Capítulo Siete

Cathy escuchó un profundo sonido en el pecho de Jared cuando él se acercó a ella. La agarró por los hombros, atrayéndola hacia él. Sintió su cálido aliento en el cabello, los labios contra el oído y en la suave piel del cuello. En el momento en que la besó, sintió una serie de emociones que evocaban un fuego abrasador, que ardía y se abría paso a través de las venas. Estaba indefensa ante él. Pensó en todas las promesas que se había hecho de mantenerse alejada de él, de resistir su atractivo, pero estas se consumieron en el fuego que le ardía por dentro y se evaporaron en anillos de humo. Lo único que sabía era que Jared y ella estaban allí, a solas. Cathy estaba entre sus brazos, saboreando sus labios y gozando con las deliciosas sensaciones de la pasión que él avivaba dentro de ella.

Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él para responder al beso. Separó los labios y dejó que los dedos se le entrelazaran con el sedoso cabello que le crecía en la base del cuello. Sintió la fuerza de su abrazo, su aliento contra la mejilla, el poder de una mujer que es querida y deseada.

Jared le acarició la garganta, dejando que los dedos bajaran por la grácil columna de su cuello. Cathy sintió que el pulso le latía bajo las yemas de los dedos de su amante.

Llevaba la camisa de cuadros abierta hasta el inicio de los pechos. Cuando él metió la mano y le acarició la piel, Cathy sintió una serie de descargas eléctricas que la hicieron contener la respiración. Con mano diestra, él le desabrochó con pausa el botón superior. Le tocaba suavemente la piel dejando que la mano se adaptara a las suaves curvas del cuerpo de Cathy, buscando con ardor el tenerla por entero en la palma de la mano.

Ella sintió que la respiración se le aceleraba de deseo. Las caricias de Jared habían encendido una llama en su ya caldeada piel. Se estaba perdiendo, pero sólo sentía por él, su aroma, su fuerza, sólo deseaba conocerlo La embriagaba más que el vino y hacía que la cabeza le diera vueltas. Le resultaba imposible pensar, protestar Era una mujer y deseaba, necesitaba sentir que así era.

Jared se desprendió de sus labios y Cathy se separó de él de mala gana. Entonces, él comenzó una completa y tierna exploración de la curva del cuello de la joven. Le encontró el pulso y se detuvo allí, como si quisiera arrancarle la vitalidad que allí le latía. Cathy frunció los labios de pasión y el deseo pareció someterla por completo cuando él empezó a acariciarla de un modo más profundo y sensual. Parecía saber por instinto dónde era más vulnerable: en el hueco de la garganta y en el valle que habitaba entre sus senos.

Se encontró ofreciéndose más a él, acogiéndole entre sus brazos. Escuchó un suave sonido de placer y, de repente, se dio cuenta de que había sido su propia voz saliéndole desde lo más profundo de su interior, de una parte íntima que no había explorado jamás.

Había un intenso anhelo dentro de ella y se reflejó en su reacción. Los labios de Cathy buscaron los de él. Sus dedos le acariciaron el tórax, deslizándose a través de la amplia expansión de sus músculos y deteniéndose allí para enredarse en el suave vello que le cubría la piel.

Oyó que él pronunciaba su nombre. El ronco sonido que emitió la debilitó por completo y se perdió en la necesidad que sentía por Jared.

Él tomó posesión de su piel, acariciándola con movimientos de mariposa. Sus besos eran una droga; aquellos brazos, una prisión; el sonido del nombre de Cathy en sus labios, alimento para su pasión. Sólo importaba el allí y el entonces, sólo Jared y ella, como si fueran los únicos seres vivos en todo el mundo. Nada ni nadie importaba más que el hecho de encontrarse entre sus brazos y de que le estuviera haciendo el amor, amándola.

Su propia voz, cuando la utilizó, fue profunda y llena de pasión.

– Jared

Pronunció su nombre como un grito, como un sonido que le nacía del alma y que habitaba entre sus labios. Se le ofreció de lleno, apretándosele contra la mano, moviéndose contra él, perdida en el deseo que sentía por él.

Poco a poco, se fue dando cuenta de que sus labios ya no respondían. Sus manos también se habían detenido y parecía estar apartándose de ella. ¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho? ¿Por qué la había soltado y estaba escrutando la oscuridad a través del parabrisas?

– ¿Jared?

– Abróchate la blusa, Cathy -le dijo con voz dura, vacía de los sentimientos que ella hubiera jurado que había sentido minutos antes.

Sin prestar atención alguna a sus palabras, decidió que necesitaba ante todo escuchar de sus labios la razón de aquella repentina frialdad.

– ¿Por qué? -le preguntó. Aunque trató de contenerse, no pudo reprimir un sollozo. Sentía que las lágrimas le quemaban en los ojos.

Jared se volvió a mirarla. Los ojos parecían abrasar la carne de Cathy cuando la miró, admirando el escote que se le veía a través de la blusa abierta. Sin embargo, sus ojos eran fríos y, a pesar de la oscuridad, pudo notar una triste sonrisa en sus labios.

– Alguien me ha dicho, Cathy, en confidencia, por supuesto, que te estabas reservando para el matrimonio.

Se estaba riendo de Cathy, burlándose de ella y de sus recién encontradas emociones. Había vuelto a dejarla en ridículo. No. Ella había vuelto a ponerse en evidencia al tirarse entre sus brazos y ofrecérsele de aquel modo. Había estado dispuesta a satisfacer sus pasiones y, en aquellos momentos, Jared se estaba riendo de ella. Además, para humillarse aún más, le había preguntado el porqué.

Con dedos temblorosos, se abrochó de nuevo los botones de la blusa.

– Olvídate de que te he hecho esa pregunta. En realidad, ya no me importa la respuesta. Creo que deberías saber que eres el hombre más insufrible que he conocido nunca. Eres egoísta y egocéntrico y solo hieres a las personas -lo espetó-. ¡Fuera de mi furgoneta!

Con una fuerza que hasta le sorprendió a ella misma, trató de empujarlo hacia la puerta y sacarlo del vehículo.

– Espera un momento -dijo Jared, riendo-. No me has comprendido. No me estaba mofando de ti. En absoluto. Sólo estaba tratando de respetarte -añadió, sin encontrar las palabras que buscaba.

– ¡Adelante! ¡Dilo! -bufó Cathy, furiosa-. Di lo que estás pensando. Adelante, di, «tu virginidad» -rugió. Entonces, dobló la mano para convertirla en un puño y le pegó en un ojo-. Eso es por burlarte de mí y esto -prosiguió, dándole una segunda vez, en la barbilla-, es por robarme el afecto de mi perro. ¡Te odio, Jared Parsons! ¡Te odio! Y si te vuelves a acercar a mí, te te

Lo que sentía en aquellos momentos bloqueaba todo pensamiento. Tras recoger la poca dignidad que le quedaba, Cathy abrió la puerta de la furgoneta, se bajó y salió corriendo por la carretera. Se alejó de Jared Parsons tan rápido como las piernas la podían transportar. Bismarc saltó de la parte trasera de la furgoneta y, con sus ladridos, rompió la tranquilidad de la noche.


Cathy estuvo recogiendo la cocina con el perro a su lado. Habían pasado tres días desde la última vez que vio a Jared Parsons. Furiosa, le dio una patada a la cocina, de inmediato, soltó un alarido de dolor. Estaba allí fuera, con la bella Erica, haciendo sólo lo que Dios sabía. Era culpa suya. Había dicho que no quería volver a verlo.

La mañana después de su último encuentro, había encontrado la furgoneta aparcada delante de la casa, como único recordatorio de que había estado en ella con Jared. Le parecía que su padre sabía algo, pero no pensaba preguntarle nada sobre él.

El teléfono empezó a sonar, pero Cathy se pensó durante un momento si iba contestar o no. Tal vez era Jared.

– ¿Sí? -dijo, con mucha suavidad-. ¡Ah! Señor Denuvue, ¿por qué me llama usted aquí? ¿Qué es lo que pasa? Claro que sí -añadió tras escuchar durante un momento. ¿Por qué yo? ¡Mañana! Sí, sí, claro que puedo estar ahí. Gracias, señor Denuvue, por darme esta oportunidad. Lo haré lo mejor posible.

Cathy se quedó mirando el teléfono durante unos segundos antes de volver a colgarlo. No se lo podía creer.

Bismarc, ¿has oído eso? -le preguntó al perro, muy emocionada-. Era el señor Denuvue, el presidente de la editorial para la que trabajo. Me acaba de decir que voy a ser la nueva editora de Teak Helm. La señora English decidió irse a California para vivir con su hija, dado que esta espera su primer hijo. Ha dejado a Teak Helm por un niño. Tengo que estar en Nueva York mañana por la mañana, lo que significa que tengo que marcharme esta noche. Sin embargo, si me voy ahora, nunca volveré a ver a Jared. Estaba tan emocionada cuando me llamó el señor Denuvue que casi me olvidé de él. ¿Qué voy a hacer?

Extendió la mano para agarrar el teléfono, pero la retiró. Tres días y tres noches con Erica. ¿Cómo iba a importarle que ella regresara a Nueva York? Ella le había dicho que no quería volver a verlo. ¿Cómo había podido creerse una mentira tan descarada? Se suponía que él era un experto en lo que se refería a las mujeres. ¿Es que no sabía distinguir una mentira cuando la escuchaba? Claro que no. Era él quien solía contar las mentiras. Todos los hombres mentían.

Era una oferta que se presentaba sólo una vez en la vida. No podía rechazarla, ni siquiera por un hombre como Jared. Sería una estúpida si no regresaba a Nueva York y aceptaba aquella oferta. Al cabo de unos pocos días, el yate de Jared estaría reparado y no se marcharía sin volver a pensar en ella. ¿Por qué estaba dudando?

– Además, voy a ganar mucho dinero. No tendré que escatimar para poder ahorrar. Tal vez podría alquilar un apartamento mayor, al que me dejen llevar perros y, entonces, podrás venir a vivir conmigo. ¿No te parece que sería estupendo?

Bismarc no le prestó atención alguna, a pesar de que la voz se le quebraba cada vez que mencionaba el nombre de Jared.

– Voy a aceptar -le dijo al perro-. Primero, voy a hacer la maleta, luego sacaré el esquife para darme un último paseo y después me despediré de Swan Quarter hasta las Navidades.

Una hora después, había preparado las maletas y tenía su habitación completamente ordenada. Después, llamó al aeropuerto y reservó un billete de avión. Ya estaba. Aceptaba la oferta y se marchaba a Nueva York.

Cathy preparó un ligero almuerzo para ella y metió una bolsa de galletas para Bismarc. En el último minuto, escribió una nota para su padre y la dejó encima de la mesa. No quería que él pensara que se marchaba porque estaba enfadada con él.

O por otra cosa, es decir, por Jared Parsons. Lucas comprendería que no hubiera podido rechazar aquella oferta y sería el primero en decirle que aceptara. Además, sabía que su padre querría llevarla al aeropuerto.

El tiempo era el típico que se esperaba en Carolina del Norte en el mes de julio. Hacía un sol de justicia y la humedad era muy alta. Bismarc estaba sentado en la proa, dejando que la brisa le peinara su largo pelaje rojizo. Allí, en el río, sola con su perro, Cathy lamentó su decisión de cambiar Swan Quarter por el caluroso verano de Nueva York. Aquel era su hogar, el lugar al que pertenecía. Tenía el sol, el cielo, el río y no una jungla de asfalto con la contaminación que creaban los taxis, los autobuses y el ajetreado ir y venir del tráfico. Allí estaba en su casa y disfrutaba.

La hélice iba dejando una amplia estela en el agua. Una o dos veces, oyó que el motor protestaba. Su padre llevaba tiempo prometiendo que iba a revisarlo, pero, en apariencia, nunca había llegado a hacerlo. En aquellos momentos, en el momento cumbre del marisqueo, se había comprometido a reparar el yate de Jared.

– Eso me deja a mí a dos velas -dijo-. Venga, no me dejes aquí tirada -añadió, golpeando con suavidad el motor.

Como si la máquina hubiera escuchado sus palabras, volvió a recobrar su potencia normal, por lo que Cathy se dirigió hacia una playa cercana.

Cuando estuvo bastante cerca de la costa, apagó el motor y dejó que la barca se aproximara hasta tocar la arena de la playa. Con rapidez, como le habían enseñado sus largos años de prácticas, saltó por la borda y llevó el esquife hasta la costa, donde lo encajó bien en la arena.

– Vamos, Bismarc -anunció, tras sacar su almuerzo y una vieja manta-. Éste es el último día que vamos a pasar aquí hasta el invierno. Vamos a disfrutarlo.

La tarde fue idílica. Cathy estuvo jugando con su perro, disfrutando de las refrescantes aguas. Por último, tras secarse de su último baño, miró el reloj. Le quedaba mucho tiempo para llegar a casa, bañarse, lavarse el pelo y marcharse al aeropuerto. Esperaba que su padre estuviera allí. Sabía que se sentiría algo desilusionado porque su hija se marchara de manera tan repentina, pero lo comprendería. Lucas era un hombre de negocios y sabía que había que trabajar cuando las perspectivas eran buenas. Aquella oportunidad se ofrecía demasiado buena como para dejarla escapar.

Bismarc se sentó de nuevo en la proa mientras ella se disponía arrancar el motor. Tiró de la cuerda. Nada. Otra vez. Nada.

Exasperada, levantó el motor de su sitio y examinó las bujías. Volvió a intentarlo. Nada. Hizo todas las cosas que sabía que había que hacer, pero no consiguió que la barca arrancara.

Estaba allí, náufraga. No en una isla, pero sí en una delgada tira de tierra, rodeada de espesos bosques y matorrales. Al mirar a su alrededor, lanzó una exclamación de desesperación. Sólo se podía acceder a aquel lugar por barco. Si tenía que tratar de llegar a la carretera, tendría que atravesar seis o siete kilómetros de bosque.

El perro gimoteó como si presintiera el dilema al que Cathy se enfrentaba.

– Creo que es mejor que te bajes del barco, Bismarc. No parece que vayamos a ir a ninguna parte. Al menos, no por el momento.

El sol había empezado a ponerse. Cathy estuvo muy pendiente de cualquier barco que pudiera pasar e incluso preparó la toalla para utilizarla como bandera si se daba el caso. Sin embargo, el tráfico marítimo a aquellas horas era muy escaso, sobre todo en un día de diario. Con un gemido de desesperación, Cathy se sentó en la arena y se dispuso a esperar.

Miró el reloj por centésima vez y perdió la esperanza un poco más. Si no la encontraban pronto, perdería el avión. ¿Dónde estaba su padre? ¿Es que no había recibido su nota? Seguramente la habría leído y se habría dado cuenta de la hora. Además, Lucas sabía dónde le gustaba ir con el esquife Tal vez no quería que regresara a Nueva York y estaba retrasándose con deliberación.

Aquello era una tontería y poco propio de su padre. Más posible habría sido que estuviera aún trabajando en el yate de Jared y que ni siquiera hubiera llegado todavía a casa.

En la distancia, vio un pequeño objeto. De inmediato, reconoció que se trataba de un barco, incluso sin oír el motor. Se puso de pie de un salto y empezó a agitar la toalla con mucha energía.

– ¡Ladra, Bismarc! ¡Tal vez te oigan!

Sabía que no era muy probable, pero podría ser que el brillante pelaje rojizo del perro atrajera la atención de los tripulantes del barco.

Pareció que pasó una eternidad hasta que el barco se acercó lo suficiente. Cuando lo hizo, Cathy sintió que el alma se le caía a los pies. Era la lancha de Jared.

Sintió que sus ganas de ser rescatada desaparecían y volvió a sentarse en el esquife. Cuando oyó su voz, le entraron náuseas. Había pensado que podía controlar todo lo que sintió en la noche del cuatro de julio, pero De todas las personas que había en el mundo, ¿por qué tenía que haberla encontrado Jared Parsons? Prefería enfrentarse a una barracuda que a él.

El rostro del recién llegado era frío y distante. Entonces, la miró y sonrió levemente.

– Tu padre está trabajando en el motor de mi yate, así que, en vez de parar, le dije que yo saldría a buscarte. ¿Es que no piensas nunca antes de seguir tus impulsos? Lucas me dijo que sabías que el esquife no estaba en condiciones de navegar. Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Es que querías que yo viniera a buscarte?

– La razón por la que mi esquife no está arreglado es porque mi padre se ha pasado todo el tiempo trabajando en tu yate. Y, no, ni esperaba ni quería que vinieras a rescatarme -lo espetó ella-. De hecho, dentro de unas pocas horas ya no tendrás que preocuparte por mí. Me marcho a Nueva York.

Supo que sus palabras y el tono de su voz lo habían sorprendido por el modo en que se le entornaron los ojos. Como si a ella le importara lo que él pensaba

Durante el trayecto de regreso al muelle, no ocurrió absolutamente nada. Jared le dio la espalda, con las manos apretadas encima del timón. En cuanto la lancha entró en puerto, Cathy se levantó y saltó al muelle sin necesidad de ayuda. Bismarc siguió sus pasos, pero se detuvo a ladrarles.

– Gracias por traerme a casa -dijo Cathy en tono muy formal-. Siento haberte causado tantas molestias. Sé que debes de ser un hombre muy ocupado.

Jared la miró fijamente, con el ceño fruncido, pero no hizo comentario alguno. Estaba haciendo que ella se sintiera incómoda otra vez. Sin embargo, sabía que después de aquel día no tendría que volver a preocuparse por él. Incluso para ella misma aquella despedida tan formal había sonado como algo definitivo. Entonces, giró sobre sus talones y se alejó del muelle con Bismarc tras ella.

A pesar de todo, las lágrimas le nublaban la visión, por lo que encontró el camino a casa gracias a su perro.

A medianoche estaría de vuelta en su pequeño estudio, dispuesta a comenzar una nueva fase de su vida. Aquel breve interludio no sería más que un recuerdo

– ¿Por qué no pudo ser más que un recuerdo? -le preguntó, completamente descorazonada, al perro.

«Porque no ha podido ser», pensó, tratando de armarse de valor.

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