Capítulo 2

JACK comprobó el estado de la valla de hierro forjado en la zona cercana a la colina. Le dictó los datos a su grabadora. No obstante, ya estaba oscureciendo y no podía hacerse una idea tan exacta como le habría gustado, pero al menos podía ver lo principal. Llevaba seis horas trabajando como jefe de seguridad y ya había anotado un número importante de cambios que debían hacerse.

Sus obligaciones incluían la mejora del sistema de seguridad y el control de los empleados.

El sueldo era más alto de lo que había esperado y le proporcionaban un lugar para dormir.

Se alegraba de haber conseguido aquel trabajo, aunque fuera temporalmente.

La propiedad era enorme y tenía una gran casa, edificios anexos para el servicio y un garaje para cinco coches con los correspondientes dormitorios para los chóferes. Además, había una oficina de seguridad y el apartamento en el que él viviría.

Tenía un enorme terreno, con una zona de secuoyas que formaban un bosque, un jardín de rosas que era una zona de particular encanto, una cocina exterior y tres piscinas conectadas entre sí por cascadas.

Jack todavía no sabía con certeza para quién estaba trabajando. Tim no había tenido tiempo de explicárselo, pues había salido apresuradamente a una reunión en Los Ángeles después de anunciarle que el trabajo era suyo. Sabía que se trataba de una Familia Real exiliada de un pequeño país de Ensopa situado entre Austria y Hungría, pero nunca había oído hablar de él. Tenían mucha gente a su servicio, la mayoría de ellos de su misma nacionalidad. Hasta entonces había visto a tres criadas, un cocinero, un mayordomo, dos jardineros y un chófer, más la dama de compañía en cuya habitación había irrumpido.

Al pensar en ella, su mirada se dirigió inmediatamente a la ventana iluminada por la que había entrado. El recuerdo de su cuerpo cálido y suave le vino a la memoria. Apartó rápidamente la imagen de su mente. Era peligrosamente atractiva y realmente sugerente, pero él no estaba en el mercado. Las relaciones con mujeres siempre acababan trayéndole problemas. Era un caso perdido. Así que tendría que mantenerse a distancia de aquella preciosidad. Y no debería de resultarle difícil. Tenía mucho trabajo que lo mantendría ocupado.

Al darse la vuelta con intención de regresar a su oficina, se topó con la misma mujer a la que había decidido evitar hacía un instante.

– ¡Vaya! -exclamó él y retrocedió, molesto consigo mismo por no haber oído que se aproximaba. Las cascadas camuflaban todo sonido. Ese era otro problema que tendría que solucionar.

– Hola -dijo ella-. Me imaginaba que podría encontrarte aquí.

Él frunció el ceño. No parecía particularmente feliz de verla. Era demasiado hermosa y llevaba la palabra «peligro» escrita en el rostro.

– Me estaba marchando.

– ¡Espera! Te he traído algo.

Él se volvió y miró lo que llevaba en las manos. Pero la oscuridad le impedía Ver de qué se trataba.

– Es un trozo de tarta de limón. Sé que nó has podido probarla.

El dudó. Pero pronto la tentación ganó a la precaución. El estómago le gruñía de hambre.

Total, un poco de tarta no podía hacer daño a nadie. No sin ciertos reparos, aceptó la oferta.

– Gracias-dijo él y la siguió hasta un banco que había cerca, y que estaba iluminado por el resplandor de las piscinas.

Los dos se sentaron y ella le dio un plato con un tenedor.

Tras el primer bocado, él sonrió complacido.

– Muchas gracias. Está deliciosa.

Ella le devolvió la sonrisa. Se alegraba de haber tomado la decisión de salir en su busca.

Se había pasado toda la cena lanzando miradas fugaces a través del ventanal del comedor, tratando de localizarlo en la amplitud del jardín.

En el momento en que su tía se había marchado a ver a una amiga que vivía en la misma calle, ella había puesto un trozo de tarta en el plato y había salido en su busca.

– Así que, al final, has decidido aceptar el trabajo -dijo ella.

– Tengo que comer y, por lo que veo, en esta casa se cocina muy bien.

Era cierto, la comida era uno de los pocos alicientes de vivir allí. Su tía siempre contrataba a los mejores chefs.

Uno de sus objetivos del verano era aprender a cocinar. Porque quizá fuera verdad que el mejor modo de llegar al corazón de un hombre fuera a través del estómago.

Miró al que tenía delante y sintió excitación.

Era tan atractivo, tan masculino… ¿Qué podría hacer para que se quedara con ella un rato después de haber terminado su postre? Tal vez debería iniciar una conversación.

– Cuéntame algo sobre ti. ¿Estás casado?

Él se metió un trozo de tarta en la boca y la miró. Aquella muchacha le parecía demasiado joven. Él jamás se había sentido joven.

Sabía que era un modo pesimista de vivir la vida. Pero tenía motivos. Se había pasado el tiempo esperando a que, de un momento a otro, un hacha cayera sobre su cabeza, a que empeoraran las cosas. Lo que generalmente ocurría.

En aquel preciso instante estaba suspendido de empleo y sueldo como detective de la brigada de policía, un trabajo que lo fascinaba. Había aceptado aquel puesto a la espera de ver qué le depararía el futuro.

No se quejaba. Se había buscado la suspensión. Había actuado según su particular criterio y volvería a hacerlo en las mismas circunstancias. Su instinto siempre lo llevaba a proteger a los demás, aun a riesgo de acabar mal. Tendría que aprender a no volver a hacerlo.

También tendría que ser cuidadoso para no empeorar las cosas en lo que a su suspensión se refería. Sin duda, flirtear con aquella mujer no era recomendable en aquel momento.

Por eso, la pregunta que acababa de hacerle le resultaba tremendamente incómoda.

– ¿Por qué quieres saber si estoy casado?

– Por nada en particular. Solo trataba de conversar.

– Conversar, ya… -no pudo evitarlo, el tono de su respuesta le provocó ganas de reírse-. Bueno, pues si quieres te hago un resumen de mi vida. Tengo treinta años, nací en San Diego y me crié en un montón de sitios. Estuve unos años en el ejército y luego me incorporé al cuerpo de policía. Estuve comprometido una vez, durante cinco minutos. Nunca me he casado y no tengo niños. Omitió que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando él era muy pequeño y que había sido trasladado de un lugar a otro, que había vivido con diferentes familiares, hasta que, finalmente, había terminado en un hogar de acogida para adolescentes problemáticos.

Aquella falta de raíces había hecho que, aún entonces, siguiera tratando de encontrar cual era su verdadera identidad.

– Guau, con toda esa información ya me siento como si te conociera de toda la vida.

Él le devolvió el plato con intención de levantarse, pero decidió que no quería ser maleducado. Que no le haría ningún mal dedicarle:unos minutos a su benefactora.

– Puede que tú me conozcas a mí, pero yo: no sé nada de ti.

Ella se volvió a dejar el plato a un lado del banco y pensó sobre lo que iba a decir. Aunque pronto averiguaría quién era, aprovecharía para mantener su anonimato un poco más. Odiaba el modo en que la gente cambiaba al descubrir que pertenecía a la realeza.

A veces habría deseado poder quitarse esa carga, pues, para ella, no había supuesto sino un motivo de soledad.

Desde la pérdida de sus padres, cuando era todavía un bebé, había vivido con sus tíos, alejada de sus hermanos, Marco, Garth y Damián. Los dos primeros habían sido criados con unos familiares en Arizona, mientras el tercero lo había hecho con otra tía, hermana gemela de su madre. Solo los había visto en ocasiones especíales. Durante un gran número de años había sido educada por una niñera. Le llevaban niños para que jugaran con ella, pero la situación resultaba siempre extraña. Con la edad escolar le llegó la esperanza de que su vida cambiara, de poder establecer relaciones. Pero tampoco había sido fácil entonces, pues iba siempre rodeada de guardaespaldas y cambiaba de escuela continuamente.

Siempre había soñado con que las cosas fueran diferentes con el matrimonio. Pero, a aquellas alturas, ya sabía que a lo más que podía aspirar era a casarse con alguien que resultara un buen compañero, alguien con quien compartir su vida. El amor verdadero jamás entraría en juego.

Pero Jack Santini no querría escuchar todo aquello.

– Mi vida no es muy interesante -dijo ella rápidamente-. Si quiéres te cuento algo sobre la Familia Real.

– Dime tu nombre.

Su nombre. Bueno, eso era fácil.

– Me llamo Karina.

– ¿Karina? ¿Simplemente?

– Simplemente.

– Todo el mundo tiene un apellido.

– Yo tengo demasiados. Te confundirían – se volvió hacia la piscina y observó el suave fluir del agua iluminada-. Íbamos a hablar de la familia que vive aquí. ¿No sientes curiosidad?

– La familia… -él consideró la opción por un momento-. Bien. Dime lo que deba saber.

– Los Roseanova son una familia de mucha solera. Reinaron en Nabotavia durante casi mil años. Hace veinte años hubo un levantamiento dirigido por un grupo de rebeldes llamados Diciembre Radical -ella hizo un gesto que dejó patente cuál era su opinión sobre ellos-. El rey y la reina fueron asesinados…

Hizo una pausa al notar que la voz le temblaba. Respiró profundamente para calmar su congoja y continuó.

– Mucha gente tuvo qué huir del país.

– Incluida tú.

– Sí, claro. También el duque y la duquesa y…

– ¿La princesa? He oído que realmente hay una princesa.

Ella asintió con los ojos iluminados.

– ¡Claro que existe una princesa! La sacaron del país junto a sus tres hermanos mayores -lo miró con curiosidad-. ¿Qué te han contado sobre ella?

Él se encogió de hombros.

– Nada. Tim estaba demasiado preocupado por advertirme todo lo que no debía hacer para no alterar a la duquesa -levantó una ceja-.¿Es esa la mujer a la que tú me hiciste referencia?

Ella asintió.

– Así que es muy dura.

Karina dudó. No quería decir nada contra su tía. Después de todo, la había criado… o algo parecido. ¿Cómo podía decirle las cosas delicadamente?

– Creo que tú mismo podrás juzgarla mañana. Según tengo entendido, quiere que el señor Blodnick haga tu presentación oficial mañana. Cosas de la realeza -hizo un gesto cómico, como una especie de mueca jocosa.

Cada vez lo trataba con más familiaridad, y eso lo asustó. Tenía que escapar de allí, pero le resultaba tremendamente difícil alejarse de aquella atractiva mujer.

– Eso significa que voy a conocer a la gente para la que trabajo, ¿no es así? Supongo que no será más que pura rutina.

– Pues te equivocas. Es importante que la duquesa y la princesa te den su aprobación.

– No veo el motivo de que no lo hagan – dijo él completamente confiado-. Soy una persona que suele caer bien.

Ella lo miró críticamente. No le cabía duda de que caía bien. Pero el problema, quizá, sería lo tremendamente atractivo que resultaba. ¿Admitiría su tía que tuviera como guardia a alguien así? ¿Notaría la electricidad que se generaba entre ellos? Y, si lo notaba, ¿se libraría de él?

La respuesta era clara. Por supuesto que se libraría de él. Solo Karina podría encontrar el modo de garantizar su permanencia.

– Te aseguro que a la duquesa no le vas a gustar en ningún caso, porque no le gusta nadie -le dijo-. Pero la princesa es otra historia.

– ¿Cómo es ella?

– ¿La princesa? -Karina fingió un estremecimiento-. Es fea como un bulldog. Es tonta, carece totalmente de inteligencia.

Él sonrió.

– Se ve que eres muy buena amiga suya.

– Somos como hermanas.

– ¿Cómo hermanas? Ya… -él asintió y la miró con cinismo-. Pues yo he oído decir que es muy hermosa.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Ya sabes cómo es la gente con las celebridades, les atribuyen belleza y cualidades que no les corresponden. Lo mismo ocurre con la realeza.

– ¿Tú crees?

– Sí. He visto a los hombres mirar a la princesa sin reparar en que es bizca; jorobada y enjuta.

– ¡Pobres dementes! -dijo él soltando una carcajada.

– Exacto -se rio ella también-. La gente puede llegar a estar realmente ciega.

Sus ojos se encontraron y, de pronto, ella se dio cuenta de lo suave y distinto que le resultaba el aire. Se sentía flotar.

– ¿No estarás insinuando que yo también estoy ciego?

– No -le aseguró ella-. Solo quería advertirte sobre la princesa para que estuvieras preparado. No querría que cayeras en sus trampas.

– ¿Por qué? -preguntó él con un noto grave y cadencioso-. ¿Tienes miedo de que me enamore de ella?

Ella se encogió de hombros de un modo tremendamente sugerente.

Algo hacía que se atrajeran peligrosamente, un magnetismo incontrolable. De pronto, parecía imposible que no se besaran. La noche, el sonido del agua, el aroma de las rosas, todo se combinaba para alterar sus sentidos.

Pero Jack sabía que, si se dejaba llevar, cometería el mayor error de su vida. Intentó levantarse, pero ella lo detuvo.

– Quédate quieto -le dijo-. Tienes una miga en la cara.

Acercó su mano cálida hasta el rostro de él y Jack notó cómo se le aceleraba el corazón.

Karina no sabía lo que estaba haciendo, solo sabía que no lo podía evitar. Necesitaba tocarlo.

Con los dedos le quitó suavemente el trozo de tarta, pero luego dejó que las yemas rozaran su piel.

De pronto, su mirada cambió y, por primera,vez en su vida, se sintió objeto del deseo de um hombre.Lo extraño fue que no la asustó, sino muy al contrario. Hizo que se sintiera viva. La palma de su mano se posó sobre la mejilla de Jack y lo acarició, mientras su mirada se centraba em los labios de él. Necesitaba urgentemente besarlo. Lentamente, se fue inclinando hacia él.

Jack gimió anticipando lo que estaba a punto de sentir. Pero recobró la razón justo a tiempo, la sujetó de la muñeca y la detuvo.

– Será mejor que te vayas a casa -le dijo secamente, tratando de controlar su respiración acelerada. Jamás antes se había sentido tan excitado. No sabía cómo había ocurrido tan rápido y tan fácilmente con aquella mujer. Solo sabía que tenía que evitar el peligro que representaba si quería conservar su trabajo.

Estaba claro que ella era inocente, y era precisamente esa inocencia la que lo atraía aún más.

Por eso, iba a tener que evitarla a toda costa.

De pronto, ella se volvió hacia la casa y vio en su ventana la sombra de la duquesa.

– ¡Me tengo que ir! -dijo repentinamente-. La duquesa me está buscando. Buenas noches.

Se despidió con una rápida sonrisa y salió a toda prisa, dejándolo más alterado de lo que jamás se había sentido.

Cinco minutos con aquella mujer habían sido suficientes para pensar en lo bien que se sentiría con ella en la cama. Indudablemente, era el tipo de mujer que tenía la palabra «peligro» escrita en el rostro.

¿Cómo había permitido que ocurriera lo que acababa de ocurrir? No volvería a pasar, porque se aseguraría de no acercarse a Karina.

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