TERCERA PARTE

31

Berlín


– Se llama Operación Mulberry -empezó el almirante Canaris-, y hasta el momento no tenemos la más ligera idea acerca de lo que se trata.

En los labios del Brigadeführer Walter Schellenberg aleteó una sonrisa que se volatilizó con la misma rapidez con que se evapora la lluvia de verano. Durante el paseo a caballo que a primera hora de la mañana habían hecho juntos por el Tiergarten, Canaris no había dicho a Schellenberg nada de aquello. El almirante lanzó una rápida mirada a Schellenberg para captar su reacción, sin sentir un ápice de remordimiento por haber ocultado la noticia al joven general. Aquellos encuentros ecuestres tenían una norma tácita fundamental: se daba por sentado que cada uno de ambos hombres las utilizaba en beneficio propio. Canaris decidía compartir o reservarse una información sobre la base de una fórmula simple: «¿Ayuda a mi causa?». Mentir descaradamente se desaprobaba. Mentir conducía a represalias, y las represalias deterioraban la atmósfera afable de los paseos a caballo.

– Hace unos días, la Luftwaffe tomó estas fotos durante sus vuelos de reconocimiento. -Canaris puso dos ampliaciones sobre la ornamentada mesita baja en torno a la cual estaban sentados-. Esto es Selsey Bill, en el sur de Inglaterra. Tenemos la certeza casi absoluta de que estos centros de trabajo están relacionados con el proyecto. -Canaris utilizó como puntero una pluma de plata-. Es evidente que en esos lugares se está construyendo a toda prisa algo de grandes proporciones. Se han acumulado allí enormes cantidades de cemento, armazones y vigas de acero. En esta fotografía resulta visible un andamiaje gigantesco.

– Impresionante, almirante Canaris -dijo Hitler-. ¿Qué más sabe?

– Sabemos que varios destacados ingenieros británicos y estadounidenses colaboran en el proyecto. También sabemos que en él participa el general Eisenhower. Por desgracia, hasta ahora se nos ha escapado una pieza importante del rompecabezas: el objetivo de esas estructuras. -Canaris hizo una pausa-. Encontrar esa pieza perdida muy bien podría capacitamos para resolver el problema de la invasión aliada.

Hitler estaba visiblemente impresionado por las noticias de Canaris.

– Tengo una pregunta más, herr almirante -dijo-. La fuente de su información, ¿cuál es?

Canaris titubeó. Se contrajo el rostro de Himmler, que dijo:

– Seguramente, almirante Canaris, no creerá que nada de lo que se ha dicho aquí esta mañana va a trascender de esta habitación, ¿no?

– Naturalmente que no, herr Reichsführer. Uno de nuestros agentes en Londres obtiene la información directamente de un miembro importante del equipo de la Mulberry. La fuente de la filtración ignora que se le ha comprometido. Según las fuentes del Brigadeführer Schellenberg, la Inteligencia británica está enterada de nuestra operación, pero no ha sido capaz de interrumpirla.

– Cierto -confirmó Schellenberg-. Sé de muy buena tinta que el MI-5 opera en estado de crisis.

– Bien, bien. ¿No es reconfortante?, el SD y la Abwehr trabajando conjuntamente, para variar, en vez de tirarse a degüello. Quizá sea un síntoma de las cosas buenas que están al caer. -Hitler se volvió hacia Canaris-. Tal vez el Brigadeführer Schellenberg pueda ayudarle a aclarar el acertijo de esos bloques de hormigón armado.

– Justamente es lo que yo estaba pensando -sonrió Schellenberg.


32

Londres


Catherine Blake echaba trocitos de pan duro a las palomas de Trafalgar Square. Un lugar estúpido para los encuentros, pensó. Pero a Vogel le robaba el corazón la imagen de sus agentes reuniéndose tan cerca de la sede del poder británico. Había entrado en la plaza por el sur, tras cruzar St. James’s Park y recorrer Pall Mall. Se suponía que Neumann iba a aparecer por el norte, procedente de St. Martin’s Place y el Solio. Como de costumbre, Catherine llegó con un par de minutos de antelación. Antes de proceder al encuentro, deseaba comprobar que a Neumann no le habían seguido. La lluvia de la mañana arrancaba reflejos brillantes a la plaza. Un viento helado soplaba desde el río y silbaba a través de los sacos terreros. Las ráfagas hacían bailar el cartel que indicaba la situación de un refugio próximo, como si la propia señal no conociese a ciencia cierta la dirección.

Catherine miraba al norte, hacía St. Martin’s Place, cuando Neumann llegaba a la plaza. Le observó acercarse. Un denso grupo de peatones avanzaban por la acera, empujándose unos a otros, detrás de Neumann. Algunos continuaron hacia St. Martin’s Place, otros se desviaron y, como Neumann, empezaron a cruzar la plaza. No había forma de saber con certeza si alguien le seguía. Catherine desmigó el resto del pan y se puso en pie. Sobresaltadas, las palomas emprendieron el vuelo y como una escuadrilla de Spitfires surcaron el aire hacia el río.

Catherine echó a andar hacia Neumann. Estaba especialmente deseosa de entregar aquella película. La noche anterior Jordan había llevado a casa un cuaderno de notas nuevo -uno que ella no había visto antes- y lo guardó en la caja fuerte. Por la mañana, cuando Jordan marchó a su oficina de la plaza de Grosvenor, Catherine volvió a la casa. En cuanto la asistenta se fue, Catherine se coló en el edificio, utilizando sus llaves, y fotografió el cuaderno de principio a fin.

Neumann se encontraba ya a pocos metros. Catherine había puesto la película dentro de un sobre pequeño. Lo sacó y se dispuso a deslizarlo en la mano de Neumann, al pasar junto a él, y seguir andando. Pero Neumann se detuvo frente a ella, cogió el sobre y le entregó un trozo de papel.

– Un mensaje de nuestro amigo -dijo, y a continuación se hundió entre el gentío.

Catherine leyó el mensaje de Vogel mientras tomaba café en un bar de la plaza de Leicester. Lo releyó para asegurarse de que lo había entendido. Cuando terminó, dobló la nota y la guardó en el bolso. La quemaría cuando volviera a su piso. Dejó el cambio encima de la mesa y salió del bar.

Vogel iniciaba la nota con un elogio hacia el trabajo que Catherine había realizado hasta entonces. Pero luego decía que se necesitaban datos más pormenorizados. También quería un informe por escrito que relacionase todos los pasos dados hasta aquel momento: cómo efectuó el acercamiento, cómo consiguió tener acceso a los papeles privados de Jordan y todo cuanto Jordan le había dicho. Catherine creyó comprender lo que aquello significaba. Ella estaba pasando información secreta de alta calidad y Vogel quería asegurarse de que la fuente no estaba comprometida.

Caminó hacia el norte, Charing Cross Road arriba. Se detenía de vez en cuando para, con la excusa de mirar un escaparate, cerciorarse de si la seguían o no. Dobló al llegar a la calle Oxford y se puso en la cola de un autobús. Al llegar el vehículo, subió a él y se sentó hacia la parte de atrás.

Catherine supuso que el material que Jordan llevaba a casa no representaría un cuadro completo de su labor. Era lógico. Según el informe que le dieron los Pope, Jordan se movía diariamente entre un par de despachos: uno era la sede de la JSFA de la plaza de Grosvenor, el otro una oficina próxima más pequeña. Cada vez que trasladaba material de uno a otro, llevaba la cartera esposada a la muñeca.

Catherine precisaba ver aquel material.

¿Pero cómo?

Pensó en un segundo tropiezo, un supuesto encuentro casual en plena plaza, en Grosvenor Square. Lo engatusaría para volver a casa y pasar la tarde juntos en la cama. Era una maniobra cargada de riesgo. La coincidencia de otro encuentro casual podía despertar los recelos de Jordan. Tampoco se contaba con ninguna garantía de que se mostrase propicio a volver a casa con ella. E incluso aunque lo hiciese a ella le resultaría poco menos que imposible escabullirse de la cama en mitad de la tarde y fotografiar el contenido de la cartera. Catherine recordó algo que Vogel dijo durante el período de formación: «Cuando los oficiales de despacho se tornan descuidados, los agentes de campo mueren». Decidió armarse de paciencia y esperar. Si seguía gozando de la confianza de Jordan, tarde o temprano el secreto de la labor que desempeñaba aparecería en la cartera. Ella facilitaría a Vogel su informe por escrito, pero de momento no iba a cambiar de táctica.

Catherine miró por la ventanilla. Se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, aún en Oxford Street, ¿pero en qué parte de la calle Oxford? Se había concentrado de modo tan intenso en Vogel y Jordan que se le había ido el santo al cielo. El autobús cruzó Oxford Circus y Catherine se tranquilizó. Fue entonces cuando reparó en la mujer que la observaba. Estaba sentada al otro lado del pasillo, de cara a Catherine, y tenía la vista clavada en ella. Catherine volvió la cabeza y fingió mirar por la ventanilla, pero la mujer continuó sin quitarle ojo. «¿Qué diablos pasa con esa maldita mujer? ¿Por qué me mira de esa forma?» Echó un vistazo al rostro de la mujer. Algo en aquella cara le resultó remotamente familiar.

El autobús se acercaba a la parada siguiente. Catherine reunió sus cosas. No se expondría lo más mínimo. Se apearía inmediatamente. El autobús redujo la marcha y se detuvo junto al bordillo. Catherine se aprestó a echar pie a tierra. Y entonces la mujer cruzó el pasillo, la tocó en el brazo y dijo:

– Anna, querida. ¿Eres realmente tú?


El sueño recurrente comenzó a raíz del asesinato de Beatrice Pymm. Cada vez empieza del mismo modo. Ella está jugando en el suelo del cuarto de vestir de su madre. Sentada frente al tocador, su madre se empolva un semblante inmaculado. Papá entra en el cuarto. Viste esmoquin con medallas prendidas en la pechera. Se inclina, besa a mamá en el cuello y le dice que tienen que darse prisa si no quieren llegar tarde. A continuación se presenta Kurt Vogel. Lleva traje oscuro, como un empresario de pompas fúnebres, y su cara es la de un lobo. Sostiene tres cosas: un precioso estilete de plata con diamantes y rubíes que forman una cruz gamada en la empuñadura, una pistola Mauser con el silenciador acoplado al cañón, y un maletín con una radio en su interior. «Rápido -le susurra a ella-. No debemos llegar tarde. El Führer se muere de ganas de conocerte.»

Atraviesa Berlín en un carruaje tirado por caballos. El lobo Vogel camina con paso elástico y ligero detrás del vehículo. La fiesta es como una nube iluminada por velas. Hermosas mujeres bailan con hombres hermosos. Hitler perora en el centro de la sala. Vogel la incita a hablar con el Führer. Ella se desliza entre la rutilante multitud y se da cuenta de que todo el mundo la está mirando. Cree que lo hacen porque es guapa, pero al cabo de un momento todas las conversaciones se han interrumpido, la orquesta ha dejado de tocar y todo el mundo la contempla a ella fijamente.

– ¡No eres una niña! ¡Eres una espía de la Abwehr!

– ¡No, no lo soy!

– ¡Claro que lo eres! ¡Por eso llevas un estilete y esa radio!

– ¡No! ¡No es verdad!

Hitler dice entonces:

– Tú eres la que mató en Suffolk a aquella pobre mujer…, Beatrice Pvmm.

– ¡No es verdad! ¡No es verdad!

– ¡Detenedla! ¡Ahorcadla!

Todos se ríen de ella. De pronto está desnuda y las carcajadas arrecian. Se vuelve hacia Vogel en busca de ayuda, pero Vogel ha huido y la ha dejado. Y en ese momento estalla en gritos y se sienta en la cama, bañada en sudor, y se dice que sólo era un sueño. Nada más que una tonta y maldita pesadilla.


Catherine Blake tomó un taxi hasta Marble Arch. El episodio del autobús la ha dejado hecha un flan. Se mortifica a sí misma por no haber sabido manejar mejor la situación. Cuando la mujer la llamó por su verdadero nombre, Catherine saltó del autobús precipitadamente, alarmada, y se alejó a toda prisa. Debió de haber permanecido en el asiento y explicado calmosamente a la mujer que estaba equivocada. Al no hacerlo así, cometió un terrible error. En el autobús, varias personas le vieron la cara. Fue su peor pesadilla.

Aprovechó el trayecto en taxi para tranquilizarse y repasar mentalmente todo el incidente. Siempre supo que existía una remota posibilidad de tropezarse con alguien que la reconociera. Había vivido dos años en Londres, tras la muerte de su madre, cuando a su padre lo destinaron a la embajada alemana en la capital británica. Asistió a un colegio de señoritas inglés, aunque no entabló amistad íntima con ninguna compañera. Después de aquella temporada volvió al país en otra ocasión; pasó unas breves vacaciones con María Romero, en 1935. Se hospedaron en casa de unos amigos de María y conoció a muchas otras personas de buena posición económica, en fiestas, restaurantes y teatros. Tuvo una fugaz aventura amorosa con un muchacho inglés cuyo nombre no podía recordar. Vogel había llegado a la conclusión de que era un riesgo aceptable. Catherine sabía que verdaderamente eran remotas las probabilidades de tropezarse con alguien que la conociese.

Sí ocurría tal cosa, la respuesta tipo que debía de dar era: «Lo siento, pero debe de haberme confundido con otra persona»: Durante seis años, aquello no sucedió. Se había vuelto negligente. Cuando ocurrió, se dejó dominar por el pánico.

Recordó por último quién era la mujer. Se llamaba Rose Morely y fue cocinera en la casa de su padre en Londres. Catherine apenas se acordaba de ella, sólo de que guisaba bastante mal y de que siempre servía la carne demasiado hecha. Catherine tuvo muy poco contacto con la mujer. Era sorprendente que Rose Morely la hubiese reconocido.

Catherine tenía dos opciones: hacer caso omiso y pretender que aquello no había sucedido o investigar y determinar la magnitud de los daños.

Eligió la segunda disyuntiva.

Al llegar a Marble Arch, pagó al taxista y se apeó. El crepúsculo se desvanecía rápidamente, para fundirse con el oscurecimiento. En Marble Arch confluían cierto número de líneas de autobús, incluida la del coche del que salió huyendo. Con un poco de suerte, Rose Morely se apearía allí para hacer transbordo. El autobús en el que iba estaría entonces doblando para bajar por Park Lane hacia Hyde Park Comer. Si Rose se quedaba en el autobús, Catherine intentaría subir a él sin que la viese.

El autobús se acercó. Rose Morely seguía ocupando el mismo asiento. El vehículo redujo la marcha y la mujer se puso en pie. Rose se apeó por la puerta de atrás.

Catherine se adelantó.

– Eres Rose Morely, ¿verdad? -dijo.

La mujer se quedó boquiabierta a causa de la sorpresa.

– Sí… y tú eres Anna. Sabía que eras tú. Tenías que serlo. No has cambiado nada desde que eras niña. ¿Pero cómo has llegado aquí sin…?

– Cuando me di cuenta de que eras tú, seguí al autobús en un taxi -la interrumpió Catherine.

El sonido de su propio nombre, pronunciado en medio de la gente, la hizo estremecerse. Tomó a Rose Morely por un brazo y la llevó hacia la penumbra de Hyde Park.

– Demos un paseo -dijo Catherine-. Ha pasado tanto tiempo, Rose.


Aquella tarde, Catherine mecanografió el informe para Vogel. Lo fotografió, lo quemó en la pila del lavabo e hizo lo propio con la cinta de la máquina, tal como le había enseñado Vogel. Al levantar la cabeza vio su rostro reflejado en el espejo. Apartó la mirada. La tinta y la ceniza habían ennegrecido la pila del lavabo. También tenía negros los dedos y las manos.

Catherine Blake, espía.

Cogió la pastilla de jabón y empezó a frotarse los dedos con ella,

No fue una decisión difícil. Cumplirla fue peor de lo que había podido imaginar. «Emigré a Inglaterra antes de la guerra -había explicado, mientras caminaban por un sendero y la noche acentuaba la oscuridad-. No pude seguir soportando la idea de vivir por más tiempo bajo el gobierno de Hitler. Las cosas que estaba haciendo, especialmente a los judíos, eran verdaderamente horribles.»

Catherine Blake, embustera.

«-Deben de habértelo hecho pasar muy mal.

»-¿Qué quieres decir?

»-Las autoridades, la policía. -En un susurro-: La Inteligencia militar.

»-No, no fue nada difícil. En absoluto.

»-Ahora trabajo para un hombre llamado Higgins, el comandante Higgins. Cuido de sus hijos. Su esposa murió durante un bombardeo, pobrecilla. El comandante Higgins está en el Almirantazgo. Dice que se daba por supuesto que toda persona que entró en el país antes de la guerra tenía que ser un espía alemán.

»-¿De veras?

»-Estoy segura de que al comandante Higgins le interesará saber que no se metieron contigo.

»-No hay ninguna necesidad de mencionarle esto al comandante Higgins, ¿no te parece, Rose?»

Pero no había escapatoria. El pueblo británico tenía plena conciencia de la amenaza que representaban los espías. Estaba en todas partes: en los periódicos, en la radio, en las películas. Rose no era tonta. Comentaría el encuentro al comandante Higgins, el comandante Higgins telefonearía al MI-5 y el MI-5 rastrillaría todo el centro de Londres en su busca. La minuciosa preparación con que creó su cobertura saltaría por los aires a causa de un encuentro casual con una criada que había leído demasiadas novelas de espías.

Hyde Park durante el oscurecimiento. Podía tratarse del bosque de Sherwood si no fuera por el distante zumbido del tráfico que llegaba desde Bayswater Road. Habían encendido sus linternas, dos frágiles líneas de luz amarilla. Rose sostenía en la otra mano la bolsa en la que llevaba la compra. «Dios mío, intenta alimentar a los niños con ciento catorce gramos de carne a la semana. Me temo que se van a quedar atrofiados y canijos.» Por delante de ellas se destacó un grupo de árboles, una informe mancha negra recortada contra la última tenue claridad del cielo occidental. «Tengo que irme ya, Anna. Me ha alegrado mucho volver a verte.» Avanzaron juntas un poco más. Hazlo ahí, entre los árboles. Nadie lo verá. La policía lo atribuirá a algún malhechor o a algún refugiado. Todo el mundo sabe que, con la guerra, el índice de criminalidad ha alcanzado niveles alarmantes en el West End. Llévate su comida y su dinero. Que parezca un robo que se complicó. «Ha sido estupendo verte de nuevo después de tantos años, Rose.» Se despidieron en la arboleda. Rose siguió hacia el norte; Catherine, hacia el sur. Luego, Catherine dio media vuelta y siguió a Rose. Introdujo la mano en el bolso y sacó la Mauser. La muerte tenía que ser rápida. «Rose, se me ha olvidado una cosa.» Rose se detuvo y se volvió. Catherine alzó la pistola y antes de que Rose pudiese emitir un sonido recibió un certero balazo que le atravesó el ojo.

La maldita tinta no se iba. Se enjabonó las manos una vez más y las frotó con un cepillo hasta dejárselas casi en carne viva. Se preguntó por qué aquella vez no se sintió enferma. Vogel dijo que al cabo de una temporada todo resultaba más sencillo. El cepillo acabó con la tinta. Se volvió a mirar en el espejo, pero en esa ocasión no apartó la vista. Catherine Blake, homicida. Catherine Blake, asesina.

33

Londres


Alfred Vicary pensó que una tarde en casa podría sentarle bien. Deseaba andar un poco, de modo que salió de la oficina una hora antes de la puesta de sol, con tiempo suficiente para adentrarse en Chelsea antes de que le sorprendiera el oscurecimiento y se quedara desamparado. Era una tarde estupenda, fresca pero sin lluvia y prácticamente sin viento. Vagaban por las alturas del West End hinchados nubarrones grises en cuyo vientre ponían tonos rosados los resplandores del sol poniente. La vida hormigueaba en Londres. Observó la multitud de personas que circulaban por la plaza del Parlamento, admiró las baterías antiaéreas de Birdcage Walk, atravesó los silenciosos desfiladeros georgianos de Belgravia. El aire invernal le sentaba de maravilla a sus pulmones y recurrió a su fuerza de voluntad para abstenerse de fumar. Había contraído una tos seca como la que solía aquejarte en Cambridge durante los exámenes finales y se prometió renunciar a todas aquellas malditas cosas cuando acabase la guerra.

Cruzó la plaza de Belgravia y se dirigió hacia la plaza de Sloane. El encanto se había roto; el caso volvía a darle vueltas en la cabeza. En realidad nunca había dejado de pensar en él. A veces lograba apartarlo un poco más lejos que en otras ocasiones. Enero había desembocado en febrero. Pronto llegaría la primavera y luego la invasión. Y era posible que su triunfo o su fracaso cayera de lleno sobre los hombros de Vicary.

Pensó en el último mensaje descifrado por los criptógrafos de Bletchley Park. Aquel mensaje lo enviaron la noche anterior a un agente que operaba dentro de Inglaterra. En él no figuraba ningún nombre en clave, pero Vicary daba por sentado que el destinatario era uno de los espías a los que estaba persiguiendo. El mensaje decía que la información recibida era muy buena, pero que se necesitaban más detalles. También solicitaba un informe acerca del modo en que el agente entró en contacto con la fuente. Vicary buscó un resquicio de esperanza. Si Berlín necesitaba más datos era porque no tenía el cuadro completo. Y si no tenía el cuadro completo, aún se contaba con un margen de tiempo para que Vicary taponase la filtración. La naturaleza del caso era tan desoladora que la lógica de aquello le permitió cobrar ánimos.

Atravesó la plaza de Sloane y se aventuró por Chelsea. Pensó en otras tardes como aquella, mucho tiempo atrás -antes de la guerra, antes del puñetero oscurecimiento-, cuando volvía a casa tras salir del University College con una cartera rebosante de libros y papeles. Sus preocupaciones eran entonces mucho más simples. ¿He dormido a mis alumnos con la lección de hoy? ¿Acabaré mi siguiente libro antes de la fecha tope de entrega?

A veces se le ocurría alguna cosa más mientras caminaba. Era un funcionario de contraespionaje condenadamente bueno, dijera Boothby lo que dijese. Además, estaba bien dotado por naturaleza. Carecía de vanidad. No requería alabanzas ni panegíricos. Se sentía perfectamente satisfecho con esforzarse en secreto y guardar para sí sus victorias. Le encantaba la circunstancia de que nadie supiera lo que realmente estaba haciendo. Era de natural sigiloso y reservado, y su tarea de oficial de inteligencia reforzaba esa característica.

Pensó en Boothby: ¿Por qué retiró el expediente de Vogel y después mintió acerca de ello? ¿Por qué se negó a que Vicary se adelantase y avisara a Eisenhower y Churchill? ¿Por qué interrogó a Karl Becker pero no transmitió la evidencia de que existía una red alemana independiente? A Vicary no se le ocurrió ninguna explicación lógica para tales actos de Boothby. Eran como notas con las que Vicary no lograba componer una melodía agradable.

Llegó a su casa en Draycott Place. Entró por la puerta de atrás, en el oscurecido salón, dio un rápido repaso a la correspondencia sin contestar acumulada durante varios días. Consideró la conveniencia de invitar a cenar a Alice Simpson, pero llegó a la conclusión de que carecía de las fuerzas necesarias para mantener un diálogo educado. Llenó de agua caliente la bañera y puso su cuerpo en remojo mientras escuchaba la música sentimental que emitía la radio. Bebió un vaso de whisky y leyó la prensa. Desde su incorporación al mundo secreto del espionaje no creía una palabra de lo que decían, El teléfono empezó a sonar entonces. Tenía que ser una llamada del despacho, nadie más se molestaba ya en telefonearle. Salió trabajosamente de la bañera y se puso una bata. El teléfono estaba en el estudio. Descolgó y dijo:

– ¿Sí, Harry?

– Tu conversación con Karl Becker me ha dado una idea -manifestó Harry, sin preámbulo.

Las gotas de agua que se desprendían del cuerpo de Vicary caían sobre los papeles desperdigados encima de la mesa. La mujer de la limpieza tenía terminantemente prohibido pensar siquiera en franquear la puerta del estudio. Como consecuencia de ello, aquella estancia era una isla de desorden académico en el por otra parte estéril e inmaculado hogar.

– Anna Steiner vivió en Londres dos años con su padre diplomático, a principios de los veinte. Los diplomáticos ricos tenían criados: mayordomos, cocineras, doncellas.

– Todo eso es cierto, Harry. Espero que nos lleve a alguna parte.

– Me he pasado tres días haciendo investigaciones en todas las agencias de la ciudad, tratando de averiguar los nombres de las personas que trabajaron en esos domicilios.

– Buena idea.

– He conseguido algunos. La mayor parte han muerto; los otros son tan viejos como la orografía. Pero hay un nombre prometedor: Rose Morely. De joven trabajó de cocinera en casa de los Steiner. Hoy he descubierto que trabaja para un tal comandante Higgins, del Almirantazgo, en la casa de éste en Marylebone.

– Buen trabajo, Harry. Concierta una cita para mañana por la mañana; es lo primero que hay que hacer.

– Esa era mi intención, pero resulta que alguien le descerrajó un tiro en el ojo y dejó el cadáver de la mujer tirado en medio de Hyde Park.

– Me visto en cinco minutos.

– Hay un coche esperándote a la puerta de tu casa.

Cinco minutos después, Vicary salía y echaba la llave a la puerta. Se percató en aquel preciso momento de que había olvidado por completo su cita para almorzar con Helen.


El conductor era una atractiva joven de la sección femenina de la Armada británica, que no produjo el menor sonido durante el breve trayecto. Le dejó lo más cerca que pudo de la escena del crimen: a unos doscientos metros, al pie de una suave elevación. Había empezado otra vez a llover y a Vicary le prestaron un paraguas. Se apeó y cerró la portezuela con cuidado, como si acabase de llegar a un cementerio para asistir a un entierro. Vio por delante varios rayos de luz blanca que surcaban el espacio como reflectores en miniatura que tratasen de localizar un bombardero Heinkel en el cielo nocturno. Al acercarse, una de las linternas proyectó el rayo de luz sobre él y Vicary tuvo que protegerse los ojos del resplandor. El paseo resultó más largo de lo que había calculado; la elevación era más bien una pequeña colina. La hierba era alta y estaba mojadísima. Las perneras de los pantalones se le empaparon a Vicary desde los pies hasta las rodillas, como si hubiera vadeado una corriente de agua. Al llegar a ellos, los rayos de luz de las linternas descendieron como espadas. Un comisario jefe de esto o de lo otro le cogió del codo amablemente y le acompañó el resto del camino. Tuvo el buen sentido de no pronunciar el nombre de Vicary.

Habían montado apresuradamente una especie de tienda de lona alquitranada sobre el cadáver. El agua formaba una diminuta laguna en el centro y caía por los bordes como una pequeña cascada. Harry estaba en cuclillas junto al cráneo destrozado. Harry en su elemento, pensó Vicary. Parecía tan natural y relajado como si estuviese descansando un rato a la sombra, en un caluroso día de verano. Vicary examinó la escena. El cuerpo había caído de espaldas y aterrizó con los brazos y las piernas extendidos, como un chiquillo haciendo el avión sobre la nieve. Alrededor de la cabeza, la tierra aparecía negra de sangre. Una mano aún se cerraba sobre la tela de una bolsa de la compra y Vicary vio dentro de la bolsa latas de hortalizas y alguna clase de carne envuelta en papel de carnicero. El papel chorreaba sangre. El contenido del bolso de mano estaba diseminado en torno a los pies. Vicary no descubrió ninguna moneda entre los objetos.

Harry vio a Vicary de pie allí, en silencio, y se le acercó. Permanecieron uno junto a otro durante un momento, sin pronunciar palabra, como asistentes a un funeral junto a una tumba. Vicary se palpó los bolsillos en busca de sus gafas de lectura con cristales de media luna.

– Podría ser una coincidencia -expuso Harry-, pero la verdad es que no creo en ellas. Sobre todo cuando afectan a una mujer muerta de un balazo en un ojo. -Hizo una pausa y, al final, dijo con cierta emoción-: Dios, jamás vi nada parecido. Los hampones callejeros no disparan a la gente en el rostro. Sólo lo hacen los profesionales.

– ¿Quién encontró el cadáver?

– Un transeúnte. Le interrogaron. Su historia parece encajar.

– ¿Cuánto tiempo lleva muerta?

– Sólo unas horas. Lo que significa que la mataron a última hora de la tarde o a primera hora de la noche.

– ¿Y no oyó nadie el disparo?

– No.

– Quizás el arma llevaba silenciador.

– Es posible.

Se acercó el comisario.

– Vaya, pero si es Harry Dalton, el hombre que resolvió el caso de Spencer Thomas. -El comisario jefe lanzó una ojeada a Vicary y luego posó de nuevo su mirada sobre Harry-. Me han dicho que ahora trabajas para los irregulares.

Harry consiguió esbozar una tenue sonrisa.

– Hola, jefe.

– Declaro este asunto cuestión de seguridad a partir de ahora -dijo Vicary-. Tendrá usted los documentos precisos en su escritorio mañana por la mañana. Quiero que Harry coordine las investigaciones. Todo ha de pasar por él. Harry redactará una declaración en su nombre. Quiero que esto se considere oficialmente un robo que se complicó fatalmente. Describa la herida con precisión. No se extienda en detalles acerca del lugar del crimen. Quiero que el comunicado oficial diga que la policía busca a un par de refugiados de origen indefinido a los que se vio en el parque hacia la hora del asesinato. Y quiero que sus hombres procedan con discreción. Gracias, comisario. Harry, te veré a primera hora de la mañana.

Harry y el comisario contemplaron a Vicary mientras se alejaba cojeando colina abajo, hasta que desapareció engullido por la viscosa negrura. El comisario se volvió hacia Harry.

– Cielo santo, ¿cuál es su jodido problema?


Harry permaneció en Hyde Park hasta que se llevaron el cadáver. Lo que se produjo pasada la medianoche. Se trasladó luego en el coche de uno de los agentes de policía. Hubiera podido pedir un automóvil del departamento, pero no quería que el departamento supiese a donde iba. Se apeó del coche a escasa distancia del piso de Grace Clarendon y recorrió a pie el resto del camino. La mujer le había vuelto a dar la llave y Harry entró en el piso sin llamar. Grace siempre dormía como un chiquillo: boca abajo, extendidos los brazos y las piernas. Un pie muy blanco asomaba por debajo de la ropa de la cama. Harry se desvistió a oscuras e intentó meterse en la cama sin despertarla. Los muelles del colchón chirriaron bajo su peso. Grace se agitó, se dio media vuelta y le besó.

– Pensé que ibas a dejarme otra vez, Harry.

– No, lo que pasa es que ha sido una noche muy larga y muy sórdida.

Ella se incorporó apoyada en un codo.

– ¿Qué ha pasado?

Harry se lo contó. No había secretos entre ellos.

– Es posible que la matara el agente que estamos buscando. -Parece que has visto un fantasma.

– Fue horrible. Le descerrajaron un tiro en la cara. Es difícil olvidar una cosa como esa, Grace.

– ¿Puedo yo hacértelo olvidar?

Harry llegó deseando dormir. Estaba agotado y dar vueltas alrededorde un cadáver siempre le hacía sentirse sucio. Pero Grace empezó a besarle, muy despacio, al principio, y muy suavemente. Después le rogó que la ayudara a quitarse el floreado camisón de franela y a partir de ahí se desencadenó la locura. Grace le hacía el amor como una posesa, clavándole las uñas y arañándole el cuerpo, apretando como si tratase de extraer veneno de una herida. Y cuando la penetró, Grace se puso a llorar y a implorarle que no volviese a dejarla nunca más. Y luego, cuando ella dormía tendida junto a él, a Harry le asaltó el pensamiento más horrible de su vida. se sorprendió a sí mismo alimentando la esperanza de que el esposo de Grace no volviese de la guerra.

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En la tarde del día siguiente se congregaron alrededor de un modelo a gran escala de Puerto Mulberry en una habitación secreta del 47 de Grosvenor Square: los oficiales estadounidenses y británicos destinados al proyecto, el jefe personal del estado mayor de Churchill, el general sir Hastings Ismay y un par de generales del estado mayor de Eisenhower, que permanecieron sentados tan rígidos y quietos que se les podía haber tomado por estatuas.

La reunión empezó con bastante cordialidad, pero al cabo de unos minutos los ánimos se exaltaron. Hubo acusaciones y contraacusaciones, imputaciones de distorsión y morosidad e incluso algunos insultos personales con arrepentimiento inmediato. «¡Los cálculos de construcción británicos fueron demasiado optimistas!…» «¡Ustedes, los norteamericanos son también demasiado impacientes, bueno, demasiado condenamente estadounidenses!» Todos convinieron en que aquello era culpa de la presión y volvieron a empezar desde el principio.

El resultado de la invasión dependía de tener o no tener los puertos artificiales emplazados en su sitio y en condiciones operativas inmediatamente después de la llegada de las primeras tropas. Pero faltaba poco más de tres meses para el Día D y el proyecto Mulberry se estaba quedando desesperanzadamente rezagado respecto al programa establecido. «Son los malditos Fénix», silabeó uno de los oficiales ingleses asignado a uno de los más conseguidos componentes del Mulberry.

Pero era cierto: las gigantescas estructuras de hormigón, espina dorsal del proyecto, se hallaban peligrosamente retrasadas. Eran tantos los problemas que el asunto hubiera resultado divertido de no ser tan altas las apuestas en juego. Se padecía una crítica insuficiencia de cemento y de hierro para las armazones y barras de refuerzo.

Se disponía de excesivamente escasos lugares para llevar a

cabo la obra y de ningún espacio en los puertos del sur de Inglaterra para anclar las unidades terminadas. Tampoco se contaba con el número necesario de obreros cualificados, y los disponibles para el trabajo estaban debilitados y mal nutridos por culpa de la falta de alimentos.

Era un desastre. Sin los cajones actuando como rompeolas, todo el proyecto Mulberry era irrealizable. Necesitaban a alguien que fuese a primera hora de la mañana a los emplazamientos donde se construían las estructuras para que emitiese un juicio realista y determinara si los Fénix podrían estar concluidos a tiempo, alguien que hubiera supervisado ya proyectos importantes y estuviera capacitado para diseñar modificaciones sobre el terreno una vez la obra estuviera en proceso de construcción.

Eligieron al antiguo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, el capitán de fragata Peter Jordan.


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Londres


La muerte por disparo de arma de fuego cometida en Hyde Park cubrió las primeras ediciones de la prensa vespertina londinense. Todos los periódicos incluían citas de la capciosa declaración de la policía. Los investigadores presentaban el asesinato como un intento de robo que degeneró en homicidio; la policía buscaba a dos hombres que suponían oriundos de Europa oriental -muy probablemente polacos- a los que se había visto cerca del lugar del crimen poco antes de que se produjera. Harry incluso se había sacado de la manga una un tanto ambigua descripción de los sospechosos. Los periódicos lamentaban el escandaloso incremento de la violencia criminal que se experimentaba en el West End y que había llegado con la guerra. Los reportajes se complementaban con entrevistas a hombres y mujeres que en los últimos meses sufrieron agresiones físicas y robos por parte de bandas de refugiados transitorios, soldados borrachos y desertores.

Vicary sintió un ramalazo de culpabilidad al hojear los periódicos en su despacho a primera hora de la tarde. Creía que la palabra escrita era algo sagrado y mentir a la prensa y al público le creaba remordimientos. Su sensación de culpa no tardó en aliviarse. Era imposible decir la verdad: que Rose Morely podía muy bien haber sido asesinada por un espía alemán.

A media tarde, Harry Dalton y su equipo de colaboradores de la Policía Metropolitana había encajado ya las piezas de las últimas horas de la vida de Rose Morely. Harry estaba en el despacho de Vicary, con sus largas piernas descansando encima de la mesa, de forma que Vicary se veía obligado a contemplar el espectáculo de las gastadas suelas de los zapatos de Harry.

– Hemos entrevistado a la doncella de la casa del comandante Higgins -explicó Harry-. Dice que Rose salió a hacer la compra. La mayoría de las tardes regresaba antes de que los niños volvieran del colegio. El recibo que encontramos en la bolsa correspondía a una tienda de la calle Oxford, próxima a Tottenham Court Road.

Interrogamos al tendero. Se acordaba de la mujer. En realidad, se acordaba de todos los artículos que Rose había comprado. Dijo que ésta le contó que había tropezado con otra conocida, una criada como ella. Tomaron el té juntas en un bar de la acera de enfrente. Hablamos con la camarera del bar. Lo confirmó.

Vicary escuchaba atentamente, mientras se estudiaba las manos.

– La camarera dice que Rose cruzó Oxford Street y se puso en la cola de un autobús que iba hacia el oeste. Puse un hombre en todos los autobuses que pude. Hace cosa de media hora dimos con el cobrador del autobús en que viajó Rose. La recordaba muy bien. Dijo que Rose mantuvo una breve conversación con una mujer muy alta y muy atractiva que saltó del autobús precipitadamente. Dijo que cuando el autobús llegó a Marble Arch, la misma mujer muy alta y muy atractiva estaba esperando allí. Dijo que nos hubiera llamado por propia iniciativa, pero que los papeles explicaban que la policía contaba ya con sus sospechosos y que ninguno de ellos era una mujer muy alta y muy atractiva.

Asomó la cabeza una mecanógrafa, para decir:

– Siento interrumpirte, Harry, pero tienes una llamada. El sargento detective Colin Meadows. Dice que es urgente.

Harry contestó a la llamada en su mesa.

– ¿Es usted el mismo Harry Dalton que solucionó el caso de Spencer Thomas?

– En persona -respondió Harry-. ¿En qué puedo servirle?

– Me ha interesado el homicidio a tiros de Hyde Park. Me parece que tengo algo para usted.

– Suéltelo, sargento detective. Aquí, el tiempo apremia, trabajamos bajo su presión.

– Tengo entendido que la sospechosa es una mujer -dijo Meadows-. Alta, atractiva, de treinta a treinta y cinco años de edad. -Es posible. ¿Qué sabe usted?

– He estado trabajando en el caso del asesinato de Pope.

– He leído algo sobre él -repuso Harry-. Se me hace muy cuesta arriba creer que alguien tuviera pelotas suficientes para degollar a Vernon Pope y a su chica.

– Lo cierto es que a Pope le metieron un cuchillo por un ojo.

– ¿De veras?

– Sí -insistió Meadows-. Y a su moza en el corazón. Una puñalada precisa… quirúrgica, casi.

Harry recordó lo que había dicho el patólogo del ministerio del Interior respecto al cadáver de Beatrice Pymm. La última costilla del costado izquierdo presentaba una muesca. Posiblemente una herida de puñal hacia el pecho.

– Pero los periódicos… -articuló Harry.

– Uno no puede fiarse de lo que lee en los periódicos, ¿verdad, Harry? Cambiamos las descripciones de las heridas para escardar majaretas. Le sorprendería la cantidad de individuos que quieren atribuirse el mérito de haber liquidado a Vernon Pope.

– En realidad, no creo que me sorprendiera. Era un hijo de puta de cuidado. Siga, sargento detective.

– La noche en que liquidaron a Pope vieron entrar en el almacén de los hermanos Pope a una mujer cuya descripción se corresponde con la de su dama. Tengo dos testigos.

– ¡Dios mío!

– Mejor aún. Inmediatamente después del asesinato, Robert Pope y uno de sus esbirros irrumpieron en una pensión de Islington en busca de una mujer. Parece que tenían una dirección equivocada. Se largaron como un par de liebres. Pero no sin antes darle un buen repaso a la patrona.

– ¿Por qué no me entero de esto hasta ahora? -saltó Harry-. ¡A Pope lo mataron hace cosa de quince días!

– Porque mi súper cree que estoy dando palos de ciego, que sigo una pista falsa. Está convencido de que a Pope lo eliminó un rival. No quiere que perdamos el tiempo con teorías alternativas, como lo expresa él.

– ¿Quién es el súper?

– Kidlington.

– ¡Oh, Dios! ¿Saint Andrew?

– El mismo que viste y calza. Hay otra cosa. Interrogué a Robert Pope una vez la semana pasada. Quiero volver a hacerlo, pero se lo ha tragado la tierra. No hemos podido localizarle.

– ¿Está Kidlington ahí en este momento?

– Le veo sentado en su despacho, entregadísimo en cuerpo y alma a su maldito papeleo.

– No deje de mirarlo. Creo que disfrutará con esto.


Harry casi se dejó el alma y la vida en su carrera a toda velocidad, de su despacho al de Vicary. Se lo contó precipitadamente, pasando por los detalles tan rápidamente que en dos ocasiones Vicary le pidió que se interrumpiera, diese marcha atrás y empezase de nuevo desde el principio. Cuando concluyó, Harry marcó el número por él y tendió el auricular a Vicary.


– Hola, ¿hablo con el comisario jefe Kidlington? Aquí, Alfred Vicary, de la Oficina de Guerra… Me encuentro perfectamente, gracias. Pero me temo que voy a necesitar un poco de su más bien importante ayuda. Se trata del asesinato de Pope. Voy a declararlo materia de seguridad. Un miembro de mi personal irá a su despacho inmediatamente. Se llama Harry Dalton. Puede que se acuerde usted de él. ¿Sí? Estupendo. Me gustaría tener una copia del expediente completo del caso. ¿Que por qué? Me temo que no puedo darle más detalles, comisario. Gracias por su colaboración. Buenas tardes.

Vicary colgó. Dejó caer ruidosamente la palma de la mano contra la superficie de la mesa, miró a Harry y sonrió por primera vez en varias semanas.


Catherine Blake puso en su bolso lo necesario para la velada: su estilete, su pistola Mauser, su cámara fotográfica. Iba a reunirse con Jordan para cenar. Daba por sentado que después de la cena volverían al domicilio de Jordan para hacer el amor; siempre ocurría así. Preparó té y leyó los periódicos de la tarde. El asesinato de Rose Morely en Hyde Park era la gran noticia de la jornada. Las autoridades policiacas creían que el homicidio era un intento de robo cuyo control perdieron los delincuentes y que degeneró en asesinato. Incluso tenían un par de sospechosos. Precisamente lo que ella había pensado. Era perfecto. Se desnudó y tomó un baño prolongado. Se estaba secando el pelo con la toalla cuando sonó el teléfono. En toda Gran Bretaña sólo había una persona que tuviera su número: Peter Jordan. Catherine fingió sorpresa al oír llegar su voz desde el otro extremo de la línea.

– Me temo que hemos de cancelar la cena. Discúlpame, Catherine. Es que ha surgido algo muy importante.

– Comprendo.

– Aún estoy en el despacho. Tendré que quedarme aquí hasta bastante entrada la noche.

– Peter, no estás obligado a darme explicaciones.

– Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Tengo que salir de Londres por la mañana temprano, muy temprano, y antes de hacerlo he de terminar una barbaridad de trabajo.

– No voy a simular que no estoy decepcionada. Me ilusionaba mucho pasar la noche contigo. Hace dos días que no te veo.

– A mí me parece un mes. También yo deseaba verte.

– ¿Eso está completamente descartado?

– No volveré a casa hasta las once, por lo menos.

– Estupendo.

Y a las cinco de la mañana habrá un coche esperándome en la puerta.

– Eso también me parece estupendo.

– Pero, Catherine…

– He aquí mi propuesta. Nos encontramos a la puerta de tu casa a las once de la noche. Preparo un poco de comida. Tú, mientras, te relajas y te preparas para tu viaje.

– Necesito dormir un poco.

– Te dejaré dormir. Lo prometo.

– Últimamente no hemos dormido mucho estando juntos.

– Me esforzaré todo lo que pueda para contener mis impulsos.

– Te veré a las once.

– Maravilloso.


La luz roja de encima de la doble puerta del despacho de Boothby llevaba encendida mucho rato. Vicary alargó la mano para pulsar el timbre por segunda vez -flagrante violación de uno de los edictos de Boothby-, pero interrumpió el gesto. Al otro lado de las gruesas puertas oyó dos voces que se elevaban impulsadas por la discusión. Una era femenina, la otra correspondía a Boothby. «¡No puedes hacerme esto!» Era la voz de mujer, repentinamente alta y ligeramente histérica. La de Boothby respondió en tono algo más calmado, como un padre que sermoneara sosegadamente a un chico díscolo. Sintiéndose un poco tonto, Vicary aplicó el oído a la línea donde coincidían los dos batientes de la puerta.

«¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!» De nuevo la voz de la mujer. A continuación, el sonoro chasquido de un portazo. La luz se puso verde de pronto. Vicary prescindió de ello. El despacho de sir Basil tenía una entrada particular, que sólo utilizaban el propio amo y señor y el director general. No era absolutamente privada; si Viscary permanecía allí el tiempo suficiente, la mujer doblaría la esquina y él tendría ocasión de echarle una mirada. Oyó el tableteo de sus zapatos de tacón alto al repicar irritadamente contra el suelo del pasillo. Dobló la esquina. Era Grace Clarendon. Se detuvo en seco y entrecerró sus ojos verdes al mirar disgustada a Vicary. Una lágrima descendía por su mejilla. La eliminó con un brusco movimiento de la mano y luego desapareció pasillo adelante.

– Te escucho -dijo.


Vicary le puso al corriente en cinco minutos. Dio cuenta a Boothby de los resultados obtenidos, durante la jornada, en la investigación del asesinato de Rose Morely. Habló de la posible conexión entre el agente alemán y el homicidio de Vernon Pope. Explicó que encontrar a Robert Pope para interrogarle era una necesidad perentoria. Solicitó que todo hombre disponible colaborase en la búsqueda de Pope. A lo largo de todo el informe verbal de Vicary, Boothby mantuvo un silencio estoico. Había suspendido sus habituales paseos y movimientos nerviosos y parecía escuchar con más atención que de costumbre.

– Bueno -dijo Boothby-. Esta es la primera buena noticia que recibimos en relación con este caso. Espero por tu bien que note equivoques y que esas dos muertes estén relacionadas.

Empezó a hablar de la importancia de la paciencia y de la minuciosidad de los preparativos. Vicary estaba pensando en Grace Clarendon. Le asaltó la tentación de preguntar a Boothby el motivo por el que la mujer había pasado por su despacho, pero no pudo soportar la idea de recibir otra conferencia acerca de la necesidad de saber. Aquello le atormentaba terriblemente. Había calculado mal. Para apuntarse un tanto inútil en una discusión perdida de antemano, había puesto la cabeza de Grace en el tajo del verdugo, y Boothby la había cortado. Se preguntó si la mujer recibió la boleta del despido o si escapó sólo con una severa reprimenda. Era un miembro valioso de la plantilla, inteligente y consagrada a la tarea.

– Telefonearé ahora mismo al jefe de los vigilantes -dijo Boothby- y le ordenaré que te proporcione todos los hombres de los que pueda prescindir.

– Gracias, sir Basil -Vicary se levantó, dispuesto a retirarse.

– Sé que hemos tenido nuestras diferencias sobre este caso, Alfred, y espero que no te equivoques en lo que se refiere a este asunto. -Boothby titubeó-. Hace un momento estuve hablando con el director general.

– ¿Ah, sí?

– Te ha concedido las proverbiales veinticuatro horas. Si todo esto no da frutos, me temo que te van a retirar del caso.


Al retirarse Vicary, Boothby alargó la mano a través de la mesa y descolgó el auricular de su teléfono de seguridad. Marcó el número y aguardó a que contestaran.

Como de costumbre, el hombre del otro extremo de la línea se abstuvo de identificarse, sólo articuló:

– ¿Sí?

Boothby tampoco se identificó.

– Parece que nuestro amigo está a punto de echar mano a su presa -dijo-. El segundo acto está a punto de empezar.

El hombre del otro extremo de la línea murmuró unas pocas palabras y luego cortó la comunicación.


El taxi se detuvo a las once y cinco frente a la casa de Peter Jordan, al otro lado de la calle. Catherine vio a Jordan de pie en la acera, ante la puerta de entrada, con la linterna del oscurecimiento en la mano. Catherine se apeó y pagó al taxista. Al fondo de la calle se puso en marcha un motor. El taxi se alejó. Catherine bajó de la acera, avanzó hacia Jordan y oyó el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos al girar sobre la húmeda calzada. Catherine volvió la cabeza en dirección al ruido y vio la furgoneta que se lanzaba a gran velocidad sobre ella. La tenía ya a escasos metros, demasiado cerca para que pudiera esquivarla. Catherine cerró los ojos y esperó la muerte.


Dicky Dobbs no había matado a nadie en toda su vida. Desde luego, había roto su buena ración de huesos y machacado su no menos considerable cantidad de rostros. Incluso dejó lisiado a un individuo que se negó a soltar la pasta correspondiente a la cuota de protección. Pero nunca se llevó por delante una vida humana. «Disfrutaría lo mío cargándome a esa zorra.» La individua había asesinado a Vernon y a Vivie. A él le dio esquinazo tantas veces ya que había perdido la cuenta. Y Dios sabe lo que estaría haciendo con el oficial norteamericano. El taxi dobló la esquina y entró en la calle a oscuras. Dicky accionó suavemente la llave de puesta en marcha y encendió el motor de la furgoneta. Pisó un poco el pedal del acelerador para que el combustible empezase a llegar al motor. Luego posó la mano en el cambio de marcha, que estaba en punto muerto, y esperó. El taxi arrancó y se alejó. La mujer empezó a cruzar la calle. Dicky desembragó, puso la velocidad y pisó a fondo el acelerador.


Una cálida y mórbida oscuridad la envolvió. No fue consciente de nada, sólo de un lejano repique que tañía en sus oídos. Intentó abrir los ojos pero no pudo. Intentó respirar pero no pudo. Pensó en su padre y en su madre. Pensó en María y soñó que estaba de nuevo en España, tendida encima de una cálida roca junto al río. Nunca había habido guerra; Kurt Vogel no había entrado en su vida. Luego, poco a poco, empezó a notar un dolor agudo en la nuca y un peso tremendo que le oprimía el cuerpo. Sus pulmones pidieron oxígeno a gritos. Tuvo náuseas, pero seguía sin poder respirar. Vio luces brillantes, como cometas, que surcaban un vasto vacío negro. Algo la sacudía. Alguien pronunciaba su nombre. Y de pronto comprendió que no estaba muerta. Las náuseas se interrumpieron y por fin pudo llevar aire a sus pulmones. Entonces abrió los ojos y vio el rostro de Peter Jordan. «Catherine, ¿me oyes, cariño? ¿Estás bien? ¡Dios, creo que intentó matarte! ¿Puedes oírme, Catherine?»


Ninguno de los dos tenía mucho apetito. Los dos deseaban algo de beber. Jordan tenía una cartera esposada a la muñeca; era la primera vez que la llevaba consigo a casa. Jordan se llegó al estudio y lo abrió. Catherine le oyó luego accionar el seguro del arca de caudales, abrir la pesada puerta y después volver a cerrarla. Salió del estudio y pasó al salón. Sirvió dos copas grandes de coñac y subió con ellas al dormitorio.

Se desnudaron despacio mientras bebían el coñac. Catherine se las veía y se las deseaba para sostener la suya. Le temblaban las manos, el corazón le martilleaba en el pecho y tenía la sensación de que iba a marearse. Hizo un esfuerzo para tomar un sorbo de coñac. El calor de la bebida la sostuvo y notó que empezaba a tranquilizarse.

Había cometido un terrible error de cálculo. Nunca debió acudir a los Pope. Debió haber pensado en otro medio. Pero aún había cometido otra equivocación. Debió haber matado también a Robert Pope y a Dicky Dobbs, cuando tuvo ocasión de hacerlo.

Jordan se sentó en el borde de la cama, junto a ella.

– No sé cómo puedes tomarte esto con tanta calma -dijo-. Al fin y al cabo, han estado a punto de matarte hace un momento. Se te permite mostrar alguna emoción.

Otro error. Debería comportarse como si estuviera asustada. Debería pedirle que la animase y le dijera que todo iba arreglarse. Debería darle las gracias por haberle salvado la vida. Ya no pensaba con claridad. El asunto estaba desmadrándose, se daba cuenta. Rose Morely… Los Pope… Pensó en la cartera de mano que Jordan acababa de guardar en la caja de caudales. Pensó en lo que contendría. Pensó en que la había llevado a casa encadenada a la muñeca. El secreto más importante de la guerra -el secreto de la invasión- muy bien podía estar a su alcance. ¿Y si realmente estaba allí? ¿Y si ella lograba robarlo? Quería salir de aquello. Ya no se sentía segura. Ya no se sentía capaz de llevar la doble vida que había llevado durante seis años. Ya no se sentía capaz de continuar aquella aventura con Peter Jordan. Ya no se sentía capaz de entregarle su cuerpo cada noche y luego colarse a hurtadillas en el estudio. «Una misión, y luego fuera.» Vogel le había prometido eso. Le obligaría a cumplirlo.

Catherine terminó de desvestirse y se echó encima del cobertor. Jordan continuaba sentado en el borde de la cama, bebiéndose el coñac y con la mirada fija en la oscuridad.

– Se llama reserva inglesa -explicó Catherine-. No se nos permite mostrar nuestras emociones ni siquiera cuando estamos a un tris de morir atropellados durante el oscurecimiento.

– ¿Cuándo se les permite mostrar sus emociones? -dijo Jordan, aún con la vista perdida.

– A ti también podían haberte matado esta noche, Peter-dijo- ¿Por qué lo hiciste?

– Porque cuando vi que aquel condenado idiota iba derecho a ti me di cuenta de una cosa. Comprendí que estaba completa, desesperada, locamente enamorado de ti. Lo he estado desde el preciso instante en que irrumpiste en mi vida. Jamás pensé que alguien pudiera hacerme feliz otra vez. Pero tú lo has hecho, Catherine. Y me aterra la posibilidad de perder otra vez esa dicha.

– Peter -murmuró ella dulcemente.

Jordan estaba de espaldas a ella. Catherine levantó los brazos, cogió por los hombros y tiró de él hacia abajo, pero el cuerpo de Peter se había puesto rígido.

– Siempre me he preguntado dónde estaba yo en el preciso instante en que ella murió. Sé que parece morboso, pero eso me ha obsesionado durante mucho tiempo. Porque no estuve allí con ella. Porque mi esposa murió sola en una autopista de Long Island durante un temporal. Siempre me he preguntado si no hubo algo que yo pudiera haber hecho. Y mientras estaba ahí esta noche vi que se repetía la misma circunstancia. Pero esta vez podía hacer algo…, algo para evitar la tragedia. Así que lo hice.

– Gracias, muchas gracias por salvarme la vida, Peter Jordan.

– Créeme, los motivos fueron puramente egoístas. He tenido que esperar mucho tiempo para encontrarte, Catherine Blake, y por nada del mundo quiero vivir sin ti.

– ¿Lo dices de verdad?

– Con el corazón en la mano.

Catherine alargó de nuevo los brazos hacia él y en esa ocasión Jordan respondió. Ella le besó una y otra vez.

– ¡Dios, no sabes cuánto te quiero, Peter!

Le sorprendió la facilidad con que la mentira brotó de sus labios. De súbito, Peter la deseó ardientemente. Tendida de espaldas, Catherine separó los muslos y, cuando él la penetró, levantó el cuerpo contra el de él. Arqueó la espalda y notó que Peter se hundía en ella profundamente. Sucedió de un modo tan repentino que le arrancó un jadeo. Cuando todo hubo acabado, Catherine se encontró riendo tontamente.

Jordan apoyó la cabeza en sus pechos.

– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

– Sólo que me has hecho muy feliz. Peter… ¡No sabes lo feliz que soy!


Alfred Vicary mantuvo una inquieta vigilia en St. James Street. A las nueve bajó la escalera y se dirigió a la cantina en busca de algo de comer. La minuta era tan atroz como de costumbre: sopa de patatas y pescado blanco hervido al vapor que sabía como si llegase directamente del río. Pero Vicary se encontró con que tenía un hambre de lobo, hasta el punto de que tomó una segunda ración. Otro funcionario, un antiguo abogado que parecía arrastrar una resaca crónica, propuso a Vicary, jugar una partida de ajedrez. Vicary jugó mal, sin entusiasmo, pero se las arregló para rematar la partida con una serie de movimientos un tanto brillantes. Confió en que eso fuera un símbolo premonitorio del giro que iba a tomar el caso.

Grace Clarendon se cruzó con él en la escalera. Apretaba contra el pecho una brazada de expedientes, como una estudiante lleva los libros. Lanzó a Vicary una mirada malévola y siguió estruendosamente escaleras abajo hacia la mazmorra del Registro.

De regreso a su despacho, Vicary intentó trabajar -la red Becker reclamaba su atención-, pero no estaba por la labor. «¿Por qué no nos contaste todo eso antes?»

«Se lo dije a Boothby.»

Harry dio el parte por primera vez: nada.

Necesitaba dormir una hora. El repiqueteo de los teletipos del cuarto contiguo, en otro tiempo tan tranquilizador, sonaba ahora como un fragor de martillos neumáticos. Su pequeño catre de campaña, antes liberación del insomnio, se había convertido en emblema de todo lo que iba mal en su vida. Durante treinta minutos anduvo de un lado a otro del despacho, golpeando con los puños la pared de un extremo y luego la del otro, no sin hacer un alto de vez en cuando en el centro de la estancia. La señora Blanchard, supervisora de las mecanógrafas del turno de noche, asomó la cabeza por la puerta, alarmada por el ruido. Sirvió a Vicary un enorme vaso de whisky, le ordenó que lo bebiera y volvió a colocar el camastro en su lugar de costumbre.

Volvió a llamar Harry: nada.

Vicary descolgó el teléfono y marcó el número de Helen. Una fastidiada voz masculina respondió. «¡Diga! ¡Diga! Maldita sea, ¿quién es?» En silencio, Vicary dejó de nuevo el auricular en su horquilla.

Harry dio el parte por tercera vez: nada.

Descorazonado, Vicary redactó una carta de dimisión. «¿Ha leído alguna vez el expediente de Vogel?»

«No.»

Vicary rompió la carta y lanzó los pedazos a la bolsa destinada al quemador. Se echó en el catre, con la luz de la lámpara reluciendo sobre su rostro, mientras contemplaba el techo.

Se preguntó por qué aquella mujer se había mezclado con los Pope. ¿Operaban en complicidad con ella, complicados en el espionaje lo mismo que en el estraperlo y en el chantaje de la protección? Improbable, pensó. Quizá recurrió a ellos en demanda de algún servicio que pudieran prestarle: gasolina del mercado negro, armas, hombres para llevar a cabo una operación de vigilancia. Vicary no podría estar seguro de nada de eso hasta que aprehendiera, e interrogara a Robert Pope. E incluso entonces sus intenciones consistían en poner bajo el microscopio la operación de Pope. Si veía algo que no le gustase los acusaría a todos de espiar a favor de Alemania y los metería en la cárcel para una larga temporada. En cuanto a Rose Morely, ¿qué? ¿Cabía la posibilidad de que todo el asunto fuese una terrible coincidencia? ¿De que Rose hubiera roconocido a Anna Steiner y lo hubiera pagado con la vida? Muy posible, pensó Vicary. Pero se pondría en lo peor: que en realidad Rose Morely fuese también un agente. Vicary investigaría a fondo el pasado de la mujer, antes de cerrar el libro de su asesinato.

Consultó su reloj de pulsera: la una de la mañana. Cogió el teléfono y marcó el número una vez más. En esa ocasión fue la voz de Helen la que sonó en el otro extremo de la línea. Era la primera vez que la oía, en veinticinco años.

«¡Dígame! Dígame! ¿Quién es, por favor? -Vicary deseaba hablar, pero no le era posible-. ¡Ah, váyase al infierno!» Y se cortó la comunicación.


Catherine dio la vuelta a la llave de la puerta del estudio, entró y cerró silenciosamente tras de sí. Encendió la lámpara del escritorio. Sacó del bolso la cámara y la Mauser. Con cuidado, dejó la pistola encima de la mesa, con la culata hacia ella, para poder empuñarla y ponerla en posición de disparo rápidamente, caso de ser necesario. Se arrodilló delante de la caja fuerte y dio vueltas en un sentido y en otro al tambor de la combinación. Accionó el pestillo y la puerta se abrió. Dentro estaba la cartera de mano: cerrada. La abrió con su propia llave y miró dentro.

Un libro de tapas negras con las palabras alto secreto – sólo bigas en la cubierta.

Notó que el corazón se le aceleraba.

Catherine llevó el libro a la mesa, lo puso encima y tomó una foto de la cubierta.

Luego lo abrió y leyó la primera página:


proyecto fénix

1. descripción del diseño

2. programa de construcción

3. desarrollo


Catherine pensó: «¡Dios mío, realmente lo he conseguido!». Fotografió aquella página y pasó a la siguiente.

Página tras página de planos, las fue fotografiando todas.

Una llevaba el encabezamiento de requisitos de equipo; la fotografió.

Otra se titulaba necesidades de remolque; la fotografió.

Acabó el rollo de película. Lo sacó y cargó de nuevo la cámara. Fotografió dos páginas más.

Oyó entonces ruido en el piso de arriba. Jordan, que se bajaba de la cama.

Pasó otra página y la fotografió.

Catherine le oyó andar por la habitación.

Pasó otra página y la fotografió.

Oyó el rumor del agua corriente en el cuarto de baño.

Fotografió dos páginas más. Se daba perfecta cuenta de que nunca volvería a tener acceso a aquel documento. Si verdaderamente contenía el secreto de la invasión, ella debía seguir trabajando. Mientras tomaba las fotos pensaba en lo que haría en el caso de que Peter se le acercase. Matarle con la Mauser. Gracias al silenciador, nadie lo oiría. Podría concluir de fotografiar los documentos, abandonar la casa, ir a Hampton Sands, buscar a Neumann, avisar al submarino. «Sigue dándole a la cámara…» ¿Y qué ocurriría cuando el contraespionaje de la JSFEA encontrara el cadáver de un oficial que conocía el secreto de la invasión? Desencadenarían una investigación de inmediato. Descubrirían que había estado con una mujer. Buscarían a esa mujer y, al no localizarla, llegarían a la conclusión de que era una agente. Colegirían que había fotografiado los documentos de la caja de caudales; que el secreto de la invasión estaba comprometido. Pensó: «No bajes aquí, Peter Jordan. Por tu bien y por el mío».

Oyó el ruido del agua de la cisterna al tirar Jordan de la cadena.

Sólo unas pocas páginas más. Las retrató rápidamente.;Asunto concluido! Cerró el libro, lo devolvió al interior de la cartera y colocó ésta de nuevo en la caja de caudales. Cerró la puerta silenciosamente e hizo girar el cilindro de la combinación. Recogió la Mauser, puso el cursor en posición de disparo y apagó la luz. Abrió la puerta y se deslizó al vestíbulo. Jordan seguía en el piso de arriba.

«¡Piensa de prisa, Catherine!»

Recorrió el pasillo y empujó la puerta del salón. Puso la Mauser dentro del bolso y dejó éste en el suelo. Encendió la luz y se llegó alcarrito de las bebidas. «Tranquilízate. Respira hondo.» Cogió una copa y estaba echando coñac en ella en el momento en que entró Peter Jordan.


Harry Dalton esperaba fuera del almacén de los Pope en una furgoneta del departamento de vigilancia. Le acompañaban dos hombres, el sargento detective Meadows, de la Policía Metropolitana, y un vigilante llamado Clive Roach. Harry ocupaba el asientodel pasajero, Roach iba al volante. Meadows disfrutaba de unos minutos de sueño en el asiento posterior.

Alboreaba. Había sido una noche horrendamente aburrida. Harry estaba exhausto, pero cada vez que intentaba dormir se le aparecían dos visiones dispares: Rose Morely tendida muerta en Hyde Park o la cara de Grace Clarendon mientras hacían el amor. Deseaba meterse en la cama y dormir veinticuatro horas seguidas. Deseaba tenerla en sus brazos y no soltarla nunca más. Volvía a estar bajo su hechizo.

El ruido de una furgoneta que se detenía delante del almacén hizo saltar hecha añicos la imagen de Grace. Un hombre alto y fornido se apeó por la parte del conductor. Harry lo distinguió en la tenue claridad del amanecer.

– ¿Le conoces? -preguntó Clive Roach.

– Sí -respondió Harry-. Se llama Dicky Dobbs.

– Parece un tipo duro.

– Es el forzudo y matón principal de los Pope.

– Si tuviese que vérmelas con él, creo que me gustaría contar con alguien cerca para que me protegiese.

– Tienes razón -convino Harry-. Despierta a la Bella Durmiente que llevamos ahí detrás.

Dobbs abrió y franqueó la puerta lateral del almacén. Al cabo de un momento se levantó el cierre de la entrada de vehículos. Dobbs salió a la calle y subió a la furgoneta. Roach puso en marcha el motor mientras Meadows se incorporaba.

Dobbs metió la furgoneta en el almacén.

Roach apretó a fondo el acelerador y el motor impulsó el vehículo dentro del almacén antes de que Dobbs tuviese tiempo de volver a echar el cierre.

Harry saltó de la furgoneta.

– ¿Qué leches se cree que está haciendo? -chilló Dobbs.

– Date la vuelta -ordenó Meadows-, levanta tus putas manos hacia el techo y cierra el jodido pico.

Harry se adelantó y abrió la puerta trasera de la furgoneta de los Pope. Robert Pope estaba sentado en el suelo. Alzó la cabeza, sonrió y dijo:

– ¡Vaya, pero si es mi viejo amigo Harry Dalton!


Catherine Blake tomó un taxi para volver a su piso. Era temprano, apenas había concretado el alba su aparición, y el cielo sólo ofrecía a la vista un plano de color gris perla. Disponía de seis horas antes de encontrarse con Horst Neumann en Hampstead Heath. Se lavó la cara y el cuello y se cambió de ropa; se puso un camisón y un albornoz. Necesitaba desesperadamente unas cuantas horas de sueño, pero antes tenía algo que hacer.

Aquella noche se había librado por un pelo. De bajar Jordan la escalera unos segundos antes, se habría visto obligada a matarle. Le dijo que no podía dormir, que estaba tan trastornada por haberse visto tan cerca de la muerte que pensó que una copa de coñac le ayudaría a calmar los nervios. Peter Jordan pareció dar por buena la excusa con la que justificaba su abandono del lecho en plena noche, pero Catherine dudó de que se la tragase dos veces.

Catherine pasó al cuarto de estar y se sentó ante el escritorio. Abrió un cajón y sacó una pluma y una hoja de papel. Escribió en el papel cuatro palabras: «Sáquenme de aquí ya». Puso la cuartilla encima de la mesa y ajustó la lámpara de forma que la luz cayese en el ángulo adecuado. Sacó la cámara del bolso y aplicó el ojo al visor. Colocó la mano izquierda al lado del papel. Vogel reconocería la cicatriz que cruzaba el pulgar en el punto donde ella se cortó durante una de las malditas clases de muerte silenciosa. Fotografió dos veces la mano y la nota; después quemó la nota en la pila del lavabo.

36

Londres


Harry Dalton pensó: «Un minuto más de esta mierda y esposaré a Pope a la silla y le pondré la cara como un mapa sanguinolento». Estaban en el despachito encristalado de la planta baja de almacén, Pope sentado en una incómoda silla de madera y Harry paseando de un lado a otro como un león enjaulado. Vicary se había aposentado sosegadamente entre las sombras y parecía escuchar una música distinta. Harry y Vicary no habían revelado su verdadera filiación; para Pope no eran más que un par de miembros de la Policía Metropolitana. Durante una hora, el truhán había negado de plano conocer a la mujer cuya fotografía Harry agitaba delante de sus ojos. El rostro de Pope mantenía contra viento y marea una expresión aburrida, plácida, insolente; la expresión propia del hombre que se ha pasado la vida quebrantando la ley y que jamás ha pisado el interior de la celda de una cárcel. Harry pensó: «No me hago con él. Me está derrotando en toda la línea».

– Está bien -dijo Harry-, intentémoslo una vez más.

Pope lanzó una mirada a su reloj de pulsera.

Otra vez no, Harry. Tengo asuntos que atender.

Harry se dio cuenta de que perdía los estribos.

– ¿Nunca viste a esta mujer antes?

– Se lo he he dicho ya cien veces. ¡No!

– Tengo un testigo que declara que esta mujer entró en vuestro almacén el día en que asesinaron a tu hermano.

En tal caso, su testigo se equivoca. Déjeme que se lo diga a ella. Estoy seguro de que podré hacerle comprender el error en que está.

– ¡Estoy seguro de que sí! ¿Dónde estabas cuando mataron a tu hermano?

– En uno de mis clubes. Tengo cien testigos que se lo confirmarán.

– ¿Por qué has estado eludiendo a la policía?

– Yo no he estado eludiendo a la policía. Sus cipayos se las arreglaron para pescarme, ¿no? -Pope miró a Vicary, que se contemplaba las manos-. ¿Ese es mudo o ha hablado alguna vez?

– Echa la cremallera y mírame, Pope. Has estado rehuyendo a la policía, porque sabes quién mató a Vernon y quieres tomarte la justicia por tu mano y hacerlo a tu manera.

– Está diciendo tonterías, Harry.

– Hay una simpática dama de Islington que dice que invadiste su casa de huéspedes dos horas después del asesinato de Vernon y que ibas en busca de una mujer.

– No cabe duda de que su simpática dama de Islington se equivoca.

– ¡Déjate de pamplinas, Pope!

– Tranquilo, tranquilo, Harry.

– Llevas varios días buscando a esa mujer y no has sido capaz de dar con ella. ¿No te has preguntado por qué ha podido esquivate con éxito a ti y a tus secuaces?

– No, nunca me he preguntado tal cosa porque no sé de qué coño está hablando.

– ¿No te has preguntado nunca por qué no has sido capaz de averiguar dónde vive?

– ¡Nunca lo he intentado porque nunca he visto a esa mujer! Harry notó el brillo del sudor en el rostro de Pope. Pensó: «Por fin me lo estoy cargando».

Vicary también se dio cuenta, ya que eligió aquel momento para intervenir por primera vez:

– No está siendo sincero con nosotros, señor Pope -dijo cortésmente, sin dejar de contemplarse las manos. Luego alzó la cabeza y añadió-: Claro que nosotros tampoco hemos sido precisamente sinceros contigo, ¿verdad que no, Harry?

Harry pensó: «Oportunamente calculado, Alfred. Bien hecho».

– No, Alfred -confirmó-, no hemos sido totalmente sinceros con el señor Pope, aquí presente.

Pope levantó la mirada, hecho un completo lío.

– ¿De qué cojones están hablando ustedes dos?

Estamos relacionados con el departamento de Guerra. Tratamos en seguridad.

Una sombra surcó el semblante de Pope.

– ¿Qué tiene que ver el asesinato de mi hermano con la guerra? -su voz había perdido todo asomo de convicción.

– Voy a ser sincero contigo. Sabemos que esa mujer es una espía alemana. Y sabemos que acudió a vosotros en busca de ayuda. Y si no empiezas a hablar, nos vamos a ver obligados a adoptar medidas drásticas.

Pope se volvió hacia Harry como si a Harry le hubiesen nombrado de pronto abogado suyo.

– No puedo decirles lo que quieren porque no sé nada. En mi vida he visto a esa mujer.

Vicary pareció decepcionado.

– Bueno, en ese caso, estás ya bajo arresto, señor Pope.

– ¿Y cuáles son las malditas acusaciones?

– Espionaje.

– ¡Espionaje! ¡No puede hacer eso! ¡No tiene ninguna prueba!

– Tengo suficientes pruebas y suficientes atribuciones para encerrarte y tirar la puta llave donde no haya forma de encontrarla, -La voz de Vicary había adoptado un tono amenazador-. A menos que prefieras pasarte lo que te queda de vida en una celda sucia y pestilente, ¡te sugiero que empieces a cantar ya!

Pope parpadeó con desesperada rapidez. Su mirada fue primero a Vicary y después a Harry. Estaba derrotado.

– Le pedí a Vernon que no aceptara el trabajo, pero no quiso hacerme caso -confesó Pope-. Lo único que quería era meterse debajo de sus faldas. Siempre supe que esa fulana no era trigo limpio.

– ¿Qué quería de ustedes? -quiso saber Vicary.

– Que siguiéramos a un oficial norteamericano. Quería un informe completo de sus movimientos por Londres. Nos pagó doscientas libras por el trabajo. Desde entonces, esa tía se ha pasado un montón de tiempo con él.

– ¿Dónde?

– En restaurantes. En la casa del oficial.

– ¿Cómo lo sabes?

– Los hemos estado siguiendo.

– ¿Cómo dice llamarse la individua?

– Catherine. Ignoro el apellido.

– ¿Y cómo se llama el oficial?

– Capitán de fragata Peter Jordan, de la Armada de los Estados Unidos.

Vicary detuvo inmediatamente a Robert Pope y a Dicky Dobbs. No tenía razón convincente alguna que le aconsejara cumplir la palabra que había dado a un embustero y ladrón profesional. Vicary se encargó de los trámites para que los congelasen en una cárcel del MI-5 situada fuera de Londres.

Harry Dalton telefoneó a los estadounidenses de la plaza de Grosvenor y preguntó si en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada estaba destinado un oficial naval norteamericano llamado Peter Jordan. Quince minutos después, otra persona se hizo cargo de la llamada para preguntar:

– ¿Sí?… ¿Quién quiere saberlo?

Cuando Harry se interesó por el cargo de Jordan, el norteamericano que estaba al teléfono dijo:

– Con su graduación cobra más que tú, colega… más que tú y más que yo.

Harry contó la conversación a Vicary. El rostro de Vicary perdió el color.

Durante hora y media nadie pudo localizar a Basil Boothby. Aún era temprano y no había llegado a la oficina. Vicary telefoneó a su domicilio de la plaza de Cadogan, donde un malhumorado mayordomo le comunicó que sir Basil ya había salido. La secretaria de Boothby manifestó una reservada ignorancia acerca del paradero de su jefe; pero esperaba que llegase de un momento a otro. Según los rumores, Boothby creía que el enemigo le acechaba y era notoriamente ambiguo respecto a sus movimientos personales. Por fin, a las nueve y pico, se presentó en su oficina con todo el aire de sentirse desmesuradamente satisfecho de sí mismo. Vicary -que llevaba dos días sin bañarse, sin dormir y sin cambiarse de ropa- le siguió al interior del despacho y le comunicó la noticia.

Boothby se llegó a la mesa escritorio y descolgó el teléfono de seguridad. Marcó un número y esperó.

– ¡Oiga! ¿El general Betts? Aquí, Boothby, llamando del 5. Necesito comprobar si tienen ahí un oficial naval estadounidense llamado Peter Jordan.

Una pausa. Boothby tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa. Vicary golpeó suavemente con la estropeada puntera del zapato el dibujo de la alfombra persa de Boothby.

– Sí, sigo aquí -dijo Boothby-. ¿Está ahí? ¡Oh, rayos del infierno! Será mejor que busque al general Eisenhower. Es preciso que me entreviste con él de inmediato, Me pondré en contacto personalmente con la oficina del primer ministro. Me temo que tenemos un problema más bien grave.

Despacio, Boothby dejó otra vez el auricular en la horquilla y miró a Vicary, con el semblante del color de la ceniza.


Una niebla helada, como humo de armas de fuego, flotaba suspendida sobre Hampstead Heath. Sentada en un banco rodeado de hayas, Catherine Blake encendió un cigarrillo. Desde donde estaba, su vista podía alcanzar varios centenares de metros en todas direcciones. Confiaba en estar sola. Neumann surgió de la niebla, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Andaba como un hombre que sabe a donde va. Cuando lo tuvo a un par de metros, Catherine dijo:

– Quiero hablar contigo. Todo va bien, estamos solos. Neumann se sentó en el banco, junto a ella, y Catherine le pasó un cigarrillo y se lo encendió con el suyo.

Le tendió el sobre que contenía los dos rollos de película.

– Estoy casi segura de que aquí está lo que andan buscando -declaró-. Lo llevó a su casa anoche: un libro en el que se detalla el proyecto en el que está trabajando. Lo fotografié de cabo a rabo. Neumann se guardó el sobre en el bolsillo.

– Enhorabuena, Catherine. Me aseguraré de que llega a las manos de nuestro amigo de la embajada portuguesa.

– Hay algo más en ese rollo -dijo Catherine-. Le pido a Vogel que nos saque de aquí. Hay unas cuantas cosas que se han ido al garete y creo que mi cobertura no se va a mantener durante mucho tiempo.

– ¿Te gustaría contármelo?

– Cuanto menos sepas, mejor para ti, créeme.

– La profesional eres tú. Yo no soy más que el chico de los recados.

– Limítate a estar preparado para largarte en cuanto llegue el aviso.

Catherine se puso en pie y se alejó.


– Entra y siéntate, Alfred -indicó Boothby-. Me da en la nariz que tenemos entre manos un desastre Fuerza Doce. -Boothby señaló con el ademán una de las sillas colocadas ante la mesa. Acababa de cruzar la puerta y aún tenía el abrigo de cachemira echado sobre los hombros como una capa. Se lo quitó para entregárselo a la secretaria, que le miraba con la intensidad de un perro cobrador, a la espera de su próxima orden-. Café, por favor. Y nada de interrupciones. Gracias.

Vicary bajó el cuerpo hasta el asiento. Estaba de un humor de perros. Sir Basil había permanecido ausente tres horas. La última vez que Vicary vio a Boothby, éste salía precipitadamente por la puerta, al tiempo que murmuraba algo sobre mulberries. La palabra clave no significaba nada para Vicary. Que supiese, el mulberry [En inglés, morera. (N. de la T. )] era un árbol que producía un fruto de sabor dulce. Todo el tiempo que Boothby estuvo fuera, Vicary se lo había pasado preguntándose hasta qué punto serían graves los daños. Pero había otra cosa que le molestaba. Desde el principio, el caso siempre fue suyo y sin embargo, era Boothby quien despachaba con Eisenhower y Churchill.

Entró la secretaria, con una bandeja en la que llevaba una cafetera de plata y un par de primorosas tazas de porcelana. Dejó cuidadosamente la bandeja encima de la mesa y volvió a salir del despacho

Boothby sirvió el café.

– ¿Leche, Alfred? Es de verdad.

– Sí, gracias.

– Lo que voy a decirte es materia altamente secreta -empezó Boothby-. Muy pocas personas conocen su existencia: un puñado de planificadores de la invasión y las personas que trabajan en el propio proyecto. Incluso yo, apenas conocía unos pocos detalles y muy por encima. Es decir, hasta hoy.

Boothby hundió la mano en el interior de su cartera, retiró un mapa y lo desplegó sobre la superficie de la mesa. Se puso las gafas de leer, que nunca llevaba en presencia de Vicary, y utilizó su pluma de oro a guisa de puntero.

– Aquí están las playas de Normandía -golpeó el mapa con la pluma-. Aquí, la bahía del Sena. Los planificadores de la invasión han llegado a la conclusión de que la única manera de trasladar suficientes suministros y efectivos humanos a tierra firme para sostener la operación es mediante un puerto amplio y a pleno rendimiento. Sin él, la invasión será un completo fracaso.

Vicary, todo oídos, asintió.

Hay un problema con la cuestión del puerto… no hemos pensado en capturar ninguno -dijo Boothby-. El resultado es esto. -Boothby volvió a introducir la mano en la cartera y sacó otro mapa del mismo sector de la costa francesa, sólo que éste tenía una serie de marcas que representaban estructuras a lo largo del litoral-. Se llama Operación Mulberry. Hemos construido aquí, en Gran Bretaña, dos puertos artificiales completos y los remolcaremos a través del Canal el Día D.

– ¡Dios santo! -susurró Vicary.

– Estás a punto de ingresar en una cofradía muy reducida, Alfred, presta mucha atención. -Boothby volvía a usar la pluma como puntero-. Estos son gigantescos flotadores de acero que se anclarán a tres kilómetros y medio de la costa. Están diseñados para amortiguar el ímpetu del oleaje en su desplazamiento hacia la costa. Aquí, en esta zona, van a hundir varios viejos mercantes en línea, para crear un rompeolas. Esa parte de la operación tiene el nombre clave de Gooseberry [En inglés, grosellero. (N. de la T. )]. Son calzadas flotantes con embarcaderos en los extremos. Los buques de aprovisionamiento atracarán en los embarcaderos. Los suministros se cargarán directamente en camiones que los transportarán hasta la orilla francesa.

– Asombroso -comentó Vicary.

– La espina dorsal de todo el proyecto son estas cosas que están aquí, aquí y aquí. -Boothby golpeó ligeramente con la pluma en tres puntos del mapa-. Su nombre en clave es Fénix. No se elevan, sin embargo. Se hunden. Son cajones gigantescos de cemento y acero que se remolcarán a través del Canal y se hundirán en fila para crear una escollera interior. Constituyen el componente esencial de la Operación Mulberry. -Boothby vaciló unos segundos-. El capitán de fragata Peter Jordan está destinado a esa operación.

– ¡Dios mío! -murmuró Vicary.

– La cosa es aún peor, me temo. El proyecto Fénix tiene dificultades. Planeaban construir ciento cuarenta y cinco unidades. Las estructuras son inmensas… tienen más de dieciocho metros de altura. Algunas cuentan con alojamientos propios para los equipos y baterías antiaéreas. Para construirlas se necesitan cantidades ingentes de cemento, refuerzos de hierro y personal altamente cualificado. El proyecto se ha visto obstaculizado desde el principio por la escasez de materias primas y los retrasos en la construcción.

Boothby plegó los mapas y los guardó en un cajón de su mesa.

– Anoche se le ordenó al capitán de fragata Peter Jordan que hiciera una visita a los centros de construcción del sur y efectuara una evaluación realista que determinase si las unidades Fénix podrían estar concluidas a tiempo. Salió del número cuarenta y siete de la plaza de Grosvenor con una cartera encadenada a la muñeca. Dentro de la cartera iban los planos de los Fénix.

– ¡Dios todopoderoso! -exclamó Vicary-. ¿Por qué diablos hizo eso?

– Su familia es propietaria de la casa donde vive aquí en Londres. Tiene una caja de caudales, La Inteligencia de la JSFEA la examinó y estampó el sello del visto bueno.

Vicary pensó: «Nada de esto habría sucedido si Boothby hubiera transmitido mi condenada alerta de seguridad».

– De modo -dijo- que si el capitán de fragata Jordan hubiese estado comprometido en ello, es posible que una parte aún más importante de los planos de la Operación Mulberry hubieran caído en manos de los alemanes.

– Me temo que sí -reconoció Boothby-. Pero aún quedan más malas noticias. Por su naturaleza, Mulberry puede revelar el secreto de la invasión. Los alemanes saben que necesitamos disponer de puertos para poder llevar a cabo con éxito una invasión del Continente. Esperan que desencadenemos el asalto frontal de un puerto, nos apoderemos de él y después lo volvamos a abrir con la máxima rapidez posible. Si descubren que estamos construyendo un puerto artificial -medios para rodear los poderosamente fortificados puertos de Calais- comprenderán sin dificultad que llegaremos por Normandía.

– ¡Dios mío! ¿Quién demonios del infierno es el capitán de fragata Peter Jordan?

Bootbby volvió a buscar en su cartera. Extrajo una delgada carpeta y la arrojó a través de la mesa.

– Había sido ingeniero jefe en la Compañía de Puentes del Noreste. Es una de las empresas constructoras de puentes más importantes de América. Está considerado una especie de niño prodigio. Lo incorporaron a la Operación Mulberry por su gran experiencia en la supervisión de grandes proyectos del sector de la construcción.

– ¿Dónde está ahora?

– Todavía se encuentra en el sur, inspeccionando las obras. Se espera que esté de regreso en la plaza de Grosvenor a las siete. Según lo previsto, ha de reunirse a las ocho con Eisenhower e Ismay para informarles de las conclusiones de su visita de inspección. Quiero que Harry y tú lo recojáis en Grosvenor Square -sin que se oiga una palabra más alta que otra- y lo llevéis a la casa de Richmond. Lo interrogaremos allí. Quiero que dirijas tú el interrogatorio.

– Gracias, sir Basil.

Vicary se levantó.

– Como mínimo, vamos a necesitar que Jordan nos eche una mano para zurcir tu red.

– Cierto -dijo Vicary-. Pero es posible que necesitemos más ayuda, según las proporciones de los daños.

– ¿Tienes alguna idea, Alfred?

– El germen de una. Me gustaría echar un vistazo al interior de la casa de Jordan, antes de proceder a interrogarle. ¿Alguna objeción?

– No -repuso Boothby-. Pero con cuidado, Alfred, con mucho cuidado.

– No se preocupe. Seré discreto.

– Algunos vigilantes son especialistas en esa clase de maniobras… Forzar y entrar, ya sabes.

– A decir verdad, ya he pensado en alguien para esa tarea.


Harry Dalton manipuló con una fina herramienta metálica en la cerradura de la puerta frontal de la casa de Peter Jordan. Vicary estaba de pie, de cara a la calle, ocultando con su cuerpo a Harry para evitar que lo vieran. Al cabo de unos instantes. Vicary oyó un tenue clic, al ceder la cerradura. Como un consumado ladrón profesional, Harry abrió la puerta igual que si fuera el dueño de la casa y ambos entraron.

– Eres condenadamente hábil en eso-alabó Vicary. -Vi hacerlo una vez en una película.

– No sé por qué, no me creo esa historia.

– Siempre he sabido que eres un tipo inteligente.

Harry cerró la puerta y dijo:

– Límpiate los zapatos en el felpudo.

Vicary abrió la puerta del salón y entró. Sus ojos recorrieron los muebles tapizados de cuero, las alfombras, las fotografías de puentes que decoraban las paredes. Se acercó a la chimenea y examinó las fotos con marco de plata que había en la repisa.

– Debe de ser su esposa -comentó Harry-. Era guapa.

– Sí -se mostró de acuerdo Vicary. Le había echado un rápido vistazo a la copia de la hoja de servicio y del historial que le entregó Boothby. Se llamaba Margaret Lauterbach-Jordan. Murió poco antes de que estallara la guerra, en un accidente de automóvil que se produjo en Long Island, Nueva York.

Cruzaron el pasillo y entraron en el comedor y en la cocina. Harry probó la puerta contigua y la encontró cerrada.

– Abrela -dijo Vicary.

Harry se arrodilló ante la hoja de madera e introdujo la ganzúa en la cerradura. Segundos después hizo girar el pestillo y entraron. El cuarto estaba amueblado como despacho de trabajo de un hombre, desde luego: mesa escritorio pintada de oscuro, sillón tapizado de cuero y una pieza única, que decía mucho acerca de su propietario, la mesa de dibujo que utilizaría un ingeniero o un arquitecto. Vicary encendió la lámpara del escritorio.

– Un sitio perfecto para fotografiar documentos. -La caja de caudales estaba al lado de la mesa. Era un modelo antiguo y parecía pesar doscientos treinta kilos por lo menos. Vicary miró de cerca las patas y observó que estaban sujetas al piso. Dijo-: Vayamos a echar una mirada al piso de arriba.

Había tres dormitorios, dos que daban a la calle y un tercero, más amplio, en la parte de atrás de la casa. Evidentemente, los dos de delante eran habitaciones para invitados. Los armarios estaban vacíos y no se apreciaba toque personal alguno. Vicary pasó al cuarto de Jordan. La cama de matrimonio estaba deshecha, las persianas levantadas, dejando a la vista unas ventanas que se abrían a un jardín pequeño, descuidado y cercado por una tapia. Vicary abrió el armario eduardiano y miró el interior: dos uniformes de la Armada de los Estados Unidos, varios pares de pantalones de paño de paisano, una pila de jerséis y varias camisas esmeradamente dobladas que llevaban la etiqueta de una tienda de ropa masculina de Manhattan. Cerró el armario y examinó la habitación. Si la mujer estuvo allí, no había dejado el menor rastro, sólo un tenue soplo, muy débil, de perfume que le recordó a Vicary la fragancia que usaba Helen.

«¿Quién es, por favor? ¡Ah, váyase al infierno!»

Vicary miró a Harry y le encargó:

– Llégate a la planta baja, abre sigilosamente la puerta del estudio, entra y vuelve a cerrarla.

Harry volvió al cabo de dos minutos.

– ¿Oíste algo?

– Ni lo más mínimo.

– Lo que significa que es muy posible que durante la noche se haya colado subrepticiamente en el estudio y haya fotografiado todo lo que él trajera a casa.

– Tenemos que darlo por supuesto, sí. Revisa el cuarto de baño. Mira a ver si dejó ahí algún objeto personal.

Vicary oyó a Harry revolver en el botiquín. Harry regresó luego a la alcoba.

– Ahí no hay nada que pertenezca a una mujer-dijo.

– Muy bien. Ya hemos visto bastante por ahora.

Descendieron a la planta baja, se cercioraron de que la puerta del estudio tuviese echada la llave y salieron de la casa por la puerta frontal. Habían aparcado al otro lado de la esquina. Cuando caminaban por la acera, Vicary alzó la vista hacia la hilera de casas del otro lado de la calle. Volvió a bajarla al instante. Hubiera jurado que había visto el rostro de alguien que le miraba desde la ventana de un cuarto a oscuras. La cara de un hombre: ojos oscuros, pelo negro, labios finos. Volvió a levantar la vista hacia allí, pero para entonces la cara había desaparecido.

Horst Neumann se entretenía practicando un juego consigo mismo para sobrellevar el tedio de la espera: se aprendía rostros de memoria. Era algo que se le daba ya bastante bien. Podía mirar varias caras -en el tren, en una plaza llena de gente-, grabárselas en la memoria y luego repasarlas mentalmente como si estuviera viendo un álbum de fotografías. Pasaba tanto tiempo cubriendo el trayecto de Hunstanton a la calle Liverpool que empezaba a ver semblantes familiares continuamente. El vendedor regordete que siempre acariciaba el muslo de su novia antes de darle el beso de despedida en Cambridge y volver a la casa que compartía con su esposa. La solterona que en todo momento parecía al borde de las lágrimas. La viuda de guerra que se pasaba el viaje mirando por la ventanilla y que, imaginaba Neumann, veía el rostro de su marido en la campiña verde gris. En Cavendish Square conocía a todos los que la frecuentaban regularmente: los vecinos de las casas que rodeaban la plaza, las personas a las que les encantaba ir a sentarse en los bancos, entre las plantas adormecidas. Era un jueguecito monótono, pero que mantenía aguzado su cerebro y le ayudaba a matar el tiempo.

El hombre gordo llegó a las tres: el mismo gabán de color gris, el mismo sombrero hongo. el mismo aire nervioso del hombre decente embarcado en una vida de delitos. El diplomático abrió la puerta de la casa y entró. Neumann atravesó la plaza e introdujo por la ranura del buzón el sobre que contenía la película. Oyó el acostumbrado gruñido, cuando el hombre grueso se agachó para recogerlo.

Neumann regresó a su puesto de observación de la plaza y esperó. El diplomático salió pocos minutos después, cogió un taxi y se marchó.

Neumann aguardó el tiempo suficiente para asegurarse de que no seguían al taxi.

Neumann disponía de dos horas basta que partiera su tren. Se puso en pie y echó a andar hacia la plaza de Portman. Al pasar por delante de la librería vio a la dependienta a través de la luna del escaparate. El establecimiento estaba vacío. Sentada detrás del mostrador, la muchacha leía el mismo título de Eliot que le había vendido a Neumann la semana anterior. Pareció presentir que alguien la espiaba, porque alzó la cabeza bruscamente, como sobresaltada. Entonces le reconoció, sonrió y le hizo señas, indicándole que entrase. Neumann empujó la puerta y pasó al interior.

– Ya es hora de cerrar -dijo la joven-. Tenemos un bar ahí enfrente. ¿Me acompaña? A propósito, me llamo Sarah. Neumann pensó: «¡Ah, qué diablos!… Y dijo:

– Me encantaría, Sarah.

La lluvia batía suavemente el techo del Humber. El frío se colaba al interior del coche y, cuando hablaban, veían convertirse el aliento en vapor. La plaza de Grosvenor estaba anormalmente tranquila. casi imposible de distinguir en la negrura del oscurecimiento. Vicary hubiera pensado que lo mismo podían estar aparcados delante del Reichstag. Un automóvil oficial estadounidense entró suavemente en la plaza, velada la luz de los faros. La claridad que difundía el vehículo arrancó un brillo tenue al agua de un charco formado por la lluvia. Se apearon dos hombres; ninguno de ellos era Jordan. Un momento después atravesó la oscuridad la motocicleta de un correo. Reflexivamente, Vicary pensó en Francia.

Cerró los ojos para apartar las imágenes y en su lugar vio la cara del hombre de la ventana de Kensington. Lo más probable es que no se tratara más que de un vecino curioso, se dijo Vicary. Sin embargo, algo le inquietaba: el modo en que aquel hombre permanecía detrás del cristal, a unos palmos de la ventana, el hecho de que la habitación estuviera sumida en la oscuridad. Se representó de nuevo la cara: pelo negro, ojos oscuros, boca estrecha, piel pálida; aquellos rasgos remitían en cierto modo a un origen nacional más bien confuso. Tal vez era alemán, quizás italiano; acaso griego o ruso. O inglés.

Harry encendió un cigarrillo, luego Vicary encendió otro y al cabo de unos instantes la parte de atrás del Humber tenía una humareda tan espesa que parecían estar sentados en un baño turco. Vicary bajó un par de centímetros el cristal de la ventanilla para que se aclarara un poco la nube. Entró un ramalazo de frío que le lanzó un tajo a la cara.

– No sabía que fueses una estrella, Harry -comentó Vicary-. En Londres todo el mundo conoce tu nombre.

– El caso de Spencer Thomas -dijo Harry.

– ¿Cómo le cogiste?

– El muy tonto de ese cabronazo lo escribía todo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quería recordar todos los detalles de los asesinatos, pero no se fiaba de la memoria. Así que llevaba un diario. Lo encontré en el registro de su habitación. Te sorprendería ver las cosas que algunas personas ponen por escrito.

«No, no me sorprendería», pensó Vicary, mientras recordaba la carta de Helen. «He demostrado el amor que te tengo de una manera que no podré repetir con ningún otro hombre. Pero no estoy dispuesta a sacrificar por un matrimonio las relaciones que tengo conmi padre».

– ¿Cómo está Grace Clarendon? -preguntó Vicary. Nunca se había interesado por ella y la pregunta sonó poco natural, como si hubiera pretendido hablar con Harry de rugby o de críquet.

– Está muy bien -repuso Harry-. ¿Por qué lo preguntas?

– Anoche la vi salir del despacho de Boothby.

– Boothby siempre le está pidiendo que le lleve personalmente a su despacho archivos y expedientes. Grace cree que es porque a Boothby le gusta mirarle las piernas. La mitad del personal del departamento cree que Grace se lo está tirando.

Vicary había oído ese chisme más de una vez: Boothby se había acostado con todas las del departamento que no tenían compromiso efectivo y Grace Clarendon había sido una de sus conquistas favoritas. «¡No puedes hacerme esto! ¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!.

Vicary había supuesto que Boothby le impuso una sanción a Grace por el asunto del expediente de Vogel. Pero también era posible que lo que había oído fuese una pelea de amantes. Decidió no decir a Harry una palabra más de la cuestión.

El coche entró en la plaza un momento después.

La primera imagen que Vicary tuvo de Jordan le acompañaría durante mucho, mucho tiempo, levemente irritante, como el olor de una comida echada a perder que se aferra implacable a la ropa. Oyó el sordo rumor del coche oficial que se aproximaba y volvió la cabeza a tiempo de mirar por la ventanilla y ver pasar a Jordan. Le vio durante menos de una fracción de segundo, pero su cerebro congeló el semblante de Jordan con la misma seguridad con que una película atrapa la luz. Le vio los ojos, que miraban hacia el otro lado de la plaza, con aire de estar tratando de localizar posibles enemigos ocultos. Vio su mandíbula, tensa y crispada, como si acumulara energías para una competición. Observó la gorra, calada hasta las cejas, y el abrigo, abotonado hasta la garganta.

El automóvil oficial de Jordan se detuvo ante el número 47. El motor se puso en marcha y ellos se lanzaron hacia adelante con extraordinaria rapidez. Harry se apeó y cruzó la acera en dirección a Jordan.

Vicary vio el resto como una pantomima: Harry pidió a Jordan que se apartara y subiese al segundo Humber, que parecía haberse materializado como por arte de magia y Jordan se quedó mirando a Harry como si éste acabara de llegar del espacio exterior.

Harry se identificó con la en extremo educada manera de un funcionario de la policía de Londres. Jordan le dijo con meridiana claridad que se fuese a hacer puñetas. Harry agarró a Jordan por un brazo, con ligeramente excesiva firmeza, se inclinó sobre él y le murmuró algo al oído.

Como si se desangrara, todo el color desapareció del semblante de Jordan.

37

Richnmond-upon-Thames (Inglaterra)


La casa victoriana de ladrillo rojo no era visible desde la carretera. Se erguía en el punto más alto del terreno, sobre los jardines, al final de un descuidado camino de gravilla. A solas en el asiento trasero del helado Humber, Vicary apagó la luz al acercarse al edificio. Había leído durante el trayecto el contenido completo de la cartera de Jordan. Le ardían los ojos y la cabeza era la diana de un sinfín de alfilerazos. Si aquellos documentos estaban ya en poder de los alemanes, era harto posible que la Abwehr los aprovechase para descubrir el secreto de la invasión. Podrían utilizarlos para escudriñar a través del humo y la niebla de Doble Cruz y de Fortaleza. ¡Podrían emplearlos para ganar la guerra! Vicary se imaginaba la escena en Berlín. Hitler bailaría encima de la mesa, dando taconazos con sus botas militares. «¡y todo porque no fui capaz de coger a esa maldita espía!»

Vicary limpió un trozo del empañado cristal de la ventanilla. La mansión estaba a oscuras, con la salvedad de una solitaria luz amarilla encendida en la entrada. El MI-5 se la compró a los arruinados familiares de su anterior propietario. El plan consistía en utilizarla para reuniones e interrogatorios clandestinos, así como para alojamiento de invitados secretos. Se usaba con escasa frecuencia, por lo que se había ido decayendo y degradándose, de forma que ahora presentaba el aspecto de un inmueble abandonado por un ejército en retirada.

Los únicos indicios de que en la casa había alguien eran la docena de coches oficiales aparcados de cualquier manera en el paseo de acceso cubierto de hierbajos.

Un centinela de la Armada Real surgió de la oscuridad y abrió la portezuela de Vicary. Le condujo al frío vestíbulo deteriorado por el paso del tiempo y luego a través de una serie de habitaciones: un salón con muebles cubiertos por sus fundas, una biblioteca con los anaqueles huérfanos de libros y, por último, le hizo franquear una puerta de doble hoja que daba paso a una amplia estancia con vistas a los en aquel momento oscuros jardines. Olía a humo de leña quemada y a coñac. Habían corrido una mesa de billar, dejándola a un lado, para poner en su sitio una pesada mesa de comedor, de roble macizo. En la enorme chimenea ardía un fuego espléndido. Un par de norteamericanos de ojos oscuros, del servicio de Inteligencia de la JSFEA, permanecían sentados en las sillas más próximas del fuego, silenciosos como acólitos. Basil Boothby salió lentamente de entre las sombras.

Vicary buscó el sitio que tenía asignado a la mesa. Depositó la cartera de Jordan en el suelo, junto a su silla, y procedió a sacar las cosas que llevaba en su maletín. Alzó la cabeza, intercambió una mirada con Boothby y asintió. Después volvió a bajar la vista y continuó con sus preparativos. Oyó abrirse las puertas y el ruido de dos pares de pasos que cruzaban el entarimado. Reconoció en uno de ellos los andares propios de Harry y comprendió que las pisadasdel otro par correspondían a Peter Jordan.

Segundos después Vicary percibió el peso de Jordan que se dejaba caer en la silla situada frente a él, al otro lado de la mesa. Sin embargo, todavía no le miró. Sacó su cuaderno de notas y un lápiz amarillo, que colocó encima de la mesa con el mismo esmero que si estuviera disponiendo un cubierto para la realeza. A continuación, cogió el expediente de Jordan y lo depositó encima de la mesa. Tomó asiento, abrió el cuaderno de notas por la primera página y humedeció la punta del lápiz con la lengua.

Finalmente, Vicary levantó la cabeza y, por primera vez, miró aPeter Jordan directamente a los ojos.


– ¿Cómo la conoció?

– Tropecé con ella durante el oscurecimiento.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Yo caminaba por la acera sin la linterna y chocamos. Ella llevaba una bolsa de comestibles. Se desparramaron por todas partes.

– ¿Dónde ocurrió eso?

– En Kensington, junto al club Vandyke.

– ¿Cuándo?

– Hace cosa de quince días.

– ¿Cuándo, exactamente?

– ¡Dios, no me acuerdo! Puede que fuera un lunes.

– ¿A qué hora de la noche?

– Alrededor de las seis.

– ¿Cómo le dijo que se llamaba?

– Catherine Blake.

– ¿Se había tropezado con ella antes de aquella noche?

– No.

– ¿La había visto antes de aquella noche?

– No.

– ¿No la conocía?

– No.

– ¿Cuánto tiempo estuvo con ella durante esa primera noche?

– Menos de un minuto.

– ¿Concertó una cita para verse otra vez con ella?

– Exactamente, no. La invité a tomar una copa juntos en algún momento. Ella dijo que le parecía bien y se marchó.

– ¿Le dio a usted su dirección?

– No.

– ¿Un número de teléfono?

– No.

– Entonces, ¿cómo se suponía que iba a ponerse en contacto con ella?

– Buena pregunta. Dí por sentado que no quería volver a verme.

– ¿Cuándo la vio de nuevo?

– A la noche siguiente.

– ¿Dónde?

– En el bar del hotel Savoy.

– ¿En qué circunstancias?

– Yo estaba tomando una copa con un amigo.

– ¿El nombre de ese amigo?

– Shepherd Ramsey.

– ¿Y la vio en la barra?

– Sí.

– ¿Ella se acercó a su mesa?

– No, fui yo hasta ella.

– ¿Qué ocurrió a continuación?

– Dijo que había quedado allí con un amigo, pero que al parecer la había dado plantón. La invité a una copa. Contestó que prefería irse a otro sitio. Así que me fui con ella.

– ¿A dónde fueron?

– A mi casa.

– ¿Qué hicieron?

– Ella preparó la cena y comimos. Después charlamos un rato y se marchó.

– ¿Hicieron el amor aquella noche?

– Oiga, no voy a…

– ¡Sí, claro que va a hacerlo, capitán de fragata Jordan! ¡Responda a la pregunta! ¿Le hizo el amor aquella noche?

– ¡No!

– ¿Me está diciendo la verdad?

– ¿Cómo?

– He dicho que si me está diciendo la verdad.

– Claro que sí.

– No trata de engañarme esta noche, ¿verdad capitán de fragata Jordan?

– No, no intento engañarle.

– Bueno, porque eso es algo que no le aconsejaría. Ya tiene bastantes dificultades con el jaleo en que está metido. Sigamos…


Bruscamente, Vicary cambió el rumbo y condujo a Jordan a aguas más tranquilas. Avanzaron durante una hora por la biografía de Jordan: su infancia en el West Side de Manhattan, sus estudios en el Instituto Rensselaer, su trabajo en la Compañía de Puentes del Noreste, su matrimonio con la acaudalada y hermosa debutante Margaret Lauterbach, la muerte de la mujer en un accidente automovilístico en Long Island, en agosto de 1939. Vicary formulaba las preguntas sin notas y como si ignorase las respuestas, pese a que se había aprendido de memoria el historial de Jordan durante el viaje a la mansión. Tuvo buen cuidado en controlar el compás y el ritmo de la conversación. Cada vez que Jordan parecía demasiado cómodo, Vicary le hacía descarrilar. Y todo sin que en ningún momento dejase Vicary de anotar religiosamente en su cuaderno las respuestas de Jordan. Micrófonos ocultos grababan el interrogatorio, lo que no era óbice para que Vicary lo escribiese como si su pequeño cuaderno fuese a constituir la crónica permanente del procedimiento de la noche. A toda declaración de Jordan seguía el enloquecedor sonido del lápiz de Vicary chirriando por la página. Cada unos cuantos minutos, la mina se gastaba. Entonces, Vicary pedía disculpas, obligaba a Jordan a interrumpirse y luego convertía en todo un espectáculo la acción de sacar un nuevo lápiz. Siempre sacaba uno, nada de coger otro de repuesto, sino sólo uno. Y cada vez parecía costarle más tiempo que la anterior encontrar y sacar el lápiz. A Harry, que observaba entre las sombras, no dejó de maravillarle la actuación de Vicary. La intención de éste era lograr que Jordan le subestimara, que pensase que era una especie de imbécil. Adelante, cabronazo memo, ya verás lo que tarda en cortarte los huevos. Vicary pasó una página de su cuaderno y retiró un nuevo lápiz.


– En realidad, no se llama Catherine Blake. Y en realidad tampoco es inglesa. Su verdadero nombre es Anna Katarina von Steiner. Pero no volveré a referirme a ella con ese nombre. Quisiera que olvidara usted que lo ha oído alguna vez. Le resultarán claros mis motivos más adelante. Nació en Londres antes de la Gran Guerra, hija de madre inglesa y padre alemán. Regresó en noviembre de 1938 a Inglaterra, donde entró utilizando este pasaporte falso holandés. ¿Reconoce la fotografía?

– Es ella. Su aspecto es diferente ahora, pero es ella.

– Suponemos que el servicio de inteligencia alemán recurrió a ella por su pasado y por su dominio del idioma. Creemos que la reclutaron en 1936 y la enviaron a un campamento de Baviera, donde le impartieron formación en claves y radio, la enseñaron a evaluar tropas y a matar. Al objeto de ocultar su entrada en nuestro país asesinó brutalmente a una mujer en Suffolk. Suponemos que ha asesinado también a otras tres personas más.

– Eso es muy difícil de creer.

– Bueno, pues créalo. Esa mujer es distinta a todos los demás. La mayor parte de los agentes de Canaris son unos idiotas inútiles y están muy mal adiestrados y peor dotados para el espionaje. Desmantelamos sus redes al principio de la guerra. Pero creemos que Catherine es una de sus figuras estelares, una clase distinta de agente. Los llamamos «durmientes». Nunca utilizó la radio y al parecer nunca participó en ninguna otra operación. Simplemente se integró en la sociedad británica y esperó a que la activasen.

– ¿Por qué me eligió a mí?

– Permítame presentar la frase de un manera distinta, capitán de fragata Jordan. ¿Le eligió ella a usted o usted a ella?

– ¿De qué está hablando?

– La verdad es que es muy sencillo. Quiero saber por qué está usted vendiendo nuestros secretos a los alemanes.

– ¡No hago tal cosa!

– Quiero saber por qué ha estado traicionándonos.

– ¡No he traicionado a nadie!

– Quiero saber por qué actúa como agente al servicio de la inteligencia alemana.

– ¡Eso es ridículo!

– ¿De veras? ¿Qué se supone que hemos de pensar? Se ha embarcado en una aventura amorosa con una agente alemana de primera establecida en Gran Bretaña. Se lleva a casa una cartera de mano llena de material secreto. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se limitó a contarle el secreto de la Operación Mulberry ? ¿Le pidió ellaque llevara a casa los documentos para poder fotografiarlos?

– ¡No! Quiero decir que…

– ¿Los llevó usted a su casa por propia voluntad?

– ¡No!

– Bueno, veamos, ¿por qué iba usted de aquí para allá con todo eso en la cartera?

– Porque tenía que salir por la mañana temprano para inspeccionar los centros de construcción del sur. Veinte personas lo confirmarán. El personal de seguridad examinó mi casa y la caja de caudales de mi estudio. En determinadas circunstancias se me permitía llevarme documentos reservados siempre y cuando los guardase en mi caja de caudales.

– Bueno, evidentemente eso fue un error tremendo. Porque creo que usted se llevaba a casa esos documentos y se los tendía a Catherine Blake.

– Eso no es verdad.

– No estoy seguro de si usted es un agente alemán o si se ha dejado seducir para dedicarse al espionaje.

– ¡Que le den por el…! Ya estoy harto de esto.

– Quiero saber si nos ha traicionado por sexo.

– ¡No!

– Quiero saber si nos ha traicionado por dinero.

– No me hace falta dinero.

– ¿Trabaja usted en complicidad con la mujer a la que conoce por el nombre de Catherine Blake?

– No.

– Consciente o voluntariamente, ¿entregó usted secretos aliados a la mujer a la que conocía como Catherine Blake?

– ¡No!

– ¿Trabaja directamente con la inteligencia militar alemana?

– Esa es una pregunta ridícula.

– ¡Contéstela!

– ¡No! ¡Maldita sea! ¡No!

– ¿Mantiene usted relaciones sexuales con la mujer a la que conoce por el nombre de Catherine Blake?

– Eso es asunto mío.

– Ya no, capitán de fragata. Se lo vuelvo a preguntar. ¿Mantiene relaciones sexuales con Catherine Blake?

– Sí.

– ¿Está enamorado de Catherine Blake? Capitán de fragata, ¿ha oído usted la pregunta? ¿Capitán de fragata? Capitán de fragata Jordan, ¿está usted enamorado de Catherine Blake?

– Hasta hace un par de horas, estaba enamorado de la mujer que creía era Catherine Blake. No sabía que fuese agente alemán y no le entregué voluntariamente secretos aliados. Tiene que creerme.

– No estoy seguro de creerle, capitán de fragata Jordan. Pero prosigamos.

– Se enroló en la Armada en el mes de octubre pasado.

– Correcto.

– ¿Por qué no antes?

– Mi esposa había muerto. No deseaba dejar solo a mi hijo.

– ¿Por qué cambió de idea?

– Porque me pidieron que ingresara en la Armada.

– Explíqueme cómo fue eso.

– Se presentaron dos hombres en mi oficina de Manhattan. Estaba claro que ya habían revisado mi historial, tanto personal como profesional. Dijeron que se requerían mis servicios para un proyecto relacionado con la invasión. No me aclararon de qué proyecto se trataba. Me indicaron que fuese a Washington y no volví a verlos.

– ¿Cómo se llamaban?

– Uno se llamaba Leamann. No recuerdo el nombre del otro.

– ¿Ambos eran norteamericanos?

– Leamann era estadounidense. El otro era británico.

– Pero usted no recuerda su nombre.

– No.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Era alto y delgado.

– Bueno, eso reduce la cuestión a la mitad del país, más o menos. ¿Qué ocurrió cuando fue usted a Washington?

– Cuando llegó mi acreditación de seguridad, me aleccionaron respecto a Mulberry y me mostraron los planos.

– ¿Por qué le necesitaban a usted?

– Querían alguien con experiencia en proyectos de construcciones importantes. Mi empresa ha construido algunos de los mayores puentes del este.

– ¿Cuál fue su primera impresión?

– Pensé que Mulberry era factible técnicamente, pero también pensé que los programas de construcciones eran una farsa… excesivamente optimistas. Comprendí en seguida que habría retrasos.

– ¿Y qué conclusiones ha sacado de la inspección que ha efectuado hoy?

– Que el proyecto está peligrosamente retrasado. Que realmente las probabilidades de tener terminados los Fénix en la fecha prevista son una entre tres.

– ¿Compartió esas conclusiones con Catherine Blake?

– Por favor. No volvamos a eso otra vez.

– No ha contestado a mi pregunta.

– No. No hice partícipe de mis conclusiones a Catherine Blake.

– ¿La vio antes de que le recogiéramos en la plaza de Grosvenor?

– No. Fui directamente a la JSFEA desde los centros de construcción.

Vicary introdujo la mano en su cartera y puso dos fotogragfa encima de la mesa, una de Robert Pope y la otra de Dicky Dobbs,

– ¿Ha visto alguna vez a estos hombres?

– Me resultan vagamente familiares, pero no puedo decir si los he visto antes o no.

Vicary abrió el expediente de Jordan y lo hojeó hasta llegar a una página.

– Hábleme de la casa en que vive.

– Mi padre político la compró antes de la guerra. Pasaba bastante tiempo en Londres, tanto por negocios como por placer, y deseaba disponer de un lugar confortable donde vivir durante sus estancias en la ciudad.

– ¿Alguna otra persona utiliza la casa?

– Margaret y yo solíamos ocuparla cuando veníamos de vacaciones a Europa.

– ¿Su padre político tenía inversiones bancarias en Alemania?

– Sí, varias. Pero la mayoría de ellas las liquidamos antes de la guerra.

– ¿Supervisó personalmente esa liquidación?

– Casi toda esa labor la hizo un hombre llamado Walker Hardegen. Es el número dos del banco. Habla con fluidez el alemán y conoce el país por dentro y por fuera.

– ¿Trabajó en Alemania antes de la guerra?

– Sí, en varias ocasiones.

– ¿Le acompañó usted?

– No, yo no tengo nada que ver con los negocios de mi suegro.

– ¿Utilizó Walker Hardegen la casa de Londres?

– Es posible. No estoy seguro.

– ¿Hasta qué punto conoce usted a Walker Hardegen?

– Le conozco muy bien.

– Supongo, entonces, que son buenos amigos, ¿no?

– No, la verdad es que no.

– ¿Le conoce usted bien pero no son amigos?

– Exacto.

– ¿Son enemigos, pues?

– Enemigos es una palabra fuerte. Simplemente no nos llevamos bien.

– ¿Por qué no?

– Salía con mi esposa antes de que yo la conociera. Creo que siempre estuvo enamorado de ella. Bebió mucho más de la cuenta en mi fiesta de despedida. Me acusó de haberla matado para conseguir un buen negocio.

– Me parece que alguien que hace un comentario como ese respecto a mí se convertiría automáticamente en mi enemigo.

– En aquellos momentos pensé en sacudirle una buena paliza.

– ¿Se culpa usted de la muerte de su esposa?

– Sí, siempre he tenido remordimientos. Si no le hubiese pedido que fuera a la ciudad y me acompañara en aquella maldita cena de negocios, aún estaría viva.

– ¿Cuánto sabe Walker Hardegen acerca del trabajo de usted?

– Nada.

– Pero sí sabe que es usted un ingeniero de lo más competente.

– Eso sí.

– ¿Y sabe que le enviaron a Londres para colaborar en un proyecto secreto?

– Probablemente lo dedujo, sí.

– En las cartas que ha escrito a su gente de los Estados Unidos,¿ha citado alguna vez la Operación Mulberry ?

– Nunca. Todas las revisa un censor.

– ¿Ha hablado alguna vez de la Operación Mulberry a otro miembro de su familia?

– No.

– ¿Y a alguno de sus amigos?

– No.

– Ese compadre suyo, Shepherd Ramsey, ¿se lo ha dicho a él?

– No.

– ¿Y no le ha preguntado?

– No hace otra cosa… en plan de broma, claro.

– ¿Tenía usted intención de ver de nuevo a Catherine Blake?

– Ahora no. No deseo volver a verla en la vida.

– Bueno, eso tal vez resulte imposible, capitán de fragata Jordan.

– ¿Qué pretende decir?

– A su debido tiempo. Es tarde. Creo que nos vendría bien un poco de sueño. Continuaremos por la mañana.


Vicary se levantó y fue hacia donde estaba sentado Boothby. Se inclinó sobre él y dijo:

– Creo que deberíamos hablar.

– Sí -convino Boothby-. Vamos ala habitación de al lado, ¿no? Boothby se desenroscó del asiento y cogió a Vicary por el codo.

– Le has trabajado de maravilla -encomió Boothby-. Dios mío, Alfred, ¿cómo y cuándo llegaste a convertirte en un hijo de puta de tal calibre?

Boothby abrió una puerta y la mantuvo de par en par para que entrase primero Vicary. Éste pasó junto a sir Basil y entró en la estancia. No pudo dar crédito a sus ojos.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó Winston Churchill-. Es un placer volver a verte. Me gustaría que fuese en otras circunstancias. Permíteme presentarte a un amigo mío. Profesor Alfred Vicary… General Eisenhower.

Dwight Eisenhower se levantó del sillón y tendió la mano.


Tiempo atrás, la habitación había sido gabinete de trabajo. Cubrían las paredes estanterías para libros, contaba con una mesa escritorio y con un par de sillones de orejas, ocupados en aquel momento por Churchill y Eisenhower. En la chimenea ardía alegremente un fuego de leña, que a pesar de todo no lograba eliminar totalmente el frío de la habitación. Una manta de lana cubría las rodillas de Churchill. Mordisqueaba la húmeda punta de un cigarro puro y bebía coñac. Eisenhower encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café. Encima de la mesa, entre ellos, había un pequeño altavoz por el que habían escuchado el interrogatorio de Jordan. Vicary lo supo porque los micrófonos continuaban en marcha y se oía el ruido de las sillas al arrastrarse por el suelo y el murmullo de voces que llegaban de la habitación contigua. Boothby se deslizó hacia adelante y bajó el volumen. Se abrió la puerta y entró en la estancia un quinto hombre. Vicary reconoció al general de brigada Thomas Betts, alto, gigantesco como un oso, subjefe de información de la JSFEA y encargado de la salvaguardadel secreto de la invasión.

– ¿Ha dicho la verdad, Alfred? -preguntó Churchill.

– No estoy seguro -respondió Vicary, que se servía una taza decafé en el aparador-. Deseo creerle, pero hay algo que me incordia. Y maldito si sé qué es.

– En su pasado -dijo Boothby-, nada sugiere que sea un agente alemán o que nos traicione espontáneamente. Después de todo, fuimos nosotros quienes acudimos a él. Se le reclutó para que trabajase en Mulberry, no se presentó voluntario. De haber sido un agente desde el principio, habría llamado a nuestra puerta en cuando se desencadenó la guerra, intentando situarse en una posición importante.

– Estoy de acuerdo -convino Eisenhower.

– Su historial es excelente -continuó Boothby-. Ya ha visto su expediente. La ficha del FBI no presenta el menor dato negativo. Tiene todo el dinero del mundo. No es comunista. No sodomiza niños. No hay motivo alguno para sospechar que simpatice con la causa alemana. En resumen, no hay ninguna razón para sospechar que ese hombre sea un espía o que lo hayan coaccionado para que se dedique al espionaje.

– Todo eso es cierto -dijo Vicary, pensativo. ¿Cuándo diablos se convirtió Boothby en el presidente del club de fanáticos de Peter Jordan?-. ¿Pero qué me dicen de ese otro, Walker Hardegen? ¿Se le hizo una revisión completa antes de que Jordan ingresara en el equipo Mulberry?

– Un examen a fondo -declaró el general Betts-. Al FBI le preocupaban esos contactos alemanes mucho antes de que el departamento de Guerra pensara en abordar a Jordan con vistas a esa colaboración en Mulberry. Examinaron con lupa los antecedentes de Hardegen. No descubrieron ningún maldito detalle negativo. Hardegen está tan limpio como una patena.

– Bueno, me quedaría más tranquilo si echasen otra mirada -dijo Vicary-. ¿Cómo rayos supo esa mujer que era la persona a la que tenía que liar? ¿Y cómo se hizo con el material? He estado dentro de la casa. Es posible que ella accediese a los documentos sin que él se enterase, pero le resultaría muy peligroso. ¿Y qué hay de su amigo Shepherd Ramsey? Me gustaría que lo pusieran bajo vigilancia y que el FBI examinara su historial más profundamente.

– Estoy seguro de que el general Eisenhower no tendrá problemas en ese aspecto, ¿verdad, general? -dijo Churchill.

– No -repuso Eisenhower-. Deseo que ustedes, caballeros, den los pasos que consideren necesarios.

Churchill se aclaró la garganta.

– Esta conversación es muy interesante, pero no enfoca nuestro problema más apremiante -expuso-. Parece que ese muchacho, intencionadamente o no, ha puesto una parte muy significativa de los planes de la Operación Mulberry directamente en manos de una espía alemana. Ahora, ¿qué vamos a hacer en cuanto a eso?¿Basil?

Boothby miró al general Betts.

– ¿Qué pueden discernir de ese documento los alemanes respecto a la Operación Mulberry ?

– Es difícil de determinar -respondió Betts-. El documento que Jordan llevaba en la cartera no daba un cuadro completo, sólo un fragmento condenadamente importante del conjunto. Mulberry está formada por muchos componentes, como seguramente todos ustedes saben. El documento sólo les informará de los Fénix. Si verdaderamente se encuentra camino de Berlín, se volcarán sobre él los analistas e ingenieros alemanes. Si son capaces de determinar el propósito de los Fénix, no les resultará difícil descubrir el secreto del proyecto de los puertos artificiales. -Betts titubeó, grave la expresión-. Y, caballeros, si llegan al convencimiento de que estamos construyendo un puerto artificial, es muy posible que den el salto definitivo y lleguen a la conclusión de que vamos a lanzarnos por Normandía, no por Calais.

– Creo -intervino Vicary- que debemos asumir que tal es el caso y proceder en consecuencia.

– Sugiero utilizar a Jordan como señuelo para inducir a Catherine Blake a salir a terreno descubierto -propuso Boothby-. La arrestamos, la ponemos bajo las deslumbrantes luces de los focos y la hacemos trabajar para nosotros. La utilizamos como embudo para proyectar el humo hacia los alemanes, devolvérselo y confundirlos, para intentar convencerlos de que Mulberry es cualquier cosa menos un puerto artificial construido para desembarcar en Normandía.

Vicary carraspeó levemente y dijo:

Estoy de acuerdo con la segunda parte de su proposición, sir Basil. Pero sospecho que la primera no va a ser tan fácil como parece.

– ¿Su opinión, Alfred?

– Todo lo que sabemos acerca de esa mujer indica que es un elemento altamente preparado y absolutamente implacable. Dudo de que podamos convencerla para que colabore con nosotros. No es como los demás.

La experiencia me ha demostrado que todo el mundo colabora cuando se enfrenta a la perspectiva de morir ahorcado, Alfred. ¿Pero qué sugieres?

Sugiero que Peter Jordan continúe viéndola. Pero a partir de ahora controlaremos lo que haya dentro de la cartera y lo que guarde en la caja de caudales de su casa. Le daremos carrete a esa mujer sin dejar de vigilarla. Descubriremos el sistema que emplea para hacer llegar el material a Berlín. Descubriremos a los otros agentes de la red. Luego la arrestaremos. Si embaucamos limpiamente a la red, nos pondremos en condiciones de enviar directamente material de Doble Cruz a las más altas instancias de la Abwehr… hasta la invasión.

¿Qué opinas del plan de Alfred, Basil? -preguntó Churchill.

– Es brillante -dijo Boothby-. ¿Pero y si son correctos los temores del propio Alfred acerca del capitán de fragata Jordan? ¿Y si es en realidad un agente alemán? Jordan se encontraría en situación de ocasionar un daño irreparable.

– Ocurriría lo mismo también en el caso de su plan, sir Basil. Me temo que es un riesgo que vamos a tener que correr. Pero Jordan no estará a solas con ella ni con nadie más durante un solo segundo. A partir de ahora, se le vigilará las veinticuatro horas del día. A donde vaya, iremos nosotros. Si vemos u oímos algo que no nos guste, entraremos en acción, arrestaremos a Catherine Blake, y haremos las cosas al modo que usted propugna.

Boothby asintió.

– ¿Cree que Jordan se prestará al juego? Después de todo, ha reconocido que estaba enamorado de esa mujer. Ella le traicionó. No creo que bajo ninguna condición se muestre dispuesto a seguir manteniendo relaciones sentimentales con ella.

– Bueno, la cuestión es que simplemente ha de seguir manteniéndolas -dijo Vicary-. Es él quien nos ha metido en este lío, y es el único que puede sacarnos de él. No es como si con un simple cambio de sillas pudiéramos introducir en el caso a un profesional.Lo eligieron a él. Ningún otro lo hará. Ellos creerán lo que vean en la cartera de Jordan.

Churchill miró a Eisenhower.

– ¿General?

Eisenhower aplastó su cigarrillo, reflexionó unos segundos y dijo:

– Si verdaderamente no hay otro modo de hacerlo, apoyo el plan del profesor. El general Betts y yo nos encargaremos de que cuenten ustedes con la ayuda necesaria de la JSFEA para llevar a cabo la tarea.

– Entonces, asunto concluido -dijo Churchill-. Y que Dios se apiade de nosotros si no funciona.


– A propósito, me llamo Vicary. Ése es Harry Dalton…, trabaja conmigo. Y ese otro caballero es sir Basil Boothby. Dirige la operación.

Era a la mañana siguiente, temprano, una hora después del alba. Caminaban por un estrecho sendero entre los árboles: Harry unos cuantos pasos por delante, como un explorador, Vicary y Jordan codo con codo, Boothby detrás, casi en plan de ominoso vigilante. Había dejado de llover durante la noche, pero una densa capa de nubarrones ocultaba el cielo. La niquelada claridad invernal blanqueaba todos los colores, tanto los árboles como las colinas. La gasa de la niebla cubría el suelo en las zonas bajas y el aire olía al humo de la leña que se quemaba en los fuego encendidos dentro de la casa. La mirada de Jordan se posó brevemente en cada uno de ellos, al serle presentados, pero no les tendió la mano. Vicary y él continuaron con las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón impermeable que les habían dejado en el cuarto, junto con un par de pantalones de lana y un grueso jersey de lana.

Avanzaron en silencio por el sendero durante un tiempo, como viejos compañeros de clase que pasean para digerir un desayuno copioso. El frío era un clavo que se hundía en la rodilla de Vicary. Andaba despacio, con las manos cogidas a la espalda, gacha la cabeza como si buscase algún objeto perdido. Concluyó la arboleda y el Támesis apareció ante ellos. A la orilla del río había un par de bancos de madera. Harry se sentó en uno. Vicary y Jordan ocuparon el otro. Boothby permaneció de pie.

Vicary le explicó a Jordan lo que se deseaba que hiciera. Jordan le escuchó, sin mirar a ninguno de ellos. Sentado inmóvil, aún con las manos en los bolsillos, estiradas las piernas al frente y los ojos clavados en algún punto oscuro de la superficie del río. Cuando Vicary terminó, Jordan dijo:

– Busquen algún otro modo de hacerlo. Yo no estoy preparado para eso. Serían unos insensatos si me utilizaran a mí.

– Créame, capitán de fragata Jordan, si hubiese algún otro modo de subsanar el daño ocasionado, lo emplearíamos. Pero no lo hay. Debe hacer lo que le pedimos. Nos lo debe. Se lo debe a todos los hombres que arriesgarán la vida al lanzarse al asalto de lasplayas de Normandía. -Hizo una pausa momentánea y siguió la dirección de la mirada de Jordan hacia las aguas-. Y se lo debe a sí mismo, capitán de fragata Jordan. Cometió un terrible error. Ahora tiene que reparar el daño.

– ¿Se supone que eso es una arenga?

– No, no creo en las arengas. Es la verdad.

– ¿Cuánto tiempo durará?

– Todo el que haga falta.

– Eso no es responder a mi pregunta.

– Exacto. Pueden ser seis días y pueden ser seis meses. No lo sabemos. Esto no es una ciencia exacta. Pero pondré fin a ello tan pronto como pueda. Tiene usted mi palabra.

– No creo que la verdad cuente mucho en su profesión, señor Vicary.

– Normalmente, no. Pero en este caso, sí.

– ¿Respecto a mi trabajo en la Operación Mulberry ?

– Seguirá actuando como si fuese miembro activo del equipo, pero lo cierto es que eso se ha acabado para usted. -Vicary se levantó-. Tenemos que volver a la casa, capitán de fragata Jordan. Tiene usted que firmar unos cuantos documentos antes de que nos vayamos.

– ¿Qué clase de documentos?

– Oh, sólo algunos papeles que le comprometerán a no soltar una sola palabra sobre este asunto durante el resto de su vida. Jordan se apartó del río y, por último, miró a Vicary.

– Créame, no necesita preocuparse de eso.

38

Rastenberg (Alemania)


A Kurt Vogel le molestaba el cuello de la guerrera. Se había puesto el uniforme de la Kriegsmarine por primera vez en más tiempo de lo que podía recordar. Le sentaba muy bien antes de la guerra pero Vogel, como casi todo el mundo, había adelgazado. La guerrera le caía ahora como una chaquetilla de prisionero.

Estaba infernalmente nervioso. Hasta entonces no le habían presentado al Führer; a decir verdad, ni siquiera había estado nunca en la misma habitación que aquel hombre. Personalmente, pensaba que Hitler era un lunático y un monstruo que había llevado a Alemania al borde de la catástrofe. Pero se dio cuenta de que estaba deseoso de conocerle y, por algún motivo inexplicable, quería causarle una buena impresión. Le hubiera gustado tener la voz en mejores condiciones. Encadenó los cigarrillos para calmar los nervios. No había dejado de fumar en todo el vuelo desde Berlín y ahora volvía a fumar en el coche. Al final, Canaris le rogó que dejase de una vez aquel maldito cigarrillo, aunque sólo fuera por los perros. Iban echados a los pies de Vogel como gruesas salchichas, alzada la vista hacia él para mirarle con ojos malévolos. Vogel bajó un par de centímetros el cristal de la ventanilla y arrojó el pitillo hacia los remolinos que formaban los copos de nieve.

El Mercedes oficial se detuvo en el punto de control exterior del Wolfschanze de Hitler. Cuatro guardias de las SS se abalanzaron sobre el automóvil, abrieron el capó y el maletero y utilizaron espejos para revisar los bajos. Los hombres de las SS agitaron los brazos, indicándoles que siguieran adelante, y el coche recorrió ochocientos metros en dirección al recinto. Aunque la tarde estaba bastante avanzada, el suelo del bosque brillaba con la luz blanca de los arcos voltaicos. Guardias con perros alsacianos patrullaban por los senderos.

El automóvil se detuvo a la entrada del perímetro y los hombres de las SS se aprestaron a la revista. Esa vez, la inspección de personal. Se les ordenó que salieran del coche y los registraron. A Vogel no dejó de impresionarle ver a Wilhelm Canaris, jefe del servicio de información alemán, de pie, manos arriba, mientras un miembro de las SS le cacheaba a conciencia como si fuese un borrachín de cervecería.

Un guardia exigió ver la cartera de Vogel, que se la entregó de mala gana. Contenía las fotos del documento aliado y el análisis que de él hiciera a toda prisa el personal técnico de la Abwehr en Berlín. El miembro de las SS introdujo su mano enguantada en la cartera. La retiró a continuación y devolvió la cartera a Vogel, satisfecho al comprobar que no llevaba armas ni explosivos.

Vogel se reunió con Canaris y juntos caminaron sin pronunciar palabra hacia la escalera que conducía al búnker. Vogel había dejado en Berlín dos fotografías, guardadas bajo llave en sus archivadores: las fotografías de la nota. La mano era de Catherine; Vogel reconoció la cicatriz dentada de la base del pulgar. Era un dilema. ¿Acceder a sus deseos y sacarla de Gran Bretaña o dejarla en su puesto? Sospechaba que otros iban a tomar la decisión por él.

Otro miembro de las SS aguardaba en lo alto de la escalera, no fuera caso de que los visitantes del Führer se armaran durante el recorrido a través del recinto. Canaris y Vogel se detuvieron y se sometieron a otro registro.

Canaris miró a Vogel y comentó:

– Bienvenido a Campo Paranoia.


Vogel y Canaris fueron los primeros en llegar.

– Aprovecha ahora para fumar, antes de que llegue el avicultor -dijo Canaris.

Vogel se encogió ante la observación; seguramente la habitación estaría llena de micrófonos ocultos. Hojeó los documentos que llevaba para distraerse y superar el síndrome de abstinencia de tabaco.

Vogel vio entrar en el cuarto, uno tras otro, a los hombres más poderosos del Tercer Reich: el Reichsführer SS Heinrich Himmler, el general de brigada Walter Schellenberg, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, el mariscal de campo Erwin Rommel, y Hermann Goering.

Todos se pusieron en pie al entrar Hitler en la estancia, con veinte minutos de retraso. Vestía pantalones gris pizarra y guerrera negra. Se mantuvo en pie después de que todos los demás se sentaran. Vogel le observó, fascinado. Le encanecía el cabello, la piel era cetrina, un círculo rojizo rodeaba sus ojos. Debajo de éstos, la ojeras eran tan pronunciadas que parecían contusiones. Con todo, irradiaba de él una energía intimidatoria. Durante dos horas dominó a todos los demás ocupantes de la habitación mientras dirigía la conferencia sobre los preparativos de la invasión, sondeando, provocando, rechazando información, datos o ideas que consideraba irrelevantes. A Vogel le resultó claro en seguida que Hitler sabía tanto, por no decir más, acerca de la disposición de sus fuerzas en el oeste como sus altos jefes militares. Su atención a los detalles era asombrosa. Quiso saber por qué había en el Paso de Calais tres cañones antiaéreos menos que la semana anterior. Quiso enterarse de la clase precisa de hormigón empleado en las fortificaciones del Muro del Atlántico y el espesor exacto que se vertió.

Por último, al final de la conferencia, se volvió hacia Canaris y dijo:

– Así que me han dicho que la Abwehr ha descubierto ciertos datos nuevos susceptibles de arrojar alguna luz sobre las intenciones del enemigo.

– La verdad es, mi Führer, que la operación fue concebida y ejecutada por el capitán Vogel. Dejaré que sea él quien le informe acerca de sus descubrimientos.

– Estupendo -dijo Hitler-. ¿Capitán Vogel?

Vogel continuó sentado.

– Mi Führer, hace dos días, en Londres, uno de nuestros agentes entró en posesión de un documento. Como ya sabe, hemos descubierto que el enemigo está empeñado en una empresa llamada Operación Mulberry. Sobre la base de estos nuevos documentos, nos encontramos ahora más cerca de averiguar qué es exactamente Mulberry.

– ¿Más cerca? -preguntó Hitler, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás-. ¿Eso significa que todavía están en la fase de las conjeturas, capitán?

– Si me permite continuar, mi Führer…

– Por favor, pero esta noche mi capacidad de paciencia es limitada.

– Sabemos ahora mucho más acerca de las gigantescas estructuras de acero y hormigón que se están construyendo en diversos puntos de Inglaterra. Sabemos ahora que su nombre en clave es Fénix. También sabemos que cuando vaya a producirse la invasión, se las remolcará a través del canal de la Mancha y se hundirán cerca de la costa francesa.

– ¿Que las hundirán? ¿Con qué posible objeto, capitán Vogel?

– Durante las últimas veinticuatro horas, nuestros analistas técnicos se han volcado sobre los documentos que sustrajimos en Londres. Cada una de las unidades sumergibles lleva alojamientos para la dotación y una pieza antiaérea de gran calibre. Es posible que el enemigo esté proyectando la creación de un enorme complejo antiaéreo costero destinado a proporcionar cobertura suplementaria para sus tropas durante la invasión.

– Es posible -convino Hitler-. ¿Pero por qué tomarse tantas molestias para construir una instalación antiaérea? Todas las evaluaciones que me han dado indican que los británicos sufren una desesperada escasez de materias primas: acero, cemento, aluminio. Llevan meses diciéndomelo. Churchill ha llevado a Gran Bretaña a la ruina con esta guerra insensata. ¿Por qué derrochar preciosos suministros en semejante proyecto? -Hitler volvió la cabeza para lanzar una mirada colérica a Goering-. Además, mucho me temo que debemos dar por sentado que el enemigo disfrutará de la supremacía aérea durante la invasión.

Hitler se dirigió de nuevo a Vogel.

– ¿Tiene una segunda teoría, capitán Vogel?

– Así es, mi Führer. Es una opinión secundaria, muy preliminar y, pese a todo, sujeta a un sinfín de interpretaciones.

– Oigámosla -apremió Hitler, brusco.

– Uno de nuestros analistas cree que las unidades sumergibles pueden ser parte de alguna clase de puerto artificial, un ingenio que podría construirse en Gran Bretaña, remolcarse a través del Canal e instalarse frente a la costa francesa durante las horas iniciales de la invasión.

Intrigado, Hitler paseaba de nuevo por la habitación.¿Un puerto artificial? ¿Es posible tal cosa?

Himmler se aclaró la garganta suavemente.

– Tal vez sus analistas han interpretado mal la información aportada por el agente, capitán Vogel. Un puerto artificial me suena a mí a algo más bien inverosímil.

– No, herr Reichsführer -terció con contundencia Hitler. Creo que es posible que el capitán Vogel tenga algo importante. -El Führer recorrió la estancia con violentos andares-. ¡Un puerto artificial! ¡Imaginen la arrogancia, la audacia de semejante proyecto! Impresas encima de todo eso veo las huellas dactilares de ese locode Churchill.

– Mi Führer -articuló Vogel, vacilante-, un puerto artificial no es más que una posible explicación para esas unidades de hormigón. Yo me lo pensaría dos veces antes de poner demasiado énfasis en esos descubrimientos iniciales.

– No, capitán Vogel, me intriga esa teoría suya. Pasemos al siguiente nivel, sólo en bien del argumento. Si el enemigo se ha embarcado de verdad en un intento de construir algo tan complicado como un puerto artificial, ¿dónde lo colocaría? Usted primero, VonRundstedt.

El anciano mariscal se levantó, fue hacia el mapa y dio unos golpecitos en él con su bastón.

– Si uno estudia el fracasado asalto enemigo sobre Dieppe en 1942, puede sacar valiosas enseñanzas. El principal objetivo del enemigo era apoderarse y abrir lo antes posible un puerto importante. El enemigo falló, naturalmente. El problema es éste: al enemigo le consta que le impediremos utilizar los puertos durante el máximo de tiempo que nos sea posible y que, antes de rendírselos, las inutilizaremos. Supongo que es posible que el enemigo esté construyendo en Gran Bretaña instalaciones que le permitan reabrir los puertos con mayor rapidez. Eso me parece lógico. Aunque tal sea el caso -y subrayo que el capitán Vogel y sus colegas no tienen ninguna prueba concluyente de ello- sigo creyendo que el punto es Calais. Una invasión por Calais es lo más lógico tanto militar como estratégicamente. Eso no puede pasarse por alto.

Hitler escuchó atentamente. Después miró a Vogel.

– ¿Qué opina del análisis del mariscal de campo, capitán Vogel?

– El argumento del mariscal de campo Von Rundstedt es extraordinariamente sólido. -Vogel hizo una pausa, mientras Von Rundstedt inclinaba la cabeza como reconocimiento-. Pero en pro del debate, puedo ofrecer una segunda interpretación.

– Hágalo -permitió Hitler.

– Como el mariscal de campo ha señalado, el enemigo necesita desesperadamente instalaciones portuarias, si tiene que aportar rápidamente suministros suficientes para sustentar una fuerza de invasión. Calculamos que se requerirán por lo menos diez mil toneladas diarias de provisiones y pertrechos durante la primera fase de la operación. Cualquiera de los puertos del paso de Calais podría soportar una concentración así: Calais, Boulogne, Dunkerque, por ejemplo. Pero como el mariscal de campo ha señalado, el enemigo sabe que demoleremos esos puertos antes de entregarlos. El enemigo sabe también que esos puertos se defenderán con toda firmeza. Un ataque frontal contra cualquiera de ellos les resultaría muy costoso.

Vogel observó que Hitler se removía nervioso, que se impacientaba por momentos. Apresuró las cosas.

– A lo largo de la costa de Normandía hay cierto número de pequeños puertos pesqueros, ninguno de los cuales es lo bastante importante como para encargarse de recibir y distribuir tal concentración de material y equipo pesado. Ni siquiera Cherburgo es lo bastante grande. Recuerden, lo diseñaron como terminal de pasajeros para trasatlánticos, no para carga y descarga de buques.

– Su opinión, capitán Vogel -dijo Hitler, afilada la voz.

– Mi Führer, ¿y si fuera posible para el enemigo concentrar sus provisiones y equipo en playas abiertas en vez de pasarlas por un puerto? En el caso de que eso fuera verdaderamente posible, el enemigo podría evitar nuestras defensas más potentes, desembarcar en las playas de Normandía, cuya fortaleza defensiva es menos vigorosa e intentar el aprovisionamiento de una fuerza de invasión mediante el empleo de un puerto artificial.

Parpadearon los ojos de Hitler. Resultaba evidente que le interesaba el análisis de Vogel.

El mariscal de campo Erwin Rommel sacudía la cabeza en gesto negativo.

– Un argumento así equivaldría una receta para el desastre, capitán Vogel. Incluso en primavera, el tiempo en la costa del Canal puede ser extremadamente azaroso: lluvia, vendavales, mar embravecido. Mi Estado Mayor ha estudiado las pautas. Si la historia sirve como guía, lo más que puede esperar el enemigo son períodos de buen tiempo de tres o cuatro días seguidos como máximo. Si intenta concentrar fuerzas en una playa abierta, sin puerto ni aguas abrigadas, el enemigo se encontrará completamente a merced de la naturaleza. Y ningún artificio transportable, por ingenioso que sea, sobrevivirá a una tempestad de primavera en el canal de la Mancha.

Intervino Hitler:

– Una discusión fascinante, caballeros…, pero basta ya. No hay duda, capitán Vogel, de que su agente necesita averiguar más datos acerca del proyecto. Supongo que dicho agente continúa en su puesto, ¿no?

Vogel se mostró cauteloso.

– Hay un problema, mi Führer -dijo-. El agente tiene la sensación de que las fuerzas de seguridad británicas están estrechando el cerco…, que puede que no le sea posible permanecer en Inglaterra mucho tiempo más.

Walter Schellenberg habló por primera vez:

– Capitán Vogel, nuestra propia fuente en Londres afirma lo contrario: que los británicos saben que hay una filtración, pero que son incapaces de taponarla. En estos momentos, su agente está imaginando un peligro inexistente.

Vogel pensó: «¡Burro arrogante! ¿Quién es esa gran fuente del SD en Londres?».

– El agente en cuestión -expresó en voz alta- está altamente adiestrado y posee una inteligencia excepcional. Creo que…

Himmler interrumpió a Vogel:

– No supondrá usted que la fuente del general de brigada Schellenberg es menos creíble que la suya, ¿verdad, capitán Vogel? -Con el debido respeto, no dispongo de elementos de juicio para valorar la credibilidad de la fuente del general de brigada Schellenberg, herr Reichsführer.

– Una respuesta muy diplomática, herr capitán -repuso Himmler-. Pero es evidente que su agente deberá permanecer en su puesto hasta que sepamos la verdad acerca de esos objetos de hormigón, ¿está usted de acuerdo?

Vogel se vio atrapado. Mostrarse en desacuerdo con Himmler sería como firmar su propia sentencia de muerte. No les costaría nada fabricar pruebas de traición contra él y ahorcarle con la cuerda de un piano como habían hecho con otros. Pensó en Gertrude y en sus hijos. Los bárbaros también se cebarían en ellos. Confiaba en el instinto de Anna, pero retirarla ahora sería suicida. No le quedaba otra elección. Anna continuaría en su puesto.

– Sí. Estoy de acuerdo, herr Reichsführer.


Himmler invitó a Vogel a dar un paseo por los jardines. Había caído la noche. Más allá de la esfera de luz de la lámpara, la oscuridad invadía la floresta. Un letrero advertía que apartarse de los senderos era peligroso a causa de las minas. El viento agitaba las copas de las coníferas. Vogel oyó el ladrido de un perro; era difícil determinar la distancia desde la que llegaba porque la nieve recién caída reducía todo sonido a un rumor apagado. El frío era tremendo. Durante la tensa reunión, había sudado bastante bajo la guerrera. Ahora, en medio de aquella baja temperatura, tenía la impresión de que la ropa se le había helado pegada al cuerpo. Se moría por fumar un cigarrillo, pero decidió no arriesgarse a molestar más a Himmler por un día. La voz de Himmler, cuando por fin habló, era poco menos que inaudible. Vogel se preguntó si se podría poner micrófonos ocultos en un bosque.

– Una extraordinaria proeza, capitán Vogel. Hay que aplaudirle.

– Me siento muy honrado, herr Reichsführer.

– Su agente en Londres es una mujer.

Vogel guardó silencio.

– Siempre tuve la impresión de que el almirante Canaris nó confiaba en los agentes femeninos. Que los consideraba demasiado susceptibles a las emociones para el trabajo clandestino y carecían de la objetividad necesaria.

– Puedo garantizarle, herr Reichsführer, que el agente al que nos referimos no tiene ninguno de esos defectos.

– Debo reconocer que a mí también me disgusta un tanto la práctica de introducir agentes enemigos detrás de las líneas ene-migas. El SOE, el Ejecutivo de Operaciones Especiales, insiste en enviar mujeres a Francia. Cuando se las arresta, me temo que las mujeres padecen el mismo destino que los hombres. Infligir tal sufrimiento a una mujer es lamentable, por no decir otra cosa peor. -Hizo una pausa, se le contrajeron los músculos de la mejilla y aspiró a fondo el frío aire de la noche-. Sus logros son aún más extraordinarios porque los ha conseguido a pesar del almirante Canaris.

– No estoy muy seguro de lo que quiere decir, herr Reichsführer.

– Lo que quiero decir es que los días del almirante en la Abwehr están contados. Llevamos algún tiempo muy disgustados con su actuación. En el mejor de los casos, es un incompetente. Y si mis sospechas resultan correctas, también es un traidor al Führer.

– Herr Reichsfürer, yo nunca…

Himmler le cortó con un movimiento de la mano.

– Sé que usted siente cierta lealtad hacia el almirante Canaris. Al fin y al cabo, el almirante es personalmente responsable del rápido ascenso de usted en las filas de la Abwehr. Pero nada de lo que pueda decir usted hará cambiar mi opinión de Canaris. Y permítame un aviso. Tenga cuidado cuando acuda en auxilio del hombre que se ahoga. Corre el riesgo de verse arrastrado también hasta el fondo.

Vogel estaba aturdido. No dijo nada. Los ladridos del perro se fueron desvaneciendo despacio en la distancia, hasta que dejaron de escucharse. El viento arreció y proyectó los copos de nieve sobre el sendero para que borrasen la línea que lo delimitaba del bosque. Vogel se preguntó si las minas estarían muy cerca del camino. Volvió la cabeza y entrevió una pareja de hombres de las SS que marchaban tranquilamente tras ellos.

– Estamos ahora en febrero -reanudó Himmler la conversación-. Me atrevo a augurar con casi todas las probabilidades de acierto que el almirante Canaris se verá destituido muy pronto, quizás antes de que acabe el mes. Yo pretendo poner bajo mi control todas las agencias de seguridad e inteligencia de Alemania, incluida la Abwehr.

Vogel pensó: «¿ La Abwehr controlada por Himmler?». Sería para soltar la carcajada, si no fuese tan grave.

– Es usted un hombre de considerable talento -prosiguió Himmler-. Deseo que permanezca en la Abwehr. Con un ascenso importante, naturalmente.

– Gracias, herr Reichsführer.

Fue como si aquellas palabras las hubiera pronunciado otra persona por él.

Himmler se detuvo.

– Hace frío. Deberíamos volver.

Pasaron por delante de los hombres de seguridad, que aguardaron hasta que Himmler y Vogel estuvieron fuera del alcance de sus oídos y entonces echaron a andar sosegadamente tras ellos.

– Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo sobre la cuestión de dejar al agente en su puesto -dijo Himmler-. Creo que en estos momentos esa es la medida más prudente. Y además, herr Vogel, nunca es sensato permitir que los sentimientos personales nublen el juicio de uno.

Vogel se detuvo y miró a los compungidos ojos de Himmler.

– ¿Qué es lo que quiere dar a entender con eso?

– Por favor, no me tome por tonto -repuso Himmler-. El general de brigada Schellenberg pasó la semana pasada cierto tiempo en Madrid, a cuenta de otro asunto. Conoció allí a un amigo suyo…, un hombre que se llama Emilio Romero. El señor Romero tuvo a bien contarle al Brigadeführer Schellenberg todo lo referente a la más apreciada posesión de usted.

Vogel pensó: «¡Maldito sea Emilio por hablar con Schellenberg! ¡Maldito sea Himmler por meter las narices en asuntos que no le conciernen!».

Los hombres de las SS parecieron percibir la tensión, ya que se adelantaron silenciosamente.

– Comprendo que ella es preciosa -dijo Himmler-. Tiene que haber sido todo un sacrificio renunciar a una mujer como esa. Y debe ser tentador traerla de nuevo a casa y encerrarla bajo llave.Pero ha de permanecer en Inglaterra. ¿Está claro, capitán Vogel?

– Sí, herr Reichsführer.

– Schellenberg tiene sus defectos: arrogante, demasiado pomposo, y encima esa obsesión por la pornografía… -Himmler se encogió de hombros-. Pero es un oficial de información hábil e ingenioso. Sé que usted disfrutará colaborando más estrechamente con él.

Himmler dio media vuelta y se alejó bruscamente. Vogel se quedó solo, tiritando en medio del intenso frío.


– No tienes buen aspecto -comentó Canaris, cuando Vogel volvió al coche-. Es lo que normalmente me pasa a mí después de las conversaciones con el avicultor. Sin embargo, he de admitir que lo disimulo mejor que tú.

Hubo una serie de arañazos en la parte lateral del automóvil. Canaris abrió la portezuela y los perros saltaron dentro del vehículo, y tras un breve correteo se aposentaron a los pies de Vogel. Canaris aplicó los nudillos al cristal de separación. Se puso en marcha el motor y las ruedas hicieron crujir la nieve al aplastarla camino de la puerta. Vogel notó que le inundaba el alivio a medida que iba retrocediendo el resplandor de las luces del recinto y se adentraban por la oscuridad del bosque.

– El pequeño cabo estaba muy orgulloso de ti esta noche, Kurt -dijo Canaris, con desprecio en la voz-. ¿Y qué hay de Himmler? ¿Me clavaste la daga durante el paseíto a la luz de la luna?

Herr almirante…

Canaris se inclinó y apoyó la mano en el brazo de Vogel. En sus ojos azul hielo había una expresión que Vogel no había visto hasta aquel momento.

– Ten cuidado, Kurt -aconsejó-. Estás metido en un juego peligroso. Un juego muy peligroso.

Dicho eso, Canaris se echó hacia atrás, cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato.

39

Londres


A la operación le aplicaron a toda prisa el nombre en clave de Timbal. Vicary ignoraba quién y por qué eligió ese nombre. El asunto era demasiado complejo y delicado para llevarlo desde su atestado despacho de la calle St. James, así que Vicary se procuró para el puesto de mando una majestuosa casa georgiana en la calle West Halkin. El salón se convirtió en sala de operaciones, con teléfonos adicionales, equipo inalámbrico y un mapa metropolitano de Londres, a gran escala, clavado con chinchetas en la pared. La biblioteca del primer piso se transformó en despacho para Vicary y Harry. Había una entrada en la parte de atrás, destinada a los vigilantes, y una despensa bien provista de víveres. Las mecanógrafas se encargaban voluntariamente de guisar, y al llegar a la casa a primera hora de la tarde, Vicary se veía asaltado por el aroma de las tostadas con panceta y del estofado de cordero que hervía en la cocina.

Un vigilante le acompañó escaleras arriba a la biblioteca. En la chimenea ardía un fuego de carbón; el aire era seco y cálido. Se quitó el empapado impermeable, lo colgó de una percha y colgó la percha del gancho de detrás de la puerta. Una de las chicas le había dejado una tetera llena y Vicary se sirvió una taza de té. Estaba exhausto. Después del interrogatorio de Jordan había dormido mal, y su esperanza de descabezar un sueñecito en el coche durante el trayecto de regreso la tiró por tierra Boothby, al sugerir que volvieran juntos para poder así aprovechar el tiempo charlando por el camino.

La dirección de Timbal la llevaba Boothby. Vicary se encargaría de Jordan y sería responsable de mantener a Catherine Blake bajo vigilancia. Al mismo tiempo, trataría de descubrir al resto de los agentes de la red, así como sus medios de comunicación con Berlín. Boothby seria el enlace con la Comisión Veinte, grupo interdepartamental que supervisaba todo el aparato de Doble Cruz, denominado así porque el símbolo de la doble cruz y el veinte en números romanos son lo mismo: XX. Boothby y la Comisión Veinte crearían los documentos falsos destinados a la cartera de Jordane integrarían Timbal en el resto de Doble Cruz y Guardaespaldas. Vicary no hizo preguntas acerca de la naturaleza de la información engañosa, y Boothby no le explicó nada sobre ella. Vicary comprendió lo que eso significaba. Él había descubierto la existencia de la nueva red alemana y rastreado la fuga hasta llegar a Jordan. Pero ahora se veía apartado y reducido a un papel de simple apoyo. Basil Boothby estaba al mando de todo.

– ¡Bonito cuchitril! -alabó irónicamente Harry, al entrar en la habitación. Se sirvió una taza de té y se calentó la espalda acercándola a la chimenea-. ¿Dónde está Jordan?

– Arriba, durmiendo.

– Capullo cabrón -dijo Harry, en voz baja.

– Ahora es nuestro capullo cabrón, Harry, no lo olvides. ¿Qué has conseguido?

– Huellas dactilares.

– ¿Cómo?

– Huellas dactilares, huellas dactilares latentes de alguien que no es Peter Jordan. El estudio está sembrado de ellas. Las hay en la mesa y en la parte exterior de la caja fuerte. Jordan dice que a la mujer de la limpieza no se le permitía entrar allí. Por lo tanto, tenemos que dar por supuesto que esas huellas dactilares latentes son de Catherine Blake.

Vicary meneó la cabeza lentamente.

– La casa de Jordan está a punto para la operación -continuó Harry-. Hemos instalado allí tantos micrófonos que uno puede oír la ventosidad de un ratón. Hemos desalojado a la familia de la casa de enfrente y establecido allí un puesto de vigilancia. La vista es perfecta. A toda persona que se acerque a la casa de Jordan se le tomará la correspondiente foto.

– ¿Qué hay de Catherine Blake?

– Hemos rastreado su número de teléfono hasta localizarlo en un piso de Earl’s Court. Hemos ocupado otro piso en el edificio delotro lado de la calle.

– Buen trabajo, Harry.

Harry miró a Vicary durante largos segundos, para decir al final:

– No lo tomes a mal, Alfred, pero tienes un aspecto de todos los infiernos.

– No me acuerdo de cuándo fue la última vez que dormí un poco. ¿Qué es lo que te mantiene a ti en marcha?

– Un par de benzedrinas y diez cuartillos de té.

– Voy a ver si tomo un bocado. Luego intentaré echar un sueñecito. ¿Y tú?

– La verdad es que tengo planes para la noche.

– ¿Grace Clarendon?

– Me propuso cenar con ella. Pensé en sacarle partido a la oportunidad. No creo que tenga mucho tiempo libre en las próximas semanas.

Vicary se puso en pie y se sirvió otra taza de té.

– Harry, no quiero aprovecharme de tus relaciones con Grace, pero me pregunto si podría hacerme un favor. Me gustaría que echase un vistazo a un par de nombres del Registro, a ver qué surge.

– Se lo preguntaré. ¿Qué nombres son esos?

Vicary cruzó la estancia con su taza de té en la mano y se situó frente al fuego, junto a Harry.

– Peter Jordan, Walker Hardegen y alguien o algo llamado Broome.


A Grace no le gustaba comer antes de hacer el amor. Mas tarde, Harry estaba tendido en la cama, fumando un cigarrillo y escuchando a Glenn Millar en el gramófomo y los ruidos que producía Grace mientras preparaba la cena en la pequeña cocina. La mujer volvió al dormitorio diez minutos después. Se cubría con una bata, atada sin apretar en torno al delgado talle, y llevaba una bandeja con la cena: sopa y pan. Harry se sentó, reclinado contra el cabecero, y Grace se apoyó en la tabla de los pies de la cama. La bandeja quedaba entre ellos. Grace le tendió un cuenco de sopa. Era casi medianoche y ambos tenían hambre. A Harry le encantaba contemplarla. El modo en que parecía disfrutar de aquella comida sencilla. El modo en que la bata se abría para revelar su cuerpo tenso, perfecto.

Grace se percató de que la estaba mirando y preguntó:

– ¿En qué piensas, Harry Dalton?

– Pensaba en lo mucho que deseo que esto no acabe nunca. Pensaba en lo mucho que deseo que todas las noches de mi vida sean como ésta.

La expresión de Grace se tornó grave; era absolutamente incapaz de disimular sus emociones. Cuando era feliz, su rostro parecía iluminarse. Cuando se enfurecía, sus ojos verdes fulguraban. Y cuando estaba triste, como en aquel momento, su cuerpo se ponía rígido.

– No debes decir cosas como esas, Harry. Va contra las reglas.

– Sé que va contra las reglas, pero es la verdad.

– A veces es mejor guardarse la verdad para uno mismo. Si no la expresas en voz alta, no hace tanto daño.

– Grace, creo que estoy enamorado…

Ella dejó caer la cuchara ruidosamente contra la bandeja.

– ¡Por Dios, Harry! ¡No digas eso! Te las arreglas para que esto sea condenadamente duro. Primero dices que no puedes verme más porque te sientes culpable y ahora me vienes con que estás enamorado de mí.

– Lo siento, Grace. No es más que la verdad. Creía que siempre podíamos decirnos la verdad el uno al otro.

– Está bien, aquí tienes la verdad. Estoy casada con un hombre maravilloso, que me importa mucho y al que no deseo hacer daño.Pero me he enamorado perdidamente de un detective convertido en cazador de espías llamado Harry Dalton. Y cuando esta maldita guerra acabe, tengo que renunciar a él. Y eso duele como el infierno cada vez que me pongo a pensar en ello. -Se le llenaron los ojosde lágrimas-. Y ahora, cállate, Harry, y tómate la sopa. Por favor. Hablemos de otra cosa. Me he pasado todo el día en ese insípido Registro con Jago y su miserable pipa. Quiero saber qué está pasando en el resto del mundo.

– Muy bien. Tengo un favor que pedirte.

– ¿Qué clase de favor?

– Un favor profesional.

Grace le dirigió una sonrisa pérfida.

– Maldita sea. Confiaba en que fuese un favor sexual.

– Necesito que busques un par de nombres en el índice del Registro. Mira a ver si sale algo.

– Claro, ¿qué nombres son?

Harry se lo dijo.

– Bueno. Veré lo que encuentro.

Acabó la sopa, se echó hacia atrás y observó a Harry mientras concluía también su ración. Cuando el hombre acabó, Grace recogió la loza y los cubiertos en la bandeja y depositó ésta en el suelo, al lado de la cama. Apagó la luz y encendió una vela en la mesita de noche. Se quitó la bata y le hizo el amor a Harry como nunca se lo había hecho antes: lenta, pacientemente, como si el cuerpo del hombre estuviese fabricado de cristal. Los ojos de Grace no se apartaron un segundo del rostro de Harry. Cuando terminó, Grace se dejó caer hacia adelante sobre el pecho de Harry, inerte y húmedo el cuerpo, y el cálido aliento de su respiración contra la nuca del hombre.

– Querías la verdad, Harry. Esta es la verdad.

– Tengo que ser sincero contigo, Grace. No dolió nada.


Empezó pasados unos minutos de las diez de la mañana siguiente, cuando Peter Jordan, de pie en la biblioteca del primer piso de la casa de Vicary en la calle West Halkin, marcó el número del piso de Catherine Blake. Durante una larga temporada la grabación de aquel diálogo de un minuto gozó del honor de ser la más escuchada de cuantas conversaciones telefónicas había interceptado en toda su historia el Servicio de Seguridad Imperial. El propio Vicary escucharía un centenar de veces aquella maldita plática, buscando defectos como un maestro joyero examina un diamante en busca de imperfecciones. Boothhy hizo lo mismo. Una copia de la grabación se envió por medió de un correo motorizado a la calle St. James, y durante una hora brilló la luz roja encima de la puerta del despacho de sir Basil, mientras éste escuchaba la grabación una y otra vez.

La primera vez, Vicary sólo oyó a Jordan. A unos metros del estadounidense, le daba cortésmente la espalda, mientras miraba el fuego.

– Escucha, lamento no haber tenido ocasión de llamarte antes. He estado atareadísimo. Pasé fuera de la ciudad un día más de lo que había previsto y allí no tenía modo alguno de llamar.

Silencio, mientras ella le dice que no tiene por qué disculparse.

– Te he echado mucho de menos. No he dejado un momento depensar en ti durante todo el tiempo que he estado ausente.

Silencio, mientras ella le dice que también le echa de menos terriblemente y que no ve el momento de volver a estar con él.

– También yo estoy deseando verte. La verdad es que te llamo precisamente por eso. He reservado una mesa para nosotros dos en el Mirabelle. Espero que no tengas ningún compromiso para almorzar.

Silencio, mientras ella le dice que le parece maravilloso.

– Estupendo. Nos encontraremos allí a la una.

Silencio, mientras ella le dice cuánto le adora.

– Yo también te quiero, tesoro.

Jordan estaba tranquilo cuando la llamada acabó. Al observarle, Vicary se acordó de Karl Becker y del mal talante que se apoderaba de él cada vez que Vicary le obligaba a enviar un mensaje de Doble Cruz. Mataron el resto de la mañana jugando al ajedrez. Jordan basaba su partida en un juego de precisión matemática; Vicary, iba por la vía del engaño y el subterfugio. Mientras jugaban, de la planta baja ascendía el ruido de las bromas de los vigilantes y el tableteo de las mecanógrafas en la sala de operaciones. Jordan cobró tal ventaja que, ante la inminente y lamentable derrota, Vicary abandonó.

A mediodía, Jordan fue a su habitación y se puso el uniforme. A las 12.15, salió por la puerta trasera de la casa y subió a la parte posterior de una furgoneta del departamento. Vicary y Hany ocuparon sus puestos en la sala de operaciones, mientras trasladaban a Jordan por Park Lane, a toda máquina, como si se tratara de un prisionero de alta peligrosidad. Lo condujeron a través de una puerta trasera, aislada, de la sede de la JSFEA en la calle de Blackburn. Durante los siguientes seis minutos, ningún miembro del equipo de Vicary lo vio.

Jordan salió a las 12.35 por la puerta frontal de la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Cruzó la plaza, con una cartera encadenada a la muñeca, y desapareció al franquear otra puerta. Esa vez su ausencia duró diez minutos. Cuando reapareció,ya no llevaba la cartera. Desde la plaza de Grosvenor se dirigió a pie a la calle South Audley y de ésta pasó a la calle Curzon. Durante el paseo le siguieron tres de los mejores vigilantes del departamento: Clive Roach, Tony Blair y Leonard Reeves. Ninguno de ellos percibió indicio alguno de que Jordan estuviese sometido a vigilancia por parte del enemigo.

Jordan llegó al Mirabelle a las 12.55. Aguardó fuera, tal como Vicary le había aleccionado. A la una en punto, un taxi frenó, se detuvo delante del restaurante y de él se apeó una mujer alta y atractiva. Ginger Bradshaw, el mejor fotógrafo de vigilancia del departamento, estaba agazapado en la parte posterior de una furgoneta de la división aparcada junto al bordillo de la acera de enfrente; mientras Catherine tomaba la mano de Peter Jordan y le besaba en la mejilla, Bradshaw disparó la cámara seis veces en rápida sucesión.

Se trasladó la película a toda velocidad a West Halkin Street y las fotos reveladas y ampliadas las tuvo Vicary en la sala de operaciones en el momento en que Jordan y Catherine acababan de terminar de comer.


Cuando hubo concluido, Blair confesaría que fue culpa suya; Reeves dijo que no, que era de él. Al ser el veterano del trío, Roach recabó para sí toda la responsabilidad. Los tres se mostraron de acuerdo en que la mujer estaba un peldaño por encima de cualquier otro agente alemán al que hubieran seguido nunca: el mejor, sin excepción. Y si ellos hubieran cometido un error, acercarse demasiado, seguramente se habrían quemado los dedos.

Tras salir del Mirabelle, Catherine y Peter caminaron juntos de vuelta a la plaza de Grosvenor. Se detuvieron en la esquina suroeste de la plaza y conversaron durante un par de minutos. Ginger Bradshaw tomó varias fotografías más, incluida la de su breve beso de despedida. Cuando Jordan se alejó, Catherine llamó a un taxi y subió a él. Blair, Roach y Reeves saltaron al interior de la furgoneta y siguieron al taxi que, en dirección este, rodó hacia Regent Street. El taxi torció luego al norte, hasta la calle Oxford, donde Catherine pagó al taxista y se apeó.

Posteriormente, Roach declararía que la marcha de Catherine por Oxford Street fue la más asombrosa demostración de habilidad peatonal que había visto en su vida. La mujer se detuvo ante una docena de escaparates. Giró en redondo y volvió sobre sus pasos en dos ocasiones, una de ellas con tal rapidez que Blair tuvo que lanzarse de cabeza al interior de un bar para quitarse de en medio. En Tottengham Court Road bajó al metro y compró un billete para Waterloo. Roach y Reeves se las arreglaron para abordar el mismo tren que ella: Roach a unos seis metros de la mujer, en elmismo vagón, y Reeves en el siguiente. Cuando se abrieron las puertas en Leicester Square, Catherine permaneció inmóvil, como si fuera a continuar; luego, de súbito, se levantó del asiento y saltó al andén. Para seguir tras ella, Roach tuvo que forcejear con las puertas que, al cerrarse, amenazaban con estrujarle. Reeves se quedó en el tren; fuera de juego.

Catherine se mezcló con la gente que subía por la escalera y Roach la perdió momentáneamente. Cuando llegó al nivel de la calle, Catherine atravesó velozmente Charing Cross Road, se metió por la boca del metro y bajó de nuevo a la estación de la plaza de Leicester.

Roach juraría que la vio subir a un autobús que esperaba en la parada y se pasó el resto de la tarde reprochándose el haber cometido un error tan estúpido. Cruzó la calle a la carrera y cogió el autobús en marcha, en el momento en que se apartaba del bordillo. Diez segundos después se dio cuenta de que se había equivocado de mujer. Se apeó en la parada siguiente y telefoneó a West Halkin Street para informar a Vicary que la mujer les había dado esquinazo.


– Es la primera vez que Clive Roach pierde a un agente alemán -dijo Boothby, cuando aquella tarde, en su oficina, leyó con ojos fulgurantes el informe del seguimiento. Alzó la cabeza y miró a Vicary-. Ese hombre seguiría a un mosquito a través de Hampstead Heath.

– Es el mejor. Lo que pasa es que ella es condenadamente buena.

– Mira esto: taxi, largo trayecto para ver si la siguen, luego baja al metro, donde saca billete para una estación y después se apea en otra.

– Es extraordinariamente cuidadosa. Por eso no hemos llegadoa cogerla.

– Hay otra explicación, Alfred. Puede que detectase al perseguidor.

– Lo sé. Ya he pensado en esa posibilidad.

– Y si tal es el caso, toda la operación salta hecha pedazos antes incluso de empezar. -Boothby golpeó con los dedos el maletín metálico que contenía la primera remesa de material de la Operación Timbal -. Si ella sabe que está sometida a vigilancia, lo mismo podemos publicar el secreto de la invasión en el Daily Mail bajo un maldito titular tipo «catastrófico». Los alemanes sabrán que estamos engañándolos. Y si saben que les estamos engañando, sabrán también dónde está lo contrario a la verdad.

– Roach está convencido de que ella no le descubrió. -¿Dónde está ahora la mujer?

– En su piso.

– ¿A qué hora se supone que ha de encontrarse con Jordan? -A las diez, en casa de Jordan. Él le dijo que esta noche trabajaría hasta muy tarde.

– ¿Qué impresión ha sacado Jordan?

– Dice que no apreció ningún cambio en la conducta de ella, ningún síntoma de nerviosismo o tensión. -Vicary hizo una pausa-. Es bueno, nuestro capitán de fragata Jordan, condenadamente bueno. Si no fuese un excelente ingeniero, sería un espía maravilloso.

Boothby golpeteó el maletín metálico con su grueso dedo índice.

– Si detectó el seguimiento, ¿por qué está sentada en su piso? ¿Por qué no ha emprendido la huida?

– Quizá desea ver lo que hay en ese maletín -sugirió Vicary.

– Aún no es demasiado tarde, Alfred. No tenemos por qué seguir con esto. Podemos arrestarla ahora mismo e idear algún otro modo de reparar el daño.

– Creo que eso sería un error. No conocemos a ningún otro agente de la red e ignoramos cómo se comunican con Berlín.

Boothby chocó los nudillos contra el maletín metálico.

– No has preguntado qué hay dentro de esta cartera, Alfred.

– No me apetece escuchar otra conferencia acerca de la necesidad de saber.

Boothby emitió una risita entre dientes y dijo:

– Muy bien. Vas aprendiendo. No necesitas saber esto, pero puesto que la idea brillante ha sido tuya, voy a decírtelo. La Comisión Veinte quiere convencerlos de que Mulberty es en realidad un complejo antiaéreo que se situará a cierta distancia de la costa de Calais. Las unidades Fénix tienen ya alojamientos para la dotacióny baterías artilleras, de forma que la escenografía está dispuesta. Sólo han tenido que alterar ligeramente los dibujos.

– Perfecto -manifestó Vicary.

– Tienen en la imaginación algunos bocetos suplementarios que contribuirán a hacerles tragar el engaño mediante otros canales. De los mismos se te informará cuando sea necesario.

– Comprendo, sir Basil

Permanecieron sentados en silencio durante unos momentos, cada uno examinando su propio punto en los paneles que recubrían la pared.

– Esto es cosa tuya, Alfred -dijo Boothby-. Esta parte de la operación la diriges tú. Recomiendes lo que recomiendes, te respaldaré.

Vicary pensó: «¿por qué tengo la sensación de que se me está sopesando para la caída?». La oferta de apoyo de Boothby no le consolaba lo más mínimo. Al primer signo de dificultades, Boothby se apresuraría a refugiarse en la madriguera que tuviese más a mano. Lo más fácil sería detener a Catherine Blake y hacer las cosas al modo de Boothby: tratar de convertirla en agente doble y obligarla a colaborar con ellos. Vicary seguía convencido de que eso no iba a dar resultado, de que el único modo de expedir el material de Doble Cruz directamente a través de ella era hacerlo sin que Catherine lo supiese.

– Recuerdo que hubo una época en que los hombres no tenían que tomar decisiones de este tipo -articuló Boothby melancólicamente-. Si adoptamos la determinación equivocada, muy bien podríamos perder la guerra.

– Gracias por recordármelo -dijo Vicary-. No tendrá usted una bola de cristal detrás de la mesa, ¿verdad, sir Basil?

– Me temo que no.

– ¿Qué me dice de echarlo a cara o cruz?

– ¡Alfred!

– Un desdichado tiento a la frivolidad, sir Basil

Boothby estaba tamborileando de nuevo sobre el maletín.

– ¿Qué has decidido, Alfred?

– Voto porque sea ella la que se líe sin saberlo.

– Espero por Dios que no te equivoques. Dame tu brazo derecho.Vicary lo estiró hacia él. Boothby le esposó el maletín a la muñeca.


Media hora más tarde Grace Clarendon estaba en la avenida de Northumberland, pateando con fuerza la acera para que evitar que se le congelasen los pies, mientras observaba el veloz discurrir del tráfico nocturno. Avistó por último el enorme Humber negro de Boothby, cuando el conductor hizo parpadear los velados faros. El automóvil se detuvo. Boothby abrió la portezuela de atrás y Grace subió al vehículo.

La mujer tiritaba.

– ¡Vaya maldito frío que hace ahí fuera! Habíamos quedado en que llegarías hace quince minutos. No sé por qué no podemos hacer todo esto en tu despacho.

– Demasiados ojos fisgones, Grace. Y hay mucho en juego. Grace se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió. Boothby cerró el cristal de separación.

– Veamos, ¿qué tienes para mí?

– Vicary quiere que busque y revise en el Registro, para él, un par de nombres.

– ¿Por qué no ha acudido a mí a pedirme la autorización?

– Supongo que cree que no se la darías.

– ¿Qué nombres son?

– Peter Jordan y Walker Hardegen.

– ¡Es listo el hijo de puta! -murmuró Boothby-. ¿Algo más?

– Sí. Quería que buscase también lo que hubiera bajo la palabra Broome.

– ¿Una búsqueda amplia?

– Nombres de nuestro personal. Nombres clave de agentes, alemanes y británicos. Nombres clave operativos, existentes o cerrados.

– Por el amor de Dios -dijo Boothby. Volvió la cabeza y observó el tráfico rodado-. ¿Acudió Vicary a ti directamente o hizo la petición a través de Dalton?

– La hizo Harry.

– ¿Cuándo?

– Anoche.

Boothby la miró y sonrió.

– Grace, ¿has sido una chica mala otra vez?

En vez de responder a la pregunta, Grace se limitó a inquirir.

– ¿Qué quieres que le diga a Harry?

– Dile que has buscado los nombres de Jordan y Hardegen en todos los índices que se te han ocurrido y que no encontraste nada. Lo mismo en el caso de Broome. ¿Entendido, Grace?

Ella asintió con la cabeza.

– No pongas esa cara tan mustia -animó Boothby-. Estás aportando una contribución inestimable a la defensa de tu país.

Grace se volvió hacia él, entrecerrados de rabia sus ojos verdes.

– Estoy engañando a alguien que me importa mucho. Y eso no me gusta.

– Todo habrá terminado muy pronto. Cuando haya concluido te invitaré a una cena estupenda. Como en los buenos tiempos. Grace accionó el picaporte de la portezuela, un poco más enérgicamente de lo normal, y sacó un pie fuera del coche.

– Dejaré que me pagues una cena cara, Basil. Pero eso será todo. Los viejos tiempos se han acabado definitivamente.

Grace se apeó, cerró de un portazo y observó cómo el automóvil de Boothby desaparecía en la oscuridad.


Vicary esperaba en la biblioteca del piso de arriba. Las chicas le subían, uno tras otro, los informes que iban poniéndole al corriente:

21.15 h.: Puesto estático de Earl’s Court observa que CatherineBlake abandona su piso. Siguen fotografías.

21.17 h.: Catherine Blake camina en dirección norte hacia Cromwell Road. Vigilante marcha a pie tras ella. Sigue furgoneta de vigilancia.

21.20 h.: Catherine Blake coge un taxi y se dirige al este. Furgoneta de vigilancia recoge vigilante que iba a pie y sigue al taxi.

21.35 h.: Catherine Blake llega a Marble Arch y despide taxi. Nuevo vigilante deja furgoneta de vigilancia y sigue a pie.

21.40 h.: Catherine Blake coge otro taxi en Oxford Street. Furgoneta de vigilancia a punto de perderla. Incapaz de recoger al vigilante a pie.

21.50 h.: Catherine Blake deja taxi en Piccadilly Circus. Anda por Piccadilly en dirección oeste. Nuevo vigilante la sigue a pie. Furgoneta de vigilancia continúa tras ellos.

21.53 h.: Catherine Blake sube autobús. Furgoneta de vigilancia le sigue.

21.57 h.: Catherine Blake se apea del autobús. Entra Green Park por un sendero. La sigue un vigilante.


Cinco minutos después irrumpía Harry en la habitación.

– La hemos perdido en Green Park -dijo-. Dio media vuelta bruscamente. El vigilante tuvo que seguir adelante.

– Está bien, Harry, sabemos a dónde va.

Pero durante los siguientes veinte minutos nadie la vio. Vicary bajó la escalera y paseó nerviosamente por la sala de operaciones.

Los micrófonos instalados en la casa permitían a Vicary oír los ruidos que provocaba Jordan al rondar por el interior del edificio, mientras la esperaba. ¿Había detectado Catherine a los vigilantes? ¿Descubrió que la furgoneta de vigilancia la seguía? ¿La habían atacado en Green Park? ¿Mantenía en aquel momento una entrevista con otro agente? ¿Estaba intentando escapar? Vicary oyó en la calle el ruido de la furgoneta que volvía y luego el rumor suave de los pasos de los desalentados vigilantes que se deslizaban, corridos, dentro de la casa. Catherine los había vuelto a derrotar. Entonces telefoneó Boothby. Supervisaba la operación desde su despacho y quería saber qué infiernos estaba pasando. Cuando Vicary se lo dijo, Boothby murmuró algo ininteligible y colgó.

Por fin, el puesto estático de enfrente de la casa de Jordan entró en antena.


22.25 h.: Catherine Blake se acerca a la puerta de Jordan. Catherine Blake pulsa el timbre.


Ese dato no le hacía falta a Vicary, porque habían instalado tantos micrófonos en todos los puntos de la casa de Jordan que el timbre de la puerta resonó a través de los altavoces de la sala de operaciones como la alarma de una incursión aérea.


Vicary cerró los ojos y escuchó. El volumen de las voces subía y bajaba cuando se trasladaban de una habitación a otra, salían fuera del alcance de un micrófono y entraban en el del siguiente. Al escucharles intercambiar trivialidades, Vicary recordó el diálogo de una de las novelas románticas de Alice Simpson: ¿Puedo volver a llenar tu copa? No, ya está bien. ¿Y si comiéramos algo? Debes de estar hambriento. No, tomé un piscolabis hace poco. Pero sí hay una cosa que anhelo desesperadamente en este preciso momento.

Escuchó el sonido de sus besos. Se esforzó en detectar alguna nota falsa en la voz de la mujer. Tenía un equipo de funcionarios al acecho en la casa del otro lado de la calle, por si algo se torcía y él tomaba la decisión de arrestarla. La oyó decirle a Jordan cuánto le quería y, por algún horrendo motivo, se encontró pensando en Helen. Habían dejado de hablar. Tintineo de copas. Rumor de agua corriente. Pasos subiendo la escalera. Silencio cuando atravesaronuna zona muerta que no cubrían los micrófonos. El crujido de la cama de Jordan bajo el peso de sus cuerpos. El roce de las prendasque se quitan. Susurros. Vicary ya había oído bastante. Se volvió hacia Harry y dijo:

– Voy al piso de arriba. Reúnete conmigo cuando ella empiece a moverse para trabajarse los documentos.

Clive Roach lo oyó primero, después Ginger Bradshaw. Harry se había quedado dormido en el sofá, con sus largas piernas colgando por encima del brazo del mueble. Roach alargó la mano y dio un golpe en la suela del zapato. Sobresaltado, Harry se incorporó y escuchó con atención. Salió disparado escaleras arriba y en un tris estuvo de echar abajo la puerta de la biblioteca. Vicary había trasladado de su despacho el catre de campaña. Dormía, como acostumbraba, con la luz encendida brillando sobre su rostro.Harry le sacudió por un hombro. Vicary se despertó bruscamente y consultó su reloj de pulsera: las 2.45 de la Madrugada. Siguió a Henry escaleras abajo, sin pronunciar palabra, y avanzó por la salade operaciones.Vicary había practicado con cámaras alemanas capturadas y reconoció él sonido de inmediato. Catherine Blake estaba encerrada dentro del estudio de Jordan y fotografiaba rápidamente la primera remesa del material de Timbal. Dejó de hacerlo al cabo de un minuto. Vicary oyó el rumor de papeles que volvían a colocarse en su sitio y el chasquido de la puerta de la caja de caudales al cerrarse. Después un click, cuando Catherine apagó la luz y subió de nuevo la escalera.

40

Londres


– ¡Vaya, a ver sí no es el hombre del momento! -exclamó Boothby en tono eufórico, al tiempo que abría la portezuela trasera del Humber-. Sube, Alfred, antes de que te quedes hecho un carámbano ahí fuera. Acabo de informar a la Comisión Veinte. No hace falta decir que están estremecidos de emoción. Me han rogado que te transmita sus parabienes. De modo que, ¡enhorabuena, Alfred!

– Gracias, supongo -dijo Vicary, mientras pensaba: «¿Cuándo llegará la hora de que sea yo quien informe a la Comisión Veinte?».

Apenas eran las siete de la mañana: lluvioso e infernalmente frío, Londres aparecía velado bajo la deslustrada media luz del amanecer invernal. El automóvil se separó de la acera y se alejó por la silenciosa y rielante calle. Vicary se dejó caer pesadamente en el asiento, echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados, aunque sólo unos segundos. Estaba más que exhausto. El cansancio parecía darle tirones de las piernas. Le oprimía el pecho como si fuera el ganador de un combate de lucha escolar, le apretaba la cabeza como un torno.No había vuelto a pegar ojo, desde que oyó a Catherine Blake fotografiar los documentos de Timbal. ¿Qué era lo que le mantenía despierto, la emocionada satisfacción de habérsela dado con queso al enemigo o la repugnancia que le producía la forma en que lo hizo?

Vicary abrió los ojos. Se dirigían al este, cruzaron la desolación georgiana de Belgravia, llegaron a Hyde Park Corner y siguieron por Park Lane, hacia Bayswater Road. Las calles estaban desiertas, algún que otro taxi aquí y allá, un camión o dos, peatones solitarios que se apresuraban por las aceras como asustados supervivientes de una epidemia.

Vicary volvió a cerrar los ojos.

– De cualquier modo, ¿a qué viene todo esto? -preguntó.

– ¿Recuerdas que te dije que la Comisión Veinte estaba considerando la conveniencia de utilizar nuestras otras bazas para respaldar la credibilidad de Timbal en Berlín?

– Lo recuerdo -dijo Vicary. También recordaba que le dejó atónito la rapidez con que se había adoptado la decisión. Era notoria la tendencia de la Comisión Veinte a la guerra burocrática. La Comisión Veinte tenía que aprobar todos y cada uno de los mensajes de Doble Cruz, antes de que se pudiera enviarlos a los alemanes mediante los espías enemigos convertidos en agentes dobles. A veces, Vicary tenía que esperar varios días para que la Comisión aprobara mensajes de Doble Cruz para su red de Becker. ¿Por qué actuaron con tanta celeridad en aquella circunstancia?

Estaba excesivamente cansado para estrujarse el cerebro en busca de posibles respuestas. Cerró los ojos de nuevo.

– ¿A dónde vamos?

– A Londres Este. A Hoxton, para ser precisos.

Vicary entreabrió los párpados una fracción de centímetro, luego los volvió a cerrar.

– Si vamos a Londres Este, ¿cómo es que marchamos en dirección oeste por Bayswater Road?

– Para asegurarme de que no nos siguen miembros de algún otro servicio, amistoso u hostil.

– ¿Quién va a seguirnos, sir Basil, los norteamericanos?

– La verdad, Alfred, es que me preocupan más los rusos.

Vicary levantó la cabeza y se revolvió en el asiento para ponerse de cara a Boothby, antes de dejarla caer otra vez sobre el respaldo del asiento de cuero.

– Le rogaría me explicase bien ese comentario, pero estoy demasiado muerto de cansancio.

– Dentro de unos minutos, todo te quedará claro.

– ¿Hay café allí a donde vamos?

Boothby rió entre dientes.

– Sí, te lo garantizo.

– Bueno. ¿Verdad que no le importa que aproveche la oportunidad para concederme unos minutos de sueño?

Antes de que la respuesta de Boothby llegase a su cerebro, a través del oído, Vicary ya estaba dormido.


El automóvil se detuvo con una sacudida. Flotando en las nubes de su ligero sueño, Vicary notó que su cabeza caía hacia adelante, para retroceder luego bruscamente. Oyó el chasquido metálico que produjo el tirador de la portezuela al ceder y sintió el ramalazo de aire frío que le abofeteó la cara. Se despertó de golpe. Miró a su izquierda y pareció sorprenderse al ver a Boothby sentado allí. Consultó su reloj de pulsera.

Santo cielo, casi las ocho… Habían estado una hora dando vueltas por las calles de Londres. Le dolía el cuello a causa de la incómoda postura en que durmió, derrumbado en el asiento, con la barbilla caída contra la parte superior de la caja torácica. La cabeza era una continuidad de punzadas anhelantes de cafeína y nicotina. Se agarró al apoyabrazos para incorporarse y quedar sentado. Miró por la ventanilla: Londres Este, Hoxton, y un feo edificio victoriano que parecía una fábrica venida a menos. La hilera de casas de la otra acera había sufrido las consecuencias del bombardeo -un edificio aquí, un montón de escombros allá, a continuación una casa, después más ruinas-; era como una boca mellada, putrefactos los dientes que sobrevivían.

Oyó decir a Boothby:

– Despierta, Alfred, ya hemos llegado. ¿En qué diablos soñabas?

De Vicary se apoderó de pronto un acceso de timidez. ¿Qué había soñado? ¿Habló en sueños? No había soñado con Francia desde -¿desde cuándo?-, desde que acorralaron a Catherine Blake. Se preguntó si habría soñado con Helen. Al apearse del automóvil se abatió sobre él una oleada de cansancio y tuvo que conservar el equilibrio apoyando una mano en el guardabarros trasero. Boothby no pareció darse cuenta, porque, de pie en la acera, le miraba ceñudo e impaciente, al tiempo que hacía tintinear la calderilla del bolsillo. La lluvia empezó entonces a arreciar. El devastado paisaje acentuaba la frialdad atmosférica. Vicary se reunió con Boothby en la acera, aspiró a fondo el crudo y húmedo aire e inmediatamente se sintió mejor.

Boothby le hizo franquear la entrada de la fachada del edificio y entrar en el portal. Debían de haber convertido el inmueble en casa de pisos puesto que en una pared se veían varios buzones metálicos. Al fondo del portal, frente a la puerta, había una escalera. Vicary dejó que la puerta se cerrara y la oscuridad los envolvió. Alargó el brazo y tanteó en busca de un interruptor… Había visto uno en alguna parte, por allí. Lo encontró y lo accionó. Nada.

– Aquí se toman el oscurecimiento más en serio que nosotros, allá en el oeste -comentó Boothby.

Vicary se sacó del bolsillo de la gabardina una linterna sorda. Se la tendió a Boothby y éste encabezó la marcha por la escalera de madera.

Vicary casi no distinguía nada, sólo la silueta de la amplia espalda de Boothby y el tenue rayo de lánguida claridad que proyectaba la débil linterna. Igual que ocurre con un ciego, los demás sentidos activaron súbitamente una nueva agudeza. Se esforzó en pasar por alto los asqueantes olores: orina, cerveza rancia, desinfectante, huevos pasados fritos con grasa vieja. Luego los sonidos: un padre pegando a su hijo, una pareja peleándose, otra copulando ruidosamente. De un punto indeterminado le llegaron las notas de un órgano y un coro de voces masculinas. Se preguntó si habría alguna iglesia cerca, después se percató de que se trataba nada más de la BBC. Sólo entonces se dio cuenta de que era domingo. Timbal y la persecución de Catherine Blake le habían arrebatado la noción de los días de la semana.

Llegaron al rellano del último piso. Boothby dirigió el foco de la linterna a lo largo del pasillo. La luz se reflejó en los ojos de un gato esquelético. El animal les soltó un bufido rabioso y se escabulló. Boothby se guió por el sonido del servicio religioso. Se había interrumpido el canto y la congregación recitaba el Padrenuestro. Boothby tenía llave. La introdujo en la cerradura y apagó la linterna antes de entrar.


Era un cuarto exiguo: una cama deshecha no mayor que el catre que tenía Vicary en la sede del MI-5, una minúscula cocina donde se abrasaba café en un hornillo de gas, una mesita de café en torno a la cual se encontraban sentados dos hombres, que escuchaban la radio inmóviles como estatuas. Cada uno de ellos tenía entre los labios un infecto cigarrillo Gauloise. El aire era azul a causa del humo. Las luces estaban apagadas y la única iluminación era la claridad que se colaba por las estrechas ventanas, que daban a la parte trasera de una casa con fachada a la calle del otro lado. Vicary se acercó a una ventana y bajó la vista sobre un callejón sembrado de basura. Dos chicos se entretenían lanzando latas al aire y golpeándolas con palos. Se levantó una ráfaga de viento, cuyo soplo levantó del suelo las hojas de un periódico viejo que volaron en círculo como gaviotas. Boothby estaba echando el abrasado café en dos sospechosas tazas esmaltadas. Dio una a Vicary y se quedó con la otra. El café era infame -amargo, rancio y demasiado fuerte-, pero estaba caliente y contenía cafeína.

Boothby utilizó su desportillada taza para hacer las presentaciones. Indicó con ella primero al hombre de más edad y corpulencia de los dos.

– Alfred, éste es Pelícano. No es su verdadero nombre, como puedes comprender, es su nombre en clave. No creo que llegues a saber su verdadero nombre, me temo. Me parece que tampoco yo lo conozco. -Movió la taza en dirección al segundo hombre sentado a la mesita-. Y este compañero es Gavilán. No es su nombre en clave, es su nombre auténtico. Gavilán trabaja para nosotros, ¿verdad, Gavilán? [En inglés, «Hawke». (N. de la T. )].

Pero Gavilán no dio la menor muestra de haber oído las palabras de Boothby. Más que un gavilán, parecía un palo, una vara o una caña, tan penosa y cadavéricamente delgado estaba. Su traje barato de tiempos de guerra pendía de los huesudos hombros como si estuviera colgado en un galán de noche. Tenía la palidez de alguien que trabajase de noche y bajo tierra. Le clareaba el rubio cabello, que encanecía a ojos vista, aunque no era mayor que los muchachos a los que Vicary impartió clase en la universidad el último semestre. Sostenía su Gauloise como un francés, sujetando la colilla con los largos dedos índice y pulgar. Vicary tuvo la incómoda sensación de que le había visto antes en alguna parte: en la cantina, quizás, o saliendo del Registro con un puñado de expedientes bajo el brazo. ¿O tal vez cuando abandonaba el despacho de Boothby por la salida secreta, tal como viera aquella noche a Grace Clarendon? Gavilán no miró a Vicary. Sólo se movió cuando Boothby avanzó un par de pasos hacia él: Y entonces se limitó a inclinar y apartar la cabeza una fracción de centímetro y su rostro se puso tenso, como si temiera que Boothby le fuese a golpear.

Vicary miró después a Pelícano. Podía haber sido escritor o podía haber sido trabajador portuario; podía ser alemán o podía ser francés. Polaco, quizás…, estaban por todas partes. A diferencia de Gavilán, Pelícano devolvió la mirada a Vicary, la sostuvo, con firmeza y con expresión levemente divertida. Vicary no pudo ver del todo los ojos de Pelícano, porque éste llevaba gafas de gruesos cristales, ligeramente oscuros, como si tuviera la vista demasiado sensible a la luz. Bajo la chaqueta de cuero negro llevaba dos jerséis, uno gris de cuello de cisne y una desgastada rebeca castaño claro que parecía se la hizo un pariente con malas intenciones y ojos tan deficientes como los suyos. Fumó su Gauloise hasta que casi le quemó los dedos y luego lo apagó aplastando la brasa con la cascada uña de su grueso pulgar.

Boothby se quitó el abrigo y apagó la radio. Miró a Vicary:

– Bueno, vamos a ver. ¿Por dónde he de empezar? -dijo.


Gavilán no trabajaba para «nosotros», Gavilán trabajaba para Boothby.

Boothby conocía al padre de Gavilán. Trabajó con él en la India. Seguridad. Conoció al joven Gavilán en Gran Bretaña el año 1935 en el curso de un almuerzo en la finca de la familia en Kent. El joven Gavilán estaba bebiendo y hablando demasiado, reprochando a su padre y a Boothby la clase de trabajo que realizaban, recitando a Marx y a Lenin como se recita a Shakespeare, agitando los brazos en los espléndidos jardines de la hacienda como si estos constituyesen la prueba fehaciente de la corrupción de la clase dirigente inglesa. Después del almuerzo, Gavilán padre dirigió a Boothby una tenue sonrisa para disculparse por la conducta abominable de su hijo: Los chicos, estos días… ya sabes… lo que aprenden en la escuela los estropean… la educación cara es un despilfarro.

Boothby también sonrió. Llevaba mucho tiempo buscando a un Gavilán.


Boothby tenía una nueva misión: vigilar a los comunistas. Especialmente en las universidades, Oxford y Cambridge. El partido comunista de la Gran Bretaña, con el cariño y estímulo de los amos rusos, echaba su cebo por las universidades a la caza de nuevos miembros para su rebaño. La NKVD buscaba espías. Gavilán empezó a trabajar para Boothby en Oxford. Boothby sedujo a Gavilán. Boothby dio rumbo y sentido a aquel corazón a la deriva. Boothby era un genio en eso. Gavilán se mezcló con los comunistas: bebió con ellos, se peleó con ellos, jugó al tenis con ellos, fornicó con ellos. Cuando el partido le fue a buscar, Gavilán los mandó a hacer puñetas.

Entonces fue a buscarle Pelícano.

Gavilán llamó a Boothby. Gavilán era un buen chico.


Pelícano era alemán, judío y comunista, Boothby se percató inmediatamente de sus posibilidades. Había sido un agitador callejero comunista en Berlín durante el decenio de 1920, pero con la llegada de Hitler al poder pensó que lo mejor era buscarse aguas más tranquilas. Emigró a Inglaterra en 1933. La NKVD conocía a Pelícano de su época en Berlín. En cuanto se enteraron de que se había establecido en Inglaterra lo reclutaron como agente. Se daba por supuesto que su tarea consistía en descubrir talentos, nada de pesados trabajos de campo. El primer talento que localizó fue el agente de Boothby, Gavilán. En la siguiente reunión que mantuvieron Gavilán y Pelícano, Boothby se presentó como surgido de la nada y metió en el cuerpo de éste el sano temor de Dios. Pelícano accedió a trabajar para Boothby.

– ¿Aún estás conmigo, Alfred?

Vicary, que escuchaba junto a la ventana, pensó: «Ah, sí. Lo cierto es que voy cuatro movimientos por delante de ti».


En agosto de 1939, Boothby llevó a Gavilán al MI-5. Cumpliendo órdenes de Boothby, Pelícano comunicó a sus controladores de Moscú que la estrella que había reclutado trabajaba ahora para la Inteligencia británica. Moscú se quedó extasiado. La estrella de Pelícano empezó a ascender. Boothby utilizaba a Pelícano para enviar a los rusos material verídico, aunque carente de valor, supuestamente proporcionado por la fuente introducida en el MI-5, Gavilán. Todo era información que los rusos podían confirmar por otras fuentes. La estrella de Pelícano se remontó vertiginosa.

En noviembre de 1939, Boothby envió a Pelícano a los Países Bajos. Un joven y arrogante oficial del servicio información de las SS llamado Walter Schellenberg efectuaba viajes regulares a territorio holandés para entrevistarse con un par de agentes del MI-6,

Schellenberg adoptaba la postura de miembro de la Scharze Kapelle y solicitaba la ayuda británica. En realidad, quería que los británicos le dieran los nombres de los verdaderos traidores alemanes, para poder arrestarlos. Pelícano se reunió con Schellenberg en un café, en una ciudad fronteriza holandesa, y se ofreció a trabajar para él como espía en Gran Bretaña. Pelícano reconoció haber realizado un par de cosas para la NKVD, incluido el reclutamiento de un muchacho de Oxford llamado Gavilán, que acababa de ingresar en el MI-5 y con el que Pelícano mantenía aún un contacto regular. Como detalle de buena voluntad, Pelícano obsequió a Schellenbergcon una colección de material erótico asiático. Schellenberg entregó a Pelícano mil libras, una cámara fotográfica y un transmisor de radio, y lo envió de vuelta a Gran Bretaña.


En 1940, el MI-5 se reorganizó. Churchill despidió bruscamente a Vernon Kell, el antiguo director general, que había fundado el departamento en 1909. Sir David Petrie se hizo cargo de la agencia. Boothby le conocía de la India. A Boothby lo lanzaron al piso de arriba. Pasó Pelícano a oficial de caso -«Un aficionado como tú, Alfred: aunque era abogado, no profesor»-, pero sin dejar de tenerlo bien cogido. Pelícano era demasiado importante para dejárselo a alguien que apenas conocía el camino de la cantina. Además, los tratos de Pelícano con Schellenberg empezaban a resultar condenadamente interesantes.

A Schellenberg le impresionaron los primeros informes de Pelícano. Todo el material era bueno, pero inocuo: producción de municiones, movimientos de tropas, evaluación de daños producidos por bombardeos. Schellenberg se los engullía vorazmente, a pesar de saber que procedían de un joven comunista que había trabajado como descubridor de talentos para la NKVD. Él y el resto de miembros de las SS despreciaban a Canaris y a los oficiales de inteligencia profesionales de la Abwehr. Desconfiaban de la información que Canaris suministraba al Führer. Schellenberg vio su oportunidad. Podría crear una red independiente en Gran Bretaña que les informase directamente a él y a Heinrich Himmler, dando un rodeo a la Abwehr en pleno.

Boothby también vio su oportunidad. Podría utilizar la red de Pelícano con dos finalidades: verificar la información falsa que se remitía a Canaris mediante el sistema de Doble Cruz y al mismo tiempo sembrar la desconfianza entre las dos organizaciones de inteligencia rivales. Era un delicado acto compensador. El MI-5 deseaba que Canaris continuase en el cargo -al fin y al cabo, su agencia estaba ahora absolutamente comprometida y manipulada-, pero una pequeña intriga palaciega siempre venía bien. El servicio de Información británico podía avivar suavemente las llamas de la disensión y la traición. A través de Pelícano, Boothby empezó a facilitar a Schellenberg datos que promovían dudas acerca de la lealtad de Canaris: no era suficiente para que Schellenberg asestara una puñalada por la espalda al Viejo Zorro, en realidad, sólo lo justo para seguir llevando las riendas del maldito asunto.

En 1942, Boothby pensó que el juego se le había escapado de las manos. Schellenberg recopiló una larga lista de pecados de Canaris y se la presentó a Himmler. La comisión de Doble Cruz decidió echarle a Canaris un cable o dos para que pudiera desatar el nudo del lazo que ya le rodeaba el cuello: información de primera clase que pudiera enseñar al Führer para demostrar la eficacia de la Abwehr. Dio resultado. Himmler guardó en un cajón el expediente presentado por Schellenberg y el Viejo Zorro continuó en el cargo.


Boothby estaba sirviendo otra taza de aquel nefasto café. Vicary no había podido con la primera. Estaba medio vacía junto a la ventana, al lado del cadáver de una polilla que se desintegraba lentamente para convertirse en polvo. El viento había echado del callejón a los chiquillos. Soplaba a ráfagas, arrojando la lluvia contra los cristales. El cuarto estaba a oscuras. La quietud reinaba en la casa, tras la actividad de la mañana. El único sonido era el del suelo, que crujía bajo el impaciente pasear de Boothby. Vicary se apartó de la ventana y le miró. Parecía fuera de lugar en aquel piso mugriento -como un sacerdote en un prostíbulo-, lo que no era óbice para que diese la impresión de estar disfrutando a conciencia. Incluso a los espías les gusta contar secretos a veces.

Boothby se llevó la mano al bolsillo de pecho del traje, sacó una hoja de papel y se la tendió a Vicary. Era el comunicado que él había enviado a Boothby semanas atrás, solicitándole que emitiese un alerta de seguridad. Vicary miró la esquina superior izquierda: llevaba un sello de «cúmplase». Junto al sello se veían dos Inicialespoco menos que ilegibles: BB. Boothby alargó la mano y recuperó la nota. Tras quitársela a Vicary, se la entregó a Pelícano.

Pelícano se movió por primera vez. Dejó encima de la mesa el comunicado de Vicary y encendió la luz. De pie sobre él, Vicary observó que los ojos de Pelícano se arrugaban detrás de las gafas oscuras. El agente se sacó del bolsillo una cámara de fabricación germana, la misma que Schellenberg le había dado en 1940. Con todo el esmero del mundo tomó diez fotografías del documento, ajustando la luz y el ángulo de la cámara en cada fotograma, para asegurarse de que por lo menos obtenía un negativo claro. Luego levantó el objetivo y enfocó a Gavilán. Disparó dos veces la cámara y luego volvió a guardársela en el bolsillo.

– Pelícano sale esta noche para Lisboa -informó Boothby-. Schellenberg y sus amigos han pedido una reunión con él. Creemos que van a someterle a un examen completo. Pero antes de que se lancen al interrogatorio, Pelícano va a entregarles esta película. La próxima vez que Schellenberg y Canaris cabalguen juntos por el Tiergarten, Schellenberg le hablará a su acompañante del asunto. Canaris y Vogel lo tomarán como prueba de que Timbal es oro de ley. Su agente no se ve en ningún compromiso. En la Inteligencia británica cunde el pánico. Por lo tanto, los informes que envía referentes a la Operación Mulberry tienen que ser seguros. ¿Captas el cuadro, Alfred?


Vicary y Boothby fueron los primeras en salir. Boothby delante, Vicary pisándole los talones. Bajar las escaleras a oscuras resaltó más espinoso que subirlas. Por dos veces, Vicary tuvo que alargar el brazo en la negrura para mantener el equilibrio apoyando la mano en el hombro de Boothby. cubierto por la suave tela de cachemira del abrigo. Reapareció el gato y volvió a soltarles su bufido desde un rincón. Los olores a rancio eran los mismos, sólo que con el orden invertido. Llegaron al pie de la escalera. Vicary oyó el chirrido que produjeron las suelas de sus zapatos sobre el sucio linóleo del portal. Boothby abrió la puerta de la calle. Al salir, Vicary recibió en el rostro el bofetón de la lluvia.

En su vida se había sentido más contento de verse fuera de un sitio. Mientras avanzaba hacia el coche, miró a Boothby, que le estaba observando a él. Vicary tuvo la sensación de haber atisbado a través del espejo. Boothby le había proporcionado una visita guiada a un mundo de engaño cuya existencia nunca imaginó. Vicary subió al coche. Boothby lo hizo a continuación y cerró la portezuela. El conductor los llevó hacia Kingsland Road y luego torció por el sur en dirección al río. Vicary miró a Boothby una vez y luego desvió la vista. Boothby parecía complacídísimo consigo mismo.

– No tenía que mostrarme todo eso -dijo Vicary-. ¿Por qué lo ha hecho?

– Porque quise hacerlo.

– ¿Qué ha pasado con la necesidad de saber? No me hacía ninguna falta enterarme de todo eso. Usted podía transmitir mi comunicado a Schellenberg y no decirme una palabra de ello.

– Eso es verdad.

– ¿Entonces por qué lo hizo? ¿Para impresionarme?

– En cierto modo, sí -repuso Boothby-. Tú has impresionadoa una barbaridad de gente, incluido yo, con tu idea de dejar a Catherine Blake en su sitio. Me doy cuenta de que te subestimé, Alfred… Subestimé tu inteligencia y tu implacabilidad. Se necesita ser un hijo de puta con el corazón de piedra para enviar a Peter Jordan a su alcoba con una cartera llena de Doble Cruz. Quise enseñarte el siguiente nivel del juego.

– ¿Eso es lo que cree que es esto? ¿Un juego?

– No es un juego sin más, Alfred. Es el juego.

Boothby sonrió. Podía ser su arma más importante. Al mirarle a la cara, Vicary pensó que era la misma sonrisa que utilizó con su esposa, Penélope, cuando le aseguraba que había dejado a su último amorcito.


La ilusión de Timbal obligaba a Vicary a pasar gran parte de la jornada en su incómodo despacho de la calle St. James… Después de todo, trataban de convencer a la Abwehr, y al resto del departamento, de que Vicary seguía persiguiendo a un agente alemán que tenía acceso a material de alto secreto. Cerró la puerta y se sentó a su mesa. Dormir era una necesidad perentoria. Apoyó la cabeza encima del escritorio como un estudiante soñoliento y cerró los ojos. Hacerlo y volver al cochambroso piso de Hoxton fue todo uno. Vio a Pelícano y vio a Gavilán. Vio a los chavales del sórdido callejón, con sus blancuzcas y mal nutridas piernas emergiendo de sus pantalones cortos. Vio la polilla descomponiéndose en polvo. Oyó la música de órgano resonando en la gran catedral. Pensó en Matilda; la sensación de culpa por haberse perdido el funeral centelleó sobre él como agua caliente vertida por su cuello abajo.

Maldición. ¿Por qué no puedo cortar eso durante unos minutos y conciliar el sueño?

Luego vio a Boothby, recorriendo el cuarto a largas zancadas, mientras refería la historia de Gavilán y Pelícano y la complicada pirula que le endosó a Walter Schellenberg. Vicary comprendió que nunca había visto a Boothby tan feliz: Boothby sobre el terreno de juego, rodeado de sus agentes, Boothby bebiendo un café repelente en una descascarillada taza de barro esmaltado. Se dio cuenta de que había juzgado mal a Boothby, mejor dicho, comprendió que Boothby le había dado gato por liebre. A todo el departamento en peso. Boothby era una mentira. El burócrata cómico, pavoneándose en su espacioso despacho, las tontorronas máximas personales, la luz roja y la luz verde, la ridícula obsesión de los círculos de humedad en sus preciosos muebles… todo era una mentira. Aquello no era Basil Boothby. Éste no era un afanoso del papeleo, Basil Boothby era un director de agentes. Un embustero. Un manipulador. Un farsante. Al salir de su duermevela, Vicary se percató de que aborrecía a Boothby un poco menos. Pero una cosa le inquietaba. ¿Por qué había bajado Boothby el velo? ¿Y por qué precisamente entonces?

Vicary sintió que se hundía en un dormitar sin sueño. A lo lejos, el Big Ben dio las diez. Las campanadas se desvanecieron, para ser sustituidas por el apagado repiqueteo de los teletipos, que llegaba desde el otro lado de la puerta. Deseó dormir una eternidad. Deseó olvidarse de todo aunque sólo fuese durante unos minutos. Pero al cabo de muy poco rato, empezaron las sacudidas, suaves al principio, violentas después. Luego oyó la voz de una muchacha, tenue y agradable primero, ligeramente alarmada a continuación.

– Profesor Vicary… Profesor Vicary. Despierte, por favor. Profesor Vicary. ¿Me oye?

Con la cabeza todavía apoyada en los entrelazados brazos, Vicary abrió los ojos. Durante unos segundos creyó que era Helen. Pero sólo era Prudence, un ángel rubio del plantel de mecanógrafas.

– Lamento despertarle, profesor. Pero Harry Dalton está al teléfono y dice que es urgente. Pobre profesor, déjeme que le traiga una taza de té caliente.

41

Londres


Catherine Blake abandonó su piso poco antes de las once de la mañana, mientras caía una lluvia fría y ligera. Los cielos se oscurecían, prometiendo que el tiempo iba a empeorar. Disponía de tres horas antes del encuentro con Neumann. En días tristones como aquel, Catherine sentía la tentación de saltarse el metódico rito de serpentear a través de Londres e ir directamente al punto de cita. Era una operación monótona y agotadora: detenerse constantemente para comprobar si la seguían, entrar y salir del metro, subir y apearse inopinadamente de los vagones, tomar y despedir continuamente taxis. Pero eran unas maniobras necesarias, sobre todo en aquellos momentos.

Hizo una pausa en la puerta y, mientras se anudaba el pañuelo bajo la barbilla, echó un vistazo a la calle. Una tranquila mañana de domingo, poco tránsito, tiendas cerradas. Sólo estaba abierto el bar de la acera de enfrente. Un hombre calvo ocupaba la mesa situada junto al ventanal y leía el periódico. Alzó la cabeza un momento, pasó la página y volvió a bajar la vista.

Fuera del café, media docena de personas esperaban el autobús. Catherine examinó sus rostros y pensó que uno de ellos lo había visto antes, quizás en la parada del autobús, acaso en alguna otra parte. Levantó la mirada hacia los pisos del otro lado de la calle. «Si alguien te está vigilando, lo hará desde un observatorio fijo, un piso de la acera de enfrente o una habitación situada encima de una tienda.»

Escudriñó las ventanas, tratando de observar algún cambio, localizar alguna cara que la estuviese mirando. No vio nada. Acabó de anudarse el pañuelo, abrió el paraguas y echó a andar calle adelante, bajo la lluvia.

Cogió su primer autobús en Cromwell Road. Iba casi vacío: un par de viejas damas; un anciano que murmuraba para sí; un hombre delgado que se había afeitado fatal, llevaba una gabardina empapada y leía el periódico. Catherine se apeó en Hyde Park Corner. El hombre del periódico hizo lo mismo. Catherine se dirigió hacia el parque. El hombre del periódico se alejó en dirección opuesta, rumbo a Piccadilly. ¿Qué había dicho Vogel acerca de loa vigilantes del MI-5? «Los hombres te adelantarían por la calle y nunca volverían la cabeza para mirarte otra vez.» Si Catherine estuviera seleccionando hombres para vigilantes del MI-5, elegiría individuos con periódico.

Caminó hacia el norte por un sendero que bordeaba Park Lane. En el extremo septentrional del parque, en Bayswater Road, giró en redondo y volvió sobre sus pasos en dirección a Hyde Park Corner. Luego volvió a dar media vuelta y anduvo hacia el norte otra vez. Confiaba en que nadie la seguía a pie. Recorrió una corta distancia a lo largo de Bayswater Road. Se detuvo en un buzón de correos y metió un sobre vacío y sin dirección, aprovechando la oportunidad para comprobar una vez más si la seguían o no. Nada. La capa de nubes se hizo más densa y arreció la lluvia. Encontró un taxi y dio al conductor unas señas de Stockwell.

Catherine se arrellanó en el asiento trasero y miró las líneas y dibujos que trazaba la lluvia sobre el cristal. Al cruzar el puente de Battersea les cogió de lleno un ramalazo de viento que hizo estremecer al taxi. Seguía habiendo poco tráfico. Catherine volvió la cabeza y miró por la pequeña portilla de la ventana trasera. Tras ellos, a cosa de unos doscientos metros escasos, rodaba una furgoneta negra.

Vio dos personas en la parte delantera.

Cuando miró de nuevo hacia adelante, Catherine vio que el taxista la estaba observando por el retrovisor. Sus ojos se encontraron fugazmente y, al momento, el hombre proyectó su atención sobre la calzada. De manera instintiva, Catherine introdujo la mano en el bolso y tocó la empuñadura del estilete. El taxi dobló por una calle flanqueada por monótonas e idénticas casas victorianas. No había ningún ser humano a la vista: ni vehículos circulando por la calzada, ni peatones caminando por las aceras. Catherine miró hacia atrás de nuevo. La furgoneta negra había desaparecido.

Se relajó. Experimentaba una ansiedad especial por el encuentro de aquel día. Quería conocerla respuesta de Vogel a su peticiónde que la sacaran de Inglaterra. Una parte de ella deseaba no haberla enviado. Tenía la certeza de que el MI-5 se cernía sobre ella; había cometido errores terribles. Pero al mismo tiempo estaba sacando de la caja de caudales de Peter Jordan informes extraordinariamente valiosos. La noche anterior había fotografiado un documento con el blasón de la espada y el escudo de la JSFEA, y el sello de MÁXIMO SECRETO. Era muy probable que estuviera sustrayendo el secreto de la invasión. No estaba segura del valor exacto de su posición ventajosa: el proyecto de Peter Jordan no era más que una pieza de un rompecabezas gigantesco y complejo. Pero en Berlín, donde estaban encajando las piezas de tal rompecabezas, la información que ella extraía de la caja fuerte de Peter Jordan podía ser de un valor incalculable, oro puro. Se encontró con que deseaba continuar, ¿pero por qué? Era ilógico, naturalmente. Nunca quiso ser espía; Vogel la había obligado a serlo recurriendo al chantaje. Ella nunca sintió gran lealtad hacia Alemania. Lo cierto era que ella nunca sintió lealtad hacia nada ni hacia nadie… Supuso que eso era lo que la convertía en un buen agente. Había algo más. Vogel lo llamó juego. Bueno, ella estaba enganchada al juego. Le gustaba el desafío del juego. Y deseaba ganar el juego. No quería robar el secreto de la invasión para que Alemania ganase la guerra y los nazis gobernaran Europa durante un millar de años. Deseaba apoderarse del secreto de la invasión para demostrar que ella era la mejor, mejor que todos aquellos torpes gaznápiros que la Abwehr envió a Inglaterra. Quería demostrar a Vogel que ella podía practicar aquel juego mejor que él.

El taxi se detuvo. El taxista volvió la cabeza y preguntó: -¿Está segura de que este es el lugar?

Catherine miró por la ventanilla. Estaban parados delante de una hilera de almacenes bombardeados y abandonados. Las calles aparecían desiertas. Si alguien la hubiera seguido era imposible no detectarlo allí. Catherine pagó la carrera y se apeó. El taxi se alejó. Segundos después se aproximó una furgoneta de color negro, con dos hombres en el asiento delantero. Pasó por delante de Catherine y continuó calle abajo. La estación del metro de Stockwell se encontraba a corta distancia. Catherine abrió el paraguas para protegerse de la lluvia, anduvo con paso rápido hasta la estación y sacó un billete para Leicester Square. El tren estaba a punto de salir en el instante en que ella llegaba al andén. Cruzó las puertas antes de que pudieran cerrarse y encontró asiento.


De pie en el quicio de un portal cerca de la plaza de Leicester, Horst Neumann comía pescado y patatas fritas del envoltorio de papel de periódico que sostenía con una mano. Acabó con el último trozo de pescado y automáticamente sintió náuseas. Divisó a Catherine, que entraba en la plaza entre un grupito de peatones. Neumann hizo una bola con la aceitosa hoja de periódico, la arrojó a una papelera y echó a andar en pos de la mujer. Al cabo de un minuto se puso a su altura. Catherine siguió con la vista al frente, como si no supiese que Neumann caminaba a su lado. Alargó la mano y puso la película en la de Neumann. Sin pronunciar palabra, él dejó en la mano de Catherine un trocito de papel. Se separaron. Neumann se sentó en un banco de la plaza y la observó alejarse.


Alfred Vicary preguntó:

– ¿Y qué pasó luego?

– Se metió en la estación de metro de Stockwell -dijo Harry-. Enviamos un hombre para que hiciera lo propio, pero cuando llegó al andén ella acababa de subir a un vagón y el tren se alejaba.

– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary.

– En Waterloo, pusimos un hombre en el tren y recuperamos la pista.

– ¿Cuánto tiempo anduvo sola?

– Alrededor de cinco minutos.

– Tiempo de sobra para conectar con otro agente.

– Eso me temo, Alfred.

– ¿Y después qué?

– La rutina de costumbre. Llevó a su estela a los vigilantes porel West End durante cosa de hora y media. Al final, entró en un café y nos concedió un descanso de treinta minutos. Luego, a Leicester Square. Un cruce de la plaza y regreso a Earl’s Court.

– ¿Ningun contacto con nadie?

– Ninguno que detectáramos.

– ¿Qué me dices de Leicester Square?

– Los vigilantes no vieron nada.

– ¿El buzón de Bayswater Road?

– Confiscamos su contenido. Encima del montón de correspondencia encontramos un sobre vacío sin sello ni dirección. Un truco para comprobar si la seguían.

– Maldita sea, pero es buena.

– Una profesional.

Vicary formó con los dedos de ambas manos la aguja de un campanario.

– No creo que ande dando vueltas por ahí simplemente porque le guste tomar el aire fresco, Harry. De modo que ha dejado caer algo o se ha encontrado con un agente.

– Debe de haber sido en el vagón del metro -opinó Harry.

– Puede haber sido en cualquier puñetera parte -profirió Vicary. Dejó caer el brazo violentamente contra el costado de la silla-. ¡Maldita sea!

– Tenemos que continuar siguiéndola. Tarde o temprano, cometerá un error.

– Yo no contaría con eso, Harry. Y cuanto más tiempo sigamos pisándole los talones, más probabilidades hay de que se dé cuenta de que la siguen. Y si detecta la cola…

– …estamos listos -dijo Harry, rematando el pensamiento de Vicary.

– Exacto, Harry. Estamos listos.

Vicary deshizo la aguja de templo para tener las manos libres y poder cubrir el prolongado bostezo.

– ¿Hablaste con Grace?

– Sí. Buscó los nombres por todos los medios que se le ocurrieron. Pero no encontró nada.

– ¿Qué hay de Broome?

– Lo mismo. No es el nombre en clave de ningún agente. Harry contempló a Vicary durante largo rato.

– ¿Te importaría explicarme ahora por qué pedir a Grace que buscara esos nombres?

Vicary levantó la cabeza y afrontó la mirada de Harry.

– Si te lo explicara, me tendrías cogido. No es nada, sólo que mis ojos me juegan malas pasadas. -Vicary echó un vistazo a su reloj de pulsera y volvió a bostezar-. Tengo que despachar con Boothby y recoger la próxima remesa de material de Timbal.

– ¿Vamos avanzando, pues?

– A menos que Boothby diga lo contrario, nos movemos hacia adelante.

– ¿Qué planes tienes para esta noche?

Vicary se puso laboriosamente en pie y se embutió en la gabardina.

– Se me ha ocurrido que cenar un poco e ir a bailar al club Cuatrocientos seria un bonito cambio de ritmo. Necesitaré que haya alguien allí dentro para vigilarlos. ¿Por qué no le pides a Grace que te acompañe? Pasa una buena velada por cuenta del departamento.

42

Berchtesgaden


– Me sentiría mejor si esos hijos de mala madre estuviesen delante de nosotros en vez de llevarlos detrás -comentó Wilhelm Canaris malhumoradamente mientras el Mercedes oficial se deslizaba veloz por la blanca calzada de hormigón de la autopista, rumbo al pueblecito del siglo xvi de Berchtesgaden.

Vogel volvió la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Tras ellos, en un segundo coche oficial, iban el Reichsführer Heinrich Himmler y el Brigadeführer Walter Schellenberg.

Vogel apartó la vista y miró por la ventanilla lateral. La nieve caía mansamente sobre el pintoresco pueblecito. A su nada poético modo pensó que el lugar parecía una postal barata. «¡Venid a la hermosa aldea de Berchtesgaden! ¡Hogar del Führer!». Le fastidiaba enormemente verse arrastrado tan lejos de Tirpitz Ufer en un momento crítico como aquel. Pensó: «¿Por qué no puede quedarse en Berlín como todos nosotros?». O permanecía enterrado en su Wolfschanze de Rastenberg o encaramado en su Adlerhorst de Baviera.

Vogel había decidido sacarle provecho a aquel viaje; tenía intención de cenar-y pasar la noche con Gertrude y las niñas. Estaban con la madre de Trude, en un pueblo a dos horas de coche de Berchtesgaden. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado? Un día por Navidades; dos días en octubre, antes de eso. Con aquella traviesa voz suya, Trude le había prometido asado de cerdo con patatas y coles, como también prometió hacerle trabajitos maravillosos para alegrarle el cuerpo, delante de la chimenea, cuando sus padres y las niñas se hubiesen ído a la cama. A Trude le encantaba hacer el amor así, en algún sitio inseguro, donde corrieran el riesgo de que los sorprendiesen. A ella siempre le resultaban más excitantes esos números, como lo fueron veinte años atrás, cuando él era estudiante en Leipzig. Para Vogel, la excitación llevaba mucho tiempo ausente en el acto sexual. Ella la eliminó -lo hizo adrede como castigo por haberla enviado a Inglaterra.

«Obsérvame bien y recuerda esto la próxima vez que estés con tu esposa.»

Vogel pensó: «Dios mío, ¿por qué estoy pensando en ella ahora?». Se las había arreglado para evitar que Gertrude se percatase de esos sentimientos, de la misma manera que se las había arreglado para ocultarle otras cosas. No era un embustero nato, pero había aprendido a ser un buen mentiroso. Gertrude aún creía que Vogel era consejero jurídico personal del círculo interno de Canaris. Ignoraba por completo que era oficial controlador de la más secreta red de espionaje de la Abwehr en Gran Bretaña. Como de costumbre, también le había mentido acerca de lo que estaba haciendo por allí aquel día. Trude le creía en Baviera, en una gestión rutinaria para Canaris, y no subiendo el monte Kehlstein al objeto de informar al Führer respecto a los planes del enemigo para invadir Francia. Vogel temía que Gertrude le abandonara, caso de enterarse de la verdad. La había mentido demasiadas veces, llevaba engañándola demasiado tiempo. No volvería a confiar en él nunca más. Vogel pensaba a menudo que le sería más fácil hablarle de su aventura con Anna que confesarle que había sido maestro de espías para Hitler.

Canaris daba de comer galletas a los perros. Vogel lanzó una ojeada a la escena y luego desvió la vista. ¿Era realmente posible? ¿Era un traidor el hombre que le había arrancado del ejercicio de la carrera de Derecho para transformarle en uno de los espías supremos de la Abwehr? Desde luego, Canaris no se esforzaba lo más mínimo en disimular el desprecio que le producían los nazis, demostrado a través de su negativa a ingresar en el partido y de la constante riada de comentarios sarcásticos relativos a Hitler. ¿Pero su desdén había desembocado en traición? Si Canaris resultaba ser un traidor, las consecuencias para la red de la Abwehr en Gran Bretaña serían desastrosas; Canaris se encontraba en situación de revelarlo todo. Vogel pensó: «Si Canaris es un traidor, ¿cómo es que la mayoría de las redes de la Abwehr en Inglaterra aún siguen funcionando?». Eso carecía de sentido. Si Canaris hubiese traicionado a las redes, los británicos los habrían arrollado a todos en un santiamén. El mero hecho de que la inmensa mayoría de los agentes alemanes enviados a Inglaterra continuasen en sus puestos podía tomarse como prueba de que Canaris no era un traidor.

La propia red de Vogel era teóricamente inmune a la traición. Dada su disposición, Canaris sólo conocía los detalles más inciertos de la Cadena-V. Los caminos de los agentes de Vogel no se cruzaban con los de los otros agentes, y viceversa. Tenían sus propios códigos de radio, procedimientos de encuentro y sistemas de financiación independientes. Y Vogel se mantenía al margen de Hamburgo, centro de control de las redes inglesas. Recordaba a algunos de los idiotas que Canaris y otros oficiales de control enviaron a Inglaterra, especialmente en el verano de 1940. cuando la invasión de Gran Bretaña parecía encontrarse a la vuelta de la esquina y Canaris arrojó por la ventana toda precaución. Sus agentes estaban mal entrenados y mal financiados. Vogel sabía que a algunos de ellos sólo les dieron doscientas libras -una miseria- porque la Abwehr y el Estado Mayor estaban convencidos de que Gran Bretaña caería con la misma facilidad que Polonia y Francia. La mayoría de los nuevos agentes eran unos majaderos, como aquel idiota de Karl Becker, un pervertido, un glotón, que estaba en el juego del espionaje sólo por el dinero y la aventura. Vogel se preguntaba cómo era posible que un tipo como aquel se las hubiera ingeniado para evitar que lo capturasen. A Vogel no le gustaban los aventureros. Desconfiaba de todo aquel que deseara de verdad ir al otro lado de las líneas enemigas para trabajar de espía; sólo un tonto podía desear tal cosa. Y los tontos resultaban malos agentes. Vogel sólo deseaba personas con la inteligencia y los atributos suficientes para ser un buen espía. Lo demás -la motivación, la cualificación y la voluntad de emplear la violencia cuando fuera necesario.- se lo podía proporcionar él.

En el exterior, la temperatura descendía gradualmente mientras rodaban por la serpenteante Kehlsteinstrasse arriba. El motor del coche se esforzaba, los neumáticos patinaban sobre el hielo que cubría la superficie de la carretera. Al cabo de unos momentos, el chófer detuvo el vehículo ante dos inmensas puertas de bronce en la base del monte Kehlstein. Un equipo de hombres de las SS efectuó una rápida inspección, después abrieron las puértas y oprimieron un solo botón. El automóvil dejó la nieve arremolinada de la Kehlsteinstrasse y penetró en un largo túnel. Las paredes de mármol relucían a la luz de los ornamentados faroles de bronce.

El famoso elevador de Hitler los esperaba. Se parecía mucho a una pequeña habitación de hotel, con su alfombra de felpa, sus sillas tapizadas de cuero y su batería de teléfonos. Vogel y Canaris entraron los primeros. Canaris se sentó al instante y encendió un cigarrillo, de forma que la cabina estaba llena de humo cuando llegaron Himmler y Schellenberg. Los cuatro hombres permanecieron sentados en silencio, cada uno de ellos mirando al frente, mientras el elevador los trasladaba hacia el Obersalzberg, mil ochocientos metros por encima de Berchtesgaden. Molesto por la humareda, Himmler se llevó la enguantada mano a la boca y tosió suavemente.

A Vogel le zumbaban los oídos a causa del rápido cambio de altitud. Miró a los tres hombres que ascendían con él, los tres oficiales de información más poderosos del Tercer Reich: un avicultor, un pervertido y un quisquilloso pequeño almirante que muy bien podía ser un traidor. En las manos de aquellos hombres descansaba el futuro de Alemania.

«Que Dios nos ayude a todos, pensó Vogel.


El gigante nórdico que ejercía de jefe de la escolta personal SS de Hitler les acompañó al interior del salón. Vogel, por regla general indiferente a los escenarios naturales, se quedó atónito ante la belleza de la vista panorámica. Contempló a sus pies las torres y las colinas de Salzburgo, lugar de nacimiento de Mozart. Cerca de Salzburgo se alzaba la Unterberg, la montaña donde el emperador Federico Barbarroja esperó la legendaria llamada para levantarse yrestaurar la gloria de Alemania. La propia habitación tenía quince por dieciocho metros, y cuando Vogel llegó a la zona donde estaban los asientos cercanos al fuego la cabeza se le iba por culpa de la altitud. Se sentó en la esquina de un sofá rústico y sus ojos exploraron las paredes. Las cubrían enormes óleos y tapices. Vogel admiró la colección del Führer: un desnudo que creyó pintado por Tiziano, un paisaje obra de Spitzwg, ruinas romanas de Pannini. Había un busto de Wagner y un reloj enorme coronado por un águila de bronce. Un criado sirvió silenciosamente café a los invitados y té a Hitler. Las puertas se abrieron segundos después y Hitler irrumpió en la estancia con paso más que firme. Como de costumbre, Canaris fue el último en levantarse. El Führer hizo un gesto con la mano para indicarles que volvieran a sus asientos y él permaneció de pie, para poder así pasear por la habitación.

– Capitán Vogel -empezó Hitler sin preámbulos-. Tengo entendido que su agente en Londres se ha marcado otro tanto.

– Así lo creo, mi Führer.

– Por favor, no lo mantenga en secreto por más tiempo.

Bajo la vigilante mirada de los hombres de las SS, Vogel abrió la cartera.

– Nuestro agente ha conseguido otro documento de notable importancia. Este documento nos proporciona más pistas acerca de la naturaleza de la Operación Mulberry. -Vogel vaciló-. Ahora podemos predecir con mayor certidumbre el papel que desempeñará Mulberry en la invasión.

Hitler asintió.

– Por favor, continúe, capitán Vogel.

– Basándonos en estos nuevos documentos, creemos que la Operación Mulberry consiste en el establecimiento de un complejo antiaéreo. Se desplegará a lo largo de la costa francesa, en un intento de facilitar protección frente a la Luftwaffe durante las críticas horas iniciales de la invasión enemiga. -Vogel volvió a introducir la mano en la cartera-. Nuestros analistas han utilizado los diseños del documento enemigo para trazar un boceto del complejo.

Vogel lo puso encima de la mesa. Schellenberg y Himmler lo contemplaron con interés.

Hitler se había alejado y, desde una ventana, miraba hacia las montañas. Creía que donde mejor reflexionaba era en el Berghof, donde estaba por encima de todo.

– En su opinión, ¿dónde emplazará el enemigo ese complejo antiaéreo, capitán Vogel?

– Los planos que ha sustraído nuestro agente no especifican el punto donde se desplegará Mulberry -dijo Vogel-. Pero basándonos en el resto de la información recogida por la Abwehr, lo más lógico es llegar a la conclusión de que Mulberry está destinada a Calais.

– ¿Y su teoría acerca de un puerto artificial en Normandía?

– Era… -Vogel titubeó, en tanto daba con la palabra precisa-, prematura, mi Führer. Me precipité en mi juicio. Llegué a un veredicto antes de contar con las pruebas. Soy abogado por formación, mi Führer…, le ruego perdone la metáfora.

– No, capitán Vogel, creo que tenía razón la primera vez. Creo que Mulberry es un puerto artificial. Y creo que su punto de destino es Normandía. -Hitler dio media vuelta y se encaró con su auditorio-. ¡Eso es muy propio de Churchill, ese loco! ¡Un dispositivo grandioso y disparatado que revela sus intenciones porque nos dice dónde van a descargar el golpe él y sus amigos norteamericanos! ¡Ese hombre se cree un genio imaginativo! ¡Un gran estratega! ¡Pero es un estúpido cuando se aventura en cuestiones militares! No hay más que preguntar a los fantasmas de los muchachos a los que llevó al matadero en los Dardanelos. No, capitán Vogel, tenía usted razón la primera vez. Es un puerto artificial, y está destinado a Normandía. Lo sé -Hitler se golpeó el pecho-. Lo sé aquí.

Walter Schellenberg carraspeó.

– Mi Führer, tenemos otra prueba que apoya la información del capitán Vogel.

– Oigámosla, herr Brigadeführer.

– Hace dos días, en Lisboa, recibí informes de uno de nuestros agentes en Inglaterra.

Vogel pensó: «Ay, Cristo, ya estamos otra vez».

Schellenberg extrajo un documento de su cartera.

– Este es un comunicado escrito por un oficial del MI-5 llamado Alfred Vicary. Lo aprobó alguien cuyas iniciales son BB y se remitió a Churchill y a Eisenhower. En él, Vicary advierte que ha surgido una nueva amenaza para la seguridad y que deben tomarse medidas de precaución extraordinarias hasta nuevo aviso. Vicary también advierte que hay que ser especialmente desconfiados y precavidos respecto a los acercamientos femeninos. Su agente en Londres… es una mujer, ¿verdad, capitán Vogel?

– ¿Me permite ver eso? -pidió Vogel.

Schellenberg se lo pasó.

– Alfred Vicary -articuló Hitler-. ¿Por qué me suena familiar ese nombre?

– Vicary es amigo personal de Churchill -dijo Canaris-. Formaba parte del grupo que hacía eco a Churchill y respaldaba sus opiniones durante la década de 1930. Cuando Churchill alcanzó el cargo de primer ministro, en mayo de 1940, lo llevó al MI-5.

– Sí, ahora lo recuerdo. ¿No escribió durante los treinta un puñado de artículos infamantes acerca del nacionalsocialismo?

Canaris pensó: «Y todo lo que dijo resultó ser verdad».

– Sí, ése es -manifestó en voz alta.

– ¿Y quién es BB?

– Basil Boothby. Dirige una división dentro del MI-5.

Hitler paseaba de nuevo, aunque ahora más despacio. La calma de los silenciosos Alpes ejercía un efecto tranquilizador sobre él. -Vogel, Schellenberg y Canaris, todos están convencidos. Bueno, pues yo no.


– Un interesante giro de los acontecimientos, ¿no le parece, herr Reichsführer? -Había pasado la tormenta. Hitler contemplaba el sol, que desaparecía por el oeste, y los picos de las montañas con los tonos rosa y púrpura del crepúsculo alpino. Todos se habíanretirado, excepto Himmler-. El capitán Vogel me dice primero que la Operación Mulberry es un puerto artificial; y luego, que es un complejo antiaéreo.

– Muy interesante, mi Führer. Yo tengo mis teorías.

Hitler se apartó de la ventana.

– Expónmelas.

– Número uno: está diciendo la verdad. Ha recibido nueva información que considera digna de toda confianza y cree de verdad en lo que le ha dicho a usted.

– Es posible. Adelante.

– Número dos: la información que acaba de presentar la ha fabricado en su totalidad y Kurt Vogel, lo mismo que su superior, Wilhelm Canaris, es un traidor que pretende la destrucción del Führer y de Alemania.

Hitler se cruzó de brazos y se inclinó hacia atrás.

– ¿Por qué nos iba a engañar en lo relativo a la invasión?

– Si el enemigo triunfa en Francia y el pueblo alemán ve la guerra perdida, Canaris y el resto de la escoria de la Schwarze Kapelle se revolverán contra nosotros y tratarán de eliminarnos. Si los conspiradores logran el poder, pedirán la paz y Alemania acabará como acabó tras la Gran Guerra… castrada, débil, la mendiga de Europa, viviendo de las migajas que caigan de la mesa de británicos, franceses y norteamericanos… -Himmler hizo una pausa-. Y de los bolcheviques, mi Führer.

Las pupilas de Hitler parecieron incendiarse, la simple idea de que los alemanes viviesen bajo el dominio ruso era demasiado dolorosa para imaginarla siquiera.

– ¡Jamás debemos permitir que eso le suceda a Alemania! -exclamó. Miró a Himmler atentamente-. La expresión de tu cara me dice que tienes una teoría más.

– Sí, mi Führer.

– Oigámosla.

– Vogel cree que la información que le ha presentado es verídica. Pero ha estado bebiendo en un pozo envenenado.

Hitler pareció intrigado.

– Adelante, herr Reichsführer.

– Mi Führer, siempre he sido sincero con usted en lo que concierne a mis sentimientos hacia el almirante Canaris. Creo que es un traidor. Me consta que ha tenido contactos con agentes británicos y estadounidenses. Si mis temores acerca del almirante son correctos, ¿no sería lógico suponer que ha comprometido las redes alemanas en Gran Bretaña? ¿No sería lógico suponer también que la información de los espías alemanes en Inglaterra está igualmente comprometida? ¿Y si el capitán Vogel descubrió la verdad y el almirante Canaris lo ha silenciado a fin de protegerse?

Hitler volvía a pasear nervioso.

– Tan brillante como de costumbre, herr Reichsführer. Eres el único en quien puedo confiar.

– Recuerde, mi Führer, que una mentira es la verdad, sólo que al revés. Ponga la mentira ante el espejo y la verdad le estará mirando desde el cristal azogado.

– Tienes un plan. Ya lo veo.

– Sí, mi Führer. Y Kurt Vogel es la clave. Vogel puede proporcionarnos el secreto de la invasión y la prueba de la traición de Canaris de una vez por todas.

– Vogel me parece un hombre inteligente.

– Se le consideraba antes de la guerra uno de los cerebros legales más lúcidos de Alemania. Pero recuerde que lo reclutó personalmente el propio Canaris. En consecuencia, tengo mis dudas acerca de su lealtad. Habrá que manejarlo con cuidado.

– Esa es tu especialidad. ¿No, herr Reichsführer?

Himmler esbozó su sonrisa de cadáver.

– Sí, mi Führer.


La casa estaba a oscuras cuando llegó Vogel. Una impresionante nevada había alargado hasta las cuatro horas un trayecto de dos. Rodeó el coche por detrás y cogió del maletero la pequeña bolsa de viajé. Despidió al conductor; había reservado para él una habitación en el hotel del pueblo. En la puerta, de par en par, Trude le esperaba con los brazos cruzados, apretados contra el pecho para conservar el calor. Parecía absurdamente saludable, rosada la piel debido al frío, veteado el pelo castaño por los rayos del sol de la montaña. Vestía un grueso jersey de esquiadora, pantalones de lana y botas de montaña. A pesar de aquella sólida vestimenta, Vogel pudo darse cuenta de que la vida al aire libre la mantenía en plena forma. Cuando Vogel la tomó en sus brazos, Trude dijo:

– Dios mío, Kurt Vogel, no eres más que un saco de huesos. ¿Tan mal marchan las cosas en Berlín?

Todo el mundo estaba ya en la cama. Las chicas compartían habitación en el primer piso. Mientras Trude le preparaba la cena, Vogel subió a echarles una mirada. Hacía frío en el cuarto. Nicole había trepado al lecho de Lizbet y dormía con ella. En la oscuridad resultaba difícil determinar dónde acababa una y donde empezaba la otra. Inmóvil, escuchó el rumor de su respiración y aspiró sus olores: su aliento, su cabello, su jabón, sus cálidos cuerpos que dejaban emanar la fragancia de la ropa de la cama. Trude siempre creyó que era extraño, pero a él le gustaba más que ninguna otra cosa el modo en que olían las niñas.

Una fuente de comida y un vaso de vino le aguardaban en la planta baja. Trude había cenado horas atrás, así que tomó asiento frente a él y habló mientras Vogel devoraba asado de cerdo con patatas. Tenía un hambre asombrosa. Acabó el primer plato y se sirvió otro, que se obligó a consumir más despacio. Trude le habló de sus padres, de las niñas y de la forma en que la Wehrmacht irrumpió en el pueblo y se llevó a los hombres y a los muchachos en edad escolar que quedaban. Daba gracias a Dios por haber alumbrado hijas y no hijos. No le preguntó nada sobre el viaje y Vogel no le ofreció ningún detalle por propia voluntad.

Acabó de comer. Trude quitó la mesa. Había preparado un puchero de sucedáneo de café y estaba ante el hornillo, llenando una taza y poniéndola en un platillo, cuando sonaron unos golpes suaves en la puerta. Trude cruzó la estancia y abrió, para quedarse mirando con expresión incrédula a la figura, vestida de negro de piesa cabeza, que encontró ante sus ojos.

– Oh, Dios mío -murmuró, y la taza y el platillo se le escaparon de las manos y fueron a hacerse añicos contra el suelo.


– Aún no puedo creer que Heinrich Himmler haya puesto de veras los pies en esta casa -dijo Trude, plana la voz, como si hablase consigo misma.

Se encontraba de pie frente al fuego de la pequeña chimenea de su cuarto, derecha como una vela, con los brazos cruzados. A la tenue claridad, Vogel observó que su rostro estaba húmedo y su cuerpo temblequeante.

– Al ver su cara así, de pronto, creí estar soñando. Luego pensé que nos iban a arrestar a todos. Y después comprendí lo que pasaba: Heinrich Himmler había venido a mi casa porque necesitaba consultar algo con mi marido.

Se apartó del fuego y le miró.

– ¿Por qué es así, Kurt? Dime que no trabajas para él. Dime que no eres un secuaz de Himmler. Dímelo, aunque sea mentira.

– No trabajo para Heinrich Himmler.

– ¿Quién era el otro?

– Se llama Walter Schellenberg.

– ¿Qué hace?

Vogel se lo dijo.

– ¿Qué haces tú? Y no me digas que sólo eres abogado de Canaris.

– Antes de la guerra me encargué de personas muy especiales. Las adiestraba y las enviaba a Inglaterra para que actuasen de espías.

Trude asimiló la noticia como si llevase largo tiempo sospechándolo.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Tenía prohibido contárselo a nadie, incluida tú. Te engañé para protegerte. No tenía ningún otro motivo.

– ¿Dónde estuviste hoy?

Era inútil seguir mintiéndole.

– Estuve en Berchstengaden, en una reunión con el Führer.

– ¡Dios todopoderoso! -susurró Trude, al tiempo que sacudía la cabeza-. ¿En qué más me has engañado, Kurt Vogel?

– No te he engañado en nada más, sólo en lo de mi trabajo. La expresión de Trude decía a las claras que no le creía.

– Heinrich Himmler en esta casa. ¿Qué te ha ocurrido, Kurt? Ibas para gran abogado. Ibas para sucesor de Herman Heller, quizá para ocupar un sillón en el Tribunal Supremo. Amabas la ley.

– No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.

– ¿Qué quería Himmler? ¿Por qué vino aquí a esas horas de la madrugada?

– Quiere que le ayude a matar a un amigo.

– Espero que le hayas dicho que no le ayudarás.

Vogel la miró.

– Si no le ayudo, me matará. Y luego te matará a ti y matará a las niñas. Nos matará a todos, Trude.

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