Capítulo Uno

Las sombras rojizas fueron dando paso, muy lentamente, a los tonos rosas y grisáceos del amanecer. Para Cathy Bissette, esta era su parte favorita del día. Le encantaba la mañana y su silenciosa soledad con el reconfortante pensamiento de que el nuevo día traería, si no felicidad, al menos sí satisfacción. Por eso había pedido tres meses de baja voluntaria en la editorial donde trabajaba como editora y había alquilado el apartamento que tenía en el Village de Nueva York.

Había ido a las llanuras costeras de Carolina del Norte. Allí podría despojarse de la sofisticación adquirida en la gran ciudad para regresar a la vida sin complicaciones que había dejado atrás. Allí, en Swan Quarter, rodeada de un padre que la adoraba, de sus viejos amigos y de las verdes orillas cubiertas de hierba que rodeaban las aguas de Pamlico Sound, podría restaurar su espíritu y aliviar su alma.

El suave beso de las aguas del estrecho sobre los pies resultaba muy relajante, un bálsamo para sus atormentadas emociones. Era una sensación muy dulce, como cuando Marc Hellenger la tocaba y estrechaba entre sus brazos. No obstante, no le gustaba en aquellos momentos, en aquella paz solo rota por los graznidos de las gaviotas y por los sonidos de los barcos pesqueros atando amarras en los muelles.

Sacó un pie, luego el otro, y se sentó al estilo indio. Ni pensaría ni sentiría. Sin embargo, una vez más, las dudas empezaron a apoderarse de ella a pesar de su decisión. ¿Se había equivocado al salir corriendo como un cachorrillo asustado? Recordó la respuesta que le había dado a Marc: «Si me amaras, te casarías conmigo». Le había sonado anticuada hasta a ella misma, por lo que sólo Dios sabía lo que le había parecido a él. ¿Por qué no podría ser sofisticada e inteligente como las otras chicas de la editorial? Ellas sí habrían sabido cómo manejar a Marc y a sus insistentes peticiones de «si me amaras, te acostarías conmigo». Pues ella no era como las otras chicas y no había podido hacerlo. Tanto si se había equivocado como si no, se había mantenido firme en su decisión y, sin duda, acabaría siendo una vieja rancia.

Cathy se cambió de postura para ponerse más cómoda, aunque estuvo a punto de tirar su bolso de lona al agua. El corazón empezó a latirle a toda velocidad por el sobresalto. Con rapidez, colocó el bolso en un lugar más seguro. Contenía las galeradas del último manuscrito de Teak Helm y una novela romántica que había prometido a su jefe que editaría, junto con un bollo y un termo de café. Los dos primeros eran para alimentar la mente y, los dos últimos, el estómago.

Se sentía cómoda allí, a salvo de Marc. ¿Por qué seguía utilizando las palabras a salvo? Esto era algo que decían los niños, o las madres para referirse al bienestar de sus hijos. Ella ya no era una niña, sino una mujer de veinticuatro años con un trabajo de responsabilidad, un apartamento alquilado, un Mustang de segunda mano y su trayecto en ferry todos los días. ¿Por qué no podía aceptar una aventura sin necesidad de un pequeño trozo de papel llamado certificado de matrimonio? Todas sus amigas estaban teniendo aventuras y se sentían muy felices por ello. ¿Por qué tenía ella que ser diferente?

Cuadró los hombros y musitó:

– Porque no es algo que pueda tomar a la ligera.

«Y ya está».

Con eso, se sacudió el polvo de las manos y se puso de pie. Si corría rauda a lo largo de la costa para vaciar su mente de los pensamientos de Marc, volvería a nacer en las orillas de Pamlico Sound. Ella pertenecía a aquel lugar. Quería estar allí ¿O no?

Cuando empezó a correr, iba un poco a tirones, hasta que los músculos se le acostumbraron al ejercicio y comenzó a hacerlo con su antiguo estilo. Cabeza levantada, codos doblados, puños un poco apretados. Respiraba de un modo profundo y regular, con el aroma salado del mar perfumando sus sentidos.

Un ligero bufido a sus talones la hizo darse la vuelta, aunque sin romper nunca la carrera.

– Hola, Bismarc, me alegro de verte. Te echo una carrera hasta el final del muelle.

El setter irlandés echó a correr y la adelantó con rapidez. El animal sabía que si llegaba al final de la carrera antes que la muchacha de trenzas rubias, ella le daría una golosina. Y, si tenía suerte y a la chica le apetecía, le rascaría la tripa durante al menos diez minutos.

– ¡Mírate! ¡Pero si ni siquiera estás jadeando! -gimió Cathy, antes de dejarse caer sobre las suaves láminas de madera del muelle-. Yo no estoy en forma, aunque esto es temporal. Para cuando acabe el verano, te echaré otra carrera y te ganaré sin despeinarme. Toma, te mereces esto -añadió, entregándole al perro una galleta.

Cathy se sirvió una taza de café del termo y se sentó a comerse su bollo.

– Me apuesto algo a que te ha sorprendido verme en casa, ¿verdad? Bueno, pues te cuento. Las cosas se pusieron un poco mal en la Gran Manzana y decidí salir corriendo y volver con papá y contigo. Yo no soy, en realidad, diferente de las otras. Son mis valores los que son diferentes. Sé que eso suena algo pasado de moda y que las chicas de mi edad no piensan en el recato, pero yo sí. No sé cómo hacer la escena del bar y no me meto en la cama a las primeras de cambio. Tal vez tenga razón o tal vez no. Ya no lo sé.

Bismarc dejó de roer la galleta. Levantó las orejas, no por las palabras que estaba escuchando sino por el tono de voz de Cathy. Entonces, sin levantarse del suelo, se acercó hasta ella y le colocó la cabeza en el hombro, deseando que ella se echara a reír y lo abrazara como lo hacía siempre. Ella se echó a reír.

– Te tengo a ti. ¿Es eso lo que estás tratando de decirme? El mejor amigo de la chica. Leal, devoto y cariñoso. Lo tienes todo, Bismarc. Tú nunca me darás la espalda. Sin embargo -le advirtió, mientras agarraba da cabeza del animal-, ni haces que el corazón me lata más fuerte ni que los sentimientos se me desboquen. Además, ¿de qué me sirves tú en una fría noche de invierno? Venga, date la vuelta para que te pueda rascar la tripa -añadió. El perro se dio la vuelta de inmediato, sin necesidad de que se lo dijera dos veces-. Me he traído las galeradas del nuevo libro de Teak Helm. Su último libro fue un Best-seller y vendió más de un millón de copias. Este promete ser incluso mejor. Si yo fuera su editora. Sismare, lo tomaría de la mano y En realidad, creo que podría hacerlo cuando regrese a Nueva York. El editor de Teak se va a mudar a la costa oeste y mi jefe me dijo que yo soy la primera candidata para ese trabajo. Imagíname a mí, Cathy Bissette, una chica de Carolina del Norte, convirtiéndome en la editora de Teak Helm. Menuda vida debe de llevar, con todas esas maravillosas aventuras en el mar, las historias como la vida misma que él crea Ése es un hombre al que me encantaría conocer.

Cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre, Cathy se volvió a tiempo de notar un par de cosas: que su padre avanzaba por el muelle hacia ella y que una lancha se abría paso a través de las aguas salobres. Bismarc se puso de pie rápidamente y empezó a ladrar en dirección a la lancha.

– Parece que tenemos compañía -dijo Lucas Bissette, con voz grave-. Una compañía muy poderosa, a juzgar por el sonido de esa lancha. Y rico, por el aspecto del yate que está anclado más allá.

– Es un poco temprano para tener visitantes -comentó Cathy, con una inquietante sensación entre los hombros.

La respiración se le aceleró al ver la aerodinámica lancha, con la proa levantada y cortando el agua por la potencia de su casco. El alba, que había adquirido ya tonos dorados, dotaba a todos los objetos de un halo amarillo, incluido el piloto de la lancha, que estaba ya apagando los motores. Se veía que era una figura muy masculina, alta y de anchos hombros que manejaba el timón con una bellísima mujer a su lado.

Lucas Bissette y Cathy estaban de pie, esperando a que llegara la lancha, como un reducido comité de bienvenida. El manejo que el hombre tenía de la lancha era admirable. Con gran maestría, lo dirigió al muelle y allí lanzó los cabos de proa y popa para que Cathy y Lucas los ataran a los pilares del muelle. Ella pensó que no se trataba de ningún dominguero y, en cierto modo, se alegró de que una nave tan hermosa estuviera en manos de un marino tan hábil. Muy a menudo, había visto lanchas muy lujosas que se estropeaban en manos de dueños descuidados y sin experiencia, a los que los lobos de mar denominaban con tono de desprecio «domingueros».

Cathy contuvo el aliento al ver la atlética agilidad con la que el hombre saltaba al muelle. Le fue imposible no fijarse en sus hermosos rasgos físicos, que se veían realzados por un dorado bronceado. El cabello oscuro, peinado de manera informal hacia un lado y algo más corto de lo que mandaba la moda, hacía que destacaran aún más unos penetrantes ojos grises. Estos recorrieron con brevedad los vaqueros recortados y la camiseta que Cathy llevaba puestos; incluso pareció atravesar las prendas y examinar las suaves curvas de su figura. Cuando sonrió, a modo de saludo, fue un gesto cálido y afectuoso, en el que se mostraron una divertida ironía y unos blanquísimos dientes.

Cathy sintió que ella misma entornaba la mirada al ver a la mujer que lo acompañaba. De repente, se sintió muy avergonzada de las trenzas que llevaba y del hecho de llevar las piernas al descubierto y los pies descalzos. Aquella mujer era tan hermosa y tan sofisticada Incluso a aquellas tempranas horas de la mañana, su maquillaje era perfecto y el cabello, rubio platino, parecía peinado por un peluquero de Nueva York.

De soslayo, Cathy observó cómo su padre cuadraba los hombros y se subía los pantalones, a modo de tributo silencioso para aquella extraordinaria mujer.

– Me llamo Jared Parsons -dijo el hombre, extendiendo una bronceada mano-. Y ésta es Erica Marshall mi secretaria.

«Sí, claro, la secretaria», pensó Cathy al ver la posesión con la que la mujer miraba a su acompañante.

– Estoy buscando a Lucas Bissette -añadió el hombre-. Según los mecánicos navales de la isla de Ocracoke, es el mejor mecánico de esta costa. Salí de Maine hace unas pocas semanas. Por desgracia, mi ingeniero jefe cayó enfermo y ahora se encuentra hospitalizado en Virginia Beach. Iba a recoger a otro ingeniero en el cabo Fear, pero tuve problemas con los motores en Ocracoke. Por los pelos, y lo digo literalmente, conseguimos llegar hasta aquí. Voy de camino a mi casa en Lighthouse Point, Florida. Bueno, ¿pueden decirme dónde puedo encontrar a ese Bissette?

Cathy sonrió levemente. Aquellas últimas palabras no le parecieron una pregunta, sino más bien una orden. ¿Cómo reaccionaría su padre? Se apenó al ver que una amplia sonrisa estiraba los labios de Lucas. Mientras contestaba, no dejaba de mirar a la mujer.

– Está usted hablando con él -dijo-. Y ha oído bien. Soy el mejor mecánico de estas costas.

– Lo sabía -comentó Erica, con una sonrisa en los labios-. Tiene ese aspecto que dice que que sugiere conocimiento.

Cathy sonrió al ver que Jared Parsons hacía un gesto de desaprobación. «¡Vaya con la elocuencia de las secretarias!», pensó ella, sintiendo una inmediata antipatía por la hermosa Erica.

Jared extendió la mano en dirección a la de Lucas y se la estrechó con fuerza.

– Me alegro de conocerle, señor Bissette. Espero que pueda ayudarme.

– Lo intentaré. ¿Puede decirme qué le ocurre al barco? -preguntó Lucas, esperando escuchar la serie de comentarios propios de un marinero aficionado. En vez de eso, Jared Parsons parecía tener una idea muy exacta de lo que le ocurría al motor de su yate.

– En primer lugar, está lo del generador primario. Se suponía que íbamos a recoger otro en el cabo Fear. El ingeniero lo ha ido a buscar y está preparado. En segundo lugar, creo que el tubo de escape está a punto de romperse. Y lo último, pero no menos importante, la válvula de admisión de agua de mar me está dando problemas. De nuevo, podríamos decir. Ya se ocuparon de ella en Kennebunkport, Maine, al menos eso creía yo. Pero ahora ya no estoy tan seguro.

– Parece que tiene una ballena varada en vez de un barco, hijo. Le echaré un vistazo más tarde, cuando tenga tiempo. Si se puede arreglar, estaré encantado de hacerlo, aunque creo que es mejor que se vaya preparando para estar por aquí una semana más o menos.

– ¡Una semana! ¡Señor Bissette, yo no dispongo de una semana! Tengo que volver a Lighthouse Point esta misma semana. Mire, le pagaré el doble de lo que cobre habitualmente, o el triple si es necesario, pero necesito que esté hecho hoy, o mañana como muy tarde.

Cathy irguió la espalda al oír aquel tono arrogante. ¿Por qué los hombres como él siempre creían que el dinero lo podía comprar todo? Apretó los dientes y pensó que si su padre cedía, lo tiraría del muelle acompañado de la hermosa Erica.

Bismarc parecía estar de acuerdo con los sentimientos de Cathy porque empezó a gruñir para mostrar su desaprobación. Entonces, hizo algo que alegró el corazón de la joven. Lentamente, fue acercándose a Erica y empezó a lamerle la pierna.

– ¡Ay! -gritó la mujer. Entonces, dio un paso atrás y perdió el equilibrio, cayendo enseguida al agua del puerto-. ¡Maldito animal! -añadió al salir a la superficie con un indigno chapoteo.

Bismarc, sin preocuparse en absoluto por lo que había hecho, se puso de pie y colocó las patas delanteras en los hombros de Jared para pedirle su atención. Él no pareció estar enfadado y se echó a reír mientras contemplaba a su secretaria. Sin embargo, Lucas pareció estar preocupado por Erica e hizo un gesto para ayudar a la mujer. Jared lo detuvo de inmediato.

– Sabe nadar y tiene la escalerilla muy cerca -le dijo. Entonces, empezó a rascar la cabeza del perro y sonrió a Cathy-. Es un perro muy cariñoso, señorita -añadió, mirándola-. Parece saber muy bien lo que le gusta y lo que no.

Cathy contempló aquellos ojos grises y, de nuevo, se avergonzó por su desastrada apariencia. Se sentía fuera de lugar y muy incómoda ante el escrutinio al que la estaba sometiendo el hombre. Tenía que decir algo, hacer algún comentario.

– Pensé que había dicho que su secretaria sabía nadar. Pues a mí me parece que se ha sumergido en el agua por tercera vez.

– Saldrá cuando se dé cuenta de que no voy a rescatarla -dijo Jared, con frialdad.

Cathy se encogió de hombros y se inclinó para recoger su bolsa de lona. Todo lo que llevaba dentro se había desparramado por el suelo cuando Erica se cayó al agua.

– Permítame -se ofreció Jared, inclinándose. Entonces, le entregó las galeradas de Teak Helm y el termo.

Cathy no pudo decidir qué fue lo que se apoderó de ella, pero agarró con fuerza las galeradas y se las quitó de la mano.

– ¡Deme eso! -lo espetó.

– No iba a hacer nada con ellas, sólo se las iba a meter en la bolsa -replicó él con una burlona sonrisa en los labios, cuando vio que ella colocaba los papeles en la bolsa como §i estuviera metiendo huevos.

– Maldito seas, Jared. Podrías haberme ayudado a salir -dijo Erica, apartándose los mechones de cabello húmedo de los ojos. Entonces, llena de furia, lanzó un pie en dirección a Bismarc.

El rostro de Jared mostró una expresión dura y fría cuando la agarró del brazo para apartarla del animal.

– El perro sólo estaba mostrándose simpático contigo. Métete en la lancha. Te llevaré al Gitano para que te cambies. Señor Bissette -añadió, mirando a Lucas-, regresaré en cuanto la haya dejado en el yate para que podamos hablar.

Bismarc dio un paso al frente, con la intención de acercarse a Erica para disculparse, pero ella lanzó un grito. Cathy no pudo evitar soltar la carcajada.

– Vamos, Bismarc, volvamos a la casa.

Sin decir más, se dio la vuelta y salió corriendo detrás del perro, que le había tomado la delantera. Se habría sorprendido mucho si hubiera visto el modo en el que la miró Jared Parsons, al verla salir corriendo con la bolsa amarilla golpeándole el costado.

Cuando llegó a la casa, Cathy se puso a preparar el desayuno. Rompió unos huevos y empezó a batirlos a toda velocidad. Se sentía furiosa y no sabía por qué. Desde luego, no estaba enfadada porque Jared Parsons hubiera tocado las valiosas galeradas de Teak Helm. Acababa de conocerlo y estaba batiendo los huevos como si la sangre le hirviera en las venas. De repente, se dio cuenta de que era por Erica. No se podía consentir a nadie en el mundo que fuera tan hermosa. Incluso Lucas, su propio padre, había caído a los pies de su belleza. ¡Hombres! Y Erica pertenecía a Jared Parsons. Le pertenecía del mismo modo en que Cathy habría pertenecido a Marc si hubiera cedido ante sus pretensiones.

Se preguntó si Marc la hubiera dejado sumergirse en el agua por tercera vez. ¿Habría hecho el mismo tipo de comentario que Jared Parsons? Era probable que sí. Los hombres solían hacer ese tipo de cosas cuando creían que eran dueños de una mujer. Se preguntó, de pasada, si él le pagaría un sueldo a la hermosa y seductora Erica por su trabajo como secretaria

Por fortuna, el agudo chisporroteo de los huevos al caer en la sartén caliente la sacó de sus pensamientos justo en el momento en que Lucas Bissette entraba por la puerta. Con rapidez, ella los echó en el plato. No dijo nada, sino que esperó a que su padre mencionara a los recién llegados. Mientras echaba comida en el plato de Bismarc y le llenaba el bol de agua, sus pensamientos se desbocaron. Jared Parsons era muy atractivo. De hecho, era muy guapo. Era viril, atlético y, evidentemente, muy rico. También era muy arrogante y exigente y presentaba una actitud un tanto condescendiente. Había habido un momento en el que había esperado que le diera a ella una palmadita en la cabeza, como hubiera hecho con Bismarc. También tenía una amante ¡Qué anticuado sonaba aquello! ¡Qué celo y qué rencor! ¿Por qué tenía que estar celosa? Acababa de conocer a aquel hombre, un hombre que la había mirado como lo hubiera hecho con un niño mugriento.

Cathy estaba de pie, delante de la ventana de la cocina, observando el regreso de la lancha. Sintió un ligero temblor en las piernas y el corazón empezó a latirle de manera apresurada. Una fuerza imperceptible la impedía apartar la atención de aquel hombre de ojos grises y triste sonrisa. Envidiaba a Erica y a todas las mujeres como ella ¿Se equivocaba? ¿Tenían ellas razón por vivir el momento y disfrutarlo? Cathy suspiró.

– ¿Has hecho suficientes huevos como para invitar al señor Parsons? -le preguntó Lucas, mientras se tomaba una tostada.

– No, no he hecho suficientes huevos porque no sabía que iba a venir a desayunar -replicó ella, tras darse la vuelta de la ventana-. Dado que yo soy la que se encarga de la cocina, habría sido un detalle por tu parte que me hubieras informado de que venía.

– He invitado a muchas personas de forma inesperada y nunca te ha molestado.

– La próxima vez, por favor, pregúntamelo -dijo Cathy, en tono más suave-. Ve a abrir la puerta que ya ha llegado.

Ella se dio la vuelta para seguir cocinando. Se encontraba muy incómoda por la presencia de aquel hombre. De algún modo, en su interior, sabía que su vida estaba cambiando, que había empezado a cambiar en el momento en que Jared Parsons se había bajado de su lancha.

Los fuertes ladridos de Bismarc dieron la bienvenida al recién llegado, pero a ella le hicieron dejar caer el huevo que tenía entre las manos. Al ver la expresión divertida que Jared tenía en los ojos, apretó los dientes. Incluso el perro sentía simpatía por él. Se suponía que los perros eran unos astutos jueces del carácter de las personas. Era una pena que Bismarc no fuera perfecto.

Cathy limpió el suelo y se volvió para enfrentarse con él.

– ¿Qué le gustaría para desayunar, señor Parsons?

– Cualquier cosa que sea tan amable de prepararme estará perfecto. Espero que no esté incomodándole o impidiéndole hacer algo

¿Era la imaginación de Cathy? ¿Estaban sus ojos mirando su bolsa de lona amarilla o la mantequera de madera y cobre que había en un rincón?

– Cathy nunca está demasiado ocupada como para no cocinar. Es uno de sus pasatiempos favoritos -dijo Lucas, afable-. Siempre gana el premio del picnic del cuatro de julio por su guisado de cangrejos. Lo ha ganado cuatro años seguidos. Sí, señor, todos los jóvenes de por aquí vienen los domingos y mi hija les prepara algo de comer.

«Dios Santo», gruñó Cathy. Ella que estaba ansiando ser glamurosa y seductora como Erica y Lucas se ponía a destacar sus cualidades domésticas.

– Si hay algo que aprecio de verdad, es una buena cocinera -comentó Jared, riendo.

Cathy frunció los labios. «Entre otras cosas», pensó mientras espolvoreaba con generosidad los huevos batidos con cebollinos y queso. Esperaba que Jared Parsons atribuyera el rubor que le cubría las mejillas al calor de la cocina.

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