Cuando los huesos de los hijos de Prometeo llegaron a las tierras de Amidas rodeados de preciosos artefactos y protegidos los sonrientes cráneos por máscaras de oro, la plaga comenzó a decrecer. ¡Cuan maravilloso poder salir una vez más por la ciudad, unirse a las batidas de caza por las montañas, presenciar los deportes en el pabellón que estaba tras el palacio! También era magnífico ver las sonrisas en los rostros de la gente, oír sus bendiciones y pasear entre ellas. El rey había acabado con la plaga y todo había vuelto a la normalidad.
Salvo para mí, pues Menelao vivía con una sombra. A medida que transcurrían los años me volví más callada, más grave, siempre digna y sumisa. Le di a mi esposo dos hijas y un hijo, y él dormía en mi lecho cada noche, ya que jamás le negué el acceso a mis aposentos cuando acudía a ellos. Y me amaba. Ante sus ojos yo no podía hacer nada malo. Ésa era la razón por la que seguí siendo una esposa dócil y digna, pues no podía resistir que me tratara como a una diosa. Y también existía otra razón: quería conservar la cabeza sobre los hombros.
¡Si hubiera sido capaz de mantenerme fría y ausente cuando él vino a mí tras nuestra boda! Pero me fue imposible. Helena era una criatura carnal, no estaba a prueba del contacto de hombre alguno, aunque fuera tan torpe y aburrido como mi marido. Cualquiera era mejor que ninguno.
Llegó el verano, el más caluroso que nadie recordaba. Las lluvias cesaron, los riachuelos se secaron y los sacerdotes murmuraban siniestramente ante los altares. Habíamos sobrevivido a la plaga, pero ¿le sucedería la hambruna en la lista de nuestras agonías humanas? En dos ocasiones distinguí los gruñidos de Poseidón, que agitaba y movía las entrañas de la tierra como si también él se sintiera inquieto. Comenzaron las murmuraciones acerca de presagios y los sacerdotes alzaron más sus voces cuando el trigo cayó sin espigas en la tierra agostada y la cebada, más resistente, amenazó con seguir su ejemplo.
Pero cuando la canícula alcanzó el límite de un bochorno insoportable, el ceñudo Tonante tomó la palabra. En una jornada tórrida e irrespirable envió a sus mensajeros, las nubes tormentosas, que agrupó en unos momentos en un cielo de calidades metálicas. Por la tarde el sol desapareció, la penumbra se hizo más densa y Zeus estalló al fin. Descargó rayos y relámpagos hasta la tierra rugiendo con todas sus fuerzas y con tal ferocidad que ensordeció nuestros oídos y la Madre se estremeció y encogió al efecto de cada descarga que caía como una columna de puro fuego de su terrible mano.
Me hallaba en un sofá de la salita que solía utilizar junto a las zonas públicas, estremecida de terror y sudorosa, murmurando oraciones y tapándome los oídos mientras restallaban los truenos y surgían y desaparecían deslumbrantes luces blancas. ¿Dónde se encontraría Menelao?
De pronto distinguí su voz a lo lejos hablando con insólita animación con alguien que se expresaba con una extraña entonación griega, sin duda un extranjero. Me precipité hacia la puerta y corrí a mis aposentos, pues no deseaba disgustar a mi esposo; como todas las damas de palacio, había aprovechado el calor para vestirme con una túnica de transparente lino egipcio.
Poco antes de cenar, Menelao acudió a verme tomar el baño. Nunca intentaba tocarme; era su oportunidad para no hacer nada más que mirar.
– Tenemos una visita, querida -dijo tras aclararse la garganta-. ¿Te vestirás de ceremonia esta noche?
– ¿Tan importante es? -le pregunté sorprendida.
– Mucho. Se trata de mi amigo París de Troya. -¡Ah, sí, ya lo recuerdo! -Debes lucir tu mejor aspecto, Helena. Cuando estuve en Troya alardeé ante él de tu belleza y se mostró escéptico. Me di la vuelta sonriente derramando el agua. -Me esforzaré todo lo posible, esposo. Te lo prometo. Y cuando entré en el comedor, antes de que la corte reunida tomara la última comida del día con los reyes, estaba segura de haberlo conseguido. Menelao ya se encontraba allí, junto a la gran mesa, hablando con un hombre que estaba de espaldas a mí y que, aun así, ya me pareció muy interesante. Era mucho más alto que mi esposo, lucía una cabellera negra y rizada que le caía hasta media espalda e iba desnudo hasta la cintura, al estilo cretense. Un gran collar de gemas engastadas en oro rodeaba sus hombros y en los poderosos brazos lucía brazaletes también de oro y de cristal. Observé su faldellín morado y sus piernas bien moldeadas y sentí un estremecimiento no experimentado desde hacía muchos años. Pensé con ironía que de espaldas tenía buen aspecto pero que probablemente tendría el rostro caballuno.
Agité mis campanillas para que sonaran y ambos se volvieron hacia mí. En cuanto miré al visitante me enamoré de él. Fue así de sencillo, de fácil. Me enamoré. Si yo era la mujer perfecta, él, sin duda, era el hombre perfecto. Lo miré con absoluta estupefacción sin hallarle defecto alguno. Era perfecto y me había enamorado de él.
– Querida -dijo Menelao acercándose a mí-, te presento al príncipe París, a quien debemos tratar con toda amabilidad y cortesía y que fue un excelente anfitrión para mí en Troya. Y miró a su vez a París enarcando las cejas. -¿Qué hay, amigo mío? ¿Aún dudas de mí? -No -respondió París-. No -repitió. Menelao sonrió, ya satisfecho.
¡Aquella cena fue una pesadilla! El vino corría libremente, aunque por ser mujer yo no pudiera probarlo. ¿Pero qué dios travieso impulsó a Menelao a abusar de él cuando solía ser tan comedido? París estaba sentado entre nosotros, lo que significaba que yo no podía acercarme a mi esposo para apartarle la copa con disimulo. Y aquel príncipe troyano tampoco se comportaba de modo circunspecto. Desde luego que yo había visto brillar la atracción en sus negros ojos en el instante en que se fijaron en mí, pero muchos hombres reaccionaban de modo similar y luego actuaban con timidez. Mas no era aquél el caso de París. Durante toda la comida me dirigió escandalosos cumplidos y desvergonzadas e intencionadas miradas, al parecer indiferente al hecho de que nos encontrábamos a la mesa de honor y éramos observados por un centenar de hombres y mujeres de la corte.
Entre una tumultuosa sensación de confusión y temor traté de dar la impresión a los posibles observadores (más de la mitad de los cuales eran espías de Agamenón) de que no sucedía nada anormal. Para simular sensación de cortesía y naturalidad le pregunté a París cómo era la vida en Troya, si todas la naciones de Asia Menor hablaban algo parecido al griego, cuan lejos de su país se encontraban lugares como Asiría y Babilonia y si todos aquellos países hablaban también nuestro idioma.
Me respondió con soltura y autoridad (no era ningún necio con las mujeres) mientras paseaba su perversa mirada de mis labios a mis cabellos, de las puntas de mis dedos a mis senos.
Mientras discurría el interminable banquete, Menelao se expresaba cada vez más confusamente, sin parecer advertir nada más allá del rebosante contenido de su copa. Y París era cada vez más audaz. Se aproximaba tanto a mí que podía sentir su aliento en mi hombro, aspirar su dulzura. Me retiré hasta encontrarme en el extremo del banco.
– Los dioses son crueles al entregar tanta belleza al cuidado de un solo hombre -susurró.
– ¡Dios mío, cuida lo que dices! ¡Te suplico que seas discreto!
Por toda respuesta me obsequió con una sonrisa que me paró el corazón y junté las rodillas al sentir un repentino calor.
– Te he visto esta tarde -prosiguió como si yo no hubiera dicho nada-, cuando te escabullías de nosotros con tu túnica transparente.
Me sonrojé intensamente y rogué que ninguno de los presentes lo hubiera advertido.
El hombre apoyó en mi brazo su mano, cuyo contacto insoportable me sobresaltó; una sensación similar a la experimentada cuando el Tonante hacía sonar su voz recorrió mi cuerpo.
– ¡Por favor, señor! ¡Mi marido puede oírte!
Retiró la mano, que colocó sobre la mesa al tiempo que se reía tan bruscamente que volcó una copa con el codo y el rojo vino se extendió formando un charco en la pálida madera. Hice señas a un criado para que lo limpiase mientras él ya se inclinaba hacia mí.
– ¡Te amo, Helena! -dijo.
¿Lo habrían oído los criados? ¿Por qué sus rostros eran siempre tan impasibles cuando servían a sus superiores? Observé a Menelao, que permanecía con la mirada fija en un punto indefinido. Estaba muy borracho.
Demasiado borracho para acudir a visitarme aquella noche. Sus hombres lo trasladaron a sus aposentos y yo me retiré sola a mis habitaciones. Pasé largo rato sentada junto a la ventana del salón pensando qué debía hacer. ¿Cómo podría superar los interminables días que aquel hombre tan peligroso estaría con nosotros? Tras una simple comida en su compañía me sentía perdida. El hombre me acechaba con audacia y consideraba a mi marido demasiado necio para descubrirlo. Pero en aquella ocasión había contribuido el vino y me constaba que al día siguiente Menelao estaría sobrio. E incluso el más bobo de los hombres tiene un instinto vigilante, amén de lo cual alguno de los nobles de la casa se sentiría obligado a decirle algo. Estaban pagados por Agamenón para vigilarlo todo. Si alguno de ellos llegaba a decidir que yo no le era fiel, mi cuñado lo sabría inmediatamente. Y por muy príncipe troyano que fuese, París perdería la cabeza al igual que yo. ¡Al igual que yo!
Me debatía entre el miedo y el deseo. ¡Oh, cuánto lo amaba! ¿Pero qué amor era aquel que había surgido tan de repente, sin previo aviso? Podía resistirme al simple deseo, pues así lo había aprendido en el curso de mi matrimonio. Sin embargo, el amor era irresistible. Ansiaba estar con París por todas las razones, deseaba pasar la vida con él. Anhelaba conocer sus pensamientos, saber cómo vivía, cómo sentía, cuál era su aspecto mientras dormía.
La flecha me había atravesado, la misma flecha que había inducido a Fedra al suicidio, a Dánae a meterse en un cofre que su padre arrojó al mar, a Orfeo a desafiar al reino de Hades en busca de Eurídice. Mi vida ya no me pertenecía a mí sino a París. ¡Moriría por él! Sin embargo… ¡Qué dicha poder vivir para él!
Menelao entró en mi habitación poco después de que me desplomé pesadamente en mi lecho mientras los gallos cantaban estridentes y el borde oriental del cielo palidecía entre la bruma. Se negó a besarme con aire avergonzado.
– Me hiede el aliento a vino, querida, te molestaría. ¡Qué extraño que haya bebido tanto! ¡No tenía ninguna necesidad!
Lo ayudé a sentarse a mi lado.
– ¿Cómo te sientes hoy aparte de tu aliento?
– Algo mal -repuso sonriente.
Pero mudó de expresión y frunció el entrecejo.
– Tengo un problema, Helena.
Sentía la boca seca, me humedecí los labios. ¡Algún noble de la casa se lo había dicho! ¡Palabras! ¡Tenía que encontrar palabras!
– ¿Un problema? -murmuré.
– Sí, me ha despertado un mensajero procedente de Creta. Mi abuelo Catreo acaba de morir e Idomeneo retrasa el funeral hasta que Agamenón o yo podamos ir. Como es natural, espera verme a mí. Mi hermano no puede abandonar Micenas.
Me incorporé en el lecho boquiabierta. -¡No puedes irte, Menelao!
Mi impetuosidad le sorprendió, pero la consideró como un cumplido.
– No me queda otra alternativa, Helena. Tengo que marchar a Creta.
– ¿Estarás mucho tiempo ausente?
– Por lo menos medio año… ¡Ojalá supieras más geografía! Los vientos del otoño me enviarán allí, pero tendré que aguardar a que me devuelvan los del verano.
– ¡Oh! -suspiré-. ¿Cuándo debes marcharte?
Me acarició el brazo.
– Hoy, queridísima. Primero tendré que pasar por Micenas para ver a Agamenón y, puesto que zarparé desde Lerna o Nauplia, no podré retornar aquí antes de partir. ¡Es una lástima! -dijo encantado al verme tan consternada.
– ¡Pero no puedes irte! ¡Tienes un invitado!
– París lo comprenderá. Realizaré los ritos de purificación esta misma mañana antes de partir para Micenas, pero también me aseguraré de que se sienta en libertad de permanecer aquí cuanto guste.
– ¡Llévatelo a Micenas contigo! -le propuse en un acceso de inspiración.
– ¡Vamos, Helena! ¿Con tanto apresuramiento? Claro que él debería ir a Micenas, pero a su comodidad -repuso mi necio marido, deseoso de complacer a su invitado pero ciego ante el peligro que su presencia representaba.
– ¡No puedes abandonarme aquí con Paris! -exclamé.
Menelao parpadeó sorprendido.
– ¿Por qué no? Estás bien protegida, Helena.
– Quizá Agamenón no lo crea así.
Lo así por el antebrazo y él se inclinó a besarme la mano y a acariciarme los cabellos.
– Tranquilízate, Helena. Tu inquietud es conmovedora, pero innecesaria. Confío en ti al igual que Agamenón.
¿Cómo explicarle que yo no confiaba en mí misma?
Aquella tarde, al pie de la escalera de palacio, despedí a mi marido. A Paris no se le veía por ninguna parte.
Una vez carros y carretas desaparecieron a lo lejos, me retiré a mis habitaciones e hice que me sirvieran allí las comidas. Si Paris no me veía, quizá se cansara del juego que había iniciado y decidiera marcharse a Micenas o a Troya. Y tampoco los nobles de la casa tendrían la oportunidad de vernos juntos.
Pero cuando cayó la noche no pude conciliar el sueño. Paseaba arriba y abajo por mi habitación y acudía a la ventana. Amidas estaba sumida en profunda oscuridad, no se veía brillar lámpara alguna y las montañas eran masas anónimas que se recortaban contra un cielo tachonado de estrellas. La luna llena, inmensa y plateada, vertía su delicada luz en el valle de Lacedemonia. Asomé la cabeza por la ventana para absorber tanta belleza, entre profundos suspiros de placer y con el propósito de impregnarme de aquella sensación de paz. Y presa de aquel hechizo percibí su presencia a mis espaldas, cuando también él observaba la belleza de los cielos por encima de mi hombro. Aunque no pronuncié palabra ni me volví, él fue muy consciente del momento en que yo advertí su presencia. Me cogió los codos con las manos y me atrajo suavemente hacia sí.
– Helena de Amidas, eres tan hermosa como Afrodita.
Me sentí desfallecer y negué lentamente bajo su mejilla.
– No tientes a esa diosa, Paris, que no admite rivales.
– A ella le gustas, ¿no lo comprendes? Afrodita te ha entregado a mí. Yo le pertenezco, soy su preferido.
– ¿Por eso se dice que nunca has engendrado un hijo?
– Sí.
Movía las manos en mi cintura formando círculos con lentitud, sin apresurarse, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para hacerme el amor. Me besó en el cuello.
– ¿Nunca has deseado salir durante la noche, internarte en lo más profundo del bosque, Helena? ¿Nunca has ansiado poseer la agilidad del ciervo? ¿Jamás has anhelado correr con tanta libertad como el viento y caer agotada bajo el cuerpo de un hombre único?
Como respuesta, mis músculos se pusieron en tensión; aun así respondí con la boca reseca:
– No, nunca se me han ocurrido cosas así.
– A mí sí cuando pienso en ti. Veo tu larga y rubia cabellera flotando al viento y tus largas piernas mientras tratas de huir de mi persecución. Deberíamos habernos encontrado así y no en este palacio vacío y sin vida.
Mientras hablaba separaba mis ropas y posaba en mis senos las palmas de sus manos ligeras como plumas.
– Tú has hecho desaparecer esa imagen.
Y aquél fue el instante decisivo. Me arrojé en sus brazos y lo olvidé todo salvo que él era mi pareja natural. Y que lo amaba, lo amaba con todo mi corazón.
Como su fiel esclava yacía inerte entre sus brazos como la muñeca de trapo de mi hijita, y deseaba que no despuntara el alba.
– Ven a Troya conmigo -dijo de repente.
Me erguí para mirarlo al rostro y en sus maravillosos ojos negros descubrí el mismo amor que yo sentía.
– Es una locura -respondí.
– No, es de sentido común.
Me acariciaba el vientre con una mano y, con la otra, jugaba con mis cabellos.
– No perteneces a un patán insensible como Menelao, sino a mí.
– He nacido en esta tierra, en esta misma habitación. Soy la reina. Y aquí están mis hijos -repuse enjugándome las lágrimas.
– ¡Tú perteneces a Afrodita como yo, Helena! En una ocasión le formulé un solemne juramento, entregárselo todo… La escogí sobre Hera y Palas Atenea a cambio de que me concediera lo que le pidiese. Y lo único que le pedí fuiste tú. -¡No puedo marcharme! -No puedes quedarte. Y tampoco yo. -¡Oh, te amo! ¿Cómo podré vivir sin ti? -No tienes por qué vivir si mí, Helena. -¡Pides lo imposible! -repuse sollozando cada vez más. -¡Absurdo! ¿Qué te resulta tan difícil? ¿Dejar a tus hijos? Aquello me hizo meditar.
– En realidad, no -repuse con sinceridad-. No. ¡El caso es que son tan vulgares! Son iguales que Menelao, incluso tienen sus mismos cabellos. ¡Y son pecosos!
– Entonces, si no se trata de tus hijos, será por Menelao. ¿Era eso? No. El pobre, oprimido y tiranizado Menelao estaba dirigido por una férrea mano desde Micenas. ¿Qué le debía yo después de todo? Nunca había deseado ser su esposa. Como tampoco le debía nada a su cejijunto hermano, aquel tipo severo que nos utilizaba como piezas de un juego monumental. A Agamenón no le importaban en absoluto mis deseos, mis necesidades ni mis sentimientos.
– Iré a Troya contigo -le dije-. No hay nada que me retenga aquí. Nada.