Londres

En busca del tiempo perdido

(De cómo yo, Carmen, dejé de ser esposa modelo y madre ideal para irme a vivir a Londres con papá y mamá.)


Cuando estaba a punto de cumplir treinta años tuve una de esas crisis existenciales que unos pasan a los cuarenta, otros a los cincuenta y otros, como al abandonar la veintena. El caso es que desde el mismo día en que cumplí los veintinueve me dio por pensar que esa edad era como un saldo, 99,90, y que se acababa algo, aunque no sabía bien qué. Me dio por mirar atrás y preguntarme qué estaba haciendo con mi vida, sentía que no había hecho nada extraordinario y que mi existencia era pura rutina. Vista desde fuera, sin embargo, mi vida parecía idílica. Tenía por aquel entonces una bonita casa en Madrid con una palmera, un magnolio y un níspero. Echándole algo de imaginación, podría decirse que era (casi) una copia bonsái de nuestra casa de Montevideo. Tenía además un matrimonio en apariencia bueno y dos niñas maravillosas de ocho y cinco años. A pesar de todo, yo no era feliz. Digamos que me había casado demasiado joven. Digamos que mi marido y yo maduramos de modos diferentes; que a él le gustaban unas cosas y a mí otras. Digamos que ya no teníamos nada en común. No sé, pero el caso es que la crisis coincidió con la proximidad de mi treinta cumpleaños y con el hecho de que a papá acababan de destinarlo a Londres. Entonces decidí separarme al menos por un tiempo y, para que la ruptura no resultara tan traumática para nosotros ni para nuestras hijas, le propuse a mi ex que yo me fuera a Londres con las niñas para que cursaran ahí el trimestre de septiembre a diciembre.

– A ellas les vendrá fenomenal, seguro, los niños aprenden muy rápido y así podrán perfeccionar el poco inglés que saben -le dije a

Rafa allá por el mes de julio de 1983-. Y a nosotros nos vendrá bien tener un tiempo para pensar si queremos volver o no. Además -añadí-, como está el verano por medio, te puedes llevar a las niñas a Palma todo el mes de agosto y luego yo las recojo en Madrid en septiembre y nos vamos las tres a Londres.

Rafa aceptó la idea y el 5 de septiembre, después de darle a mi madre la noticia de nuestra separación a prueba (y también el consiguiente disgusto) aterrizamos en Heathrow. A las niñas sólo les dije que íbamos a pasar unos meses con los abuelos para que aprendieran bien inglés. Sofía estaba encantada, porque llevaba tres años en el Instituto Británico de Madrid y, según ella, ya se sabía todas las canciones que había que saberse.

– Además, mistress White dice que tengo muy buen acento, ya lo verás. Mira, mami, cómo canto Oh McDonald had a… flan.

Y así, intentando enseñarle la canción a su hermana (que no sabía quién era McDonald e insistía en que a ella no le gustaba nada el flan), pasamos el control de pasaportes. Yo recordé entonces mis tiempos de colegio en Inglaterra y lo bien que lo había pasado en un internado cerca de Oxford con catorce años. Regresaba muchos años después, y con dos niñas, pero tenía la sensación de volver atrás en el tiempo. En cuanto el policía me entregó los pasaportes con un «Tbank, luv» me sentí casi como si volviera a tener dieciséis años. La verdad es que siempre me han gustado los ingleses. Son extravagantes, algo ombliguistas y miran a los extranjeros con una mezcla de fascinación y reparo, digna de un entomólogo ante un insecto, es cierto, pero yo los conozco bien. (O al menos eso creía al volver allí.) A mi madre, en cambio, la idea de vivir en Inglaterra le daba lo que los nativos llaman mixed feelings. Por un lado pensaba que Londres era un destino importante para mi padre, una gran ciudad y muy cosmopolita, pero por otro se le rebelaba ese corazón francés del que hace gala tan a menudo. Así contó ella la llegada de toda la familia.


LLEGADA A LONDRES E INSTRUCCIONES PARA CONOCER A LA REINA


Primavera de 1983.

Aquí estamos, en Londres, el segundo de los dos destinos diplomáticos más deseados por Luis. El primero fue Moscú (Luis hablaba ruso mucho antes de que nos enviaran allí, y aunque me jura por todos sus antepasados que no es verdad, yo estoy segura de que fue él quien pidió aquel destino que a mí, en principio, no me atraía nada). Ahora estamos a punto de llegar a su segunda embajada ideal de toda la carrera. Visto lo visto, no puedo menos que pensar que sus espíritus protectores hacen lobby con mucho más éxito que los míos allá en el otro mundo. Lo digo porque, como le expliqué el otro día a Carmen, cuando me contó lo de su separación, ningún matrimonio es perfecto y el de sus padres no es una excepción. En nuestro caso, por ejemplo, los comienzos fueron bastante difíciles, sobre todo por conflictos familiares: los Posadas y los Mané son un poco como los Montesco y los Capuleto, en otras palabras y dicho en lunfardo, se mastican pero no se tragan. Y todo debido a un desencuentro del abuelo de Luis con el mío allá por los tiempos del cancán, cuando uno estaba de embajador en París y «olvidó» invitar al otro a una kermesse con motivo de no sé cuál de las Grandes Ferias Internacionales. Increíble pero cierto: desde ese lejano día de mil ochocientos no sé cuántos, la rivalidad se ha traducido en que varios miembros de las familias ni se dirigen la palabra. Las diferencias se notaban también en cosas tan absurdas como que unos son (o eran) completamente afrancesados y casi pronunciaban la R como G (esos somos nosotros, los Mané), mientras ellos, los Posadas, eran anglófilos, tan furibundos que se dedicaban hasta hace muy poco a tomar el té de las cinco subidos a un ombú. Tonterías decimonónicas de sociedades pequeñas y esnobs, pero era así. Hoy todo eso está olvidado, por suerte, pero de vez en cuando me sale mi cote Capuleto y me indigno con los Montesco. Porque, vamos a ver, ¿por qué nunca le tocará a esta familia ir a un país francófono para que todos se admiren de mi buen acento? En cambio, y como digo, aquí estamos, en Londres, y yo llevo toda una semana aprendiéndome de memoria Pygmalion, de Bernard Shaw, porque, según Luis, es la lectura perfecta para practicar mi herrumbradísimo inglés. Así, según él, al mismo tiempo que Eliza (es decir, My Fair Lady para los que hayan visto la película) aprende a hablar como una señorita de clase media alta, yo aprendo inglés coloquial. Bueno, de acuerdo, muy bien, pero por muy excéntricos y raros que sean los ingleses, ¿en qué ocasión, me pregunto, voy a poder usar frases tan absurdas como «The rain in Spain stays mainly in the plain» y menos aún esta otra, no se la pierdan: «In Hereford, Hareford or Harecham, Hurricaines Hardly ever Happen»!

En fin. No quiero remover más el puñal en mi herida, pero no puedo por menos que hacer notar que llegamos a Londres en uno de esos días que parecen sacados de una película de Hitchcock, o que anuncian un nuevo crimen de Jack el Destripador: lluvia helada, niebla persistente, ambiente general gris. Según Luis, ya no existe la llamada pea soup fog o lo que es lo mismo, niebla espesa como sopa de guisantes (reconozco que me encanta esta expresión: los ingleses no tienen buena gastronomía pero adoran compararlo todo con la comida). Sin embargo, parece que no tiene razón. El verano está en puertas, es 3 de junio, y aquí estamos en nuestra casa nueva, Luis y yo, Dolores, también Carmen y sus dos hijas, aislados del mundo exterior por una niebla densa y congelados como sorbetes. Como había empezado a decir, Carmen acaba de separarse de su marido y ha decidido dejar Madrid y venirse a vivir de nuevo con nosotros, al menos durante el próximo curso escolar de las niñas. Por suerte Sofía y Jimena todavía son chicas para vivir una situación así, y espero que se adapten bien a un nuevo idioma y a una nueva vida. Cuando me dieron la noticia de la separación, me llevé un disgusto, claro, no obstante, han pasado unos días y ahora pienso que ella es tan joven -apenas ha cumplido treinta años- que no le costará mucho volver a empezar en una ciudad como ésta, tan llena de posibilidades de todo tipo. Pero bueno, no es el porvenir de Carmen lo que me preocupa en este preciso momento, la verdad, sino el lamentable estado en el que hemos encontrado la embajada. Una pena, realmente, porque es una de las casas más lindas en las que nos ha tocado vivir. Tiene tres pisos de más de doscientos metros cada uno, es de ladrillo rojo y estuco blanco al estilo William & Mary diría yo, y tiene un maravilloso jardín con un bungalow al fondo. El interior ya es otra cosa. Desconchones en las paredes, muebles con tapicerías inservibles, los pisos arañados… Creo que no voy a tener más remedio que poner en funcionamiento a ese escuadrón de reconstrucción, retapizado y pintura al que yo llamo Posadas Family Builders Inc. y que me ha hecho famosa allá en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Montevideo. Ellos saben que con cuatro pesos, mucha imaginación y poniendo a limpiar y pintar y encerar desde el primero hasta el último miembro de la familia (de ahí lo de Posadas Inc.), soy capaz de convertir una ruina en una embajada de ensueño. Sin embargo, yo empiezo a estar un poco cansada de hacer tantos milagritos por el bien de la patria, la verdad. En fin, lo más urgente ahora es instalarse más o menos y esperar la visita del Foreign Office.

Porque, según me ha explicado Luis, estamos en el país del protocolo, los rituales y las puestas en escena, y para todo se empeñan los ingleses en adiestrarlo a uno. Por ejemplo, con el fin de preparar a las mujeres de los embajadores para su primer encuentro con la Reina el día de la presentación de credenciales, el Foreign Office tiene por costumbre mandarles a una jefa de protocolo con un pliego de instrucciones. La mía resultó ser una tal lady Marsch que, para más datos, hablaba como un personaje sacado de la serie Arriba y abajo. Me ha llamado esta mañana para preguntarme cuándo me vendría bien que pasase por casa a tomar el té «para charlar como dos amigas», y yo le he dicho que el jueves. Hasta entonces (y tengo dos días) voy a ver cómo adecento un poco esta casa. Para hacerlo, cuento con la ayuda de lo que en España llaman «el cuerpo de casa», maravilloso eufemismo que en este caso se reduce a un matrimonio llamado mister y mistress Darling. Luis se quedó fascinado en cuanto los vio porque según él parecen escapados de una novela de Evelyn Waugh o de Somerset Maugham (aquí todo parece sacado de los libros), pero yo tengo mis reparos. A ver cómo los describo: él tiene unos cincuenta y cinco años, metro noventa, bigotes y pelo rojo fuego y el aire marcial de un militar de las colonias (lo que no es de extrañar, porque en su curriculum figura que fue teniente en Birmania). Ella es aún más increíble. Aunque se dice inglesa, para mí que tiene algún antepasado malayo o algo así porque es minúscula, morena, de ojos duros y negros, y jamás despega los labios. El curriculum dice que antes de venir a la embajada habían trabajado en casa de Tina ex Onassis, ex Niarchos. En la corta conversación que tuvimos el otro día, el nombre de esta señora salió a relucir lo menos seis o siete veces. No sé, o mucho me equivoco, o ambos están a punto de convertirse para mí en lo mismo que Rebeca fue para la joven e inexperta señora de Winter en la novela de Daphne du Maurier (o mejor aún en la peli de Hitchcock, porque desde que llegué a Londres a mí todo me parece de Hitchcock). Lo digo porque igual que a la señora de Winter su ama de llaves todo el tiempo la estaba comparando desfavorablemente con Rebeca, a mí los Darling me tienen frita con su anterior jefa. Que si la señora Onassis-Niarchos jamás hubiera puesto rosas amarillas en el salón porque son muy vulgares… Que si en su casa acostumbraba tomar siempre armañac después del café y no calvados como aquí, que si mister Niarchos esto, y mister Onassis lo otro… Y me miran, él desde su metro noventa y sus pestañas rojas, ella desde sus ojos malayos con las manos a la espalda como si en cualquier momento fuera a sacar un kukri o una daga oriental, qué escalofrío.

Por supuesto todo esto no se lo he contado a nadie y menos a Luis porque se reiría de mí. A él le encantan los Darling, los encuentra muy adecuados para una embajada en Londres. Ni siquiera le parece ridículo que se apelliden Darling y haya que llamarlos por tan absurdo apellido, sobre todo al marido («Good morning, Darling! Thank you, Darling!»). Según Luis no hay nada de qué reírse, todo es «muy british, muy Commonwealth». Me trago pues mi síndrome de Rebeca y aquí estoy organizando el té para lady Marsch, la del Foreign Office. Le he pedido a mistress Darling que prepare scons con mantequilla y nata como les gusta a los ingleses, pero no estaría de más añadir un toque rioplatense a la merienda, como un buen dulce de leche. Me pregunto qué será eso tan importante y distinto sobre lo que quiere instruirme lady Marsch. No es la primera vez que asisto a una entrega de cartas credenciales y no creo que, por mucho que a los ingleses les gusten los rituales y la puesta en escena, esta ceremonia vaya a ser muy diferente de las de otros países.

Huelga afirmar que me equivocaba, y ahora más que nunca puedo decirlo con conocimiento de causa: England is different.


Ese jueves lady Marsch llegó puntualísima a la hora del té (que, por cierto, es a las cuatro y no las cinco como erróneamente se cree fuera de Inglaterra). Venía ataviada con un trajecito verde loro, un chai turquesa y zapatos a juego. Menciono el detalle porque tiene mucho que ver con mi «adiestramiento» antes de ver a su graciosa majestad. Por lo visto, según me explicó lady Marsch mientras daba buena cuenta de los scons («Very delicious, mistress Pausadas, really delicious»), había que tener muy presente que a la Reina le gustan sólo los colores vivacious o alegres.

– Por tanto, querida, en ningún caso sería aceptable elegir para la ceremonia el color negro, no, de ninguna manera, sería un desastre. Compréndalo, aquí en Inglaterra todo es muy gay, es decir, muy alegre. Tampoco son recomendables el malva, el gris oscuro o el marrón chocolate. Aunque la audiencia es por la mañana, si ese día luce poco el sol, su majestad puede equivocarse y creer que va usted de negro. Siendo así, inmediatamente creerá que está usted de luto, y a continuación le presentará sus condolencias, lo que produciría una gaffe muy desagradable que tenemos que evitar. Nosotros no queremos que la Reina incurra en ninguna gaffe ¿verdad, mistress Pisadas? ¿Le importaría pasarme, querida, un poco más de ese toffee semilíquido que le ponen ustedes a los scons? Está delicioso.

Le pasé el dulce de leche y ella, tras chuparse los dedos, continuó:

– También es importante que lleve usted guantes a la ceremonia; la Reina, como está en su propia casa no puede llevarlos y usted comprenderá…

Aquí lady Marsch dejó la frase inconclusa, pero como volvió a chuparse los dedos yo interpreté que el asunto de los guantes tenía que ver más con una medida higiénica que con el protocolo. Quién sabe, me dije, tal vez la Reina sea como Howard Hughes, ese multimillonario norteamericano tan raro que aborrecía tener contacto físico directo con la gente. Sí, claro, ahora entiendo por qué siempre se la ve con guantes, para evitar miasmas al tener que dar la mano a tantísimas personas en la calle. En su casa, sin embargo, no está bien usarlos, de ahí que me tocase a mí poner el cordón sanitario.

– ¿Más scons, lady Marsch?

– Gracias, mistress Pescadas, y una gota de té también, con una nube de leche.

El resto de las instrucciones que me dio la buena señora sólo pueden describirse como tabla de gimnasia o como indicaciones para bailar la yenka. En página aparte (y traducido por yours trully, puesto que últimamente he hecho muchos progresos con mi inglés), incluyo la hojita que me entregó la lady con todas las instrucciones completas junto con un croquis de la Grand Entrance de Buckingham Palace y los pasos que hay que dar y dónde se tiene que hacer cada reverencia, que son varias. Sin embargo, y haciendo una síntesis, diré que toda la coreografía de la ceremonia de presentación de credenciales es muy enredada. Para empezar, he de decir que a la mujer del embajador la encierran hasta el último momento en una habitación que muy adecuadamente se llama The Bow Room, la habitación de las reverencias. Mientras yo estoy en el Bow Room, Luis, acompañado por el caballerizo real y el vicemariscal de la Reina, deberá hacer su propia coreografía que, a grandes rasgos y según reza la compleja hojita, consiste en lo siguiente: se abre la puerta, tres pasos adelante y primera reverencia. Cuarto paso adelante con el pie izquierdo, segunda reverencia. Una vez ante la Reina, hay que decir unas breves palabras protocolarias (no más de media docena), al tiempo que se entregan las credenciales. Éstas se llevan primero en la mano izquierda, pero una vez que se ha saludado a la Reina, se entregarán con ambas manos. Para dirigirse a ella en la primera ocasión ha de utilizarse la fórmula «Your Majesty» y a partir de ahí «Ma'am» pronunciado en a, nunca ene… En fin, todavía estaba yo a la mitad de la explicación con la hojita de marras en la mano y ya tenía un mareo considerable.

– ¿Otro poco de té, lady Marsch? -le pregunté para permitirme una tregua, pero la noble dama ni me escuchó porque estaba dando buena cuenta de un enorme scon tan embadurnado de dulce de leche que empalagaría a varios caballerizos reales y a no pocos vicealmirantes.

Cuando la entrevista terminó, veinte minutos más tarde, lady Marsch y yo no habíamos concluido el repaso de la sacrosanta hojita, pero en cambio, éramos ya íntimas amigas. Yo le di la receta del dulce de leche y ella me retribuyó con una buenísima de trumpets hechos no con harina de trigo, sino de maíz. Entrando en confidencias aún más profundas, ella me explicó que el mejor té se compraba en Fortum & Masón y yo le confié mis tribulaciones con los Darling. Total, que de lo que menos hablamos fue de la gimnasia real que ellos llaman protocolo.

– No se preocupe, mistress Pilladas, lo hará usted estupendamente, estoy segura -me dijo antes de marcharse.

Pero mucho me temo que todo lo que aquella agradable señora tenía de gourmet, le faltaba de pitonisa, porque mi presentación a la Reina quedará en los anales de mi vida como uno de los momentos más espantosos. Esto fue lo que pasó.

STRIPTEASE EN BUCKINGHAM PALACE

Primero, y tal como estaba previsto, me pasaron a la llamada The Bow Room acompañada, por cierto, de una réplica de lady Marsch. Ésta se llamaba lady Pirrit, era más gorda y más joven que mi amiga, pero tenía su mismo aire y, por supuesto, hablaba igual que ella, incluida esa particularidad tan inglesa de llamarle a una mistress Pisadas, Pescadas o Pilladas, como si ellas fueran la Castafiore y yo el capitán Haddock. Se notaba que, como a la Castafiore o a lady Marsch, a lady Pirrit también le gustaban los colores vivacious. Lucía muy elegante en su vestido de tafetán amarillo patito y chai amarillo canario. Yo, por mi parte, había elegido para la ocasión un vestido de gasa fucsia muy ligero y primaveral que creo que me sentaba bastante bien. Llevaba, por supuesto, los guantes reglamentarios, también un sombrero blanco y, por todo adorno, una larga y fina cadena de oro que me llegaba hasta el talle y de la que cuelga una medalla que fue de mi madre. Después de repasar con lady Pirrit por última vez mi coreografía de pasos, que cada vez me recordaba más a la yenka (derecha, derecha, izquierda, izquierda, adelante, atrás, reverencia), quedamos las dos en silencio esperando el momento de ser anunciada. Y llegó por fin. Me escoltaron escaleras arriba, se abrió la puerta y pude ver allá a lo lejos, cerca de la ventana, a la Reina, flanqueada por Luis y el resto del personal de la Embajada. Por un momento me salió la vena republicana que desde luego tengo, como todos los que hemos nacido en las Américas, y cavilé que toda aquella tonta coreografía estaba ideada maquiavélicamente para que uno se sienta en inferioridad de condiciones teniendo que contar pasos, agacharse, etcétera. Los reyes, me dije, han tenido muchos siglos para perfeccionar sus maldades, incluso las nimias como éstas, pero bueno, allá voy; alguien como yo, criada en los sólidos principios de la revolución francesa, no se va a achicar por tan poco. Avanzo con el pie izquierdo, hago mi primera reverencia, doy un par de pasos, hago mi segunda reverencia (muy bien, Bimba, hasta aquí vas fenómeno, ya lo tienes, perfecto), llego a donde están los demás, y extiendo por fin la mano hacia la Reina. «How do you do?», dice ella. «Your Majesty», digo yo fiel al guión de lady Marsch, e intercambiamos dos palabras. Literalmente dos segundos, porque apenas me ha dado tiempo a comprobar que ciertamente a la Reina le gustan los tonos gay y tiene exactamente el mismo timbre de voz que mis damas siamesas cuando ya se acaba la audiencia. Bueno, lo pintoresco, si breve, dos veces pintoresco, me digo, y mejor así antes de que me equivoque en los pasos de la yenka. A ver, ¿por dónde iba? Ahora sólo me quedaba caminar dos pasos hacia atrás y luego, por fin, qué liberación, ya podré girar y darle la espalda a la Reina cuando, de pronto… ¿Qué es esa risita mal disimulada que veo en labios del ministro consejero? ¿Y qué serán esas señas mudas y desesperadas que me hace la secretaria social? Y, oh, Dios mío, ¿a qué puede deberse la cara de espanto de Luis, que parece estar al borde de la apoplejía? No sé, añado para mí, intentando no darle importancia, vete a saber, pero yo a lo mío, que aún me faltan dos reverencias y dos pasos hacia atrás.

Entonces me doy cuenta. Mi-vestido-de-gasa-fucsia. Sí, por muchos años que pase, seguirá apareciendo en mis peores pesadillas aquel vestido de gasa fucsia. Lo que ocurrió fue que la cadena de la que pendía la medalla de mi madre es tan fina que yo no noté que, en una de las reverencias, se enganchó con el ruedo de la falda. Si ésta hubiera sido de cualquier otra tela no habría pasado nada, pero la gasa de chiffon es tan tenue, tan liviana, que ni siquiera me di cuenta cuando se elevó dejando al descubierto mi ropa interior. «La embajadora de Uruguay muestra la bombacha en Buckingham Palace», «Embassador's Wife shows Knickers to the Queen», «Scandale diplomatique á la Court de St. James». Como tengo una imaginación very vivacious, todos estos titulares de periódicos sensacionalistas se me pasaron en un segundo por la cabeza. Pero, gracias a Dios, a todos los santos y en particular a santa Teresita, que diga lo que diga Luis siempre está al quite allá arriba, por lo que pueda pasarme, la catástrofe sólo fue una media catástrofe. Porque lo cierto es que de algo sirvieron los anticuados consejos de lady Marsch sobre la vestimenta. Y es que, además del sombrero protocolario, de los guantes tipo cordón sanitario para no contagiar a la Reina y de evitar vestir de negro por si su majestad pensaba que estaba de luto, ese día yo tuve una precaución adicional: la de ponerme una enagua corta que, si bien tenía como función, en principio, evitar inapropiadas transparencias en una ocasión tan formal como aquella, lo cierto es que evitó que me quedara en bombacha delante de todo el mundo y en Buckingham Palace. Así, aunque la situación fue grotesca, al menos lo que enseñé al respetable fueron unas enaguas rosa y nada peor. ¿Que qué pasó en el momento en que me di cuenta de la situación? Lo normal en estos casos: palidecí, me puse colorada (o mejor dicho fucsia), balbuceé algo incomprensible y miré hacia donde estaban los demás. Ahora todos hacían grandes esfuerzos por aguantar la risa, el ministro consejero, el agregado comercial, las tres secretarias y hasta Luis. Todos salvo la Reina. ¿Que qué hizo ella? Ladeó levemente la cabeza y me miró a los ojos al tiempo que me dedicaba una sonrisa completamente distinta a las protocolarias que me había prodigado. Una que, si bien no me volvió monárquica de golpe, sí me hizo verla a partir de entonces con auténtica simpatía.

– Pequeños accidentes laborales que ocurren -me dijo con una suave sonrisa-. A mí también me ha pasado alguna vez. So, don't worry, mistress Pilladas.

Al día siguiente de su semistriptease en Buckingham Palace, nuestra madre anotó en su cuaderno la receta de los scons que le había dado lady Marsch el día que vino a casa para instruirla sobre cómo debía comportarse ante la Reina.

Llamó a la receta Scons a la Marsch y a todos nos gustó mucho el resultado. Sin embargo, como nosotros estamos siempre experimentando con las recetas, una de las veces ensayamos poniéndole unos granos de anís. Los scons quedaron muy bien, pero esta variación modificaba la fórmula convencional y por tanto requería otro nombre. Dolores dijo que por qué no llamarlos Petticoat scons, en recuerdo de nuestra madre enseñando su ropa interior en Buckingham Palace, pero a veces el sentido del humor de mamá no llega tan lejos. Por eso tuvimos que pensar en un segundo nombre, y se nos ocurrió uno inspirado en esa manía tan inglesa (de la que hasta la Reina participa) de reinventarles a los extranjeros sus nombres o apellidos. La hemos llamado:


SCONS MISTRESS PILLADAS


Ingredientes

2 tazas de harina

2 cucharadas de levadura

1 huevo

100 g de mantequilla

1 cucharada de azúcar

1 taza de leche

una pizca de sal

anís en grano


PREPARACIÓN


Mezclar la harina, la levadura y la sal en un recipiente. Agregar la mantequilla bien fría y rallada.

Batir el huevo y mezclarlo con la leche. Hacer un hueco en la mezcla en forma de cráter. Verter en él el huevo, la leche y los granos de anís. Incorporar la harina empezando por el centro y siguiendo por el exterior. La masa debe quedar blanda pero sin grumos. Luego amasar sobre una mesa, con cuidado de que no se agriete. Con un rodillo estirarla en una capa de un centímetro de espesor. Con un vaso cortar la masa en redondeles. Luego ponerlos en una fuente enharinada y cocerlos en el horno precalentado a 200° C durante 15 minutos. Deben quedar dorados.

Pero no todo iba a ser tan fácil como hacer scons. Uno de los primeros problemas a los que tuvo que enfrentarse nuestra madre, una vez superada la ceremonia de presentación de credenciales, fue pintar y redecorar una casa que, como ya se apuntaba más arriba, dejaba mucho que desear. En su cuaderno ella lo cuenta así:

MARÍA CALLAS EN EL DESVÁN

Aquí estoy, lista para ponerme al frente de Fosadas Family Builders Inc. e intentar arreglar un poco la embajada. Mucho me temo, una vez hecha la primera inspección del estado del edificio, que no voy a tener más remedio que poner en marcha todos los recursos humanos de esta familia para que la casa renazca de sus cenizas. Como ya dije antes, se trata de un edificio lindísimo del siglo XIX. Una casa de ladrillo rojo con sus bay windows, sus tres plantas enormes y un jardín espléndido. Sin embargo, el piso de arriba, por ejemplo, debe de estar deshabitado desde los tiempos de Jack el Destripador, como mínimo. En fin, no sólo parece que en esta planta no haya vivido nadie desde entonces, sino que tiene uno la sensación de que, al abrir alguna de las puertas que se alinean a lo largo del descansillo, se va a encontrar a las pobres víctimas de Jack colgadas del techo de un gancho jamonero. Supongo que alguno de los antiguos moradores de la casa debía dedicarse a la fotografía artística versión tenebrosa o algo así, porque, en uno de los cuartos de la izquierda (cerca del que ocupan los Darling, por cierto) hay unos rollos con telones de fondo pintados con figuras de lo más lúgubres. También hay unas siluetas humanas recortadas en cartón y unos enganches metálicos en forma de largas púas que, supongo, servían para colgar los decorados, pero que tienen un aspecto amenazador. Además, varias de las ventanas de este piso están cubiertas con trapos negros, abundan las bateas de revelado de distinto tamaño y otros artefactos que aún no sé si son elementos de tortura o accesorios de un laboratorio fotográfico. Éste es el problema de «heredar» casas: se encuentra uno con cada cosa… Le voy a decir a Dolores que eche un vistazo a todo lo que hay allá arriba. Ella es la artista de la familia, de modo que a ver qué se le ocurre que podamos hacer con este remedo de casa de Barba Azul o de gabinete del doctor Caligari.

Por cierto, Lolita está encantada. La acaban de aceptar en la Wimbledon School of Arts, justo el lugar que quería para estudiar escenografía de teatro. Se trata de una de las escuelas de arte más importantes del mundo y, aunque tiene que levantarse a las seis de la mañana para llegar a clase, oh, milagro de los milagros, no le importa hacerlo y salta de la cama cantando como una calandria. Yo, que tengo un concepto bohemio del arte y adoro la noche, me pregunto cómo acabarán siendo estos nuevos artistas tan madrugadores; un pelín burocráticos y funcionariales serán, digo yo, pero Dolores opina que no entiendo ni papa y que qué tendrá que ver una cosa con otra. A mí en todo caso me divierte mucho ver lo rápido que ha adoptado, por ejemplo, la forma de vestir de los artistas ingleses. Cada mañana a las seis sale ataviada con distintos modelos. Un día va con leggins y zapatos en punta como de trovador medieval a los que sólo les faltan los cascabeles. Otro, con unas medias de red rotas por cuatro sitios, pantalones de esquí y una chaqueta de cuero que parece roída por el mastín de los Baskerville. En ocasiones se pone pololos y un jersey de lana larguísimo, que le llega a las rodillas… Mucha variedad en el look, sí, pero hay dos elementos que no se quita ni para dormir: una especie de cuello de piel de comadreja al que llama the animal y un borsalino también muy raído. Es precisamente a Dolores a la que pienso poner al frente de la realización artística de Posadas Family Builders Inc. para que le dé los toques finales a la decoración y, como mano de obra no cualificada, a Carmen, y a quien esté por casa, incluidas sus niñas. Aquí ha de colaborar todo el mundo o la cosa no tendrá remedio. Claro que antes tengo que pintar el edificio de arriba abajo. Y para eso, y como es mucho trabajo, tengo pensado contratar una cuadrilla de búlgaros sin papeles. Espero fervientemente que de esto no se entere el Foreign Office (ni tampoco Luis). Me los ha recomendado la embajadora de Guinea-Conakry, que es muy simpática y también muy ahorrativa. Una vez en marcha la conexión búlgara, lo siguiente es elegir bien los colores. Una de las secretarias de la embajada, que lleva aquí desde los tiempos de Churchill, me dice que las casas inglesas deben estar pintadas de colores vivos. Nada de beige, fuera el blanco, abajo con el gris. Por lo visto, lo que prima por estas latitudes es el amarillo, el rosa, el verde y el azul eléctrico. «Lógico -pienso yo-, en un país en el que se hace de noche a las tres de la tarde, o pinta uno de amarillo canario y rosa chicle o le da la depre.» Elegí pues los colores, también los distintos tonos, más claros en las molduras, más oscuros en el rodapié, levemente diferentes en el techo que en las paredes, etcétera. Diez largas semanas más tarde, cuando ya empezaba a balbucear mis primeras palabras en búlgaro (qué remedio) y tras dos novenas a santa Sofía, conseguí al fin que se fueran los pintores. ¿El resultado? Aquí estoy ahora con el comedor pintado de verde, el salón de amarillo y el cuarto de estar de rosa. La verdad es que el salón tenía que ser verde, el comedor rosa y el cuarto de estar amarillo, pero bueno, qué se le va a hacer, lost in translation, como dicen acá. En cualquier caso, no pienso quejarme (sobre todo para que Luis no se entere de que contraté a unos ilegales) y de todas maneras se ve bastante lindo. Sin embargo, para que quede sensacional de verdad falta darle mi toque maestro. Consiste en recubrir las molduras de los frisos y las de los zócalos de una tenue capa de pan de oro. Muy tenue, muy fina, tanto que apenas se vea. Lo malo es que conseguir un efecto tan sutil es una trabajera del demonio. Hay que utilizar goma arábiga para fijar el pan de oro, que se rompe de sólo mirarlo, con lo carísimo que es, después hay que lijar, luego patinar, barnizar… Los decoradores cobran unas doscientas libras el metro por hacerlo, pero con mi supervisión y utilizando nuevas técnicas que Dolores ha aprendido en su colegio, seguro que nos queda de lo más bien. Además, Gervasio está por aquí de visita con las pirañas y así tenemos mano de obra extra. Las pirañas son dos amigos suyos de los tiempos del colegio que ganaron, su fama y nombre por razones obvias. Desde que eran chiquitos cada vez que aparecen por casa arrasan la nevera, asolan la despensa, esquilman la bodega… Emilio y Nacho están aquí para hacer no sé qué cursillo, pero son como de la familia, de modo que, en sus ratos libres, van a filetear en oro, como está mandado. Además, de este modo lograrán bajar el steak and kidney pie de Mrs Darling, que ya se les empieza a notar en la cintura. Por cierto, ahora que hablo de los Darling: tanto a ella como a él los encuentro raros últimamente, pero eso, como diría Scarlett O'Hara, ya lo pensaré mañana, ahora estoy muy ocupada. Posadas Family Builders Inc. funciona de la siguiente manera y tiene el siguiente organigrama: primero están las directoras artísticas, que en este caso somos Dolores y yo. Después está el obrero no cualificado (léase Carmen). Luego los eventuales, como Gervasio y sus pirañas, y también las miniaprendices, que son las hijas de Carmen, que se ocupan de traer y llevar cosas (sobre todo Coca-Colas a los sedientos trabajadores). Y por fin está el lector. El lector es Luis, claro. A él, como es un perfecto manazas y tiene el toque del rey Midas pero al revés -todo lo que toca lo convierte en polvo- le hemos buscado una actividad que le va mucho y de la que hemos disfrutado en otras ocasiones: igual que hacían en los conventos de clausura o en las fábricas de cigarros allá en Sevilla y en La Habana, Luis nos ameniza el trabajo leyendo en voz alta. Como estamos en Inglaterra y los trabajadores son de edades y tipos de lo más variopintos, ha decidido que, en esta ocasión, nos va a leer las aventuras de Sherlock Holmes.

El caso es que empezamos por el comedor e íbamos ya casi por la mitad de El mastín de los Baskerville cuando se produjo la primer baja laboral. Carmen dijo de pronto que durante dos días no iba a poder pintar, porque había tenido una catástrofe de vestuario.

– ¿Y qué demonios es una catástrofe de vestuario? -preguntó Emilio-piraña mirando desde lo alto de la escalera hacia donde estaba Carmen.

Ésta llevaba en una mano un vestido lleno de lazos y en la cara una expresión de muy pocos amigos. Ni se dignó a contestarle, pero según me explicó luego a solas, el problema está en que la han invitado a una boda y necesita un vestido nuevo. Como es de ideas fijas y con esto del divorcio se ha vuelto muy ahorrativa, se le ocurrió llamar a su modista de toda la vida en Madrid, hacerle un dibujito así no más, en un papel cualquiera y mandárselo por correo con las medidas. Y claro, como en la vida no hay misterios, que diría mi abuela, el resultado es ahora ese cúmulo de lazos y volantes horribles que tiene en la mano. Pero lo peor es que, no contenta con el fiasco y como es así de cabezota, en vez de olvidarse del asunto y comprar otro vestido en cualquier boutique, se ha empeñado en arreglarlo ella misma porque, según dice, la tela es buenísima, le ha costado un platal y no piensa desaprovecharla. Se trata de tafetán azul recubierto de gasa negra, muy lindo, pero con tanto lazo y tanto crespón parece la cortina de un coche fúnebre, la verdad.

Según ella tenía una idea buenísima de cómo se podía reciclar el vestido, y lo que pensaba hacer era darse de baja como pintora, pero unirse al grupo de trabajadores con su caja de costura, de modo que, mientras unos pintaban, ella le iba a dar al hilo y a la aguja. Además, así no se perdía el final de El mastín de los Baskerville.

Ya estábamos por el tramo final del cuento, con Sherlock y Watson vagando por las marismas neblinosas en pos del mastín de marras, cuando ocurrió un incidente misterioso digno del propio Sherlock Holmes. Lo cierto es que, como ya he dicho, yo andaba un poco mosca desde hacía días con la actitud de los Darling. Los notaba fríos, reservados, glaciales, pero no le había dado mucha importancia al asunto. Pensaba que estaban molestos porque las pirañas -que cocinan como los ángeles, dicho sea de paso- se metían con demasiada frecuencia en su territorio a preparar este o aquel plato. De hecho, ya había recibido uno o dos comentarios tanto de mister como de mistress Darling al respecto. Siempre en su línea, las quejas comenzaban con una alusión a su antigua empleadora, Tina ex Onassis, ex Niarchos: «Madame jamás hubiera permitido que unos invitados prepararan fondue de chocolate en la biblioteca…», o «En casa de madame nunca habría ocurrido que alguien usara mi escurridor de verduras…», pero yo no les había hecho mucho caso y por eso -me imaginaba- se habían sumido en un silencio glacial. Un día, en que le pedí a mister Darling un vaso de agua con hielo, observé de refilón un extraño objeto que asomaba del bolsillo de su chaqueta. Como he perdido mucha vista últimamente (serán las brumas de Londres) no llegué a distinguir bien lo que podía ser aquello. Se parecía mucho a uno de los crespones del vestido de Carmen, sólo que con puntillas de otro color, algo así como un liguero rojo cardenal o, mejor dicho, morado obispo. Como siempre he tenido miedo a las rarezas de la gente que vive en casa, decidí prestar a Darling un poco más de atención de ahí en adelante. Quizá se tratara de un exceso de precaución por mi parte.

Posiblemente el mucamo, al ver que Carmen estaba desechando los lazos que le sobraban a su vestido, decidió recoger un par de ellos para que los aprovechara mistress Darling. Era un matrimonio austero en exceso, siempre se quejaba mucho de que malgastábamos el azúcar y cosas así («Mistress Onassis jamás habría puesto tres terrones en el té…»). Olvidé pues el asunto del crespón, pero al día siguiente, al servirme Darling una taza de té, vi que lucía en el dedo meñique algo que parecía (maldita presbicia una vez más) un anillo con una piedra roja. Ese mismo día Carmen nos mostró su obra maestra terminada. De niña siempre sacaba unas notas pésimas en clase de labores, según ella porque, como es zurda, sus profesoras la acababan dejando por imposible, pero debo reconocer que esta vez se había esmerado. Había recortado el vestido eliminando no sólo los lazos y los volantes sino también las mangas. Así, se convirtió en un traje palabra de honor que se envolvía alrededor del cuerpo igual que uno se envuelve una toalla al salir de la ducha. Para evitar que tan precaria sujeción la dejara en paños menores delante de la Reina (y, no lo olvidemos, sería la segunda vez que la familia se dedicaba al striptease), había encontrado un buen recurso. Consistía en aprovechar uno de los volantes más anchos a modo de banda a la altura del pecho y luego anudarlo delante con una gran lazada. De esta forma le quedó un vestido estilo imperio bastante impressive que dicen por acá. Estábamos todos admirando su obra cuando de pronto ¿qué veo a través de las ventanas que dan al jardín? Al mismísimo mister Darling asomado tras un seto con una máquina de fotos profesional inmortalizando la escena. Vaya por Dios, primero guarda lazos y crespones en sus bolsillos, después usa sortijas en el meñique y ahora se dedica a fotografiar a Carmen.

Miré a los demás por si habían visto lo mismo que yo. Nadie parecía haberse dado cuenta, y en ese mismo momento decidí que no iba a tener más remedio que subir al tercer piso, al de Jack el Destripador o donde tienen su habitación los Darling, y hacer una discreta investigación. Era necesario averiguar a qué venía su repentino interés por la moda.

La verdad es que tenía que haberle pedido a una de las chicas que me acompañara. Pero como no lo hice, siempre quedaré en los anales de la familia como una exagerada. Hasta el día de hoy, todo el mundo piensa que le estoy añadiendo detalles ambientales a esta historia. No es verdad, las cosas ocurrieron tal como las voy a contar.

La tarde siguiente, aprovechando que era domingo y por tanto el día libre de los Darling, subí las escaleras descalza y deseando con todas mis fuerzas que no me delatara el crujir de algún escalón. Era más o menos al caer la tarde y la luz se filtraba por una de las ventanas. Avancé unos pasos más y lo primero que me sorprendió fue escuchar una música amortiguada pero aun así perfectamente reconocible: se trataba de la ópera Carmen. En cuanto identifiqué la música, empecé a hacerme mi particular película de terror: Darling estaba secretamente enamorado de mi hija Carmen, por eso le robaba los lazos de su vestido. Se trataba de un amor tortuoso, enfermizo, de ahí que se arriesgara a descalabrarse para fotografiarla con su vestido nuevo. ¿Y la sortija con una piedra roja que yo había visto en su meñique? ¿Qué significaba ese detalle? Tal vez se lo hubiera robado a mi hija, a ella le encantan las bisuterías a cuál más aparatosa y el rojo es su color favorito. Avancé unos metros más. Sonaba muy bella esa habanera que todo el mundo conoce: L'amour est enfant de Bohéme, il n'a jamáis, jamáis connu de loi… y mientras tanto yo ensayaba mentalmente mi discurso, «Darling -pensaba decirle-, lo siento mucho, Darling. Comprenderá que no se trata de cuestionar su profesionalidad, esa que usted adquirió con mistress Onassis, pero…»

si tu no m'aimes pas, je t'aime…

«… lo podemos pactar usted y yo -continué diciendo para mis adentros-. Ni siquiera su mujer tiene por qué enterarse del verdadero motivo por el que lo voy a despedir.»

si je t'aime prends garde a toi…

«Diremos que ha sido por "diferencias irreconciliables", eso siempre queda bien, y es a la vez muy aséptico, ¿qué le parece?»

A medida que iba avanzando, sonaba más fuerte la música y pude oír a continuación cómo entraba el coro acompañando a la solista para volver a entonar el estribillo: L'amour est enfant etcétera. La verdad es que, a pesar de lo desagradable del momento y de lo mucho que me latía el corazón, debo reconocer que aquella música me envolvía, me arrastraba.

– ¿Darling? -dije al acercarme a la puerta-. Helio, Darling?

Si no hubiera estado tan nerviosa, seguro que me habría reído de mí misma: allí estaba, a punto de entrar en la habitación del mucamo y llamándolo darling, es decir, «cariño», como en un vodevil de cuarta. En fin, me dije, adelante, Bimba, tenes que proteger a la familia, como siempre, y abrí la puerta de una vez.

… Si tu ne m'aimes pas je t'aime, si tu ne m'aimes pas…

Sin llamar, empuño el pomo, la puerta cede, abro de pronto y entonces…

– ¡Darling! ¿Es usted?

Sí. Era él. Él con su pelo rojo y su bigote del mismo color, él con su aire marcial de lancero de Bengala y… con los ojos pintados como Lola la Piconera, al tiempo que agitaba un abanico a lo Estrellita Castro. Era, en efecto, Darling vestido de gitana con peineta y mantilla. Con zapatos de tafilete y manejando con mucho arte su mantón de Manila. Mientras que, metros más allá, al fondo de la estancia, su mujer ataviada con una chaquetilla militar con entorchados, kepis… y desnuda de cintura para abajo, inmortalizaba toda la escena utilizando la misma cámara con la que yo había visto a su marido días atrás retratar a mi Carmen. Debo confesar que, en ese momento y a pesar de lo insólito de la escena, fui consciente de la música y sobre todo de la letra: Si je t'aime, rezaba la canción, si je t'aime prends garde á toi.

Hasta el día de hoy no sé qué fue primero, si el huevo o la gallina. Ignoro si los artilugios de fotografía estaban allí antes de la llegada de los Darling y, al encontrarlos, comenzaron a valerse de ellos para sus juegos eróticos privados y de travestismo. O tal vez no, tal vez eran ellos los propietarios de todo aquel material y, desde mucho antes de que nosotros llegáramos a la casa, entretenían así las largas y oscuras horas de domingo. Ignoro también cómo, después de gritar ¡darling! al más puro estilo teatral, aún tuve aplomo suficiente para que no me temblara la voz al señalarles la puerta y pedirles que abandonaran la casa con la mayor brevedad. Lo que sí sé, en cambio, es lo que dijo Luis cuando le conté la escenita. No dijo «Elemental, querido Watson», pero casi. Según él, toda la historia tenía su aplastante lógica. Los Darling habían trabajado antes con la primera señora Onassis, y la casa aún estaba llena de fotos de su antiguo marido, al que adoraba. A su vez, el gran amor de Aristóteles Onassis había sido María Callas. Seguramente fue allí donde los Darling empezaron a jugar a los fantasmas, y a representar las óperas Aida, La Traviata, Carmen, todo el repertorio de la Callas. Yo era muy escéptica al respecto, pero Luis insistía en que la explicación era ésa. Pero entonces -reflexionaba yo- ¿jugarían también a que eran Onassis y Jackie en pelotas? Y si es así, ¿quién haría el papel del uno y el del otro?

Yo estaba muy impresionada y hubiera preferido dar parte a Scotland Yard, pero Luis dijo que no, que a lo peor algún periodista entrometido se enteraba de la anécdota y al ministerio no le iba a gustar nada que trascendiera. Al final le hice caso y no llamé a nadie. Tampoco me he atrevido a contarlo por ahí, pero desde ese día, cada vez que oigo la voz de María Callas (y no digamos ya si canta Carmen) se me escapa un «¡darling!».


STEAK AND KIDNEY PIE CON UN TOQUE EXÓTICO


Pese a la precipitada marcha de los Darling, nuestra madre aún tuvo tiempo de aprender esta buena receta de uno de los platos más clásicos de la cocina inglesa. Se trata del típico steak and kidney pie pero con un toque de curry y es ideal para días fríos.


Ingredientes

(para cuatro personas)


600 g de carne de añojo

250 g de hígado

2 cebollas pequeñas picadas finitas

250 g de champiñones pequeños

130 g de harina

2 cucharadas de aceite

1 cucharada de salsa Worcester

125 ml de vino tinto

125 ml de caldo

un pellizco de curry

2 hojas de laurel

250 g de masa de hojaldre congelada

1 yema de huevo

1 cucharada de nata para cocinar


PREPARACIÓN


Limpiar bien los riñones y trocearlos en dados junto con la carne.

Dorar la cebolla picada en una sartén. Cuando ya esté, retirarla y poner la carne y los riñones. Dorar y reservar.

Volver a poner la cebolla en la sartén. Añadir la harina poco a poco para que no se formen grumos. Después, agregar los champiñones, la salsa Worcester y el curry disuelto en un poco de caldo.

Poco a poco, incorporar el vino y el resto del caldo. Añadir las hojas de laurel. Dejar que hierva a fuego lento durante una hora.

Retirar y dejar enfriar. Quitar las hojas de laurel. Poner la carne en una fuente de horno. Una vez descongelada la masa, estirarla para hacer una tapa con la que cubrir el pastel. Mezclar las yemas y la nata y pintar la superficie de la masa con la mezcla.

Cocer en la parte inferior del horno precalentado y dejar a fuego medio 10 minutos, hasta que la masa esté cocida y dorada por encima.

Servir con verduras.

UNA DE FANTASMAS

Cuanto más tiempo llevo en Inglaterra, más de acuerdo estoy con Asterix el galo: ¡están locos, estos ingleses! Y como están locos, hay que ver lo difícil que resulta entenderlos y no meter la pata. Por ejemplo, una de las primeras cosas que aprendí aquí es que es muy importante conocer todos los don'ts. Los don'ts, como su propio nombre indica, son todas las cosas que uno no debe hacer bajo ningún concepto. No se debe -y agárrense a la brocha- contestar a preguntas tan normales y corrientes como ¿cómo está usted?, how do you do? Cree uno que lo educado es contestar. Craso error. En la buena sociedad inglesa no se explaya uno diciendo «Muy bien, gracias, aunque ahora que usted lo menciona estoy algo acatarrada, etcétera». No, de ninguna manera, a nadie le importa si está usted acatarrada o no. A un how do you do se contesta sólo con otro how do you do, eso es lo correcto y lo demás una vulgaridad imperdonable. Otro don't es, por ejemplo, hablar en la mesa con quien a uno le apetece. Lo preceptivo es hacerlo durante el primer plato con la persona que esté sentada a su derecha. Al llegar el segundo plato se debe uno volver irremediablemente hacia su vecino de la izquierda aunque esté en plena discusión o deje al interlocutor de la derecha literalmente in medias res cuando le estaba contando cómo su querido padre había sido víctima de un accidente mortal; no importa, media vuelta y al otro lado. Tampoco está permitido fumar hasta que el anfitrión toasts the Queen, que no quiere decir «tostar a la Reina» (que literalmente también), sino, en el caso que nos ocupa, hacer un brindis. Pero los don'ts más pesados son los que tienen que ver con las cosas de las que se puede y de las que no se puede hablar. Tradicionalmente, hay tres temas de conversación tabú en Inglaterra y más aún si se trata de diplomáticos: el primero es la religión, el segundo es la política y el tercero es el sexo. En realidad, no está tan prohibido hablar de sexo como de sentimientos, diría yo. Porque así como he escuchado a más de un elegante conde o duque hablar de lo que él llamaba naughty things, cosas traviesas, jamás he oído a un inglés hablar de algo relacionado con lo que siente o ama. Curioso realmente, porque la mayoría de las conversaciones comienzan con un «Yo siento» o un «yo quiero» -«I feel» o «I love»-, pero aquí, para ser honestos, por lo único que está bien manifestar afecto es por los animales o los jardines. Manifestar amor por las personas se considera too emotional, o too latín, que en román paladino viene a querer decir que es cursi o sentimentaloide.

Visto lo visto, ahora comprendo por qué se habla aquí tanto del tiempo: es de lo poco que se puede hablar sin sonar too personal, otro pecado imperdonable eso de ser demasiado personal. Sin embargo, yo acabo de descubrir un tema de conversación perfecto. Teniendo en cuenta que no soy experta en jardines ni en caballos, gatos y perros, que son los temas que quedan libres si exceptuamos el de la climatología, ya lo tengo decidido: de ahora en adelante me dedicaré a hablar de fantasmas. Sí, a los ingleses les encanta hablar de espíritus y apariciones. El tema lo descubrí un día que me tocó en una cena sentarme a la izquierda de un viejo coronel de caballería. Después de estirar al máximo mis conocimientos equinos (Sí, me encanta Ascot. Sí, en Uruguay hay más caballos españoles que árabes. No, nunca he ido al Derby), afortunadamente entró en nuestra conversación Freddy. Por lo visto, el tal Freddy fue un soldado del rey que allá por 1560 se cayó de un caballo español y se rompió la crisma. Desde entonces vaga cual alma en pena por las caballerizas de los Royal No Sé Cuántos, esto es, el cuartel de mi amigo el coronel. Cuando el salmón suprime sobre cuna de spinach feuilleté del segundo plato nos separó haciendo que dejara al coronel con Freddy en la boca para hablar con mi vecino de la izquierda, aproveché para preguntarle a éste a bocajarro: «¿Cree usted en fantasmas?». Y éxito total, mister Dumpling, que así se llamaba el agente de bolsa que me tocó a la izquierda, tenía como espíritu a madame Fernand, que vagaba por su casa de campo, en Yorkshire. Al parecer, la buena señora era una emigrée de la Revolución Francesa que murió emparedada en el sótano de la casa que ahora es de mister Dumpling.

Desde ese día he aprendido que todos los ingleses, no importa su sexo, clase social o religión, creen en fantasmas. Además, esto de los espíritus es una cuestión de prestigio: quien no fue a un colegio con fantasma, o no tiene una casa con espíritus, o ni siquiera cuenta con una «presencia» en su salita de estar, es un don nadie, un paria, en este país de tantas castas. Una vez hecho mi descubrimiento, todo ha sido coser y cantar. Cuando quiero congraciarme con mi profesora de inglés, por ejemplo, cuando quiero que el carnicero me venda los filetes más baratos o que mi peluquera no me haga un desaguisado en el flequillo, yo invoco a los espíritus.

OTRA DE FANTASMAS

Todo esto que cuento me iba ser de lo más útil en nuestra visita a B., adonde fuimos Luis y yo en compañía de Dolores. B. es el castillo de los duques de E, allá en la frontera con Escocia, cerca de la Muralla de Adriano. Según las guías turísticas, B. es el tercer castillo habitado más grande del Reino Unido y la cuna de la familia E, que llegó a las Islas Británicas nada menos que en 1066, es decir, de la mano del mismísimo Guillermo el Conquistador. Su fortuna actual se estima en unos seiscientos millones de libras. Sin embargo, según rezan también las guías turísticas, hace poco el duque se dio cuenta de que el castillo era demasiado costoso de mantener y, a pesar de que, desde hace años, se visita como centro turístico, consideró que su situación financiera lo obligaba a cerrarlo. Entonces los habitantes del lugar fueron a hablar con él y le dijeron que no podían permitir de ninguna manera que su castillo ancestral fuera cerrado y que todo el pueblo se comprometía a colaborar con los trabajos que hiciera falta de forma gratuita. De este modo, resulta, según leo aquí, que ahora la que hace las camas ducales es la farmacéutica; el té lo sirve la dependienta de la tienda de ultramarinos; las caballerizas las atiende el dentista, mientras que el pedicuro se ocupa del jardín.

La amistad de Dolores con el hijo mayor de los E data de hace unos años, cuando aún vivíamos en Moscú y, a pesar de que Charles es un poco, digamos, particular, han continuado en contacto desde entonces.

La llegada a B. fue de lo más espectacular. Como era otoño, todo el paisaje estaba teñido de rojos, amarillos, granates, y el aire era glacial. El castillo no puede ser más impresionante. Murallas de piedra sobre las que revolotean los buitres, foso con puente levadizo, torre central. Pero lo que más me sorprendió fue ver que, en cada una de las almenas, había un soldado con armadura de aspecto bastante amenazador. Ahora es fácil deducir que se trata de maniquíes, pero me imagino la impresión que haría en otros tiempos menos pacíficos a quien se acercara a sus murallas. También éstas son oscuras e inexpugnables, con ese aspecto que sólo se logra después del paso de los siglos y tras soportar varios asedios. Total y en resumen que, con tal panorama se imagina uno que en cualquier momento va a aparecer el espectro de Macbeth o, peor aún, de su señora con las manos teñidas de sangre y recitando aquello de: «Fuera maldita mancha, fuera te digo…». Por descontado, yo tenía ya preparada mi amable pregunta de siempre para conversar con los ingleses: «Dígame: ¿cree usted en los fantasmas?», pero realmente la pregunta parecía un tanto redundante en semejante lugar.

Los F. nos recibieron de la forma más afectuosa. Y después de desfilar por interminables pasillos decorados a un lado y otro con Van Dycks, Tintorettos y no sé yo si algún Rafael, llegamos por fin a nuestro destino, es decir, los dormitorios. A Luis y mí nos tocó uno muy lindo y acogedor, con cama con dosel, jofaina, palangana y un orinal bajo la cama. Es una suerte poder añadir que también tenía cuarto de baño, por lo que los antes mencionados artilugios de aseo eran -gracias a Dios- ornamentales. No dormí muy bien esa noche, pero yo creo que era más porque la cama era dura que por el temor a que se me apareciera lady Macbeth o alguno de sus sanguinarios amigos. Aun así, hay que decir que todo crujía: los suelos de roble centenario, el dosel de palo de rosa, los muebles de caoba y la boiserie de nogal. Vamos, que con tal sinfonía de maderas ya empezaba yo a entender por qué en este país todo el mundo cree en espíritus.

Al día siguiente nos fuimos de picnic. Sí, tal como suena, a pesar de que estábamos a finales de octubre, que hacía un frío peludo y que de vez en cuando llovía. Pero ya se sabe, otra de las razones por las que estoy de acuerdo con Asterix en eso de que «están locos, estos ingleses» es a causa del tiempo. Y ahora no me refiero a que hablen tanto de él, sino a su manía de estar siempre a la intemperie. Ellos lo llaman estar outdoors, que suena más chic, pero viene a ser lo mismo: consiste en estar fuera de casa cuando lo que el tiempo aconseja es no sólo en estar dentro, sino además bien pertrechado de una mantita de cuadros y una "bolsa de agua caliente. En fin, el caso es que yo me calcé mi mejor sonrisa diplomática (también unos calcetines de lana gruesos y botas de goma) y allá que nos fuimos de picnic. El grupo estaba formado por las siguientes personas: Beatrice y Ralph, los duques; su hijo Hugo, de unos veintipocos años, que no se separaba ni un milímetro de Beth, su mujer, una inglesita con cara de lista y también de pocos amigos. Después estaba Lawrence, el hijo menor, con otra novia de características similares a Beth. Y, por supuesto, Charles. En Charles vale la pena que me detenga unos minutos. Nunca me ha gustado buscarles peros a los amigos de mis hijas, no obstante, este chico es, desde luego, todo un personaje. Pelirrojo hasta parecer una nécora, alto y bastante gordo. Al principio despista, porque se diría que se trata de uno más de esos ingleses excéntricos siempre vestidos de gentleman farmer con chaqueta de tweed, pantalones de pana viejísimos, camisa raída y foulard de seda anudado al cuello en forma de plastrón. Pero no, Charles es mucho más que eso. Para empezar, sufre de melancolía (pronúnciese así, a la inglesa, poniendo el acento en la o: melancowliá). No sé exactamente en qué consiste, y sus padres tampoco, los pobres han peregrinado por centenares de médicos y especialistas sin demasiado éxito; por lo visto, todo comenzó después de un partido de squash particularmente violento hace años. Charles era en aquel entonces un gran deportista, pero, en contra de la sabia opinión de su entrenador, tras el partido, se bebió de golpe un vaso de agua helada y pasó lo que pasó. A mí aquella historia me resultaba conocida, era lo mismo que le había ocurrido a Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca, sólo que Felipe murió de repente y a Charles le produjo melancowlia. Por supuesto, a pesar de que la anécdota tenía como protagonista a personajes reales, me abstuve de hacer en voz alta el paralelismo, por si las flies, que estos ingles son muy suyos. En fin, y volviendo a Charles, el caso es que desde entonces está sumido en una apatía total. Le cuesta levantarse, le cuesta hablar. Le cuesta incluso, según él, probar bocado a pesar de que, en el poco tiempo que llevo viéndolo (y teniendo en cuenta que es antes del almuerzo) se ha zampado ya cinco Kit Kats sin convidar a nadie. Pienso que si no estuviera sumido en esa gran melancolía podía ser incluso un muchacho casi agraciado, al menos tiene unos ojos bonitos. Pero la desidia le hace parecer aún más gordo, más lento, más fofo: se podría decir que es algo así como un gran oso pardo con chaqueta de tweed y foulard de seda. Ah, se me olvidaba, además tiene la cara llena de granos que él disimula con un maquillaje que, sospecho, roba a la duquesa. Como todos los inexpertos en estas lides, piensa que tapar los granos consiste en ponerse una lechada de crema cuanto más gruesa mejor, lo que en su caso se traduce en una especie de gotelé rosado. Esa mañana, como algo excepcional, vino con nosotros e intentó unos primeros pasos por la carretera, aunque en seguida se declaró exhausted y pidió al jardinero (o al callista, según se mire) que lo llevara en su coche hasta el lugar del picnic.

Llegamos por fin resoplando a una explanada muy grande donde había unas ruinas normandas. Entonces, la farmacéutica-doncella y el jardinero-callista empezaron a desplegar todo el contenido de dos enormes cestas de picnic que habían preparado para la ocasión. A mí, desde niña, me fascinan estas maravillosas canastas y siempre he querido tener una. Hace poco estuve en Harrod's viéndolas, pero son archicarísimas. Pueden llegar a costar más de mil libras. Y es que, como a los ingleses les gusta tanto el outdoors, hay muchas ocasiones para lucirlas, lo que ha hecho que se conviertan en un símbolo de estatus. Por supuesto, estas dos eran espléndidas, con vasos de metal y cubiertos de plata con escudo grabado. También había platos con dibujos de animales salvajes. Si no hubiese hecho aquel frío bestial y no hubiera soplado aquel viento que debía de venir directo del polo, casi, casi podría haberme hecho la ilusión de que me encontraba dentro de la película Mogambo departiendo con Clark Gable.

Ahora nos darán algo calentito, me dije mirando dos termos de aspecto prometedor, pero no, lo que salió de aquellos termos magníficos fue, en palabras de la duquesa, «a very lovely and cool gazpacho». Increíble, gazpacho en los montes escoceses y con este biruji. Pero es que uno de los problemas más enojosos, a mi modo de ver, es que aquí, en Inglaterra, de un tiempo a esta parte, les ha dado por la gastronomía foránea. Primero, naturalmente descubrieron la cocina de los países de la Commonwealth, con sus curries y samozas. Después, la francesa, con sus fricasés y sautées, y ahora les ha dado por la cocina mediterránea. Y están pesadísimos con su descubrimiento y en cuanto uno se descuida, le atizan una paella (pronúnciese paéla) un gazpacho (pronúnciese gaspachu) o una talamosalata, qué desastre.

– ¿Un poco de pepino para su gaspachu?-preguntó amablemente Beatrice, y luego, cogiéndome de un brazo, me llevó bajo un milenario roble porque, según explicó, tenía que hablarme de algo muy importante y privado.

Mientras caminábamos hacia allá bras dessus, bras dessous, que dicen los franceses, no pude dejar de reparar en algo extraño. No sólo era frío y desolado el paisaje, sino también el ambiente que se respiraba en nuestro grupo. El duque, después de dirigir a Luis dos o tres frases amables, se había apostado en un talud cercano para hacer un poco de birdwatching. Éste es otro amenísimo pasatiempo inglés que consiste en pasar varias horas inmóvil, con unos prismáticos a mano con la esperanza de ver si aparece algún pájaro raro en el horizonte. Charles, por su parte, después de dar cuenta de una cesta entera del picnic (tenía una sólo para él), se había tumbado bajo un árbol cercano y parecía un enorme muñeco de ventrílocuo abandonado en un rincón. Los otros miembros de la familia, los dos hermanos de Charles y sus clónicas novias, por su parte, se habían sentado en un círculo cerrado, dando la espalda al mundo como los pioneros americanos intentando defenderse de los sioux. «Podrían invitar a Dolores a su aquelarre», pensé, pero de momento no le di más importancia al dato.

– Bimbo -me dijo Beatrice cuando por fin llegamos al roble milenario y nos sentamos en una de sus raíces (nótese como para mi anfitriona soy Bimbo y no mistress Piscadas, y es que ya estamos en pleno first ñame bases, o sea, el estado previo a la amistad eterna) -, Bimbo, querida, tengo algo importante que hablar contigo, ¿estás cómoda?

La verdad es que no lo estaba mucho. El viento polar arreciaba como nunca y las raíces de árbol no son precisamente blandas, pero no lo dije, claro. Entonces ella me abrió su corazón y pasó a decirme que estaba extremadamente preocupada por el futuro de su hijo Charles. Me confesó que, en las familias inglesas nobles, y tal como ocurre también en otros países, el mayor hereda todos los bienes, pero con la particularidad de que aquí la diferencia patrimonial es tan inmensa que los segundones se ven relegados a vivir en unas pequeñas casitas dentro de la inmensa propiedad familiar con una asignación anual que les pasa su hermano.

– Y en nuestro caso, querida, esta circunstancia desigual se ve agravada por un problema de fantasmas.

Tate, pensé yo entonces, ya me parecía que tardaba mucho en salir a colación el tema estrella de este país. El problema familiar va de fantasmas, claro, no podía ser de otro modo con este decorado gótico. Siguiendo las reglas no escritas del arte de la conversación británica, y para no parecer demasiado interesada, después de observar a Beatrice con aire comprensivo, dejé que mi mirada vagara del duque birdwatcber al heredero melancólico; luego a los hermanos segundones para fijarla por último en el perfil del lejano castillo. Allá lejos, sobre las milenarias piedras, vigilaban las silentes figuras de los guerreros de guardarropía. En realidad, lo único que desentonaba en aquel ambiente macbethiano era el gazpacho, pero bueno, sigamos.

– En concreto, ¿qué es lo que te preocupa, Beatrice? -me atreví finalmente a preguntar.

Y entonces mi nueva amiga me contó que, desde que alguien le echó una maldición a la familia allá por el siglo XVII, ninguno de los hijos mayores había sobrevivido para convertirse en duque. El heredero natural moría siempre joven y sin descendencia, de modo que acababa siendo el segundón quien heredaba el título.

– Hasta hace unos lustros esto era de lo más lógico, querida. Como comprenderás, el hecho de que el mayor herede todo y el segundo quede relegado a vivir en un pequeño cottage no es lo ideal para fomentar el amor fraternal, y el estigma de Caín estaba a la orden del día en nuestra familia.

Imaginé que Beatrice, con la sutileza ancestral que los ingleses llaman understatement, quería inferir con esto que el segundo apiolaba de alguna manera al heredero. Pero, por supuesto, no intenté confirmar mis sospechas, sólo asentí bebiendo un helado sorbo de gazpacho, y ella continuó.

– Sin embargo, lo incomprensible es que, en estos tiempos más pacíficos, la maldición ha seguido cumpliéndose de forma inexorable. El padre de Ralph, por ejemplo, era el cuarto de los hermanos varones. Dos de ellos murieron en la Gran Guerra y al tercero se lo comió un tigre de Bengala en la India cuando estaba de virrey, una gran pérdida. Ralph, por su parte, tampoco era el mayor, sino el segundo. Su hermano Hugo fue piloto de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial y su avión cayó al mar y nunca lo encontraron.

A continuación, Beatrice, señalando el círculo formado por sus dos hijos menores y sus novias, suspiró.

– Ya ves, en nuestro caso tenemos nada menos que tres hijos varones. De los dos pequeños, uno tiene novia y el otro ya está casado y con un bebé; de lo más convenient para la línea sucesoria, pero en cambio Charles…

Entonces, bajando la voz, como si el aire helado de aquellos highlands pudiera llevar sus palabras hasta oídos indiscretos, Beatrice me dijo que ella se había propuesto romper como fuera la maldición de la familia y, para eso, lo primero que tenía que hacer era «casar a Charles, querida, es evidente que es la única manera de torcer el destino».

Una vez más dejé que mi mirada vagara hacia Charles. Se había quedado dormido desparramado en toda su inmensidad bajo el árbol y roncaba, se le podía oír desde allí.

– El problema es que de momento no ha habido manera humana de lograrlo -continuó Beatrice-. Como es lógico, dado su rango y su fortuna, primero intentamos casarlo con alguna chica de una familia aristocrática inglesa, o por lo menos con una de familia de industriales conocida, pero nos ha resultado imposible. Después, no tuvimos más remedio que bajar a la nobleza europea. A él le gustaba mucho Carolina de Mónaco, pero ya se sabe, estas chicas Grimaldi prefieren cazafortunas o incluso camareros y gente horrible, son tan unreliable… -Beatrice se sirvió algo más de gazpacho del termo y lo apuró con desesperación, como si fuera un whisky escocés triple malta-. Tan unreliable, sí, desde luego las chicas de hoy en día no sé en qué están pensando, son todas unas atolondradas, estuvimos haciendo gestiones aquí y allá con gente de alcurnia menos elevada. Algunas dijeron que sí, pero no eran del gusto de Charles. Y es que él tiene unos gustos muy exquisitos -al decir esto, Charles, desde su árbol, pareció emitir unos gruñidos de aprobación-, muy exquisitos, pero se nos estaba agostando el mercado, la verdad. Entonces fue cuando casi llegamos a un acuerdo con una actriz de cuarta fila y bastante fresh pero que por lo menos había sido novia del príncipe Andrés un par de meses; sin embargo, tampoco resultó. Dos semanas antes de la boda, cuando ya habíamos salido en todos los tabloides con comentarios muy poco agradables, Rosalind se fugó con un guerrero massai que conoció en un rodaje, fue dreadful, really. Por eso hemos pensado en Dolores.

– ¿En Dolores? -exclamé yo atragantándome con unos cuadraditos de pepino (cortan demasiado gruesa la guarnición del gazpacho aquí).

– Sí, Bimbo -continuó Beatrice sin pestañear ni prestar la menor atención a mis toses-. En su caso, es una lástima que sea sudamericana, claro, pero como es rubia y de ojos verdes casi ni se nota. Además, como tenemos la suerte de que habla inglés sin acento seguro que con el tiempo la gente acaba olvidando ese pequeño detalle. En fin, resumiendo, querida, que hemos pensado que se case con Charles lo antes posible, después de las carreras de Ascot, por ejemplo. Es joven, sana y yo calculo que para el verano que viene podríamos tener nuestro heredero y vencer así la maldición de los segundones. ¿Qué me dices?

Por suerte no tuve que decir nada porque otro fantasma entró entonces en escena. No fue el de lady Macbeth, que casi con toda seguridad debía de estar agazapado detrás de alguna de esas venerables piedras riéndose de nosotros. Tampoco el de ninguna de esas terribles brujas de Shakespeare con sus cánticos macabros, bey double, double toil and trouble… Ni siquiera fue el tan mentado fantasma de los segundones asesinos, sino el llamado Fantasma de las Lagunas, uno, por supuesto, del que yo no había oído hablar en la vida, pero que en seguida logró ponerme los pelos como púas.

To the lagoon! -gritó de pronto el callista-jardinero.

To the lagoon! -exclamó la farmacéutica-doncella.

Good God, are you sure, to the lagoon?

Todos salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Por suerte Charles, que seguía desparramado bajo su árbol como si nada, tuvo a bien explicarme a qué se referían. Por lo visto la tal laguna era un lugar pantanoso con peligrosísimas arenas movedizas.

– Incluso se ha dado el caso de que desapareciera un caballo con su jinete y todo, Bimbo, un lugar muy poco recomendable. ¿Cómo se le ocurre a tu marido acercarse por allí, y con Dolores además?

Entonces comprendí lo que estaba pasando. Mientras yo conversaba con Beatrice, Dolores y Luis se habían aburrido de no tener con quién hablar. Así, al ver que Charles se había quedado dormido bajo su árbol, Dolores había intentado entrar en el infranqueable círculo sagrado de sus hermanos y sus novias. Pero según me contaría más adelante ni siquiera le dirigieron la palabra (seguramente porque se imaginaban que era candidata a novia de Charles y, por tanto, toda una amenaza para sus intereses). Luis, por su parte, tampoco había tenido suerte con el duque. El deporte de observar pájaros al que nuestro anfitrión se había entregado no sólo es largo y solitario, sino que requiere silencio total. De este modo, después de veinte minutos esperando junto al duque a que apareciera un ruiseñor de las cumbres o al menos un mal jilguero, Luis había dicho que se iba a dar una vuelta y eso era lo último que se sabía de él y de Dolores.

– Y* ahora tememos que se hayan perdido o, lo que es peor, que hayan ido hacia la laguna -me dijo Ralph-. Tenemos que ir a buscarlos.

La noche comenzaba a caer cuando subimos al coche para iniciar la búsqueda. A lo lejos se recortaba apenas el lúgubre perfil del castillo con su silente cohorte de guerreros. Viajábamos a muy poca velocidad, tocando el claxon con frecuencia para que nos oyeran. De vez en cuando nos deteníamos para iluminar con los faros la espesura. No hablábamos, no se oía volar una mosca. Por fin, tras tres cuartos de hora de tensa búsqueda, decidimos volver al castillo. Según el duque, era más prudente pedir ayuda a la policía local y con ellos peinar la zona. Hacía frío, yo tenía aún más frío en el alma. Rezaba, ¿qué otra cosa podía hacer? Rezar y confiar en el sentido de la orientación de Luis. Así como el mío es pésimo, el suyo no le había fallado nunca; siempre se las arreglaba para encontrar el camino de vuelta, ¿por qué no esta vez?

– Tranquila, llamaremos al inspector Fibbs, y ya verás como él los encuentra -me tranquilizaba Beatrice.

Y en esas estábamos, en llamar al inspector Fibbs, o a Scotland Yard, cuando, al acercarnos más al castillo, vimos una luz en la ventana de lo que debía de ser el salón. Por la noche en el edificio no quedaba nadie más que la familia, de modo que, me dije, la luz sólo podía deberse a dos cosas, la presencia de un fantasma o…

La verdad es que no vale la pena estirar más la intriga. Naturalmente, no se trataba de un fantasma sino de Dolores y Luis. Cuando llegamos arriba nos los encontramos a los dos de pie, frente a la chimenea encendida, y aún ateridos. Por suerte, el buen sentido de la orientación de Luis los había conducido directamente al castillo sin bordear siquiera la famosa lagoon. Más tarde, después de tomarnos un reconfortante whisky con nuestros anfitriones y de oír dos o tres historias aterradoras sobre personas desaparecidas por aquellos parajes, por fin llegó la hora de irse a la cama. Una vez allí, bien provistos de sendas bolsas de agua caliente, Luis yo nos contamos los avatares del día. Él se justificó diciendo que había decidido volver al castillo dando un paseo con Dolores, cansado de sorber gaspachu en el más sepulcral silencio durante el birdwatching con el duque. Por mi parte, le conté mi conversación con Beatrice: la maldición de la familia, los hermanos segundones de mirada torva, la presencia de Charles bajo el árbol dormitando como una gran boa que hace la digestión, y sobre todo el plan de su madre de convertir a Dolores en duquesa para neutralizar el maleficio de la familia. Sí, todo esto se lo conté abrazada a él (y también a mi bolsa de agua caliente). Y, mientras lo hacía, las maderas centenarias de nuestra habitación crujían, afuera soplaba el viento y los guerreros de piedra de las almenas proyectaban una sombra tétrica a través de los ventanales. Cómo sería la cosa que, para sacudirse el miedo (y el frío) por una vez en la vida, Luis estuvo de acuerdo conmigo y los dos suspiramos a coro:

– ¡Verdaderamente, están locos estos ingleses!

Algunas de las anécdotas que recoge el cuaderno de nuestra madre no tienen epílogo feliz. Varios años más tarde, cuando ya no estábamos en Inglaterra, nos enteramos de que Charles, después de otros muchos romances infructuosos (el último con la madre de una muy famosa top model tanto o más guapa que su hija), murió soltero y sin descendencia. Lo sucedió su hermano segundo, que ahora ostenta el título de duque. Lamentablemente, se cumplió una vez más la vieja maldición de la familia de que nunca el duque es el primogénito. A nuestra madre, al enterarse, le dio mucha pena. Desde entonces ya no se ríe tanto de los fantasmas.

LA PERFECTA CESTA DE PICNIC

Sin embargo, como no todo va a ser triste, nuestra madre guarda también de aquella visita a los F. una descripción muy divertida de todo lo que debe contener una cesta de picnic inglesa. Esta relación podría figurar en uno de esos libros de buenos modales que tanto gustan a los británicos.

Una perfecta cesta de picnic consta de dos partes (algunas veces se trata de dos cestas separadas): una contiene los cubiertos y utensilios, la otra la comida. En la primera debe haber necesariamente platos y vasos (irrompibles, de metal o, más modestamente, de plástico) cubiertos, manteles, servilletas. También debe contar con cubiertos de servir y, sobre todo, con una navaja suiza multiusos provista de sacacorchos, destapador y abrelatas, así como dos termos, uno para líquidos fríos y otro para calientes. Las versiones más sofisticadas contienen además un mosquitero, cubreplatos de tela metálica contra los insectos y repelente. En cuanto a la segunda canasta, la de la comida, existen distintos tipos de picnic, por lo que el contenido varía. El más común es el que recurre a los sandwiches de distintos sabores, entre los que no pueden faltar los de roastbeef, de pavo, de queso con berro y, sobre todo, la estrella de los sandwiches ingleses, los de pepino. También son adecuadas las patas de pollo frío, la ensaladilla rusa y, para hacer gala de un cierto cosmopolitismo, se pueden añadir: samozas, tabulé y dips para mojar en salsa picante o talamosalata y humus. Asimismo es agradable ofrecer una sopa fría como gazpacho, vichyssoise o crema de calabacín. El segundo tipo de cesta es el que se recomienda para un almuerzo informal pero a la vez sofisticado y caro. En este caso se debe huir de los sandwiches, por muy exquisitos que sean. En su lugar se recomienda, además de las sopas frías, alguno de estos platos: caviar acompañado de patata hervida y crema agria o blinis; pavo trinchado con su guarnición; langosta fría con mayonesa o tártara. Igualmente son muy apreciados (y aunque parezcan vulgares no lo son) los filetes empanados cortados en tiras finas y las minihamburguesitas. Después de ofrecer un buen surtido de quesos, el postre más aconsejable es cualquier tipo de tarta y fruta fresca, pero nunca helados ni sorbetes.


MARY POPPINS Y LADY DI EN BUCKINGHAM PALACE


Esta noche tiene lugar la recepción anual que ofrece la Reina al cuerpo diplomático, y aquí estoy, una vez más, a las puertas del Buckingham de mis amores. Mejor dicho, de mis terrores, porque cada vez que paso por delante de sus venerables muros me acuerdo de mi striptease y me dan sudores fríos; hay que ver las cosas que uno hace por la patria. Esta vez, en cambio, yo estaba decidida a no pasar a las páginas de ningún anecdotario jocoso del palacio. (Y lo hay, me refiero al anecdotario: los ingleses, que tienen -o tenían hasta hace poco- ese fervor sacrosanto por la familia real, escriben muchos libros sobre todo lo que esté relacionado con ella. Uno de esos libros se llama The Royal Gaffe y recoge todas las meteduras de pata, tonterías y escenas embarazosas que protagoniza la gente en presencia de la Reina.) Para evitar la menor posibilidad de ingresar en esas páginas yo me propuse prestar mucha atención al vestuario. Al mío y al de mis hijas, porque en esta ocasión también estaban invitadas Carmen y Dolores como «hijas solteras» de un embajador.

Así, unas semanas antes no tuvimos más remedio que convocar una reunión en la cumbre para estudiar cómo íbamos a ir vestidas. Puede parecer una exageración, pero no lo es tanto porque, como todo en este país, una recepción real tiene sus don'ts; y los don'ts del vestuario son muy complicados. El primero y primordial es, igual que en la presentación de credenciales, no vestir de negro, por aquello de que la Reina pueda pensar que estamos de luto y darnos el pésame. Para evitar gaffes reales, no tengo más remedio que renunciar ahora a la mitad de mi vestuario de noche, porque casi todos mis vestidos largos o son negros o lo parecen. Lo ideal, ya se sabe, son los colores vivaces, pero ni el rosa chicle, ni el azul vientre de pavo real, ni el verde loro entra dentro de mi gama favorita (quelle horreur). Por eso decidí optar por un vestido rojo que tiene mil años, pero con dos o tres arreglitos y la ayuda de un chal de cachemira lila puede quedar bastante bien. El problema ahora son las chicas. Dolores porque es punk y Carmen, porque desde su separación le ha dado por ahorrar. Contagiada, supongo, de la proverbial vena Scrooge de este país, dice que no puede gastar en nada superfluo y que debe save for a rainy day. O lo que es lo mismo, ahorrar para cuando vengan las vacas flacas. Según ella, hasta que no empiece a trabajar y ganar su propio dinero tiene que administrar muy bien lo poco que le queda para que a sus niñas no les falte de nada. Como si les fuera a faltar algo estando aquí Luis y yo, pero ella está en plan madre coraje y no hay quien la aguante. Ni siquiera permite que yo le compre el vestido.

– Ni hablar -dice-, ese dinero también debe ser saved for a rainy day.

Dolores, por su parte, presenta otras dificultades. Ella dice que no piensa cambiar de estilo por que la inviten a Buckingham y que si no puede ir como le da la gana, prefiere quedarse en casa viendo Top of the Flops, que es un programa de música cacofónica, creo. E ir como le da la gana implica ya sabemos qué: un look entre Morticia de la familia Adams y Alice Cooper. Lo cierto es que si se vistiera así para cualquier otro compromiso sería extravagante, pero en el caso de una recepción real es completamente inoportuno: en cuanto la vea la Reina, seguro que le da el pésame, y ya tenemos conflicto diplomático. Por fin, después de mucho parlamentar, nuestro Yalta particular dio sus frutos. Yo iré con el vestido rojo de hace mil años. Carmen acepta ponerse uno de los míos de un azul igualmente prehistórico, y Dolores ha encontrado una solución intermedia. Llevará el vestido que se hizo para la boda de Mercedes hace unos años, un gris perla lindísimo que cada vez que se lo pone (casi nunca) rompe veinte o treinta corazones. Menos mal que en esta familia somos todos bastante agraciados, porque si no, no sé qué sería de nosotros.

Y allá que nos fuimos Luis y yo con nuestras dos hijas. Hay que decir, para dar algún detalle de ambiente, que la entrada a Buckingham es de lo más espectacular. La decoración es rica, casi apabullante, y el vestíbulo impone, pues está iluminado por cuatro lámparas descomunales, tan grandes que yo calculo que si una de ellas cayera sobre los presentes mataría de un golpe lo menos a sesenta. Aquello me recordaba esa escena de El fantasma de la ópera en la que cae la araña sobre la platea y todo el mundo grita.

Mientras íbamos desfilando hacia la sala de audiencias me llamaron la atención dos detalles casi gastronómicos: la liga de mujer que Harold Wilson lucía en la pierna derecha y el olor a comida que inundaba el palacio. Lo primero tiene una explicación muy sencilla. Wilson, como tantos otros ingleses ilustres, está en posesión de la Orden de la Jarretera. Con ese término que ahora sólo se usa en gastronomía (jarret), se denomina una vieja y muy exclusiva condecoración inglesa que tiene su curiosa historia. Según me contó Luis, en medio de un banquete, el rey Eduardo III, allá por el siglo xiv, se agachó de pronto para recoger la liga que se le había caído a una bella dama con la que se rumoreaba tenía amores. Al hacerlo y ver la cara de sus súbditos dijo, de lo más nonchalant y en francés: «Honni soit qui mal y pense», que, traducido, más o menos quiere decir «Vergüenza debería daros ser tan mal pensados». Desde entonces se instauró tan selecta condecoración, que consiste en que señores muy serios, como todos los ex primeros ministros del reino, se paseen por ahí, como ahora Harold Wilson, con frac de gala de calzón corto y una liga de cabaretera en el jarrete. Los ingleses, genio y figura, como siempre. Lo que no sé es qué pasará con mistress Thatcher, que también anda por ahí. ¿Ahora que ya es ex primer ministra le darán también la Orden de la Jarretera? Y si se la dan, ¿cómo la usará? Con calzón corto no creo. ¿En la pantorrilla? ¿Más arriba? Imposible. La miré y ella me devolvió una sonrisa gélida, con un destello de sus ojos azules, esos que, parafraseando lo que dicen de los de Elena de Troya, botaron mil barcos. O si no mil, sí los suficientes para hundir la flota Argentina hace dos años en las Malvinas, por ejemplo. Qué ojos tan terroríficos. Había también otros personajes conocidos por ahí que no sé muy bien qué pintaban en una recepción diplomática. Estaban Michael Caine y Ringo Starr, por ejemplo, pero los que más me llamaron la atención fueron dos: lord y lady Spencer. «Han venido aquí para una misión diplomática muy delicada», me sopló el embajador de Bolivia, que es viejo amigo mío. Con él coincidimos en Moscú y recuerdo que yo entonces estaba empeñada en que era el embajador de China por su aspecto asiático. Por suerte hace años que me ha perdonado mi metedura de pata.

– Lord Spencer ha venido para intentar hacer las paces con su hija, la princesa Diana -me explicó-. Ella no le habla desde que se casó con su mujer actual; no se pone al teléfono, no contesta a sus cartas; realmente odia a su madrastra.

Yo miré a la buena señora. Tenía, ¿cómo decirlo?, un aspecto muy real. Era alta, estirada, y lucía un vestido de amplia falda color berenjena con el corpiño bordado en piedras del mismo color. Sobre el peinado (inmenso también) flotaba una corona de esmeraldas que, vista desde lejos, debía de valer un potosí. También llevaba una banda que le cruzaba el pecho y, sobre ella, una condecoración grandísima. Estoy segura de que su madre (que, por cierto, es aún más famosa que ella, pues se trata de la prolífica autora de novelas rosa, Barbara Cartland), habría estado muy orgullosa de su hija en ese momento: era la prueba palpable de que sus historias edulcoradas pueden llegar a hacerse realidad.

– ¿De veras que están tan peleados lady Di y su padre? -le pregunté a mi amigo, el embajador de Bolivia.

– Sí -continuó él-. Y a lord Spencer, que ya no sabe qué hacer para mejorar la situación, se le ha ocurrido venir hoy a palacio. Los lores y los caballeros de la Orden Británica tienen la prerrogativa de poder presenciar las recepciones reales como espectadores, si lo desean, por eso están aquí Ringo y Michael Caine. Hay un estrado reservado para ellos en la sala del besamanos. Ya verás cuando entremos allí, comprobarás que se trata de una habitación cuadrada, que tiene un palco en el piso superior. Nosotros nos situaremos abajo, en fila, esperando la comitiva real, y ellos tomarán su lugar arriba. La esperanza de lord Spencer (esto lo sé porque tenemos el mismo dentista que mientras me tortura habla muchísimo) es que su hija, al verlo allí y estando en presencia de tanta gente, incluida la Reina y toda la familia, no tenga más remedio que saludarlo, pobre hombre.

Olvidé por un momento las palabras del embajador de Bolivia porque otra vez llegaban hasta mí aquellos efluvios culinarios que he mencionado antes. Olía, lo juro, a coles de Bruselas. Y por muy de Bruselas que sean las coles, ya se sabe que igual, igual que el repollo. Este detalle se lo comentaré a Luis en cuanto salgamos de aquí. Con la lata que da él para que la casa no huela nunca a cocina: que si es un horror, que si da muy mala impresión, que si… A partir de ahora ya tengo mi coartada perfecta. Que lo sepa el mundo entero y en especial todas las abnegadas amas de casa que luchamos con denuedo contra este viejo problema: Buckingham Palace huele a repollo.

A continuación entramos en la sala rectangular y, tal como me había anticipado el embajador de Bolivia, nos fuimos distribuyendo alrededor de todo el perímetro. Frente a nosotros, y a una cierta altura, estaba el palco reservado para los lores. En él no vi a Caine ni el cuarto de los Beatles, sólo había dos personas: lord y lady Spencer. Ella, mayestática con su amplio traje berenjena, y lord Spencer, un tanto encorvado, vencido, como si le pesaran demasiado las condecoraciones y medallas que llevaba en la pechera. Sentí pena por aquel hombre, se le veía amoratado (¿será verdad que bebe mucho?), empequeñecido y como si estuviera haciendo un gran esfuerzo. De vez en cuando, sacaba un pañuelo y se secaba la frente. Pero a lady Spencer no le debía gustar nada el gesto porque lo miraba con unos ojos (casi) tan acerados como los de mistress Thatcher, y él guardaba su pañuelo como un niño a quien han pillado en falta. A las ocho en punto, con todos los relojes de palacio dando las campanadas en distintos tonos de carillón, se abrió la puerta y entró la familia real. Delante iba la Reina y, entre ella y el duque de Edimburgo, dos señoras idénticas a su soberana.

– ¿Quiénes son? -pregunté discretamente al embajador de Bolivia.

– Cada miembro de la familia real -me explicó él- viene seguido por dos personas de su total confianza. Nunca he visto que hagan o digan algo, pero están siempre ahí.

La fila real continuaba con el príncipe Felipe y sus acólitos, que eran lo más parecidos a él que la naturaleza permite, es decir, no mucho. Lo digo porque el duque de Edimburgo es de los hombres más guapos que he visto nunca y no debe de ser fácil encontrar clones suyos por ahí. Después venía el príncipe de Gales seguido de sus dobles (dos tipos bastante orejudos) y a continuación lady Di, flanqueada por una dama que, desde luego, no se parecía nada a ella porque era bajita, gruesa y de mediana edad. Se ve que, como apenas lleva unos años de princesa, todavía no ha dado tiempo a que se produzca el curioso efecto de mimesis. Con el fin de amenizar el paso de la comitiva, comenzó a tocar la orquesta. Era una orquesta elegantísima en la que la mitad de los músicos iban vestidos de escoceses y la otra de frac. Pero lo que más me sorprendió (con ser ya bastante chocante) no es que el violonchelista vistiera peligrosamente un kilt, sino la música que interpretaban. No era Beethoven ni Mozart, no, ni siquiera Andrew Lloyd Webber o los Beatles en versión sinfónica, sino… la banda sonora de la película Mary Poppins. Así, mientras la Reina comenzaba a saludar inclinando la cabeza de forma que hacía destellar su diadema de diamantes, todos sus movimientos se acompasaban con los acordes de supercalifragilístico espialidoso o de chintchimeny chirnchimeny. La siguiente cosa que me llamó la atención fue que en estas audiencias su majestad no malgasta el tiempo utilizando ni una mísera neurona. Lo que quiero decir es que, a cada persona que saluda, le pregunta exactamente lo mismo: «How do you do? Do you like London?». Y la frase ya casi parece un mantra: «How do you do? Do you like London? Chirnchimeny chirnchimeny…». El duque de Edimburgo no es mucho más original que ella aunque -según me sopló también el embajador de Bolivia-, como le gustan mucho las señoras, una señal clarísima de que alguien es de su agrado es que se salga mínimamente del guión. Ya se estaban acercando. Ya oía yo muy nítidamente sus Do you like London? cuando me dio por mirar una vez más hacia arriba para ver qué hacían los Spencer. Ella continuaba imperturbable y erguida, con la vista fija en su hijastra, la princesa Diana. Él, por su parte, también tenía puesta en ella la mirada, pero de un modo muy diferente, casi suplicante. Sonreía apocadamente y, cada tanto, saludaba con su pañuelito con un gesto igualmente tímido. Lady Di en ningún momento miró hacia allá. Me desentendí de ellos porque la comitiva estaba llegando hasta nosotros. La Reina me saludó, también el duque de Edimburgo me dio la mano, y después del ritual «Howdoyoudo doyoulikelondon?» me preguntó cuánto hacía que había llegado a Inglaterra e incluso inquirió si no me parecía que estaba haciendo demasiado calor para esta época del año. Toda esta imprevista retahíla fuera del guión hizo, naturalmente, que las otras embajadoras (y algún embajador también) me miraran con recelo. Más aún cuando el duque retuvo mi mano unos segundos más de lo protocolario. Estaba yo, para qué negarlo, en una nube y por esta razón no pude oír lo que el príncipe de Gales les estaba diciendo a mis hijas. Se había detenido ante ellas cuando el maestro de ceremonias anunció a «Miss Carmen and miss Dolores Posadas from Uruguay», y según parece se demoró delante de ellas incluso más tiempo que el duque de Edimburgo ante mí. Como digo, yo no oí lo que les decía, pero sí pude ver la cara que pusieron tanto Carmen como Dolores, de extrañada sorpresa.

Poco a poco fue desfilando el resto de la comitiva. La princesa Diana me pareció muy sonriente y cálida; no me extraña que digan que puede llegar a convertirse en un personaje de gran carisma. No sé, habrá que verlo, pero por lo menos ella no entona el proverbial «How do you dooo», etcétera. Al contrario, ella parecía interesarse por la persona que tenía delante y sonreía todo el tiempo. Sonreía a diestro y siniestro, a los importantes y a los más humildes, en todas las direcciones salvo en la dirección de su padre, allá arriba, con el pañuelito. Pasó después la princesa Ana con sus damas clónicas, las tres con un aire muy equino. Y, como aún faltaba un buen rato para que la comitiva real terminara de saludar a los invitados del lado opuesto del salón, el embajador de Bolivia y yo nos dedicamos a especular sobre qué pasaría cuando lady Di llegase a donde estaban los Spencer. ¿Qué haría? ¿Saludaría a su padre o seguiría sonriendo en todas las direcciones excepto en ésa? ¿Se atrevería a hacerle un feo tan grande delante de todo el mundo? Tanto el embajador de Bolivia como yo pensamos que no tendría más remedio que hacer un gesto de reconciliación; sería muy cruel humillarlo delante de todo el cuerpo diplomático y de toda la familia real.

La comitiva, con la Reina a la cabeza, se aproximaba ya al palco de los Spencer. Sonaba Mary Poppins, en esta ocasión eran los aires de Vamos a volar una cometa los que acompañaban los pasos reales. Llegado el momento, la Reina miró hacia arriba y saludó muy atenta. Otro tanto hizo el duque de Edimburgo. En cuanto al príncipe Carlos, estuvo especialmente afectuoso en su saludo, incluso le dedicó a lady Spencer una especie de venia con dos dedos. Ella, en su traje berenjena, se esponjó como una gallina de Guinea. Llegó por fin la princesa, pero parecía muy concentrada en sus saludos protocolarios, incluso se detuvo mucho rato con una embajadora y parecía preguntarle por detalles de su traje regional, por el pañuelo que llevaba en la cabeza, por las cintas de su corpiño… La dama gordita que la escoltaba le dijo algo al oído, e incluso le tironeó un poco de la manga señalando en dirección a los Spencer. Ahora comprendía yo la misión de los acólitos. Su cometido era ser como el tercer ojo de cada uno de los miembros de la familia real, hacerles notar lo que, por descuido, se les había pasado por alto. Era muy improbable que lady Di no hubiera visto en todo ese tiempo a su pobre padre con el pañuelito, pero aun así el tercer ojo le hizo señas, primero sutiles, luego casi desesperadas. No sirvió de nada. Sonriendo a diestro y siniestro con la profesionalidad de un político en campaña electoral, alabando de esta embajadora su traje, de aquel embajador su condecoración, del de más allá su chaleco, la bella princesa pasó derrochando glamour por delante de su padre sin mirarlo. Mientras tanto él, allá arriba en su palco, sonreía frenéticamente, saludando con las manos extendidas…

Acto seguido, sin esperar a que la Reina abandonara la sala, lady Spencer cogió a su marido del brazo y literalmente lo arrastró hacia la puerta. Se lo llevó en volandas, con tanta premura que estoy dispuesta a jurar que perdió en el camino dos o tres de las condecoraciones que tan tristemente colgaban de su frac. Nos quedamos todos helados. No sólo por la escena que estábamos presenciando, sino, sobre todo, porque como ya he podido comprobar en otras ocasiones, la música ambiental tiene siempre un punto de sarcasmo. Mientras ocurría todo esto, la orquesta, imperturbable, continuaba interpretando la banda de Mary Poppins. ¿Y qué tocaba en esta ocasión? Era Con un poco de azúcar esa píldora que os dan… Pobre lord Spencer, ni con diez toneladas de azúcar creo yo que podrá digerir semejante píldora amarga.

– Imperdonable -opinó Luis, no bien estuvimos en el coche camino de casa-; lo que esa chica le ha hecho a su padre en público ha sido cruel. Si es así de rencorosa con su propio padre, ¿de qué será capaz dentro de unos años?

Yo dije que a mí me había parecido muy agradable porque no era tan tiesa como el resto de la familia real, pero Luis insistía en que una cosa es el carisma y otra la caridad, y que las dos no van juntas muy a menudo. Luego la conversación pasó a otros miembros de la familia. Luis dijo que a él la que más le había impresionado era la Reina, una mujer fría tal vez y encerrada en sus viejas tradiciones, pero con un innegable sentido del deber. Yo dije que mi favorito era el duque de Edimburgo. Lo dije así, muy nonchalant, que dicen acá. Y, para que no se me viera demasiado el plumero les pregunté a las chicas:

– Bueno, y ustedes sí que estuvieron hablando bastante con el príncipe Carlos. ¿Qué les pareció? ¿Tiene carisma como lady Di? ¿O sentido de Estado como la Reina? ¿O atractivo personal como su padre?

– Lo que tiene es la gracia donde las abejas -dijo Carmen, mientras que Dolores opinó que era un perfecto guarango.

– ¿A que no sabes lo que nos dijo cuando se paró delante de nosotras? -añadió furiosa-. No lo adivinarías ni en un siglo, vaya sentido de la diplomacia que tiene ése, vaya cretino, vaya…

– Pero ¿qué dijo? -insistíamos su padre y yo hasta que por fin nos contaron la escena.

– Resulta -comenzó a contar Carmen- que de pronto se nos acerca él con aire de seductor de los años cuarenta, jugueteando con los gemelos de su camisa como siempre hace, y, después de preguntar eso tan original de «How do you do» y «Do you like Londón»…

– Sí -la interrumpió Dolores-, después de tan gran esfuerzo mental debió de pensar: «Voy a salirme un poco del guión preguntando algo realmente novedoso», y dijo: «¿Y de qué país son?».

– «De Uruguay», contestamos nosotras -siguió Carmen-. «Venimos de Uruguay»…

– Y entonces -apuntó Dolores, nunca las había visto tan sincronizadas, a estas hijas mías-, supongo que para demostrarnos que sabía geografía y biología y ganadería todo al mismo tiempo, ¿qué crees que se le ocurrió decirnos, al muy ingenioso? Pues resulta que bajó la voz, se acarició los gemelos con aire irónico, rió y dijo: «Jow, jow, jow, de Uruguay, ¿eh? ¡En ese caso, vosotras sois las verdaderas Beefeaters! [1]». Y con otro job, job como los de Papá Noel cuando habla con los niños en los grandes almacenes, siguió de largo para saludar al embajador de Afganistán. Seguramente se creerá muy gracioso, el muy gilipollas.

– Y lo peor viene luego -continuó Carmen-. Como después de aquello debió de creerse que estaba en racha, tras preguntarle al embajador de Afganistán de dónde era, va y le dice: «¡Ah! Si ellas son del país de los Beefeaters, usted es del país de los comedores de opio. Jow, jow, jow». «¿Su alteza lo ha probado esta noche?», le contestó el embajador con la misma rapidez que podía haberse sacado del traje regional afgano una faca o algo así. Menos más que allí estaban los acólitos para solucionar la cosa: uno de esos dos clones suyos que lo acompañaban cogió suavemente al príncipe por el codo y lo empujó hacia delante, hacia el siguiente embajador.

– Que era el de China -añadió Dolores prosiguiendo la narración-, lo que fue una suerte, porque como los chinos hacen gala de no hablar ni papa de inglés, da igual la bordería que le dijera.

Yo estaba ojiplática, no podía creerlo y dije que lo más probable era que el que estaba con dos Beefeaters de más era el príncipe. Luis lo negó:

– No, el príncipe es casi abstemio. -Y luego, como adora los protocolos y esas cosas tan encorsetadas, añadió-: Es muy interesante. ¿Veis ahora para qué se inventó el «How do you do? Do you like London?». Precisamente para que no exista nunca la posibilidad de decir inconveniencias. El secreto está en no salirse del guión; es aburrido pero también muy eficaz.

Por supuesto, ni las chicas ni yo estábamos de acuerdo y empezamos a debatir. Carmen dijo que con semejante tipo como heredero, no se podía cumplir aquella profecía del rey Faruk según la cual, en el siglo xxi no habría en el mundo más reyes que el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Dolores, por su parte, opinó que no hacía falta esperar tanto, que en su escuela de arte ya había tres o cuatro artistas republicanos. Y yo, olvidándome un poco del príncipe Carlos y de sus inconveniencias, empecé a pensar en ella, en lady Di. ¿Cómo sería esa reina del siglo xxi? Su simpatía y cariño con la gente me había parecido excepcional, muy lejos de la apolillada rigidez del resto de los miembros de la familia real, pero en cambio, la actitud que tuvo con su padre…


Todo lo que cuenta mi madre nos sucedió en el año 83. En aquella época lady Di tenía apenas veintidós años y aún no se había convertido en el gran personaje mediático que sería poco después, y por aquel entonces todavía estaba sometida al estricto protocolo de la corte. Pero el hecho de que no saludara a su padre al menos con la cabeza y la forma en la que lo trató en público presagiaban, a mi modo de ver, muchas cosas. Primero, que no estaba dispuesta a ser tutelada y, segundo, que no era persona que olvidase agravios con facilidad. Años más tarde, segura de su indudable popularidad, dolida por las infidelidades de su marido y, según ella, empujada por la terrible forma en que la familia real la había tratado, a punto estuvo de acabar con la monarquía británica. No le importó, por ejemplo, contar en televisión intimidades de su vida matrimonial, tampoco ventilar trapos sucios o confesar públicamente que también ella tenía un amante. Y lo hizo a pesar de sus dos hijos adolescentes, para los que tales confidencias podían ser muy dolorosas. En cuanto al príncipe Carlos, por su parte, muy pronto aprendería de su pareja -y a un precio elevadísimo- que la forma de congraciarse con la gente no es ir por ahí llamándoles Beefeaters o sugiriendo, entre risas, que fueran comedores de opio.

Él ahora cuida mucho más su trato. Ha desterrado esa forma inglesa y elitista de menospreciar a la gente, entre humorística y faltona, e intenta a toda costa elevar su siempre precaria popularidad. En cuanto a la profecía del rey Faruk, de momento no parece que se vaya a hacer realidad. En el siglo xxi todos los reyes están firmes en sus tronos. Qué sarcasmo sería que el único que no cumpliera la profecía de acompañar a los reyes de la baraja en el futuro fuera precisamente él. God save the King.


Para acompañar esta anécdota real, y en homenaje a los efluvios culinarios que infestaban el vestíbulo de Buckingham Palace, mi madre recogió en su cuaderno una receta de coles de Bruselas. En recuerdo de aquella canción popular francesa, Savez vous planter les choux y de la forma de hablar de los reyes, siempre en nos mayestático, la llamó: Á la mode de chez nous.

Por si no conocen o recuerdan esa vieja canción, que sirve para enseñar a los niños a nombrar cada una de las partes del cuerpo, dice así:


¿Saben ustedes plantar las coles como lo hacemos en casa?

Las plantamos con el pie,

las plantamos con el codo

[con la barbilla, con la nariz, con la cabeza…

y así hasta que los niños se cansen].


COLES Á LA MODE DE CHEZ NOUS


Ingredientes

(para 8 personas)

500 g de coles

50 g de mantequilla

sal, pimienta, nuez moscada


PREPARACIÓN


Limpiar las coles, cortarlas y ponerlas a cocer a fuego lento en agua salada. Añadirles un poco de bicarbonato para que conserven su color. Cuando estén tiernas, sacarlas del agua, escurrirlas y ponerlas en una sartén con un trozo de mantequilla. Agregarles un poco de pimienta y un pellizco de nuez moscada y dejarlas rehogar durante 4 minutos.

LA CASTAFIORE Y EL TESORO ESCONDIDO

Estoy realmente furiosa con Dolores, su última ocurrencia ya ha sido el colmo. Todo comenzó con una fiesta. Las fiestas de disfraces de Dolores empiezan a ser famosas en Londres porque son las más divertidas y las más originales. Hasta el momento, hemos tenido la fiesta de la ópera (con los invitados vestidos de Radamés, de Carmen la cigarrera, de madame Butterfly, de Aida…). Después, la fiesta de los náufragos (con gente disfrazada de Robinson Crusoe, Viernes, otros de supervivientes del Titanio, y hasta algún despistado que apareció de Stavros Niarchos). Luego vinieron la fiesta de los muertos vivientes, la del retorno de los brujos, la de los cazafantasmas y por fin la última: la de Tintín y Milu. Naturalmente, cada una tiene su ambientación especial y como Dolores está ya en tercer año de escenografía, la mise en scéne suele ser sensacional. Para la fiesta de la ópera, por ejemplo, decoró cada uno de los salones con los motivos de las distintas obras. Y para la del retorno de los brujos hizo que cada habitación pareciera la morada de los diversos adivinos y quirománticos del mundo: una de Cagliostro, la otra de Hécate, la tercera de Circe, y así. Con tanto practicar en casa, seguro que este año, que es el último, sacará unas notas estupendas. De lo que no estoy tan segura es de que yo le vaya a perdonar la última mise en scéne. Pero bueno, vamos por partes, todo empezó del modo habitual y con estas palabras:

– Oye, jefa, ¿puedo dar una fiesta el próximo sábado?

– ¿De las tuyas, Lolita?

– Sí, pero te prometo que el lunes por la mañana todo volverá a su ser y nadie podrá sospechar siquiera que aquí hubo nada parecido a una fiesta.

(Esto lo dice porque, después de la fiesta de la ópera, el comedor, una semana más tarde, aún se parecía mucho más a la taberna de Lila Espastia que al comedor de una embajada decente y, con la de los brujos, casi tengo que dar un cóctel disfrazada de Circe.)

– No debe quedar ni rastro el lunes por la tarde a más tardar, ésa es mi condición -le dije, y para que fuera más contundente añadí-: O se acabaron para siempre las fiestas. En cuanto a los objetos de casa, los candelabros, los bibelots, mis cosas…

Esta última advertencia era primordial. Dolores, como artista, piensa que todo vale a la hora de decorar y no le importa utilizar mis objetos más queridos para convertirlos en parte de sus montajes escénicos.

Hands offtny things -le dije con el magnífico acento de Oxford que he adquirido últimamente, y ella insistió en que no me preocupara, que el lunes quedaría todo tal cual estaba ahora.

– Te lo juro, mami.

Acto seguido, como a mí también me encanta su profesión y si pudiera me apuntaría hoy mismo a clase de escenografía, empecé a ayudarla con los decorados para la fiesta de Tintín y Milu. Las hijas de Carmen, Sofía y Jimena, se unieron al equipo y entre las cuatro comenzamos los preparativos. Carmen también andaba por ahí, pero colaboraba poco. Últimamente anda todo el día colgada del teléfono. Para mí que tiene novio, pero como no dice nada yo tampoco pregunto. Me encantaría hacerlo, la verdad, pero sé que no serviría de mucho, es demasiado introvertida esta hija mía. ¿Quién será su festejante? Cualquiera sabe, esta chica es imprevisible. Así como a Dolores sé que lo que le gustan son las ovejas negras, es decir, niños mal de familia bien, de Carmen se puede esperar cualquier cosa: lo mismo se inclina por grandes ganadores que por perdedores irredentos. Desde que está en Londres ha tenido millonarios aburridos, actores locos y fracasados, príncipes rusos que se dedican al karate, pintores que no pintan, escritores suicidas y hasta un tipo completamente normal y adorable, ni rico ni pobre, que a mí me gustaba mucho, pero a ella no. En fin, sea quien sea esta vez, tarde o temprano nos enteraremos. De momento lo único que adivino es que el festejante nuevo no vive en Londres, porque ella sale menos y está todo el día colgada del teléfono.

Una vez que terminamos los decorados, la casa nos quedó divina, lista para la fiesta. La biblioteca la ambientamos como Los cigarros del Faraón, incluso con una momia de papier maché de dos metros de altura que no sé de dónde salió, pero que era aterradora. El comedor simulaba El loto azul tanto que parecía un fumadero de opio del Shangai de 1940. El salón verde, por su parte, estaba dedicado a El secreto del Unicornio. Cualquier tintinófilo se habría impresionado: era el interior de una gran nave, con su globo terráqueo y un barco a escala (todos los amigos de Dolores aportan cosas a la mise en scéne y ese barco en miniatura ya lo he visto yo en la casa de alguien). En este último decorado, sin embargo, nos permitimos una pequeña licencia que no sé si nos la perdonarán los tintinófilos más combativos. Como la Castafiore anda siempre persiguiendo al capitán Haddock, imaginamos que se habían casado, de modo que, en la pared principal, podían verse dos enormes retratos. A la derecha, el capitán Haddock mirando por un catalejo. Y a la izquierda ella, Castafiore, con vestido rojo y espejo en la mano como si estuviera a punto de cantar aquello de «Je ris de me voir si belle en ce miroir!». Sensacional, de verdad que sensacional. Una vez listo el decorado, le tocó el turno a la comida. Yo decía que lo más fácil (y barato) era encargarlo todo a un restaurante chino, puesto que el comedor estaba decorado de El loto azul. Pero Dolores me recordó que los restaurantes chinos acá en Londres no son baratos, sino los más caros del mundo. Además, ella estaba empeñada en que la comida recordara a otro libro de Tintín, a El cetro de Ottokar, de modo que decidió encargársela a una amiga suya centroeuropea de nombre muy tralalá, Hesse, o Graf Spee, Sajonia Coburgo, o algo así (otra oveja negra, claro) que por lo visto es cordón bleu.

Una vez terminados todos los preparativos, yo ahuequé el ala. Lo hago siempre que hay una fiesta de Dolores: emigro, no sólo por el ruido ensordecedor y la música cacofónica que dura hasta las siete de la mañana, sino por un problema conyugal. En estas ocasiones, Luis, que es muy aficionado a la guerra psicológica, suele volverse insufrible. La estrategia consiste no en chillar, ni ponerse furioso, sino en todo lo contrario. Consiste en hablar aún menos de lo que ya lo hace, o sea, en no decir ni mu. Cuando empieza el bochinche, él se queda fósil en un sillón leyendo imperturbable a pesar de los ruidos y la música. Sólo cuando se oye el sonido de algo que se rompe, el estrellar de algún vaso, plato o mueble, levanta una ceja y dice sin elevar ni un decibelio la voz: «Allá van los vasos de Bacarrat de tu mamá», o «Adiós a los platos de Sévres de la abuela Elena», o «Bye, bye, lámpara de la biblioteca». Y luego sigue leyendo inmutable hasta que encuentra el momento más adecuado, el que más pueda molestar, para soltar la frase preferida de todos los hombres cuando ocurre algún desastre doméstico. La misma (apuesto) que le dijo Adán a Eva segundos después de que los expulsaran del paraíso por morder la manzana de marras: «¿Ves? Ya te lo dije».

Por eso, yo emigro de casa cuando hay fiesta y me llevo conmigo a Luis. Ese día nos fuimos a un pueblito de Cornwall de lo más lindo y nos dedicamos a visitar pequeños anticuarios, todo un remanso de paz. Fue a la vuelta cuando me enteré de la última trastada de Dolores. Me la contó ella misma, no tuvo más remedio; la hubiera descubierto inmediatamente de todos modos.

– Verás, jefa, hay un pequeño problema, pero si no cunde el pánico y no te chivas a papá seguro que lo solucionamos en seguida, todo es cuestión de pico y pala.

– ¡De pico y pala! -repetí yo temiéndome lo peor, porque con Dolores cualquier cosa es posible-. ¿Habéis enterrado a alguien en el jardín?

– Alguien no, algo. Tu caja de malaquita, para ser exactos, la grande que compraste en Leningrado, la que decían que provenía del palacio de Livadia. Verás, jefa, la idea era estupenda. Se trataba de esconder un tesoro como en el libro de El secreto del Unicornio para que la gente lo buscara y se divirtiera mogollón. Como esa caja es tan grande que parece un cofre, quedaba cool llenarla de monedas de oro de chocolate y enterrarla en el jardín. Lo malo es que le encargué la misión a Gottfried ya un poco tarde en la noche y, claro, con todos los vodkas que nos habíamos tomado a la salud de Tornasol y a la del capitán Haddock y luego a la de Milu, de Abdalá y Hernández y Fernández…, el caso es que no se acuerda de dónde la sepultó.

– Que no se acuerda…, que no se acuerda -tartamudeé de pura indignación, pero no me valió de nada.

Dolores continuó diciendo que habían hecho un mapa del tesoro supercool, pero que debía de haber un error de cálculo porque, al cavar en el lugar indicado no encontraron la caja. No obstante, insistió, sólo era cuestión de perseverar un poco, porque al fin y al cabo el jardín no era tan grande, apenas tenía… cinco mil metros cuadrados y…

En fin, para hacer el cuento corto, aquí estamos ahora toda la familia pico y pala en mano buscando mi maravillosa caja de malaquita. Todos menos Carmen que, como siempre, anda colgada del teléfono. Dolores, por su parte, dice que va a llamar a un amigo suyo (otra oveja negra, apuesto), que tiene un padre zahorí y que seguro que ese señor, que es muy serio y muy profesional, la encuentra. Sofía y Jimena, con muy buen tino, dicen que por qué no contratamos a unos perros policía que sigan el rastro del chocolate. Luis, por su parte, ha dicho ya seis o siete veces su frase favorita: «Ya te lo dije». Y yo lo que he dicho es que ésta es la ¡última! vez que Dolores organiza nada en esta casa.

Seguíamos en plena búsqueda, con el jardín perforado aquí y allá y todos con pinta de destripaterrones, bastante sucios, cuando sonó el timbre. Normalmente no suelo abrir la puerta y menos de esa guisa, pero dio la casualidad de que estaba excavando cerca de la entrada, junto a un macizo de hortensias, y miré a ver quién era. Se trataba de un señor de unos cincuenta y tantos años, con gafas, pelo blanco y aire de mucha autoridad. No lo había visto nunca y no esperábamos visita, de modo que se me ocurrió que sólo podía tratarse de una persona:

– ¡Buenas tardes! -dije cantarina-. Pase, pase por aquí. Usted es zahorí, ¿verdad?

Y le extendí una mano bastante embarrada; pero los zahoríes deben de estar acostumbrados a eso, digo yo. En ese mismo momento apareció Carmen y, después de lanzarme una mirada asesina, se llevó al señor de pelo blanco y aire de autoridad para dentro de la casa. Tuvieron que pasar varias horas para que se despejaran los dos misterios de aquella tarde. Por fin y no gracias al zahorí de Dolores que nunca apareció sino al perro policía del vecino (qué listas son mis nietas) encontramos la caja. Estaba enterrada junto a la tapia de la cocina y sólo se le habían desprendido dos lascas de malaquita que, por suerte, también pudimos recuperar. El otro misterio, el del amigo de Carmen, se descubrió al poco rato. El señor del pelo blanco se llama Mariano Rubio y está saliendo con Carmen desde hace unas semanas. Como él vive en Madrid y es un hombre muy ocupado, no se ven mucho y ésta era la primera vez que venía a casa. Luis dice que le parece un poco mayor para Carmen, que debe de tener lo menos veinte años más que ella, pero a mí me gusta. Me gustó desde el mismo momento en que, haciéndome la distraída y sin prestar atención a las miradas asesinas de Carmen, entré en el salón para echarle un ojo de buen cubero, con la excusa de que me había dejado allí un jersey que estaba tejiendo. Hace lo menos veinte años que no tejo un jersey y con la pinja que tenía llena de barro parecía una tricoteuse, sí, pero de las de la Revolución francesa, pero ya me estoy contagiando de las excentricidades británicas. Y, acá en Inglaterra, la excusa de la calceta es de lo más plausible. Además, muchas mujeres inglesas tejen y, desde luego, todas adoran sus jardines. Lo miré bien haciéndole la radiografía. Tiene razón Luis, es un poco mayor para Carmen, pero yo tengo mucho ojo para estas cosas y estoy segura de que pueden llegar a formar muy buena pareja. «Ya estás tú y tus intuiciones maternales», comentó Luis cuando por la noche hablamos del asunto. Tiene razón, las tengo y muy a menudo, me refiero a las intuiciones. Además, no suelo equivocarme mucho en las corazonadas respecto de mis hijas, pero en esta ocasión no se trata de mi intuición ni de mis poderes adivinatorios. Estoy segurísima de que esto va a funcionar porque que un señor tan serio e importante como él no pestañee siquiera cuando la dueña de casa lo confunde con un zahorí, ya dice mucho a su favor. Pero hay otro dato. Que alguien de sus características entre en una embajada donde la biblioteca está presidida por una momia de dos metros, pase después por un primer salón que parece un fumadero de opio, que luego se siente a tomar el té en otro donde, en vez de cuadros venerables de familia presidan la estancia el capitán Haddock y la Castafiore, y que lo haga todo sin que se le mueva un músculo, sólo denota una cosa: que quiere mucho, muchísimo a mi hija.

En cuanto a Dolores, vamos a tener que ajustar cuentas ella y yo, porque ayer mismo se le ocurrió decirme:

– ¿Sabes una cosa, jefa querida? Estoy pensando en dar otra fiesta, esta vez sobre la Revolución francesa y que se llame Después de mí, el diluvio. ¿Qué te parece que pongamos de comida? Yo había pensado en pommes dauphinoise y un Chateaubriand bien, bien sangrante, pero ¿se te ocurre algún otro plato más? Tú siempre tienes unas ideas tan buenas, mami…

Por supuesto veté Después de mí, el diluvio y todas las fiestas de Dolores de ahora en adelante. Aun así, de la fiesta de Tintín y Milu saqué una receta interesante: el shashlik a la Klow. Está basada en un plato que le sirven al intrépido periodista cuando, en El cetro de Ottokar (en casa siempre hemos sido tintinófilos y nos acordamos de los episodios más nimios), va a comer al restaurante Klow, nido de conspiradores syldavos, aunque en este caso sustituiremos «la carne de perro joven» de la receta original por ternera. Se trata de una receta georgiana que trajo una amiga de Dolores y que me pareció interesante porque, en vez de marinar la carne en vino o vinagre se hace con agua con gas para que quede tierna.

Se prepara así:


SHASHLIJ A LA KLOW


Ingredientes

(Para 8 personas)

5 cebollas pequeñas

200 g de cabezas de champiñones

agua mineral con gas

4 dientes de ajo

1,4 kg de ternera rosada cortada gordita sal y pimienta aceite de oliva


Para la salsa

250 g de champiñones picados

1 cebolla picada finita

4 cucharadas de nata líquida

un chorrito de vino blanco

sal y pimienta


Para presentar el plato

pinchos tipo moruno largos


PREPARACIÓN


Cortar la carne en cubos. Preparar el marinado: en un bol poner la carne con los ajos machacados, una taza grande de agua con gas, dos cebollas picadas, sal y pimienta. Dejar marinar durante 5 horas cubierto con un trapo en la nevera, dando la vuelta a la carne de vez en cuando. Sacar un rato antes de cocinar.

Cortar las restantes cebollas en discos de tamaño similar al de los cubos de carne y ponerlas junto a las cabezas de champiñones en aceite.

Sacar la carne del marinado, ensartarla en los pinchos, alternándola con discos de cebolla y cabezas de champiñón, intentando que queden bien juntos.

Para preparar la salsa rehogar la cebolla hasta que esté dorada. Añadir los champiñones cortados finos. Sofreír durante cuatro o cinco minutos revolviendo constantemente. Añadir la nata líquida y un chorrito de vino blanco. Reducir durante un par de minutos.

Asar los pinchos en la parrilla, darles la vuelta a menudo y rociarlos con el marinado.

Servir con arroz y la salsa.

LA BODA DE DOLORES

Poco después de la fiesta de Tintín y Milu, a Luis le notificaron que tenía que volver a Uruguay. Durante nuestra estancia en Londres, muchas cosas habían cambiado en la familia. En el 84 se casó Mercedes; Gervasio terminó su carrera y empezó a trabajar en Madrid y Carmen, a finales del 85, anunció que quería volver a vivir en Madrid con sus hijas. En cuanto a Dolores, un par de meses antes de nuestra partida, nos avisó de que se casaba. Para mí fue una noticia estupenda. Perú Aznar, su novio, no es ninguna oveja negra. Al contrario, es un chico encantador al que conozco desde hace años y para mí es como un hijo más. Yo quería que fuera un casamiento tan lindo como el de Mercedes dos años antes. Ella se casó en Farm Street, una iglesia católica, y luego lo celebramos en casa con más de trescientos invitados. La boda de Dolores tendría que ser más chica por el poco tiempo que nos queda en Londres y la inminente partida, pero en casa tenemos mucha práctica en organizar festejos en situaciones complicadas, de modo que me puse inmediatamente manos a la obra.

Lo primero que hicimos fue distribuir el trabajo y asignar tareas. Luis (que normalmente no participa en ninguno de los zafarranchos de combate) aceptó, por esta vez, ponerse al frente de la misión «invitaciones». Las eligió él, dirigió su envío por correo e incluso se ocupó de organizar los vuelos de las personas que vendrían desde Montevideo y desde Madrid. Carmen se dedicó a supervisar la parte del mantenimiento. Esto es, repintar algunos desconchones de pintura, ver que los muebles no necesitaran ninguna reparación, comprobar el funcionamiento de todos los aparatos domésticos, etcétera. Yo, por mi parte, y además de la coordinación general, me asigné todo el trabajo de logística culinaria y, por supuesto, el menú. En esta ocasión la cena iba a ser un buffet y, por economía (yo siempre a vueltas con la economía, qué cruz), pensaba elaborarlo casi todo en casa. Mi intención era ofrecer esa noche varios de mis platos estrella, los más vistosos y también los más engañosamente caros, como el pastel de falsa langosta, por ejemplo. Y, para dar más empaque a las fuentes, compré en Harrod's cinco langostas de plástico con un aspecto tan real que parecían recién sacadas del agua. Sé por experiencia que, una vez bien montado y adornado, todo lo que se ponga sobre las fuentes tiene una pinta apetitosa y también carísima. Otro plato barato y muy vistoso es el curry Jaipur. Este «montaje», porque ésa es la palabra exacta, mem lo enseñó la embajadora de la India en Madrid, que era maharaní de Jaipur. Ahora ella tiene una fortuna de las mil y una noches y no necesita hacer economías, pero da la casualidad que había sido cocinero antes que fraile o, mejor dicho, cocinera antes que maharaní, ya que fue hija bien de familia arruinada y por eso conoce una receta que cuesta dos rupias y que, a la vez, es sensacional. En realidad se trata de un pollo al curry, mondo y lirondo (o ternera, o cordero, según se desee), pero el truco está en la puesta en escena, en el montaje. Se hace el pollo al curry según la receta tradicional y se coloca en una enorme fuente redonda con velas calienta-fuentes debajo, en medio de la mesa del buffet. Aparte se hacen tres tipos de arroz, uno blanco normal, otro salvaje y un tercero al azafrán. Cada uno de estos arroces se coloca en fuentes más pequeñas rodeando la gran fuente del pollo. A continuación se preparan las siguientes salsas: una de yogur con hierbas, una de chutney de mango (ésta no hay siquiera que prepararla, se vende hecha), y otra de mayonesa muy ligera rebajada con caldo. Estas tres salsas se presentan en cuencos individuales en el buffet junto con la salsa de curry tomada de la cocción del pollo. Además se preparan otros cuencos similares con los siguientes condimentos que el comensal se servirá para acompañar su plato de curry: uno con coco rallado; otro con orejones cortados en pedacitos; otro con uvas pasas marinadas en coñac; un cuarto con nueces picadas; un quinto con manzana picada (rociada con limón para que no se oxide); un sexto con pepino en cuadraditos, etcétera. La imaginación es libre y se pueden poner todos los cuencos que uno quiera, cuantos más mejor. Por último, lo que da el toque de glamour final a todo este montaje -y si se hace bien y muy vistoso, ocupa buena parte de la mesa- son los popodóms. Los popodoms son unas obleas de cereales que se venden en cualquier gran almacén y que resultan muy baratos y sumamente exóticos y en la mesa cumplen la misma función que el pan. Al freírse en aceite -y se pueden hacer el día anterior sin problemas porque se sirven a temperatura ambiente- se inflan y llegan a tener unos veinte centímetros de diámetro. Queda muy bien presentarlos desordenadamente en cestas rústicas, unos sobre otros.

Otro plato baratísimo que gusta a todo el mundo son los huevos. En invierno, se pueden hacer rellenos de atún o, más elegantemente, de cangrejo, y gratinados antes de servirlos. Si es verano, lo ideal es hacer dos fuentes de huevos rellenos, unos acompañados de salsa rosa y otros de mayonesa. Con los huevos puede uno salirse un poco del presupuesto y tirar incluso la casa por la ventana. Primero se rellenan con atún con mayonesa, bien baratito, y a continuación se les pone un copete de caviar. Pero ojo: nada de huevas de mújol o sucedáneos por el estilo, debe ser caviar del bueno, iraní o ruso. La cantidad es mínima pero el detalle no pasa inadvertido a ningún comensal. Yo incluso he oído comentar a más de uno lo espléndidos que estaban «aquellos huevos rellenos de beluga».

Para completar el buffet, y siguiendo con mi idea de que se come más con los ojos que con la boca, tenía pensado añadir las siguientes fuentes: dos grandes salmones frescos pochés y fríos. Adornados, al menos en apariencia, á tout cracher, que dicen los franceses, aunque aquí la frase no sé si es afortunada. Lo que quiero decir es que debe acompañarse con varias salsas elegantes (una tártara, una mayonesa con champagne e incluso una holandesa, que es un bodrio de preparar pero da siempre un toque de high life a todo). Los pescados deben servirse glaseados, siempre con una gelatina al vodka y rodeados de distintas verduras, ojo al dato, todas «mini»: mini patatas hervidas, zanahorias baby, minicoles de Bruselas, miniguisantes, etcétera. Tengo comprobado que poner verduras enanas como acompañamiento da a la gente la impresión de que todo lo que éstas flanquean es caro y a la vez raro: es infalible. Otro plato que no debe faltar en un buffet como éste es un buen foie mi-cuit. Aquí no se puede ahorrar mucho, es cierto, porque el foie tiene que ser del mejor, pero son estas excepciones caras las que aúpan la calidad del resto del menú. Por otro lado, tenía pensado añadir, por supuesto, diversas ensaladas. Todas tienen que ser muy vistosas y coloridas, las de hojas verdes, mezcladas con achicoria, rúcula y escarola; una ensalada de pasta, otra Waldorf, otra de patatas con cilantro, una más de tirabeques con jamón serrano. ¿Y qué más? En cuanto a los postres, que se han de colocar en la mesa una vez retirados los entrantes y el segundo plato, se me ocurren varios. Lo más importante es huir de la tradicional tarta de boda. Eso ya no se lleva. Por supuesto pienso sacarle el máximo partido a nuestro dulce de leche, ya que puede utilizarse en infinidad de variantes, desde unos suspiros de limeña (receta de la embajadora de Perú), hasta una mousse de tres colores (chocolate blanco, negro y dulce de leche), pasando por profiteroles rellenos de dulce de leche y un budín del cielo que hacía mi madre y cuya receta morirá conmigo. Top secret.

Una vez pensado el menú y encargados todos los ingredientes, quedaban por organizar otras cosas importantes: las flores (todas del jardín y en grandes ramos con mucho verde) y varios pequeños detalles de última hora. Dolores, mientras tanto, estaba muy atareada con su vestido, las pruebas de peluquería y de maquillaje, su viaje de novios, de modo que a ella no le encargué nada como hice con los demás miembros de la familia. Miento, le encargué una cosa.

– Mira, Lolita -le dije-, sólo te voy a pedir que hagas una gestión. La novia tiene que estar lo más tranquila posible en estos casos y yo ya me ocupo de que todo salga bien, pero tú acordate nada más que de una cosita: de contratar a los camareros para la cena. Con todos esos amigos ovejas negras que tenes, que se dedican a la gastronomía, seguro que alguno tiene un servicio de catering y puede cedernos a unos cuantos camareros.

– Claro, jefa, yo me ocupo -me contestó mientras hablaba por teléfono, se hacía la manicura, llevaba un emplasto de barro reparador en la cara, dos rodajas de pepino sobre los ojos y escuchaba a Pink Floyd. Y ahí quedó la cosa.

El día de autos amaneció tan divino que hacía presagiar que todo saldría bien, y así fue, al menos al principio. Dolores estaba monísima. Nada de look zarrapastroso, nada de novia punk u oveja descarriada. Llevaba el largo pelo rubio como de modelo prerrafaelita cubierto de diminutas perlas enhebradas en él y, por encima, un velo de tul largo muy sencillo. El vestido era de raso crudo con unas pequeñas alforzas horizontales a la altura de la cadera por todo adorno, muy simple también, porque la sorpresa estaba en la espalda. Si por delante el vestido era recatado, casi casto, por detrás era fantástico, con toda la espalda al aire y una gran cola. Nunca la había visto tan linda, la verdad. Los asistentes a la boda eran, huelga decir, prácticamente todos ovejas negras. Pero ya empiezo a darme cuenta de que, en esto de las ovejas negras metafóricas, ocurre como con las ovejas de verdad: existen varios y muy distintos rebaños o cabañas. Estaban, por ejemplo, sus amigos ovejas N centroeuropeas. Me refiero a esos que, como ya he dicho antes, tienen nombres de personajes o lugares históricos o incluso de dirigibles o de barcos hundidos: Bismark, Hesse, Hindemburg, Graf Spee… Y los Bismark, Hesse, Hindemburg, etcétera, de esta generación son tipos muy curiosos que vale la pena describir. Los chicos, por ejemplo, vestían para la ocasión chaqués muy clásicos pero con toques exóticos. A veces se trataba de una corbata rara, otras de un chaleco como de mucamo, e incluso había uno sin camisa, sólo con chaleco y, a la altura del gaznate, una pajarita. Las chicas, por su parte, también cultivaban un look similar, entre clásico y contestatario; un prototipo perfecto sería: vestido de Valentino, tatuajes en diversas partes del cuerpo, botas militares y sombrero de copa a lo Fred Astaire.

Los ovejas negras españoles, por su parte, son distintos. Por lo visto, la última onda en Madrid es una cosa que llaman La Movida. Dolores me ha explicado varias veces en qué consiste, pero la verdad es que no me entero muy bien. Según ella, se trata de un cruce entre lo kitsch y lo posmoderno, pero es un revoltijo de cosas y de personas que no tienen nada que ver unas con otras. En la puerta de la iglesia pude ver, por ejemplo, a un tipo con rastas que colgada de un brazo llevaba a una gordita con el pelo naranja y unas medias con agujeros (hasta ahí más o menos todo normal), pero del otro, y mostrándose muy acaramelado con ella, llevaba a una chica muy rancia y antigua que estoy segura de que debe de ser Hija de María o algo así. También había chicos de las Arenas de Bilbao, o señoritos de Jerez revueltos con amigas hippies de Dolores y un tipo que era la perfecta encarnación de Drácula, incluido el detalle del hilillo de sangre en la comisura de los labios (horreur). Este último se situaba junto a su santa madre, una señora muy maruja del barrio de Chamberí. Por lo que deduzco, La Movida consiste precisamente en eso, en que uno no se sorprende de hada. Es lo que yo pretendía hacer, no extrañarme de nada. De hecho, ni se me movió un pelo cuando de pronto, después del padrenuestro y antes de la comunión, una de las hippies de pelo naranja se puso de pie y se aclaró la voz como si fuera a cantar… Oh, Dios mío, pensé por un segundo, seguro que ahora se pone a berrear algo cacofónico en plena ceremonia, tranquila Bimba, stiff upper lip, como dicen por acá. Callé, qué otra cosa podía hacer. Pero aquella chica de rastas naranja tomó aire y entonó el más maravilloso Ave María de Schubert que he escuchado jamás.

Reconfortada con los santos sacramentos (y con Schubert, versión rastafari) salí encantada de la iglesia pensando que la mitad de la ordalía había concluido y con gran éxito. Ahora quedaba la fiesta, pero ese es mi territorio, de modo que ¿qué podía salir mal? Todo estaba atado y bien atado por mí.

La primera señal de que la suerte empezaba a cambiar fue descubrir que los novios habían desaparecido. Sí, salieron de la iglesia cubiertos de arroz y pétalos de flores (y confeti, y otros objetos volantes no identificados, no olvidemos que aquella era una boda posmo), se subieron al coche de la embajada y no se supo más de ellos. Cuando llegamos a casa, al ver que no aparecían y aún sin preocuparnos demasiado, Luis y yo comenzamos a desplegar todo nuestro encanto diplomático intentando que se mezclara aquel ganado desigual. Presentamos a las ovejas negras españolas a las inglesas y a las centroeuropeas; hicimos que Hindemburg o Hesse conocieran a la madre del vampiro de Chamberí (algo tendrían que tener en común, ¿no?); conminamos a mis amigas de Montevideo y a las de Madrid para que le preguntaran a la soprano rastafari dónde había aprendido bel canto; y convencimos a Carmen, a Mercedes y a Gervasio de que colaboraran en la difícil tarea de juntar churras con merinas, y nunca mejor dicho. Pasaban los minutos. Un rebaño y otro se miraban con total desconfianza y de los novios ni rastro. Yo no sabía bien qué hacer, si servir el aperitivo o no. Los camareros que le había pedido a Dolores que contratara parecían retrasarse, de modo que, de momento, sólo contaba con el personal de la embajada, la cocinera, la doncella y dos mucamos. Desde luego no eran suficientes para tantas personas, pero aún así les dije que se pusieran en marcha. No hay nada más pesado que una fiesta en la que la comida (y no digamos la bebida) tarda en aparecer.

Como aperitivo yo había previsto lo clásico, que es lo que más gusta. Nada de sushi ni de mousses de apio con regaliz, fuera el pulpo con menta y los ravioli de tapioca. Buena tortilla de patatas, buenas y baratas croquetas y también jamón del caro, con eso no se falla. Pasó media hora y luego una entera. Las existencias empezaban a menguar. Llegamos a ¡las dos horas! «Una boda sin novios, eso sí que es posmoderno», me decía yo intentando mantener la sonrisa. ¿Y Luis mientras tanto qué decía? Él, cómo no, no hizo otra cosa que entonar su mantra…

– Ya te dije… que con Dolores nunca se sabe qué catástrofe puede pasar.

– Ya te dije… que era mejor gastar un poco más pero contratar a una empresa que organizase todo.

– Ya te dije… que -rellénense los puntos suspensivos ad nauseam.

Por fin, dos horas y tres cuartos más tarde (la mato, juro que la mato) apareció Dolores. Tan campante, como si nada. Por lo visto se le había ocurrido, por el camino, una idea genial.

– Sí, jefa. El chofer nos dijo que la luz sobre el Támesis a esa hora era espectacular y, como comprenderás, no podíamos desaprovecharla. En fin, que allá nos fuimos a sacarnos unas fotos. Es verdad que a la vuelta cogimos un poco de tráfico y una manifestación pacifista, pero ¿qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué pones esa cara, jefa? No te entiendo, la verdad. Después de todo también Carmen se fue a llevar su ramo de novia a la momia de Lenin y tardó un buen rato, ¿no?

Ooommm, respiré hondo y no dije nada, ¿para qué? Tenía razón, Dolores, a todas mis hijas (salvo Mercedes, Dios la bendiga) se les ocurre hacer excursiones raras el día de su boda. Pero da la casualidad de que cuando se casó Carmen yo tenía casi quince años menos y un ejército de camareros soviéticos que pasaban copas, croquetas y tortilla sin parar. Ahora, en cambio, ¿dónde estaban los camareros que tenía que contratar Dolores?

Iba a hacerle precisamente esa pregunta a mi hija pero no pude. Las ovejas negras de una y otra cabaña la tenían rodeada. Todos querían hacerse fotos con ella y con Perú. También mis amigos querían fotografiarse con los novios y, de paso, imagino, fotografiar disimuladamente a toda aquella fauna que había por ahí para luego contar a la vuelta que la boda de los Posadas había sido un zoo. En fin, y como yo digo, OOOOMMMM. Lo mejor que podía hacer era ir a la cocina y ordenar que abrieran el comedor cuanto antes. Aquellas dos clases de invitados tan diferentes nunca iban a confraternizar, ni siquiera rozarse, estaba claro, y dos horas y media de cóctel es más de lo que puede resistir un cuerpo sea de oveja blanca o de oveja negra.

Cuando me dirigía hacia el office, vi de pronto un claro entre los invitados de uno y otro pelaje y pude acercarme disimuladamente a Dolores.

– ¿A qué hora les dijiste a tus camareros que vinieran, Lolita? -le pregunté, y ella, mientras posaba entre un Hindemburg, un madrileño de rastas y mi hermana Hortensia, respondió extrañada:

– ¿Camareros? Yo no he llamado a ningún camarero, jefa, pensé que de eso, como de todo lo demás, te ocupabas tú.

Y no se le movió un pelo de la melena prerrafaelita. Como si no fuera un desastre una cena que empieza casi tres horas tarde. Como si no fuera una complicación una fiesta con ganado tan variopinto que se miraba de reojo con recelo. ¡Como si no fuera una catástrofe cósmica una boda sin camareros!

¿Qué se hace cuando la situación es desesperada? Mi madre lo sabía muy bien: «La vie c'est la bataille», solía decir ante cualquier contratiempo reclinada sobre una chaise longue, con una mano en la frente y en la otra una ginebra con unas gotitas de vermut que, a continuación, se echaba al coleto. Muy bien, eso mismo iba a hacer yo, sólo que con una variante. No me iba a echar nada a mi coleto sino al gaznate de todo aquel rebaño: si las penas con pan son menos, las meteduras de pata con alcohol, ni se notan.

Me gustaría poder atribuir a mi santa madre y a su juicioso ejemplo todo el mérito de haber sobrevivido a aquella situación desesperada, pero sería una gran mentira. Es cierto que mi decisión de convertir los whiskies dobles en triples, los gin tonics en bombas atómicas y los vodkas en cócteles molotov, desempeñó un papel importante en lo que voy a contar. Pero quien más responsabilidad tuvo en haber transformado una situación desesperada en algo muy divertido fue un amigo de Dolores. Se llama Miguel Bosé y desde aquella noche me he hecho incondicional de su club de fans. Y no por cómo canta, que canta regio, sino por poner en marcha el operativo siguiente. Después de la revelación de Dolores, Miguel me descubrió en la misma postura que mi madre cuando decía aquello de «La vie c'est la bataille». Es decir, tumbada (por no decir descangayada) en un sofá a falta de chaise longue, con una mano en la frente y en la otra un vaso vacío después de haber apurado dos whiskies dobles con más premura que John Wayne en el saloon.

– Déjame a mí -fueron sus escuetas palabras, y luego se esfumó.

La verdad es que con lo guapo que es este chico, el efecto del lingotazo y la situación kafkiana, creí que se me había aparecido el arcángel San Gabriel, o más concretamente, San Miguel. Y tal vez no haya sido sólo una impresión. Porque lo cierto es que, a los pocos minutos, y como "por mediación divina, se abrieron las puertas del comedor dejando a la vista una espectacular mesa de buffet, con sus arreglos de flores, sus altas velas encendidas, las falsas langostas rampando sobre budines enormes, el pollo al curry con toda su mise en scéne Jaipur, los salmones glaseados, el foie sensacional, etcétera, etcétera. Pero lo mejor no fue eso, sino el ejército de camareros que había por ahí sirviendo a los invitados. Camareros de muy distinto pelaje como, por ejemplo, el joven Hindemburg con su chaqué clásico y su chaleco de mucamo que quedaba de lo más bien sirviendo ensaladas. O el vampiro de Chamberí ayudado por su distinguida madre, que se ocupaban de repartir vino tinto. Y luego estaba James Hunt que, como fue campeón del mundo de fórmula i, pasaba a toda velocidad platos y cubiertos para que no se atascara la cola de hambrientos comensales. Y más allá estaban Bismark y Hesse ayudados por Miguel Primo de Rivera sirviendo el curry. Y más acá muy marineros, ellos, los hermanos Graf Spee, que se ocupaban de los salmones y de los huevos con caviar. Pero si hasta mi hermana Hortensia, que nunca en su vida ha llevado un plato a la cocina, andaba por ahí con un delantal blanco afanada en la tarea de servir. No soy muy ducha en citas bíblicas, pero aquello de pronto me recordó lo que decía san Juan. ¿O era quizás Isaías el profeta de la buena nueva? En fin, no sé, me refiero a eso tan mentado de que llegará un día en el que el león pastará con las ovejas y la vaca morará con la osa y el león y el buey comerán juntos. Ahora por fin entiendo el vaticinio, porque algo muy parecido a tan edénica situación se estaba produciendo en mi casa y el responsable estaba allí capitaneando la operación. Con una servilleta al hombro y un mandil de rayas sobre su chaqué posmoderno. Con su forma de dirigir aquella orquesta inverosímil de músicos inconexos que trajinaban con platos, vasos, falsas langostas. Con su maravillosa sonrisa y su forma firme de mandar sin que se notara.

Siempre había creído que la belleza extrema tiene más de diabólica que de angelical y que Lucifer sería mucho más guapo que cualquier arcángel de la corte celestial, pero desde ese día he cambiado de opinión. Nadie puede ganar en belleza a mi san Miguel (Bosé).

– ¿Ves como al final todo se arregla, jefa? -tuvo el rostro de decirme Dolores.

Y yo, tomándome otro whisky, allongée en mi chaise longue, para no matarla le contesté:

– Sí, pero tú tienes una suerte…, o mejor dicho un ángel de la guarda que no te mereces.


Para completar esta anécdota, en vez de anotar las recetas de los platos que compusieron el buffet de la boda, tal vez porque son todos bastante conocidos, mi madre hizo un croquis en su cuaderno de cómo debe presentarse el curry a la Jaipur.


COSAS QUE APRENDÍ EN LONDRES: LOS DO Y LOS DO NOT


Se están acabando las hojas de este viejo cuaderno y termina también nuestra embajada en Londres. Hay que ver qué rápido ha pasado el último año. Carmen ya regresó a Madrid con sus hijas, Dolores también. Gervasio y Mercedes ya están viviendo allí desde hace tiempo y Luis y yo volveremos a Uruguay: otra vez al ministerio. De nuevo le toca hacer pasillos por un tiempo hasta que la suerte nos depare un nuevo destino. O tal vez no haya nuevo destino y Luis se jubile. La palabra jubilación suena un poco fea, pero según me enteré el otro día jubilación viene de júbilo, de modo que mirémoslo desde ese punto de vista o, como dicen acá, «Leí us look at the bright side of life». Mi inglés, por cierto, ha mejorado mucho. Ya soy capaz de hablar no sólo de fantasmas, que era mi conversación estrella cuando llegué acá, sino también de teatro, de música y hasta de política, aunque hablar de política entra dentro de la categoría de los don'ts de este país tan complicado. Y hablando de don'ts, no quiero cerrar mi cuaderno sin dedicar unas páginas a este tema primordial en la vida de los ingleses.

Decía mi abuela que la vida social era un campo minado para los novatos. Que todas las reglas de urbanidad, cortesía y educación estaban pensadas, según ella, para que uno distinguiera inmediatamente los arrivistes de los arrivés, es decir, los trepadores de los que ya están arriba. Los ingleses, a quienes les encanta catalogar a las personas como si ellos fueran entomólogos y nosotros simples orugas, tienen un libro que es la Biblia de todo inglés elegante, que se llama The Debrett's Book of Good Manners y es, sencillamente, descacharrante. En él, uno puede aprender cosas tan increíbles como, por ejemplo, la manera adecuada de dirigirse a un obispo si se lo encuentra en un pasillo a altas horas de la madrugada y los dos en bata. O cómo han de comerse los guisantes (este asunto de los guisantes es, según el Debrett, una radiografía infalible del origen social de las personas). También explica cómo librarse de un pesado en una fiesta, de cómo neutralizar a un cotilla malvado, o del modo en que ha de dejarse propina en una casa de campo cuando va uno a cazar el zorro. Por supuesto Luis se convirtió en devoto del Debrett y a cada rato lo consultaba. Sostiene que le ha sido de gran utilidad en muchas más situaciones de las que él podría haber imaginado (incluida por cierto la de encontrarse con un obispo en el pasillo los dos en bata camino del compartido cuarto de baño). Bueno, la verdad es que «su obispo» era anglicano e iba en ropa de calle. Pero Luis iba en bata y, por lo visto, salvó el obstáculo muy elegantemente (lo preceptivo, según me dijo, es llamar al obispo Your grace y dejarlo pasar primero al WC).

Para despedirme de Londres in style, como dicen acá, me gustaría consignar alguna de las cosas divertidas, anecdóticas y curiosas que contiene este libro. Muchas ya las conocía, como la forma correcta de comer espárragos y alcachofas al vapor (siempre con la mano y mojándolos en la salsa), pero existen costumbres que cambian según el país. Por ejemplo, en España es de mala educación comer el huevo frito con cuchillo. Aunque las puntillas dificulten la maniobra, aunque haya que utilizar el pan casi a modo de bisturí, jamás se debe recurrir al cuchillo. Lo mismo ocurre con la ensalada a pesar de que, a veces, las hojas están cortadas tan grandes que acabe uno pareciendo una vaca pastando en un prado. Los ingleses, en cambio, no conciben comer huevos sin cuchillo, tal vez porque, en su caso, éstos se comen sobre todo para desayunar y se acompañan habitualmente de salchichas o bacon. Otra cosa que sí sabía y que aconseja también el Debrett es la conveniencia de tomar el postre con tenedor. Puede parecer una majadería y un esnobismo absurdo, pero no lo es en absoluto. Se saborea mucho mejor una mousse, un hojaldre, una tarta y hasta un helado (a menos que haya a mano la cuchara especial para él), con tenedor que con cuchara. Porque el tenedor es más sutil, da aire a los postres. Luego el Debrett explica cosas que son de sentido común y se agradecen mucho. Por ejemplo, ¿qué hacer cuando uno llega tarde a una cena y el anfitrión le ofrece una copa? ¿Es correcto aceptarla o no? Aceptarla, aunque parezca lo adecuado, no lo es puesto que retrasaría al menos otros quince o veinte minutos el momento de pasar a la mesa. Una vez que uno se ha disculpado por la tardanza lo mejor es declinar. El Debrett, en su apartado de modales en la mesa, explica además cosas que uno siempre ha querido saber pero le parecía absurdo preguntar, como la manera correcta de comer una naranja. Hay que saber que cada país tiene sus reglas. En Inglaterra, por ejemplo, lo correcto es pelarla sólo con el cuchillo y luego comerla con cuchillo y tenedor. Y llegamos al capítulo guisantes: los ingleses, parafraseando el cuento de Andersen, dicen que es posible descubrir a una princesa por la forma de comerlos. Ojo al dato, porque tiene su intríngulis. Hay dos formas de hacerlo. La primera es aplastar los guisantes con ayuda del cuchillo contra el lomo del tenedor con las púas para abajo (misión absolutamente imposible). La segunda forma es montar, con la ayuda del cuchillo, los guisantes en el tenedor con las púas hacia arriba pero siempre subiéndolos por la punta del tenedor, nunca por el lado. En fin, toda una trabajera, lo mejor es pasar de guisantes, al fin y al cabo no son tan ricos como otras verduras y le complican a uno la vida.

Paso ahora a enumerar las cosas que no sabía y que me han sido de utilidad aprender. Por ejemplo, el peligro de servir, en una cena de campanillas, ensalada como acompañamiento. Es aconsejable no hacerlo, no sólo porque requiere utilizar platitos o medias lunas especiales para ella, que ocupan lugar en la mesa y no todos los comensales saben usar, sino por algo en lo que yo no había reparado. Muchos anfitriones evitan servir ensalada porque el vinagre distorsiona el sabor de un buen vino y éste acaba pareciendo un vinacho peleón aunque sea un gran reserva.

Otra cosa interesante que aprendí fue que, a pesar de que nuestros padres nos prohibieran empezar a comer hasta que se hubiera servido el último comensal, ahora lo correcto es hacerlo en cuanto nos sirven. Como ama de casa debo decir que entiendo perfectamente la razón. Nosotras estamos siempre sufriendo porque la comida no llegue fría a la mesa, y cuanto antes se empiece a comer, mejor para todos. En fin, me he explayado tanto en datos sobre los do y los don'ts de la mesa que ya no me queda sitio en este cuaderno para los do y los don'ts en otras áreas igualmente interesantes, como el protocolo en casa ajena, en un barco y (divertidísimo) en la cama con un nuevo amante. Prefiero, para acabar estas notas que me han acompañado durante tantos años, hacerlo con una receta. La última que conseguí en Inglaterra. Fue en una cena muy inglesa por lo extravagante y curiosa".* Se trataba de la celebración anual de la Sociedad de Amantes de Agatha Christie. El menú estaba inspirado en los personajes y los libros que tan célebre han hecho a su autora. Había, por ejemplo, de primero, carpa en croüte Muerte en el Nilo, seguido de un roast beef a la mode de Roger Ackroyd y de postre, una mousse de chocolate Diez Negritos que me pareció fantástica. Está hecho con diez tipos distintos de chocolate: chocolate con leche, con brandy, con café, con jengibre y hasta con yogur, toda una delicia.

POSTRE DE CHOCOLATE DIEZ NEGRITOS

O… NO QUEDÓ NINGUNO

(receta de Agatha Christie)

Aunque parezca muy difícil hacer un postre que contenga tantos tipos distintos de chocolate sin que la mezcla resulte incomible, indigesta o del todo horrible, en realidad es muy sencillo. Se trata de elaborar diez variantes de mousse de chocolate, que se sirven en pequeños cuencos del tamaño de un vasito de licor. De este modo, el comensal prueba las distintas mousses por separado. Por ejemplo: mousse de chocolate negro, blanco, con brandy, jengibre, praliné, dulce de leche, naranja, turrón, lima… Así pueden hacerse no sólo diez negritos sino todos los que uno quiera… hasta que no quede ninguno.


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