco los pelos, fingía caminar como si tal cosa por la acera para cruzarme con él. En aquellos tiempos, juventud divino tesoro, yo creía ver en su forma de andar, en el vaivén de sus brazos o en el centellear de sus ojos todo tipo de mensajes secretos dirigidos a mí. «¡Esta tarde se ha recolocado el flequillo justo al cruzarnos!», fantaseaba horas después abrazada a mi almohada, entregándome a ese delicioso deporte al que podríamos llamar moviola sentimental y que consiste en pasar una y otra vez la película de lo vivido. «¡Al salir del portal ha esperado unos segundos para coincidir conmigo!» «Ha sonreído al portero, pero en realidad era una sonrisa secreta para mí, para mí…»

Durante meses mi alma se alimentó de estas mínimas delicias hasta que un día, en el que por cierto no me había dado tiempo a quitarme el uniforme del colegio y estaba aún un poco más fea que de costumbre, Gonzalo se detuvo y se dirigió a mí. Aquello fue tan imprevisto, tan increíble, que ni siquiera entendí bien lo que me decía. Sólo comprendí las dos últimas y maravillosas palabras que eran, nada menos, «Te necesito». Yo, por aquel entonces, aún no había leído a Lope de Vega, pero juro que sentí perfectamente eso tan célebre de «desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo…», sobre todo cuando Gonzalo siguió diciendo que sólo yo podía ayudarle, que por favor lo acompañara un momento a su casa, pero que no debía decírselo a nadie porque era un secreto, que se lo jurase. Yo por supuesto juré todo lo que él quiso sin saber ni qué juraba, y si se me pasó por la cabeza esa voz prudente que a todas nos alerta de que hay que tener mucho cuidado con las peticiones de los chicos, en especial de los chicos mayores como Gonzalo, la borré inmediatamente con un suspiro. «Cuidado, Carmencita -decía esa voz aguafiestas-, a ver dónde te metes, que tienes trece años.» Pero yo ya iba por la parte del verso de Lope que dice «… creer que un cielo en un infierno cabe…» y ni la escuché. Entramos Gonzalo y yo en su casa, o para ser exactos bajamos a su trastero, porque según él allí estaba lo que quería enseñarme. Dos, tres, cuatro peldaños más hacia el sótano y otra vez la voz agorera: «Jamás aceptes la invitación de ir a casa de un chico y mucho menos a su trastero», decía, pero a esas alturas yo ya estaba predispuesta a enfrentarme a la menos dulce de las estrofas de Lope, ésa de: «… huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor suave…». Así que, mientras luchaban en mi cabeza poesía y prudencia, Gonzalo y yo seguíamos bajando a las profundidades. Una vez abajo me encontré con una curiosa réplica de los sótanos de nuestra casa que me hizo pensar por un momento que las entrañas de todos los edificios de Madrid debían de ser iguales, con sus hileras de trasteros con puertas siempre verdes.

– Es aquí -dijo por fin Gonzalo abriendo una de ellas.

Estaba oscuro, pero aun así pude ver una mesa y sobre ella un extraño aparato con una manivela. Cerca de aquel artefacto había un montón de papeles desordenados, también un cenicero lleno de colillas, dos botellas de whisky y, más allá, en la esquina, una cama.

– Será sólo una vez -dijo Gonzalo-, no te asustes.

Y entonces, cuando yo, mirando la cama, ya estaba dispuesta a interpretar la última línea del poema, esa que dice «dar la vida y el alma a un desengaño», cerrando los ojos y esperando acontecimientos, noté que Gonzalo ponía algo pesado en mis manos que, una vez hube abierto los ojos, resultó ser una caja de cartón.

– Sólo te pido que guardes esto que te doy durante unos días, hasta después del domingo -explicó-. Es mejor que no la abras, y que, si coincidimos estos días en la calle, tampoco me saludes. Yo iré a recogerla a tu casa la semana que viene, no te preocupes.

Dicho esto me besó como quien sella un pacto. No fue un beso en los labios, tampoco en la mejilla, ni siquiera uno paternal en la frente. Fue en la mano, un beso extraño, ritual. No sabía bien qué decir y por eso no dije nada. Tampoco Gonzalo despegó los labios y, una vez en el portal, nos despedimos con un «Hasta luego».

Pasaron los días. Yo, como siempre, hacía guardia desde la ventana para ver si veía a Gonzalo, descalabrándome a continuación escaleras abajo para coincidir con él en la calle. Y qué maravilloso era entonces descubrir en sus ojos, esta vez sí, un verdadero aunque mínimo destello de complicidad, de secreto compartido. Pasó así el dulce jueves y llegó el no menos dulce viernes, pasó también el sábado, y aquéllos me parecieron sin duda los días más felices de mi corta vida. «Mañana -me decía yo-. Mañana será domingo y entonces vendrá a buscar su caja.» La había escondido en el fondo de mi armario junto con la ropa de verano, y cada tanto miraba allí para comprobar que nadie la hubiera descubierto.

Cuando trascurrió el domingo sin noticias de Gonzalo no me alarmé. Al fin y al cabo, él había dicho que vendría después del domingo y eso significaba cualquiera de los próximos días. Empecé a inquietarme más cuando, a pesar de mis largas sesiones de espionaje tras las cortinas del comedor, no lo veía salir de su casa. Y así pasó una semana y luego otra. Lo más difícil de los amores secretos es precisamente eso, que no pueden compartirse con nadie. Yo no sólo había jurado hacerme cargo de aquella caja, sino que también había prometido no decirle a nadie que nos conocíamos. No podía, por tanto, como hacía otras veces, contarle el dilema a mi hermana Mercedes. Ella, a pesar de ser menor, siempre ha sido la sensata y yo, la cabeza loca. Seguro que me habría dicho que qué mosca me había picado para aceptar guardar nada de un extraño. Que a saber qué era eso, seguro que una bomba, un paquete de marihuana o cualquiera de esos hierbajos que fuman lo hippies. Seguí esperando. Cuando hubo transcurrido casi un mes sin tener noticias de Gonzalo, y por supuesto también sin dormir porque aquello empezaba a parecerse demasiado a una novela de misterio, decidí abrir la caja. Aproveché una tarde en la que mi hermana Mercedes, que compartía el cuarto conmigo, estaba en casa de una amiga, para sacar la caja de su escondrijo y abrirla, pero lo que encontré dentro tampoco me sacó de mis dudas, al menos en un primer momento. Se trataba de un montón de papeles de distintos tamaños, unos pequeños como un naipe, otros mayores, de cincuenta por cincuenta centímetros, y todos con la misma inscripción: «Vota NO». Si entonces no sabía yo mucho de poesía, aún sabía menos de política, pero sí lo suficiente para entender, al cabo de unos minutos de perplejidad, qué podía ser aquello. Quince días antes, Franco había llamado a los españoles a las urnas para que refrendaran su política con un referéndum. Según los periódicos, éste, que se había celebrado un lunes, había tenido un resultado de esos que sólo se producen en los regímenes autoritarios: el noventa y siete por ciento había votado a favor del SÍ. Por supuesto, estaba totalmente prohibido hacer propaganda por el NO y, de pronto, todas las preguntas que no me había hecho yo hasta entonces se agolparon ahora en mi cabeza.

¿Qué era entonces aquella máquina con manivela que había visto en el trastero de Gonzalo? ¿Sería una especie de imprenta, una copiadora? Todos estos papeles que yo tenía en mi poder ¿se habían fabricado allí? ¿Existían sólo éstos o eran parte de una campaña mayor? ¿Dónde pensaban repartirlos? ¿Dónde estaba ahora Gonzalo? Al final, la pregunta más importante de todas para mí: ¿me había dado aquello porque me amaba tanto como yo a él, porque confiaba en mí?

«Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho…» No, no era tan ciego mi amor para engañarme creyendo que la respuesta a la última pregunta pudiera ser que sí. Sin duda mis «encantos» de entonces no tenían nada que ver con lo físico, sino que eran de otra índole. Ahora lo veía con toda claridad, Gonzalo me había elegido primero y primordialmente porque se había dado cuenta de mi devoción por él, pero había además otra razón: yo era extranjera y tenía un pasaporte diplomático que impedía que registraran mi casa. Las lágrimas asomaron a mis ojos y, aunque en este momento podría haber repetido cualquiera de las estrofas del verso de Lope, a mi mente sólo venía una de las preguntas que me había hecho, la que más me importaba a pesar de mi decepción: ¿dónde estaba Gonzalo?

Tal como ocurría con mucha frecuencia en aquella época del tardofranquismo, ciertas preguntas no tenían respuesta. Intenté averiguar qué había pasado, pregunté por él aquí y allá, a los vecinos, a los porteros. Uno me dijo que creía que se había ido a estudiar al extranjero, otro que su familia se había trasladado precipitadamente a Barcelona y que el piso estaba en venta. Pero la mayoría de las personas a quienes pregunté miraban hacia arriba, hacia el piso donde vivía Camilo Alonso Vega, ministro de Gobernación, y no decían nada.

Jamás volví a saber de Gonzalo y aún me pregunto qué habrá sido de él. Por eso ahora al recordar mi primer desengaño amoroso, las papeletas antifranquistas, la caja de cartón oculta en el armario y yo corriendo escaleras abajo para coincidir con él en la calle, aún me vienen a la memoria el principio y el final de la poesía de Lope:


Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,

leal, traidor, cobarde, animoso;

(…)

Creer que un cielo en un infierno cabe,

dar la vida y el alma a un desengaño;

esto es amor. Quien lo probó, lo sabe.


Aunque lo que correspondería después de esta escena de amores contrariados es una receta sobre cómo preparar un antídoto para corazones rotos, nos abstendremos.

Lo cierto es que en las casas elegantes rusas previas a la Revolución, como ocurría en la de los padres de mi antigua amiga, la gran duquesita María, se tenía muy a gala elaborar vodka casero. Receta que los Romanov no tuvieron a bien pasarme. No confiaban en el uso que unos jóvenes inconscientes pudiéramos hacer de semejante fórmula explosiva.

El verano que siguió a este desengaño amoroso que acabo de narrar, mi familia empezó a ir a veranear a Austria. También allí nos encontraríamos buenos amigos y buenas recetas. A propósito de ambas cosas, mi madre escribió lo que sigue en su cuaderno.

RIBISEL Y OTROS SECRETOS

Este paisaje me produce una gran serenidad. Aquí estoy tomando un gin tonic, mirando este lago tan plácido rodeado de enormes montañas llenas de pinos y esperando que salga del horno la maravillosa tarta de ribisel (grosella roja) que hemos preparado con la receta de los Goëss. Los niños jugando por ahí, Luis leyendo a la sombra, esto es paz.

Austria cada vez me gusta más. Este pequeño pueblo junto a la frontera con Yugoslavia parece salido de una postal de aquellas que nos mandaba mi abuela cuando viajaba por estos países: casitas de madera decoradas con miles de flores, las iglesias con su cúpula en forma de cebolla, los prados verdes… Uno casi se olvida de lo que es llegar hasta acá desde Madrid en auto con cuatro niños, una niñera y un montón de valijas mientras Luis vuela unos días más tarde como un príncipe en avión «después de rematar algunas cosas de trabajo». Este año el viaje ha sido particularmente accidentado. Primero, el paso por la frontera nos llevó varias horas bajo un sol de justicia con el auto a sesenta grados y los chicos quejándose hasta de por qué pongo siempre música clásica en la radio. Y después están los atascos de las carreteras francesas, que son realmente épicos. Dicen que están construyendo autopistas, pero por ahora las colas en la carretera son en fila india y duran kilómetros. A veces los niños se bajan a comer algo y cuando vuelven al cabo de un rato estoy prácticamente en el mismo sitio. Cuando por fin nos ponemos en marcha, Gervasio se pone a vomitar y no hay más remedio que detenerse otra vez.

– ¡Aguanta un poquitito, que ahora casi no hay autos y tenemos que aprovechar para adelantar por lo menos unos metros! Por favor, chicas -suplico-, distráiganlo un poco para que no se maree.

Y Dolores empieza a sacudir al pobre niño, que vuelve a vomitar como una fuente.

Cuando ya estamos cerca de Aviñón empieza a salir humo del radiador. Avería. La pieza no llega hasta pasado mañana. Náufragos en un pequeño pueblo perdido. No conseguimos poner una conferencia telefónica a Madrid para avisar a Luis. Al final no me queda más remedio que mandarle un telegrama: «En panne», escribo, sólo dos palabras para ahorrar. Las insufribles Carmen y Mercedes se encargan de recordarme que avería, en español, es una sola palabra. Pero qué redichas me están saliendo estas niñas. Además, en panne suena más dramático, más apremiante ¿no? Me doy cuenta de que nuestro presupuesto de viaje no preveía la partida «quedarse tirada en ruta con cuatro criaturas y tener que pagar no sé qué avería del demonio». Les doy a elegir entre comer bien o dormir en un hotel. Elegimos por unanimidad comer en un estupendo restaurante que hay en el pueblo. Tienen un foie gras espectacular y yo repito dos veces. Dormimos todos en el auto, que está estacionado fuera del taller. O intentamos dormir, entre codazos, gritos y ronquidos. A Gervasio le ha sentado mal el cassoulet (sólo a mí se me ocurre dejarle cenar semejante cosa llena de grasa a este niño que tiene el estómago del revés) y se pasa la noche eructando como una rana. Sus hermanas se despiertan y le dan capones por molestarlo. El niño se pone a llorar. Finalmente llega la mañana y con ella la pieza de repuesto. De nuevo en carretera, Italia, noche en Verona, y finalmente Bodensdorf, el lago y la paz. Han sido más de cuatro días de ruta en total, estoy muerta.

«La casita», así se llama el chalé de nuestros amigos, a la que tan generosa (e inconscientemente) nos han invitado, está a la orilla de este precioso Osiacher See. Es una de esas maravillosas casas de madera con los balcones llenos de flores y tejado a dos aguas con un gran jardín que da al lago. Para hacer la situación más idílica aún, en el jardín de al lado veranea una encantadora pareja austríaca, los Goëss, con sus cinco hijos, que tienen edades parecidas a los nuestros: Kaleto y Minki se han hecho muy amigos de Carmen y Mercedes; Dolores se lleva genial con Uli y Elisabeth, y Gervasio está todo el día con Mijiu. De vez en cuando los vestimos a todos con sus trajes tiroleses, a ellos con sus calzones de cuero y a ellas con sus diendl, y parecen la familia Trapp a punto de empezar a cantar Edelweiss en Sonrisas y lágrimas. Andan todo el día de arriba abajo con sus bicicletas, y como esto es muy tranquilo, pueden ir hasta el pueblo, que está a pocos kilómetros. Gervasio está aprendiendo a nadar en el lago y las mayores a hacer esquí acuático. Mientras tanto, yo puedo charlar con nuestros anfitriones o tomar tranquilamente el sol sin una criatura colgada del cuello permanentemente. Luis, como siempre, se dedica a la lectura. En fin, un programa ideal para todo el mundo que sólo se rompe cuando los chicos se aburren y se van a chinchar a Tante Atzi, una vieja señora que, por algún extraño motivo, vive en una casa chica como una caja de zapatos que está situada en medio del jardín de nuestros amigos. No sale nunca (tanto que yo aún no le he visto la cara), y los niños se dedican a tirar piedrecillas para ver si consiguen que se asome a la puerta. Como es lógico, la señora se pone hecha una furia y tengo que levantarme a dar alguna cachetada, pero la cosa no suele llegar a mayores, y pronto vuelve esta calma tan maravillosa.

Nuestros amigos, los señores Schwinner, son encantadores, pero no deja de sorprenderme que se animen a invitarnos con todos estos niños, considerando que ellos no tienen ninguno y por tanto no deben de estar acostumbrados. Luis y yo los conocimos en nuestro viaje de novios a bordo del Reina del Pacífico. Ella es francesa y él austríaco, son bastante mayores que nosotros, aunque es difícil saber cuánto porque ya en aquella época (¡hace más de quince años!) tenían los dos el pelo blanco: Alfred por la edad y Germaine atribuye sus canas a una indigestión de ostras cuando tenía veinte años. La verdad es que nunca había oído que esto pudiese pasar, pero aparentemente se acostó con el pelo negro y la panza llena de esas cosas viscosas que yo nunca he podido probar, y se levantó como está ahora. Es una mujer muy agradable que atiende a los niños como si fuera su abuela y con una paciencia a prueba de bombas para lidiar con mis fieras. Además, es una magnífica cocinera y me da unas recetas buenísimas. Algunas son francesas, otras austríacas y otras sudamericanas, y de esa mezcla de culturas sale siempre algún plato nuevo y distinto. El señor Schwinner debió de ser muy buen mozo en su juventud. Es más alto que Luis y tiene unos ojos azules acerados que me sobresaltan cuando descubro que me está mirando. A pesar de ser de carácter bonachón, tiene ese aire germánico marcial e imperturbable. El otro día Gervasio estaba buscando un soldado de plomo que había perdido y lo encontró debajo del trasero del señor Schwinner, que llevaba largo rato sin cambiar el gesto por el pinchazo de la bayoneta con la que iba armado el juguete. Cuando le veo nadar parsimoniosamente de espaldas, con su gran panza sobresaliendo del lago, siempre me recuerda a un majestuoso destructor surcando las aguas. Dicen que es un hombre con pasado, con un pasado misterioso. En el pueblo la gente lo mira con un sordo resquemor. Yo no sé a qué se debe, pero lo cierto es que las mismas personas que con ella se muestran encantadoras con él son extremadamente secas y antipáticas. Lo que más me sorprende es que Alfred va todos los domingos a misa y todos los domingos el sacerdote de la iglesia del pueblo le niega la comunión. Cuando pregunté (todo lo discretamente que pude porque, al fin y al cabo, son nuestros amigos y nuestros anfitriones) a qué se debe este comportamiento sólo recibí evasivas:

– Son cosas de otra época.

– En estos pequeños pueblos siempre hay rencillas que nadie recuerda cómo empezaron.

– Se dicen muchas cosas, pero ya se sabe que la gente habla demasiado.

Y, claro, no se lo voy a preguntar a su mujer, así que hago como que no pasa nada ¡aunque me esté muriendo de curiosidad! Lo poco que sabemos Luis y yo es que Alfred era diplomático austríaco en Moscú antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se produjo la anexión, pasó a la Embajada alemana, donde trabajó unos años más hasta que fue evacuado el mismo día de la invasión de Rusia por Hitler. Durante la guerra sirvió en el ejército y estuvo destinado en Francia, donde conoció a Germaine. Después emigraron a Colombia, donde estuvieron muchos años. Esto puede parecer más o menos normal. Sin embargo, no deja de ser raro que, en vez de instalarse en una ciudad, se hubieran ido a vivir a un pequeño pueblo cerca de la selva.

Nadie me puede llamar malpensada por creer que estaban huyendo de algo.

– Queríamos empezar nuestra vida en un sitio lo más lejos posible de la civilización y Mesa de Colegio (al parecer así se llamaba el pueblo colombiano) estaba justo en el límite de nuestro mundo -me cuenta mi amiga, mientras yo intento borrar de mi cara la expresión «todo esto es muy sospechoso»-. Imagínate si estaba realmente en la frontera de la civilización que muy poca gente se atrevía a ir más allá e internarse en la selva. Un día apareció un joven misionero belga muy agradable. Tenía la intención de bajar por el río para evangelizar a los indios. Alfred intentó disuadirle habiéndole de los peligros de aquella parte inexplorada del Amazonas, pero el chico dijo que el Señor lo había elegido para llevar su mensaje a los salvajes y partió en una canoa con dos guías. No volvimos a saber nada de él hasta que unas semanas después Alfred fue al mercado de un pequeño pueblo cercano al nuestro. Allí solían acudir algunos indios de la selva a intercambiar sus artesanías por diversos productos. Como otras veces, allí estaban los reductores de cabezas que ofrecían su asquerosa mercancía como recuerdo, pero esta vez, cuando vieron aparecer a Alfred, se rieron mucho señalando una de aquellas cosas. ¿Ya que no te imaginas de qué se trataba? Sí, sí, querida, de la cabeza de aquel misionero belga tan simpático.

Claro, con estas historias, ¿cómo quieren que piense que se fueron a ese sitio olvidado de la mano de Dios por gusto? Nosotros nos imaginamos que algo terrible debe de haber hecho Alfred durante la guerra y que ésa sea la razón de su huida a Colombia. Pero esta tesis es difícil de verificar porque a los austríacos no les gusta hablar de la guerra y a la mínima cambian de tema.

– ¿Alfred? -dicen alzando una ceja e inmediatamente recurren a la botánica-: ¿Ha visto lo maravillosas que están las rosas este año?

En alguna ocasión hemos oído decir que fue espía comunista y que, cuando estuvo destinado en Moscú, tuvo una filie d'amour con una rusa. Es posible que el KGB le hubiera presionado para que trabajara para ellos a cambio de un buen trato a la niña, pero, en fin, quién sabe.

Ya traen la tarta de ribisel que estaban preparando. Tiene un aspecto impresionante. Se come maravillosamente bien en esta zona de Austria. Yo estoy enamorada de los hongos del lugar, especialmente del rebozuelo. Son olorosos y tiernos, algo muy delicado. Germaine hace una sopa riquísima con ellos. A Luis le encantan en omelette e incluso la ha tomado algún día para desayunar, lo cual es rarísimo, porque él no desayuna jamás. Los chicos (menos Mercedes que, como siempre, no come) están encantados porque el Wiener Schnitzel viene a ser lo mismo que nuestra milanesa. Su plato favorito es también el plato típico de acá y lo sirven en todos lados. Hablando de los chicos, el otro día casi los mato a todos sin querer. Compré en el supermercado unas botellas verdes con una gran manzana en la etiqueta. Como no sé alemán, supuse que era un jugo y lo metí en la heladera. Llegaron los chicos todos sudorosos de jugar, abrieron la botella, se sirvieron unos vasos enormes y ¡para dentro!, con tan mala suerte que era… ¡vinagre de manzana! Todavía estoy limpiando las vomitonas.

¡Umm! Está riquísima, esta tarta. La crema es una delicia y los frutos rojos le dan un toque ácido maravilloso. Todo parece perfecto. Sin embargo…, sin embargo, tengo ese sabor agridulce, esa ligera duda que me viene de vez en cuando y bulle en mi cabeza… ¿Quién será de verdad monsieur Schwinner? ¿Cuál será su secreto?


TARTA DE RIBISEL (RIBISLKUCHEN)

Ingredientes

Para hacer la masa:

250 g de harina

210 g de mantequilla (ni 200 ni 250,

¡cómo se nota que son medio alemanes!)

100 g de azúcar

3 yemas de huevo


Para la cobertura:

3 claras de huevo

240 g de azúcar

250 g de grosellas


PREPARACIÓN

Congelar la mantequilla. Rallarla congelada encima de la harina. Añadir las yemas y el azúcar. Amasarlo todo y, si hace falta, agregar un poco de agua fría hasta conseguir una masa consistente.

Ponerla en el congelador hasta que esté dura. Cubrir con ella una fuente de horno enharinada.

Colocar la fuente en el horno precalentado a 200° C durante 15 o 20 minutos.

Batir las claras, añadir el azúcar y los ribisel (grosellas), verter la mezcla por encima de la tarta y hornear durante otros 10 minutos a unos 100° C.

Dejar enfriar un poco y servir.


Hasta el día de hoy ni mis hermanos ni yo hemos podido desentrañar el misterio del señor Schwinner y probablemente no lo consigamos nunca. Disfrutamos de cuatro maravillosos veranos en aquella casa al borde del lago e incluso recientemente hemos vuelto a alquilarla para pasar un par de semanas en verano todos los hermanos juntos. En la casa de al lado todavía viven los Goëss, con los que mantenemos una entrañable amistad. También nuestra madre conservó a lo largo de los años la amistad con Germaine Schwinner e incluso la acompañó cuando murió Alfred. Por cierto, puede decirse que aquel fue otro de esos momentos sobrenaturales que tenía de vez en cuando. Ella siempre ha tenido una relación muy curiosa con el más allá y sus moradores. Son muchas las historias de premoniciones, presencias, fantasmas y espíritus que ha vivido esta familia, aún sin creérnoslas demasiado. La historia de la muerte de Alfred Schwinner es una de ellas.


Resulta que, en los años setenta, estando nuestros padres destinados en Moscú, Germaine llamó diciendo que estaba preocupada porque su marido no se sentía bien últimamente, así que mi madre salió inmediatamente para la Costa Azul, que era donde estaban ellos pasando el invierno. Cuando llegó al pequeño hotel, madame Schwinner la estaba esperando en la recepción hecha un mar de lágrimas.

¡Bimba, Bimba! ¡Alfred est mort!

Había muerto esa misma mañana. Mi madre la acompañó a la funeraria, juntas eligieron el ataúd y después fueron a ver al père Giroud, un sacerdote amigo que vivía cerca, para organizar el funeral. Tal como ocurría siempre que se hablaba del señor Schwinner, el sacerdote dijo que estaría encantado de oficiar la ceremonia pero… bajo ningún concepto estaba dispuesto a hacer un sermón ensalzando a Alfred. Una vez más, mi madre se quedó sin saber por qué.

Luego se fueron a tomar algo a un café porque madame Schwinner no había comido nada en todo el día. Estuvieron horas y horas hablando, hasta que ella dijo:

– Lo único que me consuela en este momento es que, por lo menos, Alfred estaba avisado de lo que iba a pasar y pudo arreglar sus cosas.

– ¿Ya se lo habían dicho los médicos? -preguntó mi madre.

– No, los médicos decían que estaba bien, que sólo tenía molestias pasajeras. Le avisaron de otra forma. Hace un par de días -continuó contando Germaine- Alfred bajó a desayunar blanco como un papel y temblando de pies a cabeza. Yo me asusté mucho, claro, porque creía que se había puesto peor e intenté llamar al médico, pero él no me dejó. Al cabo de un rato, cuando logró tranquilizarse, conseguí que me contara qué le había pasado. Al parecer había salido de su cuarto para bajar a desayunar cuando vio a una mujer vestida de negro que desde el fondo del pasillo le hacía señas para que se acercara. Esto le extrañó mucho porque, como sabes, estamos fuera de temporada y el hotel está completamente vacío. Cuando llegó al final del corredor, la misteriosa visión se desvaneció como el humo. Sabes que Alfred no creía en esas cosas, pero se dio cuenta de que era una señal. Fue al banco y puso en orden todos sus asuntos, según dijo, para que cuando él muriera yo no tuviera problemas con aquella mujer.

Mi madre entonces no sabía a quién se refería, pero un par de años más tarde, Germaine nos visitó en Moscú. Venía a conocer a una hija que monsieur Schwinner había tenido con una mujer rusa. Había conseguido localizarla a través de unas pesquisas que hizo mi padre. Cuando se encontraron, era imposible no impresionarse por el enorme parecido que aquella mujer, de cara ajada por una vida seguramente muy dura, guardaba con Alfred. Madame Schwinner y su hijastra se abrazaron emocionadas. Durante unos días fueron inseparables, siempre juntas, siempre hablando del ausente aunque no hablaran el mismo idioma. Cuando por fin Germaine tuvo que partir, su hijastra también acompañó a mis padres al aeropuerto, a despedirla. En el viaje de vuelta, mientras la llevaban a su casa, surgió la inevitable pregunta:

– ¿Saben ustedes por qué nadie quería a mi padre?

VUELTA A LAS RAÍCES

Siempre me ha impresionado la dureza del paisaje castellano, tan desangelado, tan frío, tan inhóspito, tan diferente de nuestro campo criollo, siempre verde y lleno de color. Cuando uno lleva un rato conduciendo por carreteras comarcales y llega a las zonas más alejadas de la civilización parece que está circundando un planeta viejo y abandonado. Quizá fuera un día de noviembre especialmente gris, pero según íbamos internándonos más y más en aquellos páramos me preguntaba por qué, después de más de cuatro años en España, teníamos que elegir un día tan deprimente para hacer algo que Luis deseaba desde hacía mucho tiempo: visitar el pueblo de sus remotísimos antepasados. No sé qué interés podía tener esto para él porque la familia Posadas (su rama al menos) emigró al Río de la Plata a principios del siglo XVIII.

– Es importante saber de dónde viene uno -me dice convencido mientras intenta desempañar el parabrisas del auto-. Por lo que yo sé, Francisco Posadas, el primero que viajó a América, había nacido en Sevilla pero su familia era de San Juan de las Posadas, ese pueblito castellano que llevamos buscando hace un rato.

Estuve a punto de reprocharle que, siguiendo su mala costumbre, no se parase a preguntar a alguien el camino, pero realmente por allí no se veía un alma. Con ese día, ¿quién iba a salir de casa?

Me parecía absurdo este viaje. ¿Qué pretendía encontrar en un pueblo en medio de la nada del que habían salido unos parientes casi trescientos años atrás?

Mi familia había emigrado de Cataluña a Uruguay hacía menos de cien años y a mí no se me ocurriría ir a Lérida o a Gerona a intentar encontrarme conmigo misma.

Finalmente, y entre la fina lluvia que empapaba por una vez aquellos terrones que parecían resecos desde el comienzo de los tiempos, divisamos el pueblo en el fondo de un pequeño valle. Cuando cruzamos el cartel con el yugo y las flechas que indicaba que habíamos llegado a nuestro destino y entramos por lo que parecía su calle principal, sin asfaltar y llena de charcos, me sorprendió que nadie saliera a nuestro encuentro. Normalmente, en los pueblos, la llegada de un coche como el nuestro (que no es demasiado grande ni lujoso pero es alemán) es recibida por una riada de niños que corren tras él como si quisieran tocar ese monstruo desconocido o al menos muy diferente de los 600 y 1500 habituales. En este caso no salió ni un perro callejero. Y no era por el mal tiempo. Parecía que los mejores años de San Juan de las Posadas (si es que existieron alguna vez) habían pasado hacía tiempo. Muchas de las toscas casas de adobe que había a cada lado de la calle Mayor estaban ya derruidas e invadidas por malas hierbas que las devoraban por dentro. La plaza Mayor tenía un aspecto algo mejor, pero la palabra miseria parecía escrita en cada muro. Estacionamos el auto junto al único lugar donde había luz aquel día tan gris. En ese momento apareció por allí una sombra envuelta en un capote.

– Buenos días, buscamos al señor cura -le dijo Luis mientras me ayudaba a bajar del coche para que no me mojase.

– Buenos días tenga usted, ¡menudo haiga traemos! Le iba a decir que no paece que sean de por aquí, pero paece tontería -nos contestó el paisano retirándose la capucha. Llevaba una boina calada y una colilla de cigarrillo en la comisura de los labios. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta años-. Acompáñenme -dijo. Les llevaré a casa de don Benito.

Nosotros lo seguimos cruzando la plaza mientras intentábamos sortear los grandes charcos que se iban formando.

– Don Benito, que tié usté visita. Unos señores extranjeros.

La habitación tenía el suelo de tierra apisonada y no había más mobiliario que una mesa, una silla, un crucifijo y una estampa de un santo casi borrada por la humedad colgada de la pared. El cura estaba inclinado sobre una mesa, intentando escribir algo a la luz de un candil. Iba cubierto con un bonete y llevaba unos gruesos lentes.

– Buenas tardes -dijo el sacerdote quitándoselos y frotándose los ojos-. Disculpen, pero en este pueblo no tenemos luz eléctrica y escribir así destroza la vista a cualquiera.

Luis le explicó el motivo de nuestra visita.

– Me parece que no voy a poder ayudarles. Los registros de hace tanto tiempo los tienen en el Arzobispado y no sé en qué estado estarán porque el archivo fue saqueado cuando la guerra. Siento que hayan hecho ustedes el viaje en balde… Quizá sería interesante que hablaran con el Indalecio. Su familia lleva aquí desde siempre y tiene una memoria de elefante para todo lo del pueblo.

A Indalecio lo encontramos en la única taberna del pueblo bebiendo aguardiente. Tenía unos enormes ojos pardos que se comían su cara surcada por profundas arrugas. Era alto, de anchos hombros y llevaba su gastadísimo traje de pana con la misma elegancia con la que otros llevan un terno italiano.

– ¿Posadas, dice usted?, ¡Si es que aquí todos nos llamamos Posadas! O por lo menos los que vivimos aquí desde siempre. Y hay tanta gente que ha emigrado… Sin ir más lejos, cuando yo era mozo, en este pueblo éramos más de trescientos y ahora no quedamos ni cuarenta. Los más jóvenes se van a donde hay dinero, a Madrid, a Barcelona, a Alemania. Dicen que volverán cuando hayan hecho fortuna, pero luego no les volvemos a ver. En el mejor de los casos aparecen durante las fiestas para presumir de lo bien que les va y luego otra vez se largan. Así, poco a poco, este pueblo se va muriendo. Apenas quedan siete u ocho chiquillos, el resto somos casi todos viejos. Y es que esto está lejos de to. Por aquí no pasó ni la guerra. Sólo vimos un día una columna de regulares a lo lejos, aunque de eso hay que dar gracias a Dios. En Villasagra del Monte, el pueblo que tenemos más cerca aunque esté a más de treinta kilómetros, sí que lo pasaron mal. Primero a algunos se les ocurrió matar al cura, a varios guardias civiles y al señorito que estaba allí de vacaciones. Luego llegaron los falangistas y se llevaron a la mayoría de los hombres. No se volvió a saber de ellos, aunque se sospecha que les pegaron un tiro y los enterraron en el bosque, pero nosotros no nos enteramos de nada. Menos mal que aquello pasó hace ya tiempo. En cualquier caso, no creo que vayan a sacar nada en limpio de esta visita. Aquí hay poco que ver. Somos campesinos honrados que vivimos de la tierra que Dios nos ha dado, pero, ya que han venido, déjenme que les enseñe un poco el pueblo.

Afortunadamente había dejado de llover e incluso empezaba a aparecer el sol entre las nubes.

– La iglesia no vale gran cosa -dijo-. Hace años teníamos un retablo que decían que era importante, pero vino un americano y se lo compró al párroco de entonces.

Después nos enseñó el cementerio, con sus humildes cruces casi comidas por los hierbajos.

– Aquí están todos los nuestros. Fíjense en los apellidos.

Posadas, Posadas, Posadas, Martínez Posadas. No había demasiada variedad, desde luego.

– En esta parte es donde mejor se dan los trigueros -explicó el viejo arrodillándose junto a un trozo de muro derruido por la fuerza de una encina que hundía sus raíces en un arroyo-. Deben de ser los muertos, que los empujan desde abajo -dijo con un guiño malicioso-. En el río tenemos los cangrejos más ricos de la comarca. ¡Menudas cangrejadas montábamos aquí en verano! Yo solía venir con mi Paco, mi hijo mayor, ¿saben?, a cogerlos por la noche. Yo le enseñé cómo encontrar los escondrijos. Al principio él me alumbraba con la linterna y era yo el que los sacaba, pero pronto aprendió, es muy mañoso. Están a dos o tres palmos de la superficie y hay que cogerlos por detrás así, ¡zas! -contaba haciendo un gesto rápido en el aire-, o se te escapan entre los dedos. -Se quedó callado un momento-. Hace mucho ya de eso. Paco está trabajando en Bilbao, en la siderurgia, y no tiene mucho tiempo para venir.

De repente, cuando parecía que iba a caer en la nostalgia, Indalecio se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.

– ¡Coñe!, ya se me estaba olvidando dar de comer al bicho. Vengan conmigo y así comen algo en casa, que ya va siendo hora.

Intentamos disculparnos para no molestar, pero en los años que llevamos en este país hemos aprendido que es imposible resistirse a la hospitalidad de los españoles si se empeñan. Por un sendero nos fuimos acercando a una casa de piedra con un emparrado en la puerta. Indalecio nos hizo una señal para que le siguiéramos a un pequeño cobertizo. En un rincón oscuro había una jaula tapada con un trapo.

– Mire qué hermoso es el Cúper -dijo orgulloso descubriéndola.

Yo pegué un alarido que todavía debe de estar resonando por esos valles. Era una especie de rata inmunda que, en cuanto nos vio, se arrojó furiosamente contra las rejas.

– ¡No se ponga usted nerviosa! -rió con ganas el campesino-. Es sólo un hurón, pero es el mejor hurón que he tenido nunca. Entra en la madriguera, todos los conejos van derechitos a mi saco y él no se queda dentro a ponerse morado ni a dormirse la siesta como otros. Cúper sólo come de este hígado que le doy yo. Lo llamo así por el pistolero de una película que vi ya hace años, cuando pasó por el otro pueblo el cinema ambulante.

Indalecio y Luis le dieron de comer al bicho mientras yo esperaba fuera, lo más lejos posible de aquella bestia asquerosa. Me reconfortó el olor a tierra mojada. Era un sitio muy tranquilo, con una paz que no había notado al principio.

– Vamos para la casa, que la Eufemia ya debe de tener la comida lista.

Entramos por la estrecha puerta. Dentro había muy poca luz, apenas un candil y el resplandor de la lumbre.

– Mujer, saluda a estos señores que vienen de las Américas, ni más ni menos.

De las tinieblas surgió la mujer de Indalecio. Estaba camuflada en la oscuridad, con su bata negra y un pañuelo gris. Era muy bajita, con una cara seca y desdentada. Nos alargó una mano huesuda y encallecida murmurando unas palabras incomprensibles.

– La Eufemia es mujer de pocas palabras, pero hace un conejo con tomate que es para chuparse los dedos.

Ella volvió al fuego que estaba al fondo de la habitación. Encima de las brasas tenía una enorme sartén de hierro. Nos sentamos a una larga mesa de madera mientras Indalecio nos servía unos vasos de vino. Era áspero y fuerte, y viscoso como un jarabe, y yo me puse a toser.

– Si no está acostumbrada, a lo mejor le cuesta un poco, pero aquí no tenemos vino para señoras. Al segundo vaso ya verá que le entra mejor -dijo nuestro anfitrión.

En efecto, al segundo ya me había olvidado del vino y de la mezcla de olor a rancio, a comida y a humedad de la casa. Estuvimos largo rato hablando de sus hijos y de los nuestros. Ellos los tenían a todos trabajando lejos del pueblo.

– Ya casi debe de estar la comida. Ya verán qué conejos tenemos en este pueblo, nada que ver con esos que crían en jaulas. Aquí salimos Cúper y yo a sacarlos de las madrigueras. Sólo comen tomillo y romero, ya verán qué carne oscura, no como esa blanca y sin músculo.

Eufemia volvió a emerger de las tinieblas con la sartén, e Indalecio cortó algo de pan con su vieja navaja.

– Aquí no usamos cubiertos como en la ciudad. Aquí tienen ustedes que mondar bien los huesecillos y mojar pan.

Aquel conejo era una de las cosas más deliciosas que he probado, tierno y fibroso a la vez. La salsa era una auténtica exquisitez, con sabor a campo y a hierbas del monte.

– Está bueno, ¿verdad? Seguro que nunca han comido uno igual. Es una receta de aquí. La salsa se deja al sereno con todos los condimentos por la noche. A usted no le está gustando nada, ¿verdad? -le preguntó Indalecio satisfecho a Luis mientras se chupaba los dedos-. No ha dicho ni mu desde que hemos empezado y se come un trozo tras otro.

– Es que este conejo…, este conejo…

– ¿Qué pasa? No ha comido uno igual, ¿verdad?

– No, no, todo lo contrario. Es el mismo, el mismo que preparaba mi abuela. Nunca había encontrado ninguno que supiera así, es… increíble. Es idéntico.

– A ver si resulta que su familia sí va a ser de aquí -sentenció Indalecio-. Hay que ver, tantos siglos en América para acabar comiendo el mismo conejo en tomate de nuestro pueblo. Pero ya sabe usted lo que dicen, la tripa recuerda mejor que los sesos.


CONEJO CON TOMATE DE LA EUFEMIA

Ingredientes

1 conejo

600 g de tomate

1 cebolla

3 dientes de ajo

2 cucharadas de aceite

sal y pimienta

romero

tomillo

2 hojas de laurel

1 vaso de vino


PREPARACIÓN

Preparar un tomate frito. Limpiar bien el conejo, trocearlo y reservarlo. Picar en un mortero la cebolla y el ajo. Freír el conejo en una cazuela. Al cabo de unos minutos echar el ajo y la cebolla picados y freírlo todo un poco más. Añadir el tomate frito, el vino, el romero, el tomillo y el laurel. Salpimentar. Cocer hasta que el conejo esté tierno.

EL FUTURO EN BANDEJA

Hablando de sabores y de sombras del pasado, aún siento escalofríos. Ayer, aprovechando que Luis tenía un compromiso de trabajo, invité a cenar al marqués de Araciel, un famoso adivino que había conocido en casa de unos amigos. Aunque estas cosas sean pavadas, lo cierto es que no puedo evitar sentirme atraída por ellas. Araciel está bastante de moda y genera mucho debate: unos lo consideran un farsante fantasioso que presume de ser el mismísimo Cagliostro, otros insisten en que realmente puede ver el futuro. Yo no he podido resistirme a la tentación de sacar mis propias conclusiones conociéndole mejor. Como a las chicas les divertía, las incluí en el plan y les dije que se trajeran a alguna amiga si querían. Dolores invitó a su mejor amiga, Beatriz. La verdad es que ahora no sé si hice bien. El ambiente era de gran expectación mientras esperábamos la llegada del marqués. Incluso Miguel Ángel, el mucamo, estaba de lo más entusiasmado con la visita. Al parecer había leído algo sobre él en alguna revista y me pidió permiso para hacerle también una pregunta sobre su futuro. Este Miguel Ángel es un tipo peculiar. Yo diría que lleva el pelo teñido y que se pinta las uñas con barniz transparente. Desde luego no se parece en nada al modelo de español que se puede esperar, de barba cerrada y pelo en pecho. Él es un tipo delicado, sensible. A veces por la noche se oye música clásica que escapa por las rendijas de su habitación. El otro día me lo encontré saliendo de la ducha con una toalla en la cabeza a lo Carmen Miranda, pero, en fin, no saquemos conclusiones precipitadas.

Volviendo a lo del adivino, la curiosidad que se había creado no fue en balde: el aspecto de nuestro invitado no podía ser más misterioso y sugerente: llegó embozado en una capa española negra con las vueltas color lila que resaltaban su pelo blanco levemente rizado, sus penetrantes ojos azules y su porte aristocrático. Tiene una piel muy tersa, casi tirante, y unos dedos largos, largos como los de un retrato del Greco. Esta estampa, un poco mefistofélica, le hace parecer un arquetipo de brujo sacado de una novela del siglo xix o del mismísimo Cagliostro si me apuran, que no tengo ni idea de cómo era, pero me lo imagino más o menos así.

– ¡Qué ramillete de bellas señoritas! -dijo como bienvenida con su voz suave y susurrante.

Yo había intentado preparar un menú con cierto toque esotérico, sin embargo, aunque busqué en algunos libros y notas que tenía, no encontré nada adecuado. Lo único que se me ocurría eran cosas como orejas de sapo con salsa de cola de dragón, que es lo que comen las brujas en los cuentos que yo leía cuando era niña, pero la verdad es que no parece nada apetitoso y seguro que los ingredientes son dificilísimos de encontrar. Al final decidí preparar un menú totalmente vegetariano (sopa de zanahoria, una especie de lasaña muy vegetariana que me inventé sobre la marcha y de postre, budín de frutas), porque en algún lado leí que la carne enturbiaba las visiones de los médium. Parece que acerté porque, cuando el marqués preguntó con cara de cierta preocupación qué íbamos a comer, mi respuesta hizo brotar una sonrisa en sus finos labios.

– Ya sabéis lo que decía Paracelso: «La comida debe ser vuestra medicina y la medicina vuestra comida».

Mientras repetía la lasaña también dijo aquello de «la dosis hace el veneno», llamando a la mesura en la mesa.

– Un sabio, Paracelso, sí señor -dijo-, una referencia para todos los que creemos que las cosas no son tal como nos las han contado. Él fue el primero en asociar el carácter de los hombres a los cuatro sabores básicos. Así, si hablamos de la dulzura de zutana o de la acidez de mengano es gracias a este genio.

Después nos estuvo hablando de sus últimos experimentos paranormales. Acababa de regresar de un congreso internacional de espiritismo que había tenido lugar en la Rué du Bac, en París.

– ¿En la Rué du Bac? ¿Por qué precisamente en la Rué du Bac? Siempre que voy a París paso por allí para visitar la iglesia de la Medalla Milagrosa. Le tengo mucha devoción desde que mi madre me llevaba de pequeña -dije yo cándidamente, enseñando la medalla que siempre llevo al cuello.

– Precisamente por eso tiene lugar allí este congreso. Debes saber, querida, que las apariciones marianas están muy relacionadas con otros fenómenos inexplicables desde el punto de vista científico. Se producen en sitios que tienen una carga energética muy especial. En este caso concreto, las doce estrellas que rodean la cabeza de la Virgen, la bola del mundo partida por la mitad sobre la que está parada, la serpiente que le muerde el pie…, todos esos símbolos tienen un significado esotérico muy claro. En el fondo, ¿qué son estas apariciones sino una manifestación de alguien que está en la otra vida? -preguntó él, uniendo las yemas de sus larguísimos dedos.

– Bueno, marqués, vamos a dejar a la Virgen fuera de todas estas pavadas, que me va a marear a las niñas con esas teorías y es lo único que me faltaba -le dije sonriendo para quitar hierro al asunto.

Este comentario hizo palidecer aún más su terso cutis, pero pronto se repuso y nos estuvo contando los experimentos que habían hecho en aquel congreso de brujos.

Parece ser que la última tendencia en espiritismo es convocar a las pobres almas en pena en una especie de bañeras de parafina. Así los espíritus no sólo se comunican a través de golpes o de médium, sino que dejan su huella en el líquido: el pie de un niño, una mano, el perfil de un cuerpo. Si lo que quería era empezar a asustarnos, lo estaba consiguiendo. Las chicas lo miraban encogidas en sus sillas como si estuvieran escuchando historias de terror alrededor de una hoguera de campamento.

Una vez terminada la cena -en la que tripitió postre por eso de que el azúcar da mucha energía-, pasamos al salón y él se sentó frente a una pequeña mesa. Sacó de su bolsillo un tarot y empezó a barajar las cartas. Nosotras lo mirábamos en silencio.

¡Craaac! De repente oímos un siniestro e inesperado crujido que venía de la biblioteca. Pegamos un respingo e incluso alguna de las chicas soltó un gritito.

– Ja, ja -rió un poco perversamente el marqués-, ya están aquí -anunció mirándome como diciendo: «Te vas a enterar del poder de mis amigos los espíritus, grandísima incrédula».

Ahora era yo la que estaba pálida.

La primera en sentarse frente a la mesita de Araciel fue Carmen. Estaba nerviosa, aunque disimulaba bien.

– A ver qué tenemos aquí…, el barquero, la rueda de la fortuna… Por lo que parece, tendrás una vida larga y tranquila. Veo muchos hijos y nietos. También veo que vas a pintar. Sí, sí, pintarás y eso te hará famosa. También veo dos maridos.

– ¿Dos maridos? -pregunté yo bastante inquieta porque no me hace mucha ilusión tener una hija divorciada.

Sí, aquí están. Por lo que parece, hay varias coincidencias entre ellos: son los dos rubios y los dos españoles…

Carmen saltó como una pantera:

– ¿Cómo que españoles? ¡Yo no pienso casarme con ningún español! En cuanto mis padres acaben su misión, volveré a Uruguay, me casaré con un uruguayo y viviré allí para siempre.

– Yo no puedo hacer nada -dijo el esotérico marqués con una sonrisa mirífica-. Está en las cartas. Mira, aquí lo tienes.

Carmen dio un manotazo a las cartas y salió del salón pegando un portazo. Está en una edad difícil esta hija mía. Ahora le ha dado más que nunca por el patriotismo frenético, no sé por qué, es como si hubiera tenido algún desengaño amoroso o algo así. Pero eso no puede ser, me habría enterado. Además, lo del patriotismo furioso les pasa a todos los hijos de diplomáticos, dicen.

A continuación me tocó a mí. Me dijo las clásicas tonterías de que mi marido iba a tener mucho éxito y que yo iba a hacer mucho dinero dentro de pocos años, cuando cumpla cincuenta (será atrevido, hablando de mi edad en público). También dijo que mi familia política será un pilar básico en mi vida y que tuviera cuidado con una mujer cuyo nombre empieza por G (no tengo que obsesionarme con esto porque en cuanto se fue Araciel estuve media hora repasando la agenda y martirizándome con quién podría ser G).

Dolores estaba bastante tranquila cuando le llegó su turno. El marqués, después de repetir lo de los muchos niños que le había dicho a Carmen, prefirió no arriesgarse a hablar de maridos.

– Niña, veo tras de ti el nombre de Inglaterra. Está como detrás de tu cabeza. Vas a asistir a algún acontecimiento importante allí. No acabo de ver de qué se trata. Espero que no sea la desencarnación de su majestad Isabel II, a la que tengo gran aprecio. No en vano es la líder de los espiritistas de su país. De todas maneras, no creo que nada de esto vaya a pasar a corto plazo. El otro día estuve charlando en una sesión con la reina Victoria y me lo habría comentado. Por lo que estaba de lo más enfadada Vicky (yo siempre la llamo así en la intimidad porque somos amigos de otras reencarnaciones) era por la pérdida del Imperio. Con lo que le había costado montarlo a la pobre… pero ya se sabe lo que pasa con las herencias. Al final esto es como en todas las familias, el abuelo hace el dinero y los nietos se lo gastan.

Yo me quedé un poco sorprendida por el comentario y Dolores se quedó sin saber quién podía ser su príncipe azul. A Mercedes, por su parte, le dijo que la veía viviendo en algún país del centro de Europa y trabajando en un banco, probablemente. Espero que no se cumpla, la verdad, porque a mí no se me ha perdido nada por Transilvania. Tampoco aclaró nada de lo de su casamiento, que a mí es lo que más me interesa, porque con tres hijas siempre es una responsabilidad casarlas bien, aunque sea con un austrohúngaro.

Así que, si se cumplen sus profecías, Carmen será pintora y divorciada, yo me las tendré que ver con G, Mercedes vivirá en Bucarest y Dolores estará involucrada en la desencarnación de la reina de Inglaterra. Qué sensacional.

Sin embargo, lo peor estaba por venir. Como digo, Dolores había traído a su mejor amiga del colegio, Beatriz, una gordita de muy buen carácter. Siempre me ha llamado la atención esta niña: es muy tranquila, segura de sí misma y no se inmuta por nada. Si yo fuera Araciel, diría que es un alma con muchas reencarnaciones, un espíritu viejo. Ahora le tocaba a ella. Araciel dispuso las cartas sobre la mesa. Torció el gesto, se echó para atrás estirando la espalda y se puso muy serio.

– Niña, tu casa se viene abajo, tu familia se desintegra. -El adivino parecía genuinamente preocupado.

A Beatriz no se le movió un pelo.

– Niña, tu padre se muere.

– Sí, es cierto, se está muriendo.

– Tu madre también morirá pronto.

– Es bastante probable, porque tiene muchos problemas de salud y además está convencida de que se va a morir joven.

– Y tú ten cuidado con el caballo. Yo sé que te gusta el caballo, pero acabará contigo.

Entonces a la niña le cambió la cara porque es una entusiasta de la equitación y, después de mucho insistir, por lo visto, había logrado que sus padres le compraran un caballo.

– Hazme caso, no te acerques al caballo.

Beatriz estaba cada vez más nerviosa y yo con ella, así que intervine para acabar con aquella catarata de desastres.

– Bueno, marqués, no hace falta que siga insistiendo, la pobre niña va a tener pesadillas. Comprendo que su oficio es decir este tipo de cosas, pero creo que no hay que llegar al mal gusto. Ya ha hecho suficiente alarde de sus habilidades. Ahora pasemos a otro tema. ¿Quiere otra taza de café? -pregunté, llamando acto seguido a Miguel Ángel, que debía de estar escuchando detrás de la puerta por lo rápido que se materializó en la biblioteca.

Al pasar junto a mí, haciendo tintinear todas las tazas que traía en la bandeja, el mucamo me hizo una señal, recordándome que le había prometido dejarle hacer alguna consulta a Araciel.

– Marqués, le presento a Miguel Ángel -dije yo encantada de tener un buen motivo para que se esfumara el mal ambiente que se había creado con la lectura del futuro de Beatriz-. Miguel Ángel quiere preguntarle algo rápido, si a usted no le importa.

Araciel miró con cara de pocos amigos a aquel intruso del servicio que no debía de estar en su categoría habitual de clientes. Tomó su mano izquierda. Abrió mucho los ojos. Tomó luego la derecha y volvió a mirar la izquierda.

– Lo siento -dijo- no tiene usted ningún futuro.

Aquello ya me pareció demasiado, así que entonces fui yo la que se levantó hecha una fiera.

– Mire, marqués, o lo que usted sea, puedo pasar que me diga que voy a tener una hija divorciada y otra perdida en Centroeuropa, pero que aterrorice a la pobre santa de la invitada de Dolores con lo de la muerte de sus padres y lo del caballo y encima ahora pretenda bajarle la moral al servicio diciéndole que no tiene futuro, eso no se lo consiento. Le agradezco que haya venido a mi casa, pero ahora tengo que pedirle que se vaya. Miguel Ángel, por favor, acompañe al señor a la puerta.

– Señora, siento que se haya molestado. Yo sólo soy un vehículo de fuerzas mucho más poderosas que desconocemos -contestó Araciel con aire ofendido.

Se levantó de su asiento, pidió sus cosas, hizo una leve reverencia y, echándose la capa sobre los hombros de un modo de lo más diabólico, desapareció por la puerta.

Habrase visto el adivino éste, ¿qué se ha creído? Menos mal que no dio este espectáculo con invitados, porque si no, no sé qué habría hecho. ¿Qué hago si le dice, yo qué sé, a la embajadora de Francia, que se va a morir la semana que viene? ¿O al del Líbano que se va a desencarnar? Hubiese sido un terrible papelón. ¡Qué hombre más desagradable! No sé cómo la gente lo invita a su casa. Además, todo ese disfraz de conde Drácula para hacer esta boutade de tan mal gusto… Sí, un mamarracho, no cabe duda, pero me ha dejado con el sabor amargo de la incertidumbre en la boca. ¿Habrá algo, por pequeño que sea, de cierto en todo lo que ha dicho? Bueno, quién sabe, al final, hasta el horóscopo de los diarios acierta alguna vez.


LASAÑA MUY VEGETARIANA QUE ME INVENTÉ PARA EL MARQUÉS DE ARACIEL

(aunque tal como se portó quizá debería cambiarle el nombre)


Ingredientes

3 calabacines grandes

2 cebollas

200 g champiñones

2 pencas de brócoli

1 lata de de sopa de champiñones Campbell

2 yemas de huevo

150 g de queso gruyere

sal

aceite


PREPARACIÓN

En esta lasaña se sustituyen las láminas de pasta por otras de calabacín.

Para hacerlas, cortar longitudinalmente los calabacines en grandes láminas ni demasiado gordas ni demasiado finas. Luego asarlas en una plancha bien caliente dejando que queden un poco duras y crujientes.

En una sartén sofreír las cebollas cortadas lo más finitas posibles. Añadir los champiñones cortados en láminas.

Aparte hervir 2 minutos las cabezas de dos pencas grandes de brócoli y agregarlas al sofrito. Al cabo de 5 minutos, añadir tres cucharadas de sopa Campbell para dar untuosidad. Revolver bien y retirar.

En una fuente de horno aceitada distribuir las láminas de calabacín ocupando todo el fondo. A continuación, poner encima la mezcla de cebolla, brócoli y champiñones. Taparla con otra capa de láminas de calabacín.

Echar por encima las yemas bien batidas y espolvorear con queso gruyere. Gratinar la lasaña durante 5 minutos en el horno precalentado.

Servirla bien caliente.


Lo cierto es que, tal y como veremos un poco más adelante, el marqués de Araciel atinó algo menos que la sección de noticias de un periódico y un poco más que el horóscopo, pero ya se sabe que en lo de escrutar el futuro acertar un poco es ya mucho.

Las predicciones respecto a nuestra familia fueron bastante indefinidas. Yo, por ejemplo, sí me casé con dos españoles rubios: uno lo era de pelo y el otro de apellido. Por el contrario, mi habilidad con los pinceles no me ha llevado a ningún sitio, de momento. Mercedes, aunque trabajó en un banco durante una época, no acabó ni en Polonia ni en Hungría ni en Austria ni en ninguno de esos sitios y, afortunadamente para nosotros, vive tranquilamente en la calle Núñez de Balboa de Madrid, con sus tres hijos. Dolores vivió unos años en Inglaterra cuando nuestros padres estuvieron destinados allí, donde no asistió a ninguna desencarnación de la familia real. Ni siquiera al divorcio de lady Di. Ahora también vive en Madrid y tiene un conocido bar restaurante en La Latina. En cuanto a nuestra madre, no sabemos si tuvo algún problema con alguna G, aunque sí encontronazos con su familia política, que según el adivino iba a ser el pilar de su vida.

Sin embargo, otras de las predicciones que hizo Araciel fueron realmente inquietantes y más inquietantes aún los hechos que predijo. Beatriz, la amiga de Dolores, quedó tan asustada con el augurio del peligro del caballo que, en cuanto llegó a su casa tiró a la basura las botas y la fusta y no volvió a montar nunca más en su vida, pensando conjurar así el mal fario. Por otro lado, tal como había vaticinado el marqués, su padre murió unos meses después, seguido por su madre al poco tiempo. Los años fueron pasando, una cosa lleva a la otra y un día reapareció en la vida de Beatriz el caballo… en forma del terrible polvo blanco que todos conocemos ahora por este nombre, denominación que Araciel no podía conocer en esa época por el simple hecho de que entonces no se utilizaba. A lomos de ese bicho maldito se subió nuestra amiga hace más de treinta años y aún no ha podido desmontar…

La última predicción del marqués también se habría de cumplir, e íbamos a ser testigos de ella toda la familia, muy pronto.

AMOR CASTRENSE

Son curiosas las cosas que pasan en las comidas oficiales. Hace unos meses, en una recepción en Valladolid con motivo de un congreso de derecho administrativo, o algún bodrio similar, me tocó sentarme al lado de un señor portugués vestido de negro, bajito, bizco, con lentes y aspecto de cura. Lo único que me dijo en todo el almuerzo fue que se llamaba Marcelo Caetano y que era catedrático. Parecía insignificante por completo. Nadie le dio bolilla y él no despegó los labios sino para pedir la sal. Hoy abro el diario y me encuentro una foto enorme del tipo ese. ¡Resulta que le han nombrado primer ministro de Portugal! Al parecer a Salazar, el dictador que tienen allá, le dio un ataque que lo dejó gaga y ahora el que manda es el curita este. Espero que haga algo para mejorar aquel país, porque cuando se pasa la frontera, parece que entra uno en la Edad Media. Todo es triste y negro, y eso que nosotros venimos de esta España que tampoco es Estados Unidos, precisamente. Hasta tienen prohibido llevar pantalones vaqueros, los pobres portugueses. Está visto que nunca se sabe con quién puede acabar uno compartiendo mesa.

En aquella comida yo estuve mucho más entretenida hablando con mi compañero de la derecha. Creo que era el capitán general de la región, y aunque algo bruto, contaba historias con bastante gracia. Tenía el clásico bigote fino (caminito de hormigas, creo que lo llaman) y el pelo teñido de negro, aunque las raíces lo delataban aparatosamente.

Con cada plato que traían, me narraba una anécdota que le había sucedido con ese alimento: las sardinas en conserva que había compartido con un soldado soviético cuando luchaba en la División Azul y se había perdido en las líneas enemigas en medio de una tormenta de nieve; la historia de algunos «rojos» que se pasaban al otro bando durante la guerra civil para comer un buen pan blanco que no había en su zona, y otras aventuras similares.

– ¿Sabía usted, señora, que la primera mascota de la Legión fue una gallina? -preguntó de pronto señalando la pepitoria que teníamos delante-. La idea fue de un cabo. La vistió con su gorrillo, su camisa verde y correaje a medida. El pobre hombre lo pasaba fatal para que sus compañeros no la metieran en la cazuela al menor descuido, hasta que se enteró el jefe del Tercio. Le divirtió tanto la idea que, para protegerla de los glotones, nombró cabo a la gallina. De ahí en adelante, a los legionarios no les quedó más remedio que respetarla.

El general encadenaba una anécdota con otra y, de tanto hablar, se le secaba la garganta, que debía refrescar con un flujo constante de vino de la Ribera del Duero.

– Da gusto contarle cosas a una mujer tan guapa y que escucha tan bien como usted, señora embajadora. En el Tercio coincidí con su Excelencia el Generalísimo, ¿sabe usted? Serví con él en Marruecos. Precisamente, en una ocasión visitó nuestro campamento don Miguel Primo de Rivera. El dictador, a pesar de ser general, no se entendía con los militares africanistas. Era partidario de abandonar aquella tierra que con tanta sangre y esfuerzo estábamos defendiendo. Para dejarle bien clara su posición (nuestra posición), el Caudillo y el entonces coronel Várela le organizaron una comida exclusivamente a base de huevos -dijo, buscando instintivamente los huevos a la flamenca que ya se habían llevado los camareros-. ¿Entiende?, toda a base de huevos: rellenos, fritos, en tortilla, flan de huevo, huevos duros… Para darle a entender que, bueno, ejem, que eso era lo que había que tener para ganar aquella guerra y perdone la ordinariez. Don Miguel se molestó mucho y estuvo a punto de acusar de insubordinación a los oficiales, pero al final nos hizo caso y, con el desembarco de Alhucemas, se acabó aquella sangría que había durado veinte años.

Después, el general habló de la sucesión de Franco, que es un tema del que les encanta hablar a los españoles porque el único que sabe algo (el propio Franco) no dice nada al respecto mientras el resto elabora su propia teoría, basada en los más diversos indicios…

– Pues sí, señora, yo estoy convencido de que el Caudillo se va a suceder a sí mismo.

– ¿Cómo es eso? -pregunté sorprendida.

– Mire, yo estaba en el cuartel general del Generalísimo cuando la ofensiva roja sobre Brúñete. Nuestras líneas se habían hundido y parecía que el enemigo iba a conseguir romper el cerco al que teníamos sometido Madrid. Aquello hubiese sido el desastre total. Estábamos todos muy preocupados. Llegó un oficial del campo de batalla y le pregunté dónde estaba el frente en ese momento. Con la mirada perdida me dijo: «¿Qué frente? No hay frente». Imagínese la cara que se nos quedó. Empezamos a preparar el contraataque a toda velocidad, con muchos nervios y desconcierto. En un momento dado, se presentó el Caudillo y nos dijo que estaba muy tranquilo en cuanto al resultado de la batalla porque acababa de ver a un jinete montado en un caballo blanco que avanzaba a la cabeza de nuestras tropas. No dijo más, pero todos comprendimos que se refería al Apóstol Santiago, ¿comprende usted? Tal como él vaticinó, a los pocos días dimos la vuelta a la situación y los rojos sufrieron una terrible derrota. El Caudillo es un elegido del cielo y su misión es llevar a España a las más altas metas. Le quedan muchos, muchos años gloriosos por delante. Acuérdese de lo que le digo. Lo verán sus nietos.

Recordando aquellos ardores guerreros, el capitán general se había amarrado fuertemente a otra botella de vino de la tierra y, cuando hubo acabado, todavía le quedaba espacio para unos cuantos aguardientes. A los postres tenía ya una borrachera de campeonato. En ese momento se puso unos inescrutables lentes negros. ¿Por qué será que a los militares no les gusta que se les vean los ojos?

Mientras tanto, varios señores eminentísimos se turnaban para hacer discursos. Por fin le tocó al capitán general. Entonces empezó a divagar sobre el derecho administrativo y, como debía de saber poco de la materia, optó por saludar a los presentes:

– Entre nosotros está el embajador de la gloriosa república hermana de Bolivia. Por favor, acérquese para que le dé un abrazo fraternal. También tenemos el privilegio de tener aquí al embajador de México, cuna de la Santísima Virgen de Guadalupe. Le ruego que venga para que pueda abrazarle con todo el afecto que los españoles profesamos a nuestros hermanos mexicanos.

Así fue nombrando uno a uno a todos los embajadores presentes, que estaban dispersos por las distintas mesas. Tenían que levantarse y venir hasta donde estábamos nosotros para ser abrazados fraternalmente por el capitán general. Incluso empezó a olvidar a quién había llamado y a quién no, por lo que volvía a nombrarlos, y ellos tenían que cruzar el salón una vez más y ser nuevamente estrechados en sus brazos. A Luis lo llamó un par de veces y lo confundió con el embajador de Paraguay, como suele ser habitual. Aquello seguía y seguía hasta que se levantó otro general que se llevó a su colega del brazo y acabó con tanto amor fraternal. Todos estábamos pasmados porque las personas públicas en España siempre cuidan mucho su conducta, pero me imagino que hasta los capitanes generales pueden tener un mal día.

En fin, mi compañero de mesa estuvo cariñosísimo con todo el mundo menos con el pequeño catedrático de mi izquierda, al que no hizo ni caso.

– Ahora ya sabe usted por qué los españoles inventaron el fandango y los portugueses el fado -fue lo único que me comentó el hombrecillo cuando se producía toda esta orgía efusiva.

Mira vos, primer ministro de Portugal, ese señor tan chiquitito y callado. Para que una se fíe de las apariencias.

TRECE

¡Qué horror! ¡Qué espanto! Esta noche hemos tenido un drama pavoroso. Yo ya sabía que algo terrible iba a pasar. Lo intuía desde que, a última hora, el embajador de la India me telefoneó para decirme que había surgido un contratiempo urgente y le resultaba imposible asistir a nuestra cena. Como su mujer estaba fuera, él iba a venir solo, de modo que los que quedábamos éramos número impar. Me puse a contar y, sí…, éramos trece. Empecé a llamar a todos los solteros que conocía como una loca, pero a esas horas ya no conseguí a nadie, como es lógico. Trece. A mí personalmente no me molesta este número. Es más, siempre me ha encantado. Carmen, mi primera hija, nació el trece de agosto. De chica yo vivía en el trece de la avenida de Brasil. Algunas de las mejores cosas de mi vida han pasado un día trece. Sin embargo, a los españoles les espanta, no pueden ni verlo. Y no hablemos ya de una mesa con trece comensales. Son capaces de salir corriendo por la puerta con cualquier excusa. Los más agoreros sostienen que, después de sentarse trece a la mesa, alguien muere.

Mientras esperábamos a los invitados, yo rezaba para que nadie se pusiera a contar cuántos éramos. Los españoles también suelen fijarse mucho en esas cosas. Yo había dicho a Miguel Ángel, el mucamo, que preparase un pisco sour al estilo de mi amigo el pintor Cossío para que se entonasen desde el principio y se olvidaran de las matemáticas, pero como no quedaba pisco, tuvimos que hacerlo con ron. No está mal la variante. En realidad, le da un toque más suave y, si es blanco, no se sube a la cabeza. Sin embargo, hay un pero. Cossío decía que cambiar la receta del pisco también da mala suerte. Ni lo pensé en ese momento y le dije al mucamo que pusiera ración doble de licor. Era una de esas noches de bochorno al principio del verano, siempre tan agobiantes en Madrid. Cualquier día vamos a tener que instalar uno de esos aparatos de aire acondicionado nuevos que han salido, porque el salón se pone como una estufa. Como es habitual en estas circunstancias, Luis aprovechó para recordarme lo bien que estaríamos en una casa con jardín a las afueras de la ciudad, donde la temperatura es mucho más soportable en esta época del año.

Empezó a llegar la gente.

– Ay, Bimba querida, qué vestido amarillo tan divino llevas. Te queda ideal. Seguro que es de Givenchy.

Amarillo. Se me había olvidado que el traje que Paquita, la costurera, me había terminado esa misma tarde era del color que actores y toreros consideran de mal fario.

De repente, una imprevista ráfaga de viento abrió una ventana de par en par. ¡Cras!, un ruido de vidrios rotos. Había barrido la foto de mamá y el cristal había estallado en pedazos.

– Parece que amenaza tormenta -se limitó a decir Luis mientras cerraba.

Yo ya estaba histérica, así que me tomé otro ron sour de un trago y me quedé pensando si al beber tantas copas de este brebaje no estaría alimentando mi mala suerte. Por las dudas, le pedí un vaso de agua a Miguel Ángel. Cuando me lo trajo, vi que él sudaba profusamente.

– ¿Le pasa algo? -le pregunté.

– No, señora, es que hace mucho calor -me contestó.

Es verdad que seguía haciendo mucho calor. Me acerqué a la ventana y la abrí un poco con cuidado, no fuera que al cabo de un rato alguien cayera redondo de una lipotimia. Miguel Ángel seguía sirviendo copas, pero lo cierto es que esta noche la animación no acababa de llegar. La gente estaba como retraída y la conversación no arrancaba. Debía de ser el bochorno o algo así. Sólo hablaba el estúpido de Pepe J., que no paraba de contar chistes de mal gusto. A continuación empezó a hacer imitaciones de doña Carmen Polo y de la mujer del ministro Castiella, pero tampoco aquello tuvo muy buena acogida. Alguno se reía, pero en general las caras eran bastante largas hasta que Juanito F. tuvo que decirle a Pepe que las bromas sobre señoras no eran para hacerlas en casas decentes. Se hizo un silencio bastante incómodo que no pude romper con un par de bobadas que solté.

Afortunadamente en ese momento Miguel Ángel nos llamó a la mesa. Cuando pasábamos al comedor le pregunté si estaba mejor y me dijo que sí, aunque seguía con mala cara. Tenía amarillo hasta el blanco de los ojos.

La mesa estaba divina, llena de flores, arreglada de forma que no se notara que éramos el número fatídico. Yo esperaba el siguiente desastre, pero la mousse de berenjenas que habíamos preparado de primero gustó mucho y la conversación por fin empezó a remontar con no sé qué tontería del festival de Eurovisión, que está muy de actualidad aunque yo no me entero de casi nada porque no tenemos tele.

En ese momento entró Miguel Ángel con el segundo plato, y se quedó parado un instante en el quicio de la puerta con una expresión desencajada. De pronto, dio un golpe con la mano libre contra la pared como buscando apoyo, y tras derribar un candelabro que había sobre una repisa y tambaleándose se volvió a la cocina. Todos nos quedamos helados y a una de las señoras se le escapó un gritito. A continuación oímos un estrépito terrible y un golpe sordo, como si hubiese caído un fardo. Luis y yo nos levantamos y corrimos hacia allí; en el office encontramos al mayordomo tirado en el suelo y los pollitos rellenos escurriéndose por la pared. Lo zarandeamos, pero no reaccionaba.

Le dije a la cocinera que se llevase de allí a los niños, que, como siempre que hay recepción, se habían quedado en la cocina a comer las sobras. Por suerte, había un médico entre los invitados, pero de nada sirvieron sus maniobras de reanimación. Le tomó el pulso a Miguel Ángel. Estaba muerto. Así, de repente. Como si le hubiese caído un rayo.

Todavía no puedo creerlo, un hombre joven, delante de nuestros propios ojos. Es verdad que parecía un poco indispuesto, pero no entiendo cómo no dijo nada. Quizá yo debería haberme dado cuenta. Quizá tendría que haberle dicho algo cuando lo vi tan amarillo. Todo lo que ha pasado es muy triste. Apenas cuarenta y cinco años, pobre Miguel Ángel. Ahora lo que me preocupa es cómo puede haberle afectado a los chicos. Mercedes estaba de lo más impresionada porque vio el momento en que se llevaba la mano al pecho y caía fulminado. Gervasio cree que ha sido un asesinato. Como Miguel Ángel era diabético, está convencido de que le han cambiado el contenido del «frasquito con el que se pinchaba». El médico dice que es un caso claro de ataque al corazón.

Luis se ha ido con la ambulancia. Yo estoy agotada. Debería dormir, pero cierro los ojos y veo cómo se llevan al pobre hombre tapado con una sábana. También veo la cara de Miguel Ángel cuando el dichoso marqués de Araciel le dijo: «Lo siento. Usted no tiene futuro». Y por último veo los pollitos rellenos escurriéndose por la pared de azulejos amarillos. Como mi vestido, precisamente amarillo. Precisamente TRECE pollitos rellenos.

Para no invocar el mal fario, en mi cuaderno no voy a apuntar la receta de los pollitos rellenos, pero sí la del pisco sour, que es deliciosa.


PISCO SOUR


Ingredientes

3 partes de pisco

1 parte de zumo de limón exprimido en el momento

azúcar al gusto

1 clara de huevo

hielo


PREPARACIÓN


Mezclar el pisco, el zumo de limón y el azúcar. Probar y rectificar de azúcar. Añadir el hielo y batir en una licuadora para que el hielo quede pilé. En el último momento agregar una clara de huevo y seguir batiendo. La variante con ron queda mejor con ron blanco, pero cuidado, hay quien dice que da mal fario.


EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE FRANCO (II)


Fueron pasando los años, el 68, el 69… Mis hermanos y yo crecíamos y cambiábamos de colegio. Al principio, los cuatro íbamos al Instituto Británico pero, en aquel entonces, este colegio sólo llegaba hasta los catorce años. Al cumplir esa edad mis padres me mandaron a Santa María del Camino, sin embargo, no me adapté demasiado bien. A pesar de que conservo de aquella época varias amigas, como estudiante fui un desastre. Aún guardo mi libreta de notas de entonces y, con ella en la mano, seguro que ni el marqués de Araciel hubiera podido adivinar que mi futuro iba a ser otra cosa que catastrófico. Véase una muestra: matemáticas, 1,7; lengua, 2,5; literatura, 1,3, y así. Uno de estos días voy a enmarcar todo esto junto con la portada de alguna de mis novelas traducidas al chino, por ejemplo, para que se vea de qué bajuras vengo. Por supuesto no era culpa del colegio, cada niño se adapta bien a unos y mal a otros, pero lo cierto es que yo supliqué a mis padres que me sacaran de allí. Por aquel entonces, tenía catorce años, ya era irredenta lectora, aunque no precisamente de improving books, como dicen los ingleses, sino de novelas románticas y, sobre todo de los libros de Enid Blyton. Me encantaban las historias de las mellizas y devoraba sus aventuras en Torres de Mallory, Las mellizas en Sarita Clara, y toda la colección. Por eso, aunque yo nunca había ido a colegio de monjas, imaginé que si me mandaban interna a Inglaterra iba ser mucho más feliz y después de muchas súplicas conseguí que me apuntaran a un convento llamado St Juliana's. Allí no sólo empecé a sacar mejores notas, sino que conseguí superar bastante mi inveterada timidez. Dos años más tarde, cuando ya estábamos las tres hermanas en St Juliana's, me volví hippy. Bueno, no exactamente hippy por las costumbres, pero sí por la vestimenta, algo que, en la España de aquella época, cantaba bastante. Como todos los tímidos que tienen su punto de exhibicionismo y acaban sobreactuando de forma estrepitosa, yo me paseaba por Madrid de la siguiente guisa: minifalda minúscula, gafas de sol enormes tras las que se escondían unas larguísimas pestañas postizas y unas pequitas falsas pintadas con lápiz negro y, coronando todo aquello, una peluca pelirroja. En resumen, y para que se hagan una idea, era una versión fashion de Pipi Calzaslargas.

Eran los tiempos de Rain & Tears, de Je t'aime, moi non plus, de Hey, Jude. Eran también los tiempos de los guateques en los que, según se contaba, los chicos echaban en la bebida de las chicas una sustancia misteriosa llamada clorhidrato de yumbina o una centramina cuyos efectos, si he de ser sincera, jamás noté. El guateque, que solía tener lugar en casas particulares, empezaba de lo más formal, con los chicos a un lado y las chicas a otro. Poco a poco, con yumbina o sin yumbina, las luces bajaban de intensidad de modo que, para cuando empezaban a sonar los «lentos» tipo Michelle o aquella canción de Víctor Manuel que a mí me encantaba, Quiero abrazarte tanto, las distancias se habían acortado. Ya todos bailaban agarrados, los chicos intentando acariciar la nuca de su pareja (esto también se supone que era muy excitante), mientras a las chicas nos tocaba hacernos las estrechas. No había más remedio que adoptar esta actitud porque siempre había cinco o seis harpías cerca que, a falta de pareja, se dedicaban a vigilar a las frescas que habían conseguido pollo. (Huelga decir que en este caso no hablo de nada culinario sino de un chico, que así se les llamaba, sobre todo en algunos círculos selectos.)

La verdad es que entonces el asunto del ligue era bastante complicado, en especial para los chicos, y se prestaba a momentos embarazosos. No me refiero, claro está, a situaciones realmente delicadas como proponerle a alguien la aventurita de una noche, eso ni se planteaba, sino a cosas bastante normales que podían llegar a provocar muchos sudores fríos. Por ejemplo, estas dos angustiosas preguntas:

– ¿En qué momento puedo cogerle la mano a Piluca?

– ¿Cuántos cubalibres tendré que tomarme para atreverme a darle un beso a Rocío?

Las relaciones estaban entonces condicionadas por las formas, por lo que está bien y lo que no, por lo que se decía y por lo que se callaba y, en ese sentido, es necesario reseñar lo útil que resultaban los eufemismos. Cualquier cosa que se quisiera decir había que rebajarla dos o tres tonos para que «entrara mejor». He aquí un ejemplo de tan socorrido recurso.

Cuando un chico decía: «Oye, ¿sabes que no estás nada mal?», en realidad quería decir: «¡Cómo me gustas, Beatriz!».

Cuando decía: «¡Cómo me gustas, Beatriz!», en realidad quería decir: «Cómo me gustaría poder…, en fin, tú ya me entiendes».

Cuando decía: «Cómo me gustaría…, en fin, tú ya me entiendes», en realidad quería decir «¿Por qué no vamos a mi casa? Mis padres están fuera y la muchacha es sorda como una tapia».

No obstante, esta última frase casi nunca se llegaba a oír entera, pues era preceptivo que Beatriz la silenciara con una sonora bofetada o, mejor aún, con un uppercut en la mandíbula.

Pasó el 69, llegaron los setenta…

Para entonces, la moral y los uppercuts en la mandíbula seguían estando vigentes, pero se empezaba a notar cierto cambio. El más notable de todos era el uso cada vez mayor de otro término deportivo menos pugilístico que el uppercut, aunque requería técnica, habilidad, malicia… Me refiero al penalti. Las niñas de los setenta seguían haciéndose las estrechas, sin embargo, a veces, oh milagro, quedaban embarazadas. Era aquel patinazo una forma un tanto riesgosa de conseguir marido, pero el caso es que funcionaba. Ante el escándalo, ante el desdoro y el deshonor, los padres de ella llamaban a los padres de él (por lo general se conocían y, según se ha visto en el capítulo Strangers in the night, posiblemente también se conocían desde el punto de vista bíblico) y arreglaban la boda. Ésta se celebraba con cierta premura, siempre por todo lo alto, y al cabo de unos meses nacía un robusto niño sietemesino de cinco kilos. Al bebé solían llamarlo «el dedos» porque todo el mundo al mencionarlo hacía cuentas con los ídem y, por supuesto, no salían. Pero muy pronto pasaba a ser llamado por su propio nombre, pues nacía otro «dedos» que reclamaba el ingenioso apelativo.

También hay que decir, para que se note cómo han cambiado los tiempos, que en mi época todos nos casábamos muy jóvenes. No tanto como yo, que lo hice a los diecinueve (aclaro que lo mío no fue de penalti), aunque sí antes de los treinta. De hecho, había un cierto agobio si uno -o mejor dicho, una- se acercaba a la fatídica cifra de los veintinueve sin pareja, porque corría grave riesgo de quedar para vestir santos. Algo que todavía aterraba a esas chicas más modernas que sus madres pero que no habían superado aún los temores de siempre.

NUITES BLANCHES

Verano de 1971. Hemos alquilado casa en Mar bella. Mientras los niños fueron chicos, habíamos ido a Austria y después, cuando las chicas se hicieron mayores, cambiamos a Zarauz, donde había mucha gente de su edad. A mí me encantaba Zarauz, con esa playa tan maravillosa, ese paseo marítimo flanqueado por mansiones señoriales tan parecidas a las del Prado de Montevideo (aunque nosotros siempre alquilábamos un apartamento chiquito en el que casi no cabíamos) y con esa cocina que es para volverse locos. Allí, nosotros, que venimos del país de la carne, nos hicimos adictos a la merluza frita (menos Mercedes, que sigue sin comer nada, como siempre). Yo estaba encantada porque, mientras las chicas no paraban, nosotros teníamos una vida social muy relajada y podíamos descansar del frenesí de Madrid. Sin embargo, el último año el ambiente estaba enrarecido por las amenazas de ETA y además surgió el tema de las drogas. A mí esta cuestión me tenía muy preocupada porque, aunque el control policial en la España de Franco es muy fuerte para lo malo y también para lo bueno, decían que a algunos chicos sus padres los habían sorprendido fumando cosas raras. Debe de ser la influencia de los hippies de Estados Unidos porque en Zarauz también se hace mucho surf y aparentemente una cosa tiene que ver con la otra pero, en fin, qué sé yo. No entiendo muy bien qué tiene que ver una actividad saludable como un deporte (aunque no sé si deslizarse sobre las olas en una tabla de planchar se puede considerar un deporte) con el consumo de sustancias alucinógenas. Sea como fuere, lo que más me preocupa, como no sé nada del tema, es la posibilidad de tener a mis cuatro hijos drogándose delante de mi cara y yo sin darme cuenta. Debería consultar con alguien, pero no se me ocurre con quién. Aunque nadie parece tener mucha información, como suele ser habitual en los españoles, cuando les preguntas son incapaces de decir que no saben y te cuentan las cosas más absurdas. El otro día alguien me dijo que había drogas ¡que se metían por la nariz! Con todas estas pavadas me dejan la cabeza como un sonajero.

Afortunadamente, parece que en Marbella no hay esos problemas. Es un pueblo chico, lindísimo, al lado del mar, lleno casitas blancas, mucho más agradable que Torremolinos (la primera opción que barajamos), donde han construido un montón de torres enormes y feísimas. Además, hay una mezcla muy divertida de gente, con muchos amigos nuestros de Madrid y muchos extranjeros famosos que han venido atraídos por un hotelito muy mono que puso hace unos años el príncipe Alfonso de Hohenlohe. El príncipe es un hombre encantador que habla español como tú y como yo porque nació en Madrid (su padrino fue Alfonso XIII). Ha vivido en todas partes y tiene amigos en toda la high society europea y americana. Acá se juntan desde miembros de la realeza (mayoritariamente destronados, eso sí, como, en su momento, Wallis y Eduardo de Inglaterra), hasta toreros como Luis Miguel Dominguín o artistas de cine. Siempre hay sorpresas y cuando uno va a una fiesta nunca sabe con quién se va a encontrar.

O cómo va a acabar la noche, y eso es precisamente lo que voy a contar.

Como Marbella es más barato que Zarauz, hemos podido alquilar una linda casita rodeada de buganvillas y con jardín. Estamos encantados, especialmente Gervasio, que se ha mudado a una tienda de campaña que le regaló su padre y lleva durmiendo a la intemperie desde que llegamos. A mí esto me pone histérica porque se ha escapado de la cárcel un bandido tremendo que se llama el Lute y dicen que anda suelto por acá, pero al niño no hay forma de sacarlo de la carpa.

Por otro lado, no sé si casi es mejor que no entre en casa porque alguien le ha dicho que los sapos estallan si les pones sal encima y, como el jardín está lleno de batracios, me lo deja todo perdido de regueros de sal. Espero que no consiga hacer estallar a uno de esos pobres animalitos y dejar el living en la miseria, lleno de vísceras, porque lo mato.

Pero yo tengo una preocupación más seria que los sapos y los bandoleros, y es que Carmen tiene un festejante. Esto no debería ser tan raro, porque el Bichejo está a punto de cumplir diecisiete años y está mucho más mona últimamente. El problema es que el «muchacho» en cuestión tiene ¡cerca de cuarenta! Yo estoy de lo más preocupada, aunque intento hacer como que no me importa, porque a estas cosas es mejor no oponerse. A estas edades sólo consigue uno que las chicas crean que están viviendo la romántica oposición familiar modelo Orgullo y prejuicio y les dé por hacer cualquier locura. Además, esta niña es tan independiente que no se le puede decir nada. Ella asegura que sólo es «un amigo», pero el caso es que se ven casi todos los días. Los que más indignados están son Dolores y Gervasio. Dicen que bajo ningún concepto quieren a semejante viejo en casa. Cuando E, el festejante, viene a buscar a Carmen, por la noche siempre le tienen preparada alguna encerrona. El otro día F. se presentó con un impecable blazer cruzado y unos pantalones blancos y los chicos le tiraron globos llenos de agua teñida de mercromina desde el tejado. Ayer lo recibieron con unas largas cañas que blandieron contra él como si estuvieran en un torneo medieval y casi le sacan un ojo. Voy a tener que atarlos a la hora que viene este pobre hombre. Por mucho que rezongo no hay forma de que lo dejen en paz. No sé qué va a pensar de esta familia. Aunque, la verdad, es que no sé qué estará pensando la mayoría de los veraneantes de Marbella de nosotros después de lo que pasó el otro día…

Resulta que nos invitaron a una fiesta en casa de Alicia V. Teníamos que ir todos de blanco. La casa estaba divina, decorada de arriba abajo con flores blancas; el eje temático de la comida también era el blanco (salchichitas blancas, gambas blancas de Huelva, rollitos de ternera blanca, bacalao a la salsa blanca, risotto a la trufa blanca, etcétera) y la bebida también era toda blanca. Bueno, dejemos ese siniestro episodio para más adelante…

La fiesta empezó de maravilla. La casa (blanca) está frente al mar y el jardín llega justo al borde de la arena, donde había unas barcas de pescadores, iluminadas aún por la puesta de sol, y que esperaban la faena del día siguiente, todo parecía un decorado. En medio del jardín, la enorme piscina cubierta de flores (blancas) estaba rodeada de velitas (blancas). Aquélla parecía una reunión de una macumba de Salvador de Bahía: era un mar de túnicas, turbantes, sombreros blancos, claro, que se agitaban al ritmo de una música americana infernal (yo la verdad es que a los Beatles los toleraba, pero lo de ahora empieza a ser demasiado, que me saquen a todos esos melenudos y me devuelvan a mi Frank Sinatra de toda la vida, por favor). Los camareros, perfectamente uniformados (¿de qué color, que no me acuerdo?), pasaban con unas enormes bandejas llenas de un brebaje (de cuyo color no quiero acordarme).

– ¡Tomad uno e-n-s-e-g-u-i-d-a! -nos recibió la anfitriona mientras nos ponía a Luis y a mí un vaso en la mano-. Es leche de pantera, una bebida que les dan a los soldados en la Legión Extranjera. ¡Es fantástica! Así os animaréis y os olvidáis de que Carmen está por ahí con un galán que casi le triplica la edad -dijo con un guiño malicioso.

«En mala hora le confié esta historia a Alicia», pensé mientras le daba un largo trago al mejunje. Estaba muy dulce pero bastante rico. Entramos en esa vorágine blanca. Allí estaba el tout Marbella: en una esquina Fulgencio Batista, ex dictador de Cuba, se fumaba un impresionante cigarro (¿habano?). A su lado Niarchos (que tiene el inmenso yate que se ha construido para dejar el Christina, de Onassis, como una barca de remos anclado fuera del puerto porque no cabe) bailaba con una rubia que se parece muchísimo a su ex esposa, Tina Livanos (que, sospechosamente, también estuvo casada con Onassis, todo muy griego, muy incestuoso). Más allá, Luis Miguel Dominguín le enseñaba a hacer una chicuelina a Deborah Kerr con su chal. Ella se reía, no encantadoramente como en sus películas, sino a grandes carcajadas. Como es habitual, Luis se paró a hablar con el señor, que tenía pinta de ser el más aburrido de toda la fiesta. Por lo visto, es el ministro de Comercio. Y empezaron inmediatamente a hablar del déficit y de la balanza de pagos. Yo, como no estaba de humor para esas cosas, decidí cazar al vuelo otra leche de pantera que un camarero paseaba en volandas. Empezaba a aburrirme como una ostra y para colmo no veía a ningún amigo cerca cuando me agarran del brazo por detrás.

– Me parece que no te conozco. Déjame que me presente -dijo.

No hacía falta que se presentase. Con ese bigote y esa perilla, con ese monóculo en el ojo, con ese aspecto de haberse caído de un cuadro de Velázquez, sólo podía tratarse de Jaime de Mora y Aragón, el famoso Jimmy, el hermano díscolo de la reina Fabiola de Bélgica. Por supuesto, había oído hablar mucho de él y resultó ser un tipo absolutamente encantador, como suelen serlo todos los vividores (debe de haber ministros de Comercio encantadores, pero ahora mismo no me viene ninguno a la memoria).

– Me imagino que te habrán contado muchas cosas sobre mí y pocas buenas -me dijo muy serio mientras se ajustaba el monóculo-. Yo he llegado a oír las mayores barbaridades, ni te imaginas. Hace unos años me contaron de mí mismo la siguiente historia: dicen esas mentes pequeñas que hace unos años yo estaba en un apurillo de dinero (siempre dicen que estoy mal de dinero) y que, como no sabía salir de él, se me ocurrió echar mano de una tía abuela muy mayor. O más bien de algunas fruslerías suyas. Aprovechando que ella estaba en San Sebastián de veraneo y engañando al viejo criado que quedaba de guardia, me había hecho con las llaves de su palacete. Dicen que a solas en aquel enorme caserón abrí las contraventanas para que entrara esa luz apabullante del mes de agosto. Todo estaba cuidadosamente cubierto con sábanas, como si la tía se hubiese ido tres años a Pernambuco en vez de tres meses a la Concha. Yo adoraba a mi tía, era una mujer soberbia, de esas viejecitas excéntricas de las que ya no quedan. El caso es que yo, supuestamente, empecé a quitar las lonas a los cuadros y me puse a contemplar aquellas maravillas. Tía Charito tenía una fabulosa colección: Velázquez, el Greco, Rubens. Dicen que después de mucho pensármelo me llevé un Goya de tamaño medio, un san Francisco concretamente, fácil de transportar. Supuestamente se lo llevé a un amigo que era un pintor fabuloso pero que no tenía dónde caerse muerto, como yo. En dos semanas teníamos una copia perfecta, perfectamente envejecida, del Goya. Entonces yo…

Mientras Jimmy seguía contándome la historia de su calumnia dio un trago a su leche de pantera, arrugó la nariz y sacó una copa de whisky de detrás de un arbusto. Yo, por mi parte, le di otro trago a mi pantera.

– Deja ese brebaje que te va a matar. Alicia tiene más peligro que un miura en los sanfermines. Anda, tómate una bebida de verdad -me dijo sacando otra copa, una hielera y una botella del mismo escondrijo-. Como te estaba contando, dicen que colgué la copia en casa de mi adorada tía y que me llevé el original a Nueva York, donde un marchante se aprovechó, algo al menos, de mi ingenuidad. Siguen diciendo que al cabo de unos años, cuando murió tía Charito, el día que se abría su testamento yo estaba muy nervioso porque su fortuna era colosal y podía sacarme de muchos apuros. Supuestamente, cuando llegaron a mi parte, resultó que la buena señora me había dejado… ¡el mismo Goya que yo había copiado y vuelto a colgar en su casa! ¡Figúrate qué historia! ¡Hace falta imaginación para inventar algo así sobre mí! ¡Qué barbaridad! ¡Qué mala es la gente!

– Sí ¡qué barbaridad! -dije yo toda compungida.

Jimmy se quedó en silencio un momento.

– Lo malo es que toda la historia es rigurosamente cierta. De la primera palabra a la última. ¡La vieja me dejó justo la copia! ¡Hay que ver qué puntería tuvo!

Yo casi me muero de la risa. Luego fuimos hasta un piano de cola que había en el salón y él empezó a tocar. Lo hacía casi como un profesional. Parece ser que durante una época se ganó la vida tocando en los night clubs. Yo estaba divertidísima con todo esto, pero la verdad es que llevaba toda la noche sin ver a Luis. Empecé a buscarlo por un lado y por otro hasta que lo encontré en la pista de baile. Algo raro debía de estar pasando porque él sólo sale a bailar en condiciones excepcionales y de gran alarma social. Lo sorprendí con la cabeza literalmente enterrada dentro del escote de una mujer con muchas curvas, con un gran moño. Cuando se giró hacia donde yo estaba, la reconocí de inmediato. Era la ex emperatriz Soraya.

– Parece que tu marido va camino de enemistarse con el gobierno del sha de Persia -dijo Jimmy. Había acabado de tocar el piano y ahora se ajustaba una flor (blanca) en el ojal de su chaqueta (blanca)-. Es una mujer encantadora pero, la verdad, a mí me da un poco de repelús con esos ojos tan grandes y tan tristes. Yo, de todas maneras, no me preocuparía demasiado si fuera tú. Ya sabes lo que dicen de ella.

– ¿A qué te refieres?

– Dicen por ahí que la verdadera razón por la que no podía tener hijos y por la que la repudió el sha es porque…, cómo te lo explicaría, porque, aunque parece una mujer, en realidad es un hombre.

– ¿Cómo? -casi grité yo mirando el escotazo de aquella mujer.

– Pues que en realidad es las dos cosas, un hombre y una mujer, uno de esos extraños casos en que plegados dentro de su…, en fin, tú ya sabes, tiene también los atributos de un hombre. Hermafrodita, querida.

A mí, la verdad es que me daba igual lo que aquel ser tuviera plegado dentro, así que me acerqué a la pista y agarré a Luis por un brazo.

Excuse moi. Je me le porte, je suis fatigue -le dije a la ex emperatriz, que me miró con los ojos tristes de los que todos hablan, aunque no sé si esta vez era porque la había dejado sin su entregado compañero de baile.

Saqué como pude a Luis de la pista. Estaba completamente borracho, cosa extraordinaria de verdad, porque no suele pasarle nunca. Es más, no lo recordaba en semejante estado desde que era estudiante.

– Es la leche de pantera, es la leche de pantera -balbuceaba por toda defensa.

Debía ser de verdad culpa de aquel líquido maldito porque a esas alturas la fiesta era una terrible bacanal.

Dominguín ahora toreaba a dos canadienses que se habían caído antes a la piscina y se les transparentaba todo por debajo del vestido; Ornar Sharif (al que yo no había visto hasta entonces) estaba subido en una silla y, con una corona de laurel en la cabeza, hacía que tocaba la lira; más allá, unas señoras muy serias arrancaban las flores de Alicia y se las arrojaban en señal de homenaje, mientras un par de viejos marqueses practicaban su swing y tiraban bolas de golf a la casa de al lado con un palo que habían sacado de no sé dónde.

Arrastrándolo, conseguí llevarme a Luis hasta el coche.

– ¿Estás bien para manejar?

– Sí, seguro, este aire me está despejando -dijo el muy majadero.

Nos sentamos en el coche. Luis arrancó muy serio, quiso echar marcha atrás pero se equivocó. El auto salió disparado hacia delante y, después de derribar un pequeño seto, una mesa con bebidas y una sombrilla, amerizamos en la piscina.

Sin palabras. No puedo describir la sensación mezcla de miedo, vergüenza e ira que tenía mientras el coche se iba hundiendo con nosotros dentro. Por suerte, no había nadie en la piscina en ese momento, y cuando conseguimos salir, allí estaban todos los invitados dedicándonos una estruendosa ovación, incluidos los anfitriones, que -por suerte- habían ingerido generosas cantidades de su propio brebaje. Completamente empapada y con el pelo hecho un auténtico asco, me llevaron a la casa, donde me permitieron ducharme y me dieron ropa seca. ¡Incluso querían que nos quedáramos en la fiesta para seguir la juerga! Menos mal que encontramos a unos voluntarios que nos llevaron a casa.

Esta mañana (y ya han pasado cuatro días), cuando les servía la leche a los niños todavía me daban escalofríos. ¡Me parecía idéntica a la mortífera leche de pantera!

Al día siguiente, cuando fuimos con la grúa a rescatar el coche, le pedí a Alicia la receta de su brebaje maldito, por si en alguna ocasión tuviera que organizar una cena diplomática con el objetivo de desencadenar un conflicto armado y, sobre todo, para asegurarme de que no nos hubieran puesto en el brebaje una de esas drogas de las que tanto hablan ahora (es que una ya no puede fiarse ni de sus mejores amigas).


LECHE DE PANTERA


Ingredientes

1 botella de ginebra

125 ce de coñac

1 lata pequeña de leche condensada

canela


PREPARACIÓN


Poner en una batidora la ginebra, el coñac y la leche condensada durante un minuto a velocidad rápida.

Servir en copas de martini y espolvorear con canela.


BODA ¿REAL?


– Mira vos -me dijo Luis enseñándome un sobre color hueso lleno de escudos-. Al final don Alfonso nos invita.

No puedo negar que me sentí aliviada. El país entero estaba en vilo con esta boda. Desde hacía semanas no se hablaba de otra cosa. Que si Dalí le ha regalado a la novia un retrato suyo montada a caballo y vestida con ropa semitransparente; que quién va a hacer el traje de la novia; que qué va a pasar cuando se encuentren los padres del novio, que están divorciados desde hace añares y no se hablan; que cómo les sentará todo esto a don Juan y a don Juan Carlos, y cosas por el estilo.

Pero pasaba el tiempo y nosotros no recibíamos la invitación. Con don Alfonso hemos coincidido en muchos sitios durante estos años y se ha ido creando una buena amistad, sin embargo, me temía que, ante la dimensión del acontecimiento y la cantidad de compromisos que suponía, no se acordara de nosotros. Con la invitación en la mano me sentía como en el centro de la actualidad, porque además no habían invitado a casi ningún embajador destinado en Madrid. Hubiese sido una pena perdernos una boda como ésta faltando tan poco para irnos de Madrid. La unión de la familia Franco con los Borbones, un verdadero acontecimiento.

– Yo me pregunto qué consecuencias políticas traerá -dijo Luis mientras miraba el tarjetón, porque él todo lo analiza desde el prisma de la política.

Pero a mí, la verdad, lo que menos me interesaba en ese momento era la adivinación del futuro político. Demasiado ocupada estaba yo en repasar mentalmente mi ropero de arriba abajo.

– Por lo que me han dicho, hay fuertes presiones del entorno de doña Carmen para que Franco revierta la designación de don Juan Carlos y nombre sucesor a don Alfonso. Y claro, ¿a qué abuela no le gustaría ver a su nieta coronada reina, aunque sea a la muerte de su marido?

«Mantilla no me voy a poner para parecer más española que las españolas. Lástima, porque queda tan linda… La pamela tampoco parece muy indicada», pensaba yo repasando la balda superior, donde guardo los sombreros.

– Claro, y detrás de doña Carmen está el bloque más inmovilista del régimen, los que desconfían del príncipe por ser hijo de don Juan, un masón peligroso para ellos.

«El amarillo no, que me lo puse hace poco para el casamiento de los J. El gris perla lo veo demasiado serio… El verde está un poco demodé.» (Ahora iba por los percheros de la derecha).

– La verdad es que parece que don Alfonso es más afecto que el príncipe a la persona de Franco. Seguro que ya habrá quien le haga ver al General la conveniencia de un sucesor que pueda ser más fiel a su memoria. También alguien que ellos puedan manejar mejor.

«¡Qué espanto! No me sirve ninguno de los zapatos que tengo. Tendré que comprarme otros. ¿Cómo se llamaba esa tienda tan buena de la calle Serrano?»

– Lo curioso es que por lo visto ha habido muchas fricciones entre los futuros suegro y yerno por temas de protocolo. ¿Te acordás de cuando los invitamos a los dos a cenar y un par de amigos de Villaverde me llamaron para que lo pusiera a él en el lugar de honor en vez de a don Alfonso, que era a quien le correspondía por rango, con el argumento de «todo lo que ha hecho Franco por España»? Esta situación sé que se ha repetido en otras casas aunque, afortunadamente, Alfonso se portó siempre como un caballero y no organizó ningún escándalo.

«¿Una estola de visón será demasiado? ¿O demasiado poco? Quizás esa capa tan mona que me compré el otro día…»

– Pero esta chica es tan joven. Yo estaba convencido de que él se acabaría casando con esa novia que tenía hace tantos años… Malú Toro, ¿no?

– Sí, parece un poco disparatado -dije finalmente, emergiendo del segundo cajón de la izquierda donde buscaba un chai-. Ella tiene veintiuno, creo. Y don Alfonso como treinta y cinco. Bueno, ya sabes que los hombres se vuelven locos por las jovencitas. De todas maneras, cuando lo vimos hace unas semanas estaba radiante de felicidad. Se ve que está muy enamorado.

– Por otro lado -intervino Luis-, no sé qué le habrá visto Carmencita a Alfonso. Es un amor de persona, pero qué querés que te diga, un poco aburrido también, tan formal, tan poco indicado para una chica joven.

Acá empezó la discusión.

– Es verdad -dije yo- que comparado con don Juan Carlos, que es mucho más simpático y divertido, Alfonso resulta un poco serio, pero es educadísimo y a veces encuentro que tiene chispa. Además, tiene buenas razones para ser un «príncipe triste». Toda esa historia de su padre, don Jaime, sordomudo y apartado de la sucesión, después el divorcio de sus padres, el ninguneo de la gente que piensa que no tiene ninguna opción frente a don Juan Carlos…

– A ti lo que te pasa es que siempre te ha hecho tilín don Alfonso, como dicen acá.

Llegado este punto me olvidé completamente del vestuario y empecé a recordarle a Luis los ojitos que le ponía el otro día G. cuando bailábamos en La Boîte. La cosa no se complicó más porque en aquel momento entró Gervasio para enseñarnos las notas del colegio y había suspendido tres asignaturas. Si no, no sé dónde hubiese acabado la discusión.

La cuestión fue que el día de la boda salimos de casa para reunirnos con nuestros amigos en lo de Villapadierna e ir juntos al Pardo. Todos los señores iban elegantísimos con sus fracs y sus condecoraciones. Las señoras, algunas peores que otras (no se pueden llevar esas aberturas en la falda a una boda, digo yo). Juanito Floridablanca iba de caballero de la Cruz de Malta, con chaqueta colorada y casco lleno de plumas. Como está gordo, parecía embutido en el uniforme y tenía la cara completamente congestionada. Cuando le pregunté por qué no había venido de frac como todo el mundo en vez de con el traje de la primera comunión (esto último sólo lo pensé), me contestó con aire triste:

– Mujer, es que me hace ilusión. Me lo hice hace quince años para mi boda, y para una vez que me lo puedo volver a poner…

Me abstuve de decirle que no estaba tan claro que se lo pudiera poner.

Guando llegamos al Pardo llovía. Nos separaron, porque los embajadores, junto a otros invitados especiales, íbamos a la capilla. A los demás los mandaban al patio del palacio, que se había entoldado para la ocasión. A Luis y a mí nos sentaron al lado del pulpito, con otros cinco o seis embajadores. Delante de nosotros se sentaron los consejeros del Reino. Me chocó ver el contraste entre lo linda que estaba Vicky y lo poco distinguido de su marido, Rodolfo Martín Villa. También estaban Íñigo Oriol y su mujer.

A la hora designada entró el Generalísimo del brazo de Carmencita. Estaba monísima; el vestido de Balenciaga me pareció una maravilla, sencillo y muy bonito. Era de raso, bordado con pedrería, y llevaba un tul sujeto con una preciosa diadema de esmeraldas. Dicen las malas lenguas que esta chica, a pesar de ser tan joven, es bastante frívola y ha salido con varios. Bueno, qué importa, estoy segura de que un hombre maduro y tan serio como don Alfonso hará que olvide rápidamente esas folies de jeunesse. Franco, vestido de capitán general de la Armada, estaba reducido a la más mínima expresión, chiquitito y consumido, aunque se le veía contento dentro de lo poco expresivo que es este hombre. Don Alfonso, por su parte, tan estupendo como siempre, con su uniforme de embajador. Me parece que hacen muy buena pareja estos chicos, seguro que les va a ir de cine.

Por lo que podía ver desde donde estábamos, me pareció que don Juan Carlos estaba mucho más serio de lo normal, lo que es bastante comprensible, dados los rumores que circulan sobre la maniobra de doña Carmen Polo y Villaverde para que Carmencita sea reina. Su padre, don Juan, no debe de haber asistido por este motivo. Yo no sé si será una boda arreglada como dicen muchos, pero insisto en que los novios parecen muy enamorados. No pararon de mirarse con complicidad durante toda la ceremonia. Cuentan que se conocieron en Suecia, donde Alfonso lleva unos meses destinado (¿por qué de todos los sitios del mundo lo habrán mandado a un país tan frío?).

De la ceremonia en la capilla, oficiada por el cardenal Tarancón, me acuerdo poco, porque dejaron abierta una de las puertas y había una corriente de aire gélido que me pegaba en la nuca. No podía pensar en otra cosa. A la salida nos encontramos con la reina Federica de Grecia, que llevaba un traje azul eléctrico bastante poco sentador para mi gusto, y también con Villaverde que, según me dijo Luis, iba vestido de Caballero del Santo Sepulcro con unas botas de charol por encima de las rodillas. Alicia V., que es una malvada, comentaba luego con mucha gracia que parecía que iba de domador de circo. Grace Kelly muy mona, sí, pero con un traje casi blanco (decían que era asalmonado pero no era cierto). Me sorprendió la gaffe. Cuando una estrella de Hollywood se convierte en princesa se supone que se aprende bien su papel, y hasta ahora así lo parecía. ¿Será que no tiene una asesora de imagen o algo por el estilo (una señorita de Sampognaro propia en plantilla) que le diga que, al menos en los países de habla hispana, una invitada a una boda jamás tiene que vestirse de blanco? También vimos a don Jaime, padre del novio. Está ya muy viejito, encorvado con el peso del Toisón de Oro, tanto que parecía que lo llevaba a rastras. La mandíbula larga de los Borbones y ese labio caído le daban un aspecto un tanto bobalicón. Todavía recuerdo cuando era aún muy niña estar con mis padres en un hotel en París y ver entrar al hombre más elegante que yo había visto nunca. Era mayor, pero tenía una distinción y una forma de moverse que ya entonces me dejaron boquiabierta. Irradiaba poder y majestad. Pregunté al camarero quién era aquel personaje.

¡C'est le roi d'Espagne, mademoiselle! -me contestó con gran reverencia.

¡Hay que ver lo vieja que empiezo a ser! Pensar que este don Jaime es el hijo de aquel espléndido Alfonso XIII…

Después de la ceremonia, nos encaminamos hacia el palacio y pasamos a saludar a nuestros amigos que se habían quedado en el patio entoldado. Los pobres estaban también ateridos por ese viento helado que a menudo baja de la sierra de Madrid y para el que la mayoría de las señoras no habíamos venido preparadas. O mejor dicho, habíamos venido preparadas para estar lindas, no para alternar con osos polares, pero ya se sabe que las mujeres somos capaces de agarrar una pulmonía por un decolté. Cuando subimos al palacio, todo lo que hacía de frío abajo lo hacía de calor arriba. Aquello era un mar de gente, casi no se podía avanzar un milímetro sin pisar a alguien o sin que te dieran un codazo en las costillas. Dicen que había dos mil personas y eso no hay palacio que lo resista. Habían vaciado todas las habitaciones y salones para dejar lugar a los invitados y aun así el ambiente era difícilmente soportable. Estuve un rato charlando con un grupo de señoras entre las que estaba doña Sofía, mientras Luis saludaba al almirante Carrero (siempre tan serio, con esas cejas enormes). La princesa es muy agradable y seria. Siempre que la encuentro está hablando de arte y los clásicos griegos, que son cosas de las que francamente no me apetece hablar en un cóctel. También le encanta la música clásica porque como le dijo una vez uno de los jefes de la Casa del Generalísimo a Luis: «No hay que olvidar que su alteza es bisnieta del Kaiser». Estando juntas nos sacaron una foto para el ¡Hola!, y para el Miss o algo parecido. Tendré que comprarme todas las revistas para bichar los detalles que me habré perdido y que ^seguro son muchos. Luego estuve hablando con otro grupo de amigas entre las que se comentaba la cantidad de artistas que estaban invitados. Yo vi por lo menos a Lola Flores, Carmen Sevilla, ese cantante nuevo, Julio Iglesias, el tenista de los dientes grandes, toreros. Esto no le parecía nada bien a muchas de las señoras elegantonas que había por ahí y lo criticaron durante horas. Según ellas, invitar a «cómicos», (es la palabra que usaron) a una boda baja la categoría.

– Habrase visto, pronto invitarán también a los jugadores de fútbol -decía una viejita a la que apenas se le distinguía la cara bajo la mantilla.

A los invitados nos distribuyeron en mesas de ocho o diez, excepto a la familia y algunos comensales muy especiales que comían en otro comedor con las puertas cerradas. Nuestra mesa estaba en el despacho de Franco, aunque habían sacado de allí todos los objetos de uso diario. Los compañeros de mesa que tuvimos no pertenecían a nuestro grupo, pero eran agradables. Me tocaron a un lado un príncipe que se llamaba Chocotúa, o algo parecido, y al otro el embajador de la Orden de Malta. Se divirtieron comentando cómo es ser embajador sin país y príncipe sin tierra. Después se habló mucho de un tema que últimamente está muy de actualidad: las caras de Bélmez. Parece ser que en las paredes de una casa de ese pueblo perdido de Córdoba han aparecido nadie sabe cómo unas caras, y que cuando las borran vuelven a aparecer. Además, cuando los investigadores ponen unas grabadoras registran voces de ultratumba.

– Pues en este despacho se oyen voces de ultratumba todos los días y nadie se sorprende -dijo una señora bastante chillona que debía de ser la mujer de alguno de los presentes.

Se hizo un breve silencio y la gente siguió comiendo como si nadie hubiese oído el comentario.

El menú estaba compuesto de consomé (bueno), timbal de langostinos (regular) y silla de ternera, un plato desconocido para mí, pero que estaba bastante rico. Precisamente cuando íbamos por el timbal vimos pasar por una de las puertas a Villaverde (siempre de domador) que arrastraba a don Jaime completamente descompuesto, y de color verde manzana, hacia el cuarto de baño. Luis hizo un amago de levantarse a ayudar, pero Cristóbal lo paró en seco.

– No te preocupes, embajador, ya puedo yo con el sordo. Se ha tomado unas copas y mira… Lo que te pido es que si se le cae el Toisón de Oro se lo recojas porque luego será un follón de muerte si se pierde… -y desapareció con su consuegro y el Toisón a rastras.

El pobre don Jaime salió de escena y no se lo volvió a ver.

Cuando regresábamos a casa, ya tarde, Luis me dijo medio en broma, medio en serio, como es habitual en él:

– Espero que, cuando muera el Generalísimo, España no acabe como esta noche: con los Franco arrastrando a los Borbones.

EPÍLOGO ESPAÑOL

Bien callado se lo tenía Luis. El nuevo destino es… Moscú. De todos los lugares del mundo a los que lo podían haber mandado, tenía que ser precisamente allí. Un país a miles de kilómetros de ninguna parte, perdido en mitad de la nieve y con Stalin casi fresquito en la tumba aunque estemos en el año 1972 y digan que las cosas han cambiado mucho desde entonces. Luis dice que es un lugar fascinante y que permitirá a los chicos aprender uno de los idiomas con más futuro. También dice que así pasaremos más tiempo con ellos, cosa difícil en destinos como Madrid, donde hay que hacer vida social los siete días de la semana. Yo sólo me imagino todo el día con nieve hasta el pecho y embutida en un gorro de piel. Y me da la impresión de que no soy la única que lo piensa.

Esta tarde hemos estado en la Zarzuela despidiéndonos de los príncipes. Nos recibieron en uno de los saloncitos que dan al jardín, con ese aire petit bourgeois que tiene el palacio que más bien parece una buena casa de familia. Cuando les contamos cuál era nuestro nuevo destino, doña Sofía empezó a hablar de la suerte que teníamos de ir a un país tan rico culturalmente, con músicos tan maravillosos como Rostropovich, donde se habían creado obras maestras de la literatura como Crimen y castigo o Ana Karenina. También habló de la riqueza del alma rusa, tal como la describen autores como Pushkin y Gogol y cosas así durante largo rato. Don Juan Carlos, por su parte, sólo dijo «¿Rusia?», y luego se llevó dos dedos a la sien y con el pulgar extendido soltó un «Poum» como quien se pega un tiro.

A Luis le pareció un gesto muy poco royale, pero para mí que el príncipe tiene toda la razón. Es para pegarse un tiro de sólo pensarlo…

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