CAPITULO SIETE

NARRADO POR HÉCTOR

Por fin el capitán del puerto de Sigeo me avisó de que la flota de París había regresado de Salamina y al acudir a la asamblea diaria envié a un paje para que le transmitiera discretamente la noticia a mi padre. Se trataba de la audiencia habitual, aburrida y tranquila, en la que se debatían asuntos de propiedades, esclavos y tierras entre otros; se recibía a una embajada de Babilonia y se atendían quejas sobre derechos de pastoreo de nuestros parientes nobles en Dardania, expuestas como siempre por tío Antenor.

La embajada babilónica había sido atendida y despedida y el rey se disponía a emitir su decisión sobre algún asunto trivial cuando sonaron las trompas y París entró pavoneándose en la sala del trono. Se me escapó una sonrisa ante su aspecto, pues había vuelto convertido en un verdadero cretense. Todo en él era perfecto, desde el faldellín morado con franjas de oro que vestía hasta sus joyas y sus rizos. Tenía un aspecto inmejorable y se veía muy complacido consigo mismo. ¿Qué travesuras habría cometido para parecer un chacal que se anticipa al león para la caza? Nuestro padre, como de costumbre, lo contemplaba complacido. ¿Cómo era posible que a un hombre tan prudente que ocupaba un trono le cegase de tal modo el simple encanto y la belleza?

París cruzó todo el trecho que lo separaba del estrado y se disponía a subir el peldaño superior cuando me acerqué a él. El impenitente y quisquilloso Antenor también se aproximó para no perderse detalle. Me instalé descaradamente junto al trono.

– ¿Traes buenas noticias, hijo mío? -inquirió el rey. -Acerca de tía Hesíone no -repuso París negando con la cabeza de modo que agitó sus rizos-. El rey Telamón fue muy amable pero expresó con gran claridad que no pensaba renunciar a ella.

El rey resopló peligrosamente. ¿Hasta dónde alcanzaba aquel antiguo odio? ¿Por qué, al cabo de tantos años, nuestro padre seguía mostrándose implacable contra Grecia? El silbido de su aliento contenido silenció a toda la sala.

– ¿Cómo se atreve? ¿Cómo osa insultarme Telamón? ¿Viste a tu tía, tuviste la oportunidad de hablar con ella? -No, padre.

– Entonces, ¡al diablo con todos ellos! Echó atrás la cabeza, miró hacia el techo y cerró los ojos. -¡Oh poderoso Apolo, dios de la luz, que riges el Sol, la Luna y las estrellas, concédeme la oportunidad de abatir el orgullo griego!

Me incliné sobre el trono.

– ¡Tranquilízate, señor! ¿Acaso esperabas otra respuesta? Volvió la cabeza hacia mí y abrió los ojos. -No, creo que no. Gracias, Héctor. Como siempre, me has devuelto a la cruda realidad. ¿Pero por qué han de tenerlo todo los griegos? ¿Quieres decírmelo? ¿Por qué se atrevieron a secuestrar a una princesa troyana?

París apoyó la mano en la rodilla del rey y le dio unos suaves golpecitos. El monarca suavizó su expresión al mirarlo.

– He castigado adecuadamente la arrogancia griega, padre -dijo París con ojos brillantes.

Me disponía a alejarme pero aquellas palabras me impulsaron a detenerme.

– ¿Cómo, hijo mío?

– ¡Ojo por ojo, señor! ¡Ojo por ojo! Los griegos robaron a tu hermana, pues yo te he traído un galardón de Grecia muy superior a cualquier muchachita quinceañera.

Se levantó bruscamente, tan satisfecho de sí mismo que no podía seguir a los pies de Príamo un instante más.

– ¡Señor -exclamó con voz resonante entre las vigas del techo-, conmigo ha venido Helena, reina de Lacedemonia, esposa de Menelao, cuñada de Agamenón y hermana de Clitemnestra, esposa a su vez de Agamenón!

Me quedé atónito, incapaz de pronunciar palabra. Aquello era una tragedia porque le daba ocasión a tío Antenor para entrometerse al punto. El hombre se adelantó bruscamente y las hinchadas articulaciones de sus manos me recordaron enormes y deformes garras.

– ¡Necio, ignorante, entrometido! -rugió-. ¡Conquistador de rostro afeminado! ¿Por qué no hiciste algo más sonado, raptar a la propia Clitemnestra? Los griegos soportan dócilmente nuestros embargos comerciales y su propia escasez de estaño y de cobre, pero ¿acaso esperas que asuman también esto sumisamente? ¡Eres un insensato! ¡Le has dado a Agamenón la oportunidad que esperaba desde hace años! ¡Nos has sumergido en una conflagración que será la ruina de Troya! ¡Insensato, idiota engreído! ¿Por qué no te desenmascaró tu padre? ¿Por qué no detuvo tu carrera libertina antes de que comenzara? ¡Cuando hayamos cosechado las consecuencias de este acto, todos los troyanos pronunciarán tu nombre con desprecio!

Aplaudí mentalmente las palabras del anciano, que expresaban con exactitud mis sentimientos. Sin embargo, por otra parte, también lo maldije. ¿Qué hubiese decidido mi padre si él hubiera contenido su lengua? Cuando Antenor encontraba defectos, el rey se inclinaba al perdón. Fuesen cuales fuesen sus pensamientos privados, Antenor lo había impulsado a favor de París.

Mi hermano se había quedado atónito.

– ¡Lo hice por ti, padre! -gimió.

– ¡Oh, sí, desde luego! -intervino Antenor con sarcástica risita-. ¿Y has olvidado el más famoso de nuestros oráculos? «Cuidado con la mujer traída como botín de Troya.» ¿No se explica por sí mismo?

– ¡No, no lo he olvidado! -exclamó mi hermano-. ¡Helena no es ningún botín! ¡Ha venido conmigo voluntariamente! No ha sido víctima de un rapto sino que viene por su voluntad porque desea casarse conmigo. Y en prueba de ello ha traído consigo un gran tesoro: oro y joyas suficientes para comprar un reino. ¡Una dote, padre, una magnífica dote! -Se rió-. ¡He insultado mucho más a los griegos que si les hubiese raptado a una reina!… ¡Los he hecho cornudos!

Antenor parecía agotado. Agitó lentamente sus blancos cabellos y se escabulló entre las hileras de cortesanos. París me miraba apremiante, con aire de súplica.

– ¡Ayúdame, Héctor! -¿Cómo voy a hacerlo? -mascullé.

Se volvió, cayó de rodillas y se abrazó a las piernas del rey. -¿Qué mal puede causar esto, padre? -dijo con aire zalamero-. ¿Cuándo ha significado la guerra la huida voluntaria de una mujer? ¡Helena ha venido por su propia voluntad! ¡No es una criatura inexperta, ya tiene veinte años! Lleva seis casada y tiene hijos. ¿Y puedes imaginar lo terrible que debe de haber sido su vida para abandonar un reino y a sus hijos? ¡La amo, padre! ¡Y ella me corresponde!

Se le quebró patéticamente la voz y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

El rey acarició cariñoso sus cabellos y le dio unas palmaditas en la cabeza. -La veré -dijo.

– ¡No, aguarda! -intervino Antenor, que de nuevo se había adelantado-. Señor, antes de que veas a esa mujer insisto en que me escuches. ¡Devuélvela a su hogar, Príamo, devuélvela! Que regrese con Menelao sin verla siquiera, con sinceras disculpas y todos los tesoros que ha traído consigo, y recomendando que le corten el cuello. ¡No merece otra cosa! ¡Amor! ¿Qué clase de amor le permite dejar a sus hijos? ¿No significa eso nada? ¡Trae un gran tesoro a Troya, pero no a sus hijos!

Aunque mi padre no lo miró, debía de suponer lo que pensábamos los demás porque no intentó interrumpir su diatriba. De modo que Antenor prosiguió.

– ¡Príamo, temo al supremo monarca de Micenas, y tú también deberías temerlo! Sin duda, el año pasado debiste oír al mismísimo Menelao explayarse acerca de cómo Agamenón ha fundido a toda Grecia y la ha convertido en obediente vasallo de Micenas. ¿Y si decide declararnos la guerra? Aunque lo venciéramos, nos arruinaría. La riqueza de Troya ha aumentado desde tiempo inmemorial por una razón: siempre hemos evitado entrar en conflictos. Las guerras arruinan a las naciones, Príamo… ¡Te lo he oído decir a ti mismo! El oráculo declara que la mujer que venga de Grecia será nuestra ruina. ¡Y sin embargo deseas verla! ¡Respeta a nuestros dioses! ¡Atente a la prudencia de sus oráculos! ¿Qué son los oráculos salvo la oportunidad concedida por la divinidad para que los mortales vean la evolución futura del telar del tiempo? Has asumido el trabajo de tu padre, Laomedonte, y te has portado peor; mientras que él simplemente restringía el número de griegos autorizados a navegar por el Ponto Euxino, tú se lo has impedido totalmente. Los griegos carecen de estaño. Sí, pueden conseguir cobre de occidente, ¡a un costo inmenso! Pero no obtienen estaño. ¡Lo que no niega el hecho de que sean ricos y poderosos!

París alzó los ojos al rey con el rostro lleno de lágrimas.

– ¡Ya te lo he dicho, padre! ¡Helena no es un trofeo! ¡Ha venido por propia voluntad! Por consiguiente no puede ser la mujer a que se refieren los oráculos. ¡Es imposible!

En esa ocasión conseguí adelantarme a Antenor y para hacerlo bajé del estrado.

– Dices que viene por voluntad propia, París. ¿Pero qué crees que pensarán en Grecia? ¿Imaginas que Agamenón le dirá a los reyes a él sometidos que su hermano es el más ridículo de los hombres, que es un cornudo? ¡Jamás hará tal cosa el orgulloso Agamenón! No, Agamenón anunciará que ha sido raptada. Antenor está en lo cierto, padre: nos hallamos a punto de entrar en guerra. Y tampoco podemos considerar la lucha con Grecia como algo que nos afecte a nosotros solos. ¡Contamos con aliados, padre! Formamos parte de la federación de estados de Asia Menor. Tenemos tratados comerciales y de amistad con todas las naciones costeras existentes entre Dardania y Cilicia, así como en el interior hasta la misma Asiría y, al norte, en Escitia. Los países costeros son ricos y poco poblados, carecen de hombres para defenderse de los invasores griegos. Nos ayudan en nuestro bloqueo y se han enriquecido vendiéndole estaño y cobre a Grecia. En el caso de que se produjera una conflagración, ¿crees que Agamenón se limitaría a enfrentarse a Troya? ¡No! ¡Habría guerra por doquier!

Mi padre me miró con fijeza y yo le devolví la mirada sin temor.

Apenas hacía unos momentos había dicho: «Siempre atraes mi atención hacia la fría realidad», pero pensé, desesperado, que en aquellos instantes se había cegado a ella. Todo cuanto habíamos conseguido Antenor y yo era indisponerlo hacia nosotros.

– Ya he oído bastante -repuso con frialdad-. Haz pasar a la reina Helena, heraldo.

Aguardamos, inmóviles y silenciosos, como si estuviéramos en una tumba. Le lancé una mirada fulminante a mi hermano París preguntándome cómo habíamos permitido que se convirtiera en semejante necio. Estaba de espaldas al estrado, aunque seguía acariciando la rodilla de nuestro padre, y miraba las puertas fijamente esbozando una sonrisa de autosuficiencia. Era evidente que esperaba darnos una sorpresa y recordé que Menelao nos había dicho que era una mujer muy hermosa. Pero siempre había mantenido mis reservas cuando los hombres califican de hermosas a reinas o princesas, pues en su mayoría heredan tal epíteto junto con sus títulos.

Las puertas se abrieron y ella se detuvo un instante en el umbral; luego inició su marcha hacia el trono. Su falda tintineaba delicadamente a su paso convirtiéndola en una melodía viva. Advertí que yo mismo contenía el aliento, que tenía que esforzarme por regularizar mi respiración. Era realmente la mujer más hermosa que había visto en mi vida. El propio Antenor se había quedado boquiabierto.

La mujer avanzó con gracia y dignidad, erguidos los hombros y la cabeza de modo arrogante, sin timidez ni insolencia. Era alta y tenía el cuerpo más perfecto que Afrodita había concedido a mujer alguna. Cintura estrecha, caderas graciosamente redondeadas y largas piernas que asomaban por su falda. Todo en ella era encantador. ¡Y sus senos! Desnudos, según la impúdica moda griega, altos y plenos, no ostentaban artificio alguno salvo que los pezones estaban pintados de oro. Transcurrieron unos instantes hasta que alcanzamos a observar su cuello de cisne y el rostro que lo coronaba. ¡Todo en ella era superior! Cuando la recuerdo aquel día pienso en que era sencillamente… hermosa. Con su abundante melena de un dorado pálido, sus oscuras cejas y pestañas y los ojos del color de la hierba en primavera subrayados con kohl que les daba forma almendrada al estilo cretense y egipcio.

¿Pero sería todo ello realidad o un hechizo? Nunca lo sabré. Helena es la mayor obra de arte que los dioses han creado en la madre Tierra.

Para mi padre ella fue el Destino. Puesto que por su edad aún no había olvidado los placeres vividos en brazos de las mujeres, al verla se enamoró de ella. O la deseó. Pero por ser demasiado viejo para robársela a su hijo, decidió considerar un cumplido que un vastago suyo hubiera podido arrebatársela a su marido, a sus hijos y a su patria. Y henchido de orgullo dirigió una mirada de admiración a París.

Sin duda constituían una pareja sorprendente: él, tan moreno como Ganímedes; ella, rubia como la silvestre Artemisa. Con un simple paseo, Helena había logrado dominar por completo a los silenciosos presentes, ninguno de los cuales podría ya censurar a París por su locura.

Cuando el rey despidió a la asamblea acudí a su lado, subí intencionadamente al estrado por un extremo y me acerqué al trono con lentitud, tres peldaños por encima de los amantes y a mucha más altura del trono de oro y marfil de mi padre. No solía hacer ostentación de mi preeminencia pero Helena me había sacado de quicio, y deseaba que supiera exactamente dónde nos encontrábamos París y yo. La mujer me observó alzando hacia mí sus extraños ojos verdes.

– Éste es Héctor, mi heredero, querida -dijo mi padre.

Ella inclinó la cabeza con grave majestuosidad.

– Es un gran placer, Héctor -dijo. Y con exagerado asombro y coquetería añadió-: ¡Dios mió, qué grande eres!

Lo había dicho como provocación, aunque no para despertar mi deseo. Evidentemente le gustaban los tipos bellos y afeminados como París, no los hercúleos guerreros como yo. Mejor para mí, pensé, no estaba muy seguro de poder resistirme.

– El más grande de Troya, señora -dije secamente.

Helena se echó a reír.

– No lo dudo -repuso.

– ¿Me disculpas, señor? -le dije a mi padre.

– ¿Verdad que mis hijos son magníficos, reina Helena? -dijo mi padre riendo entre dientes-. ¡Éste es el orgullo de mi corazón… un gran hombre! Y algún día será un gran rey.

Ella me miró pensativa sin decir palabra, pero tras su brillante mirada comprendí claramente que se preguntaba si no sería posible deponerme y colocar a París en mi lugar. La dejé en tal incógnita. Con el tiempo se enteraría de que París no deseaba asumir ninguna responsabilidad.

Me encontraba ya casi en la puerta cuando el rey me llamó.

– ¡Aguarda, aguarda! ¡Avisa a Calcante para que acuda a mi presencia, Héctor!

Una orden desconcertante. ¿Por qué deseaba el rey ver a aquel tipo repulsivo sin avisar al mismo tiempo a Laoconte y Téano? Había muchos dioses en nuestra ciudad, pero nuestra principal deidad era Apolo. Su culto era característicamente troyano, lo que hacía de sus sacerdotes especiales, Calcante, Laoconte y Téano, los más poderosos prelados de Troya.

Encontré a Calcante paseando tranquilamente por el patio, a la sombra del altar dedicado a Zeus. No le pregunté qué hacía allí, pues no era persona propicia para ser interrogada. Por unos momentos lo observé con sigilo, tratando de adivinar su auténtica naturaleza. Vestía una larga y flotante túnica de color negro bordada con extraños símbolos y signos en plata, y el enfermizo color de su cráneo completamente calvo brillaba grisáceo con la postrera luz del día. En una ocasión, cuando era niño y estaba dispuesto a hacer toda clase de travesuras, descubrí un nido de serpientes blancas en el mundo subterráneo de la cripta de palacio. Pero tras encontrarme con aquellas criaturas ciegas y tenues de Coré jamás me aventuré a entrar en la cripta. Calcante despertaba exactamente los mismos sentimientos en mí.

Se decía que había viajado a lo largo y ancho del mundo, desde las latitudes boreales al río oceánico que circunvala todas las tierras conocidas, hasta las tierras más remotas de Babilonia y muy al sur de Etiopía. Su forma de vestir procedía de Ur y Sumer y, en Egipto, había presenciado los rituales transmitidos por aquellos ilustres sacerdotes desde los comienzos de los dioses y los hombres. Otras cosas se susurraban de él: que podía conservar un cadáver de tal modo que pareciera tan natural un siglo después como cuando fue sepultado; que había participado en los espantosos rituales del negro Set, e incluso que había besado el falo de Osiris y por ello había obtenido la suprema clarividencia. Aquel individuo no me gustaría nunca.

Salí de las columnas y llegué al patio. Sabía quién se acercaba aunque no había mirado ni una sola vez en mi dirección.

– ¿Me buscas, príncipe Héctor?

– Sí, sagrado sacerdote. El rey desea que acudas a la sala del trono.

– Para interrogar a la mujer venida de Grecia. Iré ahora mismo.

Le precedí, como me correspondía por derecho, porque había oído hablar de sacerdotes que deseaban ser verdaderas potencias tras los tronos y no quería que Calcante llegase a abrigar tales esperanzas.

El hombre besó la mano de mi padre y aguardó respetuoso bajo la mirada incómoda y asqueada de Helena.

– Mi hijo París ha traído a su prometida a nuestra patria. Deseo que los cases mañana, Calcante.

– Como ordenes, señor.

A continuación el rey despidió a París y a Helena.

– Ahora ve a mostrarle a Helena su nuevo hogar -le dijo a mi necio hermano.

Se marcharon cogidos de la mano. Yo desvié la mirada. Calcante permanecía inmóvil y silencioso.

– ¿Sabes quién es ella, sacerdote? -inquirió mi padre.

– Sí, señor, la mujer tomada como botín en Grecia. La estaba esperando.

¿Sería cierto? ¿O eran sus espías tan eficaces como siempre? -Tengo una misión para ti, Calcante. -Dime, señor.

– Necesito el consejo de la pitonisa de Delfos. Ve allí tras celebrar la boda y entérate de lo que significa Helena para nosotros.

– Sí, señor. ¿Debo obedecer a la pitonisa?

– Desde luego, es la mensajera de Apolo.

Me pregunté qué se proponían con todo aquello, a quién estarían engañando yendo a Grecia en busca de respuestas. Parecía que siempre había que recurrir a Grecia. ¿Era el oráculo de Delfos servidor del Apolo troyano o del griego? ¿Eran incluso el mismo dios?

Cuando se hubo marchado el sacerdote por fin me quedé a solas con mi padre.

– Has hecho una cosa terrible, señor -dije.

– No, Héctor, he hecho lo único posible -repuso con un ademán de impotencia-. ¿No comprendes que no podía devolverla? El mal ya estaba hecho, Héctor. Lo estuvo desde el momento en que Helena dejó el palacio de Amidas.

– Entonces no la devuelvas entera, padre, sino sólo su cabeza.

– Es demasiado tarde -repuso ya divagando-. Demasiado tarde… Demasiado tarde…

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