Primera Parte

Una llamada de atención

Capítulo 1

1

– ¿Han llegado al veredicto?-le preguntó el juez Alfred Neff a los ocho hombres y a las cuatro mujeres que estaban sentados en la tribuna del jurado.

Un hombre fornido, de pecho hinchado como un barril, de alrededor de sesenta y cinco años se puso de pie con cierta dificultad. Betsy Tannenbaum revisó el cuadro que había confeccionado hacía dos semanas, durante la selección del jurado. Se trataba de Walter Korn, soldador jubilado. Betsy se sentía incómoda con Korn como presidente del jurado. Éste era miembro de ese cuerpo sólo porque Betsy se había quedado sin otras alternativas.

El alguacil tomó el veredicto que le alcanzaba Korn y se lo pasó al juez. Los ojos de Betsy siguieron el cuadrado doblado de papel blanco. Mientras el juez lo abría y lo leía para sí, ella observó su rostro en busca de alguna señal indicativa, pero no descubrió nada.

Betsy miró furtivamente a Andrea Hammermill, la regordeta matrona que estaba sentada a su lado. Andrea tenía la mirada fija hacia adelante, como sometida y resignada, tal como lo había estado a lo largo de todo su juicio por el asesinato de su esposo. La única vez que Andrea había mostrado alguna emoción fue durante su declaración, cuando explicó por qué le disparó a Sidney Hammennill hasta matarlo. Mientras le contaba al jurado cómo había gatillado el revólver una y otra vez hasta oír el sordo ruido del gatillo sobre el acero que le decía que ya no había balas en el cargador, sus manos temblaron, el cuerpo se le estremeció y gimió lastimosamente.

– ¿Puede la acusada ponerse de pie, por favor? -dijo el juez Nell.

Andrea lo hizo sin mucho equilibrio. Betsy se puso de pie junto con ella y miró hacia adelante.

– Dejando de lado el epígrafe, el veredicto dice lo siguiente: "Nosotros, los miembros de este jurado, inscritos en lista y jurado ante la ley, encontramos a la acusada, Andrea Marie Hammermill, inocente…".

Betsy no pudo oír el resto del veredicto por el clamor de la Corte. Andrea se desplomó en su silla y gimió con el rostro cubierto entre sus manos.

– Está bien -le dijo Betsy-, está bien. -Sintió la humedad de aquellas lágrimas en sus mejillas, cuando envolvió con sus brazos protectores los hombros de Andrea. Alguien locó levemente a Betsy en el brazo. Ella levantó la mirada. Randy Highsmith, el fiscal, estaba de pie junto a ella mientras sostenía un vaso de agua.

– ¿Necesita ella esto? -le preguntó.

Betsy tomó el vaso y se lo dio a su clienta. Highsmith esperó un momento mientras Andrea volvía a recobrar su compostura.

– Señora Hammermill -le dijo-, deseo que sepa que la acusé porque creo que usted tomó la ley por mano propia. Pero también deseo que sepa que creo que su marido no tenía derecho alguno a tratarla del modo en que lo hacía. No me importa quién era. Si usted hubiera venido a mí, en lugar de dispararle, yo habría hecho todo lo que tuviera a mi alcance para ponerlo entre rejas. Espero que pueda olvidar todo esto y seguir con su vida. Me parece usted una buena persona.

Betsy deseaba agradecerle a Highsmith por sus palabras tan amables, pero estaba demasiado conmovida como para hacerlo. Cuando los amigos y seguidores de Andrea comenzaron a agolparse a su alrededor, Betsy se alejó del tumulto para respirar un poco de aire. Por encima de la multitud pudo ver que Highsmith estaba solo, inclinado sobre su mesa, en actitud de juntar códigos y registros. Cuando el fiscal de distrito estaba por dirigirse hacia la puerta, se dio cuenta de que Betsy estaba de pie a un lado del apretado grupo de gente. Ahora que el juicio había terminado, los dos abogados eran superfluos. Highsmith asintió con la cabeza y Betsy hizo lo mismo en respuesta.


2

Con la espalda arqueada, los músculos bruñidos en tensión y la cabeza hacia atrás, Martin Darius miró de la misma manera en que un lobo tendría acorralada a su presa. La rubia que yacía debajo de él apretó las piernas alrededor de la cintura de Darius. Este se estremeció y cerró los ojos. La mujer jadeó por la fuerza del ejercicio. El rostro de Darius se contorsionó; luego lodo su cuerpo se desplomó. La mejilla le quedó contra el pecho de ella. Oyó latir el corazón de la rubia y pudo sentir su transpiración mezclada con algún rastro de perfume. La mujer cruzó un brazo sobre su rostro. Darius recorrió con una mano todo el largo de una de las piernas de ella y miró por encima de su vientre plano el barato reloj digital que estaba en la mesilla de noche del hotel. Eran las dos de la tarde. Darius se sentó lentamente y dejó caer sus piernas a un lado de la cama. La mujer oyó que la cama se movía y observó a Darius cruzar la habitación.

– Desearía que no te marcharas -le dijo ella, incapaz de esconder su desagrado.

Darius tomó su estuche de tocador de uno de los cajones de la cómoda y caminó hacia el cuarto de baño.

– Tengo una reunión a las tres -le contestó, sin mirarla.

Darius se lavó el sudor que le había cubierto el cuerpo durante su ejercicio amatorio, luego se secó torpemente con una toalla en los estrechos límites de aquel cuarto de baño de hotel. El vapor de la ducha empañaba el espejo. Limpió la superficie de vidrio y vio su demacrado rostro de profundos ojos azules. La barba y bigote prolijamente recortados enmarcaban una boca de demonio que podía provocar seducción o miedo. Darius usó una afeitadora portátil, luego se peinó el pelo hacia atrás y la barba. Cuando abrió la puerta del cuarto de baño, la rubia estaba todavía en la cama. Unas pocas veces había tratado ella de seducirlo para que regresara a la cama después de haberse duchado y vestido. Adivinó que estaba ahora tratando de ejercer un control sexual sobre él y entonces evitó que lo venciera.

– Decidí que debemos dejar de vernos -dijo Darius, en forma casual, mientras se abotonaba la camisa de seda blanca.

La rubia se sentó en la cama, con una expresión de asombro en aquel rostro normalmente seguro, de persona que domina situaciones. Él ahora tenía su atención. La mujer no estaba acostumbrada a que la dejaran. Darius se volvió, levemente, de modo que ella no le viera la sonrisa.

– ¿Por qué? -preguntó ella, mientras él se ponía los pantalones grises del traje.

Darius se volvió para mirarla, a fin de poder disfrutar del juego de emociones que había en aquel rostro.

– Para tu crédito, eres hermosa y buena en la cama -le dijo, mientras se anudaba la corbata-, pero eres aburrida.

La rubia abrió la boca con asombro por un momento; luego estalló con furor.

– Eres una mierda.

Darius rió y tomó la chaqueta de su traje.

– No es cierto lo que dices -prosiguió ella, con un enfado que pronto cedería.

– Hablo en serio. Hemos terminado. Fue lindo por un tiempo, pero deseo tener un cambio.

– Y te crees que puedes usarme y luego tirarme por ahí como si fuera la colilla de un cigarrillo -le dijo, con la misma rabia que volvía a reflejarse en su expresión-. Se lo contaré a tu esposa, hijo de puta. Ahora mismo la llamaré.

Darius dejó de sonreír. La expresión de su rostro hizo que la rubia se apoyara contra la cabecera de la cama. Darius caminó lentamente hacia la cama, hasta detenerse junto a ella. La mujer se acurrucó y colocó sus manos arriba. Darius la observó por un momento, de la misma manera en que un biólogo estudiaría un espécimen en el portaobjeto de un microscopio. Luego la tomó de la muñeca y le retorció el brazo hasta que ella se inclinó hacia adelante, con la frente presionada contra las arrugadas sábanas.

Admiró la curva de aquel cuerpo, desde la columna hasta el delgado cuello, mientras ella se hincaba de dolor. Con la mano libre le recorrió las nalgas; luego aplicó mayor presión en la muñeca para hacer que el cuerpo se estremeciera. Le gustaba observarle los pechos cuando se balanceaban rápidamente mientras la zamarreaba para llamarle la atención.

– Déjame dejarte algo bien en claro -le dijo, con el mismo tono de voz que podría haber utilizado con un niño recalcitrante-. Jamás llamarás a mi esposa ni a mí. ¿Me comprendes?

– Sí -logró decir la rubia, mientras él le retorcía el brazo por detrás, empujándolo lentamente hacia uno de sus hombros.

– Ahora dime lo que jamás harás -le ordenó con calma, dejando de hacer presión por un momento y acariciando la curva de sus nalgas con la mano libre.

– No llamaré, Martin. Te lo juro -dijo llorando.

– ¿Por qué no llamarás a mi esposa ni me molestarás a mí? -le preguntó Darius, ejerciendo nuevamente presión sobre la muñeca.

La rubia, sin aliento, se retorció de dolor. Darius se esforzó por no reírse; luego bajó la presión para que ella pudiera contestar.

– No llamaré -repitió entre sollozos.

– Pero no me has dicho por qué -le respondió Darius con tono razonable.

– Porque tú me dijiste que no debería hacerlo. Haré lo que tú desees. Por favor, Martin, no me lastimes más.

Darius la soltó y la mujer se desplomó, sollozando desconsoladamente.

– Ésa es una buena respuesta. Una mejor aún sería que no harás nada que me moleste, ya que puedo causarte algo mucho peor que esto que acabo de hacer. Mucho, muchísimo peor.

Darius se arrodilló junto a su rostro y sacó su encendedor. Era de oro macizo, con una inscripción de su esposa. La anaranjada llama pasó ante los aterrorizados ojos de la rubia. Darius lo sostuvo cerca de ella para que pudiera sentir el calor.

– Mucho, muchísimo peor-repitió Darius. Luego apagó la llama y cruzó la habitación. La rubia rodó y quedó tendida con la sábana enroscada en las caderas, dejando al descubierto las piernas delgadas y la tersa espalda. Cada vez que sollozaba, se estremecían sus hombros.

Martin Darius la observó por el espejo mientras se ajustaba la corbata. Se preguntó si podría convencerla de que todo eso era una broma, para luego volver a someterla. Ese pensamiento trajo una sonrisa a sus labios delgados. Por un instante, jugó con la imagen de la mujer arrodillada ante él, tomándole el sexo con la boca, convencido de que deseaba que ella volviera a él. Sería todo un desafío hacerla ponerse de rodillas después del modo en que él había pisoteado su espíritu. Darius confiaba que podría hacerlo, pero tenía una reunión para atender.

– La habitación está pagada -dijo-. Puedes quedarte todo lo que desees.

– ¿Podemos hablar? Por favor, Martin -rogó la mujer, se sentó y se volvió en la cama de modo que sus tristes y pequeños pechos quedaron al descubierto, pero Darius ya estaba cerrando la puerta de la habitación.

Afuera el cielo tenía aspecto de mal agüero. Desde la costa, corrían nubes gruesas y oscuras. Darius abrió la puerta de su Ferrari color negro y desconectó la alarma. En pocos minutos, haría algo que aumentaría el dolor de la mujer. Algo exquisito que haría para ella imposible olvidarlo. Darius sonrió con anticipación, luego puso en marcha el vehículo y se alejó sin tener la más leve sospecha de que alguien lo estaba fotografiando desde la esquina del estacionamiento del hotel.


Martin Darius se dirigió a velocidad por el puente Marquam, hacia el centro de Portland. La copiosa lluvia mantenía las embarcaciones de placer alejadas del río Willamette, pero un barco-tanque íntegramente oxidado avanzaba por la tormenta hacia el puerto situado en la isla Swan. Del otro lado del río, se alzaba una mezcla arquitectónica de grises edificios funcionales y futuristas unidos por puentes aéreos, la extravagancia de Michael Grave, el edificio Portland posmoderno, el rascacielos de color rosado del U.S. Bank y tres casas históricas de tres pisos del siglo XIX. Darius había hecho una fortuna agregando alturas al ciclo de Portland y reconstruyendo zonas de la ciudad. Él cambiaba las calles de la misma manera en que un reportero gráfico comenzaba una historia de interés en las noticias de las cinco.

– Éste es Larry Prescott del Tribunal del condado de Multnomah que habla con Betsy Tannenbaum, la abogada de Andrea Hammermill, que acaba de ser sobreseída por el asesinato de su marido, el comisionado Sidney Hammermill.

– Betsy, ¿por qué cree que el jurado la declaró inocente?

– Creo que fue la decisión correcta después de que los miembros del jurado comprendieron cómo el maltrato físico afecta la mente de una mujer que recibe frecuentes golpizas y abusos, tal como es el caso de Andrea.

– Usted se ha mostrado crítica con la fiscalía desde el comienzo. ¿Cree que el caso se hubiera manejado de un modo diferente si el señor Hammermill no hubiese sido candidato a la intendencia?

– El hecho de que Sidney Hammermill fuera rico y muy activo en la política de Oregón puede haber influido en la decisión de la fiscalía.

– ¿Habría habido alguna diferencia si el fiscal de distrito Alan Page hubiera asignado una fiscal mujer en el caso?

– Podría haber sido así. Una mujer podría haber evaluado las pruebas de una forma más objetiva que un hombre, y por tanto tal vez habría declinado la demanda.

– Betsy, éste es el segundo sobreseimiento en un caso de asesinato al hacerse cargo de la defensa de una mujer golpeada. A comienzos de este año, ganó un veredicto de un millón do dólares contra un grupo antiaborto y la revista Time la colocó en la lista de una de las abogadas más promisorias de los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Cómo está usted manejando esta nueva fama?

Hubo un momento de falta de aire. Cuando Betsy contestó, se oyó incómoda.

– Créame, Larry, estoy demasiado ocupada con mi profesión y mi hija para preocuparme acerca de algo que sea más presionante que mi próximo caso o la cena de esta noche.

El teléfono del automóvil sonó. Darius bajó el volumen de la radio. El motor del Ferrari ronroneó cuando se apartó del tránsito. Tomó el carril rápido y luego atendió al tercer llamado.

– ¿Señor Darius?

– ¿Quién habla?

Sólo unos pocos conocían el número del teléfono de su coche y él no le reconoció la voz.

– No necesita conocer mi nombre.

– Tampoco necesito hablar con usted.

– Tal vez, pero creí que le interesaría saber lo que tengo para decirle.

– No sé cómo consiguió este número, pero mi paciencia se está acabando. Vaya al grano o cortaré la comunicación.

– Correcto. Es usted un ejecutivo. No debería gastar su liempo. Sin embargo, si usted ahora me cuelga, le puedo garantizar que desapareceré pero que no me olvidaré.

– ¿Qué dijo?

– Le llamé la atención, ¿no?

Darius respiró profundo, lentamente. De pronto, en la frente y en su labio superior aparecieron gotas de sudor.

– ¿Conoce el Capitán Ned? Es una marisquería que está en el Marine Drive. Es un bar bastante oscuro. Vaya ahora allí y hablaremos.

La conexión quedó interrumpida. Darius colgó el aparato telefónico. Había disminuido la velocidad sin darse cuenta, y un automóvil apareció pegado a su parachoques. Cruzó dos carriles de tránsito y estacionó a un lado de la carretera. Su corazón palpitaba a la carrera. Tenía un dolor martilleante en las sienes. Cerró los ojos y se recostó contra el apoyacabezas. Con voluntad serenó su respiración y el dolor de las sienes se hizo leve.

La voz del teléfono era áspera y sin cultura. Por supuesto, el hombre debería de estar detrás de dinero. Darius sonrió con tristeza. Siempre debía manejarse entre hombres llenos de avaricia. Eran los más fáciles de manipular. Siempre creían que la persona con la que debían tratar era una estúpida y estaba tan atemorizada como ellos.

El dolor de las sienes ahora había desaparecido, y Darius volvió a respirar con normalidad. De alguna manera estaba agradecido con el extraño de la llamada telefónica. Se había tornado en una persona complaciente, creyendo que estaba seguro después de todos esos años, pero jamás se puede estar seguro. Tomaría en cuenta esa llamada de atención.


3

El bar Capitán Ned era una construcción de madera castigada por el tiempo y con vidrios manchados por la lluvia que miraban sobre el río Columbia. Un lugar tan oscuro como le había anticipado la persona que lo llamó. Darius se sentó en un reservado cerca de la cocina, pidió una cerveza y esperó con paciencia. Una joven pareja entró en el lugar, tomada del brazo. Él la descartó. Un marinero alto y calvo que vestía un desarreglado traje estaba sentado en uno de los taburetes del bar. Otro hombre fornido con impermeable sonrió y se puso de pie después de que Darius posara sus ojos en él.

– Esperaba ver cuánto tiempo le llevaría -dijo el hombre, mientras se sentaba en su reservado. Resultaba incómodo sentarse frente a Martin Darius, aun cuando se pensara que se contaba con la carta ganadora.

– Podemos ser civilizados con esto o se puede tener mala intención -le dijo el hombre-. A mí no me importa. Al final, será usted el que pague.

– ¿Qué es lo que vende o qué es lo que desea? -contestó Darius, a medida que estudiaba aquella cara carnosa a la luz mortecina del bar.

– Siempre el ejecutivo, de modo que vayamos al negocio. Estuve en Hunter's Point. Los viejos periódicos estaban llenos de información. También había fotografías. Tuve que mirar mucho, pero era usted. Tengo una aquí, si le interesa verla -dijo el hombre, y sacó de su bolsillo una fotocopia de la primera página de un diario, la que le pasó sobre la mesa. Darius estudió la fotografía por un momento; luego se la devolvió de la misma manera.

– Historia antigua, amigo.

– ¿Oh? ¿Cree eso? Tengo amigos en la fuerza, Martin. El público aún no lo sabe, pero yo sí. Alguien ha estado dejando pequeñas notas y rosas negras por todo Portland. Me imagino que es la misma persona que las dejó en Hunter's Point. ¿Que cree usted?

– Creo que usted es un hombre muy inteligente, ¿señor…? -dijo Darius, a fin de ganar tiempo para alejar cualquier implicación.

El hombre negó con la cabeza.

– No necesita conocer mi nombre, Martin. Sólo debe pagarme.

– ¿De cuánto está usted hablando?

– Creo que doscientos cincuenta mil dólares sería justo. Gastaría por lo menos esa suma en honorarios de abogados.

El hombre tenía cabello ralo de color pajizo. Darius podía ver carne entre los mechones que caían hacia adelante. Tenía el tabique de la nariz roto. Un vientre abultado, aunque los hombros eran gruesos y el pecho macizo.

– ¿Le contó a la gente que lo contrató lo de Hunter's Point? -preguntó Darius.

En el rostro del hombre se produjo un asomo de sorpresa; después mostró furtivamente unos dientes manchados de nicotina.

– Esto fue grandioso. Ni siquiera le preguntaré cómo se imaginó eso. Dígame qué piensa.

– Creo que usted y yo somos los únicos que sabemos, por ahora.

El hombre no contestó.

– Hay algo que deseo saber-agregó Darius, que lo miró a los ojos con curiosidad-. Sé lo que cree que yo hice. Lo que soy capaz de hacer. ¿Por qué no tiene miedo de que lo mate?

El hombre se rió.

– Es un gatito, Martin, como los otros violadores con los que me topo en los garitos. Tipos que son verdaderamente rudos con las mujeres y no tan rudos con cualquier otro. ¿Sabe lo que solía hacerles a esos tipos? Los convertía en mis chicas, Martin. Los convertía en mariquitas. Lo haría con usted también, si no estuviera tan interesado en su dinero.

Mientras Darius consideraba esta información, el hombre lo observaba con una mueca de sorna dibujada en el rostro.

– Me llevará algún tiempo juntar esa suma de dinero -dijo Darius-. ¿Cuánto tiempo puede darme?

– Hoy es miércoles. ¿Qué le parece el viernes?

Darius simuló estar considerando los problemas inherentes a la liquidación de acciones y al cierre de cuentas.

– Que sea el lunes. Muchas de mis empresas asociadas están en tierra. Me llevará hasta el viernes pedir préstamos y vender algunas acciones.

El hombre asintió.

– Oí por ahí que usted no cree en estupideces. Bien. Está haciendo lo correcto. Y, déjeme decirle, amigo, no soy alguien con quien se pueda joder. Además, no tengo avaricia. Éste es un trato de una sola vez.

El hombre se puso de pie. Luego pensó en algo y le sonrió a Darius.

– Una vez que me pague, me habré ido y olvidado

El hombre rió a causa de la bromita, le dio la espalda y abandonó el bar. Darius lo observó irse. Él no descubrió ninguna broma ni nada divertido en torno del hombre.


4

Una lluvia copiosa golpeaba el parabrisas. Gotas grandes que caían con rapidez. Russ Miller colocó el limpiaparabrisas al máximo. La cascada de agua todavía dificultaba la visual de la carretera y debió aguzar la vista para encontrar el centro de lo que los faros de luces altas iluminaban. Eran casi las ocho, pero Vicky estaba acostumbrada a cenar tarde. Uno suma las horas de Brand, Gates y Valcroft si espera llegar a algún lugar. Russ sonrió mientras imaginaba la reacción de Vicky ante las noticias. Deseó conducir más rápidamente, pero unos minutos más no harían gran diferencia.

Russ le había advertido a Vicky que no llegaría a casa en horario, tan pronto como la secretaria de Frank Valcroft lo convocó. En la empresa de publicidad, era un honor que se lo invitara a pasar a la oficina de la esquina, es decir a la de Valcroft. Russ había estado allí sólo dos veces. Las alfombras mullidas de color borravino y la madera oscura le recordaban dónde deseaba estar. Cuando Valcroft le dijo que él estaría a cargo de la cuenta de Construcciones Darius, Russ supo que estaba en camino.

Russ y Vicky habían sido presentados a Martin Darius ese verano, en una fiesta que Darius ofreciera para celebrar la inauguración del nuevo centro comercial. Todos los hombres que habían trabajado en la cuenta estuvieron allí, pero Russ tuvo la impresión de que Darius lo había elegido. Una semana después, llegó una invitación para que fuera al yate de Darius. Desde entonces, él y Vicky habían sido invitados a dos fiestas en su casa. Stuart Webb, otro ejecutivo de cuenta en Brand Gates, dijo que se sentía como si estuviera de pie en medio del viento helado cuando estaba con Darius, pero ése era el hombre más dinámico que Russ jamás hubiera conocido y tenía debilidad por hacer que Russ se sintiera la persona más importante de la tierra. Russ estaba seguro de que Martin Darius era el responsable de que él se transformara en el jefe de equipo de la cuenta de Construcciones Darius. Si tenía éxito en el puesto, quién sabía lo que haría en el futuro. Tal vez hasta podría dejar Brand Gates y trabajar directamente para aquel hombre.

Cuando Russ pisó la entrada de automóviles, la puerta del garaje se abrió automáticamente. La lluvia que golpeaba contra el techo del lugar sonaba como el fin del mundo, y Russ se sintió contento de entrar en la cálida cocina. Sobre la cocina había una gran olla de metal; por tanto, supo que Vicky estaba preparando pastas. La sorpresa estaría en la salsa. Russ llamó a su esposa, mientras espiaba debajo de la tapa de otra olla. Estaba vacía. Había una tabla llena de verduras, pero ninguna estaba cortada. Russ frunció el entrecejo. El fuego no estaba encendido debajo de la olla grande. Levantó la tapa. Estaba llena de agua, pero las pastas se hallaban sin cocinar, junto a la fabricadora de fideos que él le había comprado a Vicky en su tercer aniversario.

– Vicky -llamó nuevamente Russ. Se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta. Las luces de la sala estaban encendidas. Más tarde, Russ le contó a la policía que no había llamado con mayor prontitud, ya que todo parecía normal. El televisor estaba encendido. La novela de Judith Krantz que Vicky estaba leyendo estaba abierta y boca abajo sobre la mesa del rincón. Cuando se dio cuenta de que Vicky no estaba en casa, supuso que estaba en la casa de algún vecino.

La primera vez que Russ entró en el dormitorio no vio ni la rosa ni la nota. Le dio la espalda a la cama cuando se quitó las ropas y las colgó en el armario. Después de eso, se puso un conjunto de gimnasia y revisó la guía de televisión para ver lo que daban. Cuando pasaron quince minutos sin que Vicky apareciera, Russ regresó al dormitorio para telefonear a su mejor amiga, que vivía a una cuadra. Fue entonces cuando vio la nota sobre la almohada de la inmaculada cama. Había una rosa negra sobre el blanco papel. Con cuidada caligrafía se hallaban escritas las palabras: "Jamás me olvidarán".

Capítulo 2

Cuando Austin Forbes, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, se dirigió hacia donde se encontraba el senador de la nación Raymond Francis Colby, pasó por los rayos de sol que se colaban a través de las altas puertas ventana del salón oval, dando la impresión de que Dios estaba iluminando a su hijo elegido. Si lo hubiera notado, el diminuto Jefe de Estado habría apreciado el voto de confianza que provenía desde arriba. Los resultados de su elección terrenal no fueron ni por asomo complementarios.

– Gusto en verte, Ray -dijo Forbes-. ¿Conoces a Kelly Hendelow, no es así?

– Kelly y yo nos conocíamos -dijo Colby, recordando la entrevista que el mediador del Presidente había tenido con él hacía dos semanas.

El senador Colby se sentó en la silla que el Presidente le indicó y echó una mirada a las ventanas que estaban en dirección al este y que daban al jardín de rosas. El Presidente se sentó en un viejo sillón que había estado en su despacho judicial de Misuri y que lo había seguido en su escalada de poder hacia el salón oval. Se lo veía pensativo.

– ¿Cómo está Ellen? -preguntó Forbes.

– Ella está bien.

– ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

– Excelente, señor Presidente. Me hice un estudio importante el mes pasado -le contestó Colby, sabiendo que el FBI le habría informado a Forbes en detalle de toda su ficha clínica.

– Ningún problema personal. ¿Está todo bien en tu casa? ¿Las finanzas, bien?

– El mes próximo, Ellen y yo celebraremos nuestro trigésimo segundo aniversario de casamiento.

Forbes miró a Colby con detenimiento. El viejo muchacho se desvaneció para dar paso al avezado político que había ganado, en la última elección, en cuarenta y ocho estados.

– No puedo tolerar otro fiasco como el caso Hutchings -dijo Forbes-. Te estoy diciendo esto en confidencia, Ray. Hutchings estuvo sentada donde te encuentras tú ahora y mintió. Luego vino ese periodista del Post a descubrirlo y…

Forbes dejó que el pensamiento se desvaneciera. Todos en la habitación tenían dolorosa conciencia del golpe que se le había propiciado al prestigio de Forbes cuando el Senado votara en contra de la confirmación del nombramiento de Mabel Hutchings.

– ¿Existe algo en tu pasado que pudiera provocarnos problemas, Ray? ¿Algo? Cuando trabajaste para Marlin Steel, ¿aceptaste alguna vez algún soborno de una corporación? ¿Fumaste marihuana en Princeton o en la facultad de derecho de Harvard? ¿Dejaste embarazada a alguna muchacha cuando estabas en el secundario?

Colby sabía que esas preguntas no eran ridiculas. Las aspiraciones presidenciales y obtener nombramientos en la Corte Suprema habían dado por tierra ante aguas tan poco profundas como éstas.

– No habrá sorpresas, señor Presidente.

El silencio del salón oval se hizo más profundo. Luego, Forbes habló.

– Tú sabes por qué estás aquí, Ray. Si yo te nomino como candidato a presidente de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, ¿aceptarás?

– Sí, señor Presidente.

Forbes sonrió. La tensión que flotaba en la habitación se evaporó.

– Mañana haremos el anuncio. Serás un gran presidente de justicia.

– Estoy en deuda con usted -dijo Colby, sin pensar en agregar más. Había sabido que el Presidente haría el ofrecimiento cuando fue convocado a la Casa Blanca, pero aquello no evitó que se sintiera tan liviano como una nube flotando en el cielo.


Raymond Colby se sentó tan silencioso como le fuera posible y arrastró los pies por la alfombra hasta que encontró sus pantuflas. Ellen Colby se movió en el otro extremo de la anchísima cama matrimonial. El senador observó el juego que hacía la luz de la luna sobre aquella forma pacífica. Movió la cabeza sorprendido. Sólo su esposa podía dormir como los ángeles después de lo que había sucedido hoy.

Había un armario con bebidas alcohólicas en el cuarto de trabajo que Colby tenía en su hogar de Georgetown. Colby se sirvió un coñac. En el descanso de la planta superior, el antiguo reloj del abuelo contaba el paso de los segundos, y cada movimiento de las antiguas manecillas era perfectamente audible en medio de aquel silencio.

Colby dejó su copa sobre la repisa de la chimenea y tomó una desteñida fotografía en blanco y negro que estaba enmarcada y que había sido tomada el día en que su padre defendió un caso ante la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Howard Colby, distinguido socio de uno de los estudios de abogados más prestigiosos de Wall Street, había muerto en su escritorio dos meses después de tomada aquella fotografía. Raymond Colby pudo haber sido diploma de honor en la facultad de derecho de Harvard, trabajado con Marlin Steel, gobernador de Nueva York y senador de los Estados Unidos, pero siempre se vio a sí mismo en relación con su padre, tal como lo había sentido aquel día en la escalinata de los tribunales, cuando un muchachito de diez años estaba bajo la protección de un sabio y ceñudo gigante al cual Raymond recordaba como el hombre más inteligente que jamás hubiera conocido.

Había cincuenta y tres anchos escalones que conducían desde la calle hasta la entrada de la Corte. Raymond los había contado mientras subía de la mano de su padre. Cuando pasaron entre las columnas que daban soporte a la galería del oeste, su padre se había detenido para señalarle la frase "todos somos iguales ante la ley", que estaba grabada en el mármol blanco hueso de la gran entrada.

– Eso es lo que ellos hacen aquí, Raymond. Justicia. Ésta es la Corte de último recurso. El lugar final para todos los pleitos judiciales de todo este inmenso país.

Macizas puertas de roble custodiaban las cámaras de la Corte, pero la sala del tribunal era íntima. Detrás de un elevado banco de nogal había nueve sillas de alto respaldo, de distintos estilos. Cuando los jueces tomaron sus asientos, su padre se puso de pie. Al dirigirse Howard Colby a la Corte, Raymond se sorprendió del respeto en la voz de un hombre que ordenaba a los demás guardar respeto. Esos hombres vestidos de negro, esos hombres sabios que se erguían sobre Howard Colby y le ordenaban respeto, le dejaron una impresión perdurable. De regreso a Nueva York, en el tren, Raymond había jurado en silencio sentarse algún día en el banco del tribunal superior de la nación. Su sueño se haría realidad cuando el Presidente hiciera su anuncio en la conferencia de prensa del día siguiente.

La espera había comenzado el viernes cuando una fuente de la Casa Blanca le dijo que el Presidente había circunscrito su elección al senador y a Alfred Gustafson del quinto circuito de las cámaras judiciales de apelación. Esa tarde, durante la reunión en el salón oval, el Presidente le dijo a Colby que había sido el hecho de que fuera miembro del Senado lo que marcó la diferencia. Después de la desastrosa derrota de Mabel Hutchings, su primera nominada, el Presidente deseaba algo seguro. El Senado no rechazaría a uno de los suyos, en especial a alguien con las credenciales de Colby. Todo lo que él ahora necesitaba era pasar incólume el proceso de nombramiento.

Colby colocó en su lugar la fotografía y tomó su copa. No era sólo la emoción del nombramiento lo que lo mantenía en vela. Colby era un hombre honesto. Cuando le dijo al Presidente que en su pasado no existía ningún escándalo, estaba diciendo la verdad. Pero había algo en su pasado. Poca gente lo sabía. Se podía confiar que aquellos que lo sabían guardaran silencio. Sin embargo, le preocupaba no haber sido completamente candido con el hombre que le estaba haciendo cumplir su sueño.

Colby bebió su copa y miró las luces de la capital. El coñac estaba haciendo su trabajo. No había forma de cambiar la historia. Aun si hubiera conocido lo que el futuro le depararía, estaba seguro de que no habría hecho otra elección. El preocuparse ahora no cambiaría el pasado, y las probabilidades de que todo saliera a la luz eran muy pocas. En el término de una hora, el senador se quedó profundamente dormido.

Capítulo 3

1

Lo patético del caso fue que, después de los acontecimientos y de las mentiras, sin mencionar el arreglo de divorcio que dejó a Alan Page viviendo en el mismo tipo de apartamento miserable que él había habitado cuando era estudiante de derecho, todavía amaba a Tina. Ella integraba sus pensamientos cuando no pensaba en el trabajo. Ir al cine no ayudaba; la lectura, tampoco; aun el acostarse con mujeres con quienes sus amigos bien intencionados le arreglaban una cita, tampoco era solución. Las mujeres eran lo peor, ya que siempre terminaba comparándolas y jamás el resultado era bueno. Alan no había estado con una mujer en meses.

El humor del fiscal de distrito estaba comenzando a afectar a su equipo de trabajo. La semana pasada, Randy Highsmith, su principal ayudante, lo había llevado aparte y le había dicho que se recompusiera, pero él todavía encontraba difícil manejar su soltería después de doce años de lo que pensó que era un buen matrimonio. Era el sentido de engaño lo que lo sobrecogía. Jamás había engañado a Tina o le había mentido y él sentía que ella era la persona en la que podía confiar por entero. Cuando descubrió toda la vida secreta de ella, fue demasiado. Alan dudó en volver a confiar en alguien alguna vez.

Entró con su automóvil en el garaje municipal y estacionó en la cochera reservada para el fiscal de distrito del condado de Multnomah, una de las pocas cosas que Tina no había obtenido del divorcio, murmuró con amargura para sí. Abrió el paraguas y cruzó la calle a la carrera hasta la oficina de la Corte. El viento soplaba la lluvia debajo de su paraguas y casi se lo arrancaba de la mano. Cuando llegó al interior del gris edificio de piedra, estaba empapado.

Alan recorrió con una mano su mojado cabello mientras esperaba el ascensor. Eran casi las ocho. A su alrededor, en la recepción, había abogados jóvenes tratando de parecer importantes, ansiosos litigantes esperando lo mejor y temiendo por lo peor y uno o dos jueces de aspecto aburrido. Alan no estaba de humor para llevar a cabo una charla social sin objetivo definido. Cuando llegó el ascensor, pulsó el botón número seis y se dirigió hacia la parte posterior del mismo.

– El principal Tobias desea que lo llame -le dijo la recepcionista tan pronto como entró en la oficina del fiscal-. Dijo que era importante.

Alan le agradeció a la mujer y abrió empujando una puerta baja que separaba la sala de espera del resto de las oficinas. Su despacho era el primero a la derecha de un angosto pasillo.

– Llamó el principal Tobias -le dijo su secretaria.

– Me lo dijo Winona.

– Se lo oía molesto.

Era difícil imaginar qué podía molestar a William Tobias. El delgado jefe de policía era tan inconmovible como un contador. Alan sacudió el paraguas y colgó el piloto; luego se sentó detrás de un gran escritorio y marcó el número del otro lado de la calle, que correspondía al Departamento Central de Policía.

– ¿Qué pasa? -preguntó Alan.

– Tenemos otro caso.

Le llevó a Alan un momento imaginarse lo que Tobias decía.

– Se llama Victoria Miller. Veintiséis. Atractiva, rubia. Ama de casa. Sin hijos. El marido trabaja con Brand, Gates y Valcroft, la agencia de publicidad.

– ¿Hay un cadáver?

– No. Está desaparecida, pero sabemos que se trata de él.

– ¿La misma nota?

– Sobre la cama, en la almohada. "Jamás me olvidarán". Además hay otra rosa negra.

– ¿Hay está vez alguna señal de anormalidad?

– Es como las otras. Pudo haber desaparecido, como si se hubiera esfumado.

Los dos hombres se quedaron en silencio por un instante.

– ¿Los diarios todavía no lo saben?

– Tenemos suerte allí. Como no hay ningún cadáver, los hemos estado manejando como casos de personas desaparecidas. Pero no sé por cuánto tiempo podemos mantenerlo en secreto. Los tres maridos no se van a quedar sentados. Reiser, el abogado, llama por teléfono todos los días, dos o tres veces por día, y Farrar, el contador, está amenazando con hacerlo público, si pronto no salimos con algo en concreto.

– ¿Tienes algo?

– Nada. Los forenses no saben qué hacer. No tenemos fibras ni cabellos que salgan de lo común. No hay huellas digitales. El papel de la nota se puede comprar en cualquier lugar de ofertas. La rosa es una rosa común y corriente. La tinta negra, de marca Ditto.

– ¿Qué sugieres?

– Estamos haciendo un rastreo por sistema de todo Misuri, y Ross Barrow está llamando a otros departamentos de policía y al FBI.

– ¿Están buscando alguna conexión posible entre las víctimas?

– Seguro. Tenemos montones de obvias similitudes. Las tres mujeres son de alrededor de la misma edad, de clase media alta, sin hijos, esposas de ejecutivos. Pero no tengo nada que conecte a las víctimas entre ellas.

Tobías podía haber estado describiendo a Tina. Alan cerró los ojos y se masajeó los párpados.

– ¿Qué hay sobre los gimnasios, negocios favoritos, círculos de lectores? ¿Tenían el mismo médico o dentista?

– Pensarnos en todo eso y en una docena más de detalles.

– Sí, estoy seguro de que lo hicieron. ¿Qué tiempo hay entre caso y caso?

– Como alrededor de un mes. ¿Estamos en principios de octubre? Farrar fue en agosto y Reiser en septiembre.

– Cristo. Será mejor que tengamos algo pronto. La prensa nos comerá vivos una vez que esto salga a la luz.

– Dime algo.

Alan suspiró.

– Gracias por llamar. Manténme al tanto.

– Lo haré.

Alan cortó la comunicación e hizo girar el sillón, para poder ver por la ventana. ¡Diablos, qué fatigado estaba! Cansado de la lluvia y de ese imbécil con la rosa negra y de Tina, y de todo sobre lo que podía pensar. Más que nada, deseaba estar solo en alguna playa bañada por el sol, donde no hubiera ni mujeres ni teléfonos y donde la única decisión que debería tomar fuese el grado de protección de su bronceador.


2

Nadie jamás había encontrado cautivante a Elízabeth Tannenbaum, pero la mayoría de los hombres la encontraban atractiva. Casi nadie tampoco la llamaba Elízabeth. Una "Elizabeth" era regia, fría, una belleza a los ojos. Una "Betsy" era más agradable de mirar, un poquito excedida en el peso, capaz, pero aún divertida como compañía. Betsy le sentaba muy bien.

Una Betsy también podía estar a veces un poco irritada, y ésa fue la forma en que Betsy Tannenbaum se sintió cuando su secretaria la llamó por el intercomunicador justo en el momento en que estaba metiendo los papeles del caso Morales en su portafolios, para poder trabajar con ellos a la noche en su casa, después de pasar a retirar a Kathy del colegio y de preparar la cena, acomodar la casa, jugar con su hija y…

– No puedo tomarla, Ann. Llego tarde al colegio.

– Dice que es importante.

– Siempre es importante. ¿Quién es?

– No me lo quiere decir.

Betsy suspiró y miró el reloj. Eran ya las cuatro treinta. Si recogía a Kathy a las cinco y corría a hacer las compras, no estaría haciendo la cena hasta las seis. Por otro lado, si no seguía atrayendo clientes, tendría todo el día para ir de compras. Betsy dejó de meter papeles en su portafolios y levantó el auricular.

– Betsy Tannenbaum.

– Gracias por atenderme. Me llamo Martin Darius.

Betsy contuvo la respiración. Todos en Portland conocían a Martin Darius, pero él no llamaba a mucha de esa gente.

– ¿Cuándo se retira su personal?

– Alrededor de las cinco, cinco y cuarto. ¿Por qué?

– Debo hablar con usted esta noche y no deseo que alguien lo sepa, incluyendo a su secretaria. ¿Le parece bien a las seis?

– En realidad, no. Lo siento. ¿No hay alguna forma en que nos encontremos mañana? Mi agenda está abierta para entonces.

– ¿Cuáles son sus honorarios normales, señora Tannenbaum?

– Cien dólares la hora.

– Si hoy se encuentra conmigo a las seis, le pagaré doscientos cincuenta dólares por la consulta. Si decido contratarla, se sentirá extremadamente satisfecha con los honorarios.

Betsy respiró profundo. Temía hacerlo, pero llamaría a Rick. Simplemente no podía desaprovechar ese dinero ni a un cliente de perfil tan alto.

– ¿Puede esperarme, señor Darius? Tengo otro compromiso y deseo ver si puedo encontrar que otro se haga cargo.

– Puedo esperar.

Betsy marcó el número de Rick Tannenbaum. Este estaba en una reunión, pero su secretaria la comunicó.

– ¿Qué sucede, Betsy? Estoy muy ocupado -le dijo Rick, sin hacer ningún intento por ocultar su molestia.

– Siento tener que molestarte, pero tengo una urgencia. Un cliente necesita verme a las seis. ¿Puedes retirar a Kathy del colegio?

– ¿Qué hay de tu madre?

– Hoy juega bridge y no tengo el número de la casa de su amiga.

– Dile a tu cliente que lo verás mañana.

– No puede. Debe ser esta tarde.

– Demonios, Betsy; cuando nos separamos, me prometiste que no me harías esto.

– Realmente lo siento -le dijo Betsy, tan enfadada consigo misma por rogarle como lo estaba con Rick, que hacía que eso fuera tan difícil-. Rara vez te pido que pases a buscar a Kalhy, pero te necesito, por esta vez. Por favor.

Rick se quedó en silencio por un momento.

– Está bien -le contestó enfadado-. ¿Cuándo debo estar allí?

– Cierran a las seis. Realmente te lo agradezco.

Betsy cortó la comunicación rápidamente, antes de que Rick cambiara de opinión.

– A las seis estará bien, señor Darius. ¿Sabe la dirección de mi estudio?

– Sí -dijo Darius y se cortó la comunicación.

Betsy bajó lentamente el auricular y se desplomó en su sillón, preguntándose el tipo de negocio que un hombre como Darius le podía traer a ella.

Betsy echó una mirada a su reloj. Eran las seis treinta y cinco y Darius no había llegado. Se sentía molesta de que la dejara esperando después de haberle roto sus planes, pero no tanto como para desperdiciar doscientos cincuenta dólares de honorarios. Además, la espera le había dado a ella tiempo para trabajar en el caso Morales. Decidió otorgarle a Darius otra hora.

La lluvia salpicaba la ventana que tenía detrás. Betsy bostezó e hizo girar su sillón para poder ver la noche. La mayoría de las oficinas del edificio que estaba enfrente estaban vacías. Podía ver a las mujeres de la limpieza comenzar a hacer su trabajo. Para esa hora, su propio edificio era probable que estuviera vacío, salvo por la gente del turno de la noche. El silencio la hizo sentir un poco incómoda. Cuando volvió a girar el sillón, Darius estaba de pie en la puerta. Betsy se sobresaltó.

– ¿Señora Tannenbaum? -dijo Darius, mientras entraba en la habitación.

Betsy se puso de pie. Ella medía casi un metro setenta, pero debió alzar la vista para mirar a Darius. Él le extendió la mano, dejando al descubierto unos hermosos gemelos de oro que aseguraban los puños de su camisa francesa. Tenía la mano fría y sus modales eran distantes. Betsy no creía en auras, pero definitivamente existía algo alrededor de aquel hombre que no se podía ver ni en la televisión ni en las fotografías de los diarios.

– Siento ser tan misterioso, señora Tannenbaum -dijo Darius cuando estuvieron sentados.

– Por doscientos cincuenta dólares puede usar una máscara, señor Darius.

Darius sonrió.

– Me gusta el abogado que tenga sentido del humor. No he conocido muchos así.

– Eso es porque usted trata con abogados especializados en negocios e impuestos. Los abogados criminalistas no duran mucho si no tienen sentido del humor.

Darius se recostó en su asiento y miró la atestada oficina de Betsy. Era su primer despacho y resultaba pequeño y atiborrado de cosas. Ella había hecho suficiente dinero ese año como para mudarse a otro lugar más cómodo. Si llegaba a concluir con el veredicto del caso de aborto, definitivamente se mudaría, pero ese caso estaba atascado en la cámara de apelaciones y tal vez jamás vería un centavo.

– La otra noche estuve en un recital de caridad en la Ópera de Portland -dijo Darius-. ¿Estuvo usted allí?

– No.

– Muy malo. Es muy buena. Tuve un interesante intercambio con Maxine Silver. Ella es parte del elenco. Una mujer de ideas muy firmes. Hablamos del libro de Greig. ¿Lo leyó?

– ¿Se refiere a la novela del múltiple asesino? -preguntó Betsy, molesta por la dirección que estaba tomando la conversación.

Darius asintió.

– He visto unas pocas críticas, pero no tengo tiempo para leer nada que no sean los boletines legales. De todos modos, no es el tipo de libro que me gusta leer.

– No juzgue el libro por su autor, señora Tannenbaum. Es verdaderamente un trabajo muy razonable. Una historia adulta. Él maneja el tema del abuso de su protagonista con tal ternura que uno casi se olvida lo que Greig le hizo a esos niños. Sin embargo, Maxine cree que no debería haberse publicado, por la única razón de que fue Greig el que lo escribió. ¿Está de acuerdo con ella?

La pregunta de Darius era extraña, pero Betsy decidió seguir el juego.

– Me opongo a todo tipo de censura. No prohibiría el libro porque desapruebe a la persona que lo escribió.

– Si el editor aceptara la presión de, digamos, grupos de mujeres y retirara el libro de circulación, ¿representaría a Greig?

– Señor Darius…

– Martin.

– ¿Tienen estas preguntas algún objetivo en concreto o está usted simplemente hablando de trivialidades?

– Búrlese de mí.

– Podría representar a Greig.

– ¿Sabiendo que es un monstruo?

– Estaría representando un principio, señor Darius. La libertad de expresión. Hamlet seguiría siendo Hamlet, aun si Charles Manson fuera su autor.

Darius rió.

– Bien dicho. -Luego sacó un cheque de su bolsillo-. Dígame qué piensa después de leer esto -le dijo, colocando el cheque sobre el escritorio que los separaba. Éste estaba hecho a la orden de Elizabeth Tannenbaum. Era por $58.346,47. Algo de aquella cifra le era familiar. Betsy frunció el entrecejo por un instante; luego se sonrojó cuando se dio cuenta de que la suma era el ingreso exacto que ella había tenido el año anterior. Algo que Darius sólo podía conocer si había tenido acceso a su contribución tributaria.

– Creo que alguien ha estado invadiendo mi privacidad -le espetó Betsy-, y no me gusta.

– Doscientos cincuenta dólares de esto son sus honorarios por la consulta de hoy -le dijo Darius, pasando por alto el enfado de Betsy-. El resto es un anticipo. Colóquelo en una cuenta y guarde los intereses. Algún día, tal vez le pida que me lo devuelva. También puedo pedirle que me represente, en cuyo caso puede cobrarme lo que usted crea que el caso valga, sobre o por encima de este anticipo.

– No estoy segura de que desee trabajar para usted, señor Darius.

– ¿Por qué? ¿Porque la hice investigar? No la culpo por estar enfadada, pero un hombre de mi posición no puede correr riesgos. Hay una sola copia del informe de la investigación, y yo se la enviaré, no importa cómo concluya nuestra reunión. Estará contenta de saber lo que sus colegas tienen que decir de usted.

– ¿Por qué no le da este dinero a la firma que maneja sus asuntos comerciales?

– No deseo hablar de este asunto con mis abogados de negocios.

– ¿Está siendo investigado por algún delito?

– ¿Por qué no hablamos de eso si llegara a ser necesario?

– Señor Darius, en Portland hay una cantidad de excelentes abogados criminalistas. ¿Por qué yo?

Darius parecía divertido.

– Simplemente déjeme decirle que creo que usted es la persona más calificada para manejar mi caso, si tal representación fuera necesaria.

– Tengo algo de recelo de tomar un caso sobre esta base.

– No lo tenga. No tiene ninguna obligación. Tome el cheque, use los intereses. Si yo acudo a usted y usted decide que no puede representarme, siempre podrá devolverme el dinero. Y le puedo asegurar que, si me acusan, seré inocente y usted podrá hacerse cargo de mi defensa con la conciencia limpia.

Betsy estudió el cheque. Era por casi cuatro veces los honorarios más grandes que jamás hubiera ganado y Martin Darius era el tipo de cliente que una persona en su sano juicio no rechazaría.

– En tanto usted comprenda que no tengo obligación alguna -dijo Betsy.

– Por supuesto. Le enviaré el contrato por el anticipo que explícita los términos de nuestro arreglo.

Se estrecharon las manos y Betsy acompañó a Darius hasta la salida. Luego cerró con llave la puerta y regresó a su despacho. Cuando Betsy estuvo segura de que Darius se había marchado, le dio al cheque un gran beso, hizo una exclamación de alegría y giró sobre sus talones. De vez en cuando a una Betsy se le podía permitir tener una conducta inmadura.


3

Betsy estaba de un humor extraordinario cuando estacionó su rural en el garaje. No era tanto por el anticipo, sino por el hecho de que Martin Darius la hubiera elegido entre todos los demás abogados de Portland. Betsy se estaba haciendo de una reputación con casos como los de El Estado contra Hanunermill, pero los clientes de mucho dinero iban todavía a los estudios de abogados de gran nombre. Hasta esa tarde.

Rick Tannenbaum abrió la puerta antes de que Betsy sacara su llave de la cartera. Su marido era delgado y unos centímetros más bajo que Betsy. El tupido cabello negro estaba cortado de forma tal que le caía sobre la frente y la piel tersa y los claros ojos azules lo hacían verse más joven que los treinta y seis años que tenía. Rick siempre había sido extremadamente formal. Incluso ahora, cuando hubiese tenido que estar relajado, tenía todavía anudada la corbata y el saco del traje puesto.

– Demonios, Betsy, son casi las ocho. ¿Dónde estuviste?

– Mi cliente no apareció hasta las seis treinta. Lo siento.

Antes de que Rick pudiera decir nada, Kathy apareció corriendo por el pasillo. Betsy arrojó su portafolios y cartera sobre una silla y levantó a su hija de seis años.

– Te hice un dibujo. Debes venir a verlo -le gritó Kathy, luchando por bajarse tan pronto como recibió el beso y abrazo de su mamá.

– Tráelo a la cocina -contestó Betsy, dejando a Kathy en el suelo y quitándose la chaqueta. Kathy regresó corriendo por el pasillo hacia su habitación, con el largo cabello rubio que se movía como una estela detrás.

– Por favor, no me vuelvas a hacer esto, Betsy -le dijo Rick, cuando Kathy estuvo lo suficientemente lejos como para que no lo oyera-. Me siento como un tonto. Estaba en una reunión con Donovan y otros tres abogados y les tuve que decir que no podía seguir participando porque debía recoger a mi hija del colegio. Algo que habíamos acordado que sería de tu responsabilidad.

– Lo siento, Rick. No podía llamar a mi madre y debía encontrarme con este cliente.

– Yo también tengo clientes y una posición que mantener en la empresa. Estoy tratando de poder asociarme y eso no sucederá si tengo reputación de ser alguien en quien no se puede confiar.

– Por el amor de Dios, Rick. ¿Cuántas veces te he pedido que hicieras esto por mí? Ella también es tu hija. Donovan comprende que tú tienes una hija. Estas cosas suceden.

Kathy entró corriendo en la cocina, y ellos dejaron de discutir.

– Éste es el dibujo, mami -dijo Kathy, empujando hacia adelante un gran trozo de papel. Betsy estudió el dibujo mientras Kathy la miraba expectante. Ella se veía adorable con sus vaqueros y la camisa rayada de mangas largas.

– Pero, Kathy Tannenbaum -dijo Betsy, sosteniendo con ampulosidad el dibujo-, éste es el dibujo del elefante más fantástico que jamás haya visto.

– Es una vaca, mami.

– ¿Una vaca con baúl?

– Ésa es la cola.

– Oh. ¿Estás segura de que no es un elefante?

– Deja de bromear-le dijo Kathy muy seria.

Betsy rió y le devolvió el dibujo con un abrazo y un beso.

– Eres la artista más grande desde Leonardo da Vinci. Más grande aun que él. Ahora déjame que prepare la cena.

Kathy regresó corriendo a su habitación. Betsy colocó una sartén sobre la cocina y sacó un tomate y algo de lechuga para una ensalada.

– ¿Quién es el gran cliente? -le preguntó Rick.

Betsy no deseaba decirle a Rick, en especial porque Darius deseaba que su visita se mantuviera en secreto. Pero sintió que le debía a Rick esa información.

– Esto es muy confidencial. ¿Me prometes no pronunciar siquiera una palabra, si te lo digo?

– Seguro.

– Martin Darius fue el que me retuvo hoy -dijo, mostrando una enorme sonrisa.

– ¿Martin Darius? -le preguntó incrédulo Rick-. ¿Por qué te contrataría? Parish, Marquette y Reeves son los que manejan sus asuntos legales.

– Aparentemente él cree que yo también soy capaz de representarlo -contestó Betsy, tratando de no demostrar lo mucho que la reacción de Rick la lastimaba.

– No tienes práctica de negocios.

– No creo que sea un asunto comercial.

– ¿Entonces qué es?

– No me lo dijo.

– ¿Cómo es Darius?

Betsy pensó en la pregunta. ¿Cómo era Darius?

– Fantasmal -le contestó Betsy, justo cuando Kathy volvía a entrar en la cocina-. Le gusta ser misterioso y desea que uno sepa lo poderoso que es.

– ¿Qué estás cocinando, mami?

– Carne, cariño -le dijo Betsy, levantando a Kathy y mordisqueándola en el cuello hasta hacerla gritar de alegría-. Ahora, a volar de aquí o no tendré pronta la comida.

Betsy dejó a Kathy en el suelo.

– ¿Deseas quedarte a cenar? -le preguntó a Rick. Él se mostró incómodo y miró su reloj.

– Gracias, pero debo regresar a la oficina.

– Muy bien. Gracias, de nuevo, por recoger a Kathy. Sé lo ocupado que estás y aprecio tu ayuda.

– Sí, está bien… Perdón por haberte atacado. Es sólo que…

– Lo sé -dijo Betsy.

Rick parecía que iba a decir algo, pero en lugar de ello se dirigió al guardarropas y tomó su impermeable.

– Buena suerte con Darius -le dijo Rick cuando se marchaba. Betsy cerró la puerta. Había sentido un dejo de celos en su voz y se arrepintió de haberle contado a Rick lo de su nuevo cliente. Debería haber sabido que no debía comunicarle lo bien que le iba en su negocio.


– "Pero lleva tiempo hacer una balsa, aun cuando se es tan trabajador e infatigable como el Hombre de Lata, y para cuando llegó la noche el trabajo no estaba terminado. Entonces ellos encontraron un lugar acogedor debajo de los árboles, donde durmieron bien hasta la mañana; y Dorothy soñó con la Ciudad Esmeralda y con el buen Mago de Oz, que pronto la enviaría nuevamente a su hogar." Y ahora -dijo Betsy, cerrando el libro y recostándose en la cama de Kathy-, es hora de que mi pequeña maga cierre los ojitos.

– ¿No puedes leerme otro capítulo? -le rogó Kathy.

– No, no puedo leerte otro capítulo -le dijo Betsy, dándole a Kathy un abrazo-. Ya te leí uno de más hoy. Lo suficiente es suficiente.

– Eres egoísta, mami -le dijo Kathy, con una sonrisa que Betsy no pudo ver, pues su mejilla estaba apretada contra el suave cabello de la niña.

– Eso es duro. Vives con la mamá más egoísta del mundo y no hay nada que se pueda remediar. -Betsy besó la frente de Kathy y luego se sentó-. Ahora duérmete. Te veré en la mañana.

– Buenas noches, mami.

Kathy se puso de costado y abrazó a Oliver, un zorrino de gran tamaño, contra su pecho.

– Buenas noches, cariño.

Betsy cerró la puerta de la habitación de Kathy y se dirigió a la cocina a lavar los platos. Aunque ella jamás lo admitiría ante sus amigas feministas, Betsy adoraba lavar platos. Era una terapia perfecta. El día de un abogado estaba colmado de situaciones tensas y de problemas insolubles. Lavar platos era una tarea finita que Betsy podía hacer perfectamente siempre que tenía la oportunidad. Era la gratificación instantánea por un trabajo bien hecho, una y otra vez. Y Betsy necesitaba de alguna gratificación de ese tipo después de estar con Rick.

Ella sabía por qué él estaba tan enfadado. Rick había sido una superestrella en la facultad de derecho y Donovan, Chastain y Mills lo habían tentado a entrar en su estudio de doscientos abogados con un gran sueldo y brillantes promesas de una pronta carrera para asociarlo a la firma. El estudio lo había hecho trabajar como un perro, manteniendo la prometida participación como un cebo fuera de su alcance. Cuando el año anterior no llegó a conseguir nada, justo cuando la carrera de ella estaba comenzando a despegar, había sido un gran golpe para su ego. El matrimonio de diez años no pudo soportar la tensión.

Dos meses antes, cuando Rick le dijera que se iba, Betsy quedó anonadada. Sabía que tenían problemas, pero jamás imaginó que él la abandonaría. Betsy había buscado en su memoria alguna pista por los celos de Rick. ¿Había cambiado o siempre fue tan egocéntrico? Betsy tuvo problemas para creer que el amor de Rick fuera tan frágil como para no soportar su éxito, pero ella no estaba dispuesta a dejar su carrera para alimentar su ego. ¿Por qué debería hacerlo? De la forma en que ella lo veía, era asunto de Rick el aceptarla a ella como su igual. Si él no podía hacer eso, entonces ella no podía seguir casada con él. Se sentía orgullosa de sus logros. ¿Porqué él no podía sentirse orgulloso de los de ella?

Betsy se sirvió un vaso de leche y apagó la luz. La cocina se unió al resto de la casa en la oscuridad. Llevó su vaso a la mesa de la cocina y se desplomó en una silla. Tomó un sorbo y miró con sueño por la ventana. Muchas de las casas del vecindario estaban a oscuras. La luz del alumbrado público iluminaba un rincón del jardín del frente. Todo estaba tan tranquilo sin Rick y con Kathy dormida… No había ruido de tránsito afuera, ni de televisores encendidos. Ninguno de los pequeños ruidos de gente que se mueve por la casa.

Betsy había manejado suficientes divorcios como para saber que muchos maridos separados jamás habrían hecho lo que Rick había hecho por ella ese día. Lo había hecho por Kathy, ya que la amaba. Y Kathy amaba a su padre. La separación era muy difícil para su hija. Había momentos, como ahora, en que la casa estaba en silencio y Betsy sola, que echaba de menos a Rick. No estaba segura de seguir amándolo, pero recordaba lo bueno que había sido. Dormir sola era lo más difícil. Extrañaba hacer el amor, pero extrañaba más el estar juntos allí hablando. A veces pensaba que podrían volver a estar juntos. Esa noche, antes de que Rick se fuera, estaba segura de que había algo que él deseaba decirle. ¿Qué es lo que estaba por decir? Y si él le decía que deseaba volver a estar con ella, ¿qué le contestaría ella? En realidad, fue él quien se había marchado después de diez años de matrimonio, una hija, toda la vida juntos. Eran una familia y las acciones de Rick le decían que no significaban nada para él.

La noche en que Rick se había marchado, a solas en la cama, cuando ya no pudo llorar más, Betsy rodó sobre su costado y miró la fotografía de su boda. Rick sonreía. Él le había dicho que jamás se había sentido más feliz. Betsy se sintió tan colmada de dicha que temía no poder tenerlo todo. ¿Cómo podía un sentimiento como aquél llegar a desaparecer?

Capítulo 4

1

– ¿Trasnochó? -preguntó la secretaria de Wayne Turner,e intentó, infructuosamente, ocultar una sonrisa.

– Se nota, ¿eh?

– Sólo para aquellos que saben lo animado que en general se lo ve.

La noche anterior, Turner, el asistente administrativo del senador Raymond Colby, se había emborrachado tremendamente al celebrar la nominación del senador para la Suprema Corte. Esta mañana pagaba por sus pecados, pero no le importaba. Se sentía feliz por el viejo tío que había hecho tanto por él. Su única desilusión era que Colby no se hubiera postulado para presidente. Habría sido uno de los grandes.

Turner medía menos de un metro setenta de estatura y era delgado. Tenía un rostro angosto, pómulos altos, cabello negro corto y encrespado, que se estaba envaneciendo en las sienes, y piel bronceada, unos tonos más oscura que la chaqueta marrón que tenía puesta. Pesaba casi lo mismo que cuando conoció a Colby. No había perdido su vehemencia, pero el gesto ceñudo que solía ser uno de sus rasgos permanentes se había suavizado con los años. Turner colgó su chaqueta del gancho que estaba detrás de la puerta, encendió su cuarto Winston del día y se sentó detrás de su atestado escritorio. Enmarcada en la ventana que estaba a sus espaldas, se alzaba la brillante y blanca cúpula del Capitolio.

Revisó los mensajes. Muchos eran de periodistas que deseaban saber los pormenores del nombramiento de Colby. Algunos provenían de asociaciones para otros senadores que probablemente llamaban sobre la ley del crimen que había preparado Colby. Unos pocos eran de socios de prestigiosos estudios de abogados de Washington, confirmando que Turner no tenía por qué preocuparse acerca de lo que haría después de que el senador fuera nombrado presidente de la Corte. Los accionistas del poder de Washington siempre manifestaban interés por aquellos que tenían influencia en un hombre del poder. Turner trabajaría bien, pero echaría de menos al senador.

El último mensaje de la pila llamó la atención de Turner. Era de Nancy Gordon, una de las pocas personas a las que habría llamado ayer por la tarde si hubiera regresado a la oficina. Turner supuso que lo llamaba por el nombramiento. Había un número de Nueva York, de Hunter's Point, en la tira de mensajes.

– Habla Wayne -dijo cuando oyó la voz familiar del otro lado de la línea-. ¿Cómo estás?

– Salió a la luz -contestó Gordon sin preliminares. Le llevó a Turner unos segundos comprender; luego se sintió descompuesto.

– ¿Dónde?

– Portland, Oregón.

– ¿Cómo lo sabes?

Ella se lo dijo. Cuando terminó, Turner preguntó:

– ¿Qué es lo que harás?

– Hay un vuelo a Portland que parte en dos horas.

– ¿Por qué crees que comenzó de nuevo?

– Me sorprende que se haya contenido por tanto tiempo -contestó Gordon.

– ¿Cuándo te llegó la carta?

– Ayer, alrededor de las cuatro. Recién comenzaba el turno.

– ¿Sabes lo del senador?

– Me enteré por el noticiario.

– ¿Crees que existe alguna conexión? El tiempo, quiero decir. Me parece extraño que fuera tan pronto después de que el presidente hiciera el anuncio.

– Podría haber una conexión. No lo sé. Y no quiero apresurarme en las conclusiones.

– ¿Llamaste a Frank? -preguntó Turner.

– No, aún no.

– Hazlo. Que lo sepa.

– Está bien.

– Mierda. Éste es el peor momento para que esto suceda.

– ¿Estás preocupado por el senador?

– Por supuesto.

– ¿Qué sucede con las mujeres? -preguntó con frialdad Gordon.

– No me tiendas esa trampa, Nancy. Sabes muy bien que me preocupan las mujeres, pero Colby es mi mejor amigo. ¿Puedes mantenerlo fuera de esto?

– Lo haré, si puedo.

Turner transpiraba. El auricular de plástico se sentía incómodo contra su oreja.

– ¿Qué harás cuando lo encuentres? -le preguntó, nervioso. Gordon no contestó de inmediato. Turner podía oírla respirar profundo.

– ¿Nancy?

– Haré lo que deba hacer.

Turner sabía qué era aquello. Si Nancy Gordon encontraba al hombre que había invadido sus sueños durante los últimos diez años, ella lo mataría. El lado civilizado de Wayne Turner deseaba decirle que no debía ejercer la ley por mano propia. Pero había un lado primitivo en él que no lo dejaba decir aquello, ya que todos, incluido el senador, estarían mejor si la detective de la división homicidios Nancy Gordon acechaba la muerte.


2

La alarma del microondas sonó. Alan Page regresó a la cocina, mientras mantenía un ojo en el televisor. El comentarista de la CBS hablaba sobre la fecha que se había fijado para la audiencia de confirmación de Raymond Colby. Colby le daría a la Corte Suprema una sólida mayoría conservadora, y eso era una buena noticia, si se era fiscal.

Alan sacó su cena del horno de microondas y retiró el papel de aluminio, echando una ojeada a la comida. Tenía treinta y siete años, cabello corto color negro, un rostro que todavía sufría las cicatrices del acné y una expresión de decisión que ponía nerviosa a la gente. Su cuerpo largo y delgado sugería un interés por las carreras de distancia. En realidad, Alan era delgado porque no le interesaba la comida y comía lo mínimo para mantenerse vivo. Ahora que estaba divorciado era peor. En un buen día, el desayuno era un café instantáneo, la comida un emparedado y más café, y para la cena, una pizza.

Un periodista estaba entrevistando a alguien que lo conocía de sus días con Marlin Steel. Alan utilizó el control remoto para subir el volumen. Por lo que oía, no había nada que se interpusiera en su camino para ser confirmado presidente de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Sonó el timbre de la puerta justo cuando concluía la historia de Colby. Alan esperaba que no se tratara de trabajo. A las nueve daban un clásico de Bogart que había estado deseando ver durante todo el día.

La mujer que se hallaba parada en el umbral de la puerta de Alan sostenía un portafolios sobre la cabeza, para protegerse de la lluvia. Una maleta pequeña, de color marrón, estaba detrás de ella. Un taxi la esperaba en el cordón, con los limpiaparabrisas en funcionamiento y las luces altas cortando el torrente de agua.

– ¿Alan Page?

Él asintió. La mujer dejó que un portadocumentos de cuero que tenía en su mano libre se abriera y dejara ver a Alan su credencial.

– Nancy Gordon. Soy detective de la división homicidios con una misión del Departamento de Policía de Hunter's Point, Nueva York. ¿Puedo entrar?

– Por supuesto -le dijo, retrocediendo. Gordon le hizo una señal al taxi y luego entró. Ella separó de su cuerpo el portafolios, lo sacudió para quitarle el agua sobre el felpudo de la entrada y entró la maleta.

– Déjeme quitarle la chaqueta -le dijo Alan-. ¿Le traigo algo de beber?

– Café bien caliente, por favor -le contestó Gordon, mientras le alcanzaba a él el impermeable.

– ¿Qué hace un detective de Nueva York en Portland, Oregón? -le preguntó Alan, mientras colgaba la chaqueta en el guardarropas del pasillo.

– ¿Significa algo para usted la frase "Jamás me olvidarán", señor Page?

Alan se quedó quieto por un segundo; luego se volvió.

– Esa información no se ha hecho pública. ¿Cómo sabe usted de eso?

– Sé más de lo que usted imagina acerca dé Jamás me olvidarán, señor Page. Sé lo que la nota significa. Sé lo de las rosas negras. También sé quién se llevó a las mujeres desaparecidas.

Alan necesitó un momento para pensar.

– Por favor, siéntese y le traeré su café -le dijo a Gordon.

El apartamento era pequeño. La sala y la cocina eran un espacio único dividido por un mostrador. Gordon eligió un sillón cerca del televisor y esperó con paciencia que Alan mezclara agua de la caldera con café instantáneo. Le dio una taza a la detective, apagó el televisor; luego se sentó frente a ella, en el sofá. Gordon era alta, de cuerpo atlético. Alan calculó que tendría treinta y cinco años. Tenía cabello rubio, corto. Era atractiva sin mucho trabajo. Lo más impactante de la detective era su seriedad. Su vestido era austero, los ojos, fríos; la boca, sellada en una línea recta y su cuerpo, rígido, como el de un animal preparado para defenderse.

Gordon se inclinó hacia adelante.

– Piense en los crímenes más repulsivos, señor Page. Piense en Bundy, Manson, Dahmer. El hombre que deja estas notas es más inteligente y mucho más peligroso que cualquiera de ellos, ya que aquellos están muertos o en prisión. El hombre tras el cual está usted es el que se fue.

– ¿Usted sabe quién es? -le preguntó Alan.

Gordon asintió.

– He estado esperando a que salga a la luz durante diez años.

La mujer hizo una pausa. Miró el vapor que subía desde su taza. Luego volvió a mirar a Alan.

– Este hombre es astuto, señor Page, y es diferente. No es humano, de la forma en que nosotros pensamos acerca de un ser humano. Sabía que no podría controlarse para siempre, y tuve razón. Ahora ha salido a la superficie y yo puedo atraparlo, pero necesito su ayuda.

– Si puede esclarecer esto, usted tendrá toda la ayuda que necesite. Pero todavía estoy algo confundido acerca de quién es usted y de qué hablamos.

– Por supuesto. Lo siento. Estuve involucrada en este caso por tanto tiempo, que me olvido que otra gente no sabe lo que sucedió. Y usted necesitará saber todo o no lo comprenderá. ¿Tiene tiempo señor Page? ¿Puedo contárselo ahora? No creo que podamos esperar, incluso hasta mañana. No mientras él todavía está allí afuera, libre.

– Si no está fatigada.

Gordon miró a Alan a los ojos con una intensidad que lo obligó a éste a desviar la vista.

– Siempre estoy fatigada, señor Page. Hubo un tiempo en que no podía dormirme sin pastillas para dormir. Eso acabó, pero las pesadillas no han cesado y todavía no duermo bien. No lo haré hasta que lo atrape.

Alan no supo qué decir. Gordon bajó la vista. Bebió más café. Luego le contó a Alan Page lo de Hunter's Point.

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