Capítulo Ocho

Swan Quarter y Jared Parsons quedaban muy lejos de ella. Cathy se aferró a las galeradas de Teak Helm y, tras respirar con profundidad, entró en el despacho de Walter Denuvue. Si iba a ser la nueva editora de Helm, Walter debía saber que no podía hacerse responsable de aquel desastre que tenía entre las manos.

Tras un breve intercambio cortés de bienvenida, Cathy le entregó las galeradas a Walter.

– Es un desastre -dijo-. No puedo hacerme responsable de este manuscrito. ¿Lo ha leído?

– Siento decir que no. Sin embargo, antes de que Margaret English se marchara, me puso al día. Lo miré un poco por encima -replicó el señor Denuvue, algo a la defensiva-. Verás, Cathy, Margaret no tenía deseo alguno de airar al señor Helm. Trató de que lo revisara, pero él se negó. De hecho, ha afirmado que se trata de una de sus mejores novelas y llegó a decirnos que, si tocábamos una sola palabra, cambiaría de editorial. Ya que vamos a ser sinceros, seámoslo del todo. Esta editorial sigue existiendo por las dos novelas de Teak al año. Sin él, no saldríamos nunca de los números rojos. Si amenaza con marcharse, tenemos que concederle lo que quiere. Somos una editorial muy pequeña y lo necesitamos.

– Si es tan independiente y tan arrogante, ¿por qué necesita un editor? ¿Qué puedo hacer yo, aparte de corregirle la gramática? Si lo que usted dice es cierto, ni siquiera puedo hacer eso. Pensé que me había hecho llamar para ser su editora en el sentido pleno de la palabra, no para ser alguien a quien él pueda lanzar invectivas.

– No nos podemos arriesgar a incomodarle. Su nueva novela tiene que salir a primeros del mes que viene. Teak Helm quiere tener editor y vas a ser tú. Tienes razón en que, de vez en cuando, la tomará contigo. No me enorgullece recordar que he dejado que Margaret se marche a casa llorando en más de una ocasión. No me gusta, pero tengo las manos atadas. Hay muchas personas ante las que tengo que responder, entre ellas nuestros accionistas.

– ¿Cuándo tiene Helm que venir a la editorial?

– Él nunca viene a la editorial -respondió Walter con un suspiro-. Envía los manuscritos por mensajero. Yo no lo conozco en persona, ni nadie de los que trabajan en esta casa. De hecho, ni siquiera tiene agente. En realidad, es un hombre muy misterioso. Nadie ha podido descubrir nunca por qué guarda su intimidad con tanto celo.

– ¿Dónde le envía el dinero? -preguntó Cathy, sin poder creer lo que estaba escuchando.

– Se lo enviamos directamente a su banco.

– ¿Y no hay nada que podamos hacer excepto aceptar sus exigencias y publicar lo que nos mande, sean cuales sean las condiciones en las que lo envía?

– Más o menos, así es, Cathy. Sé que no te he hecho ningún favor al darte este trabajo. Estarás trabajando también en otras cosas, así que lo mejor que te puedo decir es que no dejes que esto pueda contigo.

Sin embargo, Cathy no había terminado todavía.

– Walter, si quiere ponerse en contacto con él, ¿cómo lo hace?

– No lo hacemos. Ésa era una de las condiciones. En realidad, no deja de ser un poco raro. Siempre parece saber cuándo necesitamos hablar con él y nos llama. Esa era, como te he dicho, una condición de su contrato, pero siempre entrega a tiempo, nunca se ha retrasado un solo día en los once años que llevamos haciendo negocios. Mira, Cathy, no quiero que alborotes el tema poniéndote en contacto con el banco. Margaret English trató de hacerlo una vez y, a las tres horas, Teak Helm llamó por teléfono, gritando como un loco y amenazándonos con irse a otra editorial. Es muy estricto en lo que se refiere a su intimidad.

Cathy se sintió muy defraudada.

– Entiendo todo lo que me acaba de decir. Sin embargo, quiero preguntarle algo. ¿Me da usted su permiso para hacer una carta de revisión con sugerencias y enviarla al banco? Lo haré en mi tiempo libre y tendré mucho cuidado en cómo la redacto. Si perdemos este manuscrito, espero que el señor Helm comprenda lo que le hemos querido decir y no cometa los mismos errores en la próxima novela. Creo que merece la pena intentarlo, Walter. ¿Cuánto tiempo cree que los lectores seguirán comprando sus libros si no están al nivel de los anteriores? Dos como máximo. Y ambos lo sabemos.

Walter Denuvue lo pensó durante un momento. Entonces, asintió.

– Creo que tienes razón, Cathy. Pero ten mucho cuidado sobre cómo haces las sugerencias. ¿Tan mala es? -añadió.

– Mucho -dijo ella, escueta-. No puedo creer que, como responsable de esta editorial, usted no la haya leído.

Walter se encogió de hombros.

– Me gustan mucho las motocicletas y los coches rápidos. Si quieres que te diga la verdad, nunca he podido pasar de la primera página de ninguno de sus libros, aunque espero que mantengas esto en secreto -añadió con voz severa.

Cathy sonrió. Su cabeza ya había compuesto la carta que enviaría a Teak Helm, autor de novelas marítimas.


Los días pasaron con rapidez. Cathy estaba trabajando muy entregada en las galeradas de Teak Helm. Lo hacía en su despacho y luego se iba casa para prepararse una cena ligera. Después, seguía trabajando hasta altas horas de la madrugada. A las tres semanas de haber regresado a Nueva York, tenía su carta terminada y lista para enviarla por correo. ¿Cómo iba a reaccionar Teak Helm ante los contenidos de aquella carta? Escribió la palabra Urgente en el sobre y luego añadió los sellos.

Estaba cansada, agotada por todo el durísimo trabajo que había estado haciendo. Echaba de menos a su padre, a Bismarc y a Swan Quarter. Parecía faltar mucho tiempo para la Navidad

¿Qué estaría haciendo y dónde estaría Jared Parsons? Como siempre, cuando pensaba en él, sentía un profundo vacío en su vientre y la respiración se le aceleraba. En cierto modo, agradecía el trabajo duro de aquellos días. Sentía que había esquivado una tormenta emocional y había conseguido separarse del recuerdo de aquellos días gracias al trabajo. Sin embargo, si aquello era cierto, ¿por qué estaba sentada, pensando en él en aquellos momentos?

Cuando los pensamientos sobre Jared invadían su mente, como lo habían hecho en las últimas semanas, Cathy se obligaba a pensar en otras cosas o hacer algo de ejercicio físico. Agarró un suéter y tomó el sobre. Iría andando al buzón de correos más cercano para depositar la carta. Luego, volvería corriendo a casa y así conseguiría dos cosas al mismo tiempo.

En el momento en el que el sobre desapareció en el buzón, Cathy sintió como si se hubiera quitado un peso de encima. ¿Cómo iba a responder Teak Helm, el escritor misterioso, a sus sugerencias? Probablemente, pediría a Walter que la despidiera.

Mientras iba corriendo, Cathy deseó que Bismarc estuviera con ella, pero luego cambió de opinión. El perro, acostumbrado a pasear por el campo, no se haría al cemento y acero de la gran ciudad. «Tal vez debería comprarme un gato o algo así», pensó cuando llegaba a su bloque de apartamentos. «Algún día».

Metió la llave en la cerradura de su puerta. Decidió que se iba a dar un buen baño y se tomaría una taza de té con ron antes de irse a la cama. Se merecía un profundo descanso.

En efecto durmió, aunque no tan relajada como había pensado. Sus sueños se veían invadidos por un hombre alto y fuerte, de ojos grises y con una sonrisa en el rostro. Cuando se despertó, estaba agotada y tenía un sentimiento hostil hacia el nuevo día. Una ducha caliente y una rápida taza de café bien cargado la prepararon, aunque no del todo, para empezar la mañana.

Cada vez que el teléfono sonaba, el miedo se apoderaba de ella. Al final de su jornada de trabajo, sus suspiros eran la comidilla de todos los de la editorial. Casi se desmayó cuando llegó la hora de marcharse y no había recibido respuesta. Cuando Margaret English tuvo la audacia de ponerse en contacto con el jefe del banco, había recibido respuesta a las tres horas. ¿Era bueno o malo que no hubiera tenido noticias todavía?

Los días fueron pasando muy lentos. Hacía casi un mes desde el día en que había enviado el sobre. La nueva novela de Teak Helm tenía que salir en solo dos días. ¿Llegaría la respuesta a tiempo? ¿Qué le diría?

Cathy estaba sentada en su escritorio, con el lápiz sobre un manuscrito que se suponía debía editar. Sin embargo, las palabras impresas no parecían tener ningún significado para ella. No hacía más que preguntarse por qué no podía hacer nada, por qué no se podía concentrar. Debería ser capaz de olvidarse de todo y ponerse a trabajar. Sin embargo, estaba demasiado cansada, demasiado furiosa con las circunstancias como para darse cuenta de lo que estaba haciendo. Al menos, tenía trabajo. Walter Denuvue no la había despedido y aquello debía servir de algo. Debía dejar que Jared Parsons y Teak Helm hicieran lo que quisieran. Ella tenía que ocuparse de su vida, si no era ya demasiado tarde.

Había rechazado todas las invitaciones de sus amigos, casi no había hablado con ellos por teléfono y había inventado excusa tras excusa hasta que, al fin, habían dejado de llamarla. Se sentía sola y no le gustaba aquella sensación. Necesitaba un amigo, un confidente, pero no había nadie. Ni siquiera tenía cerca a Bismarc para que escuchara sus lamentos. Pasaría otra noche solitaria en casa, en su pequeño apartamento, después de tomarse una sopa y unos cuantos panecillos. Un día, se iba a preparar una comida de verdad para volver a cubrir de carne sus huesos. ¿Qué podría hacer al respecto de las ojeras y de sus enjutas mejillas? El maquillaje era maravilloso, pero no podía camuflar tanto.

Cathy miró su reloj y el que había en la pared de su despacho. Quince minutos más y se podría marchar a casa. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que nadie parecía estar trabajando. Sacó el bolso de un cajón y se dirigió al aseo para tratar de reparar los estragos del día. Le pareció escuchar el teléfono, pero decidió que se había equivocado. Nadie la llamaba a aquellas horas del día, así que no había razón para preocuparse.

Con rapidez, se aplicó un poco de sombra y un corrector de ojeras. A continuación, un poco de colorete y de lápiz de labios completaron el efecto. ¿Perfume? ¿Por qué no? Todo el mundo necesitaba un poco de alegría. Se aplicó unas gotas detrás de las orejas y en la base de la garganta. Entonces, se lavó las manos y se volvió a mirar al espejo. Decidió que la luz era demasiado potente y tomó la decisión de pedirle a Walter que instalaran una de menos voltaje y con el cristal rosado. Eso sería mucho mejor.

Al salir del cuarto de baño, miró a su alrededor, pero no se sorprendió al ver que, aparte de los muchachos del correo, ya no quedaba nadie en la editorial. De repente, una nota de papel rosa brillante le llamó la atención. Estaba encima de su escritorio.

Se acercó a la mesa a gran velocidad y estuvo a punto de desmayarse cuando leyó lo que alguien le había dejado escrito.

Te ha llamado Teak Helm. Volverá a llamar mañana por la mañana. Parecía muy enfadado.

– Billy, ¿sabes quién tomó este mensaje? -le preguntó a uno de los chicos del correo desde la puerta del despacho.

– Yo, señorita Bissette. ¿Por qué? ¿Es que he hecho algo malo? -preguntó el muchacho, muy ansioso.

– No, no claro que no. ¿Cómo sabes que el señor Helm estaba enfadado?

– Porque se parecía a mi padre cuando mi madre le da un golpe al coche o cuando yo lo dejo sin gasolina -respondió el joven-. Dijo que volvería a llamar por la mañana. Le dije que estaba usted en el aseo y que regresaría enseguida, pero respondió que no podía esperar.

– No importa, Billy. Vete a casa. Hasta mañana y gracias por tomar el mensaje.


Aquella noche, dormir estaba descartado por completo. Cathy estuvo paseando de arriba abajo en el pequeño apartamento, aturdida. No se había sentido de aquel modo desde el día en que había dejado a Jared en Swan Quarter. ¿Estaba desmoronándose? ¿Qué le iba a decir Teak Helm? ¿Cómo acabaría todo aquello? Cuando llamara, ¿debería asentir a todo, como lo había hecho Margaret English? ¿Se atrevería a mantener lo que había escrito en aquella carta?

Cathy se frotó las sienes y deseó que el fuerte dolor de cabeza que tenía la abandonara. Todo parecía ir mal. Sabía que estaba cansada y que no dormía bien. Las vitaminas no daban para tanto. De hecho, se dio cuenta de que no había dormido bien ni una sola noche después de marcharse de Swan Quarter. Y aquella noche tampoco iba a pegar ojo.

Se acurrucó en el sofá. Echaba de menos a Bismarc y a su padre. Tenía que hablar con alguien, confiar en alguien. Alguien con objetividad. Al mirar el reloj, vio que eran las once y veinte. Faltaban siete horas para poder darse una ducha y marcharse a trabajar. Se sentía marcada, como si alguien le hubiera echado mal de ojo. Decidió que lo peor que podría ocurrirle era que la despidieran porque Teak Helm solicitase una nueva editora. Lo mejor que podría pasar era que Teak Helm accediera a sus cambios y volviera a escribir el libro. O, tal vez, podría pensárselo mejor y no llamarla en absoluto.

Cathy tomó un bloc de notas y el lápiz que había al lado del teléfono. Con rapidez, calculó su situación económica y decidió que podría quedarse en su pequeño apartamento otros seis meses si la despedían. Con sus ahorros y el dinero del pacto, podría incluso estirarlo hasta los ocho meses. Si no podía conseguir el pacto, porque no tuviera derecho a él al haber sido despedida, sólo podría quedarse allí otros tres meses, y eso si se apretaba un poco el cinturón. Si vendía los muebles, podría llegar un poco más allá ¿Por qué se estaba torturando de aquel modo?

De repente, el teléfono empezó a sonar, lo que la asustó profundamente. ¿Quién podría llamarla por teléfono a las doce menos cuarto? Todos sus amigos la habían abandonado. ¿Quién podría ser? Decidió no contestar. Se quedó allí, mirando el aparato como si fuera un instrumento de tortura. De algún modo, sospechaba que Teak Helm había descubierto dónde vivía y había conseguido su número de teléfono. Por lo que había oído sobre aquel hombre, no le importaría nada que fuera casi media noche para llamar e insultar a una persona. Como el insufrible de Jared No tenían consideración por los sentimientos de los demás.

– Bueno, pues no pienso responder. Tengo un despacho y allí es donde realizo mi trabajo, no en casa, y mucho menos a medianoche.

El teléfono no dejó de sonar mientras se metía en la cocina y se preparaba una taza de té. Continuó retumbando mientras se preparaba algo de comer y no había parado cuando se sentó en el salón con la cena. El corazón le había empezado a latir tan rápido, que se inclinó sobre el sofá con la intención de arrancarlo de la pared. Cuando estaba a punto de hacerlo, el teléfono dejó, como por milagro, de sonar. El silencio resultaba casi ensordecedor.

– Ahora, es probable que haga algún comentario mañana como que estuve de fiesta toda la noche y me dirá qué clase de editora soy -dijo en tono muy desagradable.

Decidió que le diría que no era asunto suyo lo que hacía o dónde iba en su tiempo libre ¿Por qué se estaba acelerando tanto por aquello? Ni siquiera sabía si se trataba de Teak Helm. Sin embargo, tenía que ser él. La gente no solía llamar a aquellas horas a no ser que se tratara de una emergencia. También sabía que no se trataba de su padre, porque tenía el número de la portera y habría hecho que la mujer subiera a avisarla si hubiera algo urgente. No. Tenía que ser Teak Helm.

Cathy se tomó un trozo de queso y atacó el pan tostado. Justo cuando estaba a punto de tomarse un sorbo de té, el teléfono volvió a sonar. El té le salpicó la bata. Todo el mundo sabía que era casi imposible limpiar las manchas de té de algo blanco. Se sentía muy enfadada, furiosa con su propia torpeza y muy molesta con el teléfono.

Por fin, descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja. Con voz fría y desafiante, contestó la llamada.

– Querría hablar con Catherine Bissette, por favor -dijo una voz algo nasal. A continuación, se oyeron dos estornudos en rápida sucesión.

– Al habla.

– Soy Teak Helm. Sé que es muy tarde, pero llevo tratando de localizarla toda la tarde y no ha habido respuesta. Un segundo, por favor -dijo.

Cathy esperó y contuvo el aliento. Escuchó más estornudos y una fuerte tos. Le hubiera gustado decirle que era un mentiroso, que ella había estado toda la noche en casa y que no había sido así. Sin embargo, decidió guardar silencio al recordar las palabras del señor Denuvue, que le recomendaban cautela.

– Recibí sus sugerencias hace algún tiempo, pero, como puede escuchar, he estado con neumonía. Me han dado el alta en el hospital hoy mismo y esta es la primera oportunidad que he tenido de llamarla.

Cathy esperó. Casi no se atrevía a respirar. ¿Qué iba a decir de las correcciones? Aparte de la neumonía, no parecía un ogro.

– Estoy dispuesto a hacer varias concesiones -añadió-. Mañana tengo un día muy ajetreado, así que, ¿qué le parece si las repasamos ahora?

– ¿Se ha dado cuenta de la hora que es, señor Helm?

– Sin duda alguna. Si hubiera estado en casa antes, podríamos haber resuelto este asunto a las siete y media. Ahora, escriba esto porque no pienso volver a repetírselo.

– Muy bien, señor Helm. Estoy lista.

– Sé muy bien la hora que es y que usted ha estado de juerga toda la noche y que ahora no tiene ganas de hacer esto, pero no me importa. Yo no me siento nada bien. Veamos, en la página sesenta y seis, accedo al cambio que me propuso. En la página ciento cuarenta y tres, la situación ha sido cambiada, y, como verá, el resultado es como usted quería. Eso es todo.

– Pero si sólo ha accedido a dos cambios. ¿Y el resto de mis sugerencias? Señor Helm, sólo estoy tratando de ayudarlo a hacer un gran libro. Su novela tiene todos los ingredientes, pero le falta espíritu. En resumen, su personaje principal es muy periférico, y eso por ser generosa. No tiene profundidad alguna. Sus lectores van a sentirse muy desilusionados.

Teak Helm volvió a estornudar. Aquella vez, ni siquiera se molestó en apartarse el auricular de la boca.

– ¿Por qué no deja que sea yo quien se preocupe de los lectores? Usted ocúpese de su trabajo.

– Usted es mi trabajo. Y tiene razón en una cosa. Es mejor que se preocupe por sus lectores, porque, cuando lean este libro, van a pensar que está muy lejos de lo que esperan de usted. Déjeme decirle que yo he leído todas sus novelas y creo que esta no se puede comparar con la primera en nada. ¿Me ha oído, señor Helm? Esta novela no tiene el espíritu de la aventura en el mar. Dado que usted escribe novelas marítimas, creo que debería escucharme. Yo esperaba que tuviéramos una relación larga y estable.

– Si ésa es su intención, entonces le sugiero que haga lo que le digo. He corregido las galeradas y he seguido dos de sus sugerencias. No tengo deseo alguno de retener la impresión de mi manuscrito más de lo necesario. En resumen, señorita Bissette, si sigue tratando de hacer que cambie de opinión, tal vez decida no entregar el manuscrito. ¿Nos entendemos?

– Sin duda, señor Helm. Sólo tengo una sugerencia más. Si yo fuera un hombre y le hubiera enviado la misma carta, ¿habría considerado los cambios?

– ¿Está pensando en quemar el sujetador, señorita Bissette?

Cathy se quedó sin palabras. Miró el auricular y luego lo colgó con fuerza, aunque no sin antes escuchar un nuevo estornudo.

– Espero que se asfixie -le espetó al teléfono.

¿Por qué diablos había tenido que encontrarse con dos personas tan insoportables como Teak Helm y Jared Parsons? Debían de haberlos cortado con el mismo patrón.

Decidió que no lloraría. Ya estaba más allá de las lágrimas. Había hecho todo lo que había podido y no era suficiente. Al día siguiente, le diría al señor Denuvue que terminaría aquella semana y luego dimitiría del puesto. Volvería a Swan Quarter, al lugar del que no debería haber salido nunca. Nueva York y sus manzanas no parecían irle demasiado bien.

Dos cambios y encima parecía que le estaba haciendo un favor. Para colmo, amenazaba con no entregar el manuscrito. Además, ¿qué le importaba a él si estaba de juerga toda la noche? Por si todo aquello fuera poco, había mentido al decir que la había estado llamando toda la tarde. Seguramente había estado en el hospital pero en los hospitales no daban de alta a los pacientes que sonaban como él. ¿A quién se creía que estaba engañando?

Algo triste, se tendió en la cama y se quedó tumbada en la oscuridad, con los ojos cerrados. Debería llorar. Tal vez se sentiría mejor. No. No lo haría. Ya había derramado suficientes lágrimas en Swan Quarter. Decidió que lo dejaría todo hasta el día siguiente. Cuando entrara en el despacho del señor Denuvue, confesaría lo ocurrido y le entregaría su dimisión.

No obstante, a pesar de sus esfuerzos, las lágrimas que tanto había luchado por contener se derramaron mientras dormía.

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