SEGUNDA PARTE. El rey del graffiti

CAPÍTULO 8

El hombre corpulento caminaba por la acera, en Harlem, pensando en la conversación telefónica que había tenido hacía una hora. Le había puesto contento, le había puesto nervioso, le había puesto alerta. Pero sobre todo pensaba: a lo mejor, finalmente, las cosas mejoran.

Bueno, se merecía un incentivo, algo que le ayudara a recuperarse.

Últimamente, Jax no había tenido mucha suerte. Por supuesto, se había alegrado de haber salido del sistema penitenciario. Pero los dos meses transcurridos desde que había salido de la cárcel habían sido un hueso duro de roer: solo y sin que nada, en justicia, le lloviera del cielo. Pero ese día era diferente. La llamada en relación con Geneva Settle podría cambiar su vida para siempre.

Iba caminando por la parte alta de la Quinta Avenida, en dirección al parque de St. Ambrose, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Disfrutando del frío aire otoñal, disfrutando del sol. Disfrutando del hecho de que la gente de por allí le evitara. En parte era por su gesto adusto. Y en parte por su tatuaje carcelario. También por la cojera. (Aunque, a decir verdad, la suya no era una cojera de tío duro, de chulo, no era una cojera de matón del tipo «a mí se me respeta»; era una cojera del tipo «joder, me han disparado». Pero eso no lo sabía nadie).

Jax vestía como había vestido siempre: vaqueros, una chaqueta hecha jirones y unos aparatosos zapatos de trabajo, de piel muy gastada. En el bolsillo llevaba un enorme fajo de billetes, así como un cuchillo con mango de asta, un paquete de cigarrillos y un llavero con la única llave de su pequeño apartamento de la calle 136. Sus dos habitaciones contaban con una cama, una mesa, dos sillas, un ordenador de segunda mano y cacharros de cocina comprados en un rastro. Era poco mejor que su última residencia en un correccional del Estado de Nueva York.

Se detuvo y miró alrededor.

Allí estaba, el tío flacucho de piel pardusca, un hombre que podría tener desde treinta y cinco años hasta sesenta. Estaba apoyado en la alambrada poco firme que rodeaba aquel parque del corazón de Harlem. Detrás de él, brillaba con el sol el cuello húmedo de una botella de whisky o de vino que estaba medio escondida entre la hierba amarillenta.

– ¿Qué passsa, colega? -preguntó Jax, encendiendo otro cigarrillo mientras se acercaba resueltamente y se detenía.

El tipo flacucho le hizo un guiño. Miró el paquete que le ofrecía Jax. No tenía claro de qué iba la cosa, pero de todas maneras cogió un cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.

– ¿Tú eres Ralph? -prosiguió Jax.

– ¿Y tú quién eres?

– Amigo de DeLisle Marshall. Estaba con él en el pabellón S.

– ¿Lisie? -El tipo flacucho se tranquilizó un poco. Apartó la vista de aquel hombre que podía partirle en dos y vigiló el mundo desde la posición estratégica de la alambrada-. ¿Lisie ha salido?

Jax se echó a reír.

– Lisie le pegó cuatro tiros en la cabeza a un miserable hijo de puta. Habrá un negro en la Casa Blanca antes de que Lisie salga.

– A algunos les dan la condicional -dijo Ralph, tratando de ocultar sin éxito el hecho de haber sido pillado poniendo a prueba a Jax-. ¿Y qué se cuenta Lisie?

– Te envía saludos. Me dijo que te buscara. Él responde por mí.

– Responde por ti, responde por ti. De acuerdo. Dime, ¿cómo es su tatuaje? -El pequeño y flacucho Ralph, con su flacucha y pequeña perilla, estaba recuperando un poco su bravuconería. Estaba poniéndole a prueba otra vez.

– ¿Cuál de ellos? -respondió Jax-. ¿El de la rosa o el de la navaja? Y tengo entendido que tiene otro cerca de la polla. Pero nunca me he acercado lo suficiente como para vérselo.

Ralph sacudió la cabeza, con expresión adusta.

– ¿Cómo te llamas?

– Jackson. Alonzo Jackson. Pero me llaman Jax. -El apodo iba acompañado de una reputación justificada. Se preguntó si Ralph habría oído hablar de él. Pero aparentemente no, nada de cejas enarcadas. Eso le cabreó-. Si quieres comprobar quién soy preguntando a DeLisle, adelante, hombre, pero no menciones mi nombre por teléfono, ¿sabes lo que te digo? Sólo dile que el rey del graffiti vino a charlar contigo.

– El rey del graffiti -repitió Ralph, pensando a las claras qué querría decir eso. ¿Se trataba acaso de que Jax rociaba las paredes con la sangre de los cabrones como si fuera pintura en aerosol?-. Vale. Puede que lo compruebe. Depende. De modo que has salido.

– He salido.

– ¿Y por qué estabas dentro?

– Robo a mano armada y tenencia ilícita de armas. -Luego agregó en voz más baja-: Fueron a por mí por un intento de 25-25. Luego lo rebajaron a asalto. -Una referencia abreviada a lo que establece el Código Penal para el homicidio, sección 125.25.

– Y ahora eres un hombre libre. Dabuti.

Jax pensó que la cosa era graciosa. Y aquí tenemos al mamón de Ralph, nervioso y todo lo demás, cuando aparece Jax con un cigarrillo y un qué pasa, colega. Pero empieza a relajarse cuando se entera de que ha estado una buena temporada a la sombra por robo a mano armada, tenencia ilícita de armas e intento de homicidio, rociando sangre como si fuera pintura.

El puto Harlem. ¿No era un sitio adorable?

Dentro, poco antes de ser puesto en libertad, se había acercado a DeLisle Marshall para pedirle ayuda, y éste le había dicho que se pusiera en contacto con Ralph. Lisie le había explicado por qué el pequeño tipo esquelético era un hombre al que valía la pena conocer. «Ese hombre anda por todos lados. Como si las calles le pertenecieran. Lo sabe todo. Y, si no, lo averigua».

El rey del graffiti, pintor a la sangre, dio una fuerte chupada al cigarrillo y fue directamente al grano.

– Necesito que me eches una mano -dijo Jax en voz baja.

– Ajá. ¿Qué quieres?

Lo que a la vez significaba qué quieres y qué voy a sacar yo con ello.

Un trato bastante justo.

Miró a su alrededor. Estaban solos, salvo por las palomas y por dos chicas dominicanas, bajitas, guapas, que pasaban dando grandes zancadas. A pesar del frío, llevaban unos tops diminutos y unos shorts ajustados en sus redondeados cuerpos de aquí te pillo aquí te mato.

– Ay, papi -dijo una a Jax en español, con una sonrisa, y siguió andando. Las chicas cruzaron la calle y giraron hacia el este, hacia su territorio. La Quinta Avenida era la línea divisoria entre el Harlem negro y el hispano -el barrio- desde hacía años. Una vez que uno estaba al este de la Quinta, eso era el otro lado. No estaba mal, pero no era Harlem.

Jax se quedó mirándolas mientras se alejaban.

– ¡Joder! -Había estado en la cárcel mucho tiempo.

– Y que lo digas -coincidió Ralph. Se acomodó en su posición, siempre apoyado en la alambrada, y se cruzó de brazos como lo haría un príncipe egipcio.

Jax esperó un minuto, se inclinó sobre él y le susurró a su oído de faraón:

– Necesito una pipa.

– Tú estás zumbao, tío -dijo Ralph después de un momento-. Como te agarren con una pipa, te mandarán otra vez a la trena. Y tendrás que pasar un año en Rikers por el arma. ¿Por qué quieres correr semejante riesgo?

– ¿Puedes hacerlo o no? -preguntó Jax pacientemente.

El tipo escuálido reajustó su ángulo de inclinación y levantó la vista para mirar a Jax.

– De acuerdo, tío. Pero no estoy seguro de dónde encontrar algo pa' ti. Una pipa, digo.

– Y yo no estoy seguro de a quién darle esto. -Sacó un fajo de billetes, separó algunos de veinte y se los tendió a Ralph. Con mucho cuidado, por supuesto. Un negro deslizando dinero a otro en las calles de Harlem podría hacer levantar las cejas a un poli, aunque el tipo estuviera entregando el diezmo a un pastor de la Iglesia Pentecostal Bautista de la Ascensión.

Pero la única ceja que se elevó fue la de Ralph en el momento en que se metía los billetes en el bolsillo y miraba el resto del fajo enrollado.

– Tienes una pasta ahí, ¿eh?

– Y que lo digas. Y tú ahora también. Y la oportunidad de tener más. Tu día de suerte. -Guardó el fajo.

Ralph gruñó.

– ¿Qué clase de pipa?

– Pequeña. Una que pueda esconder fácilmente, ya sabes lo que quiero decir.

– Te costará cinco.

– Me costará dos, yo mismo podría hacerlo.

– ¿Limpia? -preguntó Ralph.

Como si Jax quisiera un arma con el número de registro aún grabado en el bastidor.

– ¿A ti qué te parece?

– Entonces, ¡que te jodan! -dijo el pequeño egipcio. Ahora mostraba más agallas; no se mata a la gente que puede conseguirte algo que necesitas.

– Tres -ofreció Jax.

– Podría hacerlo por tres y medio.

Jax se quedó pensativo un momento. Cerró el puño y le dio un golpecillo a Ralph. Otra mirada alrededor.

– Necesito algo más. ¿Tienes contactos en los colegios?

– Algunos. ¿De qué colegios estás hablando? No sé nada de Queens o Brooklyn o el Bronx. Sólo de aquí, del barrio.

Jax se mofó para sus adentros, pensando: «barrio», mierda. Había crecido en Harlem y nunca había vivido en ningún otro lugar del mundo, salvo en los cuarteles del ejército o las cárceles. Podías referirte a ese lugar como el «vecindario», si era necesario, pero no era «el barrio». En Los Ángeles, en Newark, hay barrios. En algunas partes de Brooklyn también. Pero Harlem era un universo diferente, y Jax estaba cabreado con Ralph por haber usado esa palabra, aunque supuso que el hombre no estaba faltándole el respeto al lugar; seguramente veía mucha televisión de la mala.

– Sólo de aquí -señaló Jax.

– Puedo preguntar por ahí. -Parecía un poco intranquilo, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta que un ex convicto con un arresto por 25-25 estaba interesado tanto en un arma como en un instituto. Jax le deslizó otros cuarenta. Eso pareció aliviar considerablemente la conciencia del hombrecillo.

– De acuerdo, dime, ¿qué se supone que tengo que buscar?

Jax se sacó un papel del bolsillo de su chaqueta. Era la crónica que había descargado de la edición digital del Daily News de Nueva York. Le tendió a Ralph el artículo, que estaba presentado como «noticia de última hora».

Jax dio unos golpecillos sobre el papel con uno de sus gruesos dedos.

– Tengo que encontrar a la chica de la que hablan ahí.

Ralph leyó el artículo que seguía al titular: funcionario de museo asesinado a tiros en pleno centro. Levantó la vista.

– Aquí no viene nada sobre ella, ni dónde vive, ni a qué instituto va, nada. Ni siquiera dice cómo coño se llama.

– Su nombre es Geneva Settle. Y por lo demás… -Jax señaló con la cabeza el bolsillo del hombre, adonde había ido a parar el dinero-, es por lo que te estoy pagando a ti ese dinero.

– ¿Para qué la buscas? -preguntó Ralph, con la mirada fija en el artículo.

Jax se quedó un minuto en silencio y luego se acercó un poco más a la oreja pardusca del hombre.

– A veces la gente hace preguntas, mira a su alrededor y se entera de más mierda de la que realmente debería saber.

Ralph empezó a preguntar algo más, pero enseguida debió de figurarse que aunque tal vez Jax estuviera hablando de algo que había hecho la chica, también era posible que el rey del graffiti de la sangre se refiriera a que Ralph estaba metiendo sus putas narices donde no debía.

– Dame una hora o dos. -Le dio su número de teléfono. El pequeño faraón se despegó de la alambrada, recuperó su botella de whisky de la hierba y se dirigió calle abajo.


Roland Bell conducía tranquilamente su Crown Vic camuflado por la zona central de Harlem, una mezcla de edificios residenciales y comerciales. Las cadenas -Pathmark, Duane Reade, Popeyes, McDonald's- coexistían junto a tiendas familiares en las que se podían cambiar cheques, pagar facturas y comprar pelucas y extensiones de cabello auténtico, o artesanías, licores o muebles africanos. Muchos de los edificios más antiguos se veían destartalados, y no pocos tapiados o cerrados con persianas metálicas llenas de graffitis. En las calles menos transitadas había electrodomésticos en estado ruinoso a la espera de que alguien se los llevara, la basura estaba amontonada junto a los edificios y las alcantarillas, y tanto la maleza como los jardines espontáneos llenaban los solares. En las carteleras cubiertas de graffiti se anunciaban espectáculos en el Apollo y otros grandes eventos en la zona norte, mientras que cientos de octavillas cubrían las paredes y los contrachapados, pregonando los espectáculos de desconocidos maestros de ceremonias, pinchadiscos y comediantes. Había grupos de jóvenes apiñados como racimos, y algunos se quedaban mirando el coche patrulla que iba detrás del coche de Bell, con una mezcla de precaución y desdén y, a veces, con verdadero desprecio.

Pero cuando Bell, Geneva y Pulaski siguieron hacia el oeste, el ambiente cambió. Los edificios abandonados se estaban demoliendo o rehabilitando; unos carteles colocados frente a los lugares de trabajo mostraban la clase de idílicas viviendas que reemplazarían pronto a las antiguas. La calle en la que vivía Geneva, que no estaba lejos del empinado y rocoso parque Morningside y de la Universidad de Columbia, era hermosa, estaba flanqueada por árboles y tenía las aceras limpias. Los antiguos edificios estaban en excelente estado. Puede que los coches tuvieran barras antirrobo en los volantes, pero entre los vehículos protegidos por ellas se veían Lexus y Beemers.

Geneva señaló un impecable edificio de cuatro plantas de piedra rojiza, adornado con bajorrelieves y con el herraje negro brillando en el sol de la mañana.

– Ésa es mi casa.

Bell condujo el coche hasta dos portales más adelante y se detuvo en doble fila.

– ¡Hummm…! Detective -señaló Ron Pulaski-, creo que se refería al que está ahí atrás.

– Ya lo sé -dijo Bell-. Si hay algo de lo que soy partidario es de no ir publicando por ahí dónde vive la gente a la que estamos protegiendo.

El novato asintió con la cabeza, como si estuviera grabando en la memoria ese dato. Tan joven, pensó Bell. Y tanto por aprender.

– Sólo nos llevará unos minutos. Esté atento.

– Sí, señor. ¿A qué tengo que estar atento exactamente?

El detective no tenía tiempo de enseñarle al muchacho los detalles pormenorizados del oficio de guardaespaldas; su sola presencia sería suficientemente disuasoria mientras cumplía con su breve recado.

– Así aparecen los malos -dijo.

El coche patrulla que los había acompañado hasta allí se detuvo donde señaló Bell, delante del Crown Vic. El agente que iba en él volvería a toda velocidad a casa de Rhyme, con las cartas que éste quería. Un momento después llegó otro coche, un Chevy camuflado. En él iban dos agentes del cuerpo especial de protección de testigos, que se quedarían por la casa y los alrededores. Cuando Bell supo que el criminal no dudaría en disparar a cualquier transeúnte como maniobra de distracción, Bell solicitó refuerzos. Los agentes del equipo que había elegido para esa misión eran Luis Martínez, un detective tranquilo y robusto, y Barbe Lynch, una joven y perspicaz agente de paisano, nueva en ese trabajo, pero dotada de una gran intuición para percibir el peligro.

El delgado hombre de Carolina del Norte salió del coche y miró a su alrededor, abotonándose el abrigo de sport para ocultar las dos pistolas que llevaba a la cintura. Bell había sido un buen policía de pueblo y era un buen investigador de ciudad, pero cuando realmente se encontraba en su elemento era a la hora de proteger testigos. Era un don, igual que el modo en que olfateaba las presas en el campo en el que había crecido cazando. Lo que percibía iba más allá de lo evidente, como ver el destello de una mira telescópica, o escuchar el clic del seguro de una pistola, o advertir que alguien está acechando al testigo a través del reflejo en el cristal de un escaparate. Podía darse cuenta de si un hombre caminaba con un propósito, cuando toda la lógica indicaba que no tenía ninguno. O de que en apariencia alguien había aparcado mal el coche, cuando en realidad estaba en la posición perfecta para permitirle a un asesino escapar sin tener que maniobrar hacia atrás y hacia adelante. Era capaz de ver la distribución espacial de un edificio, una calle y una ventana y pensar: bien, allí es donde se escondería un hombre que quisiera hacer daño.

Pero en aquel momento no percibió ningún peligro e hizo salir del coche a Geneva Settle y la escoltó hasta el interior de la casa, haciéndoles una señal a Martínez y a Lynch para que le siguieran. Les presentó a Geneva, y luego los dos agentes volvieron a la calle para vigilar los alrededores. La chica abrió con su llave la puerta de dentro, y a continuación entraron y subieron al segundo piso, acompañados por el agente de uniforme.

– Tío Bill -llamó, golpeando la puerta-. Soy yo.

Abrió la puerta un fornido hombre de cincuenta y tantos años, con algunas manchas de nacimiento esparcidas por la mejilla. Sonrió y movió la cabeza, dirigiéndose a Bell.

– Encantado de conocerle. Me llamo William.

El detective se identificó y se estrecharon las manos.

– Cariño, ¿estás bien? Es horrible lo que te ha sucedido.

– Estoy perfectamente. Sólo que la policía va a andar rondando por aquí durante un tiempo. Creen que ese tipo que trató de agredirme podría volver a intentarlo.

En la redonda cara del hombre se reflejaba su preocupación.

– Demonios. -Luego hizo un ademán señalando la televisión-. Chiquilla, has sido el centro de las noticias.

– ¿Mencionaron su nombre? -preguntó Bell, frunciendo el ceño, intranquilo al oír aquello.

– No. Debido a su edad. Y tampoco mostraron ninguna foto.

– Bueno, algo es algo… -La libertad de prensa le parecía muy bien, pero en ocasiones a Roland Bell no le habría importado que hubiera cierta censura, sobre todo cuando se trataba de revelar las identidades y domicilios de los testigos-. Quédense aquí. Quiero comprobar que no hay nadie dentro.

– Sí, señor.

Bell entró en el piso y lo registró. La puerta de entrada tenía dos cerrojos y una barra de seguridad de acero. Las ventanas de la fachada miraban hacia las otras casas que había en la acera de enfrente. Bajó los estores. Las ventanas laterales daban a un callejón, y al otro lado de éste había un edificio. Sin embargo, el muro que se veía era de sólidos ladrillos, y no había ventanas que supusieran una posición estratégica para un francotirador. Aun así, cerró las ventanas y corrió los pestillos, y luego bajó las persianas.

El piso era grande: había dos puertas que daban al vestíbulo, una en el frente, que daba al salón, y una segunda al fondo, que daba a un lavadero. Se aseguró de que estuvieran echados los cerrojos y regresó al vestíbulo.

– Ya está -dijo. Geneva y su tío regresaron-. Parece que todo está en orden. Pero mantengan las puertas y las ventanas con los cerrojos echados y las persianas bajadas.

– Sí, señor -dijo el hombre-. Me aseguraré de que así sea.

– Traeré las cartas -dijo Geneva, dirigiéndose hacia los dormitorios.

Ahora que había revisado la seguridad del piso, Bell contempló la habitación como espacio vital. Le impactó su frialdad. Muebles blancos impecables, de piel y lino, todos cubiertos con protectores de plástico. Montones de libros, esculturas y pinturas africanas y caribeñas, y un armario para la porcelana lleno de lo que parecían una vajilla y una cristalería caras. Máscaras africanas. Muy pocas cosas que fueran sentimentales, personales. Casi ninguna fotografía familiar.

La casa de Bell rebosaba con instantáneas de su familia, especialmente de sus dos chavales, así como de sus primos de Carolina del Norte. También había algunas fotos de su difunta esposa, pero por deferencia a su nuevo amor -Lucy Kerr, que era sheriff del condado de Tarheel- no había ninguna de su esposa y Bell juntos; sólo de la madre con los hijos. (Lucy, que, por cierto, estaba muy bien representada en las paredes, vio las fotos de la difunta señora Bell y sus hijos y dejó bien claro que respetaba que su marido las mantuviera colgadas. Y una cosa con respecto a Lucy: lo que decía, lo decía en serio).

Bell le preguntó al tío de Geneva si últimamente había visto cerca de la casa a alguien que no le resultara familiar.

– No, señor. Ni un alma.

– ¿Cuándo regresan los padres?

– No sabría decirle, señor. Fue Geneva la que habló con ellos.

Cinco minutos después volvió la chica. Le entregó a Bell un sobre que contenía dos papeles crujientes y amarillentos.

– Aquí están. -Vaciló-. Cuídenlos bien. No tengo copias.

– Vaya, no conoce usted al señor Rhyme, señorita. Trata las pruebas como si fueran el santo grial.

– Volveré cuando salga del instituto -le dijo Geneva a su tío. Y luego a Bell-: Estoy lista.

– Oye, niña -dijo el hombre-. Quiero que te comportes como te he enseñado. Se dice «señor» cuando se le habla a un policía.

La chica miró a su tío.

– ¿No te acuerdas de lo que dice mi padre? ¿Que la gente tiene que ganarse el derecho a ser llamado «señor»? Así es como pienso yo también -le dijo sin alterarse.

Su tío se rio.

– Ahí tiene a mi sobrina. Tiene sus propias ideas. Por eso la queremos tanto. Dale un abrazo a tu tío, niña.

Avergonzada, como los hijos de Bell cuando éste les rodeaba los hombros con el brazo en público, la chica se dejó abrazar fríamente.

En el vestíbulo, Bell le entregó las cartas al agente de uniforme.

– Lléveselas a Lincoln enseguida.

– Sí, señor.

Cuando el agente se marchó, Bell llamó a Martínez y a Lynch por la radio. Éstos informaron de que la calle estaba despejada. Entonces se apresuró a llevar a la chica hasta la planta baja y de allí al Crown Vic. Pulaski echó a correr y subió tras ellos.

Cuando arrancó el motor, Bell la miró.

– Ah, oiga, señorita, cuando tenga un minuto, ¿qué le parece si mira en ese macuto suyo y me elige un libro que no necesite hoy?

– ¿Un libro?

– Sí, algún libro de texto.

Geneva sacó uno.

– ¿Estudios sociales? Es un poco aburrido.

– Ah, no es para leer. Es para hacerme pasar por profesor suplente.

La joven asintió con la cabeza.

– Para hacerse pasar por profesor. ¡Estupendo!

– ¿A que sí, señorita? Ahora, ¿le importaría ponerse el cinturón de seguridad? Se lo agradecería mucho. Usted también, novato.

CAPÍTULO 9

El SD 109 podía ser un delincuente sexual o no, pero fuera lo que fuera, su secuencia de ADN no figuraba en el archivo CODIS.

El resultado negativo era típico de la ausencia de pistas que caracterizaba a este caso, reflexionó Rhyme con frustración. Habían recibido los demás fragmentos de bala, extraídos del cuerpo del doctor Barry por el médico forense, pero estaban aún más pulverizados que el obtenido de la transeúnte, y no fueron de más utilidad en la consulta que hicieron a IBIS y DRUGFIRE que lo que habían sido los primeros pedazos.

También habían escuchado lo que varias personas habían dicho en el museo. El doctor Barry no había mencionado a ningún empleado que otro visitante estuviera interesado en el número de Coloreds' Weekly Illustrated de 1868. Tampoco el registro de llamadas telefónicas del museo reveló nada; todas las llamadas iban a una centralita y de allí se derivaban a las extensiones, sin que se almacenaran los detalles. Las llamadas entrantes y salientes de su teléfono móvil tampoco proporcionaron pista alguna.

Cooper les contó lo que había averiguado a través del propietario de Trenton Plastics, una de las mayores empresas fabricantes de bolsas de plástico para la compra del país. El técnico relató la historia del icono de la cara sonriente amarilla tal como se la había contado el dueño de la empresa.

– Se cree que al principio una filial de la Mutua Estatal de Seguros hizo grabar la cara en botones, en los años sesenta, en el marco de una campaña destinada a impulsar la moral de la compañía y como ardid publicitario. En los setenta, dos hermanos dibujaron una cara de ésas con el eslogan «Be happy». Una especie de alternativa al símbolo de la paz. Para entonces, montones de empresas ya la imprimían en cincuenta millones de artículos todos los años.

– ¿Adónde quieres ir a parar con esta conferencia sobre cultura popular? -murmuró Rhyme.

– A que aunque estén registrados los derechos sobre ella, algo que nadie parece saber, hay montones de empresas que fabrican bolsas con la carita sonriente, por lo que es imposible seguirle la pista.

Vía muerta

De las docenas de museos y bibliotecas que habían consultado Cooper, Sachs y Sellitto, sólo en dos les informaron de que un hombre había llamado hacía varias semanas preguntando por un número del Coloreds' Weekly Illustrated de julio de 1868. Eso era alentador, porque apoyaba la teoría de Rhyme de que la revista habría podido ser la razón por la que Geneva había sido atacada. Pero ninguna de las instituciones tenía el número, y nadie recordaba el nombre de la persona que había llamado, si es que lo había dado. Nadie más parecía contar con un ejemplar de la revista para que ellos pudieran echarle un vistazo. En el Museo de Periodismo Afroamericano de New Haven les comunicaron que ellos habían tenido la colección completa en microfichas, pero que había desaparecido.

Rhyme puso cara de pocos amigos al oír estas noticias, y así seguía cuando sonó un pitido en un ordenador y Cooper anunció:

– Tenemos la respuesta del VICAP.

Presionó una tecla y envió el mensaje de correo electrónico a todos los monitores del laboratorio de Rhyme. Sellitto y Sachs se apiñaron ante uno de ellos, Rhyme miraba su propia pantalla plana. Era un correo seguro enviado por un detective del laboratorio de la policía científica de Queens.


Detective Cooper:

De acuerdo con su solicitud, hemos contrastado el perfil criminal que usted nos envió tanto en VICAP como en HITS, y hemos obtenido estas dos concordancias.

Incidente uno: homicidio en Amarillo, Texas. Caso n° 3451-01 (Texas Rangers). Hace cinco años, Charles T. Tucker, de sesenta y siete años de edad, funcionario jubilado, fue encontrado muerto detrás de un pequeño centro comercial cercano a su casa. Le habían golpeado en la parte posterior de la cabeza con un objeto contundente, presumiblemente para reducirle, y luego le lincharon. Le pusieron una cuerda de fibra de algodón con un nudo corredizo alrededor del cuello y a continuación la pasaron por encima de una rama. Después el atacante tiró con fuerza. Los rasguños en el cuello indicaban que la víctima estuvo consciente durante algunos minutos antes de que le sobreviniera la muerte.


Elementos similares a los del caso de SD 109:


• Víctima dominada con un solo golpe en la parte posterior de la cabeza.

• El sospechoso llevaba zapatos del número 11, muy probablemente de la marca Bass. Desgaste irregular en el derecho, lo que sugiere pie torcido hacia afuera.

• Arma del homicidio: cuerda de fibra de algodón con manchas de sangre; fibras similares a las halladas en el escenario actual.

• Móvil simulado. El asesinato parecía ser ritual. Colocaron velas en el suelo, a los pies de la víctima, y dibujaron un pentagrama en la tierra. Pero la investigación sobre la vida de la víctima y el perfil del delito llevó a los investigadores a la conclusión de que estas pruebas estaban amañadas para desorientar a la policía. No se pudo establecer otro móvil.

• No se recogieron huellas dactilares; el sospechoso usó guantes de látex.

Estatus: caso abierto.


– ¿Cuál es el siguiente caso? -preguntó Rhyme.

Cooper desplazó el texto hacia abajo.


Incidente dos: homicidio en Cleveland, Ohio. Caso 2002-34554F (Policía Estatal de Ohio). Hace tres años, un empresario de cuarenta y cinco años de edad, Gregory Tallis, fue hallado muerto en su piso, asesinado a tiros.


Elementos similares a los del caso de SD 109:


• Víctima reducida mediante golpes en la parte posterior de la cabeza con objeto contundente.

• Huellas de zapatos del sospechoso idénticas a las de los zapatos marca Bass, con pie derecho apuntando hacia afuera.

• Causa de muerte: tres disparos en el corazón. Calibre pequeño, probablemente 22 o 25, similar al del caso actual.

• No fueron halladas huellas dactilares relevantes; el sospechoso utilizó guantes de látex.

• A la víctima le habían quitado los pantalones y le habían insertado una botella en el recto, con la aparente intención de hacer creer que había sido víctima de una violación homosexual. El forense de la Policía Estatal de Ohio encargado de realizar el perfil llegó a la conclusión de que el escenario era amañado. Estaba previsto que la víctima declarara como testigo en un inminente juicio contra el crimen organizado. Los registros bancarios señalan que el abogado defensor retiró cincuenta mil dólares en efectivo una semana antes del asesinato. De todas maneras, no se le pudo seguir el rastro al dinero. Las autoridades suponen que fue la remuneración pagada a un asesino a sueldo para que asesinara a Tallis. Estatus: caso abierto, pero inactivo debido a pruebas traspapeladas.


Pruebas traspapeladas, pensó Rhyme… ¡Santo Dios! Miró la pantalla.

– Amañar pruebas para aparentar un falso móvil, y otra agresión ritual simulada. -Sacudió la cabeza mirando la carta de tarot del hombre colgado-. Primero reduce a sus víctimas con la porra, luego las estrangula o las dispara, guantes de látex, zapatos Bass, el pie derecho… Seguro, podría ser nuestro muchacho. Y da la impresión de que es un pistolero a sueldo. De ser así, probablemente tendremos dos criminales: el sujeto y quienquiera que le haya contratado. De acuerdo, quiero todo lo que tengan en Texas y Ohio sobre estos dos casos.

Cooper hizo algunas llamadas. Le informaron de que las autoridades de Texas revisarían el expediente y se lo enviarían en cuanto fuera posible. En Ohio, sin embargo, un detective confirmó que ese expediente estaba entre los cientos de casos congelados que se habían traspapelado durante una mudanza a unas instalaciones nuevas, hacía dos años. Lo buscarían. «Pero», añadió el hombre, «no se queden esperándolo de brazos cruzados». Rhyme hizo una mueca de disgusto ante esta noticia y le dijo a Cooper que les instara a buscar el expediente si era posible.

Un momento después sonó el teléfono móvil de Cooper y éste cogió la llamada.

– ¿Piola?… Sí, prosiga. -Tomó unas notas, dio las gracias al que había llamado y luego colgó-. Eran los de tráfico. Finalmente han localizado toda la información relativa a permisos extraordinarios para ferias o mercadillos lo suficientemente grandes como para tener que cerrar calles, y que tuvieron lugar durante los dos últimos días. Dos en Queens: una asociación de vecinos y una entidad de camaradería de la colectividad griega. Un festival en Brooklyn por el Día de la Hispanidad, y otro en Little Italy. Éste fue el más importante. En Mulberry Street.

– Deberíamos enviar equipos a los cuatro barrios -dijo Rhyme-. Peinar la zona recorriendo todos los baratillos que utilicen bolsas de caritas sonrientes, que vendan condones, cinta adhesiva para tuberías y cúters, y que usen una caja registradora barata o una calculadora. Y darle a los equipos una descripción del criminal y ver si algún cajero lo recuerda.

Rhyme miraba a Sellitto, que tenía la vista fija en un pequeño punto oscuro en la manga de la americana. Otra mancha de sangre de los disparos de esta mañana, supuso. El corpulento detective no se movía. Puesto que, de los presentes, él era el agente de mayor rango, era a él a quien correspondía llamar a la USU y a la Jefatura de Patrullas y organizar los equipos de investigación. Sin embargo, parecía no haber oído al criminalista.

Rhyme le echó una mirada a Sachs, que asintió con la cabeza y llamó a la central para acordar con los agentes quiénes integrarían cada equipo. Cuando colgó, vio que Rhyme tenía la vista fija en la pizarra de las pruebas, con el ceño fruncido.

– ¿Qué sucede?

Rhyme no respondió de inmediato; estaba meditando sobre qué, exactamente, era lo que sucedía. Entonces se dio cuenta. Gallina en corral ajeno…

– Creo que necesitamos ayuda.

Uno de los problemas más difíciles al que se enfrentan los criminalistas es al hecho de no conocer el territorio que pisan. Un analista del lugar del crimen sólo es bueno en la medida en que conoce la zona en la que habitan los sospechosos: geología, sociología, historia, cultura popular, trabajo… todo.

Lincoln Rhyme estaba pensando en lo poco que sabía del mundo en el que vivía Geneva Settle: Harlem. Bueno, había leído las estadísticas, por supuesto: la mayor parte de la población era una mezcla a partes iguales de negros africanos (tanto inmigrantes de hace muchos años como recientes) e hispanos negros y no negros (sobre todo portorriqueños, dominicanos, salvadoreños y mexicanos), seguidos por los blancos y algunos asiáticos. Había pobreza y había bandas, drogas y violencia -especialmente concentradas alrededor de las viviendas de protección oficial-, pero buena parte del barrio era, en términos generales, seguro, mucho más que muchas zonas de Brooklyn, el Bronx o Newark. Harlem tenía más iglesias, mezquitas, organizaciones comunitarias y grupos de padres comprometidos que cualquier otro barrio de la ciudad. El lugar había sido una meca de los derechos civiles de los negros, y de la cultura y las artes negras e hispanas. Ahora era el centro de un nuevo movimiento: por la igualdad fiscal. Había cientos de proyectos de rehabilitación económica que estaban teniendo lugar en la actualidad, y los inversores de todas las razas y nacionalidades se apresuraban a meter dinero en Harlem, aprovechándose, en particular, del bullente mercado inmobiliario.

Pero éstos eran los datos del New York Times, los datos del Departamento de Policía de Nueva York. A Rhyme no le servían para comprender por qué un asesino a sueldo quería matar a una adolescente de ese barrio. Su investigación de SD 109 estaba seriamente obstaculizada por esta limitación. Le ordenó a su teléfono que hiciera una llamada, y el software le conectó obedientemente con un número de la oficina central del FBI.

– Aquí Dellray.

– Fred, soy Lincoln. Necesito de nuevo un poco de ayuda.

– ¿Te echó una mano mi simpático colega del distrito?

– Ajá, por supuesto que lo hizo. También los de Maryland.

– Me alegra oír eso. Espera un momento. Déjame que saque a alguien zumbando de aquí.

Rhyme había estado varias veces en la oficina de Dellray. El cubil del alto y desgarbado agente negro en el edificio de los federales estaba repleto de obras literarias y libros de filosofía esotérica, así como de percheros con las diversas vestimentas que usaba cuando estaba trabajando de incógnito, aunque ya no hacía mucho trabajo de campo. Irónicamente, era en esos percheros donde uno podía encontrar trajes Brooks Brothers del FBI, camisas blancas y corbatas a rayas. La vestimenta normal de Dellray era, para decirlo amablemente, extraña. Chándales y sudaderas junto con americanas deportivas; y para sus trajes prefería el verde, el azul y el amarillo. Al menos evitaba los sombreros, con los que seguro que parecería un proxeneta salido de una película de los años setenta sobre conflictos raciales.

El agente regresó al teléfono y Rhyme le preguntó:

– ¿Cómo va el asunto de la bomba?

– Otra llamada anónima esta mañana sobre el consulado de Israel. Exactamente igual que la semana pasada. Sólo que mis soplones, incluso los más mimados, son incapaces de decirme nada con un poco de fundamento. Y me fastidia. Bueno, ¿qué se cuece por ahí?

– El caso nos está llevando a Harlem. ¿Trabajas mucho en la zona?

– A veces doy una vuelta por allí. Pero no soy una enciclopedia al respecto. Nacido y criado en BK.

– ¿BK?

– Brooklyn, originalmente la ciudad de Breuckelen, la cual nos fue entregada por cortesía de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales en la década de 1640. Primera población oficialmente declarada ciudad en el Estado de Nueva York, por si te interesa. Cuna de Walt Whitman. Pero no me has llamado para hablar de trivialidades.

– ¿Puedes escaparte un rato e ir a escarbar un poco por las calles?

– Veré lo que puedo hacer. Pero no puedo prometerte que vaya a servirte de mucho.

– Bueno, Fred, me llevas ventaja, tú pasas inadvertido en el norte de la ciudad.

– Ya, ya, ya. Yo no tengo el culo sentado en una silla de ruedas rojo chillón.

– Eso hace que sean dos ventajas -replicó Rhyme, cuyo cutis era tan pálido como el rubio cabello de Pulaski.


Las otras cartas de Charles Singleton llegaron de la casa de Geneva.

No habían estado guardadas con demasiado celo a lo largo de los años; estaban desvaídas y el papel era frágil. Mel Cooper las colocó cuidadosamente entre dos delgadas láminas acrílicas, después de tratar químicamente los pliegues para evitar que el papel se rompiera.

Sellitto se acercó a Cooper.

– ¿Qué tenemos aquí?

El técnico enfocó el escáner óptico sobre la primera carta y presionó un botón. La imagen apareció en varios de los monitores de ordenador que había por toda la habitación.


Mi amadísima Violet:

Sólo tengo un momento para escribirte unas palabras en esta calurosa y tranquila mañana de domingo. Nuestro regimiento, el 31.º de Nueva York, ha recorrido un largo camino desde que éramos inexpertos reclutas concentrados en la Isla de Hart. Pero ahora estamos ocupados en la trascendental misión de perseguir al mismísimo general Robert E. Lee, cuyo batallón se retiró después de su derrota en Petersburg, Virginia, el 2 de abril.

Ahora ha tomado posición para resistir con sus treinta mil soldados en el corazón de la Confederación, y le ha tocado a nuestro regimiento, entre otros, la tarea de guardar la frontera del oeste cuando intente escapar, lo que seguramente tendrá que hacer, ya que tanto el general Grant como el general Sherman le están aplastando con su superioridad numérica.

En este momento reina la tranquilidad previa a la tormenta, y estamos concentrados en una enorme granja. A nuestro alrededor deambulan esclavos descalzos, mirándonos, vestidos con la ropa de algodón típica de los negros. Algunos no dicen nada, pero nos miran sin comprender. Otros nos animan vigorosamente.

No hace mucho nuestro comandante vino cabalgando hacia nosotros, descendió de su caballo y nos explicó el plan de batalla para el día de hoy. Luego recitó -de memoria- unas palabras de Mr. Frederick Douglass, palabras que según recuerdo son las siguientes: «Una vez que al hombre de color se le haga llevar sobre su persona las letras US, un águila en los botones, un mosquete al hombro y balas en los bolsillos, nadie sobre la faz de la tierra podrá negar que se ha ganado el derecho a la ciudadanía estadounidense».

Luego hizo un saludo y dijo que era un privilegio para él haber servido junto con nosotros en esta compañía, a la que Dios le había encomendado reunificar nuestra nación.

Un «hurra» como yo no había oído jamás se elevó de las filas del 31°.

Y ahora, amor mío, oigo los tambores en la distancia y el estruendo de los morteros del cuatro y del ocho, que anuncian el comienzo de la batalla. Si éstas fueran las últimas palabras que puedo dedicarte desde este lado del río Jordán, quiero que sepas que te amo a ti y a nuestro hijo mucho más de lo que las palabras puedan expresar. Toma posesión de nuestra granja enseguida, sigue con la historia de que somos los encargados de esas tierras, no los dueños, y declina toda oferta de compra. Deseo que esta tierra pase intacta a nuestro hijo y a sus descendientes; los trabajos y los negocios van y vienen, los mercados financieros son caprichosos, pero la tierra es la gran constante de Dios, y nuestra granja, finalmente, traerá a nuestra familia respetabilidad a los ojos de aquellos que ahora no nos respetan. Será la salvación de nuestros hijos, y la de las generaciones venideras. Ahora, querida mía, debo una vez más coger mi rifle y hacer lo que Dios ha encomendado: asegurar nuestra libertad y proteger a nuestro sagrado país.

Con mi amor eterno,

Charles

9 de abril de 1865

Appomattox, Virginia


Sachs levantó la vista.

– Ufff. Esto sí que es una película de suspense.

– No tanto -dijo Thom.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, sabemos que lograron defender la frontera.

– ¿Y eso?

– Porque el 9 de abril fue el día en que el sur se rindió.

– Aquí en realidad no estamos preocupados por los detalles de la historia -dijo Rhyme-. Yo lo que quiero es enterarme de lo del secreto.

– Eso está en ésta -dijo Cooper, escaneando la segunda carta. La colocó en el escáner.


Mi queridísima Violet:

Te echo de menos, querida, y también a nuestro pequeño Joshua. Me ha alentado la noticia de que tu hermana ha sobrellevado bien la enfermedad que siguió al nacimiento de tu sobrino, y agradezco a Nuestro Señor Jesucristo que tú estuvieras presente para acompañarla en ese difícil momento. Aun así, creo que lo mejor es que por ahora permanezcas en Harrisburg. Son tiempos críticos y más peligrosos, me parece a mí, que los que resultaron ser los de la guerra de secesión.

Han sucedido tantas cosas en el mes que tú has estado fuera. ¡Cómo ha cambiado mi vida, de simple granjero y maestro de escuela a mi actual situación! Estoy comprometido en asuntos que son difíciles y peligrosos y -me atrevo a decir- vitales para el bien de nuestro pueblo.

Esta noche, mis colegas y yo nos reuniremos nuevamente en Gallows Heights, que ha llegado a parecerse a un castillo sitiado. Los días son interminables; el viaje, agotador. Mi vida consiste en arduas horas y en un ir y venir bajo el manto de la oscuridad, y evitando a los que podrían hacernos daño, que son muchos, y no son sólo los antiguos rebeldes; hay mucha gente en el norte que es también hostil a nuestra causa. Recibo frecuentes amenazas, algunas veladas, algunas explícitas.

Otra pesadilla me despertó esta madrugada. No recuerdo las imágenes que asolaron mi sueño, pero cuando me desperté, ya no pude volver a dormirme. Me quedé en la cama hasta el amanecer, pensando en lo difícil que es guardar este secreto. Deseo tanto compartirlo con el mundo, pero sé que no puedo. No tengo la menor duda de que las consecuencias de revelarlo serían trágicas.

Perdona mi tono sombrío. Te echo de menos a ti y a nuestro hijo, y estoy terriblemente cansado. Tal vez el día de mañana vea un renacer de la esperanza. Rezo por que así sea.

Con todo mi amor,

Charles

3 de mayo de 1867


– Bueno -dijo Rhyme pensativo-, habla del secreto. Pero, ¿de qué se trata? Debe de ser algo relacionado con esas reuniones en Gallows Heights. «El bien de nuestro pueblo». Derechos civiles o política. También lo mencionó en su primera carta… Gallows Heights: Altos de la Horca. ¿Qué demonios es eso?

Sus ojos buscaron la carta de tarot del hombre colgado, suspendido por los pies de una horca.

– Voy a buscarlo -dijo Cooper, y miró en Internet. Un momento después dijo-: Era un barrio de Manhattan en el siglo XIX, en la parte norte del West Side, situado alrededor de Bloomingdale Road y la calle 18. Bloomingdale se convirtió después en el Boulevard, y luego en Broadway. -Levantó la vista, con una ceja enarcada-. No lejos de aquí.

– ¿Gallows con apóstrofo?

– Sin apóstrofo. Al menos en las páginas que he encontrado.

– ¿Dicen algo más sobre ese lugar?

Cooper revisó una página web de historia social.

– Un par de cosas. Un mapa de 1872. -Giró el monitor en dirección a Rhyme, que examinó la imagen, fijándose en que el barrio abarcaba una amplia zona. Había algunas grandes fincas, propiedad de antiguas familias de magnates y financieros de Nueva York, así como cientos de casas y edificios de apartamentos más pequeños-. Eh, mira, Lincoln -dijo Cooper, tocando una parte del mapa cerca de Central Park-. Aquí está tu casa. En donde estamos ahora. En esa época era una ciénaga.

– Interesante -masculló Rhyme sarcásticamente.

– La otra referencia que hay es una noticia del Times del mes pasado acerca de la reinauguración de un nuevo archivo en la Fundación Sanford, esa vieja mansión de la calle 81.

Rhyme recordó una vieja construcción victoriana que estaba a poca distancia del Hotel Sanford, un edificio gótico de apartamentos, como de película de miedo, que se parecía al cercano Dakota, donde había sido asesinado John Lennon.

– El director de la fundación, William Ashberry -prosiguió Cooper-, pronunció un discurso en la ceremonia. Mencionó cuánto ha cambiado la parte norte del West Side desde que se conocía como Gallows Heights. Nada específico.

Demasiados puntos interconectados, reflexionó Rhyme. Fue entonces cuando el ordenador de Cooper emitió un pitido, indicando que había entrado un mensaje de correo electrónico. El técnico lo leyó y dirigió una mirada a los miembros del equipo.

– Escuchad esto. Es acerca del Coloreds' Weekly Illustrated. El encargado de la biblioteca del Booker T. Washington College de Filadelfia acaba de enviarme esto. La biblioteca tenía la única colección completa de la revista en todo el país. Y…

– ¿Tenía? -espetó Rhyme-. ¿Qué coño es eso de «tenía»?

– La semana pasada, un incendio destruyó la sala en la que se conservaba.

– ¿Qué dice el informe sobre el acto de piromanía? -preguntó Sachs.

– No se consideró un incendio intencionado. Parece ser que se rompió una bombilla y se incendiaron unos papeles. No hubo víctimas.

– Y una mierda que no fue intencionado. Alguien le prendió fuego. ¿Sugiere algo el encargado sobre dónde podríamos encontrar…?

– Yo iba a seguir leyendo.

– Vale, ¡sigue!

– La escuela tiene por norma escanear todo lo que hay en sus depósitos y almacenarlo en archivos Adobe pdf.

– ¿Nos estamos acercando a las buenas noticias, Mel? ¿O sólo estás entreteniéndote?

Cooper presionó más teclas. Gesticuló señalando la pantalla.

Voilà. 23 de julio de 1868, Coloreds' Weekly Illustrated.

– Vaya, no me digas. Bueno, léenoslo, Mel. Ante todo: ¿se ahogó en el Hudson el señor Singleton, o no?

Cooper tecleó un poco más y un momento después se empujó las gafas contra el puente de la nariz, se inclinó hacia adelante y dijo:

– Allá vamos. El titular es: «Vergonzoso, informe sobre el crimen de un liberto. Charles Singleton, un veterano de la guerra entre los Estados, traiciona la causa de nuestro pueblo en un sonado incidente».

Prosiguiendo con el texto, leyó:

– «El martes 14 de julio el Juzgado de lo Penal de Nueva York emitió una orden de arresto contra un tal Charles Singleton, un liberto y veterano de la guerra de secesión, acusado de haber robado vilmente una gran cantidad de oro y otras sumas de dinero del Fondo Nacional de Educación para la Asistencia de los Libertos, en la calle 23 de Manhattan, Nueva York.

»El señor Singleton eludió un cerco policial desplegado por la ciudad, y se suponía que había escapado a Pensilvania, donde vive la hermana de su esposa y la familia de aquélla.

»Sin embargo, la madrugada del jueves, día 16, fue avistado por un agente de policía mientras se dirigía hacia los muelles del río Hudson.

»El agente dio la voz de alarma y el señor Singleton se dio a la fuga. El agente de policía fue tras él para intentar atraparle.

»Pronto se sumaron a la persecución otros agentes de la ley, así como traperos y trabajadores irlandeses, ejerciendo su obligación cívica de aprehender al delincuente (y alentados por la promesa de cinco dólares en oro al que detuviera al villano). El camino elegido para procurar la huida fue la maraña de casuchas de dudosa reputación cercanas al río.

»En los murales pictóricos de la calle 33, el señor Singleton trastabilló. Un oficial a caballo se acercó y parecía que iba a atraparle. Sin embargo, el antiguo esclavo logró ponerse de pie nuevamente y, en lugar de admitir sus fechorías, prosiguió su cobarde huida.

»Durante un rato, logró eludir a sus perseguidores. Pero su evasión fue meramente transitoria. Un tendero negro que estaba en un porche vio al liberto y le rogó que se detuviera, en nombre de la justicia, afirmando que había oído hablar del crimen del señor Singleton y reprochándole que llevara el deshonor a toda la gente de color a lo largo y ancho de la nación. Acto seguido, el ciudadano, un tal Walker Loakes, le arrojó un ladrillo al señor Singleton, con el propósito de derribarle.

»El liberto tenía un cuerpo robusto, por el trabajo físico que realizaba en un huerto de manzanos, y corría rápido como una centella. Pero el señor Loakes informó a la policía de la presencia del liberto y, en los embarcaderos cercanos a la calle 28, cerca de la oficina de los remolcadores, su paso fue interceptado por otro contingente de diligentes policías. Allí se detuvo, exhausto, agarrándose al cartel de la Swiftsure Express Company. El hombre que había comandado su persecución durante los últimos dos días, detective capitán William P. Simms, le instó a rendirse, apuntando al ladrón con su pistola.

»Aun así, o bien buscando desesperadamente una forma de escapar, o bien -convencido de que las consecuencias de sus malas acciones se habían vuelto contra él- deseando acabar con su vida, el señor Singleton, según la mayoría de los testimonios, dudó sólo un momento y luego saltó al río, vociferando palabras que nadie pudo oír».

Rhyme interrumpió:

– Hasta ahí llegó Geneva antes de ser atacada. Olvídate de la guerra civil, Sachs. Aquí sí que hay suspense. Continúa.

– «Desapareció de la vista bajo las olas, y los testigos aseguraron que había muerto. Tres agentes requisaron un esquife de un muelle cercano y remaron a lo largo de los embarcaderos para cerciorarse del destino del negro.

»Finalmente le encontraron, semiinconsciente a consecuencia de la caída, aferrado a un leño que sostenía contra el pecho, e invocando a su esposa e hijo con una emoción que para muchos era simulada».

– Al menos sobrevivió -dijo Sachs-. A Geneva le alegrará saberlo.

– «Un médico se ocupó de él, y luego se lo llevaron y quedó bajo custodia en espera del juicio, que tuvo lugar el martes pasado. En el juicio se probó que había robado la inimaginable suma, en billetes y monedas de oro, de treinta mil dólares».

– Eso es lo que yo pensaba -dijo Rhyme-. Que el móvil que tenemos aquí es ese botín desaparecido. ¿Qué valor tendría hoy?

Cooper minimizó la ventana que contenía el artículo referente a Charles Singleton e hizo una búsqueda en la web, luego apuntó unos números en un bloc de notas. Levantó la vista de la libreta.

– Serían cerca de ochocientos mil dólares.

Rhyme gruñó.

– «Inimaginable». De acuerdo. Continúa.

Cooper siguió leyendo:

– «Un portero vio desde la acera de enfrente del Fondo para los Libertos al señor Singleton cuando éste alcanzó la entrada de la oficina por la puerta trasera, y cuando se iba del lugar veinte minutos después, llevando dos grandes maletines. Al llegar el director del Fondo, poco después, mandado llamar por la policía, se descubrió que la caja fuerte Exeter Strongbow había sido forzada con un martillo y una palanca, idénticas a las que poseía el acusado, las cuales fueron más tarde encontradas en las proximidades del edificio.

»Aún más, se presentaron pruebas de que el señor Singleton se había congraciado, en varias reuniones en el barrio de Gallows Heights de la ciudad, con personalidades de la talla de los honorables señores Charles Sumner, Thaddeus Stevens y Frederick Douglass, y el hijo de éste, Lewis Douglass, con el pretexto de ayudar a esos nobles hombres al fomento de los derechos de nuestro pueblo ante el Congreso».

– Ah, las reuniones que Charles mencionaba en su carta. Estaban relacionadas con los derechos civiles. Y ésos deben de ser los colegas que mencionaba. Pesos pesados, parece. ¿Qué más?

– «Su motivación por ayudar a estos afamados personajes, de acuerdo con el hábil fiscal, no era, sin embargo, contribuir a la causa de los negros, sino obtener información acerca del Fondo y de otros depósitos que pudiera desvalijar».

– ¿Ése era el secreto? -se preguntó Sachs.

– «En el juicio, el señor Singleton permaneció en silencio en lo concerniente a estos cargos, salvo cuando hizo un descargo general, y cuando dijo que amaba a su esposa y a su hijo.

»El capitán Simms pudo recuperar la mayor parte de las ganancias ilícitas. Se especula que el negro ocultó varios miles en un escondite y que se negó a revelar el lugar. No se ha hallado ni una parte de éstos, excepción hecha de cien dólares en oro que el señor Singleton llevaba consigo y que se le encontraron cuando fue aprehendido».

– Ahí va la teoría del tesoro escondido -masculló Rhyme-. Qué pena. Me gustaba.

– «El acusado fue enviado a prisión expeditivamente. Después de la sentencia, el juez exhortó al liberto a devolver el resto de los fondos sustraídos, cuya localización se negó sin embargo a revelar, aferrándose todavía a su afirmación de que era inocente, y sosteniendo que el dinero hallado en su persona le había sido colocado en sus pertenencias después de su aprehensión. En consecuencia, el juez, sabiamente, ordenó que las posesiones del reo fueran confiscadas y vendidas para restituir lo que se pudiera, y por su parte el criminal fue sentenciado a cinco años de cárcel».

Cooper levantó la vista.

– Eso es todo.

– ¿Por qué alguien iba a recurrir al asesinato sólo para mantener en secreto la historia? -preguntó Sachs.

– Ajá, ésa es la gran pregunta… -Rhyme alzó la mirada-. Entonces, ¿qué sabemos de Charles? Era maestro y veterano de la guerra civil. Poseía y explotaba una granja en el norte del Estado. Fue arrestado y encarcelado por robo. Tenía un secreto que habría tenido trágicas consecuencias en caso de haberse hecho público. Concurría a reuniones supersecretas en Gallows Heights. Estaba involucrado en el movimiento por los derechos civiles y se codeaba con los grandes políticos y luchadores por los derechos civiles de la época.

Rhyme acercó su silla de ruedas a la pantalla del ordenador y examinó el artículo. No podía ver ninguna conexión entre los acontecimientos de aquella época y el caso de SD 109.

Sonó el teléfono de Sellitto, que se quedó escuchando un momento. Enarcó una ceja.

– De acuerdo, gracias. -Cortó y miró a Rhyme-. ¡Bingo!

– ¿Por qué ¡bingo!? -preguntó Rhyme.

– Uno de los equipos que enviamos a Little Italy, a menos de cien metros del sitio donde tuvo lugar la feria del Día de la Hispanidad, acaba de encontrar un baratillo en la calle Mulberry. La cajera se acordaba de un tipo blanco de mediana edad que compró todo lo que había en la bolsa de nuestro sujeto hace unos días. Lo recordaba por el gorro -contó Sellitto.

– ¿Llevaba gorro?

– No, compró un gorro. Un gorro de lana. La razón por la que ella lo recordaba fue porque cuando él se lo probó, tiró del gorro hacia abajo, cubriéndose el rostro. Ella le vio en un espejo de seguridad. Creyó que el tipo iba a asaltarla. Pero luego se lo quitó y lo puso en el cesto con todo lo demás, y simplemente pagó y se fue.

Probablemente era el artículo del tique que faltaba, el de 5,95 dólares. Se lo había probado para asegurarse de que le serviría para usarlo como máscara.

– Es probable que haya sido con eso con lo que borró sus propias huellas dactilares. ¿Sabe la mujer cómo se llama ese hombre?

– No. Pero puede describirle bastante bien.

– Haremos un retrato robot y batiremos las calles -dijo Sachs. Cogió de un manotazo su bolso, y estaba ya en la puerta cuando se dio cuenta de que el corpulento detective no estaba a su lado. Se detuvo. Miró hacia atrás.

– Lon, ¿vienes?

Sellitto pareció no oírla. Ella repitió la pregunta y el detective pestañeó. Apartó la mano de su mejilla enrojecida y sonrió.

– Disculpa. Desde luego. Vamos a coger a ese hijo de puta.


ESCENARIO DEL MUSEO DE CULTURA E HISTORIA AFROAMERICANA

• Bolsa con objetos para violación:

• Carta de tarot, duodécima de la baraja, el hombre colgado, significa búsqueda espiritual.

• Bolsa con carita sonriente:

• Demasiado genérica para seguir su pista.

• Cúter.

• Condones Trojan.

• Cinta adhesiva para tuberías.

• Perfume de jazmín.

• Artículo desconocido comprado por 5,95 $. Probablemente gorro de lana.

• Tique, que indica que la tienda está en la ciudad de Nueva York, en un baratillo de artículos varios.

• Muy probablemente compra hecha en una tienda en la calle Mulberry, Little Italy. Sujeto identificado por cajera.

• Huellas dactilares:

• El sujeto utilizó guantes de látex o vinílicos.

• Las huellas en los artículos de la bolsa de los objetos para la violación pertenecen a persona con manos pequeñas, sin registro en el AFIS. Posiblemente son de la cajera.

• Restos:

• Fibras de cuerda de algodón, con vestigios de sangre humana. ¿Garrote para estrangulamiento?

• Fabricante no identificado.

• Enviadas a CODIS:

• Sin concordancias de ADN en CODIS.

• Palomitas de maíz y algodón de azúcar con vestigios de orina canina:

• ¿Relación con feria ambulante o mercadillo? Se están comprobando en tráfico los permisos recientes. En este momento, agentes recorriendo ferias ambulantes, según la información provista por tráfico.

• Confirmación festival, fue en Little Italy.

• Armas:

• Porra o arma de artes marciales.

• Pistola, una 22 mágnum tipo Rimfire, de North American Arms, Black Widow o Mini-Master.

• Fabrica sus propias balas, proyectiles perforados rellenos con agujas. Sin concordancias en IBIS ni DRUGFIRE.

• Móvil:

• Incierto. Probablemente el intento de violación fuera simulado.

• El móvil verdadero puede haber sido robar microficha que contiene número del 23 de julio de 1868 de la revista Coloreds' Weckly lllustrated y matar a G. Settle a causa de su interés en un artículo, por razones desconocidas. El artículo se refería a un antepasado de Geneva, Charles Singleton (ver tabla adjunta).

• Bibliotecario, víctima, informó que alguien más deseaba ver artículo:

• Requerimiento de registro de llamadas telefónicas del bibliotecario para comprobarlo:

• Sin pistas.

• Requerimiento de información a empleados acerca de si otra persona deseaba ver artículo:

• Sin pistas.

• Búsqueda de copia del artículo:

• Varias fuentes informan que un hombre solicitó mismo artículo. Sin pistas para identificarle. La mayoría de los ejemplares están desaparecidos o destruidos. (Ver tabla adjunta).

• Conclusión: G. Settle posiblemente todavía en situación de riesgo.

• Perfil del incidente enviado a VICAP y NCIC:

• Asesinato en Amarillo, Texas, cinco años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia crimen ritual, pero móvil verdadero desconocido).

• Asesinato en Ohio, tres años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia agresión sexual, pero verdadero móvil probablemente asesinato por encargo). Expedientes extraviados.


PERFIL DE SD 109

• Blanco, masculino.

• 1,80 m de estatura, 90 kg.

• Voz normal.

• Utilizó teléfono móvil para acercarse a la víctima.

• Usa zapatos que tienen tres años o más, número 11, marca Bass, marrón claro. Pie derecho ligeramente torcido hacia afuera.

• También con perfume a jazmín.

• Pantalones oscuros.

• Pasamontañas oscuro.

• Atacará a inocentes si eso le ayuda a matar a sus víctimas y escapar.

• Muy probablemente asesino a sueldo.


PERFIL DE PERSONA QUE CONTRATÓ A SD 109

• Por el momento sin información.


PERFIL DE CHARLES SINGLETON

• Antiguo esclavo, antepasado de G. Settle. Casado, un hijo. Amo le donó huerto en Estado de Nueva York. También trabajó de maestro. Desempeñó papel importante en inicios del movimiento por derechos civiles.

• Supuestamente Charles perpetró robo en 1868, tema del artículo en microficha robada.

• Afirma que tenía un secreto que podría tener relación con el caso. Preocupado porque si su secreto fuera revelado las consecuencias serían trágicas.

• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights.

• ¿Involucrado en actividades arriesgadas?

• El crimen, según el Coloreds' Weekly lllustrated:

• Charles arrestado por el detective William Simms por robo de gran suma del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayoría del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.

• Correspondencia de Charles:

• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros en riesgo.

• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.

• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.

CAPÍTULO 10

En la década de 1920 surgió en la ciudad de Nueva York el Nuevo Movimiento Negro, llamado luego el Renacimiento de Harlem.

Involucró a un asombroso grupo de pensadores, artistas, músicos y, sobre todo, escritores, que abordaban su quehacer mirando la vida de los negros no desde el punto de vista de la América blanca sino desde su propia perspectiva. Este movimiento pionero tuvo entre sus adeptos a hombres y mujeres como los intelectuales Marcus Garvey y W. E. B. DuBois, a escritores como Zora Neale Hurston, Claude McKay y Countee Cullen, a pintores como William H. Johnson y John T. Biggers, y, por supuesto, a los músicos que pusieron la inmortal banda sonora a todo ello: gente como Duke Ellington, Josephine Baker, W. C. Handy y Eubie Blake.

En semejante panteón de luminarias era difícil que destacara la voz de cualquier artista en particular, pero si sobresalió la de alguno, tal vez haya sido la del poeta y novelista Langston Hughes, de cuya voz y mensaje son representativas las siguientes palabras: «¿Qué le sucede a un sueño postergado? / ¿Se seca como una uva al sol…?¿O explota?».

Hay muchos monumentos que conmemoran a Hughes por todo el país, pero sin duda uno de los más grandes y más dinámicos, y probablemente aquel que más le habría llenado de orgullo, era un viejo edificio de cuatro plantas en Harlem, de ladrillo rojo, situado cerca de Lennox Terrace, en la calle 135.

Al igual que todas las escuelas de la ciudad, el Instituto Langston Hughes tenía problemas. Siempre había exceso de alumnado y déficit presupuestario, y luchaba desesperadamente por conseguir y conservar buenos profesores, y también para mantener a los alumnos en clase. Sufría de bajos índices de graduación, violencia en los pasillos, drogas, bandas, embarazos adolescentes y absentismo. Aun así, del instituto habían salido graduados que se habían convertido en abogados, empresarios de éxito, médicos, científicos, escritores, bailarines y músicos, políticos, y profesores, de uno y otro sexo. Tenía equipos ganadores en competiciones deportivas y un buen número de sociedades académicas y clubes de artes.

Pero para Geneva Settle, el Instituto Langston Hughes era más que esas estadísticas. Era su vía de salvación, una isla de bienestar. En ese momento, cuando las sucias paredes de ladrillo entraron en su campo visual, el miedo y la ansiedad que la habían atenazado desde el terrible incidente en el museo, esa mañana, disminuyeron considerablemente.

El detective Bell aparcó el coche y, después de mirar a su alrededor por si hubiera algún peligro, ambos descendieron. El hombre señaló con la cabeza una esquina y le dijo al joven agente, el señor Pulaski:

– Usted espere aquí.

– Sí, señor.

– Usted también puede esperar aquí, si quiere -agregó Geneva, dirigiéndose al detective.

Bell soltó una risa.

– Yo me quedaré un rato con usted, si no le importa. Bueno, de acuerdo, ya veo que le importa. Pero creo que de todas maneras la acompañaré. -Se abotonó la americana para ocultar las armas-. Nadie me prestará la menor atención. Cogió el libro de estudios sociales.

Sin responder, Geneva hizo una mueca de disgusto y se encaminaron hacia el instituto. En el detector de metales, la chica mostró su carné de identidad y el detective Bell enseñó veladamente su cartera y se le permitió pasar por un lateral del aparato. Era justo antes de la quinta clase, que comenzaba a las 11:37, y los pasillos estaban abarrotados: chavales arremolinándose por todos lados, dirigiéndose a la cafetería o al patio exterior del instituto o a la calle a comprar comida rápida. Había bromas, toqueteos, flirteos, morreos. Alguna que otra pelea. Reinaba el caos.

– Es la hora de comer -anunció Geneva, levantando la voz por encima del griterío-. Me voy a la cafetería a estudiar. Es por aquí.

Tres de sus amigas acudieron a toda prisa: Ramona, Chalette y Janet. Se pusieron a andar a su lado, siguiéndole el paso. Como ella, eran chicas listas. Agradables, nunca causaban problemas, seguían el camino marcado por el estudio. Aun así -o tal vez a causa de ello- no estaban especialmente unidas; no salían juntas. Después de clase se iban a casa, estudiaban violín o piano en un instrumento marca Suzuki, hacían tareas de voluntariado en grupos de alfabetización o se preparaban para concursos de ortografía o para los torneos de ciencias Westinghouse, y, por supuesto, estudiaban. Las actividades académicas implicaban soledad. (Una parte de Geneva envidiaba a las otras camarillas del instituto, como las chicas pandilleras, las blingstas, las deportistas y las hermanas activistas del grupo de Angela Davis). Las tres revoloteaban a su alrededor como si fueran sus amigas íntimas, echándose encima de ella, acribillándola a preguntas. ¿Te tocó? ¿Le viste el pito? ¿Te golpeó? ¿Viste al tipo cuando le dispararon? ¿A qué distancia estabas?

Se habían enterado de todo, de boca de chavales que habían entrado tarde, o de los que habían hecho novillos y habían visto la televisión. Aunque los relatos no habían mencionado a Geneva por su nombre, todos sabían que ella había sido el centro del suceso, probablemente gracias a Keesh.

Marella -una golfilla compañera de clase- pasó a su lado y le dijo:

– ¿Qué tal, colega? ¿Todo bien?

– Sí, guay.

La compañera, alta, miró al detective Bell frunciendo los ojos y le preguntó:

– ¿Por qué te está llevando el libro un madero, Gen?

– Pregúntaselo a él.

El policía se rio, incómodo.

Hacerse pasar por profesor. Estupendo.

Keesha Scott, que estaba en un grupo junto a su hermana y a algunas de sus amigas blingstas, no daba crédito a sus ojos.

– Chica, estás como una cabra -gritó-. Si te dan la posibilidad de no venir, pues pasas de venir. Podrías haberte quedado en casa, viendo culebrones. -Sonrió, señaló el comedor con la cabeza-. Te pillo luego.

Algunos de los estudiantes no fueron tan amables. A medio camino hacia el comedor, oyó la voz de un chico:

– Hola, hola, allí está la zorra del canal Fox con el carapálida. ¿Aún está viva?

– Pensaba que alguien la había zurrado a esa mamona.

– Coño, si esa tía está tan esquelética, que basta con soplar para que se caiga.

Hubo un estallido de risas estridentes.

El detective Bell se giró, pero los jóvenes que habían vociferado esas palabras desaparecieron en un mar de sudaderas y cabezas rapadas (los sombreros estaban prohibidos en los pasillos del Langston Hughes).

– No pasa nada -dijo Geneva, con la mandíbula rígida, mirando el suelo-. A algunos de ellos no les gusta que uno se tome el instituto en serio, ¿sabe? -Había sido la estudiante del mes varias veces y tenía un premio por asistencia continuada durante los dos años anteriores. Estaba permanentemente en el cuadro de honor de la dirección, con una media de 98 sobre 100, y había sido investida miembro de la Sociedad Nacional de Honor en una ceremonia formal la primavera anterior-. No tiene importancia.

Incluso el venenoso insulto de rubia o debutante -chica negra con aspiraciones de blanca- no le hacía mella, ya que hasta cierto punto era verdad.

En el comedor, una mujer negra muy grande, atractiva, con un vestido granate, que llevaba colgada del cuello una insignia que la identificaba como autoridad educativa, se acercó al señor Bell. Dijo que era la señora Barton, orientadora educativa. Se había enterado del incidente y quería saber si Geneva estaba bien y si quería hablar con alguien de su departamento.

«Vaya, hombre, una orientadora», pensó la chica, y se le cayó el alma a los pies. «Ahora no necesito esta mierda».

– No -dijo-. Estoy bien.

– ¿Estás segura? Podríamos tener una sesión esta tarde.

– De verdad. Estoy bien. Guay.

– Debería llamar a tus padres.

– Están fuera.

– No estarás sola, ¿verdad? -La mujer frunció el ceño.

– Un tío mío se ha quedado a mi cargo.

– Y nosotros estamos cuidando de ella -dijo el detective. Geneva se dio cuenta de que la mujer ni siquiera pidió ver su identificación, tan obvio resultaba que el tío era un poli.

– ¿Cuándo regresa tu familia?

– Vienen de camino. Estaban en el extranjero.

– La verdad es que no tenías ninguna obligación de venir al instituto hoy.

– Tengo dos exámenes. No quiero perdérmelos.

La mujer soltó una risa lánguida y le dijo al señor Bell:

– Yo nunca me tomé la escuela tan en serio como esta chica. Probablemente debería haberlo hecho. -Miró a la chica-. ¿Estás segura de que no te quieres ir a casa?

– He pasado mucho tiempo preparando estos exámenes -farfulló-. Y quiero hacerlos.

– De acuerdo. Pero luego creo que deberías irte a casa y quedarte allí unos días. Nosotros te llevaremos los deberes. -La señora Barton dio un bramido para detener una pelea de empujones entre dos chicos.

Una vez que ella se hubo marchado, el agente preguntó:

– ¿Tienes algún problema con ella?

– Es que los orientadores… siempre se meten donde no les llaman, ¿sabe?

Bell puso cara de que no, de que no sabía, pero ¿por qué debía saberlo? Ése no era su mundo.

Fueron por el pasillo hacia la cafetería. Cuando entraron en el ruidoso lugar, Geneva sacudió la cabeza señalando la arcada y el pasillo que daba a los servicios de las chicas.

– ¿Hay algún problema si entro ahí?

– Por supuesto que no. Pero espera un minuto.

Se acercó a una profesora y le susurró algo, explicándole la situación, supuso Geneva. La mujer asintió con la cabeza y entró en el servicio. Salió poco después.

– Está vacío.

El señor Bell se apostó en la puerta.

– Me aseguraré de que sólo entren estudiantes.

Geneva se metió en el servicio, dando gracias al cielo por tener un momento de paz, por estar fuera del alcance de todas las miradas. Lejos de la angustia de saber que alguien quería hacerle daño. Antes estaba enojada. Antes se había mostrado desafiante. Pero ahora la realidad empezaba a venírsele encima y se sentía asustada y confundida.

Salió del aseo y se lavó las manos y la cara. Había entrado otra chica y se estaba maquillando. Del último curso, creía Geneva. Alta, de buen ver, con las cejas depiladas con mucho arte y el flequillo peinado a la perfección con secador. La chica la miró de arriba abajo, por la historia de la televisión. Estaba catalogándola. Aquí eso se veía todo el tiempo; cada minuto de cada día, la observación de las competidoras: qué llevaba puesto una chica, cuántos piercings, si eran de oro puro o chapado, si tenía puesto demasiado brillo, si sus trenzas estaban bien o si se le estaban aflojando, si iba emperifollada o llevaba un vestido sencillo; esas extensiones, ¿eran auténticas o falsas? ¿Usaba ropa holgada para ocultar un embarazo?

Geneva, que gastaba su dinero en libros, no en ropa ni en maquillaje, siempre quedaba muy abajo en el ránking.

No era que lo que Dios le había dado fuera de mucha ayuda. Tenía que respirar hondo para llenar el sujetador, y normalmente ni siquiera se molestaba en ponérselo. Para las chicas de Delano, ella era esa «zorra de tetitas de yema de huevo», y se habían dirigido a ella como si fuera un chico miles de veces durante el último año. (Lo más doloroso era cuando alguien realmente la confundía con un chico, no cuando se estaban metiendo con ella). Y luego estaba el pelo: apretado e hirsuto como lana de acero. No tenía tiempo para hacerse rastas o atarse cintitas. Las trenzas y las extensiones requerían una eternidad, y aunque Keesh se las habría hecho gratis, en realidad la habrían hecho parecer aún más joven, como si fuera un niñito vestido por su mamita.

Altiva, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… Agarradla

La chica mayor, que seguía a su lado en los lavabos, se volvió otra vez hacia el espejo. Era bonita y ancha de espaldas, se le marcaban las tiras y los elásticos de su sexy sujetador, su largo cabello era lacio, muy alisado, sus suaves mejillas tenían un ligero toque granate. Sus zapatos eran rojos como manzanas acarameladas. Era todo lo que no era Geneva.

Fue entonces cuando se abrió la puerta y a Geneva se le heló el corazón.

La que entró era Jonette Monroe, otra chica del último curso. No mucho más alta que Geneva, aunque mucho más ancha de espaldas, más pechugona, con hombros sólidos y musculatura bien torneada. Tatuajes en ambos brazos. Rostro alargado de color café.

Y unos ojos fríos como el hielo. La había reconocido y miraba de refilón a Geneva, que apartó inmediatamente la vista.

Jonette era sinónimo de problemas. Una pandillera. Corrían rumores de que estaba trapicheando, que podía conseguir lo que uno quisiera: hierba, crack, caballo. Y si no le traías los billetes, ella misma se encargaba de molerte a palos -o a tu mejor amiga, o a tus padres- hasta que te pusieras al día con la deuda. Ese año ya iban dos veces que se la habían llevado los polis, e incluso le había metido un puntapié en las pelotas a uno de ellos.

Geneva mantuvo la vista baja, pensando. Cuando la dejó entrar, el detective Bell no tenía manera de saber lo peligrosa que era. Con las manos y la cara todavía mojadas, Geneva fue hacia la puerta.

– Eh, eh, chica -le dijo Jonette-. Sí, tú, Martha Stewart. Tú no vas a ninguna parte.

– Yo…

– Cállate. -Miró a la otra chica, la de las mejillas granates-. Y tú, lárgate de aquí.

La chica del último curso pesaba veinticinco kilos más y le sacaba diez centímetros a Jonette, pero dejó de acicalarse y recogió lentamente su maquillaje. Intentó salvar un poco su dignidad, diciendo:

– No hace falta que adoptes esa pose conmigo, tía.

Jonette no dijo palabra. Dio un paso adelante; la chica agarró el bolso y corrió hacia la puerta. Se le cayó al suelo un delineador de labios. Jonette lo recogió y deslizó el lápiz labial en el bolsillo. Geneva intentó nuevamente emprender la retirada, pero Jonette levantó la mano y gesticuló indicándole que volviera al fondo del servicio. Cuando Geneva llegó allí, muerta de miedo, Jonette la cogió del brazo y empujó las puertas de los aseos para asegurarse de que estaban solas.

– ¿Qué es lo que quieres? -susurró Geneva, a la vez desafiante y aterrorizada.

– Cierra el pico -le espetó Jonette.

«Mierda», pensó, furiosa. ¡El señor Rhyme tenía razón! Ese espantoso hombre de la biblioteca estaba todavía siguiéndole los pasos. Había averiguado de alguna manera a qué instituto iba y había contratado a Jonette para terminar la faena. ¿Por qué demonios había ido al instituto hoy? «Grita», se dijo Geneva a sí misma.

Y lo hizo.

O comenzó a hacerlo.

Jonette la vio venir y a la velocidad del relámpago la cogió por detrás, tapándole con fuerza la boca con la mano, sofocando el ruido.

– ¡Silencio! -Con la otra mano cogió a la chica por la cintura y la arrastró hasta el rincón del fondo del baño. Geneva le agarró la mano y el brazo y tiró de ellos, pero no podía competir con Jonette. Miró el tatuaje de una cruz sangrante que tenía la chica mayor en el antebrazo, y gimoteó:

– Por favor…

Jonette hurgó en su bolso y en su bolsillo, buscando algo. «¿El qué?», se preguntó Geneva presa del pánico. Hubo un resplandor metálico. ¿Un cuchillo, o un arma de fuego? ¿Para qué tenían los putos detectores de metales si era tan fácil meter un arma en el instituto?

Geneva chilló, retorciéndose violentamente.

Entonces la pandillera alargó la mano hacia adelante.

No, no…

Y Geneva se encontró de pronto mirando una placa plateada del departamento de policía.

– ¿Te vas a callar, chica? -preguntó Jonette, exasperada.

– Yo…

– ¿Te callas?

Una afirmación con la cabeza.

– No quiero que nadie oiga nada afuera… ¿Estás bien? -dijo Jonette.

Geneva volvió a asentir con la cabeza y Jonette la soltó.

– Eres…

– Poli, sí.

Geneva se deslizó hasta la pared y se apoyó en ella, respirando con dificultad, mientras Jonette iba hacia la puerta, y la abría un par de centímetros. Susurró algo y el detective Bell entró y echó el cerrojo.

– Así que ya os habéis presentado -dijo.

– Algo parecido -replicó Geneva-. ¿De verdad que es poli?

– Todos los institutos tienen policías de incógnito. En general son mujeres, que fingen ser estudiantes del último curso. O, ¿qué decía usted? Que se hacen pasar por estudiantes -explicó el detective.

– ¿Y por qué no me lo dijiste sin más? -le soltó Geneva.

Jonette echó una mirada a los aseos.

– No sabía que estábamos solas. Lamento haber tenido que comportarme así. Pero no podía decir nada que estropeara mi tapadera. -La mujer policía se quedó mirando a Geneva, moviendo la cabeza-. Qué pena que esto tuviera que ocurrirte a ti. Tú eres de las buenas. Nunca me has dado ningún problema.

– Una poli -susurró Geneva, incrédula.

Jonette se rio con una voz potente, pero femenina y aniñada.

– Soy la jefa, exacto.

– ¡Cómo mola! -dijo Geneva-. Nunca sospeché…

– ¿Recuerda cuando trincaron a esos chicos del último curso que habían metido armas de contrabando en el instituto, hace unas semanas? -preguntó el señor Bell.

Geneva asintió con la cabeza.

– Y también una bomba hecha con un tubo, o algo por el estilo.

– Iba a haber otro Columbine aquí mismo -dijo el hombre con su acento perezoso, arrastrando las palabras-. Jonette fue la que oyó algo sobre ello y paró todo el asunto.

– Tenía que mantener mi tapadera, así que no pude ocuparme de ellos yo misma -dijo como si lamentara no haber podido trincar personalmente a los chicos-. Ahora, mientras estés en el instituto, lo que en mi opinión es una chifladura de las grandes, pero ésa es otra historia, mientras estés aquí, no te quitaré ojo en ningún momento. Si ves algo que te inquiete, me haces una seña.

– ¿Una seña como las que se hacen las pandilleras?

Jonette se rio.

– Tú estarías fuera de lugar en cualquier pandilla, Gen, nada personal. Si sacas la bandera para hacerme señales, todo el mundo se va a dar cuenta de que pasa algo. Mejor ráscate una oreja, sencillamente. ¿Qué te parece?

– Perfecto.

– Entonces vendré, te meteré en un follón y te diré alguna grosería. Te sacaré de dondequiera que estés. ¿Estás de acuerdo? No te haré daño. A lo mejor te empujo un poco.

– Vale, de acuerdo… Oye, gracias por hacer esto. Y no diré nada de ti.

– Lo sabía antes de que te lo contara -dijo Jonette. Luego miró al agente-. ¿Quiere hacerlo ya?

– Por supuesto.

Entonces el agradable policía de voz suave puso cara de perro rabioso y gritó:

– ¿Qué coño está haciendo aquí?

– ¡Quítame tus asquerosas manos de encima, gilipollas! -gritó Jonette, volviendo a meterse en su personaje.

El detective la cogió por el brazo y la empujó contra la puerta. Ella se tropezó y se dio de bruces contra la pared.

– Que te den por culo, mamón, te voy a demandar por maltrato o alguna otra mierda. -La chica se frotó el brazo-. No puedes tocarme. ¡Eso es un delito, cabronazo! -Salió pitando por el pasillo. Tras unos segundos, el detective Bell y Geneva volvieron a la cafetería.

– Buena actriz -susurró Geneva.

– Una de las mejores -dijo el policía. Le devolvió el libro de estudios sociales y sonrió-. Mi tapadera no estaba funcionando muy bien que digamos.

Geneva se sentó en una mesa en un rincón y sacó de su mochila un libro de lenguaje.

– ¿No va a comer? -le preguntó el detective Bell.

– No.

– ¿Su tío le ha dado dinero para la comida?

– La verdad es que no tengo hambre.

– Se le ha olvidado, ¿verdad? Con todo respeto, se nota que no tiene hijos. Yo le puedo dar algo.

– No, de verdad…

– La verdad es que yo tengo más hambre que un granjero al anochecer. Y no he tomado tetrazzini con pavo como lo preparan en los institutos desde hace muchos años. Me voy a pedir un poco. No me importa pedir dos platos. ¿Le gusta la leche?

Geneva se quedó dubitativa. Finalmente dijo:

– De acuerdo. Se lo devolveré.

– Lo pasaremos a la cuenta del ayuntamiento.

Bell se puso en la cola. Geneva acababa de volver a posar la vista en su libro cuando vio a un chico que miraba en su dirección y saludaba con la mano. La joven miró hacia atrás para ver a quién estaba haciendo señas el chaval. No había ninguna otra persona. A Geneva casi se le cortó el aliento cuando se dio cuenta de que el chico la estaba saludando a ella.

Kevin Cheaney se abrió paso a empujones, alejándose de la mesa en la que había estado sentado con sus colegas, y empezó a acercarse a ella con paso rápido. ¡Oh, Dios mío! ¿Realmente venía hacia donde estaba ella?… Kevin, un chico con un cierto aire a Will Smith. Labios perfectos, cuerpo aún más perfecto. El chico que desafiaba a la gravedad cuando jugaba al baloncesto, que podía moverse como si fuera un participante en un torneo de breakdance en el show de B-Boy Summit. Kevin era toda una institución en todos los grupos.

En la cola, el detective Bell se puso tenso y empezó a caminar hacia Geneva, pero ella le hizo un gesto con la cabeza indicándole que todo iba bien.

Y así era. Mejor que bien. ¡Descarao!

Kevin estaba predestinado a obtener una beca para ir a Connecticut o a Duke. Era un tipo atlético, había sido capitán del equipo de baloncesto que había ganado el campeonato PSAL el año anterior. Pero también tenía buenas calificaciones. Puede que no profesara el mismo amor por los libros y el instituto que sentía Geneva, pero aun así se encontraba entre el cinco por ciento mejor de la clase. Se conocían de manera superficial, estaban en la misma clase de matemáticas ese semestre, y también se cruzaban de vez en cuando por los pasillos o en el patio del instituto. Por casualidad, se decía Geneva a sí misma. Pero, vale, de acuerdo, el hecho era que ella tendía a andar por donde él estuviera de pie o sentado.

La mayor parte de los chavales que molaban pasaban de ella o la maltrataban; Kevin, sin embargo, le decía hola de vez en cuando. Le hacía preguntas sobre los deberes de matemáticas o de historia, o simplemente se detenía a conversar unos minutos.

No la invitaba a salir, por supuesto -eso nunca sucedía-, pero la trataba como a un ser humano.

Un día de la primavera anterior incluso la acompañó a casa a la salida del instituto.

Un día hermoso, despejado, que recordaba como si lo tuviera grabado en DVD.

El 21 de abril.

Generalmente Kevin se relacionaba con las chicas esbeltas con aspiraciones de modelo, o con las chicas más desenfadadas, las blingstas. (Incluso una vez tonteó un poco con Lakeesha, lo cual enfureció a Geneva, que soportó los rabiosos celos esbozando una sufrida sonrisa de indiferencia).

Así que, ¿qué querría ahora?

– Hola, chica, ¿cómo va eso? -preguntó, frunciendo el ceño y dejándose caer junto a ella en una silla de cromo toda abollada, estirando sus largas piernas.

– Bien. -Geneva tragó saliva, con la lengua trabada. Tenía la mente en blanco.

– Me he enterado de lo que pasó. ¡Qué mal rollo!, ¿no? Alguien tratando de sacudirte para luego estrangularte. Estaba preocupado por ti -dijo.

– ¿Sí?

– Palabra.

– Fue todo muy extraño.

– Bueno, mientras tú estés bien, entonces todo tranqui.

La joven sintió una oleada de calor que le subía al rostro. ¿Realmente Kevin le estaba diciendo eso a ella?

– Bueno, ¿por qué no te vuelves a casa? -preguntó-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– El examen de lengua. Y luego el de matemáticas.

Él se rio.

– Demonios. ¿Te preocupas por el instituto después de la mierda que te ha pasado?

– Ajá. No puedo perderme esos exámenes.

– ¿Y vas bien en matemáticas?

Sólo era de cálculo. Nada del otro mundo.

– Sí, todo bajo control. Ya sabes, nada complicado.

– Mola mazo. De todos modos sólo quería decirte que sé que mucha gente de aquí te hace la vida imposible. Aunque tú te lo tomas con calma. Pero ellos no habrían venido hoy a clase, como tú, si les hubiera pasado lo mismo. Si lo miras bien, ninguno te llega a la suela de los zapatos. Tienes agallas, chica.

Sin aliento por el cumplido, Geneva sólo atinó a bajar la vista y encogerse de hombros.

– Así que, ahora que sé realmente cómo eres, tenemos que ser más colegas. Pero nunca te veo por ahí.

– Es que… ya sabes, el instituto y todo el rollo. -Cuidado, se advirtió a sí misma. No tienes por qué decir esas cosas.

Kevin bromeó:

– ¡Y una mierda va a ser eso! Lo que pasa es que tú te dedicas a trapichear con crack en Brooklyn.

– Yo… -Se negó a que se le escapara un taco. Esbozó una tímida sonrisa, bajó la vista al suelo desgastado-. No es en Brooklyn. Yo sólo trabajo en Queens. Manejan más pasta, ¿sabes? -Pero qué ridícula, chica. Mira que eres patética. Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor.

Pero Kevin se rio estridentemente. Luego sacudió la cabeza.

– Ahh… ya sé por qué me he confundido. Debía de ser tu madre la que vendía crack en Brooklyn.

Eso parecía un insulto, pero en realidad era una invitación. Kevin la estaba invitando a jugar a la guerra de palabras. Así le decían los mayores. Ahora se decía «azotar», intercambiar «azotes», insultos. Proveniente de una larga tradición dentro de la poesía y los concursos de cuentacuentos de la cultura negra, el azote era el combate verbal, el intercambio de pullas. Los azotadores serios actuaban sobre el escenario, aunque la mayor parte de los azotes tenían lugar en los salones de las casas y en los patios de los institutos y en las pizzerías y en los bares y en los clubes y en las escalinatas de entrada de los edificios, y era algo tan penoso como lo que había arrojado Kevin en su volea inicial, tipo: «Tu vieja es tan tonta que pregunta los precios en el todo a cien», o «Tu hermana es tan fea que nadie se acostaría con ella ni aunque estuviera buena».

Pero, en aquel momento, la cuestión no tenía nada que ver con ser ingeniosos. Porque la guerra de palabras era tradicionalmente de hombres contra hombres o mujeres contra mujeres. Cuando un varón iniciaba el juego con una mujer, tenía un único significado: flirteo.

Geneva pensó: «Qué raro, ¿no? Han tenido que atacarme para que la gente me respete». Su padre decía que lo mejor puede surgir como consecuencia de lo peor.

Vale, sigue, chica; te toca a ti. El juego era ridículamente juvenil, tonto, pero ella también sabía azotar; ella y Keesh y la hermana de Keesh eran capaces de hacerlo durante una hora seguida. Tu mami es tan gorda que su grupo sanguíneo es la grasa. Tu Chevy es tan viejo que robaron el muñeco del espejo y dejaron el coche… Pero ahora, con el corazón latiéndole con fuerza, Geneva se limitó a sonreír y a transpirar en silencio. Trató desesperadamente de pensar en algo que decir.

Pero estaba ante el mismísimo Kevin Cheaney. Aunque pudiera armarse del coraje necesario para soltarle algo sobre su madre, tenía la mente bloqueada.

Miró el reloj, y luego bajó la vista, posándola en el libro de lenguaje. «Dios santo, tontaina», se enfureció consigo misma. «¡Di algo!».

Pero de su boca no salió ni una sola sílaba. Sabía que Kevin estaba a punto de mirarla de aquella manera que ella conocía tan bien, esa mirada de «tengo más que hacer que perder el tiempo con una gilipollas», y marcharse. Pero no, daba la impresión de que pensaba que sencillamente ella no estaba de humor para jugar a ese juego; lo más seguro era que aún estuviera asustada por los acontecimientos de esa mañana; y se diría que a él eso le parecía normal. Lo único que dijo fue:

– Hablo en serio, Gen, tú estás por encima del rollo ese de los pinchadiscos, las trenzas y la movida bling-bling. Eres lista. Resulta agradable conversar con alguien inteligente. Mis colegas -señaló con la cabeza hacia la mesa en la que estaban sus amiguetes- no son lo que se dice físicos nucleares, ¿sabes lo que quiero decir?

De pronto, se le iluminó la mente como con un fogonazo. Adelante, chica.

– Ajá -dijo-, algunos de ellos son tan bobos que si su mente hablara, sería muda.

– ¡Descarao, chica! Tal cual. -Riendo, entrechocaron los puños, y a ella le dio una descarga eléctrica que le recorrió el cuerpo. Hizo un esfuerzo para no sonreír; estaba muy mal visto que uno festejara sus propios azotes.

Entonces, en medio de la euforia del momento, Geneva pensó en cuánta razón tenía él, en lo infrecuente que es estar simplemente charlando con alguien listo, alguien a quien le importara lo que uno dijera.

Kevin enarcó una ceja apuntando hacia el detective Bell, que estaba pagando la comida, y dijo:

– Ese tío que está haciéndose pasar por profe es un madero.

– Es como si llevara la palabra «madero» escrita en la frente -susurró ella.

– Exacto -dijo Kevin, riendo-. Sé que te anda siguiendo los pasos, y eso está dabuten. Pero quiero decirte que yo también voy a guardarte las espaldas. Y mis colegas. Si vemos cualquier cosa rarilla, se lo diremos.

A ella le conmovió ese gesto.

Pero luego se preocupó. ¿Y si el horrible hombre de la biblioteca hería a Kevin o a alguno de sus amigos? Aún no se había recuperado de la pena que le había causado el hecho de que el doctor Barry hubiera muerto por ella, ni de que la mujer que se encontraba en la acera hubiera resultado herida. Tuvo una horrible premonición: Kevin yaciente en la sala del tanatorio Williams, como tantos otros chicos de Harlem, muerto a tiros en la calle.

– No tienes que hacerlo -dijo ella, con gesto adusto.

– Ya lo sé -contestó él-. Quiero hacerlo. Nadie te va a hacer daño. Te doy mi palabra. Bueno, ahora me voy con mis colegas. ¿Te veo luego? ¿Antes de la clase de matemáticas?

Con el corazón desbocado, Geneva tartamudeó:

– Por supuesto.

Él volvió a entrechocar su puño con el de ella, y se marchó. Mirándole, Geneva se sentía febril; le temblaban las manos tras el saludo. «Por favor», pensó, «que no le suceda nada malo…».

– ¿Señorita?

Geneva levantó la vista y parpadeó.

El detective Bell estaba colocando una bandeja sobre la mesa. La comida olía muy bien… Tenía más hambre de lo que creía. Se quedó mirando el plato humeante.

– ¿Le conoce? -preguntó el policía.

– Ajá, es un chico guay. Somos compañeros de clase. Le conozco desde hace años.

– Parece un poco aturdida, señorita.

– Bueno… no lo sé. A lo mejor lo estoy. Sí.

– Pero no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el museo, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa.

La joven desvió la mirada, notando que se ruborizaba.

– Ahora -dijo el detective, poniéndole un plato delante-, a zampar. No hay nada como el tetrazzini con pavo para calmar a un alma atribulada. ¿Sabe una cosa?, estoy por pedirles la receta.

CAPÍTULO 11

Serviría con eso.

Thompson Boyd miró las compras que tenía en la cesta y luego se encaminó hacia la caja registradora. Realmente le encantaban las ferreterías. Se preguntaba a qué se debería. Tal vez a que su padre le llevaba todos los sábados a una sucursal de Ferreterías Ace, en las afueras de Amarillo, para proveerse de lo que necesitaba en el taller que tenía en el cobertizo, junto a la caravana.

O tal vez se debía a que en casi todas las ferreterías, como en ésa, las herramientas estaban limpias y ordenadas, la pintura, las colas y las cintas colocadas de manera lógica, y eran fáciles de encontrar.

Todo organizado siguiendo las reglas al pie de la letra.

A Thompson también le gustaba el olor, ese olor acre como a fertilizante, a gasolina o disolvente, que era imposible describir, pero que todo el que alguna vez hubiera estado en una vieja ferretería reconocería al instante.

El asesino era bastante habilidoso. Lo había heredado de su padre, quien, aunque pasaba todo el día entre herramientas, trabajando en los oleoductos, las torres de perforación y las bombas de cabeza de dinosaurio que subían y bajaban sin parar, pasaba mucho tiempo con su hijo enseñándole pacientemente a trabajar con herramientas -y a respetarlas-, a medir, a dibujar planos. Thompson pasaba horas aprendiendo a reparar lo que estaba averiado y a transformar madera y metal y plástico en cosas que antes no existían. Juntos trabajaban en el camión o en la caravana, reparaban la cerca, hacían muebles, fabricaban un regalo para mamá o la tía, un broche o una pitillera o una mesa de madera maciza. «Sea pequeño o grande», explicaba su padre, «tienes que poner la misma dosis de habilidad en lo que estás haciendo, hijo. Una cosa no es mejor ni más difícil que la otra. Todo es cuestión de dónde pones la coma de los decimales».

Su padre era un buen maestro, y se sentía orgulloso cuando su hijo fabricaba algo. Cuando Hart Boyd murió, tenía consigo un equipo de limpieza y lustrado de zapatos que había hecho su hijo, y un llavero de madera con forma de cabeza de indio con la palabra «papá» grabada a fuego.

Fue una suerte, dado el curso que siguieron los acontecimientos, que Thompson aprendiera esas habilidades, porque de eso trata el oficio de la muerte. Mecánica y química. No muy diferente de la carpintería, la pintura o la reparación de coches.

De dónde pones la coma de los decimales.

De pie ante la caja registradora, pagó -en efectivo, por supuesto- y le dio las gracias al cajero. Cogió la bolsa de las compras con sus manos enguantadas. Se encaminó hacia la puerta, se detuvo y se quedó mirando una pequeña segadora de césped eléctrica, verde y amarilla. Estaba perfectamente limpia, brillante, una joya de aparato, una esmeralda. Sentía una curiosa atracción por ella. «¿Por qué?», se preguntó. Bueno, puesto que había estado pensando en su padre, se le ocurrió que la máquina le hacía acordarse de cuando cortaba la hierba en el minúsculo jardín detrás de la caravana de sus padres, los domingos por la mañana, y luego entraba a ver el partido con su padre mientras su madre preparaba algo en el horno.

Recordaba el olor dulce de la gasolina, recordaba el estallido, que sonaba como un disparo, cuando la cuchilla daba contra una piedra y la hacía saltar y salir volando, el entumecimiento en las manos, causado por la vibración de la barra por donde agarraba la máquina.

Entumecido, así es como se sentiría uno si yaciera muriéndose a consecuencia de la mordedura de una serpiente de cascabel, supuso.

Se dio cuenta de que el cajero le estaba hablando.

– ¿Qué? -preguntó Thompson.

– Se la dejo a buen precio -dijo el cajero, señalando la segadora con un movimiento de cabeza.

– No, gracias.

Al salir a la calle se preguntó por qué se habría detenido ante la segadora, qué era lo que le atraía tanto de ella, por qué tenía tantas ganas de tenerla. Entonces se le ocurrió la perturbadora idea de que no era en absoluto por los recuerdos familiares, sino tal vez porque la máquina era en verdad una pequeña guillotina, un modo muy eficiente de matar.

Tal vez era eso.

No le gustaba haber tenido ese pensamiento. Pero ahí estaba.

Entumecido

Silbando ligeramente una canción de su juventud, Thompson empezó a remontar la calle, llevando la bolsa con las compras en una mano y, en la otra, su maletín, que contenía su pistola, su porra y algunas otras herramientas del oficio.

Continuó calle arriba, hacia Little Italy, donde los barrenderos estaban haciendo limpieza después de la feria del día anterior. Se puso en guardia al ver que había varios patrulleros. Dos agentes estaban hablando con un coreano y su esposa, dueños de un puesto de frutas. Se preguntó qué pasaría. Luego siguió hasta una cabina telefónica. Volvió a comprobar si tenía mensajes en el buzón de voz, pero no había ninguno relativo al paradero de Geneva. No era para preocuparse. Su contacto conocía Harlem bastante bien, y sólo sería cuestión de tiempo hasta que Thompson averiguara a qué instituto iba la chica y dónde vivía. Además, podía aprovechar el tiempo libre. Tenía otro trabajo, uno que había estado planeando durante más tiempo que la muerte de Geneva, y que era tan importante como este último trabajo.

Más importante, en realidad.

Y, curiosamente, ahora que pensaba en ello: ése también tenía que ver con niños.


– ¿Sí? -dijo Jax al atender su móvil.

– Ralph.

– ¿Qué passsa, tronco? -Jax se preguntó si el pequeño faraón esquelético estaría apoyado en algo en ese momento-. ¿Ya te ha informado nuestro amigo? -Se refería a si DeLisle Marshall ya había dado a Ralph referencias sobre Jax.

– Ajá.

– ¿Y el rey del graffiti es un tipo legal? -preguntó Jax.

– Ajá.

– Bueno. Y ¿cómo va la cosa?

– He encontrado lo que querías, hombre. Es…

– No digas nada. -Los teléfonos móviles eran la mismísima invención del diablo en cuanto a cómo podían usarse como prueba incriminatoria. Le dio al otro una dirección: una esquina en la calle 116-. Diez minutos.

Jax cortó y empezó a andar calle arriba; dos señoras con abrigos largos, que llevaban recargados sombreros de ir a la iglesia y sostenían firmemente en sus manos unas biblias muy gastadas, dieron un rodeo para no cruzarse con él. Jax hizo caso omiso de sus miradas inquietas.

Fumando, andando con paso firme, con su cojera de «herido de bala, no de chulería», Jax aspiró el aire, entusiasmado por estar de nuevo en casa. Harlem… Miró a su alrededor las tiendas, los restaurantes y los vendedores ambulantes. Aquí uno podía comprar cualquier cosa: telas de África Occidental -kente y malinké- y ankhs egipcias, cestos bolga, máscaras y estandartes y dibujos enmarcados de siluetas de hombres y mujeres del Congreso Nacional Africano, en negro, verde y amarillo. Y también pósters: de Malcolm X, Martin Luther King Jr., Tina, Tupac, Beyoncé, Chris Rock, Shaq… Y cientos de retratos de Jam Master Jay, el brillante y generoso rapero pinchadiscos, con Run-D.M.C., asesinado a tiros por algún gilipollas en su estudio de grabación de Queens, hacía unos años.

A Jax los recuerdos le golpeaban por todos los lados. Miró hacia otra esquina. Bueno, fíjate en eso. Ahora era un sitio de comida rápida; había sido el lugar en el que Jax había cometido su primer delito, cuando tenía quince años, el que le puso en la senda que le llevaría a una justa notoriedad. Porque lo que birló no eran bebidas alcohólicas ni cigarrillos ni armas ni dinero, sino una caja muy chula de aerosoles de pintura Krylon en una ferretería. Los cuales utilizó durante las siguientes veinticuatro horas, hasta que se le terminaron, pintando, por todo Manhattan y el Bronx -con lo que agravó el hurto con allanamiento y daños a la propiedad privada-, las letras Jax 157, en forma de pompa.

Durante unos cuantos años, Jax se dedicó a bombardear miles de superficies con esa firma suya: pasos elevados, puentes, viaductos, muros, carteleras, tiendas, autobuses urbanos, autobuses privados, edificios de oficinas, y hasta estampó su insignia en el Rockefeller Center, justo al lado de esa estatua dorada, antes de que se le echaran encima dos gigantes gorilas de seguridad que arremetieron contra él con gas lacrimógeno y con sus porras.

En cuanto el joven Alonzo Jackson se encontraba solo cinco minutos y con una superficie lisa, aparecía Jax 157.

Luchando por salir adelante en el instituto, hijo de padres divorciados, hasta el gorro de los trabajos normales, constante sólo en lo de tener problemas, buscó consuelo como escritor (los guerrilleros del graffiti eran «escritores», no «artistas», como propalaban a los cuatro vientos Keith Haring, los galeristas del Soho y las agencias de publicidad). Anduvo un tiempo con la banda local de los Blood, pero cambió de idea un día que andaba con su grupete en la calle 140, y pasaron en coche los Trey-Sevens, y pum, pum, pum, Jimmy Stone, que estaba de pie a su lado, cayó con dos agujeros en la sien, muerto antes de dar contra el suelo. Y todo por una bolsita de crack, o por ninguna razón en absoluto.

A tomar por culo con ello. Jax se estableció por su cuenta. Menos dinero. Pero condenadamente más seguro, mucho más (pese a estampar su firma en lugares como el puente Verrazano y en un vagón de un tren de la línea A en movimiento, lo que era una historia muy chula de la que habían oído hablar hasta los hermanos que estaban en chirona).

Alonzo Jackson, rebautizado extraoficial pero definitivamente con el nombre de Jax, se sumergió en su oficio. Empezó simplemente estampando su firma por toda la ciudad. Pero pronto se dio cuenta de que si eso es lo único que haces, aunque lo plantes por todos los rincones de la ciudad, no eres nada más que un «juguete» tonto, y los reyes del graffiti no te darán ni la hora.

De modo que, haciendo novillos, trabajando en restaurantes de comida rápida durante el día para pagar la pintura, o mangando lo que podía, Jax pasó a las potas o vómitos, firmas escritas rápidamente pero mucho más grandes. Se convirtió en un as del «de arriba abajo»: llenaba toda la altura de los vagones del metro. El tren A, que se suponía que era la línea más larga que atravesaba la ciudad, era su favorita. Miles de visitantes viajaban del aeropuerto Kennedy a la ciudad en un tren en el que no ponía Bienvenidos a la Gran Manzana, sino que les ofrecía este misterioso mensaje: Jax 157.

Para cuando tenía veintiún años, Jax ya había hecho dos «punta a punta» completos -cubriendo con su graffiti un lado entero de un vagón de metro, de un extremo al otro- y casi había llegado a hacerlo con un tren entero, que era el sueño de todo rey del graffiti. También había hecho su parte de obras maestras. Jax había tratado de describir qué era una obra maestra del graffiti. Pero lo único que se le ocurrió fue que una obra maestra era algo más. Algo que dejara sin aliento. Una obra que tanto un cabeza hueca adicto al crack tirado en una cuneta como un agente de bolsa de Wall Street en la autopista de Nueva Jersey se quedaran mirando y pensaran: «¡Joder!, esto mola».

«Aquellos eran buenos tiempos», pensó Jax. Era un rey del graffiti en medio del más poderoso movimiento cultural negro desde el Renacimiento de Harlem: el hip-hop.

Seguro que el Renacimiento debió de ser dabuten. Pero para Jax había sido una cosa de personas pensantes. Venía de la cabeza. El hip-hop explotaba desde el fondo del alma y desde el corazón. No había nacido en las universidades o los lofts de los escritores: venía directamente de las putas calles, de los chavales airados, luchadores y desesperados, cuyas vidas eran de una dureza increíble y cuyos hogares estaban rotos, que andaban por las aceras colocados hasta arriba con las ampollas de crack que desechaban los adictos, las cuales tenían puntitos de sangre seca, que ya estaba marrón. Era el grito salvaje de la gente que tenía que gritar para que se la oyera… Los cuatro puntales del hip-hop lo ofrecían todo: música, con los pinchadiscos; poesía, con el rap de los maestros de ceremonias; baile, con el breakdance; y arte, con lo que era la propia contribución de Jax: los graffiti.

Precisamente allí, en la calle 116, se detuvo a mirar el lugar en donde había estado el baratillo de Woolworth. La tienda no sobrevivió al caos que siguió al famoso apagón de 1977, pero lo que surgió en su lugar fue un auténtico milagro, el club de hip-hop número uno de toda la nación, Harlem World. Tres pisos con todas las clases de música que uno pudiera imaginar: radical, adictiva, electrificante. Bailarines de breakdance girando como peonzas, contorsionándose como olas en medio de una tormenta. Pinchadiscos tocando para las pistas de baile que estaban hasta arriba, y maestros de ceremonias haciendo el amor con sus micrófonos y llenando la sala con sus duros poemas estilo «no me jodas», palpitando al ritmo de un corazón de verdad. En Harlem World era donde empezaban los desafíos, las batallas de raperos. Jax había tenido la suficiente fortuna como para ver a los que eran considerados los más famosos de todos los tiempos: los Cold Crush Brothers y los Fantastic Five…

Harlem World ya no existía, por supuesto. Tampoco existían -las habían limpiado o se habían borrado o habían pintado encima de ellas- las miles de firmas y obras maestras de Jax, así como las de las otras leyendas del graffiti de los inicios de la era del hip-hop, Julio y Kool y Taki. Los reyes del graffiti.

Había quien lamentaba la muerte del hip-hop, que se había convertido en la BET -Black Entertainment Televisión-, raperos multimillonarios en todo terrenos metalizados, Bad Boys II, grandes negocios, chicos blancos de zonas residenciales, descargas para iPods y reproductores de MP3 y radio por satélite. Era… bueno, allí mismo había un ejemplo de ello: Jax estaba mirando un autobús turístico de dos pisos que iba tranquilamente hacia un club cercano. En un lado había un cartel que ponía Tours del rap y el hip-hop. Vea el auténtico Harlem. Los pasajeros eran una mezcla de negros y blancos y turistas asiáticos. Oyó fragmentos de la perorata memorizada del conductor, así como la promesa de que pronto iban a detenerse a comer en un restaurante de «auténtica comida soul».

Pero Jax no estaba de acuerdo con los quejicas que lamentaban que los viejos tiempos se habían ido para siempre. El corazón de la zona norte del barrio permanecía puro. Nada podría cambiarlo jamás. Fíjate en el Cotton Club, reflexionó, esa institución de los años veinte, templo del jazz, el swing y el piano lleno de ritmo. Todo el mundo creía que era el auténtico Harlem, ¿verdad? ¿Cuánta gente sabía que era exclusivamente para público blanco? (Hasta el célebre W. C. Handy, uno de los más grandes compositores americanos de todos los tiempos, había sido rechazado en la puerta mientras su propia música sonaba dentro).

Bueno, ¿saben qué? El Cotton Club estaba muerto. Harlem no. Y nunca lo estaría. El Renacimiento había terminado y el hip-hop había cambiado. Pero filtrándose por las calles en medio de las cuales estaba Jax en ese momento, se percibía un movimiento completamente nuevo. Se preguntó cómo sería exactamente. Y si él estaría allí para verlo. Si no manejaba bien el asunto de Geneva Settle, en veinticuatro horas estaría muerto o de nuevo en la cárcel.

«Disfruten de su comida soul», les dijo mentalmente a los turistas cuando el autobús se apartó del bordillo.

Siguiendo calle arriba todavía otro trecho, Jax finalmente encontró a Ralph, que estaba -por supuesto- apoyado en un edificio tapiado.

– Tronco -dijo Jax.

– ¿Q'passa?

Jax siguió andando.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Ralph, apresurándose para seguirle el paso al hombretón.

– Bonito día para un paseo.

– Hace frío.

– Andando entrarás en calor.

Siguieron andando durante un rato; Jax hacía caso omiso de las puñeteras quejas de Ralph. Se detuvo en Papaya King y compró cuatro perritos y dos zumos, sin preguntarle a Ralph si tenía hambre. O si era vegetariano o si el zumo de mango le revolvía las tripas. Pagó y volvió a salir a la calle, tendiéndole al esquelético hombre su comida.

– No te lo comas aquí. Vámonos. -Jax miró a un lado y a otro de la calle. Nadie los seguía. Empezó a andar otra vez, moviéndose con rapidez. Ralph le seguía.

– ¿Estamos andando porque no confías en mí?

– Ajá.

– ¿Y por qué de repente ya no confías en mí?

– Porque has tenido tiempo de jugármela desde la última vez que nos vimos. ¿Qué pasa aquí exactamente?

– Bonito día pa' dar un paseo -fue la respuesta de Ralph. Y dio un mordisco a su perrito caliente.

Continuaron unos metros hasta una calle que parecía desierta y doblaron hacia el sur. Jax se detuvo. Ralph también, y se apoyó en una reja de hierro forjado, frente a un edificio de piedra rojiza. Jax comió sus perritos y bebió su zumo de mango. Ralph devoró su comida.

Comiendo y bebiendo, como si fueran dos albañiles o limpiadores de cristales a la hora del almuerzo. No tenía nada de sospechoso.

– ¡Mierda! Sí que hacen buenos perritos en ese lugar -dijo Ralph.

Jax se terminó su comida, se limpió las manos en la cazadora y palpó la camiseta y los vaqueros de Ralph. No tenía micrófonos.

– Adelante. ¿Qué has encontrado?

– La chica Settle, ¿no? Va al Langston Hughes. ¿Lo conoces? El instituto.

– Por supuesto que lo conozco. ¿Está ahora allí?

– No lo sé. Tú preguntaste dónde, no cuándo. Pero les oí decir algo más a mis chavales del barrio.

El barrio

– Dicen que la llevó alguien a casa. Que está con ella to'el tiempo.

– ¿Quién? -preguntó Jax-. ¿Maderos? -Se preguntó por qué se tomaba la molestia de preguntar. Por supuesto que eran ellos.

– Eso parece.

Jax se terminó su zumo.

– ¿Y la otra cosa?

Ralph frunció el ceño.

– Lo que te pedí.

– Ah. -El faraón miró alrededor. Luego se sacó del bolsillo una bolsa de papel y la deslizó en la mano de Jax. Éste palpó la bolsa y notó a través de ella que la pipa era una automática y que era pequeña. Bien. Tal como había pedido. Al mover la bolsa, las balas sueltas que estaban en el fondo hicieron un ruidillo seco al chocar unas contra otras.

– Entonces… -dijo Ralph con cautela.

– Entonces… -Jax sacó unos billetes de su bolsillo y se los entregó a Ralph, y luego se inclinó acercándose al hombre. Sintió un olor a whisky, a cebolla y a mango-. Ahora, óyeme bien. Nuestro negocio ha terminado aquí. Si me entero de que le has hablado a alguien de esto, o incluso de que has mencionado mi nombre, te encontraré y haré picadillo con tu culo. Le puedes preguntar a DeLisle, y él te contará que soy un tío chungo cuando me fastidian. ¿Me entiendes?

– Sí, señor -susurró Ralph con la mirada puesta en su zumo de mango.

– Ahora quita tu culo de aquí. No, vete para allí. Y no mires atrás.

Entonces Jax se puso en movimiento en la dirección contraria, de regreso hacia la calle 116, perdiéndose entre la multitud de gente que estaba haciendo compras. La cabeza agachada, andando rápido, pese a la cojera, pero no tan rápido como para llamar la atención.

Calle abajo, los frenos de otro autobús turístico rechinaron para detenerse frente al emplazamiento del muerto y tan muerto Harlem World, y un rap anémico babeaba desde un altavoz en el interior del vehículo de color chillón. Pero en ese momento el rey del graffiti que usaba sangre como pintura no estaba reflexionando sobre Harlem, el hip-hop o su pasado criminal. Tenía la pistola. Sabía dónde estaba la chica. Lo único que estaba pensando era cuánto tiempo le llevaría llegar hasta el instituto Langston Hughes.

CAPÍTULO 12

La pequeña mujer asiática observaba a Sachs cautelosamente.

Su desasosiego no era de extrañar, supuso la detective, teniendo en cuenta que estaba rodeada de media docena de agentes que le doblaban el tamaño, y que otra docena esperaba en la acera, fuera de la tienda.

– Buenos días -dijo Sachs-. Estamos buscando a un hombre, y es muy importante que le encontremos. Puede que haya cometido graves delitos. -Hablaba un poco más despacio de lo que suponía que era políticamente correcto.

Lo que fue, tal como se vio, una bonita metedura de pata.

– Entiendo lo que dice -dijo la mujer en perfecto inglés, con acento francés, nada menos-. Ya les dije a esos otros agentes todo lo que recuerdo. Yo estaba bastante asustada. Cuando él se probó el gorro, no sé si me entiende. Bajándoselo como si fuera una máscara. Daba miedo.

– Estoy segura de que así fue -respondió Sachs, volviendo a su manera normal de hablar-. Dígame, ¿le molestaría que le tomáramos las huellas dactilares?

Se trataba de verificar que eran las huellas que había en el tique y en las mercancías halladas en el lugar de los hechos, en la biblioteca. La mujer aceptó, y un analizador portátil verificó que efectivamente eran las de ella.

– ¿Está segura de que no tiene ni idea de quién es o dónde vive? -preguntó Sachs.

– Ni idea. Sólo ha estado aquí una o dos veces. Tal vez más, pero es la clase de persona en la que nadie se fija. Normal. No sonreía, no gesticulaba, no decía nada. Totalmente neutro.

Un aspecto de lo más apropiado para un asesino, pensó Sachs.

– ¿Qué hay de sus otros empleados?

– Les he preguntado a todos. Ninguno de ellos le recuerda.

Sachs abrió la maleta, volvió a guardar el analizador portátil de huellas dactilares y extrajo un ordenador Toshiba. En un minuto ya lo había puesto en funcionamiento y había cargado el software de técnica electrónica de identificación facial. Era una versión informatizada del viejo retrato robot, utilizado para recrear imágenes de rostros de sospechosos. El sistema manual usaba tarjetas preimpresas de rasgos faciales y de cabellos, que los agentes combinaban y les mostraban a los testigos para crear un parecido con el sospechoso. El TEIF utilizaba el software para hacer lo mismo, generando una imagen casi fotográfica.

En cinco minutos, Sachs obtuvo un fotomontaje de un hombre blanco con papada, pulcramente afeitado, con cabellos bien recortados, de color castaño oscuro, de cuarenta y tantos años. Se parecía a cualquiera de los millones de empresarios o contratistas o cajeros de tienda de mediana edad que uno se cruza en el metro.

Promedio

– ¿Recuerda qué llevaba puesto?

Hay un programa auxiliar del TEIF que sirve para poner a la imagen del sospechoso diferentes vestimentas, como las muñecas de papel a las que se les colocan prendas de vestir. Pero lo único que recordaba la mujer era una gabardina oscura.

– Ah, una cosa. Creo que tenía acento sureño -añadió la mujer.

Sachs hizo un gesto con la cabeza y anotó eso en su libreta. Luego conectó una pequeña impresora láser y al poco ya tenía dos docenas de copias en tamaño 13x18 centímetros de la imagen de SD 109, con una breve descripción de su altura, su peso y el dato de que podría llevar una gabardina oscura y que hablaba con acento sureño. Agregó la advertencia de que atacaba a inocentes. Alargó las copias a Bo Haumann, el antiguo instructor, de cabello entrecano cortado al rape, que ahora era el jefe de la Unidad de Servicios de Urgencias, el grupo táctico de Nueva York. Haumann distribuyó a su vez los retratos entre sus agentes y los polis uniformados que estaban allí con el equipo. Dividió a los agentes en grupos -mezclando uniformados con personal de la USU, la cual tenía mayor poder de fuego- y les ordenó que empezaran a peinar el barrio.

La docena de policías se dispersó.

El Departamento de Policía de Nueva York, encargado de velar por la tranquilidad en la ciudad, no organizaba sus equipos tácticos con transportes blindados del tipo de los que se usan en el ejército, sino con coches y furgones comunes y corrientes en los que se desplazaban las brigadas, y el armamento se transportaba en un autobús de la USU, un anodino camión azul y blanco. En aquel momento había uno de ésos aparcado cerca de la tienda, sirviendo de vehículo de apoyo.

Sachs y Sellitto se pusieron chalecos antibalas con placas antiimpacto en la zona del corazón, y se encaminaron hacia Little Italy. El barrio había cambiado radicalmente en los últimos quince años. Un enorme enclave de inmigrantes italianos de clase trabajadora en el pasado se había reducido casi a la nada, debido a la expansión del Barrio Chino desde el sur y de los jóvenes profesionales venidos del norte y el oeste. En la calle Mulberry los dos detectives pasaron ahora ante un emblema de ese cambio: el edificio que había albergado al antiguo Club Social Ravenite, hogar de la familia mafiosa Gambino, que había sido dirigida, en tiempos ya lejanos, por John Gotti. El club había sido confiscado por el gobierno -lo que tuvo como consecuencia que recibiera el inevitable mote de «Club Fed»- y ahora era simplemente otro edificio comercial en alquiler.

Los dos detectives eligieron una calle y empezaron a realizar su parte del peinado del área, mostrándoles sus placas y el retrato del sujeto a los vendedores ambulantes y a los cajeros de las tiendas, a los adolescentes que estaban haciendo novillos tomando café en Starbucks, a los jubilados sentados en los bancos o en las escaleras de entrada de los edificios. Cada tanto oían informes de los otros agentes. Nada… Negativo en Grand, K… Recibido… Negativo en Hester, K… Lo intentaremos en el este

Sellitto y Sachs siguieron recorriendo su ruta, sin que tuvieran más suerte que los otros.

Detrás de ellos se oyó un estridente bang.

Sachs lanzó un grito ahogado -no por el ruido, ya que lo reconoció al instante como la detonación del tubo de escape de un camión-, sino por la reacción de Sellitto. Éste había dado un salto hacia un lado, y de hecho se había puesto a cubierto detrás de unas cabinas telefónicas, con la mano sobre la empuñadura de su revólver.

Parpadeó y tragó saliva. Soltó una risa lánguida.

– Putos camiones -masculló.

– Ajá -dijo Sachs.

Cuando continuaron la marcha, el se limpió la cara.


Sentado en el escritorio, en su escondite, percibiendo el olor a ajo proveniente de uno de los restaurantes cercanos de Little Italy, Thompson Boyd estaba acurrucado con un libro entre las manos, leyendo las instrucciones que en él se exponían; luego revisó lo que había comprado en la ferretería, hacía una hora.

Señaló algunas páginas con post-it amarillos y garabateó algunas notas en los márgenes. Los procedimientos que estaba estudiando eran un poco complicados, pero él sabía que terminaría por desentrañarlos. No había nada que no se pudiera hacer si uno se tomaba su tiempo. Eso se lo había enseñado su padre. Fueran tareas difíciles o sencillas.

Es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales.

Deslizó la silla hacia atrás, apartándose del escritorio, el cual, junto con la silla, una lámpara y un catre, eran los únicos muebles de la casa. Una televisión pequeña, un refrigerador, un cubo de la basura. También guardaba algunos pertrechos, objetos que usaba en su trabajo. Thompson estiró con el dedo la abertura del guante de látex a la altura de la muñeca derecha y sopló dentro, refrescándose la piel. Luego hizo lo mismo con la izquierda. (Uno siempre tenía que suponer que un escondite podría ser descubierto en cualquier momento, de modo que tenía que tomar sus precauciones para no dejar pruebas que terminaran incriminándole, ya fuera usando guantes o poniendo una bomba trampa). Ese día los ojos le estaban dando guerra. Los entrecerró, se puso gotas, y el escozor cedió. Cerró los párpados.

Silbando suavemente la evocadora canción de la película Cold Mountain.

Soldados disparando a soldados, esa gran explosión, bayonetas. Las imágenes de la película caían en cascada por su mente.

Tssssst

Desapareció esa canción, junto con las imágenes, y apareció una melodía clásica. Bolero.

Por lo general no sabía decir de dónde venían las melodías. Era como si en su cabeza hubiera un cargador de CDs que hubiera programado alguna otra persona. Pero del Bolero sí conocía el origen. Su padre tenía la obra en un disco. El enorme hombre de cabello cortado al rape la ponía una y otra vez en el giradiscos de plástico verde de Sears que tenía en el taller.

– Escucha esta parte, hijo. Cambia de clave. Espera… espera… ¡Ahí! ¿Lo has oído?

El chico creía haberlo oído.

Ahora Thompson abrió los ojos y volvió al libro.

Cinco minutos más tarde: Tssssst… El Bolero desapareció y otra tonada empezó a abrirse camino a través de sus labios fruncidos: Time After Time. Esa canción que Cyndi Lauper había hecho famosa en los años ochenta.

A Thompson Boyd siempre le había gustado la música y desde que era muy pequeño quiso tocar un instrumento. Su madre le obligó a asistir a clases de guitarra y flauta durante varios años. Después de que ella tuvo el accidente, era su padre el que le llevaba en el coche, aunque eso le hiciera llegar tarde al trabajo. Pero había problemas que ponían trabas a los progresos de Thompson: sus dedos eran demasiado grandes y regordetes para los trastes de la guitarra y las teclas del piano y la flauta, y además no tenía voz. Así fuera en el coro de la iglesia, o cantando canciones de Willie, o de Waylon, o de Asleep at the Wheel, nada, de la laringe no le salía más que un graznido. Así que después de un año o dos dejó la música y se dedicó a llenar su tiempo con lo que los chicos hacían normalmente en lugares como Amarillo, Texas: pasar el tiempo con su familia, claveteando y cepillando y lijando en el taller que su padre tenía en el cobertizo, jugando al fútbol americano, cazando, teniendo citas con chicas tímidas, yendo a pasear por el desierto.

Y guardó su amor por la música en ese lugar al que van a parar las esperanzas frustradas.

Lo que normalmente no está muy por debajo de la superficie. Más tarde o más temprano, vuelven a salir.

En su caso, eso había sucedido en la cárcel, unos años atrás. Un guardia del pabellón de máxima seguridad fue y le preguntó a Thompson:

– ¿Qué coño era eso?

– ¿Qué dice usted? -preguntó el siempre apacible ciudadano medio.

– Esa canción. Lo que estabas silbando.

– ¿Yo estaba silbando?

– Sí, coño. ¿No te habías dado cuenta?

– Lo habré hecho sin darme cuenta -le respondió al guardia.

– Demonios, sonaba bien. -El guardia siguió su camino, dejando a Thompson riéndose para sus adentros. ¡Vaya! Siempre había tenido un instrumento, había nacido con él; a dondequiera que fuese, lo llevaba encima. Thompson fue a la biblioteca de la cárcel e investigó sobre ello. Se enteró de que él era lo que la gente llamaría un «silbador profesional». Los silbadores profesionales son escasos -casi toda la gente tiene una gama de notas limitada al silbar- y podían ganarse muy bien la vida como músicos profesionales dando conciertos, participando en anuncios, en la televisión y en el cine (todo el mundo conocía el tema de El puente sobre el río Kwai, por supuesto; ni siquiera se podía pensar en él sin silbar las primeras notas, al menos mentalmente). Incluso había torneos de silbido profesional, el más famoso de los cuales era el Gran Campeonato Internacional, en el que participaban decenas de artistas, muchos de los cuales se dedicaban a presentarse con orquestas por todo el mundo, y tenían sus propios números de cabaret.

Tssssst

Le vino otra melodía a la cabeza. Thompson Boyd exhaló las notas débilmente, produciendo un trino suave. Se dio cuenta de que había dejado la 22 fuera del alcance de la mano. Eso no era hacer las cosas siguiendo las reglas… Deslizó la pistola, acercándosela, y luego volvió otra vez al folleto de instrucciones, pegando más post-it en las páginas, echando un ojo a la bolsa de las compras para cerciorarse de que tenía todo lo que le hacía falta. Pensó que ya tenía dominada la técnica. Pero, como siempre que abordaba algo nuevo, iba a aprenderse todo desde cero antes de llevar a cabo el trabajo.


– Nada, Rhyme -dijo Sachs por el micrófono que colgaba cerca de sus carnosos labios.

Cuando él espetó: «¿Nada?», resultó evidente que el buen humor que había demostrado antes había desaparecido como el vapor.

– Nadie le ha visto.

– ¿Dónde estás?

– Hemos peinado fundamentalmente todo Little Italy. Lon y yo estamos en el extremo sur. En la calle Canal.

– Demonios -masculló Rhyme.

– Podríamos… -Sachs se interrumpió-. ¿Qué es eso?

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Espera un momento. -Y a Sellitto-: Vamos.

Mostrando su placa, se abrió paso a través de cuatro carriles de tráfico denso. Miró a su alrededor y luego cogió hacia el sur por la calle Elizabeth, una oscura calle de casas, tiendas al por menor y almacenes. Volvió a detenerse.

– ¿Hueles eso?

Rhyme preguntó en tono cáustico:

– ¿Si huelo?

– Le estoy preguntando a Lon.

– Sí -dijo el corpulento detective-. ¿Qué es? Algo… dulce.

Sachs señaló una empresa mayorista de productos de herboristería, jabones e incienso, dos puertas al sur de Canal, en la calle Elizabeth. Las puertas abiertas despedían un fuerte aroma floral. Era jazmín, el aroma que habían detectado en la bolsa de los objetos para la violación y que Geneva misma había notado en el museo.

– Puede que tengamos una pista, Rhyme. Te llamaré luego.


– Ajá, ajá -dijo el delgado chino de la herboristería mayorista, mirando el fotomontaje de SD 109 generado mediante el TEIF-. Yo vel él en alguna palte. En piso de aliba. Él no estal mucho allí. ¿Qué hacel, él?

– ¿Está arriba ahora?

– No sabel. No sabel. Cleo que vel a él hoy. ¿Qué hacel, él?

– ¿En qué apartamento?

El hombre se encogió de hombros.

La empresa importadora de productos de herboristería ocupaba la planta baja, pero al final del oscuro corredor de entrada había unas escaleras empinadas que se perdían hacia arriba en la oscuridad. Sellitto cogió su radio y llamó por la frecuencia destinada a las operaciones.

– Le tenemos.

– ¿Quién es? -espetó Haumann.

– Ah, lo siento. Soy Sellitto. Estamos dos portales al sur de Canal, en Elizabeth. Tenemos una identificación positiva del inquilino. Puede que esté en el edificio en este momento.

– Comando de la USU, todas las unidades. ¿Me reciben, K?

Las ondas hertzianas se llenaron de respuestas afirmativas.

Sachs se identificó y transmitió:

– Acérquense en silencio y manténgase fuera de Elizabeth. El sujeto puede ver la calle desde la ventana del frente.

– Recibido, cinco-ocho-ocho-cinco. ¿Cuál es la dirección? Estoy pidiendo por radio una orden de registro, K.

Sachs le dio el número del portal.

– Cambio y fuera.

No habían pasado quince minutos cuando los equipos estaban en posición y los oficiales de registro y vigilancia estaban observando el frente y el fondo del edificio con binoculares y sensores infrarrojos y sónicos. El oficial jefe de RYV dijo:

– El edificio tiene tres pisos. La empresa de importación está en la planta baja. Podemos ver el interior del primer y tercer piso. Están ocupados: familias asiáticas. En el primero una pareja de ancianos y en el último una mujer con cuatro o cinco niños.

– ¿Y el segundo piso? -preguntó Haumann.

– Las ventanas tienen cortinas, pero el infrarrojo da positivo: hay una fuente de calor. Podría ser una televisión o una estufa. Pero también podría ser una persona. Y estamos detectando algunos ruidos. Música. Y algo que suena como el crujido del suelo.

Sachs miró el portero automático del edificio. La chapa que estaba encima del botón del telefonillo del segundo piso estaba vacía.

Llegó un agente y le dio un papel a Haumann. Era la orden de registro firmada por un juez del tribunal estatal y acababan de enviarla por fax al camión del puesto de mando de la USU. Haumann la examinó, se aseguró de que la dirección fuera la correcta; una orden de registro en el domicilio equivocado podía hacer caer la responsabilidad sobre los agentes y poner en peligro todo el caso, favoreciendo al reo. Pero el papel estaba bien. Haumann dijo:

– Dos equipos de asalto de cuatro personas cada uno: uno por la escalera del frente y el otro por la salida de incendios. -Separó ocho agentes del grupo y los dividió en dos equipos. Uno de ellos (el equipo A) era el que entraría por el frente. El B lo haría por la salida de incendios. Dijo al segundo grupo-: Ustedes rompan la ventana después de contar hasta tres, y arrojen una bomba de estruendo dos segundos después.

– Comprendido.

– Cuando diga cero, derriben la puerta de entrada -dijo al jefe del equipo A. Luego encomendó a los otros agentes que resguardaran las puertas de los vecinos y que cubrieran a sus compañeros-. Ahora, despliéguense. Muévanse, muévanse, ¡muévanse!

Los agentes -casi todos hombres, sólo dos eran mujeres- se pusieron en movimiento, acatando la orden de Haumann. El equipo B dio la vuelta hacia la parte trasera del edificio, mientras que Sachs y Haumann se unieron al equipo A, junto a un agente que se encargó del ariete.

En circunstancias normales, a un miembro de la policía científica no se le permitía formar parte de un grupo de asalto. Pero Haumann había visto a Sachs en un tiroteo y tenía claro que ella sabía defenderse bien. Y, lo que era más importante, los mismos agentes de la USU la aceptaban de buen grado. Nunca lo hubieran reconocido, al menos no ante ella, pero consideraban a Sachs como a uno de los suyos y estaban contentos de tenerla entre ellos. Ni que decir tiene que no hacía ningún daño que ella fuera una de las mejores tiradoras de pistola de la policía.

En cuanto a Sachs, bueno, a ella le molaba eso de entrar a patadas.

Sellitto se ofreció a quedarse en la planta baja y no quitar ojo a la calle.

Con dolor en las rodillas a causa de la artritis, Sachs subió al segundo piso con los otros agentes. Dio unos pasos hasta ponerse al lado de la puerta, y pegó la oreja. Le hizo a Haumann una señal con la cabeza.

– Oigo algo -susurró.

Haumann dijo por la radio:

– Equipo B, informen.

– Estamos en posición -oyó Sachs por su auricular-. No podemos ver el interior. Pero estamos listos para entrar en acción.

El comandante miró a los miembros del equipo que le rodeaba. El enorme agente del ariete -que era un tubo relleno con lastre, de un metro de largo- gesticuló con la cabeza. Otro poli se puso en cuclillas a su lado y colocó la mano en el pomo de la puerta para ver si estaba echado el cerrojo.

Haumann dijo por el micrófono:

– Cinco… cuatro… tres…

Silencio. Ése era el momento en que tendrían que haber oído el ruido de cristales rotos y luego la explosión de la granada destinada a aturdir al sujeto.

Nada.

Y aquí también había algo que no iba bien. El agente que tenía la mano en el pomo tenía convulsiones y gemía.

«Dios», pensó Sachs, mirándole fijamente. Al tío le estaba dando un ataque o algo así. ¿Un agente del equipo táctico con epilepsia? ¿Por qué diablos no había salido eso a la luz en su reconocimiento médico?

– ¿Qué sucede? -susurró Haumann.

El hombre no respondió. El temblor empeoró. Tenía los ojos como huevos fritos y en blanco.

– Equipo B, informen -ordenó el comandante por la radio-. ¿Qué ocurre? K.

– Comandante, la ventana está tapiada -transmitió el jefe del equipo-. Contrachapado. No podemos arrojar una granada dentro. ¿Estado de Alpha? K.

Ahora el agente que estaba en la puerta se había desplomado, con la mano paralizada todavía aferrada al pomo, aún convulsionándose. Haumann susurró con voz áspera:

– ¡Estamos perdiendo tiempo! Quítenlo de en medio y derriben esa puerta. ¡Ya!

El segundo hombre también empezó a temblar.

Los otros agentes dieron un paso atrás. Uno masculló:

– Pero qué…

En ese momento el cabello del primer agente empezó a arder.

– ¡Ha electrificado la puerta! -Haumann señaló una placa metálica que había sobre el suelo. Eran comunes en los edificios antiguos, se usaban como parches baratos para los suelos de madera noble. Ésta, sin embargo, SD 109 la había usado para hacer una bomba trampa eléctrica; por los cuerpos de ambos hombres fluía una corriente de alto voltaje.

La cabeza del primero de los dos agentes echó fuego; luego, sus cejas, el dorso de sus manos, el cuello de su camisa. El otro estaba inconsciente, pero continuaba agitándose espantosamente.

– Dios -susurró un agente.

Haumann le arrojó su ametralladora H &K a un agente que tenía al lado, cogió el ariete y lo lanzó con fuerza contra la muñeca del agente que estaba aferrado al pomo. Probablemente los huesos se le hicieron añicos, pero el golpe del ariete hizo que se le abrieran los dedos. El cortocircuito se interrumpió, los dos hombres cayeron exánimes. Sachs apagó las llamas, que estaban llenando el rellano de un olor repugnante a cabellos y carne quemados.

Dos de los agentes de apoyo empezaron a practicarles resucitación cardiorrespiratoria a sus compañeros inconscientes, mientras que un poli del equipo A cogió las asas del ariete y lo arrojó contra la puerta, que cedió violentamente. Sin perder ni un instante, el equipo entró a toda velocidad, con las armas en alto. Sachs les siguió.

Sólo les llevó cinco segundos darse cuenta de que el apartamento estaba vacío.

CAPÍTULO 13

Bo Haumann llamó por la radio:

– Equipo B, equipo B, estamos dentro. Ni rastro del sospechoso. Bajen, peinen el callejón. Pero recuerden: la última vez, él se quedó esperando en las cercanías. Va a por personas inocentes. Y va a por polis.

La lámpara del escritorio estaba caliente, y cuando Sachs tocó el asiento de la silla, notó que estaba tibio. Sobre el escritorio había un pequeño monitor de circuito cerrado de televisión; la pantalla borrosa mostraba el rellano, delante de la puerta. El asesino tenía una cámara de seguridad oculta en algún lugar allí fuera y los había visto venir. Se había escapado hacía unos momentos. Pero, ¿por dónde? Los agentes miraron por todas partes buscando una vía de escape. La ventana que estaba al lado de la salida de incendios estaba tapada con contrachapado. La otra estaba descubierta, pero estaba a diez metros de altura por encima del callejón.

– Él estaba aquí. ¿Cómo diablos se escapó?

La respuesta llegó un momento después.

– He encontrado esto -dijo un agente. Había mirado debajo de la cama; luego separó el catre de la pared, dejando a la vista un agujero del tamaño justo para que se arrastrara una persona. Parecía que el sujeto había quitado el yeso y los ladrillos de la pared que separaba el edificio del de al lado. Cuando los vio por el monitor de televisión, sencillamente le dio un puntapié al yeso del otro lado de la pared y se deslizó al edificio adyacente.

Haumann mandó más agentes a revisar el tejado y las calles cercanas, y a otros a cubrir las entradas del edificio de al lado.

– Alguien que se meta por el agujero -ordenó el comandante de la USU.

– Iré yo, señor -dijo un agente bajito.

Pero con su voluminoso armamento, no pasaba por el hueco.

– Lo haré yo -dijo Sachs, con diferencia la más delgada de los agentes que había allí-. Pero necesito que despejen esta habitación. Para preservar las pruebas.

– Entendido. La meteremos ahí dentro y luego nos retiraremos. -Haumann ordenó que pusieran la cama a un lado. Sachs se arrodilló y alumbró con su linterna a través del agujero, al otro lado del cual había una pasarela, dentro de un almacén o fábrica. Para llegar a ella tuvo que arrastrarse a través del estrecho espacio.

– Mierda -masculló Amelia Sachs, la mujer que conducía a 250 kilómetros por hora e intercambiaba disparos frente a frente con delincuentes acorralados, pero que casi se paralizaba con sólo una insinuación de situación claustrofóbica.

¿Entrar de cabeza, o por los pies?

Suspiró.

De cabeza daba miedo pero era más seguro; al menos tendría unos segundos para localizar la posición desde donde le dispararía el sujeto antes de que éste pudiera apuntar al blanco. Miró el espacio estrecho, oscuro. Una inspiración profunda. Pistola en mano, empezó a avanzar.


«¿Qué demonios me pasa?», pensó Lon Sellitto, de pie frente al almacén que estaba al lado de los importadores de productos de herboristería, el edificio cuyo frente se suponía que estaba vigilando. Miró hacia la puerta y hacia las ventanas, buscando al sujeto fugitivo, rogando al cielo que el criminal se dejara ver, para que él pudiera trincarle.

Rogando que no se dejara ver.

«¿Qué demonios es lo que me inquieta?».

En los años que llevaba en la policía, Sellitto había estado en una docena de tiroteos, le había quitado armas de fuego a psicópatas desquiciados, incluso había forcejeado con un suicida en el tejado del edificio Flatiron, sin que lo separara de la muerte otra cosa que una cornisa de quince centímetros. A veces se había echado a temblar, por supuesto. Pero siempre se recuperaba. Nunca le había afectado nada como la muerte de Barry esa mañana. Estar en la línea de fuego le había dejado asustado, no había por qué negarlo. Pero era otra cosa lo que le tenía así. Algo que tenía que ver con estar tan cerca de una persona en ese preciso instante… el momento de la muerte. No podía quitarse de la cabeza la voz del bibliotecario, sus últimas palabras antes de morir.

La verdad es que no vi

No podía olvidar el ruido de las tres balas alcanzándole en el pecho.

Tap… tap… tap

Habían sido como unas palmaditas suaves, apenas audibles. Nunca había oído un ruido como ése. Ahora Lon Sellitto tenía escalofríos y sentía náuseas.

Y los ojos castaños del hombre… Estaban mirando fijamente a los de Sellitto cuando impactaron los proyectiles. En una fracción de segundo hubo sorpresa, luego dolor, luego… nada. Fue la cosa más extraña que Sellitto había visto en su vida. Sólo había una manera de describirlo: en un momento había algo complejo y real detrás de aquellos ojos y, un instante después, incluso antes de que el hombre cayera hecho un ovillo sobre la acera, no había nada.

El detective se había quedado helado, con la vista clavada en el muñeco fofo que yacía frente a él, pese al hecho de que sabía que tendría que estar intentando dar caza al autor de los disparos. De hecho los médicos tuvieron que echarle a un lado para llegar a Barry; Sellitto había sido incapaz de moverse.

Tap… tap… tap

Luego, cuando llegó el momento de llamar a los familiares más cercanos de Barry, Sellitto había vuelto a resultar un estorbo. Había hecho muchísimas de esas difíciles llamadas, a lo largo de los años. Ninguna de ellas había sido fácil, por supuesto. Pero ese día, sencillamente, no podía enfrentarse a ello. Había inventado alguna excusa tonta sobre su teléfono y había dejado que otro se encargara de la tarea. Había temido que se le quebrara la voz. Había temido que se le escapara el llanto, lo que jamás le había sucedido en décadas de servicio.

Ahora oyó por la radio el informe sobre la inútil persecución del criminal.

Oyendo: tap… tap… tap

«¡Joder!, yo sólo quiero irme a casa».

Quería estar con Rachel, tomar una cerveza con ella en el porche de su casa, en Brooklyn. Bueno, era demasiado temprano para una cerveza. Un café. O tal vez no fuera demasiado temprano para una cerveza. O un whisky. Quería estar sentado allí, mirando la hierba y los árboles. Conversando. O no diciendo nada. Sólo estar con ella. De pronto los pensamientos del detective se desviaron hacia su hijo adolescente, que vivía con la ex de Sellitto. No había llamado al chico desde hacía tres o cuatro días. Tenía que hacerlo.

Él…

Mierda. Sellitto se dio cuenta de que estaba de pie en medio de la calle Elizabeth dándole la espalda al edificio que se suponía que estaba vigilando, perdido en sus pensamientos. «¡Dios santo! ¿Pero qué coño estás haciendo?». El pistolero anda suelto en algún lado, por aquí, ¿y tú estás soñando despierto? El tipo podía estar esperando en ese callejón de allí, o en el otro, igual que había hecho esa mañana.

Sellitto se puso en cuclillas y se dio la vuelta, observando las ventanas oscuras, tal vez oscurecidas adrede. El criminal podía estar detrás de cualquiera de ellas, mirando hacia abajo, con la vista puesta en él en ese preciso momento, con esa jodida pistola pequeña que tenía. Tap… tap… Las agujas de las balas rasgando la carne en jirones al abrirse en abanico. Sellitto sintió escalofríos y dio unos pasos atrás, refugiándose entre dos furgones de reparto aparcados, donde no se le pudiera ver desde las ventanas. Asomándose por el lateral de una furgoneta, miró las ventanas negras, miró la puerta.

Pero no eran esas cosas lo que veía. No, estaba viendo los ojos castaños del bibliotecario, ante él, a unos pocos centímetros.

No vi

Tap… tap

La vida volviéndose no-vida.

Esos ojos…

Se secó la mano con la que empuñaba el arma en los pantalones del traje, diciéndose a sí mismo que estaba sudando sólo debido al chaleco antibalas. ¿Qué pasaba con el puto tiempo? Hacía demasiado calor para ser octubre. ¿Quién demonios no iba a sudar?

– No le veo, K -susurró Sachs en su micrófono.

– ¿Puedes repetirlo? -fue la respuesta de Haumann.

– No hay rastro de él, K.

El almacén al que había huido SD 109 era fundamentalmente un gran espacio abierto dividido por pasarelas de tejido metálico. En el suelo había palés de botellas de aceite de oliva y de latas de salsa de tomate, sellados con plástico termocontraíble. La pasarela sobre la que estaba Sachs, de unos diez metros de altura, rodeaba todo el perímetro y estaba al nivel del apartamento del sujeto, en el edificio de al lado. Era un almacén en uso, aunque lo más seguro fuera que sólo se utilizara de manera esporádica; no había rastros de que últimamente hubieran ido empleados por allí. Las lámparas estaban apagadas, pero a través de las grasientas claraboyas se filtraba suficiente luz como para que ella pudiera tener una visión de conjunto del lugar.

Los suelos estaban limpios, bien barridos, y Sachs no encontró huellas de pisadas que revelaran por dónde se había ido SD 109. Además de la puerta del frente y de la que daba al muelle de carga del fondo, había otras dos al nivel del suelo, a un lado. En una ponía «Servicios»; en la otra no había ninguna indicación.

Avanzando lentamente, moviendo la Glock delante de ella, buscando un blanco con el haz de la linterna, Amelia Sachs comprobó que todas las pasarelas y las áreas abiertas de la nave estaban despejadas. Informó de ello a Haumann. Entonces los agentes de la USU dieron un puntapié al portón de cargas de la nave y entraron, dispersándose dentro de ésta. Aliviada por la llegada de los refuerzos, Sachs hizo señas con las manos para señalar las dos puertas laterales. Los polis se dirigieron a ellas.

Haumann informó por radio:

– Hemos estado peinando la zona, pero fuera no le ha visto nadie. Todavía podría estar dentro, K.

En voz muy baja, Sachs acusó recibo de la transmisión. Bajó la escalera hasta el nivel del suelo, y se unió a los otros agentes.

Señaló la puerta del servicio.

– A la de tres -susurró.

Ellos asintieron con la cabeza. Uno hizo un gesto señalándose a sí mismo, pero ella movió la cabeza, queriendo decir que iba a entrar ella misma. A Sachs le enfurecía que el criminal hubiera huido, que tuviera una bolsa con objetos para perpetrar violaciones con una carita sonriente, que hubiera disparado a un inocente sólo como maniobra de distracción. Quería que trincaran a ese tipo y quería estar segura de quedarse con un pedazo suyo.

Tenía puesto el chaleco antibalas, por supuesto, pero no pudo evitar pensar en lo que ocurriría si una de esas balas de agujas le diera en el rostro o en el brazo.

O en la garganta.

Empezó a contar con los dedos en alto. Uno

Entrar rápido, entrar agachada, con un kilo de presión sobre el gatillo que se dispara con un kilo y un cuarto.

¿Estás segura de lo que haces, chica?

Le vino a la mente la imagen de Lincoln Rhyme.

Dos

Luego un recuerdo de su padre, agente de policía, impartiendo su filosofía de vida desde su lecho de muerte:

– Recuerda, Amie, cuando te mueves, no pueden cogerte.

Así que, ¡muévete!

Tres.

Hizo una señal con la cabeza. Un agente abrió la puerta de un puntapié -nadie se acercaba a ningún pomo- y Sachs se lanzó hacia adelante, aterrizando en cuclillas, dolorosamente, y rociando con el haz de luz de la linterna todo el baño, que era pequeño y no tenía ventanas.

Vacío.

Retrocedió y pasó a ocuparse de la otra puerta. Aquí, la misma rutina.

A la de tres, otro fuerte puntapié. La puerta cedió con un crujido.

Las armas y las linternas en alto. Sachs pensó: «Vaya, nunca es fácil, ¿eh?». Bajó la vista hacia una larga escalera que descendía hundiéndose en una oscuridad total. Notó que los escalones no tenían tabicas, lo que significaba que el sujeto podía estar agazapado detrás de la escalera y, a través de los huecos, podía dispararles en los tobillos, las pantorrillas o la espalda cuando los agentes descendieran.

– Oscuridad -susurró.

Los hombres apagaron sus linternas, montadas sobre los cañones de las ametralladoras. Sachs avanzó primera; le dolían las rodillas. Por dos veces estuvo a punto de tropezar en los escalones flojos e irregulares. La siguieron cuatro agentes de la USU.

– Formación en 360 grados -susurró, sabiendo que no estaba técnicamente a cargo, pero incapaz de detenerse en ese momento. Los agentes no cuestionaron su orden. Hombro contra hombro, para orientarse, formaron un cuadrado aproximado, todos mirando hacia afuera y controlando un cuarto del sótano.

– ¡Luz!

Los haces de las poderosas lámparas halógenas llenaron de pronto el pequeño recinto; las armas buscaban un blanco.

Ella no vio amenaza alguna, no oyó ni un ruido. «Salvo el puto latido de un corazón», pensó.

«Pero es el mío».

En el sótano había una caldera, tuberías, tanques de combustible y mil botellas de cerveza vacías. Montañas de basura. Media docena de ratas enardecidas.

Los agentes revisaron las apestosas bolsas de basura, pero estaba claro que el criminal no estaba metido en ninguna de ellas.

Sachs comunicó a Haumann por radio lo que habían encontrado. Nadie había visto ni rastro del sujeto. Todos los agentes iban a reunirse en el camión del puesto de mando para proseguir el peinado del barrio, mientras Sachs investigaba los escenarios en busca de pruebas, y todos tenían presente que, al igual que antes en el museo, el asesino podía estar cerca.

guárdense las espaldas.

Dando un suspiro, guardó el arma y se volvió hacia la escalera. Entonces se detuvo. Si subiera por los mismos escalones por los que había bajado de la planta principal, tendría que bajar otro trecho para volver al nivel de la calle. Una alternativa más sencilla era coger la escalera mucho más corta que daba directamente a la acera.

A veces, pensó, dándose la vuelta para salir por esa segunda escalera, uno tiene que mimarse un poco.


Lon Sellitto se había obsesionado con una ventana en particular.

Había oído la comunicación de que la nave estaba limpia, pero se preguntó si los de la USU habrían mirado realmente hasta en el último recoveco. A fin de cuentas, el sujeto había pasado inadvertido ante todos esa mañana, en el museo. Se había colado fácilmente hasta tener a su blanco a tiro.

Tap, tap, tap.

Esa mismísima ventana, la del extremo derecho, en el primer piso… A Sellitto le pareció que había vibrado una o dos veces.

Puede que sólo fuera el viento. Pero puede que el movimiento fuera provocado por alguien que estuviera intentando abrirla.

O apuntando a través de ella.

Tap.

Le dio un escalofrío y dio un paso atrás.

– Eh -llamó a un agente de la USU, que acababa de salir del importador de hierbas-. Eche un vistazo… ¿Ve algo en aquella ventana?

– ¿Dónde?

– En aquella. -Sellitto se asomó, exponiéndose un poco, y señaló el cuadrado negro de cristal.

– No. Pero el lugar está limpio. ¿No lo ha oído?

Sellitto se inclinó, asomándose un poco más, oyendo tap, tap, tap, viendo unos ojos castaños volviéndose inertes. Frunció la vista y, temblando, examinó la ventana con mucho cuidado. Entonces, en los bordes de su campo visual vio de pronto un movimiento a su izquierda y el chirrido de una puerta que se abría. Un destello de luz cuando el frío sol se reflejó en un objeto metálico.

¡Es él!

– Dios -suspiró Sellitto. Cogió su pistola, arrodillándose y rodando hacia el destello luminoso. Pero en lugar de seguir los procedimientos, según los cuales cuando uno saca rápido el arma hay que mantener el dedo fuera del guardamonte, le entró el pánico y sacó su Colt de la pistolera de un tirón.

Y fue por esa razón por la que el arma se le disparó un instante después, enviando el proyectil directamente al punto en el que Amelia Sachs estaba saliendo por la puerta del sótano de la nave.

CAPÍTULO 14

De pie en la esquina de Canal con la Sexta Avenida, a unas diez calles de su escondite, Thompson Boyd esperó a que cambiara el semáforo. Estaba sin aliento, y se enjugó el rostro humedecido.

No estaba impresionado, no estaba asustado -el jadeo y el sudor se debían a la carrera para ponerse a salvo-, pero sentía curiosidad por saber cómo le habían encontrado. Siempre tenía muchísimo cuidado con sus contactos y con los teléfonos que usaba, y siempre controlaba si le estaban siguiendo, así que supuso que había sido por pruebas físicas. Tenía sentido, porque estaba bastante seguro de que la mujer de blanco, la que iba de un lado a otro por el escenario del museo como una serpiente de cascabel, era una de las que estaban fuera del apartamento de la calle Elizabeth. ¿Qué había dejado en el museo? ¿Algo en la bolsa en la que llevaba los objetos para la agresión? ¿Algún resto de algo que tenía en los zapatos o la ropa?

Eran los mejores investigadores con los que se había topado jamás. Tendría que tenerlo presente.

Mirando el tráfico, reflexionó sobre la fuga. Cuando había visto venir a los agentes por las escaleras, rápidamente había puesto el libro y las compras de la ferretería en la bolsa en las que las había traído, había agarrado su maletín y su arma, y luego había accionado la llave que activaba la electrificación del pomo. Había dado un puntapié a la pared y había escapado hacia la nave de al lado, había trepado hasta el tejado y luego había ido a toda velocidad en dirección sur hasta el final del bloque de pisos. Había bajado por una escalera de incendios, había girado al oeste y se había puesto a correr a toda velocidad, cogiendo el camino que había planeado y probado docenas de veces.

Ahora, en la confluencia de Canal con la Sexta Avenida, estaba perdido en medio de una multitud que esperaba a que cambiara el semáforo, oyendo las sirenas de los coches patrulla que se unían a su búsqueda. Su rostro estaba impasible, sus manos ni siquiera temblaban, no estaba furioso, no le había entrado pánico. Así era como tenía que estar. Lo había visto una y otra vez: a muchísimos asesinos profesionales que había conocido los habían cogido porque les había entrado el pánico, habían perdido su frialdad ante la policía y se habían derrumbado durante un interrogatorio de rutina. O eso, o habían perdido la calma cuando estaban haciendo la faena, dejando restos incriminatorios, o testigos vivos. Las emociones -el amor, la ira, el miedo- le vuelven a uno descuidado. Uno tenía que ser frío, distante.

Entumecido

Thompson empuñó su revólver, oculto en el bolsillo de su gabardina, mientras veía varios coches patrulla que subían a toda velocidad por la Sexta. Los vehículos daban patinazos al doblar en la esquina y coger Canal hacia el este. Se estaban saltando todas las señales de detención para ir a buscarle. Lo que no era sorprendente, Thompson lo sabía. La fuerza pública de Nueva York pondría una mueca de mucho disgusto ante un criminal que ejecutara a uno de los suyos (aunque en la opinión de Thompson, la culpa había sido del propio poli, por ser poco cuidadoso).

Luego una ligera voz de preocupación le sonó en el cerebro cuando vio a otro coche patrulla que frenaba dando un patinazo, a tres calles de allí. Los agentes bajaron y empezaron a interrogar a la gente en la calle. Luego otro se detuvo a menos de cien metros de donde él se encontraba. Y se movían en esa dirección. Su coche estaba aparcado cerca de Hudson, a unos cinco minutos. Tenía que llegar a él enseguida. Pero el semáforo seguía en rojo.

Más sirenas llenaron el aire.

Esto se estaba convirtiendo en un problema.

Thompson miró a la multitud que le rodeaba, casi todos con la vista fija en el este, atraída por los coches policiales y los agentes.

Necesitaba algo con que distraer la atención, algo que le permitiera cruzar disimuladamente la calle. Cualquier cosa… no tenía que ser nada espectacular. Sólo suficiente para desviar la atención de la gente durante un momento. Fuego en una papelera, la alarma de un coche, el ruido de cristales rotos… ¿Alguna otra idea? Echando un vistazo al sur, a su izquierda, Thompson vio que venía un gran autobús suburbano que subía por la Sexta Avenida. Se acercaba a la esquina en la que esperaba de pie el grupo de peatones. ¿Prender fuego a la papelera, o lo otro? Thompson Boyd se decidió. Se acercó al bordillo, se puso detrás de una chica asiática, delgada, de veintitantos años. Lo único que tuvo que hacer fue darle un empujoncito en la base de la espalda para que cayera en la trayectoria del autobús. Tambaleándose llena de pánico, intentando conservar el equilibrio, y dando un grito ahogado, resbaló del bordillo.

– ¡Se ha caído! -aulló Thompson con un grito, disimulando su acento-.¡Agárrenla!

Los gritos de desesperación de la chica se interrumpieron cuando el espejo retrovisor derecho del autobús le golpeó el hombro y la cabeza y arrojó su cuerpo sobre la acera, donde cayó dando volteretas. La sangre había salpicado la ventanilla, y también a las personas que estaban de pie cerca de ella. Los frenos chirriaron. Y también varias de las mujeres de entre la multitud.

El autobús se detuvo dando un patinazo en el medio de la calle Canal, bloqueando el tráfico; iba a tener que permanecer allí hasta que se investigara el accidente. Fuego en una papelera, una botella que se rompe, la alarma de un coche, esas cosas podrían haber funcionado. Pero él había decidido que matar a la chica era más eficaz.

El tráfico se paralizó de inmediato, lo que incluía dos coches de la policía que venían por la Sexta Avenida.

Cruzó la calle despacio, dejando atrás la multitud de transeúntes horrorizados que se iban apiñando, que gritaban, o lloraban, o contemplaban, espantados, el cuerpo exánime, ensangrentado, acurrucado contra una cerca de tela metálica. Los ojos sin mirada de la chica estaban en blanco, apuntando al cielo. Al parecer a nadie se le ocurrió que la tragedia no fuera sino un terrible accidente.

La gente corría hacia ella, la gente llamaba al 911 con sus teléfonos móviles… Un caos. Thompson cruzó la calle tranquilamente, esquivando los vehículos detenidos. Ya se había olvidado de la chica asiática y estaba pensando en cuestiones más importantes: había perdido su escondite. Pero al menos había escapado con sus armas de fuego, las cosas que había comprado en la ferretería y el manual de instrucciones. En el apartamento no había ninguna pista que llevara hacia él o hacia el hombre que le había contratado; ni siquiera la mujer de blanco podría hallar conexión alguna. No, esto no era un problema serio.

Se detuvo en una cabina telefónica, llamó a su buzón de voz y recibió buenas noticias. Supo que Geneva Settle asistía al instituto Langston Hughes en Harlem. Además, se enteró de que estaba bajo protección policial, lo que no era una sorpresa, por supuesto. Thompson sabría pronto más detalles: su domicilio, imaginaba; o incluso, con un poco de suerte, se enteraría de que se había presentado una oportunidad y que la chica había muerto a tiros, y el trabajo estaba concluido.

Thompson Boyd se dirigió hacia su coche, un Buick de tres años, de un anodino tono azul, un coche normal, un coche medio, para el ciudadano medio. Se metió en el tráfico y rodeó de lejos el atasco provocado por el accidente del autobús. Se dirigió hacia el puente de la calle 59, concentrado en lo que había aprendido en el libro que había estado estudiando hacía una hora, el que rebosaba de post-it, pensando en cómo aplicaría sus nuevas habilidades.


– No sé… no sé qué decir.

Abatido, Lon Sellitto miraba desde abajo al capitán, que había venido directamente desde la comisaría en cuanto los mandamases se enteraron del incidente del disparo. Sellitto estaba sentado en el bordillo, despeinado, con la tripa caída sobre el cinturón; las carnes rosadas le asomaban entre los botones. Sus zapatos desgastados apuntaban hacia afuera. En ese momento cada detalle de su persona estaba arrugado.

– ¿Qué ha sucedido? -El enorme y calvo capitán afroamericano había tomado posesión del revólver de Sellitto y lo tenía en la mano, descargado, con el tambor abierto, siguiendo los procedimientos del Departamento de Policía de Nueva York para los casos en los que un agente dispara un arma.

Sellitto miró a los ojos a aquel hombre alto.

– Se me cayó el arma -dijo.

El capitán sacudió lentamente la cabeza y se volvió hacia Amelia Sachs.

– ¿Está usted bien?

La mujer se encogió de hombros.

– No fue nada. El proyectil no impactó cerca de de donde yo estaba.

Sellitto vio que el capitán sabía que ella se estaba enrollando con lo del incidente, tratando de minimizarlo. El hecho de que le estuviera protegiendo hizo que el detective se sintiera aún más miserable.

– Sin embargo, usted estaba en la línea de fuego -dijo el capitán.

– No hubo ninguna…

– ¿Usted estaba en la línea de fuego?

– Sí, señor -dijo Sachs.

El proyectil 38 le había pasado a un metro. Sellitto lo sabía. Ella lo sabía.

No impactó cerca de donde yo estaba

El capitán examinó la nave.

– Si esto no hubiera sucedido, ¿habría logrado de todas maneras huir el criminal?

– Ajá -dijo Bo Haumann.

– ¿Está seguro de que esto no tuvo nada que ver con su fuga? Eso va a estar sobre el tapete.

El comandante de la USU negó con la cabeza.

– Parece que el sujeto subió al tejado de la nave y se dirigió hacia el norte o el sur, probablemente al sur. El disparo -señaló con la cabeza el revólver de Sellitto- se produjo después de que hubiéramos cubierto los edificios adyacentes.

Sellitto volvió a pensar: «¿Qué me está pasando?».

Tap… tap… tap

– ¿Por qué sacó el arma? -preguntó el capitán.

– No esperaba que nadie saliera por la puerta del sótano.

– ¿No oyó las comunicaciones que informaban de que el edificio estaba despejado?

Un momento de duda.

– Se me pasó por alto. -La última vez que Lon Sellitto había mentido a los mandamases había sido para proteger a un novato que se había saltado el procedimiento al tratar de salvar a la víctima de un secuestro, algo que logró llevar a buen término. Había sido una mentira piadosa. Ésta era una mentira del tipo «protégete», y soltarla dolía como un hueso roto.

El capitán inspeccionó el lugar. Había varios agentes de la USU pululando por ahí. Parecían sentirse apurados por su presencia. Finalmente el mandamás dijo:

– No ha habido heridos, ni daños importantes en la propiedad. Haré un informe, pero lo de la junta para revisar el incidente del disparo es facultativo. No lo recomendaré.

Sellitto se sintió inundado por el alivio. Una junta de revisión de un incidente ocasionado por un disparo accidental estaba a sólo un paso de una investigación de Asuntos Internos, con lo que eso conllevaba. Aunque fuera exculpado, la reputación quedaba manchada durante una buena temporada. A veces para siempre.

– ¿Quiere unos días de permiso? -preguntó el capitán.

– No, señor -dijo Sellitto con firmeza.

Para él -para cualquier poli- lo peor del mundo era tener un tiempo de inactividad después de una cosa así. Se lo pasaría dándole vueltas, se pondría hasta arriba de comida basura, tendría un humor de perros con todos los que le rodearan. Y se asustaría todavía más de lo que ya estaba. (Aún recordaba avergonzado cómo había saltado como una colegiala con la detonación del tubo de escape del camión, poco antes).

– No sé. -El capitán tenía la potestad de ordenar un permiso obligatorio. Quiso preguntarle a Sachs su opinión, pero eso hubiera estado fuera de lugar. Ella era una detective recién llegada, una subalterna. Aun así, el capitán se quedó dubitativo, con la intención de darle a ella la oportunidad de que hiciera algún comentario. De que dijera, tal vez: «Mira, Lon, sí, sería una buena idea». O: «Está bien. Nos arreglaremos sin tu ayuda».

En cambio, Amelia no dijo nada. Lo que, como todos sabían, era un voto a favor.

– Tengo entendido que hoy han matado a un testigo delante de usted, ¿verdad? ¿Tiene algo que ver con esto? -preguntó el capitán.

«Joder, sí; joder, no…».

– No sabría decirle.

Otra larga vacilación. Pero digan lo que digan de los mandamases, en el Departamento de Policía de Nueva York nadie escala posiciones en el rango sin saberlo todo sobre la vida en la calle y lo que ésta les hace a los polis.

– De acuerdo, le mantendré en activo. Pero vaya a ver a un consejero.

Sintió que le hervía el rostro. Un loquero. Pero dijo:

– Por supuesto. Pediré una cita enseguida.

– Bien. Y manténgame al tanto de cómo le va.

– Sí, señor. Gracias.

El capitán le devolvió el arma y regresó al puesto de mando con Bo Haumann. Sellitto y Sachs se dirigieron al vehículo de emergencias de la policía científica, que acababa de llegar.

– Amelia…

– Olvídalo, Lon. Ya está. Ya pasó. El fuego amigo es algo que ocurre todo el tiempo. -Según las estadísticas, los polis corrían mucho más riesgo de ser alcanzados por una bala disparada por sus propios colegas que por las de un criminal.

El fornido detective meneó la cabeza.

– Yo sólo… -No sabía cómo continuar la frase.

Mientras andaban hacia el autobús, hubo un largo silencio. Finalmente Sachs dijo:

– Una cosa, Lon. Se va a correr la voz. Ya sabes lo que pasa. Pero ningún civil se enterará de nada de esto. Al menos no de mi boca. -Al no participar en las comunicaciones por radio (la red por la que circulaban los rumores dentro de la policía), Lincoln Rhyme sólo podía enterarse del incidente por boca de alguno de ellos dos.

– No iba a pedírtelo.

– Lo sé -dijo ella-. Sólo te digo cómo voy a manejar este asunto. -Empezó a descargar los artefactos para la investigación del lugar de los hechos.

– Gracias -dijo con voz áspera. Y se dio cuenta de que los dedos de su mano izquierda habían vuelto al estigma de sangre de su mejilla.

Tap… tap… tap


– Es un tipo delgado, Rhyme.

– Continúa -dijo él por el micrófono.

Con su traje blanco Tyvek, Sachs estaba haciendo la cuadrícula en el pequeño apartamento, un piso franco, lo sabían por la ausencia casi total de muebles y enseres. La mayoría de los asesinos profesionales tenían un lugar así. Allí guardaban las armas y los pertrechos y lo utilizaban como una escala técnica para los golpes cercanos, y como escondite si algo salía mal.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó él.

– Un catre, una mesa vacía y una silla. Una lámpara. Una televisión conectada a una cámara de seguridad, montada en el corredor de fuera. Es un sistema Video-Tect, pero le ha quitado las pegatinas del número de serie, para que no podamos saber cuándo y dónde se compró. He encontrado cables y unos relés para el apaño que hizo para electrificar la puerta. Las imágenes electrostáticas coinciden con los zapatos Bass. He esparcido polvo por todas partes y no he podido encontrar ni una sola huella dactilar. Un tipo que usa guantes dentro de su escondite… ¿qué significa eso?

– ¿Aparte del hecho de que es un tipo muy listo? Seguramente no vigilaba demasiado el lugar, y sabía que tarde o temprano apareceríamos por allí. Pero me encantaría encontrar una huella. Sin duda, está fichado en algún lado. Puede que en muchos.

– Encontré el resto de la baraja de tarot, pero no tiene etiquetas de ninguna tienda. Y la única carta que falta es la número doce, la que dejó en la biblioteca. De acuerdo, voy a seguir buscando.

Continuó haciendo la cuadrícula con mucho cuidado, aunque el apartamento era muy pequeño y podía verse casi por entero sencillamente situándose en el centro y girando 360 grados. Sachs encontró una prueba oculta: al pasar junto al catre notó que sobresalía algo blanco debajo de la almohada. La quitó y abrió cuidadosamente la sábana doblada.

– Aquí hay algo, Rhyme. Un mapa de la calle en la que está el Museo de Cultura e Historia Afroamericana. Hay un montón de detalles sobre los callejones y las entradas y salidas de todos los edificios que lo rodean, zonas de carga, áreas para aparcar, tomas de agua para incendios, alcantarillas, cabinas telefónicas. El hombre es un perfeccionista.

No muchos asesinos se tomarían tantas molestias por un encargo.

– Además tiene unas manchas. Y algunas migajas. Parduzcas. -Sachs olfateó-. Ajo. Las migajas parecen de comida. -Deslizó el mapa dentro de un sobre de plástico y prosiguió la búsqueda.

– Tengo algunas fibras más, como las otras, cuerda de algodón, supongo. Un poco de polvo y tierra. Pero eso es todo.

– Me gustaría poder ver el lugar -dijo, y se quedó en silencio.

– ¿Rhyme?

– Me lo estoy imaginando -susurró. Otra pausa. Luego-: ¿Qué hay sobre la superficie del escritorio?

– No hay nada. Ya te he dicho…

– No me refiero a si hay objetos encima. Quiero decir: ¿está manchado de tinta? ¿Garabatos? ¿Muescas hechas con un cuchillo? ¿Marcas de tazas de café? -Y añadió con mordacidad-: Cuando los criminales no son lo suficientemente zoquetes como para dejar ahí encima la factura de la luz, cogemos lo que podemos.

Ajá, el buen humor estaba oficialmente muerto.

Sachs examinó la tabla de madera.

– Sí, está manchada. Tiene raspones y marcas.

– ¿Es de madera?

– Sí.

– Coge algunas muestras. Usa un cuchillo y raspa la superficie.

Sachs encontró un bisturí entre las herramientas. Al igual que los utilizados en cirugía, estaba esterilizado y sellado con papel y plástico. Raspó cuidadosamente la superficie y colocó los resultados en pequeñas bolsas de plástico.

Al mirar hacia abajo para tomar las muestras, notó un resplandor luminoso en el borde de la mesa. Se acercó a mirarlo.

– Rhyme, he encontrado unas gotas. Un líquido transparente.

– Antes de que tomes las muestras, aplícale Mirage a una. Con el spray n.° 2. A este tipo le gustan demasiado los juguetes mortales.

Mirage Technologies fabrica un práctico sistema de detección de explosivos. El spray n.° 2 detecta los explosivos del grupo B, que incluyen los altamente inestables, como la nitroglicerina líquida transparente, de la cual una sola gota sería suficiente para destrozar una mano.

Sachs probó la muestra. Si la sustancia hubiera sido un explosivo, su color habría cambiado al rosa. No hubo ningún cambio. Le aplicó el spray n.° 3 a la muestra, sólo para cerciorarse: éste revelaría la presencia de cualquier nitrato, el elemento clave en la mayor parte de los explosivos, no sólo la nitroglicerina.

– Negativo, Rhyme. -Recogió una segunda gota de líquido y transfirió la muestra a un tubo de vidrio, y luego lo selló.

– Creo que eso es todo, Rhyme.

– Tráelo todo aquí, Sachs. Necesitamos dar un salto y ponernos un paso por delante de ese tipo. Si puede escaparse de un equipo de la USU tan fácilmente, significa que puede acercarse a Geneva con la misma rapidez.

CAPÍTULO 15

Lo había hecho de maravilla.

A la perfección.

Veinticuatro preguntas tipo test: todas correctas, Geneva Settle lo sabía. Y había escrito una respuesta de siete páginas para un ejercicio de redacción en sólo una hora.

Dabuti

Estaba charlando con el detective Bell sobre cómo le había ido y él asentía con la cabeza -con lo que ella se dio cuenta de que no la estaba escuchando, sino que estaba vigilando los pasillos-, pero al menos él conservó una sonrisa en el rostro, así que la joven simuló creer que él la escuchaba. Y, esto era extraño, se sentía bien hablando y yéndose por las ramas. Hablándole sin más de lo chungo que se lo había puesto la profesora con la redacción, del modo en que Lynette Tompkins había susurrado «Dios, sálvame» cuando se dio cuenta de que había estudiado para otra asignatura. A nadie, salvo a Keesh, le interesaría escuchar su charla, dale que te dale, sin parar.

Ahora tenía que hacer frente al examen de matemáticas. No disfrutaba mucho con el cálculo, pero conocía el tema, había estudiado, tenía las ecuaciones grabadas en la cabeza.

– ¡Amiga! -Lakeesha se puso a caminar a su lado-. Demonios, ¿todavía estás aquí? -Tenía los ojos abiertos de par en par-. Casi te matan esta mañana, y tú, como si nada. Estás chiflada, chica.

– El chicle. Suena como si estuvieras haciendo restallar un látigo.

Keesh siguió con el chasquido, tal como Geneva sabía que haría.

– Tú ya tienes un sobresaliente. ¿Para qué tienes que hacer esos exámenes?

– Si no hago esos exámenes, no tendré un sobresaliente.

La chica gordita miró al detective Bell frunciendo el ceño.

– En mi opinión, usted debería andar ahí afuera buscando al capullo que ha atacado a mi amiga.

– Ya hay un montón de gente que lo está haciendo.

– ¿Cuánta? ¿Y dónde está?

– ¡Keesh! -susurró Geneva.

Pero el señor Bell esbozó una ligera sonrisa.

– Montones.

Paf, paf.

– Bueno, ¿cómo te fue en el examen de civilizaciones del mundo? -preguntó Geneva a su amiga.

– El mundo no está civilizado. El mundo está jodido.

– ¿Pero no te lo saltaste?

– Te dije que iría. Lo hice dabuti, chica. Puse todo de mi parte. Estoy casi segura de que sacaré un aprobado. Por lo menos eso. Puede que hasta un notable.

– Vaya.

Llegaron a un cruce de pasillos y Lakeesha giró a la izquierda.

– Hasta luego, chica. Llámame esta tarde.

– Hecho.

Geneva se rio para sí misma al ver a su amiga corriendo por los pasillos. Keesh era como cualquier otra chavala de barrio, vestida a su aire, con ropa de colores chillones, muy ceñida, uñas de película de miedo, trenzas tirantes y bisutería barata. Bailando entusiasmada al ritmo de L. L. Cool J, Twista y Beyoncé. Dispuesta a meterse en peleas, incluso a hacerles frente a las pandilleras (a veces llevaba un cúter o una navaja). De vez en cuando hacía de pinchadiscos, con el nombre de Def Mistress K, Señorita K Molona, haciendo girar el vinilo en los bailes escolares, y también en los clubes en los que los gorilas de la puerta decidían que sí tenía veintiún años.

Pero la chica no era tan del gueto como fingía. Usaba esa imagen del mismo modo que se ponía esas uñas estrafalarias y las extensiones de tres dólares. Las claves eran obvias para Gen: si se la escuchaba detenidamente, cualquiera se daba cuenta de que su primera lengua era el inglés estándar. Era como esos cómicos negros que tratan de usar el lenguaje de la calle, pero que lo hacen de manera poco convincente. Puede que la chica usara los tiempos verbales en «ebónico» -la nueva expresión políticamente correcta era «inglés afroamericano»-, pero cometía todo tipo de errores por querer exagerar la nota. Sólo alguien que escuchara sin prestar atención podía creer que la chica se había criado en el gueto.

Había otras cosas: muchas de las chicas de las viviendas de protección oficial presumían de birlar cosas en las tiendas. Pero, como mucho, Keesh se llevaba un frasco de esmalte de uñas o un paquete de trenzas. Ni siquiera compraba bisutería o joyas en la calle a alguien que pudiera habérselas robado a algún turista, y enseguida echaba mano del móvil para llamar al 911 cuando por los vestíbulos de los edificios de apartamentos veía a chavales merodeando durante la «temporada de caza»: los días del mes en que el paro y los cheques de las ayudas sociales empezaban a llenar los buzones.

Keesh se costeaba ella misma los estudios. Tenía dos trabajos: hacía extensiones y trenzas por su cuenta, y atendía la barra de un restaurante cuatro días a la semana (el lugar estaba en Manhattan, varios kilómetros al sur de Harlem, para asegurarse de que no se toparía con gente del barrio, lo que haría añicos su tapadera de diva bling-bling pinchadiscos de la calle 124). Gastaba el dinero con moderación y guardaba lo que ganaba para ayudar a su familia.

Había además otro aspecto de Keesh que la separaba de muchas chicas de Harlem. Ella y Geneva pertenecían a lo que a veces recibía el nombre de «hermandad de las chicas de la nada». Lo que quería decir: nada de sexo. (Bueno, tontear por ahí se aceptaba, pero, como decía una de las amigas de Geneva: «A mí no me mete su cosa fea ningún chico, palabra»). Las chicas habían hecho un pacto de virginidad en la escuela primaria, y lo respetaban. Esto las convertía en una rareza. Un gran porcentaje de las chicas de Langston Hughes llevaban varios años acostándose con chicos.

Las adolescentes de Harlem entraban en dos categorías, y la diferencia se definía por una imagen: un cochecito de bebé. Estaban las que iban empujando uno por las calles, y las que no. Y no importaba si una leía a Ntozake Shange o a Sylvia Plath o si era analfabeta, no importaba si una usaba tops y trenzas compradas o blusas blancas y faldas tableadas… si acababas del lado del cochecito de bebé, entonces tu vida tomaría una dirección muy distinta de la de las chicas de la otra categoría. Un bebé no implicaba necesariamente el fin de los estudios y de la posibilidad de una profesión, pero a menudo así era. Y aunque no lo fuera, a las chicas del cochecito les esperaba un tiempo francamente duro.

La meta inflexible de Geneva era huir de Harlem a la primerísima oportunidad, con alguna parada en Boston o New Haven para obtener uno o dos diplomas y luego seguir hacia Inglaterra, Francia o Italia. No iba ni siquiera a arriesgarse a que un niño le estropeara los planes. A Lakeesha no le interesaban los estudios superiores, pero también tenía sus ambiciones. Iría a algún college y, como empresaria con sentido común, tomaría Harlem por asalto. La chica iba a ser la Frederick Douglass o la Malcolm X de los negocios del norte de Manhattan.

Eran estos puntos de vista compartidos lo que hermanaba a estas chicas, por lo demás diferentes como el día y la noche. Y como en la mayoría de las amistades verdaderas, el vínculo escapaba a toda definición. Keesh lo expresó muy bien una vez, gesticulando con su mano incrustada en un brazalete -una mano cuyos dedos tenían los extremos rematados por uñas a lunares-, de la siguiente manera: «Amigas, pase lo que pase. ¿A que sí?».

Y, sí, así era.

Geneva y el detective Bell llegaron a la clase de matemáticas. Él se instaló fuera del aula, en la puerta.

– Yo me quedaré aquí. Después del examen, espere dentro. El coche estará aparcado en la puerta del instituto.

La chica asintió y luego se dio la vuelta para entrar. Vaciló y miró hacia atrás.

– Quería decirle algo, detective.

– ¿Y qué es?

– Sé que a veces no soy muy agradable. La gente dice que soy obstinada. Bueno, sobre todo dicen que soy un dolor de muelas. Pero… gracias por lo que está haciendo.

– Es mi trabajo, señorita. Además, la mitad de los testigos y personas que protejo no valen ni las baldosas en las que pisan. Me alegra cuidar de alguien decente. Ahora, vaya y conteste otras veinticuatro preguntas tipo test.

Geneva parpadeó.

– ¿Estaba escuchándome? Yo creí que no me estaba prestando atención.

– La estaba escuchando, sí. Y protegiéndola también. Aunque, lo confieso, hacer dos cosas a la vez está en el límite de mi capacidad. No espere que haga nada más. Bueno… ahora… yo estaré aquí cuando salga.

– Y yo voy a devolverle el dinero de la comida.

– Ya le dije que la paga el alcalde.

– La pagó usted de su bolsillo. Y no pidió factura.

– ¡Mírenla! No se le escapa detalle.

En el aula Geneva vio a Kevin Cheaney, de pie al fondo, hablando con algunos de sus colegas. Él estiró la cabeza, saludándola con una enorme sonrisa y fue hacia ella. Casi todas las chicas de la clase -las guapas y las feas- siguieron con la vista sus largas zancadas. La sorpresa -y luego el estupor- les brilló a todas en los ojos cuando vieron hacia quién se acercaba Kevin.

«Bueno», pensó ella como si les hablara, triunfante, «a ver si os grabáis esto en la cabeza».

«Estoy en los cielos». Geneva Settle bajó la vista, con el rostro encendido.

– Qué pasa, chica -dijo él, llegando a su lado. La joven sintió el perfume de su loción para después del afeitado. Se preguntó cuál sería. Quizá podría averiguar cuándo era su cumpleaños y regalarle una.

– Hola -dijo ella, con la voz temblorosa. Se aclaró la garganta-. Hola.

De acuerdo, había tenido su momento de gloria ante la clase, que duraría para siempre. Pero ahora, una vez más, sólo podía pensar en mantenerle a distancia, para asegurarse de que no le hicieran daño por su culpa. Le diría lo peligroso que era estar cerca de ella. Olvídate de los azotes, olvídate de las bromas sobre tu madre. Seriedad. Dile lo que de veras sientes: que estás preocupada por él.

Pero antes de que pudiera decir nada, él gesticuló señalándole el fondo del aula.

– Ven conmigo. Tengo algo para ti.

«¿Para mí?», pensó ella. Respiró hondo y le siguió a un rincón de la clase.

– Aquí tienes. Te he traído un regalo. -Le deslizó algo en la mano. De plástico negro. ¿Qué era? ¿Un teléfono móvil? ¿Un busca? No estaba permitido tenerlos en el instituto. Aun así, el corazón de Geneva latía con fuerza. La chica se preguntó cuál sería la finalidad del regalo. ¿Era para llamarle si se encontraba en peligro? ¿O para que él pudiera darle un toque cuando quisiera?

– Qué guay -dijo ella, examinándolo. Se dio cuenta de que no era un teléfono ni un busca, sino uno de esos organizadores personales. Como un Palm Pilot.

– Tiene juegos, Internet, correo electrónico. Todo inalámbrico. Estos chismes molan mogollón.

– Gracias. Sólo que… bueno, parece una cosa muy cara, Kevin. No sé si…

– Ah, tranquila, tía. Te lo ganarás.

Ella levantó la vista y le miró.

– ¿Ganármelo?

– Escucha. No tiene ningún misterio. Mis coleguis y yo lo hemos probado. Ya está conectado al mío. -Se dio una palmadita en el bolsillo de la camisa-. Lo que tienes que hacer es, y es lo primero que debes meterte en el coco, guardarlo entre las piernas. Mejor si llevas falda. Los profes no mirarán ahí, porque les pueden dar por culo con una denuncia, ¿sabes? Ahora, la primera pregunta del examen: presionas la tecla del uno. ¿Ves? Luego le das a la tecla de espacio y tecleas la respuesta. ¿Lo pillas?

– ¿La respuesta?

– Entonces, presta atención, esto es importante. Tienes que presionar este botón para enviármela. Ese pequeño botón que tiene una antenita. Si no lo presionas, no envía nada. Para la segunda pregunta, le das al dos. Luego la respuesta.

– No entiendo.

Él se rio, preguntándose cómo era posible que ella no lo pillara.

– ¿A ti qué te parece? Tenemos un trato, chica. Yo te cubro las espaldas en la calle. Tú me cubres las mías en clase.

De pronto entendió de qué se trataba, y fue como recibir una bofetada.

– Quieres decir copiar.

Kevin frunció el ceño.

– No vayas diciendo esa mierda en voz alta. -Miró a su alrededor.

– Estás de guasa. Es una broma.

– ¿Broma? No, chica. Tú vas a ayudarme.

No era una pregunta. Era una orden.

Geneva sintió como si se ahogara o fuera a vomitar. Empezó a jadear.

– No voy a hacerlo. -Le alargó él organizador. Él no lo cogió.

– ¿Qué problema tienes? Montones de chicas me ayudan.

– Alicia -susurró Geneva con ira, moviendo la cabeza y acordándose de una chica que había estado en la clase de matemáticas con ellos hasta hacía poco: Alicia Goodwin, una chica lista, un as en matemáticas. Se había ido del instituto cuando su familia se mudó a Jersey Ella y Kevin habían sido íntimos. Así que todo se trataba de esto: al haber perdido a su socia, Kevin había estado buscando una nueva, y había escogido a Geneva, mejor estudiante que su predecesora, pero ni remotamente tan guapa. Geneva se preguntó qué lugar ocuparía en la lista. La ira y el dolor le rugían por dentro, como una caldera al fuego. Esto era aún peor que lo que le había pasado esa mañana en el museo. Al menos, el hombre de la máscara no había pretendido pasar por un amigo.

Judas

– Tienes un montón de chicas que te soplan las respuestas… ¿Qué sería de tu nota media si no fuera por ellas? -dijo Geneva furiosa.

– No soy tonto, chica -susurró él, enfadado-. No tengo que aprenderme esta mierda. Yo ganaré una pasta gansa dándole a la pelota el resto de mi vida. Es mejor para todos que entrene, en lugar de estudiar.

– «Para todos». -Ella soltó una risa amarga-. Así que es de ahí de donde salen tus calificaciones: las robas. Como si le birlaras una cadena de oro a alguien en Times Square.

– Mira, chica, te lo advierto, te cuidado con lo que dices -susurró amenazante.

– No pienso ayudarte -dijo ella entre dientes.

Entonces él sonrió, y le dedicó una mirada seductora, con los párpados a medio cerrar.

– Haré que te merezca la pena. Puedes venir a mi casa cuando quieras. Te follaré bien. Incluso bajaré ahí abajo. Soy muy bueno en ese apartado.

– ¡Vete al infierno! -gritó ella. Todas las cabezas se dieron la vuelta.

– Escucha -gruñó él, agarrándola del brazo con fuerza. Le empezó a doler-. Tienes un cuerpecito de niña de diez años y vas por ahí como si fueras una rubia de Long Island, creyéndote que vales más que todo el mundo. Una zorra de pelos de alambre como tú no puede ser tan exigente con los hombres, ¿entiendes a lo que me refiero? ¿Dónde vas a encontrar a un tipo tan guay como yo?

Ante semejante insulto, Geneva dio un grito ahogado.

– Eres asqueroso.

– De acuerdo, chica, muy bien. Se ve que eres frígida. Te pagaré por ayudarme. ¿Cuánto quieres? Un billete de cien. ¿O dos? Tengo pasta gansa. Venga, dime cuál es tu precio. Tengo que aprobar ese examen.

– Entonces estudia -le espetó ella, y le arrojó el organizador personal.

Él lo cogió con una mano, y con la otra la tiró del brazo para atraerla hacia sí.

– Kevin -le llamó un hombre con voz severa.

– ¡Joder! -susurró el chico con desprecio, cerrando los ojos un instante, soltándole el brazo a Geneva.

El señor Abrams, el profesor de matemáticas, se acercó y se llevó el organizador. Mirándolo, preguntó:

– ¿Qué es esto?

– Quería que le ayudara a copiar -dijo Geneva.

– Esta zorra está chiflada. Es de ella, y…

– Ven, vamos al despacho -le dijo el profesor a Kevin.

El chico la miró fijamente, con una furia helada en los ojos. Geneva le devolvió la mirada hostil.

– ¿Estás bien, Geneva? -preguntó el profesor.

Se estaba frotando el brazo en el lugar donde él la había agarrado. Dejó caer la mano y asintió con la cabeza.

– Me gustaría ir un momento al servicio.

– Ve. -Luego se dirigió a los alumnos, que estaban todos mirando hacia ese lado, todos en silencio-: Tenéis diez minutos para estudiar antes de comenzar el examen. -El profesor se llevó a Kevin, y salieron por la puerta del fondo del aula. El silencio se llenó de pronto con un bombardeo de murmullos, como si alguien hubiera subido de pronto el volumen de la televisión. Geneva esperó unos segundos, y luego salió por la misma puerta.

Mirando hacia el corredor, vio al detective Bell, que estaba con los brazos cruzados, cerca de la puerta principal. Él no la vio. Ella salió al pasillo y se sumergió entre el montón de estudiantes que se dirigían a sus respectivas clases.

Sin embargo, Geneva Settle no se dirigió al servicio de las chicas. Llegó al final del corredor y empujó la puerta que daba al patio desierto, pensando: «Nadie sobre la faz de la tierra me va a ver llorar».


¡Allí! A menos de treinta metros de él.

El corazón de Jax casi explotó cuando vio a Geneva Settle de pie, sola, en el patio del instituto.

El rey del graffiti estaba en la desembocadura de un callejón, en la acera de enfrente, donde se había apostado hacía media hora, esperando poder verla aunque fuera fugazmente. Pero esto superaba todas sus esperanzas. Estaba sola. Jax echó un vistazo a la calle. Había un coche de policía camuflado, dentro del cual había un madero, aparcado frente al instituto, pero estaba muy lejos de la chica, y el madero no estaba mirando hacia el patio; no podría verla desde donde estaba, aunque se volviera. Esto podría ser más fácil de lo que había creído.

Todo estaba tan tranquilo, se dijo a sí mismo. Mueve el culo.

Se sacó un gran pañuelo negro del bolsillo y se lo puso en la cabeza para aplastar el peinado afro. Moviéndose despacio, deteniéndose al lado de una furgoneta abollada, el ex convicto barrió con la vista el patio (que le recordó muchísimo al patio de la cárcel, salvo, claro, que aquí no había alambre de espino ni torretas de vigilancia). Decidió que podía cruzar la calle por donde estaba la furgoneta y utilizar como parapeto el chiringuito-caravana de la cadena Food Emporium que estaba aparcado en la acera con el motor en marcha. Podría acercarse quizá a menos de diez metros de Geneva sin que ella ni el madero le vieran. Eso sería mucho más que suficientemente cerca.

Mientras la chica siguiera con la vista baja podía atravesar la alambrada sin que nadie se diera cuenta. Ella estaría asustada después de todo lo que le había sucedido, y si le viera acercándose, probablemente se daría la vuelta y saldría corriendo, pidiendo ayuda a gritos.

Despacio, avanza con cuidado.

Pero ahora muévete. Puede que no vuelvas a tener una oportunidad como ésta.

Jax empezó a andar en dirección a la chica, caminando con mucho cuidado, para evitar que su pierna coja arrastrara las hojas y le delatara.

CAPÍTULO 16

Era así como siempre funcionaban las cosas?

¿Los chicos siempre pretendían algo de una?

En el caso de Kevin, él quería su cerebro. Bueno, ¿acaso no habría estado igual de disgustada si ella tuviera el cuerpo de Lakeesha y él se hubiera acercado a ella por su culo redondo o sus tetas?

No, pensó, enojada. Eso era distinto. Eso era normal. Las orientadoras hablaban mucho sobre las violaciones, sobre decir que no, sobre qué hacer en caso de que un chico intentara avasallarte. Sobre qué hacer después si sucedía.

Pero jamás decían ni una palabra acerca de qué hacer si alguien quería violarte la mente.

¡Mierda, mierda, mierda!

Apretó los dientes y se enjugó las lágrimas, sacudiéndose los dedos. ¡Olvídate de él! Es un completo gilipollas. El examen de matemáticas, eso era lo único importante.


d dividido entre dx multiplicado por x elevado a n es igual a…


Movimiento a su izquierda. Geneva miró hacia ese lado y, entrecerrando los ojos por el sol a contraluz, vio una silueta en la acera de enfrente, entre las sombras, en una casa: un hombre con un pañuelo negro en la cabeza, que tenía puesta una cazadora verde oscuro. Había ido caminando hacia el patio de la escuela, pero luego había desaparecido detrás de una gran furgoneta que había allí cerca. Su primer pensamiento, presa del pánico, fue que el hombre de la biblioteca había ido a por ella. Pero no, este tipo era negro. Tranquilizándose, miró su Swatch. Era hora de volver adentro.

Pero…

Desesperada, pensó en la pinta que tendría. En los colegas de Kevin, que le echarían una mirada furiosa. En las chicas bling-bling, que le clavarían los ojos y se reirían.

Al suelo con ella, al suelo con esa zorra

Olvídate de ellas. ¿A quién demonios le importa lo que piensen? Lo único que importa es el examen.


d dividido entre dx multiplicado por x elevado a n es igual a n x elevado a n menos uno.


Al empezar a volver hacia la puerta lateral se preguntó si sancionarían a Kevin. O si le expulsarían. Esperaba que así fuera.


d dividido entre dx


Fue entonces cuando oyó un ruido de pasos provenientes de la calle. Geneva se detuvo y se dio la vuelta. No podía ver bien porque el brillo del sol la deslumbraba. ¿Era el negro de la cazadora verde el que iba hacia ella?

El ruido de pasos cesó. Geneva se dio la vuelta, empezó a andar hacia el edificio del instituto, apartando de sí cualquier idea que no fuera la regla de potenciación del cálculo.


…es igual a nx elevado a n menos uno


Y fue entonces cuando volvió a oír los pasos, ahora veloces. Alguien se dirigía directamente hacia ella, corría hacia ella. Geneva no podía ver nada. ¿Quién era? Hizo visera con la mano para contrarrestar la intensa luz del sol.

Y oyó la voz del detective Bell que gritaba:

– ¡Geneva! ¡No se mueva!

El hombre corría a toda velocidad, y otra persona -el agente Pulaski- iba a su lado.

– Señorita, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ha salido?

– Yo estaba…

Se oyó el chirrido cercano de tres coches patrulla. El detective Bell levantó la vista y miró la enorme furgoneta, frunciendo los ojos contra el sol.

– ¡Pulaski! ¡Es él! ¡Deprisa, persígalo!

Estaban mirando la silueta del hombre que se iba perdiendo de vista, el mismo que ella había visto hacía un minuto, el de la cazadora verde. Se alejaba corriendo a toda velocidad, con una leve cojera, por un callejón.

– Ahora mismo. -El agente salió corriendo tras él. Pasó a través de las rejas del portón y desapareció en el callejón, persiguiendo al hombre. Entonces, en el patio del instituto aparecieron media docena de policías. Se abrieron en abanico y rodearon a Geneva y al detective.

– ¿Qué está pasando? -preguntó ella.

Llevándola a toda prisa hacia el coche, el detective Bell le explicó que acababan de recibir información por un agente del FBI, alguien de apellido Dellray, que trabajaba con el señor Rhyme. Uno de sus informantes se había enterado de que un hombre había estado preguntando en Harlem por Geneva esa mañana, tratando de averiguar a qué instituto iba y dónde vivía. Era afroamericano y llevaba una cazadora verde tipo militar. Había sido arrestado hacía unos años, acusado de asesinato, e iba armado. El señor Rhyme había llegado a la conclusión de que dado que el tipo que había perpetrado el ataque en el museo esa mañana era blanco y podría no conocer Harlem muy bien, probablemente habría decidido utilizar un cómplice que conociera el barrio.

En cuanto lo supo el señor Bell, el detective entró en el aula a buscarla, y se encontró con que ella se había escabullido por la puerta del fondo. Pero Jonette Monroe, la poli de incógnito, la estaba vigilando y la había seguido. Y luego había comunicado a la policía dónde estaba Geneva.

Ahora, dijo el detective, tenían que llevarla a casa del señor Rhyme, inmediatamente.

– Pero el examen. Yo…

– Nada de exámenes ni de instituto hasta que no atrapemos a ese tipo -dijo Bell con firmeza-. Ahora, venga conmigo, señorita.

Furiosa por la traición de Kevin, furiosa por verse metida en semejante follón, se cruzó de brazos.

– Tengo que hacer ese examen.

– Geneva, usted no sabe hasta qué punto puedo ponerme más terco que una mula. Mi objetivo es mantenerla con vida, y si eso significa cogerla en brazos y llevarla a la fuerza al coche, tenga la seguridad de que lo haré. -Sus ojos oscuros, que habían parecido tan mansos, ahora eran duros como la piedra.

– De acuerdo -masculló ella.

Siguieron andando hacia el coche; el detective mirando alrededor, vigilando lo que pudiera haber entre las sombras. Ella notó que mantenía la mano en un costado, cerca del arma. El agente rubio fue trotando hacia ellos un instante después.

– Le he perdido -jadeó, sin aliento-. Lo siento.

Bell suspiró.

– ¿Alguna descripción?

– Negro, uno ochenta, de constitución robusta. Cojo. Pañuelo negro en la cabeza. Ni barba ni bigote. Treinta y tantos, cerca de los cuarenta.

– ¿Vio usted algo más, Geneva?

La joven sacudió la cabeza, con expresión huraña.

– De acuerdo. Vámonos de aquí -dijo Bell.

Subió al asiento trasero del Ford del detective, con el agente rubio a su lado. El señor Bell estaba a punto de subir al asiento del conductor cuando vio que la orientadora con la que habían estado antes, la señora Barton, venía a toda prisa, con el rostro descompuesto.

– Detective, ¿qué sucede?

– Tenemos que sacar a Geneva de aquí. Es posible que una de las personas que quiere hacerle daño haya estado muy cerca. Por lo que sabemos, puede que aún lo esté.

La corpulenta mujer miró alrededor, frunciendo el ceño.

– ¿Aquí?

– No estamos seguros. Lo único que digo es que es una posibilidad. Será mejor que tomemos precauciones. -El detective añadió-: Creemos que ha estado aquí hace unos cinco minutos. Un tipo grande, afroamericano. Llevaba una chaqueta verde y un pañuelo en la cabeza. Sin barba ni bigote. Cojo. Estaba en el otro extremo del patio del instituto, al lado de aquella furgoneta grande. ¿Podría preguntarles a los estudiantes y profesores si le conocen o si han visto algo más?

– Por supuesto.

También le pidió que se fijara si la imagen del tipo había quedado grabada en alguna de las cámaras de seguridad del instituto. Intercambiaron sus números de teléfono; luego el detective se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha.

– Abróchense los cinturones. No vamos a dar un paseo precisamente.

Justo en el momento en que Geneva trabó la hebilla de su cinturón, el policía pisó a fondo el acelerador y el coche se apartó del bordillo derrapando, y dio comienzo una montaña rusa a través de las destrozadas calles de Harlem, mientras el instituto Langston Hughes -que para la chica era el último baluarte de cordura y bienestar- desaparecía de la vista.


Mientras Amelia Sachs y Lon Sellitto ordenaban las pruebas que ella había recogido en el escondite de la calle Elizabeth, Rhyme pensaba en el cómplice de SD 109, el hombre que había llegado a estar condenadamente cerca de Geneva en el instituto.

Cabía la posibilidad de que el sujeto se hubiera servido de ese hombre sólo para tareas de vigilancia; pero, teniendo en cuenta el violento origen del ex presidiario y el hecho de que estuviera armado, era muy probable que tuviera también el encargo de matarla. Rhyme abrigaba esperanzas de que el hombre hubiera dejado alguna prueba cerca del patio del instituto, pero no, un equipo de la policía científica había inspeccionado el lugar cuidadosamente y no había encontrado nada. Y los agentes que peinaron la zona no pudieron localizar a ningún testigo que le hubiera visto por la calle o hubiera visto a alguien huyendo. Tal vez…

– Hola, Lincoln -dijo una voz de hombre.

Sobresaltado, Rhyme levantó la vista y vio a un hombre de pie cerca de él. De cuarenta y tantos años, ancho de hombros, un casquete de cabello canoso cortado al rape, con flequillo. Llevaba un costoso traje gris oscuro.

– Doctor. No he oído el timbre.

– Thom estaba fuera. Me dejó pasar.

Robert Sherman, el médico que supervisaba la terapia física de Rhyme, dirigía una clínica especializada en el tratamiento de pacientes con lesiones en la espina dorsal. Era él quien había desarrollado el régimen terapéutico de Rhyme, la rutina de bicicleta y de locomoción, así como la hidroterapia y los ejercicios tradicionales de rehabilitación que Rhyme hacía con Thom.

El médico y Sachs se saludaron, y luego él echó una ojeada al laboratorio, fijándose en lo ajetreada que era la actividad. Desde un punto de vista terapéutico, le parecía muy bien que Rhyme tuviera un trabajo. Estar comprometido en una actividad, solía decir, mejoraba enormemente la voluntad y el deseo de superación (aunque exhortaba mordazmente a Rhyme a que evitara situaciones en las que se expusiera a, digamos, sobrecargas mortales, lo que casi había sucedido en un caso reciente).

El médico tenía talento y era afable y condenadamente listo. Pero en ese momento Rhyme no tenía tiempo para ocuparse de él, ahora que sabía que dos criminales armados estaban tras Geneva. Saludó al médico como ajeno a su presencia.

– Mi recepcionista dijo que había cancelado la cita de hoy. Me preguntaba si estaría usted bien.

Una preocupación que podría haber expresado fácilmente por teléfono, reflexionó el criminalista.

Pero de esa manera el médico no hubiera podido ejercer la misma presión sobre Rhyme para que se hiciera los exámenes que si venía él mismo en persona.

Y en verdad Sherman había estado presionándole. Quería comprobar que el plan de ejercicios estaba dando resultados. No sólo por el bien del paciente, sino también porque de ese modo el médico podría incorporar esa información a las conclusiones de sus investigaciones en curso.

– No, todo va bien -dijo Rhyme-. Sencillamente estamos metidos de lleno en un caso importante. -Señaló con un gesto la pizarra de las pruebas. Sherman le echó un ojo.

Thom asomó la cabeza por la puerta.

– Doctor, ¿quiere un café? ¿Soda?

– Será mejor que no entretengamos al doctor. Seguro que está muy ocupado -dijo Rhyme rápidamente-. Ahora que sabe que todo va bien, estoy seguro de que querrá…

– ¿Un caso? -preguntó Sherman, todavía inspeccionando la pizarra.

Un momento después Rhyme contestó con la voz crispada.

– Uno muy complicado. Por ahí anda un hombre muy malo. Estábamos trabajando para intentar atraparlo cuando usted apareció por aquí. -Rhyme no tenía la menor intención de ceder ni un milímetro, y no se disculpó por su grosero comportamiento. Pero los médicos y terapeutas que atienden pacientes tetrapléjicos saben que éstos vienen con premio: ira, actitudes hostiles y lenguas viperinas. A Sherman el comportamiento de Rhyme no le afectaba en absoluto. El médico seguía estudiando a Rhyme cuando respondió:

– No, para mí nada, Thom, gracias. No puedo quedarme mucho rato.

– ¿Está seguro? -Señaló a Rhyme con la cabeza-. No se preocupe por él.

– No me apetece tomar nada, gracias.

Pero aunque no quería un refresco ni podía quedarse mucho rato, de todas maneras ahí estaba, sin hacer el menor movimiento para marcharse inmediatamente. De hecho, estaba arrastrando una puta silla para sentarse.

Sachs miró a Rhyme. Éste le devolvió una mirada vacía y se volvió hacia el médico, que arrimó la silla aún más. Entonces éste se inclinó hacia adelante y susurró:

– Lincoln, ya hace meses que viene resistiéndose a hacerse las pruebas.

– Hemos tenido un jaleo tremendo. Trabajando en cuatro casos. Y ahora cinco. Lo que, como usted se imaginará, lleva mucho tiempo… Unos casos fascinantes, dicho sea de paso. Asuntos sin igual, extraordinarios. -Confiaba en que el médico le pidiera algunos detalles, lo que al menos desviaría el curso de la conversación.

Pero el hombre no lo hizo, por supuesto. Los médicos que trabajaban con pacientes con lesiones en la espina dorsal nunca mordían el anzuelo. Lo veían todo. Sherman dijo:

– Permítame que le diga algo.

«¿Y cómo demonios puedo impedírselo?», pensó el criminalista.

– Usted ha trabajado más intensamente en nuestros ejercicios que cualquier otro de mis pacientes. Sé que está resistiéndose a los exámenes porque teme que no hayan tenido ningún efecto. ¿Estoy en lo cierto?

– La verdad es que no, doctor. Simplemente estoy ocupado.

Como si no hubiera oído, Sherman continuó:

– Sé que los resultados van a indicar una mejoría considerable de su estado general y de su respuesta funcional.

La charla de un médico podía ser tan irritante como la de un poli, reflexionó Rhyme.

– Así espero. Pero si no es así, créame, doctor, no importa. Ya he logrado una mejoría en la masa muscular, en la densidad ósea… Los pulmones y el corazón están mejor. Eso es todo lo que me importa. No la locomoción…

Sherman le miró de arriba a abajo, observándole.

– ¿Realmente es eso lo que siente?

– Absolutamente. -Mirando a su alrededor, bajó la voz y dijo-: Estos ejercicios no van a hacer que pueda caminar.

– No, eso no va a ocurrir.

– Entonces, ¿por qué iba a querer una minúscula mejoría de mi pulgar izquierdo? Eso no cambia nada. Haré los ejercicios, me mantendré en forma lo mejor que pueda y en cinco o diez años, cuando ustedes salgan con un injerto milagroso o una clonación o algo, estaré preparado para volver a andar.

El médico sonrió y le dio una palmada a Rhyme en la pierna, un ademán que éste no percibió. Sherman sacudió la cabeza.

– Me alegra oírle decir eso, Lincoln. El mayor problema que tengo son los pacientes que tiran la toalla porque se encuentran con que todos los ejercicios y el trabajo duro que han hecho no produce un gran cambio en sus vidas. Quieren grandes triunfos y curas. No se dan cuenta de que esta clase de guerra se gana con victorias pequeñas.

– Creo que yo ya he ganado.

El médico se puso de pie.

– De todas maneras, sigo queriendo que se haga esos estudios con los escáneres. Necesitamos los datos.

– En cuanto… Eh, Lon, ¿estás escuchando? ¡Ahí viene un cliché! En cuanto tengamos despejado el terreno.

Sellitto, que no tenía ni idea de qué estaba hablando Rhyme, o no le importaba, le dedicó una mirada perdida.

– De acuerdo -dijo Sherman, y se encaminó hacia la puerta-. Y buena suerte con el caso.

– Esperamos que todo termine bien -dijo Rhyme alegremente.

El hombre de las pequeñas victorias salió de la casa e inmediatamente Rhyme retornó a las pizarras de las pruebas.

Sachs recibió una llamada, escuchó durante un momento y luego colgó.

– Era Bo Haumann. Esos tíos del equipo de asalto, los que recibieron la descarga eléctrica. El primero tiene quemaduras serias, pero sobrevivirá. Al otro acaban de darle el alta.

– Gracias a Dios -dijo Sellitto, que parecía profundamente aliviado-. Lo que debe haber sido eso… Toda esa electricidad pasándote por el cuerpo. -Cerró un momento los ojos-. Las quemaduras. Y el olor. ¡Dios! Se le quemó el pelo… Le enviaré algo. No, le llevaré yo mismo un regalo. Tal vez flores. ¿Creéis que le gustarán unas flores?

Esa reacción, al igual que el comportamiento que había mostrado poco antes, no era típica de Sellitto. Los polis sufrían heridas y los polis terminaban muertos, y todos en la policía aceptaban esa realidad, cada uno a su manera. Había muchos agentes que decían: «Gracias a Dios está vivo», y se bendecían y corrían a la iglesia más cercana para rezar en agradecimiento. Pero la manera de reaccionar de Sellitto era sacudir la cabeza y continuar con el trabajo. No actuar de esta forma.

– Ni idea -dijo Rhyme.

¿Flores?

Mel Cooper llamó a Rhyme.

– Lincoln, tengo al capitán Ned Seely al teléfono. -El técnico había estado hablando con los Rangers de Texas sobre el asesinato en Amarillo del que VICAP había informado que era similar al incidente del museo.

– Pasa la llamada al manos libres.

Cooper lo hizo, y Rhyme saludó:

– Hola, ¿capitán?

– Sí, señor -fue la respuesta, arrastrando las palabras-. ¿El señor Rhyme?

– El mismo.

– Recibí la solicitud de su colega en la que pedía información sobre el caso de Charlie Tucker. Estuve viendo lo que tenemos, pero no es mucho que digamos. ¿Cree que es el mismo tipo que les está complicando la vida a ustedes?

– El modus operandi es similar al incidente que hemos tenido aquí esta mañana. Los zapatos eran de la misma marca, y el modo de caminar. Y dejó pruebas falsas para desviarnos de la pista correcta, del mismo modo que dejó esas velas y esas marcas ocultistas en el asesinato de Tucker. Ah, y nuestro criminal tiene acento sureño. Hubo un asesinato similar en Ohio unos años después. Ése fue un golpe por encargo.

– ¿De modo que todos ustedes están pensando que alguien contrató a ese tipo para matar a Tucker?

– Puede ser. Hábleme de él.

– ¿Tucker? Un tipo común y corriente. Recién jubilado del Departamento de Justicia, así le decimos aquí al servicio penitenciario. Estaba felizmente casado, era abuelo. Nunca estuvo metido en problemas. Asistía regularmente a la iglesia.

Rhyme frunció el ceño.

– ¿Qué hacía en las cárceles?

– Guardia. En nuestra penitenciaría de máxima seguridad en Amarillo… Hummmm, ¿usted cree que tal vez un presidiario contrató a alguien para vengarse por algo ocurrido allí dentro? ¿Trato abusivo a los presidiarios, o algo así?

– Podría ser -dijo Rhyme-. ¿Alguna vez abrieron expediente a Tucker?

– En el historial que tengo aquí no pone nada de eso. A lo mejor quiere usted verificarlo con la dirección de la cárcel.

Rhyme consiguió el nombre del alcaide de la cárcel en la que había trabajado Tucker y luego dijo:

– Gracias, capitán.

– No hay de qué. Que tengan un buen día.

Unos minutos después Rhyme estaba hablando con el alcaide J. T. Beauchamp, de la Institución Penitenciaria de Máxima Seguridad del Norte de Texas, en Amarillo. Rhyme se identificó y dijo que trabajaba con el Departamento de Policía de Nueva York.

– Bien, señor alcaide…

– Llámeme J. T., por favor, señor.

– De acuerdo, J. T. -Rhyme le explicó la situación.

– ¿Charlie Tucker? Por supuesto, el guardia que fue asesinado. Estrangulado, o lo que sea. En esa época yo no estaba aquí. Tucker se retiró justo antes de que yo me viniera de Houston. Voy a buscar su expediente. No cuelgue, por favor. -Un momento después, el alcaide regresó-. Aquí lo tengo. No, no hubo ninguna queja formal contra él, salvo de un presidiario. Dijo que Charlie la tenía bastante tomada con él. Y como Charlie siguió igual, tuvieron una pequeña refriega por ello.

– Ése podría ser nuestro hombre -señaló Rhyme.

– Sólo que el presidiario fue ejecutado la semana siguiente. Y Charlie no fue asesinado hasta un año después.

– Pero tal vez Tucker fastidió a otro presidiario, que contrató a alguien para ajustar cuentas.

– Es posible. Pero, ¿qué sentido tiene contratar a un asesino a sueldo para eso? Es un poco rebuscado para la gente de por aquí.

Rhyme se mostró bastante de acuerdo con ello.

– Bueno, tal vez el criminal fue él mismo un presidiario. Fue a por Tucker en cuanto salió, y luego montó el escenario para que pareciera un asesinato ritual. ¿Podría preguntarles a algunos de sus guardias o a otros funcionarios? Estamos buscando a un varón blanco, de cuarenta y tantos años, de constitución media, cabello castaño claro. Probablemente haya cumplido condena por algún delito violento. Y probablemente haya sido puesto en libertad o se haya escapado…

– Fugas, ninguna, de aquí no -aseguró el alcaide.

– De acuerdo, entonces, puesto en libertad no demasiado tiempo antes de que Tucker fuera asesinado. Eso es más o menos todo lo que sabemos. Ah, y sabe de armas, y tiene buena puntería.

– Eso no va a servir de nada. Esto es Texas. -Una risita.

Rhyme prosiguió:

– Tenemos un fotomontaje por ordenador de su rostro. Le enviaré una copia por correo electrónico. ¿Podría hacer que alguien lo compare con las fotos de los que fueron puestos en libertad alrededor de esa fecha?

– Sí, señor. Pediré que lo haga a la chica que tengo aquí. Tiene bastante buen ojo. Pero puede que le lleve un tiempo. Hemos tenido un montón de reclusos por aquí. -Le dio su dirección de correo electrónico y colgaron.

Justo cuando se estaba cortando la comunicación, llegaron Geneva, Bell y Pulaski.

Bell narró lo de la fuga del cómplice en el instituto. Añadió algunos detalles acerca de éste y les contó a todos que alguien iba a sondear a los estudiantes y profesores y conseguir la grabación de la cámara de seguridad, si es que había una.

– No he podido hacer mi último examen -dijo Geneva enojada, como si eso fuera culpa de Rhyme. Definitivamente, esta chica podía ponerle a uno los nervios de punta. Aun así, el criminalista dijo pacientemente:

– Tengo algunas novedades que tal vez puedan interesarte. Tu antepasado sobrevivió a la zambullida en el Hudson.

– ¿Que sobrevivió? -El rostro de la chica se iluminó, y leyó con avidez la copia del artículo de la revista de 1868. Luego frunció el ceño-. Le ponen bastante mal. Como si él lo hubiera estado planeando todo. Él no era así. Lo sé. -Levantó la vista-. Y todavía no sabemos qué le sucedió, si es que alguna vez le pusieron en libertad.

– Seguiremos buscando información. Espero que podamos averiguar más.

El ordenador del técnico emitió un pitido y éste se acercó a ver de qué se trataba.

– Tal vez aquí tengamos algo. Un correo electrónico de una profesora de Amherst que dirige una página web de historia afroamericana. Es una de las personas a las que escribí preguntando sobre Charles Singleton.

– Léelo.

– Es del diario de Frederick Douglass.

– Por cierto, ¿quién era ése? -preguntó Pulaski-. Lo siento, probablemente debería saberlo. Hay una calle que lleva su nombre, y tal.

– Un antiguo esclavo. El líder abolicionista y de la lucha por los derechos civiles del siglo XIX. Escritor, profesor -dijo Geneva.

El novato estaba ruborizado.

– Como decía, debería haberlo sabido.

Cooper se inclinó hacia adelante y leyó de la pantalla:

– «3 de mayo, 1866. Otra noche en Gallows Heights…

– Ah -interrumpió Rhyme-, nuestro misterioso barrio. -La palabra gallows, «horca», volvió a recordarle la carta de tarot del hombre colgado, el sereno personaje del dibujo meciéndose colgado por las piernas de un cadalso. Echó una mirada a la carta, y luego volvió a prestar atención a Cooper.

– »… discutiendo nuestro vital esfuerzo, la Decimocuarta Enmienda. Varios miembros de la comunidad de personas de color de Nueva York y yo mismo nos encontramos con, entre otros, el honorable gobernador Fenton y algunos miembros del Comité Conjunto para la Reconstrucción, incluyendo a los senadores Harris, Grimes y Fessenden, y a los diputados Stevens y Washburn y al demócrata Andrew T. Rogers, que resultó estar menos en contra de lo que habíamos temido.

»El gobernador Fenton abrió la reunión con una conmovedora evocación, tras lo cual empezamos a presentar a los miembros del comité nuestras opiniones acerca de los diversos borradores de la enmienda, lo que llevó bastante tiempo. (El señor Charles Singleton expresó con particular elocuencia su punto de vista de que la enmienda debía incluir el derecho de sufragio universal para todos los ciudadanos, negros y caucásicos, mujeres y hombres, lo cual fue puesto a consideración por los miembros del comité). Los dilatados debates se prolongaron hasta bien entrada la noche».

Geneva se inclinó y leyó por detrás del hombro de Cooper.

– «Particular elocuencia» -cuchicheó en voz alta-. Y además quería el voto para las mujeres.

– Aquí hay otra anotación -dijo Cooper.

– «27 de junio, 1867. Estoy preocupado por la lentitud del avance. Hace un año que la Decimocuarta Enmienda fue presentada a los Estados para su ratificación, y por la cuenta que les traía, veintidós bendijeron la medida con su aprobación. Sólo hacen falta otros seis, pero estamos encontrando una pertinaz resistencia.

»Willard Fish, Charles Singleton y Elijah Walker están viajando por esos Estados que hasta ahora no se han comprometido, y haciendo lo que pueden para implorar a los legisladores de esos lugares que voten a favor de la enmienda. Pero a cada paso se topan con la ignorancia y la incapacidad de percibir la sabiduría de esta ley, y el desdén personal, y las amenazas y la ira. Haber sacrificado tantas cosas, y seguir sin alcanzar todavía nuestra meta… Nuestro importante papel en la guerra, ¿fue meramente una hueca victoria pírrica? Rezo por que la causa de nuestro pueblo no se marchite en este nuestro más importante esfuerzo». -Cooper levantó la vista de la pantalla-. Eso es todo.

– De modo que Charles estaba trabajando con Douglass y los demás en la Decimocuarta Enmienda. Eran amigos, por lo que parece -dijo Geneva.

¿De verdad?, se preguntó Rhyme. ¿Estaba en lo cierto el artículo del periódico? ¿Realmente Charles no se había abierto camino en ese círculo para enterarse de todo lo que pudiera sobre el Fondo para los Libertos y desvalijarlo?

Aunque para Lincoln Rhyme la verdad era la única meta de cualquier investigación forense, albergó una inusual esperanza sentimental de que Charles Singleton no hubiera cometido el delito.

Miró la pizarra de las pruebas, viendo muchos más signos de pregunta que respuestas.

– Geneva, ¿puedes llamar a tu tía y preguntarle si ha encontrado más cartas o alguna otra cosa referida a Charles?

La chica llamó a la mujer con quien estaba viviendo su tía Lilly. No respondieron, pero dejó un mensaje en el contestador para que una u otra la llamaran al laboratorio de Rhyme. Luego hizo otra llamada. Sus ojos se iluminaron.

– ¡Mamá! ¿Estás en casa?

Gracias a Dios, pensó Rhyme. Al fin habían regresado sus padres.

Pero un momento después, a la chica se le crispó el rostro.

– No… ¿Qué ha pasado…? ¿Cuándo?

Alguna demora, dedujo Rhyme. Geneva puso a su madre al tanto de todo, la tranquilizó diciéndole que estaba a salvo y que la estaba protegiendo la policía. Le pasó el teléfono a Bell, que habló con su madre largo y tendido sobre la situación. Luego éste le devolvió el teléfono a Geneva y ella se despidió de su madre y de su padre. Colgó, de mala gana.

– No pueden salir de Londres. Han cancelado el vuelo y no han conseguido ningún otro para hoy. Vienen mañana en el primer avión, que va a Boston; de allí cogerán el primer vuelo hasta aquí -explicó Bell.

Geneva se encogió de hombros, pero Rhyme pudo ver la decepción en sus ojos.

– Será mejor que vuelva a casa. Tengo que hacer los deberes -comentó la joven.

Bell telefoneó para hacer las comprobaciones de rigor con los agentes de su equipo de la BPCT y con el tío de Geneva. Informó que parecía no haber peligro.

– ¿Te quedarás sin ir al instituto mañana?

Una vacilación. Ella hizo una mueca. ¿Iba a haber otra batalla?

Entonces, alguien dijo algo. Fue Pulaski, el novato.

– Geneva, el hecho es que ya no eres sólo tú. Si ese tipo de hoy, el de la cazadora, se hubiera acercado y hubiera empezado a disparar, podría haber habido otros estudiantes heridos o muertos. Podría volver a intentarlo cuando tú estés en medio de la gente, fuera del instituto o en la calle.

Rhyme pudo ver en el rostro de la chica que estas palabras le llegaron al alma. Tal vez estaba pensando en la muerte del doctor Barry.

Así que murió por mi culpa

– Por supuesto -dijo ella en voz baja-. Me quedaré en casa.

Bell hizo un gesto con la cabeza.

– Gracias. -Y le lanzó una mirada llena de agradecimiento al novato.

El detective y Pulaski acompañaron a la chica hacia la salida y los otros volvieron a trabajar sobre las pruebas halladas en el escondite del sujeto.

Rhyme se disgustó al ver que no había gran cosa. El mapa de la calle frente al Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que Sachs encontró escondido en la cama del hombre, no arrojó la presencia de huella alguna. El papel era genérico, completamente estándar, del tipo de los que se venden en cualquier librería. La tinta era una barata, imposible de seguirle la pista. El boceto tenía muchos más detalles de los callejones y edificios que del museo en sí; el mapa estaba pensado para la ruta de escape del asesino, supuso Rhyme. Pero Sachs ya había investigado cuidadosamente esos lugares y los detectives habían sondeado a los potenciales testigos de la empresa de corredores de diamantes y de otros edificios que aparecían en el plano.

Había más fibras de la cuerda, su garrote, imaginaron.

Cooper analizó el mapa con el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, y el único vestigio hallado en el papel fue carbono puro.

– ¿Carboncillo de algún vendedor de mercadillo callejero? -se preguntó.

– Tal vez -dijo Rhyme-. O tal vez quemó las pruebas. Ponlo en la tabla. Tal vez encontremos alguna conexión más adelante.

Los otros restos encontrados en el mapa -manchas y migajas- eran más comida: yogur y garbanzos, ajo y aceite de maíz.

Falafel -sugirió Thom, un cocinero que era todo un gourmet-. De Oriente Próximo. Y a menudo servido con yogur. Muy refrescante, dicho sea de paso.

– Y extremadamente común -dijo Rhyme amargamente-. Podemos rastrear su origen en más o menos dos mil sitios sólo en Manhattan, ¿no os parece? ¿Qué demonios tenemos, aparte de eso?

De camino cuando regresaban, Sachs y Sellitto se habían detenido en la inmobiliaria que administraba el edificio de la calle Elizabeth y habían obtenido información sobre el contrato de alquiler del apartamento. La mujer que estaba a cargo de la oficina había dicho que el arrendatario había pagado tres meses de alquiler en efectivo, más otros dos meses de depósito de garantía, y le había dicho que se los quedara. (El efectivo, por desgracia, ya lo habían dado en pago; no había quedado nada de éste para buscar huellas dactilares). Para el contrato había dado el nombre de Billy Todd Hammil, anteriormente domiciliado en Florida. El retrato robot que había hecho Sachs guardaba cierto parecido con el hombre que había firmado el contrato, aunque éste llevaba una gorra de béisbol y gafas. La mujer confirmó que tenía acento sureño.

Una búsqueda de identificación en las bases de datos reveló 173 concordancias para el nombre de Billy Todd Hammil en todo el país durante los últimos cinco años. De los que eran blancos y tenían entre treinta y cinco y cincuenta años, ninguno estaba en la zona de Nueva York. Los de Florida eran todos ancianos o de veintitantos años, y de ellos, tres estaban presos y uno había muerto hacía seis años.

– Se sacó el nombre de la chistera -masculló Rhyme. Observó la imagen generada por ordenador.

«¿Quién eres, SD 109?», se preguntó.

«¿Y dónde estás?».

– Mel, envíale el retrato a J. T.

– ¿A quién?

– A nuestro buen amigo el alcaide, el de Amarillo. -Hizo un gesto con la cabeza apuntando al retrato-. Todavía me inclino a creer en la teoría de que nuestro chico es un presidiario que tuvo un roce con ese guardia que fue estrangulado.

– Entendido -dijo Cooper. Después de enviar el mensaje, cogió el tubo del líquido que Sachs había recogido en el escondite, lo abrió cuidadosamente y preparó la muestra para el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa.

Al poco rato los resultados aparecieron en la pantalla.

– Esto es algo nuevo para mí. Alcohol polivinílico, povidona, cloruro de benzalconio, dextrosa, cloruro de potasio, agua, bicarbonato de sodio, cloruro de sodio…

Rhyme metió la cuchara.

– Más sal. Pero esta vez no son palomitas de maíz.

– Y citrato de sodio y fosfato de sodio. Y poco más.

– A mí todo eso me suena a chino. -Sellitto se encogió de hombros y empezó a deambular por la sala, encaminándose hacia el cuarto de baño.

Cooper señaló la lista de ingredientes haciendo un gesto con la cabeza.

– ¿Alguna pista de lo que es?

Rhyme sacudió la cabeza.

– ¿Y en nuestra base de datos?

– Nada.

– Envíaselo a los de Washington.

– Eso haré. -El técnico envió la información al laboratorio del FBI y luego se centró en la última prueba encontrada por Sachs: las raspaduras de la madera de la mesa. Cooper preparó una muestra para el cromatógrafo.

Mientras esperaban los resultados, Rhyme estudió de arriba a abajo la pizarra de las pruebas. Estaba examinando lo que estaba apuntado cuando vio un movimiento rápido por el rabillo del ojo. Sobresaltado, se volvió hacia ese lado. Pero en esa parte del laboratorio no había nada. ¿Qué había visto?

Luego volvió a ver movimiento y se dio cuenta de lo que estaba viendo: un reflejo en el espejo de un armario. Era Lon Sellitto, que estaba solo en el pasillo, aparentemente convencido de que nadie podía verle. El rápido movimiento había sido el del corpulento detective practicando para ver lo rápido que podía desenfundar su arma. Rhyme no podía ver claramente el rostro del hombre, pero su expresión parecía angustiada.

¿Qué le ocurría?

El criminalista buscó los ojos de Sachs y le hizo un gesto con la cabeza, señalándole la entrada. Ella se acercó a la puerta y se fijó en lo que le estaba señalando Rhyme: entonces vio al detective que desenfundaba su arma varias veces más, y luego sacudía la cabeza, haciendo una mueca. Sachs se encogió de hombros. Después de practicar este ejercicio durante tres o cuatro minutos, el detective guardó su arma, se metió en el cuarto de baño y sin cerrar la puerta tiró de la cadena y volvió a salir un instante después.

Regresó al laboratorio.

– Dios, Linc, ¿cuándo vas a instalar un cuarto de baño con más estilo en esta casa? La combinación de amarillo y negro, ¿no estaba de moda en los setenta?

– ¿Sabes? No acostumbro a tener muchas reuniones en el servicio.

El hombre corpulento se rio, pero no demasiado fuerte. La risa sonó falsa, al igual que la broma que la había provocado.

Pero fuera lo que fuera lo que estaba preocupando al hombre, Rhyme dejó instantáneamente de pensar en ello cuando los resultados del cromatógrafo aparecieron en la pantalla del ordenador: las raspaduras de madera del escritorio del sujeto, en el escondite. Rhyme frunció el ceño. El análisis había informado que la sustancia que había manchado la madera era ácido sulfúrico puro, una noticia que para Rhyme fue particularmente desalentadora. Para empezar, desde el punto de vista de la investigación de las pruebas, era algo fácil de conseguir y por tanto era virtualmente imposible seguirle la pista para averiguar de dónde provenía.

Pero lo más triste era el hecho de que tal vez era el ácido más potente -y peligroso- de los que se podían comprar; como arma, incluso una minúscula cantidad podía, en segundos, matar o desfigurar para siempre.


ESCENARIO DEL ESCONDITE DE LA CALLE ELIZABETH

• Utilizó trampa eléctrica.

• Huellas dactilares: ninguna. Sólo huellas de guantes.

• Cámara de segundad y monitor; sin pistas.

• Baraja de tarot, falta la carta número doce; sin pistas.

• Mapa con plano del museo en el que fue atacada G. Settle y de edificios de la acera de enfrente.

• Restos:

Falafel y yogur.

• Raspaduras de madera con restos de ácido sulfúrico puro.

• Líquido transparente, no explosivo. Enviado al laboratorio del FBI.

• Más fibras de cuerda. ¿Garrote para estrangulamiento?

• Carbono puro hallado en mapa.

• El piso franco fue alquilado mediante pago en efectivo por Billy Todd Hammil. Concuerda con la descripción de SD 109, pero no hay pistas que lleven a un Hammil real.

ESCENARIO DEL MUSEO DE CULTURA E HISTORIA AFROAMERICANA

• Bolsa con objetos para violación:

• Carta de tarot, duodécima de la baraja, el hombre colgado, significa búsqueda espiritual.

• Bolsa con carita sonriente:

• Demasiado genérica para seguir su pista.

• Cúter.

• Condones Trojan.

• Cinta adhesiva para tuberías.

• Perfume de jazmín.

• Artículo desconocido comprado por 5,95 $. Probablemente gorro de lana.

• Tique, que indica que la tienda está en la ciudad de Nueva York, en un baratillo de artículos varios.

• Muy probablemente compra hecha en una tienda en la calle Mulberry, Little Italy. Sujeto identificado por cajera.

• Huellas dactilares:

• El sujeto utilizó guantes de látex o vinílicos.

• Las huellas en los artículos de la bolsa de los objetos para la violación pertenecen a persona con manos pequeñas, sin registro en el AFIS. Posiblemente son de la cajera.

• Restos:

• Fibras de cuerda de algodón, con vestigios de sangre humana. ¿Garrote para estrangulamiento?

• Enviadas a CODIS:

• Sin concordancias de ADN en CODIS.

• Palomitas de maíz y algodón de azúcar con vestigios de orina canina.

• Armas:

• Porra o arma de artes marciales.

• Pistola, una 22 mágnum tipo Rimfire, de North American Arms, Black Widow o Mini-Master.

• Fabrica sus propias balas, proyectiles perforados rellenos con agujas. Sin concordancias en IBIS ni DRUGFIRE.

• Móvil:

• Incierto. Probablemente intento de violación simulado.

• Móvil verdadero puede haber sido robar microficha que contenía el número del 23 de julio de 1868 de la revista Coloreds' Weekly lllustrated y matar a G. Settle a causa de su interés en un artículo, por razones desconocidas. Artículo se refería a antepasado de Geneva, Charles Singleton (ver tabla adjunta).

• Bibliotecario, víctima, informó que alguien más deseaba ver artículo:

• Requerimiento de registro de llamadas telefónicas del bibliotecario para comprobarlo:

• Sin pistas.

• Requerimiento de información a empleados acerca de si otra persona deseaba ver artículo:

• Sin pistas.

• Búsqueda de copia del artículo:

• Sin pistas para identificarle. La mayoría de los ejemplares están desaparecidos o destruidos (ver tabla adjunta).

• Conclusión: G. Settle posiblemente todavía en situación de riesgo.

• Perfil del incidente enviado a VICAP y NCIC.

• Asesinato en Amarillo, Texas, cinco años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia crimen ritual, pero móvil verdadero desconocido):

• La víctima era un carcelero retirado.

• Retrato robot enviado a la cárcel de Texas.

• Asesinato en Ohio, tres años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia agresión sexual, pero verdadero móvil probablemente asesinato por encargo). Expedientes extraviados.


PERFIL DE SD 109

• Blanco, varón.

• 1,80 m de estatura, 90 kg.

• Voz normal.

• Utilizó teléfono móvil para acercarse a la víctima.

• Usa zapatos que tienen tres años o más, número 11, marca Bass, marrón claro. Pie derecho ligeramente torcido hacia afuera.

• También con perfume a jazmín.

• Pantalones oscuros.

• Pasamontañas oscuro.

• Atacará a inocentes si eso le ayuda a matar a sus víctimas y escapar.

• Muy probablemente asesino a sueldo.

• Posiblemente un antiguo presidiario en Amarillo, Texas.

• Habla con acento sureño.

• Cabello castaño claro, cortado al rape; sin barba ni bigotes.

• Anodino.

• Ha sido visto con gabardina oscura.


PERFIL DE PERSONA QUE CONTRATÓ A SD 109

• Por el momento sin información.


PERFIL DEL CÓMPLICE DE SD 109

• Varón negro.

• Cerca de cuarenta años.

• 1,80 m.

• Constitución robusta.

• Lleva chaqueta verde.

• Ex presidiario.

• Tiene cojera.

• Se ha informado de que está armado.

• Sin barba ni bigote.

• Pañuelo negro en la cabeza.

• A la espera de más testigos y de cintas de cámara de seguridad.


PERFIL DE CHARLES SINGLETON

• Antiguo esclavo, antepasado de G. Settle. Casado, un hijo. Amo le donó huerto en Estado de Nueva York. También trabajó como maestro. Desempeñó papel importante en inicios del movimiento por derechos civiles.

• Supuestamente Charles perpetró robo en 1868, tema del artículo en microficha robada.

• Afirma que tenía un secreto que podría tener relación con el caso. Preocupado porque si su secreto fuera revelado las consecuencias serían trágicas.

• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights:

• ¿Involucrado en algunas actividades arriesgadas?

• Trabajó con Frederick Douglass y otros para lograr que se ratificara la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.

• El crimen, de acuerdo a lo informado en el Coloreds' Weekly lllustrated:

• Charles arrestado por el detective William Simms por robo de gran suma del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayoría del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.

• Correspondencia de Charles:

• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros, en riesgo.

• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.

• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.

CAPÍTULO 17

Andando por una calle de Queens, llevando la bolsa con sus compras y su maletín, Thompson Boyd se detuvo repentinamente. Simuló mirar un periódico en una máquina expendedora y, ladeando la cabeza preocupado por las noticias del mundo, echó una mirada hacia atrás.

Nadie le seguía, nadie prestaba atención al ciudadano medio.

No es que creyera que realmente hubiera una posibilidad de que alguien le estuviera pisando los talones. Pero Thompson siempre minimizaba los riesgos. Uno nunca podía ser descuidado cuando su profesión era la muerte, y él estaba particularmente alerta después de haberse salvado por los pelos en la calle Elizabeth, con la mujer de blanco.

Te liquidarían con un beso mortífero

Ahora volvió sobre sus pasos, hacia la esquina. No vio a nadie escabulléndose dentro de algún edificio o dándose la vuelta a toda prisa.

Satisfecho, Thompson siguió su camino en la dirección en la que venía andando originalmente.

Miró su reloj. Era la hora acordada. Caminó hasta una cabina telefónica y realizó una llamada a otra cabina que estaba en el centro de Manhattan. Después de sólo un tono de llamada, oyó:

– ¿Hola?

– Soy yo. -Thompson y el otro intercambiaron unas palabras sobre un espectáculo de variedades, medidas de seguridad, como los espías, para cerciorarse de que ambos sabían quién estaba al otro lado de la línea. Thompson disimulaba todo lo que podía su acento, y su cliente también cambiaba la voz. No engañarían a un analizador de huellas vocales, por supuesto. Pero uno hace lo que puede.

El hombre ya sabría que el primer intento había fracasado, ya que los medios locales habían dado la noticia. Su cliente preguntó:

– ¿Está muy mal la cosa? ¿Tenemos problemas?

El asesino inclinó la cabeza hacia atrás y se puso gotas Murine en los ojos. Parpadeando mientras la molestia iba cediendo, Thompson respondió con una voz tan entumecida como su alma:

– Bueno, tiene que entender lo que estamos haciendo aquí. Es como todo en la vida. Las cosas nunca van al cien por cien como la seda. Nada termina saliendo tal como nos hubiera gustado. La chica fue más lista que yo.

– ¿Una chica de instituto?

– La chica es muy despierta, tiene calle, es tan sencillo como eso. Buenos reflejos. Vive en una jungla. -Thompson sintió una ligera punzada de arrepentimiento por haber dicho eso, pensando que el hombre podría creer que él se estaba refiriendo al hecho de que ella era negra, un comentario racista, aunque él sólo quería decir que ella vivía en una parte chunga de la ciudad y que no le quedaba otra que ser espabilada. Thompson Boyd era la persona con menos prejuicios de la tierra. Eso se lo habían enseñado sus padres. El mismo Thompson había conocido personas de todas las razas y ambientes culturales, y lo único en que basaba su predisposición hacia ellas eran sus conductas y actitudes, no su color. Había trabajado para blancos, negros, árabes, asiáticos, latinos, y había matado a personas de esas mismas razas. No veía diferencias entre unos y otros. Las personas que le habían contratado habían evitado mirarle a los ojos y se habían mostrado tensas y llenas de cautela. La gente que había muerto de su mano se había ido al otro mundo mostrando diversos grados de dignidad y miedo, lo que nada tenía que ver con su color o nacionalidad. Prosiguió-: No era lo que usted quería. Ni lo que quería yo, se lo aseguro. Pero lo sucedido era lógicamente posible. Tiene gente que la está cuidando. Ahora lo sabemos. Haremos algún apaño y seguiremos adelante. No tenemos que actuar dejándonos llevar por los nervios. La próxima vez la pillaremos. He encontrado a alguien que conoce muy bien Harlem. Ya hemos averiguado a qué instituto va, nos estamos ocupando de averiguar dónde vive. Confíe en mí, tenemos todo bajo control.

– Más tarde revisaré si tengo mensajes -dijo el hombre. Y colgó abruptamente. No habían hablado más de tres minutos, el límite máximo de Thompson Boyd.

Siguiendo las reglas

Thompson colgó; no era necesario limpiar las huellas; tenía puestos unos guantes de piel. Siguió andando por la calle. En esa parte había una agradable franja de chalés en la acera del este y de edificios de apartamentos en la del oeste; un barrio antiguo. Andaban por allí unos cuantos niños, que regresaban a casa después del colegio. Thompson podía ver que en las casas titilaban los culebrones y los programas de entrevistas de la tarde, y que las mujeres planchaban y cocinaban. Fuera como fuera la vida en el resto de la ciudad, buena parte de ese vecindario nunca había salido de la década de los cincuenta. Le hizo recordar el cámping de caravanas y la casa de su infancia. Una vida bonita, una vida reconfortante.

Su vida antes de la cárcel, antes de quedarse entumecido como un brazo amputado o una pierna mordida por una serpiente.

En la manzana siguiente Thompson vio a una chica pequeña, rubia, vestida con el uniforme del colegio, que se acercaba a una casa color beige. Su corazón se aceleró un poco -sólo un par de latidos más- al mirarla trepar por los escalones de hormigón, sacar una llave de su mochila escolar, abrir la puerta y meterse dentro.

Siguió hacia esa misma casa, que estaba tan cuidada como las otras, tal vez un poco más, y que tenía algunos cervatillos de cerámica pastando en el cortísimo césped amarillento. Pasó despacio ante la casa, mirando por las ventanas, y luego siguió calle arriba. Una ráfaga de viento sopló en la bolsa de las compras, que describió un arco; las latas hicieron un sordo ruido metálico al chocar entre sí. Eh, ten cuidado con eso, se dijo a sí mismo. Y sujetó la bolsa.

Al final de esa manzana dobló y miró hacia atrás. Un hombre haciendo jogging, una mujer tratando de aparcar, un chico regateando con una pelota de baloncesto en un aparcamiento lleno de hojas. Nadie le prestaba la menor atención.

Thompson Boyd volvió sobre sus pasos hacia la casa.

En el interior de la casa de Queens, Jeanne Starke le dijo a su hija:

– Nada de mochilas en el salón, Brit. Ponla en el estudio.

– Mamá -suspiró la chica de diez años, arreglándoselas para hacer que la palabra tuviera cuatro sílabas. Se echó los cabellos dorados hacia atrás, colgó la chaqueta del uniforme en el perchero y recogió el pesado macuto, gruñendo con exasperación.

– ¿Tienes deberes? -preguntó su madre, una bonita mujer de unos treinta y cinco años. Tenía una mata de cabello moreno rizado, que llevaba sujeto con una cinta entre roja y rosa.

– No tengo -dijo Britney.

– ¿Ninguno?

– No.

– La última vez que me dijiste que no tenías deberes, sí que tenías -dijo su madre con una cara que lo decía todo.

– No eran deberes realmente. Era un informe. Sólo tenía que recortar algo de una revista.

– Tenías que hacer en casa una tarea para la escuela. Eso se llama deberes.

– Bueno, hoy no tengo ninguno.

Jeanne se daba cuenta de que había algo más. Enarcó una ceja.

– Solamente tenemos que llevar algo italiano. Para mostrarlo y hablar de ello. ¿Sabes?, por el 12 de octubre, el día de Colón. ¿Sabías que era italiano? Yo creía que era español o algo así.

Resultó que la madre, que tenía dos hijas, conocía ese dato. Se había graduado en el instituto y tenía un diploma en enfermería. Podría haber trabajado, de haberlo querido, pero su novio ganaba bastante dinero como agente comercial y le hacía feliz dejar que ella se ocupara del cuidado de la casa, hacer las compras con sus amigas y criar a las niñas. Parte de lo cual consistía en cerciorarse de que hicieran los deberes, fuera cual fuera la forma que éstos adoptasen, incluyendo el llevar objetos para mostrar y hablar de ellos.

– ¿Eso es todo? ¿La verdad? ¿La pura verdad?

– Mamáááááááááááááááá.

– ¿La verdad?

– Ajá.

– «Sí», no «ajá». ¿Qué vas a llevar?

– No lo sé. Algo de la charcutería de Barrini, tal vez. ¿Sabes que Colón parece que estaba equivocado? Creyó que había llegado a Asia, no a América. Y vino tres veces y aun así nunca supo que se había equivocado.

– ¿De verdad?

– Ajá…, . -Britney desapareció.

Jeanne volvió a la cocina, pensando en ese dato que ella desconocía. ¿De verdad Colón creyó que había llegado a Japón o a China? Rebozó el pollo en harina, luego en huevo, luego en pan rallado, y empezó a perderse en una fantasía en la que la familia viajaba a Asia, imágenes: cortesía de la televisión por cable. A las niñas eso les encantaría. Tal vez… Fue entonces cuando levantó la vista y vio por la ventana, a través de la cortina apenas traslúcida, que afuera la silueta de un hombre aminoraba el paso al acercarse a la casa.

Eso la inquietó. Su novio, cuya empresa fabricaba componentes de ordenadores que vendía a contratistas del gobierno, le había contagiado cierta paranoia. «Siempre estate alerta con los extraños», decía. «Si ves a alguien que aminora la marcha cuando pasa en coche frente a la casa, si alguien parece que se interesa de un modo llamativo por las niñas… dímelo de inmediato». Una vez, no hacía mucho, se encontraban en el parque que había en esa misma calle, con las niñas, que estaban jugando en los columpios, cuando un coche disminuyó la velocidad y el conductor, que llevaba gafas de sol, miró a las niñas. Su novio se había dado un gran susto y las había hecho regresar a casa.

– Espías -explicó.

– ¿Qué?

– No, no como los espías de la CIA. Espionaje industrial, de nuestra competencia. Mi empresa ganó más de seis mil millones de dólares el año pasado y yo soy en buena medida responsable de ello. A la gente le encantaría averiguar lo que conozco sobre el mercado.

– ¿De verdad que las empresas hacen eso? -había preguntado Jeanne.

– Con la gente nunca se sabe -había sido la respuesta.

Y Jeanne Starke, que tenía un tornillo implantado en el brazo, en el lugar en el que se lo habían partido con una botella de whisky, hacía unos años, había pensado: nunca se sabe, es cierto.

Se secó las manos en el mandil, se acercó a la cortina y miró hacia afuera.

El hombre se había ido.

«De acuerdo, basta de meterte miedo. Es…».

Pero un momento… Vio movimiento en los escalones de la entrada. Y creyó ver el extremo de una bolsa -de una bolsa de supermercado- en el porche. ¡El hombre estaba ahí!

¿Qué estaba pasando?

¿Debía llamar a su novio?

¿Debía llamar a la policía?

Pero la policía tardaría al menos diez minutos.

– ¡Hay alguien fuera, mami! -gritó Britney.

Jeanne echó a andar deprisa.

– Brit, quédate en tu cuarto. Voy a ver.

Pero la chica ya estaba abriendo la puerta del frente.

– ¡No! -gritó Jeanne.

Y oyó:

– Gracias, cariño. -Thompson Boyd lo dijo arrastrando las palabras, todo simpatía, cuando entró en la casa, con la bolsa que había visto la madre.

– Me has dado un buen susto -dijo Jeanne. Le abrazó y le dio un beso.

– No encontraba las llaves.

– Has regresado pronto.

Él hizo una mueca.

– Problemas con las negociaciones de esta mañana. Las han pospuesto hasta mañana. He pensado que podía venir a casa y trabajar un poco aquí.

La otra hija de Jeanne, Lucy, de ocho años, corrió hacia el vestíbulo.

– ¡Tommy! ¿Podemos ver La juez Judy?

– Hoy no.

– Vamos, por favor. ¿Qué hay en la bolsa?

– Son las cosas con las que tengo que trabajar. Y necesito que me ayudéis. -Puso la bolsa en el suelo, en el vestíbulo, miró solemnemente a las niñas y dijo-: ¿Estáis listas?

– ¡Estoy lista! -dijo Lucy.

Brit, la chica mayor, no dijo nada, pero sólo porque no le molaba mostrarse de acuerdo con su hermana; pero estaba completamente dispuesta a ponerse a ayudar ella también.

– Después de que pospusiéramos la reunión, salí y compré estas cosas. He estado leyendo sobre esto toda la mañana. -Thompson estiró la mano y sacó de la bolsa botes de pintura, esponjas, rodillos y brochas. Luego mostró en lo alto un libro lleno de páginas marcadas con post-it: Decoración fácil para el hogar. Volumen 3. Decore la habitación de los niños.

– ¡Tommy! -dijo Britney-. ¿Para nuestros cuartos?

– Ajá -dijo él arrastrando las palabras-. Desde luego tu mami y yo no queremos a Dumbo en las paredes del nuestro.

– ¿Vas a pintar a Dumbo? -Lucy frunció el ceño-. Yo no quiero un Dumbo.

Britney tampoco quería uno.

– Pintaré a quien queráis.

– ¡Déjame ver a mí primero! -Lucy le cogió el libro de las manos.

– ¡No, a mí!

– Miraremos todos juntos -dijo Thompson-. Dejadme que cuelgue mi abrigo y que guarde mi maletín.- Se dirigió a su despacho, en la parte delantera de la casa.

Y regresando a la cocina, Jeanne Starke pensó que a pesar de sus incesantes viajes, de la paranoia del trabajo, de que su corazón parecía incapaz de sentir alegría o tristeza, de que no era un gran amante, bueno, ella sabía que en el asunto de los novios las cosas podían irle bastante peor.


Huyendo de la policía por el callejón, cuando regresaba del patio del instituto Langston Hughes, Jax se había metido en un taxi y le había dicho al chófer que se dirigiera al sur, rápido, diez pavos extra si se salta ese semáforo. Entonces, cinco minutos después, le había dicho al hombre que diera la vuelta, y éste le dejó no demasiado lejos del instituto.

Había tenido suerte en su fuga. La policía iba a hacer, como era obvio, todo lo que fuera necesario para mantener a la gente lejos de la chica. Estaba intranquilo; era casi como si supieran que iba a ir. ¿Le habría vendido el mamón de Ralph después de todo?

Bueno, Jax tendría que espabilar. Que era lo que estaba tratando de hacer en ese preciso instante. Exactamente igual que en la cárcel: nunca mover pieza hasta tener controlados todos los detalles.

Y sabía dónde buscar ayuda.

Los hombres de la ciudad siempre tendían a estar juntos, fueran jóvenes o viejos, negros o hispanos o blancos, vivieran en el este de Nueva York o en Bay Ridge o en Astoria. En Harlem se reunían en iglesias, bares, clubes de rap y jazz y cafés, en los salones de las casas, en los bancos de los parques o en los umbrales. En el verano estaban en las escalinatas de entrada de los edificios y en las salidas de incendio, y en invierno alrededor de contenedores de basura a los que habían prendido fuego. También en las barberías (el verdadero nombre de pila de Jax, Alonzo, se debía de hecho a Alonzo Henderson, el antiguo esclavo de Georgia que se había hecho millonario con la creación de una popular cadena de barberías; el padre de Jax había tenido la esperanza de que se le pegara el empuje y el talento de ese hombre; en vano, tal como demostró el paso del tiempo).

Pero el lugar más popular para reunirse en Harlem eran las canchas de baloncesto.

Por supuesto, la gente iba allí a jugar a la pelota. Pero también a decir gilipolleces, a resolver los problemas del mundo, a hablar de mujeres despampanantes y de mujeres de poca monta, a discutir de deportes, a mangonear, y a presumir, en una versión moderna, alucinada, del arte tradicional de contar historias de personajes míticos de la cultura negra, como el criminal Stackolee o el fogonero del Titanic que sobrevivió al helado desastre nadando hasta ponerse a salvo.

Jax localizó el parque más cercano a Langston Hughes que tuviera canchas de baloncesto. A pesar del frío aire de otoño y del sol bajo, estaban llenas de gente. Se aproximó lentamente a la más cercana y se quitó la cazadora, de la que los polis ya estarían al tanto, le dio la vuelta y se la colgó del brazo. Se inclinó contra la alambrada, fumando; parecía faraón Ralph, pero en grande. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se cepilló con los dedos el peinado afro.

Su aspecto cambió de inmediato. Vio pasar un coche patrulla, despacio, por la calle de enfrente de las canchas. Jax se quedó donde estaba. Nada atraía más rápidamente a un madero que ponerse a andar (le habían parado cientos de veces por el delito de CSN: caminar siendo negro). Frente a él, un puñado de chavales de instituto se movía mágicamente sobre el asfalto gris, desgastado, de la cancha, mientras otra docena miraba. Jax vio la polvorienta y pequeña pelota marrón rebotando contra el suelo, y después de un instante oyó el ruido de ese rebote. Observó cómo forcejeaban las manos, cómo chocaban los cuerpos entre sí, cómo la pelota volaba hacia el tablero.

El coche patrulla desapareció, y Jax tomó impulso para separarse de la cerca y se acercó a los chicos que estaban en el extremo de la cancha. El ex presidiario les miró detenidamente. No eran una banda, no eran pandilleros. Sólo un puñado de chicos, algunos con tatuajes, otros sin ellos, algunos con cadenillas, otros con una cruz, algunos con malas intenciones, otros con buenas. Pavoneándose ante las chicas, mandando despóticamente a los chavalitos pequeños. Hablando, fumando. Siendo jóvenes.

Mirándolos, Jax se dejó llevar por la melancolía. Siempre había querido tener una gran familia, pero al igual que muchas otras cosas, ese sueño no se había hecho realidad. Había perdido un niño a manos de los servicios sociales y a una niña en una visita que hizo con su novia a una clínica de la calle 125. Un mes de enero, años atrás, para alborozo de Jax, ella le había anunciado que estaba embarazada. En marzo había tenido algunos dolores y habían ido a un hospital gratuito, que era su única posibilidad de recibir atención médica. Pasaron horas en la abarrotada y sucísima sala de espera. Para cuando finalmente la vio un doctor, había tenido un aborto.

Jax cogió al hombre y estuvo a punto de molerle a palos. «No es culpa mía», dijo el hindú pequeñito, encogiéndose contra una camilla. «Nos han recortado el presupuesto. El ayuntamiento, quiero decir». Jax se hundió en la ira y la depresión. Tenía que desquitarse con alguien, tenía que asegurarse de que eso no volvería a ocurrir, ni a su chica ni a ninguna otra. No era consuelo que el médico explicara que al menos le habían salvado la vida a ella, lo que probablemente no habría ocurrido si hubieran sido aprobados los planes de otros recortes presupuestarios del sistema sanitario para indigentes.

¿Cómo podía un puto gobierno hacerle eso a la gente? ¿Acaso la razón de ser del ayuntamiento y del gobierno estatal no era el bienestar de los ciudadanos? ¿Cómo podían permitir que muriera un bebé sólo por el hecho de nacer?

Ni el médico ni la policía, que esa noche se lo llevó del hospital esposado, se habían mostrado dispuestos a responder esas preguntas.

El pesar y la ira abrasadora que le provocó ese recuerdo fortalecieron aún más, mucho más, su decisión de quitarse de encima de una vez lo que estaba haciendo.

Con una expresión adusta, Jax observó a los chicos que estaban en las canchas y le hizo una seña con la cabeza al que le pareció que entraba en la categoría de líder de alguna clase. El que llevaba bermudas holgadas, zapatillas altas de deporte y un jersey de sport. Tenía un corte de cabello estilo Gumby, corto de un lado, largo del otro. El chico le miró de arriba a abajo.

– ¿Qué pasa, abuelo?

Los otros soltaron algunas risotadas.

Abuelo.

En el Harlem de antes -bueno, puede que en todos los sitios de antes- ser adulto conllevaba respeto. Ahora significaba que le denigraran a uno. Un hampón habría cogido la pipa que llevaba en el calcetín y hubiera hecho sudar a aquel irrespetuoso. Pero Jax tenía los suficientes años de calle y la suficiente experiencia conseguida en la cárcel como para saber que no era ésa la manera de moverse, no allí. Se lo tomó a broma. Luego susurró:

– ¿Pasta gansa?

– ¿Quieres un poco?

– Yo quiero darte un poco. Si te interesa, mamón. -Jax se dio una palmadita en el bolsillo, donde tenía su fajo de billetes, un grueso rollo.

– No vendo nada.

– Y yo no quiero comprar nada de lo que piensas. Ven. Vamos a dar un paseo.

El chaval asintió con la cabeza y empezaron a andar alejándose de la cancha. Mientras lo hacían, Jax sintió que el chaval le estudiaba, y que había percibido su cojera. Ajá, es una cojera tipo «me han disparado», pero podría haber sido perfectamente una cojera de matón. Y luego el chico miró los ojos de Jax, fríos como el lodo, y luego los músculos y el tatuaje carcelario. Tal vez pensando: por la edad, Jax no podía ser el capo de una banda, de esos a los que es peligroso joder. Los capos tenían AKs y Uzis y Hummers y una docena de mamones en sus filas. Los capos eran los que usaban a chavales de doce años para liquidar testigos y camellos rivales porque los tribunales no los enviaban para siempre al sistema penitenciario, como hacían cuando uno tenía diecisiete o dieciocho años.

El capo de una banda te reventaría la cabeza por llamarle «abuelo».

El chico empezó a inquietarse.

– Vale, ¿qué quieres exactamente, hombre? ¿Adónde vamos?

– A dar una vuelta, sencillamente. No quiero hablar delante de todo el mundo. -Jax se detuvo detrás de unos arbustos. Los ojos del chaval miraron rápidamente a su alrededor. Jax se rio-. No te voy a follar, chaval. Tranqui.

El chaval también se rio. Pero nerviosamente.

– Estoy dabuti, hombre.

– Tengo que encontrar el nido de una persona. Alguien que va al Langston Hughes. ¿Tú también vas a ese instituto?

– Ajá, casi todos nosotros. -Señaló las canchas con la cabeza.

– Estoy buscando a la chica que salió esta mañana en las noticias.

– ¿A ella? ¿A Geneva? ¿A la que esta mañana quiso violar un tipo? ¿La zorra que siempre saca sobresalientes?

– No lo sé. ¿Saca siempre sobresalientes?

– Ajá. Es lista.

– ¿Dónde vive?

El chaval se quedó callado, tenía sus reservas. Reflexionó. ¿Le iban a joder por pedir lo que quería? Decidió que no.

– ¿Estabas hablando de pasta?

Jax le deslizó algunos billetes.

– Yo no conozco a esa zorra personalmente, hombre. Pero puedo ponerte en contacto con un hermano que sí. Un negro amigo mío que se llama Kevin. ¿Quieres que le llame?

– Ajá.

De las bermudas del chico emergió un minúsculo teléfono móvil.

– Hola, tronco. Habla Willy… En las canchas del parque… Ajá. Oye, un tío aquí, que tiene unos billetes, está buscando a tu zorra… Geneva. La zorra esa, Settle… Eh, tranqui, tronco. Estoy de guasa, ¿sabes lo que te digo?… Eso es. Ahora, este tío, él…

Jax le arrancó el teléfono de la mano a Willy.

– Doscientos si me sueltas su dirección -dijo.

Un momento de duda.

– ¿En efectivo? -preguntó Kevin.

– No -le espetó Jax-, con la puta American Express. Claro que en efectivo.

– Voy para las canchas. ¿Tienes esos billetes encima?

– Ajá, están sentados justo al lado de mi pipa, por si te interesa. Y cuando digo pipa no me refiero a algo para fumar.

Dabuti, hombre. Sólo estaba preguntando. No ando fastidiando a la gente.

– Estaré por aquí con mi banda -dijo Jax, sonriéndole burlonamente al nervioso Willy. Desconectó el teléfono y se lo arrojó al chaval. Luego volvió hacia la alambrada, y se apoyó en ella para ver el partido.

A los diez minutos llegó Kevin; a diferencia de Willy, él era un auténtico chulito, alto, guapo, desenvuelto. Se parecía a algún actor que Jax no podía identificar. Para lucirse delante del tío viejo, mostrar que no estaba demasiado ansioso por ganarse unos billetes de cien -y para impresionar a algunas de las chicas bling-bling, por supuesto-, Kevin se tomó su tiempo. Se detuvo, saludó intercambiando choques de puños, abrazó a uno o dos chicos. Soltó unos cuantos «hola, hola, amigo», y luego se metió en la cancha, se apropió de la pelota e hizo un par de impresionantes lances.

El tío sabía jugar con un aro delante, no había duda.

Finalmente Kevin se acercó de una zancada a donde estaba Jax y le observó detenidamente, porque eso era lo que se hacía cuando un extraño se metía en la manada, tanto si era en las canchas, como en un bar o en las barberías de la época victoriana de Alonzo Henderson, supuso Jax. Kevin trató de adivinar dónde llevaba Jax la pipa, cuántos papeles tenía encima en realidad y en qué andaba. Jax preguntó:

– Sólo dime cuánto tiempo vas a estar mirándome con mala cara, ¿vale? Porque me estoy aburriendo.

Kevin no sonrió.

– ¿Dónde están los billetes?

Jax le deslizó el dinero a Kevin.

– ¿Dónde está la chica?

– Ven. Te lo mostraré.

– Sólo quiero la dirección.

– ¿Me tienes miedo?

– Sólo la dirección. -Ni se le inmutaron los ojos.

Kevin sonrió.

– No sé el número, hombre. Sé cuál es el edificio. La acompañé una vez la primavera pasada. Te lo voy a señalar.

Jax asintió con la cabeza.

Se encaminaron hacia el oeste y el sur, lo que sorprendió a Jack; él pensaba que la chica viviría en una de las zonas más chungas, más al norte, hacia el río Harlem, o al este. Las calles de ahí no eran elegantes, pero estaban limpias, y parecía que muchos de los edificios habían sido rehabilitados. También había un montón de nuevas construcciones recién empezadas.

Jax frunció el ceño, mirando a su alrededor las agradables calles.

– ¿Estás seguro de que estamos hablando de Geneva Settle?

– Es la zorra por la que me has preguntado. Yo te estoy mostrando su redil… Eh, hombre, ¿quieres comprar un poco de hierba, o de crack?

– No.

– ¿Seguro? Tengo una mierda muy buena.

– Una puta pena, tan jóvenes y os estáis quedando sordos.

Kevin se encogió de hombros.

Llegaron a una manzana cerca del parque Morningside. En la parte superior de la pendiente rocosa estaba el campus de la Universidad de Columbia, un lugar que había bombardeado con frecuencia con su Jax 157, años atrás.

Iban a doblar la esquina, pero ambos se detuvieron enseguida.

– Oye, ahí lo puedes ver -susurró Kevin. Había un Crown Vic (evidentemente, un coche de la policía camuflado) aparcado en doble fila frente a un viejo edificio.

– ¿Ése es su redil? ¿Donde está aparcado el coche?

– No. El de ella son dos portales antes. Ése de allí. -Señaló el edificio.

Era antiguo, pero estaba en perfecto estado. Había flores en las macetas de las ventanas, todo limpio. Bonitas cortinas. Parecía recién pintado.

– ¿Vas a darle su merecido a la zorra? -preguntó Kevin y miró a Jax de arriba a abajo.

– Lo que yo haga es asunto mío.

– Asunto tuyo, asunto tuyo… Por supuesto que lo es -dijo Kevin en voz baja-. Sólo que… la razón por la que te lo pregunto es que si a ella fueran a darle su merecido, cosa que no me parecería nada mal, te aclaro, pero si algo le sucediera a ella, mira, óyeme bien: yo sabría que has sido tú. Y alguien podría venir por aquí y querer hablar conmigo sobre ello. De modo que, esto es lo que creo, con toda esa pasta gansa que llevas encima, ahí en tu bolsillo, tal vez a mí me podría tocar un poco más, y podría olvidarme de que te he visto. Por otra parte, es posible que yo pudiera acordarme mucho de ti y de tu interés en la pequeña zorra.

Jax ya tenía a sus espaldas bastante experiencia. Después de haber sido un rey del graffiti, soldado en la Operación Tormenta del Desierto, de haber conocido a miembros de bandas criminales dentro y fuera de la cárcel y haber recibido un disparo en… Si había una regla en este loco mundo era que por muy estúpida que uno pensara que era la gente, nunca le importaba serlo un poco más.

En una fracción de segundo, Jax cogió al chaval por el cuello y le hundió el puño con todas sus fuerzas en las tripas, tres veces, cuatro, cinco…

Cagüen… -fue todo lo que pudo exteriorizar el chico.

El modo en que se peleaba en la cárcel. Nunca darles ni un segundo para que se recuperen.

Otra vez, otra vez, otra vez…

Jax le soltó y el chico rodó por el callejón, gimiendo de dolor. Con el lento y calculado movimiento de un jugador de béisbol que está escogiendo un bate, Jax se agachó y extrajo la pistola de su calcetín. Mientras Kevin miraba aterrorizado, sin poder hacer nada, el ex convicto corrió el seguro de la automática para cargar un proyectil en la recámara y luego envolvió con su pañuelo negro el cañón, dándole varias vueltas. Ésta era, tal como Jax había aprendido de DeLisle Marshall en el pabellón S, una de las mejores y más baratas maneras de silenciar el ruido de un disparo.

CAPÍTULO 18

Esa tarde, a las siete y media, Thompson Boyd acababa de terminar de pintar la caricatura de un oso en la pared de la habitación de Lucy. Dio un paso atrás y miró su obra. Había hecho lo que había aprendido a hacer leyendo el manual y, por cierto, la figura se parecía mucho a un oso. Era lo primero que pintaba desde que había dejado la escuela, y por eso, ese día, había estado estudiando el libro con ahínco en su escondite.

Parecía que a las chicas les había encantado. Pensó que él mismo debería estar satisfecho con el dibujo. Pero no estaba seguro. Se lo quedó mirando un rato largo, esperando sentir orgullo. Pero no sucedió nada. Ah, vaya. Se dirigió al vestíbulo, miró su teléfono móvil.

– Tengo un mensaje -dijo distraídamente. Marcó-. Hola, soy Thompson. ¿Cómo estás? He visto que has llamado.

Jeanne le miró y luego volvió a la cocina a seguir secando los platos.

– No, ¿en serio? -Thompson soltó una risita. Para ser un hombre que nunca reía, pensó que había sonado auténtico. Claro, que había hecho lo mismo esa mañana, en la biblioteca, riendo para que la chica Settle estuviera tranquila, pero no había dado resultado. Se recordó a sí mismo que no debía sobreactuar-. Hombre, eso es una lata -dijo al teléfono apagado-. Por supuesto. No va a llevar mucho tiempo, ¿no? Tengo esa reunión mañana otra vez, sí, las negociaciones que se pospusieron… Vale, dame diez minutos, te veo allí.

Cerró el teléfono y le dijo a Jeanne:

– Vern está en el bar de Joey. Se le ha reventado una llanta.

Vernon Harber había existido en una época, pero ya no. Thompson le había matado hacía unos años. Pero puesto que conocía a Vern antes de su muerte, Thompson lo había convertido en un ficticio amiguete del barrio, que veía de tanto en tanto. Un colega. Igual que el verdadero Vern -el muerto-, el vivo y ficticio tenía un Supra y una novia llamada Renee y contaba cantidad de anécdotas graciosas sobre la vida en el puerto y sobre la carnicería y sobre su barrio. Thompson sabía mucho más sobre Vern, y conservaba los detalles en su mente. (Cuando uno miente, él lo sabía, hay que mentir a lo grande, con coraje y con precisión.)

– Pasó por encima de una botella de cerveza con el Supra.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Jeanne.

– Sólo estaba aparcando. El idiota no sabe ni sacar él solo el gato del coche.

Vivo y muerto, Vern Harber era un inútil que lo único que sabía hacer era apalancarse en el sofá a ver la tele.

Thompson llevó el pincel y el cubo de cartón al lavadero, los colocó en la pila y dejó correr el agua para enjuagar el pincel. Se puso la cazadora.

– ¿Podrías traer un poco de leche cuando vuelvas? -le pidió Jeanne.

– ¿Un litro?

– Sí, eso es.

– ¡Y unos chicles! -gritó Lucy.

– ¿De qué sabor?

– De uva.

– De acuerdo. ¿Brit?

– ¡De cereza! -dijo la chica. Se acordó de agregar-: Por favor.

– De uva, de cereza y leche -repitió, señalando a cada una de las mujeres, de acuerdo con sus pedidos.

Thompson salió y empezó a andar como en un laberinto, de aquí para allá, por las calles de Queens, mirando de vez en cuando hacia atrás para cerciorarse de que no le seguían. Llenando sus pulmones de aire frío, exhalándolo más tibio y en forma de suaves notas musicales: la canción de Titanic, de Celine Dion.

El asesino había observado la reacción de Jeanne cuando le dijo que iba a salir. Le pareció que la preocupación que ella mostraba por Vern era auténtica y que no tenía la menor sospecha, pese al hecho de que él iba a encontrarse con un hombre a quien ella jamás había visto. Pero eso era típico. Esa noche se trataba de ir a ayudar a un amigo. A veces decía que quería ir a hacer una apuesta. O iba a ver a los colegas al bar de Joey para tomarse algo rápido. Alternaba las mentiras.

La delgada morena de cabello rizado nunca preguntaba demasiado sobre los lugares adonde iba, ni sobre el falso empleo de agente comercial de artículos informáticos que él sostenía tener, y que con frecuencia le obligaba a salir de viaje. Nunca preguntaba detalles de por qué su trabajo era tan secreto que tenía que mantener cerrada con llave la puerta del despacho que tenía en casa. Ella era perspicaz e inteligente, dos cosas muy diferentes, y la mayoría de las mujeres perspicaces e inteligentes habría insistido en tener más participación en su vida. Pero Jeanne Starke no.

La había conocido en la barra de una cafetería, aquí, en Astoria, unos años atrás, después de haber estado escondido tras haber asesinado por encargo a un narcotraficante de Newark. Estaba sentado al lado de Jeanne en una cafetería griega, le había pedido que le alcanzara el ketchup y luego se había disculpado, al darse cuenta de que ella tenía un brazo roto y no podía cogerlo. Le preguntó si le dolía, ¿qué le había sucedido? Ella eludió el tema, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas. Siguieron conversando.

Al poco, ya estaban saliendo juntos. Al final supo la verdad sobre el brazo roto, y un fin de semana Thompson le hizo una visita al ex marido. Luego, Jeanne le contó que había sucedido un milagro: su ex se había ido de la ciudad y ni siquiera llamaba ya a las niñas por teléfono, lo que había venido haciendo una vez a la semana, borracho y furioso, para decirles pestes sobre su madre.

Un mes después, Thompson se mudó con ella y las niñas.

Parecía haber sido una buena solución para Jeanne y sus hijas. He aquí un hombre que no grita ni se quita el cinturón para zurrar a nadie, que paga el alquiler y que se deja ver cuando dice que lo hará. Desde luego a ellas les parecía el mejor partido del mundo.

Una buena solución para ellas, y buena también para un asesino profesional: una persona de su oficio que tiene una esposa o novia e hijos es mucho menos sospechosa que un soltero.

Pero había otra razón por la que estaba con ella, más importante que la simple logística y la conveniencia. Thompson Boyd estaba esperando. Hacía mucho tiempo que le faltaba una cosa en su vida, y estaba esperando volver a tenerla. Creía que alguien como Jeanne Starke, una mujer que no era demasiado exigente y cuyas expectativas eran escasas, podía ayudarle a encontrarla.

¿Y qué era esa cosa que le faltaba? Muy sencillo: Thompson Boyd estaba esperando que se le pasara el entumecimiento y que le volviera el sentimiento al alma, del mismo modo que el pie vuelve a la vida después de haberse quedado dormido.

Thompson tenía muchos recuerdos de su infancia en Texas, imágenes de sus padres y de su tía Sandra, de sus primos, de sus amigos del colegio. De cuando veía los partidos del Texas A &M en la tele, de estar sentado en el órgano electrónico de Sears; Thompson presionaba las teclas de los acordes mientras su tía o su padre tocaban la melodía, lo mejor que podían con sus dedos regordetes (que eran un rasgo de familia). De cuando cantaba «Adelante, soldados cristianos» y «Ata una cinta amarilla» y el tema de Los boinas verdes. De cuando aprendía a usar las herramientas con su padre en el impecable taller del cobertizo. De cuando andaba por el desierto con el hombretón, maravillándose de las puestas de sol, de los depósitos de lava, los coyotes, las serpientes de cascabel, que se movían como la música pero que podían morderle a uno y matarlo en un abrir y cerrar de ojos.

Recordó la vida de su madre, preparando sándwiches, tomando el sol, barriendo el polvo de Texas hacia afuera de la caravana y sentada en sillas de aluminio con sus amigas. Recordó la vida de su padre, coleccionando discos de vinilo, pasando los sábados con su chico y los días de la semana haciendo prospección en las torretas de perforación. Recordó esas maravillosas noches de los viernes, cuando iban al Café Goldenlight en la Ruta 66 para tomar hamburguesas Harley con patatas fritas mientras los altavoces bombeaban música swing de Texas.

Por aquel entonces Thompson no estaba entumecido.

Incluso durante los tiempos difíciles que siguieron a aquel tornado de junio que se llevó la caravana doble y el brazo derecho de su madre, y casi la vida de ella también, incluso cuando su padre perdió su trabajo en la época de la reducción de plantillas que barrió el Panhandle como una tormenta de arena, Thompson no estaba entumecido.

Ni desde luego lo estaba cuando vio a su madre jadeando y reprimiendo las lágrimas en las calles de Amarillo después de que un chaval la llamara «brazo único» y Thompson le siguiera y se asegurara de que el chico nunca volviera a burlarse de nadie.

Pero luego vinieron los años de la cárcel. Y en algún lugar de esos corredores que apestaban a desinfectante, el entumecimiento se había superpuesto sobre el sentimiento y lo había adormecido. Tan profundamente que no sintió ni un cosquilleo cuando supo la noticia de que un taxista que se había quedado dormido había matado a sus padres y a su tía a la vez; lo único que sobrevivió fue el equipo de limpieza y abrillantado de zapatos que el chico le había hecho a su padre para el cuarenta aniversario del hombre. Tan profundamente dormido que cuando, después de salir de la cárcel y localizar al guardia Charlie Tucker, Thompson Boyd no sintió nada mientras miraba cómo el hombre moría lentamente, con el rostro amoratado a causa de la soga, luchando desesperadamente por agarrar la cuerda y tirar de ella para detener el estrangulamiento. Lo cual no puede hacerse, por más fuerza que uno tenga.

Entumecido mientras miraba el péndulo del cadáver del guardia, girando lentamente hasta quedar inmóvil. Entumecido al colocar las velas en el suelo a los pies de Tucker para hacer que el asesinato pareciera una cosa de locos, satánica; y al levantar la vista y mirar los ojos vidriosos del hombre.

Entumecido

Pero Thompson creía que lo suyo tenía arreglo, que él mismo podía repararse del mismo modo que arreglaba la puerta del baño y la barandilla de la escalera de la casa. (Ambas eran tareas; la única diferencia radicaba en dónde se ponía la coma de los decimales). Jeanne y las niñas harían que regresaran los sentimientos. Todo lo que tenía que hacer era cumplir con las formalidades. Hacer lo que hacía la otra gente, la gente normal, la gente que no estaba entumecida: pintar los cuartos de las niñas, ver con ellas La juez Judy, ir de picnic al parque. Traerles lo que pedían. Uva, cereza, leche. Uva, cereza, leche. Intentar decir cada tanto una palabrota, joder, joder, mierda… Porque eso era lo que la gente decía cuando estaba enojada. Las personas enojadas sentían cosas.

También era por eso por lo que silbaba. Creía que la música podía transportarle a esos viejos tiempos, antes de la cárcel. La gente a la que le gustaba la música no estaba entumecida. Las personas que silbaban sentían cosas, tenían familias, con un buen trino hacían que los desconocidos volvieran la cabeza. Eran personas a las que uno podía parar en una esquina y decirles algo, personas a las que podías ofrecerles una patata frita, directamente de tu plato con la hamburguesa Harley, con música frenética retumbando en la sala de al lado, ¿los músicos no son una cosa maravillosa, hijo? ¿Qué te parece?

Haz las cosas siguiendo las reglas al pie de la letra y el entumecimiento desaparecerá. Y volverá el sentimiento.

¿Estaba funcionando, se preguntó, el régimen que había desarrollado y se había impuesto a sí mismo para lograr que el sentimiento volviera a su alma? ¿Silbar, enumerar las cosas que creía que debía enumerar, uva, cereza y leche, decir palabrotas, reír? Tal vez un poco, creía. Recordó cuando miraba a la mujer de blanco, esa mañana, ir de un lado a otro. Podía decir sinceramente que había disfrutado viéndola hacer su trabajo. Un pequeño placer, pero cuando menos era un sentimiento. No estaba mal.

Espera un momento.

– ¡Joder!, no estaba nada mal -susurró.

Ahí tienes, una palabrota.

A lo mejor debería probar otra vez lo del sexo (normalmente, una vez al mes, por la mañana; podía arreglárselas, pero la verdad es que sencillamente no le apetecía nada, y si no había ganas, ni el Viagra resultaba de mucha ayuda). Reflexionaba. Sí, eso es lo que haría: esperar un par de días e intentarlo con Jeanne. La idea le provocó inquietud. Tal vez eso fuera el empujón que necesitaba. Sería un buen experimento. Sí, lo intentaría y vería si mejoraba.

Uva, cereza, leche

Ahora Thompson se detuvo en una cabina telefónica frente a una charcutería griega. Marcó otra vez el número de su buzón de voz y tecleó el código. Escuchó un mensaje nuevo, por el que supo que casi había habido una posibilidad de matar a Geneva Settle en el instituto, pero que la estaban vigilando demasiados policías. El mensaje seguía: daba su dirección, en la calle 118, e informaba que cerca había aparcados al menos un coche camuflado de la policía y un coche patrulla, y que los cambiaban de lugar de tanto en tanto. El número de agentes que la vigilaban parecía oscilar entre uno y tres.

Thompson memorizó la dirección y borró el mensaje, y luego prosiguió con su andar laberíntico hasta un edificio de apartamentos de seis pisos que estaba considerablemente más deteriorado que la casa de Jeanne. Dio la vuelta y entró por la puerta trasera. Subió las escaleras hasta el apartamento que constituía su principal escondite. Entró, echó el cerrojo y luego desactivó el sistema que había montado para detener a los intrusos.

Este lugar era un poco más bonito que el de la calle Elizabeth. Las paredes estaban forradas con paneles de madera clara cuidadosamente claveteadas y tenía una moqueta color tabaco que olía exactamente como debía de oler el tabaco rubio. Había media docena de muebles. A Thompson el apartamento le recordaba la sala de juegos que construyeron entre su padre y él los fines de semana en el bungalow de Amarillo, que había reemplazado a la caravana destrozada por el tornado.

De un gran armario de herramientas sacó varios botes y los llevó al escritorio, silbando el tema de Pocahontas. A las niñas les había fascinado esa película. Abrió la caja de herramientas, se puso unos gruesos guantes de goma, una mascarilla y gafas y montó el artefacto que mañana mataría a Geneva Settle… y a cualquiera que estuviese cerca de ella.

Tssssst

La melodía se convirtió en otra: no más Disney. Forever Young, de Bob Dylan.

Cuando terminó el artefacto lo revisó cuidadosamente, y se quedó satisfecho. Guardó todo y luego fue al cuarto de baño, rasgó los guantes hasta dejarlos hechos jirones y se lavó las manos tres veces. El silbido se fue apagando cuando empezó a recitar mentalmente el mantra de ese día.

Uva, cereza, leche. Uva, cereza, leche

Nunca interrumpía su preparación para el día en que desapareciera el entumecimiento.


– ¿Cómo va todo, señorita?

– Bien, detective.

El señor Bell estaba de pie en la puerta de la habitación de la chica y le echó una mirada a la cama, que estaba llena de papeles y libros escolares.

– Vaya, debo decir que usted no para de trabajar.

Geneva se encogió de hombros.

– Me voy a casa a ver a mis muchachos.

– ¿Tiene hijos?

– ¿Que si tengo? Dos. Puede que se los presente algún día. Si usted quiere.

– Por supuesto -dijo ella. Y pensó: «Eso no va a suceder nunca»-. ¿Están en casa con su esposa?

– Ahora están en casa de sus abuelos. Mi mujer murió.

A Geneva esas palabras le tocaron el corazón. Percibió en ellas el más puro dolor, por la manera, bastante extraña, en la que a él no le cambió la expresión del rostro al pronunciarlas. Era como si hubiera ensayado cómo decírselas a la gente sin ponerse a llorar.

– Lo siento.

– Oh, eso ocurrió hace años.

Geneva asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está el agente Pulaski?

– Se ha ido a su casa. Tiene una hija. Y su mujer está esperando otro.

– ¿Niño o niña? -preguntó Geneva.

– Sinceramente, no sabría decirle. Volverá mañana por la mañana. Entonces podremos preguntárselo. Su tío está en la habitación de al lado y la señorita Lynch se quedará esta noche aquí.

– ¿Barbe?

– Sí, señorita.

– Es una persona agradable. Me estuvo hablando de unos perros que tiene. Y de unos nuevos programas de televisión. -Geneva señaló sus libros con la cabeza-. No tengo mucho tiempo para la tele.

El detective Bell se rio.

– A mis chicos les vendría bien un poco de influencia suya, señorita. Como me llamo Bell que se los voy a presentar para que la conozcan. Bueno, y ahora cualquier cosa que necesite, no dude en llamar a Barbe. -Vaciló un instante-. Incluso si tiene una pesadilla. Sé que es duro a veces que los padres no estén en casa.

– Estaré bien, no me importa quedarme sola -dijo ella.

– No lo dudo. Aun así, si es necesario, pegue un grito. Para eso estamos aquí. -Caminó hasta la ventana, echó un vistazo a través de las cortinas, se aseguró de que el pestillo estuviera cerrado y volvió a soltar la tela-. Buenas noches, señorita. No se preocupe. Nos ocuparemos de atrapar a ese tipo. Es sólo una cuestión de tiempo. No hay nadie mejor que el señor Rhyme y la gente que tiene trabajando con él.

– Buenas noches. -Se alegró de que se fuera. Puede que él tuviera buenas intenciones, pero Geneva detestaba que la trataran como a una cría, lo mismo que detestaba todo lo que le recordara la terrible situación que se había producido. Quitó los libros de la cama y los apiló con esmero al lado de la puerta, de modo que pudiera encontrarlos en la oscuridad y llevárselos consigo si tenía que salir de allí a toda prisa. Hacía eso todas las noches.

Alargó la mano para coger su bolso y encontró la violeta desecada que le había regalado la ilusionista, Kara. Estuvo mirándola durante un largo rato y luego la puso cuidadosamente en el libro que estaba en lo alto del montón, y lo cerró.

Fue deprisa al cuarto de baño, donde limpió el lavabo color perla después de lavarse y cepillarse los dientes. Se dedicó una risa a sí misma, pensando en el escandaloso desorden del baño de Keesh. En el corredor, Barbe Lynch le deseó buenas noches. De regreso en su habitación, Geneva echó el cerrojo, y luego, tras una breve vacilación, sintiéndose como una tonta, apoyó la silla del escritorio trabando el pomo. Se desvistió y se puso un short y una camiseta ya desteñida y regresó a la cama. Apagó la luz y se quedó tendida boca arriba, ansiosa y exaltada, durante unos veinte minutos, pensando en su madre, luego en su padre, luego en Keesh.

La imagen de Kevin Cheaney apareció en escena; malhumorada, trató de quitársela de la cabeza.

Luego sus pensamientos terminaron recayendo en su antepasado, Charles Singleton.

Corriendo, corriendo, corriendo.

El salto al Hudson.

Pensando en su secreto. ¿Qué era tan importante que lo había arriesgado todo por mantenerlo oculto?

Pensando en el amor que sentía por su esposa, por su hijo.

Pero el horrible hombre de esa mañana en la biblioteca se entrometía una y otra vez en su mente. Ah, ella habló tranquila y muy segura de sí misma delante de la policía. Pero por supuesto que estaba asustada. El pasamontañas, el tonc que hizo la porra al golpear el maniquí, las pisadas sonando ruidosamente en el suelo, persiguiéndola. Y ahora también el otro, el negro con la pistola en el patio del instituto.

Estos recuerdos eliminaron rápidamente cualquier posibilidad de dormir.

Abrió los ojos y se quedó acostada, despierta, intranquila, pensando en otra noche en la que no había podido dormir, años atrás: la pequeña Geneva, de siete años, se había bajado de la cama y había ido hasta el salón del apartamento. Una vez allí, había encendido la televisión y durante diez minutos había mirado una estúpida telecomedia, hasta que vino su padre.

– ¿Qué haces viendo eso? -había dicho él, parpadeando al mirar el destello de la televisión.

– No puedo dormir.

– Lee un libro. Es mejor.

– No tengo ganas de leer.

– De acuerdo. Yo lo haré. -Y entonces el padre se acercó a la estantería-. Éste te va a gustar. Uno de los mejores libros de todos los tiempos.

Cuando él se sentó en su sillón, que crujió y bufó bajo su peso, ella miró el libro de edición barata, pero no pudo ver la cubierta.

– ¿Estás cómoda? -preguntó él.

– Ajá. -Estaba recostada en el sofá.

– Cierra los ojos.

– No tengo sueño.

– Cierra los ojos y así podrás imaginarte lo que te leo.

– De acuerdo. ¿Qué…?

– Shhhh.

– De acuerdo.

Él comenzó a leer el libro, Matar a un ruiseñor. Toda esa semana se convirtió en un ritual que él se lo leyera cuando ella se iba a la cama.

Geneva Settle llegó a la conclusión de que era uno de los mejores libros que se habían escrito, y a esa edad ya había leído o escuchado muchos. Amaba a los protagonistas: el tranquilo y fuerte padre viudo; el hermano y la hermana (Geneva siempre quiso tener hermanos). Y la historia sobre el coraje que hay que tener para enfrentarse al odio y la estupidez era fascinante.

El libro de Harper Lee se le quedó grabado en la memoria. Y, cosa curiosa, cuando lo releyó a los once años, halló un montón de cosas nuevas. Y luego a los catorce todavía comprendió más. Volvió a leerlo el año anterior y escribió un trabajo sobre él para la clase de lengua inglesa. Obtuvo un sobresaliente cum laude.

Matar a un ruiseñor era uno de los libros del montón que había junto a la puerta de la habitación en ese momento, la de «en caso de incendio coja estos libros». Era un libro que solía llevar consigo en su mochila, aun cuando no lo estuviera leyendo. Ése era el libro en el que había colocado la violeta de la buena suerte.

Esa noche, sin embargo, cogió otro del montón. Oliver Twist, de Charles Dickens. Se recostó, apoyó el libro en el pecho y lo abrió por donde estaba el gastado marcapáginas (nunca doblaba las páginas de ningún libro, ni aunque fueran de edición barata). Empezó a leer. Al principio, los crujidos del viejo inmueble la asustaron, y le vino otra vez la imagen del hombre con el pasamontañas, pero enseguida se dejó llevar por la historia. Y a la hora, más o menos, a Geneva Settle empezaron a pesarle los párpados hasta que finalmente cayó dormida, no a causa del arrullo y el beso de buenas noches de una madre, ni por la profunda voz de un padre recitando una plegaria, sino por la letanía de las hermosas palabras de un extraño.

CAPÍTULO 19

– Hora de ir a la cama.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme, levantando la vista de la pantalla de su ordenador.

– A la cama -repitió Thom. Se le notaba cierto recelo. A veces era una pelea lograr que Rhyme dejara de trabajar.

Pero el criminalista dijo:

– Vale. A la cama.

De hecho, se sentía agotado, y desanimado también. Estaba leyendo un correo electrónico del alcaide J. T. Warden de Amarillo, en el que informaba de que nadie de la cárcel había reconocido el retrato robot de SD 109.

El criminalista dictó un breve agradecimiento y se desconectó. Luego le dijo a Thom:

– Sólo una llamada, y luego iré con todo gusto.

– Voy a ordenar un poco -dijo el asistente-. Le veo arriba.

Amelia Sachs se había ido a su casa para pasar la noche, y para ver a su madre, que vivía cerca y que últimamente había estado enferma con problemas cardíacos. Eran más las noches que se quedaba a dormir con Rhyme que las que no, pero ella conservaba su apartamento de Brooklyn, en donde tenía otros parientes y amigos. (Jennifer Robinson -la agente que había llevado a las adolescentes al apartamento de Rhyme esa mañana- vivía en su misma calle, a pocas manzanas). Además, Sachs, al igual que Rhyme, necesitaba estar sola de vez en cuando, y este arreglo les venía bien a ambos.

Rhyme llamó por teléfono y habló brevemente con la madre de Amelia, y le expresó sus buenos deseos. Luego se puso Sachs, y él le contó las últimas novedades, aunque eran pocas.

– ¿Estás bien? -preguntó Sachs-. Tienes voz de preocupado.

– Cansado.

– Ah. -Ella no le creyó-. Duerme un poco.

– Tú también. Que duermas bien.

– Te quiero, Rhyme.

– Yo también a ti.

Después de colgar, movió su silla de ruedas hacia la tabla de las pruebas.

De todas maneras, no estaba mirando las precisas anotaciones sobre el caso escritas por Thom. Estaba observando la hoja impresa sobre la carta de tarot, pegada con cinta adhesiva en la pizarra, la carta número doce, el hombre colgado. Volvió a leer el párrafo que hacía referencia al significado de la carta. Estudió el rostro plácido, cabeza abajo. Después se dio la vuelta y se acercó al pequeño ascensor que comunicaba el laboratorio de la planta baja con el dormitorio de la planta alta, ordenó al ascensor que subiera y luego salió de éste.

Reflexionó sobre la carta de tarot. Al igual que Kara, su amiga ilusionista, Rhyme no creía en el espiritismo o los poderes psíquicos. (Ambos eran, cada uno a su manera, científicos). Pero no pudo evitar que le impactara el hecho de que una carta en la que aparecía un cadalso fuera una prueba en un caso en el que la palabra gallows, «horca», apareciera destacadamente. La palabra «colgado» era también una curiosa coincidencia. Los criminalistas tienen que conocerlo todo sobre los métodos para matar, por supuesto, y Rhyme sabía perfectamente cómo funcionaba el ahorcamiento. (La causa efectiva de muerte en las ejecuciones por ahorcamiento era la sofocación, aunque no por la compresión y oclusión de la garganta, sino porque se interrumpían las señales nerviosas enviadas a los pulmones). Eso era lo que casi le había sucedido a Rhyme en el accidente del escenario del crimen en el metro, unos años atrás.

Gallows Heights… El hombre colgado

El significado de la carta de tarot, sin embargo, era el aspecto más notable de toda esta casualidad: «Su aparición en una tirada indica una búsqueda espiritual encaminada a una decisión, una transición, un cambio de dirección. A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son. Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior, aunque ese mensaje parezca contradecir la lógica».

Le parecía gracioso, porque últimamente había estado muy absorbido en una búsqueda antes del caso de SD 109 y de la aparición de la carta adivinatoria. Lincoln Rhyme tenía que tomar una decisión.

Un cambio de dirección

No se quedó en el dormitorio, sino que condujo su silla a la habitación que era el epicentro de sus debates: la sala de terapia, donde había pasado cientos de horas de esforzado trabajo cumpliendo el régimen de ejercicios del doctor Sherman.

Deteniendo la silla de ruedas en la puerta, examinó el equipo de rehabilitación en la sala casi a oscuras: la bicicleta ergométrica, la cinta de locomoción. Luego miró hacia abajo, hacia su mano derecha, sujeta con una correa al brazo acolchado de su silla de ruedas Storm Arrow.

Decisión

«Adelante», se dijo a sí mismo.

«Inténtalo. Ahora. Mueve la mano».

Respirando con fuerza. Los ojos clavados en su mano derecha.

No…

Dejó caer los hombros, en la medida que podía hacerlo, y miró la habitación. Pensando en todos los extenuantes ejercicios. Seguro, el esfuerzo había hecho que mejorara la densidad ósea y la masa muscular y la circulación; había reducido las infecciones y la posibilidad de un accidente cerebro vascular.

Pero la verdadera cuestión que rodeaba a los ejercicios podía resumirse en un eufemismo de dos palabras que usaban los especialistas médicos: beneficio funcional. La traducción de Rhyme era menos oscura: sentir y moverse.

Precisamente esos aspectos de su recuperación a los que él había restado importancia cuando había hablado con Sherman ese mismo día.

Para decirlo con franqueza, le había mentido al médico. En su corazón, sin que se lo hubiera confesado a nadie, bullía la ardiente necesidad de saber una cosa: esas torturantes horas de ejercicio, ¿le habían hecho recuperar sensibilidad y le habían dado la capacidad de mover músculos que no había podido mover en años? ¿Podría, ahora, girar la perilla de un microscopio Bausch & Lomb para enfocar una fibra o un cabello? ¿Podía sentir la palma de la mano de Amelia Sachs contra la suya?

En cuanto a la sensación, tal vez había habido alguna ligera mejoría. Pero un tetrapléjico con un nivel C4 de lesiones flota en un mar de dolores imaginarios y sensaciones falsas, fabricadas por el cerebro, que son un continuo hostigamiento y generan permanente confusión. Se sienten moscas arrastrándose por la piel en donde no se ha posado ninguna mosca. No se siente ninguna sensación, de ningún tipo, aun cuando uno baja la vista y ve café hirviendo quemándole capas de carne. Rhyme creía, sin embargo, que la sensación había experimentado una ligerísima mejoría.

Ah, pero, ¿qué decir del gran premio: el movimiento? Éste era la joya de la corona de la recuperación de las lesiones de la médula espinal.

Bajó la vista para volver a mirarse la mano, la mano derecha, la que no había sido capaz de mover desde el accidente.

Esta pregunta se podía responder de una forma simple y definitiva. Nada de ese asunto de los dolores imaginarios, nada de «creo que tal vez me parece que siento algo». Se podía responder ahora mismo. Sí o no. No necesitaba una tomografía por emisión de positrones ni una medición de resistencia ni cualquier artilugio de los que traían los médicos en sus pequeños bolsos negros. Ahora mismo, simplemente él podía enviar impulsos infinitesimales dirigidos a los músculos por las autopistas de neuronas y luego ver qué sucedía.

¿Llegarían los mensajeros y harían que el dedo se torciera, lo que sería el equivalente de un récord mundial de salto de longitud? ¿O chocarían y se detendrían ante un ramal nervioso muerto?

Rhyme creía ser un hombre valiente, tanto en lo físico como en lo espiritual. En la época anterior al accidente, no había nada que no hiciera por su trabajo. Una vez, al proteger el escenario de un crimen, él y un agente habían mantenido a raya a una turba enloquecida de cuarenta personas que intentaba saquear la tienda en la que se había producido un tiroteo cuando los polis podrían haberse echado a un lado para ponerse a salvo. En otra ocasión, tratando de encontrar pruebas que pudieran guiarle al paradero de una niña que había sido raptada, se había puesto a investigar el lugar a quince metros de donde estaba parapetado un criminal, mientras éste le disparaba al azar. Luego, hubo esa vez en que había puesto en peligro toda su carrera al arrestar a un oficial de policía de alto rango que estaba contaminando el escenario de un crimen sólo para presumir ante la prensa.

Pero ahora su coraje le estaba fallando.

Sus ojos le perforaban la mano derecha, no podía quitarle la vista de encima.

Sí, no…

Si intentaba mover el dedo y era incapaz de hacerlo, si ni siquiera iba a poder vanagloriarse de una de las pequeñas victorias de las que hablaba el doctor Sherman en la agotadora batalla que había estado librando, eso supondría el fin para él.

Volverían los pensamientos negativos, como una marea que sube y sube contra la costa, y finalmente llamaría una vez más a un médico… ah, pero no a Sherman. A un médico muy diferente. Al hombre de la Asociación Lete, un grupo pro eutanasia. Unos años atrás, cuando intentó poner fin a su vicia, no era tan independiente como ahora. Había menos ordenadores, no había sistemas de UCM ni teléfonos de control por reconocimiento de voz. Irónicamente, ahora que su estilo de vida era mejor, también era más autosuficiente para matarse por sí mismo. El médico podía ayudarle a montar algún artilugio conectado a la UCM, o dejarle píldoras o un arma cerca.

Por supuesto, ahora había gente en su vida, no como hacía unos años. Su suicidio sería terrible para Sachs, sí, pero la muerte había sido siempre un aspecto de su amor. Con sangre de poli en las venas, a menudo ella era la primera en atravesar la puerta cuando había que entrar a por un sospechoso, aun cuando no tuviera ninguna necesidad de hacerlo. Había sido condecorada por su coraje en tiroteos, y conducía a la velocidad del rayo, algunos hasta dirían que ella misma tenía una vena suicida en su interior.

En el caso de Rhyme, cuando se conocieron -llevando un caso difícil, muy difícil, un crisol de violencia y muerte, hacía unos años- él estuvo muy cerca de matarse. Sachs comprendía este aspecto suyo.

Thom también lo aceptaba. (Rhyme le había dicho al asistente en la primera entrevista: «Es posible que no dure mucho. Asegúrese de cobrar el talón de su paga en cuanto lo tenga en la mano»).

Aun así, detestaba pensar en lo que su muerte les provocaría a ellos y a las otras personas que conocía. Por no mencionar el hecho de que los crímenes quedarían sin resolver, y que las víctimas morirían, si él no estaba sobre la tierra para llevar a cabo el artesanal trabajo que era parte esencial de su ser.

Ésa era la razón por la que había estado aplazando los exámenes. Si no había mejoría, eso sería suficiente para ponerle al borde del abismo.

¿Sí…

A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas como son.

… o no?

Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior.

Y fue en ese momento cuando Lincoln Rhyme tomó la decisión: tiraría la toalla. Dejaría los ejercicios, dejaría de pensar en la operación de médula.

Después de todo, si uno no tiene esperanzas, entonces la esperanza no se puede destruir. Se había construido una buena vida. Su existencia no era perfecta, pero era tolerable. Lincoln Rhyme aceptaría su curso, y se contentaría con ser lo que Charles Singleton había rechazado: un pedazo de hombre, tres quintos de hombre.

Se contentaría, más o menos.

Utilizando su anular izquierdo, Rhyme dio media vuelta con su silla de ruedas y volvió al dormitorio, justo en el momento en que Thom entraba por la puerta.

– ¿Está listo para ir a la cama?

– Pues sí -dijo Rhyme alegremente-, la verdad es que sí.

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