PRIMERA PARTE

1

Suffolk (Inglaterra), noviembre de 1938


Beatrice Pymm murió aquella noche porque perdió el último autobús de Ipswick.

Veinte minutos antes de morir se encontraba en la lúgubre parada y leía el horario a la escasa luz de la única farola existente en la calle del pueblo. Al cabo de unos pocos meses, la claridad de aquella farola se extinguiría de acuerdo con las normas que iban a obligar a las poblaciones a sumirse en la oscuridad. Beatrice Pymm no llegaría a conocer tales oscurecimientos oficiales.

En aquel momento, la farola apenas proporcionaba la luz justa para que Beatrice lograse distinguir los datos del horario. Para verlo mejor, se puso de puntillas y deslizó por debajo de los números la punta del dedo índice sucia de pintura. Su difunta madre siempre se quejaba acerbamente de las manchas de pintura. Opinaba que no era propio de una dama tener constantemente la mano manchada. Nunca dejó de desear que Beatrice tuviese una afición más limpia, que dedicara su tiempo libre a la música, que emprendiese alguna tarea de voluntariado, incluso que le diese por escribir, aunque la madre no se llevaba nada bien con los escritores.

– Maldita sea -murmuró Beatrice, con la yema del índice aún pegada al cuadro indicador de las horas del servicio de autobuses. Normalmente, Beatrice siempre era puntual hasta la inmoralidad. En una vida sin responsabilidades financieras, sin amigos, sin familia, Beatrice se había establecido un riguroso plan personal. Hoy se había apartado del mismo, al seguir pintando durante demasiado tiempo y al emprender la vuelta a casa demasiado tarde.

Separó la mano del horario y se la llevó a la mejilla; su rostro se contrajo en una expresión preocupada. «Tiene la misma cara de su padre», solía decir siempre la madre en tono de desesperación: frente ancha y plana, nariz grande y noble, barbilla hundida. A los treinta recién cumplidos, su cabellera tenía un color prematuramente gris.

Se inquietó, sin saber qué hacer. Había por lo menos ocho kilómetros hasta Ipswich, donde estaba su casa, demasiada distancia para ir a pie. A primera hora del atardecer aún habría suficiente tráfico por la carretera. Y tal vez alguien se hubiera brindado a llevarla.

Dejó escapar un largo suspiro de frustración. Se le heló el aliento, cuyo vapor flotó durante unos segundos frente a su rostro y luego voló impulsado por el gélido viento del pantano. Las nubes se fragmentaron y por los espacios celestes que acababan de abrirse apareció una luna rutilante. Beatrice levantó la mirada y vio el aura de hielo que rodeaba el satélite. Se estremeció y por primera vez notó el frío.

Cogió sus cosas: una mochila de cuero, un lienzo y un maltratado caballete. Se había pasado el día dándole a los pinceles en el estuario del río Orwell. Pintar era su único amor y el paisaje de East Anglia su único tema. La consecuencia era una cierta repetición en su obra. A su madre le gustaba ver personas en los cuadros, escenas callejeras, cafés llenos de gente. Llegó incluso una vez a sugerir a Beatrice que se fuese a pintar a Francia durante una temporada. Beatrice se negó. Le gustaban las ciénagas y los diques, los estuarios y los anchos espacios, las marismas del norte de Cambridge, los ondulantes pastos de Suffolk.

De muy mala gana, emprendió la marcha hacia su casa, caminando a buen paso por el borde de la calzada, a pesar de que sus trebejos pesaban bastante. Vestía camisa de algodón masculina, tan manchada como los dedos, grueso jersey que la hacía sentirse como un oso de juguete, chaqueta de mangas demasiado largas y pantalones con las perneras embutidas en las cañas de unas botas Wellington. Dejó atrás la esfera de resplandor amarillo de la farola; se la engulló la oscuridad. No le producía aprensión alguna avanzar a través de las tinieblas que saturaban el paisaje. Su madre, a la que llenaban de temor las largas caminatas en solitario que solía darse Beatrice, no cesaba de ponerla en guardia contra los violadores. Y con idéntica constancia, Beatrice consideraba improbable esa amenaza y la desestimaba tranquilamente.

Se estremeció de frío. Pensó en su hogar, una casita de campo que le había dejado su madre, situada en los aledaños de Ipswich. Detrás del edificio, al final del sendero del jardín, Beatrice había construido un estudio inundado de claridad, donde permanecía la mayor parte del tiempo. No era raro que Beatrice se pasara días enteros sin hablar con ningún otro ser humano.

Todo eso, y más, lo sabía su asesina.

Al cabo de cinco minutos de marcha Beatrice oyó a su espalda el ruido de un motor. Un vehículo comercial, pensó. Y bastante viejo, a juzgar por las vibraciones irregulares del motor. Beatrice vio el fulgor de los faros desparramarse como los rayos del sol naciente sobre la hierba de ambos lados de la carretera. Notó que el motor perdía potencia y que el vehículo se deslizaba impulsado por su propia inercia. Un ramalazo de viento sacudió a Beatrice al pasar el vehículo por su lado. El tufo que despedía el tubo de escape la asfixió.

Vio al vehículo desviarse a un lado de la carretera y detenerse junto a la cuneta.


La mano, visible bajo la brillante claridad de la luna, le pareció a Beatrice un tanto extraña. Asomó por la ventanilla de la parte del conductor segundos antes de que la furgoneta se detuviera e hizo señas indicando a la muchacha que siguiera adelante. Beatrice observó que llevaba un grueso guante de cuero, la clase de guante que usan los trabajadores que transportan cosas. Un obrero de mono azul oscuro, tal vez.

La mano hizo una seña más. Y, de nuevo, hubo algo en su movimiento que no resultaba del todo normal. Beatrice era una artista, y los artistas conocen bien cuanto se refiere al movimiento y la fluidez. Y había algo más. Cuando la mano se movió, entre el extremo de la manga y la base del guante quedó expuesta la piel. A pesar de la menguada luz, Beatrice observó que la piel era blanca, carecía de vello -no era la muñeca propia de ningún trabajador que ella hubiese visto nunca- y resultaba insólitamente fina.

Sin embargo, Beatrice no experimentó la menor alarma. Aceleró el paso y en pocas zancadas se llegó a la portezuela del asiento del pasajero. La abrió y puso sus cosas en el suelo del vehículo, delante del asiento. Abultaban tanto que casi no le quedaba espacio para acomodarse allí. Después miró por primera vez el interior de la furgoneta y observó que el conductor no estaba tras el volante.


En los últimos segundos de su vida consciente, Beatrice Pymm se preguntó por qué iba a utilizar alguien una furgoneta para trasladar una moto. Pero allí estaba, descansando en la parte lateral del departamento de carga trasero, junto a dos bidones de gasolina.

Aún de pie al lado de la furgoneta, Beatrice cerró la portezuela y llamó en voz alta. No obtuvo respuesta.

Unos segundos después oyó el ruido de unas botas de cuero sobre la grava.

El sonido se repitió, más cerca.

Volvió la cabeza y vio al conductor allí de pie. Le miró a la cara, pero no vio más que una negra máscara de lana. Dos minúsculos estanques azul claro la contemplaban gélidamente detrás de los agujeros que eran los ojos. Unos labios que parecían femeninos, ligeramente entreabiertos, rutilaban más allá de la hendidura de la boca.

Beatrice abrió la boca para chillar. Apenas consiguió emitir un breve jadeo antes de que la mano enguantada del conductor se oprimiera contra su boca. Los dedos se clavaron en la carne suave de la garganta. El guante tenía un sabor horrible: a polvo, a gasolina y a sucio aceite de motor. Las náuseas silenciaron a Beatrice, que acto seguido devolvió los restos de su almuerzo campestre: pollo asado, queso azul Stilton y vino tinto.

Notó luego la presión de otra mano que exploraba su cuerpo alrededor del seno izquierdo. Durante unos segundos, Beatrice pensó que los temores de su madre acerca de la violación estaban fundados. Pero la mano que le rozaba el seno no era la de un violador ni la de un adicto a los abusos sexuales. Era una mano hábil, diestra como la de un médico, y curiosamente delicada. Se trasladó del pecho al costado y endureció la presión. Beatrice dio un respingo, se le escapó un grito ahogado y mordió con fuerza la mano que le tapaba la boca. El conductor no dio muestras de que los dientes de la muchacha hubiesen atravesado la tela del guante.

La mano llegó a la parte inferior de las costillas y sondeó la carne blanda de la parte superior del abdomen. No fue más lejos. Un dedo continuó ejerciendo su presión sobre aquel punto. Beatrice percibió un agudo chasquido. Un instante de espantoso dolor, un estallido de refulgente luz blanca.

Luego, una oscuridad clemente.


La asesina había sido adiestrada concienzuda e interminablemente para cumplir misiones como la de aquella noche, pero era la primera vez que actuaba. La asesina retiró su mano enguantada de la boca de la víctima, luego volvió la cabeza y sufrió un violento vómito. No había tiempo para sentimentalismos. La asesina era un soldado, un comandante del servicio secreto, y Beatrice Pymm pronto hubiera sido el enemigo. Su muerte, si bien una desdicha, no dejaba de ser necesaria.

La asesina limpió el vómito de los labios de su máscara y puso manos a la obra: asió el mango del estilete y tiró de él. La propia herida retenía la hoja, pero la asesina tiró con más fuerza y el estilete se deslizó fuera de la carne.

Una excelente ejecución, muy poca sangre.

Vogel se sentiría orgulloso.

La asesina limpió la sangre del estilete, volvió la hoja a su sitio y se guardó el arma en el bolsillo del mono. A continuación, cogió por las axilas el cuerpo de la víctima, lo arrastró hasta la parte trasera de la furgoneta y lo soltó sobre el borde desmenuzado del asfalto.

La asesina abrió las puertas posteriores del vehículo. El cuerpo se contorsionó.

Levantarlo y colocarlo dentro de la furgoneta le costó a la asesina un esfuerzo tremendo, pero al cabo de un momento la tarea estuvo cumplida. Tras un titubeo inicial, el motor acabó por ponerse en marcha. La furgoneta avanzó de nuevo, resplandecieron sus faros a través de la aldea sumida en la oscuridad y luego volvió a desembocar en la desierta carretera.

Recuperada la compostura, pese a la presencia del cuerpo, la asesina entonó quedamente una canción de su infancia con ánimo de que le ayudase a pasar el tiempo. Iba a ser una viaje largo, de cuatro horas por lo menos. Durante la preparación, había recorrido aquella ruta en motocicleta, en la misma motocicleta que en aquel momento yacía junto a Beatrice Pymm. Ahora, al volante de la furgoneta, la conducción le llevaría más tiempo. El motor tenía una potencia escasa, los frenos se encontraban en bastante mal estado y el vehículo se desviaba a la derecha.

La asesina se prometió robar una furgoneta mejor la próxima vez.


Las cuchilladas en el corazón, por regla general, no producen la muerte instantánea. Incluso aunque el arma profundice hasta una aurícula, el corazón continúa latiendo durante cierto tiempo, hasta que la víctima se desangra y muere.

Mientras la furgoneta traqueteaba carretera adelante, la cavidad pectoral de Beatrice Pymm fue llenándose rápidamente de sangre. El cerebro de la muchacha se acercó a algo muy semejante al estado de coma. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir.

Recordó las advertencias de su madre acerca de encontrarse sola en la madrugada. Notó la húmeda viscosidad de su propia sangre, que le brotaba del cuerpo y le empapaba la blusa. Se preguntó si el cuadro se habría estropeado.

Oyó un canturreo. Una canción bonita. Tardó un poco, pero al final se dio cuenta de que el conductor no cantaba en inglés. Aquella canción era alemana y la voz pertenecía a una mujer.

Luego, Beatrice Pymm murió.


Primera parada, diez minutos después, en la orilla del río Orwell, en el mismo lugar donde Beatrice Pymm había estado pintando aquel día. La asesina dejó en punto muerto el motor de la furgoneta y se apeó. Anduvo hasta la portezuela del asiento del pasajero, la abrió y sacó de la furgoneta el caballete, la tela y la mochila.

Colocó de pie el caballete muy cerca del pausado curso de las aguas del río y puso encima la tela. La asesina abrió la mochila, sacó las pinturas y la paleta y lo depositó todo en el húmedo suelo. Echó un vistazo al lienzo inacabado y le pareció una obra bastante buena. Era una lástima que no hubiese podido matar a alguien con menos talento.

A continuación sacó la botella de vino medio vacía, vertió el resto del tinto en el río y dejó caer la botella junto a las patas del caballete. Pobre Beatrice. Demasiado vino, un paso descuidado, una caída en las aguas heladas y un lento viaje hacia el mar abierto.

Causa de la muerte: supuesto ahogamiento, presumible accidente.

Caso cerrado.


Seis horas después, la furgoneta dejaba atrás la aldea de Whitchurch, en las West Midlands, y torcía por un áspero camino que bordeaba la linde de un campo de cebada. La sepultura había sido excavada la noche anterior, lo bastante honda como para ocultar un cadáver, pero no lo suficiente como para que no pudiera descubrirse nunca.

La asesina arrastró el cuerpo de Beatrice Pymm desde la parte posterior de la furgoneta y luego le quitó las ensangrentadas ropas. Cogió por los pies el cadáver desnudo y lo llevó a rastras hasta la tumba. Regresó entonces a la parte trasera de la furgoneta y tomó tres cosas: una maza de hierro, un ladrillo de color rojo y una pala pequeña.

Aquella era la parte de la misión que más le aterraba; por varias razones, era peor que el propio asesinato. Soltó los tres objetos junto al cadáver e hizo acopio de valor. Combatió como pudo la oleada de náuseas, empuñó la maza con la mano enguantada, la levantó y la abatió con fuerza para aplastar la nariz de Beatrice Pymm.


Cuando todo estuvo cumplido, apenas tenía ánimo para mirar lo que quedaba del semblante de Beatrice Pymm. Utilizando primero la maza y después el ladrillo había convertido la cabeza de la víctima en un amasijo de sangre, tejido, huesos destrozados y piezas dentarias rotas.

Había logrado el efecto que pretendía: las facciones quedaron borradas, el rostro irreconocible.

Había hecho todo lo que le ordenaron que hiciese. Ella tenía que ser distinta. La habían entrenado en un campamento especial a lo largo de muchos meses, durante un período bastante más prolongado que el de otros agentes. La iban a plantar a bastante más profundidad. Por eso había tenido que matar a Beatrice Pymm. No derrocharía su tiempo haciendo lo que podían hacer otros agentes menos dotados: efectuar recuento de tropas, controlar ferrocarriles, evaluar daños producidos por bombardeos. Eso era fácil. A ella la reservarían para misiones mejores y más importantes. Iba a ser una bomba de relojería, cuyo tictac iba a sonar durante bastante tiempo en Inglaterra, en tanto aguardaba a que la activasen, en tanto esperaba el momento de estallar.

Apoyó una bota en las costillas de su víctima y le dio un empujón. El cadáver cayó dentro de la fosa. Cubrió el cuerpo de tierra. Recogió las prendas de ropa manchadas de sangre y las echó en la parte de atrás de la furgoneta. Tomó del asiento delantero un bolso de mano que contenía una cartera y un pasaporte holandés. En la cartera había diversos documentos de identificación, un permiso de conducir expedido en Amsterdam y la fotografía de una familia holandesa sonriente y regordeta.

Todo falsificado en Berlín por la Abwehr.

Arrojó el bolso entre los árboles que bordeaban el campo de cebada, a escasos metros de la tumba. Si todo salía de acuerdo con el plan, el cuerpo mutilado y en avanzado estado de descomposición se descubriría al cabo de unos cuantos meses, junto con el bolso de mano. Las autoridades policíacas creerían que la mujer muerta era Christa Kunt, una turista holandesa que había entrado en el país en octubre de 1938 y cuyas vacaciones tuvieron un fin desdichado y violento.

Antes de marcharse, la asesina lanzó una última mirada a la tumba. Sintió un ramalazo de pena por Beatrice Pymm. En la muerte, le habían robado el rostro y el nombre.

Y algo más: la asesina también había perdido su propia identidad. Durante seis meses había vivido en Holanda, porque el holandés era uno de sus idiomas. Se había fabricado cuidadosamente un pasado, votó en las elecciones locales de Amsterdam e incluso se permitió el lujo de tener un amante joven, un muchacho de diecinueve años con un enorme apetito y una no menos inmensa voluntad de aprender cosas nuevas. Ahora, Christa Kunt yacía en el fondo de una sepultura poco profunda, al borde de un campo de cebada inglés.

A la mañana siguiente, la asesina asumiría una nueva identidad. Pero esa noche no era nadie.

Repostó y condujo la furgoneta durante veinte minutos. La aldea de Alderton, lo mismo que Beatrice Pymm, había sido seleccionada meticulosamente: un lugar donde no se repararía de inmediato en una furgoneta que era pasto de las llamas en plena noche.

Bajó la motocicleta haciéndola rodar por un grueso y pesado tablón de madera, tarea bastante ardua incluso para un hombre fuerte. Bregó con la moto y cedió cuando estaba a un metro de la carretera. La motocicleta se estrelló contra el suelo con estrépito, el único fallo que la mujer cometió en toda la noche.

Levantó la moto y la hizo rodar, con el motor apagado, cuarenta y cinco metros, carretera adelante. En uno de los bidones aún quedaba algo de gasolina. La vació dentro de la furgoneta, si bien vertió la mayor parte del combustible sobre las ropas ensangrentadas de Beatrice Pymm.

Para cuando la furgoneta se había convertido en una bola de fuego, la mujer ya había puesto en marcha la moto. Contempló durante unos segundos la furgoneta incendiada, la claridad de color naranja que onduló sobre los áridos campos y la hilera de árboles que se erguían más allá

Luego encaró la motocicleta hacia el sur y se dirigió a Londres.

2

Oyster Bay (Nueva York), agosto de 1939


Dorothy Lauterbach consideraba su señorial mansión de piedra la más hermosa de la Costa Norte. Casi todos sus amigos se mostraban de acuerdo, porque Dorothy era rica y deseaban que los Lauterbach los invitasen a las dos fiestas que organizaban todos los veranos, un guateque bullanguero y cumplidamente alcohólico que tenía efecto en el mes de junio y una recepción algo más comedida que solía celebrarse a últimos de agosto, cuando la temporada estival languidecía rumbo a un punto final melancólico.

La parte posterior de la casa daba al Sound. Había una agradable playa de arena blanca transportada desde Massachusetts en camiones. Desde la playa hasta dicha parte posterior se extendían unos espacios de césped bien abonado, que de vez en cuando se interrumpían para servir de margen a los exquisitos jardines, la pista de arcilla roja y la piscina azul real.

Los sirvientes se habían levantado temprano para preparar a la familia su jornada de bien merecida inactividad y a tal efecto dispusieron el terreno de juego del croquet, así como la red de badminton que nunca iba a tocarse. También retiraron la funda de lona que cubría una lancha motora cuyas amarras jamás se desatarían del muelle, En cierta ocasión, un criado tuvo la audacia de comentarle a la señora Lauterbach lo absurdo de aquel rito cotidiano; la señora Lauterbach le replicó de forma brusca y nunca más volvió a cuestionarse aquella práctica. Aquellos juguetes se montaban todas y cada una de las mañanas sólo para estar a tono con la tristeza de una decoración de Navidad desplegada en el mes de mayo, hasta que volvían a desmontarse ceremoniosamente con la puesta de sol y se retiraban para permanecer guardados durante la noche.

La planta baja de la casa se extendía a lo largo del agua desde el solario hasta el salón, el comedor y, finalmente, la llamada sala Florida, aunque ningún otro miembro de la familia Lauterbach comprendía el motivo de la insistencia de Dorothy en denominarla así, sala Florida, cuando el sol estival de la Costa Norte no podía ser tan caluroso.

La casa se había comprado treinta años atrás, cuando los jóvenes Lauterbach daban por sentado que engendrarían un pequeño ejército de vástagos. Pero lo que produjeron, en cambio, fueron sólo dos hijas, ninguna de las cuales tuvo mucho interés en gozar de compañía de la otra: Margaret, una preciosa e inmensamente popular muchacha para la que alternar en sociedad era encontrarse como pez en el agua, y Jane. De modo que la casa se convirtió en un lugar apacible de cálido sol y colores suaves, donde la mayor parte de los ruidos los producían las cortinas cuando las agitaba la brisa gemebunda y la impaciente búsqueda de perfección en todas las cosas a la que Dorothy Lauterbach se entregaba continuamente.

Aquella mañana -la mañana siguiente a la última fiesta de los Lauterbach- las cortinas colgaban perpendiculares e inertes en las abiertas ventanas, a la espera de unos soplos de aire que nunca iban a presentarse. Relucía el sol y una neblina refulgente flotaba sobre la bahía. La atmósfera era densa y punzante.

En su habitación del primer piso, Margaret Lauterbach-Jordan se quitó el camisón y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo con rapidez. Tenía un tono rubio ceniza, aclarado por el sol, y lo llevaba anticuadamente corto. Pero era cómodo y fácil de arreglar, aparte de que a la joven le gustaba el modo en que le enmarcaba el rostro y realzaba la grácil elegancia de su cuello.

Contempló su cuerpo reflejado en el espejo. Había conseguido por fin eliminar los recalcitrantes kilos que acumulara durante el embarazo de su primer hijo. Las alargadas estrías se habían desvanecido y el estómago tenía ya un espléndido tono bronceado. Los estómagos al aire estaban de moda aquel verano y a ella le encantó la sorpresa que en la Costa Norte manifestaron todos al ver la magnífica forma en que se encontraba. Sólo sus pechos eran distintos: más grandes, lo que a Margaret le parecía estupendo, ya que siempre se había sentido un tanto acomplejada a causa de su tamaño. El nuevo sostén que se llevaba aquel verano era más pequeño y rígido, diseñado para lograr el efecto de senos altos. A Margaret le gustaba porque a Peter le atraía el modo en que destacaba sus formas.

Se puso unos pantalones blancos de algodón, una blusa sin mangas, atada bajo los senos, y se calzó unas sandalias. Lanzó una última mirada a su imagen en el espejo. Era hermosa, lo sabía, pero no al modo audaz y llamativo que impulsa a la gente a volver la cabeza en las calles de Manhattan. La belleza de Margaret era intemporal y discreta, perfecta para el estrato social en el que la habían alumbrado.

Pensó: «¡Y pronto vas a convertirte otra vez en una foca rolliza!».

Se apartó del espejo y descorrió las cortinas. Una oleada de violentos rayos solares se derramaron por la alcoba. La explanada de césped era un caos. Estaban desmontando las tiendas, los empleados del servicio de comidas a domicilio embalaban mesas y sillas, levantaban y trasladaban panel a panel la pista de baile. La hierba, anteriormente verde y lozana, aparecía ahora aplastada y pisoteada. Margaret abrió las ventanas y aspiró el olor dulzarrón y empalagoso del champán derramado. Algo en todo aquello la deprimió. «Es posible que Hitler se esté preparando para conquistar Polonia, pero cuantos asistieron a la gala anual que organizan Bratton y Dorothy Lauterbach la noche del sábado de agosto disfrutaron de una velada deslumbrante…» Margaret casi podía escribir en aquel momento la correspondiente nota de sociedad.

Encendió la radio de encima de la mesita de noche y sintonizó la WNYC. Sonó en tono suave I’ll Never Smile Again. Peter se removió, todavía dormido. A la brillante luminosidad del sol su piel de porcelana apenas se distinguía del blanco de las sábanas de satén. Margaret había llegado a pensar en otro tiempo que todos los ingenieros eran hombres con el pelo cortado a cepillo, gafas de gruesos cristales y cantidades ingentes de lápices en los bolsillos. Peter no era así: pómulos acentuados, mandíbula de línea afilada, suaves ojos verdes y pelo casi negro, espeso. Al contemplarle tendido en la cama, desnudo de cintura para arriba, Margaret se dijo que parecía un Miguel Ángel caído. Destacaba en la Costa Norte, destacaba entre los muchachos de rubia cabellera que habían nacido para disfrutar de extraordinarias fortunas y cuyos planes de futuro consistían en vivirla vida desde una hamaca. Peter era agudo, ambicioso y dinámico. Podía desplazarse en círculo alrededor de la multitud. A Margaret le encantaba eso.

Miró el brumoso cielo y frunció el ceño. Peter detestaba que hiciese aquel tiempo en agosto. Iba a estar de mal humor todo el día, irritable y gruñón. Era muy probable que se desencadenara una tormenta que estropeara su viaje de vuelta a la ciudad.

Margaret pensó: «Tal vez debería esperar un poco antes de darle la noticia».

– Arriba, Peter, o te quedarás sin conocer el final del asunto -dijo Margaret, al tiempo que le aguijoneaba con la puntera de la sandalia.

– Cinco minutos más.

– No tenemos cinco minutos más, cariño.

Peter no se movió.

– Café -suplicó.

Las doncellas habían dejado café delante de la puerta del dormitorio. Era un costumbre que Dorothy Lauterbach aborrecía; a sus ojos, dejar el servicio en mitad del pasillo del primer piso le daba la sensación de encontrarse en el hotel Plaza. Pero se permitía si con ello se lograba que los niños acatasen la única regla que ella establecía los fines de semana: que a la temprana hora de las nueve de la mañana hubieran bajado ya a desayunar. Margaret llenó una taza de café y se la tendió a Peter.

Peter se dio media vuelta, se incorporó apoyado en un codo y tomó un sorbo. Luego se sentó en la cama y miró a Margaret.

– ¿Cómo te las arreglas para estar tan guapa dos minutos después de haber saltado de la cama?

Margaret se sintió aliviada.

– Desde luego, te has despertado de buen talante. Temía que tuvieras resaca y que te pasaras todo el día de un humor lo que se dice asqueroso.

– Tengo resaca. Benny Goodman está tocando dentro de mi cabeza y siento la lengua como si necesitara que la afeitasen a fondo. Pero no tengo la menor intención de comportarme… -Hizo una pausa-. ¿Cuál fue la palabra que empleaste?

– Asqueroso. -Margaret se sentó en el borde de la cama-. Hay una cosa que es preciso que tratemos y me parece que ahora es un momento tan bueno como cualquier otro.

– Hummm… Parece cosa seria, Margaret.

– Eso depende. -La muchacha lo mantuvo bajo su mirada picara y, al cabo de unos segundos, fingió estar irritada-. Antes, sin embargo, levántate y empieza a vestirte. ¿O no eres capaz de vestirte y escuchar al mismo tiempo?

– Soy una persona muy bien preparada y un ingeniero muy bien considerado. -Peter se obligó a bajar de la cama y el esfuerzo le arrancó un gruñido-. Es probable que pueda soportarlo.

– Se trata de una llamada telefónica que recibí ayer por la tarde.

– ¿Aquella de la que te mostraste tan evasiva?

– Sí, ésa. Era del doctor Shipman.

Peter interrumpió la operación de vestirse.

– Estoy embarazada otra vez. Vamos a tener otro hijo. -Margaret bajó la mirada y jugueteó con el nudo de la blusa-. Es algo que no había planeado. Ha sucedido y nada más. Mi cuerpo se recuperó del parto de Billy y…, bueno, la naturaleza siguió su curso. -Alzó la mirada hacia Peter-. Lo estuve sospechando durante algún tiempo, pero temía decírtelo.

– ¿Por qué diablos ibas a temer decírmelo?

Pero Peter conocía la respuesta a su pregunta. Le había dicho a Margaret que no deseaba tener más hijos hasta haber convertido en realidad el sueño de su vida: establecer su propia firma de ingeniería. A los treinta y tres años recién cumplidos se había hecho un nombre y tenía fama de ser uno de los ingenieros más importantes del país. Tras graduarse con el número uno de su promoción en el prestigioso Instituto Politécnico, empezó a trabajar para la Compañía de Puentes del Nordeste, la empresa constructora de puentes más importante de la Costa Este. Cinco años después le nombraron ingeniero jefe, le hicieron socio de la firma y le asignaron un equipo de personal de cien colaboradores. La Sociedad Estadounidense de Ingeniería Civil le nombró ingeniero del año en 1938 por su obra innovadora, plasmada en el puente sobre el río Hudson en el norte del estado de Nueva York. La revista Scientific American publicó un perfil de Peter en el que se le calificaba de «el cerebro más prometedor de su generación, en el terreno de la ingeniería». Pero Peter no se conformaba, quería más, deseaba tener su propia empresa. Bratton Lauterbach había prometido financiar la futura compañía de Peter, llegado el momento oportuno, posiblemente en el transcurso del año próximo. Pero la amenaza de una guerra había puesto sordina al asunto. Si los Estados Unidos se veían arrastrados a entrar en el conflicto bélico, todos los presupuestos destinados a obras públicas importantes quedarían en suspenso, desaparecerían de la noche a la mañana. La empresa de Peter se hundiría antes incluso de haber tenido oportunidad de despegar del suelo.

– ¿De cuánto estás? -preguntó.

– Casi de dos meses.

Una sonrisa estalló en el rostro de Peter.

– ¿No estás enfadado conmigo? -dijo Margaret.

– ¡Claro que no!

– ¿Qué hay de tu empresa y de todo lo que decías acerca de esperar a tener más críos?

Peter la besó.

– Eso no importa. Nada de eso importa.

– La ambición es algo maravilloso, pero la ambición desmedida no lo es. A veces tienes que relajarte y disfrutar un poco de las cosas, Peter. La vida no es un ensayo general.

Peter se irguió y terminó de vestirse.

– ¿Cuándo piensas decírselo a tu madre?

– En el momento que me parezca mejor. Acuérdate de su actitud cuando estuve embarazada de Billy. Casi me volvió loca. Tengo tiempo de sobra para decírselo.

Peter se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– Hagamos el amor antes de desayunar.

– No podemos, Peter. Mi madre nos matará si no bajamos en seguida.

Él la besó en el cuello.

– ¿Qué decías antes acerca de que la vida no es un ensayo general?

Margaret cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

– Eso no es justo. Siempre le buscas las vueltas a lo que digo.

– No, de eso, nada…, te estoy besando.

– Sí…

– ¡Margaret!

Resonó escaleras arriba la voz de Dorothy Lauterbach.

– Ya vamos, madre.

– ¡Qué lástima! -murmuró Peter, y siguió a Margaret rumbo al desayuno.


Walker Hardegen se reunió con ellos a la hora del almuerzo junto a la piscina. Se sentaron a la sombra de un parasol: Bratton y Dorothy, Margaret y Peter, Jane y Hardegen. Una brisa húmeda soplaba a rachas desde el Sound. Hardegen era el lugarteniente principal de Bratton Lauterbach en el banco. Era un hombre alto, de amplio pecho y anchas espaldas, y casi todas las mujeres pensaban que se parecía a Tyrone Power. Universitario de Harvard, durante su último año marcó un ensayo en el partido contra Yale. Sus días de practicante del fútbol americano le dejaron una rodilla hecha polvo y una leve cojera que, en cierto modo, le hacía aún más atractivo. Tenía un moroso acento de Nueva Inglaterra y la sonrisa casi continuamente a flor de labios.

Al poco de ingresar en el banco pidió a Margaret que saliera con él y tuvieron varias citas. Hardegen deseaba que aquellas relaciones continuasen, pero Margaret no. Puso fin a ellas de un modo sosegado, aunque conservaron la amistad y siguió viendo a Walker con regularidad en diversas fiestas. Seis meses después, Margaret conoció a Peter y se enamoró. Hardegen se puso fuera de sí. Una noche, en el Copacabana, un poco bebido y un mucho celoso, acorraló a Margaret y le suplicó que volviera a salir con él. Al negarse ella, la cogió violentamente por el hombro y la sacudió. La gélida expresión que apareció en el rostro de Margaret le dejó bien claro que estaba dispuesta a acabar con la carrera profesional de Hardegen si éste no cesaba en su comportamiento infantil.

Mantuvieron en secreto el incidente. Ni siquiera Peter lo sabía. Hardegen ascendió con rapidez eh el escalafón del banco y se convirtió en el empleado de mayor confianza de Bratton. Margaret notaba la existencia de una latente tensión entre Hardegen y Peter, una competitividad natural. Ambos eran jóvenes, apuestos, inteligentes y triunfadores. La situación empeoró a principios de aquel verano, al enterarse Peter de que Hardegen se oponía a que se le prestase dinero para montar la empresa de ingeniería.

– Normalmente no soy lo que se considera un entusiasta de Wagner, y menos aún en el clima político actual -especificó Hardegen, e hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa de vino blanco frío mientras los demás celebraban el comentario con una risita-. Lo que sí les recomiendo, sin embargo, es que no se pierdan a Herbert Janssen en su interpretación del Tanhäuser que se representa en el Metropolitan. Es una maravilla.

– He oído ponerlo por las nubes -confirmó Dorothy.

Le encantaba charlar de ópera y de teatro, comentar las novedades literarias y las películas que se estrenaban. Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que le abrumaba, Hardegen solía arreglárselas para verlo y leerlo todo y para complacer a Dorothy en ese aspecto. El de las artes era un tema seguro, a diferencia de los asuntos familiares y los cotilleos, cuestiones que Dorothy aborrecía.

– Vimos a Ethel Merman en el nuevo musical de Cole Porter -dijo Dorothy cuando sirvieron el primer plato, ensalada de gambas frescas-. El título se me ha ido de la cabeza.

– Dubarry era una dama -apuntó Hardegen-. Me fascinó.

Hardegen continuó hablando. Había ido la tarde anterior a Forest Hill, donde vio ganar su partido a Bobby Riggs. Opinaba que Riggs era el ganador fijo del Abierto de aquel año. Margaret observó a su madre, cuya mirada estaba fija en Hardegen. Dorothy adoraba a Hardegen, al que trataba prácticamente como miembro de la familia. En su momento dejó bien claro que prefería a Hardegen en detrimento de Peter. Hardegen procedía de una familia de Maine adinerada y conservadora, no tan rica como los Lauterbach, pero sí lo bastante cerca de ellos como para sentirse cómodos. Peter pertenecía a una familia irlandesa de clase media baja y se crió en el West Side de Manhattan. Podría ser un brillante ingeniero, pero jamás sería «uno de los nuestros». La disputa amenazó con destruir las relaciones entre Margaret y su madre. Y a ella puso fin Bratton, que no se mostró dispuesto a tolerar reparo alguno a la elección de esposo que hiciera su hija. Margaret se casó con Peter en una boda de cuento de hadas que se celebró en el mes de junio de 1935 en la iglesia episcopaliana de St. James. Hardegen figuró entre los seiscientos invitados a la ceremonia. Bailó con Margaret durante la fiesta y se comportó como un perfecto caballero. Incluso se quedó a presenciar la partida de la pareja hacia Europa, en un viaje de luna de miel que se prolongaría durante dos meses. Fue como si el incidente del Copacabana jamás hubiese ocurrido.

Los criados sirvieron el almuerzo, salmón fresco escalfado, y la conversación derivó inevitablemente hacia la guerra que se avecinaba en Europa.

– ¿Hay algún modo de detener ahora a Hitler o Polonia va a acabar convertida en la provincia más oriental del Tercer Reich? -preguntó Bratton.

Abogado, así como hábil inversionista, Hardegen había asumido la misión de desembarazar al banco de sus inversiones en Alemania y de otras arriesgadas operaciones europeas. Dentro de la empresa bancaria solían aludir afectuosamente a él como «nuestro nazi interno», a causa de su apellido, su perfecto alemán y sus frecuentes viajes a Berlín. Mantenía también una red de excelentes contactos en Washington y actuaba como encargado del servicio de información del banco.

– He hablado esta mañana con un amigo mío que pertenece al estado mayor de Henry Stimson en el Departamento de Guerra -dijo Hardegen-. Cuando Roosevelt regresó a Washington tras su crucero en el Tuscaloosa, Stimson fue a recibirle a la Union Station y le acompañó a la Casa Blanca. Al preguntarle Roosevelt cómo estaba la situación en Europa, Stimson le contestó que los días de paz que quedaban podían contarse con los dedos de las dos manos.

– Roosevelt volvió a Washington hace una semana -observóMargaret.

– Exacto. Haz la cuenta tú misma. Y creo que Stimson era optimista. Me parece que la guerra puede ser cosa de horas.

– ¿Pero qué hay de ese comunicado que he leído esta mañana en el Times? -preguntó Peter.

Hitler había enviado la noche anterior un mensaje a Gran Bretaña y el Times sugería que tal vez se trataba de un intento de allanar el camino para negociar un acuerdo que solucionase la crisis polaca.

– Creo que trata de ganar tiempo -opinó Hardegen-. Los alemanes tienen sesenta divisiones destacadas a lo largo de la frontera polaca a la espera de la orden de avanzar.

– Así pues, ¿qué aguarda Hitler? -terció Margaret.

– Una excusa.

– Desde luego, los polacos no van a darle una excusa para que los invada.

– No, claro que no. Pero eso tampoco va a detener a Hitler.

– ¿Qué estás dando a entender, Walker? -inquirió Bratton.

– Hitler inventará un motivo que justifique su ataque, una provocación que le permita invadir Polonia sin previa declaración de guerra.

– ¿Cómo reaccionarán británicos y franceses? -preguntó Peter-. ¿Harán honor a su responsabilidad y declararán la guerra a Alemania si ésta ataca a Polonia?

– Eso creo.

– No le pararon los pies a Hitler en Renania, ni en Austria, ni en Checoslovaquia -hizo notar Peter.

– Sí, pero Polonia es distinto. Gran Bretaña y Francia comprenderán ahora que no se debe negociar con Hitler.

– En cuanto a nosotros, ¿qué? -preguntó Margaret-. ¿Podemos permanecer al margen?

– Roosevelt insiste en que quiere mantenerse fuera de la zona de juego -dijo Bratton-, pero no me fío de él. Si Europa entera entra en guerra, dudo que nos sea posible a nosotros quedar al margen del conflicto durante mucho tiempo.

– ¿Y el banco? -preguntó Margaret.

– Estamos concluyendo todas nuestras operaciones con intereses alemanes -replicó Hardegen-. Si se desencadena una guerra habrá infinidad de nuevas oportunidades de inversión. Puede que esta guerra sea precisamente lo que nos hacía falta para librar por fin al país de la Depresión.

– Ah, nada como sacarle provecho a la muerte y la destrucción -comentó Jane.

Margaret miró con el ceño fruncido a su hermana menor y pensó: «Típica Jane». Le gustaba presentarse como iconoclasta: una intelectual reflexiva y enigmática, muy crítica con su clase y con lo que representaba. Al mismo tiempo, alternaba en sociedad con entusiasmo implacable y gastaba el dinero de su padre como si el pozo estuviese a punto de secarse. A sus treinta años, Jane no tenía medios de sustento ni perspectivas de matrimonio.

– ¡Oh, Jane! ¿Ya has estado leyendo a Marx otra vez? -preguntó Margaret irónicamente.

– Por favor, Margaret -intervino Dorothy.

– Hace unos años. Jane pasó una temporada en Inglaterra -explicó Margaret como si no hubiera oído la súplica de su madre invocando paz-. Casi se hizo comunista entonces. ¿verdad, Jane?

– Me asiste el derecho a tener una opinión, Margaret -replicó Jane con brusquedad-. Hitler no gobierna esta casa.

– Creo que a mí también me gustaría hacerme comunista -dijo Margaret-. El verano ha resultado más bien aburrido, con tanto hablar de guerra. Convertirme al comunismo seria un sugestivo cambio de ritmo. Los Hutton van a dar una fiesta de disfraces el próximo fin de semana. Podríamos asistir disfrazadas de Lenin y Stalin. Cuando acabase el sarao, nos dirigiríamos a North Fork y colectivizaríamos todas las granjas. Sería una diversión por todo lo alto.

Bratton, Peter y Hardegen estallaron en carcajadas.

– Muchas gracias, Margaret -dijo Dorothy en tono severo-. Ya nos has divertido bastante por hoy.

Dorothy decidió que el tema de conversación de la guerra ya había durado lo suficiente. Alargó la mano y tocó a Hardegen en el brazo.

– Lamento que no pudieras asistir a nuestra fiesta de anoche, Walker. Fue maravillosa. Deja que te cuente todo lo que pasó en ella.


El espléndido piso de la Quinta Avenida que dominaba Central Park había sido un regalo de boda de Bratton Lauterbach. A las siete de aquella tarde, Peter Jordan se encontraba de pie junto a la ventana. Sobre la ciudad se había desplazado una tormenta eléctrica. Los relámpagos centelleaban por encima de las verdes copas de los árboles del parque. El viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Peter había vuelto solo a la ciudad porque Dorothy se empeñó en que Margaret asistiese a una fiesta que Edith Blakemore daba en los jardines de su casa. Wiggins, el chófer de los Lauterbach, llevaría después a Margaret a la ciudad. Y ahora el mal tiempo los iba a sorprender por el camino.

Peter estiró el brazo y consultó su reloj de pulsera por quinta vez en el transcurso de los últimos cinco minutos. Estaba previsto que se reuniera para cenar en el Stork Club, a las siete y media, con el director de la comisión encargada de la carretera y el puente de Pennsylvania. Pennsylvania aceptaba los presupuestos y planos que le presentaron del nuevo puente sobre el río Allegheny. El jefe de Peter deseaba cerrar el acuerdo aquella noche. Le convocaban con frecuencia para entretener a los clientes. No sólo era joven e inteligente, sino que además estaba casado con la bonita hija de uno de los banqueros más poderosos del país. Constituían una pareja impresionante.

Peter pensó: «¿Dónde infiernos estará Margaret?».

Telefoneó a la casa de Oyster Bay y habló con Dorothy.

– No sé qué decirte, Peter. Salió de aquí hace mucho rato. Tal vez el mal tiempo haya retrasado a Wiggins. Ya conoces a Wiggins, en cuanto asoma el menor rastro de lluvia pone el coche a paso de tortuga.

– La concederé quince minutos más. Luego tendré que marcharme.

Peter sabía que Dorothy no iba a pedir disculpas, así que colgó antes de que pudiera producirse un incómodo silencio. Se sirvió una tónica con ginebra, que bebió rápidamente mientras esperaba. A las siete y cuarto bajó en el ascensor y se quedó en el vestíbulo en tanto el portero salía a la lluvia y agitaba el brazo llamando a un taxi.

– Cuando llegue mi esposa, dígale que vaya directamente al Stork Club.

– Sí, señor Jordan.

La cena transcurrió con normalidad, pese a que Peter se levantó de la mesa en tres ocasiones para telefonear a su apartamento y a la casa de Oyster Bay. A las ocho y media ya no se sentía contrariado, sino enfermo de preocupación.

A las nueve menos cuarto de la noche, Paul Delano, el jefe de camareros, se acercó a la mesa de Peter.

– Tiene usted una llamada en el bar, señor.

– Gracias, Paul.

Peter se excusó. En el bar se vio obligado a levantar la voz por encima del tintineo de los vasos y el alboroto de las conversaciones.

– Peter, soy Jane.

Peter percibió el temblor que estremecía la voz de la muchacha.

– ¿Qué ocurre?

– Me temo que ha habido un accidente.

– ¿Dónde estás?

– Con la policía del condado de Nassau.

– ¿Qué ha pasado?

– Un coche surgió de pronto frente a ellos en la carretera. La lluvia impidió a Wiggins verlo a tiempo. Cuando lo vio ya era demasiado tarde.

– ¡Oh, Dios!

– Wiggins se encuentra muy grave. Los médicos no tienen muchas esperanzas de que sobreviva.

– ¿Y Margaret, maldita sea?


Los Lauterbach no lloraban en los funerales; el dolor se manifestaba en privado. Las exequias se celebraron en la iglesia episcopaliana de St. James, el mismo templo donde Peter y Margaret se habían casado cuatro años antes. El presidente Roosevelt envió una nota de condolencia y expresó cuánto lamentaba no poder asistir a las honras fúnebres. Sí asistió la mayoría de la alta sociedad de Nueva York. Así como prácticamente todo el mundo financiero, a pesar del desconcierto que imperaba en los mercados bursátiles. Alemania había invadido Polonia y el mundo esperaba la segunda y definitiva parte de la operación.

Billy permaneció junto a Peter durante el servicio religioso. Llevaba pantalones cortos, blazer y corbata. Cuando la familia desfilaba fuera de la iglesia, alzó la mano y dio un tirón a la falda del vestido negro de su tía Jane.

– ¿Mamá no volverá más a casa?

– No, Billy…, no volverá. Nos ha dejado,

Edith Blakemore oyó la pregunta del niño y estalló en lágrimas.

– ¡Qué tragedia! -sollozó-. ¡Qué tragedia más inútil!

Enterraron a Margaret bajo un cielo luminoso en el terreno funerario de la familia en Long Island. Mientras el reverendo Pugh pronunciaba las últimas palabras, un murmullo se elevó y circuló entre los asistentes que se encontraban junto a la tumba, un rumor que se apagó en seguida.

Al concluir el entierro, Pete regresó hacia su limusina, acompañado de su mejor amigo, Shepherd Ramsey. Shepherd era la persona que presentó Peter a Margaret. Incluso ataviado con su traje oscuro de luto parecía que acababa de abandonar la cubierta de su velero.

– ¿De qué se pusieron todos a hablar? -preguntó Peter-. Fue un detalle condenadamente grosero.

– Alguien que llegó tarde había escuchado un boletín de noticias por la radio de su automóvil -explicó Shepherd-. Francia y Gran Bretaña acaban de declarar la guerra a Alemania.

3

Londres, mayo de 1940


El profesor Alfred Vicary desapareció del University College, sin explicación alguna, el tercer viernes de mayo de 1940. Una secretaria llamada Lillian Walford fue el último miembro del personal que vio a Vicary antes de su repentina marcha. La mujer cometió una indiscreción inaudita al revelar a los demás profesores que la última llamada telefónica que recibió Vicary fue del nuevo primer ministro. La verdad es que Lillian Walford había hablado personalmente con el señor Churchill.

– Ha ocurrido lo mismo con Masterman y Cheney en Oxford -dijo Tom Perrington, un egiptólogo, al tiempo que examinaba el registro de comunicaciones telefónicas-. Llamadas misteriosas, hombres con traje oscuro. Sospecho que nuestro apreciado amigo Alfred se ha deslizado detrás del tupido velo. -Luego añadió sotto voce-: En la Acrópolis secreta.

La sonrisa lánguida de Perrington hizo muy poco por disimular su decepción, según comentaría posteriormente la señorita Walford. Mala cosa que Gran Bretaña no estuviese en guerra con los antiguos egipcios, en cuyo caso tal vez Perrington hubiera recibido también una llamada.


Vicary pasó las últimas horas en su desordenadamente abarrotado despacho con vistas a la plaza Gordon, inmerso en la tarea de dar los toques definitivos a un artículo para The Sunday Times. La crisis actual pudo haberse evitado, sugería en él, si Gran Bretaña y Francia se hubiesen decidido a atacar a Alemania en 1939, cuando Hitler aún estaba preocupado por Polonia. Sabía que, dado el clima reinante, iba a recibir críticas contundentes. Una publicación de extrema derecha, pro nazi, había denunciado su ultimo trabajo, calificándolo de «belicismo churchilliano». Vicary esperaba en secreto que su nuevo artículo tuviera una acogida similar.

Era un magnífico día de finales de primavera, radiantemente soleado pero arteramente fresco. Consumado aunque remiso ajedrecista, Vicary sabía apreciar el engaño, la treta. Se levantó, se puso una chaqueta de punto y reanudó la tarea.

El buen tiempo pintaba un cuadro falso. Gran Bretaña era una nación bajo asedio: indefensa, asustada, tambaleante en medio una profunda confusión. Se estaban trazando planes para evacuar a la familia real al Canadá. El gobierno pedía que el otro tesoro nacional, sus hijos, se enviara al campo, donde las criaturas estarían a salvo de los bombarderos de la Luftwaffe.

Mediante el empleo de una hábil propaganda, el gobierno había conseguido que el público en general tuviese plena y aguda conciencia de la amenaza que representaban los espías y quintacolumnistas. Ahora se cosechaban las consecuencias. La policía quedaba sepultada bajo la abrumadora lluvia de informes sobre extranjeros, gente de aspecto extraño o caballeros con aire de alemanes. Los ciudadano aguzaban el oído para escuchar las conversaciones en las tabernas, oían lo que deseaban oír y luego iban a contárselo a las autoridades. Informaban de señales de humo, luces parpadeantes en la costa y espías lanzados en paracaídas. Se extendió por el país el rumor de que agentes alemanes actuaron disfrazados de monjas durante la invasión de los Países Bajos y, de pronto, las monjas se convirtieron en sospechosas. La mayoría de ellas abandonaban las paredes de sus conventos sólo cuando era absolutamente necesario.

Un millón de hombres demasiado jóvenes, demasiado viejos o demasiado débiles para ingresar en las fuerzas armadas se precipitaron a unirse a las milicias locales de la Home Guard. La Home Guard no disponía de fusiles para todos, de forma que los voluntarios tuvieron que armarse con lo que pudieron: escopetas, espadas, palos de escoba, cachiporras medievales, cuchillos de gurkja e incluso palos de golf. A los que no consiguieron encontrar armas más o menos aprovechables se les indicó que llevasen encima una provisión de pimienta y se les aleccionó para que la arrojasen a los ojos de los soldados alemanes que sorprendieran merodeando por sus lares.

Renombrado historiador, Vicary observó con una mezcla de inmenso orgullo y sosegada depresión los nerviosos preparativos para la acción bélica que realizaba su país. A lo largo de los años treinta, en los artículos que publicaba periódicamente en la prensa, así como en las conferencias que pronunció, había advertido profusamente que Hitler representaba una seria amenaza para Inglaterra y para el resto del mundo. Pero, exhausta tras el último conflicto bélico con los germanos, malditas las ganas que tenía Gran Bretaña de prestar oídos a la posibilidad de otra guerra. Ahora, el ejército alemán atravesaba Francia como el que da un paseo motorizado de fin de semana. Adolf Hitler no tardaría de erguirse en la cima de un imperio que se extendería desde el Círculo Polar Ártico hasta el Mediterráneo. Y Gran Bretaña, escasamente armada y peor preparada, sería la única dispuesta a plantarle cara.

Vicary acabó el artículo, soltó el lápiz y leyó de punta a cabo todo lo escrito. Fuera, el sol poniente derramaba sobre Londres un mar de color naranja. El aroma de los narcisos y azafranes de primavera reventaba en los jardines de la plaza Gordon y ascendía hasta la ventana de Vicary. La tarde había refrescado y era harto probable que las flores le provocaran estornudos. Sin embargo, la brisa era una maravillosa caricia sobre su rostro que hasta incluso lograba que el té tuviera mejor sabor. Dejó abierta la ventana y disfrutó de aquel ambiente.

La guerra estaba consiguiendo que cambiase su forma de pensary de actuar. Hacía que contemplase con más afecto a sus compatriotas, a los que solía ver con algo muy cercano a la desesperanza. Le maravillaba que bromeasen mientras se dirigían al refugio que les brindaba el metro y el modo en que cantaban en las tabernas para disimular el miedo. Vicary tardó algún tiempo en reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: patriotismo. Durante suvida de estudio había llegado a la conclusión de que era la fuerza más destructiva del planeta. Pero ahora sentía el rebullir del patriotismo en su pecho y no se avergonzaba. Nosotros somos buenos y ellos son malos. Nuestro nacionalismo tiene justificación.

Vicary decidió que deseaba contribuir. Quería hacer algo, en vez de contemplar el mundo a través de su bien protegida ventana.

A las seis, Lillian Walford entró sin llamar. Era alta, con piernas de lanzadora de peso y gafas redondas que parecían ampliar su resuelta mirada. Empezó a ordenar papeles y a cerrar libros con la silenciosa eficiencia de una enfermera de noche.

Oficialmente, la señorita Walford estaba asignada a todos los profesores del departamento. Pero ella creía que Dios, en su infinita sabiduría, confiaba a cada uno de nosotros un alma de la que cuidar. Y si existía una pobre alma que necesitaba que la cuidarán, esa era el profesor Vicary. Durante diez años la señorita Walford había supervisado con precisión castrense todos los detalles de la en absoluto complicada existencia del profesor Vicary. Se había asegurado de que hubiese provisiones de comida en su domicilio de Draycott Place, de Chelsea, de que se le entregasen las camisas a tiempo y de que éstas tuvieran la exacta cantidad de almidón: no demasiado, para evitar que se irritase la delicada piel de su cuello. Le revisó las facturas y repasó con regularidad el estado de su mal administrada cuenta bancaria. Se encargó de contratar todas las temporadas a las nuevas doncellas, ya que los arrebatos de mal genio de Vicary impulsaban a las antiguas a despedirse. A pesar de la estrechez de su relación laboral, nunca se tutearon, nunca emplearon el nombre de pila al dirigirse el uno al otro. Ella era la señorita Walford y él era el profesor Vicary. Ella prefería que la denominasen asistente personal e, inusitadamente, Vicary se lo permitió.

La señorita Walford pasó junto a Vicary y cerró la ventana, no sin dirigirle una mirada ceñuda.

– Si no tiene inconveniente, profesor Vicary, me marcharé a casa ya.

– Claro, señorita Walford.

Alzó la mirada hacia ella. Era un hombre bajito y quisquilloso, un ratón de biblioteca, calvo a excepción de unas cuantas hebras de pelo gris, tan escasas como incontrolables. Las gafas de media luna que durante largos años sufrieron las lecturas de su dueño descansaban sobre la punta de la nariz. Los cristales lucían las marcas borrosas de huellas digitales, resultado de la costumbre del profesor Vicary de quitárselas y volvérselas a poner siempre que estaba nervioso. Llevaba una chaqueta de tweed bastante maltratada por las inclemencias del tiempo y una corbata cuidadosamente elegida y manchada de té. Su forma de andar era un número humorístico muy celebrado en la universidad; sin que él lo supiera, algunos estudiantes se habían especializado en imitarlo. Una rodilla destrozada en el curso de la última guerra le había dejado rígida la articulación y, como consecuencia, una cojera mecánica… Era un soldado de juguete cuya maquinaria ya no funcionaba como debiera, pensaba la señorita Walford. Tenía tendencia a agachar la cabeza para mirar por encima de las gafas de leer y parecía estar siempre corriendo hacia un punto al que prefería no llegar.

– El señor Ashworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero -informó la señorita Walford, a la vez que fruncía el ceño al ver el montón de papeles desordenados que cubría la mesa, como si el profesor Vicary fuese un niño revoltoso-. Dijo que es posible que sea el último cordero que pueda conseguir en mucho tiempo.

– Eso debo creer -repuso Vicary-. En el menú del Connaught hace semanas que no aparece la carne.

– Esto ya empieza a resultar un poco absurdo, ¿no le parece, profesor Vicary? El gobierno ha decretado hoy que se pinten de color gris camuflaje los techos de todos los autobuses de Londres -dijo la señorita Walford-. Creen que a la Luftwaffe le será así más difícil bombardearlos.

– Los alemanes son implacables, señorita Walford, pero ni siquiera ellos perderán el tiempo tratando de alcanzar con sus bombas a los autobuses de pasajeros.

– También ha ordenado el gobierno que nos abstengamos de disparar a las palomas mensajeras. Por favor, ¿podría explicarme cómo se supone que puedo distinguir una paloma mensajera de una paloma sin más?

– Lo que no puedo decirle es la cantidad de veces que he sentido la tentación de disparar a las palomas -respondió Vicary.

– Por cierto, me he tomado la libertad de pedir un poco de salsa de menta -explicó la señorita Walford-. Sé muy bien que comer chuletas de cordero sin salsa de menta puede estropearle la semana.

– Gracias, señorita Walford.

– Ha llamado su editor para decir que ya están listas, para que las corrija usted, las pruebas de su último libro.

– Y sólo con cuatro semanas de retraso. Toda una plusmarca para Cagley. Recuérdeme que debo buscar un nuevo editor, señorita Walford.

– Sí, profesor Vicary. Ha llamado también la señorita Simpson y ha dicho que le es imposible de todo punto cenar con usted esta noche. Su madre se ha puesto enferma. Me ha encargado que le diga que no se trata de nada grave.

– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary. Había soñado con aquella cita con Alice Simpson. Era la relación más seria que tenía con una mujer en mucho tiempo.

– ¿Nada más?

– Sí… Telefoneó el primer ministro.

– ¿Cómo? ¿Por qué diablos no me avisó?

– Usted dejó estrictas instrucciones de que no se le molestase. Cuando se lo expresé al señor Churchill se mostró comprensivo deveras. Asegura que a él nada le incomoda tanto como que le interrumpan cuando está escribiendo.

Vicary arrugó el ceño.

– A partir de ahora, señorita Waldorf, cuenta usted con mi expreso permiso para interrumpirme cuando telefonee el señor Churchill.

– Sí, profesor Vicary -replicó la señorita Waldord, impertérrita en su convencimiento de que había actuado apropiadamente.

– ¿Qué dijo el primer ministro?

– Se le espera a usted mañana en Chartwell para almorzar.


Vicary variaba el itinerario de sus paseos de vuelta a casa, de acuerdo con el talante en que se encontraba. A veces prefería avanzar a codazos por una ajetreada calle comercial o a través de los ronroneantes gentíos del Soho. En otras ocasiones abandonaba las principales y concurridas arterias y vagaba por las tranquilas calles residenciales, donde de vez en cuando hacía un breve alto para contemplar algún espléndido ejemplo de arquitectura georgiana aflojaba el paso para escuchar unos acordes musicales, un estallido de risas o el tintineo de unas copas que se servían en alguna feliz fiesta de cóctel.

Aquella noche avanzó como flotando por una tranquila calle mientras agonizaba el crepúsculo.

Antes de la guerra había pasado la mayor parte de las noche investigando en la biblioteca, yendo como un fantasma de un rimero de libros a otro hasta la madrugada. Algunas noches se quedaba dormido. La señorita Walford tenía dadas instrucciones precisas a los bedeles nocturnos: cuando lo encontrasen así, debían despertarlo, ponerle su impermeable y enviarlo a casa.

La orden de apagar todas las luces había cambiado esa norma. Cada noche, la ciudad quedaba sumida en una absoluta oscuridad. Los vecinos de Londres se desorientaban al circular por calles que habían recorrido durante años y años. Para Vicary, que padecía ceguera nocturna, el oscurecimiento convirtió en prácticamente imposible el regreso a casa. Imaginaba que aquello debía de ser como dos milenios antes, cuando Londres no era más que un puñado chozas levantadas a lo largo de las cenagosas orillas del río Támesis. El tiempo se había diluido, los siglos se retiraron, el innegable progreso del hombre tuvo que hacer un alto obligado por la amenaza de los bombarderos de Goering. Todas las tardes Vicary salía huyendo de la universidad y corría a casa antes de quedarse varado en la oscura zona de las calles de Chelsea. Una vez a salvo en su domicilio, se tomaba los dos vasos de borgoña estatuidos y se comía el plato de chuletas y guisantes que le había dejado su doncella en el horno. De no tener preparadas sus comidas, se hubiera muerto de hambre, porque aún seguía bregando inútilmente con las complejidades de la moderna cocina inglesa.

Después de la cena, un poco de música, una obra radiofónica o incluso una novela de detectives, obsesión particular que no compartía con nadie. A Vicary le gustaban los misterios; le encantaban los enigmas. Disfrutaba utilizando su capacidad razonadora y deductiva para resolver los casos mucho antes de que el autor lo hiciera para por él. También le gustaba estudiar los personajes de los relatos de misterio y a menudo encontraba paralelismos relacionados con propia tarea: por qué las buenas personas cometían actos infames. El sueño era una cuestión progresiva. Empezaba en su silla preferida, con la lámpara de lectura aún encendida. Luego Vicary se trasladaba al sofá. Después, por regla general durante las horas en que ya se anunciaba el alba, subía las escaleras rumbo al dormitorio. A veces, la concentración que requería desnudarse le despabilaba demasiado como para que el sueño volviera luego a presentarse, así que permanecía despierto en la cama, sin hacer otra cosa que pensar y esperar las claridades grisáceas del amanecer y el cotorreo burlón de la vieja urraca que acudía todas las mañanas a chapotear en la pila para pájaros del jardín.

Dudaba mucho de que aquella noche le fuera posible pegar ojo; iba a serle difícil después de la convocatoria de Churchill.

No era extraño que Churchill le llamase al despacho; se trataba justamente del momento oportuno.

Vicary y Churchill eran amigos desde el otoño de 1935, cuando Vicary asistió a una conferencia que pronunciaba Churchill en Londres. Confinado en el páramo del último banco, Churchill era una de las pocas voces que se alzaban en Gran Bretaña para advertir de la amenaza que representaban los nazis. Aquella noche anunció que Alemania se estaba rearmando a ritmo febril, que Hitler pretendía lanzarse a la lucha en cuanto se considerase en condiciones de hacerlo. Inglaterra debía rearmarse, argumentó, o afrontar la esclavitud a que la someterían los nazis. El auditorio pensaba que Churchill había perdido la razón y le interrumpieron y acosaron implacablemente. Churchill tuvo que guardarse sus comentarios y regresar a Chartwell, mortificado.

Vicary contempló el espectáculo de aquella noche, de pie en el fondo de la sala de conferencias. También él había estado observando atentamente a Alemania desde la subida de Hitler al poder. De un modo discreto no había dejado de vaticinar a sus colegas que Inglaterra y Alemania no tardarían en estar en guerra, tal vez al final del decenio. Nadie le hizo caso. Muchos opinaban que Hitler era una estupenda contrapartida que equilibraba el poder de la Unión Soviética y al que por tanto había que apoyar. Vicary pensaba que eso era una enorme tontería. Como el resto del país, consideraba que Churchill resultaba un tanto aventurero, excesivamente belicoso. Pero en lo concerniente a los nazis, Vicary creía que Churchill daba justo en el clavo.

Cuando llegó a casa, Vicary se sentó a su escritorio y escribió la siguiente nota de una sola frase: «He asistido a la conferencia que ha dado usted en Londres y estoy de acuerdo con todas y cada una de las palabras que ha pronunciado». Al cabo de cinco días llegaba al domicilio de Vicary la respuesta de Churchill: «Dios mío, no estoy sólo después de todo. ¡El gran Vicary está a mi lado! Tenga la bondad de hacerme el honor de venir a Chartwell a almorzar conmigo el próximo domingo».

Aquel primer encuentro fue un éxito. Vicary se vio atraído de inmediato al interior del círculo de académicos, periodistas, funcionarios civiles y oficiales militares que durante el resto de la década proporcionarían a Churchill consejo e información sobre Alemania. Churchill obligaba a Vicary a escuchar mientras recorría de un lado a otro el antiguo suelo entarimado de su biblioteca y explayaba sus teorías acerca de las intenciones alemanas. En ocasiones, Vicary se mostraba en desacuerdo y obligaba a Churchill a clarificar sus posiciones. A veces, Churchill perdía los nervios y se negaba a rectificar. No obstante, Vicary se mantenía en sus trece. Así fue cimentándose su amistad.

Ahora, mientras caminaba a través de la creciente penumbra del anochecer, Vicary iba pensando en la convocatoria de Churchill para que acudiese a Chartwell. Desde luego, no iba a tratarse de una simple charla amistosa.

Vicary torció por una calle flanqueada por blancas terrazas georgianas que los postreros minutos del ocaso pintaban de rosa. Caminaba despacio, como si se hubiera perdido, aferrando con una mano la pesada cartera, mientras la otra se hundía en el bolsillo del impermeable. Una mujer atractiva, aproximadamente de su edad, salió de un portal. La seguía un hombre bien parecido, con expresión de aburrimiento en la cara. Incluso a aquella distancia, incluso a pesar de su vista deficiente, Vicary observó que se trataba de Helen. La hubiera reconocido en cualquier sitio: el porte erguido, el largo cuello, los andares desdeñosos, como si estuviera a punto de tropezar con algo desagradable. Vicary la vio subir a la parte posterior de un automóvil con chófer. El coche se apartó del bordillo de la acera y rodó en dirección a Vicary. «¡Apártate, maldito idiota! ¡No la mires!» Pero fue incapaz de atender su propia advertencia. Al pasar el vehículo por su lado, volvió la cabeza y echó una mirada al asiento trasero. Ella le vio, sólo durante unos segundos, pero fue el tiempo suficiente: Violenta, desvió rápidamente la vista. A través del cristal de la ventanilla posterior, Vicary observó que la mujer apartaba la mirada y dirigía un cuchicheo a su esposo, el cual echó la cabeza hacia atrás a la vez que soltaba una carcajada.

«¡Imbécil! ¡Maldito imbécil atontado!»

Vicary reanudó la marcha. Levantó la cabeza y vio al coche desaparecer al doblar una esquina. Le hubiera gustado saber a dónde se dirigían; a otra fiesta, al teatro tal vez. «¿Por qué no puedes quitártela de la cabeza? Han pasado veinticinco años, por el amor de Dios. -Y luego pensó también-: ¿Y por qué tu corazón acelera sus latidos como ocurrió la primera vez que viste su cara?»

Apretó el paso cuanto pudo, hasta que el cansancio le dominó y se quedó sin aliento. En su cerebro no podía entrar ningún pensamiento, nada que no fuese ella. Llegó a un patio de recreo y se detuvo ante la verja de hierro forjado, desde donde contempló a través de los barrotes a los niños que jugaban allí. Iban demasiado abrigadospara el mes de mayo y corrían y saltaban por el patio como pequeños pingüinos regordetes. Cualquier espía alemán que anduviese al acecho se daría cuenta seguramente de que la mayor parte de los londinenses habían hecho oídos sordos al aviso del gobierno y conservaban a sus hijos con ellos en la ciudad. Aunque en circunstancias normales los niños le eran indiferentes por completo, Vicary continuó de pie ante la verja y escuchó fascinado los gritos de aquellos pequeños, mientras pensaba que no había nada tan reconfortante como las voces de los chiquillos disfrutando de sus juegos.


El automóvil de Churchill le estaba esperando en la estación. Rodó velozmente, con la capota sin desplegar, a través de la verde y ondulante campiña del sureste de Inglaterra. El día era fresco y ventoso, y todo parecía encontrarse en plena floración. Sentado en la parte de atrás, Vicary mantenía cerradas sobre el cuello, con una mano, las solapas del abrigo, y con la otra apretaba el sombrero contra la cabeza. El viento sacudía el interior del coche descubierto como un vendaval que se precipitase por encima de la proa de un buque. Vicary debatió consigo mismo la conveniencia de decirle al conductor que se detuviera para levantar la capota. Comenzó el inevitable acceso de estornudos, al principio como el simple fuego esporádico de un francotirador, para ir aumentando después en intensidad y convertirse en una continua descarga graneada. A Vicary le era imposible decidir qué mano debía destinar a cubrirse la boca. Giraba repetidamente la cabeza para estornudar, a fin de que el viento se llevase las nubecillas de humedad y gérmenes.

Por el espejo retrovisor, el chófer observó las rotaciones de Vicary y se alarmó.

– ¿Quiere que frene, profesor Vicary? -preguntó, a la vez que levantaba el pie del acelerador.

El ataque de estornudos amainó y Vicary pudo entonces disfrutar del viaje. Lo cierto era que el paisaje rural le tenía sin cuidado. Él era londinense. Le gustaban las multitudes, el ruido y el tráfico, y tendía a sentirse desorientado en los espacios abiertos. También aborrecía la quietud de las noches. Sumido en ella su mente deambulaba a la deriva y no tardaba en tener la convicción de que la oscuridad hervía de vigilantes al acecho. Pero ahora se arrellanó en el asiento del automóvil y se maravilló ante la belleza natural de la campiña de Inglaterra.

El automóvil entró en el paseo de acceso a Chartwell. Al apearse Vicary, su pulso avivó el ritmo. Cuando se acercaba a la puerta, ésta se abrió y un asistente de Churchill, Inches, apareció en el umbral para darle la bienvenida.

– Buenos días, profesor Vicary. El primer ministro espera su llegada con gran impaciencia.

Vicary le entregó el abrigo y el sombrero y entró en la casa. En el salón, alrededor de una docena de hombres y un par de muchachas estaban entregados al trabajo, algunos de uniforme, otros, como Vicary, de paisano. Hablaban en tono apagado, de confesionario, como si las noticias fuesen malas. Repiqueteó un teléfono, y, luego otro. Descolgaron ambos aparatos tras el primer timbrazo,

– Confío en que haya tenido un viaje agradable -dijo Inches.

– Magnífico -mintió Vicary cortésmente.

– Como de costumbre, el señor Churchill está retrasado esta mañana -dijo Inches. Luego añadió confidencialmente-. Establece una agenda de trabajo inaccesible, y todos nosotros nos pasamos el resto del día tratando de cumplirla, de ponernos al corriente.

– Lo comprendo, Inches. ¿Dónde quiere que espere?

– La verdad es que el primer ministro desea verle cuanto antes esta mañana. Me encargó que le llevase arriba, inmediatamente, nada más llegara usted.

– ¿Arriba?

Inches llamó suavemente con los nudillos y abrió la puerta del cuarto de baño. Churchill estaba dentro de la bañera, con el puro en una mano y su segundo vaso de whisky de la jornada descansando en una mesita situada lo bastante cerca como para poder cogerlo sin dificultad. Inches anunció a Vicary y se retiró.

– Vicary, mi querido compañero -saludó Churchill. Puso la boca al nivel del agua, sopló y produjo unas burbujas-. Es estupendo que haya venido.

A Vicary le pareció opresiva la temperatura del cuarto de baño. También le costaba trabajo contener la risa ante el espectáculo de aquel enorme hombretón de piel rosada chapoteando en la bañera como un mozalbete. Se quitó la chaqueta de tweed y, a regañadientes, se sentó en la taza del inodoro.

– Deseaba intercambiar unas palabras con usted en privado; ese es el motivo por el que le invité a venir a mi guarida. -Churchill se pellizcó los labios-. Vicary, he de confesar de entrada que estoy enfadado con usted.

Vicary se puso rígido.

Churchill abrió la boca para proseguir, pero se contuvo. En su semblante surgió una expresión de perplejidad, de frustración.

– ¡Inches! -bramó Churchill.

Inches entró.

– ¿Sí, señor Churchill?

– Inches, creo que la temperatura del agua de mi baño ha descendido por debajo de los cuarenta grados centígrados. ¿Le importaría echar un vistazo al termómetro y comprobarlo?

Inches se arremangó y sacó el termómetro del interior de la bañera. Lo examinó como un arqueólogo estudiaría un antiguo fragmento de hueso.

– ¡Ah, está usted en lo cierto, señor! La temperatura de su baño ha descendido a los treinta y nueve grados centígrados. ¿Debo aumentar la temperatura, señor?

– Naturalmente.

Inches abrió el grifo del agua caliente y lo dejó que corriera unos instantes. Churchill sonrió al alcanzar el agua de su baño la temperatura adecuada.

– Eso está mucho mejor, Inches.

Churchill se dio media vuelta para ponerse de costado. El agua rebasó el borde de la bañera y la cascada líquida empapó la pernera de los pantalones de Vicary.

– ¿Decía usted, primer ministro…?

– Ah, sí. Decía, Vicary, que estoy enfadado con usted. Nunca me contó que en sus días juveniles era realmente bueno en el juego del ajedrez. Derrotaba a todos los rivales que se le presentaban en Cambridge, según me han dicho.

Absolutamente confundido, Vicary repuso:

– Le ruego que me disculpe, primer ministro, pero el tema del ajedrez nunca salió a relucir en el curso de nuestras conversaciones.

– Brillante, implacable, audaz, así me han descrito su juego. -Churchill hizo una pausa-. También sirvió en el Cuerpo de Información durante la Primera Guerra Mundial.

– Sólo estuve en la Unidad Motociclista. Fui simple correo, nada más.

Churchill apartó su mirada de Vicary y contempló el techo.

– En el año mil doscientos cincuenta antes de Jesucristo, el Señor dijo a Moisés que enviase agentes a espiar en la tierra de Canaán. El Señor fue lo bastante bondadoso como para dignarse dar a Moisés algunos consejos acerca del modo de reclutar esos espías. Sólo los hombres mejores y más inteligentes son capaces de realizar tarea tan importante, dijo el Señor, y Moisés tomó sus palabras al pie de la letra.

– Eso es verdad, primer ministro -confirmó Vicary-. Pero también es cierto que el servicio de información de los espías reunidos por Moisés se infrautilizó. Como consecuencia, los Israelitas se pasaron otros cuarenta años vagando por el desierto. Churchill sonrió.

– Debería haber aprendido hace mucho tiempo que nunca tengo que discutir con usted, Alfred. Posee un cerebro agilísimo. Es algo que siempre he admirado.

– ¿Qué es lo que quiere que haga?

– Quiero que acepte un trabajo en la Inteligencia Militar.

– Pero, primer ministro, en verdad no estoy capacitado para esa clase de…

– Ahí nadie sabe lo que hace -le interrumpió Churchill en seco-. En especial los oficiales profesionales.

– ¿Pero qué va a pasar entonces con mis alumnos? ¿Y con mi investigación?

– Sus estudiantes no tardarán en estar en filas, luchando por su vida. En cuanto a su investigación, puede esperar -Churchill hizo una pausa-. ¿Conoce a John Masterman y a Christopher Cheney, de Oxford?

– No me diga que también los ha reclutado.

– Desde luego…, y no espere encontrar en ninguna universidad un matemático que profesionalmente merezca la pena -dijo Churchill-. Hemos arramblado con todos y los hemos remitido a Bletchley Park.

– ¿Y qué rayos están haciendo allí?

– Intentando descifrar las claves alemanas.

Vicary manifestó brevemente su pensamiento.

– Supongo que voy a aceptar.

– Estupendo. -Churchill estampó un puñetazo en la parte lateral de la bañera-. Lo primero que va a hacer el lunes será presentarse al general de brigada sir Basil Boothby. Está al mando de la división a la que se le asignará usted. Es también la personificación del perfecto asno inglés. Frustraría mis intenciones si pudiera, pero es demasiado estúpido para tal cosa. Ese hombre asaría la manteca.

– Parece encantador.

– Sabe que usted y yo somos amigos y, por lo tanto, le pondrá pegas. No se deje intimidar por él. ¿Entendido?

– Sí, primer ministro.

– Necesito dentro de ese departamento a alguien en quien pueda confiar. Es hora de poner de nuevo inteligencia en la Inteligencia Militar. Además, le sentará bien, Alfred. Es hora de que salga de su polvorienta biblioteca y entre en la vida.

La súbita confianza con que le trataba Churchill pilló a Vicary desprevenido. Pensó en la noche anterior, en su paseo de vuelta a casa, en el coche en el que iba Helen y que él se quedó mirando desde que pasara por su lado.

– Sí, primer ministro, creo que ya es hora de eso. ¿Qué es lo que tendré que hacer en la Inteligencia Militar?

Pero Churchill ya se había sumergido bajo el nivel del agua de la bañera.

4

Rastenberg (Alemania), enero de 1944


El contraalmirante Wilhelm Franz Canaris era un hombre pequeño y nervioso que hablaba con un leve ceceo y poseía un ingenio sarcástico que sólo se decidía a manifestar en contadas ocasiones. Con su pelo blanco y sus penetrantes ojos azules, en aquél momento iba sentado en el asiento posterior del Mercedes del Estado Mayor que recorría vibrante los quince kilómetros que separaban el campo de aviación de Rastenberg del búnker secreto de Hitler. Habitualmente, Canaris evitaba los uniformes y los símbolos marciales de todas clases, ya que prefería los trajes oscuros de calle. Pero dado que iba a reunirse con Adolf Hitler y los militares de más alta graduación de Alemania, para aquella ocasión se habíapuesto su uniforme de la Kriegsmarine debajo del sobretodo reglamentario.

Conocido como el Viejo Zorro, tanto por sus amigos como por sus detractores, la displicente y distante personalidad de Canaris encajaba a la perfección en el inexorable mundo del espionaje. Se preocupaba más de sus dos perros salchicha, dormidos a sus pies en aquel momento, que de cualquier persona, con excepción de su esposa, Erika, y de sus dos hijas. Cuando sus tareas le obligaban a viajar y pasar la noche fuera de casa, alquilaba habitaciones separadas, con camas dobles, para que sus perros pudieran dormir cómodos. En las ocasiones en que no tenía más remedio que dejarlos en Berlín, Canaris se ponía en contacto constantemente con sus ayudantes para comprobar si los animales habían comido y hecho sus necesidades fisiológicas como era debido. Los miembros del personal de la Abwehr que osaban hablar mal de los perros se exponían a que la amenaza de ver destruida su carrera se hiciese realidad, en el caso de que su traición llegase a oídos de Canaris.

Criado en una villa amurallada de Alperbech, suburbio de Dortmund, hijo de un magnate y descendiente de italianos emigrados a Alemania en el siglo XVI, Wilhelm Canaris era miembro de la elite alemana que tanto detestaba Adolf Hitler. Hablaba los idiomas de sus amigos teutones, así como los de sus enemigos -italiano, español, inglés, francés y ruso- y presidía con regularidad los recitales de música de cámara que se daban en el salón de su señorial domicilio de Berlín. En 1933 desempeñaba el cargo de comandante del depósito naval de Swinemünde, en el mar Báltico, cuando inopinadamente Hitler le eligió como director de la Abwehr, el servicio de información y contraespionaje. Hitler ordenó a su nuevo jefe de espías que crease un servicio secreto según el modelo británico, «orden y cumplimiento apasionado de la tarea», y Canaris se hizo cargo formalmente del control de la agencia de espionaje el día de Año Nuevo de 1934, fecha en que precisamente cumplía cuarenta y siete años.

La decisión resultaría una de las peores de cuantas tomó Hitler. Desde el momento en que asumió el mando de la Abwehr, Wilhelm Canaris se embarcó en la ejecución de un extraordinario número de equilibrismo en la cuerda floja: proporcionar al Estado Mayor General alemán la información que necesitaba para conquistar Europa y al mismo tiempo utilizar el servicio como instrumento para librar a Alemania de Hitler. Era uno de los jefes del movimiento de la resistencia al que la Gestapo había apodado Orquesta Negra, Schwarze Kapelle. Formado por un grupo de oficiales militares, funcionarios del gobierno y líderes cívicos, estrechamente unidos, la Orquesta Negra había intentado sin éxito derrocar al Führer y negociar un acuerdo de paz con los aliados.

Canaris se había comprometido también en otras actividades de alta traición. En 1939, tras enterarse de los planes de Hitler para invadir Polonia, avisó a los británicos en un infructuoso intento de espolearles para que entrasen en acción. Hizo lo mismo en 1940, cuando Hitler anunció sus proyectos de invadir los Países Bajos y Francia.

Canaris volvió la cabeza, miró por la ventanilla y contempló el rápido deslizar del bosque de Görlitz, una floresta espesa, oscura y silenciosa que parecía el escenario dispuesto para un cuento de hadas de los hermanos Grimm. Perdido en la quietud de aquellos árboles cubiertos de nieve, Canaris pensaba en el más reciente intento de acabar con la vida del Führer. Dos meses antes, en noviembre, un joven capitán llamado Axel von dem Bussche se brindó voluntariamente para asesinar a Hitler durante la inspección de un nuevo abrigo de la Wehrmacht. Bussche proyectaba llevar ocultas bajo el abrigo varias granadas y luego hacerlas estallar durante la demostración, suicidándose al mismo tiempo que mataba al Führer. Pero un día antes del intento de asesinato, los bombarderos aliados destruyeron el edificio donde se almacenaban las prendas. Se canceló la demostración, que no volvió a programarse.

Canaris sabía que iban a producirse más intentonas, muchos más alemanes valerosos estaban dispuestos a sacrificar su vida para librar a Alemania de Hitler, pero también sabía que el tiempo se acababa. La invasión angloestadounidense de Europa era una realidad. Roosevelt había dejado claro que no aceptaría otra cosa que no fuese la rendición incondicional. Alemania iba a acabar destruida, tal como Canaris temió en 1933 cuando comprendió las ambiciones mesiánicas de Hitler. Se daba cuenta también de que la poca firmeza con que sostenía las riendas de la Abwehr se debilitaba aún más de un día para otro. La Gestapo había detenido y acusado de traición a varios miembros del estado mayor de Canaris en el cuartel general de la Abwehr en Berlín.

Sus enemigos intrigaban para hacerse con el control de la agencia de espionaje y poner el nudo corredizo de un lazo de cuerdas de piano alrededor de su cuello. Tenía plena conciencia de que sus días estaban contados, de que su prolongado y peligroso número en la cuerda floja casi tocaba ya a su fin.

El automóvil oficial cruzó una infinidad de puertas y controles, para desembocar finalmente en el complejo del Wolfschanze (Cubil del Lobo) de Hitler. Los perros salchicha se despertaron, gimotearon nerviosos y saltaron al regazo de Canaris. La conferencia iba a tener efecto en la gélida y mal ventilada sala de mapas del subsuelo del búnker. Canaris se apeó del automóvil y anduvo pausadamente a través del complejo de barracones. Erguido al pie de la escalera, un corpulento escolta de las SS extendió la mano para aliviar a Canaris de cualquier arma que pudiera llevar. Canaris, que evitaba las armas de fuego y aborrecía la violencia, denegó con la cabeza y siguió su camino.


– En noviembre, dicté la Directriz Número Cincuenta y uno delFührer -empezó Hitler sin más preámbulo, mientras recorría la estancia con paso enérgico, entrelazadas las manos a la espalda. Vestía guerrera gris perla, pantalones negros y resplandecientes botas altas hasta la rodilla. Prendida en el bolsillo izquierdo de la pechera lucía la Cruz de Hierro ganada en Ypres durante la Primera Guerra Mundial, cuando luchaba como soldado de infantería en el List Regiment-. La Directriz Número Cincuenta y uno señala mi creencia de que los anglosajones intentarán la invasión del noroeste de Francia no más tarde de la primavera, quizás antes. En el curso de los dos últimos meses no me he enterado de ningún nuevo detalle que me induzca a cambiar de opinión.

Sentado a la mesa de conferencias, Canaris observaba las saltarinas zancadas que iba dando Hitler de un lado a otro de la estancia. La pronunciada giba de Hitler, causada por la curvatura anómala de la columna vertebral, parecía haberse acentuado. Canaris se preguntó si por fin empezaba a notar la presión. Sin duda así era. ¿Qué fue lo que dijo Federico el Grande? «El que lo defiende todo no defiende nada.» Hitler debió haber atendido el consejo de su guía espiritual, porque Alemania se encontraba en la misma situación que durante la Gran Guerra. Había conquistado más territorio del que podía defender.

Era culpa del propio Hitler, ¡el maldito insensato! Canaris echó una mirada al mapa. En el este, las tropas alemanas combatían en un frente de dos mil kilómetros. Cualquier esperanza de victoria militar sobre los rusos quedó reducida a la nada el anterior mes de julio en Kursk, donde el Ejército Rojo desbarató la ofensiva de la Wehrmacht, diezmándola e infligiendole tremendas bajas. Ahora, el ejército germano intentaba mantener una línea establecida desde Leningrado hasta el mar Negro. Alemania defendía tres mil kilómetros de costa a lo largo del Mediterráneo. Y en el oeste -¡Dios mío!, pensó Canaris-, unos dos mil kilómetros desde los Países Bajos hasta el extremo sur del golfo de Vizcaya. La Festung Europa, la Fortaleza Europa, era algo remoto y vulnerable por todos los flancos.

Canaris miró a los hombres sentados con él alrededor de la mesa: el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, comandante en jefe de todas las fuerzas alemanas en el Oeste; el mariscal de campo Erwin Rommel, comandante del Grupo B de Ejército, en el noroeste de Francia; el Reichsführer Heinrich Himmler, jefe de las SS y jefe de la policía alemana. Media docena de los más leales e implacables colaboradores de Himmler, de pie, vigilaban ojo avizor por si se diera el caso de que alguno de los oficiales de mayor rango del Tercer Reich decidieran efectuar otra intentona contra la vida del Führer.

Hitler interrumpió sus paseos.

– La Directriz Cincuenta y una indicaba también mi creencia de que ya no podemos justificar la reducción de nuestros efectivos en el oeste para respaldar a las tropas que combaten a los bolcheviques. En el este, la inmensidad de espacio permitirá, en última instancia, ceder amplias extensiones de territorio antes de que el enemigo amenace a la patria alemana. No ocurre lo mismo en el oeste. Si la invasión anglosajona tiene éxito, las consecuencias serán desastrosas. De forma que es ahí, en el noroeste de Francia, donde se librará la batalla decisiva de la guerra.

Hitler hizo una pausa a fin de que calasen sus palabras.

– Hay que hacer frente a la invasión con toda la furia de nuestro potencial y acabar con ella en la misma línea de mar. Si ello no es posible y si los anglosajones consiguen establecer una cabeza de playa temporal, debemos estar preparados para desplegar de nuevo nuestras fuerzas, lanzar un contraataque masivo y arrojar de nuevo al mar a los invasores. -Hitler cruzó los brazos-. Para lograr ese objetivo, sin embargo, hemos de conocer el orden de batalla del enemigo. Tenemos que averiguar cuándo pretende dar el golpe. Y, lo que es más importante, dónde. ¿Herr mariscal?

Gerd von Rundstedt se puso en pie y avanzó cansinamente hacia el mapa, con la mano derecha cerrada en torno al enjoyado bastón de mariscal de campo que siempre llevaba consigo. A Rundstedt, al que se conocía como «el último caballero alemán», Adolf Hitler lo había despedido y vuelto a llamar al servicio activo más veces de las que Canaris, e incluso su propio estado mayor, podía recordar. Rundstedt detestaba el mundo fanático de los nazis y había sido el propio mariscal de campo quien bautizara a Hitler como «el pequeño cabo bohemo». La tensión de los cinco largos años de guerra empezaba a asomar en los delgados rasgos aristocráticos de su rostro: Habían desaparecido del mismo los precisos y rígidos gestos que caracterizaban a los oficiales del Estado Mayor General de los días del Imperio. Canaris no ignoraba que Rundstedt bebía más champán del que era aconsejable y que necesitaba trasegar grandes cantidades de whisky para poder dormir por la noche. Se levantaba regularmente a la nada castrense hora de las diez de la mañana y el cuadro de mandos de su cuartel general de Saint-Germain-en-Laye raramente convocaba sus reuniones antes del mediodía.

Pese a lo avanzado de sus años y al descenso de su moral, Rundstedt era aún el mejor soldado alemán, un estratega y táctico brillante, como demostró a los polacos en 1939 y a los franceses y británicos en 1940. Canaris no envidiaba la posición de Rundstedt. Sobre el papel presidía una inmensa y poderosa fuerza en el oeste: millón y medio de hombres, incluidos los trescientos cincuenta mil soldados de primera de las Waffen SS, diez divisiones panzer y dos divisiones de elite, Fallschirmjäger, de paracaidistas. Si se desplegaban rápida y correctamente, los ejércitos de Rundstedt aún serían capaces de ocasionar a los aliados una derrota abrumadora. Pero si el anciano caballero teutón se equivocaba, si desplegaba incorrectamente sus fuerzas o cometía errores tácticos una vez iniciada la batalla, los aliados establecerían su precioso punto de apoyo en el Continente y la guerra en el frente del oeste estaría perdida.

– En mi criterio, la ecuación es simple -empezó Rundstedt-. El este del Sena, en el paso de Calais, o el oeste del Sena, en Normandía. Cada uno tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

– Adelante, herr mariscal de campo.

Rundstedt continuó en tono rutinariamente monótono.

– Calais es el eje estratégico de la costa del Canal. Si el enemigo se asegura una cabeza de playa en Calais, puede volverse hacia el este y encontrarse a unos pocos días de marcha del Ruhrgebeit, nuestra zona industrial. Los estadounidenses quieren que por Navidad la guerra haya concluido. Si logran desembarcar en Calais, es posible que vean cumplido su deseo. -Rundstedt hizo una pausa para permitir que captasen la advertencia y luego reanudó su informe-. Hay otra razón que hace de Calais el punto militar lógico, es el punto más estrecho del Canal. El enemigo estará allí en condiciones de lanzar hombres y material con cuatro veces más rapidez que en Normandía o Bretaña. Recuerden que el reloj empezará a correr para el enemigo en el instante en que empiece la invasión. Tendrán que desembarcar tropas, armas y suministros a un ritmo fulminante. En la zona del paso de Calais hay tres excelentes puertos de gran calado -Rundstedt señaló cada uno de ellos golpeándolos ligeramente con la punta del bastón, trasladándola costa arriba-, Boulogne, Calais y Dunkerque. El enemigo necesita puertos. Creo que el primer objetivo de los invasores será conquistar un puerto importante y volver a abrirlo al tráfico lo antes posible, porque sin un puerto así el enemigo no podrá aprovisionar a sus tropas. Y si no puede aprovisionar a las tropas, está muerto.

– Impresionante, herr mariscal de campo -dijo Hitler-. Pero,¿por qué no Normandía?

– Normandía entraña muchos problemas para el enemigo. La distancia a través del Canal es mucho mayor. En numerosos puntos se yerguen altos acantilados entre las playas y la tierra firme. El puerto más próximo es el de Cherburgo, en el extremo de una península fuertemente defendida. Puede que les llevase varios días arrebatarnos Cherburgo. E incluso aunque lo conquistaran, el enemigo sabe que se lo dejaríamos inutilizado antes de entregarlo. Pero el argumento más lógico contra el golpe por Normandía es, según mi criterio, su situación geográfica. Está demasiado lejos hacia el oeste. Aunque el enemigo lograse desembarcar en Normandía, correría el riesgo de quedar inmovilizado y aislado estratégicamente. Tendría que luchar contra nosotros a través de toda Francia, antes de alcanzar suelo alemán.

– ¿Su opinión, herr mariscal de campo? -restalló Hitler.

– Tal vez los aliados pongan en práctica alguna jugarreta -dijo Rundstedt cautelosamente, mientras acariciaba el bastón con los dedos-. Un desembarco de diversión, quizá, como usted mismo ha sugerido, mi Führer. Pero el golpe real se produciría aquí. -Rundstedt punteó en el mapa-. En Calais.

– ¿Almirante Canaris? -preguntó Hitler-. ¿Qué clase de información posee usted en apoyo de esa teoría?

Como las exposiciones formales sobre el mapa no eran lo suyo, Canaris continuó sentado. Se llevó la mano al bolsillo de la pechera de la chaqueta, donde guardaba la cajetilla de tabaco. Los hombres de las SS se removieron nerviosos. Al tiempo que sacudía la cabeza, Canaris sacó despacio los cigarrillos y los expuso para que los vieran. Encendió uno con toda la morosidad del mundo y proyectó la bocanada de humo hacia Himmler, perfectamente sabedor de que al Reichsführer le fastidiaba el tabaco. Himmler le fulminó con la mirada, a través de la nube de humo azul, aunque se esforzó en que los ojos no trasluciesen el menor atisbo de emoción. Con todo, un lado del rostro se contrajo nerviosamente.

Canaris explicó que la Abwehr estaba reuniendo y analizando tres tipos de informes de los servicios de inteligencia relacionados con los preparativos de la invasión: fotografías aéreas de tropas enemigas en el sur de Inglaterra; comunicaciones inalámbricas del enemigo captadas por la Funkabwehr , el servicio de escucha; y datos enviados por agentes que operaban en el interior de Gran Bretaña.

– ¿Y qué le dicen esos informes, herr almirante? -el tono de Hitler fue brusco.

– Nuestra información inicial tiende a sustentar las apreciaciones del mariscal de campo: que los Aliados tratan de dar su golpe en Calais. De acuerdo con nuestros agentes se ha producido una creciente actividad enemiga en el sureste de Inglaterra, justo frente a paso de Calais, en la costa británica del Canal. Hemos escuchado transmisiones por radio relativas a una nueva fuerza llamada Primer Grupo de Ejército de los Estados Unidos. También hemos estado estudiando la actividad aérea del enemigo en el noroeste de Francia. Ha volado durante mucho más tiempo sobre Calais, en operaciones de bombardeo y reconocimiento, que sobre Normandía o Bretaña. Uno de nuestros agentes en Inglaterra posee una fuente dentro del Alto Mando aliado. Ese agente transmitió anoche un informe. Ha llegado a Londres el general Eisenhower. Norteamericanos y británicos intentan mantener en secreto su presencia, por el momento.

A Hitler pareció impresionarle el informe del agente. Canaris pensó: «Si supiera la verdad». Que en aquellas mismas fechas, a escasos meses de la batalla más importante de la guerra, era muy probable que las redes del servicio de inteligencia de la Abwehr estuvieran a punto de quedar hechas trizas. Canaris echaba a Hitler la culpa de ello. Durante los preparativos de la Operación Seelöwe -la abortada invasión de Gran Bretaña-, Canaris y su estado mayor volcaron espías sobre Inglaterra con temeraria superabundancia. Se arrojó por la ventana toda precaución a causa de la desesperada necesidad de obtener informes sobre las defensas costeras las posiciones de las tropas británicas. Los agentes se reclutaron con precipitación, se adiestraron mal y se equiparon peor. Canaris sospechaba que la mayoría de ellos fueron a caer directamente en manos del MI-5, lo que infligió un daño permanente a unas redes cuyo establecimiento había costado años de penosa labor. Eso no podía reconocerlo ahora, porque hacerlo representaría firmar su propia sentencia de muerte.

Adolf Hitler volvía a pasear por la estancia. Canaris estaba convencido de que Hitler no temía la inminente invasión. Por el contrario, le alegraba. Tenía diez millones de alemanes en armas y una industria bélica que, a pesar del implacable bombardeo de los aliados y de la escasez de mano de obra y materias primas, continuaba produciendo asombrosas cantidades de armamento y suministros. Confiaba plenamente en su capacidad para rechazar la invasión y ocasionar a los aliados una derrota catastrófica. Al igual que Rundstedt, creía que el desembarco en el paso de Calais era estratégicamente lógico y era allí donde su Atlantikwall más parecía, a sus ojos, una fortaleza inexpugnable. Efectivamente, Hitler había intentado obligar a los aliados a desencadenar la invasión por Calais al ordenar que se situaran allí las rampas de lanzamiento de sus cohetes VI y V2. Sin embargo, Hitler también estaba enterado de que británicos y estadounidenses practicaron tretas engañosas durante toda la guerra y volverían a hacerlo como preludio a la invasión de Francia.

– Invirtamos los papeles -dijo Hitler finalmente-. Sí yo fuese a invadir Francia desde Inglaterra, ¿qué haría? ¿Utilizaría la ruta más evidente, la ruta que el enemigo espera que tome? ¿Lanzaría un asalto frontal sobre el trecho de costa mejor defendido? ¿O iría por otra ruta y trataría de sorprender al enemigo? ¿Emitiría por radio mensajes falsos y enviaría falsos informes a través de agentes del espionaje? ¿Efectuaría declaraciones engañosas a la prensa? La respuesta a estas últimas preguntas es afirmativa. Debemos esperar que los británicos traten de inducirnos a error e incluso que realicen un desembarco importante de diversión. Por mucho que deseara que intentasen desembarcar en Calais, debemos estar preparados para la posibilidad de una invasión en Normandía o Bretaña. Por consiguiente, nuestros panzers han de mantenerse seguros a cierta distancia de la costa hasta que hayan quedado claras las intenciones del enemigo. Entonces concentraremos nuestros blindados en el punto de ataque principal y arrojaremos al enemigo otra vez al mar.

– Hay otra cosa que hemos de tener en cuenta y que puede apoyar su argumento -intervino el mariscal de campo Erwin Rommel.

Hitler giró sobre sus talones para encararse con él.

– Adelante, herr mariscal de campo.

Rommel señaló con un gesto el mapa que, detrás de Hitler, ocupaba la pared desde el suelo hasta el techo.

– Si me permite una exposición, mi Führer…

– Naturalmente.

Rommel rebuscó en el interior de su cartera, extrajó un par de calibradores y se acercó al mapa. En el mes de diciembre, Hitler le había ordenado asumir el mando del Grupo de Ejércitos B, establecido a lo largo de la costa del Canal. El Grupo de Ejércitos B incluía el 7.º Ejército, en la zona de Normandía, el 15.º Ejército, entre el estuario del Sena y el Zuiderzee, y el Ejército de los Países Bajos. Recuperado física y psicológicamente de las desastrosas derrotas sufridas en África del Norte, el famoso Zorro del Desierto se había lanzado al cumplimiento de su nueva misión con un increíble despliegue de energía, recorriendo a todas horas el litoral francés en su cabriolé Mercedes 230 para inspeccionar las defensas costeras y la disposición de las tropas y los carros de combate. Había prometido convertir la costa francesa en «un jardín del diablo», un paisaje de piezas de artillería, campos de minas, fortificaciones de hormigón y alambradas espinosas, del que el enemigo jamás emergería.

Sin embargo, en su fuero interno, Rommel creía que cualquier fortificación construida por el hombre podía ser rebasada por el hombre.

De pie ante el mapa, Rommel abrió los calibradores y dijo:

– Esto representa la autonomía de los cazas enemigos Spitfire y Mustang. Esta es la situación de las bases más importantes de aviones de caza establecidas en el sur de Inglaterra. -Colocó las puntas de los calibradores en cada una de las bases y trazó una serie de arcos sobre el mapa-. Como puede ver, mi Führer, tanto Normandía como Calais están situadas dentro del radio de acción de los cazas enemigos. En consecuencia, hemos de considerar ambos territorios como posibles zonas de invasión.

Hitler asintió, impresionado por la exposición de Rommel.

– Póngase durante un momento en la situación del enemigo, herr mariscal de campo. Si intentase invadir Francia partiendo de Inglaterra, ¿dónde daría el golpe?

Rommel fingió reflexionar durante unos segundos, antes de decir:

– Debo reconocer, mi Führer, que todos los indicios apuntan hacia una invasión por el paso de Calais. Pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que el enemigo nunca intentará un ataque frontal sobre nuestra más poderosa concentración de fuerzas. También estoy escarmentado por mi experiencia en África. Los británicos ya jugaron la carta del engaño antes de la batalla del Alamein y volverán a hacerlo antes de embarcarse en una invasión de Francia.

– ¿Y el Muro del Oeste, herr mariscal de campo? ¿Cómo avanzan los trabajos?

– Queda mucho por hacer, mi Führer. Pero adelantamos a buen ritmo.

– ¿Estará terminado antes de la primavera?

– Así lo creo. Pero las fortificaciones costeras por sí solas no pueden detener al enemigo. Necesitamos desplegar adecuadamente nuestros blindados. Y para ello me temo que no tenemos más remedio que saber dónde proyectan descargar el golpe. De no conocer ese dato, todo será inútil. Si el enemigo desembarca con éxito, la guerra puede estar perdida.

– Tonterías -terció Heinrich Himmler-. Bajo el mando del Führer, la victoria definitiva de Alemania es algo fuera de duda. Las playas de Francia serán una tumba para británicos y norteamericanos.

– No -dijo Hitler, al tiempo que agitaba la mano-. Rommel tiene razón. Si el enemigo establece una cabeza de playa, la guerra está perdida. Pero si desbaratamos la invasión antes incluso de que se desencadene… -Hitler inclinó la cabeza hacia atrás, fulgurantes los ojos-. Tardarían meses en organizar otro intento. El enemigo no volvería a probar suerte. Roosevelt jamás sería reelegido. ¡Hasta es posible que acabara en la cárcel! La moral británica se derrumbaría de la noche a la mañana. ¡Churchill, ese viejo gordo enfermo, acabaría destruido! Con los estadounidenses y británicos paralizados, lamiéndose las heridas, podríamos tomar hombres y material del oeste y trasladarlos al este. Stalin estaría a nuestra merced. Pediría la paz. De eso, estoy seguro.

Hitler hizo un pausa para permitir que sus palabras calasen.

– Pero si hay que detener al enemigo, hemos de conocer el emplazamiento de la invasión -dijo-. Mis generales creen que será en Calais. Yo soy escéptico. -Dio media vuelta y proyectó su llameante mirada sobre Canaris-. Herr almirante, quiero que zanje esta discusión.

– Eso tal vez no sea posible -repuso Canaris precavidamente.

– ¿No es misión de la Abwehr proporcionar inteligencia militar?

– Desde luego, mi Führer.

– Tiene espías operando dentro de Gran Bretaña, lo demuestra ese informe acerca de la llegada a Londres del general Eisenhower.

– Evidentemente, mi Führer.

– Entonces le sugiero que ponga manos a la obra, herr almirante. Quiero pruebas de las intenciones del enemigo. Quiero que me traiga el secreto de la invasión… ¡y en seguida! Permítame asegurarle que no disponemos de mucho tiempo.

Hitler palideció visiblemente y pareció súbitamente agotado.

– Ahora caballeros, al menos que tengan na mala noticia más que darme, voy a dormir unas horas. Ha sido una noche muy larga.

Todos se pusieron en pie y Hitler subió la escalera.

5

Norte de España, agosto de 1936


Él está de pie delante de las puertas, abiertas a la noche calurosa, con una botella de vino blanco fresco en la mano. Se sirve otro vaso, sin brindarse a llenar de nuevo el de ella. Tendida en la cama, la mujer fuma y escucha la voz del hombre. Y escucha también el rumor que produce el cálido viento al agitar las ramas de los árboles que crecen más allá del porche. Relámpagos de calor centellean silenciosamente sobre el valle. Su valle, como él siempre dice. «Mi jodido valle. Y si los cabrones de los republicanos intentan quitármelo, les cortaré las putas pelotas y se las echaré a los perros.»

– ¿Quién te enseñó a disparar así? -pregunta él. Habían salido a cazar por la mañana y ella cobró cuatro faisanes mientras él sólo abatió uno.

– Mi padre.

– Tiras mejor que yo.

– Ya me he dado cuenta.

El relámpago vuelve a iluminar quedamente la habitación y ella puede distinguir claramente a Emilio durante unos segundos. Emilio tiene treinta años más que ella, lo que no es óbice para que la muchacha crea que es guapo. Tiene el pelo rubio ceniza y el sol ha dado a su cara el color de una silla de cuero engrasada. La nariz es larga y aguda, como la hoja de un hacha. Estaba deseando que sus labios la besaran, pero él la anheló con excesiva premura e ímpetu la primera vez. Y Emilio siempre consigue lo que condenadamente quiere, muñeca.

– Hablas inglés muy bien -la informa, como si ella escuchase tal elogio por primera vez-. Tu acento es perfecto. Yo nunca pierdo el mío, por mucho que me esfuerce.

– Mi madre era inglesa.

– ¿Dónde está ahora?

– Murió hace mucho tiempo.

– ¿También hablas francés?

– Sí -responde ella.

– ¿Italiano?

– Sí, italiano también.

– Aunque tu español no es tan bueno.

– Es lo suficientemente bueno.


Él se está acariciando el pene con los dedos mientras habla. Le gusta su pene, como le gusta su dinero y sus tierras. Se refiere a él, al pene, como si se tratara de uno de sus más excelentes caballos. En la cama, el pene es como una tercera persona.

– Estuviste acostada con María junto al arroyo; luego, por la noche, me dejaste ir a tu cama y echarte un polvo -dice él.

– Es una forma de expresarlo -responde ella-. ¿Quieres que corte con María?

– La haces feliz -replica él, como si la felicidad fuese la base para cualquier cosa.

– Ella me hace feliz a mí.

– Nunca conocí una mujer como tú. -Él se pone un cigarrillo en la comisura de la boca y lo enciende, ahuecadas protectoramente las manos contra la brisa del atardecer-. Te follas a mi hija y me follas a mí el mismo día sin pestañear.

– No creo en los compromisos formales.

Él deja oír su risa tranquila y controlada.

– Eso es maravilloso -dice, y vuelve a reír sosegadamente-. No crees en los compromisos formales. Eso es maravilloso. Compadezco al pobre hijo de puta que cometa el error de enamorarse de ti.

– Yo también.

– ¿Tienes sentimientos?

– No, realmente no.

– ¿Quieres a alguien o algo?

– Quiero a mi padre -dice ella-. Y me encanta acostarme con María junto al arroyo.

María es la única mujer que ha conocido cuya belleza representa una amenaza para ella. Neutraliza esa amenaza saqueando la belleza de María en beneficio propio. Su melena de rizado pelo castaño. Su inmaculada piel color aceituna. Sus senos perfectos, que en la boca de ella son como peras del estío. Sus labios, la cosa más suave que ella haya tocado jamás.

– Ven a España en el verano y vive conmigo en la finca de mi familia -le dijo María una tarde de lluvia en París, donde ambas estudiaban en la Sorbona. Su padre se sentirá decepcionado, pero a ella no le seduce en absoluto la idea de pasar el verano en Alemania contemplando los desfiles de los jodidos nazis por las calles. Lo que ignoraba era que, en cambio, iba derecha a darse de manos a boca con una guerra civil.

Pero la guerra no penetra en el insolente enclave paradisíaco de Emilio, en las estribaciones de los Pirineos. Es el verano más fantástico de su vida. Por la mañana, los tres van de caza o hacen correr los perros y, por la tarde, María y ella cabalgan hasta el arroyo, nadan en las frías aguas de las balsas profundas y toman el sol tendidas sobre las rocas. Lo que más le gusta a María es estar al aire libre con ella. Adora la sensación del sol acariciándole los pechos mientras tiene a Anna entre las piernas.

– Mi padre también te desea, ya lo sabes -anuncia María una tarde, mientras están tendidas a la sombra de un eucalipto-. Puedes poseerlo. Pero no te enamores de él. Todo el mundo está enamorado de él.


Emilio habla de nuevo:

– Cuando vuelvas a París el mes que viene quiero que veas a alguien. ¿Me harás ese favor?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De quién sea ese alguien.

– Se pondrá en contacto contigo. En cuanto le hable de ti, se sentirá muy interesado.

– No voy a dormir con él.

– No tendrá ningún interés en acostarse contigo. Es hombre de familia. Como yo -añade, y se echa a reír de nuevo.

– ¿Cómo se llama?

– Los nombres carecen de importancia para él.

– Dime su nombre.

– No sé con certeza qué nombre puede usar estos días.

– ¿Qué hace ese amigo tuyo?

– Se dedica al tráfico de información.

Emilio vuelve a la cama. La conversación le ha excitado. Tiene la verga erecta y desea a Anna otra vez, ya mismo, al instante. Le separa las piernas y busca el camino de acceso al interior de la muchacha. Ella le coge entre sus manos para ayudarle y luego le clava las uñas.

– ¡Aaayyyy! ¡Anna, por Dios! ¡No tan fuerte!

– Dime cómo se llama.

– Va contra las normas… ¡No puedo!

– Dime su nombre -insiste ella, y le clava las uñas con más fuerza.

– Vogel -murmura él-. Se llama Kurt Vogel. ¡Dios mío!


Berlín, enero de 1944


La Abwehr tenía operando en Gran Bretaña dos clases fundamentales de espías. Los agentes de la Cadena-S, que llegaban al país, se establecían en él con identidad supuesta y se dedicaban al espionaje. Los agentes de la Cadena-R eran principalmente ciudadanos de un tercer país que entraban periódicamente en Gran Bretaña de forma legal, recogían información y la transmitían después a sus jefes de Berlín. Había una tercera red de espías, más reducida y altamente secreta, a la que se aplicaba el nombre de Cadena-V: un puñado de agentes «dormidos», adiestrados de manera excepcional, que se sumergían a gran profundidad en la sociedad inglesa y aguardaban, a veces durante años, a que se los activase. Recibía el nombre de su creador y único oficial de control, Kurt Vogel.

El modesto imperio de Vogel consistía en dos habitaciones de la cuarta planta de la sede de la Abwehr, situada en un par de austeras casas de piedra gris, en el 7476 de Tirpitz Ufer. Las ventanas daban al Tiergarten, el parque de doscientas cincuenta y cinco hectáreas del centro de Berlín. Tiempo atrás había disfrutado de una vista espectacular, pero meses de bombardeos aliados sembraron los caminos nupciales de cráteres del tamaño de carros de combate y redujeron a tocones ennegrecidos casi todos los castaños y tilos. La mayor parte de la oficina de Vogel la ocupaba una hilera de armarios metálicos cerrados con llave y una pesada caja de caudales. Vogel sospechaba que los funcionarios del registro central de la Abwehr habían sido sobornados por la Gestapo y se negaba a llevar archivos a dicho registro central. Su único ayudante -un condecorado teniente de la Wehrmacht que se llamaba Werner Ulbricht, que resultó mutilado combatiendo a los rusos- trabajaba en la antesala. Guardaba un par de pistolas Luger en el cajón superior de su mesa y tenía instrucciones precisas de Vogel para disparar contra cualquiera que entrase sin permiso. Ulbricht sufría pesadillas en las que se veía matando por error a Wilhelm Canaris.

Oficialmente, Vogel ostentaba el grado de capitán de la Kriegsmarine, pero eso era puro formulismo destinado a proporcionarle la jerarquía necesaria para operar en determinadas instancias. Como su mentor, Canaris, rara vez vestía uniforme. Su guardarropa variaba poco: un traje negro carbón de gerente de funeraria, camisa blanca y corbata oscura. Su pelo era de tonalidad gris acero y parecía que se lo cortaba él mismo. Tenía la mirada intensa de un revolucionario de café. Su voz sonaba como el chirrido de una bisagra cubierta de óxido; al cabo de diez años de conversaciones en cafés, habitaciones de hotel y oficinas repletas de micrófonos ocultos, esa voz casi nunca se elevaba por encima de un murmullo de capilla. Ulbricht, sordo de un oído, tenía que esforzarse constantemente para oírle.

La pasión de Vogel por el anonimato rozaba el absurdo. En su despacho sólo conservaba un objeto personal, el retrato de su esposa, Gertrude, y sus dos hijas gemelas. Cuando empezaron los bombardeos, las envió a la casa de la madre de Gertrude en Baviera, y las veía con muy poca frecuencia. Cada vez que abandonaba el despacho, aunque sólo fuera por unos instantes, cogía el retrato de encima de la mesa y lo guardaba con llave en un cajón. Hasta su placa de identificación era un acertijo. No llevaba imagen alguna -durante años se había negado a que le fotografiaran- y el nombre era falso. Tenía un pequeño piso cerca del despacho, al que llegaba tras un agradable paseo por las frondosas orillas del canal de Landwehr, las noches que se permitía escapar. Su casera creía que era un profesor universitario con un montón de novias.

Incluso en las entrañas de la Abwehr poco más se conocía de él.

Kurt Vogel había nacido en Düsseldorf. Su padre era director de un colegio, su madre profesora de música a tiempo parcial que abandonó una prometedora carrera de concertista de piano para casarse y criar una familia. Vogel se doctoró en Derecho por la Universidad de Leipzig, donde dos de los más importantes cerebros jurídicos de Alemania, Herman Heller y Leo Rosenberg, le enseñaron derecho civil y político. Fue un alumno brillante -el primero de la clase- y sus profesores auguraron tranquilamente que algún día Vogel iba a sentarse en el Reichgericht, el tribunal supremo de Alemania.

Hitler cambió todo eso. Hitler creía en el gobierno de los hombres, no en el gobierno de la ley. Pocos meses después de su toma del poder había puesto patas arriba todo el sistema judicial de Alemania. Führergewalt -el poder del Führer- se convirtió en la ley absoluta de la tierra y todo capricho maniático de Hitler se traducía inmediatamente en códigos y normativas. Vogel recordaba algunas de las ridículas máximas acuñadas por los arquitectos de la revisión jurídica alemana que hizo Hitler: «¡Ley es lo que es útil al pueblo alemán! ¡La ley debe interpretarse a través de las emociones saludables del pueblo!» Cuando el sistema jurídico normal se interponía en su camino, los nazis establecían sus propios tribunales, Volksgerichtschoff, los Tribunales Populares. En opinión de Vogel, el día más negro de la historia de la jurisprudencia alemana llegó en octubre de 1933, cuando diez mil abogados se concentraron en la escalinata del Reichsgericht y, con el brazo levantado en saludo nazi, juraron «seguir el rumbo del Führer hasta el fin de nuestros días». Vogel había figurado entre ellos. Aquella noche volvió a casa, al pequeño piso que compartía con Gertrude, quemó en la estufa todos sus libros de leyes y bebió hasta vomitar.

Varios meses después, en el invierno de 1934, le abordó un hombrecillo adusto que iba con un par de perros salchicha, Withehm Canaris, el nuevo jefe de la Abwehr. Canaris preguntó a Vogel si estaría dispuesto a trabajar para él. Vogel aceptó con una condición, que no se le obligara a ingresar en el partido nazi, y en el curso de la semana siguiente desapareció en el mundo del espionaje militar alemán. Oficialmente, servía como consejero legal interno de Canaris. Oficiosamente, tenía asignada la tarea de llevar a cabo los preparativos para la guerra con Gran Bretaña, que Canaris consideraba inevitable.

Ahora, sentado en su despacho, Vogel se inclinaba sobre un memorándum y se apretaba las sienes con los nudillos. Luchaba para concentrarse y prescindir de los ruidos: el traqueteo vibrante del achacoso ascensor en sus esfuerzos para subir y bajar por el hueco situado justo al otro lado de la pared, el repiqueteo de la helada lluvia al chocar contra los cristales de la ventana, el estrépito de las bocinas de los automóviles que acompañaba el presuroso tráfico del anochecer de Berlín. Trasladó las manos de las sienes a los oídos y apretó hasta que alcanzó el silencio.

El memorándum se lo había entregado Canaris aquel mismo día, pocas horas después del que el Viejo Zorro hubiese regresado de una reunión con Hitler en Rastenberg. Canaris lo consideraba prometedor y Vogel tuvo que mostrarse de acuerdo.

– Hitler quiere resultados, Kurt -había dicho Canaris, sentado detrás de su antigua y destartalada mesa, igual que un impenetrable viejo profesor universitario, mientras sus ojos vagaban por las desbordantes librerías como si buscase un preciado pero largo tiempo perdido volumen-. Quiere pruebas de si será en Calais o en Normandía. Quizás ha sonado la hora de que entre en juego tu pequeño nido de espías.

Vogel lo había leído una vez rápidamente. Ahora lo leyó por segunda vez, con más atención. Desde luego, era más que prometedor, era perfecto, la oportunidad que había estado esperando. Al concluir la lectura, alzó la cabeza y murmuró el nombre de Ulbricht varias veces, como si le estuviera hablando directamente al oído. Por último, al no obtener respuesta, se levantó y fue a la antesala. Ulbricht estaba limpiando sus Lugers.

– Werner, llevo cinco minutos llamándote -dijo Vogel, con voz casi inaudible.

– Lo siento, capitán…, no le había oído.

– Lo primero que quiero hacer mañana por la mañana es ver a Müller. Prepárame una cita.

– Sí, señor.

– Y, Werner, haz algo con tus condenados oídos. He estado gritando a pleno pulmón.


Los bombarderos se presentaron a medianoche, cuando Vogel dormitaba de forma intermitente en la dura cama de campaña que tenía en el despacho. Llevó los pies al suelo, se levantó y anduvo hasta la ventana mientras la aviación zumbaba sobre su cabeza. Berlín se estremeció cuando los primeros incendios estallaron en los distritos de Pankow y Weissensee. Vogel se preguntó cuánto castigo más podría absorber la ciudad. Vastos sectores de la capital del Reich de los mil años habían quedado ya reducidos a escombros. Muchos de los barrios más famosos de la urbe parecían desfiladeros de ladrillos machacados y hierros retorcidos. Los tilos del Unter den Linden estaban calcinados, lo mismo que las en otro tiempo rutilantes tiendas y oficinas bancarias que se alineaban en el amplio bulevar. El célebre reloj de la Iglesia Memorial del Emperador Guillermo llevaba parado a las siete treinta desde el mes de noviembre, cuando los bombarderos aliados sembraron la destrucción sobre cuatrocientas cincuenta hectáreas de Berlín en una sola noche.

El memorándum seguía dándole vueltas en la cabeza mientras presenciaba la incursión nocturna.


Abwehr/Berlin xfuo 465848261

A: canaris

De: moller

Fecha: 2 nov 43


El 21 de octubre el capitán Dietrich de la estación de Asunción entregó un valioso informe norteamericano de Escorpión, en ciudad de Panamá. Como sabes. Escorpión es uno de nuestros agentes más importantes en Estados Unidos. Está situado en los círculos financieros superiores de Nueva York y muy bien relacionado en Washington es amigo personal de muchos altos funcionarios de los departamentos de guerra y de estado. Conoce personalmente a Roosevelt. Durante toda la guerra su información ha sido siempre oportuna y de gran precisión. Te recuerdo los informes que nos proporcionó sobre los envíos de armamento estadounidense a los británicos.

Según Escorpión, la armada estadounidense reclutó y envió a Londres el mes pasado a un conocido ingeniero norteamericano llamado Peter Jordan para que colaborase en un proyecto altamente secreto de construcción de un puente. Jordan no tiene experiencia militar previa Escorpión conoce personalmente a Jordan y habló con él. Antes de su partida hacia londres. Escorpión dice que el proyecto está decididamente relacionado con el plan del enemigo para invadir Francia.

Jordan cuenta con gran respeto profesional por su trabajo en el diseño y construcción de diversos puentes norteamericanos importantes. Es viudo. Su esposa, hija del banquero estadounidense Bratton Lauterbach, resultó muerta en un accidente de automóvil ocurrido en agosto de 1939. Escorpión cree que Jordan es extraordinariamente vulnerable a los encantos de una mujer atractiva.

Actualmente. Jordan vive solo en el sector de Londres conocido como Kensington Escorpión ha aportado la dirección de la casa, así como la combinación de la caja de caudales que está en el estudio.

Propongo acción.


Vogel observó la cuña de luz que llegaba desde la puerta y oyó el roce de la pata de palo de Ulbricht contra el suelo. El bombardeo alteraba a Ulbricht de una manera que no podía expresar con palabras y que Vogel nunca lograba entender. Vogel tomó el llavero del cajón de la mesa y se acercó a uno de los archivadores metálicos. El expediente estaba en una carpeta negra sin rótulo. Vogel regresó a la mesa, se sirvió un coñac largo y alzó la tapa de la carpeta. Todo estaba allí: las fotografías, los antecedentes, los informes sobre comportamientos y resultados. No le hacía falta leerlo. Lo había escrito él mismo y, al igual que la protagonista, tenía una memoria sin tacha.

Pasó unas cuantas páginas más y encontró las notas que había tomado a raíz de su primer encuentro en París. Debajo había una copia del telegrama que le remitió el hombre que la había descubierto, Emilio Romero, un acaudalado terrateniente español, un fascista, un cazatalentos al servicio de la Abwehr.


Ella es y tiene todo lo que estás buscando. Me gustaría quedármela en exclusiva para mí, pero como soy amigo tuyo te la cedo. A un precio razonable, naturalmente.


En la estancia entró de súbito un frío que helaba los huesos. Se echó sobre el camastro militar y se cubrió con la manta.

«Hitler quiere resultados, Kurt. Quizás ha sonado la hora de que entre en juego tu pequeño nido de espías.»

A veces se le ocurría la idea de dejarla donde estaba hasta que todo hubiera terminado, para luego encontrar algún modo de sacarla de allí. Pero era perfecta para aquella misión, naturalmente. Era hermosa, era inteligente y su inglés y conocimiento de la sociedad británica eran impecables. Volvió la cabeza y miró la fotografía de Gertrude y las niñas. Pensar que había fantaseado con abandonarlas por ella. Qué estúpido. Apagó la luz. La incursión aérea había concluido. La noche era una sinfonía de sirenas. Intentó dormir de nuevo, pero resultaba inútil. Ella estaba otra vez bajo su piel.

«¡Pobre Vogel…! He vuelto a sembrar el caos en tu corazón, ¿verdad?»

Desde la fotografía, los ojos de su familia le taladraban. Era obsceno, mirarlas y al mismo tiempo recordarla a ella. Se levantó, fue a la mesa, cogió la fotografía y la guardó en el cajón.


– ¡Por el amor de Dios, Kurt! -exclamó Müller cuando, a la mañana siguiente, Vogel entró en su despacho-. ¿Quién te ha cortado el pelo en estas fechas, amigo mío? Deja que te dé el nombre de mi peluquera… Quizás ella pueda ayudarte.

Agotado tras una noche en la que el sueño le fue bastante esquivo, Vogel se sentó y contempló en silencio la figura sentada frente a él.

Paul Müller tenía a su cargo las redes de espionaje de la Abwehr en Estados Unidos. Era bajo, regordete e iba impecablemente vestido con un deslumbrante traje francés. Llevaba la rala cabellera engominada y peinada hacia atrás desde la frente de su rostro de querube. La boquita era opulenta y roja, como la de un chiquillo que acabara de comerse un caramelo de cereza.

– Hay que imaginárselo, el gran Kurt Vogel aquí, en mi despacho -dijo Müller con una sonrisita de suficiencia-. ¿A qué debo tal privilegio?

Vogel estaba acostumbrado a la envidia profesional de los demás altos cargos. Debido a la condición especial de la red de su Cadena-V, recibía más dinero y prebendas que los otros funcionarios del ramo. También se le permitía meter la nariz en los casos y asuntos de los demás, lo que le hacía excepcionalmente impopular dentro de la agencia.

Vogel se sacó del bolsillo de la pechera de la chaqueta la copia del memorándum de Müller y la agitó ante él.

– Háblame de Escorpión -dijo.

– Vaya, así que por fin el Viejo se ha decidido a poner en circulación mi nota. Comprueba la fecha de ese maldito comunicado. Lo entregué hace dos meses. Desde entonces ha estado aplastado en su escritorio, acumulando polvo. Esa información es oro puro. Pero entra en el cubil del zorro y ya no vuelve a salir nunca. -Müller hizo un alto, encendió un cigarrillo y lanzó hacia el techo un chorro de humo-. ¿Sabes, Kurt?, a veces me pregunto de qué lado está Canaris.

El comentario no tenía nada de insólito en aquellos días. Desde la detención de varios miembros del cuadro ejecutivo de la Abwehr, acusados de traición, la moral en Tirpitz Ufer había sufrido un nuevo e importante bajón. Vogel se daba cuenta de que la agencia de espionaje militar germano andaba peligrosamente a la deriva. Había oído rumores que aseveraban que Canaris había perdido el favor de Hitler. También circuló entre el Estado Mayor el rumor de que Himmler conspiraba para derribar a Canaris y colocar la Abwehr bajo el control de las SS.

– Háblame de Escorpión -repitió Vogel.

– Cené con él en casa de un diplomático estadounidense. -Müller echó hacia atrás su redonda cabeza y contempló el techo-. Antes de la guerra, en 1934 creo que fue. Los muchachos alemanes eran una mina; o algo mejor. Pensaba que los nazis eran una estupenda panda de compadres que hacían grandes cosas por Alemania. Sólo odiaba una cosa más que a los judíos: a los bolcheviques. Era como una audición. Le recluté en persona al día siguiente. La captación más fácil de mi carrera.

– ¿Qué hay de sus, antecedentes?

Müller sonrió.

– Inversiones bancarias. Ivy League, ya sabes, esa asociación elitista universitaria, buenos contactos en la industria, amigo de la mitad de Washington. Sus informes sobre la producción bélica han sido excelentes.

Vogel estaba doblando el memorándum y guardándoselo en el bolsillo.

– ¿Su nombre?

– Vamos, Kurt. Es uno de mis mejores agentes.

– Quiero su nombre.

– Este lugar es como un tamiz, ya sabes. Te lo aseguro, todo el mundo sabe eso.

– Dentro de una hora quiero una copia de su historial en mi despacho -dijo Vogel, con su voz rebajada hasta resultar apenas un susurro-. Y quiero también todo lo que tengas sobre el ingeniero.

– Puedo darte la información sobre Jordan.

– Lo quiero todo, y si no me queda más remedio que recurrir a Canaris, recurriré a Canaris.

– ¡Oh, por los clavos de Cristo, Kurt! No me digas que vas a ir corriendo a tío Willy, ¿eh?

Vogel se levantó y se abrochó la chaqueta.

– Quiero su nombre y quiero su historial.

Vogel dio media vuelta y salió del despacho.

– Kurt, vuelve -le llamó Müller-. Arreglemos esto. ¡Dios mí0!

– Si quieres hablar, estaré en el despacho del Viejo -respondióVogel, que ya se alejaba por el estrecho pasillo.

– Está bien, tú ganas. -Las pálidas manos de Müller excavaban ya en un archivador-. Aquí está la jodida documentación. No necesitas ir a ver a tío Willy. Dios santo, a veces eres peor que esos condenados nazis.


Vogel dedicó el resto de la mañana a leer lo referente a Peter Jordan. Cuando terminó, extrajo un par de carpetas de sus archivadores, volvió a la mesa y leyó atentamente sus documentos.

La primera carpeta contenía datos relativos a un irlandés que había colaborado como espía durante una breve temporada y al que se despidió porque la información que proporcionaba carecía de valor. Vogel se hizo cargo de su expediente y lo colocó en la nómina de la Cadena-V. A Vogel no le preocupaban las críticas desfavorables que el sujeto recibiera en el pasado, no buscaba un espía. El agente tenía otras cualidades que a Vogel le parecieron atractivas. Trabajaba en una pequeña granja situada en una zona aislada de la costa británica de Norfolk. Era una casa franca perfecta, lo bastante cerca de Londres como para cubrir el trayecto en tres horas, por ferrocarril, y lo bastante distante como para que el lugar no estuviera plagado de agentes del MI-5.

En la segunda carpeta estaba el historial de un antiguo paracaidista de la Wehrmacht al que se había apartado del salto por haber sufrido una herida en la cabeza. El hombre contaba con todos los atributos que le gustaban a Vogel: perfecto inglés, ojo atento al detalle, inteligencia fría. Ulbricht lo había encontrado en un puesto de escucha de radio de la Abwehr, en el norte de Francia. Vogel lo colocó en la nómina de la Cadena-V y lo pasó a la reserva, a la espera de la misión oportuna. Apartó a un lado las carpetas y redactó dos mensajes. Añadió las claves que debían emplearse, la frecuencia en que tenían que enviarse los mensajes y el programa de transmisión. Luego levantó la cabeza y llamó a Ulbricht.

– Sí, herr capitán -dijo Ulbricht al entrar en el despacho cojeando pesadamente sobre su pierna de madera.

Vogel alzó la vista y contempló a Ulbricht durante unos segundos antes de hablar. Se preguntó si aquel hombre estaría a la altura de las exigencias de una operación como la que se aprestaba a desencadenar. Ulbricht tenía veintisiete años, pero no aparentaba menos de cuarenta. Su negro pelo cortado al uno estaba jaspeado de hebras grises. Arrugas dejadas por el dolor descendían como regatos desde el borde de su único ojo sano. El otro lo había perdido en una explosión y un limpio parche negro ocultaba la cuenca vacía. Pendía de su cuello una Cruz de Caballero. Llevaba desabrochado el botón superior de la guerrera porque el esfuerzo del más mínimo movimiento le acaloraba y le hacía sudar. En todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Vogel no había oído quejarse a Ulbricht una sola vez.

– Quiero que vayas a Hamburgo mañana por la noche. -Tendió a Ulbricht la transcripción de los mensajes-. No te muevas del lado del radiotelegrafista mientras envía esto. Asegúrate de que no se producen errores. Comprueba que el acuse de recibo de los agentes está en orden. Si observas algo fuera de lo normal, quiero enterarme de ello. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– Antes de irte, localízame a Horst Neumann.

– Creo que está en Berlín.

– ¿Dónde se hospeda?

– No estoy seguro -dijo Ulbricht-, pero me parece que hay una mujer por medio.

– Eso es lo normal. -Vogel se llegó a la ventana y miró la calle-. Ponte en contacto con el personal de la granja de Dahlem. Diles que nos esperen esta noche. Quiero que te reúnas con nosotros allí mañana, cuando vuelvas de Hamburgo. Indícales que monten la plataforma de saltos del granero. Ha transcurrido una eternidad desde la última vez que Neumann se tiró desde un avión. Necesitará entrenamiento.

– Sí, señor.

Ulbricht se retiró, dejando a Vogel solo en el despacho. Éste permaneció largo rato en la ventana, mientras repasaba mentalmente una vez más todo el plan operativo. El secreto mejor guardado de la guerra y él pensaba escamotearlo con la colaboración de una mujer, un lisiado, un paracaidista de tierra y un traidor británico. ¡Menudo equipo has reunido, Kurt, viejo! Si no estuviera en la línea de fuego su propio cuello, podría parecerle divertido todo el asunto. Pero no, se limitó a estar allí de pie, como una estatua, a observar la nieve que caía silenciosa, como planeando, sobre Berlín, y a preocuparse a muerte.

6

Londres


El Servicio de Seguridad Imperial de Inteligencia, más conocido por la designación de Información Militar, o MI-5, tenía su cuartel general en el pequeño y compacto edificio de oficinas del número 58 de la calle St. James. El cometido del MI-5 era el contraespionaje. En el vocabulario del mundo de la información reservada, contraespionaje significa proteger los secretos propios y, cuando es necesario, capturar espías. Durante buena parte de los cuarenta años de su existencia, el Servicio de Seguridad trabajó duro a la sombra de su primo, más seductor, el Servicio Secreto de Inteligencia, o MI-6. Tales rivalidades, recíprocamente destructivas, no importaban gran cosa al profesor Alfred Vicary. Vicary ingresó en el MI-5 en mayo de 1940, donde aún se le podía encontrar una sombría tarde lluviosa, cinco días después de la conferencia secreta de Hitler en Rastenberg.

El piso superior era el dominio de los altos mandos: los despachos del director general, de su secretaría, de los directores asistentes y de los jefes de división. La oficina del general de brigada sir Basil Boothby se encontraba allí, oculta tras un par de intimidatorias puertas de roble. Desde lo alto de las mismas, sobre el dintel, un par de luces enviaban su resplandor: la roja significaba que había demasiada inseguridad para permitir el acceso, la verde que uno podía entrar bajo su propia responsabilidad. Como siempre, Vicary dudó antes de oprimir el timbre.

Había recibido la convocatoria a las nueve, cuando aún estaba guardando sus cosas en el armario metálico color gris cañón de arma de fuego y se disponía a ordenar el cuchitril, como llamaba a su despachito. Cuando el MI-5 estalló en volumen, al empezar la guerra, el espacio se convirtió en artículo de lujo. Vicary se vio relegado a una celda sin ventanas de las dimensiones de un cuarto de escobas, con una burocrática alfombra verde y una maciza mesita de maestro de escuela. El compañero de Vicary, un antiguo funcionario de la Policía Metropolitana llamado Harry Dalton, ocupaba con otros subalternos una zona común en el centro del piso. Reinaba en dicha zona una escandalera de sala de redacción de periódico y Vicary sólo se aventuraba allí cuando era estrictamente imprescindible.

Oficialmente, Vicary tenía la graduación de comandante del Cuerpo de Inteligencia, aunque la jerarquía militar significaba prácticamente nada dentro del departamento. La mayor parte del personal se refería a él llamándole «el profesor», y sólo se había puesto el uniforme en dos ocasiones. No obstante, Vicary había cambiado su forma de vestir. Había abandonado las prendas de tweed de la universidad y ahora llevaba trajes gris claro adquiridos antes de que se racionara la ropa, como se racionó casi todo. De vez en cuando se tropezaba con algún colega del University College. A pesar de los incesantes avisos del gobierno advirtiendo del peligro de hablar más de la cuenta, inevitablemente le preguntaban a Vicary qué hacía exactamente. Vicary solía esbozar una sonrisa cansina, se encogía de hombros y daba la respuesta prescrita: trabajaba en un aburridísimo departamento de la Oficina de Guerra.

A veces era aburrido, pero no muy a menudo. Churchill tenía razón, era hora de que volviese a vivir. Su llegada al MI-5, en mayo de 1940, fue como volver a nacer. Floreció en aquella atmósfera de espionaje en tiempo de guerra: las largas horas, las crisis, el deprimente té en la cantina. Incluso había vuelto a caer en la costumbre de fumar cigarrillos, vicio que el año anterior, en Cambridge, había jurado abandonar definitivamente. Le encantaba ser actor en el teatro de lo real. Dudaba seriamente de que volviera a satisfacerle el santuario de la academia.

Seguramente las horas y la tensión le pasarían factura, pero nunca se había sentido mejor. Podía trabajar durante más tiempo y necesitaba menos horas de sueño. En cuanto caía en la cama se quedaba dormido automáticamente. Como los demás funcionarios, pasaba muchas noches en la sede del MI-5, donde descabezaba sus sueñecitos en la pequeña cama de campaña que tenía plegada al lado de su despacho.

Sólo el menoscabo de sus gafas de media luna de lectura sobrevivían a la catarsis de Vicary, todavía manchadas, maltrechas y objeto de bromas por parte de los integrantes del departamento. En momentos de congoja, aún se palpaba los bolsillos en su busca y se las ponía sobre la nariz en busca de alivio.

Cosa que hizo en aquel momento, cuando la luz de encima del despacho de Boothby encendió de pronto su color verde. Vicary pulsó el timbre con el aire meditabundo del hombre que asiste al funeral de un amigo de la infancia. Se oyó un suave zumbido, se abrió la puerta y Vicary entró.

El despacho de Boothby era amplio y alargado, con pinturas estupendas, chimenea de gas, magníficas alfombras persas y una espléndida vista desde los altos ventanales. Sir Basil mantuvo esperando a Vicary los diez minutos de rigor antes de entrar finalmente en la estancia a través de una segunda puerta que conectaba el despacho con la secretaría del director general.

El general de brigada sir Basil Boothby tenía la talla y la envergadura clásicas inglesas: alto, anguloso, aún daba muestras de la agilidad física que había hecho de él una estrella del atletismo en la escuela. Allí estaba a sus anchas, una comodidad que se apreciaba en la forma en que su fuerte mano sostenía el vaso con la bebida, en los cuadrados hombros y el grueso cuello, en la estrechez de las caderas, donde los pantalones, el chaleco y la chaqueta convergían en elegante perfección. Poseía ese sólido buen aspecto que cierto tipo de mujeres jóvenes encuentran atractivo. Su cabellera y sus cejas rubio ceniza eran tan lozanas que daban pie a los ocurrentes del departamento para referirse a Boothby llamándole «la escobilla de la quinta planta».

Poco se sabía oficialmente de la carrera de Boothby, sólo que durante toda su vida profesional había trabajado en los servicios de espionaje y en las organizaciones de seguridad. Vicary creía que los rumores y cotilleos que envuelven a un hombre con frecuencia dicen más acerca de su persona que su currículum vitae. Las especulaciones referentes a Boothby habían producido toda una industria artesanal dentro del departamento. De acuerdo con la fábrica de habladurías, Boothby dirigió durante la Primera Guerra Mundial una red de espías que llegó a introducirse en el Estado Mayor General germano. En Delhi ejecutó personalmente a un indio acusado de asesinar a un ciudadano británico. En Irlanda mató a un hombre a culatazos con su pistola por negarse a confesar la localización de un alijo de armas. Era un experto en artes marciales y dedicaba su tiempo libre a perfeccionar sus habilidades. Era ambidextro y podía escribir, fumar, beber su ginebra y sus bitters y romperle a uno el cuello con cualquiera de sus dos manos. Su tenis era tan bueno que hubiese podido ganar Wimbledon. «Engañoso» era el calificativo que se aplicaba con mayor frecuencia a su juego y la destreza con que cambiaba la raqueta de mano a mitad del partido aún confundía a sus oponentes. Se hablaba mucho de su vida sexual y aún se discutía más acerca de ella: mujeriego empedernido que se había llevado a la cama a la mitad de las mecanógrafas y secretarias del Registro; homosexual.

En opinión de Vicary, sir Basil Boothby simbolizaba todo lo malo que tenía la Inteligencia Británica de entregueñas, el inglés de alta cuna educado en Eton y Oxford, convencido de que el ejercicio del poder secreto era un derecho de nacimiento, lo mismo que la fortuna familiar y la mansión de Hampshire con varios siglos de antigüedad. Rígido, indolente. ortodoxo. polizonte que calzaba zapatos hechos a mano y trajes de Savile Row, Boothhy había sido eclipsado intelectualmente por los nuevos reclutas que ingresaron en el M1- 5 a raíz del inicio de la guerra: los cerebros más brillantes de las universidades, los mejores abogados de los más prestigiosos bufetes de Londres. Ahora se encontraba en una situación nada envidiable: tenía que supervisar a hombres que eran mucho más inteligentes que él y al mismo tiempo pretender reivindicar crédito burocrático por los logros de esos colaboradores.

– Lamento haberte hecho esperar, Alfred. Una reunión en las Salas de Guerra Subterráneas con Churchill, el director general, Menzies e Ismay. Me temo que tenemos entre manos un pedazo de crisis. Bebo coñac con soda. ¿Te apetece?

– Whisky -repuso Vicary, sin apartar los ojos de Boothhy. Pese a la circunstancia de ser uno de los altos jerarcas del MI-5, Boothby aún se permitía el orgullo infantil de dejar caer como si tal cosa los nombres de las personalidades poderosas con las que trataba regularmente. El grupo de hombres que acababa de reunirse en la fortaleza del subsuelo del primer ministro era la elite de la comunidad del servicio de información británico en tiempos de guerra: el director general del M1-5, sir David Petrie; el director general del M1-6, sir Stewart Menzies: y el jefe del estado mayor personal de Churchill, el general sir Hastings Ismay. Boothby oprimió un botón del escritorio y pidió a su secretaria que trajese la bebida de Vicary. Anduvo hasta la ventana, levantó la persiana, bajada debido al oscurecimiento impuesto por las autoridades, y miró al exterior.

– Espero por Dios que no vuelvan a venir esta noche…, me refiero a la puñetera Luftwaffe. Era distinto en 1940. Entonces todo era nuevo y emocionante en cierto extraño modo. Llevar el casco de acero bajo el brazo al ir a cenar. Correr a los refugios. Disparar observando a los aviones desde el tejado. Pero no creo que Londres pudiera resistir otro invierno de blitz riguroso. Todo el mundo está demasiado cansado. Cansado, hambriento, mal vestido y enfermo por culpa de las miserables humillaciones que comporta la guerra. No estoy seguro de si esta nación podrá soportar mucho más.

La secretaria de Boothby entró con el whisky de Vicary. La llevaba en el centro de una bandeja de plata, sobre una servilleta de papel. Boothby tenía una especie de obsesión contra los cercos que dejaban los líquidos en los muebles de su despacho. El brigadier general se sentó en la silla situada junto a Vicary y cruzó las piernas, de forma que la puntiaguda puntera de su zapato apuntaba a la rótula de Vicary como un arma de fuego cargada.

– Tenemos una nueva misión para ti, Alfred. Y al objeto de que comprendas verdaderamente su importancia, hemos decidido que es necesario levantar un poco el velo y enseñarte algo más de lo que se te ha permitido ver hasta ahora. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

– Creo que sí, sir Basil.

– Eres el historiador. ¿Estás muy impuesto en Sun Tzu?

– Siglo cuarto antes de Jesucristo. China no es precisamente mi terreno, sir Basil, pero he leído algo acerca de él.

– ¿Sabes lo que escribió respecto al engaño militar?

– Sun Tzu escribió que toda acción de guerra se basa en el engaño al enemigo. Predicó que una batalla se gana o se pierde antes de que se libre. Su consejo era simple: atacar al enemigo en el punto donde no está preparado y aparecer allí donde a uno no se le espera. Dijo que es de vital importancia socavar, subvertir y corromper al enemigo, sembrar la discordia interna entre sus mandos y destruirlo sin combatirle.

– Muy bien -enunció Boothby, visiblemente impresionado-. Por desgracia, nunca seremos capaces de destruir a Hitler sin combatirle. Y para tener alguna posibilidad de derrotarle en una lucha, hemos de engañarle primero. Debemos hacer caso de las sabias palabras de Sun Tzu. Es preciso que aparezcamos allí donde no se nos espera.

Boothby se levantó, fue hasta su mesa y volvió con un maletín de seguridad. Estaba hecho de metal, del color de la plata pulimentada, y llevaba unas esposas unidas al asa.

– Estás a punto de convertirte en BIGA, Alfred -dijo Boothby, al tiempo que abría el maletín.

– ¿Perdón?

– BIGA es una clasificación supersecreta creada especialmente para cubrir la invasión. Su nombre procede del sello que estampamos sobre los documentos que oficiales británicos llevaron a Gibraltar para la invasión de África del Norte. A GIB, a Gibraltar. Nos hemos limitado a poner las letras al revés. A GIB pasó a ser BIGA.

– Comprendo -repuso Vicary. Cuatro años después de haber ingresado en el MI-5, Vicary seguía considerando ridículos la mayor parte de los nombres en clave y las clasificaciones de seguridad.

– BIGA califica ahora a todo aquel que está impuesto en los secretos más importantes de Overlord, o sea la Operación Cacique , el momento y lugar de la invasión de Francia. Si conoces ese secreto, eres un BIGA. Todo documento referente a la invasión lleva un sello BIGA.

Boothby buscó dentro del maletín y sacó una carpeta de color pajizo. La depositó cuidadosamente encima de la mesita de café. Antes de mirar a Boothby, Vicary echó un vistazo a la tapa. Tenía grabada la espada y el escudo de la JSFEA, la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada, y estampado el anagrama BIGA. Debajo iban las palabras Plan Escolta, seguidas por el nombre de Boothby y un número de orden.

– Estás a punto de entrar en una hermandad restringida, de sólo unos cuantos centenares de funcionarios -continuó Boothby-. Y aún hay algunos de nosotros que opinan que somos demasiados. Debo confesarte también que tus antecedentes personales y profesionales han sido investigados a fondo. No se ha dejado piedra por remover, como suele decirse. Me alegra informarte de que no se te conoce como miembro de ninguna organización fascista ni comunista, que no bebes más de la cuenta, al menos en público, que no tonteas con mujeres de mala vida y que no eres marica ni tienes ningún otro tipo de desviación sexual.

– Bueno es saberlo.

– Tengo que decirte asimismo que estarás sometido a vigilancia continua y que en cualquier momento tendrás que pasar controles de seguridad. Nadie aquí está exento de eso, ni siquiera el general Eisenhower.

– Comprendo, sir Basil.

– Estupendo. Primero me gustaría hacerte un par de preguntas. Tu tarea está relacionada con la invasión. Los casos que has atendido hasta ahora te han proporcionado una ventana sobre algunos de los preparativos. ¿Dónde crees que proyectamos dar el golpe?

– Basándome en lo poco que sé, diría que vamos a descargarlo en Normandía.

– Y según tu evaluación, ¿qué probabilidades de éxito asignas aun desembarco en Normandía?

– Los asaltos anfibios son por naturaleza las más complicadas de todas las operaciones militares -repuso Vicary-. Especialmente cuando el canal de la Mancha anda de por medio. Julio César y Guillermo el Conquistador lograron cruzarlo. Napoleón y los españoles fracasaron. Hitler acabó por abandonar la idea en 1940. Calculo que las probabilidades de éxito de la invasión no superan el cincuenta por ciento.

Boothby soltó un gruñido.

– Si llegan, Alfred. Si llegan. -Se puso en pie y empezó a pasear a lo largo del despacho-. Hasta ahora hemos conseguido culminar con éxito tres operaciones anfibias: África del Norte, Sicilia y Salerno. Pero ninguno de esos desembarcos se efectuó en una costa fortificada.

Boothby interrumpió sus paseos y miró a Vicary.

– A propósito, diste en el clavo. Es Normandía. Y está programado para últimos de primavera. Y para contar con un cincuenta por ciento de probabilidades de éxito, es obligatoriamente preciso que Hitler y sus generales crean que vamos a atacar por algún otro punto. -Boothby se sentó y cogió la carpeta-. Esto es lo que hemos elaborado, se llama Plan Escolta. Como eres historiador, tu valoración de Escolta será especial. Es una ruse de guerre de una escala y ambición jamás intentada hasta la fecha.

El nombre en clave no significaba nada para Vicary. Boothby continuó con su conferencia adoctrinadora.

– Escolta solía llamarse Plan Jael. Lo rebautizamos como consecuencia y en atención a un comentario más bien elocuente que el primer ministro le hizo a Stalin en Teherán. Churchill dijo: «En tiempo de guerra, la verdad es tan preciosa que ha de ir acompañada de una escolta de mentiras». El Viejo tiene bastante labia, eso se lo concedo. Escolta no es una operación en sí misma. Es el nombre en clave que designa el conjunto de todas las operaciones de engaño y tapadera estratégica, que han de ponerse en práctica a escala global; un conjunto diseñado para que Hitler y su Estado Mayor General se llame a engaño acerca de nuestras intenciones el Día D.

Boothby cogió la carpeta y con gestos enérgicos hojeó los documentos que contenía.

– La pieza más importante de Escolta es la operación Fortitud, la Operación Fortaleza. El objetivo de Fortaleza es retrasar la reacción de la Wehrmacht el máximo de tiempo posible, por el procedimiento de hacerles creer que otras partes del noroeste de Europa se encuentran también bajo la amenaza del ataque de nuestras fuerzas…, específicamente Noruega y el paso de Calais.

»La farsa de Noruega tiene el nombre en clave de Fortaleza Norte. Su objetivo consiste en obligar a Hitler a dejar veintisiete divisiones en Escandinavia, convenciéndole de que pensamos atacar a Noruega, antes o durante el Día D.

Boothby pasó a otra página de un libro de notas y respiró hondo.

– Fortaleza Sur es el punto más crítico y, me atrevería a decir, el más peligroso de las dos tretas. La finalidad de Fortaleza Sur es convencer poco a poco a Hitler, a sus generales y a sus oficiales de los servicios de inteligencia de que pretendemos preparar no una invasión de Francia, sino dos. El primer golpe, según Fortaleza Sur, es un ataque de diversión a través de la bahía del Sena, en Normandía. El segundo, que sería el principal, tendrá lugar tres días después en el estrecho de Dover, en Calais. Desde Calais, nuestros ejércitos de invasión pueden dirigirse al este y entrar en Alemania en pocas semanas. -Boothby hizo una pausa para tomar un sorbo del coñac con soda y dejar que sus palabras calasen-. Fortaleza dice que el objetivo del primer asalto es obligar a Rommel y a Von Rundstedt a trasladar a Normandía las unidades panzer de elite del Decimoquinto Ejército alemán, dejando así Calais indefenso cuando se produzca la invasión real. Evidentemente, lo que deseamos es que suceda la contrario. Queremos que los panzers del Decimoquinto ejército permanezcan en Calais, a la espera de la auténtica invasión, paralizados por la indecisión, mientras desembarcamos en Normandía.

– Brillante en su sencillez.

– Absolutamente -dijo Boothby-. Pero con un deslumbrante punto débil. No disponemos de suficientes hombres para llevarlo a la práctica. Para finales de la primavera contaremos sólo con treinta y siete divisiones -estadounidenses, británicas y canadienses-, que casi resultan insuficientes para descargar un golpe contra Francia, y mucho menos dos. Si Fortaleza ha de contar con alguna probabilidad de éxito, hemos de convencer a Hitler y a sus generales de que tenemos las divisiones necesarias para montar dos invasiones.

– ¿Cómo, en nombre del cielo, vamos a hacer eso?

– Pues, simplemente, vamos a crear un ejército de un millón de hombres. Lo vamos a materializar, me temo, por arte de birlibirloque, sacándolo de la nada.

Vicary sorbió su bebida, con la vista fija en Boothby y una expresión incrédula en el rostro.

– No pueden pensarlo en serio.

– Sí, podemos, Alfred…, mortalmente en serio. A fin de que la invasión tenga una probabilidad entre dos de salir bien, hemos de convencer a Hitler, a Rommel y a Von Rundstedt de que disponemos de una fuerza gigantesca y poderosa agazapada detrás de los acantilados de Dover, a la espera del momento de salir disparada como un latigazo a través del Canal, en el Paso de Calais. No la tendremos, naturalmente. Pero para cuando hayamos concluido nuestra tarea, los alemanes van a creer que se enfrentan a una fuerza que vive y alienta de unas treinta divisiones. Si no les convencemos de que esa fuerza existe, si fallamos y consiguen distinguir la verdad a través de nuestro engaño, hay muchas posibilidades de que el regreso a Europa, como Churchill lo llama, termine en un fracaso sangriento y catastrófico.

– ¿Tiene nombre ese ejército fantasma? -preguntó Vicary.

– Desde luego, es el Primer Grupo de Ejércitos de los Estados Unidos, PGEEU para abreviar. Hasta tiene comandante en jefe, el mismísimo Patton. Los alemanes creen que el general Patton es el más excelente jefe militar en el campo de batalla con que contamos y pensarían que estamos locos si desencadenáramos una invasión sin que él desempeñara un papel importante. Patton tendrá a su disposición un millón de hombres, constituido principalmente por nueve divisiones de los Estados Unidos, el III Ejército y dos divisiones del I Ejército del Canadá. El PGEEU hasta tiene su propio cuartel general en la plaza Bryanston de Londres.

Vicary parpadeó rápidamente, mientras trataba de asimilar la extraordinaria información que estaba recibiendo. Había que imaginárselo, crear exclusivamente de la nada, materializar en el aire, un ejército de un millón de hombres. Boothby tenía razón, era una ruse de guerre de proporciones inimaginables. Comparado con ella, el caballo de Troya de Ulises era una aventura de universidad.

– Hitler no es ningún estúpido, como tampoco lo son ninguno de sus generales -dijo-. Los educaron en las enseñanzas de Clausewitz, y Clausewitz brindó unos cuantos valiosos consejos acerca del espionaje en tiempos de guerra: «Una gran parte de la información que se obtiene en la guerra es contradictoria; otra parte, aún mayor, es falsa; y la parte que forma el grueso de la información es dudosa». Los alemanes no van a creer que haya un ejército de un millón de hombres estacionados en la campiña de Kent sólo porque nosotros se lo digamos.

Boothby sonrió, buscó de nuevo en el maletín y retiró otro cuaderno de notas.

– Cierto, Alfred. Y esa es la razón por la que salimos con esto: Quicksilver, Azogue. La finalidad de Azogue estriba en dotar de carne y huesos a nuestro pequeño ejército de fantasmas. En el curso de las próximas semanas, mientras las fuerzas fantasma de PGEEU van llegando a Gran Bretaña inundaremos las ondas hertzianas de tráfico inalámbrico y parte de ese tráfico de radio se transmitirá en claves que sabemos que los alemanes ya han descifrado, algunas de ellas en clair. Todo tiene que ser perfecto, exactamente igual que si estuviésemos concentrando en Kent un verdadero ejército de un millón de efectivos humanos. La intendencia se queja de la escasez de tiendas de campaña; las unidades de cocina y comedores harán lo propio respecto a provisiones y cubiertos. La radio parloteará durante la instrucción. Entre el momento presente y la hora de la invasión vamos a bombardear sus puestos de escucha del norte de Francia con cerca de un millón de mensajes. Algunos de esos mensajes proporcionarán leves pistas a los alemanes, algún que otro dato acerca de la situación de las fuerzas o de su disposición. Es obvio que queremos que los alemanes capten esas pistas y cojan la onda.

– ¿Un millón de mensajes radiados? ¿Cómo es eso posible?

– El Batallón del Servicio de Señales EE. UU. 3103. Llevan consigo todo un equipo: actores de Broadway, estrellas de la radio, especialistas en voces. Hay individuos que en un momento determinado pueden imitar el acento de un judío de Brooklyn y un segundo después el jodidamente terrible deje de un peón de granja de Texas. Graban los mensajes falsos en discos de cuarenta centímetros, en un estudio, y luego los radian desde camiones que circulan por los campos de Kent.

– Increíble -murmuró Vicary.

– Sí, absolutamente increíble. Y eso no es más que una ínfima parte. Azogue proporciona lo que los alemanes oirán en el aire. Pero nosotros también pensamos en lo que han de ver desde el aire. Hemos de crear la impresión de que, lenta y metódicamente, estamos concentrando un ejército gigantesco en el rincón sureste del país. Tiendas suficientes para dar cobijo a una fuerza de un millón de hombres, un impresionante contingente de aviones, carros de combate y lanchas de desembarco. Vamos a ampliar las carreteras. Incluso construiremos un puñetero depósito de petróleo en Dover.

– Pero, seguramente, sir Basil -dijo Vicary-, no dispondremos de suficientes aviones, carros de combate y lanchas de desembarco para despilfarrarlos en una impostura.

– Claro que no. Vamos a fabricar maquetas a escala natural, a base de lona y contrachapado. Vistas a nivel del suelo, parecerán lo que son, imitaciones toscas hechas a toda prisa. Pero desde el aire, a través de los objetivos de las cámaras de reconocimiento de la Luftwaffe, darán el pego, todo parecerá auténtico.

– ¿Cómo sabemos que los aviones de reconocimiento van a pasar?

Boothby dibujó en su rostro una amplia sonrisa, acabó su bebida y, sin prisas, encendió un cigarrillo.

– Ahora vamos a eso, Alfred. Sabemos que pasarán porque vamos a permitirles que lo hagan. No a todos ellos, naturalmente. Si lo hiciéramos así, les olería a cuerno quemado. La RAF y los aparatos estadounidenses surcarán el cielo constantemente, patrullan-do por encima del PGEEU; acosarán y ahuyentarán a la mayor parte de los intrusos. Pero a algunos, sólo a los que vuelen por encima de los mil metros, diría yo, se los dejará pasar. Si todo se desarrolla conforme al guión, los analistas de la vigilancia aérea de Hitler le dirán lo mismo que los escuchas destacados en el norte de Francia: que hay una gigantesca concentración de fuerzas aliadas congregada en las cercanías del Paso de Calais.

Vicary meneaba la cabeza.

– Comunicaciones por radio, fotografías aéreas, dos medios a través de los cuales los alemanes pueden reunir datos acerca de nuestras intenciones. El tercer medio, naturalmente, lo forman los espías.

¿Pero realmente quedaban espías? En septiembre de 1939, la víspera del estallido de la guerra, el MI-5 y Scotland Yard llevaron a cabo una redada general. A todos los sospechosos de espionaje se los encarceló, se los convirtió en agentes dobles o se les ahorcó. En mayo de 1940, cuando ingresó Vicary, el MI-5 estaba entregado a la captura de los nuevos espías que Canaris enviaba a Inglaterra para reunir datos sobre la invasión que se anunciaba. Esos nuevos espías sufrieron el mismo destino que la oleada anterior.

Cazar espías no era el término apropiado para describir lo que hacía Vicary en el MI-5. Técnicamente era un agente de contraespionaje. Su tarea consistía en asegurarse de que la Abwehr pensara que sus espías continuaban en sus puestos, que aún reunían información y aún seguían enviándola a los agentes de Berlín. El MI-5 había logrado manipular a los alemanes desde el mismo comienzo de la guerra, mediante el control del flujo de información que salía de las Islas Británicas. También consiguió que la Abwehr se abstuviera de enviar nuevos agentes a Gran Bretaña porque Canaris y sus oficiales de vigilancia creían que la mayor parte de sus espías aún estaban en ejercicio.

– Exactamente, Alfred. La tercera fuente de informes de Hitler acerca de la invasión la constituyen sus espías. Mejor dicho, los espías de Canaris. Y ya sabemos lo eficaces que son. Los agentes alemanes que controlamos aportarán una contribución vital al Plan Escolta al confirmar a Hitler gran parte de lo que puede observar desde el cielo y oír a través de las ondas. A decir verdad, ya hemos hecho entrar en el juego a uno de nuestros agentes dobles, Tate.

Tate se había ganado su nombre en clave a causa de su asombroso parecido con el popular artista de variedades Harry Tate. Su verdadero nombre era Wulf Schmidt y se trataba de un agente de la Abwehr lanzado en paracaídas desde un Heinkel 111 sobre el condado de Cambridge la noche del 19 de septiembre de 1940. Aunque no estaba asignado al caso de Tate, Vicary conocía los datos básicos. Tras pasar la noche al raso, el germano enterró su radio y su paracaídas y se llegó a pie a una aldea cercana. Hizo su primer alto en la peluquería de Wilfred Searle, donde compró un reloj de bolsillo para sustituir al de muñeca que se le había roto al saltar del Heinkel. A continuación compró un ejemplar de The Times a la señoril Field, encargada del puesto de periódicos, se lavó en la fuente de la aldea el tobillo hinchado y tomó el desayuno en un pequeño bar. Por último, a las diez de la mañana, el soldado Tom Cousins, de la Home Guard local, lo puso bajo custodia. Al día siguiente lo trasladaron a las instalaciones del MI-5 en Ham Commons (Suney) y allí, al cabo de trece días de interrogatorio, Tate accedió a trabajar como agente doble y a enviar por su radio a Hamburgo mensajes falsos.

– A propósito, Eisenhower está en Londres. Sólo unos cuantos escogidos de nuestro bando están enterados de ello. Sin embargo, Canaris lo sabe. Y ahora, Hitler también. La verdad es que los alemanes sabían que Eisenhower se encontraba aquí antes de que se aposentase para pasar su primera noche en Hayes Lodge. Sabían que estaba aquí porque Tate se lo comunicó. Era perfecto, naturalmente, una información aparentemente importante y, sin embargo, completamente inocua. Ahora, la Abwehr cree que Tate posee una fuente significativa y creíble dentro de la JSFEA. La fuente será fundamental a medida que se aproxime la fecha de la invasión. A Tate se le proporcionará una importante mentira para que la transmita. Y, con un poco de suerte, la Abwehr también se creerá eso.

»En las próximas semanas, los espías de Canaris observarán signos de una gigantesca concentración de hombres y material en el sureste de Inglaterra. Verán tropas estadounidenses y canadienses. Verán campamentos y puestos de escala. Escucharán historias horrorosas, en boca del público británico, acerca del espantoso inconveniente de tener tantos soldados hacinados en un lugar tan pequeño. Verán al general Patton circulando veloz por los pueblos de East Anglia, con sus botas relucientes y su revólver de cachas de marfil. Los buenos llegarán incluso a enterarse de los nombres de los altos mandos militares y enviarán esos nombres a Berlín. Tu propia red Doble Cruz desempeñará un papel fundamental.

Boothby hizo una pausa, aplastó la colilla del cigarrillo y encendió otro inmediatamente.

– Pero veo que sacudes la cabeza, Alfred. Supongo que has localizado el talón de Aquiles de todo este plan de embaucamiento.

Los labios de Vicary se curvaron en una prudente sonrisa. Conocedor del aprecio que Vicary tenía por la historia y las tradiciones griegas, Boothby daba por sentado que, por asociación de ideas, el profesor pensaría automáticamente en la guerra de Troya cuando él, Boothby, empezara a exponerle los detalles de la Operación Fortaleza.

– ¿Me permite? -preguntó Vicary e indicó con un gesto el paquete de cigarrillos Players de Boothby-. Me temo que dejé los míos abajo.

– Faltaría más -dijo Boothby. Tendió a Vicary los cigarrillos y mantuvo encendida la llama del mechero para darle lumbre.

– Aquiles murió al ser alcanzado por una flecha que fue a clavársele en su único punto vulnerable, el talón -explicó Vicary-. El talón de Aquiles de Fortaleza es la circunstancia de que puede echarlo por tierra un sólo informe genuino de alguna fuente en la que Hitler confíe. Requiere, pues, la total manipulación de todas las fuentes informativas que poseen Hitler y sus agentes de inteligencia. Para que Fortaleza funcione hay que intoxicar a todos y cada uno de ellos. Hitler tiene que quedar envuelto en una completa telaraña de mentiras. Si un hilo de verdad la atravesara, el plan entero podría desenredarse. -Vicary, que se interrumpió para darle una calada a su Players, no logró resistir la tentación de plantear un paralelo histórico-. Cuando Aquiles cayó, concedieron su armadura a Ulises. Nuestra armadura, me temo, se la otorgarán a Hitler.

Boothby cogió su vaso vacío y lo hizo rodar deliberadamente en la palma de su enorme mano.

– Ese es el peligro inherente a todo ardid militar, ¿no es cierto, Alfred? Casi siempre señala el camino de la verdad. El general Morgan, planificador de la invasión, lo expresó mejor. No haría falta más que un espía alemán decente recorriese a pie la costa sur de Inglaterra, desde Cornualles hasta Kent. Sí eso sucediera, todo el proyecto se vendría abajo estrepitosamente y, con tal fracaso, se desmoronarían todas las esperanzas de Europa. Ese es el motivo por el que nos hemos pasado la tarde encerrados con el primer ministro y por el que estás tú aquí ahora, Alfred.

Boothby se puso en pie y empezó a pasear despacio a lo largo del despacho.

– Precisamente en este momento estarnos actuando bajo la razonable certidumbre de que ya hemos intoxicado todas las fuentes de información de Hitler. También actuamos bajo la razonable certidumbre de que tenemos localizados a todos los espías de Canaris y que ninguno de ellos opera al margen de nuestro control. No nos embarcaríamos en una estratagema como la de Fortaleza si no fuera ese el caso. Empleo las palabras razonable «certidumbre» porque no existe forma de tener la completa y absoluta certeza de ese hecho. Doscientos sesenta espías, todos arrestados, ahorcados o convertidos en agentes dobles a nuestro favor.

Boothby se alejó de la débil claridad de la lámpara y se desvaneció en la oscuridad del rincón de su despacho.

– La semana pasada, Hitler organizó una conferencia en Rastenberg. Asistieron a ella todos los pesos pesados: Rommel, Von Rundstedt, Canaris e Himmler. El tema era la invasión. Concretamente, el momento y lugar de la invasión. Hitler puso una pistola en la cabeza de Canaris -figurada, no literalmente- y le ordenó que averiguase la verdad o afrontase unas consecuencias más bien desagradables. Canaris, a su vez, pasó el muerto a un hombre de su nómina llamado Vogel, Kurt Vogel. Hasta ahora, siempre habíamos creído que Vogel era el consejero jurídico personal de Canaris. Es evidente que estábamos equivocados. Tu misión consiste en impedir que Kurt Vogel se entere de la verdad. No he tenido oportunidad de leer su historial. Supongo que es muy posible que en el Registro haya algo acerca de él.

– Seguro -dijo Vicary.

Boothby había vuelto a entrar en el espacio tenuemente iluminado. Esbozó un suave fruncimiento de ceño, como si desde la otra habitación hubiera llegado a sus oídos algo desagradable, y luego se sumió en un silencio especulativo.

– Alfred, quiero ser completamente sincero contigo desde el principio de este caso. El primer ministro se empeñó en que te asignáramos la misión, en contra de las enérgicas objeciones que presentamos tanto el director general como yo.

Vicary sostuvo la mirada de Boothby durante un momento, al cabo del cual, un poco molesto por aquel comentario, desvió la vista y dejó vagar sus ojos por las paredes. Por las docenas de fotografías de sir Basil acompañado de celebridades. Por los bien pulimentados paneles de roble. Por el viejo remo colgado de una pared, extrañamente fuera de lugar en aquella protocolaria decoración. Tal vez era un recuerdo de épocas más dichosas y menos complicadas, pensó Vicary. Un río cristalino a la salida del sol. Oxford contra Cambridge. Un tren que rueda hacia casa en las frescas tardes de otoño.

– Permíteme explicarte esas observaciones, Alfred. Has realizado un trabajo maravilloso. Tu red de Becker ha sido un éxito de fábula. Pero el director general y yo tenemos la impresión de que para un caso como este quizá sea más adecuado una persona veterana.

– Comprendo -dijo Vicary. Una persona más veterana quería decir, en su código, un agente de carrera, no uno de los nuevos reclutas en los que Boothby tenía tan poca confianza.

– Pero, evidentemente -prosiguió Boothby-, fuimos incapaces de convencer al primer ministro de que no eras el hombre más apropiado para el caso. Así que tuyo es. Tenme al corriente de tus progresos. Y buena suerte, Alfred. Sospecho que te va a hacer falta.

7

Londres

Por el mes de enero de 1944 el tema del tiempo había recuperado el lugar preponderante que le correspondía entre las obsesiones de los británicos. Verano y otoño habían sido anormalmente secos y calurosos; el invierno, cuando llegó, inusitadamente frío. Gélidas nieblas se levantaban de las aguas fluviales, se cernían ominosas sobre Westminster y Belgravia, flotaban como humo de armas de fuego por encima de los escombros de Battersea y Southwark. El blitz era poco más que un recuerdo lejano. Los niños habían vuelto. Colmaban las tiendas de juguetes y los grandes almacenes, con las madres a remolque. Madres que intercambiaban regalos de Navidad por artículos más apetecibles. En la Nochevieja, un gentío enorme se aglomeró en Piccadilly Circus. Aquello hubiera parecido normal de no ser por el hecho de que se celebró en la oscuridad impuesta por el oscurecimiento. Pero horas después, la Luftwaffe, tras una larga ausencia que todos agradecieron, había vuelto a aparecer en el cielo de Londres.

A las ocho de la tarde, Catherine Blake cruzaba presurosa el puente de Westminster. En el cielo nocturno se entrecruzaban el resplandor de las llamas de los incendios del East End y los muelles, el relampagueo de las trazadoras y el rayo luminoso de los reflectores. Catherine oía el zum zum de las baterías antiaéreas apostadas en Hyde Park y a lo largo del Embankment y paladeaba el sabor acre del humo de los disparos. Sabía que para ella iba a ser una noche larga y atareada.

Al desembocar en la Lambeth Palace Road le asaltó un pensamiento absurdo, tenía un hambre de lobo. La escasez de alimentos nunca había sido tan descomunal. El árido otoño y el amargamente frío invierno se asociaron para eliminar del campo casi la totalidad de las verduras. Las patatas y las coles de Bruselas se convirtieron en golosinas. Sólo abundaban los nabos y colinabos. Pensó: «Si tengo que comer un nabo más, me pegaré un tiro». A pesar de todo, sospechaba que las cosas iban mucho peor en Berlín.

Un policía, un hombre bajito y regordete, que parecía demasiado viejo para llevar uniforme del ejército, montaba guardia a la entrada de la Lambeth Palace Road. Levantó la mano y, a gritos para que su voz resultase audible por encima del ulular de las sirenas que anunciaban la incursión aérea, le pidió el documento de identidad.

Como siempre, a Catherine le dio un vuelco el corazón.

Tendió al hombre la placa que la acreditaba como miembro del Servicio de Voluntariado Femenino. El policía le echó un vistazo y después alzó la mirada sobre Catherine. La muchacha tocó al policía en el hombro y agachó la cabeza para llevar la boca hacia su oreja y hablarle al oído. Era una técnica que llevaba años utilizando para neutralizar a los hombres.

– Soy enfermera voluntaria en el Hospital de St. Thomas -dijo Catherine.

El agente levantó la cabeza. Por la expresión de su rostro, Catherine comprendió que ya no representaba ninguna amenaza para ella. Sonreía estúpidamente y la contemplaba como si acabase de enamorarse de su palmito. Aquella reacción no era nueva para Catherine. Era despampanantemente bonita y había utilizado el arma de su belleza durante toda su vida.

El policía le devolvió la identificación.

– ¿Es muy fuerte? -preguntó la muchacha.

– Bastante. Tenga cuidado y mantenga agachada la cabeza.

Londres necesitaba muchas más ambulancias de las que disponía. Las autoridades requisaban todo vehículo disponible al que pudieran echar mano: furgonetas de reparto, camiones de leche, todo lo que tuviese cuatro ruedas, un motor y espacio trasero lo suficientemente amplio para permitir trasladar un herido y un médico. En una de las ambulancias que irrumpían a toda velocidad por la entrada del servicio de urgencias del hospital, Catherine observó la cruz roja pintada encima del descolorido letrero de una popular panadería de la localidad.

La mujer apretó el paso, detrás de la ambulancia, y entró en el hospital. Aquello era de locura. El departamento de urgencias rebosaba de heridos. Parecía haberlos por todas partes, en el suelo, en los pasillos, en la sala de enfermeras. Unos cuantos lloraban. Otros tenían la vista clavada en el techo, demasiado aturdidos para comprender lo que les había pasado. Docenas de pacientes aún esperaban el reconocimiento de un médico o de una enfermera. Y no paraban de llegar más, minuto tras minuto.

Catherine notó que una mano se le posaba en el hombro.

– No hay tiempo para entretenerse, señorita Blake.

Catherine volvió la cabeza y se encontró con el severo rostro de Enid Pritt. Antes de la guerra, Enid había sido una mujer bonachona, a veces despistada, acostumbrada a entendérselas con casos de gripe y, alguna que otra vez, con las heridas del perdedor de una reyerta a navajazos delante de una taberna. Todo había cambiado con la guerra. Ahora se erguía más derecha que una vela, hablaba con voz clara y autoritaria de patio de armas y nunca empleaba más palabras que las estrictamente imprescindibles para decir lo que era preciso decir. Regía sin ningún problema una de las salas de urgencias más atareadas de Londres. Un año antes, su marido, que a la sazón contaba veintiocho años, murió víctima de uno de los bombardeos. Enid Pritt no le lloraba, eso era algo que podía esperar hasta haber derrotado a los alemanes.

– No les permita adivinar lo que está usted pensando, señorita Blake -dijo Enid Pritt con brusquedad-. Eso los aterroriza aún más. Quítese el abrigo y póngase a trabajar. Sólo en este hospital hay por lo menos ciento cincuenta heridos y el depósito se está llenando con rapidez. Dicen que aún van a venir más.

– Desde septiembre de 1940 no había visto una situación tan grave.

– Por eso la necesitan. Ahora ponga manos a la obra, joven, dése toda la prisa que pueda.

Enid Pritt se movió a través de la sala de urgencias como un comandante que cruzase el campo de batalla. Catherine la vio ordenar a otra joven enfermera que aplicase un vendaje. Enid Pritt no tenía favoritismos, era tan dura con las enfermeras como con las voluntarias. Catherine colgó el abrigo y echó a andar por un pasillo rebosante de heridos. Empezó con una niña que aferraba contra sí un chamuscado oso de felpa.

– ¿Dónde tiene pupa esta pequeña?

– En el brazo.

Catherine arremangó el jersey de la niña y puso al descubierto un bracito que, evidentemente, estaba roto. La criatura llevaba encima tal susto que no sentía el dolor. Catherine siguió hablándole intentando apartar la herida de la mente de la niña.

– ¿Cómo te llamas, tesoro?

– Ellen.

– ¿Dónde vives?

– En Stepney, pero mi casa ya no está. -La voz de la chiquilla era sosegada, inexpresiva.

– ¿Dónde están tus padres? ¿Están aquí contigo?

– El bombero me dijo que se marcharon y ahora están con Dios.

Catherine no dijo nada, se limitó a mantener cogida la mano de la niña.

– El doctor vendrá a verte en seguida. Quédate aquí quietecita y no intentes mover el brazo. ¿De acuerdo, Ellen?

– Sí -dijo la niña-. Eres muy guapa.

Catherine sonrió.

– Gracias. ¿Sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Tú también eres muy guapa.

Catherine siguió pasillo adelante. Un anciano con una contusión que la cruzaba la parte superior de la calva cabeza alzó la mirada cuando Catherine empezaba a examinarle la herida.

– Estoy perfectamente, joven. Hay un montón de personas mucho peor que yo. Véalas a ellas primero.

Catherine se atusó un desgreñado rizo e hizo lo que se le sugería. Era una cualidad que ella había visto en el pueblo inglés una y otra vez. Berlín cometía un disparate al reanudar los bombardeos aéreos. A Catherine le hubiera gustado tener atribuciones para decírselo.

Continuó pasillo adelante, atendiendo a los heridos y escuchando sus historias al tiempo que trabajaba.

– Me servía una puñetera taza de té en la cocina cuando ¡PUMBA! Una bomba de cuatrocientos kilos estalla a la puñetera puerta de mi casa. Y lo único que sé es que al despertarme estaba tendido boca arriba en lo que antes era mi puñetero jardín, mirando el montón de escombros de lo que antes era mi puñetera casa.

– Habla bien, que no cuesta nada, George. Hay niños presentes.

– Mis palabrotas tampoco son tan soeces. La casa que estaba justo enfrente de la mía recibió el impacto de lleno. Una familia de cuatro, todos a hacer puñetas.

Cayó cerca una bomba y el hospital se estremeció.

Una monja, herida de gravedad, se santiguó, dando el ejemplo, y empezó a rezar el Padrenuestro, con la intención de que los demás la imitaran.

– Esta noche hará falta algo más que la oración para echar del cielo a la Luftwaffe, hermana.

– … Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad…

– Perdí a mi esposa en los bombardeos de 1940. Temo que puedo perder a mi única hija en el de esta noche.

– … así en la Tierra como en el Cielo…

– Qué guerra, hermana, qué maldita guerra.

– … así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…

– ¿Sabes una cosa, Mervin? Tengo la impresión de que no le caemos muy simpáticos a Hitler.

– También yo me he dado cuenta de eso.

Estalló una carcajada en la sala de urgencias.

Diez minutos después, cuando la monja decidió que la oración ya había agotado sus posibilidades, empezó el inevitable cántico.

– Que ruede el tonel…

Catherine sacudió la cabeza.

– Un tonel lleno de diversión…

Al cabo de un momento, sin embargo, Catherine cantaba con los demás.


A las ocho de la mañana siguiente, Catherine entraba en su piso. El correo matinal ya había llegado. La señora Hodges, su casera, siempre se lo echaba por debajo de la puerta. Catherine se inclinó, cogió las cartas e inmediatamente arrojó tres sobres al cubo de la basura que tenía en la cocina. No necesitaba leer aquellas misivas porque ella misma las había escrito y echado al buzón en distintos puntos de Londres. En circunstancias normales, no era lógico que Catherine recibiese correspondencia personal, dado que carecía de amigos y de familiares en Gran Bretaña. Pero habría resultado extraño que una joven educada y atractiva no mantuviese correspondencia con nadie -y la señora Hodges era una cotilla de cuidado-, de modo que Catherine puso en práctica una elaborada treta para asegurarse la recepción de una más o menos periódica y fluida corriente de correo personal.

Pasó al cuarto de baño y abrió los grifos de la bañera. La presión era baja y por la boca del grifo apenas salía una hilillo de líquido, pero al menos aquel día era caliente. El suministro de agua se servía con cuentagotas a causa de la sequía del verano y otoño, y el gobierno amenazaba con racionar también eso. La bañera tardaría varios minutos en llenarse.

En el momento en que la reclutaron, Catherine Blake no se encontraba en situación de plantear exigencias, pero de todas formas presentó una: recibir dinero suficiente para vivir con comodidad. Se había criado en casas de ciudad grandes y en mansiones rurales amplias -sus padres pertenecían a la clase alta- y pasarse la guerra en el cuartucho infame de una pensión de tres al cuarto, compartiendo el cuarto de baño con otras seis personas, era algo que ni por lo más remoto iba a aceptar. Su cobertura era la de una viuda de guerra, perteneciente a una respetable familia de clase media, con recursos económicos saneados, y aquel piso encajaba a la perfección; un modesto pero confortable conjunto de habitaciones en un edificio victoriano de Earl’s Court.

El salón era acogedor y estaba amueblado modestamente, aunque a cualquier extraño le sorprendería la absoluta falta de detalles u objetos personales. No había fotografías ni recuerdos. Contaba con un cómodo dormitorio independiente, que disponía de una cama de matrimonio, una cocina dotada de todos los aparatos modernos y su propio aseo con una señora bañera.

El piso tenía otros artilugios y comodidades que era improbable se le ocurriera pedir a una mujer inglesa corriente. Estaba en la última planta, donde una radiomaleta AFU podía recibir transmisiones desde Hamburgo con escasas interferencias. y un mirador victoriano de la sala de estar proporcionaba una vista diáfana y despejada de la calle que discurría debajo.

Se dirigió a la cocina y puso encima del hornillo una tetera llena de agua. El trabajo de voluntaria consumía una barbaridad de tiempo y resultaba agotador, pero era esencial para su cobertura. Todo el mundo colaboraba de una manera o de otra. No hubiese parecido bien que una joven saludable y sin familia no aportase su granito de arena al esfuerzo de la guerra. Solicitar su ingreso en una fábrica de municiones habría sido arriesgado -era posible que su tapadera no resistiese la comprobación del historial que presentara-y ni pensar en hacerse miembro femenino de la marina británica. El Servicio de Voluntariado Femenino era el compromiso perfecto. Andaban desesperados buscando personal. Cuando Catherine firmó ese compromiso en septiembre de 1940 la pusieron a trabajar aquella misma noche. Cuidaba de los heridos en el Hospital de St. Thomas y distribuía libros y bizcochos en el metro durante las incursiones nocturnas de los bombarderos. Todas las apariencias indicaban que era la joven inglesa modélica entregada a la aportación de su parte de esfuerzo.

A veces no podía contener la risa.

Silbó la tetera. Volvió a la cocina y preparó el té. Como todos los londinenses se había hecho adicta al té y a los cigarrillos. Parecía que el país en pleno vivía a base de tabaco y tanino, y Catherine no era la excepción. Había consumido ya toda su ración de leche en polvo y de azúcar, así que tuvo que tomarse el té a palo seco. En momentos como aquel echaba de menos nostálgicamente el café fuerte de su casa y una buena porción de dulce pastel de Berlín.

Acabó la primera taza y se sirvió otra. Deseaba tomar un baño, meterse en la cama y dormir veinticuatro horas seguidas, pero tenía algo que hacer y necesitaba estar despierta. Hubiera llegado a casa una hora antes si anduviese por Londres como una mujer normal. Habría tomado el metro sin más y atravesado la ciudad hasta Earl’s Court. Pero Catherine no anduvo por Londres como una mujer normal. Tomó un tren, luego un autobús, después un taxi y a continuación otro autobús. Se había apeado del autobús antes de llegar a su destino y recorrió a pie los cuatrocientos metros que le separaban de su piso, cerciorándose cada dos por tres de que no la seguían. Cuando por fin llegó a casa, estaba empapada por la lluvia pero tenía la seguridad de encontrarse sola. Al cabo de cinco años de cometido secreto, algunos agentes podían caer en la tentación de confiarse. Catherine nunca se confiaría. Esa era una de las razones por la que había sobrevivido cuando otros fueron arrestados y ahorcados.

Pasó al cuarto de baño y se desnudó frente al espejo. Era alta y estaba en plena forma; años de practicar la equitación y la caza habían hecho de ella una muchacha más fuerte que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Era ancha de hombros y tenía unos brazos tersos y firmes como los de una estatua. Sus pechos, redondos y plenos, tenían la forma perfecta, y su estómago era liso y duro. Como les ocurrió a casi todos, estaba más delgada que antes de la guerra. Soltó la pinza que mantenía sujeto el pelo en un discreto moño monjil y dejó que la melena le cayese sobre el cuello, se desparramase sobre los hombros y le enmarcará el rostro. Tenía los ojos azul hielo -el color de los lagos de Prusia, había dicho su padre- y los pómulos eran anchos y prominentes, más germánicos que ingleses. La nariz era larga y elegante, la boca generosa, con un par de labios sensuales.

Pensó: «En general, todavía eres una mujer atractiva, Catherine Blake».

Al meterse en la bañera se sintió de súbito muy sola. Vogel la había puesto en guardia ya respecto a la soledad. Pero ella nunca imaginó que pudiera llegar a ser tan intensa. A veces, era realmente peor que el miedo. Pensó que tal vez sería mejor estar completamente sola, incomunicada en una isla desierta o en la cima de una montaña, que rodeada de personas a las que no podía tocar.

Desde aquel muchacho de Holanda, no se había permitido disfrutar de un amante. Echaba de menos a los hombres y echaba de menos el sexo, pero podía pasarse sin ambos. El deseo, como todas las emociones, era algo que podía conectar y desconectar como un interruptor de la luz. Además, tener un hombre era muy complicado con la tarea que ella realizaba. Los hombres tendían a ser obsesivos respecto a ella. Lo que menos le hacía falta era un novio perdidamente enamorado de su persona y que bucease en su vida pasada.

Catherine dio por terminado el baño y salió del agua. Se cepilló rápidamente la húmeda cabellera y se puso la bata. Entró en la cocina y abrió la puerta de la despensa. Los estantes estaban desoladoramente despoblados. La radiomaleta ocupaba el anaquel superior. La bajó y la trasladó al salón, cerca del ventanal, donde mejor era la recepción. Levantó la tapa y encendió el aparato.

Había otra razón por la que nunca la atraparon: Catherine se mantenía fuera de las ondas, sin transmitir. Cada semana encendía el aparato durante un lapso de diez minutos. Si Berlín tenía alguna orden que darle, se la enviarían entonces.

Durante cinco años no le llegó nada, no pudo oír más que el silbido de la atmósfera.

Sólo se puso en comunicación con Berlín una vez, la noche que siguió a aquella en la que asesinó a la mujer, en Suffolk, y asumió su nueva identidad. Beatrice Pymm. Pensó ahora en la mujer y no sintió remordimientos. Catherine era un soldado y en tiempo de guerra los soldados se ven obligados a matar. Además, aquel asesinato no fue gratuito. Era absolutamente necesario.

Un agente sólo podía introducirse en Gran Bretaña mediante dos formas: clandestinamente, descendiendo en paracaídas o desembarcando tras llegar en una pequeña embarcación; o abiertamente, como pasajero de un barco o de un avión. Cada uno de esos sistemas tenía sus pegas y fallos. Intentar colarse inadvertido en el país desde el aire o llegando a bordo de una barca era azaroso. Al agente podían localizarlo o podía resultar herido al caer; adiestrar a Catherine para que llegara a dominar el paracaidismo hubiese añadido unos meses más al ya interminable período de instrucción de la muchacha. El segundo sistema, entrar por medios legales, también entrañaba su propio peligro. El agente tendría que pasar el control de pasaportes. Quedarían registrados oficialmente la fecha y el puerto de entrada. Era indudable que cuando estalló la guerra, el MI-5 recurrió a esos archivos para rastrear y localizar espías. Si un extranjero había entrado en el país y no volvió a salir, el MI-5 fácilmente iba a dar por supuesto que se trataba de un agente alemán. Vogel ideó una solución: entrar en Gran Bretaña por barco y luego eliminar el registro de entrada por el procedimiento de borrar a la verdadera persona. Sencillo, salvo por un detalle, se precisaba un cadáver. Beatrice Pymm, al morir, se convirtió en Christa Kunt. El MI-5 nunca llegó a descubrir a Catherine porque jamás la buscaron. La entrada y salida de Christa Kunt respondía de ello. Los del MI-5 no tenían idea de que Catherine hubiera existido jamás.

Catherine se sirvió otra taza de té, se puso los auriculares y esperó.

Casi se derramó el té encima cuando, cinco minutos después, la radio cobró crepitante vida.

El operador de Hamburgo transmitió una ráfaga en clave.

Los radiotelegrafistas alemanes tienen fama de ser los más precisos del mundo. Y también los más rápidos. Catherine tuvo que esforzarse para mantenerse a la altura de las circunstancias. Cuando el operador de Hamburgo hubo terminado, le pidió que repitiera el mensaje.

El hombre lo hizo, más despacio.

Catherine acusó recibo y cortó.

Tardó unos minutos en encontrar el libro de claves y varios más en descodificar el mensaje. Al concluir se lo quedó mirando, incrédula.


Ejecuta cita alfa.


Por fin Kurt Vogel deseaba que se encontrase con otro agente.

8

Hampton Sands (Norfolk)


La lluvia caía sesgada sobre la costa de Norfolk mientras Sean Dogherty, cargado con las cinco jarras de aguada cerveza ale que se había metido entre pecho y espalda, trataba de subir a su bicicleta delante de la Hampton Arms. Lo consiguió al tercer intento y emprendió el regreso a casa. En tanto pedaleaba a ritmo sostenido, Dogherty apenas reparaba en el pueblo: un lugar realmente lúgubre, un puñado de casitas levantadas a lo largo de la única calle, la tienda de la aldea y la taberna de Hampton Arms. Desde 1938 no habían vuelto a pintar el letrero; como casi todo, la pintura estaba racionada. La iglesia de St. John se erguía en el extremo oriental de la población. Dogherty se santiguó inconscientemente al pasar por la verja del cementerio contiguo al templo y pedaleó por encima del puente de madera que cruzaba la ría. Instantes después, la aldea desapareció a sus espaldas.

Fue espesándose la oscuridad; a Dogherty le costaba Dios y ayuda mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel camino sembrado de baches. Era un hombre menudo, en la cincuentena, de ojos verdes hundidos profundamente en la cara y descuidada barba grisácea. La nariz, torcida y fuera de su centro natural, se la habían roto más veces de las que quería molestarse en recordar, una en el curso de su breve carrera como peso semimedio en Dublín y varias más durante etílicas peleas callejeras. Llevaba impermeable y gorra de lana. El congelado aire le clavaba sus garras en la parte del rostro que quedaba al descubierto: era aire del mar del Norte, afilado como un cuchillo, embalsamado en los campos del hielo del Ártico y en los fiordos noruegos, por los que había discurrido antes de lanzarse al asalto de la costa de Norfolk.

Se abrió la cortina de lluvia y se dejó ver el panorama que ofrecía el terreno: amplios campos color esmeralda, llanuras ilimitadas de fango gris, marismas salinas cubiertas de hierbas y juncos. A la izquierda de Dogherty, una playa ancha y aparentemente infinita se alargaba siguiendo la orilla del agua. A su derecha, a media distancia, verdes colinas se fundían con la capa de nubes bajas.

Un par de gansos de Brent, inmigrados de Siberia para pasar el invierno, remontaron el vuelo en el pantano y planearon sobre las aguas, agitando suavemente las alas. Hábitat perfecto para numerosas especies de aves, la costa de Norfolk había sido en otro tiempo popular destino turístico. Pero la guerra convirtió la observación de aves en algo poco menos que imposible. La mayor parte de Norfolk era zona militar restringida y el racionamiento de combustible dejaba pocos ciudadanos con medios para recorrer aquel aislado rincón del país. Y aun en el caso de disponer de esos medios, a los visitantes les habría resultado difícil orientarse por allí. En la primavera de 1940, con la alta fiebre de invasión que padecía el país, el gobierno había eliminado todas las señales e indicaciones de carretera.

Más que cualquier otro residente de Norfolk, Sean Dogherty tomó oportuna y puntual nota de tales detalles. En 1940 la Abwehr le había reclutado como espía, asignándole el nombre en clave de Esmeralda.


La casita apareció a lo tejos; el humo se elevaba perezosamente, tras salir por la chimenea, para dejar luego que el viento lo hiciese jirones y lo dispersase por encima del amplio prado. Era la granja de un pequeño agricultor que trabajaba unas tierras de alquiler, pero que proporcionaban unos ingresos con los que se podía subsistir bien: un pequeño rebaño de ovejas que daban carne y lana, aves de corral, un huertecillo en el que cultivar verduras y hortalizas, que en aquellos días alcanzaban buenos precios en el mercado. Dogherty poseía incluso una vieja y destartalada camioneta y en ella transportaba artículos de las granjas vecinas al mercado de King's Lynn. Como consecuencia, tenía estipulado un cupo de combustible agrícola, cuya cantidad era superior a la que recibían los ciudadanos corrientes.

Torció por el camino de entrada a la granja, se apeó y empujó la bicicleta por el irregular camino en dirección al granero. Oyó en las alturas el zumbido de los bombarderos Lancaster que despegaban de sus bases de Norfolk. Recordó la época en que los aparatos volaban procedentes de la otra dirección: los pesados Heinkel de la Luttwaffe que cruzaban el mar del Norte rumbo a los centros fabriles de Birmingham y Manchester. Los aliados habían impuesto ahora su supremacía en los cielos y los Heinkel raramente se aventuraban a volar sobre Norfolk.

Levantó la cabeza y vio entreabiertos los visillos de la cocina; vio también, borrosamente, a través de los cristales surcados por las rayas del agua de la lluvia, la cara de Mary. «Esta noche, no, Mary -pensó, apartados deliberadamente los ojos-. Por favor, otra vez esta noche, no.»


A la Abwehr no le costó mucho esfuerzo convencer a Sean Dogherty para que traicionase a Inglaterra y se pusiera a trabajar para la Alemania nazi. En 1921, los británicos habían arrestado y ahorcado a su hermano mayor, Daniel, por capitanear una columna móvil del IRA, el Ejército Republicano Irlandés.

Dentro del granero, Dogherty abrió un armario de herramientas y sacó el maletín de la Abwehr en el que guardaba su transmisor-receptor, el cuaderno de claves, un bloc de notas y un lapicero. Encendió la radio y fumó un cigarrillo mientras esperaba. Las instrucciones que tenía eran simples: encender el aparato una vez a la semana y permanecer atento a las posibles instrucciones de Hamburgo. Habían transcurrido más de tres años desde la última vez que la Abwehr le pidió que hiciera algo. Sin embargo, Dogherty encendía diligentemente su radio a la hora indicada y aguardaba órdenes durante diez minutos.

Cuando faltaban dos minutos para que se cumpliera el tiempo establecido, Dogherty colocó de nuevo el libro de claves y el cuaderno de notas en el armario. Un minuto después, alargó la mano hacia el interruptor. Estaba a punto de desconectar la radio cuando ésta cobró vida repentinamente. Dogherty tomó el lápiz y el cuaderno de notas y escribió frenéticamente, hasta que el aparato se quedó silencioso. Rápidamente, acusó recibo y cortó la comunicación.

A Dogherty le llevó varios minutos descifrar el mensaje.

Cuando concluyó, no podía dar crédito a sus ojos.

Ejecuta procedimiento de recepción uno.

Los alemanes deseaban que alojase a un agente.


Había pasado un cuarto de hora desde que Mary Dogherty, de pie en la ventana de la cocina, vio a su marido entrar en el granero. Se preguntaba qué podía entretenerle tanto tiempo. Si no se presentaba en seguida iba a enfriársele la cena. Se secó las manos con el delantal y llevó un tazón de té humeante ante la ventana. Había arreciado la lluvia, el viento azotaba furioso la costa del mar del Norte.

La mujer pensó: «Una noche espantosa para estar fuera, Sean Dogherty».

Sostuvo el desportillado tazón de porcelana en el hueco de ambas manos y dejó que el vapor que despedía el té le calentase la cara. Sabía lo que Sean estaba haciendo en el establo: comunicarse por radio con los alemanes.

A Mary no le quedaba más remedio que reconocer que espiar para los nazis había rejuvenecido a Sean. En la primavera de 1940 llevó a cabo reconocimientos de amplios sectores de la región rural de Norfolk. Asombrada, Mary vio cómo parecía animarse y cobrar vida a causa de las misiones: recorría en bicicleta diariamente kilómetros y kilómetros, buscaba señales de actividad militar, tomaba fotografías de las defensas costeras. Pasaba la información a un contacto de la Abwehr en Londres, que a su vez la enviaba a Berlín. Sean creía que aquello era muy peligroso y disfrutaba de cada segundo de ello.

Mary lo odiaba. Temía que pudieran atrapar a Sean. Todo el mundo andaba a la búsqueda de espías; era una obsesión nacional. Un desliz, un error y arrestarían a Sean. La Ley de Traición de 1940 preceptuaba una sola sentencia para el espía: la ejecución. Mary había leído en la prensa cosas acerca de los espías -los ahorcamientos que tuvieron lugar en Wandsworth y Pentonville- y cada una de esas noticias lanzaba una corriente de hielo a lo largo de sus venas. Un día, le aterraba pensarlo, iba a leer la ejecución de Sean.

La lluvia aún acrecentaba su furia y el viento sacudía con tal violencia la parte lateral de la casita que Mary temió que la derribase. Pensó en lo que sería vivir sola en una granja vieja y en ruinas; una existencia miserable. Se estremeció, se apartó de la ventana y se acercó a la lumbre.

Quizá todo hubiera sido distinto de haber podido darle hijos a Sean. Expulsó de su cabeza la idea; ya se había amargado la vida innecesariamente demasiado tiempo. Era inútil desenterrar cuestiones acerca de las cuales no podía hacerse nada. Sean era como era y nada de lo que ella pudiera hacer iba a cambiarle.

«Sean -pensó Mary-, ¿qué diablos ha sido de ti?»


Los fuertes golpes que bruscamente sacudieron la puerta asustaron a Mary, provocando el que se derramara un poco de té sobre el delantal. Dejó el tazón en la ventana y corrió hacia la puerta, dispuesta a pegarle un grito a Sean por haber salido de casa sin llevar llave. Pero al abrir la puerta se encontró con la figura de Jenny Colville, una muchacha que vivía en la otra parte del pueblo. Estaba de pie bajo la lluvia, con un reluciente impermeable sobre los huesudos hombros. Iba sin sombrero y el pelo, largo hasta llegarle a los hombros, se aplastaba contra la cabeza y enmarcaba un rostro que puede que algún día hubiera sido muy bonito, pero que en aquel momento tenía un aspecto horrible.

Mary comprendió que la chica había estado llorando.

– ¿Qué ha ocurrido, Jenny? ¿Te ha vuelto a pegar tu padre? ¿Ha estado bebiendo?

Jenny asintió con la cabeza y estalló en lágrimas.

– Entra, anda, no sigas bajo ese aguacero -dijo Mary-. Te morirás de frío andando por ahí en una noche como esta.

Mientras Jenny entraba, Mary echó un vistazo hacia la parte delantera del huerto, buscando la bicicleta de la joven. No estaba allí; Jenny había ido andando desde la casa de Colville, más de kilómetro y medio.

Mary cerró la puerta.

– Quítate esas ropas. Están empapadas. Te traeré una bata para que te la pongas mientras se secan.

Mary subió al dormitorio. Jenny hizo lo que le había dicho. Agotada, se desprendió del impermeable y lo dejó caer de los hombros al suelo. Después se quitó el grueso jersey de lana y lo soltó también sobre el piso, junto al impermeable.

– Líbrate de esa ropa húmeda que aún llevas puesta, jovencita -indicó Mary, con cierto tono de enojo burlón en la voz. -¿Pero y si me ve Sean?

– Una de sus benditas cercas se ha roto y Sean ha salido a repararla -mintió Mary.

– ¿Con este tiempo? -Jenny dejó que su fuerte acento de Norfolk matizara su tono y, con ello, recobró parte de su acostumbrado buen humor. A Mary le maravilló su capacidad de recuperación-. ¿Está zumbado, Mary?

– Siempre he sabido que eres una moza muy perspicaz. Anda, venga, quítate ya el resto de esas prendas empapadas.

Jenny se despojó de los pantalones y de la camiseta. Su tendencia a vestirse como un chico era incluso superior a la de las otras muchachas del campo. Su piel tenía la blancura de la leche y, en aquel momento, la carne de gallina. Tendría suerte si no pescaba un resfriado de cuidado. Mary la ayudó a ponerse la bata y la envolvió en ella, apretándosela contra el cuerpo.

– Bueno, ¿no está mejor así?

– Sí, gracias, Mary. -Jenny volvió a echarse a llorar-. No sé qué haría sin ti.

Mary atrajo a Jenny hacia sí.

– Nunca estarás sin mí, Jenny. Te lo prometo.

Jenny se acomodó en una vieja silla, cerca del fuego, y se cubrió con una manta mohosa. Puso los pies debajo el cuerpo y, al cabo de un momento dejó de tiritar y se sintió caliente y segura. Ante el hornillo, Mary canturreaba suavemente para sí.

Instantes después, el guiso rompió a hervir y llenó la casa de un olor maravilloso. Jenny cerró los párpados y su cansado cerebro fue saltando de una sensación agradable a otra: el cálido olor del estofado de cordero, el calor de la lumbre, la emocionante dulzura de la voz de Mary. El viento y la lluvia azotaban el cristal de la ventana, junto a su cabeza. La tormenta incrementó la felicidad que representaba encontrarse a salvo en una casa pacífica. La muchacha deseó que su vida fuera siempre como en aquel momento.

Instantes después, Mary le llevó una bandeja con un cuenco de estofado, un pedazo de pan y una humeante taza de té.

– Incorpórate, Jenny -dijo, pero no hubo respuesta. Mary dejó la bandeja, arropó a la chica con otro edredón y la dejó dormir.


Mary leía junto al fuego cuando entró Dogherty en la casita. La mujer le observó en silencio mientras él avanzaba por la estancia. El hombre señaló la silla donde Jenny dormía y preguntó:

– ¿Por qué está aquí? ¿Su padre la sacudió otra vez?

– Chisssst -siseó Mary-. Vas a despertarla.

La mujer se levantó y le condujo a la cocina. Le preparó la mesa y Dogherty se sirvió una taza de té y tomó asiento.

– Lo que Martin Colville necesita es una dosis de su propia medicina. Y yo soy precisamente el hombre que va a administrársela.

– Por favor, Sean… Tiene la mitad de tus años y el doble de tu talla.

– ¿Y eso qué se supone que significa?

– Significa que puedes resultar lastimado. Lo último que necesitamos ahora es atraer la atención de la policía por una pelea estúpida. Vamos, cena de una vez y estáte calladito. No despiertes a la chica.

Dogherty obedeció y se dispuso a comer. Tomó una cucharada del guiso y esbozó una mueca.

– ¡Cielos! Esta comida está helada.

– Si hubieses llegado a casa a una hora decente, no lo estaría. ¿Dónde estuviste?

Sin levantar la cabeza del plato, Dogherty disparó a Mary una mirada gélida a través de las pestañas entrecerradas.

– Estaba en el granero -dijo fríamente.

– ¿Con la radio, esperando instrucciones de Berlín? -susurró Mary, sarcástica.

– Luego, mujer -rezongó Sean.

– ¿No comprendes que estás perdiendo el tiempo ahí? Y poniendo en peligro tu cuello y el mío.

– ¡He dicho que luego, mujer!

– ¡Viejo cabrito estúpido!

– ¡Basta ya, Mary!

– Puede que algún día los muchachos de Berlín te encarguen una misión de verdad. Entonces te desembarazarás de todo el odio que llevas dentro y podremos seguir adelante con lo que quede de nuestras vidas. -Mary se puso en pie y le miró, al tiempo que meneaba la cabeza-. Estoy cansada, Sean. Me voy a la cama. Echa un poco de leña al fuego para que Jenny conserve el calor. Y no hagas nada que pueda despertarla. Ésta ha sido una noche de perros para ella.

Mary subió la escalera, entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Cuando hubo desaparecido, Dogherty se acercó al aparador y sacó una botella de Bushmills. El whisky era auténtico oro en aquellas fechas, pero se trataba de una noche especial y Dogherty se sirvió una generosa ración.

– Quizá los muchachos de Berlín hagan justamente eso, Mary Dogherty -dijo, mientras alzaba el vaso en silencioso brindis-. A decir verdad, es posible que ya lo hayan hecho.

9

Londres


Lo cierto era que, para conseguir un trabajo en el servicio de la información militar, durante la Primera Guerra Mundial, Alfred Vicary ya se había implicado en el juego del engaño. Tenía entonces veintiún años y estaba a punto de acabar sus estudios en Cambridge, mientras Inglaterra, convencida de que corría el peligro de irse a pique, necesitaba a cuantos buenos elementos pudiera echar mano. Vicary no quería saber nada de la infantería. Estaba impuesto lo suficiente en historia como para comprender que en ese arma no existía gloria alguna, sólo brindaba tedio, sufrimiento y, con mucha probabilidad, muerte o heridas graves.

Su mejor amigo, un inteligente estudiante de filosofía llamado Brendan Evans, dio con la solución perfecta. Brendan se había enterado de que el ejército estaba creando algo que respondía al nombre de Cuerpo de Inteligencia. Los únicos requisitos que se precisaban para ingresar en tal organismo eran hablar francés y alemán con fluidez, haber viajado ampliamente por Europa, saber conducir y reparar motocicletas y tener una vista perfecta. Brendan se había puesto en contacto con la Oficina de Guerra y concertó sendas citas para la mañana siguiente.

Vicary se sintió bastante desanimado; no cumplía los requisitos exigidos. Su alemán era fluido, aunque monótono, hablaba francés pasablemente y había recorrido Europa in extenso, incluido el interior de Alemania. Pero no tenía idea de conducir motocicletas -realmente, aquellos armatostes le ponían los nervios de punta-y su vista era atroz.

Brendan Evans era todo lo que no era Vicary: alto, rubio, bien parecido, asombrosamente apuesto, poseía un enorme afán de aventuras y tenía a su disposición todas las mujeres a las que fuese capaz de atender. Ambos, Brendan y Vicary, contaban con un rasgo común: una memoria colosal.

Vicary concibió su plan.

Aquel atardecer, durante el fresco crepúsculo de agosto, Brendan le enseñó a montar en moto sobre un tramo de carretera desierto, en los Fens. En varias ocasiones Vicary estuvo en un tris de pegarse un trastazo que acabara con la vida de ambos, pero al final de la sesión nocturna, mientras el motor rugía por los caminos, Vicary vivía ya una temeridad y unas emociones que no había experimentado nunca. A la mañana siguiente, durante el trayecto en tren de Cambridge a Londres, Brendan le instruyó sin tregua acerca de la anatomía de las motocicletas.

Cuando llegaron a Londres, Brendan entró en la Oficina de Guerra, en tanto Vicary aguardaba fuera, bajo el cálido sol. Brendan salió al cabo de una hora, con una amplia sonrisa en el semblante.

– Ya estoy dentro -anunció-. Ahora te toca a ti. Escucha con atención.

Procedió a repetirle de cabo a rabo todas y cada una de las pruebas oftalmológicas, incluidos los desesperanzadamente minúsculos caracteres de la última línea.

Vicary se quitó las gafas, se las entregó a Brendan y entró como un ciego en el oscuro e imponente edificio. Pasó la prueba con éxito: sólo cometió un error al confundir una B por una D, pero aquello fue culpa de Brendan, no de él. A Vicary le asignaron destino de inmediato, como alférez en la sección motociclista del Cuerpo de Inteligencia. Le entregaron un vale por el uniforme y equipo y le ordenaron que se cortase el pelo, que durante el verano le había crecido y se le había rizado. Al día siguiente le indicaron que se presentase en el Puesto de Euston y recogiera su motocicleta, un flamante modelo de Rudge, refulgente y embalada en un cajón de madera. Una semana después, Brendan y Vicary subían a bordo de un transporte naval de tropas y zarpaban, con sus motocicletas, rumbo a Francia.

¡Era todo tan sencillo entonces! Los agentes se deslizaban detrás de las líneas enemigas, contaban efectivos humanos y observaban el tráfico ferroviario como si tal cosa. Hasta se valían de palomas mensajeras para llevar comunicados secretos. Ahora las cosas eran más complicadas, un duelo de ingenio mediante transmisiones radiotelegrafiadas que requería inmensa concentración y los cinco sentidos puestos en cada detalle.

Doble juego…

Karl Becker era un ejemplo perfecto. Canaris lo había enviado a Inglaterra durante los vertiginosos días de 1940, cuando la invasión de Gran Bretaña parecía segura. Bajo el disfraz de hombre de negocios suizo, se instaló en Kesington con el adecuado estilo de vida y empezó a recoger todo secreto discutible que cayera en sus manos. El empleo de libras esterlinas falsas por parte de Becker fue lo que permitió a Vicary descubrirlo y, en cuestión de semanas, ya estaba en la telaraña del MI-5. Con la ayuda de los observadores, Vicary iba a todos los sitios a los que acudía Becker: a las fiestas en las que traficaba con rumores y bebía champán de mercado negro hasta pescar una buena borrachera; a sus reuniones con agentes vivos…; al dormitorio al que llevaba a sus mujeres, a sus hombres, a sus niños y Dios sabe a qué más. Al cabo de un mes, Vicary dio el mazazo. Detuvo a Becker, lo arrancó de los brazos de la muchacha con la que se había encerrado, ebrio de champán, y desmanteló una entera red de agentes germanos.

Luego vino la parte taimada. En vez de ahorcarle, Vicary trabajó a Becker y le convenció para que colaborase con el MI-5 en calidad de agente doble. En la noche siguiente a su encarcelamiento, Becker encendió su aparato de radio y marcó la señal en clave de reconocimiento, dirigida al operador de Hamburgo. Éste le indicó que permaneciese conectado, a la espera de instrucciones de su agente de control de la Abwehr en Berlín, el cual le ordenó que determinase la localización y proporciones exactas de la base de aviones de caza de la RAF en Kent. Becker acusó recibo del mensaje y cerró la transmisión.

Pero fue Vicary quien se presentó al día siguiente en el campo de aviación, obtuvo las coordenadas de la base y las remitió a la Abwehr, cosa que no hubiera sido fácil para un espía. Al objeto de dar la impresión de que el comunicado era auténtico, Vicary efectuó el reconocimiento de la base aérea exactamente igual a como lo hubiese hecho un espía. Tomó el tren en Londres y, a causa de los retrasos, no llegó a la zona aérea hasta el anochecer. Un policía militar le dio el alto en la ladera de un monte próximo y le ordenó que se identificara. Vicary vio la base aérea extendida en los llanos al pie del monte, en la misma perspectiva en que hubiera podido contemplarlo el espía. Vio un puñado de barracones Nissen y unos cuantos aparatos estacionados sobre una pista de hierba. Durante su regreso a Londres, Vicary redactó un breve informe acerca de lo que había observado. Dejó constancia de que la luz era escasa porque los trenes llegaban tarde y añadió que no le fue posible acercarse demasiado por culpa de la presencia de un policía militar. Aquella noche, Vicary obligó a Becker a enviar el informe con su propia mano, ya que cada espía tenía su estilo personal de transmisión, al que llamaban puño y letra, que los operadores de radio alemanes podían reconocer. Hamburgo le felicitó y dio por concluida la transmisión.

Vicary se puso en contacto con la RAF y dio cuenta de la situación. Se procedió a trasladar a otro aeródromo los verdaderos Spitfires, se evacuó al personal y sobre la pista de hierba se situaron con los dep6sitos de combustible llenos, unos cuantos cazas averiados. La Luftwaffe se presentó aquella noche. Los aviones inservibles puestos allí como cebo estallaron y se convirtieron en espectaculares bolas de fuego: ciertamente, las dotaciones de los bombarderos Heinkel se marcharon convencidas de que habían asestado un golpe directo. Al día siguiente, la Abwehr encargó a Becker que volviera a Kent para valorar los daños. De nuevo, Vicary fue el que hizo el viaje, preparó un informe acerca de lo que vio y obligó a Becker a remitirlo.

La Abwehr estaba en éxtasis. Becker era una estrella, un super-espía y todo el gasto que le supuso a la RAF aquella operación fue un día de trabajo para poner de nuevo en condiciones la pista dañada y el transporte de los calcinados esqueletos de los Spitfires.

Tan impresionados estaban los jefes directos de Becker que le encargaron que reclutase más agentes, cosa que hizo, mejor dicho, cosa que hizo Vicary. A finales de 1940, Karl Becker contaba con un cuadro de una docena de agentes que trabajaban a sus órdenes, algunos de los cuales le informaban a él mientras otros lo hacían directamente a Hamburgo. Todos los datos eran ficticios, producto de la imaginación de Vicary.

Vicary ideaba todos los aspectos de la vida de esos agentes: se enamoraban, tenían sus aventurillas sentimentales, se quejaban del dinero, perdían sus casas y sus amigos durante los bombardeos alemanes. Vicary incluso se permitió el virtuosismo de que arrestaran a un par de ellos; ninguna red que operase en suelo enemigo era infalible, y la Abwehr jamás creería que no iba a perder a ninguno de sus agentes. Era una labor endiablada, pesadísima, que obligaba a atender hasta el detalle más trivial, pero a Vicary le resultaba estimulante y disfrutaba al máximo hasta el último segundo de aquella tarea.

El ascensor volvía a estar averiado, así que Vicary tuvo que utilizar la escalera para trasladarse al Registro desde el cubil de Boothby. Al abrir la puerta, el olor de aquel departamento le propinó una bofetada en plena pituitaria: papel en descomposición, polvo, moho agrio filtrándose a través de las húmedas paredes del sótano. Le recordó la biblioteca de la universidad. Había expedientes en anaqueles a la vista, expedientes en archivadores metálicos, expedientes apilados en el frío suelo de piedra, montones de documentos que esperaban el instante de integrarse en los expedientes. Un trío de preciosas jovencitas -el vistoso turno de noche-se desplazaban sosegadamente por allí, expresándose en un lenguaje de inventario que era chino para Vicary. Las muchachas, a las que en la jerga del lugar se las conocía como las Reinas del Registro, parecían extrañamente fuera de lugar entre tanto legajo y penumbra. Vicary medio esperaba encontrarse, al doblar una esquina, con un par de monjes leyendo un manuscrito antiguo a la luz de una vela.

Se estremeció. Dios, aquel sitio estaba frío como una cripta. Deseó haberse puesto un jersey o contar con algo caliente que beber. Todo estaba allí: la historia secreta del Servicio al completo. Cuando vagaba entre los rimeros, a Vicary le asaltó la idea de que, mucho tiempo después de que hubiera dejado el MI-5, seguiría existiendo en aquel archivo el eterno registro de todas sus acciones. No estaba seguro de si aquella idea le resultaba confortante o nauseabunda.

Vicary pensó en los desdeñosos comentarios acerca de él y un escalofrío de rabia le recorrió el cuerpo. Vicary era un condenado buen agente de Doble Cruz, ni siquiera Boothby podía negarlo. Estaba convencido de que sus conocimientos y experiencia como historiador le capacitaban a las mil maravillas para aquel trabajo. Con frecuencia, un historiador debe recurrir a la conjetura, tomando una serie de pequeñas pistas poco concluyentes para alcanzar una deducción razonable. Doble Cruz, el contraespionaje, tenía mucho de recurso a la conjetura, sólo que a la inversa. La misión de un agente de Doble Cruz consistía en proporcionar a los alemanes insignificantes indicios nada concluyentes para que pudieran llegar a las deducciones deseadas. El agente tenía que ser muy cuidadoso y detallista con los indicios que revelaba. Debían ser una minuciosa mezcla de realidad y ficción, de verdad y mentiras concienzudamente veladas. Los falsos espías de Vicary tenían que trabajar como forzados para conseguir su información. La inteligencia tenía que ir alimentando a los alemanes a base de bocaditos pequeños y a veces carentes de significado. Los datos debían ser coherentes respecto a la identidad falsa de los espías. Por ejemplo, no podía esperarse que un camionero de Bristol entrara en posesión de documentos robados de Londres. Y ningún dato secreto podía parecer demasiado bueno para ser cierto, porque toda información obtenida con demasiada facilidad se descartaba.

Los historiales del personal de la Abwehr se almacenaban en una estantería cuyos anaqueles iban desde el suelo hasta el techo de una habitación situada en el extremo del piso. Los de la V empezaban en el estante del fondo y saltaban hasta el superior. Vicary tuvo que ponerse a gatas, inclinarse y torcer el cuello como si estuviera buscando algo valioso debajo de un mueble. ¡Maldición! Naturalmente, el expediente se encontraba en el estante de arriba del todo. Se puso en pie trabajosamente, estiró el cuello y escudriñó los archivos mirando por encima de la media luna de sus gafas de lectura. ¡Puñetera mala suerte! Los expedientes estaban a metro ochenta de distancia, demasiado lejos para que pudiera leer los nombres; Boothby se vengaba así de todos aquellos que no alcanzaban la altura que exigía la normativa del departamento.

Una de las Reinas del Registro le vio forzar la vista mirando hacia las alturas y se brindó para traerle de la biblioteca una escalera de mano.

– Claymore trató la semana pasada de valerse de una silla y le faltó muy poquito para romperse la crisma -canturreó la moza, que al cabo de un momento volvía con la escalera. Echó otra mirada a Vicary, le sonrió como si el hombre fuera un tío suyo medio chalado y manifestó su predisposición a bajarle el historial que buscaba Vicary. Éste aseguró a la chica que podía arreglárselas solo.

Subió por la escalera de mano y utilizó el dedo índice como sonda para hurgar entre los archivos. Encontró una carpeta con una etiqueta escrita en rojo: VOGEL, KURT. ABWEHR, BERLÍN. La sacó, la abrió y miró dentro.

La carpeta del historial de Vogel estaba vacía.


Un mes después de su llegada al MI-5, Vicary descubrió sorprendido que Nicholas Jago también trabajaba allí. Jago había sido el archivero jefe del University College y el MI-5 lo incorporó a su servicio la misma semana en que enroló a Vicary. A Jago le destinaron al Registro y le ordenaron que impusiera allí disciplina sobre la a veces veleidosa memoria del departamento. Como el propio Registro, Jago era polvoriento, irritable y difícil de usar. Pero una vez traspasada la áspera capa exterior, podía ser amable, generoso y rebosante de información valiosa. Jago tenía también una virtud inapreciable: sabía perder un archivo con la misma facilidad con que podía encontrarlo.

A pesar de lo avanzado de la hora, Vicary encontró a Jago trabajando en su compacto y acristalado despacho. A diferencia de las salas de archivo, era un santuario de orden y limpieza. Cuando Vicary golpeó con los nudillos el cristal de la puerta, Jago levantó la cabeza, sonrió y agitó el brazo indicándole que entrase. Vicary observó que la sonrisa no se extendía a los ojos. Jago parecía exhausto; vivía en aquella oficina. Había algo más; en 1940 su esposa resultó muerta durante el blitz. Esa muerte dejó a Jago destrozado. Juró personalmente derrotar a los nazis, no con armas de fuego, sino mediante organización y precisión.

Vicary tomó asiento y declinó la invitación que le hizo Jago a tomar una taza de té. «Té de verdad, que tenía guardado antes de la guerra», aclaró Jago en tono agitado. Muy distinto al atroz tabaco de guerra que apretaba en la cazoleta de su pipa y que en aquel momento encendía con una cerilla. El repugnante humo que despedían las hojas al quemarse formó una tenue cortina y flotó entre ellos mientras comentaban nimiedades acerca de su vuelta a la universidad una vez estuviese cumplida la tarea que llevaban entre manos.

Vicary carraspeó para indicar cortésmente su deseo de enfocar de una vez el asunto que le llevaba allí.

– Estoy buscando el expediente de un agente de la Abwehr más bien oscuro -dijo Vicary-. Me ha extrañado no encontrarlo en su sitio. La cubierta exterior se encuentra en un estante, pero su contenido ha desaparecido.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Jago.

– Kurt Vogel.

Jago puso cara larga.

– ¡Dios! Deja que vaya a buscártelo. Aguarda aquí. Alfred. Es cuestión de un momento.

– Iré contigo -dijo Vicary-. Quizá pueda ayudarte.

– No, no -insistió Jago-. Ni hablar de eso. Yo no te ayudo a localizar espías, tú no tienes por qué ayudarme a encontrar archivos. -Rió su propio chiste-. Quédate aquí, ponte cómodo. Es cuestión de un momento.

Era la segunda vez que pronunciaba las mismas palabras. Vicary pensó: «Es cuestión de un momento». Vicary conocía la obsesión de Jago por sus archivos, pero el que se hubiera extraviado el historial de un agente de la Abwehr no era motivo para que se declarase una emergencia en el departamento. Los expedientes se perdían, se traspapelaban y se desechaban por error continuamente. Una vez Boothby provocó una alarma roja al perder toda una cartera repleta de importantes archivos. Según la leyenda del departamento, apareció al cabo de una semana en el piso de su amante.

Jago irrumpió precipitadamente en su despacho instantes después, con una nube del repulsivo humo de su pipa ondeando a su espalda como la humareda de una locomotora. Tendió a Vicary el historial y se sentó tras su escritorio.

– Exactamente lo que pensaba -dijo Jago, absurdamente orgulloso de sí mismo-. Estaba allí, en el mismo estante. Una de las chicas debió de meterlo en una carpeta equivocada. Es algo que ocurre continuamente.

Vicary escuchó la dudosa excusa y enarcó las cejas.

– Interesante… A mí no me ha ocurrido nunca.

– Bueno, quizás eso se deba sólo a que has tenido suerte. Aquí manejamos miles de expedientes a la semana. Nos vendría de perlas un aumento de personal. Ya le he planteado la cuestión al director general, pero dice que el presupuesto ya se ha agotado y que no podemos disponer de una sola persona más.

A Jago se le había apagado la pipa y estaba desplegando todo un espectáculo para encenderla de nuevo. Los ojos de Vicary empezaron a lagrimear cuando el humo inundó otra vez todo el ámbito de aquel minúsculo despacho. Nicholas Jago era un hombre bueno honesto a carta cabal, pero Vicary no creyó una sola palabra de su historia. En opinión de Vicary, alguien se había lo llevado recientemente aquel historial y luego la documentación no volvió a su estante. Y ese alguien que lo retiró debía de ser un personaje condenadamente importante, a juzgar por la expresión que decoró semblante de Jago cuando Vicary preguntó por el expediente.

Vicary agitó el historial a guisa de abanico para abrir un claro en la densa humareda.

– ¿Quién fue el último en consultar el expediente de Vogel?

– Vamos, Alfred, sabes que no puedo decirtelo.

Era cierto. Los simples mortales como Vicary tenían que estampar su firma al llevarse una documentación. Se tomaba nota qué expedientes se retiraban, de quién y cuándo lo hacían. Sólo personal del Registro y los jefes de departamento tenían acceso aquellas archivos. Sólo un puñado de funcionarios de alto podían retirar legajos sin tener que estampar su firma. Vicary sospechaba que uno de aquellos funcionarios superiores se había llevado el expediente de Vogel.

– Lo único que tengo que hacer es pedir a Boothby una autorización que me permita mirar la lista de acceso, y Boothby me dará -dijo Vicary-. ¿Por qué no me dejas echarle un vistazo ahora y me ahorras tiempo?

– Puede que Boothby te la dé y puede que no.

– ¿Qué quieres dar a entender con eso, Nicholas?

– Escucha, viejo, lo último que deseo es interponerme otra vez entre Boothby y tú. -Jago volvía a dedicar sus esfuerzos a la pipa: apretaba el tabaco de la cazoleta y extraía una cerilla de la caja. Se puso la boquilla entre los dientes, de modo que la cazoleta empezó a bailar al ritmo de las palabras que el hombre pronunciaba-. Habla con Boothby. Si él dice que puedes ver la lista de acceso, toda tuya.

Vicary le dejó sentado en la cámara encristalada llena de humo, dedicado una vez más a la laboriosa faena de conseguir que prendiese su tabaco barato; con cada calada, la cerilla emitía su llamarada. Al echar un último vistazo al hombre, mientras se alejaba el expediente de Vogel, Vicary pensó que Jago parecía un faro un punto envuelto en la niebla.


De regreso a su despacho, Vicary hizo un alto en la cantina. Se le había olvidado cuándo comió algo por última vez. El hambre era un dolor sordo en su interior. Ya no le apetecían exquisiteces. Comer se había convertido en una obligación funcional, algo que era imprescindible hacer por necesidad, no por placer. Como andar por Londres de noche: había que ir deprisa y eludir toda posibilidad de recibir algún daño. Recordó la tarde del mes de mayo de 1940, cuando fueron a buscarle. «El señor Asworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero…» Qué derroche de precioso tiempo.

Era tarde y el menú era peor de lo acostumbrado: un trozo de pan moreno, un queso bastante sospechoso, una burbujeante cacerola con un líquido de color pardusco. Alguien había tachado de la carta las palabras caldo de carne de vaca y las había sustituido por sopa de piedra. Vicary pasó de largo ante el queso y olfateó el caldo. Parecía bastante inofensivo. Se sirvió cautelosamente un cucharón. El pan estaba duro como una tabla. Vicary logró cortar un trozo con un cuchillo mellado. Con la carpeta del expediente de Vogel a guisa de bandeja de servicio avanzó entre las mesas y las sillas. Sentado a una de las mesas, John Masterman se inclinaba sobre un volumen de latín. En la mesa de un rincón, dos célebres abogados se entregaban a un duelo de argumentaciones sobre un viejo caso. Un popular escritor de novelas de crímenes tomaba notas en un maltratado cuaderno. Vicary sacudió la cabeza. El MI-5 había enrolado a una notable nómina de talentos.

Anduvo con cuidado hacia la escalera, con el cuenco de caldo conservando a duras penas el equlibrio sobre la carpeta del archivo. Si algo no necesitaba era manchar aquel historial. Jago había escrito infinidad de memorandos implorando a los encargados de los casos que cuidasen mejor los documentos.

«¿Cómo se llama?»

«Kurt Vogel.»

«¡Cristo! Deja que vaya a buscártelo.»

Algo no encajaba en aquel asunto, de eso Vicary estaba seguro. Mejor no forzar las cosas. Valía más apartarlo a un lado y dejar que el subconsciente removiera las piezas.

Depositó el expediente y el cuenco de sopa encima del escritorio y encendió la lámpara. Leyó el historial de cabo a rabo mientras sorbía el caldo. Éste tenía el sabor de una bota de cuero hervida. La sal era uno de los pocos condimentos cuyo suministro no se escatimaba a los cocineros y, como les sobraba, solían utilizarla con una generosidad digna de mejor causa. Para cuando hubo terminado de leer el expediente por segunda vez, Vicary tenía una sed de desierto y empezaban a hinchársele los dedos.

Vicary alzó la cabeza y dijo:

– Harry, creo que tenemos un problema.

Harry Dalton, que se había ido a descabezar un sueñecito en su mesa de la zona común, fuera de la oficina de Vicary, se levantó y volvió a entrar en el despacho. Eran algo así como la extraña pareja y dentro del departamento se los conocía jocosamente como «Músculo y Cerebro, Sociedad Limitada». Harry era alto y atlético, perfecto, de pelo negro reluciente a golpe de gomina, inteligentes ojos azules y sonrisa tipo «a su disposición para lo que gusten mandar». Antes de la guerra era el inspector Harry Dalton, de la selecta brigada de homicidios del Departamento de la Policía Metropolitana. Había nacido y se había criado en Battersea y en su voz suave y agradable se apreciaban rastros de la forma de hablar de la clase trabajadora del sur de Londres.

– Tiene células grises, de eso no cabe duda -dijo Vicary-. Mira esto, doctor en Derecho por la Universidad de Leipzig, estudió con Heller y Rosenberg. A mí no me suena a nazi típico. Los nazis pervirtieron las leyes de Alemania. Alguien con una educación como esa, no podría sentir demasiado entusiasmo respecto a ellos. Luego, en 1935, decide súbitamente abandonar la abogacía y entra a trabajar para Canaris, como abogado personal suyo, ¿una especie de consejero interno para la Abwebr? No lo creo. Pienso que es un espía y todo eso de consejero legal de Canaris no es más que otra tapadera.

Vicary estaba hojeando de nuevo el expediente.

– ¿Tienes alguna teoría? -preguntó Harry.

– A decir verdad, tres teorías.

– Oigámoslas.

– Número uno: Canaris ha perdido la fe en las redes británicas y ha encargado a Vogel una investigación. Un hombre con el historial y la formación de Vogel es el elemento ideal para pasar por el tamiz todos los archivos y todos los informes de los agentes, en busca de anomalías y fallos. Hemos de andarnos con cien ojos, Harry, pero el mantenimiento de Doble Cruz es una tarea enormemente compleja. Apuesto a que hemos cometido un par de errores por el camino. Y si la persona adecuada estuviera buscándolos -un sujeto inteligente como Kurt Vogel, por ejemplo- podría localizarlos.

– ¿Teoría número dos?

– Teoría número dos: Canaris ha encomendado a Vogel la creación de una nueva red. En este asunto, es muy tarde para hacer algo como eso. A los agentes habría que descubrirlos, reclutarlos, formarlos e insertarlos en el país. Una cosa así, si ha de hacerse bien, normalmente requiere varios meses. Dudo de que se hayan embarcado en tal montaje, pero tampoco se puede descartar por completo.

– ¿Teoría número tres?

– La teoría número tres consiste en que Kurt Vogel es el controlador de una red cuya existencia ignoramos.

– ¿Una red completa de agentes que no hemos descubierto? ¿Eso es posible?

– Hemos de darlo por supuesto.

– Entonces, todos nuestros agentes dobles estarían en peligro.

– Es un castillo de naipes, Harry. No tienen más que coger a un buen agente y todo se viene abajo estrepitosamente.

Vicary encendió un cigarrillo. El tabaco se llevó de su paladar el mal gusto que le había dejado el caldo.

– Canaris debe estar sometido a una presión enorme, Sin duda hubiera deseado que esta operación la llevase el mejor.

– Lo que significa que Kurt Vogel es un hombre que opera en una olla a presión.

– Exacto.

– Lo que haría de él un tipo peligroso.

– Y también podría hacerle negligente. Está obligado a efectuar un movimiento. Tiene que utilizar su aparato de radio o enviar un agente al interior del país. Y cuando lo haga, estaremos encima de él.

Permanecieron sentados en silencio unos instantes. Vicary fumando, Harry hojeando el expediente de Vogel. Después, Vicary contó a Harry lo sucedido en el Registro.

– Montones de archivos se pierden de vez en cuando, Alfred.

– Sí, pero ¿por qué este expediente? Y lo que es más importante, ¿por qué ahora?

Buenas preguntas, pero sospecho que las respuestas son muy sencillas. Cuando estás en el centro de una investigación, lo mejor es tenerla continuamente enfocada, no desviarse.

– Ya lo sé, Harry -dijo Vicary, fruncido el entrecejo-. Pero esto me conduce a la distracción.

– Conozco a un par de Reinas del Registro -declaró Harry. Vicary levantó la vista.

– De eso estoy seguro.

– Husmearé por allí, formularé unas cuantas preguntas.

– Hazlo sosegadamente.

– No hay otro modo de hacerlo, Alfred.

– Jago miente, está ocultando algo.

– ¿Por qué iba a mentir?

– No lo sé -Vicary aplastó el cigarrillo-, pero me pagan por pensar mal.

10

Bletchley Park (Inglaterra)


Ostentaba el título oficial de Escuela Gubernamental de Claves y Códigos, Sin embargo, de escuela no tenía absolutamente nada. Todo su aspecto indicaba que sí podía ser alguna especie de escuela -se trataba de una enorme y fea mansión victoriana circundada por una verja alta-, pero la mayoría de los habitantes de aquella ciudad ferroviaria de estrechas calles llamada Bletchley daban por sentado que allí dentro se desarrollaba algo portentoso. Cubrían los amplios espacios cubiertos de césped docenas de barracones provisionales. El resto del terreno estaba tan pisoteado que no era más que una serie de senderos de barro gélido. Abandonados e invadidos por la maleza, los jardines eran como pequeñas selvas. La plantilla la formaban una singular colección de personajes: los más brillantes matemáticos del país, campeones de ajedrez, magos de los crucigramas, todos concentrados allí con un solo objetivo, descifrar las claves alemanas.

Incluso en el notoriamente excéntrico mundo de Bletchley Park se consideraba a Denholm Saunders un bicho raro. Antes de la guerra había sido en Cambridge un matemático de primera. Ahora figuraba entre los mejores criptoanalistas del mundo. También vivía en un caserío de los aledaños de Bletchley, con su madre, sus gatos siameses, Platón y Santo Tomás de Aquino.

Entrada la tarde, Saunders estaba sentado ante la mesa escritorio, trabajando en un par de mensajes que la Abwehr había enviado a los agentes alemanes establecidos en Gran Bretaña. El Servicio de Seguridad Radiotelegráfica los interceptó, los consideró sospechosos y los remitió a Bletchley Park para que los descodificaran. Saunders silbaba a todo desafinar mientras su lápiz se deslizaba por el papel del cuaderno de notas, una costumbre que irritaba infinitamente a sus colegas. Trabajaba en la sección de claves manuales del parque. El espacio vital que tenía asignado era reducidísimo y estaba abarrotado, pero resultaba relativamente cálido. Mejor estar allí que en una de las cabañas del exterior, donde los criptoanalistas se esforzaban esclavizados sobre los códigos del ejército y la armada alemanes igual que esquimales en un iglú.

Dos horas después se interrumpieron el rasgueo del lápiz y los desafinados silbidos. Saunders sólo tenía conciencia del ruido de la nieve fundida que gorgoteaba por los canalones del viejo edificio. Aquella tarde, el trabajo había distado mucho de constituir un desafío; habían transmitido las mensajes en dos variantes en un código que el propio Saunders ya había desentrañado en 1940.

– Santo Dios, estos alemanes empiezan a ser un poco aburridos, ¿no? -comentó Saunders sin dirigirse a nadie en particular.

Su superior era un escocés llamado Richardson. Saunders llamó a la puerta, entró y dejó encima de la mesa los dos mensajes descifrados. Richardson los leyó y enarcó las cejas. Un agente del MI-5 llamado Alfred Vicary había enarbolado el día anterior una bandera roja alertando sobre aquella clase de asunto.

Richardson pidió un correo motorizado.

– Hay otra cosa -dijo Saunders.

– ¿De qué se trata?

– El primer mensaje… El agente parecía tener dificultades con el morse. Lo cierto es que pidió al operador que lo enviase dos veces. Son bastante quisquillosos con esa clase de cosas. Podría carecer de importancia. Tal vez se produjo alguna interferencia. Pero puede que no sea mala idea llamar la atención a los muchachos del MI-5 sobre ese detalle.

Richardson pensó: «No es mala idea, desde luego».

Una vez se hubo retirado Saunders, Richardson escribió a máquina una nota en la que describió el modo en que el agente parecía haber bregado laboriosamente con el morse. Cinco minutos después, los mensajes descodificados y la nota mecanografiada emprendían dentro de una bolsa de cuero un viaje de sesenta y ocho kilómetros camino de Londres.


11

Selsey (Inglaterra)


– Era la cosa más extraña que he visto en la vida -le refería Arthur Barnes a su esposa mientras desayunaban.

Como todas las mañanas, Barnes había sacado a pasear por el muelle a Fionna, su querida perra galesa. Una pequeña parte del espacio portuario aún seguía abierto al público, pero el resto había sido clausurado y declarado zona militar restringida. Nadie hablaba de ello. Pero todo el mundo se preguntaba qué estaría haciendo allí el ejército. Tardaba en amanecer aquella mañana, una masa de nubarrones plomizos ocultaban el cielo y llovía de manera intermitente. Sin la correa que la sujetase, Fionna correteaba a sus anchas yendo de un lado a otro por los embarcaderos.

Fionna fue la primera en localizar aquello, después lo hizo Barnes.

– Un condenadamente gigantesco monstruo de hormigón, Mabel. Era como un bloque de pisos caído de lado.

Dos remolcadores lo sacaban al mar. Barnes llevaba unos prismáticos de campaña bajo el abrigo. Un amigo suyo avistó una vez la torre de mando de un submarino alemán y Barnes se moría por echarle también la vista encima a alguno. Sacó los prismáticos y se los llevó a los ojos. El monstruo de cemento estaba ligado a una embarcación cuya proa, ancha y plana; se abría paso a través de una mar bastante picada. Barnes escudriñó su lado del puerto-. «Ya sabes, desde estribor no se puede distinguir bien el puerto» -y localizó un pequeño buque sobre cuya cubierta había un puñado de militares.

– No podía creerlo, Mabel -explicó, al tiempo que daba cuenta del resto de su tostada-. Aplaudían y lanzaban gritos jubilosos, se abrazaban y se palmeaban la espalda. -Sacudió la cabeza-. Imagínate. Hitler tiene al mundo cogido por los pelos cortados al uno y nuestros muchachos se entusiasman porque son capaces de hacer flotar un gigantesco trozo de hormigón.


La gigantesca estructura de hormigón flotante que Arthur Barnes había divisado aquella deprimente mañana de enero respondía al nombre en clave de Phoenix. Tenía sesenta metros de longitud y quince de anchura y desplazaba más de seis mil toneladas de agua. Su interior -invisible desde el punto del puerto en que observaba Barnes- era un laberinto de cámaras huecas y válvulas de escotilla, porque el Phoenix no estaba diseñado para permanecer mucho tiempo en la superficie. Lo habían creado para remolcarlo a través del canal de la Mancha y que luego se hundiera en la costa de Normandía. Los Phoenix sólo eran una pieza del formidable proyecto aliado consistente en construir un puerto artificial en Inglaterra y remolcarlo hasta Francia el Día D. El nombre global en clave de dicho proyecto era Operación Mulberry.


Dieppe les enseñó aquella lección, Dieppe y los desembarcos anfibios en el Mediterráneo. En Dieppe, punto de la desastrosa incursión aliada en Francia en agosto de 1942, los alemanes negaron a los aliados el uso de un puerto durante el mayor espacio de tiempo posible. Antes de abandonarlos destruyeron todos los puertos mediterráneos, inutilizándolos para largos períodos. Los planificadores de la invasión determinaron que era inútil pretender conquistar intacto un solo puerto. Decidieron que hombres y suministros tenían que desembarcar del mismo modo, en las playas de Normandía.

El problema era el estado del tiempo. Los estudios de las condiciones meteorológicas a lo largo de la costa francesa indicaron que allí sólo podía esperarse buen tiempo durante un máximo de cuatro días consecutivos. En consecuencia, los proyectistas de la invasión tuvieron que asumir que los suministros debían trasladarse a tierra firme durante una tormenta.

En julio de 1943, el primer ministro Winston Churchill y una delegación de trescientos oficiales zarpó rumbo al Canadá a bordo del Queen Mary. Churchill y Roosevelt iban a reunirse en Quebec en agosto, al objeto de aprobar los planes de la invasión de Normandía. Durante la travesía, el profesor J. D. Bernal, un físico distinguido, llevó a cabo una espectacular demostración en uno de los lujosos cuartos de baño del buque. Llenó parcialmente la bañera con unos cuantos centímetros de agua: el extremo más superficial representaba las playas de Normandía, la parte más honda era la Bahía del Sena: Bernal posó en la bañera veinte barcos de papel y empleó un cepillo para simular las condiciones de una tormenta. Los barquitos se fueron a pique inmediatamente. Bernal infló entonces un chaleco salvavidas y lo atravesó en la bañera como un rompeolas. Recurrió de nuevo al cepillo para originar una tormenta, pero en esa ocasión los barcos se mantuvieron a flote. Bernal explicó que en Normandía iba a ocurrir lo mismo. Una tormenta crearía caos; se necesitaba un puerto artificial.

En Quebec, británicos y norteamericanos acordaron construir dos puertos artificiales para la invasión de Normandía, cada uno de ellos con la misma capacidad del gran puerto de Dover. Construir el de Dover llevó siete años; los puertos británico-norteamericanos estuvieron listos en aproximadamente ocho meses. Fue una tarea de proporciones inimaginables. Cada Mulberry costó noventa y seis millones de dólares. La economía británica, maltrecha tras cuatro años de guerra, tendría que aportar cuatro millones de toneladas de acero y cemento. Se iban a necesitar centenares de ingenieros de primera clase, así como decenas de miles de cualificados trabajadores del ramo de la construcción. Para trasladar los Mulberries desde Inglaterra hasta Francia el Día D, se precisarían todos los remolcadores disponibles en Gran Bretaña y en la costa oriental de Estados Unidos. La única misión equivalente a la tarea de construir los Mulberries sería mantenerlos en secreto. Que se cumplió lo demostraba el hecho de que Arthur Barnes y su perra Fionna estuvieran aún de pie en el puerto cuando el buque de cabotaje en el que iba el equipo de ingenieros británicos y estadounidenses de Mulberry enfiló la proa hacia el muelle. Los hombres desembarcaron y se encaminaron a un autobús que los esperaba. Uno de ellos se separó del resto para dirigirse a un automóvil del Estado Mayor que aguardaba para llevarlo de vuelta a Londres. El conductor se apeó, abrió con gran ceremonia la portezuela posterior y el comandante Peter Jordan subió al vehículo.


Nueva York, octubre de 1943


Fueron a buscarle un viernes. Siempre los recordaría como Laurel y Hardy: el corpulento y rechoncho estadounidense que olía a loción para después del afeitado barata y a almuerzo a base de salchichas y cerveza; el delgado y flemático inglés que estrechó a Jordan la mano como si pretendiera echarle un pulso. En realidad, se llamaban Leamann y Broome, o al menos eso era lo que decían las tarjetas de identificación que agitaron al pasar junto a él. Leamann afirmó que pertenecía al Departamento de Guerra; Broome, el inglés anguloso, murmuró algo acerca de estar adjunto a la oficina de Guerra. Ninguno de ellos vestía uniforme. Leamann llevaba un raído traje marrón que se tensaba a través del obeso estómago y trepaba por la entrepierna. Broome lucía un elegante y bien cortado terno gris marengo, acaso un poco grueso para el otoño estadounidense.

Jordan los recibió en su magnífico despacho de Manhattan. Leamann contuvo unos cuantos pequeños eructos mientras admiraba la espectacular vista sobre los puentes del East River: el de Brooklyn, el de Manhattan, el Williamsburg. Broome, que casi no manifestaba el menor interés por las cosas realizadas por la mano del hombre, comentó la meteorología: un perfecto día de otoño, un cristalino cielo azul, un sol luminoso y anaranjado. Una tarde para hacerle a uno creer que Manhattan era el lugar más fastuoso de la Tierra. Se trasladaron a la ventana del sur y charlaron mientras contemplaban el movimiento de los buques de carga que entraban y salían del puerto de Nueva York.

– Háblenos del trabajo que está usted haciendo ahora, señor Jordan -dijo Leamann, en cuya voz se apreciaba un ligero acento del sur de Boston.

Era un tema lacerante. Jordan continuaba siendo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, empresa que aún era la firma constructora de puentes más importante de la costa Este. Pero el sueño de Jordan de fundar su propia firma de ingeniería había fenecido con la guerra, tal como se temió. Leamann parecía haberse aprendido de memoria el currículo que debía exponer y lo recitó como si a Jordan lo hubiesen propuesto para un premio.

– Primero de su curso en el Instituto Politécnico Rensselaer. Ingeniero del año 1938. La revista Scientific American asegura que es usted el más importante desde el individuo que inventó la rueda. Es usted algo fantástico, señor Jordan.

Impecablemente enmarcada en negro colgaba en la pared una ampliación del artículo de la Scientific American. En la fotografía que habían tomado de él parecía otro hombre. Ahora estaba más delgado -un poco más guapo- y aunque aún no había cumplido los cuarenta sus sienes estaban salpicadas de canas.

Broome, el espigado inglés, se dedicó a recorrer el despacho y a examinar las fotografías y las maquetas de los puentes que la empresa había proyectado y construido.

– Tienen trabajando aquí a muchos alemanes -le comentó a Jordan como si le estuviera comunicando un boletín de noticias.

Era cierto, contaban con alemanes en el cuadro de ingenieros y en el personal administrativo. La propia secretaria de Jordan era una mujer llamada señorita Hofer cuya familia emigró a Estados Unidos, procedente de Stuttgart, cuando ella era una adolescente. Aún hablaba inglés con acento alemán. En aquel momento, como si pretendieran confirmar las palabras de Broome, dos muchachos encargados del correo pasaron por delante de la puerta de Jordan hablando en cerrado alemán de Berlín.

– ¿Qué clase de verificaciones de seguridad han efectuado respecto a ellos? -fue Leamann quien volvió a hacer uso de la palabra.

Jordan adivinó que era alguna especie de policía, o al menos lo había sido en otra vida. Lo llevaba escrito en el mal aspecto de su traje raído y en la expresión tenazmente decidida de su rostro. Para Leamann, el mundo estaba lleno de gente mala y él era lo único que se intérponía entre el orden y la anarquía.

– No llevamos a cabo ninguna comprobación de seguridad respecto a ellos. Aquí construimos puentes, no fabricamos bombas.

– ¿Cómo saben que no simpatizan con el otro bando?

– Leamann. ¿No es un apellido alemán?

El carilleno semblante de Leamann se contrajo en un fruncimiento de cejas.

– Irlandés, en realidad.

Broome interrumpió su inspección de las maquetas de puentes para terciar con una risita entre dientes.

– ¿Conoce a un hombre llamado Walker Hardegen? -preguntó luego.

Jordan tuvo la incómoda sensación de que le habían sometido a una investigación previa.

– Creo que ya conoce la respuesta a esa pregunta. Y sí, su familia es alemana. Habla el idioma y conoce el país. Ha sido de un valor incalculable para mi padre político.

– ¿Se refiere a su anterior padre político? -inquirió Broome.

– Hemos permanecido muy unidos desde la muerte de Margaret.

Broome se inclinó sobre otra maqueta.

– ¿Esto es un puente colgante?

– No, es el diseño de un puente voladizo. ¿No es usted ingeniero?

Broome levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta le resultase un sí es no es insultante.

– No, claro que no.

Jordan se sentó tras su mesa.

– Está bien, caballeros. Supongo que me explicarán a qué viene todo esto.

– Está relacionado con la invasión de Europa -dijo Broome-. Necesitamos su ayuda.

Jordan sonrió.

– ¿Quieren que construya un puente entre Inglaterra y Francia?

– Algo así -repuso Leamann.

Broome encendió un cigarrillo. Exhaló una elegante bocanada de humo hacia el río.

– En realidad, señor Jordan, en absoluto se trata de algo así.

12

Londres


Los cielos soltaron su aguacero en el preciso instante en que Alfred Vicary cruzaba a toda prisa la plaza del Parlamento, rumbo a las Salas de Guerra del Subsuelo, el cuartel general subterráneo de Winston Churchill, bajo el pavimento de Westminster. El primer ministro había telefoneado personalmente a Vicary para pedirle que fuera a verle de inmediato. Vicary se había puesto su uniforme en un santiamén y, raudo, salió disparado de la sede del MI-5, sin entretenerse en coger un paraguas. Ahora, su única protección frente al asalto de aquel frío diluvio era apretar el paso y utilizar como escudo sobre la cabeza el puñado de expedientes que llevaba. Pasó a la carrera por las estatuas contemplativas de Lincoln y Beaconsfield y a continuación, como una sopa, se presentó al centinela de la Armada Real que montaba guardia en la puerta protegida por sacos terreros del número 2 de la calle Great George.

Reinaba el pánico en el MI-5. La noche anterior, un correo en motocicleta había llevado desde Bletchley Park un par de mensajes de la Abwehr, previamente descodificados. Confirmaban los peores recelos de Vicary: al menos dos agentes operaban dentro de Gran Bretaña sin conocimiento del MI-5 y, al parecer, los alemanes proyectaban enviar otro más. Era una catástrofe. Después de leer los mensajes, con el ánimo por los suelos, Vicary había telefoneado a sir Basil a su casa para darle la noticia. Sir Basil se puso en contacto con el director general y otros altos funcionarios relacionados con Doble Cruz. A medianoche, en la quinta planta, las luces seguían encendidas. Vicary se encargaba entonces de uno de los casos más importantes de la guerra. Había dormido menos de una hora. Le dolía la cabeza, le ardían los ojos, sus pensamientos iban y venían en relampagueos caóticos, turbulentos.

El centinela miró la identificación y agitó el brazo, indicándole que podía entrar. Vicary bajó la escalera y cruzó el pequeño vestíbulo. No dejaba de ser una ironía que Neville Chamberlain hubiese ordenado que se iniciase la construcción de las Salas de Guerra del Subsuelo el día que regresó de Munich y declaró la «paz en nuestro tiempo». A Vicary siempre le parecería aquel lugar un monumento subterráneo dedicado al fracaso de la pacificación. Protegidos por un escudo de metro veinte de hormigón reforzado con raíles del tranvía de Londres, el laberinto de aquellos sótanos estaba considerado absolutamente a prueba de bombas. Junto con el puesto de mando personal de Churchill se albergaban allí los elementos más vitales y secretos del gobierno británico.

Vicary avanzó pasillo adelante, llenos los oídos del tableteo de las máquinas de escribir y el repiqueteo de una docena de teléfonos a cuyos timbrazos nadie respondía. El bajo techo estaba reforzado con maderas de uno de los buques de guerra de Nelson. Un letrero advertía: cuidado con la cabeza. Vicary apenas medía metro sesenta y ocho de estatura, y pasaba por debajo sin tener que agacharse. Las paredes, que en otro tiempo tuvieron un tono crema de Devonshire, habían perdido color como un periódico antiguo, hasta adoptar un matiz beige apagado. Un linóleo pardo bastante feo cubría el suelo. Por encima de su cabeza, en el conjunto de tuberías de desagüe, Vicary oyó el discurrir de las aguas fecales de las Nuevas Oficinas Públicas. A pesar del sistema especial de ventilación que filtraba el aire, la atmósfera no dejaba de oler a suciedad corporal y a humo rancio de cigarrillos. Vicary se acercó a una puerta en la que montaba guardia, en posición de descanso, otro centinela de la Armada Real. Al pasar Vicary, el guardia se puso firmes y el felpudo de caucho especial amortiguó el chasquido de su taconazo.

Vicary miró los rostros de aquel Estado Mayor cuyos miembros trabajaban, vivían, comían y dormían allí abajo, en la fortaleza subterránea del primer ministro. La palabra pálido no hacía justicia al estado de su epidermis; eran como trogloditas de cera pastosa que correteasen por su madriguera del subsuelo. De pronto, a Vicary no le pareció tan malo, después de todo, su cuchitril sin ventanas de la calle St. James. Por lo menos estaba en la superficie. Por lo menos se encontraba bastante cerca del aire fresco.

El alojamiento privado de Churchill estaba en el cuarto 65 A, contiguo a la sala de mapas y frente a la Sala del Teléfono Transatlántico. Un ayudante franqueó inmediatamente el paso a Vicary, que se ganó las gélidas miradas de una partida de burócratas que parecían estar allí esperando desde la última guerra. La habitación de Churchill era un minúsculo espacio ocupado en su mayor parte por una cama pequeña cubierta con mantas grises del ejército. A los pies del lecho había una mesa con una botella y dos vasos. La BBC había instalado un micrófono de línea abierta para que Churchill pudiera transmitir sus emisiones desde la seguridad de su fortaleza subterránea. Vicary observó el en aquel momento apagado luminoso que rezaba «Silencio. En Antena (al aire)». La estancia contenía un objeto que pudiera considerarse lujoso, el humidificador para los cigarros Romeo y Julieta del primer ministro.

Cubierto por una bata de seda verde y con el primer cigarro del día entre los dedos, Churchill estaba sentado a su pequeño escritorio. Continuó allí al entrar Vicary, que fue a sentarse en el borde de la cama y miró a la figura que tenía ante sí. Churchill no era el mismo hombre que Vicary había visto aquella tarde de mayo de 1940. Ni tampoco era la desenvuelta y desenfadada figura que aparecía en los noticiarios y en las películas de propaganda. Saltaba a la vista que era una persona que había trabajado más de la cuenta y dormido demasiado poco. Unos días antes había regresado de África del Norte, donde convaleció después de sufrir un leve ataque cardiaco y contraer una pulmonía. Un círculo rojizo rodeaba sus ojos y sus mejillas aparecían hinchadas y pálidas. Se las arregló para dedicar una débil sonrisa a su viejo amigo.

– Hola, Alfred, ¿qué tal le ha ido? -saludó Churchill cuando el ordenanza de la Armada Real cerró la puerta.

– Estupendamente, pero soy yo el que debería preguntarle eso. El que las ha pasado moradas fue usted.

– Nunca mejor dicho -repuso Churchill-. Póngame al día.

– Interceptamos dos mensajes de Hamburgo destinados a agentes alemanes que operan en suelo británico. -Vicary se los tendió-. Como sabe, actuamos sobre el supuesto de que habíamos arrestado, ahorcado o convertido en agente doble a todo espía alemán que actuase en Gran Bretaña. Evidentemente esto es un golpe muy duro. Si los agentes transmiten una información que contradiga el material que enviamos a través del contraespionaje, los alemanes lo sospecharán todo. Por otra parte, creemos también que proyectan introducir en el país un nuevo agente.

– ¿Qué están haciendo para detenerlos?

Vicary hizo un resumen de las medidas adoptadas hasta aquel momento.

– Pero, por desgracia, primer ministro, las probabilidades de capturar al agente ipso facto no son muchas. En el pasado, en el verano de 1940, por ejemplo, cuando enviaron espías con vistas a la invasión, nos fue posible detener a los que llegaban porque los alemanes solían informar a los viejos agentes que ya tenían en suelo británico, señalándole con precisión el momento, lugar y modo en que iban a llegar los nuevos espías.

– Y los antiguos espías trabajaban para nosotros como agentes dobles.

– O estaban encerrados en una cárcel, sí. Pero en este caso, el mensaje dirigido al agente establecido aquí era muy ambiguo, sólo una frase en clave: ejecuta procedimientos de recepción uno.

Asumimos que esa frase dice al agente todo lo que necesita saber. Desgraciadamente, a nosotros no nos dice nada. Sólo podemos hacer suposiciones acerca del modo en que proyectan introducirlo en el país. Y a menos que la suerte se alíe con nosotros, las probabilidades de capturarlo son mínimas, en el mejor de los casos, o sea, en el caso de tener alguna.

– ¡Maldita sea! -exclamó Churchill, al tiempo que su mano descendía hasta el brazo del sillón.

Se puso en pie y sirvió coñac para los dos. Contempló su vaso y murmuró algo para sí, como si se hubiera olvidado de la presencia de Vicary.

– ¿Recuerda la tarde de 1940 en que le pedí que entrara a colaborar con el MI-5?

_Claro, primer ministro.

– Tenía razón, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– Se lo ha pasado en grande, ¿a que sí? Mírese, Alfred, es un hombre completamente distinto. Cielo santo, me gustaría tener un aspecto tan formidable como el suyo.

– Gracias, primer ministro.

– Ha hecho un trabajo fabuloso. Pero no servirá de nada si esos espías alemanes encuentran lo que andan buscando. ¿Entiende?

Vicary exhaló un prolongado suspiro,

– Me hago cargo de lo que está en juego, primer ministro.

– Quiero que les pare los pies, Alfred. Quiero que los aplaste.

Vicary parpadeó con rapidez e, inconscientemente, se llevó las manos al bolsillo de la pechera en busca de sus gafas de lectura de cristales de media luna. El cigarro de Churchill se le había apagado en la mano. Lo volvió a encender y se concedió un momento para disfrutar tranquilamente del tabaco.

– ¿Cómo está Boothby? -preguntó Churchill por último.

Vicary suspiró.

– Como siempre, primer ministro.

– ¿Le respalda a usted?

– Quiere que le informen de todo lo que hago. Estar al corriente.

– Por escrito, supongo. A Boothby le vuelve loco eso de tener todas las cosas por escrito. La oficina de ese hombre emplea más condenado papel que The Times.

Vicary se permitió una suave risita entre dientes.

– No se lo dije nunca, Alfred, pero albergaba serias dudas de que pudiera tener éxito. De que realmente se las arreglase bien operando en el mundo del espionaje militar. Ah, jamás dudé de que tuviera cerebro, inteligencia. Pero no acababa de convencerme de que poseyese la clase de astucia taimada que se precisa para ser un buen agente del servicio de inteligencia. Y también dudaba de que fuese lo bastante duro.

Las palabras de Churchill dejaron a Vicary de piedra.

– Y ahora, ¿por qué me mira así? Es uno de los hombres más decentes que he conocido. Por regla general, los hombres que triunfan en la actividad a la que se dedica usted en estos momentos son individuos como Boothby. Arrestaría a su propia madre si creyera que eso iba a significar un ascenso en su carrera. O asestaría una puñalada por la espalda a un enemigo.

– Pero yo he cambiado, primer ministro. He hecho cosas que ni por lo más remoto me creía capaz de hacer. Y también he hecho cosas de las que estoy avergonzado.

– ¿Avergonzado? -Churchill parecía perplejo.

– Cuando uno trabaja de deshollinador de chimeneas, uno se mancha de negro los dedos -dijo Vicary-. Sir James Harris escribió esas palabras cuando ejercía el cargo de ministro en La Haya en 1785. Detestaba que le pidieran que pagara sobornos a espías y confidentes. A veces, me gustaría que eso fuera tan sencillo.

Vicary recordaba una noche de septiembre de 1940. Su equipo y él permanecían escondidos entre los brezos de la cumbre de un acantilado que dominaba una playa rocosa de Cornualles. Se protegían de la helada lluvia bajo una lona negra impermeabilizada. Vicary sabía que el alemán iba a llegar aquella noche; la Abwehr había pedido a Karl Becker que organizase una partida de recepción. Vicary recordaba que el alemán apenas era un muchacho y que cuando alcanzó la playa en la balsa neumática se encontraba medio muerto de frío. Cayó en los brazos de los hombres de la Sección Especial y no pudo hacer más que balbucear incoherencias en alemán, feliz por el simple hecho de estar vivo. Su documentación era de pena, los billetes de sus doscientas libras estaban falsificados burdamente, su inglés se limitaba a unas cuantas frases vulgares de cortesía más o menos bien ensayadas. Era tan malo que Vicary no tuvo más remedio que efectuar el interrogatorio en alemán. A aquel espía le asignaron la misión de reunir informes sobre las defensas costeras y, cuando se produjese la invasión, realizar acciones de sabotaje. Vicary llegó a la conclusión de que era un elemento inútil. Se preguntó cuántos como él tendría Canaris: mal adiestrados, peor equipados y financiados, virtualmente sin la menor posibilidad de éxito. El mantenimiento de la compleja campaña de engaño del MI-5 requería la ejecución de algún que otro espía, de forma que Vicary recomendó que lo ahorcasen. Asistió a la mañana siguiente a dicha ejecución, en la cárcel de Wandsworth, y jamás olvidaría la expresión de los ojos del espía cuando el verdugo le pasó la capucha por la cabeza.

– Tiene que convertir su corazón en una piedra, Alfred -recomendó Churchill con ronco susurro-. No tenemos tiempo para sentimientos como la vergüenza o la compasión, ninguno de nosotros. Ahora, no. Debe desprenderse de los restos de ética y moral que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria. ¿Está claro?

– Está claro, primer ministro.

Churchill se inclinó hacia adelante, acercándosele, y dijo en tono de confesionario:

– Respecto a la guerra, hay una desdichada verdad. Si bien a un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra, sí le es absolutamente posible a un hombre perderla. -Churchill hizo una pausa-. Por el bien de nuestra amistad, Alfred, no sea usted ese hombre.

Impresionado por la advertencia de Churchill, Vicary recogió sus cosas y se dispuso a salir. Abrió la puerta y salió al pasillo. En el cuadro meteorológico de la pared, actualizado hora tras hora, se leía lluvioso. A su espalda, Vicary oyó a Winston Churchill, a solas en su cámara subterránea, murmurar algo para sí. Vicary tardó unos segundos en entender lo que el primer ministro decía.

– Condenado tiempo inglés -farfullaba Churchill-. Condenado tiempo inglés.


Instintivamente, Vicary solía buscar pistas en el pasado. Leyó y releyó los mensajes, previamente descifrados, que los agentes establecidos en Gran Bretaña enviaron a los operadores de radio de Hamburgo. Los mensajes remitidos desde Hamburgo a los agentes radicados en Gran Bretaña. Los historiales e incluso los casos en los que había intervenido él. Leyó el informe final de uno de los primeros casos que había llevado, un incidente que concluyó en el norte de Escocia, en un lugar acertadamente llamado cabo de la Ira. Leyó la carta de recomendación, incluida en su historial, que a regañadientes había tenido que escribir sir Basil Boothby, jefe de división, copia remitida a Winston Churchill, primer ministro. Una vez más, Vicary volvió a sentirse orgulloso de sí mismo.

Harry Dalton iba y venía a toda velocidad del despacho de Vicary al Registro, y viceversa, llevando nuevos documentos en una dirección y devolviendo los antiguos en la otra. Otros funcionarios, al darse cuenta de la creciente tensión que se desarrollaba en el despacho de Vicary, empezaron a pasar por delante de la puerta, por parejas o de tres en tres, como automovilistas que circulan por el punto donde se ha producido un accidente: mirando hacia otra parte, lanzando rápidos, disimulados y temerosos vistazos de soslayo. Cuando Vicary concluía con una remesa de expedientes, Harry preguntaba:

– ¿Has descubierto algo?

Vicary fruncía el ceño con gesto de fastidio y confesaba:

– No, maldita sea.

Hacia las dos de la tarde, las paredes se le venían encima. Se había fumado demasiados cigarrillos y bebido demasiadas tazas de té turbio.

– Necesito un poco de aire fresco, Harry.

– Sal un par de horas. Te sentará bien.

– Voy a dar un paseo… Almorzaré un poco, quizá.

– ¿Te acompaño?

– No, gracias.


Mientras Vicary caminaba por el Embankment, una fría llovizna descendía sobre Westminster, casi flotando como el humo de una batalla cercana. Un viento glacial subía del río, provocaba el batir de los viejos letreros de las calles, silbaba al pasar por el montón de madera astillada y ladrillos rotos que ocupaban lo que en otro tiempo había sido un espléndido edificio. Vicary avanzó rápidamente con su mecánica cojera de articulaciones rígidas, agachada la cabeza, hundidas las manos en los bolsillos del gabán. Cualquier desconocido que se hubiera cruzado con él habría supuesto que aquel hombre llegaba tarde a una cita importante o huía de una reunión desagradable.

La Abwehr tenía diversos sistemas para introducir agentes en Gran Bretaña. Muchos de ellos habían llegado en pequeñas barcas botadas desde submarinos. Vicary acababa de leer los informes relativos a los agentes dobles cuyos nombres en clave eran Mutt y Jeff; pusieron pie en la costa, tras vadear un trecho desde el hidroavión Arado que los dejó cerca de la aldea de pescadores de arenques de MacDuff, en el Moray Firth. Vicary ya había avisado a los guardacostas de la Armada Real que extremaran la vigilancia. Pero el litoral inglés se extendía a lo largo de muchos miles de kilómetros, era imposible cubrirlo por entero, y las probabilidades de coger a un agente en una playa oscura eran muy escasas.

La Abwehr había lanzado en paracaídas numerosos espías sobre Gran Bretaña. Era imposible de todo punto tener bajo vigilancia hasta el último centímetro cuadrado de espacio aéreo, pero Vicary había pedido a la RAF que estuviera ojo avizor para localizar cualquier aparato extraño que apareciese en tal espacio aéreo.

La Abwehr había lanzado agentes en Irlanda y en el Ulster. Para llegar a Inglaterra tuvieron que tomar el transbordador. Vicary había encarecido a los maquinistas de los transbordadores, en Liverpool, que tomasen nota de cualquier pasajero extraño: alguien que diera la sensación de no estar familiarizado con la rutina del transbordador, que no se sintiera muy a gusto con el idioma o con la moneda. No les podía dar una descripción más exacta porque no la tenía.

La viveza del paso y la frialdad de la temperatura le despertaron el apetito. Entró en una taberna próxima a la estación Victoria y pidió un pastel de verduras y media jarra de cerveza.

«Tienes que convertir tu corazón en una piedra», le había dicho Churchill.

Por desgracia, eso ya lo había hecho bastante tiempo atrás. Helen… Era la hija mimada y atractiva de un acaudalado industrial y Vicary, en contra de toda su sensatez y buen juicio, se enamoró de ella perdidamente. Sus relaciones empezaron a desmoronarse la tarde en que hicieron el amor por primera vez. El padre de Helen percibió los indicios correctamente: el modo en que se llevaban cogidas las manos al volver del lago, la forma en que Helen acarició el pelo, que ya clareaba, de Vicary. Aquella misma noche convocó a Helen para mantener con ella una conversación privada. Bajo ninguna circunstancia iba a permitirle casarse con el hijo de un empleado de banca de tres al cuarto que estudiaba en la universidad gracias a una beca. Helen recibió la orden explícita y terminante de cortar de raíz aquellas relaciones con la máxima rapidez y quietud posibles. Y la muchacha hizo exactamente lo que se le dijo. Era esa clase de chica. Vicary nunca le guardó rencor, antes al contrario, seguía enamorado de ella. Pero perdió algo aquel día. Supuso que era la capacidad de confiar. Se preguntaba si la recuperaría alguna vez.

«A un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra…» Vicary pensó: «Maldito sea el Viejo por cargarme eso sobre los hombros».

La tabernera, una mujer bien nutrida, apareció ante la mesa.

– ¿Tan malo está eso, querido?

Vicary bajó la mirada sobre el plato. Había puesto a un lado las zanahorias y las patatas y con la punta del cuchillo, inconsciente, distraídamente, había trazado un dibujo en el resto del pastel. Observó el plato con más atención y se dio cuenta de que había dibujado un mapa de Inglaterra en la espesa salsa de color pardo.

Pensó: «¿Dónde habrá aterrizado el maldito espía?».

– Estaba estupendo -respondió Vicary cortésmente, al tiempo que tendía el plato a la mujer-. Lo que pasa es que no tenía tanta hambre como supuse.

De nuevo en la calle, Vicary se subió el cuello del abrigo y echó a andar hacia el despacho.

«Sí le es absolutamente posible a un hombre perderla.»

Las secas hojas de los árboles chasqueaban al paso de Vicary mientras éste apresuraba la marcha por el Birdcage Walk. La última claridad de la tarde se retiraba sin ofrecer apenas resistencia. En la penumbra cada vez más densa del anochecer, Vicary vio cerrarse como párpados las negras cortinas de las ventanas que dominaban St. Jame’s Park. Se imaginó a Helen detrás de una de aquellas ventanas. observándole caminara ritmo rápido por el paseo. Se entretuvo concibiendo una bonita fábula: resolviendo el caso, arrestando a los espías y ganando la guerra, demostraría ser un hombre lo bastante valioso para ella y Helen volvería a él.

«No eres esa clase de hombre.»

Churchill había dicho algo más; se había lamentado de la lluvia incesante. El primer ministro, sano y salvo al abrigo de su fortaleza subterránea, se quejaba del tiempo.

Sin mostrar su placa de identificación, Vicary pasó raudo por delante del centinela que montaba guardia a la puerta de la sede del Ml-5.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Harry, al verle entrar en el despacho.

– Quizá. Si necesitases colar de golpe y porrazo un espía en el país, Harry, ¿qué ruta utilizarías?

– Supongo que lo haría por el este: Kent, East Anglia o incluso por la parte oriental de Escocia.

– Precisamente lo que pensaba.

– ¿Y…?

– Si se te conminara a realizar una operación rápida, ¿qué sistema de transporte emplearías?

– Eso depende.

– ¡Vamos, Harry!

– Supongo que recurriría al avión.

– ¿Por qué no un submarino, hacer llegar al espía a la costa a bordo de una balsa?

– Porque es más fácil encontrar disponible a corto plazo un avión pequeño que un precioso submarino.

– Exactamente, Harry. ¿Y qué necesitas para soltar un espía sobre Inglaterra desde un avión?

– Que haga un tiempo decente, sin ir más lejos.

– Correcto otra vez, Harry.

Vicary descolgó bruscamente el receptor del teléfono y aguardó a que la operadora entrase en línea.

– Aquí, Vicary. Póngame inmediatamente con el servicio meteorológico de la RAF.

Instantes después, una joven respondía a la llamada.

– ¿Dígame?

– Aquí, Vicary, de la Oficina de Guerra. Necesito cierta información sobre las previsiones meteorológicas.

– Vaya temporadita antipática que llevamos, ¿verdad?

– Sí, sí -convino Vicary, impaciente-. ¿Cuándo va a cambiar por el este?

– Esperamos que el sistema actual se aleje mañana por la tarde, en algún momento.

– ¿Y tendremos cielos claros?

– Como el cristal.

– ¡Maldición!

– Pero no durará mucho. Por detrás llega otro frente, que avanza con rapidez a través del país en dirección sureste.

– ¿A cuánta distancia por detrás?

– Es difícil pronosticarlo. Probablemente de doce a dieciocho horas.

– ¿Y después?

– Durante la semana que viene, todo el país estará metido en la sopa, nevadas y lluvias intermitentes.

– Gracias.

Vicary colgó el teléfono y se volvió hacia Harry.

– Si tu teoría se confirma, nuestro agente intentará entrar en el país, lanzándose en paracaídas, mañana por la noche.

13

Hampton Sands (Norfolk)


El trayecto en bicicleta hasta la playa le llevaba normalmente unos cinco minutos. Entrada la tarde, Sean Dogherty lo cronometró de nuevo para estar más seguro. Pedaleó con cuidado, sin prisas, a ritmo normal, inclinada la cabeza contra la brisa marina, que había refrescado. Deseó que la bicicleta se encontrase en mejores condiciones. Como la propia Inglaterra en tiempos de guerra, estaba maltratada, deteriorada, necesitada de un repaso a fondo. Cada vuelta de los pedales producía chirridos y repiqueteos ominosos. La cadena pedía a gritos una mano de aceite, que escaseaba lo suyo, y los neumáticos estaban tan gastados y tenían tantos parches y remiendos que Dogherty lo mismo hubiera podido prescindir de ellos y rodar sobre las llantas.

La lluvia había amainado al mediodía. Gruesos, dispersos nubarrones flotaban sobre la cabeza de Dogherty como globos cautivos que se hubieran soltado de sus amarras. Tras ellos, el sol flameaba suspendido en el horizonte como una bola de fuego. Una espléndida luz color naranja incendiaba los pantanos y las faldas de los montes.

Dogherty notó que en su pecho crecía una intensa agitación. No había experimentado nada semejante desde la primera vez que se reunió en Londres con su contacto de la Abwehr, al principio de la guerra.

La carretera terminaba en un bosquecillo de pinos, al pie de las dunas. Un letrero deteriorado por la intemperie advertía de la existencia de minas en la playa; Dogherty, lo mismo que todos los vecinos de Hampton Sands, sabía que allí no había mina alguna. En la cesta de la bicicleta, Dogherty llevaba un bote cerrado con poco más de un litro de preciosa gasolina. Lo cogió, empujó la bicicleta hacia el interior del pinar y la apoyó cuidadosamente contra el tronco de un árbol.

Dogherty consultó su reloj: exactamente cinco minutos.

Un sendero se adentraba entre los pinos. Dogherty avanzó por él, la arena y las agujas de pino secas crujieron bajo sus pies, y luego continuó a través de las dunas. El estruendo de las olas rompientes llenaba el aire.

El mar apareció ante Dogherty. La pleamar había alcanzado su altura máxima dos horas antes. Ahora descendía la marea rápida y pronunciadamente. Para la medianoche, momento en que estaba programado el lanzamiento, habría una amplia y llana franja de arena endurecida a lo largo de la orilla del agua; un espacio perfecto para el aterrizaje de un agente lanzado en paracaídas.

Dogherty tenía aquella playa para su uso exclusivo. Regresó al pinar y dedicó los cinco minutos siguientes a recoger leña suficiente para tres pequeñas fogatas de señales. Tuvo que hacer cuatro viajes para llevar la leña a la playa. Comprobó la dirección del viento y calculó su velocidad: del noreste, unos treinta y dos kilómetros por hora. Dogherty formó los tres montones de leña separados veinte metros entre sí y en la línea recta que indicaba la dirección del viento.

El crepúsculo agonizaba. Dogherty abrió el bote de gasolina y roció la leña con el combustible. Aquella noche iba a esperar junto a su radio hasta recibir la señal de Hamburgo indicándole que el avión se acercaba. Entonces montaría en la bicicleta, se llegaría a la playa, encendería las fogatas y recibiría al agente. Sencillo, si todo salía conforme al plan.

Dogherty se dispuso a cruzar la playa de vuelta. Y entonces vio a Mary de pie en las dunas; la silueta de la mujer, que tenía los brazos cruzados bajo los senos, se recortaba contra la última claridad del ocaso. El aire le lanzaba hebras de su pelo sobre el rostro. Dogherty le había contado la noche anterior que la Abwher le acababa de pedir que recogiera a un agente. Pidió a Mary se ausentara de Hampton Sands hasta que el asunto hubiese acabado; tenían amigos y familiares en Londres con los que ella podría pasar una temporada. Mary se negó a marchar. Desde entonces, no le había vuelto a dirigir la palabra. Daban tumbos por las estrechuras de la casita sumidos en colérico silencio, desviada siempre la vista. Mary golpeando las ollas contra el hornillo y rompiendo platos y tazas a causa de la tensión de sus nervios. Era como si se hubiera quedado allí sólo para castigarle con su presencia.

Para cuando Dogherty llegó a lo alto de las dunas, Mary ya se había retirado. Dogherty continuó por el sendero hasta el lugar donde dejara la bicicleta. Mary se la había llevado. Dogherty pensó: «Otra escaramuza en nuestra guerra de silencio». Se subió el cuello para hacer frente al viento y caminó de vuelta a la casa de campo.


Jenny Colville había descubierto aquel sitio cuando contaba diez años: una pequeña depresión entre los pinos, a unos centenares de metros de la carretera, protegida del viento por un par de enormes peñascos. Un escondrijo perfecto. La muchacha se había preparado una tosca cocina de campaña formando un círculo de piedras y colocando encima una pequeña parrilla de metal. Dispuso allí ahora lo preciso para encender la lumbre -agujas de pino, hierbas secas de las dunas, ramitas caídas de los árboles-, encendió una cerilla y aplicó la llama. Sopló suavemente y al cabo de unos segundos el fuego crepitó y cobró vida.

Guardaba allí una cajita oculta debajo de las rocas, cubierta con una capa de agujas de pino. Jenny levantó la tapa de la caja y sacó lo que contenía, una raída manta de lana, un potecito metálico, un despostillado tazón de porcelana y una lata de té seco en polvo. Desplegó la manta y la tendió en el suelo, junto a la lumbre. Se sentó y empezó a calentarse las manos al amor de las llamas.

Dos años atrás, un aldeano encontró las cosas de Jenny y llegó a la conclusión de que en la playa vivía un gitano. Lo cual provocó en Hampton Sands una conmoción tremenda, como no se había visto desde el incendio de St. John’s de 1912. Durante un tiempo Jenny se abstuvo de aparecer por allí. Pero el escándalo se apaciguó rápidamente y la muchacha pudo volver.

Se extinguieron las llamas, que dejaron una capa de relucientes brasas rojas. Jenny llenó el pote con agua de una cantimplora que había llevado de casa. Puso el recipiente encima de la parrilla y esperó a que el agua rompiese a hervir, mientras escuchaba los rumores del mar y el silbido del viento al pasar entre los pinos.

Como siempre, el lugar desplegó su magia.

La joven empezó a olvidar sus problemas… su padre.

Aquella tarde, poco antes, al llegar a casa tras salir del colegio, se lo encontró sentado a la mesa de la cocina, borracho. No tardó en mostrarse agresivo, después colérico y finalmente violento. Siempre se desahogaba con la persona más próxima a él; inevitablemente, esa persona era Jenny. La muchacha decidió soslayar la paliza antes de que se produjera. Le preparó un plato de bocadillos y un puchero de té y se lo puso encima de la mesa. El hombre no dijo nada, no manifestó interés por saber a dónde iba su hija, mientras Jenny se ponía el abrigo y salía por la puerta.

El agua empezó a hervir y Jenny añadió el té, tapó el recipiente y lo retiró de la lumbre. Pensó en las otras muchachas del pueblo. En aquel momento estarían en casa, sentadas a la mesa con sus padres, a punto de cenar, comentando los acontecimientos de la jornada, y no ocultándose entre los árboles próximos a la playa, sin más compañía que el ruido de las olas al romper sobre la arena y una taza de té en las manos. Eso la hacía a ella distinta, más adulta, más espabilada. La habían privado de su infancia, de su etapa de inocencia, la habían obligado a afrontar prematuramente, en una época temprana de su vida, la circunstancia de que el mundo podía ser un lugar perverso.

«¡Dios! ¿Por qué me odia tanto? ¿Qué daño he podido causarle alguna vez?»

Mary se había esforzado cuanto pudo para explicarle el comportamiento de Martin Colville. «Él te quiere -le había dicho Mary infinidad de veces-, pero se siente herido, enojado e infeliz y la emprende con la persona a la que más aprecia.»

Jenny había intentado ponerse en el lugar de su padre. Recordaba confusamente el día en que su madre hizo las maletas y se marchó. Recordaba a su padre rogando y suplicando que se quedara. Recordaba la expresión de su cara cuando ella se negó, recordaba el ruido de los vasos hechos añicos, de los platos estrellados contra el suelo, las cosas horribles que se dijeron el uno al otro, Durante muchos años, no se le dijo a Jenny a dónde se había ido su madre; era una cuestión que sencillamente no se trataba. Cuando Jenny se atrevía a preguntar a su padre, éste daba la callada por respuesta, sumiéndose en un silencio tormentoso. Mary fue la que al final se lo contó. La madre de Jenny se había enamorado de un hombre de Birmingham, tuvo una aventura con él y ahora vivían juntos. Cuando Jenny le preguntó por qué su madre no había intentado ponerse en contacto con ella, con su hija, Mary no pudo contestar. Para empeorar las cosas, Mary le dijo a Jenny que se había convertido en la propia imagen de su madre. Jenny carecía de pruebas de ello, el último recuerdo qué tenía de su madre era el de una mujer desesperada y furiosa, con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, y su padre había destruido mucho tiempo atrás todas las fotos de la mujer.

Jenny vertió té en la taza de porcelana esmaltada y la mantuvo cerca del rostro para aprovechar su calor. Soplaban ráfagas de viento que agitaban el dosel formado por las ramas de pino sobre la cabeza de la joven. Apareció la luna, seguida por las primeras estrellas. Jenny comprendió que iba a ser una noche muy fría. No iba a poder quedarse allí mucho rato. Echó a la lumbre un par de trozos de leña de cierta consistencia y observó el bailoteo de las sombras sobre las rocas. Acabó el té, se encogió hasta hacerse un ovillo y utilizó las manos a guisa de almohada.

Se imaginó a sí misma en algún otro lugar, en cualquier sitio, menos en Hampton Sands. Anhelaba hacer algo importante y no volver nunca más. Tenía dieciséis años. Algunas chicas mayores que ella de los pueblos circundantes se habían ido a Londres y a otras grandes ciudades para hacerse cargo de empleos que dejaron vacantes los hombres. Encontraría trabajo en alguna fábrica, atendería mesas en un café, cualquier cosa…

Empezaba a amodorrarse rumbo al sueño cuando le pareció oír un ruido procedente de algún punto próximo al mar. Durante unos segundos estuvo preguntándose si realmente vivirían gitanos en la playa. Sobresaltada, Jenny se puso en pie. El pinar terminaba en las dunas. Avanzó cautelosamente a través del bosquecillo, porque oscurecía a marchas forzadas, y emprendió la subida de la ladera de arena. Hizo una pausa en lo alto de la duna, con las hierbas agitándose a sus pies, impulsadas por el viento y miró hacia el punto de donde llegaba el ruido. Vio una figura vestida con chubasquero, botas de goma y sombrero impermeable de marino.

Sean Dogherty.

Parecía estar acumulando leña, andaba de aquí para allá, como si calculase distancias. Quizá Mary tenía razón. Tal vez Sean estuviera volviéndose loco.

Jenny avistó entonces a otra figura en la cima de las dunas. Era Mary, que, de pie allí frente al viento, cruzada de brazos, observaba a Sean en silencio. Luego, Mary dio media vuelta y se alejó tranquilamente, sin esperar a Sean.

Cuando Sean se perdió de vista, Jenny apagó las brasas vertiendo agua de la cantimplora, recogió sus cosas y pedaleó de vuelta a casa. Al llegar, la encontró desierta, fría y a oscuras. Su padre se había ido, el fuego del hogar llevaba bastante rato apagado. No encontró nota alguna que diese cuenta del paradero de su padre. Permaneció cierto tiempo tendida en la cama, despierta, mientras escuchaba el rumor del viento y revivía la escena de la que acababa de ser testigo en la playa. Había allí algo raro, concluyó. Algo muy raro, desde luego.


– Tiene que haber alguna cosa que podamos hacer, Harry, seguro -dijo Vicary, mientras paseaba por el despacho.

– Hemos hecho todo lo que podemos hacer, Alfred.

– Quizás deberíamos verificarlo otra vez con la RAF.

– Acabo de hablar con la RAF.

– ¿Algo nuevo?

– Nada.

– Bueno, llamaré a la Armada Real.

– Acabo de hablar por teléfono con la Ciudadela.

– ¿y?

– Nada.

– ¡Dios!

– Tienes que tener paciencia.

– La naturaleza no me dotó de la virtud de la paciencia, Harry.

– Ya lo he notado.

– ¿Qué más hay…?

– He llamado al transbordador de Liverpool.

– ¿Y bien?

– Suspendido el servicio a causa del mal estado del mar.

– De modo que esta noche no llegarán procedentes de Irlanda.

– No es condenadamente probable.

– Tal vez hemos abordado esto desde una dirección equivocada, Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizá deberíamos proyectar nuestra atención sobre la posibilidad de que los dos agentes se encuentren ya en Gran Bretaña.

– Te escucho.

– Volvamos a los registros de pasaportes e inmigración.

– Por Dios, Alfred, no han cambiado desde 1940. Hicimos una redada de sospechosos de espionaje e internamos a todos los que nos ofrecieron dudas.

– Ya lo sé, Harry. Pero puede que pasáramos algo por alto.

– ¿Como qué?

– ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

– Me haré con los expedientes. No perdemos nada.

– Quizá nos ha abandonado la suerte.

– Alfred, en mis buenos tiempos conocí a montones de agentes con suerte.

– ¿Sí, Harry?

– Pero jamás conocí a un solo agente holgazán que tuviera suerte.

– ¿A dónde quieres ir a parar.

– Traeré los expedientes y prepararé té.


Sean Dogherty se deslizó por la puerta trasera de la casita y caminó por la senda en dirección al establo. Vestía un grueso jersey y un impermeable y llevaba un farol de petróleo. Las últimas nubes habían desaparecido de las alturas. El cielo era un manto de color azul oscuro, cuajado de estrellas y presidido por la luna. El aire era glacialmente cortante.

Baló una oveja cuando Dogherty abrió la puerta y entró en el granero. El animal se había enredado en una cerca aquel día. Al forcejear en su intento de liberarse no sólo se desgarró una pata, sino que ademas hizo un boquete en la cerca. Ahora yacía en un rincón del granero, tendida sobre un montón de heno.

Dogherty encendió la radio y empezó a cambiar la venda, mientras tarareaba quedamente para calmar los nervios. Retiró la gasa ensangrentada, la cambió por otra limpia y la fijó en su sitio asegurándola con esparadrapo.

Admiraba su obra cuando la radio empezó a crepitar. Dogherty cruzó en dos zancadas el granero y se puso los auriculares. El mensaje fue breve. Dogherty remitió la señal de acuse de recibo y salió disparado del granero.

El trayecto hasta la playa lo cubrió en menos de tres minutos.

Dogherty desmontó al final de la carretera y empujó la bicicleta entre los árboles. Subió por las dunas, descendió por el otro lado y corrió a través de la playa. Los montones de leña estaban intactos, listos para convertirse en señales. Dogherty oyó a lo lejos el sordo zumbido de un avión.

Pensó: «Buen Señor, ya viene».

Encendió las fogatas de señal. En cuestión de segundos la playa estaba inundada de ardiente claridad.

Agachado entre la hierba de las dunas, Dogherty aguardaba la aparición del aparato. Éste descendió sobre la playa y unos segundos después un puntito negro saltaba desde la cola del avión. El paracaídas se abrió, al tiempo que el avión se ladeaba para dar media vuelta y dirigirse mar adentro.

Dogherty se levantó de entre la hierba y corrió por la playa. El alemán efectuó un aterrizaje perfecto, rodó sobre sí mismo y ya había recogido su negro paracaídas cuando Dogherty llegó ante él.

– Debes de ser Sean Dogherty -dijo en correcto inglés de escuela privada.

– Exacto -replicó Sean, sorprendido-. Y tú debes de ser el espía alemán.

El hombre frunció el ceño.

– Algo así. Escucha, viejo compañero, puedo manejar esto yo solito. ¿Por qué no apagas esos malditos fuegos antes de que todo bicho viviente se entere de que estamos aquí?

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