CAPITULO OCHO

NARRADO POR AGAMENÓN

Mi esposa se hallaba junto al ventanal bañada por la luz del sol, que arrancaba destellos cobrizos a sus cabellos tan encendidos y brillantes como ella misma. Aunque no tan bella como Helena, sus encantos eran más interesantes para mí; su atractivo sexual, más intenso. Clitemnestra era una fuente viva de poder, no un simple adorno.

Aquella vista la atraía intensamente, tal vez porque demostraba la elevada posición que ocupaba Micenas sobre las restantes ciudadelas. Micenas, que dominaba desde la montaña del León hasta el valle de Argos con sus verdes cosechas, y se remontaba después a las sierras que nos rodeaban, pobladas por densos pinares sobre olivares.

Se produjo una conmoción en el exterior y distinguí las voces de mis guardianes manifestando que los soberanos no deseaban ser molestados. Fruncí el entrecejo y me levanté, pero aún no había avanzado un paso cuando la puerta se abrió bruscamente y Menelao irrumpió en la sala. Vino directamente hacia mí, apoyó la cabeza en mis piernas y prorrumpió en sollozos. Miré a Clitemnestra, que lo observaba también sorprendida.

– ¿Qué sucede? -le pregunté obligándolo a levantarse e instalarse en una silla.

Pero él no podía contener su llanto. Tenía los cabellos sucios y enmarañados, vestía con descuido y llevaba barba de tres días. Clitemnestra sirvió un vaso de vino sin aguar y me lo entregó. Cuando él hubo bebido se tranquilizó un poco y dejó de llorar con tanta desesperación.

– ¿Qué sucede, Menelao? -¡Helena se ha ido!

– ¿Ha muerto? -exclamó Clitemnestra apartándose de la ventana.

– No, se ha marchado. ¡Se ha fugado, Agamenón! ¡Me ha abandonado!

Se incorporó en su asiento y trató de serenarse.

– Cuéntamelo poco a poco, Menelao -le dije.

– Hace tres días que regresé de Creta y ella no estaba… ¡Se ha marchado, hermano! ¡Se ha ido a Troya con París!

Lo miramos boquiabiertos.

– ¿Que se ha ido a Troya con París? -repetí cuando me fue posible articular palabra.

– ¡Sí, sí! Se llevó las arcas del tesoro y huyó.

– No lo creo -repuse.

– ¡Oh, sí! ¡Esa necia y lujuriosa ramera! -siseó Clitemnestra-. ¿Qué más podía esperarse cuando ya se había escapado con Teseo? ¡Puta, ramera, inmoral!

– ¡Conten tu lengua, mujer!

Me obedeció, aunque a regañadientes.

– ¿Cuándo sucedió eso, Menelao? ¡No habrá pasado hace cinco meses!…

– Casi seis… Al día siguiente de mi marcha a Creta. -¡Eso es imposible! Reconozco que no he estado en Amiclas en tu ausencia, pero tengo buenos amigos allí que me habrían informado al punto.

– Les echó mal de ojo, Agamenón. Acudió al oráculo de madre Kubaba y le indujo a anunciar que yo había usurpado su derecho al trono de Lacedemonia. Luego impulsó a madre Kubaba a lanzar una maldición contra mis nobles y nadie se atrevió a decirlo.

Traté de dominar mi ira.

– De modo que en Lacedemonia aún se someten a la Madre y a la Antigua Religión, ¿no es eso? ¡No tardaré en solucionarlo! Ya hace más de cinco meses… -Me encogí de hombros-. Bien, ahora no vamos a hacerla regresar. -¿Que no la haremos regresar?

Menelao se levantó bruscamente y se enfrentó conmigo. -¿No la haremos regresar? ¡Eres el soberano supremo, Agamenón! ¡Debes obligarla a volver!

– ¿Se llevó a los niños? -preguntó Clitemnestra.

– No -repuso él-. Sólo las arcas del tesoro.

– Lo que te demuestra cuáles son sus prioridades -gruñó mi mujer-. ¡Olvídala! ¡Estarás mejor sin ella, Menelao!

El hombre se arrodilló y de nuevo prorrumpió en sollozos.

– ¡Deseo que regrese! ¡La quiero a mi lado, Agamenón! ¡Dame un ejército! ¡Dame un ejército y zarparé hacia Troya!

– ¡Serénate, hermano! ¡Tranquilízate!

– ¡Dame un ejército! -masculló.

– Menelao, éste es un asunto personal -repuse con un suspiro-. No puedo darte un ejército con el fin de llevar a una prostituta ante la justicia. Reconozco que los griegos tenemos excelentes razones para odiar a Troya y a los troyanos, pero ningún rey subdito mío consideraría suficiente razón ir a la guerra por la huida voluntaria de Helena.

– Lo único que pido es un ejército formado por tus tropas y las mías, Agamenón.

– Troya acabaría con ellos en un abrir y cerrar de ojos. Dicen que el ejército de Príamo cuenta con cincuenta mil soldados -traté de hacerlo razonar.

Clitemnestra me dio un codazo.

– ¿Has olvidado el juramento, esposo? -inquirió-. Convoca un ejército basándote en el juramento del Caballo Descuartizado al que se comprometieron un centenar de reyes y príncipes.

Me disponía a responderle que las mujeres eran unas necias pero me contuve al instante. Fui hacia el salón del trono, que estaba próximo, me instalé en la silla del León y, apoyándome en sus brazos en forma de garras, me abstraje en mis pensamientos.

El día anterior había recibido a una delegación de monarcas de toda Grecia, quienes se lamentaban de que el continuo cierre del Helesponto los había conducido a una situación por la que ya no podían permitirse comprar cobre y estaño a los estados de Asia Menor. Nuestras reservas de metal, en especial de estaño, se habían quedado reducidas a la nada; las rejas de los arados se fabricaban con madera y los cuchillos, con hueso. Si las naciones griegas tenían que sobrevivir, no podía permitirse que prosiguiera la política troyana de intencionada exclusión del Ponto Euxino. Las tribus bárbaras se concentraban al norte y a occidente, dispuestas a precipitarse en tropel y a exterminarnos, tal como en otros tiempos habían acabado con los griegos primigenios. ¿Y dónde íbamos a encontrar el bronce necesario para enfrentarnos a ellos?

Los había escuchado y les había prometido encontrar una solución. Me constaba que no existía otra salida que la guerra, pero a sabiendas también de que la mayoría de monarcas que formaban aquella delegación eludirían las medidas más extremas. En aquellos momentos contaba con medios para ello. Clitemnestra me había mostrado cuáles eran. Yo estaba en la flor de la vida y había vivido experiencias bélicas en las que había demostrado mi valía. ¡Podía dirigir la invasión de Troya! Helena me serviría de pretexto. El astuto Ulises así lo había previsto hacía siete años cuando le aconsejó al difunto Tíndaro que exigiera un juramento a los pretendientes de la princesa.

Si deseaba que mi nombre se perpetuase tras mi muerte tenía que realizar grandes hazañas. ¿Y qué mayor proeza que invadir y conquistar Troya? El juramento me facilitaría unos cien mil soldados, suficientes para realizar aquella misión en diez días. Y, cuando Troya se hallara en ruinas, ¿qué me impediría dirigir mi atención a los estados costeros de Asia Menor, reducirlos a satélites de un imperio griego? Pensé en el bronce, el oro, la plata, el electrón, las joyas y las tierras que podían conseguirse. Que me pertenecerían si invocaba el juramento del Caballo Descuartizado. Sí, de mí dependía conquistar un imperio para mi pueblo.

Mi esposa y mi hermano me observaban desde la sala. Me erguí en el trono y los miré con severidad.

– Helena ha sido raptada -dije.

Menelao negó tristemente con la cabeza.

– ¡Ojalá fuera así, Agamenón, pero no es cierto! ¡No precisó coacción alguna!

Contuve un fuerte impulso de sacudirle como cuando éramos niños. ¡Por la Madre, cuan necio era! ¿Cómo pudo nuestro padre Atreo engendrar a semejante bobo?

– ¡No me importa lo que sucedió realmente! -repliqué-. Dirás que fue raptada, Menelao. La menor alusión a que su huida fue voluntaria lo echaría todo a perder. ¿No puedes comprenderlo? Si me obedeces y sigues mis instrucciones sin discutir, me encargaré de reunir un ejército apelando al juramento.

Superado su abatimiento, Menelao ardía de entusiasmo. -¡Así será, Agamenón, así será!

Observé a Clitemnestra, que sonrió con amargura; ambos teníamos hermanos necios y ambos así lo comprendíamos.

Un sirviente merodeaba a cierta distancia, suficiente para no captar nuestra conversación. Di una palmada para atraerlo. -¡Que Calcante acuda a mi presencia! -le ordené. El sacerdote apareció al cabo de unos momentos y se postró ante mí. Observé su cabeza inclinada preguntándome una vez más qué lo habría traído realmente a Micenas. Era un troyano de la más alta nobleza que hasta hacía poco había sido gran sacerdote de Apolo en Troya. Acudió a Delfos en peregrinaje y la pitonisa le ordenó que sirviera a Apolo en Micenas. También se le había ordenado que no regresara a Troya, que no volviese a servir al Apolo troyano. Cuando se presentó ante mí encargué que comprobaran la veracidad de sus palabras y la pitonisa las confirmó claramente. Calcante debía ser mi sacerdote en el futuro porque el dios de la luz así lo deseaba. Ciertamente no me había dado ningún motivo como sospechoso de traición. Estaba dotado de clarividencia y recientemente me había comunicado que mi hermano acudiría a verme muy preocupado.

Su aspecto era desagradable porque se trataba de uno de esos seres singulares, un auténtico albino. Era calvo y de cutis blanco como el vientre de un pez marino. Tenía los ojos de un tono rosado oscuro y bisojos en un gran rostro que mostraba una permanente expresión de estupidez. Algo totalmente engañoso, pues Calcante no era en modo alguno un necio.

Cuando se erguía traté de penetrar en su mente pero no logré discernir nada en aquellos ojos turbios y de aspecto cegato.

– ¿Cuándo dejaste exactamente de servir al rey Príamo, Calcante?

– Hace cinco meses, señor.

– ¿Había regresado el príncipe París de Salamina?

– No, señor.

– Puedes irte.

Se irguió orgulloso, ofendido al verse despedido tan secamente; sin duda estaba acostumbrado a un trato más deferente en Troya. Pero allí adoraban a Apolo como dios todopoderoso, mientras que en Micenas era Zeus quien detentaba tal rango. ¡Cómo debía indignarlo a él, un troyano, verse obligado por Apolo a servir a quien no podía entregar su corazón!

Volví a dar una palmada.

– ¡Que venga el heraldo principal!

Menelao suspiró para recordarme que seguía de pie delante de mí aunque ni por un instante había olvidado que Clitemnestra también aguardaba expectante.

– Anímate, hermano, la haremos regresar. El juramento del Caballo Descuartizado es inquebrantable. La primavera del año próximo tendrás tu ejército.

En aquel momento se presentó el heraldo.

– Enviarás mensajes a todos los reyes y príncipes de Grecia y de Creta que le pronunciaron el juramento del Caballo Descuartizado al rey Tíndaro hace siete años. El administrador general conserva los nombres en su mente. Tus mensajeros deberán repetir lo que voy a dictarte, que es lo siguiente: «Monarca… Príncipe… Señor…, lo que sea. Yo, tu soberano Agamenón, rey de reyes, te ordeno que acudas al punto a Micenas para tratar del juramento que hiciste al concertarse el compromiso de la reina Helena con el rey Menelao.» ¿Lo has comprendido?

El heraldo, orgulloso de su proverbial memoria, asintió.

– Sí, señor.

– Entonces, ¡adelante con ello!

Clitemnestra y yo nos liberamos de Menelao diciéndole que necesitaba un baño. Marchó satisfecho, ya que su hermano mayor, Agamenón, dominaba perfectamente la situación, por lo que podía relajarse.

– Gran soberano de Grecia es un título importante, pero soberano supremo del imperio griego lo es mucho más -dijo Clitemnestra.

– Eso creo, mujer -repuse sonriente.

– Me agrada la idea de que lo herede Orestes -murmuró pensativa.

Y aquello fue cuanto dijo. En el fondo de su indómito corazón mi reina era un caudillo, una mujer a quien indignaba tener que inclinarse ante la voluntad de alguien más fuerte que ella. Yo era muy consciente de sus ambiciones, de cuánto ansiaba ocupar mi lugar, restablecer la Antigua Religión, que utilizaba a los reyes tan sólo como símbolo viviente de su fertilidad y los enviaba al Hacha cuando la tierra gemía a causa del infortunio; el culto de la madre Kubaba nunca se alejaba de la superficie de la isla de Pélops. Nuestro hijo Orestes era muy joven y había llegado cuando yo ya desesperaba de tener un varón. Sus hermanas Electra y Crisótemis se hallaban ya en la pubertad cuando nació. La llegada del varón fue un golpe para Clitemnestra, que había confiado gobernar a través de Electra, aunque últimamente había transferido su afecto a Crisótemis. Electra adoraba a su padre más que a su madre. Sin embargo, mi esposa siempre contaba con recursos. Puesto que Orestes, un bebé saludable, parecía seguro sucesor mío, su madre confiaba en que yo moriría antes de que él fuese mayor de edad. Entonces ella gobernaría a través de él o de nuestra hija menor, Ifigenia.

Algunos conjurados llegaron a Micenas antes de que Menelao regresara de Pilos con el rey Néstor. Había mucha distancia de Micenas a Pilos y otros reinos estaban mucho más próximos. Palamedes, hijo de Nauplio, llegó rápidamente y me alegré al verlo. Sólo Ulises y Néstor lo superaban en sabiduría.

Hablaba con Palamedes en la sala del trono cuando se produjo un revuelo entre el grupito de reyes menores que se encontraba en el salón. Palamedes sofocó la risa.

– ¡Por Heracles, qué coloso! Debe de ser Áyax, hijo de Telamón. ¿A qué habrá venido? Era un niño cuando se tomó el juramento y su padre no lo pronunció.

El joven se acercaba pausadamente hacia nosotros. Era el hombre más corpulento de toda Grecia: sobrepasaba la cabeza y los hombros a cuantos se encontraban en la sala. Como pertenecía a los jóvenes que observaban un régimen estrictamente atlético, desdeñaba el blusón usual en todas las épocas del año y, fuese cual fuese el tiempo que hiciera, iba descalzo y sin camisa. Yo no podía apartar los ojos de su potente pecho, cuyos abultados músculos no mostraban ni una gota de grasa. Cada vez que plantaba un enorme pie en las losas de mármol los muros parecían temblar.

– Dicen que su primo Aquiles es casi igual de corpulento -dijo Palamedes.

– Eso no tiene que preocuparnos -gruñí-. Los señores del norte nunca vienen a rendir homenaje a Micenas, Creen que Tesalia es bastante fuerte para ser independiente.

– Bien venido, hijo de Telamón -le dije-. ¿Qué te trae por aquí?

El joven me observó plácidamente con sus ojos grises de aire infantil.

– Vengo a ofrecer los servicios de Salamina en lugar de mi padre, que está enfermo, señor. Dijo que sería una buena experiencia para mí.

Me sentí muy complacido. Era una lástima que Peleo, el otro eácida, fuese tan arrogante. Telamón sabía cuáles eran sus deberes con su gran soberano, mientras que yo buscaba en vano a Peleo, Aquiles y los mirmidones.

– Te lo agradezco, hijo de Telamón.

Áyax marchó sonriente a reunirse con algunos amigos que le hacían señas animadamente. De pronto se detuvo y se volvió hacia mí.

– Lo había olvidado, señor. Mi hermano Teucro me acompaña. Él sí prestó juramento.

Palamedes se reía subrepticiamente.

– ¿Vamos a abrir una escuela infantil, señor?

– Sí, lástima que Áyax sea tan palurdo. Pero las tropas de Salamina no son nada despreciables.

Al anochecer, durante la cena, tenía a Palamedes, Áyax, Teucro, el otro Áyax, procedente de Locres y al que solían llamar el Pequeño, a Menesteo gran rey de Ática, a Diomedes de Argos, a Eurípilo de Ormenión y otros muchos. Con gran sorpresa por mi parte se habían presentado algunos no comprometidos con el juramento. Les comuniqué que me proponía invadir la península troyana, tomar la ciudad de Troya y liberar el Helesponto. En consideración a mi hermano ausente, acaso me demoré en exceso sobre la perfidia de París, pero ninguno se dejó engañar por ello; conocían las verdaderas razones de aquella guerra.

– A todos nos claman los comerciantes para que abramos de nuevo el Helesponto. Tenemos que obtener más cobre y estaño. Los bárbaros caníbales del norte y de occidente ponen sus miras en nuestras tierras. Algunos reinamos sobre estados que se han poblado en exceso, con todas las implicaciones que ello supone: pobreza, problemas, disturbios y conspiraciones.

Los miré gravemente.

– Que nadie se sienta engañado, no emprendo la guerra simplemente por recuperar a Helena. Esta expedición contra Troya y los estados costeros de Asia Menor tiene más posibilidades que el mero hecho de acumular riquezas y facilitarnos cantidades ilimitadas de bronce barato. Esta expedición nos da la oportunidad de colonizar a nuestro excedente de ciudadanos en territorios ricos y poco populosos situados a escasa distancia. El mundo que rodea el Egeo ya se expresa en una u otra forma de griego, pero pensad en ese mismo mundo como absolutamente griego. Imaginadlo como el Imperio griego.

¡Ah, cuánto los entusiasmaron aquellas palabras! Hasta el último hombre se tragó con avidez el anzuelo; al final, ni siquiera me fue necesario invocar el juramento, y me alegré por ello. La avaricia era más tiránica que el temor. Por supuesto que Atenas siempre había estado completamente de acuerdo conmigo; nunca había dudado de que Menesteo me respaldaría. De modo que cuando él llegó, vino asimismo Idomeneo de Creta, el tercer gran soberano. Pero Peleo, el cuarto, no se presentó. Tuve que conformarme con algunos monarcas subditos de él.

Varios días después Menelao regresó con Néstor. Hice comparecer inmediatamente al anciano a mi presencia. Nos sentamos en mi gabinete privado con Palamedes, aunque despedí a Menelao, pues la prudencia exigía que siguiera creyendo que Helena era la única razón de aquella guerra. Por fortuna aún no se había pensado en las inevitables consecuencias de su liberación, lo que era muy conveniente. En cuanto se encontrara de nuevo en nuestro poder, Helena tendría que despedirse de su cabeza.

No imaginaba cuántos años tendría el rey de Pilos. Cuando yo era un muchacho él ya era un anciano de cabellos blancos. De sabiduría legendaria, a la sazón captaba las situaciones con igual agudeza que en aquellos tiempos; no se advertían huellas de senilidad en sus ojos azules vivos y brillantes ni temblores en sus dedos cuajados de anillos.

– ¿A qué viene todo esto, Agamenón? -inquirió-. Tu hermano se vuelve cada vez más tonto, no mejora. Sólo ha sabido explicarme una historia descabellada acerca de que Helena ha sido raptada… ¡Aja! ¡Primera noticia de que esa joven ha de verse obligada para hacer algo semejante! ¡Y no me digas que te dejas engañar por consentir los caprichos de tu hermano! -resopló-. ¿Guerrear por una mujer? ¿Es eso cierto, Agamenón?

– Lucharemos por el estaño, el cobre, la expansión comercial, el libre paso por el Helesponto y el establecimiento de colonias griegas por toda la costa egea del Asia Menor, señor. La fuga de Helena con las arcas del tesoro de mi hermano será el pretexto perfecto, eso es todo.

– ¡Hum! -Frunció los labios-. Me alegra oírte decir eso. ¿Cuántos hombres confías reunir?

– Los indicios presentes apuntan a unos ochenta mil soldados, con suficientes auxiliares no combatientes que totalizan más de cien mil. La primavera próxima botaremos mil naves.

– Una campaña enorme. Confío en que la planees bien.

– Naturalmente -repuse muy ufano-. Sin embargo, será una empresa breve… con tantísimos hombres invadiremos Troya en pocos días.

Me miró sorprendido.

– ¿Lo crees así? ¿Estás seguro, Agamenón? ¿Has estado alguna vez en Troya?

– No.

– Debes de haber oído comentarios sobre los muros de la ciudad.

– ¡Sí, claro, desde luego que sí! Sin embargo, señor, no existen muros en el mundo capaces de mantener a cien mil hombres a raya.

– Tal vez… Pero te aconsejo que aguardes hasta que tus navios anclen en Troya, cuando podrás juzgar mejor la situación. Me han dicho que aquella ciudad no es como Atenas, con una ciudadela amurallada y un simple muro que llega hasta el mar. Troya está completamente rodeada por bastiones. Creo que podrás resultar vencedor en tu campaña, pero también pienso que será muy prolongada.

– Preciso es reconocer que diferimos, señor -repuse con firmeza.

– Sea como fuere, aunque ni yo ni mis hijos pronunciamos el juramento, puedes contar con nosotros -repuso con un suspiro-. Si no destruimos el poder de Troya y de los estados de Asia Menor, nosotros, y Grecia, desapareceremos, Agamenón.

Examinó sus anillos e inquirió:

– ¿Dónde está Ulises? -He enviado un mensajero a ítaca.

– ¡Uf! -Chasqueó la lengua-. Ulises no se prestará a esto. -¡Es su deber! ¡También él prestó juramento! -¿Y qué significan los juramentos precisamente para Ulises? No se trata de que ninguno de nosotros podamos acusarlo de sacrilegio… ¡pero fue él quien ideó el proyecto! Probablemente lo hizo de mala gana y a regañadientes. En el fondo es un hombre pacífico y tengo la impresión de que se ha instalado en una especie de rutina de dicha doméstica. Según tengo entendido, ha perdido por completo su antiguo entusiasmo por la intriga. Los matrimonios felices suelen causar esos efectos en algunos hombres. No, Agamenón, no querrá ir. Pero debes contar con él. -Lo comprendo, señor.

– Entonces, ve tú mismo a buscarlo -dijo Néstor-. Y llévate a Palamedes contigo. -Rió entre dientes-. Un ladrón cazará a otro ladrón.

– ¿Debo llevarme también a Menelao? Le brillaron los ojos.

– Sin duda. Eso evitará que oiga demasiadas historias sobre asuntos económicos y muy pocas sobre sexo.

Viajamos por tierra hasta un pueblecito de la costa occidental de la isla de Pélops, donde embarcamos para cruzar el ventoso estrecho que la separa de ítaca. Cuando varamos, observé la isla con gravedad: era pequeña, rocosa y algo yerma, un reino poco adecuado para la mente más privilegiada del mundo. Tomé el camino de herradura que conducía a la única ciudad lanzando maldiciones porque Ulises no había previsto al menos dotar de algún medio de transporte a la única playa en condiciones de la isla. Sin embargo, al llegar a la ciudad encontramos algunos asnos pulgosos. Seguí mi camino hasta el palacio, muy aliviado ante la ausencia de mis cortesanos que, por consiguiente, no verían a su supremo soberano a lomos de un pollino.

Aunque pequeño, el palacio me pareció sorprendente. Su aspecto era lujoso, con altas columnas y excelentes pinturas que sugerían un interior suntuoso. Me constaba que la esposa de Ulises había sido dotada con extensas tierras, cofres de oro y joyas equivalentes a un rescate real y cuánto había protestado ícaro, su padre, al entregarla a un hombre incapaz de ganar una carrera pedestre sin valerse de engaños.

Suponía que Ulises nos aguardaría en el pórtico para saludarnos, pues ya debía de haber noticias de nuestra llegada desde la ciudad. Pero cuando nos apeamos aliviados de nuestras indignas cabalgaduras encontramos el lugar desierto y silencioso. Ni siquiera apareció un criado. Me introduje en la mansión decorada, ¡vive Zeus!, con magníficos frescos, sintiéndome más asombrado que ofendido al descubrir que el palacio estaba totalmente desierto. Ni siquiera distinguimos los aullidos de Argos, el maldito perro que acompañaba a Ulises a todas partes.

Una doble puerta de magnífico bronce nos indicó dónde se encontraba la sala del trono. Menelao la abrió y permanecimos atónitos en el umbral admirando la calidad artística, el perfecto equilibrio de los colores y la presencia de una mujer que sollozaba en cuclillas ante el estrado donde se hallaba el trono. Se cubría la cabeza con su manto, pero cuando la levantó distinguimos inmediatamente de quién se trataba porque llevaba el rostro tatuado con una telaraña azulada y una araña roja en la mejilla izquierda: era la insignia de una mujer dedicada a Palas Atenea en su versión de Maestra Tejedora, labor a la que se entregaba Penélope.

La mujer se levantó bruscamente y se arrodilló en seguida a besar el borde de mi faldón.

– ¡No te esperábamos, señor! ¡Lamento saludarte con tal recibimiento… oh señor!

Y a continuación prorrumpió en llanto.

Yo miraba con sensación de ridículo a aquella histérica abrazada a mis piernas. Entonces capté la mirada de Palamedes y no pude contener una sonrisa. ¿Cómo esperar algo corriente cuando se trataba de Ulises y de los suyos?

Palamedes se inclinó sobre ella para susurrarme al oído:

– ¿Me permites que trate de indagar por ahí, señor?

Asentí y a continuación la ayudé a levantarse.

– ¡Vamos, prima, tranquilízate! ¿Qué sucede?

– ¡El rey, señor! ¡El rey se ha vuelto loco! ¡Loco de remate! ¡Ni siquiera me reconoce! En estos momentos se encuentra en el huerto sagrado farfullando como un poseso.

Palamedes llegó a tiempo de oír sus últimas palabras.

– Tenemos que verlo, Penélope -dije. -Sí, señor -repuso entre hipos. Y abrió la marcha.

Salimos por la parte posterior de palacio a una zona que dominaba las tierras de labranza extendidas en todas direcciones. El centro de ítaca era más fértil que sus extremos. Cuando nos disponíamos a descender los peldaños apareció de improviso una anciana que sostenía a un bebé.. -El príncipe llora, señora; se retrasa su hora de comer. Penélope lo cogió al instante y lo estrechó contra su pecho. -¿Es el hijo de Ulises? -le pregunté. -Sí, se llama Telémaco.

Acaricié su gordezuela mejilla con un dedo y seguí adelante, el destino de su padre no se hallaba en su mejor momento. Atravesamos un olivar tan antiguo que sus torturados troncos eran más gruesos que toros y nos encontramos en una zona vallada que contenía más tierra desnuda que árboles frutales. En aquel momento vimos a Ulises. Menelao murmuró unas palabras confusas, pero yo había enmudecido y estaba boquiabierto. El hombre surcaba la tierra con la yunta más extraña que jamás se había visto uncida a un arado: un buey y una mula. Ambos empujaban y arrastraban en direcciones opuestas y el arado tiraba y avanzaba lateralmente formando surcos tan retorcidos como Sísifo. Ulises llevaba una gorra de fieltro de campesino sobre sus cabellos pelirrojos y echaba algo con cierto descuido sobre su hombro izquierdo. -¿Qué hace? -inquirió Menelao. -Siembra sal -repuso Penélope con frialdad. Ulises araba y sembraba sal farfullando para sí palabras ininteligibles con risa demencial. Aunque debía habernos visto, no demostraba reconocernos; sus ojos brillaban con el inconfundible resplandor de la locura. El hombre que necesitábamos más que a nadie no se encontraba a nuestro alcance. No pude seguir resistiendo aquella visión. -Vamos, dejémoslo -dije.

El arado se encontraba entonces cerca de nosotros, la yunta cada vez más irritada, más difícil de dominar. Palamedes entró en acción sin previo aviso mientras Menelao y yo seguíamos paralizados. Arrebató a la criatura de los brazos de Penélope y la dejó casi bajo los cascos del buey. Penélope trató de recoger al pequeño con un grito desgarrador, pero Palamedes la contuvo. De pronto la yunta se detuvo. Ulises corrió ante el buey y recogió a su hijo del suelo.

– ¿Qué sucede? -preguntó Menelao-. ¿Es que en realidad está cuerdo?

– Todo lo cuerdo que puede estar un hombre -repuso sonriente Palamedes.

– ¿Fingía locura? -insistí.

– Desde luego, señor. ¿Cómo si no hubiera podido evitar cumplir con el juramento?

– Pero ¿cómo lo has sabido? -le preguntó Menelao, sorprendido.

– Encontré a un sirviente hablador junto a la sala del trono y me dijo que Ulises recibió ayer un oráculo doméstico. Al parecer, le vaticina que si marcha a Troya deberá permanecer alejado de ítaca durante veinte años -me comunicó Palamedes, que disfrutaba con su pequeño triunfo.

Ulises le entregó el niño a Penélope, que en aquellos momentos lloraba sinceramente. Todos sabíamos que Ulises era un gran actor, pero Penélope también sabía actuar. Eran una pareja perfecta. Ulises la rodeó con su brazo y fijó sus ojos grises en Palamedes con una expresión desagradable. Palamedes había despertado el odio de quien podía aguardar toda una vida la oportunidad perfecta para vengarse.

– He sido descubierto -confesó Ulises, en absoluto pesaroso-. Supongo que necesitas mis servicios, ¿es así, señor?

– Así es. ¿Por qué te mostrabas tan reacio, Ulises?

– La guerra contra Troya será larga y cruenta, señor. No deseo intervenir en ella.

¡Alguien más insistía en que sería una larga campaña! ¿Cómo podría Troya resistir el ataque de cien mil hombres, por muy altas que fueran sus murallas?

Regresé a Micenas acompañado de Ulises tras ponerle plenamente al corriente de los hechos. Era inútil tratar de decirle que Helena había sido raptada. Como de costumbre, resultó un caudal de consejos y de información. Ni siquiera se volvió una vez para ver desaparecer ítaca en el horizonte; ni siquiera por un momento advertí que echara de menos a su esposa, ni ella a él. Ambos, Ulises y Penélope, la del rostro entramado, sabían dominarse y atesorar sus secretos.

Cuando llegamos al palacio del León descubrí que había llegado mi primo Idomeneo de Creta, deseoso de unirse a cualquier expedición que se formase contra Troya, a cambio de una recompensa desde luego. Me pidió compartir el mando y se lo concedí de buen grado. Aunque detentara tal cargo tendría que inclinarse ante mí. Había estado muy enamorado de Helena y tomó muy a mal su traición; también a él tuve que confesarle la verdad.

La lista estaba casi completa, los administrativos se entregaron a sus respectivas tareas y a memorizar, y todos los carpinteros de ribera de Grecia se dedicaron por entero a su trabajo. Por fortuna, los griegos construían las mejores naves y poseían extensos bosques de pinos y abetos altos y rectos que derribar, la brea que necesitábamos de su resina, suficientes esclavos que entregaban sus cabellos para mezclarlos con ella y el ganado preciso para la piel de las velas. No precisaríamos encargar embarcaciones en otros lugares y denunciar así nuestros planes. El resultado era incluso mejor de lo que yo había previsto: me habían prometido mil doscientas naves y más de cien mil hombres.

En cuanto la flota estuvo en construcción convoqué al consejo interior a una sesión. Néstor, Idomeneo, Palamedes y Ulises se reunieron conmigo y lo revisamos todo concienzudamente. Después de lo cual le encargué a Calcante que efectuase un augurio.

– Buena idea -aprobó Néstor, a quien le agradaba someterse a los dioses.

– ¿Qué dice Apolo, sacerdote? -le pregunté a Calcante-. ¿Será victoriosa nuestra expedición?

– Únicamente si contáis con Aquiles, séptimo hijo del rey Peleo -repuso sin vacilar.

– ¡Oh, Aquiles, Aquiles! -mascullé-. ¡No dejo de oír ese nombre por doquier!

– Es un hombre importante, Agamenón -repuso Ulises con un encogimiento de hombros.

– ¡Bah! ¡Ni siquiera tiene veinte años!

– Aun así -intervino Palamedes-. Creo que deberíamos saber más cosas de él.

Se volvió hacia Calcante y le ordenó:

– Cuando te vayas dile a Áyax, hijo de Telamón, que se reúna con nosotros.

A Calcante no le gustaba recibir órdenes de los griegos, pero el bisojo albino obedeció. ¿Sería consciente de que yo lo hacía vigilar noche y día por prudencia?

Áyax apareció poco después de que Calcante se hubiera marchado.

– Habíame de Aquiles -le dije.

Aquella simple petición desencadenó una sarta de calificativos superlativos que me resultaron difíciles de resistir. El caso es que no nos dijo nada que desconociéramos. Agradecí al hijo de Telamón sus palabras y lo despedí. ¡Vaya palurdo!

– ¿Y bien? -les pregunté entonces a mis compañeros.

– Sin duda no importa lo que pensemos, Agamenón -repuso Ulises-. El sacerdote dice que debemos contar con Aquiles.

– Que no acudirá en respuesta a una invitación -dijo Néstor.

– ¡No era necesario que me lo dijeras! -repliqué.

– Conten tu genio, señor -dijo el anciano-. Peleo no es joven ni pronunció el juramento. Nada lo obliga a ayudarnos ni ha ofrecido su colaboración. ¡Sin embargo, piensa, Agamenón, piensa! ¿Qué podríamos hacer si nuestro ejército contara con los mirmidones?

Tras acentuar aquella mágica palabra se produjo un prolongado silencio que él mismo interrumpió.

– Yo mismo preferiría tener un mirmidón a mi espalda que medio centenar de otros soldados -dijo.

– Entonces, sugiero que tú, Ulises, vayas con Néstor y Áyax a Yolco y le pidas al rey Peleo los servicios de Aquiles y de los mirmidones -dije, decidido a que alguien más compartiera mis sufrimientos.

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