SEGUNDA PARTE

14

Prusia Oriental, diciembre de 1925


El ciervo se muere de hambre este invierno. Abandonan los bosques y escarban por los prados en busca de alimento. El gran macho está allí, de pie bajo el brillante sol, con el hocico hundido en la nieve a la búsqueda de un poco de hierba helada. Ellos se encuentran detrás, en una colina baja. Anna tendida cuerpo a tierra. Papá agachado junto a ella. Le susurra instrucciones, pero Anna no le oye. No necesita que le den ninguna clase de instrucciones. Llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Imaginándoselo. Se había preparado a conciencia para aquel momento.

Carga los cartuchos en la recámara del rifle. Es nuevo, tiene la culata lisa, sin un solo arañazo, y huele a limpio aceite de arma. Es su regalo de cumpleaños. Hoy cumple quince.

El ciervo es también su regalo.

Había deseado abatir un ciervo antes, pero papá no lo permitió.

– Es una cosa muy emotiva, matar un ciervo -dijo a guisa de explicación-. Algo muy difícil de describir. Tienes que experimentarlo y no dejaré que eso ocurra hasta que seas lo bastante mayor como para comprenderlo.

Es un tiro difícil, ciento cincuenta metros, con un viento glacial de costado. A Anna le escuece la cara de frío, le tiembla todo el cuerpo, tiene los dedos entumecidos dentro de los guantes. Coreografía mentalmente el disparo: curva el dedo sobre el gatillo con suavidad, como en el campo de tiro. Como papá le enseñó.

Sopla una ráfaga de viento. Anna espera.

Se incorpora sobre una rodilla y se acerca el rifle a la cara. El ciervo, sobresaltado por el crujido que produjo la nieve bajo el peso de la muchacha, levanta su impresionante cabeza y se vuelve en dirección al ruido.

Rápidamente, Anna sitúa el punto de mira sobre la cabeza del macho, calcula el desvío que puede producir el viento de costado y aprieta el gatillo. La bala atraviesa el ojo del ciervo y el animal se desploma sobre la nevada pradera, convertido en un montón informe, sin vida.

Anna baja el arma y se vuelve hacía papá. Espera verle radiante, entusiasmado, con los brazos abiertos para recibirla y dispuesto a confesarle cuán orgulloso se siente de ella. Pero en vez de eso, el semblante de papá es una máscara inexpresiva mientras mira primero al macho muerto y luego a ella.


– Tu padre siempre deseó un hijo, pero yo no se lo di -confesó la madre, mientras agonizaba víctima de una tuberculosis en el dormitorio del extremo del pasillo-, Sé lo que él quiere que seas. Ayúdale, Anna. Cuida de él por mí.

Ha hecho todo lo que su madre le pidió. Ha aprendido a montar a caballo, a disparar y a hacer todo lo que los chicos hacen, sólo que mejor. Ha viajado con papá, acompañándole a todos sus puestos diplomáticos. El lunes zarpan rumbo a Estados Unidos, donde papá será primer cónsul.

Anna ha oído hablar de los gángsters de América, que recorren las calles a toda velocidad en sus enormes automóviles negros y disparan contra toda persona que ven. Si los gángsters intentan hacer daño a papá, ella les atravesará el ojo de un balazo con su rifle nuevo.


Aquella noche duermen juntos en la cama grande de papá, mientras arde un gran fuego de leña en la chimenea. Fuera se ha desencadenado una tormenta de nieve. El viento aúlla y los árboles baten los muros de la casa. Anna siempre cree que intentan entrar porque tienen frío. El fuego chisporrotea y el humo tiene un olor cálido y maravilloso. La chica oprime su rostro contra las mejillas de papá y deja caer el brazo cruzado sobre el pecho del hombre.

– Me resultó muy penoso la primera vez que cacé un ciervo -dice él, como si reconociera un fracaso-. Estuve a punto de bajar el arma. ¿Por qué no te ocurrió a ti lo mismo, Anna, cariño?

– No lo sé, papá, simplemente no me costó nada.

– Lo único que yo podía ver eran aquellos malditos ojos mirándome fijamente. Unos enormes ojos castaños. Hermosos. Vi que la vida escapaba por ellos y me sentí fatal. Durante varias semanas no pude quitarme de la cabeza aquellos condenados ojos.

– Yo no vi los ojos.

Papá vuelve la cabeza hacia ella en la oscuridad.

– ¿Qué viste?

Anna vacila.

– Vi su cara.

– ¿La cara de quién, tesoro? -Está confuso-. ¿La cara del ciervo?

– No, papá, la del ciervo no.

– Anna, cielo, ¿de qué diablos estás hablando?

Ella desea desesperadamente contárselo, contárselo a alguien. Si madre estuviese aún viva, a ella podría contárselo. Pero Anna no tiene ánimos para contárselo a papá. Se volvería loco. No sería justo para él.

– De nada, papá. Estoy cansada. -Le besa en la mejilla-. Buenas noches, papá. Que tengas dulces sueños.


Londres, enero de 1944


Han transcurrido seis días desde que Catherine Blake recibió el mensaje de Hamburgo. Durante todo ese tiempo ha pensado largo y tendido en la conveniencia de hacer caso omiso de él.

Alfa era el nombre en clave del punto de cita en Hyde Park, un sendero que atraviesa un grupo de árboles. No puede evitar que el nerviosismo se apodere de ella cada vez que esa reunión acude a su mente. El MI- 5 ha detenido a docenas de espías desde 1940. Seguramente algunos de ellos habrán confesado todo lo que sabían antes de acudir a su cita con el verdugo.

Teóricamente, eso no debía representar diferencia alguna en su caso. Vogel le prometió que ella sería distinta. Tendría distintos sistemas de radio, distintos métodos de cita y distintos códigos. Incluso aunque arrestasen y ahorcasen a todos los demás espías introducidos en Inglaterra, no tendrían forma alguna de llegar a ella.

A Catherine le hubiera gustado poder compartir la confianza de Vogel. Éste estaba a centenares de kilómetros, separado de Gran Bretaña por el canal de la Mancha, sin referencias directas. El error más insignificante podía acabar en el arresto o la ejecución para Catherine. Como el punto de encuentro, sin ir más lejos. Era una noche lo que se dice gélida; cualquiera que anduviese holgazaneando por Hyde Park se convertiría automáticamente en sospechoso. Era un error de lo más tonto, impropio de Vogel. Debía de estar sometido a una presión enorme. Resultaba incomprensible. Era inminente una invasión, todo el mundo lo sabía. La cuestión era cuándo y dónde.

Se sentía reacia a acudir a la cita por otro motivo: le asustaba el que la complicasen en el juego. Se había hecho comodona, demasiado comodona, quizá. Su vida había adoptado una rutina organizada. Tenía un piso cálido, un trabajo como voluntaria en el hospital, el dinero que le pasaba Vogel para mantenerse. Se resistía, en aquella última fase de la guerra, a poner en peligro su existencia. De ninguna manera se consideraba a sí misma una patriota alemana. Su cobertura parecía gozar de una seguridad absoluta. Podía esperar a que acabase la guerra y luego volver a España. Volver a la gran finca de las estribaciones pirenaicas. Volver junto a María.

Catherine se desvió para entrar en Hyde Park. El tráfico vespertino de Kesington Road se redujo a un zumbido agradable.

Tenía dos razones para presentarse a la cita.

La primera era la seguridad de su padre. Catherine no se había ofrecido para trabajar voluntariamente como espía para la Abwehr, la obligaron a hacerlo. El instrumento de coacción de Vogel fue el padre de Catherine. Vogel dejó bien claro que el padre resultaría perjudicado gravemente -arrestado, recluido en un campo de concentración, incluso muerto- si ella no accedía a trasladarse a Gran Bretaña. Y si ahora se negaba a cumplir aquella misión, con toda certeza la vida de su padre correría peligro.

La segunda razón era más sencilla: Catherine se sentía desesperadamente sola. Llevaba seis años de aislamiento. A los agentes normales se les permitía utilizar la radio. Tenían algún contacto con Alemania. A ella prácticamente no le permitieron contacto alguno. Era curiosa; deseaba hablar con alguien de su propio bando. Deseaba abandonar su cobertura aunque sólo fuese unos minutos, desprenderse de la personalidad de Catherine Blake.

Pensó: «Dios, pero si casi no me acuerdo de mi verdadero nombre».

Decidió que acudiría a la cita.

Paseó por la orilla del Serpentine y observó la bandada de patos que pescaban entre las grietas del hielo. Continuó por el sendero que conducía a los árboles. Las últimas claridades del día acababan de apagarse; el cielo era un manto de estrellas parpadeantes. Algo bueno tenía la orden de apagar las luces, pensó la muchacha: una podía contemplar las estrellas por la noche, incluso en el corazón del West End.

Introdujo la mano en el bolso y acarició la culata de la silenciada pistola, una Mauser 6,35 automática. Caso de surgir algo fuera de lo normal, la usaría. Se había prometido una cosa: jamás iba a permitir que la detuvieran. La idea de verse encerrada en una apestosa cárcel británica la ponía físicamente enferma. Tenía pesadillas respecto a su propia ejecución. Se veía a sí misma riéndose en las barbas de los ingleses antes de que el verdugo le pasara la capucha negra por la cabeza y el lazo con el nudo corredizo alrededor del cuello. Utilizaría la pastilla del suicidio o moriría luchando, pero no iba a permitir que la tocasen.

Se cruzó con un soldado norteamericano que marchaba en dirección contraria. Llevaba colgada del hombro a una prostituta que le frotaba el pene y le introducía la lengua en la oreja. Era una imagen corriente. Las chicas trabajaban en Piccadilly. Pocos derrochaban tiempo o dinero en habitaciones de hotel. Obras murales; las llamaban los soldados. Las mozas cogían sus clientes en callejones o en parques, se levantaban las faldas y al avío, contra la pared. Algunas de las más ingenuas creían incluso que si follaban de pie no podían quedar embarazadas.

Catherine pensó: «Estúpidas muchachas inglesas».

Se adentró en la arboleda y aguardó a que se presentara el agente de Vogel.


El tren de la tarde procedente de Hunstanton llegó a la estación de la calle de Liverpool con media hora de retraso. Horst Neumann bajó de la rejilla su pequeña bolsa de viaje y se unió a la hilera de pasajeros que se disponían a apearse en el andén. La estación era un caos. Puñados de viajeros deambulaban cansinamente por allí como víctimas de un desastre natural, con el rostro en blanco, esperando desmoralizados unos trenes que llevaban retrasos increíbles. Los soldados dormían donde les parecía bien, con la cabeza apoyada en el petate, utilizándolo a guisa de almohada. Unos cuantos policías ferroviarios uniformados recorrían la estación y trataban de mantener el orden. Todos los mozos de estación eran mujeres. Neumann bajó al andén. Menudo, ágil, vivaracha la mirada, se abrió paso a través de la densa muchedumbre.

Los hombres situados en la salida llevaban escrita encima la palabra autoridad. Vestían traje arrugado y se cubrían la cabeza con el clásico bombín. Se preguntó si estarían buscándole. No era posible que dispusieran de su descripción. Instintivamente, se llevó la mano al interior de la chaqueta y acarició la culata de la pistola. Allí estaba, metida bajo la cintura de los pantalones. Palpó también la cartera que llevaba en el bolsillo del pecho. El nombre de su tarjeta de identidad era James Porter. Su cobertura: viajante de productos farmacéuticos. Pasó entre los dos hombres y se integró en el gentío que avanzaba a empellones por Bishopgate Road.

El viaje, a excepción del inevitable retraso, se había desarrollado sin incidentes. Compartió departamento con un grupo de soldados jóvenes. Al principio, durante cierto tiempo, le miraron con malevolencia mientras él leía el periódico. Neumann supuso que cualquier muchacho de aspecto saludable que no llevara uniforme se vería sometido a determinada dosis de desprecio. Les contó que le habían herido en Dunkerque y que lo llevaron de vuelta a Inglaterra, medio muerto, a bordo de un remolcador de transatlánticos, uno de esos barquitos. Los soldados invitaron a Neumann a jugar con ellos una partida de cartas y Neumann los desplumó.

La calle estaba realmente oscura, la única luz que había allí era la de los semáforos velados que aún funcionaban para regular el tráfico rodado nocturno y la de las linternas que llevaban muchos peatones. Tuvo la impresión de encontrarse en medio de un juego infantil, tratando de realizar una tarea ridícula y sencilla con los ojos vendados. Tropezó en dos ocasiones como otros tantos transeúntes que caminaban en dirección contraria. Chocó una vez con algo frío y duro y empezó a pedir disculpas antes de darse cuenta de que se trataba del poste de una farola.

No tuvo más remedio que echarse a reír. Desde luego, Londres había cambiado desde su última visita.


Había nacido en Londres, en 1919, con el nombre de Nigel Fox hijo de madre alemana y padre inglés. Al morir su padre, en 1927 la madre regresó a Alemania y fijó su residencia en Düsseldorf Una año después volvía a casarse, con un rico fabricante llamado Erich Neumann, un adusto amante de la disciplina al que no le hacía maldita la gracia tener un hijastro que se llamaba Nigel y que hablaba alemán con acento inglés. De inmediato cambió al chico el nombre de Nigel por el de Horst, permitió que adoptase el apellido familiar y lo ingresó en una de las academias militares más rígidas del país. Horst se sentía desgraciado. Los demás muchachos se burlaban de él a causa de lo mal que se expresaba en alemán. Pequeño, poquita cosa, era presa fácil para los matones y la mayor parte de los fines de semana volvía a casa con los ojos a la funerala y la boca partida. Su madre se sentía cada vez más preocupada; Horst se había convertido en un chico silencioso y retraído. Erich opinaba que aquello era bueno para el muchacho.

Pero cuando Horst dobló el cabo de los catorce años su vida cambió. En una competición atlética abierta, en pista al aire libre, participó en la carrera de 1.500 metros, sin zapatillas y con los pantalones de la escuela. Acabó bastante por debajo de los cinco minutos, algo asombroso para un chico que no había entrenado lo más mínimo. Un preparador de la federación nacional presenció la prueba. Animó a Horst a entrenarse y convenció al colegio para que destinara al muchacho provisiones especiales.

Horst revivió. Liberado de la monotonía de las clases de educación física del colegio, se pasaba las tardes corriendo a campo través por llanos y montes. Le encantaba estar solo, lejos de los otros chicos. Nunca se había sentido más feliz. Se convirtió rápidamente en uno de los mejores atletas juveniles del país, en pista, y una fuente de orgullo para el colegio. Ingresó en las Hitler Jugend, las Juventudes Hitlerianas. Los compañeros que antes se metían con él de pronto se volvían locos por conseguir su atención. En 1936 le invitaron a asistir a los Juegos Olímpicos de Berlín. Vio al estadounidense Jesse Owens asombrar al mundo al ganar cuatro medallas de oro. Conoció a Adolf Hitler en el curso de una recepción de las Juventudes Hitlerianas e incluso le estrechó la mano. Se emocionó de tal modo que tuvo que telefonear a casa para contárselo a su madre. Erich se sentía inmensamente orgulloso. Sentado en tribuna, Horst soñaba con 1944, cuando fuera lo bastante rápido y maduro para competir en los Juegos Olímpicos por Alemania.

La guerra cambió todo eso.

Se enroló en la Wehrmacht a principios de 1939. Su espléndida forma física y su carácter de lobo solitario le indujeron a interesarse por los Fallschirmjäger, los paracaidistas. Se integró en ese cuerpo y le enviaron a la academia de paracaidismo de Stendhal. Saltó sobre Polonia el primer día de la guerra. Luego lo hizo sucesivamente sobre Francia, Creta y Rusia. A finales de 1942 ya tenía la Cruz de Caballero.

París pondría fin a sus días de paracaidista. Entró una tarde, a última hora, en un pequeño bar a tomarse una copa de coñac. Un grupo de oficiales de las SS se habían adueñado de la sala trasera del establecimiento para celebrar una fiesta particular. A mitad de su consumición, Neumann oyó un grito procedente de aquella habitación trasera. El francés de detrás del mostrador se quedó de una pieza, con demasiado miedo en el cuerpo para ir a investigar. Neumann lo hizo por él. Al empujar la puerta vio tendida encima de la mesa a una muchacha francesa a la que los hombres de las SS tenían inmovilizados los brazos y las piernas. Un comandante la estaba violando, mientras otro oficial la fustigaba con una correa. Neumann entró corriendo y descargó un puñetazo brutal en el rostro del comandante. La cabeza del oficial chocó contra la esquina de la mesa; el comandante no llegó a recobrar el, conocimiento.

Los otros miembros de las SS arrastraron a Neumann al callejón, le golpearon salvajemente y lo dejaron tirado, dándole por muerto. Se pasó tres meses recuperándose en un hospital. Las heridas de la cabeza fueron tan graves que le declararon incapacitado para saltar en paracaídas. Gracias a su inglés fluido le destinaron a un puesto de escucha de la inteligencia militar en el norte de Francia, donde se pasaba los días ante un receptor de radio, en una cabina abarrotada y claustrofóbica, escuchando comunicaciones inalámbricas que partían del otro lado del Canal, de Inglaterra. Era de lo más aburrido.

Entonces se presentó aquel hombre de la Abwehr, Kurt Vogel. Era un individuo flaco, con aire cansado y, en otras circunstancias, Neumann habría creído que se trataba de un artista o de un intelectual.

Dijo que estaba buscando hombres cualificados dispuestos trasladarse a Gran Bretaña y efectuar tareas de espionaje. Afirmó que le pagaría el doble de lo que Neumann cobraba en la Wehrmacht. A Neumann no le interesó la cuestión del dinero, pero estaba aburrido como una ostra.

Aceptó en el acto. Aquélla misma noche abandonó Francia para dirigirse a Berlín en compañía de Vogel.

Una semana antes de que saliera rumbo a Gran Bretaña, llevaron a Neumann a una granja del distrito de Dahlem, en las afueras de Berlín, donde siguió un cursillo de preparación de ocho días. Las mañanas las pasaba en el granero. Vogel había montado allí una plataforma de saltos para que Neumann practicara. Por cuestiones de seguridad no era posible realizar los saltos de prueba desde un avión. También se repasaron a fondo sus habilidades con arma corta, que para empezar eran algo impresionante, así como su destreza en el homicidio silencioso. Las tardes se dedicaban a la esencia del trabajo de campo: aterrizajes, procedimientos de encuentro, claves y manejo de radio. A veces, las sesiones de formación teórica las impartía Vogel solo. En otras ocasiones llevaba a su ayudante, Werner Ulbricht. En plan de broma, Neumann se refería a él llamándole Watson, y Ulbricht lo aceptaba con desacostumbrado buen talante. Entrada la tarde, cuando la claridad del invierno se despedía del apacible paisaje nevado que rodeaba la granja, a Neumann se le concedían cuarenta y cinco minutos para correr. Durante tres días se le permitió hacerlo en solitario. Pero a partir del cuarto, cuando ya tenía la cabeza llena de los secretos de Vogel, un jeep le siguió a distancia.

Las noches se reservaban para la sesión particular de Vogel. Después de la cena en grupo en la cocina de la granja, Vogel se llevaba a Neumann al estudio y le aleccionaba junto al fuego. Nunca utilizaba notas, porque Vogel, Neumann se dio cuenta en seguida, tenía el don de la memoria. Vogel le habló de Sean Dogherty y del sistema de lanzamiento. Le habló de una agente llamada Catherine Blake. Le habló de un oficial estadounidense cuyo nombre era Peter Jordan.

Cada noche, Vogel cubría el suelo del día anterior antes de añadir una nueva capa de detalles. Pese a la ausencia total de protocolo en aquella atmósfera rural, su vestimenta nunca cambió: traje oscuro, camisa blanca y corbata apagada. Su voz era tan molesta como el chirrido de una bisagra oxidada, lo que no impedía que la atención de Neumann estuviese pendiente de ella, gracias a la intensidad y determinación de su tono. En la sexta noche, complacido por los progresos de su discípulo, Vogel se permitió el lujo de una fugaz sonrisa, que se apresuró a ocultar con la mano derecha, incómodo por haber dejado a la vista su espantosa dentadura.

En el curso de su última reunión, Vogel le recordó que debía entrar en Hyde Park por el norte. Desde Bayswater. Eso fue lo que hizo Neumann ahora. Continúa por el sendero que lleva a los árboles que dominan el lago. Haz un pase de reconocimiento para asegurarte de que el lugar está franco. La aproximación, en el segundo paso. Deja que sea ella la que decida si la maniobra debe proseguir. Sabrá si todo va bien y no hay peligro. Es muy buena.


El hombrecillo apareció en el sendero. Llevaba abrigo de paño y sombrero de ala ancha. Avanzó con rapidez y pasó junto a ella sin mirarla. Catherine se preguntó si no estaría perdiendo su capacidad de atraer a los hombres.

Permaneció en la arboleda, a la expectativa. Las normas establecidas para la cita eran específicas. Si el contacto no se presenta a la hora en punto, retirarse y volver al día siguiente. Decidió esperar un minuto más y luego marcharse.

Oyó las pisadas. Era el mismo hombre que había pasado por su lado un momento antes. Estuvo a punto de chocar con ella en la oscuridad.

– Perdón, me parece que ando un poco perdido -dijo con un acento que ella no pudo determinar del todo-. ¿Podría indicarmela dirección de Park Lane?

Catherine le observó con atención. Lucía una sonrisa para todo tiempo y circunstancia y sus ojos brillaban como ardientes ascuas azules bajo el ala del sombrero.

Ella señaló hacia el oeste.

– Por allí.

– Gracias. -El hombre empezó a alejarse y luego dio media vuelta-. «¿Quién coronará el monte del Señor? ¿Quién permanecerá en su sagrado lugar?»

– «El que tenga manos limpias y corazón puro; el que no haya abierto su alma a la vanidad, ni jurado en vano.»

El hombre sonrió y dijo:

Catherine Blake, o mucho me equivoco. ¿Por qué no vamos a algún sitio calentito donde podamos hablar?

Catherine rebuscó en su bolso y extrajo su linterna sorda.-¿Llevas una como esta? -preguntó.

– Por desgracia, no.

Ese es un error estúpido. Y los errores estúpidos pueden costamos la vida a los dos.

15

Londres


Cuando Harry Dalton aún estaba en la Metropolitana se le consideraba un investigador meticuloso, sagaz e implacable que no creía que hubiera que descartar cualquier pista o asunto, por insignificante que fuera. Su gran estallido triunfal se produjo en 1936. Dos muchachas desaparecieron en el parque recreativo del East End y a Harry lo adscribieron al equipo de agentes estelares que investigaban el caso. Al cabo de tres días de auténticas prospecciones investigadoras, sin pegar ojo, Harry detuvo a un vagabundo llamado Spencer Thomas. Harry se encargó de llevar la voz cantante en el interrogatorio. Una mañana, con la aurora, encabezó la partida de búsqueda por una zona remota del estuario del Támesis, donde Thomas le dijo que encontraría los cuerpos mutilados de las chicas. En el transcurso de los días siguientes encontró también los cadáveres de una prostituta de Gravesend, una camarera de Bristol y un ama de casa de Sheffield. Recluyeron a Spencer Thomas en un manicomio para dementes criminales. Ascendieron a Harry a inspector detective.

En toda su experiencia profesional nada le había preparado para un día tan frustrante como el que vivía ahora. Buscaba a un agente alemán, pero no tenía una sola pista, ni un solo indicio. Su único recurso estribaba en telefonear a las fuerzas de policía locales y preguntar si había ocurrido algo fuera de lo normal, algún delito que pudiera haber cometido un espía en acción. Naturalmente, no le era posible decirles que buscaba a un espía; eso sería un quebrantamiento de las normas de seguridad. Iba con la caña preparada, de pesca, pero a Harry Dalton no le gustaba pescar.

La conversación que Harry había mantenido con un policía de Evesham era la típica de aquel caso.

– ¿Cómo dijo que se llama?

– Harry Dalton.

– ¿Desde dónde llama?

– De la Oficina de Guerra, de Londres.

– Comprendo. ¿En qué puedo servirle?

– Deseo saber si tiene alguna denuncia o informe de delito que pueda haber cometido alguien que se encuentre en plena huida o circunstancia análoga.

– ¿Delitos como qué?

– Como robos de automóviles, de bicicletas, de cartillas de racionamiento, de cupones de gasolina. Use la imaginación.

– Comprendo.

– ¿Y bien?

– Tenemos la denuncia de un robo de bicicleta.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

– Esta mañana.

– Eso podría valer.

– Las bicicletas son condenadamente valiosas estos días. Yo tenía en el cobertizo una que estaba hecha un asco. Allí no hacía más que acumular óxido. La saqué, la limpié un poco por encima y se la vendí a un cabo yanqui por diez libras. ¡Diez libras! ¿Puede creerlo? ¡Aquella ruina no valía ni diez chelines!

– Muy interesante. ¿Qué hay de la bicicleta robada?

– Un momento… ¿Cómo dijo que se llama?

– Harry.

– Harry. Aguarde un minuto… George, ¿sabes algo más acerca de esa bicicleta perdida en la calle Sheep? Sí, la misma… ¿Qué significa eso de que ya la han encontrado? ¿Dónde infiernos estaba? ¿En mitad de los pastizales? ¿Cómo diablos fue a parar allí? ¡Vaya!¡Dios todopoderoso! ¿Sigue ahí, Harry?

– Sigo aquí.

– Lo siento. Falsa alarma.

– Está bien. Gracias por echar un vistazo.

– De nada.

– Si se enterase de alguna otra cosa…

– Será el primero en saberlo, Harry.

– Muchas gracias.

A última hora de la tarde había hablado por teléfono con una docena de policías de la comarca; cada una de esas llamadas era más extraña que la anterior. Un agente de Bridgewater llamó para dar parte de la rotura de los cristales de una ventana.

– ¿Daba la impresión de que los rompieron y entraron en la casa? -preguntó Harry.

– En realidad, no.

– ¿Por qué no?

– Porque se trataba de la vidriera de una iglesia.

– Bueno. Mantenga los ojos bien abiertos.

La policía de Skegness informó de que alguien había intentado entrar en una taberna después de la hora de cerrar.

– El hombre al que busco posiblemente no esté familiarizado con las leyes británicas sobre el particular -dijo Harry.

– De acuerdo, entonces me enteraré mejor del asunto.

– Muy bien, manténgase en comunicación.

El agente volvió a llamar al cabo de veinte minutos.

– Sólo era una mujer de la localidad que buscaba a su marido. Borracho como una cuba, me temo.

– ¡Maldita sea!

– Lo lamento, Harry, no pretendía que se hiciera ilusiones.

– Pues lo hizo, pero gracias por comprobar el asunto.

Harry consultó su reloj: las cuatro de la tarde, cambio de turno en el Registro. Grace entraría a trabajar. Pensó: «Quizá le saque algún provecho a la jornada». Bajó al Registro en el ascensor y encontró a Grace, que empujaba un carrito metálico desbordante de archivos. Cubría su cabeza una mata de pelo corto, rubio platino y el lápiz labial de color rojo sangre, barato, propio de tiempos de guerra, insinuaba la idea de que se había acicalado en honor de un hombre. Llevaba un jersey de lana gris, de colegial, y una falda negra muy corta. Las gruesas medias no ocultaban las formas de sus bien torneadas, largas y atléticas piernas.

Al avistar a Harry le dedicó una sonrisa cordial. Dentro del universo del Registro, Grace era la excepción. Vernon Kell, el fundador del Servicio, creía que sólo en los miembros de la aristocracia o en los parientes de funcionarios del MI-5 se podía confiar para que desempeñasen una labor tan delicada. Como consecuencia, el Registro siempre estaba poblado por una plantilla de chicas tirando a preciosas, salidas del gremio de debutantes en sociedad. Grace era una muchacha de clase media, hija de un maestro de escuela. Tras localizar a Harry y sonreírle afectuosamente, le dirigió una mirada de soslayo con sus luminosos ojos verdes y le dijo que se reuniera con ella en una de las pequeñas habitaciones laterales. La muchacha acudió allí un instante después, cerró la puerta y besó a Harry en la mejilla.

– Hola, Harry, encanto. ¿Qué tal te ha ido?

– Estupendamente, Grace. No sabes lo que me alegro de verte.

Sus relaciones habían empezado en 1940, durante una incursión nocturna sobre Londres. Se refugiaron juntos en el metro y por la mañana, cuando sonó la sirena que indicaba que el bombardeo había terminado, Grace le llevó a su piso y a su cama. Era atractiva de una manera poco convencional y una amante apasionada y sin inhibiciones: una agradable y conveniente evasión de las presiones de la oficina. Para Grace, Harry era alguien amable y encantador que le ayudaba a pasar el tiempo hasta que llegase la hora en que su marido volviera del ejército.

Podían haber seguido con su lío hasta el final de la guerra. Pero al cabo de tres meses de aquella aventura, los remordimientos empezaron súbitamente a abrumar a Harry. «El pobre cabrón está luchando por nosotros en África del Norte, mientras yo, aquí en Londres, me acuesto con su esposa.» El sentimiento de culpa le provocó una profunda crisis. Era joven, tal vez debería estar en el ejército, arriesgando la piel, en vez de dedicarse a cazar espías relativamente inofensivos por Gran Bretaña. Se dijo que el trabajo del MI-5 era vital para el esfuerzo de guerra, indispensable, pero aquella molesta desazón interior insistía en atormentarle. «¿Qué haría yo en el campo de batalla? ¿Empuñaría el fusil y me batiría bravamente? ¿O me acurrucaría en el fondo de una trinchera?» A la noche siguiente, cuando rompió las relaciones, le contó a Grace lo que sentía. Hicieron el amor una vez más, la última, y los besos de Grace tuvieron el sabor de la sal de sus lágrimas. Maldita guerra, no cesaba de repetir Grace. Asquerosa, puñetera, desgraciada guerra.

– Necesito que me hagas un favor, Grace -pidió Harry en voz baja.

– Eres increíble, Harry. No llamas, no escribes, no me traes flores. Y luego, te presentas de pronto, por las buenas, y dices que necesitas que te haga un favor. -Sonrió y le besó de nuevo-. Está bien, ¿qué quieres?

– Necesito ver la lista de acceso de un expediente.

Grace puso cara larga.

– Vamos, Harry. Sabes que no puedo hacer eso.

– El historial de un hombre de la Abwehr, Kurt Vogel.

Por el rostro de Grace centelleó la expresión del que recuerda, del que sabe de qué se está hablando, pero el gesto se disipó instantáneamente.

– Grace, no hace falta que te diga que estamos trabajando en un caso muy importante.

– Sé que estáis trabajando en un caso importante, Harry. Es un runrún que no para de zumbar en todo el departamento.

– Cuando Vicary bajó a buscar el historial de Vogel, resultó que se había perdido. Fue a ver a Jago y dos minutos después tenía esos puñeteros papeles en la mano. Jago soltó un bonito cuento chino acerca de que ignoraba dónde los habían puesto.

Grace revolvía furiosamente los archivos del carrito. Cogió un puñado de carpetas y procedió a colocarlas en el sitio que les correspondía en los estantes.

– Estoy perfectamente enterada de toda la cuestión, Harry.

– ¿Y cómo es eso?

– Porque me echaron a mí la culpa del asunto. Escribió una carta de reprimenda y la colocó en mi expediente, el hijo de mala madre.

– ¿Quién te echó la culpa?

– !Jago! -siseó Grace.

– ¿Por qué?

– Para cubrirse las espaldas, por eso.

Volvía a rebuscar entre los archivos. Harry alargó el brazo y sujetó las manos para que dejara de moverlas.

– Necesito echar un vistazo a esa lista de acceso, Grace.

– La lista de acceso no te dirá nada. La persona que tuvo ese expediente antes que Vicary no dejó ningún rastro.

– Por favor, Grace, te lo suplico.

– Me encanta que me supliques, Harry.

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Porqué no vienes una noche y cenamos juntos? -Deslizó la yema del dedo índice por el dorso de la mano de Harry. Tanto manejar archivos había ennegrecido el dedo-. Echo de menos tu componía. Charlaremos, nos reiremos un poco, y no pasaremos de ahí.

– Me gustaría, Grace.

Era verdad. También la echaba de menos.

– Si le dices a alguien donde lo conseguiste, Harry, que Dios me perdone, pero…

– Quedará entre tú y yo.

– Ni siquiera a Vicary -insistió ella.

Harry se llevó la mano al corazón.

– Ni siquiera a Vicary.

Grace sacó del carrito otro puñado de carpetas y luego alzó la cabeza y miró a Harry. Con sus labios rojo sangre formó las iniciales BB.


– ¿Cómo es posibleque no tengas una sola pista?-articuló Basil Boothby, mientras Vicary se hundía en el profundo y mullido sofá.

Sir Basil habla pedido que le presentasen todas las noches una relación detallada de los progresos de la investigación. Conocedor de la pasión de Boothby por recibirlo todo por escrito, Vicary sugirió entregarle una nota concisa, pera sir Basil quiso que le informara personalmente.

Aquella noche, Boothby tenía un compromiso. Había murmurado algo acerca de «los norteamericanos» para, explicar la circunstancia de estar vestido de punta en blanco cuando Vicary se presentó en su despacho. Al tiempo que soltaba su rapapolvo, se esforzaba torpe e inútilmente en pasar unos gemelos de oro por los ojales de los puños almidonados de la camisa. En su casa, sir Basil disponía de un ayuda de cámara que le asistía en tan tediosa tarea. El informe de Vicary quedó momentáneamente en suspenso mientras Boothby convocaba a su bonita secretaria para que le ayudara a vestirse. Eso concedió a Vicary un momento para procesar la información que Harry le había proporcionado. Fue sir Basil quien retiró el expediente de Vogel. Vicary se esforzó en recordar la primera conversación que mantuvieron. ¿Qué había dicho Boothby? «Puede que en el Registro haya algo sobre él.»

La secretaria de Boothby salió discretamente del despacho. Vicary reanudó su sesión informativa. Había hombres de vigilancia en todas las estaciones ferroviarias de Londres. Tenían las manos atadas porque no contaban con descripción alguna de los agentes a los que se suponía estaban buscando. Harry Dalton había recopilado una lista de todos los lugares conocidos que los espías alemanes utilizaban como puntos de cita. Vicary había apostado hombres de vigilancia en todos los que pudo.

– Te proporcionaría más hombres, Alfred, pero no los hay -se excusó Boothby-. Los vigilantes de que disponemos están cumpliendo turnos dobles y hasta triples. Su jefe no hace más que quejárseme diciendo que abuso de ellos, que los obligo a trabajar hasta el agotamiento. El frío los está matando. La mitad de ellos han cogido la gripe y están de baja.

– Los vigilantes y sus dificultades cuentan con mi plena simpatía, sir Basil. Yo los utilizo todo lo juiciosamente que me es posible.

Boothby encendió un cigarrillo y empezó a pasear por la estancia, al tiempo que sorbía su ginebra y su bitter.

– Tenemos tres agentes alemanes no localizados que andan sueltos por el país, fuera de nuestro control. No necesito encarecerte lo grave que es esto. Si uno de esos tres espías intenta ponerse en contacto con alguno de nuestros agentes dobles, vamos a tener serios problemas. Todo el aparato de contraespionaje de Doble Cruz estará en peligro.

– Sospecho que no van a intentar ponerse en contacto con ningún otro agente.

– ¿Por qué no?

– Porque creo que Vogel está dirigiendo su propio espectáculo. Estoy convencido de que opera con una red de espías independiente, de la que no nunca hemos tenido la menor noticia.

– Eso no es más que una intuición, Alfred. Tenemos que tratar con los hechos.

– ¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel? -preguntó Vicary, con toda la indiferencia que le fue posible.

– No.

– «Y eres un embustero», pensó Vicary.

– A juzgar por el modo en que se ha desarrollado este asunto, yo diría que Vogel ha mantenido dentro de Gran Bretaña una red de agentes dormidos, congelados, desde el principio de la guerra. Si tuviera que trazar un esquema de mi suposición, diría que el agente principal opera en Londres y que el subagente se encuentra en el campo, donde estaría en condiciones de recibir y acoger, en poco tiempo, a un nuevo agente. No me cabe la menor duda de que el que llegó anoche se encuentra ya aquí y está dando las debidas instrucciones, acerca de su misión, al agente principal. Considerando los datos de que disponemos, creo que en este preciso momento están reunidos, mientras nosotros le damos a la lengua… Y nos vamos quedando cada vez más y más rezagados,

– Interesante, Alfred, pero todo eso se basa en meras conjeturas.

– Conjeturas que tienen un fundamento bastante firme, sir Basil. Al carecer de hechos sólidos y demostrables, me temo que ese es nuestro único recurso. -Vicary vaciló, consciente de la respuesta que probablemente iba a generar su próxima sugerencia-. Entretanto, creo que deberíamos programar una entrevista con el general Betts para informarle del desarrollo de los acontecimientos.

El rostro de Boothby fue contrayéndose hasta dibujar un furibundo fruncimiento de cejas. El general de brigada Thomas Betts era subdirector de inteligencia en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Alto, con todo el aspecto de un oso, Betts desempeñaba una de las tareas menos envidiables de Londres: garantizar que ninguno de los varios centenares de oficiales británicos y estadounidenses que conocían el secreto de Overlord, la Operación Cacique, lo pasaran, intencionada o involuntariamente, al enemigo.

– Eso es prematuro, Alfred.

– ¿Prematuro? Usted mismo lo ha dicho antes, sir Basil. Tenemos tres espías alemanes que andan sueltos.

– Dentro de un momento tengo que bajar a la sala y despachar con el director general. Si le sugiriese que comunicáramos por radio nuestros fracasos a los estadounidenses, se lanzaría sobre mí desde una altura estratosférica.

– Estoy seguro de que el director general no se ensañaría con usted, sir Basil, ni mucho menos. -Vicary no ignoraba que Boothby había convencido al director general de que él, Boothby, era indispensable-. Además, esto difícilmente puede considerarse un fracaso.

Boothby interrumpió sus pasos.

– ¿Cómo lo llamarías?

– Una dilación momentánea.

Boothby soltó un bufido y apagó el cigarrillo.

– No estoy dispuesto a permitir que mancilles la reputación de este departamento, Alfred. No voy a permitirlo de ninguna manera.

– Tal vez hay algo que debería considerar además de la reputación de este departamento. sir Basil.

– ¿Qué?

Vicary se levantó trabajosamente del blando y hundido sofá.

– Sí los espías logran su objetivo, muy bien puede ocurrir que perdamos la guerra.

– Bueno, entonces haremos algo, Alfred.

– Gracias, sir Basil. Desde luego, eso parece más sensato.

16

Londres


Desde Hyde Park se trasladaron en taxi a Earl’s Court. Pagaron y despidieron al taxista a cuatrocientos metros del piso de Catherine. Durante el corto trayecto a pie volvieron sobre sus pasos dos veces y la muchacha fingió una falsa llamada telefónica desde una cabina. No los seguían. La señora Hodges, la casera, estaba en portal cuando llegaron. Catherine enlazó su brazo con el de Neumann. La señora Hodges les disparó una mirada de desaprobación mientras empezaban a subir la escalera.

Catherine era reacia a llevarle a su piso. Había protegido celosamente su paradero y se negaba a dar su dirección en Berlín. Lo último que le hacía falta era que un agente que huía del MI-5 se presentara a media noche y llamara a su puerta. Pero una reunión en público era de todo punto imposible; tenían muchas cosas que tratar y hacerlo en un café o en una estación de ferrocarril era peligroso. Observó a Neumann mientras le enseñaba el piso. Su andares precisos y su economía de gestos indicaron a Catherine que aquel hombre había sido militar en otro tiempo. Su inglés era impecable. Saltaba a la vista que Vogel lo eligió cuidadosamente. Al menos no le enviaba ningún aficionado para que la informase. En el salón, Neumann se fue a la ventana, apartó los visillos y lanzó una mirada a la calle.

– Incluso aunque estuviesen ahí, jamás los localizarías -dijo Catherine, al tiempo que tomaba asiento.

– Ya lo sé, pero me siento mejor si echo un vistazo. -Neumann se apartó de la ventana-. Ha sido un día muy largo. Me vendría bien una taza de té.

– Todo lo que necesitas está en la cocina. Sírvete tú mismo. Neumann puso agua a hervir en el hornillo y volvió al salón.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Catherine-. Tu verdadero nombre.

– Horst Neumann.

– Eres militar. O al menos lo fuiste. ¿Qué graduación?

– Soy teniente.

Catherine sonrió.

– Vaya, pues la mía es más alta.

– Sí, lo sé: comandante.

– ¿Cuál es tu nombre de cobertura?

– James Porter.

– Déjame ver tu documentación.

Neumann se la tendió. Catherine la examinó atentamente. Era una falsificación excelente.

– Muy buena -dijo la muchacha-. Pero enséñala sólo cuando sea absolutamente imprescindible. ¿Tu tapadera?

– Resulté herido en Dunkerque y quedé inválido para el ejército. Ahora soy viajante de comercio.

– ¿Dónde resides?

– En la costa de Norfolk, en un pueblo llamado Hampton Sands. Vogel tiene allí un agente cuyo nombre es Sean Dogherty. Un simpatizante del IRA que lleva una granja.

– ¿Cómo entraste en el país?

– En paracaídas.

– Muy impresionante -afirmó Catherine, sincera-. ¿Y Dogherty te acogió? ¿Te estaba esperando?

– Sí.

– ¿Vogel se puso en contacto con él por radio?

– Eso supongo, sí.

– Lo que significa que el MI-5 te anda buscando.

– Me parece que localicé a dos de sus hombres en la calle Liverpool.

– Resulta lógico. Desde luego, estarán vigilando las estaciones. -Encendió un cigarrillo-. Tu inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendiste?

Mientras Neumann refería su historia, Catherine le observó atentamente por primera vez. Era bajo y de sobria constitución; muy bien pudo haber sido un atleta en otra época, un gimnasta o un tenista. Tenía el pelo moreno y los ojos de un azul penetrante. Resultaba obvio que era inteligente, no se trataba de uno de aquellos imbéciles que había visto en la escuela de espías de la Abwehren Berlín. Dudaba de que hubiese estado alguna vez como agente tras las líneas enemigas, pero no daba muestras de nerviosismo. Le formuló unas cuantas preguntas más antes de disponerse a escuchar lo que él tenía que decirle.

– ¿Cómo acabaste en este asunto?

Neumann contó su historia: que había sido miembro de los Fallschirmjäger y que había visto muchas más acciones de las que podía recordar. Le habló de París. De su traslado a la unidad de escuchas Funkabwehr del norte de Francia. Y de su reclutamiento por parte de Kurt Vogel.

– A nuestro Kurt se le da estupendamente encontrar trabajo a los elementos con inquietudes -dijo Catherine cuando Neumann hubo concluido-. Así pues, ¿qué me tiene reservado Vogel a mí?

– Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.

Silbó la tetera. Neumann fue a la cocina y se entretuvo preparando el té. «Una misión, y fuera. Vuelta a Alemania.» Y con un capacitadísimo antiguo paracaidista para ayudarla a escapar. Estaba conmovida. Siempre había supuesto lo peor: que cuando la guerra terminase, se vería abandonada en Gran Bretaña y obligada a arreglárselas sola, por su cuenta. Cuando llegase la inevitable victoria, británicos y estadounidenses se lanzarían sobre los archivos de la Abwehr que capturasen. Encontrarían su nombre, comprobarían que nunca llegaron a arrestarla e irían tras ella. Esa era otra de las razones por las que había ocultado tanta información a Vogel: no quería dejar un rastro que permitiese al enemigo seguirle la pista hasta Berlín. Pero era evidente que Vogel deseaba que ella volviera a Alemania, y había tomado las medidas pertinentes para asegurarse de que eso ocurriera.

Neumann regresó de la cocina cargado con una tetera y dos tazas. Lo depositó todo encima de la mesa y se sentó.

– Aparte de instruirme acerca de mi misión, ¿cuál es tu tarea? -le preguntó Catherine.

– Proporcionarte cuanto necesites, básicamente. Soy tu correo, tu agente de apoyo, tu radiotelegrafista. Vogel quiere que sigas sin aparecer por las ondas. Está convencido de que eso no es seguro. Sólo utilizarás la radio en el caso de que me necesites. Entonces te pondrás en contacto con Vogel mediante una señal acordada previamente y él se pondrá en contacto conmigo.

Catherine asintió con la cabeza y dijo:

– ¿Y cuando todo haya acabado? ¿Cómo se supone que saldremos de Gran Bretaña? Por favor, no me vengas con alguna heroicidad como robar una embarcación y zarpar rumbo a Francia, porque eso no es posible.

– Claro que no. Vogel te ha reservado un pasaje de primera a bordo de un sumergible.

– ¿Cuál?

– El U509.

– ¿Dónde?

– En el mar del Norte.

– Fabuloso. ¿En qué punto del mar del Norte?

– Spurn Head, en la costa del condado de Lincoln.

– Llevo viviendo aquí cinco años, teniente Neumann. Sé donde está Spurn Head. ¿Dónde se supone que hemos de abordar el submarino?

– Vogel tiene una embarcación con su capitán aguardando en un muelle del río Humber. Cuando llegue el momento de abandonar el país, me pongo en contacto con él y nos lleva hasta el submarino.

Catherine pensó: «De modo que Vogel tenía ya preparada una vía de escape y nunca me dijo una palabra.»

La muchacha tomó un sorbo de su té, al tiempo que observaba a Neumann por encima del borde de la taza. Existía le remota posibilidad de que fuera un hombre del MI-5 fingiéndose agente alemán. Ella podía someterle a una serie de ardides tontos, como poner a prueba su alemán o preguntarle acerca de algún café berlinés poco conocido, pero si realmente se trataba de un infiltrado del MI-5 sería lo bastante listo como para eludir una trampa tan patente. Neumann se sabía la lección, conocía una barbaridad de detalles acerca de Vogel y su historia parecía creíble. Decidió dejarle continuar. Cuando Neumann se disponía a tomar de nuevo la palabra, empezaron a sonar las sirenas de alarma.

– ¿Es preciso tomárselo en serio? -preguntó Neumann.

– ¿Has visto el edificio situado detrás de éste?

Neumann lo había visto: un montón de ladrillos rotos y maderas destrozada.

– ¿Dónde está el refugio más próximo?

– Al doblar la esquina. -Catherine le sonrió-. Bienvenido a Londres, teniente Neumann.


A primera hora de la tarde del día siguiente, el tren de Neumann se detenía en la estación de Hunstanton. Sean Dogherty fumaba nerviosamente en el andén cuando Neumann se apeó del vagón de ferrocarril.

– ¿Cómo te fue? -preguntó Dogherty, mientras caminaban hacia la camioneta.

– Todo como una seda.

Dogherty conducía desgradablemente de prisa por la carretera de carril único, ondulante y de firme en plena descomposición. La camioneta era una carraca chirriante que pedía a gritos una revisión total. Sombras opacas amortajaban los faros. Una babeante luz amarillo pálido se esforzaba infructuosamente en iluminar el camino. Neumann tenía la sensación de que caminaba por una extraña casa a oscuras, iluminándose sólo con la claridad que desprendía la llama de una cerilla. Atravesaron inhóspitas aldeas sumidas en tinieblas -Holme, Thornham, Tichwell- en las que no brillaba luz alguna y en las que casas y establecimientos comerciales tenían bajadas las persianas, sin que se apreciase el menor síntoma de vida humana. Dogherty le contaba cómo había pasado la jornada, pero Neumann fue desconectándose gradualmente para pensar en la noche que había pasado él.

Corrieron a una estación de metro, como todo el mundo, y permanecieron tres horas en un frío y húmedo andén, esperando a que las sirenas anunciaran que había pasado el peligro. Catherine. durmió un rato, permitiéndose apoyar la cabeza en el hombro de Neumann. Éste se preguntó si sería aquella la primera vez en seis años que la muchacha se consideraba segura. La contempló en la penumbra. Era una mujer extraordinariamente bonita, pero anidaba en ella una tristeza remota, como si en la infancia hubiese sufrido una herida, quizás una herida que le infligió algún adulto negligente. Se removió en sueños, agitada por alguna pesadilla. Neumann tocó el mechón de rizos que se derramaban sobre su hombro. Cuando sonó el fin de la alarma, Catherine se despertó como se despiertan todos los soldados en territorio enemigo, con brusquedad, abiertos los ojos de pronto, mientras se alarga la mano hacia el arma. En su caso era el bolso, donde Neumann supuso que guardaba un cuchillo o una pistola.

Estuvieron hablando hasta el amanecer. A decir verdad, había hablado él, mientras ella escuchaba. Catherine no dijo prácticamente nada, salvo para corregirle cuando cometía un error o cuando se contradecía respecto a algo que dijo horas antes. Era evidente que la muchacha tenía un cerebro poderoso, capaz de almacenar cantidades inmensas de información. No era extraño que Vogel tuviese tanto respeto por sus aptitudes.

Una aurora grisácea se extendía sobre Londres cuando Neumann salió más o menos subrepticiamente del piso de Catherine. Se movió como un hombre que deja a su amante, lanzando rápidas ojeadas por encima del hombro, buscando en los rostros de los transeúntes con los que se cruzaba indicios de sospecha. Deambuló durante tres horas por Londres, bajo la fría llovizna, efectuando repentinos cambios de rumbo, subiendo y bajando de autobuses, espiando los reflejos de las lunas de los escaparates. Llegó a la conclusión de que no le seguían y emprendió el regreso a la estación de la calle Liverpool.

En el tren, apoyó la cabeza en las manos, a falta de otra almohada mejor, y trató de dormir. «No caiga bajo su hechizo -le había advertido Vogel medio en broma, el último día que estuvieron juntos en la granja-. Manténgase a una distancia segura. Esa chica tiene lugares oscuros a los que usted no ha de querer ir.»

Neumann se la imaginó en el piso, mientras a la tenue luz le escuchaba su relato sobre Peter Jordan y lo que se esperaba que hiciera ella. Lo que más le sorprendió fue la desconcertante quietud que la envolvía, el modo en que descansaban sus manos sobre el regazo, el hecho de que su cabeza y sus hombros nunca parecieran moverse. Sólo se movían los ojos, que iban de un lado a otro de la habitación, que le examinaban la cara, que le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Como reflectores. Durante unos instantes se había permitido la fantasía de que ella le deseaba. Pero ahora, en tanto Hampton Sands se desvanecía en la oscuridad, a sus espaldas, y frente a ellos empezaba a materializarse la casita de Dogherty, Neumann llegó a una inquietante conclusión. Catherine no le miraba de aquella forma porque le encontrase atractivo, simplemente trataba de decidir cuál sería la mejor manera de matarle, caso de que necesitara hacerlo.


Neumann le entregó la carta al marcharse aquella mañana. Ella la dejó a un lado, demasiado aterrada para leerla. Ahora la abrió, temblorosas las manos, y la leyó tendida en la cama.


Mi queridísima Anna:

No sabes lo que me ha alegrado saber que te encuentras bien y a salvo. Desde que me dejaste, toda la luz ha desaparecido de mi vida. Rezo para que esta guerra acabe pronto y podamos volver a estar juntos. Buenas noches y dulces sueños, pequeña.

Tu padre que te adora


Cuando acabó de leerla, llevó la carta a la cocina, la puso sobre la llama de gas y al prender el papel la echó al fregadero. Ardió con rápida llamarada y se consumió en unos segundos. Catherine abrió el grifo y el agua se llevó las negras cenizas por el sumidero. Sospechaba que era una falsificación, que Vogel se la había inventado para mantenerla animada. Pero temía que su padre hubiese muerto. Volvió a la cama y permaneció allí tendida, despierta, entre la suave claridad grisácea de la mañana, escuchando el repiqueteo de la lluvia contra los cristales de la ventana. Pensando en su padre, pensando en Vogel.

17

Gloucestershire (Inglaterra)


– ¡Enhorabuena, Alfred! Entra. Lamento que haya tenido que ocurrir así, pero acabas de convertirte en un hombre más bien rico.

Edward Kenton le tendió la mano como si esperase que Vicary se empalase en ella. Vicary se la estrechó débilmente y luego pasó junto a Kenton y entró en el salón de la casita de campo de su tía.

– Maldito frío el que hace ahí fuera -comentó Kenton, mientras Vicary echaba un vistazo a la habitación. No había estado allí desde el principio de la guerra, pero todo continuaba igual, sin ningún cambio-. Espero que no te importe que haya encendido el fuego. Cuando llegué, esto era una nevera. También hay té. La tienda del pueblo tenía esta mañana leche de verdad, todo un lujo. Te serviré un poco.

Vicary se quitó el abrigo mientras Kenton Iba a la cocina. No era lo que se entiende por una verdadera casita de campo, como Matilda se había empeñado en llamarla. Se trataba más bien de una casa grande, de piedra caliza de Cotswolds, con espectaculares jardines rodeados por una tapia alta. Matilda murió de un derrame cerebral la noche en que Boothby asignó el caso a Vicary. Éste tenía intención de asistir al funeral, pero Churchill le convocó aquella mañana, cuando en Pletchley Park descifraron las señales de radio alemanas. Le sentó espantosamente tener que perderse los servicios religiosos. Matilda había criado virtualmente a Vicary, a raíz del fallecimiento de la madre de éste, que entonces sólo contaba doce años. Siempre fueron los mejores amigos del mundo. Matilda fue la única persona a la que Vicary hizo partícipe de su misión en el MI-5. «¿Qué haces exactamente, Alfred?«Capturo espías alemanes, tía Matilda.» «¡Oh, estupendo para ti, Alfred!»

Las puertas cristaleras se abrían a los jardines, que el invierno había dejado completamente mustios. Vicary pensó: «A veces capturo espías, tía Matilda. Pero a veces son más listos que yo».

Aquella mañana Bletchley Park había remitido a Vicary otro mensaje descifrado de un agente establecido en Gran Bretaña. Decía que la cita se celebró con éxito y que el agente había aceptado la misión. Vicary se sentía crecientemente descorazonado respecto a sus posibilidades de capturar espías. Las cosas se pusieron peor aquella misma mañana. Al observar que dos hombres se reunían en la plaza de Leicester los detuvieron para interrogarlos. Resultó que el de más edad era un alto funcionario del Ministerio del Interior y que el más joven era su amante. Boothby se puso hecho un basilisco.

– ¿Qué tal el viaje? -preguntó Kenton desde la cocina, por encima del tintineo de la porcelana y el rumor del agua corriente.

– Estupendo -respondió Vicary. Boothby le había dado permiso a regañadientes para que tomara un Rover del Parque Móvil, con su correspondiente conductor.

– No recuerdo la última vez que di un paseo relajante en coche por el campo -dijo Kenton-. Pero supongo que la gasolina y los automóviles son una más de las ventajas adicionales de tu nuevo empleo.

Kenton entró en la sala con la bandeja del té. Era alto, tan alto como Boothby, pero sin su volumen ni agilidad física. Llevaba gafas de montura redonda, con cristales demasiado pequeños para su rostro, y lucía un bigotito tan fino que parecía pintado con un lápiz de los que utilizan las mujeres para perfilarse las cejas. Dejó el té encima de la mesa, delante del sofá, vertió leche en las tazas comosi se tratase de oro líquido y luego añadió el té.

– Santo Dios, Alfred, ¿cuánto tiempo ha pasado?

Veinticinco años, pensó Vicary. Edward Kenton había sido amigo de Helen. Cuando Helen rompió con Vicary, Edward Kenton y ella salieron unas cuantas veces. El azar quiso que Kenton se convirtiese en el abogado de Matilda diez años atrás. Vicary y Kenton habían hablado por teléfono varias veces durante los últimos años, cuando Matilda se sintió demasiado vieja para arreglárselas sola, pero aquella era la primera vez que se veían cara a cara. Vicary deseaba concluir los asuntos de su tía sin que el fantasma de Helen flotase sobre los trámites.

– Tengo entendido que te han destinado a la Oficina de Guerra -dijo Kenton.

– Exacto -confirmó Vicary, y bebió media taza de té. Estaba delicioso, muchísimo mejor que el agua sucia que servían de la cantina.

– ¿Qué haces exactamente?

– Ah, trabajo en un aburridísimo departamento, encargándome de esto y aquello. -Vicary se sentó-. Lo siento, Edward, no me gusta hacer las cosas deprisa y corriendo, pero la verdad es que tengo que volver a Londres en seguida.

Kenton se sentó frente a Vicary y extrajo un puñado de documentos de su cartera de cuero negro. Se pasó la lengua por la yema del delgado dedo índice y fue pasando hojas hasta llegar a la página requerida.

– Ah, aquí está. Redacté este testamento yo mismo hace cinco años -explicó-. Distribuyó ciertas cantidades de dinero y otras propiedades entre tus primos, pero te ha dejado a ti el grueso de su patrimonio.

– No tenía ni idea.

– Te dejó la casa y una suma importante de dinero. Era muy frugal. Gastaba poco e invertía con sabia sensatez. -Kenton dio la vuelta a los documentos para que Vicary pudiese leerlos-. Aquí está lo que te corresponde a ti.

Vicary se quedó atónito; ignoraba aquello por completo. Perderse el funeral por una pareja de espías alemanes le pareció aún más obsceno. En su rostro debió de reflejarse algo, porque Kenton manifestó:

– Es una pena que no pudieras asistir al funeral, Alfred. Fue realmente una ceremonia preciosa. La mitad del condado estaba allí. -Quería venir, pero surgió un imprevisto.

– Tengo unos cuantos documentos que has de firmar para tomar posesión de la casa y del dinero. Si me das el número de tu cuenta en Londres, puedo transferirte las cantidades y cerrar las cuentas bancarias de Matilda.

Vicary dedicó los instantes siguientes a la firma en silencio de un montón de documentos legales y financieros. Cuando estampó su rúbrica en el último, Kenton levantó la cabeza y declaró:

– Asunto concluido.

– ¿Funciona todavía el teléfono?

– Sí. Lo usé poco antes de que llegaras.

El aparato estaba sobre el escritorio de Matilda en el salón. Vicary descolgó el auricular y miró a Kenton.

– ¿Te importaría, Edward? Es oficial.

Kenton esbozó una sonrisa forzada.

– No digas más. Retiraré los platos.

Algo en aquel intercambio llevó el calor de la satisfacción a los rincones vindicativos del corazón de Vicary. La operadora entró en línea y Vicary le dio el número de la casa Leconfield, en Londres. Transcurrieron unos momentos antes de que la llamada llegase a su destino. Una telefonista del departamento respondió y puso a Vicary con Harry Dalton.

Contestó Harry, con la boca llena.

– ¿Qué hay de comer hoy?

– Dicen que es menestra, pero…

– ¿Algo nuevo?

– La verdad es que me parece que sí.

A Vicary el corazón le dio un vuelco.

– He ido una vez más a echarle una mirada a las listas de inmigración, sólo para ver si nos habíamos perdido algo.

Las listas de inmigración eran la base de la competición entablada entre el MI-5 y los espías germanos. En septiembre de 1939, mientras Vicary todavía formaba parte del cuerpo docente del University College, el MI-5 utilizó los registros de inmigración y pasaportes como instrumento fundamental para llevar a cabo una redada de espías y simpatizantes nazis. Los foráneos se clasificaron en tres categorías: extranjeros de categoría C, a los que se permitía una libertad completa; extranjeros de categoría B, que estaban sujetos a determinadas restricciones (a algunos no se les permitía poseer automóviles o embarcaciones y se les limitaban los movimientos dentro del país); extranjeros de categoría A, a los que se internaba por considerarlos una amenaza para la seguridad. A cualquiera que hubiese entrado en el país antes de la guerra y no estuviese localizado se le daba por supuesta la condición de espía y se ordenaba su persecución. Las redes del espionaje alemán fueron arrolladas, desmanteladas y aplastadas prácticamente de la noche a la mañana.

– Una mujer holandesa llamada Christa Kunt entró en el país en noviembre de 1938, por Dover -continuó Harry-. Un año después se descubrió su cadáver en una tumba poco profunda en un campo próximo a un pueblo llamado Whitchurch.

– ¿Qué tiene eso de extraño?

– Lo que pasa es que a mí no me acaba de encajar. El cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición cuando lo exhumaron. Tenía la cara y el cráneo machacados. Le faltaban todos los dientes. Efectuaron la identificación gracias al pasaporte; estaba convenientemente enterrado junto al cadáver. Todo eso me parece demasiado limpio.

– ¿Dónde está ahora ese pasaporte?

– Lo tiene el Ministerio del Interior. He enviado un mensajero para que lo recoja y lo traiga. Dicen que se estropeó mucho durante el tiempo que estuvo bajo tierra, pero es probable que merezca la pena echarle un vistazo.

– Muy bien, Harry. No estoy muy seguro de que la muerte de esa mujer tenga alguna relación con el caso, pero al menos es una pista digna de seguir.

– Bueno. A propósito, ¿cómo te ha ido la reunión con el abogado?

– Oh, sólo se trataba de firmar unos papeles -mintió Vicary.

Se sintió repentinamente incómodo a causa de su recién encontrada independencia financiera-. Ya me iba. Seguramente estaré en el despacho a última hora de la tarde.

Vicary cortó la comunicación en el instante en que Kenton volvía a entrar en el salón.

– Bueno, creo que ya está todo. -Tendió a Vicary un gran sobre de color pardo-. Aquí dentro tienes todos los documentos, así como las llaves. He incluido el nombre y la dirección del jardinero. Le hará feliz servirte de conserje.

Se pusieron los abrigos, cerraron con llave la casita de campo y salieron. El coche de Vicary estaba en la entrada.

– ¿Te dejo en alguna parte, Edward?

Vicary se sintió aliviado cuando Kenton declinó la oferta.

– Hablé con Helen el otro día -comentó Kenton de pronto. Vicary pensó: «¡Oh, cielo santo!».

– Dice que te ve en Chelsea de vez en cuando.

Vicary se preguntó si Helen le habría contado a Kenton lo de aquella tarde de 1940, cuando se quedó contemplando como un colegial pánfilo el automóvil que pasaba y se alejaba. Mortificado, Vicary abrió la portezuela de su coche, al tiempo que tanteaba distraídamente en los bolsillos a la búsqueda de sus gafas de media luna.

– Me encargó que te saludara, así que lo hago. ¡Hola!

– Gracias -repuso Vicary, y subió al vehículo.

– También me dijo que le gustaría verte en algún momento. Pasar un rato contigo.

– Sería estupendo -mintió Vicary.

– Bien, maravilloso. Piensa ir a Londres la semana que viene. Le encantaría almorzar contigo.

Vicary notó que se le formaba un nudo en el estómago.

– A la una en el Connaught, dentro de ocho días -dijo Kenton-. Tengo que hablar con ella hoy, un poco más tarde. ¿Puedo decirle que estarás allí?


La parte posterior del Rover estaba fría como el refrigerador de la carne. Arrellanado en el amplio asiento posterior tapizado de cuero, con las piernas abrigadas por una manta de viaje, Vicary contemplaba a través de la ventanilla el veloz deslizamiento de la campiña de Gloucestershire. Un zorro de pelaje rojizo atravesó la carretera y volvió a zambullirse entre los setos. Un soñoliento y bien cebado faisán picoteaba los rastrojos de un maizal nevado, erizado el plumaje para protegerse mejor del frío. Las peladas ramas de los árboles parecían querer arañar la pureza clara del cielo. Se abrió ante ellos un pequeño valle. Los campos de cultivo se extendían como una arrugada colcha de retales tendida hasta el horizonte. El sol se hundía en un cielo salpicado por pinceladas a la acuarela de púrpura y naranja.

Vicary estaba indignado con Helen. Su mitad rencorosa deseaba creer que, de una forma o de otra, la tarea que desempeñaba en la Inteligencia británica le hacía más interesante a los ojos de la mujer. Su mitad racional le decía que Helen y él se las arreglaron para separarse amistosamente y que un tranquilo almuerzo era posible que resultara muy agradable. Al menos, le permitiría evadirse de la presión del caso. Pensó: «¿Qué es lo que temes? Que recuerdes, durante los dos años en que formó parte de tu vida fuiste verdaderamente feliz, ¿no?».

Apartó a Helen de la imaginación. Las novedades de Harry habían despertado su curiosidad. Instintivamente enfocó el asunto corno un problema de historia. Estaba especializado en el siglo xix europeo -su libro acerca del desmoronamiento del equilibrio del poder tras el congreso de Viena obtuvo un éxito de crítica apoteósico-, pero Vicary alimentaba una secreta pasión por la historia y la mitología de la antigua Grecia. Le intrigaba el hecho de que la mayor parte de los conocimientos que se tenían de aquella época se basaran en suposiciones y conjeturas; la enorme cantidad de tiempo transcurrido y la falta de crónicas y documentos históricos claros obligaban a la hipótesis. ¿Por qué, por ejemplo, desencadenó Pericles la guerra del Peloponeso contra Esparta, que al final condujo a la destrucción de Atenas? ¿Por qué no aceptó las exigencias de su más poderoso rival y revocó el decreto de Megara? ¿Le indujo el miedo a los ejércitos superiores de Esparta? ¿Consideraba que la guerra era inevitable? ¿Se embarcó en una aventura desastrosa en el extranjero para aliviar la presión en su patria?

Vicary se formuló ahora preguntas similares respecto a su rival en Berlín, Kurt Vogel.

¿Cuál era el objetivo de Vogel? Vicary creía que el objetivo de Vogel consistió en montar al principio de la guerra una red de agentes de elite que permanecerían «dormidos» en sus puestos hasta el momento culminante de la confrontación. Para conseguirlo, tuvieron que estudiar con el máximo cuidado el modo en que el agente se insertaría en el país. Evidentemente, Vogel lo logró; el mero hecho de que el MI-5 hubiese ignorado hasta la fecha la existencia del agente, lo confirmaba. Vogel hubiera dado por supuesto que para localizar a sus agentes se recurriría a los registros de inmigración y control de pasaportes; Vicary lo habría supuesto así de estar cambiados los papeles. ¿Pero y si la persona que entró en el país estaba muerta? No habría búsqueda, no habría intento de localización. Era brillante. Pero existía un problema: se necesitaba un cadáver. ¿Era posible que realmente se hubiera asesinado a alguien para hacerle pasar por Chista Kunt?

Por regla general, los espías alemanes no eran asesinos. En su mayor parte se trataba de tipos codiciosos, aventureros y fascistas insignificantes, mal adiestrados y financiados. Pero si Kurt Vogel había establecido una red de agentes de elite, la motivación de éstos sería más elevada, estarían más disciplinados y, casi con absoluta certeza, también serían más implacables. ¿Cabía la posibilidad de que uno de esos agentes despiadados y entrenados a fondo fuera una mujer? Vicary sólo había tropezado con un caso con protagonista femenina: una joven germana que se las arregló para que la contratasen como doncella en casa de un almirante británico. Curioseó los documentos y envió cierto número de mensajes desde el desván antes de que el MI-5 diera con su rastro y la detuviera.

– Pare en el próximo pueblo -indicó Vicary a la muchacha de la sección femenina de la Armada que iba al volante-. Tengo que llamar por teléfono.

El siguiente pueblo se llamaba Aston Magna y en realidad era un villorrio que ni siquiera tenia tiendas; sólo se trataba de un puñado de casitas atravesadas por un par de estrechos caminos. Un viejo estaba junto a la carretera, con su perro.

Vicary bajó el cristal de la ventanilla y saludó:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -El hombre calzaba botas altas y vestía un apelmazado gabán que parecía tener cien años. Al perro le faltaba una pata.

– ¿Hay teléfono en el pueblo? -preguntó Vicary.

El viejo denegó con la cabeza. Vicary hubiera jurado que el perro también había sacudido la cabeza.

– Nadie se ha tomado todavía el trabajo de ponerlo. -El acento del hombre era tan cerrado que a Vicary le costó lo suyo entenderlo.

– ¿Dónde está el teléfono más cercano?

– Estará en Moreton.

– ¿Y dónde está eso?

– Siga carretera adelante hasta pasar el granero. Tuerza a la izquierda al llegar a la casa solariega y continúe por la arboleda hasta el siguiente pueblo. Eso es Moreton.

– Gracias.

El perro se puso a ladrar cuando el automóvil aceleró.

Vicary utilizó el teléfono de una panadería. Masticó un bocadillo de queso mientras aguardaba a que la operadora le pusiera en comunicación con Leconfield. Deseaba compartir un poco de su recién hallada riqueza, así que adquirió dos docenas de bollos para las mecanógrafas y chicas del Registro.

Harry se puso al aparato.

– No creo que la mujer que desenterraron en esa tumba de Whitchurch sea Christa Kunt -dijo Vicary.

– ¿Quién es, entonces?

– Esa tarea es cosa tuya, Harry. Llama a Scotland Yard. Comprueba si por aquellas techas desapareció una mujer. Empieza con un radio de dos horas de Whitchurch; y luego ve ampliándolo. A mi regreso a la Oficina de Guerra, informaré a Boothby.

– ¿Qué vas a decirle?

– Que estamos buscando una holandesa muerta. Le encantará.

18

Londres Este


Dar con Peter Jordan no sería problema. Dar con él de la manera adecuada, sí que lo sería.

La información de Vogel era buena. Berlín sabía que Jordan trabajaba en la plaza de Grosvenor, en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada, más conocida por las siglas JSFEA [SHAEF, Supreme Headquarters Allied Expeditionary Force.] Vigilada y patrullada intensamente por la policía militar, la plaza resultaba inaccesible para los intrusos. Berlín contaba con la dirección de Jordan en Kensington y había reunido una extraordinaria cantidad de información sobre sus antecedentes. Lo que les faltaba era un horario minucioso, segundo a segundo, de su rutina cotidiana en Londres. Sin esos datos, todo lo que podía hacer Catherine era tratar de adivinar, a ciegas, cuál sería la forma de aproximación más acertada.

Seguir personalmente a Jordan era algo previamente descartado, por un sinfín de razones. La primera estaba directamente relacionada con su propia seguridad. Sería muy peligroso para ella pisarle los talones a un oficial estadounidense por el West End de Londres. Podrían detectarle la policía militar o el propio Jordan. Si los agentes resultaban ser especialmente celosos, lo más probable sería que la detuvieran para interrogarla. Una comprobación superficial revelaría que la verdadera Catherine Blake había fallecido treinta años antes, a la edad de ocho meses, y que ella era un agente alemán.

La segunda razón para que se abstuviera de seguir a Peter Jordan era puramente práctica. Realizar correctamente aquella tarea le resultaría a ella virtualmente imposible. Incluso aunque contara con la ayuda de Neumann, no dejaría de serle muy difícil. La primera vez que Jordan subiese a un coche oficial del ejército Catherine se encontraría completamente indefensa. No podría tomar un taxi y decir al conductor: «Siga a ese coche oficial estadounidense». Los taxistas eran conscientes de la amenaza que representaban los espías para los oficiales aliados. En vez de obedecer sus instrucciones, lo que haría el taxista iba a ser llevarla directamente a la comisaría más cercana. Catherine necesitaba utilizar vehículos corrientes que no llamasen la atención cuando rodaran tras el automóvil de Jordan, hombres corrientes que pudieran seguirle sin que nadie lo notase, observadores discretos que ocupasen un puesto de vigilancia estático en la proximidad de su casa sin despertar sospechas.

Necesitaba ayuda.

Necesitaba a Vernon Pope.

Vernon Pope era una de las figuras más prósperas e importantes del hampa londinense. Junto con su hermano Robert llevaba negocios de protección, salas de juego ilegal y centros de prostitución, además de lucrativas operaciones de mercado negro. Al principio de la guerra, Vernon Pope había llevado a la sala de urgencias del hospital de St. Thomas a su hermano Robert, que en el curso de un bombardeo había sufrido una herida bastante grave en la cabeza. Catherine examinó al hombre rápidamente, comprobó que estaba conmocionado y supuso que existían muchas probabilidades de que tuviera el cráneo fracturado. Se encargó de que lo viera inmediatamente un médico. Vernon Pope dejó luego una nota para ella. Decía: «Si alguna vez puedo hacer algo por ti, en correspondencia a tus atenciones, no dudes en pedírmelo».

Catherine conservaba la nota. La llevaba en el bolso.

Inexplicablemente, el almacén de Vernon Pope había sobrevivido a los bombardeos. Se alzaba indemne: una isla arrogante en el centro de un océano de destrucción. Hacía cerca de cuatro años que Catherine no se aventuraba por el East End. La devastación era espeluznante. Resultaba difícil asegurarse de que no la seguían. Pocos portales quedaban en pie para ofrecer cobijo, como tampoco se veían cabinas telefónicas ni tiendas en las que comprar alguna cosa. Sólo infinitas montañas de escombros.

Observó el almacén desde el otro lado de la calle, bajo la ligera y fría lluvia. Catherine vestía pantalones, jersey y chaquetón de cuero. Se abrieron las puertas del almacén y tres camiones pesados desembocaron ruidosamente en la calle. Un par de individuos bien vestidos volvieron a cerrar las puertas en seguida, pero no antes de que Catherine hubiese lanzado una ojeada al interior. Era un hormiguero en plena y afanosa actividad.

La adelantó un grupo de trabajadores portuarios, recién concluido su turno del día. Catherine echó a andar a unos cuantos pasos por detrás de ellos y en dirección al almacén de Pope.

Había una puerta pequeña, destinada a entregas, con un timbre eléctrico. Catherine pulsó el timbre, no obtuvo respuesta y volvió a apretarlo. Se percató de que la estaban observando. Por último, la puertecilla se abrió.

– ¿Qué puedo hacer por ti, encanto?

La agradable voz cockney no hacía juego con la figura que Catherine tenía delante. Medía cerca de metro ochenta y cinco, con el pelo cortado poco menos que a ras del cráneo y llevaba unas gafas; minúsculas. Vestía traje gris, caro, camisa blanca y corbata plateada. Los músculos del brazo llenaban a rebosar la manga de la chaqueta.

– Quisiera hablar con el señor Pope, por favor.

Catherine tendió la nota a aquella mole. El hombre la leyó en un abrir y cerrar de ojos, como si ya hubiese visto antes un montón idénticas a aquella.

– Le preguntaré al mandamás si tiene un minuto para recibirte. Pasa.

Catherine franqueó la puerta, que el individuo cerró tras ella.

– Las manos encima de la cabeza, bonita. Eso es, buena chica. No es nada personal. El señor Pope ha ordenado que lo hagamos con todo el que entra aquí.

El esbirro de Pope procedió a cachearla. Era brusco y poco profesional. Catherine se encogió cuando las manos del sujeto se le deslizaron por los pechos. Resistió el impulso de romperle la nariz de un codazo. El hombre le abrió el bolso, echó una mirada al interior y se lo devolvió. Catherine ya se esperaba una maniobra así y había ido desarmada. Sin armas se sentía desnuda, vulnerable. La próxima vez llevaría un estilete.

La condujo por el almacén. Hombres con mono cargaban cestas de artículos en media docena de camionetas. Al fondo del almacén, en plataformas de madera, se veían pilas de cajas que llegaban hasta el techo: café, cigarrillos, azúcar, así como latas de gasolina. Una flota de relucientes motocicletas permanecían aparcadas en fila. Evidentemente, los negocios de Vernon Pope eran florecientes.

– Por aquí, encanto -dijo el gorila-. A propósito, me llamo Dicky.

La hizo subir a un montacargas, cerró la puerta y pulsó el botón, Catherine sacó del bolso un cigarrillo y se lo puso entre los labios.

– Lo siento, prenda -manifestó Dicky, al tiempo que agitaba el dedo índice en gesto de desaprobación-. Al baranda le molestan los pitillos. Dice que algún día descubriremos que nos asesinan. Además, tenemos aquí gasolina y municiones suficientes para que la explosión nos envíe volando a Glasgow.


– Eso sí que es un favor -calificó Vernon Pope.

Se levantó del cómodo sofá de cuero y vagó sin rumbo por su oficina. No era sólo una oficina, sino que tenía más de piso que de otra cosa, con su salón de estar y su cocina llena de aparatos modernos. Al otro lado de un par de oscuras puertas de teca había un dormitorio. Se entrebrieron fugazmente y Catherine divisó a una rubia soñolienta que aguardaba impaciente a que terminara de una vez la reunión. Pope se sirvió otro whisky. Era alto y apuesto, de piel pálida, cabellera rubia, aderezada con una pródiga mano de brillantina, y gélidos ojos grises. Su traje era elegante y bien cortado, discreto; lo mismo podía llevarlo un ejecutivo triunfante o alguien nacido para la opulencia.

– ¿Te lo imaginas, Robert? Aquí, Catherine quiere que dediquemos tres días a seguir por el West End a un oficial naval norteamericano.

Robert Pope se mantenía al margen, paseando por la periferia como un lobo asustadizo de los que sólo se atreven a cazar en manada.

– La verdad es que eso no entra en el terreno de nuestras actividades, Catherine querida -dijo Vernon Pope-. Además, ¿qué ocurriría si los sabuesos de seguridad yanquis o británicos se huelen nuestro jueguecito? Con la policía de Londres tengo buenos tratos. Pero el MI-5 es otra historia.

Catherine sacó un cigarrillo.

– ¿Le importa?

– Si no sabes pasarte sin él. Dale un cenicero, Dicky.

Catherine encendió el cigarrillo y fumó en silencio durante unos segundos.

– He visto el equipo que tienen en la planta baja del almacén. No les costaría nada montar la clase de operación de vigilancia de la que estoy hablando.

– ¿Y por qué diablos una enfermera voluntaria del hospital St. Thomas iba a querer montar una operación de vigilancia sobre un oficial aliado? ¿Me lo quieres decir, Robert?

Robert Pope sabía que no se esperaba de él que diese una respuesta. Vernon Pope se acercó a la ventana con el vaso de su bebida en el hueco de la mano. Las cortinas estaba descorridas, por lo que se podía disfrutar de la panorámica de los barcos que se afanaban a un lado y a otro del río.

– Mira lo que le han hecho los alemanes a este lugar -comentó por último-. Hubo un tiempo en que era el centro del mundo, el puerto más importante sobre la faz de la Tierra. Y míralo ahora. Un jodido páramo. Ya no volverá a ser lo que fue. No trabajarás para los alemanes, ¿eh, Catherine?

– Claro que no -respondió ella calmosamente-. Mis razones para seguirle son estrictamente personales.

– Bueno. Soy un ladrón desaprensivo, pero con todo también soy un patriota. -Hizo una pausa y luego preguntó-: Así, ¿por qué quieres que se le siga?

– Le estoy ofreciendo un trabajo, señor Pope. Con franqueza, los motivos por los que lo hago no son asunto suyo.

Pope dio media vuelta para encararse con ella.

– Muy bien, Catherine. Tienes redaños. Eso me gusta. Además, serías tonta si me lo dijeras.

Se abrieron las puertas de la alcoba y salió por ellas la rubia, cubierta con una bata masculina de seda. La llevaba atada a la cintura, aunque iba lo bastante suelta como para revelar un par de preciosas piernas y unos senos breves y respingones.

– Aún no hemos terminado, Vivie -observó Pope.

– Tenía sed. -En tanto se servía una tónica con ginebra, Vivie miró a Catherine-. ¿Cuánto más va a durar, Vernon?

– No mucho. Son negocios, cariño. Vuelve al dormitorio.

Vivie regresó a la alcoba, con sinuoso movimiento de caderas bajo la seda de la bata. Lanzó otra mirada a Catherine, por encima del hombro, antes de cerrar suavemente las puertas.

– Bonita muchacha -comentó Catherine-. Es usted un hombre afortunado.

Vernon Pope rió en tono bajo y sacudió la cabeza.

– A veces me gustaría poder traspasar parte de esa suerte a cualquier otro hombre.

Sucedió un prolongado silencio mientras Pope deambulaba por la estancia.

– Estoy metido en un montón de asuntos turbios, Catherine, pero esto no me gusta. No me gusta ni tanto así.

Catherine encendió otro cigarrillo. Quizás había cometido un error al presentarse ante Vernon Pope con la oferta.

– Pero voy a hacerlo. Ayudaste a mi hermano y te hice una promesa. Soy hombre de palabra. -Hizo una pausa y miró a Catherine de pies a cabeza-. Además, hay en ti algo que me gusta. Y mucho.

– Me alegro de que hagamos trato, señor Pope.

– Te va a salir un poco caro, encanto. He subido mucho. Mis tarifas son altas. Esa clase de tarea me va a obligar a poner en funciones buena parte de mis recursos.

– Precisamente por eso acudo a usted. -Catherine introdujo la mano en su bolsa y sacó un sobre-. ¿Qué le parece doscientas libras? Cien ahora y otras cien a la entrega de la información. Quiero que sigan al capitán de fragata Jordan durante setenta y dos horas. Quiero saber qué come, con quién alterna y de qué hablan. Quiero saber si tiene relaciones con alguna mujer. ¿Puede usted encargarse de todo eso, señor Pope?

– Naturalmente.

– Muy bien. Entonces me pondré en contacto con usted el sábado.

– ¿Cómo puedo avisarte?

– En realidad, no puede.

Catherine depositó el sobre encima de la mesa y se puso en pie. Vernon Pope sonrió apaciblemente.

– Supuse que dirías eso. Dicky, indícale a Catherine la salida. Prepárale una bolsa de comestibles. Un poco de café, un poco de azúcar, acaso un poco de carne de lata, si ha llegado algún embarque. Un lote que esté bien, Dicky.


– Este asunto me da mala espina. Vernon -advirtió Robert pope-. Quizá deberíamos olvidarnos de la cosa.

A Vernon Pope le molestaba sobremanera que su hermano menor le enmendase la plana. En lo que a Vernon concernía, en cuestión de negocios él adoptaba las decisiones y Robert las ponía en práctica.

– No se trata de nada que no podamos manejar. ¿Has dado instrucciones para que la sigan?

– Dicky y los muchachos se convertirán en su sombra en cuanto salga del almacén.

– Bueno. Quiero saber quién es esa mujer y qué juego se trae entre manos.

– Quizá podamos darle la vuelta a la cosa y sacarle tajada. Puede que nos ganemos las simpatías de los polis si les contamos, a la chita callando, lo que trama la moza.

– No haremos nada de ese estilo. ¿Está claro?

– Tal vez deberías pensar un poco más en el negocio y un poco menos en mojar el pizarrín.

Vernon se precipitó sobre él y le agarró por el cuello.

– A ti no te importa lo que haga con lo mío. Además, lo utilizo mucho mejor que tú y que Dicky.

Robert enrojeció a ojos vistas.

– ¿Por qué me miras así, Robert? ¿Crees que no sé lo que pasa entre ustedes dos? Vernon aflojó la presión.

– Ahora vete a la calle, que es tu sitio, y asegúrate de que Dicky no la pierde.


Dos minutos después de haber abandonado el almacén, Catherine ya se había percatado de que la iban siguiendo. Se lo esperaba. Los individuos como Pope no se mantienen en aquel gremio durante mucho tiempo a menos que actúen con cautela y recelen de todo y de todos. Pero el seguimiento era torpón y propio de un aficionado. Al fin y al cabo, Dicky fue quien la recibió, la cacheó y la condujo al interior del almacén. Catherine conocía su rostro. Muy estúpido por parte de aquellos tipos ponerle en la calle para que la siguiera. Despistarle sería pan comido.

Se zambulló en una boca de metro y se mezcló con las aglomeraciones de gente de la tarde. Cruzó el paso subterráneo y salió por el otro lado de la calle. Un autobús aguardaba en su parada. Catherine subió a él y tomó asiento junto a una mujer de edad. A través del empañado cristal de la ventanilla vio a Dicky subir desaladamente por la escalera del metro, en la otra acera, con el pánico, reflejado en el rostro.

Sintió un poco de lástima por él. El pobre Dicky no podía competir con una profesional y Vernon Pope se pondría furioso. Catherine no estaba dispuesta a correr riesgos: un trayecto en taxi, dos o tres autobuses más y un paseo a pie por el West End antes de regresar a su piso.

Pero, de momento, se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje en autobús.

El dormitorio estaba a oscuras cuando Vernon Pope entró y cerró las puertas silenciosamente. Vivie se incorporó de rodillas en el extremo de la cama. Vernon la besó con pasión. Se comportaba más encrespadamente de lo habitual. Vivie creyó conocer el motivo. Deslizó la mano por la bragueta.

– ¡Ah, Dios mío, Vernon! ¿Es por mí o por esa lagarta? Vernon le abrió la bata de seda y la bajó, pasándola por encima de los hombros.

– Me temo que un poco por cada una de las dos -reconoció, y volvió a besarla.

– Te hubiera gustado calzártela allí mismo, en el despacho. Lo vi en tu cara.

– Siempre has sido una muñequita perspicaz.

Ella también le besó otra vez.

– ¿Cuándo va a volver?

– A final de semana.

– ¿Cuál es su nombre?

– Dice llamarse Catherine.

– Catherine -repitió Vivie-. Qué nombre más adorable. Es preciosa.

– Sí -confirmó Pope con aire distante.

– ¿En qué clase de negocio está metida?

Pope le refirió lo tratado en la reunión; no había secretos entre ellos.

– No parece un asunto muy claro. Creo que podríamos sacarle partido a la señora.

– Eres una chica lista.

– No, sólo una chica pérfida.

– Vivie, adivino cuando tu cabecita discurre por malos caminos.

La risita de Vivie fue perversa.

– Tengo tres días para idear todas las maravillosas faenas que podemos hacerle a esa mujer cuando vuelva. Ahora, anda, quítate los pantalones para que pueda aliviar tus males.

Vernon Pope hizo lo que le decía.

Un momento después sonó en la puerta una suave llamada. Roben Pope irrumpió en la alcoba sin esperar respuesta. Un rayo de claridad iluminó parcialmente la escena. Vivie alzó la cabeza, sin experimentar la menor vergüenza, y sonrió. Vernon estalló, furibundo:

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que no entres aquí cuando la puerta está cerrada?

– Es importante. La mujer nos dio esquinazo.

– ¿Cómo infiernos sucedió eso?

– Dicky jura que en un momento la tenía localizada y al siguiente ya no la vio. Simplemente se desvaneció en el aire.

– ¡Por los clavos de Cristo!

– Nadie se escapa de Dicky. Evidentemente, es una profesional: Debemos mantenernos todo lo lejos de ella que nos sea posible. El pánico asestó una cuchillada a Vivie.

– Sal de aquí y cierra la puerta, Robert.

Cuando Robert se hubo retirado, Vivie empezó a aplicarle la lengua a Vernon en plan juguetón.

– No vas a seguir el consejo de ese rarito, ¿verdad, Vernon?

– Claro que no.

– Bueno -dijo Vivie-. Y ahora, vamos a ver, ¿dónde estábamos?

– ¡Oh, Dios mío! -gimió Vernon.

19

Londres


A primera hora de la mañana siguiente, Robert Pope y Richard Dicky Dobbs efectuaron su involuntario debut en el mundo del espionaje bélico emprendiendo el seguimiento del capitán de fragata Peter Jordan, una operación que, aunque improvisada de manera precipita, hubiera provocado un toque de envidia en los agentes del MI-5.

La vigilancia empezó antes de que rompiese el alba, en una madrugada húmeda y fría, cuando la pareja llegó a la eduardiana casa de Jordan en Kensington. Iban en en camioneta negra, con la parte posterior llena de cajas de alimentos en conserva y el nombre de una tienda de comestibles del West End rotulado en los paneles laterales. Aguardaron allí hasta poco antes de las ocho. Mientras Pope dormitaba, Dicky se dedicó a mordisquear nerviosamente un bollo pastoso, que regaba con café de un vaso de papel. Vernon Pope le había amenazado con causarle dolorosos daños corporales por la chapucera y castastrófica actuación perpetrada durante el seguimiento de la mujer. Como perdiera el rastro de Peter Jordan, podía darse por condenado. Considerado el mejor piloto automovilístico del hampa londinense, Dicky se había prometido en secreto seguir a Jordan incluso por las zonas de césped del Green Park si fuera preciso.

Tales heroísmos motorizados no iban a ser necesarios, porque a las siete y cinco un coche oficial del ejército norteamericano se detuvo ante la casa de Jordan y tocó la bocina. Se abrió la puerta del edificio y salió por ella un hombre de estatura y complexión medias.

Vestía uniforme de la Armada de los Estados Unidos, gorra blanca y abrigo oscuro. Llevaba colgada del extremo del brazo una delgada cartera de cuero. Desapareció en la parte de atrás del coche y cerró la portezuela. Dicky había concentrado su atención en Jordan con tal intensidad que se olvidó de poner en marcha la camioneta. Cuando lo hizo, el motor tosió una vez y se apagó. Dicky lo maldijo, lo amenazó y le hizo la rosca antes de volver a intentarlo. Esa vez, el motor de la furgoneta cobró vida y la silenciosa vigilancia de Peter Jordan empezó a desarrollarse.

La plaza de Grosvenor les presentaría el primer reto. Estaba atestada de taxis, de vehículos del parque móvil militar y de oficiales aliados a pie que se apresuraban en todas direcciones. El coche de Jordan atravesó la plaza, entró en una calle lateral adyacente y se detuvo delante de un pequeño edificio anónimo. Estacionarse en aquella calle era imposible. Los vehículos aparcados a un lado y otro lo llenaban todo, sólo había un carril para el tránsito y un policía militar de casco blanco iba de un lado a otro, al tiempo que agitaba perezosamente su porra de madera. Pope se apeó y recorrió la calle de punta a cabo, mientras Dicky circulaba al volante del coche. Diez minutos después, Jordan salió del edificio con una gruesa cartera encadenada a la muñeca.

Dicky recogió a Pope y volvió a la plaza de Grosvenor, a donde llegó a tiempo de localizar a Jordan en el instante en que franqueaba la puerta frontal de la sede de la JSFEA. Encontró espacio para aparcar en un punto de la calle de Grosvenor desde el que disponía de una buena vista y cortó el encendido del motor. Minutos después tuvieron una fugaz visión del general Eisenhower, que lanzó una de sus famosas y refulgentes sonrisas antes de desaparecer al cruzar la entrada del edificio.

Ni aunque lo hubiera adiestrado el propio MI-5 se habría desenvuelto mejor Robert Pope en la tarea de adoptar las siguientes disposiciones. Se dio cuenta en seguida de que no podían cubrir todo el edificio con un solo puesto de vigilancia; aquel cuartel general era un complejo enorme, con muchas puertas por las que entrar y salir. Así que se llegó a un teléfono público, llamó al almacén y le pidió a Vernon tres hombres más. Cuando llegaron, situó a uno detrás del edificio, en la calle de Blackburn, a otro en la calle Upper Brook y al tercero en la Upper Grosvenor. Al cabo de otras dos horas, Pope volvió a telefonear al almacén para solicitar tres caras nuevas: no era nada seguro que tres paisanos anduvieran zanganeando alrededor de las instalaciones norteamericanas. De haber podido escuchar la conversación, es posible que Vicary y Boothby hubiesen soltado la carcajada ante lo irónico del asunto, porque Vernon y Robert discutieron entre sí con la misma virulencia con que solían hacerlo un buen burócrata y un agente de campo. Aunque las apuestas en juego eran distintas. Vernon necesitaba un par de buenos elementos para recoger una remesa de café robado y dar una paliza de escarmiento a un comerciante que se había retrasado en el pago de las cuotas de protección.

Cambiaron de vehículo al mediodía. Sustituyó a la camioneta del tendero de comestibles otra idéntica, pero que llevaba pintado en los paneles laterales el nombre de un servicio de lavandería tan imaginario como el del establecimiento de alimentación. Se había preparado con tanta precipitación que en vez de «Lavandería» escribieron «Lavandría» y las bolsas de ropa blanca apiladas en parte de carga estaban llenas de periódicos viejos convenientemente arrugados. A las dos de la tarde les llevaron termos de té y una bolsa de bocadillos. Una hora después, tras haber comido y haberse fumado un par de cigarrillos, Pope empezó a ponerse nervioso. Jordan llevaba allí dentro cerca de siete horas. Se estaba haciendo tarde. Todas las fachadas del edificio estaban cubiertas. Pero si Jordan lo abandonaba en la negrura del oscurecimiento, resultaría poco menos que imposible detectarlo. Sin embargo, a las cuatro, cuando casi ya no quedaba luz, Jordan salió de la sede de la JSFEA por la puerta principal de la plaza de Grosvenor.

Repitió el mismo trayecto de por la mañana, sólo que a la inversa. Cruzó la plaza en dirección al edificio más pequeño, con la misma gruesa cartera encadenada a la muñeca, y entró en él. Volvió a salir al cabo de un momento, cargado con la cartera más pequeña que llevaba por la mañana temprano. Había escampado y, al parecer, Jordan decidió que dar un paseo a pie le sentaría bien. Echó a andar en dirección oeste y al llegar a Park Lane dobló hacia el sur. Por allí era imposible seguirle en la furgoneta. Pope se apeó y continuó por la acera, manteniéndose a unos metros detrás de Jordan.

Era más difícil de lo que Pope había creído. Los estadounidenses habían tomado posesión del gran hotel Grosvenor House de Park Lane, convirtiéndolo en alojamiento de oficiales. Docenas de personas se agolpaban en la acera. Pope se acercó más a Jordan para asegurarse de que no lo confundía con algún otro hombre. Un policía militar se quedó mirando a Pope cuando éste se abrió paso entre el gentío en pos de Jordan. En algunas calles del West End, los ingleses destacaban lo mismo que lo hubieran hecho en Topeka (Kansas). Pope se puso tenso. Pero comprendió en seguida que no estaba haciendo nada malo. Simplemente paseaba por la calle en su propio país. Se tranquilizó y el policía militar apartó los ojos de él. Jordan pasó de largo por delante de Grosvenor House. Pope le siguió, extremando las precauciones.

Le perdió en la esquina de Hyde Park.

Jordan había desaparecido en medio de una multitud de militares y paisanos británicos que aguardaban para cruzar la calle. Cuando cambió el semáforo, Pope siguió por Grosvenor Place a un oficial de la Armada norteamericana de aproximadamente la misma estatura de Jordan. Al cabo de un momento bajó la vista y reparó en que aquel oficial no llevaba cartera de mano. Pope se detuvo en seco y miró a su espalda, con la esperanza de que Jordan anduviera por allí. Había desaparecido.

Pope oyó un bocinazo en la calzada y alzó la vista. Era Dicky.

– Está en Knightsbridge -le avisó-. Sube.

Dicky ejecutó un perfecto giro en U entre el estruendoso tráfico de la tarde. Pope localizó a Jordan un momento después y dejó escapar un suspiro de alivio. Dicky frenó y Pope se apeó de un salto. Decidido a no perder de nuevo a su hombre, se situó a pocos metros de él.

El club Vandyke era un centro de Kensington para oficiales estadounidenses, vedado a los paisanos británicos. Jordan entró. pope pasó de largo por delante de la entrada y luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Dicky había detenido la camioneta junto al bordillo de la acera de enfrente. Helado y sin aliento, Pope subió al vehículo y cerró la portezuela. Encendió un cigarrillo y apuró las últimas gotas de té que quedaban en el termo. Luego dijo:

– La próxima vez que el capitán de fragata Jordan decida cruzar a golpe de calcetín la mitad de Londres serás tú quien se peguela caminata con él, Dicky.

Jordan salió al cabo de cuarenta y cinco minutos.

Pope pensó: «Quiera Dios que no le dé por lanzarse a otra marcha forzada».

Jordan se llegó al bordillo de la acera y paró un taxi.

Dicky puso en marcha la camioneta y se integró meticulosamente en el tráfico. Seguir al taxi era más sencillo. Se dirigió hacia el este, cruzó la plaza de Trafalgar y entró en el Strand; a continuación, tras recorrer una corta distancia, torció a la derecha.

– Esto ya me gusta más -comentó Pope.

Observaron a Jordan mientras pagaba al taxista y entraba en el hotel Savoy.


La inmensa mayoría del personal civil británico de a pie sobrevivió a la guerra a base de un nivel de alimentación que a duras penas les permitía subsistir: unos cuantos centenares de gramos de carne y queso a la semana, análogas cantidades equivalentes de leche, un huevo y, si la suerte les sonreía, alguna golosina, como tomates y melocotones en conserva de vez en cuando, pero muy de vez en cuando. Nadie se moría de hambre, pero muy pocas personas ganaron peso. Sin embargo, existía otro Londres, el Londres de los restaurantes finos y los hoteles de lujo, a los cuales el mercado negro les garantizaba un suministro regular de carne, pescado, frutas y verduras, vino y café. Luego cargaban a sus clientes precios exorbitantes por el privilegio de comer allí. El hotel Savoy era uno de tales establecimientos.

El portero lucía abrigo verde, con adornos de plata, y chistera. Pope pasó junto a él y entró en el local. Atravesó el vestíbulo del hotel y pasó al salón. Lo ocupaban adinerados hombres de negocios, reclinados en cómodos butacones, hermosas damas ataviadas con elegantes vestidos de noche según la moda de los tiempos de guerra, docenas de uniformados oficiales británicos y estadounidenses, miembros de la alta burguesía y de la pequeña aristocracia rural llegados del campo para pasar unos días en la ciudad. Mientras cruzaba la estancia detrás de Jordan, encontrados sentimientos se agitaron dentro de Pope ante aquel escenario opulento. El rico West End vivía a lo grande, mientras que los desamparados vecinos del East End pasaban hambre y sufrían las peores consecuencias de los bombardeos. Por otra parte, sin embargo, su hermano y él habían amasado una fortuna en el mercado negro. Rechazó aquella desigualdad considerándola una desdichada consecuencia de la guerra.

Pope siguió a Jordan hasta el bar de la parrilla del hotel. Jordan permaneció solo entre el gentío, tratando en vano de llamar la atención del camarero del mostrador para que le sirviera una copa. Pope se mantuvo a cosa de un metro de él. El mozo se fijó en Pope, que pidió un whisky. Cuando volvió la cabeza, vio que Jordan estaba con un oficial naval estadounidense alto, de semblante rojizo y sonrisa bonachona. Pope dio un paso, acercándose a ellos para escuchar la conversación.

El hombre alto estaba diciendo:

– Hitler debería venir aquí el viernes por la noche y pretender tomar una copa. Estoy seguro de que se lo pensaría dos veces antes de querer invadir este país.

– ¿Qué te parece si probamos suerte en Grosvenor House? -propuso Jordan.

– ¿Willow Run? ¿Te has vuelto loco? El chef francés se despidió el otro día. Le ordenaron que preparase sus platos con víveres enlatados de la intendencia militar y se negó en redondo.

– Da la impresión de ser el último hombre cuerdo de Londres.

– Yo diría que sí.

– ¿Qué hay que hacer para conseguir un trago aquí?

– Esto suele dar resultado. ¡Dos martinis, por los clavos de Cristo!

El camarero del mostrador alzó la cabeza, sonrió y alargó la mano hacia una botella de Beefeaters.

– ¡Hola, señor Ramsey!

– ¡Hola, William!

Pope tomó nota mental. El amigo de Jordan se apellidaba Ramsey.

– Bien hecho, Shepherd.

Pope pensó: «Shepherd Ramsey».

– De algo sirve ser un palmo más alto que todos los demás.

– ¿Reservaste mesa? Sin reserva, esta noche no va a haber forma de entrar en la parrilla.

– Claro que hice la reserva, compañero. ¿Dónde diablos estuviste metido? Te llamé varias veces la semana pasada. Debiste dejar descolgado el teléfono: comunicaba. También llamé a tu oficina. Dijeron que no podías ponerte al teléfono. Repetí la operación al día siguiente y la misma historia. ¿Qué rayos estabas haciendo para no poder ponerte al aparato en dos días?

– Eso no te importa.

– Ah, sigues trabajando en ese proyecto tuyo, ¿no?

– Déjalo, Shepherd, si no quieres que te sacuda una patada en el trasero aquí mismo, en este bar.

– Ni en sueños te lo crees, viejo compañero. Aparte de que, si montas una escena aquí, ¿a dónde infiernos iríamos a tomar nuestras copas? Ningún establecimiento decente admitiría tipos de tu calaña.

– Buen tanto.

– De modo que, ¿cuándo vas a decirme en qué estás trabajando?

– Cuando haya terminado la guerra.

– Es así de importante, ¿eh?

– Exacto.

– Bueno, al menos uno de nosotros hace algo importante. -Shepherd apuró su bebida-. William, otra ronda, por favor.

– ¿Vamos a emborracharnos antes de cenar?

– Sólo quiero que te relajes, ni más ni menos.

– No puedo estar más relajado. ¿Qué te traes entre manos, Shepherd? Conozco ese tono de voz.

– Nada, Peter. Dios, tómatelo con calma.

– Dímelo. Ya sabes que me fastidian las sorpresas.

– He invitado a un par de personas para que nos acompañen esta noche.

– ¿Personas?

– Chicas, eso es. Lo cierto es que precisamente acaban de llegar.

Pope siguió la dirección de la mirada de Jordan hacia la parte delantera del bar. Había allí dos mujeres, jóvenes las dos, y muy guapas. Las muchachas localizaron a Shepherd Ramsey y a Jordan y se reunieron con ellos en la barra.

– Peter, ésta es Barbara. Pero casi todo el mundo la llama Baby.

– Es comprensible. Es un placer conocerte, Barbara.

Barbara miró a Shepherd.

– ¡Dios, tenías razón! Es un bomboncete. -Hablaba con el acento propio de la clase obrera londinense-. ¿Vamos a cenar en la parrilla?

– Sí. Nuestra mesa ya debería estar preparada.

El maitre les indicó su mesa. Desde el bar, Pope no tenía modo, alguno de seguir escuchando la conversación. Necesitaba sentarse en la mesa contigua. Al mirar a través de la entrada al comedor, Pope observó que aquella mesa estaba desocupada, aunque sobre la superficie de la misma se veía un letrero de «Reservada». No hay problema, pensó Pope. Cruzó el bar rápidamente y salió a la calle. Dicky esperaba al volante de la camioneta. Pope le indicó mediante, una seña que entrase en el local. Dicky se apeó y atravesó la calle.

– ¿Qué pasa, Robert?

– Vamos a cenar. Necesito que hagas la reserva.

Pope envió a Dicky a hablar con el maitre. La primera vez que Dicky solicitó la mesa, el maitre denegó con la cabeza, frunció el ceño y agitó las manos para demostrar que no le quedaba ninguna libre. Entonces, Dicky se inclinó sobre él y le susurró al oído algo que hizo que el hombre se pusiera blanco como el papel y empezase a temblar. Un momento después Pope y Dicky estaban sentadosa la mesa contigua a la de Peter Jordan y Shepherd Ramsey.

– ¿Qué le dijiste, Dicky?

– Le dije que si no nos daba la mesa le arrancaría la nuez y la dejaría caer en ese recipiente de flamear que ves ahí.

– Bueno, el cliente siempre tiene razón. Es lo que digo. Abrieron la carta.

– ¿Vas a empezar por el salmón ahumado o por el pâté de foiegras? -preguntó Pope.

– Por las dos cosas. Me muero de hambre. Se supone que aquí no sirven salchichas ni puré de patatas, ¿verdad, Robert?

– No es condenadamente probable. Prueba el coq au vin. Y ahora cierra el pico para que pueda oír lo que dicen esos yanquis.


Fue Dicky quien se encargó de seguirlos después de la cena. Los vio acomodar a las dos mujeres dentro un taxi, que se alejó en dirección al Strand.

– Podías haber sido un poco más cortés.

– Lo siento. Shepherd. No teníamos gran cosa de qué hablar.

– ¿Acaso había que hablar de algo? Se trataba de tomar unas copas, soltar unas cuantas risas, llevarla a su casa y pasar una noche de maravilla en su cama. No era cuestión de hacer preguntas.

– Me costaba mucho trabajo pasar por alto eso de que no parase de usar el cuchillo para probar el lápiz de labios.

– ¿Sabes lo que era capaz de hacerte con esos labios? ¿Y acaso le echaste una mirada a lo que había debajo de su vestido? Dios mío, Peter, esa moza tiene una de las peores reputaciones de Londres.

– Lamento haberte decepcionado, Shepherd. Lo que pasa es que no me interesaba el asunto.

– Bueno, ¿cuándo vas a interesarte?

– ¿De qué me hablas?

– Hace seis meses me prometiste que empezarías a salir con chicas.

– Me gustaría conocer a una mujer adulta e inteligente. No hace falta que me busques ninguna chica.

Jordan encendió un cigarrillo y apagó la cerilla con gesto irritado.

– Escucha, Shep, lamento…

– No, tienes razón. No es asunto mío. Lo único que ocurre es que mi madre murió cuando mi padre tenía cuarenta años. Mi padre no volvió a casarse. Como consecuencia, murió solo y amargado. No quiero que te ocurra a ti lo mismo.

– Gracias, Shepherd, no me ocurrirá.

– Nunca encontrarás otra mujer como Margaret.

– Dime algo que no sepa. -Jordan paró un taxi y subió a él-. ¿Te dejo en algún sitio?

– La verdad es que ya me había montado antes el ligue.

– Shepherd…

– Va a volver y se reunirá conmigo en mi cuarto dentro de media hora. No pude resistirme. Perdona, pero ya sabes que la carne es débil.

– Es algo más que carne. Que te vaya bien la fiesta, Shep.

El taxi arrancó. Dicky se alejó y buscó la camioneta. Segundos después, Pope frenaba junto al bordillo y Dicky saltaba al interior del vehículo. Siguieron al taxi de vuelta a Kensington, vieron a Peter dirigirse a la puerta de su casa y permanecieron allí media hora, a la espera de que llegase el turno de noche.

20

Londres


Alfred Vicary se rompió la rodilla por culpa de su ineptitud para reparar la motocicleta. Sucedió en el norte de Francia, un espléndido día de otoño, sin duda el peor día de su vida.

Vicary acababa de entrevistarse con un espía que actuaba tras las líneas enemigas, en un sector donde los británicos proyectaban lanzar un ataque al amanecer de la mañana siguiente. El espía había descubierto un campamento de soldados alemanes. El ataque británico, si se desencadenaba tal como lo habían planeado, encontraría fuerte resistencia. El espía entregó a Vicary una nota manuscrita que especificaba los efectivos de las tropas germanas y el número de piezas artilleras que el hombre había detectado. También proporcionó a Vicary un mapa en el que señalaba con exactitud el punto donde las tropas enemigas habían acampado. Vicary lo puso todo en la alforja de cuero de la moto y arrancó rumbo al cuartel general británico.

Era consciente de que llevaba información de vital importancia; estaban en juego muchas vidas. Pisó a fondo el acelerador y rodó por el estrecho camino a una velocidad peligrosa. Arboles gigantescos se erguían a ambos lados del sendero, el dosel de la enramada lo cubría y los rayos del sol al caer sobre las hojas otoñales creaban un parpadeante túnel de fuego. Bajo las ruedas, el camino ascendía y descendía rítmicamente. Vicary experimentó en varias ocasiones la estimulante emoción de remontarse en el aire y volar durante un par de segundos impulsado por aquella estupenda motocicleta Rudge.

El motor empezó a fallar a quince kilómetros del cuartel general. Vicary levantó el pie del acelerador. Durante el siguiente kilómetro y medio, el petardeo del motor fue aumentando en intensidad hasta convertirse en un repique estruendoso. Kilómetro y medio más adelante, Vicary oyó un chasquido de metal, coronado de inmediato por una ruidosa explosión. De súbito, el motor perdió fuerza y casi al instante se detuvo.

Cuando la moto dejó de rugir, el silencio se hizo opresivo. Vicary se agachó para mirar el motor. Aquel caliente metal manchado de grasa y la maraña de cables retorcidos no significaban absolutamente nada para él. Recordaba que se puso a propinar puntapiés a aquel armatoste mientras dudaba entre dejarlo allí tirado al borde del camino o arrastrarlo hasta el cuartel general. Al final agarró el manillar y empezó a empujarlo a paso vivo.

La claridad de la tarde fue disminuyendo hasta convertirse en tenue resplandor vespertino. Aún estaba a varios kilómetros del cuartel general. Si la suerte le era propicia tal vez tropezase con alguien de su propio bando que lo llevase. Pero si la suerte se le mostraba esquiva, podía darse de manos a boca con una patrulla de exploradores germanos.

Cuando el crepúsculo se apagaba, empezó el bombardeo. Los primeros obuses fueron disparos cortos, cayeron a bastante distancia, inofensivos, en un campo de cultivo. Los siguientes pasaron silbando por encima de su cabeza y fueron a hacer impacto en la falda de un monte. La tercera descarga se estrelló en el camino directamente delante de Vicary.

Vicary ni siquiera llegó a oír el proyectil que le hirió.

Recobró el sentido en algún momento del anochecer, tendido y helado en una zanja. Bajó la mirada y a punto estuvo de desmayarse al verse la rodilla: un revoltijo de sangre y huesos astillados. A base de fuerza de voluntad, se arrastró fuera de la cuneta y ascendió hasta el camino. Encontró la motocicleta, volvió a perder el conocimiento y se desplomó junto a ella.

Vicary llegó a un hospital de campo a la mañana siguiente. Comprendió que el ataque había continuado porque el hospital estaba rebosante. Permaneció tendido en su lecho todo el día, con la mente sobrenadando en una duermevela inundada por la niebla de la morfina, mientras escuchaba entre sueños el gemir de los heridos. El muchacho de la cama contigua a la suya murió durante el ocaso de aquel día. Vicary cerró los ojos y se esforzó en impedir que sus oídos percibiesen el rumor vibrante de la muerte, pero fue inútil.

Brendan Evans, el amigo de Cambridge que le había ayudado a ingresar mediante métodos fraudulentos en el Cuerpo de Inteligencia, fue a visitar a Vicary a la mañana siguiente. La guerra le había cambiado. No quedaba en él nada de su anterior aspecto juvenil. Parecía un hombre endurecido, un tanto cruel. Brendan cogió una silla y se sentó a la cabecera de la cama.

– Fue culpa mía -le dijo Vicary-. Sabía que los alemanes estaban esperando. Pero se me averió la moto y no fui capaz de arreglar el maldito trasto. Y entonces empezó el bombardeo.

– Lo sé. Encontraron los papeles en la alforja. Nadie te reprocha nada. Fue una cuestión de maldita mala suerte, sólo eso. Probablemente tampoco hubieras podido hacer nada, en ningún caso, para reparar la avería de la moto.

A veces, Vicary aún oía en sueños los gritos de los moribundos, incluso ahora, casi treinta años después. En fechas recientes, su sueño había tomado un nuevo giro: soñaba que fue Basil Boothby quien saboteó la motocicleta.

«¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel?»

«No.»

Embustero. Grandísimo embustero.

Vicary había tratado de reprimir las inevitables comparaciones entre aquellos días y la actualidad, pero era algo ineludible. No creía en el destino, sin embargo, algo o alguien le había concedido otra oportunidad, una oportunidad para redimirse de su fallo de aquel día del otoño de 1916.

Vicary pensó que la fiesta que se celebraba en la taberna que había enfrente de la sede del MI-5 le ayudaría a quitarse aquel caso de la cabeza. No fue así. Se quedó al margen del jolgorio, con la imaginación en Francia y la mirada en el fondo de la cerveza de la jarra, mientras los otros funcionarios coqueteaban con las mecanógrafas bonitas. Al piano, Nicholas Jago ofrecía más o menos lo mejor de sí mismo.

Salió sobresaltado de su trance cuando una de las Reinas del Registro empezó a cantar Saldré contigo. Era una rubia atractiva, de labios carmesíes, llamada Grace Clarendon. Vicary sabía -era allí de dominio público- que Harry y ella tuvieron un lío amoroso a principios de la guerra. Vicary tenía plena conciencia de sus encantos. Grace era inteligente, ingeniosa y más lista que el resto de las chicas del Registro. Pero también estaba casada, y Vicary no podía aprobar aquella relación. No le dijo a Harry lo que sentía, no era asunto suyo. Pensó: «Además, ¿quién soy yo para dar lecciones en cuestiones amorosas?». Sospechaba que había sido Grace quien le contó a Harry la verdad sobre Boothby y el expediente de Vogel.

Entró Harry, envuelto en su abrigo. Dedicó un guiño a Grace y luego se acercó a Vicary.

– Volvamos al despacho. Tengo que hablarte -dijo.


– Se llamaba Beatrice Pymm. Vivía sola en una casita de campo de las afueras de Ipswich. -Harry inició su relato cuando marchaban escaleras arriba hacia el despacho de Vicary. Había pasado varias horas en Ipswich, investigando el pasado de Beatrice Pymm-. No tenía amistades ni familia. Su madre falleció en 1936,

– Le dejó la casita y una razonable suma de dinero. Beatrice Pymm no tenía trabajo, ni amantes, ni siquiera gato. Lo único que hacía era pintar.

– ¿Pintar? -preguntó Vicary.

– Sí, pintar. Las personas con las que he hablado me dijeron que pintaba casi todos los días. Salía de casa por la mañana temprano, recorría la campiña de los alrededores y se pasaba el día pintando. Un detective de la policía de Ipswich me enseñó sus cuadros: paisajes. Estupendos, la verdad.

Vicary enarcó las cejas.

– Ignoraba esa aptitud tuya para valorar el arte, Harry.

– ¿Crees que los chicos de Battersea no somos capaces de apreciar las cosas bellas? Para tu buen gobierno, te informaré de que mi santa madre me arrastraba con regularidad a la National Gallery.

– Lo siento, Harry. Continúa, por favor.

– Beatrice no tenía coche. Iba a pie, en bicicleta o en autobús. A veces, pintando, perdía la noción del tiempo, especialmente durante el verano, cuando la luz era buena, y se le escapaba el último autobús de vuelta. Sus vecinos la vieron llegar en muchas ocasiones bien entrada la noche, andando y cargada con sus trastos de pintar. Dicen que otras veces se pasaba la noche en lugares espantosos, sólo para captar la salida del sol.

– ¿Qué creen que le pasó?

– La versión oficial de la historia: se ahogó accidentalmente. Encontraron sus pertenencias, incluida una botella de vino vacía, a orillas del río Orwell. La policía supone que debió de empinar el codo más de la cuenta, perdió pie, se cayó al agua y se ahogó. No se encontró el cuerpo. Aunque investigaron durante cierto tiempo no descubrieron prueba alguna que demostrase cualquier otra teoría. Declararon que la mujer murió por ahogamiento accidental y cerraron el caso.

– Parece una historia verosímil.

– Desde luego, muy bien pudo ocurrir así. Pero lo dudo. Beatrice Pymm conocía bien esa comarca. ¿Por qué aquel día en particular iba a beber un poco más de la cuenta y caerse al río?

– ¿Teoría número dos?

– La teoría número dos se desarrolla como sigue: nuestro espía la aborda una vez oscurecido, le asesta una cuchillada en el corazón y carga el cadáver en una camioneta. Deja las cosas de la muchacha en la orilla del río para que todo indique que hubo un ahogamiento accidental. En realidad, el cadáver se traslada a través de la región, se mutila y se entierra en los aledaños de Whitchurch.

Llegaron al despacho de Vicary y tomaron asiento; Vicary detrás de su mesa, Harry frente a él. Harry se echó hacia atrás en la silla y apuntaló los pies.

– ¿Todo eso que has dicho es hipótesis pura o cuentas con algún hecho que apoye tu teoría?

– Mitad y mitad, pero todo encaja con tu sospecha de que asesinaron a Beatrice Pymm para ocultar la entrada de la espía en el país.

– Oigámoslo.

– Empezaré por el cadáver. Se descubrió el cuerpo en agosto de 1939. He hablado con el patólogo del Ministerio del Interior que lo examinó. A juzgar por el estado de descomposición en que se hallaba, calculó que había permanecido enterrado de seis a nueve meses. Lo cual coincide más o menos con la fecha de la desaparición de Beatrice Pymm. Los huesos de la cara habían sido casi completamente destrozados. No había piezas dentarias que comparar con historial odontológico alguno. Las manos se encontraban en tal estado de descomposición que no fue posible sacar huellas dactilares. El patólogo no pudo establecer la causa de la muerte. Aunque encontró un indicio interesante, una muesca en la costilla inferior del lado izquierdo. Ese corte está acorde con la posibilidad de una cuchillada en el pecho.

– ¿Dices que el asesino pudo haber empleado una camioneta? ¿Qué pruebas tienes?

– Pedí a las fuerzas de la policía local todos los informes relativos a cuantos delitos o alteraciones se hubieran producido por las cercanías de Witchurch la noche del asesinato de Beatrice Pymm. Casualmente, habían abandonado e incendiado intencionadamente una furgoneta en las proximidades de una aldea llamada Alderton. Comprobaron la matrícula del vehículo.

– ¿Y?

– Robado en Londres dos días antes.

Vicary se levantó y empezó a pasear por el despacho.

– De modo que nuestra espía está en mitad de la nada con una furgoneta en llamas al lado de la carretera. ¿A dónde se dirige ahora? ¿Qué hace?

– Supongamos que vuelve a Londres. Para a un coche o a un camión que pasa por la carretera y pide que la lleve. O quizá se llega andando hasta la estación más cercana y coge el primer tren que va a Londres.

– Demasiado peligroso -dijo Vicary-. Una mujer sola, en medio del campo, de madrugada, sería demasiado extraño. Corre el mes de noviembre, así que también hace frío. Puede que la descubra la policía. El asesinato de Beatrice Pymm fue perfectamente planeado y ejecutado. La homicida no dejó nada al azar.

– ¿Qué me dices de una moto en la caja de carga de la furgoneta?

– Buena idea. Compruébalo, a ver si hay denuncias de motocicletas, robadas por aquellas fechas.

– Rueda hasta Londres y se desembaraza de la motocicleta.

– Exacto -dijo Vicary-. Y cuando estalla la guerra no nos ponemos a buscar a una mujer holandesa llamada Christa Kunt porque damos por supuesto incorrectamente que ha muerto.

– Infernalmente ingenioso.

– Más despiadado que ingenioso. Imagínate, matar a una inocente civil para encubrir mejor a una espía. No se trata de un agente ordinario y Kurt Vogel no es un controlador ordinario. Estoy convencido de eso. -Vicary, hizo una pausa para encender un cigarrillo-. ¿Te ha proporcionado alguna pista la fotografía?

– Nada.

– Creo que eso deja la investigación en punto muerto.

– Temo que tienes razón. Haré unas cuantas llamadas más esta noche.

Vicary sacudió la cabeza.

– Tómate libre el resto de la noche. Baja a la fiesta. -Añadió a continuación-: Pasa un buen rato con Grace.

Harry alzó la cabeza.

– ¿Cómo lo supiste?

– Este lugar está lleno de funcionarios del servicio de información, por si no te habías dado cuenta. Las cosas circulan, la gente le da a la lengua. Aparte de que ustedes dos no son precisamente discretos. Tú solías dejar a la telefonista el número del piso de Grace por si alguien te buscaba.

El rostro de Harry se puso como la grana.

– Ve con ella, Harry. Te echa de menos, cualquier tonto lo ve.

– También yo la echo de menos. Pero está casada. Rompí porque me sentía como un completo canalla.

– Puedes hacerla feliz y ella te hace feliz a ti. Cuando su marido vuelva a casa, si es que vuelve, las cosas volverán a normalizarse.

– ¿Y eso dónde me deja a mí?

– A ti te corresponde determinarlo.

– Me deja con el corazón destrozado, ahí es donde me deja. Estoy loco por Grace.

– Entonces ve con ella y disfruta de su compañía.

– Hay algo más. -Harry le habló del otro aspecto de su sentimiento de culpa por el lío que vivía con Grace: el hecho de que él se encontraba en Londres persiguiendo espías mientras el esposo de Grace y otros muchos hombres se jugaban la vida en el ejército-. No sé qué haría en el frente, bajo el fuego enemigo, cómo reaccionaría. Si actuaría con valor o sería un cobarde. Tampoco sé si hago aquí algo condenadamente aprovechable. Podría nombrarte un centenar de detectives capaces de hacer lo mismo que hago yo. A veces me entran ganas de ir a Boothby, presentarle mi dimisión y alistarme en el ejército.

– No seas ridículo, Harry. Al cumplir con tu trabajo como es debido salvas vidas en el campo de batalla. La invasión de Francia se habrá ganado y se habrá perdido antes de que el primer soldado ponga pie en una playa francesa. Millares de vidas pueden de pender de lo que tú hagas. Si crees que no cumples tu parte, considéralo desde ese punto de vista. Además, te necesito. Aquí, eres la única persona en la que confío.

Permanecieron sentados, sumidos en un silencio momentáneo, torpe y embarazoso, tal como les suele ocurrir a los ingleses después de haber compartido unos cuantos pensamientos íntimos. Luego, Harry se puso en pie, fue hasta la puerta, donde se detuvo y se volvió.

– ¿Qué me dices de ti, Alfred? ¿Por qué no hay nadie en tu vida? ¿Por qué no bajas también a la fiesta y te buscas una mujer simpática y cariñosa con la que pasar un buen rato?

Vicary se palpó los bolsillos de la pechera, en busca de las gafas de leer de media luna y se las puso en la nariz.

– Buenas noches, Harry -dijo con cierto exceso de firmeza en la voz, mientras hojeaba uno de los montones de papeles que tenía encima del escritorio-. Que te diviertas en la fiesta. Nos veremos por la mañana.

Cuando Harry se marchó, Vicary tomó el auricular y marcó el número de Boothby. Le sorprendió que descolgara el propio sir Basil. Al preguntarle Vicary si estaba libre, Boothby se interrogó en voz alta si el asunto no podía esperar hasta el lunes por la mañana. Vicary repuso que era importante. Sir Basil le concedió una audiencia de cinco minutos y le dijo que subiera en seguida.


– He redactado este comunicado para el general Eisenhower, el general Betts y el primer ministro -manifestó Vicary, una vez, hubo informado a Boothby de los descubrimientos que Harry había efectuado aquel día. Tendió la nota a Boothby, que permanecía en pie, con las piernas ligeramente separadas como para mantener el equilibrio. Tenía prisa por marcharse al campo. Su secretaria ya le había preparado una cartera de seguridad con material de lectura para el fin de semana y una pequeña bolsa de cuero con objetos personales. Llevaba un abrigo sobre los hombros, con las mangas balanceándose a los costados-. En mi opinión, sir Basil, seguir manteniendo silencio sobre esto sería negligencia.

Boothby aún no había acabado de leer; Vicary lo comprendió así porque los labios de sir Basil se movían. Entornaba tanto los párpados que los ojos habían desaparecido bajo las espesas cejas. Sir Basil se complacía en pretender que aún contaba con una vista perfecta y se negaba a llevar gafas delante de su equipo de colaboradores.

– Creí que ya habíamos tratado antes este asunto, Alfred -dijo Boothby, al tiempo que agitaba el papel en el aire. Un problema que se ha debatido una vez no debe salir de nuevo a la superficie: esa era una de las muchas máximas personales y profesionales de sir Basil. Tenía una facilidad tremenda para ponerse de uñas cuando los subalternos sacaban a relucir cuestiones que él ya había despachado. Reflexionar meticulosamente y pensarse las cosas dos veces eran el dominio de las mentes débiles. Sir Basil valoraba las decisiones rápidas por encima de todo lo demás. Vicary echó una mirada a la mesa de sir Basil. Limpia, pulimentada y absolutamente libre de papeles o expedientes, constituía un monumento al estilo de gestión de Boothby.

– Ya hemos tratado esto una vez, sir Basil -dijo Vicary pacientemente-. Pero la situación ha cambiado. Parece que han conseguido introducir un agente en el país y que ese agente se ha entrevistado con otro que lo ha asentado en un punto. Parece que su operación, sea cual fuere, está ahora en marcha. Mantener secreta esta noticia, en vez de darle curso, equivale a precipitarse hacia el desastre.

– Tonterías -saltó Boothby.

– ¿Por qué son tonterías?

– Porque este departamento no va a informar oficialmente a los norteamericanos y al primer ministro de que es incapaz de cumplir su tarea. De que es incapaz de controlar la amenaza que los espías alemanes plantean a los preparativos de la invasión.

– Ese no es un argumento válido que justifique ocultar esta información.

– Es un argumento válido, Alfred, si yo digo qué es un argumento válido.

Las conversaciones con Boothby asumían a menudo las características del juego de un gato que persigue su propia cola: disputas saturadas de contradicciones, faroles, maniobras de diversión y marcaje de tantos. Vicary juntó las manos, apoyó juiciosamente en ellas la barbilla y fingió estudiar el dibujo de la costosa alfombra de Boothby. En la estancia se impuso un silencio sólo interrumpido por el crujir del entarimado del piso bajo la musculosa mole de sir Basil.

– ¿Está dispuesto a transmitir mi comunicado al director general? -preguntó Vicary. Lo expresó en el tono de voz menos amenazador que le fue posible.

– Absolutamente no.

– En ese caso, yo estoy dispuesto a ir directa y personalmente al director general.

Boothby dobló el cuerpo hasta situar su rostro muy cerca del de Vicary. Sentado en el mullido sofá de Boothby, Vicary percibió el olor a tabaco y a ginebra que impregnaba el aliento de sir Basil.

– Y yo estoy dispuesto a aplastarte, Alfred.

– Sir Basil…

– Permite que te recuerde cómo funciona el sistema. Tú me informas a mí y yo informo al director general. Tú me has informado y yo he decidido que sería inoportuno ahora transmitir este asunto al director general.

– Hay otra alternativa.

Boothby echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si le hubieran sacudido un puñetazo. Recobró su compostura en un santiamén y cuadró la mandíbula con cara de mal genio.

– Yo no informo al primer ministro ni le hago el caldo gordo. Pero si a ti se te ocurre saltarte las normas del departamento e ir a hablar directamente con Churchill, te llevaré ante una comisión investigadora interna. Y cuando la comisión haya terminado contigo, será preciso tu historial odontológico para identificar el cadáver.

– Eso es sumamente injusto.

– ¿De veras? Desde que te hiciste cargo de este caso los desastres se han encadenado uno tras otro. Dios mío, Alfred, unos cuantos espías alemanes más sueltos por el país y podrían formar un equipo completo de rugby.

Vicary se negó a morder el anzuelo.

– Si no va a presentar mi informe al director general, quiero que en el registro oficial de este asunto quede constancia del hecho de que formulé la sugerencia oportuna en este momento y que usted la rechazó.

Las comisuras de la boca de Boothby se curvaron hacia arriba en una repentina sonrisa. Que alguien protegiera sus flancos era algo que él sabía entender y apreciar.

– Ya tienes pensado tu lugar en la historia, ¿no es cierto, Alfred?

– Es usted un completo bastardo, sir Basil. Y, por si fuera poco, un bastardo incompetente.

– ¡Se está dirigiendo a un superior, comandante Vicary!

– Créame, no se me ha pasado por alto la ironía.

Boothby cogió con ademán brusco la cartera y la bolsa de cuero y a continuación miró a Vicary y dijo:

– Tienes mucho que aprender.

– Supongo que usted podría enseñármelo.

– En nombre del Altísimo, ¿qué se supone que significa eso? Vicary se puso en pie.

– Significa que usted debería pensar más en la seguridad de este país y menos en su medro personal a través de Whitehall. Boothby sonrió con simpatía, como si tratara de seducir a una dama más joven que él.

– Pero mi querido Alfred -dijo-. Siempre consideré que tú y yo actuaríamos íntegra y complementariamente entrelazados.

21

Londres Este


Al día siguiente por la tarde, cuando apresuraba el paso por la acera en dirección al almacén de los Pope, Catherine Blake llevaba un estilete en el bolso. Había solicitado una entrevista a solas con Vernon Pope y, mientras se aproximaba al local, no advirtió el menor rastro de los hombres del gángster. Se detuvo ante la puerta y accionó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave, tal como Pope dijo. La abrió y entró en el almacén.

El interior era un universo de sombras; la única iluminación la constituía una bombilla encendida que colgaba al fondo de la planta baja. Catherine se encaminó hacia la luz y encontró el montacargas. Subió a él, cerró la puerta y pulsó el botón. El montacargas gruñó y, entre sacudidas, ascendió hacia el despacho de Pope.

El montacargas concluía su trayecto en un pequeño rellano con un par de puertas negras. Catherine llamó con los nudillos y oyó la voz de Pope que, desde el otro lado, le decía que entrase. El hombre estaba de pie ante un carrito de bebidas, con una botella de champán en una mano y un par de copas en la otra. Cuando la muchacha cruzaba la estancia, Pope le alargó una de las copas.

– No, gracias -declinó Catherine-. Sólo voy a quedarme un minuto.

– Insisto -dijo Pope-. La última vez que estuvimos juntos las cosas se pusieron un poco tirantes. Quiero hacer las paces contigo.

– ¿Por eso encargó que me siguieran? -preguntó Catherine, mientras aceptaba el vino.

– Hago seguir a todo el mundo, cariño. Por eso me mantengo en este negocio. Mis muchachos son buenos, como comprobarás cuando leas esto. -Tendió un sobre a Catherine, pero lo retiró cuando la mano de la muchacha se disponía a cogerlo-. Por eso me llevé una sorpresa de no te menees al enterarme de que te las arreglaste para quitarte a Dicky de encima. Fue una maniobra muy aseada… Zambullirse en el metro y luego salir y saltar a un autobús.

– Me dio por ahí de pronto.

Catherine tomó un sorbo de champán. Estaba helado y era excelente. Pope volvió a ofrecerle el sobre y en esa ocasión permitió que Catherine lo cogiese. Ella dejó la copa y lo abrió.

Era precisamente lo que necesitaba, un informe que daba cuenta minuto a minuto de las andanzas de Peter Jordan por Londres: dónde trabajaba, las horas que se mantenía ocupado, los lugares donde comía y tomaba copas… Hasta incluía el nombre de un amigo.

Mientras Catherine acababa de leer el informe, Pope sacó la botella de champán de la cubeta del hielo y se sirvió otra copa. Catherine introdujo la mano en su bolso, extrajo el dinero y lo dejó caer encima de la mesa.

– Aquí está el resto -dijo-. Creo que esto remata nuestro asunto. Muchas gracias.

Estaba guardando en el bolso de mano el informe sobre Peter Jordan cuando Pope avanzó un paso y la obligó a soltar el bolso.

– Lo cierto, Catherine querida, es que nuestro asunto no ha hecho más que empezar.

– Si lo que quiere es más dinero…

– Ah, claro que quiero más dinero. Y si tú no quieres que haga una llamadita a la policía, vas a dármelo. -Pope se le acercó un paso más, oprimió su cuerpo contra el de Catherine y deslizó la mano porl os pechos de la joven-. Pero hay otra cosa que deseo de ti.

Se abrieron las puertas del dormitorio y en el umbral apareció Vivie, sin más vestimenta que una de las camisas de Vernon, que llevaba desabotonada hasta la cintura.

– Vivie, aquí tienes a Catherine -dijo Pope-. La encantadora Catherine ha accedido a quedarse y pasar la velada con nosotros.


En la escuela de espías de la Abwehr en Berlín no la prepararon para situaciones como aquella. La enseñaron a efectuar recuentos de tropas, a evaluar un ejército, manejar la radio, reconocer la divisa de las unidades y los rostros de los oficiales de alto rango. Pero no la aleccionaron acerca del modo de entendérselas con un gángster de Londres y su pervertida novia, que habían planeado pasar la noche turnándose en el uso y abuso de su cuerpo. Tuvo la sensación de estar atrapada en una absurda fantasía pubescente. Pensó:«No es posible que esto esté sucediendo de verdad». Pero estaba sucediendo y Catherine revisó todas las enseñanzas recibidas durante su adiestramiento, sin encontrar nada que le indicase el modo de superar aquella prueba.

Vernon Pope la hizo franquear la puerta y entrar en la alcoba. De un empujón la tiró en el extremo de la cama y él fue a sentarse en una silla del fondo del cuarto. Vivie se irguió delante de Catherine y se desabrochó los dos botones inferiores de la camisa. Tenía unos pechos breves y respingones y su piel, muy blanca, resplandecía bajo la media luz del dormitorio. Cogió la cabeza de Catherine y se la llevó a los senos. Catherine se prestó a aquel juego depravado y se introdujo en la boca el pezón de Vivie, mientras pensaba en la mejor manera de matarlos a ambos.

Catherine no ignoraba que si se sometía al chantaje, éste no iba a acabar nunca. Sus recursos financieros no eran ilimitados. Vernon Pope la desangraría rápidamente. Sin dinero, ella les resultaría inútil. Comprendió que liquidarlos entrañaba escasos riesgos; había cubierto su rastro cuidadosamente. Los Pope y sus secuaces no sabían dónde encontrarla. La única pista de que disponían era el dato de que ella trabajaba como enfermera voluntaria en el hospital St. Thomas, y Catherine había dado allí una dirección falsa. Por otra parte, tampoco se sentirían muy inclinados a recurrir a la policía. Las autoridades les harían preguntas, contestar la verdad significaría reconocer que siguieron a un oficial naval norteamericano a cambio de dinero.

Todo giraba sobre el asesinato de Vernon Pope, que debía ejecutar con la mayor rapidez y quietud posibles.

Catherine tomó entre los labios el otro pecho de Vivie y chupó el pezón hasta que se puso rígido. Vivie había echado la cabeza hacia atrás y empezó a emitir gemidos. Tomó la mano de Catherine y la condujo hacia la entrepierna. Aquel punto ya estaba cálido y húmedo. Catherine se había desconectado de toda emoción. Actuaba mecánicamente, dedicando todos sus movimientos a la tarea de proporcionar placer físico a aquella mujer. No sentía miedo ni repulsión; simplemente trataba de conservar la calma y pensar con claridad. La pelvis de Vivie empezó a vibrar contra los dedos de Catherine y al cabo de un momento el cuerpo de la amante de Vernon tembló a impulsos del orgasmo que la estremecía.

Vivie tendió a Catherine encima de la cama, se puso a horcajadas sobre sus caderas y empezó a desabrocharle los botones del jersey. Le quitó el sostén y le acarició los senos. Catherine vio que Vernon se levantaba de la silla y empezaba a desnudarse. Se puso nerviosa por primera vez. No deseaba que Vernon la montase ni la penetrara. Podía ser un amante sádico y cruel. Podía lastimarla. Boca arriba, con las piernas separadas, ella sería vulnerable. Y también se vería dominada por el mayor peso y fortaleza del hombre. Todas las técnicas de lucha que había aprendido en la escuela de la Abwehr dependían de la rapidez y maniobrabilidad. De encontrarse aplastada bajo el pesado cuerpo de Vernon Pope estaría indefensa.

Catherine tenía que hacer su juego. Es más, tenía que controlarlo.

Alzó las manos, tomó en ellas los pechos de Vivie y acarició los pezones. Observó que Vernon no les quitaba ojo. Se las comía con la vista, bebía aquella escena de las dos mujeres magreándose mutuamente. Catherine atrajo a Vivie hacía sí y guió la boca de la mujer hacia sus tetas. Pensó en lo sencillo que le resultaría sujetar la cabeza de Vivie entre las manos, retorcérsela y romperle el cuello, pero eso sería un error. Necesitaba matar primero a Pope. Después, encargarse de Vivie iba a ser más fácil.

Pope se acercó a la cama y apartó a Vivie con un leve codazo.

Antes de que Vernon tuviese tiempo de echársele encima, Catherine se incorporó y, sentada, le besó. Luego se puso en pie, mientras la lengua de Vernon se agitaba frenéticamente dentro de la boca de Catherine. La muchacha contuvo el impulso de sofocarle. Durante un segundo consideró la conveniencia de permitir que le hiciese el amor y matarlo luego, cuando estuviese satisfecho y soñoliento. Pero se dijo que no estaba dispuesta a ir más allá de lo absolutamente necesario.

Le acarició el pene. Vernon gimió y la besó con más fuerza. Ahora lo tenía inerme y desvalido. Le obligó a dar media vuelta y quedar de espaldas a la cama.

A continuación le propinó un violento rodillazo en la ingle. Pope se dobló sobre sí mismo, jadeó en busca de aire y se llevó las manos a las partes. Vivie chilló.

Catherine giró sobre sí misma y disparó el codo contra el puente de la nariz de Vernon. Percibió el chasquido que produjeron hueso y cartílago al romperse. Pope se desplomó sobre el suelo, a los pies de la cama; le manaba la sangre por las ventanas de la nariz. Vivie seguía chillando, de rodillas encima de la cama. Ya no constituía amenaza alguna para Catherine.

La muchacha dio media vuelta y se dirigió veloz hacia la puerta. Pope, todavía en el suelo, alargó la pierna.

Golpeó a Catherine en el tobillo derecho y consiguió que se le enredaran las piernas y diese un traspié. Cayó pesadamente contra el suelo y el fuerte impacto la dejó sin aliento. Estuvo unos segundos viendo las estrellas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Temió estar a punto de perder el conocimiento.

Bregó para apoyarse en las manos y las rodillas y se disponía a tomar impulso para levantarse cuando Pope le agarró un tobillo y empezó a tirar de ella. Con un giro celérico, Catherine se puso de costado y descargó el tacón de su zapato contra la nariz rota.

Pope lanzó un alarido de dolor agónico, pero su presa del tobillo no hizo sino que cobrar más fuerza.

197

Catherine le golpeó otra vez, y luego otra.

Por último; Vernon soltó la presa.

Catherine se puso en pie trabajosamente y corrió hacia el sofá, donde Pope la había obligado a dejar el bolso. Lo abrió y descorrió la cremallera del compartimento interior. Llevaba allí el estilete de hoja retráctil. Lo empuñó y accionó el muelle. La hoja ocupó su sitio.

Pope se había levantado y se precipitaba a través de la oscuridad, con los brazos extendidos para cogerla. Catherine dio media vuelta y lanzó una feroz cuchillada. La punta de la hoja del estilete desgarró el hombro derecho de Vernon en un alargado tajo.

Pope se llevó la mano izquierda a la herida y chilló de dolor, mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos. Al tener el brazo cruzado sobre el pecho, a Catherine no le era posible clavarle el estilete en el corazón. La Abwehr le había enseñado otro método, pero sólo pensar en él encogía el ánimo de Catherine. Sin embargo, iba a tener que emplearlo. No le quedaba otra elección.

Catherine se acercó al hombre un paso más, echó el brazo hacia atrás para cobrar impulso y hundió la hoja del estilete en el ojo de Vernon Pope.


Caída en el suelo en postura fetal, en un rincón del dormitorio, Vivie lloraba histéricamente. Catherine la agarró por un brazo, tiró de ella, obligándola a ponerse en pie, y la puso de espaldas contra la pared.

– ¡Por favor, no me hagas daño!

– No voy a hacerte daño.

– No me hagas daño.

– Te digo que no voy a hacerte daño.

– Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Robert. Lo juro.

– ¿Ni a la policía?

– No diré nada a la policía.

– Bueno. Sabía que podía confiar en ti.

Catherine le acarició el pelo, le tocó la cara. Vivie pareció tranquilizarse. Su cuerpo se caía inerte y Catherine tuvo que sostenerla para impedir que fuese a parar al suelo.

– ¿Qué eres tú? -preguntó Vivie-. ¿Cómo pudiste hacerle eso?

Catherine no dijo nada, se limitó a acariciar el pelo de Vivie con una mano mientras la otra se deslizaba suavemente tratando de localizar el punto preciso del fondo de la caja torácica. Los ojos de Vivie se desorbitaron cuando el estilete penetró a través de su corazón. Un grito de dolor nació en su garganta pero cuando llegó a sus labios lo hizo convertido en un sordo gorgoteo. Murió rápida y silenciosamente, con la mirada fija de sus ojos clavada en los de Catherine.

Catherine la soltó. El movimiento de su cuerpo al deslizarse pared abajo hizo que el estilete abandonara su corazón. Catherine contempló la sangre, toda la devastación humana que la rodeaba. «Dios mío, ¿en qué me han convertido?» Luego cayó de rodillas junto al cuerpo sin vida de Vivie y empezó a vomitar violentamente.

Cumplió los ritos de la huida con sorprendente serenidad. En el cuarto de baño, se lavó a fondo, eliminando la sangre de las manos, de la cara y de la hoja del estilete. No podía hacer nada respecto a la sangre del jersey, salvo ocultar la prenda bajo el chaquetón de cuero. Atravesó el dormitorio, dejó a su espalda el cadáver de la mujer y pasó a la otra habitación. Se llegó a la ventana y miró la calle. Todo indicaba que Pope había cumplido su palabra. No se veía a nadie fuera del almacén. Aunque seguramente encontrarían el cadáver por la mañana y, en cuanto lo hicieran, se lanzarían tras ella. Por el momento, al menos, estaba a salvo. Recogió el bolso y, de encima de la mesa, las cien libras en efectivo que había entregado a Pope. Tomó el montacargas, cruzó el almacén y se esfumó en la noche.


22

Londres Este


A diferencia de la mayoría de los miembros de su profesión, el comisario jefe Andrew Kidlington evitaba aparecer por la escena de un homicidio siempre que le era posible. Pastor lego de la iglesia de su localidad, hacía mucho tiempo que perdió el gusto por las facetas más macabras de su oficio. Contaba con un completo y cualificado equipo de funcionarios profesionales, reunido a lo largo de los años, y creía que lo mejor era darles carta blanca. Poseía un talento legendario para deducir y sacar más conclusiones acerca de un asesinato examinando un buen archivo que visitando la escena del crimen, y siempre se aseguraba de que pasara por su mesa hasta el más ínfimo trozo de papel generado por su departamento. Pero no todos los días le clavaba alguien un cuchillo a un individuo de la calaña de Vernon Pope. Eso era algo que tenía que ver con sus propios ojos.

El agente uniformado que montaba guardia ante la puerta del almacén se apartó al ver acercarse a Kidlington.

– El montacargas está al fondo del almacén, señor. Suba en él a la primera planta. En el rellano hay otro agente. Le indicará el camino.

Kidlington cruzó despacio la planta baja del almacén. Era alto y anguloso, de grisácea cabellera rizada como lana y el gesto de alguien perennemente preparado para dar malas noticias. Como consecuencia, sus hombres tendían a moverse a su alrededor con ligereza.

Un joven sargento detective llamado Meadows le aguardaba en el rellano. Para el gusto de Kidlington, Meadows vestía prendas demasiado ostentosas y salía con demasiadas mujeres. Pero era un detective excelente y llevaba el ascenso escrito sobre su persona.

– Menudo desbarajuste hay ahí dentro, señor -dijo Meadows.

Kidlington percibió el sabor de la sangre cuando Meadows le acompañó al interior. El cadáver de Vernon Pope yacía sobre una alfombra oriental, al lado del sofá. El círculo oscuro de la sangre rehusaba la cobertura gris de la sábana. Pese a llevar treinta años en la Policía Metropolitana, Kidlington notó que la bilis le subía rauda hacia la garganta cuando Meadows se arrodilló junto al cuerpo y levantó la sábana.

– Dios santo! -exclamó Kidlington entre dientes. Hizo una mueca y se apartó unos segundos para recuperar la compostura. -Jamás vi nada parecido -comentó Meadows.

El cuerpo sin vida de Vernon Pope estaba desnudo, boca arriba, en medio de un charco de sangre seca y negra. Saltaba a la vista que la herida mortal le llegó sólo después de una pelea brutal. En el hombro tenía una abrupta cuchillada de buen tamaño. Le habían partido la nariz de mala manera. La sangre brotó de ambas fosas nasales, para deslizarse hasta la boca, a la que la muerte sorprendió abierta, como si Vernon estuviera lanzando su último grito. Y luego estaba el ojo. Kidlington tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo. La sangre y el fluido ocular habían resbalado por la parte lateral del rostro. El globo del ojo estaba destrozado, la pupila ya no era visible. Sería preciso hacerle la autopsia para determinar la profundidad de la herida, pero todo indicaba que aquella puñalada había sido fatal. Alguien atravesó con un arma afilada el ojo de Vernon Pope, hasta llegar al cerebro.

Kidlington rompió el silencio:

– ¿Hora aproximada de la muerte?

– En algún momento de la noche pasada, quizás al principio de la velada.

– ¿Arma?

– No está muy claro. Desde luego, nada de cuchillo corriente. Observe el tajo del hombro. Los bordes de la herida presentan mellas.

– ¿Conclusión?

– Algo fino y puntiagudo. Quizás un destornillador o un punzón de hielo.

La mirada de Kidlington recorrió la estancia.

– El de Pope está todavía en el carrito de las bebidas. A menos que el asesino ande por ahí con su propio punzón de hielo, dudo mucho que esa sea el arma del crimen. -Kidlington volvió a mirar el cadáver-. Yo diría que fue un estilete. Es un arma que se clava, no que corta dando tajos. Eso explicaría la herida irregular del hombro y la perforación limpia del ojo.

– Exacto, señor.

Kidlington ya había visto suficiente. Se puso en pie e indicó con un ademán a Meadows que cubriese el cadáver.

– ¿La mujer?

– En la alcoba. Por aquí, señor.


Robert Pope ocupaba el asiento del pasajero en la furgoneta, visiblemente pálido y estremecido, mientras Dicky Dobbs conducía a gran velocidad rumbo al hospital St. Thomas. Fue Robert quien, aprimera hora de aquella mañana, descubrió los cadáveres de su hermano y de Vivie. Había estado esperando a Vernon en el café del East End donde acostumbraban a desayunar todos los días y se alarmó al ver que no se presentaba. Fue a buscar a Dicky a su piso y se dirigieron juntos al almacén. Soltó un alarido al ver los cadáveres y su pie atravesó el cristal de la mesa.

Robert y Vernon Pope eran hombres realistas. Tenían perfectamente asumido que sus actividades comportaban bastante peligro y que cualquiera de ellos, incluso los dos, podía morir joven. Como todos los hermanos, a veces regañaban, pero Robert Pope quería a su hermano mayor más que a ninguna otra persona del mundo. Vernon había sido como un padre para él, cuando dicho padre, un desempleado déspota y alcohólico, se marchó para no volver nunca más. La forma en que murió Vernon fue lo que más horrorizó a Robert, apuñalado en el ojo, para luego dejarlo tirado en el suelo, desnudo. Y Vivie, un ser inocente, con el corazón atravesado por un puñal.

Cabía la posibilidad de que ambas muertes fuesen obra de alguno de sus rivales. La guerra les había permitido ampliar muy provechosamente los negocios y se introdujeron en un nuevo territorio. Pero aquellos asesinatos no le parecían cosa propia de ninguna banda que conociese. Robert sospechaba que debía de estar relacionado con aquella mujer, Catherine, o como se llamase en realidad. Robert hizo una llamada anónima a la policía -tarde o temprano iban a tener que tomar cartas en el asunto-, pero no confiaba en que descubriesen al asesino de su hermano. De eso se encargaría él personalmente.

Dicky aparcó junto al río y entró en el hospital por una puerta de servicio. Volvió a salir cinco minutos después y regresó a la furgoneta.

– ¿Estaba? -preguntó Pope.

– Sí. Cree que puede agenciárnoslo.

– ¿Cuánto tiempo va a tardar?

– Veinte minutos.

Media hora después un individuo escuálido, de rostro chupado, vestido con uniforme de enfermero, salió por la parte trasera del hospital y se acercó trotando a la furgoneta.

Dicky bajó el cristal de la ventanilla.

– Lo tengo, señor Pope -dijo-. Una chica del despacho de la entrada me lo proporcionó. Dijo que va contra el reglamento, pero me la camelé. Le prometí un papiro de cinco libras. Espero que a usted no le importe.

Dicky alargó la mano y el enfermero le entregó un trozo de papel. Dicky se lo pasó a Pope.

– Buen trabajo, Sammy -encomió Pope al tiempo que echaba un vistazo al papel-. Dale su dinero, Dicky.

El enfermero lo tomó y la decepción se reflejó en su semblante.-¿Qué pasa, Sammy? -preguntó Dicky-. Diez chelines, tal como te prometí.

– ¿Y qué hay de las cinco libras para la chica?

– Considéralas gastos generales por tu cuenta -dijo Pope.-Pero, señor Pope…

– Sammy, no jodas la marrana viniéndome ahora con puñetas. Dicky puso la primera y la furgoneta arrancó con estridente chirrido de neumáticos.

– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Dicky.

– Islington. ¡Rápido!


Doña Eunice Wright, del número 23 de Norton Lane, Islington, hacía juego con su casa: alta, delgada, de unos cincuenta y cinco años, toda robustez, energía y modales victorianos. Ignoraba -nunca llegaría a saberlo, ni siquiera cuando aquel desagradable episodio hubo acabado por completo- que una agente del servicio de inteligencia militar alemán, llamada Catherine Blake, había utilizado su domicilio como dirección falsa.

Eunice Wright llevaba quince días esperando que un operario de reparaciones fuese a examinar la caldera averiada. Antes de la guerra, los huéspedes de su bien atendida y cuidada pensión eran en su mayoría muchachos jóvenes, siempre dispuestos a echarle una mano cuando algo fallaba en las tuberías, en la estufa o en la cocina. Ahora, todos los jóvenes estaban en el ejército. Su propio hijo, presente de modo continuo en su pensamiento, se encontraba en aquellos instantes en algún lugar de África del Norte. Los huéspedes actuales no le proporcionaban ninguna satisfacción: dos ancianos que se pasaban el tiempo venga a hablar de la guerra pasada y dos jovencitas pueblerinas y más bien tontas que habían salido huyendo de su tediosa aldea de las East Midlands para trabajar en una fábrica de Londres. Cuando vivía, Leonard se encargaba de todas las reparaciones. pero Leonard llevaba diez años difunto.

La señora tomaba una taza de té junto a la ventana del salón. La tranquilidad reinaba en la casa. Arriba, los hombres jugaban a las damas. Ella les había recomendado con insistencia que se abstuvieran de hacer resonar las fichas, para no despertar a las chicas, que acababan de llegar tras su tarea en el turno de noche. Asediada por el aburrimiento, la mujer encendió la radio y se puso a escuchar el boletín de noticias de la BBC.

Al detenerse delante de la casa, la furgoneta despertó la extrañeza de Eunice Wright. No llevaba ningún distintivo -el nombre de una compañía pintado en el panel lateral- y los dos hombres que iban delante del vehículo no se parecían a ningún operario de reparaciones que ella hubiese visto nunca. El que estaba al volante era alto y robusto, con el pelo cortado casi al rape y un cuello tan grueso que parecía como si simplemente le hubieran plantado la cabeza encima de los hombros. El otro era más bajo, moreno de pelo y con expresión de estar furioso con el mundo entero. Sus ropas también eran raras. En vez del mono de trabajo que suelen llevar los obreros, vestían trajes que sin duda eran caros, a juzgar por su aspecto.

Abrieron las portezuelas y se apearon. Eunice tomó nota mental del detalle de que no llevaban herramientas. Tal vez querían examinar los daños que sufría la caldera antes de entrar las herramientas. Sólo comprobar de qué se trataba, para asegurarse de que cargaban con los útiles necesarios y nada más. Los examinó con más atención mientras avanzaban hacia la puerta de la fachada. Parecían razonablemente sanos. ¿Por qué no estaban en el ejército? Observó que mientras se acercaban miraron por encima del hombro hacia un lado y otro de la calle, como si trataran de cerciorarse de que nadie reparaba en su aproximación a la casa. De súbito, la señora Wright deseó que Leonard estuviese allí.

La forma en que llamaron a la puerta no era en absoluto cortés. Imaginó que la policía llamaría así cuando supusieran que al otro lado de la puerta se encontraba un delincuente. Repitieron la llamada, tan fuerte que hizo trepidar los cristales de la ventana del salón.

En el piso de arriba, la partida de damas se desarrollaba en silencio.

La señora fue hacia la puerta. Se dijo que no existía motivo alguno para asustarse y que lo único que pasaba era que aquellos dos hombres carecían de los educados modales comunes a la mayoría de los trabajadores ingleses. Era cosa de la guerra. Los operarios expertos estaban en el servicio militar, actuando en bombarderos y fragatas. Los malos -como la pareja que estaba a la puerta- se encargaban en la patria de atender los trabajos que surgían.

Eunice Wright abrió la puerta despacio. Su intención era pedirles que armaran el menor ruido posible para no despertar a las muchachas. Pero las palabras no llegaron a salir por sus labios. El corpulento -el que no tenía cuello- empujó la puerta con el antebrazo y a continuación tapó con su manaza la boca de la mujer. Eunice había intentado chillar, pero el grito pareció morir en silencio en el fondo de su garganta, sin producir prácticamente ningún sonido audible.

El más bajo acercó su cara al oído de la mujer y habló con una serenidad que sólo sirvió para asustarla todavía más.

– Limítate a darnos lo que queremos, encanto, y nadie sufrirá el menor daño -dijo.

Luego la apartó dándole un empujón, siguió adelante y subió por la escalera.


El sargento detective Meadows se consideraba una pequeña autoridad en el conocimiento de la banda de los Pope. Sabía cómo ganaban su dinero -legal e ilegalmente- y podía reconocer por su nombre y su rostro a la mayor parte de los miembros de la cuadrilla. De modo que al oír la descripción de los dos individuos que habían entrado a saco en una pensión de Islington se olvidó automáticamente de lo que estaba haciendo en la escena del crimen y se dirigió allí para ver las cosas personalmente. La descripción del primer individuo correspondía a Richard Dicky Dobbs, el principal guardaespaldas, matón y brazo ejecutor de los Pope. La otra coincidía con la persona del propio Robert Pope.

Meadows, de acuerdo con su costumbre, recorría el salón mientras Eunice Wright, sentada en una silla, muy erguido el busto, repetía una vez más la historia, pese a haberla contado ya dos veces. La taza de té había sido sustituida por una copita de rubio jerez. En el rostro de la mujer se apreciaba la señal que dejó en ella el manotazo del atacante. También había recibido un golpe violento en la cabeza cuando cayó contra el suelo. Aparte de eso, no sufría ninguna herida grave.

– ¿Y no le dijeron qué o a quién buscaban? -dijo Meadows, que interrumpió sus paseos apenas el tiempo suficiente para formularla pregunta.

– No.

– ¿Se dirigieron el uno al otro llamándose por su nombre?

– No, creo que no.

– ¿Vio usted por casualidad el número de matrícula de la furgoneta?

– No, pero ya le he dado la descripción del vehículo a uno de los otros agentes.

– Es de un modelo muy corriente, señora Wright. Me temo que la descripción sola no nos servirá de gran cosa. Encargaré a uno de los hombres que interrogue a los vecinos.

– Lo siento -se excusó la mujer, al tiempo que se frotaba la parte posterior de la cabeza.

– ¿Se encuentra bien?

– Me dio un buen porrazo en la cabeza, ¡el muy canalla!

– Quizá debería verla un médico. Cuando hayamos terminado aquí, haré que uno de los agentes la lleve.

– Gracias. Muy amable por su parte.

Meadows cogió su impermeable y se lo puso.

– ¿Dijeron alguna otra cosa que pueda usted recordar?

– Bueno, sí, dijeron otra cosa. -Eunice Wright titubeó y se puso colorada-. Su lenguaje es un poco, digamos, grosero, me temo.

– Le garantizo que no voy a escandalizarme

– El más bajo dijo: «Cuando encuentre a esa…» -Se interrumpió, bajó la voz, violenta por tener que pronunciar aquellas palabras-. «Cuando encuentre a esa jodida hija de puta la mataré con mis propias manos».

Meadows enarcó las cejas.

– ¿Está segura de eso?

– Ah, sí. Cuando una no oye con frecuencia esas palabras, le resulta difícil olvidarlas.

– Eso creo. -Le tendió su tarjeta-. Si se acuerda de algo más, por favor, no dude en llamarme. Buenos días, señora Wright.

– Buenos días, inspector.

Meadows se puso el sombrero y se dirigió a la puerta. De modo que andaban buscando a una mujer. Tal vez no eran los Pope, después de todo. Quizá sólo se trataba de dos fulanos que perseguían a una chica. Puede que la similitud de las descripciones no fuese más que simple coincidencia. Meadows no creía en las coincidencias. Volvería al almacén de los Pope y comprobaría si alguien había reparado últimamente en la presencia de alguna mujer que zascandilease por allí.

23

Londres


Catherine Blake daba por supuesto que a los agentes aliados conocedores de los secretos más importantes de la guerra les habían instruido bien acerca de la amenaza que representaban los espías. ¿Por qué, si no, iba a llevar el alférez de navío Peter Jordan la cartera esposada a la muñeca mientras recorría a pie aquel breve trayecto a través de la plaza de Grosvenor? Catherine daba también por sentado que a tales agentes se les había puesto en guardia respecto a las mujeres que pudieran acercárseles. Al principio de la guerra, la muchacha vio un cartel en la fachada de un club que frecuentaban oficiales británicos. Presentaba la imagen de una rubia voluptuosa, de senos exuberantes y vestido de noche escotadísimo, que aguardaba a que un oficial le encendiese el cigarrillo. En la parte inferior del cartel se leía: «Mantén la boca cerrada, ella no tiene nada de muda». Catherine pensó que era la cosa más ridícula que había visto en la vida. Si, existían mujeres como aquella -vampiresas de vía estrecha que pendoneaban por los aledaños de los clubes o las fiestas con la antena puesta para cazar rumores y secretos- ella, Catherine, lo ignoraba. Pero suponía que un aleccionamiento así haría que Peter Jordan desconfiase de toda mujer guapa que se esforzara de pronto en captar su atención. Por otra parte, Peter Jordan era también un hombre de éxito, inteligente y atractivo. A la hora de elegir las mujeres con las que pasar el rato se manifestaría bastante selectivo. La escena de la otra noche en el Savoy era prueba evidente de ello. Se había enfadado con su amigo Shepherd Ramsey por prepararle el ligue con aquella joven estúpida. Catherine tendría que estudiar con el máximo cuidado la forma de abordarle.

Lo cual explicaba por qué aguardaba de pie en una esquina próxima al club Vandyke, con una bolsa de comestibles en los brazos. Faltaba poco para las seis. Londres se veía envuelto en el negro velo del oscurecimiento. El tráfico vespertino apenas procuraba a Catherine la claridad suficiente para permitirle distinguir la puerta del club. Minutos después, por dicha puerta salía un hombre de estatura y complexión medias. Era Peter Jordan. Se detuvo un instante para abotonarse el abrigo. Si se ajustaba a su rutina de todas las noches, recorrería a pie el corto trayecto que le separaba de su casa. Si rompía esa rutina parando un taxi, la suerte le haría una mala jugada a Catherine. No tendría más remedio que volver a la noche siguiente con su bolsa de comestibles.

Jordan se subió el cuello del abrigo y echó a andar hacia ella. Catherine Blake esperó un momento y luego surgió bruscamente delante de él.


Cuando chocaron en el aire se elevó el ruido del papel que se rasgaba y de las latas de conservas que se estrellaban ruidosamente contra el pavimento.

– Lo siento, no la vi. Por favor, permítame ayudarla a levantarse.

– No, fue culpa mía. Me temo que he perdido la linterna y estaba desorientada por completo. No sabe lo estúpida que me siento.

– No, la culpa fue mía. Trataba de demostrarme a mí mismo que era capaz de encontrar el camino de vuelta a casa pese a la oscuridad. Ah, aquí está mi linterna. En seguida la enciendo.

– ¿Le importa alumbrar la acera? Creo que las latas de mi racionamiento ruedan hacia Hyde Park.

– Tenga, agárrese a mi mano.

– Gracias. A propósito, cuando lo considere oportuno, puede usted dejar de proyectar el foco de la linterna sobre mi cara. -Lo lamento, es que es usted tan…

– ¿Tan qué…?

– No importa. Me parece que esa bolsa de harina no ha sobrevivido.

– Está bien.

– Vamos, déjeme ayudada a recoger todo eso.

– Puedo arreglármelas. Muchas gracias.

– No, insisto. Y le repondré la harina derramada. Tengo comida en casa para dar y tomar. Mi problema es que no sé qué hacer con ella.

– ¿Es que la Armada no le alimenta?

– ¿Cómo sabe…?

– Me temo que el uniforme y el acento le delatan. Además, sólo un oficial estadounidense sería lo bastante insensato para aventurarse deliberadamente por las calles de Londres sin utilizar en su paseo una linterna. Yo he vivido aquí toda la vida y cuando se apagan las luces no sé encontrar el camino.

– Por favor, permítame que le devuelva, en especies, claro, los artículos que ha perdido.

– Una oferta muy amable, pero no es necesario. Fue un placer chocar con usted.

– Sí…, sí, lo fue.

– ¿Puede indicarme la dirección de Brompton Road?

– Es por ahí.

– Gracias, muchas gracias.

Catherine dio media vuelta y se alejó.

– Un momento. Acaba de ocurrírseme otra propuesta. Ella interrumpió la marcha y se volvió.

– ¿Y qué puede ser?

– Me pregunto si tendría usted inconveniente en tomar una copa conmigo en algún momento.

Catherine vaciló, antes de decir.

– No estoy muy segura de que me apetezca beber con un espantoso norteamericano que se empeña en pasear sin linterna por las oscuras calles de Londres. Aunque supongo que parece usted bastante inofensivo. En consecuencia, la respuesta es sí.

Catherine echó a andar de nuevo.

– Espere, vuelva. Ni siquiera sé su nombre.

– Catherine -respondió ella-. Catherine Blake.

– Necesito su número de teléfono -pidió Jordan inútilmente. Catherine ya había desaparecido, integrada en la oscuridad.


Cuando Peter Jordan llegó a su casa, fue derecho al estudio, descolgó el teléfono y marcó un número. Se identificó y una agradable voz femenina le indicó que se mantuviera en la línea. Al cabo de un momento oyó la voz con acento inglés del hombre al que sólo conocía por el apellido Broome.

24

Kent (Inglaterra)


La tensión a la que se veía sometido Alfred Vicary le estaba acercando al punto de ruptura. Pese a las intensas presiones de la caza de espías, Vicary continuaba llevando la carga de su viejo caso, la red Becker. Consideró la conveniencia de solicitar que le aliviasen de ella hasta después de que se arrestara a los espías. Pero en seguida rechazó la idea. Él era el genio que estaba detrás de la red Becker, era su obra maestra. Le había costado infinidad de horas crearla y le costaba otra infinidad de horas mantenerla. La controlaría y al mismo tiempo seguiría capturando espías. Era una tarea brutal. Los tics empezaban a crisparle el ojo derecho, tal como le ocurría en Cambridge durante los exámenes finales, y no dejaba de reconocer los primeros síntomas del agotamiento nervioso.

Partridge era el nombre en clave del degenerado camionero cuyas rutas casualmente le llevaban a las zonas militares prohibidas de Suffolk, Kent y East Sussex. Suscribía las creencias de sir Oswald Mosley, el fascista británico y se gastaba en prostitutas el dinero que obtenía con el espionaje. A veces se llevaba a las furcias en sus viajes, para poder disfrutar del sexo mientras conducía. Karl Becker le caía estupendamente porque éste siempre tenía una chavala consigo y siempre estaba dispuesto a compartirla, incluso con los tipos como Partridge.

Pero Partridge sólo existía en la imaginación de Vicary, en las ondas hertzianas y en las mentes de los controladores alemanes de Hamburgo. Las fotos de los observadores de la Luftwaffe habían detectado nuevas actividades en el sureste de Inglaterra y Berlín pidió a Becker que las evaluase e informara en el plazo de una semana. Becker traspasó la tarea a Partridge… o, mejor dicho, Vicary la cumplió por él. Era la oportunidad que Vicary había estado esperando: una invitación de la Abwehr para transmitir informes falsos sobre las fuerzas que el sucedáneo del Primer Grupo de Ejércitos de los Estados Unidos estaba concentrando en el sureste de Inglaterra.

De acuerdo con el guión urdido por Vicary, Partridge recorrió en automóvil la campiña de Kent a medio día. En realidad, Vicary cubrió esa ruta por la mañana subido en la parte de atrás de un Rover. Desde su posición elevada sobre el asiento de cuero, envuelto en una manta de viaje, Vicary imaginó los indicios del contingente de tropas y material que podría observar un agente como Partridge. Vería más camiones militares en la carretera. Encontraría un grupo de oficiales estadounidenses almorzando en la taberna. Al detenerse en una gasolinera oiría rumores acerca de que se estaban ensanchando las carreteras próximas. La información era trivial, las pistas insignificantes, pero consistentes, coherentes de manera absoluta con la tapadera de Partridge. Vicary no podía descubrir ningún dato extraordinario como la localización del puesto de mando del general Patton; a los controladores de la Abwehr no les sería posible creer que Partridge estuviese en situación de lograr una hazaña así. Pero los pequeños datos aportados por Partridge, incorporados al resto del plan de intoxicación, contribuirían a pintar el cuadro que la Inteligencia británica deseaba que vieran los alemanes: una gigantesca fuerza aliada a la espera del momento para descargar el golpe a través del Canal en Calais.

Mientras regresaba a Londres, Vicary fue componiendo el mensaje de Partridge. Pondría el informe en una clave de la Abwehr y Karl Becker lo transmitiría a Hamburgo, desde su celda, a última hora de la tarde. Vicary comprendió que le esperaba otra noche escasa de sueño. Cuando terminó de preparar el mensaje, cerró los ojos y apoyó la cabeza en la ventanilla, con la gabardina hecha una pelota y dispuesta a guisa de almohada. El traqueteo del Rover y el zumbido sordo del motor le sumió en un sueño ligero y angustioso. En su pesadilla volvía a verse en Francia, sólo que esa vez era Boothby -no Brendan Evans- quien iba a verle al hospital. «Han muerto un millar de hombres, Alfred, y todo ha sido culpa tuya! ¡Si hubieses capturado a los espías, esos hombres aún estarían hoy vivos!» Vicary se forzó a levantar los párpados y sus ojos vislumbraron durante unos segundos el fugaz desplazamiento de la campiña antes de volver a hundirse en el sopor.

Esta vez se encuentra tendido en la cama. Es una luminosa mañana de primavera, veinticinco años atrás: la mañana en que hizo el amor a Helen por primera vez. Está pasando el fin de semana en la extensa finca propiedad del padre de Helen. A través de la ventana, Vicary puede contemplar los rayos del sol matutino esparciendo sus resplandores rosados por las faldas de las colinas. Es el día en que proyectan informar al padre de Helen de sus planes matrimoniales. Oye una leve llamada a la puerta -en su sueño el sonido es idéntico- y vuelve la cabeza justo a tiempo de ver a Helen, preciosa y recién levantada, que se desliza dentro del cuarto vestida sólo con un camisón blanco. Sube a la cama, a su lado, y le besa en la boca. «He estado pensando en ti toda la mañana, Alfred querido.» Se mete bajo las sábanas, le desabrocha el pijama y le acaricia ligeramente con sus largos y adorables dedos. «Helen, creí que querías esperar a que estuviésemos…» Ella le silencia besándole en los labios. «No deseo discutir eso más. Aunque hemos de darnos prisa. Si papá se entera, nos matará a los dos.» Helen se pone a horcajadas sobre él, con cuidado para no hacerle daño en la rodilla. Se levanta el camisón y, con las manos, le guía para que la penetre. Hay un instante de resistencia, Helen aprieta con más intensidad, emite un breve gemido de dolor… y Vicary ya está dentro de ella. Helen le coge las manos y las lleva hasta sus senos. Vicary ya los ha acariciado antes, pero sólo por encima del vestido y de la rígida ropa interior. Ahora los pechos están libres del sostén, bajo el camisón, y su tacto es suave y maravilloso. Intenta desabrocharle el camisón, pero ella no está dispuesta a permitírselo. «¡Rápido, cariño, rápido!» Cuando acabó, Vicary quiso que ella se quedara -retenerla para volver a hacerlo-, pero Helen se bajó de la cama, se alisó con presteza el camisón de dormir, le dio un beso y regresó apresuradamente a su dormitorio.

Vicary se despertó en los suburbios del este de Londres, con una ligera sonrisa en los labios. Aquella primera vez con Helen no le pareció decepcionante…, sólo distinta a lo que había esperado. El sexo de sus fantasías juveniles siempre implicaba mujeres de pechos enormes que se ponían a gemir y a chillar en éxtasis. Pero con Helen todo fue pausado y apacible y en vez de gritos ella sonrió y le besó con ternura. No fue un acto apasionado pero sí perfecto. Y fue perfecto porque él la amaba desesperadamente.

Con Alice Simpson también fue igual, pero por otras razones. Vicary la apreciaba mucho; incluso llegó a suponer que podía enamorarse de ella. Lo que más le gustaba era estar en su compañía. Era inteligente e ingeniosa y, lo mismo que Helen, tenía un toque de irreverencia. Enseñaba literatura en una escuela secundaria femenina y escribía comedias mediocres protagonizadas por personajes ricachones que siempre parecían tener a punto un discurso catártico y reformista mientras tomaban jerez blanco y té Earl Grey en salones elegantemente amueblados. También escribía, con seudónimo, novelas románticas que Vicary, pese a no ser un entusiasta del género, consideraba bastante buenas. Lillian Walford, su secretaria en el University College, le sorprendió leyendo uno de los libros de Alice Simpson. Al día siguiente le llevó un montón de novelas de Barbara Cartland. Vicary se sintió mortificado. Los personajes de los relatos de Alice, cuando hacían el amor, oían el estallido de las olas al romper contra la tierra firme y sentían el arrebato de los cielos volcando su diluvio sobre ellos. En la vida real, Alicia era tímida, dulce y un poco susceptible, e insistía siempre en copular con la luz apagada. En más de una ocasión, Vicary cerraba los ojos y veía la imagen de Helen con su camisón blanco bañada por el sol de la mañana.

Su relación con Alice Simpson languideció con la guerra. Aún se veían y charlaban al menos una vez a la semana. Durante el blitz ella perdió su piso y se alojó durante un tiempo en el domicilio de Vicary en Chelsea. De vez en cuando quedaban para cenar pero habían transcurrido meses desde la última vez que hicieron el amor. Vicary comprendió de pronto que aquella era la primera vez que Alice Simpson irrumpía en sus pensamientos desde que Edward Kenton, cuando cruzaba el paseo de acceso a la casita de Matilda, pronunció el nombre de Helen.


Ham Common (Surrey)


Rodeaban el perímetro de la enorme y más bien fea mansión victoriana un par de cercas y una barrera de estacas que la protegían de las miradas del mundo exterior. Para albergar a la mayor parte del personal se habían dispuesto refugios prefabricados Nissen en las cuarenta hectáreas de la finca. Tiempo atrás se la había conocido por el nombre de Latchmere House, hospital psiquiátrico y centro de recuperación destinado a víctimas de traumas causados por la Primera Guerra Mundial. Pero en 1939 se la convirtió en el principal centro de interrogatorios y encarcelamiento del MI-5 y se le asignó la denominación de Campo 020.

La estancia a la que llevaron a Vicary olía a moho, a desinfectante y a berzas hervidas. No había ninguna percha en la que colgar el abrigo -los guardias del Cuerpo de Inteligencia estaban dispuestos a todo para evitar los suicidios-, así que Vicary continuó con él puesto. Además, aquel lugar era como una mazmorra del Medievo, frío, húmedo, auténtico foco de infecciones bronquiales. El aposento sólo disponía de un detalle que lo hacía altamente funcional: una ventana que parecía una minúscula aspillera para lanzar flechas y cuya angosta hendidura permitía el paso de una antena. Vicary levantó la tapa del maletín en el que iba la radio de la Abwehr, que había llevado consigo; el mismo equipo que quitó a Becker en 1940. Lo conectó a la antena y lo enchufó a la corriente eléctrica. Brillaron las luces amarillas mientras Vicary sintonizaba la oportuna frecuencia.

Bostezó y se estiró. Eran las doce menos cuarto de la noche. Según estaba programado, Becker debía enviar su mensaje a medianoche. Vicary pensó: «Maldita sea, ¿por qué tiene la Abwehr que ordenar a sus agentes que envíen los mensajes a horas tan horribles?».

Karl Becker era un embustero, un ladrón y un pervertido sexual… un hombre sin sentido de la moral y la lealtad. Sin embargo, a veces podía mostrarse encantador e inteligente y, a lo largo de años, Vicary y él desarrollaron algo parecido a una especie de afectuoso compañerismo profesional. Becker entró en el cuarto, emparedado entre dos gigantescos guardias, con las manos trabadas por las esposas. Los guardias se las quitaron y salieron de la habitad sin pronunciar palabra. Becker sonrió y tendió la mano. Vicary se la estrechó; estaba tan fría como la piedra caliza de la celda.

En la estancia había una mesita de madera cortada toscamente. Vicary y Becker se sentaron a ambos lados de la mesa, frente a frente como si fueran a jugar una partida de ajedrez. La brasa los cigarrillos olvidados allí había quemado y ennegrecido los bordes de la mesa. Vicary tendió un pequeño paquete a Becker, que abrió con la precipitada avidez de un niño. Contenía media docede cajetillas de tabaco y una caja de bombones suizos.

Becker los contempló y luego miró a Vicary.

– Cigarrillos y chocolate…, no habrás venido aquí para seducirme, ¿eh, Alfred?

Becker se las arregló para emitir una risita tonta, pero la vida en la cárcel le había cambiado. Su elegantísimo terno francés se veía sustituido por un austero mono, muy bien planchado y que sentaba de maravilla ceñido en los hombros. Oficialmente esta sometido a una vigilancia antisuicidio -lo que Vicary consideraba absurdo- y calzaba zapatillas de lona sin cordones. Su piel, en otro tiempo bronceada, tenía ahora el tono descoloridamente blancuzco resultado de horas y horas de calabozo. Su tieso y menuda cuerpo se había plegado a la súbita disciplina impuesta por los lugares reducidos; desaparecidos estaban los movimientos de los brazos agitando el aire y olvidadas las risas que Vicary vio en viejas fotografías. Permaneció sentado, derecho como un huso, como si alguien le encañonase la espalda con una pistola. Dispuso los bombones, los cigarrillos y las cerillas como si estableciese una frontera a través de la cual Vicary no tenía que aventurarse.

Becker abrió uno de los paquetes de cigarrillos y sacó un par pitillos; ofreció uno a Vicary y se quedó con el otro. Frotó una cerilla y dio fuego a Vicary antes de encender su cigarrillo. Continuaron en silencio durante unos segundos, cada uno de ellos estudiando su propia situación sobre la pared de la celda, viejos compinches que se habían contado ya todas las historias que conocían y que ahora se contentaban cada uno con la simple presencia del otro. Becker saboreó su cigarrillo, haciendo remolinear el humo sobre la lengua como si se tratara de saborear un excelente burdeos, antes de expulsado en lento y prolongado chorro hacia el bajo techo de pidra.

En la diminuta cámara el humo fue concentrándose encima de suscabezas como un conglomerado de nubes de tormenta.

– Por favor, dale recuerdos a Harry de mi parte -pidió Becker al final.

– Se los daré.

– Es un buen hombre…, con cierta tendencia a la testarudez, como todo policía. Pero no es de los de mala ralea.

– Sin él, yo estaría perdido.

– ¿Y qué tal está el hermano Boothby?

Vicary dejó escapar una larga bocanada de aire.

– Como siempre.

– Todos tenemos nuestros nazis, Alfred.

– Estamos pensando en mandarle al otro bando.

Becker se echó a reír, al tiempo que encendía otro cigarrillo con la colilla del primero.

– Ya veo que has traído mi radio -dijo-. ¿Qué heroica proeza he hecho ahora por el Tercer Reich?

– Has irrumpido en el Número Diez de Downing Street y te has llevado todos los papeles particulares del primer ministro.

Becker echó la cabeza hacia atrás y celebró la gracia con un breve y estentóreo estallido de carcajadas.

– ¡Confío en que se trate de pedir más dinero a esos cabrones baratos! Y que no me manden la moneda falsificada de la última vez, que en menudo jaleo me metió.

– Desde luego.

Becker miró la radio y después alzó la vista hacia Vicary.

– En los buenos viejos tiempos hubieras puesto un revólver encima de la mesa y me dejarías realizar la hazaña. Ahora me traes una radio fabricada por una estupenda y honesta empresa alemana y dejas que le dé al punto y raya y me suicide al mismo tiempo.

– Es un mundo terrible este en el que vivimos, Karl. Pero nadie te obligó a convertirte en espía.

– Eso era mejor que la Wehrmacht -repuso Becker-. No soy un viejo, como tú, Alfred. A mí me habrían reclutado y enviado al Este para combatir con los jodidos Ivanes. No, gracias. Esperaré en mi pequeño y agradable sanatorio inglés a que acabe la guerra.

Vicary consultó su reloj… Faltaban diez minutos para la hora en que Becker debía entrar en antena, según el horario establecido. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el mensaje cifrado que Becker iba a transmitir. Después extrajo la fotografía tomada del pasaporte de la mujer holandesa llamada Christa Kunt. Centelleó por el semblante de Becker el fogonazo de un distante recuerdo, que se disipó acto seguido.

– La conoces, ¿verdad, Karl?

– Así que encontraste a Anna -dijo Becker, sonriente-. Buen trabajo, Alfred. Muy bien hecho. ¡Bravo!


Vicary estaba sentado en la actitud del hombre que aguza el oído para escuchar una música lejana, dobladas las manos sobre la mesa, sin tomar notas. Sabía que lo mejor era formular el menor número de preguntas posible; que lo mejor era dejar que Becker le condujese a donde quería llegar. Como un cazador de venados, Vicary no ejecutó ningún movimiento, permaneció a favor del viento. Intacto, su cigarrillo se consumió hasta quedar convertido en una línea de polvo gris en el cenicero de metal situado junto a su codo. Por la ventana que parecía una aspillera para lanzar flechas le llegaba el repicar de la fuerte lluvia que batía el patio de ejercicios. Como siempre, Becker empezó la historia por su cuenta y en un punto intermedio de la misma. Durante unos instantes mantuvo el cuerpo militarmente rígido, pero a medida que avanzaba el relato empezó a agitarlos brazos y a utilizar sus precisos dedos para tejer un tapiz frente a los ojos de Vicary. Como en todos los monólogos de Becker, había callejones sin salida, rodeos e incisos para intercalar actos valerosos, ganancias económicas y conquistas sexuales. A veces se interrumpía, hundiéndose en un prolongado silencio especulativo; en otras ocasiones aceleraba el ritmo y se ponía a perorar con tal rapidez que no tardaba en verse cortado por un acceso de tos.

– Es la maldita humedad de mi celda -decía a modo de explicación-. La humedad es algo que ustedes, los ingleses, saben fabricar muy bien.

»A las personas como yo casi no les proporcionaban entrenamiento alguno -añadió-. Ah, sí, claro, unas cuantas conferencias explicativas pronunciadas por unos idiotas de Berlín que en su vida habían visto Inglaterra, salvo en el mapa. ‘Así es como tienes que calcular los efectivos de un ejército, -te dicen-. Así es como tienes que usar la radio. Así es como tienes que morder la cápsula de suicidio en el altamente improbable caso de que el MI-5 eche tu puerta abajo a patadas.’ Después te envían a Inglaterra en una embarcación o en un aeroplano a fin de que ganes la guerra para el Führer.

Hizo una pausa para encender otro cigarrillo y abrir la caja de bombones.

– Yo tuve suerte. A mí me colocaron en plan legal. Vine en avión con pasaporte suizo. ¿Sabes lo que le hicieron a otro colega? Le hicieron desembarcar en Sussex en una balsa neumática. Pero el submarino zarpó de Francia sin ninguna de las balsas especiales de camuflaje de la Abwehr. Tuvieron que utilizar una balsa neumática salvavidas del submarino, con la insignia de la Kriegsmarine impresa en ella. ¿Puedes creer una cosa así?

A Vicary no le costaba trabajo creerlo; la Abwehr era espantosamente descuidada en sus métodos de preparación e introducción de sus agentes en Inglaterra.

Recordaba al muchacho que recogió en la playa de Cornualles en mes de septiembre de 1940. Los hombres de la Sección Especial que dieron con él le encontraron en el bolsillo una caja de cerillas de una popular sala de fiestas de Berlín. Luego estaba el caso de Gósta Caroti, ciudadano sueco al que lanzaron en paracaídas sobre el condado de Northampton, cerca del pueblo de Denton. Lo descubrió, dormido bajo un seto, un granjero irlandés llamado Paddy Daly. Llevaba un traje de franela gris, bastante decente, y una corbata anudada al estilo continental. Caroli confesó que le habían lanzado en paracaídas sobre Inglaterra y entregó su pistola automática y trescientas libras en efectivo. Las autoridades locales lo entregaron al MI-5 y en seguida lo trasladaron al Campo 020.

Becker se echó a la boca un bombón y alargó la caja hacia Vicary.

– Los británicos se toman el asunto del espionaje mucho más en serio que los alemanes. Tienen que hacerlo porque son más débiles. Tienen que recurrir al engaño y a la astucia para enmascarar su fragilidad. Pero ahora tienen a la Abwehr cogida por las pelotas.

– Sin embargo, tampoco faltaban otros agentes con los que había que tener más cuidado -dijo Vicary.

– Sí, había otros.

– Agentes de distintas clases.

– Absolutamente -confirmó Becker, al tiempo que sacaba otro bombón-. Son deliciosos, Alfred. ¿Estás seguro de que no te apetecería uno?


Becker era un radiotelegrafista asombrosamente preciso…, preciso y rápido. Vicary lo atribuía a la circunstancia de que, antes de que su vida tomara el desdichado giro que tomó y lo llevara a aterrizar en el lugar donde estaba ahora, Becker había sido un violinista de formación clásica. Vicary escuchó a través de unos auriculares de repuesto cómo Becker se identificaba y aguardaba la señal de confirmación remitida por el operador de Hamburgo. Como siempre, aquello proporcionaba a Vicary un fugaz escalofrío. Le producía un enorme placer el hecho de estar engañando al enemigo, de mentirle con tanta habilidad. Disfrutaba del contacto íntimo, de poder escuchar la voz del enemigo, incluso aunque sólo fuera un bip electrónico entre un vapor de silbidos atmosféricos. Vicary imaginó lo consternado que se sentiría si fuese a él a quien le embaucaran así. Sin saber cómo, se encontró pensando en Helen.

El operador de Hamburgo ordenó a Becker que continuase, Becker bajó la vista hacia el mensaje de Vicary y lo transmitió rápidamente. Cuando hubo concluido, aguardó la confirmación por parte de Hamburgo y cortó. Vicary se quitó los auriculares y apagó la radio. Becker pasaría un rato cabizbajo y melancólico, como le ocurría cada vez que enviaba un mensaje de Doble Cruz proporcionado por Vicary. Como el hombre que siente el vivo ramalazo del remordimiento después de una cópula con su amante y desea estar a solas con sus propias ideas. Vicary siempre sospechó que a Becker le avergonzaba traicionar a su propio servicios, que cuando despotricaba acerca de la torpeza e incompetencia de la Abwehr lo único que hacía era pretender disimular su sentimiento de culpabilidad por ser un fracaso y un cobarde. No es que hubiese tenido elección; la primera vez que se hubiera negado a remitir un mensaje de Vicary habría ido derecho a la cárcel de Wandsworth para asistir a una cita en la horca con el verdugo.

Vicary temió haberlo perdido. Becker fumó y comió unos cuantos bombones más sin invitar a Vicary. Éste guardó la radio con lentitud.

– La vi una vez en Berlín -dijo Becker de pronto-. La separaron inmediatamente del resto de nosotros, los simples mortales. No quiero que esto conste como algo cierto y seguro que he declarado, Alfred. Sólo te digo lo que oí. Los rumores, los cotilleos. Si resulta que no se ciñe estrictamente a la verdad, no quiero que venga Stephen aquí y me eche a los malditos perros.

Vicary asintió, comprensivo. Stephen era el coronel R. W. G. Stephens, comandante del Campo 020, más conocido como Ojo-Lata. Antiguo oficial del Ejército indio, Stephens era monacal, maníaco y siempre iba inmaculadamente vestido con gorra de servicio y uniforme de los Peshawar Rifles. Era medio alemán y hablaba el idioma con fluidez. También detestaba por igual a los prisioneros y a los oficiales del MI-5. En una ocasión administró públicamente a Vicary un rapapolvo de no te menees porque llegó a un interrogatorio con cinco minutos de retraso. Ni siquiera los altos mandos como Boothby se libraban de sus catilinarias y arrebatos de mal genio.

– Tienes mi palabra, Karl -dijo Vicary, y volvió a ocupar su sitio ante la mesa.

– Decían que se llamaba Anna Steiner, que su padre era una especie de aristócrata. Prusiano, hijo de perra de riñón bien cubierto, cicatriz en la mejilla como consecuencia de un duelo, vinculado al cuerpo diplomático. Ya conoces el tipo, ¿no, Alfred? -Becker no esperó respuesta-. ¡Dios, era una preciosidad…!, alta como el infierno. Hablaba a la perfección un inglés de puro acento británico. Los rumores decían que su madre era inglesa. Que Anna vivía en España en el verano del 36, donde se tiraba a un cabrón fascista español que se llamaba Romero. Resultó que el señor Romero era un cazatalentos al servicio de la Abwehr. El tipo llama a Berlín, cobra la tarifa por proporcionar un agente y la entrega. La Abwehr le aprieta los tornillos a la chica. Dicen a la adorable Anna que la patria de su padre la necesita y que si ella no colabora papá Von Steiner saldrá expedido a un campo de concentración.

– ¿Quién era su oficial de control?

– Ignoro su nombre. Un mal nacido con cara de mala leche. Listo, como tú, sólo que despiadado.

– ¿Se llamaba Vogel?

– No sé… Es posible.

– ¿No la volviste a ver?

– No, sólo aquella vez.

– Así, ¿qué fue de ella?

A Becker le sacudió otro acceso de tos, que un nuevo cigarrillo pareció curar.

– Te estoy diciendo lo que oí, no lo que sé. ¿Entiendes la diferencia, Alfred?

– Entiendo la diferencia, Karl.

– Nos enteramos de que había un campamento, en algún punto de las montañas del sur de Munich. Muy aislado, rodeado de carreteras cerradas al tráfico. Un infierno para la gente que vivía porallí. Según los rumores, era un lugar al que enviaban a unos cuantos agentes especiales…, a los que luego pretendían plantar a gran profundidad.

– ¿Esa muchacha era uno de esos agentes?

– Sí, Alfred. Nosotros ya hemos cubierto ese terreno. Quédate conmigo, por favor. -Becker metió mano otra vez a los bombones-. Era como si un pueblecito inglés hubiese caído del cielo y aterrizado en medio de Baviera. Tenía su taberna típicamente inglesa, su pequeño hotel, sus casitas de campo, hasta una iglesia anglicana. A cada agente se le asignaba una casita de campo para una estancia mínima de seis meses. Por la mañana leían los periódicos de Londres en el café, mientras tomaban té y bollos. Hacían sus compras en inglés y escuchaban durante el día los programas populares de radio que emitía la BBC. Yo nunca oí Es otra vez ese hombre hasta que vine a Londres.

– Adelante, Karl.

– Tenían códigos especiales y métodos de encuentro, de contacto, especiales. Se les proporcionaban más armas de entrenamiento. Muerte silenciosa. Por las noches, a los muchachos les enviaban putas que se expresaban en inglés para que pudieran follar en lengua inglesa.

– ¿Y qué hay de la mujer?

– Dicen que se jodía a su oficial de control… ¿qué nombre dijiste que tenía? ¿Vogel? Pero repito, sólo era un rumor, Alfred.

– ¿Te encontraste alguna vez con ella en Gran Bretaña?

– No.

– ¡Quiero la verdad, Karl! -Vicary alzó tanto la voz que uno de los guardias asomó la cabeza por el hueco de la puerta para asegurarse de que no había problemas.

– Te estoy diciendo la verdad, cielo santo, en un momento eres Alfred Vicary y al segundo siguiente Heinrich Himmler. No la volví a ver nunca más.

Vicary continuó el interrogatorio en alemán. No quería que los guardias se enterasen de la conversación.

– ¿Sabes su nombre de cobertura?

– No -respondió Becker en el mismo Idioma.

– ¿Conoces su dirección?

– No.

– ¿Sabes si está operando en Londres?

– Por lo que yo sé, Alfred, lo mismo puede estar operando en la Luna.

Vicary dejó escapar el aire de los pulmones, lleno de frustración. Eran noticias interesantes, pero como el descubrimiento del asesinato de Beatrice Pymm, no le acercaban un centímetro a su presa…

– ¿Me has dicho todo lo que sabes de ella, Karl?

Becker sonrió.

– Se suponía que era una folladora increíble. -Becker observó que Vicary se ponía colorado-. Lo lamento, Alfred… Dios, me olvido de lo mojigato que eres a veces.

Todavía hablando en alemán, Vicary preguntó:

– ¿Por qué no nos contaste todo eso antes…, todo ese asunto de los agentes especiales?

– Pero si se lo dije, Alfred, viejo.

– ¿A quién se lo dijiste? A mí nunca me hablaste de eso.

– Se lo dije a Boothby.

Vicary notó que la sangre afluía a su rostro y que el corazón empezaba a latirle frenéticamente. ¿Boothby? ¿Por qué rayos iba a tener Boothby que interrogar a Becker? ¿Y por qué lo haría sin que Vicary estuviera presente? Becker era agente suyo. Vicary lo arrestó. Vicary lo convirtió en agente doble. Vicary lo manejaba.

Calmado el semblante, Vicary dijo:

– ¿Cuándo se lo dijiste a Boothby?

– No lo sé. Estando aquí es difícil seguirle la pista al tiempo.

Hace un par de meses. En septiembre, quizá. No, tal vez fue en octubre. Sí, creo que fue en octubre.

– ¿Qué le contaste exactamente?

– Le hablé de los agentes. Le hablé del campamento.

– ¿Le hablaste de la mujer?

– Sí, Alfred, se lo conté todo. Es un bastardo asqueroso. No me gusta. Si yo fuese tú, me andaría con cien ojos respecto a él.

– ¿Le acompañaba alguien más?

– Sí, el tipo alto. Guapetón como una estrella de cine. Rubio, ojos azules. Un verdadero superhombre germano. Aunque delgado, flaco como un palo.

– ¿Tiene nombre ese palo?

Becker echó la cabeza atrás y convirtió en un espectáculo la operación de escudriñar su memoria.

– Cielos, era un nombre curioso. Una herramienta o algo por el estilo. -Becker se pellizcó el puente de la nariz-. No, era algo que se utiliza en la casa. ¿Fregona? ¿Cubo? No, ¡Broome! ¡Eso es, Broome! ¡Escoba! Imagínate… ese tipo parece un jodido palo de escoba y se llama Broome [broom significa «escoba» en inglés (nota del traductor)]. En ocasiones, los ingleses tenéis un fabuloso sentido del humor.

Vicary había cogido el maletín que contenía la radio y estaba ya golpeando con los nudillos el grueso paño de la puerta.

– ¿Por qué no dejas la radio, Alfred? A veces esto se pone de lo más solitario.

– Lo siento, Karl.

Se abrió la puerta y Vicary cruzó el umbral.

– Oye, Alfred, los cigarrillos y los bombones son maravillosos. pero la próxima vez tráeme una chavala, ¿de acuerdo?

Vicary entró en el despacho del alcaide y pidió los libros de registro de los meses de octubre y noviembre. Sólo tardó unos minutos en dar con el asiento que estaba buscando.

51043. Prisionero: becker, k.

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Nombres/depto. no, gracias.

25

Berlín


– ¡Santo Dios, vaya frío que hace esta mañana! -exclamó el general de brigada Walter Schellenberg.

– Al menos usted tiene un techo sobre la cabeza -respondió el contraalmirante Wilhelm Canaris-. Los Halifax y Lancaster se lo pasaron anoche en grande. Centenares de muertos, miles de personas sin hogar. A cuenta de la invulnerabilidad de nuestro ilustre Reich milenario.

Canaris miró a Schellenberg en busca de su posible reacción. Como siempre, le asombró la juventud de aquel hombre. A sus treinta y tres años era ya jefe de la Sección VI del Sicherheitsdienst -más conocido por SD-, el servicio de información y seguridad de las SS. La sección VI se encargaba de recoger información de los enemigos del Reich en los países extranjeros, una tarea muy similar a la de la Abwehr. Como consecuencia, ambos hombres estaban empeñados en una desesperada competencia.

Constituían una pareja dispar: el almirante corto de estatura, lacónico, de pelo blanco, de ligero ceceo en el habla; el apuesto, enérgico y absolutamente despiadado joven Brigadeführer. Hijo de un fabricante de pianos, a Schellenberg lo reclutó para el aparato de seguridad nazi el propio Reinhard Heydrich, jefe del SD que murió asesinado en mayo de 1942 por los combatientes de la resistencia checoslovaca. Una de las luminarias del partido nazi, Schellenberg medró extraordinariamente en su peligrosa atmósfera paranoide. El despacho catedralicio de Schellenberg tenía micrófonos ocultos por todas partes y en la mesa escritorio había dispuesto una bateríade ametralladoras disimuladas que, con sólo apretar un botón, le capacitaban para matar a cualquier visitante que representase una amenaza. En las raras ocasiones en que se permitía relajarse, a Schellenberg le encantaba dedicar el tiempo a su selecta colección de pornografía. Una vez desplegó sus fotos ante Canaris igual que un hombre hubiera enseñado los retratos de su familia, jactándose de las imágenes que él mismo había escenografiado para satisfacer sus extraños apetitos sexuales. Schellenberg lucía en la mano un anillo con una piedra preciosa azul, bajo la cual llevaba una cápsula de cianuro. También le habían provisto de una falsa pieza dentaria con una dosis letal de veneno.

Schellenberg sólo tenía ahora dos objetivos: destruir a Canaris y a la Abwehr y facilitar a Adolf Hitler el secreto más importante de la guerra, el momento y lugar de la invasión anglonorteamericana de Francia. Schellenberg sólo sentía desprecio hacia la Abwehr y el puñado de viejos oficiales que rodeaban a Canaris, a los que burlonamente llamaba Santa Claus. Canaris sabía perfectamente que Schellenberg iba a por él, pese a lo cual entre ambos existía una especie de incómoda tregua. Schellenberg trataba al anciano almirante con deferencia y respeto; Canaris admiraba sinceramente al impetuoso y brillante joven oficial y le encantaba estar en su compañía.

Motivo por el cual la mayoría de las mañanas emprendían y recorrían juntos el mismo camino, paseando a caballo uno junto a otro por el Tiergarten. Eso proporcionaba a cada uno de ellos la oportunidad de comprobar qué era lo que hacía el otro, fintar y tantearse en busca de los puntos débiles del contrario. A Canaris le gustaban aquellas cabalgadas por otra razón. Al menos durante una hora, todas las mañanas, el joven general no intrigaba activamente para acabar con él.

– Ya está otra vez con lo mismo, herr almirante -dijo Schellenberg-. Siempre contemplando las cosas por el lado negro. Supongo que eso le convierte en un cínico, ¿no es así?

– No soy ningún cínico, herr Brigadeführer. Soy un escéptico. Hay una diferencia importante.

Schellenberg se echó a reír.

Esa es la diferencia entre nosotros, los integrantes de la Sicherheitsdienst, y ustedes, los elementos de la vieja escuela que constituyen la Abwehr. Nosotros sólo vemos posibilidades infinitas. Ustedes no ven más que peligro. Nosotros somos intrépidos, no nos asusta correr riesgos. Ustedes prefieren enterrar la cabeza en la arena… No pretendo ofenderle, herr almirante.

– No me ofende, mi joven amigo. Tiene perfecto derecho a sus opiniones, con todo lo mal informado que pueda estar.

El caballo de Canaris levantó la cabeza y resopló. Al enfriarse, su aliento formó una nubecilla de vapor, aventada al instante por la suave brisa de la mañana. Canaris miró a su alrededor la devastación del Tiergarten. Habían desaparecido la mayoría de limeros y castaños, achicharrados por las bombas incendiarias aliadas. Frente a los dos jinetes, en el camino, había un cráter del tamaño de un Kübelwagen, un coche descubierto de campaña. Diseminados por el parque se veían miles de cráteres más. Canaris tiró de las riendas y dejó que su montura lo rodease. Un par de silenciosos escoltas de seguridad de Schellenberg marchaban a pie tras ellos. A unos metros por delante, otro guardaespaldas miraba a un lado y a otro. Canaris sabía que iban varios más, que ni siquiera sus bien adiestrados ojos podían localizar.

– Ayer por la mañana aterrizó en mi mesa algo interesante -dijo Schellenberg.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo se llamaba la moza?

Schellenberg soltó la carcajada, al tiempo que ponía su corcel al trote con un golpe de espuela.

– Tengo una fuente informativa en Londres. Bastante tiempo atrás hizo algunos trabajos para la NKVD, incluida la leva de un estudiante de Oxford que ahora ocupa un alto cargo en el MI-5. Aún conversa con él de vez en cuando, y oye cosas. Cosas que luego me comunica a mí. El susodicho alto cargo del MI-5 es agente ruso, pero yo participo en la cosecha, por expresarlo así,

– Extraordinario -comentó Canaris secamente.

– Churchill y Roosevelt no se fían de Stalin. Lo mantienen a oscuras. Se han negado a comunicarle nada acerca de la fecha y el lugar de la invasión. Creen que Stalin podría filtrarnos el secreto para posibilitar la destrucción de los aliados en Francia. Con los británicos y estadounidenses fuera de combate, Stalin intentaría acabar con nosotros solo y apoderarse de Europa.

– Ya he oído esa teoría. No estoy seguro de prestarle mucha credibilidad.

– De cualquier forma, mi agente afirma que el MI-5 está en crisis. Dice que su hombre, Vogel, ha montado una operación que los tiene acoquinados. Las investigaciones del caso las lleva un oficial llamado Vicary. ¿Lo conoce?

– Alfred Vicary -dijo Canaris-. Antiguo profesor del University College, de Londres.

– Impresionante -reconoció Schellenberg con sinceridad.

– Conocer al adversario es condición imprescindible para todo agente de información eficaz, herr Brigadeführer -Canaris titubeó,dando tiempo a Schellenberg para que asimilase el golpe-. Me alegro de que Kurt les proporcione un quebradero de cabeza para que se ganen el sueldo.

– La situación es tan tensa que Vicary ha mantenido una entrevista personal con Churchill para ponerle al cabo de la calle sobre los progresos de su investigación.

– Eso no tiene nada de extraño, herr Brigadeführer. Vicary y Churchill son viejos amigos, -Canaris dirigió a Schellenberg una mirada de soslayo para comprobar si en su rostro aparecía algún indicio de sorpresa. Sus conversaciones se transformaban a menudo en pruebas por puntos, en las que cada uno de los dos contendientes trataba de sorprender al rival con sus rasgos de ingenio-. Vicary es un historiador célebre. He leído sus obras. Me sorprende que no lo haya hecho usted. Tiene un cerebro agudo. Piensa como Churchill. Ya advertía al mundo contra usted y sus amigos mucho antes de que nadie se percatara de por dónde iban los tiros.

– ¿Qué es lo que trama Vogel, pues? Quizás el SD pueda prestarle alguna ayuda.

Canaris se permitió un raro pero breve estallido de risa.

– Por favor, Brigadeführer Schellenberg. Si va a ser tan transparente, estos matinales paseos a caballo van a perder en seguida todo su aliciente. Además, si quiere enterarse de lo que está haciendo Vogel, lo único que ha de hacer es preguntar al granjero avícola. Sé que ha pinchado nuestros teléfonos y ha plantado sus espías dentro de Tirpitz Ufer.

– Es interesante que diga eso. Precisamente saqué a relucir esa misma cuestión durante la cena de anoche con el Reichsführer Himmler. Parece que Vogel es muy cuidadoso. Muy reservado. Tengo entendido que ni siquiera tiene sus archivos en el registro central de la Abwehr.

– Vogel es un auténtico paranoico, además de extremadamente cauteloso. Lo guarda todo en su despacho. Y a mí no se me ocurriría emplear el sistema duro con él. Tiene un ayudante llamado Walter Ulbricht que ha visto lo peor de la guerra. El tipo siempre está limpiando sus Lugers. Ni siquiera yo me acerco al despacho deVogel.

Schellenberg tiró de las riendas para detener su montura. La mañana era tranquila y silenciosa. De la lejanía llegaba amortiguado el rumor del primer tránsito matinal de la Wilhelmstrasse.

– Vogel es la clase de hombre que nos gusta en el SD: inteligente, dinámico…

– Sólo hay una pega -dijo Canaris-. Vogel es un ser humano. Tiene corazón y conciencia. Algo me dice que no encajaría entre sus huestes.

– ¿Por qué no permite un encuentro entre nosotros dos? Quizá se nos ocurriera algún modo de unir nuestros recursos en beneficio del Reich. No hay razón alguna para que el SD y la Abwehr estén siempre a la greña, buscando uno la yugular del otro.

Canaria sonrió.

– Nos lanzamos el uno contra la yugular del otro, Brigadeführer Schellenberg, porque usted está convencido de que soy traidor al Reich y porque hace cuanto puede para que me arresten.

Lo cual era cierto. Schellenberg había reunido un expediente que contenía docenas de alegatos de las traiciones cometidas por Canaris. En 1942 entregó el expediente a Heinrich Himmler, pero éste no emprendió ninguna acción. Canaris también tenía expedientes y Schellenberg sospechaba que el archivo de la Abwehr sobre Himmler contenía material que el Reichsfürer preferiría que no se hiciese público.

– Eso fue hace mucho tiempo, herr almirante. Pertenece al pasado.

Canaris picó espuelas a su corcel y reanudaron la marcha. A lo lejos aparecieron los establos.

– ¿Se me permite la audacia de exponer una interpretación de su oferta de ayuda, Brigadeführer Schellenberg?

– Desde luego.

– A usted le gustaría participar en esta operación por una de estas dos razones. Razón número uno: podría sabotear la operación con el fin de reducir el prestigio de la Abwehr. O, razón número dos: podría sustraer las informaciones de Vogel y atribuirse todo el mérito y la gloria.

Schellenberg meneó lentamente la cabeza.

– Qué lástima, ese recelo entre nosotros. ¡Es tan desconsolador!

– Sí, ¿verdad?

Cabalgaron hasta los establos y desmontaron en su interior. Un par de mozos de cuadra se precipitaron hacia ellos y se hicieron cargo de los caballos.

– Ha sido un placer, como de costumbre -dijo Canaris-. ¿Desayunamos juntos?

– Me encantaría, pero me temo que el deber me llama.

– ¿Ah?

– Una reunión con Himmler y Hitler, a las ocho en punto.

– Afortunado usted. ¿Cuál es el tema?

Walter Schellenberg sonrió y apoyó su mano enguantada sobre el hombro de su interlocutor.

– No le haría gracia saberlo.


– ¿Cómo está el Viejo Zorro esta mañana? -preguntó Adolf Hitler cuando Walter Schellenberg cruzó el umbral de la puerta exactamente a las ocho en punto. Himmler ya estaba allí. Tomaba café sentado en el mullido sofá. Era la imagen que a Schellenberg le gustaba presentar ante sus superiores: lo bastante disciplinado como para ser puntual y excesivamente abrumado de trabajo como para asistir a una reunión a primera hora de la mañana y entretenerse charlando de trivialidades.

– Tan reservado como siempre -dijo Schellenberg, al tiempo que se servía una taza de humeante café. Había una jarra con leche de verdad. En aquellas fechas hasta el SD tenía dificultades para contar con un suministro regular-. Se negó a contarme nada acerca de la operación de Vogel. Alega que lo ignora todo sobre el asunto. Ha autorizado a Vogel a trabajar en condiciones extraordinariamente secretas, permitiéndole mantenerse en la más absoluta oscuridad en cuanto a los detalles.

– Tal vez sea mejor así -comentó Himmler, impasible el rostro y sin que la voz trasluciera el menor rastro de emoción-. Cuanto menos sepa el buen almirante, menos podrá contar al enemigo.

– He realizado algunas investigaciones por mi cuenta -dijo Schellenberg-. Sé que Vogel ha enviado por lo menos un nuevo agente a Inglaterra. Tuvo que valerse de la Luftwaffe para lanzarlo y el piloto que llevó a cabo la misión se mostró muy dispuesto a colaborar. -Schellenberg abrió la cartera y retiró dos copias del mismo documento. Tendió una a Hitler y la otra a Himmler. -El nombre del agente es Horst Neumann. Puede que el Reichsführer recuerde aquel asunto de París, hace algún tiempo. Mataron a un miembro de las SS en un bar. Neumann era el hombre complicado en eso.

Himmler dejó que el expediente se le cayera de las manos y fuese a parar encima de la mesita de café ante la que estaba sentado.

– Para la Abwehr emplear a ese hombre representa propinar una bofetada a las SS en pleno rostro, y el recuerdo de la víctima a la que asesinó demuestra el desprecio que siente Vogel hacia el partido y hacia el Führer.

Hitler aún estaba leyendo el expediente y parecía verdaderamente interesado en su contenido.

– Quizá Neumann es sencillamente el hombre ideal para la misión, herr Reichsführer. Observe su historial: nacido en Inglaterra, miembro condecorado del Fallschirmjäger, Cruz de Caballero con hojas de roble. Sobre el papel, un hombre de lo más notable.

El Führer se mostraba más lúcido y razonable de lo que Schellenberg le había visto un mucho tiempo.

– Estoy de acuerdo -dijo Schellenberg-. Aparte de ese baldón en su historial, Neumann parece ser un extraordinario soldado.

Himmler lanzó a Schellenberg una mirada asesina. Maldita la gracia que le hacía que le llevaran la contraria delante del Führer, por muy brillante que Schellenberg pudiera ser.

– Quizá deberíamos emprender ahora nuestra acción contra Canaris -sugirió Himmler-. Destituirlo, poner al mando al Brigadeführer y fusionar la Abwehr y el SD convirtiéndolos en una poderosa agencia de información. Así el Brigadeführer Schellenberg podrá supervisar personalmente la operación de Vogel. Las cosas parecen ir mal en todo lo que interviene el almirante Canaris.

De nuevo, Hitler se mostró en desacuerdo con su ayudante de toda confianza.

– Si ese amigo ruso de Schellenberg está en lo cierto, el tal Vogel parece que lleva a los británicos por la calle de la amargura. Inmiscuirse ahora sería un error. No, herr Reichsführer, Canaris sigue en su puesto por ahora. Tal vez esté haciendo algo a derechas para variar.

Hitler se puso en pie.

– Ahora, si me dispensan, caballeros, tengo otros asuntos que reclaman mi atención.


Dos Mercedes de Estado Mayor aguardaban junto al bordillo, con los motores en marcha. Hubo un instante de incómoda duda, mientras decidían en el automóvil de quién iban a subir, pero Schellenberg acabó por ceder tranquilamente y fue a sentarse en el asiento posterior del coche de Himmler. Se sentía vulnerable cuando no le rodeaban sus hombres de seguridad, incluso cuando estaba con Himmler. Durante el corto trayecto, el Mercedes blindado de Schellenberg apenas se separó unos metros del parachoques trasero de la limusina de Himmler.

– Una impresionante representación, como de costumbre, herr Brigadeführer -dijo Himmler.

Schellenberg conocía lo suficiente a su superior para darse cuenta de que el comentario distaba mucho de ser un cumplido. A Himmler, el segundo hombre más poderoso de Alemania, le irritaba que se le contradijera delante del Führer.

– Gracias, herr Reichsfürer.

– El Führer anhela de tal forma el secreto de la invasión que ese deseo nubla su buen juicio -declaró Himmler con naturalidad-. Le corresponde a usted la misión de protegerle. ¿Comprende lo que le digo, herr Brigadeführer?

– Perfectamente.

– Quiero saber a qué juega Vogel. Si el Führer no nos permite averiguarlo desde dentro, tendremos que hacerlo desde fuera. Ponga a Vogel y a su ayudante Ulbricht bajo una vigilancia de veinticuatro horas. Utilice todos los medios a su disposición para penetrar en Tirpitz Ufer. Y encuentre también algún modo de infiltrar un hombre en el centro de radio de Hamburgo. Vogel tiene que comunicarse con sus agentes. Quiero que alguien escuche lo que se dice allí.

– Sí, herr Reichsführer.

– Ah, Walter, no ponga esa cara tan larga. Vamos a echar mano a la Abwehr bastante pronto. No se preocupe. Será suya.

– Gracias, herr Reichsführer.

– A menos, claro, que vuelva a llevarme la contraria otra vez delante del Führer.

Himmler dio unos golpecitos en el cristal de separación, tan débiles que casi resultaron inaudibles. El coche frenó junto a la acera; el de Schellenberg se detuvo inmediatamente detrás. El joven general permaneció inmóvil en el asiento hasta que uno de sus hombres de seguridad apareció junto a la portezuela para acompañarle durante los tres metros de trayecto que le separaban de su propio automóvil.

26

Londres


Catherine Blake lamentaba profundamente su decisión de recurrir a los Pope en busca de ayuda. Sí, le habían proporciona una relación minuciosa de las actividades cotidianas de Peter Jordan en Londres. Pero a un precio exorbitante. Se había visto amenazada de extorsión, atraída a un peregrino juego sexual y obligada a asesinar a dos personas. El homicidio de un relevante traficante del mercado negro y figura destacada del hampa como Vernon Pope era la gran noticia de todos los periódicos londinenses. La policía, sin embargo, había engañado a los periodistas: la prensa decía que los cadáveres se encontraron degollados, no apuñalados uno en el ojo y otro en el corazón. Evidentemente, trataban de filtrar datos erróneos que desviaran la atención de lo que realmente ocurrió. ¿O estaba ya complicado el MI-5? Según los periódicos, la policía deseaba interrogar a Robert Pope, pero no habían logrado localizarle. Catherine hubiera podido echarles una mano. Pope estaba sentado a seis metros de ella, en el bar del Savoy, degustando rabiosamente un whisky.

¿Por qué estaba Pope allí? Catherine creía conocer la respuesta. Pope estaba allí porque sospechaba que Catherine tenía algo que ver en la muerte de su hermano Vernon. Dar con ella no le habría resultado difícil. Pope sabía que Catherine buscaba a Peter Jordan. Lo único que él tenía que hacer era ir a los lugares que Peter Jordan frecuentaba, donde contaría con muchas probabilidades de que apareciese Catherine.

Se puso de espaldas a él. Robert Pope no le inspiraba ningún miedo… era más una molestia que una amenaza. Mientras ella se mantuviese a la vista de la gente, Pope se resistiría a intentar alguna agresión. Catherine ya se había esperado aquello. Como medida preventiva había empezado a llevar su pistola en todo momento. Era necesario, aunque fastidioso. Para ocultar el arma se veía obligada a cargar con un bolso mayor en el que ocultarla. Era pesada y le golpeaba la cadera al andar. Irónicamente, la pistola era una amenaza para su seguridad. Cualquiera trataba de explicar a un agente de policía londinense la razón por la que una lleva en el bolso una pistola Mauser de fabricación alemana, equipada con silenciador.

Decidir si matar o no a Robert Pope no era la preocupación más importante de Catherine Blake, porque en aquel preciso momento peter Jordan entraba en el bar del Savoy, acompañado de ShepherdRamsey.

Catherine se preguntó cuál de aquellos hombres efectuaría el primer movimiento. Las cosas estaban a punto de ponerse interesantes.


– Diré algo bueno acerca de esta guerra -declaró Shepherd Ramsey, en tanto Peter Jordan y él tomaban asiento en una mesa del fondo-. Ha hecho maravillas por mis beneficios netos. Mientras estaba en la playa dándomelas de héroe, mis acciones no han dejado de subir. He ganado más dinero durante los pasados seis meses que en los diez años que estuve trabajando en la compañía de seguros de mi padre.

– ¿Por qué no le dices a tu anciano papi que te despida?

– Estaría perdido sin mí.

Shepherd llamó al camarero y pidió un martini. Jordan, un whisky escocés doble.

– ¿Una jornada dura en la oficina, querido?

– Brutal.

– La fábrica de rumores asegura que estan trabajando en una diabólica arma secreta nueva.

– Soy ingeniero, Shep. Construyo puentes y carreteras.

– Cualquier idiota podría hacerlo. Tú no estás aquí para construir una maldita autopista.

– No, no estoy aquí para eso.

– Así, ¿cuándo vas a decirme qué es lo que estás haciendo?

– No puedo. Sabes que no puedo.

– No soy más que yo, el viejo Shep. Puedes contarme cualquier cosa.

– Te adoro, Shep, pero si te lo contase, tendría que matarte, y entonces Saily sería una viuda y Kippy se quedaría sin padre.

– Kippy vuelve a tener problemas en Buckley. Ese condenado chico se mete en más jaleos de los que me metía yo.

– Eso sí que es exagerar.

– El director del colegio amenaza con expulsarle. Sally tuvo que ir el otro día y aguantar todo un sermón acerca de las grandes dosis de fuerte influencia masculina que Kippy necesita ahora en su vida.

– La primera noticia de que la haya tenido alguna vez.

– Muy gracioso, soplagaitas. Sally tiene problemas con el coche. Dice que necesita neumáticos nuevos, pero no puede comprarlos por culpa del racionamiento. Dice que este año no puede abrir la casa de Oyster Bay por Navidades porque no hay petróleo para calentar aquel dichoso edificio.

Shepherd observó que Jordan contemplaba su bebida.

– Lo siento, Peter, ¿te aburro?

– No más de lo acostumbrado.

– Sólo te daba algunas noticias de casa para animarte.

– ¿Quién dice que necesito ánimos?

– Peter Jordan, hacía mucho, mucho tiempo que no veía esa expresión en tu cara. ¿Quién es la chica?

– No tengo ni idea.

– ¿Te importaría explicarme eso?

– Literalmente, tropecé con ella durante el oscurecimiento. Con el golpe se le cayeron los comestibles que llevaba en los brazos. Fue muy embarazoso. Pero esa mujer tiene algo.

– ¿Te hiciste con su número de teléfono?

– No.

– ¿Qué hay de su nombre?

– Sí, me dio un nombre.

– Bueno, ya es algo. ¡Por Dios! Yo diría que estás un poco desentrenado. Explícame qué aspecto tiene.

Peter Jordan se lo dijo: «Alta, pelo castaño con una melena que le cae sobre los hombros, boca amplia, pómulos preciosos y los ojos más espectaculares que hayas visto en tu vida».

– Eso es interesante -comentó Shepherd.

– ¿Por qué?

– Porque esa mujer está precisamente allí de pie.


Por regla general, los hombres uniformados ponían nerviosa a Catherine Blake. Pero cuando Peter Jordan cruzaba el bar hacia ella, pensó que nunca había visto un hombre tan apuesto ni tan elegante como aparecía aquel con su uniforme azul oscuro de la Armada estadounidense. Era sorprendentemente atractivo; la noche anterior Catherine no se percató de lo atractivo que era. La guerrera del uniforme le sentaba a la perfección, ceñida al pecho y resaltando los cuadrados hombros, como si la hubiese cortado un sastre de Manhattan. Tenía la cintura delgada y sus andares irradiaban esa tranquila confianza que sólo poseen los hombres seguros de sí mismos nacidos para triunfar en la vida. Su pelo era oscuro, casi negro, én agudo contraste con su blanca epidermis. Sus ojos tenían un vago toque verde -verde claro, como el de un gato- y la boca era suave y sensual. Sonrió con aire simpático al percatarse de que ella le estaba mirando.

– Creo que choqué con usted anoche durante el oscurecimiento -se presentó, tendida la mano-. Me llamo Peter Jordan.

Ella le estrechó la mano y, distraídamente, al soltársela, dejó que sus uñas resbalaran por la palma.

– Mi nombre es Catherine Blake -dijo.

– Sí, lo recuerdo. Da la impresión de que está esperando a alguien.

– Así es, pero al parecer me ha dado plantón.

– Bueno, en tal caso, yo diría que es un condenado estúpido.

– La verdad es que sólo se trata de un viejo amigo.

– ¿Puedo invitarla ahora a aquel trago? -preguntó Jordan.

Catherine le miró y esbozó una sonrisa; luego lanzó un vistazo a través del bar hacia Robert Pope, que los observaba todo ojos.

– Sinceramente, me gustaría ir a algún otro sitio un poco más tranquilo, donde poder conversar. ¿Aún tiene toda esa comida en su casa?

– Un par de huevos, un poco de queso, quizás un bote de tomates. Y grandes cantidades de vino.

– Me parece que cuenta con los ingredientes que hacen falta para preparar una tortilla fastuosa.

– Voy a recoger el abrigo.


De pie en el bar, Robert Pope los vio salir y luego se deslizó entre el gentío y pasó al salón. Acabó su copa tranquilamente, esperó unos segundos y por último abandonó el local, en pos de la pareja. Fuera del hotel, el portero abría la portezuela de un taxi para que Catherine Blake y Pete Jordan subieran al vehículo. Mientras cruzaba la calle rápidamente, Pope observó alejarse el taxi. Dicky Dobbs estaba sentado al volante de la furgoneta. Puso en marcha el motor mientras Pope subía. La furgoneta se apartó del bordillo para integrarse en el tráfico nocturno. Pope le dijo a Dick que no era preciso correr. Sabía a dónde iban. Se reclinó hacia atrás en el asiento y cerró los párpados durante unos minutos, en tanto Dicky conducía hacia el oeste, rumbo al domicilio de Jordan en Kensington.


Durante el trayecto en taxi en dirección a la casa de Peter Jordan, Catherine notó que se había puesto nerviosa repentinamente. No era porque el hombre que poseía el secreto más importante de la guerra estuviese sentado a su lado. Era que a Catherine no se le daba muy bien todo aquello: los ritos del galanteo y salir con alguien del sexo opuesto. Por primera vez en mucho tiempo pensó en su aspecto. Sabía que era una mujer atractiva, una mujer hermosa. También sabía que la mayor parte de los hombres la deseaban. Pero durante los largos años que llevaba en Gran Bretaña se había esforzado mucho en disimular su apariencia, en ocultar su belleza. Había adoptado el aspecto de una desconsolada viuda de guerra: gruesas medias oscuras que encubrían la bonita línea torneada de sus largas piernas, faldas confeccionadas de cualquier manera que velaban la curva de las caderas, sólidos jerséis hombrunos que ocultaban sus redondeados pechos. Aquella noche lucía un esplendoroso traje largo que había comprado antes de la guerra, muy apropiado para tomar copas en el Savoy. A pesar de todo, por primera vez en su vida, Catherine se preocupaba de si estaría lo suficientemente guapa.

Algo inquietaba a Catherine. ¿Por qué fue necesario provocar una circunstancia como aquella para acabar encontrándose con un hombre como Peter Jordan? Era un triunfador, un hombre atractivo, inteligente y, en fin, aparentemente normal. La mayor parte de los hombres que Catherine había conocido se estarían comportando a aquellas alturas de manera muy distinta. Recordaba la primera vez con Emilio, el padre de María Romero. No se anduvo con tonterías de flores ni romanticismos; apenas la besó siquiera. Se limitó a lanzarla sobre la cama de un empujón y a follársela. Y a Catherine no le importó. A decir verdad, más bien le gustaba que las cosas se desarrollaran así. El sexo no era cosa que hubiese que practicar como fruto del amor y del respeto. Ella ni siquiera disfrutaba del juego amoroso previo. Para Catherine, copular era un acto de pura satisfacción física. Emilio Romero lo comprendía; por desgracia, Emilio comprendía muchas cosas de ella.

Hacía mucho tiempo que Catherine renunció a la idea de enamorarse, de casarse y tener hijos. Su obsesiva independencia y la profundamente arraigada desconfianza que le inspiraba el prójimo jamás le permitirían el compromiso emocional que representaba el matrimonio. Su egoísmo y su intemperancia jamás le permitirían tener que cuidar un niño. So pena de llevar el control absoluto de todo, emocional y físicamente, nunca se consideraba segura con un hombre. Esos sentimientos se manifestaban en el propio acto sexual. Catherine había descubierto mucho tiempo atrás que era incapaz de tener un orgasmo, a menos que estuviese encima de su pareja.

Se había formado una idea precisa de la clase de vida que deseaba para sí. Cuando la guerra hubiese concluido, iría a algún lugar cálido – la Costa del Sol, el sur de Francia, Italia, quizá- y compraría un hotelito de cara al mar. Viviría sola, se cortaría el pelo y se tendería en la playa hasta que su piel adquiriese un profundo tono moreno. Y si necesitaba un hombre, se lo llevaría al hotelito y utilizaría su cuerpo hasta quedar satisfecha y luego echaría a aquel hombre de la casa, se sentaría frente al fuego de la chimenea y volvería a estar de nuevo a solas con el ruido del mar. Tal vez dejaría que Maria pasara alguna que otra temporada con ella. María era la única persona que la entendía. Esa era la razón por la que a Catherine le dolía tanto que María la hubiese traicionado.

Catherine ni se odiaba ni se amaba por ser como era. En las escasas ocasiones en que reflexionaba acerca de su psicología, llegaba a la conclusión de que tenía una personalidad más bien interesante. También comprendía que estaba perfectamente constituida, tanto emocional como física e intelectualmente, para el espionaje. Vogel se percató de ello, lo mismo que Emilio. Aborrecía a ambos porque a ella no le era posible encontrar fallo alguno en las conclusiones de los dos hombres. Al contemplar ahora su imagen reflejada en el espejo, una palabra acudió a su mente: espía.

El taxi se detuvo delante de la casa de Jordan. Él la tomó de la mano para ayudarla a apearse del vehículo y luego pagó al taxista. Abrió la puerta de la fachada y la condujo al interior. Cerró la puerta antes de encender la luz: eran las normas del oscurecimiento. Durante unos segundos, Catherine se sintió desorientada y descubierta. No le gustaba encontrarse en un lugar extraño, con un hombre extraño, y a oscuras. Jordan accionó en seguida el interruptor y las luces iluminaron la estancia.

– ¡Dios mío! -se maravilló Catherine-. ¿Cómo se ha agenciado un palacete como este? Creí que todos los oficiales estadounidenses se hacinaban en hoteles y pensiones.

Desde luego, Catherine conocía la respuesta. Pero era una pregunta de obligada formulación. Resultaba incomprensible que un oficial norteamericano viviera solo en un lugar como aquel.

– Mi suegro compró la casa hace años. Pasaba mucho tiempo en Londres, tanto por negocios como por placer, y decidió contar aquí con un pied á terre. Debo reconocer que me alegro de que la comprara. La idea de pasarme la guerra envasado como una sardina en Grosvenor House no me seducía lo más mínimo. Traiga, deme el abrigo.

La ayudó a quitárselo y lo colgó en el armario. Catherine examinó la sala de estar. Estaba elegantemente amueblada con la clase de mullidos sofás y sillas, todos tapizados de cuero, que solían encontrarse en cualquier club privado londinense. Las paredes aparecían revestidas con paneles; el entarimado del suelo, de color castaño oscuro, había sido pulimentado hasta relucir. Las alfombras distribuidas por el piso eran de excelente calidad. El cuarto sólo tenía un rasgo singular: las paredes estaban cubiertas de fotografías de puentes.

– Está casado, pues -Catherine puso buen cuidado en matizar su voz con una ligera nota de decepción.

– ¿Perdón? -preguntó Jordan, que regresaba a la sala de estar.

– Dijo que su suegro es el dueño de esta casa.

– Supongo que debí decir mi ex suegro. Mi esposa falleció en un accidente de carretera antes de la guerra.

– Lo lamento, Peter. No pretendí…

– Por favor, no pasa nada. Ocurrió hace mucho tiempo. Catherine hizo una seña con la cabeza, señalando la pared:

– Le gustan los puentes -comentó,

– No le quepa duda, sí. Los construyo.

Catherine cruzó la estancia y miró una de las fotos en primer plano. Se trataba del puente sobre el río Hudson por el que nombraron a Jordan Ingeniero del Año en 1938.

– ¿Diseñó éste?

– La verdad es que los diseñan los arquitectos. Yo soy ingeniero. Ellos hacen un dibujo sobre papel y yo les digo si la cosa puede mantenerse en pie o no. A veces les obligo a cambiar los planos. Otras veces, si el diseño es tan formidable como ese, doy con la manera de ponerlo en funciones.

– Parece incitante.

Puede serlo -convino Jordan-. Pero hay veces en que también puede ser tedioso y monótono, y sólo sirve como tema para aburridas conversaciones en los cócteles.

– No sabía que la Armada necesitase puentes.

– No los necesitan. -Jordan titubeó-. Lo siento, no puedo hablar de mi…

– Por favor. Créame, conozco las reglas.

– Podría encargarme de cocinar, pero lo que no puedo hacer es garantizar que el producto de mis esfuerzos culinarios sea comestible.

– Lo único que tiene que hacer es indicarme dónde está la cocina.

– Al otro lado de esa puerta. Si no le importa, me gustaría cambiarme. Aún no he logrado acostumbrarme a llevar este maldito uniforme.

– Faltaría más.

Con la máxima atención, Catherine observó los movimientos de Jordan. Éste sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió una puerta. Debía de ser el estudio. Encendió la luz y estuvo dentro menos de un minuto. Al salir, Jordan ya no llevaba la cartera de mano. Probablemente la había puesto a buen recaudo en la caja fuerte. Subió la escalera. Su dormitorio estaba en el primer piso. Perfecto. Mientras estuviese durmiendo, ella podría abrir la caja fuerte y fotografiar el contenido de la cartera. Neumann se aseguraría de que, las fotos llegasen a Berlín y los analistas de la Abwehr las examinarían para averiguar la naturaleza del trabajo de Peter Jordan.

Franqueó la puerta que daba paso a la cocina y la asaltó un ramalazo de pánico. ¿Por qué había ido a cambiarse de uniforme tan repentinamente? ¿Es que ella había hecho algo mal? ¿Cometió algún error? ¿Estaría Jordan en aquel preciso instante telefoneando al MI-5? ¿Estaría el MI-5 llamando a la Sección Especial? ¿Bajaría Jordan y se dedicaría a entretenerla con lo más sugestivo de su labia hasta que llegasen, echaran la puerta abajo y la arrestaran?

Catherine se obligó a sí misma a tranquilizarse. Eso era absurdo.

En el momento en que abría la puerta del frigorífico comprendió otra cosa. No tenía ni la más remota idea de cómo hacer una tortilla. María preparaba tortillas estupendas; ella, Catherine, imitaría todas las operaciones de su amiga. Sacó del frigorífico tres huevos, una porción pequeña de mantequilla y un pedazo de queso de oveja. Abrió la puerta de la despensa, donde encontró un bote de tomate y una botella de vino. Descorchó ésta, buscó dos copas y sirvió vino para los dos. No esperó el regreso de Jordan para probar el vino; estaba delicioso. Le supo a flores silvestres, espliego y albaricoque, y le hizo pensar en su imaginario hotelito. Primero había que sofreír los tomates, eso fue lo que hizo María, sólo que entonces, en París, los tomates eran frescos, no enlatados.

Abrió la lata, vació el agua, cortó los tomates en pedacitos y los echó en una sartén ya caliente. El olor a tomates impregnó de inmediato el ámbito de la cocina y Catherine se echó al coleto otro trago de vino antes de cascar y batir los huevos y de rallar el queso en un tazón. No pudo por menos de sonreír: la rutina doméstica de preparar la comida a un hombre le resultaba insólita por demás. Luego pensó que tal vez Kurt Vogel debería incorporar un cursillo de cocina a su pequeña escuela de espionaje de la Abwehr.

Jordan dispuso la mesa en el comedor mientras Catherine acababa de prepararla tortilla. Se había puesto un suéter y unos pantalones caqui de algodón, y a Catherine volvió a sorprenderle el aspecto de aquel hombre. Ella deseaba soltarse el pelo -hacer algo que aumentara su atractivo ante los ojos masculinos-, pero se mantuvo dentro del personaje que había creado para sí. La tortilla resultó asombrosamente suculenta y dieron cuenta de ella en un santiamén, antes de que se enfriara, regándola convenientemente con el vino de la botella, un burdeos de antes de la guerra que Jordan había llevado a Londres desde Nueva York. Al término del refrigerio, Catherine se sentía complacida y relajada. Lo mismo parecía ocurrirle a Jordan. Él no parecía sospechar nada; a juzgar por su comportamiento, daba por hecho que su encuentro había sido completamente casual.

– ¿Ha estado alguna vez en los Estados Unidos? -preguntó Jordan, cuando retiraban los platos de la mesa y los llevaban a la cocina.

– Lo cierto es que de niña viví dos años en Washington.

– ¿De veras?

– Sí, mi padre trabajaba en el ministerio de Asuntos Exteriores. Era diplomático. A principios de los años veinte, después de la Gran Guerra, estuvo destinado en Washington. Me gustaba mucho. Salvo por el calor, claro. ¡Dios mío, qué opresivo puede llegar a ser Washington en el verano! Mi padre alquiló una casita de campo para que la familia pasara los veranos en Chesapeake Bay. Conservo recuerdos fantásticamente agradables de aquella época.

Lo cual era verdad, con la diferencia de que el padre de Catherine había trabajado para el ministerio de Asuntos Exteriores alemán, no para el británico. Catherine había decidido que lo mejor era inspirarse en la mayor cantidad de aspectos de su vida que fuera posible.

– ¿Su padre sigue en la carrera diplomática?

– No, murió antes de la guerra.

– ¿Y su madre?

– Mi madre falleció cuando yo era muy pequeña. -Catherine apiló los platos sucios en el fregadero-. Los fregaré si usted los seca.

– Olvídelo. Tengo una asistenta que viene un par de veces a la semana. Estará aquí por la mañana. ¿Qué me dice de una copa de coñac?


– Seria estupendo.

En la repisa de la chimenea había fotos con marcos de plata Catherine las miró mientras Jordan servía el coñac. Se acercó a muchacha, ante el fuego, y le tendió una de las copas.

– Su esposa era muy guapa.

– Sí, lo era. Su muerte representó un golpe muy duro para mí

– ¿Y su hijo? ¿Quién cuida de él ahora?

– Jane, la hermana de Margaret.

Catherine tomó un sorbo de coñac y sonrió a Jordan.

– No parece que eso le entusiasme.

– Santo Dios, ¿tan evidente es?

– Sí, se le nota mucho.

– Jane y yo nunca nos llevamos realmente bien. Y, con franqueza, preferiría que Billy no estuviese bajo su cuidado. Es una mujer egoísta, frívola y malcriada, y me temo que esté educando a Billy del mismo modo. Pero la verdad es que no tuve elección. El mismo día en que ingresé en la Armada me enviaron a Washington y dos semanas después partí en avión hacia Londres.

– Billy es idéntico a su padre -dijo Catherine-. Estoy segura de que no tiene usted por qué preocuparse.

Jordan sonrió.

– Confío en que tenga razón -dijo-. Siéntese, por favor.

– ¿De veras lo desea? No quisiera entretenerle…

– No había disfrutado de una velada tan agradable como esta en una barbaridad de tiempo. Por favor, quédese un poco más.

Tomaron asiento uno junto al otro en el gran sofá de cuero.

– Explíqueme cómo es posible que una mujer tan increíblemente bonita como usted no está casada -pidió Jordan.

Catherine notó que se le subían los colores.

– Dios mío, se está ruborizando de verdad. No me diga que nadie le ha dicho nunca que es preciosa.

Catherine sonrió y repuso:

– No, lo que pasa es que hace mucho tiempo que no me lo decían.

– Bueno, entonces los dos estamos en las mismas condiciones, más o menos. Hace mucho tiempo que yo no le decía a una mujer que era guapa. En realidad, recuerdo cuándo fue la última vez. Fue al despertarme y ver la cara de Margaret, el día en que murió. Después de eso, jamás pensé que pudiera encontrar una mujer bonita. Hasta que, anoche, eché a andar como un insensato y en pleno oscurecimiento choqué con usted. -La tuteó-: Me dejaste sin aliento, Catherine.

– Gracias. Puedo garantizarte que la atracción fue mutua -correspondió ella al tuteo.

– ¿Y por eso no quisiste darme tu número de teléfono?

– Lo que no quería era que pensases que soy una libertina.

– Maldita sea, precisamente lo que esperaba era que fueses una libertina.

– ¡Peter! -reprendió Catherine y, juguetonamente, le clavó el dedo índice en la pierna.

– ¿No vas a responder a mí pregunta? ¿Por qué no te has casado?

Catherine contempló las llamas durante un momento.

– Estuve casada. A Michael, mi marido, lo abatieron de un tiro en el Canal la primera semana de la Batalla de Gran Bretaña. Ni siquiera lograron recuperar su cadáver. En aquellas fechas yo estaba embarazada y perdí la criatura. Los médicos dijeron que fue a consecuencia de la conmoción que me produjo la muerte de Michael. -Los ojos de Catherine pasaron del fuego al rostro de Jordan-. Era guapo, airoso y valiente y era todo mi mundo. Durante mucho tiempo, tras su muerte, no miré a ningún hombre. Empecé hace poco a salir con alguno, pero nada serio. Y luego, un atolondrado norteamericano que no usaba su linterna tropieza violentamente conmigo durante el oscurecimiento, en la acera de Kensington y…

Sucedió un largo y ligeramente mortificante momento de silencio. El fuego agonizaba. Catherine oyó el ruido de la tormenta que arreciaba y repicaba contra la acera, al otro lado de la ventana. Comprendió que podía permanecer allí un buen rato, sentada junto al hogar, con su coñac, al lado de aquel hombre bondadoso y gentil. «Dios mío, Catherine, ¿qué te ha ocurrido?» Durante unos segundos se esforzó en odiarle, pero no lo consiguió. Confió en que nunca representase una amenaza para ella, algo que la obligara a matarle.

Consultó ostentosamente su reloj de pulsera.

– Santo Dios, mira qué hora es -dijo-. Las once. Ya te he robado demasiado tiempo. Realmente debería marcharme…

– ¿En qué pensabas en este preciso instante? -preguntó Jordan, como si no hubiese oído una palabra de lo que Catherine acababa de decir.

¿En qué estaba pensando? Una muy buena pregunta.

– Comprendo que no puedas hablar de tu trabajo, pero voy a preguntarte una cosa y quiero que me contestes la verdad.

– Con el corazón en la mano.

– No irás a marcharte y hacer que te maten, ¿verdad?

– No, no voy a ir al frente a que me maten. Lo prometo. Catherine se inclinó y le besó en la boca. Los labios de Jordan no respondieron.

Ella se separó, mientras pensaba: «¿Me he equivocado? ¿Acaso no estaba preparado para ello?».

– Lo siento -dijo Jordan-. Es que hace tanto tiempo…

– También hace mucho tiempo para mí.

– Puede que necesitemos intentarlo otra vez.

Catherine sonrió y volvió a besarle. En esa ocasión, los labios de Peter respondieron a los suyos. Él la atrajo hacia sí. Catherine disfrutó de la sensación que le producía oprimir sus pechos contra él.

Al cabo de unos instantes se separó.

– Si no me voy ahora, creo que no me iré nunca.

– No estoy seguro de que quiera que te marches.

Catherine le dio un último beso.

– ¿Cuándo volveré a verte? -le preguntó.

– ¿Me permitirás que te lleve a cenar mañana por la noche?… Una cena apropiada, ¿eh? En algún sitio donde podamos bailar.

– Me encantaría.

– ¿Qué te parece de nuevo en el Savoy, hacia las ocho?

– Me parece perfecto.


La gélida ráfaga de lluvia y la visión de Pope y Dicky en una furgoneta aparcada enfrente devolvieron a Catherine Blake a la realidad. Al menos no se habían entrometido. Quizá se contentaban, de momento, con vigilar a distancia.

El tráfico era ligero a aquella hora avanzada de la noche. Catherine se apresuró a parar un taxi en Brompton Road. Subió al vehículo y pidió al taxista que la llevase a la estación Victoria. Al volver la cabeza observó que Pope y Dicky la seguían.

Al llegar a la estación Victoria, pagó al taxista y entró, para mezclarse con la multitud de pasajeros que acababa de apearse de un tren que llegaba a Londres a última hora. Miró por encima del hombro y vio a Dicky Dobbs irrumpir corriendo en la terminal y mover la cabeza de derecha a izquierda.

Rápidamente, Catherine franqueó otra puerta y se desvaneció entre las negruras del oscurecimiento.

27

Baviera (Alemania), marzo de 1938


Su chalet en la aldea secreta de Vogel es frágil y tiene corrientes de aire por todas partes, es la casa más gélida que ha conocido en toda su vida. No obstante, dispone de chimenea y por la tarde, mientras ella estudia las claves y los sistemas de radio, un hombre de la Abwehr se presenta y deja astillas y troncos secos de abeto para la noche. La lumbre languidece y el frío se cuela en la casa, así que se levanta y echa un par de troncos en las brasas. Vogel está tendido en el suelo, en silencio, a su espalda. Es un amante terrible: cargante, egoísta, todo codos y rodillas. Incluso cuando se esfuerza en complacerla no deja de manifestarse torpón, tosco y desasosegado, Es asombroso que haya sido capaz de seducirle. Ella tiene sus razones. Si Vogel se enamora o se obsesiona con ella, se resistirá a enviarla a Inglaterra. Parece que funciona. Cuando estuvo dentro de ella, un momento antes, le declaró su amor. Ahora, echado encima de la alfombra, con la mirada fija en el techo, parece haberse arrepentido de sus palabras.

– Hay momentos en que no quiero que te vayas -dice.

– ¿Ir a dónde?

– A Inglaterra.

Ella regresa, se acuesta a su lado encima de la alfombra, y le besa. El aliento del hombre es horrible: tabaco, café, dentadura en mal estado.

– Pobre Vogel. Te he dejado el corazón hecho una piltrafa, ¿no? -Sí, eso creo. A veces pienso en llevarte conmigo de nuevo a Berlín. Puedo conseguirte un piso allí.

– Sería estupendo -responde ella, pero está pensando que puede que sea mejor verse arrestada por el MI-5 que pasarse la guerra como amante de Kurt Vogel en algún cuchitril infecto de Berlín.

– Pero tú le resultas demasiado valiosa a Alemania como para pasarte la guerra en Berlín. Debes ir a Inglaterra, detrás de las líneas enemigas. -Hace un alto y enciende un cigarrillo-. Además, se me ocurre otra cosa. Me pregunto: ¿Por qué iba a enamorarse de mí una mujer hermosa? Yen seguida me contesto: Porque cree que si la amo no la enviaré a Inglaterra.

– No soy tan lista ni tan astuta para hacer algo semejante.

– Claro que lo eres. Por eso te elegí.

Ella siente crecer la ira en su interior.

– Pero he pasado muy buenos ratos en tu compañía. Emilio dijo que en la cama eras una maravilla. Que echaría contigo los mejores polvos de toda mi vida de jodienda… eso fue lo que me dijo Emilio. Claro que Emilio tiende a ser un poco vulgar. Emilio aseguró que eres incluso mejor que las putas más caras. Dijo que deseaba conservarte en España como amante suya. Tuve que pagarle el doble de la tarifa normal. Pero créeme, vales con creces el dinero que invertí.

Ella se pone en pie.

– ¡Lárgate ya! Me voy por la mañana. ¡Ya estoy harta de este infierno!

– ¡Ah, sí, te vas por la mañana! Pero no a donde crees. Sólo hay un problema. Tus instructores me han informado que aún te resistes a matar con el cuchillo. Dicen que disparas muy bien, mejor que los muchachos, incluso. Pero afirman que aún eres lenta con el estilete.

Ella no abre la boca, se limita a mirarle tendido allí sobre la alfombra, iluminado por la claridad de la lumbre.

– Tengo una sugerencia. Siempre que tengas que utilizar el estilete, piensa en el hombre que te hizo daño cuando eras una niña.

La boca de la muchacha se abre horrorizada. En toda su vida, aquello sólo se lo ha contado a una persona. María. Pero María debe de habérselo contado a Emilio y Emilio, el muy hijo de mala madre, se lo contó a Vogel.

– No sé a qué te refieres -dice la muchacha, pero no hay convicción en sus palabras.

– Claro que lo sabes. Es lo que te convirtió en lo que eres, una zorra sin corazón.

Reacciona instintivamente. Avanza un paso y le propina un furioso puntapié bajo la barbilla. La cabeza de Vogel sale despedida hacia atrás y se estrella violentamente contra el suelo. El hombre se queda inmóvil, tal vez inconsciente. El estilete de la muchacha está en el suelo, cerca de la chimenea, la han adiestrado a mantenerlo cerca de sí en todo momento. Lo recoge, acciona el muelle y la reluciente hoja salta y ocupa su lugar. La luz de la lumbre la tiñe de rojo. La muchacha se acerca a Vogel. Desea liquidarlo, hundir el estilete en una de las zonas de muerte que le han enseñado: el corazón, los riñones, a través del oído o de los ojos. Pero Vogel se ha incorporado, se apoya en un codo, empuña una pistola y le apunta a la cabeza.

– Muy bien -dice. La sangre mana de su boca-. Me parece que ya estás preparada. Aparta el cuchillo y siéntate. Hemos de hablar. Y, por favor, ponte algo de ropa. Tienes un aspecto ridículo ahí de pie tal como estás.

Ella se pone una bata y remueve las brasas mientras Vogel se viste y atiende la herida de la boca.

– Eres un cabrón de mierda. Si trabajase para ti, Vogel, sería una imbécil.

– Ni se te ocurra echarte atrás ahora. Suministraría a la Gestapo pruebas muy convincentes de la traición de tu padre contra el Führer. No te haría ninguna gracia ver las cosas que hacen a las personas como esas. Y si se te ocurre alguna vez la malhadada idea de hacerme una jugarreta cuando estés en Inglaterra, te entregaré a los británicos en bandeja de plata. Si crees que aquel fulano te hizo daño cuando eras niña, imagínate lo que puede ser que te violen repetidamente una caterva de apestosos celadores británicos. Tú serás su reclusa favorita, créeme. Dudo mucho que quisieran molestarse en ahorcarte.

Permanece muy quieta en la penumbra. Piensa en cómo podría arreglárselas para aplastarle el cráneo con el atizador, pero Vogel continúa empuñando la pistola. Se da cuenta de que ha estado manipulándola. Ella pensaba que lo había engañado, creía que era ella quien dominaba la situación, pero en realidad siempre fue Vogel quien llevó el control. Vogel trató de inculcarle la aptitud para matar. Ella comprende que, verdaderamente, Vogel hizo un buen trabajo.

Él habla de nuevo.

– A propósito, esta noche te he matado, mientras dejabas que te follase. Anna Katerina von Steiner, de veintisiete años de edad, falleció en un desgraciado accidente de carretera, en las cercanías de Berlín, hace cosa de una hora. Una verdadera pena. Un talento que se pierde lastimosamente.

Vestido ya, Vogel se aplica a la boca un paño húmedo. El paño está manchado de sangre.

– Mañana por la mañana sales para Holanda, tal como hemos planeado. Permaneces allí seis meses, para establecer tu identidad de manera sólida; después te trasladas a Inglaterra. Aquí tienes tu documentación para Holanda, el dinero y el billete de tren. Tengo personal en Amsterdam que se pondrá en contacto contigo y te dará las instrucciones a partir de ahí.

Vogel se inclina hacia adelante y se mantiene muy cerca de ella.

– Anna desperdició su vida. Pero Catherine Blake puede hacer cosas importantes.

La muchacha oye cerrarse la puerta tras Vogel, oye el crujido que producen sus botas al aplastar la nieve que cubre el suelo fuera del chalet. Luego el silencio se enseñorea de la estancia, un silencio que sólo interrumpe el chisporrotear del fuego y el silbar del cortante viento que agita a los abetos al otro lado de la ventana. Se queda completamente inmóvil durante unos instantes y luego nota que una ráfaga de convulsiones estremece su cuerpo. Ya no es capaz de seguir en pie. Cae de rodillas ante la lumbre y estalla en lágrimas incontrolables.


Berlín


Kurt Vogel estaba dormido en el catre de campaña que tenía en su despacho cuando captó un sordo chirrido que le impulsó a incorporarse sobresaltado.

– ¿Quién va?

– Sólo soy yo, señor.

– ¡Por el amor de Dios, Werner! Me has dado un susto de muerte al arrastrar tu maldita pata de palo de esa forma. Pensé que Frankenstein venía a asesinarme.

– Lo siento, señor. Supuse que querría ver esto cuanto antes. -Ulbricht le tendía un comunicado impreso en papel de copia-. Acaba de llegar de Hamburgo… Un mensaje de Catherine Blake, desde Londres.

– Más que leerlo, Vogel lo devoró con los ojos, desbocado el corazón.

– Ha entrado en contacto con Jordan. Quiere que Neumann empiece a efectuar tomas regulares lo antes posible. Dios mío, Werner, ¡lo ha conseguido de verdad!

– No cabe duda de que es un agente extraordinario. Y una mujer extraordinaria.

– Sí -articuló Vogel, distante-. A la primera oportunidad ponte en comunicación con Hampton Sands y dile a Neumann que inicie las tomas de acuerdo con el programa previsto.

– Sí, señor.

– Y deja recado en el despacho del almirante Canaris. Lo primero que quiero hacer mañana por la mañana es informarle del desarrollo de los acontecimientos.

– Sí, señor.

Salió Ulbricht, dejando a Vogel solo en la oscuridad. Vogel se preguntó cómo se las habría arreglado Catherine. Confiaba en que algún día la muchacha pudiera salir e informarle. «Deja de engañarte, viejo.» Sólo deseaba que saliera para verla una vez más, para explicarle por qué la trató de aquella forma abominable la última noche. Fue por el propio bien de Catherine. Ella no podía comprenderlo entonces, pero quizá, con el paso del tiempo, ahora sí que pudiera entenderlo. Trató de imaginársela en la actualidad. «¿Está asustada? ¿Se encuentra en peligro?» Claro que se encontraba en peligro. Intentaba robar secretos aliados en el corazón de Londres. Un movimiento en falso y caería en brazos del MI-5. Pero si existía una mujer que pudiera arrancar esos secretos, esa mujer era ella, Vogel tenía el corazón destrozado y la mandíbula rota para demostrarlo.


Cuando la llamada del Brigadeführer Walter Schellenberg acabó su ruta al llegar a la mesa de Heinrich Himmler, éste intentaba abrirse paso a través de un montón de documentos en su despacho de la Prinz Albertstrasse.

– Buenas noches, herr Brigadeführer. ¿O debo decir buenos días?

– Son las dos de la madrugada. No creí que estuviese aún en la oficina.

– No hay descanso para el agotado. ¿En qué puedo servirle?

– Se trata del asunto Vogel. Conseguí convencer a un oficial de la sala de comunicaciones de la Abwehr de que colaborar con nosotros redundaba en su propio interés.

– Muy bien, general.

Schellenberg explicó a Himmler lo relativo al mensaje del agente de Vogel en Londres.

– De modo que están a punto de introducir en el juego a su amigo Horst Neumann.

– Así parece, herr Reichsführer.

Por la mañana informaré al Führer de cómo van las esas. Estoy seguro de que se sentirá complacidísimo. Ese Vogel parece un oficial muy capacitado. Si roba el secreto más importante de la guerra, no me extrañaría que el Führer acabara por nombrarle sucesor de Canaris.

– Para ese cargo, se me ocurren candidatos de mucha más valía, herr Reichsführer -dijo Schellenberg.

– Será mejor que encuentre algún modo de hacerse con el dominio de la situación. De no ser así, es posible que se encuentre usted fuera de la competición.

– Sí, herr Reichsführer.

– ¿Va a pasear mañana a caballo por el Tiergarten en compañía del almirante Canaris?

– Como de costumbre.

– Quizás averigüe algo útil, para variar. Y transmita al Viejo Zorro mis más calurosos recuerdos. Buenas noches, herr Brigadeführer.

Himmler colocó de nuevo suavemente el auricular en la horquilla y volvió a su eterno papeleo.

28

Hampton Sands (Norfolk)


Un alba plomiza se filtraba como podía a través de la espesa capa de nubes cuando Horst Neumann cruzó el bosquecillo de pinos y subió a lo alto de las dunas. El mar se extendía ante él, gris y tranquilo en aquella mañana carente de viento. Pequeñas olas iban a desplomarse sobre la playa aparentemente infinita. Neumann vestía chándal gris, con un jersey de cuello alto, que llevaba debajo para calentarse, y un par de zapatillas de atletismo, de cuero negro. Respiró hondo el fresco aire vivificante y luego se deslizó dunas abajo y anduvo por la parte de arena blanda. La marea se retiraba, dejando una amplia franja de arena lisa y endurecida, perfecta para correr. Neumann estiró las piernas, sopló el aliento en las manos y emprendió la carrera a paso ligero. Gaviotas y golondrinas chillaron su protesta y remontaron el vuelo.

Aquella mañana temprano había recibido un mensaje de Hamburgo en el que le daban instrucciones para que iniciase tomas regulares, en Londres, de material de Catherine Blake. Se realizaría de acuerdo con el programa que Kurt Vogel le había proporcionado en la granja de las afueras de Berlín. Tenía que dejar el material en la entrada de una casa de la plaza Cavendish, donde lo recogería un hombre de la embajada portuguesa, que lo remitiría a Lisboa en la valija diplomática. Parecía sencillo. Pero Neumann no ignoraba que la misión de correo por las calles de Londres podía conducirle directamente a las fauces de las fuerzas de seguridad británicas. Llevaría encima información que, en el caso de que le arrestaran, le iba a garantizar una inevitable visita al patíbulo. En combate siempre sabía dónde estaba el enemigo. En el espionaje, el enemigo podía encontrarse en cualquier sitio. Podía estar en el asiento contiguo de un café o de un autobús, y Neumann nunca lo sabría.

Tardó varios minutos en entrar en calor y que brotasen las primeras gotas de sudor en su frente. La carrera empezó a ejercer su magia, la misma magia que había producido en él desde que era niño. Le embargó la agradable sensación de que flotaba, casi de que volaba. Su ritmo respiratorio se hizo regular y tranquilo y notó que dentro de su cuerpo se fundía toda la tensión. Eligió una línea de meta imaginaria, a cosa de ochocientos metros, en la playa, y aceleró el ritmo.

Los primeros cuatrocientos metros fueron fáciles. Avanzaba sobre la arena como deslizándose, con largas zancadas que consumían terreno rápidamente, sueltos y relajados tanto los hombros como los brazos. Los últimos cuatrocientos metros resultaron más duros. La respiración de Neumann se hizo áspera e irregular. EL aire frío le rasgaba la garganta. Le pesaban los brazos como si lleva en ellos cargas de plomo. Su imaginaria línea de meta se encontraba a doscientos metros. Se le tensaron de pronto la espalda y los muslos y tuvo que acortar la zancada. Se hizo la idea de que atacaba la recta final de las prueba de 1.500 metros de los Juegos Olímpicos… «¡Los Juegos que se perdió porque le enviaron a matar polacos, rusos, griegos y franceses!» Se imaginó que sólo tenía un hombre por delante y que le iba ganando terreno aunque espantosamente despacio. La línea de meta estaba a cincuenta metros. Era un puñado de algas que la marea había arrastrado y dejado allí, pero en la fantasía de Neumann se trataba de una auténtica meta con su cinta de llegada, hombres de chaqueta blanca y cronómetro, y la bandera olímpica ondeando al viento sobre el estadio a impulsos de una suave brisa. Golpeó furiosamente la arena endurecida con los pies e inclinó el torso hacia el frente al llegar al puñado de algas, luego acabó por detenerse, tambaleante, y respiró afanosamente para recobrar el aliento.

Era un juego tonto -una competición en la que contendía contra sí mismo y que llevaba repitiendo desde la niñez-, pero que tuvo una finalidad. Le demostró que estaba preparado para ganar. Tardó seis meses en recuperarse de la paliza que sufrió a manos de los hombres de las SS, pero al final lo había conseguido. Comprendió que estaba físicamente listo para afrontar lo que pudiera presentársele. Neumann anduvo un trecho al paso, antes de lanzarse a un trote ligero. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Jenny Colville le estaba observando desde lo alto de las dunas.


Al acercarse a ella, Neumann le dedicó una sonrisa. Era más atractiva de lo que recordaba: una boca amplia y móvil, grandes ojos azules, sonrosada la blanca piel a causa del frescor de la mañana. Llevaba un grueso suéter de lana, gorro también de lana, chubasquero y pantalones con las perneras metidas a la buena de Dios en la caña de las botas altas. A espaldas de la joven, más allá de las dunas, Neumann vio elevarse perezosamente por encima de los pinos el humo blanco de la fogata que Jenny acababa de apagar. La muchacha se le acercó. Parecía cansada y sus ropas daban la impresión de no haber sido quitadas para dormir. Sin embargo, su sonrisa tenía un encanto considerable, mientras permanecía de pie, con los brazos en jarras, dedicada a examinar a Neumann.

– Muy impresionante, señor Porter -dijo. A Neumann siempre le resultaba difícil comprender aquel abierto y cantarín acento de Norfolk-. Si no le conociese, diría que se está entrenando para algo.

– Cuesta trabajo romper con las viejas costumbres. Además, es bueno para el cuerpo y para el espíritu. Deberías probarlo alguna vez. Eliminarías esos kilos que tienes de más.

– ¡Ah, sí! -Le empujó juguetonamente-. Ya estoy demasiado esquelética. Todos los chicos del pueblo lo dicen. A ellos les gusta Eleanor Carrick, porque tiene enormes… bueno, ya sabe. Baja a la playa con ellos y le dan dinero para que se desabroche la blusa.

– La vi ayer en el pueblo -dijo Neumann-. Está hecha una vaca. Tú eres el doble de guapa que Eleanor Carrick.

– ¿Eso cree?

– Desde luego. -Neumann se frotó enérgicamente los brazos y golpeó el suelo con los pies-. Necesito andar. Si no, me voy a quedar más tieso que una tabla.

– ¿Le gustaría que le acompañasen?

Neumann asintió con la cabeza. No era cierto, pero tampoco vio nada malo en ello. Jenny Colville sentía cierta debilidad de colegiala enamoradiza por él; era evidente. Siempre se le ocurría alguna excusa para dejarse caer por la casita de los Dogherty y nunca declinaba una invitación de Mary a quedarse a tomar el té o a cenar. Neumann había intentado prestar la apropiadamente justa atención a Jenny y evitaba cuidadosamente colocarse en cualquier situación que pudiera llevarle a quedarse a solas con ella. Hasta aquel momento. Procuraría que la conversación girase de forma conveniente para él, de manera que mantuviese en su sitio la tapadera que utilizaba y justificaba su presencia en el pueblo. Caminaron en silencio. Jenny miraba el mar. Neumann cogió un puñado de piedras y las fue arrojando para hacerlas saltar sobre las olas.

– ¿Le importa hablar de la guerra? -preguntó Jenny.

– Claro que no.

– Sus heridas…, ¿fueron graves?

– Lo bastante graves como para interrumpir en seco mis días de combate y proporcionarme un billete de vuelta a casa. -¿Dónde le hirieron?

– En la cabeza. Algún día, cuando te conozca mejor, me levantaré la cabellera y te enseñaré las cicatrices.

Ella le miró, sonriente;

– A mí me parece que su cabeza está muy bien.

– ¿Y qué quieres decir con eso, Jenny Colville?

– Quiero decir que es un hombre guapo. Y listo también. Puedo asegurarlo.

El viento llevó un mechón de pelo de Jenny sobre su rostro. con un movimiento de la mano; ella volvió a ponérselo bajo el gorro de lana.

– No llego a entender qué está haciendo en un lugar como Hampton Sands.

¡Así que la historia que explicaba su cobertura había despertado recelos en el pueblo!

– Necesitaba un sitio donde descansar y reponerme. Los Dogherty me invitaron a venir aquí y pasar con ellos la convalecencia y acepté su ofrecimiento.

– ¿Por qué no consigo creerme esa historia?

– Deberías creerla, Jenny. Es la verdad.

– Mi padre opina que es usted un criminal o un miembro IRA. Afirma que Sean era miembro del IRA.

– Jean, ¿de veras puedes imaginarte a Sean Dogherty como miembro del Ejército Republicano Irlandés? Además, tu padre tiene serios problemas propios.

El semblante de Jenny se oscureció. Dejó de andar y se encaró con Neumann.

– ¿Y eso qué se supone que significa?

Neumann temió haber ido demasiado lejos. Tal vez fuese mejor dar marcha atrás, recurrir a una excusa y cambiar de tema. Pero algo le hizo desear concluir lo que había empezado. Pensó: «¿Por qué voy a cerrar la boca y retirarme de esto?». Conocía la respuesta, naturalmente. Su propio padrastro había sido un bastardo bicho, siempre a punto para cruzarle la cara rápidamente de un bofetón o para soltarle un comentario cruel que le llenaba los ojos de lágrimas. Estaba seguro de que Jenny Colville había sufrido de su padre peores castigos físicos que él. Deseó decirle a la muchacha algo que la hiciese comprender que las cosas no siempre tenían por qué ser así. Deseó decirle que no estaba sola. Deseó ayudarla.

– Significa que tu padre bebe demasiado. -Neumann alargó la mano y le rozó la mejilla-. Y significa que tu padre maltrata a una jovencita guapa e inteligente que no ha hecho al mundo nada para merecer ese tratamiento.

– ¿Eso lo ha dicho en serio?

– ¿Decir en serio qué?

– Que soy guapa e inteligente. Es la primera vez que alguien lo dice.

– Claro que lo he dicho en serio.

Jenny le cogió la mano y avanzaron un poco más.

– ¿Tiene novia? -le preguntó la chica.

– No.

– ¿Por qué no?

Verdaderamente, ¿por qué no? La guerra. Era la respuesta fácil. En realidad, nunca dispuso de tiempo para tener novia. Su vida había sido una larga serie de obsesiones: la obsesión de perder su condición de inglés y convertirse en un buen alemán; la obsesión de llegar a campeón olímpico; la obsesión de ser el miembro más condecorado del Fallschirmjäger. Su última amante había sido una joven granjera francesa que vivía cerca del puesto de escucha. Se mostró cariñosa con Neumann cuando él necesitaba cariño desesperadamente y, durante meses, le permitía colarse por la puerta trasera de la casita de campo y compartir secretamente la cama con ella. Cuando cerraba los ojos, Neumann aún veía el cuerpo de la chica, levantándose hacia el suyo a la luz vacilante de la vela encendida en el dormitorio. La muchacha había prometido besarle en la cabeza todas las noches, hasta que se le curasen las heridas. Al final, Neumann se sintió abrumado por el sentimiento de culpa propio del ocupante invasor y rompió aquellas relaciones. Ahora temía lo que pudiera sucederle a la chica cuando terminase la guerra.

– Su cara se ha entristecido durante un momento -observó Jenny.

– Estaba pensando en algo.

– Yo diría que estaba pensando en alguien. Y, por la expresión de su cara, creo que ese alguien era una mujer.

– Eres una chica muy perspicaz.

– ¿Era bonita?

– Era francesa y una auténtica preciosidad.

– ¿Le rompió el corazón?

– Puede expresarse así.

– Pero usted la dejó.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Por qué?

– Porque la quería demasiado.

– No lo entiendo.

– Lo entenderás algún día.

– ¿Y qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que eres demasiado joven para andar por ahí con individuos como yo. Voy a dar por concluida mi carrera. Sugiero que vuelvas a casa y te pongas ropa limpia. Parece que te has pasado toda la noche en la playa y que has dormido vestida.

Se miraron de una forma que daba a entender que ambos sabían que era verdad. Jenny dio media vuelta, dispuesta a marcharse, y luego se detuvo. Le tuteó de pronto:

– Tú nunca me harías daño, ¿verdad, James?

– Claro que no.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

Jenny avanzó un paso y le besó en la boca, fugazmente, para en seguida volverse y alejarse corriendo por la arena. Neumann meneó la cabeza, después dio media vuelta y reanudó su carrera por la playa, en dirección opuesta.

29

Londres


Alfred Vicary tenía la sensación de estar hundiéndose en arenas movedizas. Cuanto más forcejeaba, más descendía. Cada vez que desenterraba una pista o descubría un nuevo indicio, más rezagado parecía quedarse. Empezaba a dudar de sus posibilidades de cazar espías alguna vez.

El origen de su desesperación eran un par de mensajes alemanes descodificados que habían llegado de Bletchley Park aquella mañana. El primero era de un agente alemán en Gran Bretaña que pedía a Berlín que procediese a efectuar tomas regulares. El segundo era de Hamburgo, dirigido a un agente alemán en Gran Bretaña, al que pedía que hiciera precisamente eso mismo. Era un desastre. La operación germana -fuera cual fuese- parecía estar cumpliéndose con éxito. Si el agente solicitaba un correo, resultaba lógico dar por supuesto que había robado algo. A Vicary le asaltó el temor de que, si alguna vez llegaba a ponerse a la altura de los espías, tal vez fuera demasiado tarde.

Se encendió la luz roja de encima de la puerta de Boothby. Vicary pulsó el timbre y aguardó. Transcurrió un minuto y la luz continuaba con su color rojo. Era propio de Boothby convocar a alguien a una reunión urgente y luego hacer esperar a su víctima.

»-¿Por qué no nos dijiste todo eso antes…?»

«-Pero si te lo dije, Alfred, viejo… Se lo dije a Boothby.»

Vicary volvió a tocar el timbre. ¿Era posible realmente que Boothby conociera la existencia de la red de Vogel y se lo hubiera ocultado? Eso carecía totalmente de lógica. A Vicary no se le ocurría más que una sola explicación posible. Boothby se había opuesto de una manera vehemente a que se asignara aquel caso a Vicary, postura que dejó clara desde el principio. Pero esa oposición de Boothby, ¿incluiría el intento activo de sabotear los esfuerzos de Vicary? Absolutamente posible. Si Vicary no era capaz de presentar unos resultados iniciales prometedores de una más o menos pronta resolución del caso, Boothby podría tener base para despedirle y dárselo a otra persona, a alguien en quien confiase: a un oficial de carrera, quizá, no a uno de aquellos nuevos reclutas que Boothby detestaba.

Por fin, la luz se tornó verde. Vicary cruzó la puerta de doble hoja y se prometió no volver a marcharse sin haber aclarado antes la atmósfera.

Boothby estaba sentado detrás de su mesa.

– Vamos con el asunto, Alfred.

Vicary le informó sucintamente del contenido de los dos mensajes y expuso su teoría acerca de lo que significaban. Boothby le escuchó, sin dejar de agitarse, de revolverse nerviosamente en la silla.

– ¡Por el amor de Dios! -saltó-. Las noticias de este caso empeoran de un día para otro.

Vicary pensó: «Otra brillante contribución, sir Basil»

– Hemos adelantado algo al encajar las piezas concernientes al pasado de la agente femenina. Karl Becker la identificó como Anna von Steiner. Nació en el hospital de Guy, de Londres, el día de Navidad de 1920. Su padre era Peter von Steiner, diplomático y acaudalado aristócrata de Prusia Oriental. Su madre fue una inglesa llamada Daphne Harrison. La familia vivió en Londres hasta que estalló la guerra, luego se trasladaron a Alemania. Gracias a la posición social de Steiner, Dahpne Harrison se libró de que la internaran en una cárcel, como ocurrió con tantos ciudadanos británicos. La mujer murió de tuberculosis en 1918, en la hacienda propiedad de Steiner en Prusia Oriental. Después de la guerra, Steiner y su hija fueron de un puesto diplomático a otro, incluida una breve misión en Londres a principios de los años veinte. Steiner también trabajó en Roma y Washington.

– A mí me suena a espía -dijo Boothby-. Pero continúa, Alfred.

– En 1937, Anna Steiner se volatilizó. A partir de ahí, lo único que podemos hacer es especular. Recibe formación de la Abwehr, la envían a los Países Bajos para establecer su falsa identidad holandesa de Christa Kunt y luego entra en Inglaterra. A propósito, Anna Steiner falleció supuestamente en un accidente de automóvil que se produjo en las cercanías de Berlín en marzo de 1938. Es evidente que Vogel fabricó tal historia.

Boothby se puso en pie y empezó a pasear por el despacho.

– Todo eso es muy interesante, Alfred, pero hay un fallo fatal. Se basa en una información que te ha proporcionado Karl Becker. Becker diría cualquier cosa con tal de congraciarse con nosotros.

– Becker no tiene ninguna razón para mentirnos acerca de esto, sir Basil. Y su historia es coherente, coincide en todos los puntos con los datos que conocemos de manera segura.

– Lo único que digo, Alfred, es que dudo mucho de la veracidad de cualquier cosa que diga ese hombre.

– Entonces, ¿por qué pasó usted tanto tiempo con él en el mes de octubre pasado? -preguntó Vicary.

De pie ante la ventana, sir Basil contemplaba cómo se despedían de la plaza las últimas luces diurnas. Volvió la cabeza bruscamente, pero recobró raudo la compostura y se encaró despacio con Vicary.

– El motivo por el que hablé con Becker no es asunto tuyo.

– Becker es mi agente -replicó Vicary, con la indignación reptando en su voz-. Yo le detuve. Yo le convertí en agente doble a nuestro servicio. Yo le dirijo. Le proporcionó a usted información que muy bien podía haber sido útil en este caso, pero usted me la ocultó. Me gustaría saber el motivo.

Boothby estaba ya muy tranquilo.

– Becker me contó a mí la misma historia: agentes especiales, claves especiales y sistemas de encuentro especiales. Si te he de ser sincero, Alfred, entonces no le creí. No teníamos ninguna otra prueba que apoyara su relato. Ahora la tenemos.

Una explicación perfectamente lógica, al menos en la superficie.

– ¿Por qué no me habló de ello entonces?

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿Quién es Broome?

– Lo siento, Alfred.

– Quiero saber quién es Broome.

– Y yo trato de explicarte, con toda la cortesía que me es posible, que no tienes derecho a conocer la identidad de Broome, -Boothby sacudió la cabeza-. Este no es ningún club universitario donde nos sentamos a intercambiar ideas. Este departamento se dedica al contraespionaje. Y opera sobre un concepto muy simple: necesidad de saber. Tú no tienes la misma necesidad de saber quién es Broome porque no afecta a ningún caso de los que se te han asignado. En consecuencia, no es asunto tuyo.

– ¿Ese concepto de necesidad de saber es una licencia para engañar a otros oficiales?

– Yo no emplearía la palabra engañar -dijo Boothby, como si fuera una obscenidad-. Simplemente significa que, por razones de seguridad, un oficial sólo tiene derecho a saber lo que es necesario para cumplir su misión.

– ¿Qué me dice de la palabra mentir? ¿Emplearía usted esa palabra?

La discusión parecía producir a Boothby auténtico dolor físico.

Supongo que hay ocasiones en que es preciso ser poco veraz con un oficial para salvaguardar una operación de la que se encarga otro. Seguramente eso no constituye ninguna sorpresa para ti, ¿eh, Alfred?

– Claro que no, sir Basil -Vicary titubeó, mientras trataba de decidir si era preferible continuar en aquel plan de interrogatorio o dejarlo correr-. Sólo me preguntaba por qué me mintió respecto a la lectura del expediente de Kurt Vogel.

La sangre pareció desaparecer del rostro de Boothby, y Vicary observó que sus enormes puños se cerraban y abrían dentro de los bolsillos del pantalón. Era una estrategia arriesgada, y el cuello de Grace Clarendon iba en el envite. En cuanto Vicary se retirase, Boothby llamaría a Nicholas Jago, del Registro, y exigiría explicaciones. Con toda seguridad, Jago comprendería que el origen de la filtración estaba en Grace Clarendon. No era una cuestión baladí; podrían ponerla de patitas en la calle automáticamente. Pero Vicary apostaba porque no tocarían a Grace, ya que lo único que iban a conseguir con ello era demostrar que la información de la mujer había sido correcta. Confió por Dios en estar en lo cierto.

– ¿Buscas una cabeza de turco, Alfred? ¿Algo o alguien a quien echar la culpa de tu incapacidad para resolver el caso? Deberías conocer, mucho mejor que cualquiera de nosotros, el peligro que entraña eso. La historia está repleta de ejemplos de hombres débiles que han recurrido al expediente de conseguir una cabeza de turco idónea.

Vicary pensó: «Y no contestas a mi pregunta. Se puso en pie».

– Buenas noches, sir Basil.

Boothby permaneció silencioso mientras Vicary se dirigía a la puerta.

– Hay una cosa más -dijo Boothby por último-. Supongo que no es necesario decírtelo, pero de todas formas voy a hacerlo. No disponemos de tiempo ilimitado. Si no se consiguen progresos rápidos, puede que tengamos que hacer… en fin, cambios. Lo entiendes, ¿verdad, Alfred?

30

Londres


En el momento en que entraban en el restaurante del Savoy la orquesta empezaba a tocar Y un ruiseñor cantaba en la plaza de Berkeley. Una interpretación que dejaba bastante que desear -disonante y algo atropellada-, pero que a pesar de todo era bonita. Jordan tomó a Catherine de la mano y, sin pronunciar palabra, se dirigieron a la pista. Peter era un bailarín excelente, suelto y seguro, y la llevaba muy cerca de sí. Había ido al Savoy directamente desde la oficina y vestía uniforme. También llevaba consigo su cartera de mano. Era obvio que no contenía nada importante, puesto que la había dejado encima de la mesa. Sin embargo, no mantenía apartados los ojos de ella durante mucho tiempo.

Al cabo de unos instantes, Catherine se dio cuenta de una cosa: todo el mundo, en la sala, los estaba mirando. Durante seis años, ella había hecho cuanto estaba en su mano para pasar inadvertida. Ahora estaba bailando con un deslumbrante oficial naval estadounidense en el más fascinador hotel de Londres. Se sentía expuesta y vulnerable y, a pesar de ello, al mismo tiempo disfrutaba de una extraña satisfacción derivada del hecho de hacer algo completamente normal, para variar.

Desde luego, su mismo aspecto tenía mucho que ver con la atención que atraía su persona. Lo había visto en los ojos de Jordan unos minutos antes, cuando el hombre entró en el bar. Aquella noche Catherine estaba imponente. Llevaba un vestido de crepé negro, abierto por la espalda y con un escote que mostraba magnánimo la forma de los pechos. El pelo caído, sujeto por detrás con un elegante broche enjoyado y un collar de perlas de doble vuelta alrededor del cuello. Se había esmerado con el maquillaje. Los cosméticos en aquellos tiempos de guerra eran de calidad deficiente, pero ella no necesitaba gran cosa: un leve toque de carmín para acentuar la forma de sus labios generosos, un poco de colorete para destacar los prominentes pómulos, una línea de lápiz de ojos alrededor de las órbitas. A ella no le producía ningún placer especial su propia apariencia. Siempre había pensado en su belleza de manera desapasionada, del mismo modo que una mujer podía valorar su vajilla de porcelana favorita o su apreciada alfombra antigua. Con todo, había transcurrido mucho tiempo desde la época en que entraba a una estancia y comprobaba que todas las cabezas se volvían a su paso. Era la clase de mujer en cuya presencia reparaban los dos sexos. Los hombres a duras penas conseguían mantener cerrada la boca, las mujeres enarcaban las cejas con envidia.

– ¿Te has dado cuenta de que en esta sala todo el mundo nos está mirando? -dijo Jordan.

– Sí, lo he notado. ¿Te importa?

– Claro que no. -La apartó de sí unos centímetros para mirarle a la cara-. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, Catherine. ¡Y pensar en la enorme distancia que he tenido que recorrer, venir hasta Londres, para encontrarte!

– Me alegro de que vinieras.

– ¿Puedo hacerte una confesión?

– Naturalmente que puedes.

– Después de que me dejaras, anoche, apenas he podido dormir.

Catherine le sonrió y le atrajo hacia sí, de forma que su boca quedó rozando el oído de Jordan.

– Yo también te haré una confesión. No he dormido nada.

– ¿En qué pensabas?

– Dímelo tú primero.

– Sólo podía pensar en lo mucho que deseaba que no te hubieses ido.

– Mi pensamiento era muy similar.

– Pensaba en que podía haberte besado.

– Pensaba en que iba a besarte.

– No quiero que esta noche te vayas.

– Creo que tendrás que levantarme en peso y echarme a la fuerza si quieres que me vaya,

– No creo que tengas que preocuparte por eso.

– Pienso que me gustaría que volvieras a besarme ahora mismo, Peter.

– ¿Qué pasa con toda esa gente que no nos quita ojo? ¿Qué crees que harán si te beso?

– No estoy segura. Pero estamos en 1944 y en Londres. Puede ocurrir cualquier cosa.


– Con los saludos del caballero del bar -anunció el camarero, al tiempo que descorchaba una botella de champán, cuando regresaron a su mesa.

– ¿El caballero en cuestión tiene nombre? -preguntó Jordan.

– No me lo dio, señor.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Como un jugador de rugby bronceado por el sol, señor.

– ¿Oficial de la Armada estadounidense?

– Sí, señor.

– Shepherd Ramsey.

– El caballero desea tomar una copa con ustedes.

– Dígale al caballero que muchas gracias por el champán, pero que olvide lo de la copa.

– Naturalmente, señor.

– ¿Quién es Shepherd Ramsey? -preguntó Catherine, al retirarse el camarero.

– Shepherd Ramsey es mi más querido y viejo amigo en este mundo. Le quiero como a un hermano.

– ¿Entonces por qué no le has dejado venir a tomar una copa.

– Porque por una vez en mi vida de adulto me gustaría hacer algo sin él. Además, no quiero compartirte.

– Eso está muy bien, porque tampoco yo quiero compartirte. -Catherine alzó su copa de champán-. Por la ausencia de Shepherd.

– Por la ausencia de Shepherd -rió Jordan.

Entrechocaron las copas.

– Y por el oscurecimiento -añadió Catherine-, sin el cual nunca hubiera chocado contigo.

– Por el oscurecimiento. -Jordán vaciló-. Sé que probablemente esto suene a tópico terrible, pero no puedo apartar los ojos de ti. Catherine sonrió y se inclinó a través de la mesa.

– No quiero que apartes los ojos de mí, Peter. ¿Por qué crees que llevo este vestido?


– Estoy un poco nervioso.

– Yo también, Peter.

– Estás tan preciosa, acostada ahí a la luz de la luna.

– Tú también estás formidable.

– No. Mi esposa…

– Lo siento. Es que nunca he visto un hombre que se pareciera a ti. Procura no pensar en tu esposa durante unos minutos.

– Resulta muy duro, pero tú haces que me sea un poco más fácil.

– Pareces una estatua, arrodillado ahí de esa manera.

– Una estatua muy vieja y que se cae a pedazos.

– Una estatua hermosísima.

– No puedo dejar de acariciarte…, de acariciarlos. Son tan bonitos. Desde el momento en que te vi por primera vez no he dejado de soñar con poder acariciártelos.

– Puedes apretar un poco más. No me duele.

– ¿Así?

– ¡Oh, Dios! Sí, Peter, precisamente así. Pero yo también quiero tocarte.

– Se pone tan en forma cuando haces eso…

– ¿Funciona?

– Ahhh, sí, funciona.

– Está tan dura. Es una maravilla. Hay una cosa más que quiero que hagas.

– ¿Qué?

– No puedo decírtelo en voz alta. Acércate.

– Catherine…

– Tú hazlo y nada más. Te prometo que no lo vas a lamentar.

– Oh, Dios mío, es increíble.

– ¿No debo dejarlo, entonces?

– Estás tan preciosa haciéndolo…

– Quiero que lo goces.

– Y yo quiero que tú lo goces.

– Puedo enseñarte cómo.

– Me parece que ya sé cómo.

– Ah, Peter, tu lengua es maravillosa. Oh, por favor, acaríciame los pechos mientras haces eso.

– Quiero estar dentro de ti.

– Date prisa, Peter.

– Ohhh, estás tan suave, tan estupenda. Oh, Dios, Catherine. Me voy a…

– ¡Espera! Todavía no, cariño. Hazme un favor. Tiéndete boca arriba. Deja que me encargue yo de todo lo demás.

Jordan obedeció. Catherine la tomó en su mano y la condujo al interior de su cuerpo. Podía haberse limitado a seguir allí tendida y dejar que Peter terminase, pero ella lo deseaba de aquella otra forma. Siempre supo que Vogel le haría hacer eso a ella. ¿Para qué iba a querer un agente femenino, si no era para seducir a oficiales aliados y robarles sus secretos? Catherine siempre pensó que el oficial sería un hombre gordo, velludo, viejo y feo, no como Peter. Si iba a ser la puta de Kurt Vogel, también podía disfrutar un poco con ello. «Oh, Dios, Catherine, no deberías hacer esto. No deberías perder el control de esta manera.» Pero no podía evitarlo. Lo estaba pasando en grande. Y estaba perdiendo el control. Echó la cabeza hacia atrás, cogió los pezones con los dedos índice y pulgar, le «dio cuerda al reloj» y al cabo de un momento notó que una oleada de calor estallaba dentro de ella y la anegaba y que a continuación de esa oleada venía otra oleada maravillosa…


Era tarde, lo menos debían de ser las cuatro, aunque Catherine no estaba segura porque la oscuridad le impedía ver el reloj de encima de la mesita de noche. No importaba. Lo único que importaba era que Peter Jordan dormía a pierna suelta junto a ella. La respiración de Peter era profunda y regular. Habían cenado copiosamente, habían bebido una barbaridad y habían hecho el amor dos veces. A menos que tuviera el sueño ligero, era muy probable que no se despertase aunque la Luftwaffe efectuara en aquel momento una de sus incursiones. Catherine se deslizó fuera de la cama, se puso la bata de seda que él le había dejado y cruzó silenciosamente la habitación. La puerta del dormitorio estaba entornada. Catherine la abrió unos centímetros, franqueó el umbral y la cerró tras de sí.

El silencio repicaba en sus oídos. Notó dentro del pecho el martilleo del corazón. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse. Había trabajado demasiado duro -había arriesgado en demasía- para alcanzar aquel punto. Un error tonto y todo lo que había hecho se vendría abajo. Se movió rápidamente por la estrecha escalera. Crujió un peldaño. Se inmovilizó y esperó, atento el oído por si Jordan se despertaba. En la calle, un coche hizo salpicar sibilante el agua de un charco. Ladró un perro en alguna parte. Sonó a lo lejos la bocina de un camión. Catherine comprendió que eran los ruidos nocturnos normales, que sonaban siempre sin que interrumpiesen el sueño de la gente. Descendió la escalera a toda velocidad y avanzó hacia el vestíbulo. Encontró las llaves en una mesita, junto su bolso. Las cogió y puso manos a la obra.

Sus objetivos para aquella noche eran limitados. Deseaba garantizarse un acceso regular al estudio de Jordan y sus documentos personales. Para ello le era necesario disponer de una copia de las llaves de la puerta de entrada, de la del estudio y de la cartera de mano. El llavero de Jordan tenía varias. La de la puerta de la fachada resultaba evidente; era mayor que las demás. Catherine introdujo la mano en su bolso y extrajo un pedazo de arcilla blanda de color castaño. Separó la llave que iba a ser maestra y la apretó contra la arcilla, para sacar una impronta limpia. También era evidente el llavín de la cartera; el más pequeño. Repitió el proceso, sacando otra impronta limpia. La de la puerta del estudio era más difícil de determinar; podían ser varias de las que estaban en el llavero. Sólo existía un modo de averiguar cuál era. Catherine cogió su bolso y la cartera de Jordan, lo llevó todo pasillo adelante hasta la cerrada puerta del estudio y empezó a probar las distinta llaves. La cuarta encajó en la cerradura. Catherine la sacó de la cerradura y la oprimió en el bloque de arcilla.

Ya podía dejarlo y sería una noche provechosa. Estaba en condiciones de sacar duplicados de las llaves, volver cuando Jordan no estuviera en casa y fotografiar todo lo que había en el estudio. Eso haría, pero deseaba sacarle aún más partido a aquella noche. Quería demostrar a Vogel que lo había conseguido en toda la línea, que Catherine Blake era una agente dotada de gran talento. Calculó que llevaba fuera de la cama menos de dos minutos. Podía permitirse emplear otros dos más.

Abrió la puerta del estudio, entró y encendió la luz. Era una habitación hermosa, amueblada, como la sala de estar, con estilo masculino. Una mesa escritorio enorme, un sillón de cuero y una mesa de dibujo con un alto taburete delante. Catherine volvió a meterla mano en el bolso y retiró dos objetos, su cámara fotográfica y Mauser con silenciador. Dejó la pistola encima de la mesa escritorio. Levantó la cámara, miró por el visor y tomó dos fotos de la estancia. Acto seguido abrió al cartera de Jordan. Estaba prácticamente vacía sólo contenía un billetero, una funda de gafas y una pequeña agenda con tapas de cuero. Pensó: «Al menos, es un principio. Quizás en la agenda figurasen nombres de personajes importantes con los que Jordan se había entrevistado. Si la Abwehr supiese con quién se reunía, tal vez lograsen descubrir la naturaleza de su trabajo.

¿Cuántas veces hizo aquello en el campo de entrenamiento? Dios, había perdido la cuenta: lo menos un centenar, siempre con Vogel encima, comprobando la ejecución con el puñetero cronómetro en la mano. «¡Demasiado tiempo! ¡Demasiado ruido! ¡Demasiada luz! ¡Insuficiente! ¡Vienen por ti! ¡Te han cogido! ¿Qué haces ahora?» Dejó la agenda encima del escritorio y encendió la lámpara de mesa. Tenía un brazo plegable y una pantalla en forma de cúpula por encima de la bombilla para dirigir la luz hacia abajo, perfecta para fotografiar documentos.

«Tres minutos. ¡Ahora tienes que trabajar rápido, Catherine!»Abrió el cuaderno de notas y ajustó la lámpara para que proyecta se la luz directamente sobre la página. Si tomaba la foto en un ángulo equivocado o si la luz estaba demasiado próxima, los negativos se estropearían. Procedió de acuerdo con las instrucciones de Vogel y empezó a accionar el disparador. Nombres, fechas, breves notas garabateadas a mano. Fotografió unas cuantas páginas más y luego encontró algo importante. Una página contenía toscos es bozos de una figura semejante a una caja. En la página había números que parecían representar dimensiones. Catherine la fotografió para asegurarse de que captaba la imagen.

«Cuatro minutos.» Una cosa más esta noche: la caja fuerte. Estaba sujeta al suelo, junto al escritorio. Vogel le había dado una combinación que teóricamente la abriría. Se arrodilló e hizo girar el cilindro de la combinación. Seis dígitos. Cuando marcó el último número notó que el cilindro encajaba en su sitio. Empuñó el tirador y presionó. El pestillo se acopló en la posición de apertura. La combinación funcionó. Se abrió la puerta y Catherine echó una mirada al interior de la caja: dos carpetas rebosantes de papeles. varios cuadernos de hojas sueltas. Llevaría horas fotografiarlo todo. Enfocó la cámara hacia el interior y tomó una foto.

«Cinco minutos.» La hora de volver a ponerlo todo en su sitio original. Cerró la puerta de la caja fuerte y volvió a girar el cilindro. Colocó cuidadosamente el pedazo de arcilla dentro del bolso, de forma que no alterase las marcas de las llaves. Siguieron la cámara y la Mauser. Devolvió la agenda de Jordan a su lugar dentro de la cartera y cerró ésta. Después apagó la luz y salió del cuarto. Echó la llave a la puerta.

«Seis minutos. Demasiado tiempo.» Lo llevó todo de nuevo al vestíbulo y volvió a dejar encima de la mesa las llaves, la cartera y el bolso. ¡Misión cumplida! Necesitaba una excusa. Tenía sed. Era verdad: a causa de los nervios su boca estaba reseca. Entró en la cocina, tomó un vaso del aparador y lo llenó de agua fresca del grifo. Lo bebió inmediatamente, volvió a llenarlo y lo llevó escaleras arriba hacia la habitación.

Simultáneamente con el alivio que la anegaba, Catherine experimentó una estupenda sensación de poder y triunfo. Por fin, tras meses de adiestramiento y años de espera, había hecho algo. Se dio cuenta de pronto que le gustaba espiar: la satisfacción de planear y ejecutar meticulosamente la operación, el placer infantil de conocer un secreto, de enterarse de algo que alguien no quería que se supiera. Vogel tuvo razón desde el principio, naturalmente. Ella era perfecta en todos los aspectos.

Abrió la puerta y entró en el dormitorio.

Peter Jordan estaba sentado en la cama a la luz de la luna.

– ¿Dónde andabas? Me tenías preocupado.

– Me moría de sed.

Catherine no pudo creer que aquella voz tranquila y sosegada fuera la suya.

– Espero que se te haya ocurrido traerme a mí también un poco de agua -dijo Jordan.

«¡Oh, gracias a Dios!» Catherine volvió a respirar.

– Claro que te la he traído.

Le tendió el vaso de agua, que Jordan se apresuró a beber.

– ¿Qué hora es? -preguntó Catherine.

– Las cinco de la mañana. Tengo que estar en pie dentro de una hora para asistir a una reunión convocada para las ocho. Ella le besó.

– Así que disponemos de una hora.

– Catherine, es posible que no pueda…

– Ah, vamos, apuesto a que sí puedes.

Dejó que la bata de seda se desprendiese de encima de sus hombros, tomó el rostro de Peter y se lo llevó a los pechos.


Entrada aquella mañana, Catherine Blake marchaba a largos pasos por el Chelsea Embankment, mientras una lluvia gélida y ligera caía a través del río. En el curso de su período de preparación, Vogel le había proporcionado una serie de veinte puntos de encuentro, cada uno de ellos en un lugar distinto del centro de Londres, cada uno de ellos a una hora distinta. La había obligado a aprendérselos de memoria. Catherine había dado por supuesto que Vogel obró del mismo modo en el caso de Horst Neumann antes de enviarle a Inglaterra. Según las reglas, a Catherine le correspondía decidir si el encuentro iba o no iba a consumarse. Si observaba algo que no le gustase -una cara sospechosa, hombres en un coche aparcado-, anularía la cita y volverían a intentarlo en el siguiente punto de la lista a la hora especificada en el programa.

Catherine no vio nada fuera de lo corriente. Consultó su reloj de pulsera: había llegado con dos minutos de antelación. Continuó paseando e, inevitablemente, pensó en lo ocurrido la noche anterior. Le preocupaba la posibilidad de haber llevado las cosas con Jordan demasiado lejos, de haber ido demasiado deprisa. Confió en que a Peter no le escandalizaran las cosas que le había hecho a su cuerpo ni las cosas que Catherine le había pedido que le hiciera al suyo. Tal vez una inglesa de clase media no se habría comportado de aquella forma. «Demasiado tarde para arrepentirse ahora, Catherine».

La mañana había sido como vivir un sueño. Era como si ella hubiese entrado por arte de magia en otra persona y se hubiera integrado en su mundo. Se vistió y preparó café mientras Jordan se afeitaba y duchaba; la apacible escena doméstica le resultó extraña. Sintió como una puñalada de miedo cuando Peter dio la vuelta a la llave de la puerta y entró en su estudio. «¿Dejé algo fuera de su sitio? ¿Se dará cuenta de que anoche estuve ahí?» Compartieron un taxi. Durante el corto trayecto hasta la plaza de Grosvenor otro pensamiento asaltó a Catherine: «¿Y si no desea volver a verme?». Hasta aquel momento eso no se le había ocurrido. A menos que Peter se sintiera interesado por ella, todos sus esfuerzos habrían sido en balde. Sus temores carecían de base. Al llegar el taxi a la plaza de Grosvenor, Peter le pidió que cenase con él aquella noche en un restaurante italiano de la calle Charlotte.

Catherine dio media vuelta y desanduvo lo andado por el Embankment. Neumann ya se encontraba allí. Caminaba hacia ella, con las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón y el sombrero de fieltro calado casi hasta los ojos. Tenía buena presencia para agente de campo: menudo de figura, anónimo y, sin embargo, vagamente amenazador. Si se le ponía un traje, también podía asistir a cualquier cóctel en Belgravia. Vestido como iba en aquel momento, podía pasear por los muelles más peligrosos de Londres sin que nadie se aventurara a meterse con él. Catherine se preguntó si Neumann habría estudiado arte dramático, como ella.

– Tienes cara de no estar dispuesta a hacerle ascos a una taza de café -dijo Neumann-. Cerca de aquí hay un bar estupendo, cálido y acogedor

Le ofreció el brazo, Catherine aceptó y caminaron Embankment adelante. Hacía un frío intenso. Ella le entregó la película, que Neumann se echó al bolsillo como el que se guarda la calderilla de un cambio. Vogel le había entrenado bien.

– Sabes dónde has de entregar eso, supongo -dijo Catherine.

– Plaza de Cavendish. Un hombre de la embajada portuguesa llamado Hernandes lo recogerá esta tarde a las tres y lo incluirá en la valija diplomática. Estará en Lisboa esta noche y en Berlín mañana por la mañana.

– Estupendo.

– A propósito, ¿qué es?

– La agenda de Peter Jordan y unas cuantas fotos de su estudio. No gran cosa, pero es un principio.

– Impresionante -comentó Neumann ¿Cómo lo conseguiste?

– Le induje a invitarme a cenar; luego le dejé que me llevara a la cama. Me levanté en mitad de la noche y me colé en su gabinete. La combinación funcionó. También vi lo que guardaba en la caja fuerte.

Neumann meneó la cabeza.

– Infernalmente arriesgado. Si llega a bajar la escalera, te habrías visto en un buen compromiso.

– Ya lo sé. Por eso necesito esto. -Sacó del bolso y le entregó el molde de arcilla con la impronta de las llaves-. Busca a alguien que saque copias y las dejas hoy en mi piso. Mañana, cuando Jordan vaya a trabajar, volveré, entraré en su casa y tiraré fotos de todo lo que haya en el estudio.

Neumann se guardó el bloque de arcilla.

– Muy bien. ¿Algo más?

– Sí, a partir de ahora, se acabaron las conversaciones como esta. Tropezamos uno contra otro, te paso la película, te marchas y se la das al portugués. Si tienes algún mensaje para mí, lo escribes y me lo pasas. ¿Entendido?

– Entendido.

Interrumpieron la marcha.

– Bueno, le espera una jornada de trabajo ajetreada, señor Porter.-Le besó en la mejilla y le dijo al oído-: Me he jugado el cuello para hacerme con esos objetos. No la jodamos ahora.

Dio media vuelta y se alejó Embankment abajo.


El primer problema con el que se enfrentaba Horst Neumann aquella mañana era encontrar a alguien que hiciese copias de las llaves de Peter Jordan. Ningún establecimiento prestigioso del West End haría duplicados de llaves sobre la base de un molde de arcilla. En realidad, lo más probable es que telefonearan de inmediato a la Policía Metropolitana y lo arrestasen. Lo que le hacía falta era trasladarse a un barrio donde pudiera encontrar un cerrajero dispuesto a hacer el trabajo a un precio razonable. Caminó a lo largo del Támesis, cruzó el puente de Battersea y se dirigió al sur de Londres.

A Neumann no le costó mucho tiempo dar con lo que estaba buscando. Una bomba había hecho añicos la luna del escaparate del local. En aquel momento la estaban cubriendo con tableros contrachapados. Neumann entró. No había clientes, sólo, detrás del mostrador, un anciano vestido con camisa azul oscuro y un sucio mandil.

– ¿Hace usted llaves, compañero? -preguntó Neumann. El empleado inclinó la cabeza en dirección a la muela. Neumann se sacó del bolsillo el pedazo de arcilla.

– ¿Puede hacer llaves a partir de moldes como estos? -Sí, pero le, saldrán un poco caras.

– ¿Qué tal le suenan diez chelines?

El hombre sonrió; le faltaban la mitad de los dientes, más o menos.

– Me suenan a música divina. -Tomó el pequeño bloque de arcilla-. Las tendrá mañana a mediodía.

– Las necesito ahora.

El empleado le obsequió con otra muestra de su horrible sonrisa.-Bueno, pues en tal caso le va a costar otros diez chelines. Neumann puso el dinero encima del mostrador.

– Esperaré mientras las prepara, si no le importa.

– Como si estuviera en su casa.


Escampó por la tarde. Neumann se dio unas caminatas tremendas. Y cuando no estaba andando era porque subía o bajaba de un autobús o entraba y salía del metro. Apenas guardaba un recuerdo borroso del Londres de su infancia y la verdad era que disfrutaba enormemente recorriendo la ciudad. Era un alivio verse libre del aburrimiento de Hampton Sands. Allí no podía hacer otra cosa que no fuera correr por la playa, leer y ayudar a Sean en los prados con las ovejas. Al abandonar la ferretería, se guardó en el bolsillo los duplicados de las llaves y cruzó de nuevo el puente de Battersea. Sacó el pedazo de arcilla, lo aplastó con la mano para borrar las improntas y lo arrojó al Támesis. El trozo de barro quebró la superficie con un sordo blup y desapareció bajo las aguas arremolinadas.

Callejeó por Chelsea y Kensington, para adentrarse finalmente por Earl’s Court. Puso las llaves dentro de un sobre y lo echó en el buzón de Catherine. Después almorzó sentado a una mesa junto a la ventana de un abarrotado café. Una mujer que estaba un par de mesas más allá empezó a lanzarle miradas insinuantes, pero Neumann llevaba un periódico a guisa de protección y la esquivó como pudo, limitándose a sonreírle en las casuales ocasiones en que sus ojos coincidían. No dejaba de ser tentador; la mujer era bastante atractiva y podía resultar agradable matar con ella el resto de la tarde y apartarse de la calle durante un rato. Sin embargo, el asunto representaba no poca inseguridad. Pagó la cuenta, dedicó un guiño a la mujer y salió del establecimiento.

Quince minutos después se detuvo en una cabina telefónica, descolgó el auricular y marcó un número urbano. Le respondió un hombre que hablaba con forzado acento inglés. Cortésmente, Neumann preguntó por un tal señor Smythe; el individuo del otro extremo de la línea, en tono protestón y algo más vehemente de la cuenta, dijo que en aquel número no había nadie que se llamase Smythe. Acto seguido colgó violentamente. Neumann sonrió y devolvió el auricular a su horquilla. El diálogo era un vulgar código. El hombre era el correo portugués, Carlos Hernandes. Cuando Neumann llamara y preguntase por alguien cuyo nombre empezaba por S, el correo tenía que ir a la plaza de Cavendish y recoger el material.

Aún le quedaba una hora por matar. Anduvo por Kensington, rodeó Hyde Park y llegó a Marble Arch. La capa de nubarrones se hizo más espesa y empezó a llover…, sólo unas pocas gotas gruesas y frías, para empezar, como preámbulo para anunciar el aguacero que iba a seguir. Se zambulló en una librería abierta en una calleja que desembocaba en la plaza de Portman. Curioseó un poco y rechazó la oferta de ayuda que le brindó una muchacha de cabellara morena que, de pie en lo alto de una escalera, colocaba un montón de libros en el anaquel superior de la estantería. Neumann seleccionó un volumen de T. S. Eliot y una novela reciente de Graham Greene titulada El Ministerio del miedo. Al pasar por caja, la joven dependienta manifestó su entusiasmo por Eliot e invitó a Neumann a tomar café cuando ella saliese a las cuatro. Neumann declinó la invitación, pero dijo que pasaba con frecuencia por la zona y que volvería en algún momento. La chica le sonrió, puso los libros en una bolsa de papel y aseguró que le encantaría que lo hiciese. Neumann salió de la librería acompañado del tintineo de la campanilla sujeta en lo alto de la puerta.

Llegó a la plaza de Cavendish. El aguacero se había reducido a una llovizna helada. Hacía demasiado frío para sentarse en un banco de la plaza, así que dio varías vueltas por allí, sin apartar la vista del portal de la esquina suroeste. Al cabo de veinte minutos se presentó el hombre grueso.

Llevaba traje gris, abrigo del mismo color y sombrero hongo. Y actuaba como si estuviese a punto de asaltar un banco. Introdujo la llave en la cerradura de la puerta, dando la impresión de que se aprestaba a entrar en territorio enemigo y pasó al interior. Cuando la puerta se hubo cerrado, Neumann cruzó la plaza, sacó la película del bolsillo de la chaqueta y la depositó a través de la ranura del buzón. Oyó el gruñido que, al otro lado de la puerta, emitió el hombre gordo al agacharse para recogerla. Neumann se alejó, reanudó su paseo por la plaza, siempre vigilando la casa. El diplomático portugués emergió cinco minutos después, encontró un taxi al cabo de un momento y desapareció.

Neumann consultó su reloj de pulsera. Faltaba una hora para coger el tren. Pensó en volver a la librería en busca de la muchacha. La idea de tomar café y mantener una conversación inteligente le resultaba muy sugestiva. Pero la charla más inocente era un potencial campo minado. Hablar el idioma y entender la cultura eran dos cosas muy distintas. Podía escapársele cualquier comentario estúpido que despertara las sospechas de la joven. No merecía la pena correr el riesgo.

Dejó la plaza de Cavendish, con los libros bajo el brazo, tomó el metro hacia el este, rumbo a la calle Liverpool, donde abordó el tren de última hora de la tarde con destino a Hunstanton.

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