martes, 9 de octubre
Con el rostro húmedo de sudor y lágrimas, el hombre corre hacia su libertad, corre por su vida.
«¡Allí va! ¡Allí va!».
El antiguo esclavo no sabe de dónde proviene exactamente la voz. ¿De detrás de él? ¿De la derecha o de la izquierda? ¿De lo alto de una de las decrépitas casas que hay a lo largo de las mugrientas calles adoquinadas de este lugar?
En medio del aire de julio, tórrido y denso como parafina líquida, el hombre enjuto salta por encima de una boñiga de caballo. Los barrenderos no vienen a esta parte de la ciudad. Charles Singleton se detiene al lado de un montón de barriles apilados en palés, tratando de recobrar el aliento.
El estampido de una pistola. La bala yerra el tiro. La seca detonación del arma le trae inmediatamente la guerra a la memoria: las horas demenciales, insoportables, en las que se mantenía firme en su polvoriento uniforme azul, sosteniendo un pesado mosquete, frente a hombres vestidos con polvorientos uniformes grises que apuntaban a su vez sus propias armas en su dirección.
Ahora su carrera es más veloz. Los hombres vuelven a hacer fuego. También estas balas le pasan rozando.
«¡Que alguien lo detenga! ¡Cinco dólares de oro al que lo atrape!».
Pero las pocas personas que están tan temprano en la calle -en su mayoría traperos y jornaleros irlandeses que se dirigen al trabajo en tropel, con capachos o picos a las espaldas- no tienen el menor interés en detener al Negro, que tiene una mirada feroz, músculos enormes y una determinación aterradora. En cuanto a la recompensa, el ofrecimiento hecho a viva voz proviene de un agente de policía de la ciudad, lo que significa que detrás de la promesa no hay ningún dinero.
En los murales pictóricos de la calle 23, Charles Singleton tuerce hacia el oeste. Resbala en los brillantes adoquines y va a parar al suelo, dándose un tremendo golpe. Un policía montado da la vuelta en la esquina y, levantando su porra, se echa encima del hombre caído. Y entonces…
«¿Y?», pensó la chica.
¿Y?
¿Qué le sucedió?
Geneva Settle, de dieciséis años, volvió a girar el dial del lector de microfichas, pero éste ya no se movía más; había llegado a la última página de esa tira. Levantó el rectángulo metálico que contenía el artículo principal de la edición del 23 de julio de 1868 del Coloreds' Weekly Illustrated. Echando una ojeada a las otras transparencias que había en la caja polvorienta, se temió que faltaran las restantes páginas del artículo y que nunca pudiera averiguar qué le había sucedido a su antecesor, Charles Singleton. Sabía que los archivos históricos concernientes a la historia de los negros se hallaban a menudo incompletos, si no traspapelados para siempre.
¿Dónde estaba el resto del relato?
Ah… Finalmente, lo encontró y dispuso la tira en el estropeado lector gris, moviendo el dial con impaciencia para localizar la continuación del relato de la fuga de Charles.
La pródiga imaginación de Geneva -y los años que llevaba inmersa entre libros- la habían provisto de los medios para adornar la escueta versión periodística de la persecución del antiguo esclavo a través de las tórridas y fétidas calles de Nueva York en el siglo XIX. Casi le parecía estar allí más que donde se encontraba en ese momento: unos ciento cuarenta años después en la desierta biblioteca del quinto piso del Museo de Cultura e Historia Afroamericana, en la calle 55, cerca del centro de Manhattan.
Giró el dial. Las páginas corrían por la moteada pantalla. Geneva halló el resto del artículo, que llevaba el siguiente titular:
VERGONZOSO
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informe sobre el crimen de un liberto
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charles singleton, un veterano de la guerra
entre los estados, traiciona la causa de
nuestro pueblo en un sonado incidente
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Una fotografía que ilustraba el artículo mostraba a Charles Singleton a los veintiocho años, vestido con el uniforme de la guerra civil. Era alto, tenía las manos grandes, y lo ajustado del uniforme en el pecho y los brazos dejaba entrever unos músculos poderosos. Labios gruesos, pómulos prominentes, cabeza redonda, piel bastante oscura.
Mirando el rostro adusto y los ojos serenos, penetrantes, la chica creyó ver una semejanza entre ambos. Ella tenía la cabeza y el rostro de su antepasado, la redondez de sus rasgos, el intenso matiz de su piel. Sin embargo, ni una pizca del físico de Singleton. Geneva Settle era flacucha como un chavalillo de escuela primaria, tal como a las chicas de Delano, un barrio de viviendas protegidas, les gustaba señalar.
Una vez más empezó a leer, pero la importunó un ruido.
En la sala se oyó un chirrido. ¿El pestillo de una puerta? Luego oyó pasos. Se detuvieron. Otro paso. Finalmente, silencio. Miró hacia atrás, pero no vio a nadie.
Sintió un escalofrío, pero se dijo a sí misma que no se debía asustar. Eran los malos recuerdos lo que la ponía nerviosa: las chicas de Delano moliéndola a golpes en el patio de la parte trasera del instituto Langston Hughes, y aquella vez que Tonya Brown y su pandilla del barrio de St. Nicholas la arrastraron a un callejón y luego le dieron tal paliza que perdió una muela. Los chicos te manoseaban, te faltaban al respeto, te humillaban. Pero eran las chicas las que te hacían sangre.
Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra…
Más pasos. Y otra pausa.
Silencio.
Las características de aquel lugar empeoraban las cosas. Poco iluminado, húmedo, silencioso. Y allí no había nadie más; y menos un martes a las ocho y cuarto de la mañana. El museo todavía no había abierto -los turistas aún dormían o estaban desayunando-, pero la biblioteca abría a las ocho. Geneva llevaba ya un rato esperando en la puerta cuando descorrieron el cerrojo, tanta era su impaciencia por leer el artículo. Ahora se encontraba sentada en un cubículo en el extremo de una gran sala de exposiciones, en la que maniquíes sin rostro vestían trajes del siglo XIX y cuyas paredes estaban repletas de cuadros de hombres con extraños sombreros, mujeres con gorros y caballos de patas debiluchas, esqueléticas.
Otro paso. Y luego otra pausa.
¿Debería marcharse? ¿Irse con el doctor Barry, el bibliotecario, hasta que el espeluznante tipo ese se fuera?
Y entonces el otro visitante se rio.
No era una risa siniestra, sino de alborozo.
Y dijo: «De acuerdo. Te llamo más tarde».
El clac de un teléfono móvil que se cierra. Por eso el hombre se paraba de vez en cuando, simplemente para escuchar a la persona que estaba en el otro extremo de la línea.
Ya te dije que no te preocuparas, muchacha. La gente no es peligrosa cuando se ríe. No es peligrosa cuando dice cosas amables por los móviles. El hombre andaba a paso lento porque eso es lo que hace la gente cuando está hablando… Aunque, ¿qué clase de grosero insolente haría una llamada en una biblioteca? Geneva se volvió nuevamente hacia la pantalla del lector de microfichas, preguntándose: «¿Consigues escapar, Charles? Hombre, espero que sí».
Aun así, logró ponerse de pie y, en lugar de confesar sus fechorías, como haría un hombre valiente, prosiguió su cobarde huida.
«Demasiado para un informe objetivo», pensó la joven enfadada.
Logró eludir a sus perseguidores durante un rato. Pero su evasión fue sólo temporal. Un tendero negro que estaba en un porche vio al liberto y, en nombre de la justicia, le rogó que se detuviera, afirmando que había oído hablar del crimen del señor Singleton y reprochándole que hubiera traído la deshonra a la gente de color de toda la nación. Acto seguido, ese ciudadano, un tal Walker Loakes, le arrojó un ladrillo al señor Singleton con el propósito de derribarle. Sin embargo.…
Charles esquiva la pesada piedra y se vuelve hacia el hombre, gritando: «¡Soy inocente! ¡Yo no he hecho lo que dice la policía!».
La imaginación de Geneva había cogido las riendas e, inspirada por el texto, estaba reescribiendo aquella historia.
Pero Loakes hace caso omiso de las protestas del liberto y corre hacia la calle, gritando a la policía que el fugitivo se dirige hacia los muelles.
Con el corazón desgarrado y la imagen de Violet y el hijo de ambos, Joshua, en el pensamiento, el antiguo esclavo prosigue su desesperada huida hacia la libertad.
A toda velocidad, a toda velocidad…
Detrás de él viene al galope la policía montada. Delante aparecen otros jinetes, conducidos por un policía que lleva casco y empuña una pistola. «¡Alto, quédese donde está, Charles Singleton! Soy el comisario William Simins. Llevo dos días buscándole».
El liberto hace lo que le ordenan. Con los hombros hundidos, los fuertes brazos caídos y el pecho palpitante, aspira el aire rancio y húmedo del río Hudson. Por allí cerca está la oficina de los remolcadores; arriba y abajo del río ve las agujas de los mástiles de los barcos que navegan, cientos de ellos, mofándose de él con su promesa de libertad. Se inclina, jadeante, frente al enorme cartel de la Swiftsure Express Company. Charles mira fijamente al oficial que se le acerca, mientras el tac-tac-tac de los cascos del caballo resuena con fuerza en los adoquines.
«Charles Singleton, queda usted detenido por robo. O se rinde o le sometemos a la fuerza. De cualquier manera, acabará con grilletes. Si elige lo primero, no sufrirá ningún daño. Si elige lo segundo, terminará cubierto de sangre. La decisión es suya».
«¡He sido acusado de un crimen que no he cometido!».
«Repito: ríndase o morirá. Ésas son sus únicas alternativas».
«¡No, señor, tengo otra!», grita Charles. Y prosigue su huida hacia el muelle.
«¡Deténgase o disparamos!», le grita el detective Simms.
Pero el liberto salta por encima de la reja del embarcadero como el caballo que salta una cerca. Por un momento parece suspendido en el aire, y entonces cae dando vueltas desde una altura de diez metros en las turbias aguas del río Hudson, murmurando algunas palabras, tal vez una plegaria a Jesús, tal vez una declaración de amor para su esposa e hijo, pero fueran lo que fuesen, ninguno de sus perseguidores puede oírlas.
A diez metros del lector de microfichas, Thompson Boyd, de cuarenta y un años de edad, se acercó un poco a la chica.
Tiró del pasamontañas que tenía puesto sobre la cabeza, cubriéndose el rostro; ajustó los agujeros para que coincidieran con los ojos y abrió el tambor de su revólver para asegurarse de que no estuviera atascado. Ya lo había comprobado antes, pero en este trabajo uno nunca podía tener absoluta certeza. Se metió el arma en el bolsillo y extrajo la porra por un corte practicado en su gabardina oscura.
Estaba entre las estanterías de libros en la sala de la exposición de trajes, los cuales le separaban de las mesas de los lectores de microfichas. Con los dedos enguantados en látex, se presionó los ojos, que esa mañana le escocían de manera especialmente intensa. Parpadeó a causa de la molestia.
El hombre volvió a mirar a su alrededor; tampoco había nadie en el piso de abajo. Ni cámaras de seguridad ni registro de visitantes. Todo bien. Pero había algunos problemas de logística. En la enorme sala reinaba un silencio sepulcral y Thompson no podría disimular su aproximación a la chica. Ella sabría que había alguien más en la sala y podría ponerse nerviosa y en situación de alerta.
De modo que después de haber entrado en esa ala de la biblioteca y de haber cerrado la puerta con llave, se había reído con una risa abierta. Thompson Boyd había dejado de reírse hacía años. Pero era un artesano que comprendía el poder del humor -y cómo usarlo para obtener ventaja en aquella clase de trabajo-. Una risa -acompañada de una despedida cortés y de un móvil cerrándose- haría que la chica estuviera tranquila, pensó.
La estratagema pareció funcionar. Echó una mirada rápida polla larga hilera de estantes y vio a la chica, que contemplaba la pantalla del lector de microfichas. Abría y cerraba nerviosamente las manos, que le colgaban a los lados, conforme iba leyendo.
Él empezó a acercarse.
Entonces se detuvo. La chica estaba apartándose de la mesa. El hombre oyó la silla deslizándose sobre el linóleo. Caminaba hacia algún lado. ¿Se marchaba? No. Oyó el ruido del surtidor del agua y el que hacía ella al tragar un poco. Luego oyó que sacaba libros de un estante y los apilaba sobre la mesa de los lectores de microfichas. Tras una pausa, volvió otra vez hacia los anaqueles y cogió más libros. El ruido sordo al depositarlos en la mesa. Finalmente, oyó el chirrido de la silla cuando volvió a sentarse. Luego, silencio.
Thompson volvió a mirar. La joven estaba otra vez en su silla, leyendo uno de los libros de la docena que tenía apilados delante.
Con la bolsa en la que llevaba los condones, la navaja y la cinta adhesiva en la mano izquierda y la porra en la derecha, reanudó su aproximación hacia la chica.
Ya estaba casi detrás de ella, cinco metros, cuatro, conteniendo la respiración.
Tres metros. Aunque ahora la joven echara a correr, él podría abalanzarse sobre ella y agarrarla, romperle una pierna o dejarla sin sentido de un golpe en la cabeza.
Dos metros, metro y medio…
Se detuvo y silenciosamente colocó en un estante la bolsa en la que tenía los objetos para perpetrar una agresión sexual. Se aproximó unos pasos, alzando el garrote de roble barnizado.
Todavía absorta en las palabras, Geneva leía con atención, ajena al hecho de que el agresor estaba prácticamente a sus espaldas. Thompson alzó la porra y, con todas sus fuerzas, golpeó la parte superior del gorro de la chica.
Crac…
Una dolorosa vibración le mordió las manos cuando el bastón dio en la cabeza de la chica con un ruido seco.
Pero algo iba mal. El sonido y la sensación no eran los correctos. ¿Qué ocurría?
Thompson Boyd dio un salto hacia atrás cuando el cuerpo cayó al suelo y se hizo pedazos.
El torso del maniquí cayó en una dirección. La cabeza en otra. Thompson se quedó mirando fijamente durante un momento. Echó una ojeada a un lado y vio un vestido que cubría la mitad inferior del mismo maniquí, parte de la exposición de vestimentas femeninas durante el período de la reconstrucción de América.
No…
De alguna manera, ella había intuido que él era un peligro. Fue a buscar unos cuantos libros de los estantes para disimular que se levantaba con la intención de coger un maniquí. Había vestido la parte superior de éste con su propia sudadera y su gorro, y luego lo había acomodado en la silla, apuntalándolo.
Pero, ¿dónde estaba ella?
Las ruidosas pisadas de alguien corriendo respondieron a la pregunta. Thompson Boyd oyó la carrera hacia la puerta de incendios. El hombre se guardó la porra en el abrigo, sacó el arma y fue tras ella.
Geneva Settle corría.
Corría para escapar. Como su antepasado Charles Singleton.
Jadeando. Como Charles.
Pero estaba segura de que su dignidad no era la misma que la que había exhibido su antepasado en su huida de la policía hacía ciento cuarenta años. Geneva sollozaba y gritaba pidiendo auxilio y en el frenesí del pánico tropezó y se dio un fuerte golpe contra una pared, raspándose el dorso de la mano.
Allí va, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… ¡Cogedla!
La idea de meterse en el ascensor le dio pánico, pues se vería atrapada. Así que eligió la escalera de incendios. Como iba a toda velocidad, se dio contra la puerta y se quedó aturdida. Una luz amarillenta le nubló la vista, pero siguió sin parar. Saltó desde el rellano hasta el cuarto piso y tiró del pomo de la puerta. Pero eran puertas de seguridad y no se abrían desde el hueco de la escalera. Tendría que usar la puerta de la planta baja.
Siguió bajando las escaleras, casi sin aliento. «¿Por qué? ¿Qué pretendía ese hombre?», se preguntó.
La pequeña y esmirriada Oreo no tiene tiempo para chicas como nosotras…
El arma… Eso era lo que la había hecho sospechar. Geneva Settle no era una pandillera, pero no se podía ser estudiante del instituto Langston Hughes, en el corazón de Harlem, y no haber visto al menos una vez en la vida un arma de fuego. Cuando oyó el inconfundible chasquido seco -muy distinto del de un móvil que se cierra-, se preguntó si el hombre risueño no estaría disimulando, si no habría ido allí buscando problemas. Así que se puso de pie como si no pasara nada y bebió un trago de agua, lista para salir pitando. Pero echó una mirada furtiva a través de los anaqueles y vio el pasamontañas. Se dio cuenta de que no podría llegar hasta la puerta sin que él le cortara el paso, a menos que se las arreglara para mantener la atención del hombre fija en la mesa de los lectores de microfichas. Apiló unos libros ruidosamente y luego quitó la ropa a un maniquí, lo vistió con su gorro y su sudadera, y lo colocó en la silla frente al aparato de las microfichas. Entonces esperó a que él se acercara, y cuando lo hizo, le rodeó, escabulléndose.
Reventadla, reventad a esa zorra…
Geneva bajó otro tramo de la escalera dando traspiés.
Ruido de pisadas por encima de su cabeza. ¡Dios santo, estaba siguiéndola! Se había metido en el hueco de la escalera detrás de ella, y ahora se encontraba sólo a un tramo de distancia. Mitad corriendo, mitad trastabillando, sujetándose la mano herida contra el pecho, se apresuró escaleras abajo al oír que los pasos de él se acercaban.
Cerca ya de la planta baja saltó cuatro escalones y aterrizó en el suelo de hormigón. Las piernas no pudieron sostenerla y se estrelló contra la áspera pared. Con el rostro crispado de dolor, la adolescente se puso de pie de un brinco, oyendo los pasos del hombre, viendo su sombra en las paredes.
Geneva miró hacia la puerta de incendios. Dio un grito ahogado al ver la cadena que rodeaba la barra.
No, no, no… La cadena era ilegal, por supuesto. Pero eso no significaba que las personas que administraban el museo no la utilizaran para evitar que entraran ladrones. O tal vez ese mismo hombre había encadenado la barra, previendo que ella pudiera escapar por esa puerta. Allí estaba, atrapada en un oscuro pozo de hormigón. ¿Pero realmente la cadena trababa la puerta?
Sólo había una manera de averiguarlo. ¡Ahora, chica!
Geneva saltó sobre la barra, estrellándose contra ella y empujándola. La puerta se abrió.
Oh, gracias a…
De pronto, un tremendo ruido le retumbó en los oídos, penetrándole hasta el alma. Gritó. ¿Le habían pegado un tiro en la cabeza? Pero se dio cuenta de que era la alarma de la puerta, que aullaba con la misma estridencia que los primitos de Keesh. Ya estaba en el callejón. Había salido dando un portazo, buscando la mejor dirección hacia donde ir, derecha, izquierda…
Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra…
Optó por la derecha y, tambaleante, se metió en la calle 55, deslizándose entre una multitud de personas que se dirigían al trabajo, provocando miradas de inquietud en algunas, de recelo en otras. La mayoría no hizo el menor caso a la chica de la cara angustiada. Luego, a sus espaldas, oyó que el ulular de la alarma de incendios se intensificaba cuando su atacante empujó la puerta para salir. ¿Huiría o iría tras ella?
Geneva corrió calle arriba hacia Keesh, que estaba de pie en el bordillo, sosteniendo un vaso de café, comprado en una charcutería griega, tratando de encender un cigarrillo a pesar del viento que soplaba. Su compañera de clase, de piel color café -con el maquillaje justo y una cascada de extensiones rubias-, tenía la misma edad que Geneva, pero le sacaba la cabeza. Tenía curvas donde debía tenerlas, y era de carnes apretadas, como un tambor; con grandes tetas y caderas propias del gueto, y algo más. La chica se había quedado esperando en la calle, ya que no le interesaban los museos, ni ningún otro edificio, en realidad, en el que estuviera prohibido fumar.
– ¡Gen! -Su amiga tiró al suelo el vaso de café y salió corriendo-. ¿Q'passa, tía? ¿Qué mosca te ha picao?
– Un hombre… -Geneva jadeaba, tenía náuseas-. Ahí dentro, ha intentado atacarme.
– ¡No fastidies! -Lakeesha miró a su alrededor-. ¿Dónde está?
– No lo sé. Venía detrás de mí.
– Tranquila. No pasa nada. Vámonos de aquí. ¡Venga, corre!
La chavala grandullona -que iba a clase de educación física un día sí y otro no y hacía dos años que fumaba- empezó a trotar lo mejor pudo, jadeando, con los brazos rebotándole a los lados.
Pero no habían llegado a la siguiente esquina cuando Geneva empezó a correr más despacio. Luego se detuvo.
– Espera.
– ¿Qué haces, Gen?
El pánico había desaparecido. Otra sensación lo había reemplazado.
– Venga, tía -dijo Keesh-. Mueve el culo.
Sin embargo, Geneva Settle había cambiado de idea. El miedo había dado paso a la ira. Y pensó: «Ese tío no va a salirse con la suya». Se dio media vuelta y miró a ambos lados de la calle. Finalmente vio lo que estaba buscando, cerca de la salida del callejón por el que acababa de escapar. Comenzó a desandar el camino en esa dirección.
A una calle de distancia del Museo Afroamericano, Thompson Boyd dejó de correr entre la multitud de los trabajadores que venían de las ciudades dormitorio en hora punta. Thompson era un hombre medio. En todos los sentidos. Cabello castaño de una tonalidad intermedia, de mediana estatura, peso medio, medianamente guapo, medianamente fuerte. En la cárcel le llamaban «el Ciudadano Medio». Solía pasar inadvertido ante la gente.
Pero un hombre corriendo por el centro de la ciudad llama la atención a menos que vaya tras un autobús, un taxi o que se dirija hacia una estación de tren. Por eso aminoró la marcha para andar con paso tranquilo. Pronto se perdió entre la multitud, sin que nadie se fijara en él.
Se quedó pensando mientras el semáforo de la Sexta Avenida y la 53 permaneció en rojo. Thompson tomó una decisión. Se quitó la gabardina y se la puso en el brazo, asegurándose, eso sí, de que las armas estuvieran al alcance de la mano. Dio la vuelta y comenzó a andar de regreso al museo.
Thompson Boyd era un artesano que hacía todo siguiendo las reglas al pie de la letra, y hubiera podido parecer que lo que estaba haciendo -volver al lugar de una agresión que acababa de salir mal- no era una idea sensata, ya que sin duda la policía no tardaría en llegar.
Pero había aprendido que era en momentos como ése, con polis por todas partes, cuando las personas se confiaban. A menudo uno podía acercarse a ellas mucho más de lo que podría hacerse en cualquier otra situación. Ahora el hombre medio se paseaba tranquilamente entre la multitud en dirección al museo, un transeúnte más, un ciudadano medio camino del trabajo.
Es un verdadero milagro. En algún lugar del cerebro o del cuerpo se produce un estímulo, ya sea mental o físico: quiero levantar el vaso, tengo que soltar la sartén que me está quemando los dedos. El estímulo genera un impulso nervioso que discurre por las membranas de las neuronas a través del cuerpo. A diferencia de lo que cree la mayoría de la gente, el impulso no es la electricidad misma; es una onda generada cuando la superficie de las neuronas cambia de una carga positiva a una negativa. La fuerza de este impulso es invariable -o bien existe, o no existe- y rápida, cuatrocientos kilómetros por hora.
Este impulso llega a su destino: músculos, glándulas y órganos, que responden manteniendo nuestro corazón latiendo, nuestros pulmones bombeando aire, nuestros cuerpos bailando, nuestras manos plantando flores y escribiendo cartas de amor o pilotando naves espaciales.
Un milagro.
A menos que algo funcione mal. A menos que uno sea, digamos, el jefe de una unidad de homicidios y esté en el escenario del crimen, investigando un asesinato perpetrado en un lugar en el que se están haciendo obras para el metro, y le caiga encima, sobre el cuello, una viga, destrozándoselo a la altura de la cuarta vértebra cervical, cuatro huesos por debajo de la base del cráneo. Como le sucedió a Lincoln Rhyme hacía unos cuantos años.
Cuando algo así ocurre, todas las manos del juego están perdidas.
Incluso aunque el golpe no seccione de lleno la médula espinal, la sangre inunda la zona y eleva la tensión y aplasta o ahoga las neuronas. Por alguna razón desconocida, al morir, las neuronas liberan un aminoácido tóxico que mata todavía más neuronas, lo que agrava el resultado de la destrucción. Al final, si el paciente sobrevive, el tejido cicatrizado llena el espacio que hay entre los nervios como la tierra en una tumba: una metáfora apropiada, porque, a diferencia de las neuronas del resto del cuerpo, las del cerebro y las de la médula espinal no se regeneran. Una vez muertas, quedan entumecidas para siempre.
Después de tan «catastrófico incidente», como delicadamente lo llaman los hombres y las mujeres que se dedican a la medicina, algunos pacientes -sólo los afortunados- se encuentran con que las neuronas que controlan los órganos vitales como los pulmones y el corazón siguen funcionando, y sobreviven.
O tal vez son los desafortunados.
Porque algunos habrían preferido que el corazón les hubiera dejado de latir en los primeros momentos, evitándoles las infecciones, las úlceras de decúbito, las contracturas y los espasmos. Evitándoles también los ataques de disreflexia autónoma, que pueden producirles un derrame cerebral. Evitándoles el estremecedor dolor fantasma que se siente igual que el de verdad, pero cuyas punzantes molestias no pueden combatirse ni con aspirinas ni con morfina.
Por no hablar del cambio total de vida: los fisioterapeutas y los asistentes y los respiradores y los catéteres y los pañales para adultos, la dependencia… y la depresión, por supuesto.
En estas circunstancias, algunas personas se dan por vencidas y buscan la muerte. El suicidio siempre es una posibilidad, pero no la más fácil. (Intente usted matarse si lo único que puede mover es la cabeza).
Pero otras personas siguen luchando.
– ¿Vale ya por hoy? -preguntó a Rhyme el joven delgado, vestido con pantalones de sport, camisa blanca y corbata granate de motivos florales.
– No -respondió su jefe con la voz jadeante a causa del ejercicio-. Quiero seguir.
Rhyme estaba sujeto con una correa encima de una aparatosa bicicleta fija, en uno de los dormitorios libres del segundo piso de su casa en Central Park West.
– Yo creo que ya ha hecho suficiente -replicó su asistente-. Lleva más de una hora. Tiene el ritmo cardíaco bastante alto.
– Esto es como subir el Cervino en bicicleta -dijo Rhyme con voz entrecortada-. Soy Lance Armstrong.
– El Tour de Francia no incluye el Cervino, que además es una montaña. Se puede escalar, pero no subirse en bicicleta.
– Gracias por los datos triviales de canal deportivo, Thom. No lo decía en sentido literal. ¿Cuánto he recorrido?
– Treinta y cinco kilómetros.
– Hagamos otros veinticinco.
– Me parece a mí que no. Ocho.
– Doce -regateó Rhyme.
El joven y apuesto asistente dio su consentimiento elevando una ceja.
– De acuerdo.
De todas maneras, ocho era lo que Rhyme quería. Estaba eufórico. Vivía para ganar.
El pedaleo continuó. Sus músculos impulsaban la bicicleta, sí, pero había una enorme diferencia entre esa actividad y lo que uno haría pedaleando en una bicicleta fija de un gimnasio. El estímulo que enviaba el impulso a través de las neuronas no provenía del cerebro de Rhyme, sino de un ordenador, por medio de electrodos conectados a los músculos de sus piernas. El dispositivo era conocido con el nombre de bicicleta ergométrica EEF. La estimulación eléctrica funcional utiliza un ordenador, cables y electrodos para simular el sistema nervioso y enviar minúsculas descargas de electricidad a los músculos, haciendo que se comporten exactamente igual que si el cerebro estuviera al mando.
La EEF no se utiliza para las actividades cotidianas, como caminar o manejar utensilios. Su verdadera utilidad está en la terapia: mejora la salud de los pacientes seriamente discapacitados.
Rhyme se animó a hacer estos ejercicios gracias a un hombre a quien admiraba mucho, el difunto actor Christopher Reeve, que había sufrido un traumatismo aún más severo que el de Rhyme en un accidente de equitación. Con fuerza de voluntad y un esfuerzo físico denodado -y sorprendiendo a muchos miembros de la comunidad médica tradicional-, Reeve recuperó ciertas habilidades motoras y algo de sensibilidad en zonas en las que la había perdido por completo. Tras años de estar meditando sobre si someterse o no a una arriesgada cirugía experimental de la médula espinal, finalmente Rhyme se había decidido por un régimen de ejercicios similar al de Reeve.
La prematura muerte del actor había estimulado a Rhyme a poner aún más energía que antes en cada plan de ejercicios, y Thom se había puesto en contacto con uno de los mejores médicos especialistas en médula espinal dañada, Robert Sherman. El doctor le había diseñado un programa que incluía la bicicleta ergométrica, masaje acuático y una cinta de locomoción, un enorme artefacto, equipado con piernas robóticas, también controlado por ordenador. Este sistema, en efecto, hacía «caminar» a Rhyme.
Toda esta terapia había dado algunos resultados. Su corazón y sus pulmones estaban más fuertes. La densidad de sus huesos era la de un hombre de su edad que no sufriera ninguna discapacidad. La masa muscular se había incrementado. Estaba casi tan en forma como cuando dirigía el Servicio de Investigaciones del Departamento de Policía de Nueva York, que supervisaba a la policía científica, la unidad que examinaba el escenario del crimen. En esa época caminaba varios kilómetros al día; a veces dirigía él mismo la investigación en el lugar del crimen -algo poco habitual en un comisario- y rondaba por las calles de la ciudad para recoger muestras de piedras o tierra o cemento u hollín para catalogarlas en su base de datos forenses.
Gracias a los ejercicios, Rhyme ya no tenía tantas llagas, consecuencia de las muchas horas que su cuerpo permanecía en contacto con la silla o la cama. El funcionamiento de su intestino y su vejiga mejoró, y tenía muchas menos infecciones del tracto urinario. Y sólo había tenido un único ataque de disreflexia autónoma desde que había comenzado con el programa.
Por supuesto, quedaba otra cuestión: ¿los meses de extenuantes ejercicios servirían para arreglar algo su estado, o sólo para robustecer los músculos y los huesos? Un sencillo estudio de las funciones motoras y sensoriales le daría la respuesta inmediatamente. Pero eso requería una visita al hospital, y Rhyme nunca parecía encontrar el momento de hacerlo.
– ¿No puede tomarse una hora? -le preguntaba Thom.
– ¿Una hora? ¿Una hora? ¿Desde cuándo una visita al hospital lleva sólo una hora? ¿Dónde queda ese precioso hospital, Thom? ¿En el País de Nunca Jamás? ¿En Oz?
Pero finalmente el doctor Sherman le dio la lata a Rhyme hasta que éste aceptó hacerse los estudios. En media hora, él y Thom saldrían hacia el hospital para comprobar cómo había evolucionado.
Sin embargo, Lincoln Rhyme no estaba pensando en eso, sino en la carrera de bicicletas que le ocupaba en aquel momento: se trataba de una subida al Cervino, sí señor. Y se daba la circunstancia de que estaba venciendo a Lance Armstrong.
Cuando terminó, Thom le quitó de la bicicleta, le bañó y luego le vistió con una camisa blanca y pantalones de sport oscuros. Le colocó en la silla de ruedas, y Rhyme condujo hacia el minúsculo ascensor. Fue a la planta baja, donde la pelirroja Amelia Sachs estaba sentada en el laboratorio -el antiguo salón-, rotulando pruebas de uno de los casos del Departamento de Policía por el cual había consultado a Rhyme.
Con el único dedo que podía mover -el anular izquierdo- sobre el control tipo touch-pad, Rhyme maniobró con destreza su silla de ruedas Storm Arrow rojo brillante por el laboratorio, hasta llegar a milímetros de ella. Amelia se inclinó sobre él y le besó en la boca. Él la besó a su vez, apretando con fuerza sus labios contra los de ella. Permanecieron así durante unos instantes, Rhyme disfrutando del calor de la proximidad de Amelia, del dulce aroma floral a jabón, del roce sensual de su cabello contra su pómulo.
– ¿Hasta dónde has llegado hoy? -preguntó Amelia.
– En este momento podría estar en el norte de Westchester si no me hubieran detenido. -Una hosca mirada dirigida a Thom. El asistente le guiñó un ojo a Sachs. Como quien oye llover.
Sachs, alta y esbelta, tenía puesto un traje sastre azul marino y una de las camisas negras o azul marino que usaba desde que había sido ascendida a detective. (Un manual de tácticas para oficiales advertía: «Llevar una camisa o blusa que contraste con el fondo hace que la zona del pecho resulte un blanco más fácil»). El conjunto era funcional y anticuado, muy distinto de lo que había lucido en su trabajo antes de convertirse en poli; Sachs había sido modelo de pasarela durante unos años. La chaqueta estaba un poco abultada en un lado, a la altura de las caderas, en donde llevaba la pistola automática Glock, y los pantalones de sport eran de hombre; necesitaba un bolsillo trasero -el único lugar en el que le resultaba cómodo ocultar la navaja de resorte, ilegal pero a menudo útil-. Y, como siempre, llevaba unos prácticos zapatos de suela acolchada. Para Amelia Sachs caminar era doloroso, a causa de la artritis.
– ¿Cuándo nos vamos? -le preguntó a Rhyme.
– ¿Al hospital? No hace falta que vengas. Mejor quédate aquí y carga las pruebas en el sistema.
– Ya casi están cargadas. De todos modos, no es una cuestión de si hace falta que vaya. Quiero ir.
– Un circo. Esto se está convirtiendo en un circo. Lo sabía -dijo él entre dientes. Trató de lanzar una mirada de reproche a Thom, pero el asistente no se encontraba allí.
Sonó el timbre. Thom se dirigió al salón y regresó un momento después, seguido de Lon Sellitto.
– Hola a todos.
El teniente, rechoncho, vestido con su habitual traje arrugado, saludó alegremente con la cabeza. Rhyme se preguntó a qué se debía su buen humor. Tal vez algo que tuviera que ver con una reciente detención, o con el presupuesto del Departamento de Policía destinado a nuevos oficiales, o tal vez fuera porque había perdido un par de kilos. El peso del detective subía y bajaba como un yoyó y siempre se lamentaba de ello. Dada su propia situación, Lincoln Rhyme no tenía ninguna paciencia cuando alguien se quejaba por imperfecciones físicas tales como tener demasiada cintura o demasiado poco cabello.
Pero parecía que aquel día el espíritu entusiasta del detective estaba relacionado con el trabajo. Sacudió varios documentos en el aire como si fueran un abanico.
– Han confirmado la sentencia.
– ¡Ah! -exclamó Rhyme-. ¿El caso de los zapatos?
– Exacto.
Rhyme estaba satisfecho, por supuesto, aunque poco sorprendido. ¿Por qué iba a estarlo? Él había preparado la mayor parte del caso contra el asesino; era imposible que revocaran la condena.
Había sido un caso interesante: dos diplomáticos balcánicos habían sido asesinados en Roosevelt Island -esa curiosa franja de tierra habitada en medio del East River- y les habían robado los zapatos derechos. Tal como ocurría a menudo cuando se enfrentaba a casos enmarañados, el Departamento de Policía contrataba a Rhyme como consultor en criminología -el término usado para decir «científico forense» en la jerga de los enterados-, para que les ayudara en la investigación.
Amelia Sachs había dirigido la investigación en el lugar del crimen, y recogieron y analizaron todas las pruebas. Pero las pistas no les condujeron hacia ninguna dirección obvia, y los policías aceptaron la conclusión de que el móvil de los asesinatos tenía algo que ver con la política europea. Durante cierto tiempo el caso permaneció abierto pero paralizado, hasta que en el Departamento de Policía de Nueva York empezó a circular un memorándum del FBI sobre un maletín abandonado en el aeropuerto JFK. El maletín contenía artículos referentes a sistemas de posicionamiento global, dos docenas de circuitos electrónicos y un zapato derecho de hombre. El tacón había sido ahuecado y dentro había un chip de ordenador. Rhyme se había preguntado si no sería uno de los zapatos de Roosevelt Island, y, claro está, lo era. También otras pistas halladas en el maletín volvieron a llevarles al escenario del crimen.
Un asunto de espionaje… Reminiscencias de Robert Ludlum. Inmediatamente empezaron a circular teorías, y el FBI y el Departamento de Estado se pusieron en marcha. También apareció un hombre de Langley; era la primera vez que Rhyme recordaba que la CIA se interesara en uno de sus casos.
El criminalista incluso se rio de la decepción de los federales, amigos de las conspiraciones mundiales, cuando, una semana después del hallazgo del zapato, la detective Amelia Sachs dirigió un equipo especial que detuvo a un empresario de Paramus, Nueva Jersey, un tosco individuo que a lo sumo sabía de política internacional lo que hubiera podido leer en el USA Today.
Rhyme había probado, por medio del análisis químico y de la humedad de los componentes del material del tacón, que el ahuecamiento había sido hecho semanas después de que los hombres fueran asesinados. También descubrió que el chip de ordenador había sido comprado en PC Warehouse -una conocida tienda de ordenadores-, y que la información sobre el GPS no sólo no era secreta, sino que había sido descargada de sitios web que llevaban uno o dos años sin actualizarse.
Un escenario del crimen amañado, había concluido Rhyme. Y siguió la pista del polvo de rocas hallado en el maletín, que le llevó a una empresa de Nueva Jersey dedicada a encimeras para baños y cocinas. Una rápida ojeada a los registros de llamadas telefónicas del propietario y los recibos de tarjetas de crédito llevaron a la conclusión de que la esposa del dueño se acostaba con uno de los diplomáticos. Su esposo había descubierto la relación, y junto con un émulo de Tony Soprano que trabajaba para él en el almacén de losas, mató al amante de su mujer y al desventurado colega de éste en Roosevelt Island, y luego amañó las pruebas para que pareciera que el crimen tenía móviles políticos.
«Un affair, sí, pero no diplomático», había expresado dramáticamente Rhyme en la conclusión de su testimonio ante el tribunal. «Una acción secreta, sí, pero no de espionaje».
«Protesto», había dicho, harto, el abogado defensor.
«Se admite». Aunque el juez no pudo aguantar la risa.
Al jurado le llevó cuarenta y dos minutos decidir que el empresario era culpable. Los abogados, por supuesto, habían apelado -siempre lo hacen-, pero, tal como Sellitto acababa de revelar, el tribunal de apelaciones confirmó la sentencia.
– Vamos, celebremos la victoria con un viaje al hospital. ¿Estás listo? -preguntó Thom.
– No tengas tanta prisa -gruñó Rhyme.
Justo en ese momento sonó el busca de Sellitto. Miró la pantalla, frunció el ceño y luego cogió el móvil de su cinturón e hizo una llamada.
– Soy Sellitto. ¿Qué sucede…? -El voluminoso hombre movía lentamente la cabeza, sobándose los michelines de la barriga con una mano, como ausente. Últimamente había estado probando con Atkins. Al parecer, comer un montón de filetes y huevos no había surtido demasiado efecto-. ¿Ella está bien? ¿Y el atacante…? Ajá… Mala cosa. Espera un momento. -Levantó la vista-. Acaba de entrar una llamada al 1024. Del Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que está en la 55. La víctima es una jovencita. Adolescente. Tentativa de violación.
Al oír la noticia, Amelia Sachs hizo un gesto que denotaba compasión. Rhyme tuvo una reacción diferente; automáticamente se preguntó: ¿cuántos escenarios del crimen había? ¿El atacante persiguió a la chica y tal vez se le cayó algo que sirviera de prueba? ¿Forcejearon? ¿Dejó él algún rastro en la chica? ¿El hombre se dirigió al lugar de los hechos y se marchó de allí utilizando el transporte público? ¿O se sirvió de un coche?
Se le pasó también otra idea por la cabeza; de todas maneras, no tenía intención de compartirla.
– ¿Alguna herida? -preguntó Sachs.
– Sólo rasguños en una mano. La chica se escapó y encontró a un agente que estaba patrullando cerca de allí. Éste se dirigió al lugar, pero para entonces la bestia ya se había ido… Entonces, amigos, ¿vais a llevar la investigación del lugar del crimen?
Sachs miró a Rhyme.
– Sé lo que vas a decir: que estamos ocupados.
Para todo el Departamento de Policía de Nueva York éste era un momento crucial. Muchos oficiales habían sido retirados de las fuerzas regulares y se les habían asignado tareas antiterroristas, las cuales últimamente eran en extremo agotadoras. El FBI había obtenido varios informes anónimos acerca de posibles atentados con bombas en blancos israelíes en la zona. A Rhyme los cambios de asignaciones le recordaban las historias que contaba el abuelo de Sachs acerca de la vida en Alemania antes de la guerra. El suegro del abuelo de Sachs era detective de la policía criminal en Berlín y constantemente perdía personal, que pasaba al servicio del Gobierno nacional cada vez que se producía una crisis. A causa del desvío de los recursos, Rhyme estaba más ocupado de lo que lo había estado en meses. En ese momento él y Sachs estaban llevando dos investigaciones de estafas de guante blanco, un asalto a mano armada y un caso sin resolver de hacía tres años.
– Ajá, realmente ocupados -sintetizó Rhyme.
– O llueve o está mojado -dijo Sellitto, y frunció el ceño-. No acabo de entender lo que significa esa expresión.
– Creo que es «llueve sobre mojado». Una afirmación irónica. -Rhyme inclinó la cabeza-. Me encanta ayudar. De verdad. Pero tenemos todos esos otros casos. Y mira la hora, tengo una cita. En el hospital.
– Vamos, Linc -dijo Sellitto-. No hay ninguna otra cosa en la que estés trabajando que se parezca a esto: la víctima es una niña. Es un tipo chungo, va detrás de adolescentes. Si lo sacamos de las calles, quién sabe cuántas chicas salvaremos. Conoces la ciudad: no importa qué más esté sucediendo. Cuando a alguna bestia le da por las niñas, los de arriba te dan lo que te haga falta para trincarle.
– Pero con éste ya serían cinco casos -objetó Rhyme, de mal humor. Dejó que creciera el silencio. Luego, con renuencia, preguntó-: ¿Qué edad tiene la chica?
– Dieciséis, por el amor de Dios. Vamos, Linc.
– Vale, de acuerdo. Lo haré -dijo, finalmente, dando un suspiro.
– ¿De verdad? -preguntó Sellitto, sorprendido.
– Todo el mundo cree que soy un antipático -se burló Rhyme, alzando la mirada-. Todos creen que soy un aguafiestas; ahí tienes otro cliché, Lon. Sólo pretendía dejar constancia de que tengo que considerar las prioridades. Pero creo que llevas razón. Esto es más importante.
– ¿Su carácter servicial tiene algo que ver con el hecho de que tendrá que posponer su visita al hospital? -preguntó a su vez el asistente.
– Por supuesto que no. Ni siquiera había pensado en eso. Pero ahora que lo mencionas, será mejor que la cancele. Buena idea, Thom.
– No es idea mía, la ha maquinado usted.
«Es cierto», estaba pensando Rhyme. Pero preguntó indignado:
– ¿Yo? Dicho así, parece que soy yo el que anda por ahí atacando gente.
– Usted sabe lo que quiero decir -espetó Thom-. Puede hacerse las pruebas y estar de regreso antes de que Amelia haya terminado con el examen del lugar.
– Puede que haya retrasos en el hospital. ¿Qué digo «puede»? ¡Siempre los hay!
– Llamaré al doctor Sherman y pediré otra cita -dijo Sachs.
– Cancélala, pero no pidas otra. No sabemos cuánto tiempo nos llevará este caso. El agresor podría pertenecer al crimen organizado.
– Pediré otra cita -repitió.
– Calculemos dos o tres semanas.
– Veré cuándo está disponible -señaló Sachs con firmeza.
Pero Lincoln Rhyme podía ser tan terco como su compañera.
– Ya nos preocuparemos de eso luego. Tenemos un violador ahí fuera. ¿Quién sabe qué andará tramando ahora? Probablemente estará al acecho de alguien más. Thom, llama a Mel Cooper y dile que venga. En marcha. Cada minuto que nos retrasemos es un regalo para el criminal. Eh, ¿qué te parece esa expresión, Lon? La génesis de un cliché; y ahí estabas tú.
Instinto.
Los polis que patrullan las calles desarrollan un sexto sentido para darse cuenta de cuándo alguien tiene un arma oculta. Los veteranos del cuerpo dirán que en realidad se trata del modo en que se comporta el sospechoso. No es tanto una cuestión del peso de la pistola como del peso de las consecuencias de tenerla a mano. Del poder que confiere.
También del riesgo de ser atrapado. Portar un arma sin licencia en Nueva York tiene un elevado coste: una temporada en la cárcel, automáticamente. Llevas un arma escondida, cumples una condena. Tan sencillo como eso.
No, Amelia Sachs no sabría decir exactamente por qué lo intuía, pero sabía que el hombre apoyado en la pared de la acera de enfrente del Museo de Cultura e Historia Afroamericana iba armado. Fumando un cigarrillo, con los brazos cruzados, miraba el cordón policial, los faros intermitentes, a los oficiales.
Al llegar al lugar de los hechos, Sachs recibió el saludo de un rubio uniformado del departamento, tan joven que tenía que ser un novato.
– Eh, hola. Yo he sido el primer oficial en intervenir. Yo… -dijo.
Sachs sonrió y susurró:
– No me mire a mí. Mantenga la mirada fija en ese montón de basura que está allí en la calle.
El novato la miró, y parpadeó.
– ¿Disculpe?
– La basura -repitió en un áspero susurro-. No a mí.
– Lo siento, oficial -se disculpó el joven, que llevaba el cabello rapado y una placa de identificación en el pecho en la que se leía R. Pulaski. La chapa no tenía desperfectos ni arañazos.
Sachs señaló con el dedo hacia la basura.
– Haga como que se encoge de hombros.
El joven se encogió de hombros.
– Venga conmigo. Siga observándola.
– ¿Está allí…?
– Sonría.
– Yo…
– ¿Cuántos polis hacen falta para cambiar una bombilla? -preguntó Sachs.
– No lo sé -dijo él-. ¿Cuántos?
– Yo tampoco lo sé. No es una broma. Pero ríase como si yo acabara de contarle un chiste.
Él se rio. Un poco nerviosamente. Pero fue una risa.
– Siga mirándola.
– ¿La basura?
Sachs se desabotonó la chaqueta.
– Ahora dejamos de reírnos y nos preocupamos por los residuos.
– ¿Por qué…?
– Adelante.
– De acuerdo. No me estoy riendo. Estoy mirando los residuos.
– Bien.
El hombre de la pistola seguía apoyado en la pared de un edificio. Tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte y llevaba el pelo cortado a navaja. Amelia le vio el bulto en la cadera, lo que le permitió deducir que era una pistola larga, probablemente un revólver, ya que parecía haber una protuberancia donde debía de estar el tambor.
– La situación es ésta -le dijo en voz baja al recluta-. Hombre en nuestras dos en punto. Armado.
El novato, pobrecillo -con pelo de crío pequeño, erizado y de un dorado brillante como el caramelo-, siguió mirando la basura.
– ¿El agresor? ¿Usted cree que es el autor de la agresión?
– No lo sé. No importa. Lo que me importa es el hecho de que está armado.
– ¿Qué hacemos?
– Seguimos andando. Pasamos junto a él, mirando la basura. Hacemos como que no nos interesa. Nos damos la vuelta y volvemos hacia el lugar de los hechos. Usted aminora el paso y me pregunta si quiero un café. Yo digo que sí. Usted le rodea por la derecha. Él tendrá los ojos puestos en mí.
– ¿Y por qué iba a mirarla a usted?
Qué refrescante ingenuidad.
– Sencillamente, lo hará. Usted vuelve sobre sus pasos. Se le acerca. Hace algún ruidito, carraspea o algo así. Él se dará la vuelta. Entonces yo me acercaré a él por detrás.
– De acuerdo, entendido… ¿Debería… ya sabe, sacar el arma y encañonarle?
– No. Sólo hágale saber que usted está ahí y quédese tras él.
– ¿Y si él saca su pistola?
– Entonces usted desenfunda y le encañona.
– ¿Y si él empieza a disparar?
– No creo que lo haga.
– Pero, ¿si lo hace?
– Entonces usted le dispara. ¿Cuál es su nombre de pila?
– Ronald. Ron.
– ¿Cuánto hace que trabaja en la calle?
– Tres semanas.
– Lo hará bien. Vamos.
Caminaron hacia el montón de basura, mostrando interés. Pero luego decidieron que allí no había nada sospechoso y empezaron a volver sobre sus pasos. Pulaski se detuvo repentinamente.
– ¿Le apetece un café, detective?
Sobreactuación -nunca sería admitido en el Actor's Studio-, pero, teniendo en cuenta todas las circunstancias, era una actuación creíble.
– De acuerdo, gracias.
El oficial se dio la vuelta y empezó a andar en la otra dirección.
– ¿Cómo lo quiere?
– Ehhh, con azúcar -dijo ella.
– ¿Cuántos azucarillos?
¡Dios santo…!
– Uno -contestó Amelia.
– Vale. Eh, ¿quiere un bollo también?
Ya está bien, disimule, le dijeron los ojos de ella.
– Sólo café, gracias.
La detective se volvió hacia el lugar de los hechos, notando cómo el hombre de la pistola contemplaba su largo cabello pelirrojo, recogido en una cola de caballo. Luego le miró el pecho y el culo.
¿Y por qué iba a mirarla a usted?
Sencillamente, lo hará.
Sachs siguió andando hacia el museo. Miró hacia una ventana de la acera de enfrente, fijándose en el reflejo. Cuando los ojos del fumador se volvieron hacia Pulaski, ella se dio la vuelta rápidamente y se acercó, con la chaqueta abierta a un lado como un pistolero, de manera que pudiera sacar su Glock rápidamente si fuera preciso.
– Señor -dijo con firmeza-. Por favor, ponga las manos donde yo las vea.
– Haga lo que dice la dama. -Pulaski estaba de pie al otro lado del fulano, con una mano cerca del arma.
El hombre miró a Sachs.
– Lo ha hecho con bastante elegancia, oficial.
– Limítese a no mover las manos. ¿Lleva usted un arma?
– Ajá -respondió el hombre-, y es más grande que la que solía llevar en el Tres Cinco.
Esos números se referían a un distrito policial. Era un ex policía.
Probablemente.
– ¿Es usted guardia jurado?
– Así es.
– Déjeme ver su identificación. Con la mano izquierda, si no le importa. Deje la derecha donde está.
Él sacó su cartera y se la entregó. Su permiso de armas y su licencia de guardia jurado estaban en orden. Aun así, comprobó que fueran de él. El tipo era legal.
– Gracias. -Sachs se tranquilizó y le devolvió los papeles.
– No hay problema, detective. Parece que tienen aquí el escenario de un hecho violento. -Cabeceó hacia los coches patrulla que bloqueaban la calle frente al museo.
– Ya se verá. -Una respuesta esquiva.
El guardia se guardó la cartera.
– Fui oficial de patrulla durante doce años. Me dieron la baja por razones de salud; casi me vuelvo loco. -Sacudió la cabeza señalando el edificio que tenía detrás-. Verá a otro par de tipos dando vueltas por aquí. Ésta es una de las mayores operadoras de joyas de la ciudad. Es un anexo de la American Jewelry Exchange que está en el barrio de los diamantes. Traemos piedras de Amsterdam y Jerusalén por valor de un par de millones de pavos todos los días.
Sachs le echó una mirada al edificio. No parecía muy imponente, era igual que cualquier otro edificio de oficinas.
Él se rio.
– Pensé que este empleo iba a estar chupado, pero aquí trabajo tanto como cuando hacía la ronda. Bueno, que tengan buena suerte con la investigación. Me gustaría ayudarles, pero llegué aquí después de que hubiera ocurrido todo. -Se volvió hacia el novato-: Eh, chaval -dijo, señalando a Sachs con la cabeza-. En el trabajo, delante de la gente, no la llames «dama». Ella es «detective».
El novato le miró nervioso, pero ella se dio cuenta de que el chico había captado el mensaje, el mismo que ella le iba a comunicar cuando estuvieran fuera del alcance de oídos ajenos.
– Lo siento -le dijo Pulaski.
– Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.
Lo cual podía ser el lema de todas las academias de policía.
Se volvieron dispuestos a marcharse. El guardia les llamó:
– ¡Eh! ¡Novato!
Pulaski se volvió.
– Te olvidas del café. -Rio burlonamente.
En la entrada del museo, Lon Sellitto estaba inspeccionando la calle y hablando con un sargento. El corpulento detective miró la placa de identificación del chaval y preguntó:
– Pulaski, ¿ha sido usted el primer oficial en intervenir?
– Sí, señor.
– Hágame un resumen de los hechos.
El chaval carraspeó y señaló un callejón.
– Yo estaba en la acera de enfrente, más o menos allí, patrullando la zona como todos los días. A eso de las… ocho y media, la víctima, una persona afroamericana de sexo femenino, de dieciséis años de edad, se me acercó y me informó de que…
– Puede decirlo con sus propias palabras -dijo Sachs.
– Sí, claro. De acuerdo. Lo que pasó es… que yo estaba de pie más o menos allí y esa chica viene hacia mí, toda alterada. Se llama Geneva Settle, y está en el tercer año de instituto. Estaba haciendo un trabajo o algo así, en el quinto piso. -Señaló el museo-. Y el tipo ese la ataca. Blanco, de uno ochenta, con un pasamontañas. Iba a violarla.
– ¿Eso cómo lo sabe? -preguntó Sellitto.
– Encontré una bolsa suya con los objetos que iba a usar en la violación, en el quinto piso.
– ¿Metió la mano? -preguntó Sachs, frunciendo el ceño.
– Con un lápiz. Eso es todo. No toqué nada.
– Bien. Continúe.
– La chica huye, baja por la escalera de incendios y sale al callejón. Él sale detrás de ella, pero se va para el otro lado.
– ¿Vio alguien qué pasó con él? -preguntó Sellitto.
– No, señor.
Examinó la calle con la mirada.
– ¿Estableció usted el perímetro para la prensa?
– Sí, señor.
– Bueno, está puesto a cinco metros menos de lo que corresponde. Aléjelos, que se vayan al infierno. Los periodistas son como sanguijuelas. Recuérdelo.
– Por supuesto, detective.
Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.
Se alejó corriendo y empezó a mover la cinta hacia atrás.
– ¿Dónde está la chica? -preguntó Sachs.
El sargento, un fornido hispano de gruesos cabellos canosos, contestó:
– Un oficial se las llevó a ella y a su amiga a la comisaría de Midtown North. Iban a llamar por teléfono a los padres. -El luminoso sol otoñal se reflejaba en sus muchas insignias doradas-. Después de que contactaran con ellos, alguien iba a llevarlas a la casa del capitán Rhyme para que las entrevistara. -Se rio-. Es una chica inteligente. ¿Saben lo que hizo?
– ¿Qué?
– Percibió que iba a pasar algo, así que vistió un maniquí con su sudadera y su gorro. El agresor se abalanzó sobre el maniquí. De ese modo ella tuvo unos segundos para huir.
Sachs se rio.
– ¿Y sólo tiene dieciséis años? Inteligente.
– Tú sigue con la investigación del lugar de los hechos -dijo Sellitto a Sachs-. Yo voy a mandar agentes a hacer averiguaciones en los alrededores. -Caminó por la acera hacia un grupo de oficiales, uno de uniforme y dos polis de la brigada criminal, vestidos de paisano, y los envió a las tiendas y edificios de oficinas cercanos para comprobar si había testigos. Reunió un equipo aparte para entrevistar a todos los vendedores callejeros que había por allí, una media docena, algunos de los cuales estaban en ese momento vendiendo café y donuts, mientras que otros preparaban almuerzos compuestos de perritos, panecillos, kebabs y falafel en pan de pita.
Sonó un claxon, y Amelia se dio la vuelta. Había llegado el autobús con los técnicos de la policía científica de Queens.
– Eh, detective -llamó el conductor, al bajar.
Sachs les saludó con la cabeza a él y a su compañero. Conocía a ambos jóvenes de casos anteriores. Se quitó la chaqueta y el arma y se puso encima un mono blanco Tyvek para minimizar la contaminación del lugar de los hechos. Luego se volvió a meter la Glock en la cintura, pensando en la advertencia que Rhyme repetía constantemente a los equipos que investigaban el lugar del crimen: «Examinen bien, pero guárdense las espaldas».
– ¿Me echan una mano con los bultos? -preguntó, levantando con esfuerzo una de las maletas metálicas que contenían el instrumental básico para recoger y transportar las pruebas.
– Desde luego. -Uno de los técnicos cogió otras dos maletas.
Sachs extrajo unos cascos con micrófono manos libres y lo enchufó en su walkie-talkie justo cuando Ron Pulaski regresaba de su tarea de alejar a la prensa. Éste guió a Sachs y a los técnicos de la policía científica hacia el interior del edificio. Salieron del ascensor en el quinto piso y caminaron hacia la derecha, hacia una puerta de doble hoja que estaba bajo un cartel que ponía: Sala Booker T. Washington.
– Allí está el lugar de los hechos. -Sachs y los técnicos abrieron las maletas y comenzaron a extraer los aparatos. Pulaski prosiguió-: Estoy bastante seguro de que el agresor entró por esta puerta. La única otra salida es la de la escalera de incendios, pero no se puede entrar desde fuera y no estaba forzada. De modo que entra por esta puerta, la cierra con llave y luego va a por la chica. Ella se escapó por la salida de incendios.
– ¿A usted quién le abrió la puerta de entrada? -preguntó Sachs.
– Un individuo llamado Don Barry, el bibliotecario jefe.
– ¿Entró con usted?
– No.
– ¿Dónde está ahora?
– En su oficina, en el tercer piso. Pensé que a lo mejor el agresor era alguien de dentro, ¿sabe usted? Por eso le pedí una lista de todos los empleados varones blancos, en la que se especificara dónde estaban en el momento en que la chica fue atacada.
– Bien hecho. -Sachs pensaba hacer lo mismo.
– Dijo que nos traería la lista en cuanto la tuviera terminada.
– Ahora, dígame qué hay ahí dentro.
– La chica estaba en el lector de microfichas, a la vuelta de la esquina, a la derecha. Le será fácil encontrarlo. -Pulaski señaló el extremo de una gran sala llena de altas estanterías de libros, detrás de las cuales había un área despejada en la que Sachs vio maniquíes vestidos con trajes de época, pinturas, vitrinas con joyas antiguas, monederos, zapatos, accesorios… Los típicos objetos polvorientos exhibidos en museos, la clase de cosas que uno mira mientras en realidad está pensando a qué restaurante irá a comer cuando se haya cansado de tanta cultura.
– ¿Qué medidas de seguridad hay? -Sachs estaba buscando cámaras en el techo.
– Ninguna. No hay cámaras. No hay guardias, ni registro de visitantes. Uno entra y punto.
– No nos lo han puesto fácil, ¿eh?
– No, seño… No, detective.
Sachs pensó en decirle que «señora» estaba bien -no «dama»-, pero no sabía cómo explicar la diferencia.
– Una pregunta. ¿Cerró usted la puerta de incendios de la planta baja?
– No, me limité a dejarla tal y como la había encontrado. Abierta.
– De modo que el lugar podría estar «caliente».
– ¿Caliente?
– El atacante podría haber regresado.
– Yo…
– No ha hecho nada incorrecto, Pulaski. Sólo quiero saber.
– Bueno, supongo que podría haber regresado, sí.
– De acuerdo, usted quédese aquí en la puerta. Quiero que tenga los oídos bien abiertos.
– ¿Qué tengo que oír?
– Bueno, por ejemplo por si el tipo me dispara. Aunque lo más probable es que primero oiga pasos o a alguien cargando una escopeta.
– Que le cubra las espaldas. ¿Es eso lo que quiere decir?
La mujer le guiñó un ojo. Y echó a andar hacia el escenario del crimen.
De modo que ella es de la policía científica, pensó Thompson Boyd, mirando a la mujer que iba de un lado a otro en la biblioteca, examinando el suelo, buscando huellas dactilares y pistas o lo que fuera que buscaran esos tipos. No le preocupaba lo que ella pudiera encontrar. Había sido cuidadoso, como siempre.
Thompson estaba de pie en la ventana del sexto piso del edificio de la acera de enfrente del museo, en la calle 55. Después de que la chica escapara, dio una vuelta rodeando dos manzanas y se dirigió a ese edificio, y luego subió las escaleras hasta la sala desde donde ahora estaba mirando hacia la calle.
Unos minutos antes había tenido una segunda oportunidad de matar a la chica; la joven se había quedado en la calle durante un momento, hablando con unos oficiales, delante del museo. Pero había demasiados policías en la zona como para que pudiera dispararle y huir. Aun así, pudo tomarle una foto con la cámara de su teléfono móvil antes de que a ella y a su amiga las metieran a toda prisa en un coche patrulla, que se alejó a toda velocidad en dirección oeste. Además, Thompson tenía todavía otras cosas que hacer allí, y por eso había buscado aquella posición estratégica.
Desde la época de la cárcel, Thompson sabía mucho sobre los agentes de la ley. Era capaz de detectar con facilidad a los holgazanes, a los que estaban asustados, a los que eran estúpidos y crédulos. También podía detectar a los que tenían talento, a los inteligentes, a los que eran una amenaza.
Como la mujer a la que estaba observando en ese instante.
Según se ponía unas gotas en los ojos, permanentemente irritados, a Thompson le entró curiosidad con respecto a ella. Aquella mujer investigaba el lugar de los hechos con tal concentración en la mirada que parecía sentir devoción, la misma mirada que ponía a veces la madre de Thompson al entrar en la iglesia.
La mujer desapareció de su vista, pero, silbando débilmente, Thompson siguió mirando por la ventana. Finalmente, la mujer de blanco volvió a aparecer. Notó la precisión con la que hacía todo, su manera cuidadosa de caminar, la delicadeza con que tocaba los objetos al recogerlos y examinarlos, a fin de no estropear las pruebas. Otro hombre podría haberse sentido atraído por su belleza, su figura; incluso a través del mono, era fácil imaginar cómo era su cuerpo. Pero esas ideas, como era habitual, estaban lejos de la mente de Thompson. Aun así, creyó sentir un pequeño regocijo en su interior viéndola trabajar.
Algo le vino a la memoria… Frunció el ceño, observándola ir de aquí para allá… Sí, eso era. Aquellos movimientos le recordaron las serpientes de cascabel que su padre le señalaba cuando iban juntos de cacería o paseaban por los arenales de Texas, cerca de la caravana de la familia, en las afueras de Amarillo.
Míralas, hijo. Mira. ¿No son preciosas? Pero no te acerques demasiado. Te liquidarían con un beso mortífero.
Se apoyó en la pared y siguió contemplando a la mujer de blanco, que iba de aquí para allá, de aquí para allá.
– ¿Qué tal va la cosa, Sachs?
– Bien -le respondió a Rhyme a través de su conexión por radio.
Estaba a punto de terminar de hacer la cuadrícula, palabra que se refiere al método para investigar el lugar en el que se ha cometido un crimen, y que consiste en examinarlo de la misma manera en que se corta el césped, caminando de un extremo del sitio en cuestión hasta el otro y luego regresando tras desplazarse un poco hacia un lado. Después volvía a hacerse lo mismo, pero esta segunda vez caminando perpendicularmente al sentido seguido en el primer reconocimiento. Mirando además arriba y abajo, del suelo al techo. De este modo no se dejaba ni un solo centímetro o ángulo sin examinar. Había otras maneras de investigar el escenario de un crimen, pero Rhyme siempre insistía en que se utilizara ésa.
– ¿Qué significa «bien»? -preguntó con irritación. A Rhyme no le gustaban las generalizaciones, o lo que llamaba evaluaciones «blandas».
– Se olvidó la bolsa con los utensilios -respondió ella. Puesto que la conexión mediante el Motorola entre Sachs y Rhyme era más que nada un medio para que él estuviera presente en el lugar del crimen a través de su sustituta, por lo general hacían caso omiso de las convenciones protocolarias para las comunicaciones por radio del Departamento de Policía de Nueva York, tal como terminar cada transmisión con una K.
– ¿Ah, sí? Tal vez nos sea de tanta ayuda para identificarle como lo sería su cartera. ¿Qué hay en ella?
– Es todo un poco extraño, Rhyme. La típica cinta adhesiva, un cúter, condones. Pero también hay una carta de tarot. El dibujo ese de un tipo colgado en el cadalso.
– Me pregunto si será un auténtico psicópata, o sólo un imitador -dijo Rhyme, pensativo. A lo largo de los años, muchos asesinos habían dejado cartas de tarot y otros objetos característicos del ocultismo en el lugar del crimen; el caso reciente más notable había sido el del francotirador de Washington DC, varios años antes.
– La buena noticia es que tenía todo guardado en una bonita bolsa de plástico -prosiguió Sachs.
– Excelente. -Si bien los criminales suelen acordarse de usar guantes en el lugar mismo del crimen, a menudo se olvidan de las huellas dactilares que dejan en los objetos que llevan consigo para perpetrar ese crimen. El envoltorio desechado de un condón había llevado a la cárcel a muchos violadores que, por lo demás, habían evitado obsesivamente dejar huellas o fluidos corporales en el lugar de los hechos. En este caso, aunque el asesino se hubiera acordado de limpiar la cinta adhesiva, el cuchillo y los condones, era posible que hubiera olvidado limpiar la bolsa.
A continuación Sachs colocó la bolsa de plástico en una bolsa de papel para guardar pruebas -por lo general el papel era mejor que el plástico para preservar las pruebas- y la puso a un lado.
– La dejó en un anaquel cerca de donde estaba sentada la chica. Estoy comprobando si hay restos. -Espolvoreó los estantes con polvillo fluorescente, se puso unas gafas anaranjadas e iluminó la superficie con una fuente de luz especial. Las lámparas ALS revelaban huellas como las de sangre, semen e impresiones dactilares que de otro modo resultarían invisibles. Iluminando hacia arriba y hacia abajo, transmitió-: No hay huellas. Pero puedo ver que tenía puestos unos guantes de látex.
– Ah, eso está muy bien. Por dos razones. -La voz de Rhyme tenía tono de profesor. Le estaba examinando.
«¿Dos?», se preguntó ella. Una le vino inmediatamente a la cabeza: si llegaban a recuperar el guante, podrían recoger las huellas del interior de los dedos (otra cosa que los criminales olvidaban a menudo). Pero, ¿y la segunda?
Sachs se lo preguntó.
– Es obvio. Significa que probablemente esté fichado, de modo que cuando encontremos una huella, el AFIS nos dirá quién es. -Los sistemas de identificación de huellas dactilares automatizados de cada Estado y el AFIS Integrado del FBI eran bases de datos informatizadas que podían proporcionar concordancias en cuestión de minutos, frente a los días o incluso semanas que llevaban los exámenes manuales.
– Claro -dijo Sachs, afligida por haber suspendido la prueba.
– ¿Qué más justifica la evaluación de «bien»?
– Anoche enceraron el suelo.
– Y la agresión fue esta mañana temprano. De modo que tienes una buena superficie para ver las huellas de sus zapatos.
– Ajá. Aquí hay unas muy nítidas. -Arrodillándose, tomó una imagen electrostática de la huella de las pisadas del hombre. Estaba segura de que eran suyas; podía ver claramente el recorrido que había dejado marcado: había caminado hasta la mesa de Geneva, había adoptado una postura conveniente, de manera que tuviera bien cogida la porra para golpearla, y luego la había perseguido por la sala. Sachs también había comparado las huellas con las del único otro hombre que había estado allí esa mañana: las de Ron Pulaski, cuyos zapatos brillantes como espejos dejaban unas marcas muy distintas.
Le explicó que la chica había utilizado el maniquí para distraer al asesino y escapar. Rhyme se rio, festejando su ingenio.
– Rhyme, él la golpeó, bueno, al maniquí, con verdadera fuerza -agregó-. Con un objeto contundente. Tan fuerte que se rompió el plástico a través del tejido del gorro. Luego debió de ponerse furioso al comprobar que ella le había logrado engañar. También destrozó el lector de microfichas.
– Objeto contundente -repitió Rhyme-. ¿Puedes tomar una impresión?
Cuando dirigía el Departamento de la Policía Científica, antes de su accidente, Rhyme había recopilado un buen número de archivos de datos para ayudar a identificar pruebas e impresiones recogidas en el lugar de los hechos. El archivo de objetos contundentes contenía cientos de fotografías de marcas de impacto dejadas sobre la piel y sobre superficies inanimadas por varios tipos de objetos: desde llantas de acero hasta huesos humanos, pasando por el hielo. Pero después de haber examinado cuidadosamente tanto el maniquí como el lector de microfichas destrozado, Sachs dijo:
– No, Rhyme. No veo nada. El gorro que Geneva le puso al maniquí…
– ¿Geneva?
– Así se llama la chica.
– Ah. Continúa.
Por un momento a ella le irritó -como ocurría a menudo- el hecho de que él no hubiera expresado el menor interés por saber algo sobre la chica o sobre su estado de ánimo. A menudo le fastidiaba que Rhyme sintiera tal indiferencia por los crímenes y las víctimas. Así, decía él, era como tenía que ser un criminalista. Uno no quería pilotos que se sintieran tan sobrecogidos por una hermosa puesta de sol o que sintieran tal terror ante una tormenta eléctrica que terminaran estrellándose contra una montaña; lo mismo se aplicaba a los polis. Ella entendía su argumento, pero para Amelia Sachs las víctimas eran seres humanos, y los crímenes no eran ejercicios científicos; eran horribles acontecimientos. Especialmente cuando la víctima era una chica de dieciséis años.
– El gorro que le puso al maniquí -prosiguió- hizo que la fuerza del golpe se extendiera. Y el lector de microfichas está hecho añicos también.
– Bueno, tráeme algunos pedazos de lo que él golpeó. Podría haber alguna impresión sobre ellos -pidió Rhyme.
– Por supuesto.
Se oían voces de fondo en casa de Rhyme.
– Termina y regresa pronto aquí, Sachs -dijo en un tono extraño, inquieto.
– Ya casi he acabado -le contestó-. Voy a hacer la cuadrícula en el recorrido de la huida… Rhyme, ¿qué sucede?
Silencio. Cuando él volvió a hablar, sonaba aún más incómodo.
– Tengo que dejarte, Sachs. Parece que tengo visita.
– ¿Quién…?
Pero él ya había cortado la comunicación.
La mujer de blanco, la profesional, había desaparecido de la ventana de la biblioteca.
Pero Thompson Boyd ya no estaba interesado en ella. Desde su posición estratégica, veinte metros por encima de la calle, miraba a un poli mayor, que se aproximaba a unos testigos. El hombre era de edad madura, de porte pesado y vestía un traje arrugadísimo. Thompson también conocía a esa clase de oficiales. No eran brillantes, pero eran como el bulldog al que se parecían. No había nada que los detuviera en su camino hacia el meollo del asunto.
Cuando el poli gordo hizo un gesto con la cabeza a otro hombre, un negro alto de traje marrón, que salía del museo, Thompson abandonó su puesto de observación y descendió las escaleras a toda prisa. Se detuvo antes de llegar a la planta baja, sacó su revólver del bolsillo y se aseguró de que no tuviera nada atascado en el cañón o el tambor. Se preguntó si habría sido eso, el ruido producido al abrir y cerrar el tambor en la biblioteca, lo que había alertado a la chica de que él era una amenaza.
Aunque no parecía haber nadie cerca, revisó su revólver en absoluto silencio.
Aprende de tus errores.
Seguir las reglas al pie de la letra.
El revólver estaba bien. Se lo escondió en el abrigo, bajó por el oscuro hueco de la escalera y salió por el vestíbulo que estaba en el otro extremo, en la calle 56, y luego se encaminó hacia un callejón que lo llevó otra vez al museo.
No había nadie vigilando la entrada en el otro extremo del callejón, en la 55. Sin que nadie percibiera su presencia, Thompson aminoró el paso y se dirigió hacia un gran contenedor de basura verde, abollado, que apestaba a comida podrida. Miró hacia la calle. Se había reabierto al tráfico, pero varias decenas de personas de las oficinas y tiendas cercanas permanecían en las aceras, esperando ver algo emocionante que contarles a sus compañeros de oficina y familiares. La mujer de blanco -la serpiente del beso mortífero- aún estaba allí arriba. Fuera había dos coches patrulla y una furgoneta de la policía científica, así como tres polis de uniforme, dos de civil y el detective gordo del traje arrugado.
Thompson agarró el arma firmemente. Un disparo era una manera muy poco competente de matar a alguien. Pero a veces, como en aquel momento, no quedaba otra elección. Si uno tenía que disparar, las reglas dictaminaban que apuntara al corazón. Nunca a la cabeza. El cráneo era lo suficientemente sólido como para desviar una bala en muchas circunstancias, y además era relativamente pequeño y difícil de alcanzar.
Siempre al pecho.
Los penetrantes ojos azules de Thompson se posaron sobre el pesado poli del traje arrugado en el momento en que éste miraba un pedazo de papel.
Impasible, Thompson apoyó el revólver sobre su antebrazo izquierdo y apuntó cuidadosamente, con pulso firme. Hizo cuatro rápidos disparos.
El primero le dio en el muslo a una mujer que estaba en la acera.
Los otros dieron en el blanco buscado, alcanzando a la víctima exactamente donde Thompson había apuntado. Los tres puntos minúsculos aparecieron en el centro del pecho; se habían convertido en tres rosetones de sangre en el momento en que el cuerpo cayó al suelo.
Frente a él había dos chicas y, aunque sus cuerpos eran del todo opuestos, lo primero en que se fijó Lincoln Rhyme fue en lo distintos que eran sus ojos.
La gordita -vestida con ropa chillona y bisutería reluciente, con uñas largas y anaranjadas- tenía unos ojos que danzaban como insectos frenéticos. Incapaz de mirar a Rhyme o a ninguna otra cosa durante más de un segundo, hizo un vertiginoso recorrido visual del laboratorio: el instrumental científico, los vasos de precipitado, los productos químicos, los ordenadores y los monitores, los cables que había por todas partes. También las piernas y la silla de ruedas de Rhyme, por supuesto. Mascaba chicle haciendo ruido.
La otra chica, bajita, flacucha y con aire de muchacho, rezumaba cierta calma. Miraba a Lincoln Rhyme con los ojos clavados en él. Echó un vistazo a la silla de ruedas, y luego volvió a mirarle a él. El laboratorio no le interesaba.
– Geneva Settle -dijo la tranquila agente de policía, Jennifer Robinson, señalando a la chica delgada, la de la mirada firme. Robinson era amiga de Amelia Sachs, quien había dispuesto que fuera ella la que llevara a las chicas hasta allí en coche desde la comisaría de Midtown North-. Y su amiga -prosiguió Robinson-. Lakeesha Scott. Tira el chicle, Lakeesha.
La chica le dedicó una mirada de fastidio, pero metió la goma mascada en alguna parte de su enorme bolso, sin molestarse en envolverla.
– Geneva y ella fueron juntas al museo esta mañana -explicó la mujer policía.
– Sólo que yo no vi nada -dijo Lakeesha precavidamente.
Rhyme se preguntó si la chica grandullona estaría nerviosa como consecuencia de lo sucedido, o si se sentía incómoda porque él era un lisiado. Probablemente, ambas cosas.
Geneva llevaba una camiseta gris, pantalones holgados y zapatillas de deporte, lo cual, supuso Rhyme, debía de ser la moda entre los estudiantes de instituto. Sellitto había dicho que la chica tenía dieciséis años, pero parecía más joven. Mientras que el peinado de Lakeesha estaba formado por una infinidad de delgadas trenzas doradas y negras, tan tirantes que se le veía el cuero cabelludo, Geneva llevaba el cabello muy corto.
– Les he explicado a las chicas quién es usted, capitán -dijo Robinson, utilizando un tratamiento que había perdido vigencia hacía unos años-. Y que les va a hacer algunas preguntas sobre lo que ha ocurrido. Geneva quiere regresar al instituto, pero le he dicho que tendrá que esperar.
– Estoy de exámenes -señaló Geneva.
Lakeesha hizo un chasquido con la lengua a través de sus blancos dientes.
Robinson prosiguió.
– Los padres de Geneva no se encuentran en el país. Pero regresarán en el primer vuelo. Un tío suyo vive con ella mientras ellos están fuera.
– ¿Dónde están? -preguntó Rhyme-. Tus padres.
– Mi padre está en Oxford dando clases en un simposio.
– ¿Es profesor?
La joven asintió con la cabeza.
– De literatura. En Hunter.
Rhyme se censuró a sí mismo por haberse sorprendido de que una jovencita de Harlem pudiera tener unos padres intelectuales y trotamundos. Se sentía enfadado por haber encasillado a la chica en un estereotipo, pero sobre todo le dolió el orgullo por haber hecho una deducción errónea. Era cierto que vestía como una pandillera, pero debería haber supuesto que la chica tenía raíces académicas; había sido atacada por la mañana temprano mientras se encontraba en la biblioteca, no haraganeando en una esquina o viendo la tele antes de ir al instituto.
Lakeesha sacó un paquete de cigarrillos de su bolso.
– Aquí no… -empezó a decir Rhyme.
Entonces Thom entró por la puerta.
– … se puede fumar. -Le quitó el paquete a la chica y se lo volvió a meter en el bolso. Imperturbable ante el hecho de que hubieran aparecido dos adolescentes durante su turno, Thom sonrió.
– ¿Un refresco?
– ¿Tiene café? -preguntó Lakeesha.
– Sí, claro. -Thom miró a Jennifer Robinson y a Rhyme, quienes asintieron con la cabeza.
– Me gusta fuerte -anunció la voluminosa chica.
– ¿Ah, sí? -dijo Thom-. A mí también. -Y se dirigió a Geneva-: ¿Tú quieres algo?
La chica negó con la cabeza.
Rhyme miró con añoranza la botella de whisky que había sobre un estante allí cerca. Thom se dio cuenta y se rio. El asistente desapareció. Para disgusto de Rhyme, la mujer policía, Robinson, dijo:
– Tengo que regresar a la comisaría, señor.
– ¿De veras? -preguntó Rhyme, consternado-. ¿Está segura de que no puede quedarse un poco más?
– No puedo, señor. Pero si necesita cualquier otra cosa, llámeme.
– ¿Qué tal una canguro?
Rhyme no creía en el destino, pero si hubiera creído, habría percibido que éste le había hecho una hábil jugarreta: había cogido el caso para evitar el examen médico del hospital, y ahora le devolvían la moneda por su engaño imponiéndole tener que pasar una tremendamente embarazosa media hora, poco más o menos, en compañía de dos chicas de instituto. Los jóvenes no eran su fuerte.
– Hasta pronto, capitán. -Robinson salió por la puerta.
– De acuerdo -rezongó éste.
Thom regresó unos minutos después con una bandeja. Sirvió una taza de café para Lakeesha y le tendió un tazón a Geneva, el cual -Rhyme percibió el aroma- contenía chocolate caliente.
– He supuesto que de todas maneras querrías tomar algo -dijo el asistente-. Si no lo quieres, puedes dejarlo.
– No, está bien, me gusta. Gracias. -Geneva fijó la vista en la superficie caliente. Dio un sorbo, otro, bajó el tazón y miró el suelo. Dio unos cuantos sorbos más.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Rhyme.
Geneva asintió con la cabeza.
– Yo también -dijo Lakeesha.
– ¿Os atacó a las dos? -preguntó Rhyme.
– Nooo, a mí no. -Lakeesha se quedó mirándole-. ¿Está usted como ese actor que se partió el cuello? -Sorbió ruidosamente su café y acto seguido le echó más azúcar. -Volvió a sorber ruidosamente.
– Así es.
– ¿Y no puede mover nada de nada?
– Poca cosa.
– ¡Caray!
– Keesh -susurró Geneva-. Corta el rollo, tía.
– Es que… ya sabes, ¡caray!
Otra vez silencio. Sólo habían pasado ocho minutos desde que habían llegado. Y le parecían horas. ¿Qué debería hacer? ¿Enviar a Thom a que saliera a la carrera a comprar un juego de mesa?
Por supuesto, había preguntas que debía formular. Pero Rhyme era reticente a hacerlo él mismo. No tenía habilidad para entrevistar ni para interrogar. Cuando estaba en la policía, probablemente había interrogado a sospechosos una decena de veces, pero nunca tuvo uno de esos momentos fantásticos en los que el reo se viene abajo y confiesa. Sin embargo, Sachs poseía un talento innato para ese trabajo. Les advertía a los principiantes que un caso podía echarse a perder sólo con una palabra equivocada. Ella lo llamaba «contaminar la mente», el equivalente al pecado número uno según Rhyme: contaminar el escenario del crimen.
– ¿Cómo hace para moverse con esa silla? -preguntó Lakeesha.
– ¡Shhhhh! -la reprendió Geneva.
– Sólo estoy preguntando.
– Bueno, pues deja de preguntar.
– No hago daño a nadie preguntando.
Lakeesha ya no estaba nerviosa. Rhyme se dio cuenta de que en realidad era bastante espabilada. Primero se muestra inquieta, dando una imagen de ingenuidad y vulnerabilidad, para que uno se confíe, pero lo que de verdad lleva haciendo todo el tiempo es tratar de entender de qué va todo. Una vez que siente que controla la situación, sabe si le conviene o no seguir con sus desplantes.
De hecho, Rhyme agradecía al cielo tener algo sobre lo que conversar. Le habló de la UCM (unidad de control medioambiental), de cómo el touch-pad que quedaba bajo su anular izquierdo podía controlar el movimiento y la velocidad de la silla de ruedas.
– ¿Un dedo? -Keesha se miró una de sus uñas anaranjadas-. ¿No puede mover nada más?
– Así es. Además de la cabeza y los hombros.
– Señor Rhyme -interrumpió Geneva, mirando su Swatch rojo, que le quedaba enorme y destacaba en su delgada muñeca-, mis exámenes. El primero es dentro de dos horas. ¿Cuánto tiempo va a llevar esto?
– ¿El instituto? -preguntó Rhyme, sorprendido-. Seguro que hoy podéis quedaros en casa. Después de lo sucedido, vuestros profesores comprenderán la situación.
– Pero yo no quiero quedarme en casa. Tengo que hacer esos exámenes.
– ¡Oye, tía! Si este hombre dice que tenemos garantizado el permiso, ¿por qué vas tú y dices que no? Vamos, enróllate.
Geneva levantó la vista y miró a su amiga a los ojos.
– Y tú también vas a hacer esos exámenes. No creas que te vas a escaquear.
– Esto no es escaquearse; tenemos permiso -señaló la voluminosa chica con impecable lógica.
Sonó el teléfono de Rhyme, que se alegró de que se produjera la interrupción.
– Comando: responder teléfono -dijo en el micrófono de manos libres.
– ¡Rayos! -dijo Lakeesha, enarcando las cejas-. Fíjate, Gen. Yo quiero uno de ésos.
Geneva frunció el ceño y susurró algo a su amiga; ésta, con un gesto de impaciencia, bebió un poco de café, haciendo ruido al sorberlo.
– Rhyme -dijo la voz de Sachs.
– Están aquí, Sachs -explicó Rhyme con la voz crispada-. Geneva y su amiga. Y espero que tú estés…
– Rhyme -repitió. Hablaba en un tono especial. Algo iba mal.
– ¿Qué pasa?
– Al final, el escenario estaba «caliente».
– ¿Estaba él allí?
– Ajá. Nunca se fue. O volvió sobre sus pasos.
– ¿Estás bien?
– Sí. No era a mí a quien buscaba.
– ¿Qué sucedió?
– Se acercó al lugar, se metió en un callejón. Hizo cuatro disparos. Hirió a una transeúnte… y mató a un testigo. Su nombre era Don Barry. Estaba a cargo de la biblioteca del museo. Recibió tres disparos en el corazón. Murió en el acto.
– ¿Estás segura de que el que disparó es el mismo?
– Ajá. Las huellas de zapatos que recogí desde la posición de tiro coinciden con las de la biblioteca. Justo en ese momento Lon estaba a punto de interrogarle. Se encontraba frente a él cuando sucedió.
– ¿Pudo ver al autor de los disparos?
– No. Nadie le vio. Estaba escondido detrás de un gran contenedor de basura. Un par de agentes que estaban allí fueron a auxiliar a la mujer para tratar de salvarla. Sangraba mucho de la herida. El tipo escapó entre la muchedumbre. Sencillamente desapareció.
– ¿Se ha ocupado alguien de los detalles?
Llamar a los familiares cercanos. Los detalles.
– Lon iba a hacer las llamadas, pero tuvo problemas con el teléfono o algo así. Un sargento se ha encargado de ello.
– De acuerdo, Sachs, regresa con lo que hayas encontrado… Comando: colgar. -Levantó la vista y vio a las dos chicas que le miraban fijamente-. Parece que, después de todo, el hombre que te atacó no se había ido. O regresó. Mató al encargado de la biblioteca y…
– ¿Al señor Barry? -Geneva Settle dejó escapar un grito ahogado. Se quedó de piedra, helada.
– Así es.
– Mierda -murmuró Lakeesha. Cerró los ojos y se estremeció.
Un momento después, Geneva tensó los labios y bajó la vista. Dejó el chocolate en una mesa.
– No, no…
– Lo siento -dijo Rhyme-. ¿Era amigo tuyo?
La chica hizo un gesto con la cabeza.
– No exactamente. Sólo me estaba ayudando con mi trabajo. -Geneva se enderezó en la silla-. Pero no importa si era amigo o no. Está muerto… eso es terrible… -Y murmuró llena de ira-: ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
– Porque era un testigo, supongo. Podía identificar al hombre que te atacó.
– Así que está muerto por mi culpa.
Rhyme masculló unas palabras dirigidas a Geneva; no, ¿cómo iba a ser culpa suya? Ella no planeó que la atacaran. Simplemente, Barry tuvo mala suerte. Momento inoportuno, lugar inoportuno.
Pero las palabras de consuelo no surtieron ningún efecto en la chica. Tenía la expresión tensa, los ojos tristes. Rhyme no sabía qué hacer a continuación. Por si no había sido suficiente tener que soportar la presencia de las adolescentes, ahora debía consolarlas, conseguir que se olvidaran de la tragedia. Se acercó a las chicas con la silla de ruedas y, armándose de paciencia, se puso a conversar de trivialidades.
Tras veinte eternos minutos, Sachs y Sellitto llegaron a casa de de Rhyme, en compañía de un joven agente rubio llamado Pulaski.
Sellitto dijo que le había pedido al chaval que transportara las pruebas hasta allí y les ayudara con la investigación. Un novato, eso era evidente, con la palabra «entusiasmo» escrita en su tersa frente. Resultaba obvio que había sido advertido de la discapacidad del criminalista: se comportaba como si no tuviera nada de raro el hecho de que el hombre estuviera paralizado. Rhyme detestaba esas reacciones fingidas. Prefería infinitamente el desparpajo de Lakeesha.
Es que… ya sabes, ¡caray!
Los dos detectives saludaron a las chicas. Pulaski les dirigió una mirada cordial y les preguntó con voz amistosa, la que uno utiliza para hablar con los niños, cómo se encontraban. Rhyme notó que llevaba una alianza en el anular e imaginó un matrimonio que se remontaba a los días del instituto; lo único que puede dar un aspecto semejante es tener hijos propios.
– Metida en un lío, así es como estoy. Fastidiada… Algún mamón que va y trata de machacar a mi amiga. ¿A usted qué le parece?- respondió Lakeesha.
Geneva dijo que ella se encontraba bien.
– Tengo entendido que estás viviendo con un familiar, ¿no? -preguntó Sachs.
– Mi tío. Está en casa hasta que mis padres regresen de Londres.
Rhyme miró a Lon Sellitto por casualidad. Algo no iba bien. Su aspecto había cambiado dramáticamente en las últimas dos horas. Había desaparecido su buen humor. Y parecía asustado y nervioso. Rhyme se fijó también en que no dejaba de frotarse con los dedos una zona concreta de la mejilla. La tenía colorada.
– ¿Te ha herido alguna esquirla? -preguntó Rhyme, recordando que el detective estaba cerca del bibliotecario cuando el criminal disparó. Tal vez a Sellitto le había alcanzado algún fragmento de bala o algún pedacito de piedra que hubiera rebotado en el caso de que una de las balas hubiera atravesado a Barry e impactado en un edificio.
– ¿Qué? -Sellitto se dio cuenta de que estaba frotándose la piel y apartó la mano. Habló en voz baja, para que las chicas no pudieran oírle-: Estaba bastante cerca de la víctima. Me salpicó la sangre. Eso es todo. Nada importante.
Pero un momento después empezó a frotarse otra vez distraídamente.
A Rhyme ese gesto le recordó a Sachs, que tenía la costumbre de rascarse el cuero cabelludo y toquetearse las uñas. Esa compulsión aparecía y desaparecía, relacionada de algún modo con sus impulsos, su ambición, la indefinible confusión que tenían la mayoría de los polis. Los oficiales de policía se infligían heridas a sí mismos de cien maneras diferentes. El daño que se hacían iba desde las pequeñas lesiones que se provocaba Sachs, pasando por la destrucción de los matrimonios y de la moral de los niños con duras palabras, hasta la costumbre de meterse en la boca el cañón del arma de servicio para sentir su sabor acre. Nunca lo había notado en Lon Sellitto.
– ¿No habrá habido algún error? -preguntó Geneva a Sachs.
– ¿Error?
– Sobre el doctor Barry.
– Lo siento, no. Ha muerto.
La chica seguía inmóvil. Rhyme podía percibir su pesar.
Y también su enojo. Sus ojos eran dos puntos negros de rabia. Luego miró su reloj y le preguntó:
– ¿Qué pasa con esos exámenes de los que le he hablado?
– Bueno, vamos a aclarar algunas cuestiones, y luego ya veremos. ¿Sachs?
Con las pruebas dispuestas sobre la mesa de análisis y una vez terminados los impresos de custodia, Sachs puso una silla al lado de Rhyme y comenzó a hacer preguntas a las chicas. Le preguntó a Geneva qué era lo que había sucedido exactamente. La chica explicó que estaba mirando un artículo en una revista antigua cuando alguien entró en la biblioteca. Oyó pasos dubitativos. Luego una risa. La voz de un hombre que concluía una conversación y el chasquido de un teléfono móvil al cerrarse.
La chica entrecerró los ojos.
– ¿Sabe? A lo mejor podrían pedir los datos a todas las compañías de móviles de la ciudad, y ver quién estaba hablando en ese momento.
Rhyme soltó una risa.
– Bien pensado. Pero en Manhattan, en cualquier momento, tienen lugar unas cincuenta mil llamadas de telefonía móvil. Además dudo que realmente estuviera hablando por teléfono.
– ¿Estaba haciendo el paripé? ¿Cómo puede saberlo? -preguntó Lakeesha, deslizándose furtivamente dos chicles en la boca.
– No lo sé. Lo sospecho. Igual que la risa. Probablemente estuviera haciendo todo eso para que Geneva bajara la guardia. Uno tiende a no prestar atención a la gente que está hablando por el móvil. Y rara vez se piensa que pueda suponer un peligro.
Geneva movía la cabeza.
– Sí. Cuando entró en la biblioteca, al principio me asusté un poco. Pero al oírle hablar por teléfono, bueno, pensé que era una grosería hacerlo en una biblioteca, pero se me pasó el miedo.
– ¿Y luego qué sucedió? -preguntó Sachs.
La chica dijo que oyó un segundo clic, que le pareció que sonaba como una pistola, y vio a un hombre con un pasamontañas. Luego contó cómo había desarmado el maniquí y lo había vestido con sus propias ropas.
– ¡Qué tía! -exclamó Lakeesha con orgullo-. ¡Qué lista es!
«Desde luego que lo es», pensó Rhyme.
– Me escondí entre las estanterías hasta que él se dirigió hacia el lector de microfichas, y entonces corrí hacia la puerta de incendios.
– ¿No viste nada más de él? -preguntó Sachs.
– No.
– ¿De qué color era el pasamontañas?
– Oscuro. No sabría decirle exactamente.
– ¿Otra ropa?
– La verdad es que no vi nada más. Al menos que yo recuerde. Estaba bastante asustada.
– No me extraña -dijo Sachs-. Cuando estabas escondida entre las estanterías, ¿mirabas hacia donde se encontraba él para saber cuándo salir corriendo?
Geneva frunció el ceño durante un momento.
– Bueno, sí, así es, estaba mirando. Lo había olvidado. Miré a través de los estantes inferiores para poder salir corriendo cuando él se acercara a mi silla.
– Así que puede que vieras algo más.
– Ahora que lo pienso, creo que sí. Creo que llevaba unos zapatos marrones. Sí, marrones. De un tono claro, no marrón oscuro.
– Bien. ¿Y qué hay de sus pantalones?
– Oscuros, estoy casi segura. Pero eso es todo lo que pude ver, sólo la parte de abajo.
– ¿Percibiste algún olor?
– No… Espere un momento. Puede que sí. Algo dulce, como a flores.
– ¿Y luego?
– Vino hacia la silla y oí el golpe y a continuación otros dos ruidos. Algo que se rompía.
– El lector de microfichas -dijo Sachs-. Lo destrozó.
– En aquel momento yo ya estaba corriendo todo lo rápido que podía hacia la puerta de incendios. Bajé por las escaleras y cuando llegué a la calle me reuní con Keesh y huimos juntas. Pero pensé que tal vez el tipo fuera a hacerle daño a alguna otra persona. Así que me di la vuelta y… -miró a Pulaski- le vimos a usted.
– ¿Viste tú al agresor? -preguntó Sachs a Lakeesha.
– ¡Qué va! Yo sólo estaba ahí muerta de frío y entonces llegó Gen, corriendo a toda prisa y fuera de sí y todo eso, ya me entiende. No vi nada.
– El autor de los hechos mató a Barry porque era un testigo… ¿qué había visto? -preguntó Rhyme a Sellitto.
– Dijo que no había visto nada. Me dio los nombres de los empleados varones blancos del museo por si había sido uno de ellos. Hay dos, pero ya hemos verificado su testimonio. Uno estaba llevando a su hija a la escuela en ese momento y el otro se encontraba en la oficina principal, con más gente.
– De modo que tenemos un criminal oportunista -reflexionó Sachs-. La vio entrar y la siguió.
– ¿Un museo? -preguntó Rhyme-. Extraña elección.
– ¿Visteis si alguien os seguía hoy? -preguntó Sellitto a ambas chicas.
– Vinimos en el tren C en hora punta. La línea de la Octava Avenida… hasta arriba de gente, un asco. Yo no vi nada raro. ¿Y tú? -contó Lakeesha.
Geneva negó con la cabeza.
– ¿Y últimamente? ¿Alguien que os estuviera fastidiando? ¿Que tratara de propasarse con vosotras?
Ninguna de las dos recordaba a nadie que pareciera peligroso. Con cierto apuro, Geneva dijo:
– No puedo decir que tenga muchos acosadores que me anden rondando. Buscarían una conquista más apetecible, ya sabe. Más bling-bling.
– ¿Bling-bling?
– Mi amiga quiere decir llamativa -tradujo Lakeesha, que claramente caía tanto dentro de la categoría bling-bling como de la llamativa. Frunció el ceño y miró a Geneva-. ¿Por qué tienes que decir eso, tía? No hables así de ti, como si fueras cualquier cosa.
Sachs miró a Rhyme, que tenía el ceño fruncido.
– ¿En qué estás pensando?
– Algo no encaja. Echemos un vistazo a las pruebas mientras Geneva está aquí. Podría haber alguna cosa que nos ayudara a encontrar una explicación.
La chica movió la cabeza.
– ¿Y mi examen? -Levantó el brazo mostrando su reloj.
– No nos va a llevar mucho tiempo -dijo Rhyme.
Geneva miró a su amiga.
– Tú puedes irte y llegar a las horas de estudio.
– Yo me quedo contigo. No puedo estar ahí sentada todas esas horas en clase preocupándome por ti y todo lo demás.
Geneva soltó una risa mordaz.
– De ninguna manera, muchacha. -Preguntó a Rhyme-: No la necesita, ¿verdad?
Éste miró a Sachs, que negó con la cabeza. Sellitto apuntó la dirección y el número de teléfono de la chica.
– En caso de que tuviéramos que hacerte más preguntas, te llamaríamos.
– Pasa del examen, tía -dijo Keesh-. Déjalo y quédate en casa.
– Te veré en el instituto -dijo Geneva con firmeza-. ¿Estarás allí? -Luego enarcó una ceja-. ¿Palabra?
Dos sonoras explosiones de globos de chicle. Un suspiro.
– Palabra. -En la puerta, la chica se detuvo, se dio media vuelta y se dirigió a Rhyme-: Eh, señor, ¿cuándo podrá levantarse de esa silla?
Nadie dijo nada para llenar el incómodo momento. Incómodo para todos, supuso Rhyme, menos para él.
– Falta mucho para eso -le contestó.
– Pues ¡vaya mierda!
– Ajá -replicó Rhyme-. Sí que lo es a veces.
Se encaminó hacia el salón, en dirección a la puerta de entrada. Y aún le oyeron decir:
– ¡Caray! Cuídese, colega. -La puerta de entrada se cerró de un golpe.
Mel Cooper entró en la habitación, mirando hacia atrás, hacia el lugar en el que casi le había arrollado una adolescente que pesaba veinticinco kilos más que él.
– De acuerdo -dijo, sin dirigirse a nadie en particular-. No haré preguntas. -Se quitó la cazadora y saludó a todos con la cabeza.
El hombre, delgado y calvo, llevaba varios años trabajando como científico forense en una comisaría de policía del norte de Nueva York cuando un día le dijo cortés pero insistentemente a Rhyme, a la sazón jefe de forenses del Departamento de Policía de Nueva York que uno de sus análisis estaba equivocado. Rhyme sentía mucho más respeto por la gente que señalaba los errores que por los aduladores, siempre, claro está, que estuvieran en lo cierto, y Cooper lo estaba. Rhyme se había puesto inmediatamente en marcha para conseguir que le trasladaran a la ciudad de Nueva York, algo que finalmente logró.
Cooper era un científico nato, pero más importante aún era que se trataba de un científico forense nato, lo que es muy diferente.
A menudo se cree que «forense» se refiere al trabajo en el lugar del crimen, pero en realidad la palabra se refiere a cualquier aspecto de los asuntos que se debaten en los tribunales. Para ser un criminalista de éxito, hay que traducir los datos en bruto de modo que sean útiles para la parte acusadora. No es suficiente, por ejemplo, determinar la presencia de restos de nuez vómica en un lugar bajo sospecha, pues muchas veces se utiliza con propósitos médicos tan inocuos como el tratamiento de la otitis. Un auténtico científico forense como Mel Cooper sabría instantáneamente que de esa misma sustancia se extrae la estricnina, un alcaloide letal.
Cooper tenía todas las características del típico bicho raro de videojuego: vivía con su madre, todavía usaba camisas de madrás y pantalones de vestir, y tenía un físico tipo Woody Allen. Pero las apariencias engañan. La novia que Cooper tenía desde hacía mucho tiempo era una alta y guapísima rubia. Iban juntos a salones de baile para participar en concursos de danza, en los que a menudo obtenían el primer puesto. Recientemente habían empezado a dedicarse al tiro al plato y a la elaboración de vinos (a la que Cooper estaba aplicando meticulosamente los principios de la química y la física).
Rhyme le puso al tanto de lo que sabían del caso, y se pusieron a trabajar sobre las pruebas.
– Veamos lo que hay en esa bolsa.
Poniéndose unos guantes de látex, Cooper miró a Sachs, que señaló la bolsa de papel dentro de la cual estaba la bolsa con los objetos destinados a perpetrar la violación. La abrió sobre un enorme pedazo de papel de periódico -a fin de evitar la contaminación de las pruebas- y extrajo la bolsa del violador. Era una bolsa de plástico fino. No tenía impreso el logotipo de ninguna tienda, sólo una enorme y sonriente cara amarilla. El técnico abrió la bolsa y luego se detuvo.
– Huelo a algo… -dijo. Una inspiración profunda-. A flores. ¿Qué es? -Cooper le acercó la bolsa a Rhyme y éste la olfateó. Había algo familiar en el perfume, pero no podía determinar qué era.
– ¿Geneva?
– ¿Sí?
– ¿Es éste el olor que notaste en la biblioteca?
La joven aspiró.
– Sí, es éste.
– Jazmín. Creo que es jazmín -dijo Sachs.
– ¡Pongámoslo en la tabla! -exclamó Rhyme.
– ¿Qué tabla? -preguntó Cooper, mirando a su alrededor.
En todos los casos, Rhyme hacía tablas en una pizarra con las pruebas encontradas en el lugar del crimen y los perfiles de los criminales.
– Empezad una -ordenó-. Y habrá que llamarle de alguna manera al tipo en cuestión. A ver, que alguno diga un nombre.
A ninguno se le ocurrió nada; nadie estaba inspirado.
– No hay tiempo para ponerse creativos -dijo Rhyme-. Hoy es 9 de octubre, ¿no? Mes 10, día 9. Así que se llamará Sujeto Desconocido 109. ¡Thom! Necesitamos tu elegante caligrafía.
– No hace falta que me haga la pelota -dijo el asistente al entrar en la habitación trayendo otra cafetera.
– SD 109. Tablas de pruebas y del perfil. Es un hombre blanco. ¿Estatura?
– No lo sé. Para mí todo el mundo es alto. Supongo que un metro ochenta -dijo Geneva.
– Pareces una persona observadora. Ya seguiremos con eso. ¿Peso?
– Ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. -La chica se quedó en silencio durante un momento, inquieta-. Más o menos del peso del doctor Barry.
– Digamos unos noventa kilos -aventuró Sellitto-. ¿Edad?
– No lo sé. No le vi la cara.
– ¿Voz?
– No le presté la menor atención. Normal, supongo.
– Y zapatos marrón claro, pantalones oscuros, pasamontañas oscuro. Unos chismes en una bolsa que huele a jazmín. Él también huele a jazmín. Tal vez un jabón o una loción -prosiguió Rhyme.
– ¿Chismes? -preguntó Thom-. ¿Qué quiere decir con eso?
– Chismes para usar en una violación -dijo Geneva. Una mirada a Rhyme-. No necesitan edulcorarme nada, si eso es lo que están haciendo.
– De acuerdo. -Rhyme asintió con la cabeza-. Sigamos. -Se fijó en que el rostro de Sachs se ensombrecía al ver a Cooper coger la bolsa.
– ¿Qué sucede?
– La cara sonriente. En una bolsa que contiene chismes para perpetrar una violación. ¿Qué clase de mamón enfermo haría eso?
Rhyme se quedó perplejo ante el enojo de la mujer.
– Te darás cuenta de que es una buena noticia que haya utilizado eso, ¿no, Sachs?
– ¿Una buena noticia?
– Reduce el número de tiendas que tenemos que buscar. No tan fácil como una bolsa que tuviera impreso un logotipo concreto, pero mejor que un plástico sin nada.
– Supongo que así es -dijo ella, haciendo una mueca de disgusto-. Pero aun así…
Con los guantes de látex puestos, Mel Cooper examinó la bolsa. Primero extrajo la carta de tarot. Representaba un hombre colgado cabeza abajo, de los pies, en un cadalso. Su rostro tenía una expresión de extraña pasividad. No parecía estar sufriendo. Encima de él había un doce en números romanos, XII.
– ¿Significa algo para ti? -le preguntó Rhyme a Geneva.
La chica negó con la cabeza.
– ¿Alguna clase de asunto ritual o de culto? -murmuró Cooper.
– Se me ha ocurrido algo -intervino Sachs. Cogió su teléfono móvil, e hizo una llamada. Rhyme dedujo que la persona a la que había llamado llegaría pronto-. He llamado a una especialista en ese tipo de cartas.
– Bien.
Cooper estudió la carta para ver si contenía huellas, pero no encontró ninguna. Ni tampoco encontró ningún rastro material que fuera de ayuda.
– ¿Qué más había en la bolsa? -preguntó Rhyme.
– Vamos a ver -respondió el técnico-, tenemos un rollo intacto de cinta adhesiva, un cúter, condones Trojan. Nada a lo que se pueda seguir la pista. Y… ¡bingo! -Cooper levantó un pequeño trozo de papel-. Un recibo.
Rhyme acercó su silla de ruedas y lo examinó. No tenía el nombre de la tienda; el recibo se había impreso con una calculadora. La tinta estaba desvaída.
– No nos va a servir de mucho que digamos -dijo Pulaski, y a continuación dio la impresión de estar pensando que él no debería hablar.
«¿Qué estará haciendo él aquí?», se preguntó Rhyme. «Ah, vale. Ayudando a Sellitto».
– Siento discrepar -dijo Rhyme ruidosamente-. Nos servirá de muchísimo. Compró todos los objetos que hay en la bolsa en una única tienda. Se puede comparar el recibo con las pegatinas de los precios; bueno, junto con alguna otra cosa que compró por 5,95 dólares y que no estaba en la bolsa. Tal vez la baraja de tarot. De modo que tenemos una tienda que vende cinta adhesiva, cúters y condones. Tiene que ser un bazar o una de esas tiendas en las que venden comestibles, medicamentos y otras cosas. Sabemos que no es una cadena, porque ni la bolsa ni el recibo tienen logotipo. Y es una tienda barata porque sólo tiene una calculadora, no una máquina registradora electrónica. Y eso sin tener en cuenta los bajos precios. Y la tasa de impuestos nos indica que la tienda está en… -Echó una ojeada al tique y comparó el subtotal con la cifra de impuestos-. Diablos, ¿quién sabe matemáticas? ¿Cuál es el porcentaje?
– Yo tengo una calculadora -dijo Cooper.
Geneva miró el tique.
– Ocho coma seis-dos-cinco.
– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Sachs.
– Es fácil -dijo la chica.
– Ocho coma seis-dos-cinco -repitió Rhyme-. Eso es la suma del impuesto del Estado de Nueva York más el de la ciudad. Lo que coloca a la tienda en uno de los cinco municipios. -Echó una mirada a Pulaski-. ¿De modo, agente, que todavía cree que no resulta muy revelador?
– Lo he entendido, señor.
– No estoy en activo. No hace falta el «señor». De acuerdo. Anotad todo cuidadosamente y veamos qué podemos encontrar.
– ¿Yo? -preguntó vacilante el novato.
– No. Ellos.
Cooper y Sachs aplicaron toda una variedad de técnicas para extraer huellas de las pruebas: polvo fluorescente, spray Ardrox y cola volátil sobre las superficies lisas, vapor de yodo y ninhidrina sobre las porosas; algunas hacían por sí solas que se vieran las huellas, mientras que otras mostraban los resultados bajo una fuente de luz especial.
Levantando la vista hacia los miembros del equipo, a través de las enormes gafas anaranjadas, el técnico informó:
– Huellas en el recibo, huellas en las mercancías. Son todas iguales. Lo único digno de mención es que son pequeñas, demasiado pequeñas para ser de un hombre de un metro ochenta. Una mujer pequeña o una adolescente; yo diría que la cajera. También veo huellas de grasa. Yo diría que el sujeto se limpió las suyas con un paño.
Así como era difícil quitar la grasa y los restos dejados por dedos humanos, las huellas podían borrarse fácilmente mediante un breve frotado.
– Contrasta lo que hayas obtenido con el AFIS Integrado.
Cooper hizo copias de las huellas y las escaneó. Diez minutos después, el sistema de identificación de huellas dactilares automatizado había verificado que las huellas no pertenecían a nadie que estuviera fichado en las grandes bases de datos de la ciudad, ni del Estado ni federales. Cooper también las envió a algunas de las bases de datos locales que no estaban vinculadas con el sistema del FBI.
– Los zapatos -dijo Rhyme.
Sachs extrajo la impresión electrostática. Las marcas de las pisadas eran irregulares, de modo que los zapatos eran viejos.
– Del número 11 -respondió Cooper.
Había una débil correlación entre el tamaño de los pies y la estructura ósea y la estatura, aunque en los tribunales se consideraba una prueba circunstancial muy endeble. Aun así, el tamaño sugería que Geneva probablemente estaba en lo cierto en su apreciación de la estatura del hombre, alrededor de un metro ochenta.
– ¿Y qué hay de la marca comercial?
Cooper envió la imagen a la base de datos de huellas de pisadas del departamento, y obtuvo una concordancia.
– Zapatos Bass, de calle. Al menos tienen tres años. Desde entonces ya no se fabrica ese modelo.
– El desgaste del calzado nos dice que tiene el pie derecho ligeramente torcido, pero sin que padezca una cojera perceptible ni juanetes demasiado desarrollados, uñas encarnadas u otras maladies des pieds -apuntó Rhyme.
– No sabía que hablaras francés, Lincoln -dijo Cooper.
Sólo hasta donde podía ser útil en una investigación. Esa frase en particular había aparecido cuando estaba llevando el caso de los zapatos derechos desaparecidos y había hablado unas cuantas veces con un poli francés.
– ¿Cómo estamos entonces con respecto a los restos?
Cooper estaba estudiando minuciosamente las bolsas de recogida de pruebas que contenían las partículas diminutas que se habían adherido al objeto con que recogía indicios Sachs, un rodillo pegajoso, como los que se usan para quitar la pelusa de la ropa y los pelos sueltos de las mascotas. Los rodillos habían reemplazado a las aspiradoras DustBuster para recoger fibras, pelo y restos sólidos.
Poniéndose otra vez las gafas de aumento, el técnico se valió de unas pinzas de precisión para recoger los materiales. Preparó un portaobjetos y lo colocó bajo el microscopio; luego ajustó el aumento y el foco. Simultáneamente, la imagen apareció en varias pantallas planas de ordenador dispersas por toda la habitación. Rhyme giró su silla y examinó las imágenes de cerca. Vio unas motas que parecían partículas de polvo, varias fibras, unos objetos blancos hinchados y lo que parecían unos minúsculos caparazones ámbar de insectos: exoesqueletos. Cuando Cooper movió el portaobjetos, aparecieron a la vista unas pequeñas bolitas de material fibroso, esponjoso, color hueso.
– ¿De dónde ha salido eso?
Sachs inspeccionó el rótulo.
– Dos fuentes: del suelo cerca de la mesa en la que se sentaba Geneva, y de al lado del contenedor de basura desde donde el atacante disparó a Barry.
Los restos materiales hallados en lugares públicos eran a menudo pruebas inútiles, porque había demasiadas probabilidades de que correspondieran a desconocidos sin relación alguna con el crimen. Pero la presencia de restos similares en dos lugares diferentes en los que había estado el criminal sugería que provenían de éste.
– Gracias a Dios -farfulló Rhyme-, por la sabiduría de crear zapatos de pisada profunda.
Sachs y Thom se miraron entre sí.
– ¿Os estáis preguntando a qué se debe mi buen humor? -preguntó Rhyme, sin dejar de mirar la pantalla-. ¿Es ésa la razón de vuestra mirada de reojo? Puedo ponerme contento de vez en cuando, ¿sabéis?
– De higos a brevas -masculló el asistente.
– Alerta de frases hechas, Lon. ¿Has cogido ésa? Ahora, volvamos a los restos. Sabemos que provienen de él. ¿Qué son? Y ¿pueden guiarnos hasta su escondite?
Los científicos forenses se enfrentan a una tarea piramidal cuando analizan las pruebas. El trabajo inicial -y generalmente el más sencillo- es identificar una sustancia; averiguar que una mancha marrón, por ejemplo, es sangre, y si es humana o animal, o si un pedazo de plomo es un fragmento de bala.
La segunda tarea es clasificar esa muestra, es decir, colocarla en una subcategoría, como determinar que la sangre es 0 positivo o que la bala de la que quedó el fragmento es calibre 38. Determinar que la prueba cae dentro de una clase particular puede ser de cierto valor para la policía y para la parte acusadora en caso de que el sospechoso pueda ser relacionado con pruebas de una clase análoga -su camisa tiene una mancha de sangre del tipo 0 positivo o posee un arma calibre 38-, aunque esa conexión no sea concluyente.
La tarea final, y la meta última de todo científico forense, es vincular las pruebas con un individuo, relacionar de manera incuestionable un fragmento particular de prueba con un lugar o un ser humano único: el ADN de la sangre que hay en la camisa del sospechoso corresponde a la víctima, la bala tiene una marca única que sólo podría ser producida por su arma.
El equipo se encontraba en ese momento en la base de esa pirámide forense. Las hebras, por ejemplo, eran fibras de alguna clase, eso lo sabían. Pero en Estados Unidos se fabrican anualmente más de mil fibras diferentes, y se usan más de siete mil pigmentos para teñirlas. Aun así, el equipo pudo reducir el abanico de posibilidades. Los análisis de Cooper revelaron que las fibras dejadas por el asesino eran de origen vegetal -no animal ni mineral-, y eran gruesas.
– Apostaría a que es cuerda de algodón -sugirió Rhyme.
Cooper asintió con la cabeza mientras consultaba una base de datos de fibras de origen vegetal.
– Ajá, así es. Aunque de tipo genérico. No está vinculada a ningún fabricante en particular.
Una fibra no contenía pigmentos, pero la otra estaba manchada por algún tipo de sustancia. Era marrón, y Cooper pensó que la mancha podía ser de sangre. Un test con el método de la fenolftaleína reveló que lo era.
– ¿Será suya? -se preguntó Sellitto.
– ¿Quién sabe? -respondió Cooper, mientras seguía examinando las muestras-. Pero definitivamente, es humana. Si sumamos eso a la compresión y a los extremos fracturados, yo conjeturaría que es una cuerda destinada a estrangular. Ya lo hemos visto antes. Podría ser el arma con la que intentaba perpetrar el asesinato.
El objeto contundente podría simplemente haber estado destinado a dominar a la víctima, más que a matarla (es un trabajo engorroso y torpe golpear a alguien hasta la muerte). También tenía un revólver, pero de usarlo, habría hecho demasiado ruido, si es que quería que el asesinato se produjera en silencio para poder escapar. Una cuerda para estrangular tenía más sentido.
Geneva suspiró.
– ¿Señor Rhyme? Mi examen.
– ¿Examen?
– En el instituto.
– Ah, claro. Sólo un minuto… Quiero saber a qué clase de bicho pertenece ese exoesqueleto -prosiguió Rhyme.
– Oficial -dijo Sachs a Pulaski.
– ¿Sí, señ… detective?
– ¿Qué tal si nos ayuda un poco con esto?
– Desde luego.
Cooper imprimió una imagen en colores del pedacillo de exoesqueleto y se la tendió al novato. Sachs hizo que se sentara ante uno de los ordenadores y tecleó los comandos para conectarse a la base de datos de insectos. El Departamento de Policía del Estado de Nueva York era uno de los pocos del mundo que tenía no sólo una vasta biblioteca con información sobre insectos, sino además un entomólogo forense en su nómina. Tras una breve pausa, la pantalla comenzó a llenarse de imágenes en miniatura de partes de insectos.
– ¡Hombre! ¡Hay montones! Yo nunca he hecho esto antes. -Frunció los ojos mientras iban pasando los archivos.
Sachs reprimió una sonrisa.
– No es como en CSI, ¿verdad? -preguntó-. Usted sólo haga avanzar despacio las imágenes y busque algo que crea que coincida. «Despacio» es la palabra clave.
– Se cometen más errores en el análisis forense debido a que los técnicos van demasiado deprisa que por cualquier otra razón -afirmó Rhyme.
– No lo sabía.
– Ahora ya lo sabe -dijo Sachs.
Analizad con el cromatógrafo de gases esas gotas blancas de ahí -ordenó Rhyme-. ¿Qué demonios son?
Mel Cooper despegó varias muestras de la cinta y las pasó por el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa, el instrumento por excelencia de todo laboratorio forense, que separa los restos desconocidos en sus partes componentes y las identifica. Los resultados tardarían unos quince minutos, y mientras esperaban que estuviera listo el análisis, Cooper encajó los pedazos de la bala que el médico de urgencias le había sacado de la pierna a la mujer que había recibido el disparo del asesino. Sachs había informado de que el arma tenía que ser un revólver, no una pistola automática, ya que en el lugar desde el que se habían hecho los disparos, fuera del museo, no habían quedado casquillos de bronce expulsados por el arma.
– ¡Qué barbaridad! -musitó en voz baja Cooper mientras examinaba los fragmentos con un par de pinzas finas-. El arma es pequeña, una 22. Pero son disparos de mágnum.
– Bien -asintió Rhyme. Se alegró porque la poderosa versión mágnum de la bala calibre 22 era una munición rara y, por lo tanto, iba a ser más fácil seguirle la pista. El hecho de que el arma fuera un revólver lo hacía aún más infrecuente, lo que significaba que deberían ser capaces de encontrar fácilmente al fabricante.
Sachs, que era una tiradora competente con la pistola, ni siquiera tuvo que buscarlo.
– El único que conozco es North American Arms. Puede que sea su modelo Black Widow, pero yo creo que debe ser el Mini-Master. Tiene un tambor de unos diez centímetros. Es más preciso y los disparos dieron todos en el blanco.
Rhyme se dirigió al técnico, que estaba estudiando minuciosamente lo que tenía sobre la mesa de trabajo.
– ¿Qué quieres decir con «barbaridad»?
– Échale un ojo a esto.
Rhyme, Sachs y Sellitto se acercaron. Cooper estaba empujando pedacitos de metal manchados de sangre con las pinzas.
– Parece que las fabricó él mismo.
– ¿Municiones explosivas?
– No, algo casi tan malvado como eso. O tal vez peor. La bala tiene una fina cubierta exterior de plomo. Dentro, el proyectil se rellenó con estas cosas.
Había media docena de minúsculas agujas, de unos diez milímetros de largo. Después del impacto, la bala se hacía pedazos y las agujas se dispersaban en forma de V por el cuerpo. Aunque los proyectiles eran pequeños, hacían mucho más daño que un disparo normal. No estaban diseñadas para detener a un agresor; su propósito era exclusivamente la destrucción de los tejidos internos. Y aunque sin el efecto instantáneamente letal de un proyectil de grueso calibre, estas balas debían de provocar unas heridas terriblemente dolorosas.
Lon Sellitto movió la cabeza, con los ojos fijos en las agujas, y se rascó la mancha invisible de su rostro, probablemente pensando en lo cerca que había estado de ser alcanzado por uno de aquellos proyectiles.
– ¡Diablos! -masculló. Se le quebró la voz y carraspeó; se rio para disimularlo y dio unos pasos alejándose de la mesa.
Curiosamente, el teniente reaccionó con más nerviosismo que la chica. Geneva no pareció prestar mucha atención a los detalles sobre los aterradores proyectiles de su agresor. Volvió a mirar su reloj y se echó hacia atrás en la silla, con impaciencia.
Cooper escaneó los pedazos más grandes de la bala y buscó información sobre proyectiles en el Sistema Integrado de Identificación Balística, SIIB, al que estaban suscritos casi mil departamentos de policía en todo el país, así como en el sistema DRUGFIRE del FBI. Estas enormes bases de datos pueden hallar concordancias entre proyectiles, fragmentos o cubiertas de bronce, y balas o armas registradas en los archivos. Un arma que se le ha encontrado hoy a un sospechoso, por ejemplo, se puede vincular con una bala extraída a una víctima hace cinco años.
Los resultados correspondientes a estos proyectiles, sin embargo, fueron negativos. Las mismas agujas parecían haber sido cortadas de los extremos de agujas de coser de las que se pueden comprar en todas partes. Imposible seguirles la pista.
– Nunca es fácil, ¿eh? -farfulló Cooper. Siguiendo una indicación de Rhyme, buscó también usuarios registrados de Mini-Masters, y del más pequeño Black Widow, en mágnum 22, y el sistema le devolvió una lista de casi mil propietarios, ninguno de los cuales tenía antecedentes penales. La ley no obliga a las tiendas a llevar registros de quién compra municiones y, por lo tanto, las tiendas jamás lo hacen. Por el momento, el arma era una vía muerta.
– ¿Pulaski? -gritó Rhyme-. ¿Qué hay del bicho?
– ¿El exoesqueleto? ¿Es así como le llamó usted? ¿Se refiere a eso, señor?
– Correcto, correcto, correcto. ¿Qué hay sobre eso?
– Ninguna coincidencia, por ahora. ¿Qué es exactamente un exoesqueleto?
Rhyme no respondió. Miró la pantalla y vio que el joven sólo había recorrido una pequeña parte del orden hemípteros. Tenía un largo camino por delante.
– Siga con lo suyo.
El ordenador del cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa hizo un bip; había completado el análisis de las gotas blancas. En la pantalla se veía un gráfico de picos y valles, bajo el cual había un bloque de texto.
Cooper se inclinó hacia adelante y leyó.
– Tenemos cúrcuma, dimetiloxicurcumina, bidimetiloxicurcumina, aceite volátil, aminoácidos, lisina y triptófano, teromina e isoleucina, cloruro, restos de otras proteínas varias y una gran proporción de almidones, aceites, triglicéridos, sodio, polisacáridos… Nunca había visto esta combinación.
El cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa hacía milagros en cuanto a cómo aislaba e identificaba las sustancias, pero no era necesariamente tan fantástico en cuanto a informar qué significaba su combinación. A menudo Rhyme era capaz de deducir sustancias comunes, como gasolina o explosivos, simplemente a partir de una lista de sus ingredientes. Pero éstos eran nuevos para él. Ladeó la cabeza y empezó a ordenar aquellas sustancias de la lista que, como científico, sabía que era lógico que aparecieran juntas, y las que no.
– La cúrcuma, sus componentes y los polisacáridos es obvio que encajan entre sí.
– Sí, es obvio -fue la mordaz respuesta de Amelia Sachs, la cual en el instituto, solía hacer novillos en las clases de ciencias para ir a hacer carreras de coches con sus amigos.
– A ésta la llamaremos sustancia uno. Luego los aminoácidos, las otras proteínas, los almidones y los triglicéridos: éstos también se encuentran a menudo juntos. Las llamaremos sustancia dos. El cloruro…
– ¿Veneno, señor? -preguntó Pulaski.
– … y el sodio -masculló Rhyme- son casi con certeza sal. -Miró al novato-. Peligrosa sólo para las personas con la tensión alta. O si uno es una babosa de jardín.
El chaval se dio la vuelta y se concentró otra vez en la base de datos de insectos.
– Con los aminoácidos, los almidones y los aceites, estoy pensando que la sustancia dos es una comida, una comida salada. Conéctate, Mel, y averigua qué diablos es la cúrcuma.
Cooper se conectó.
– Estás en lo cierto. Es un colorante vegetal que se utiliza en productos alimenticios. Generalmente se encuentra en combinación con los otros componentes de la sustancia uno. También los aceites volátiles.
– ¿Qué clase de productos alimenticios?
– Cientos de productos.
– ¿Qué tal si me das unos ejemplos?
Cooper empezó a leer en voz alta una larga lista. Pero Rhyme le interrumpió.
– Un momento. ¿Las palomitas de maíz están en la lista?
– Veamos… Sí, aquí están.
Rhyme se dio la vuelta y se dirigió a Pulaski.
– Deje eso.
– ¿Que lo deje?
– No es un exoesqueleto. Es un resto de mazorca de una palomita de maíz. Sal y aceite y palomitas de maíz. Deberíamos haberlo pensado a la primera, maldita sea. -Era un improperio alegre-. Ponlo en la tabla, Thom. A nuestro hombre le gusta la comida basura.
– ¿Lo escribo así?
– Por supuesto que no. Podría detestar las palomitas de maíz. Tal vez trabaje en una fábrica de palomitas o en un cine. Limítate a añadir «palomitas de maíz». -Rhyme miró la tabla-. Ahora averigüemos algo sobre los otros restos. Esa cosa color hueso.
Cooper realizó otro examen con el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. Los resultados indicaron que era sacarosa y ácido úrico.
– El ácido está concentrado -explicó el técnico-. El azúcar es puro, no hay ninguna otra sustancia alimenticia, y la estructura cristalina es extraña. Nunca he visto azúcar molido de ese modo.
A Rhyme esta noticia le preocupó.
– Envíaselo a los de bombas del FBI.
– ¿Bombas? -preguntó Sellitto.
– No habéis leído mi libro, ¿eeeeeh? -preguntó Rhyme.
– No -soltó el corpulento detective-. He estado ocupado persiguiendo a tíos malos.
– Me hago cargo. Pero sería útil que al menos cada cierto tiempo le echarais una ojeada a los títulos de las secciones. Como el que pone «Dispositivos explosivos caseros». El azúcar suele ser un ingrediente. Si se mezcla con nitrato de sodio, se obtiene una bomba de gas. Con permanganato, es un explosivo de baja potencia, que, aun así, puede hacer mucho daño si se coloca en un tubo. No estoy seguro de si el ácido úrico aparece también, pero el FBI tiene la mejor base de datos del mundo. Ellos lo sabrán.
El laboratorio del FBI está a disposición de los cuerpos de seguridad para ocuparse del análisis de pruebas, sin coste, siempre que la agencia que solicita el servicio esté de acuerdo en dos cosas: que aceptará los resultados del FBI como definitivos y que se los mostrará al abogado defensor. Como consecuencia de la generosidad de los federales -y de su talento-, sus agentes reciben un aluvión de solicitudes de ayuda; realizan más de setecientos mil análisis al año.
Incluso a la fuerza pública de Nueva York no le quedaría más remedio que ponerse a la cola y esperar como cualquier otra para conseguir que fuera analizado ese pedacito de azúcar. Pero Lincoln Rhyme tenía enchufe: Fred Dellray, un agente especial de la oficina del FBI en Manhattan, que a menudo trabajaba con Rhyme y Sellitto y tenía mucho peso dentro de la organización. Tan importante como ello era el hecho de que Rhyme había ayudado al FBI a montar su sistema, el ERPF: equipo de respuestas sobre pruebas físicas. Sellitto llamó a Dellray, que en ese momento estaba en el grupo de tareas investigando los informes sobre potenciales atentados terroristas con bombas en Nueva York. Dellray movió los hilos en el cuartel general del FBI en Washington DC, y en unos minutos había sido asignado un técnico para ayudar en el caso de SD 109. Cooper le envió los resultados de los análisis y las imágenes digitalmente comprimidas de las sustancias a través de un correo electrónico seguro.
No pasaron más de diez minutos antes de que sonara el teléfono.
– Comando: responder -espetó Rhyme a su sistema de control de reconocimiento de voz.
– Por favor, con el detective Rhyme.
– Sí, soy yo.
– Habla el analista Phillips, de la calle 9. -Se refería a la calle 9 de Washington. El cuartel general del FBI.
– ¿Tiene algo para nosotros? -preguntó Rhyme con tono de querer ir al grano.
– Y gracias por habernos llamado tan pronto -añadió rápidamente Sachs. A veces no tenía más remedio que intervenir para suavizar la brusquedad de Rhyme.
– No se preocupe, señora. Bueno, al principio vi que eso que me han mandado ustedes era bastante extraño. Así que lo reenvié a análisis de materiales. Ellos lo han resuelto. Tenemos una certeza del noventa y siete por ciento con respecto a qué es la sustancia.
«¿Hasta qué punto era peligroso el explosivo?», se preguntó Rhyme.
– Adelante. ¿Qué era?
– Algodón de azúcar.
Esa canción no la conocía. Pero había un buen número de explosivos de última generación que tenían una velocidad de detonación de diez mil metros por segundo, diez veces la velocidad de una bala. ¿Se trataba de uno de ellos?
– ¿Cuáles son sus características? -preguntó.
Una pausa.
– Sabe bien.
– ¿Y eso?
– Es dulce. Sabe bien.
– ¿Lo que usted quiere decir es que es verdadero algodón de azúcar, como el que se compra en cualquier parque? -preguntó Rhyme.
– Sí, ¿qué otra cosa iba a querer decir?
– Olvídelo. -Suspirando, el criminalista siguió con su interrogatorio-: ¿Y el ácido úrico provenía de su zapato porque había pisado alguna meada de perro en la acera?
– No podemos decir en dónde la pisó -dijo el analista, exhibiendo toda la precisión de la que hacen gala los federales-. Pero la muestra arroja positivo en el test de orina canina.
Rhyme le dio las gracias al hombre y cortó la comunicación. Se volvió hacia su equipo.
– ¿Palomitas de maíz y algodón de azúcar en los zapatos todo junto? -caviló Rhyme-. ¿En dónde le sitúa eso?
– ¿En un partido de béisbol?
– Los equipos de Nueva York no han jugado en casa últimamente. Creo que nuestro sujeto estuvo andando por algún barrio en el que había habido un mercadillo o rastrillo el día anterior, o algo así. -Preguntó a Geneva-: ¿Has estado en alguna feria recientemente? ¿Podría ser que el tipo te hubiera visto allí?
– ¿Yo? No. La verdad es que no voy a ferias.
Rhyme se dirigió a Pulaski.
– Ya que ha terminado con el asunto de los bichos, agente, llame a quien sea necesario y averigüe todos los permisos que se hayan concedido para montar ferias, mercadillos, festivales, fiestas religiosas, lo que sea.
– Eso está hecho -dijo el novato.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó Rhyme.
– Unas escamillas en el soporte del lector de microfichas, en el lugar en que lo golpeó con el objeto contundente.
– ¿Escamillas?
– Partículas de barniz, supongo, provenientes de lo que sea el objeto que haya utilizado.
– De acuerdo. Confróntalas con Maryland.
El FBI tenía una enorme base de datos de muestras de pintura actuales y antiguas situada en uno de sus complejos en Maryland. Se utilizaba sobre todo para buscar concordancias entre restos de pintura y coches. Pero también había cientos de muestras de barniz.
Tras otra llamada de Dellray, Cooper envió a los federales el análisis de compuestos y otros datos sobre las escamillas de esmalte, obtenidos mediante el cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa. En unos minutos sonó el teléfono, y el analista del FBI informó de que el barniz correspondía a un producto que se vendía exclusivamente a fabricantes de accesorios para artes marciales, como nunchakus y bastones de lucha. Añadió la desalentadora noticia de que la sustancia no contenía trazas que la identificaran con un fabricante y de que se vendía en grandes cantidades, lo que significaba que era virtualmente imposible seguirle la pista.
– De acuerdo, tenemos un violador con un nunchaku, unas balas ingeniosas, una cuerda ensangrentada… Este hombre es una pesadilla andante.
Sonó el timbre de la puerta, y un momento después Thom hizo pasar a una mujer de unos veintitantos años, a la que traía rodeándole los hombros con el brazo.
– Miren quién está aquí -anunció el asistente.
La delgada mujer tenía el cabello morado y de punta, y un rostro bonito. Sus pantalones elásticos y su jersey revelaban un cuerpo atlético, el cuerpo de una artista, como sabía Rhyme.
– Kara -saludó Rhyme-. Me alegro de verte. Deduzco que tú eres la especialista a la que ha llamado Sachs.
– Hola. -La joven abrazó a Sachs, saludó a los demás y cogió las manos de Rhyme. Sachs le presentó a Geneva, que la estudió con una expresión de reserva.
Kara (era su nombre artístico, nunca revelaba el verdadero) era una ilusionista y artista que había ayudado a Rhyme y a Sachs, en calidad de asesora, en un reciente caso de homicidios en el que un asesino había utilizado sus habilidades de mago y prestidigitador para acercarse a sus víctimas, matarlas y huir.
Vivía en Greenwich Village, pero, explicó, había ido a visitar a su madre, que vivía en una residencia en la zona norte de la ciudad, cuando la había llamado Sachs. Durante un rato estuvieron poniéndose al día de sus vidas -Kara estaba montando un espectáculo que iba a presentar en el Performance Warehouse del Soho y estaba saliendo con un acróbata.
– Necesitamos tu experta opinión -dijo Rhyme cuando terminaron de charlar.
– Por supuesto -dijo la joven-. Todo lo que esté a mi alcance…
Sachs le explicó los pormenores del caso. La joven frunció el ceño y susurró un «lo siento» dirigido a Geneva cuando oyó lo del intento de violación.
La estudiante se limitó a encogerse de hombros.
– Traía esto consigo -explicó Cooper, extrayendo de la bolsa de los objetos destinados a la violación la carta de tarot del hombre colgado y exhibiéndola en alto.
– Hemos pensado que quizá tú podrías decirnos algo al respecto.
Kara había explicado a Rhyme y a Sachs que el mundo de la magia estaba dividido en dos bandos: los artistas, que no pretendían hacerle creer a nadie que tenían habilidades sobrenaturales, y los que afirmaban que tenían poderes ocultos. Kara no soportaba a estos últimos -ella era sólo una artista-, pero como resultado de la experiencia acumulada en tiendas de magia, en las que había trabajado para poder pagarse un techo y el sustento, sabía algunas cosas acerca del arte adivinatorio.
– De acuerdo, el tarot es un viejo método de adivinación que se remonta al Antiguo Egipto. La baraja de naipes de tarot se divide en los arcanos menores, que se corresponden con las cincuenta y dos cartas de las barajas francesas ordinarias, y los arcanos mayores, que van desde el cero hasta el veintiuno. Representan algo así como el viaje a través de la vida. El hombre colgado es la carta número doce de los arcanos mayores. -Sacudió la cabeza-. Pero hay algo que no tiene sentido.
– ¿Y qué es? -preguntó Sellitto, restregándose discretamente la piel.
– No es en absoluto una carta mala. Fijaos en el dibujo.
– Realmente parece bastante sereno -dijo Sachs-, teniendo en cuenta que está colgado cabeza abajo.
– El personaje del dibujo está basado en el dios escandinavo Odín, que estuvo colgado cabeza abajo durante nueve días con el fin de buscar el conocimiento interior. Si a uno le sale esta carta en una tirada, significa que está a punto de empezar una búsqueda de iluminación espiritual. -Señaló un ordenador con la cabeza-. ¿Puedo?
Cooper le hizo un gesto indicándole que era todo suyo. La joven buscó en Google y unos segundos después encontró una página web.
– ¿Cómo puedo imprimir esto?
Sachs la ayudó, y un momento después salió un papel por la impresora. Cooper lo pegó con cinta adhesiva en la pizarra de las pruebas. Kara leyó:
– Éste es el significado:
El hombre colgado no se refiere a alguien que recibe un castigo. Su aparición en una tirada indica una búsqueda espiritual encaminada a una decisión, una transición, un cambio de dirección. A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, aceptando las cosas como son. Cuando aparece esta carta en la tirada, uno debe escuchar a su yo interior, aunque ese mensaje parezca contradecir la lógica.
– No tiene nada que ver con la violencia ni la muerte -continuó Kara-. Se trata de un estado de inercia espiritual y de expectación. No es la clase de objeto que dejaría un asesino si supiera algo sobre el tarot. Si hubiera querido dejar algo destructivo, habría sido la torre o una de las cartas de espadas de los arcanos menores, que significan malas noticias.
– De modo que la eligió sólo por su aspecto tétrico -resumió Rhyme-. Y porque pensaba estrangular o «colgar» a Geneva.
– Supongo que así es.
– Nos has sido de gran ayuda -dijo Rhyme.
Sachs también le dio las gracias.
– Debo irme. Tengo ensayo. -Kara estrechó la mano a Geneva-. Espero que todo lo tuyo termine bien.
– Gracias.
Kara se dirigió a la puerta. Se detuvo y miró a Geneva.
– ¿Te gustan los espectáculos de magia e ilusionismo?
– No salgo demasiado -respondió la chica-. Estoy bastante ocupada con el instituto.
– Bueno, presento un espectáculo dentro de tres semanas. Si te interesa, todos los datos están en la entrada.
– ¿En la…?
– Entrada.
– Yo no tengo ninguna entrada.
– Sí que la tienes -dijo Kara-. En la mochila. Ah, ¿y la flor que hay junto a ella? Considérala un amuleto de la buena suerte.
Se fue, y todos oyeron cómo la puerta se cerraba.
– ¿De qué estaba hablando? -preguntó Geneva, bajando la mirada hacia su mochila, que estaba cerrada.
Sachs se rio.
– Ábrela.
La chica abrió el cierre y parpadeó llena de sorpresa. Allí dentro había una entrada para uno de los espectáculos de Kara. Al lado había una violeta prensada.
– ¿Cómo lo ha hecho? -susurró Geneva.
– Nunca hemos podido pillarla -dijo Rhyme-. Lo único que sabemos es que es condenadamente buena en lo que hace.
– Ya lo creo. -La estudiante levantó la flor de color morado.
Los ojos del criminalista se deslizaron hacia la carta de tarot cuando Cooper la pegó en la pizarra de las pruebas, junto a su significado.
– De modo que parece la clase de objeto que un asesino dejaría en una agresión vinculada con el ocultismo. Pero el individuo no tiene ni la menor idea de qué significa. La eligió por el efecto. Lo que quiere decir… -Pero su voz se apagó cuando miró el resto de apuntes de la tabla de pruebas-. ¡Dios santo!
Los otros se volvieron hacia él.
– ¿Qué? -preguntó Cooper.
– Todo lo que tenemos está equivocado.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sellitto dejando de restregarse la piel durante un momento.
– Mirad las huellas de lo que había en la bolsa con esos chismes. Borró las suyas con un paño, ¿no?
– Ajá -confirmó Cooper.
– Pero hay huellas -afirmó el criminalista-. Y probablemente sean de la cajera, ya que son las mismas que hay en el tique.
– Exacto. -Sellitto se encogió de hombros-. ¿Y entonces?
– Entonces borró las huellas antes de pasar por la caja. Mientras estaba en la tienda. -Un silencio en la habitación. Irritado porque nadie le entendía, el criminalista prosiguió-: Porque quería que quedaran las huellas de la cajera en todos los objetos.
Sachs comprendió.
– Dejó la bolsa con los chismes adrede. Para que la encontráramos.
Pulaski sacudió la cabeza.
– De no ser así, habría limpiado las huellas después de llegar a su casa.
– Exacto -asintió Rhyme con un matiz de triunfo en la voz-. Creo que son pruebas preparadas para hacernos creer que se trataba de una violación, con alguna clase de connotaciones ocultistas. De acuerdo, de acuerdo… Retrocedamos sobre nuestros pasos. -A Rhyme le hizo gracia la mirada incómoda de Pulaski hacia sus piernas cuando el criminalista usó esa expresión-. Un agresor da con Geneva en un museo público. No es el típico escenario para una agresión sexual. Luego la golpea, bueno, al maniquí lo suficientemente fuerte como para matarla, o al menos para dejarla inconsciente durante horas. Si éste es el caso, ¿para qué necesita el cúter y la cinta adhesiva? Y deja una carta de tarot que cree que es tétrica, pero que en realidad se refiere a la búsqueda espiritual. No, no fue en absoluto un intento de violación.
– ¿A qué fue allí el tipo entonces? -preguntó Sellitto.
– Demonios, eso es lo que más vale que averigüemos. -Rhyme pensó durante un momento y luego preguntó-: ¿Y dijiste que el doctor Barry no vio nada?
– Eso es lo que me dijo -respondió Sellitto.
– Pero aun así el sujeto regresa y le mata. -Rhyme frunció el ceño-. Y el señor 109 destrozó el lector de microfichas. Es un profesional, pero las rabietas no son nada profesionales. Su víctima está huyendo: no va a perder tiempo aporreando objetos porque está teniendo una mala mañana. -Rhyme preguntó a la chica-: ¿Dijiste que estabas leyendo un periódico antiguo?
– Una revista -corrigió ella.
– ¿En el lector de microfichas?
– Exacto.
– ¿Ésas? -Rhyme señaló con la cabeza una gran bolsa de plástico con pruebas que contenía una caja de bandejas de microfichas que Sachs había traído de la biblioteca. Dos rendijas, la primera y la tercera, estaban vacías.
Geneva miró la caja. Asintió con la cabeza.
– Ajá. Ésas, las que faltan, eran las que tenían el artículo que estaba leyendo.
– ¿Has traído la que estaba en el aparato?
– No había ninguna. Se las tiene que haber llevado consigo. -respondió Sachs.
– Y destrozó la máquina para que no nos diéramos cuenta de que la bandeja había desaparecido. Vaya, esto se está poniendo interesante. ¿Qué pretendía hacer? ¿Cuáles fueron sus condenados motivos?
Sellitto se rio.
– Creía que no te preocupaban los motivos. Sólo las pruebas.
– Tienes que saber distinguir, Lon, entre utilizar un motivo para probar un caso en un tribunal, lo que en el mejor de los casos es especulativo, y utilizar un motivo para que te guíe hacia las pruebas, las que condenan inexorablemente a un criminal: un hombre mata a su socio con un arma que nos lleva a su garaje, cargada con balas que él compró, gracias a un tique que tiene sus huellas dactilares. En tal caso, ¿a quién le importa si mató al socio porque creía que se lo había ordenado un perro dotado de habla o porque el tío se hubiera acostado con su esposa? Son las pruebas las que determinan el caso. ¿Pero qué ocurre si no hay balas, arma, tique o huellas de neumáticos? Entonces, resulta perfectamente válida la pregunta de por qué fue asesinada la víctima. Responderla puede señalarnos el camino hacia las pruebas que definitivamente le condenarán. Perdón por la charla -añadió sin el menor tono de disculpa en la voz.
– Se le ha pasado el buen humor, ¿eh? -preguntó Thom.
– Aquí se me está escapando algo, y eso no me gusta – refunfuñó Rhyme.
Geneva tenía el ceño fruncido. Rhyme se dio cuenta y le preguntó:
– ¿Qué pasa?
– Bueno, estaba pensando… que el doctor Barry dijo que había alguien más interesado en el mismo número de la revista que me interesaba a mí. Quería leerla, pero el doctor Barry le respondió que tendría que esperar a que yo hubiera terminado con ella.
– ¿Dijo quién era?
– No.
Rhyme se quedó pensativo.
– Hagamos conjeturas: el bibliotecario le dice a ese alguien que tú estás interesada en la revista. El sujeto quiere robarla y quiere matarte porque tú la has leído o vas a leerla. -El criminalista no estaba convencido de que ésta fuera la situación real, por supuesto. Pero una de las razones por las que tenía tanto éxito era por su voluntad para tener en cuenta teorías audaces, a veces rocambolescas-. Y se llevó el mismísimo artículo que estabas leyendo, ¿verdad?
La chica asintió con la cabeza.
– Era como si él supiera exactamente lo que tenía que buscar… ¿De qué trataba?
– Nada importante. Sólo de un antepasado mío. Mi profesor está con todo este asunto de Raíces y teníamos que escribir algo sobre nuestro pasado.
– ¿Quién era ese antepasado?
– Mi tatara-tatara-algo, un esclavo liberto. Fui al museo la semana pasada y allí averigüé que había un artículo sobre él en ese número del Coloreds' Weekly Illustrated. No lo tenían en la biblioteca, pero el señor Barry dijo que buscaría la microficha en el depósito. Finalmente la localizó.
– ¿De qué trataba exactamente el artículo? -insistió Rhyme.
La chica dudó y luego respondió con impaciencia.
– Charles Singleton, mi antepasado, era un esclavo de Virginia. Su amo cambió de ideas y dejó en libertad a todos sus esclavos. Y puesto que Charles y su esposa habían permanecido con la familia durante tanto tiempo y les habían enseñado a leer y a escribir a sus hijos, el amo les dio una granja en el Estado de Nueva York. Charles fue soldado en la guerra civil. Luego regresó a casa, y en 1868 fue acusado de robar dinero de un fondo educativo para los negros. Eso es todo lo que relata el artículo de la revista. Yo acababa de llegar a la parte en la que él saltó al río para escapar de la policía cuando apareció ese hombre.
Rhyme reparó en que ella hablaba bien, pero que se aferraba con fuerza a sus palabras, como si fueran cachorrillos que se retorcieran tratando de escapar. Teniendo por un lado padres cultos y por el otro amigas de barrio como Lakeesha, era natural que la chica sufriera de una suerte de personalidad lingüística múltiple.
– ¿De modo que no sabes qué fue de él?
Geneva negó con la cabeza.
– Imagino que tenemos que suponer que el agresor tenía algún interés en lo que tú estabas investigando. ¿Quién conocía el tema de tu trabajo? Tu profesor, me figuro.
– No, no se lo dije. Creo que no se lo he contado a nadie, aparte de Lakeesha. Ella podría habérselo mencionado a alguien, pero lo dudo. No presta demasiada atención a las tareas escolares, ¿sabe a lo que me refiero? Ni siquiera a las suyas propias. La semana pasada fui a un bufete de abogados de Harlem, para ver si tenían registros antiguos sobre crímenes del siglo XIX, pero tampoco le conté mucho que digamos al abogado de allí. Por supuesto, el que sí lo sabía era el doctor Barry.
– Y él podría habérselo mencionado a la otra persona que también estaba interesada en la revista -señaló Rhyme-. Ahora, sólo por barajar una hipótesis, supongamos que había algo en ese artículo que el sujeto no quiere que se sepa, puede que sobre tu antepasado, o sobre algo completamente distinto. -Miró a Sachs-. ¿Hay alguien aún en el lugar de los hechos?
– Un agente.
– Que sondeen a los empleados. Que averigüen si Barry mencionó a alguien que había una persona interesada en esa revista antigua. Que revisen también su escritorio. -A Rhyme se le ocurrió una cosa más-. Y quiero el registro de sus llamadas telefónicas de un mes a esta parte.
Sellitto sacudió la cabeza.
– Linc, de verdad… eso parece un poco endeble, ¿no crees? Estamos hablando… ¿de qué? ¿Del siglo xix? Ése no es un caso antiguo. Es un caso prehistórico.
– ¿Un profesional que simula un escenario, mata a una persona y casi mata a otra, delante de media docena de polis, sólo para robar ese artículo? Eso no es endeble, Lon. Eso llama la atención se mire por donde se mire.
El corpulento policía se encogió de hombros y telefoneó a la comisaría para que transmitieran la orden al poli que todavía estaba de servicio en el lugar de los hechos, y luego hizo una llamada a las autoridades judiciales para que expidieran la orden solicitando el registro de llamadas correspondientes a los teléfonos de Barry, del museo, de su casa y de su móvil.
Rhyme se quedó observando a la chavala y concluyó que no tenía alternativa; tenía que transmitirle la dura noticia.
– Te das cuenta de lo que significa todo esto, ¿verdad?
Una pausa, aunque él pudo ver, en la mirada llena de consternación que Sachs dirigió a Geneva, que al menos la mujer policía entendía exactamente el sentido de sus palabras. Fue ella la que le dijo a la chica:
– Lincoln quiere decir que lo más probable es que ese individuo ande aún detrás de ti.
– Eso es absurdo -replicó Geneva, sacudiendo la cabeza.
Tras una pausa, Rhyme respondió solemnemente.
– Me temo que es cualquier cosa menos eso.
Sentado en un ordenador con conexión a Internet en una tienda de fotocopias en el centro de Manhattan, Thompson Boyd estaba leyendo la página web del canal de televisión local, que se actualizaba cada pocos minutos.
El titular del artículo rezaba: funcionario de un museo asesinado; testigo de una agresión sexual a una estudiante.
Silbando, casi en silencio, observó la foto que ilustraba la nota, en la que se veía al director de la biblioteca, al que él acababa de matar, hablando con un policía de uniforme, en la calle, frente al museo. El pie de foto decía: El doctor Donald Barry habla con la policía instantes antes de ser asesinado a tiros.
Debido a su edad, Geneva Settle no aparecía identificada por su nombre, aunque se la describía como una estudiante de instituto que vivía en Harlem. Thompson se alegró de enterarse de esa información; hasta ese momento no sabía en qué distrito de la ciudad vivía. Enchufó su teléfono al puerto USB del ordenador y transfirió la foto que le había sacado a la chica. Luego la adjuntó a una cuenta de correo electrónico anónima.
Se desconectó, pagó el tiempo de utilización -en efectivo, por supuesto- y dio un paseo por el sur de Broadway, en el corazón del distrito financiero. Compró un café a un vendedor ambulante, se bebió la mitad, luego arrojó las microfichas en la taza, volvió a colocarle la tapa y la arrojó a una papelera.
Se detuvo en una cabina telefónica, miró con cuidado a su alrededor y no vio a nadie que estuviera fijándose en él. Marcó un número. El buzón de voz no tenía ningún mensaje de bienvenida, sólo emitía un bip.
– Yo. Problema con el asunto Settle. Necesito que averigües en qué instituto estudia o dónde vive. Va a un instituto en Harlem. Es todo lo que sé. Te he enviado una foto suya a tu cuenta de correo electrónico… Ah, una cosa: si tienes la posibilidad de encargarte tú de la chica, tendrás otros cincuenta mil. Llámame cuando recibas este mensaje. Hablaremos de ello. -Thompson recitó el número del teléfono en el que estaba de pie y colgó. Dio unos pasos atrás, se cruzó de brazos y esperó, silbando bajito. Sólo había llegado al tercer compás de You Are the Sunshine of my Life, de Stevie Wonder, cuando el teléfono comenzó a sonar.
El criminalista miró a Sellitto.
– ¿Dónde está Roland?
– ¿Bell? Fue a llevar a alguien del programa de protección de testigos al norte del Estado, pero regresará en cualquier momento. ¿Crees que deberíamos llamarle?
– Sí -dijo Rhyme.
Sellitto marcó el número del móvil del detective y, oyendo la conversación, Rhyme dedujo que Bell saldría de inmediato para venir a la ciudad.
Rhyme notó que Geneva tenía el ceño fruncido.
– El detective Bell cuidará de ti. Como un guardaespaldas. Hasta que arreglemos todo esto… Ahora, dime, ¿tienes idea de qué acusaron a Charles de haber robado?
– El artículo decía que oro o dinero o algo así.
– Oro desaparecido. Vaya, eso es interesante. La codicia: uno de los mejores móviles.
– ¿Es posible que tu tío sepa algo al respecto? -le preguntó Sachs.
– ¿Mi tío? Ah, no, él es hermano de mi madre. Charles pertenecía a la rama paterna de mi familia. Y mi padre sólo sabía algunas cosas. Mi tía abuela me dio unas cartas de Charles. Pero ella no sabía nada más de él.
– ¿Dónde están? Las cartas, digo -preguntó Rhyme.
– Tengo una aquí. -Rebuscó en la mochila y la sacó-. Las otras están en mi casa. Mi tía cree que tiene algunas cajas con cosas de Charles, pero no está segura de dónde están. -Geneva se quedó callada, con el ceño fruncido, en su rostro oscuro y redondo, y luego le dijo a Sachs-: Una cosa… que tal vez pueda ser de ayuda…
– Adelante -dijo Sachs.
– Recuerdo algo de una de las cartas. Charles hablaba de un secreto que guardaba.
– ¿Un secreto? -preguntó Sachs.
– Ajá, decía que le disgustaba no poder revelar la verdad. Pero que sería desastroso, que ocurriría una tragedia, si lo hacía. Algo así.
– Tal vez era del robo de lo que estaba hablando -apostilló Rhyme.
Geneva se puso tensa.
– No creo que él lo cometiera. Creo que le tendieron una trampa para incriminarle.
– ¿Por qué? -preguntó Rhyme.
Geneva se encogió de hombros.
– Lea la carta. -La chica hizo un movimiento para alargársela a Rhyme, y entonces se contuvo y se la dio a Mel Cooper, sin disculparse por el paso en falso.
El técnico la colocó en un lector óptico y, un momento después, las palabras, escritas en una elegante caligrafía del siglo xix, se fueron desplazando verticalmente por los monitores de pantalla plana del XXI.
Señora Violet Singleton
Para entregar a:
Señor y señora William Dodd
Essex Farm Road
Harrisburg, Pensilvania
14 de julio de 1863
Queridísima Violet:
Seguramente te has enterado de los terribles acontecimientos que han tenido lugar en Nueva York en los últimos tiempos. Ahora puedo informarte de que la paz ha vuelto, pero el precio ha sido alto.
Aquí el ambiente ha estado muy agitado, con cientos de miles de ciudadanos desafortunados que aún no se han recuperado del desastre económico que se produjo hace unos años. Desde su tribuna el señor Greeley informó de que la especulación bursátil desmedida y los préstamos imprudentes habían generado las «burbujas explosivas» de los mercados financieros mundiales.
En esta atmósfera, bastó una pequeña chispa para encender los recientes disturbios: la orden de llamar a filas a los hombres para que se incorporaran al ejército federal, algo que muchos reconocieron que era necesario en nuestra lucha contra los rebeldes, debido a la sorprendente fuerza y resistencia del enemigo. Aun así, la oposición a la llamada a filas ha sido tenaz y más mortífera de lo que nadie había previsto. Y nosotros -los de color, los abolicionistas y los republicanos- nos convertimos en el blanco de su odio, tan intenso como el del que son objeto el jefe de reclutamiento y sus hombres, si no más.
Los revoltosos, buena parte de los cuales son irlandeses, recorrieron la ciudad, atacando a cualquier hombre de color que se encontraran, saqueando casas y lugares de trabajo. ¡Casualmente, yo estaba junto a dos maestros y el director del Orfanato de Niños de Color cuando una turba atacó el edificio y le prendió fuego! ¿Por qué? ¡Había más de doscientos niños dentro! Con la ayuda de Dios, pudimos poner a salvo a los pequeños llevándolos a una comisaría cercana, pero los revoltosos nos habrían matado si se hubieran salido con la suya.
La lucha continuó todo el día. Esa noche comenzaron los linchamientos. Después de colgar a un negro, arrojaron su cuerpo a las llamas, y los revoltosos bailaron alrededor de él celebrándolo, borrachos. ¡Yo estaba aterrado!
He huido a nuestra granja en el norte y en lo sucesivo centraré mi atención en mi misión de educar niños en nuestra escuela, trabajando en el huerto, ayudando, en lo que pueda, a la causa de la libertad de nuestro pueblo.
Queridísima esposa mía, en las postrimerías de estos terribles acontecimientos la vida me parece precaria y fugaz, y, si estás dispuesta a hacer el viaje, es mi deseo que tú y nuestro hijo os reunáis conmigo. Te envío los billetes para ambos, y diez dólares para los gastos. Iré a buscaros al tren en Nueva Jersey y cogeremos un barco río arriba, hacia nuestra granja. Podrás ayudarme en la enseñanza y Joshua podrá continuar sus estudios y ayudarnos a nosotros y a James en el lagar y la tienda. Si alguien te pregunta tu destino y qué vas a hacer allí, responde como lo hago yo: di sólo que somos los cuidadores de la granja y que nos ocupamos de ella durante la ausencia del amo Trilling. Cuando vi el odio en los ojos de los revoltosos fui plenamente consciente de que ningún lugar es seguro, e incluso en nuestro idílico entorno podría muy probablemente haber incendios provocados, robos y pillaje si se supiera que los dueños de la granja son negros.
Vengo de un lugar en el que me tenían prisionero y en el que se me consideraba meramente tres quintos de hombre. Tenía la esperanza de que al trasladarme al norte esto cambiaría. Pero, ¡ay!, todavía no es así. Los trágicos acontecimientos de los últimos días me han enseñado que tú y yo y los de nuestra clase todavía seguimos sin que se nos trate como hombres y mujeres completos, y nuestra batalla para lograr la plenitud a los ojos de los otros debe continuar con una determinación incansable.
Mis más cariñosos recuerdos a tu hermana y a William, así como a sus niños, por supuesto. Dile a Joshua que estoy orgulloso de sus logros en la asignatura de geografía.
Vivo esperando el día, ahora cercano, rezo por ello, en el que os veré nuevamente a ti y a nuestro hijo.
Con todo mi amor,
Charles
Geneva cogió la carta del lector óptico. Levantó la mirada y explicó:
– Los disturbios por la llamada a filas durante la guerra civil, en 1863. La mayor convulsión de la historia de Estados Unidos.
– No dice nada sobre su secreto -señaló Rhyme.
– Eso está en una de las cartas que tengo en casa. Les he mostrado ésta para que vieran que no era un ladrón.
Rhyme frunció el ceño.
– Pero el robo fue, bueno, ¿cinco años después de que escribiera esto? ¿Por qué crees que esta carta significa que no era culpable?
– Lo que afirmo -dijo Geneva-, es que no parece que fuera un ladrón, ¿no? No parece que fuera alguien que robaría dinero de un fondo educativo para los antiguos esclavos.
– Eso no prueba nada -dijo Rhyme sencillamente.
– Yo creo que sí. -La chica volvió a mirar la carta y la alisó con la mano.
– ¿Qué es eso de los tres quintos de hombre? -preguntó Sellitto.
Rhyme recordaba algo de la historia de América. Pero a menos que la información fuera relevante para su carrera de criminalista, la desechaba como un lastre inútil. Sacudió la cabeza.
Geneva lo explicó:
– Antes de la guerra civil, a los esclavos se les contaba como tres quintos de persona a efectos de la representación en el Congreso. No fue una maléfica conjura de los confederados, como uno podría pensar; fue el norte el que inventó esa regla. Querían que los esclavos no contaran, porque si no el sur tendría más representantes en el Congreso y en el colegio electoral. El sur quería que se les contara como personas íntegras. La regla de los tres quintos fue una solución de compromiso.
– Se les contaba para la representación -señaló Thom-, pero aun así, no podían votar.
– Ah, por supuesto que no -puntualizó Geneva.
– Exactamente igual que las mujeres, dicho sea de paso -terció Sachs.
En ese momento, a Rhyme no le interesaba en absoluto la historia social de América.
– Me gustaría ver las otras cartas. Y quiero encontrar otro ejemplar de esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. ¿Qué número es?
– El del 23 de julio de 1868 -dijo Geneva-. Pero me ha costado lo mío encontrarla.
– Veré qué puedo hacer -señaló Mel Cooper. Y Rhyme oyó el traqueteo de vagón de tren que producían sus dedos sobre el teclado.
Geneva miraba su maltrecho Swatch.
– De verdad, yo…
– Hola a todos -saludó una voz de hombre desde la puerta. Vestido con abrigo sport de tweed, camisa azul y vaqueros, el detective Roland Bell entró en el laboratorio. Agente de policía en su Carolina del Norte natal, Bell se había mudado a Nueva York hacía unos años por motivos personales. Tenía un revoltijo de cabellos castaños, ojos tiernos, y su carácter era tan tranquilo que a veces sus compañeros de trabajo de la ciudad sentían una punzada de impaciencia cuando compartían tareas, aunque Rhyme sospechaba que la razón por la que a veces se movía lentamente no era la herencia sureña, sino su naturaleza meticulosa, derivada de la importancia de su trabajo en el Departamento de Policía de Nueva York. La especialidad de Bell era la protección de testigos y de otras víctimas potenciales. Sus operaciones no las llevaba a cabo ninguna unidad oficial en el departamento, pero aun así ésta tenía un nombre: BPCT, acrónimo de Brigada de Protección del Culo de los Testigos.
– Roland, ésta es Geneva Settle.
– Hola, señorita -dijo, arrastrando las vocales, y le estrechó la mano.
– No necesito un guardaespaldas -replicó la joven con firmeza.
– No se preocupe; no me interpondré en su camino -dijo Bell-. Tiene mi palabra de honor de que así será. Estaré tan fuera de la vista como una garrapata oculta en la hierba. -Miró a Sellitto-. Bien, ¿a qué nos enfrentamos?
El voluminoso detective narró los pormenores del caso y lo que sabían hasta aquel momento. Bell no frunció el ceño ni sacudió la cabeza, pero Rhyme se dio cuenta de que tenía la mirada fija, lo cual era una señal de preocupación. Pero una vez que Sellitto hubo terminado, Bell volvió a poner la cara de andar por casa y le formuló a Geneva unas cuantas preguntas sobre ella y su familia para hacerse una idea de cómo ajustar los distintos aspectos de la protección. La chica respondió dubitativamente, como si le fastidiara hacer el esfuerzo.
Finalmente Bell terminó, y Geneva dijo con impaciencia:
– De verdad, he de irme. ¿Podría llevarme alguien a casa? Les traeré las cartas de Charles. Pero luego tengo que ir al instituto.
– El detective Bell te llevará a casa -dijo Rhyme y luego agregó, con una risa-: Pero en cuanto al instituto, creí que habíamos acordado que te tomarías el día libre. Podrás hacer un examen de recuperación.
– No -dijo ella con firmeza-. Yo no acordé eso. Usted dijo: «Vamos a aclarar algunas cuestiones y luego ya veremos».
No había muchas personas que le respondieran a Lincoln Rhyme citándole sus propias palabras. Éste refunfuñó.
– Haya dicho lo que haya dicho, creo que tú tendrás que quedarte en casa, ahora que sabemos que el autor del crimen puede estar todavía detrás de ti. Es una cuestión de seguridad.
– Señor Rhyme, tengo que hacer esos exámenes. En mi instituto, los exámenes de recuperación… a veces no se convocan, se pierden los exámenes, y una se queda sin créditos. -Geneva se aferraba con rabia a una presilla vacía de sus vaqueros. Estaba muy flacucha. Rhyme se preguntó si sus padres serían unos de esos maniáticos de la salud y si la tendrían a dieta de avena orgánica y tofu. Parecía ser que muchos profesores se inclinaban hacia esa tendencia.
– Llamaré al instituto ahora mismo -dijo Sachs-. Les diremos que ha habido un incidente y…
– Realmente quiero ir -dijo Geneva en voz baja, con los ojos clavados en los de Rhyme-. Ahora mismo.
– Sólo queremos que te quedes en casa uno o dos días, hasta que averigüemos algo más. O -agregó Rhyme con una risa- hasta que demos con su culo.
Se suponía que eso iba a ser gracioso, que la iba a conquistar hablándole como los adolescentes. Pero se arrepintió instantáneamente de sus palabras. No había sido auténtico con ella, había actuado así porque era joven. Era como las personas que iban a visitarle y que se mostraban demasiado ruidosas y jocosas porque él era tetrapléjico. Sólo conseguían cabrearle.
Como se había cabreado ella con él.
– La verdad es que les agradecería que me llevaran, si no les importa. O cogeré el tren. Pero tengo que irme ya, si es que quieren esas cartas -dijo la chica.
Irritado por tener que estar librando esa batalla, Rhyme contestó tajantemente.
– Tengo que decir que no.
– ¿Me presta su teléfono?
– ¿Para qué? -preguntó el detective.
– Tengo que llamar a un hombre.
– ¿A un hombre?
– Al abogado que he mencionado. Wesley Goades. Trabajaba para la mayor empresa de seguros del país y ahora dirige un bufete en Harlem.
– ¿Y quieres llamarle? -preguntó Sellitto-. ¿Para qué?
– Porque quiero preguntarle si ustedes pueden impedirme que vaya al instituto.
– Es por tu propio bien -se mofó Rhyme.
– Creo que soy yo la que debería decidirlo, ¿no?
– Tus padres, o tu tío.
– No son ellos los que tienen que aprobar el curso la próxima primavera.
Sachs soltó una risa. Rhyme la fulminó con la mirada.
– Sólo serán un día o dos, señorita -dijo Bell.
Geneva hizo como que no le había oído y prosiguió:
– El señor Goades logró que pusieran en libertad a John David Colson después de haber estado diez años preso en Sing-Sing por un asesinato que no cometió. Y ha demandado a Nueva York, quiero decir, al mismísimo Estado, dos o tres veces. Ganó todos y cada uno de los juicios. Y acaba de llevar un caso al Tribunal Supremo, sobre los derechos de los indigentes.
– Ése también lo ganó, ¿no? -preguntó Rhyme secamente.
– Generalmente gana. De hecho, no creo que haya perdido nunca.
– Esto es una locura -farfulló Sellitto, frotándose distraídamente una mancha de sangre de su americana-. Eres una niña…
Fue un error decir eso.
Geneva le miró con hostilidad.
– ¿No van a dejarme hacer una llamada? ¿Acaso no se les concede eso a los detenidos? -espetó.
El corpulento detective suspiró. Gesticuló señalando el teléfono. La chica se dirigió hacia éste, miró su agenda y marcó un número.
– Wesley Goades -dijo Rhyme.
Geneva ladeó la cabeza mientras estaba llamando.
– Estudió en Harvard. Ah, y también demandó al ejército. Derechos de los homosexuales, creo -le dijo a Rhyme, y prestó atención al teléfono-. Con el señor Goades, por favor… ¿Podría decirle que le ha llamado Geneva Settle? He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. -Dio la dirección de la casa de Rhyme y agregó-: Es en contra de mi voluntad y…
Rhyme le echó una mirada a Sellitto.
– Está bien -concedió Sellitto alzando la mirada.
– Espere un momento -dijo Geneva por teléfono. Luego se volvió hacia el corpulento detective, que le sacaba varias cabezas-. ¿Puedo ir al instituto?
– Para hacer el examen. Eso es todo.
– Son dos.
– De acuerdo. Los dos condenados exámenes -farfulló Sellitto. Dirigiéndose a Bell, le dijo-: Quédate con ella.
– Como un perro de presa, dadlo por hecho.
Geneva le dijo a su interlocutor al teléfono:
– Dígale al señor Goades que no se preocupe. Ya lo hemos solucionado. -Colgó.
– Pero primero quiero esas cartas -dijo Rhyme.
– Trato hecho. -Se colgó del hombro su bolso.
– Usted -ladró Sellitto a Pulaski-, vaya con ellos.
– Sí, señor.
Después de que Bell, Geneva y el novato se hubieron marchado, Sachs miró hacia la puerta y soltó una carcajada.
– Vaya, a eso llamo yo una chica con carácter.
– Wesley Goades -sonrió Rhyme-. Creo que se lo estaba inventando. Probablemente ha llamado al teléfono de la hora y la temperatura. -Señaló con la cabeza la pizarra de las pruebas-. Sigamos con todo esto. Mel, tú ocúpate de lo relacionado con las ferias callejeras. Y quiero que se envíen los datos y el perfil que tenemos hasta ahora al VICAP, el programa de análisis de crímenes violentos, y al NCIC, el centro nacional de información sobre crímenes. Quiero que sondeen todas las bibliotecas y escuelas de la ciudad para ver si ese individuo que habló con Barry también los llamó a ellos y les hizo preguntas sobre Singleton o sobre esa revista, Coloreds' Weekly Illustrated. Ah, y averigüen quién fabrica bolsas con caras sonrientes.
– Eso es mucho pedir.
– Oye, ¿sabes qué? También la vida es mucho pedir. Luego envía una muestra de la sangre de la cuerda al CODIS.
– Yo pensaba que no creías que fuera un crimen sexual. -El CODIS era la base de datos que contenía el ADN de delincuentes sexuales identificados.
– Las palabras clave aquí son «yo creo», Mel. Y no «tengo la puta certeza».
– ¡Y después hablan de su humor! -dijo Thom.
– Otra cosa… -Se acercó con la silla de ruedas y examinó las fotos del cuerpo del bibliotecario y el diagrama del lugar de los disparos que había dibujado Sachs-. ¿A qué distancia de la víctima estaba la mujer? -le preguntó a Sellitto.
– ¿Quién? ¿La transeúnte? Calculo que a unos cinco metros, a un lado.
– ¿Quién fue alcanzado por el primer disparo?
– Ella.
– ¿Y los disparos que impactaron en el bibliotecario dieron todos en el blanco muy juntos?
– Verdaderamente apretados. A unos centímetros. Ese tipo sabe disparar.
– Lo de la mujer no fue un fallo. Le disparó a propósito -masculló Rhyme.
– ¿Qué?
El criminalista se dirigió a la mejor tiradora de pistola que había en la habitación.
– Sachs, cuando tú disparas rápidamente, ¿cuál de los tiros es el más certero?
– El primero. En ése aún no has tenido que vértelas con el retroceso del arma.
– La hirió intencionadamente, apuntando a un gran vaso sanguíneo, para quitarse de encima a todos los agentes que pudiera y tener así la posibilidad de huir -sentenció Rhyme.
– ¡Dios! -dijo Cooper entre dientes.
– Decídselo a Bell. Y a Bo Haumann y a su personal del servicio de urgencias. Hacedles saber a qué clase de criminal nos enfrentamos, alguien a quien no le importa hacer blanco con inocentes.