TERCERA PARTE. Gallows Heights

miércoles, 10 de octubre

CAPÍTULO 20

A las ocho de la mañana Thompson Boyd recogió su coche del garaje del callejón cercano a la casa de Astoria, donde lo había aparcado el día anterior tras escapar del escondite de la calle Elizabeth. Condujo su Buick azul entre el denso tráfico, se dirigió al puente de Queensborough y, una vez llegado a Manhattan, avanzó hacia el norte de la isla.

Recordando la dirección que le habían dejado en el buzón de voz, condujo hacia Harlem oeste y aparcó a dos calles de la casa de la familia Settle. Iba armado con su pistola North American Arms calibre 22 y su porra, y llevaba la bolsa de las compras, que hoy no contenía ningún libro de decoración; en su interior se hallaba el artefacto que había construido la noche anterior. Lo manejaba con extremo cuidado al caminar lentamente por la acera. Miró a un lado y a otro de la calle varias veces, vio gente que probablemente se dirigía a sus trabajos, una mezcla proporcional de blancos y negros, muchos con trajes de ejecutivo, camino de la oficina; otros eran estudiantes que iban a la Universidad de Columbia: bicicletas, mochilas, barbas… Pero no vio nada amenazador.

Thompson Boyd se detuvo al lado del bordillo y examinó el edificio en el que vivía la chica.

Había un Crown Vic aparcado un par de casas más allá del edificio de apartamentos; muy astuto de su parte no identificarlo. A la vuelta de la esquina había otro coche camuflado, cerca de una toma de agua para incendios. Thompson creyó ver movimiento en el tejado del edificio. ¿Un francotirador? Quizás no, pero definitivamente allí había alguien, sin duda un policía. Se estaban tomando este caso muy en serio.

El ciudadano medio se dio media vuelta y caminó de regreso a su coche medio, montó y lo puso en marcha. Tendría que tener paciencia. Cualquier intento sería demasiado arriesgado; tendría que esperar una oportunidad adecuada. En la radio comenzó a sonar Cat's in the Cradle, de Harry Chapin. La apagó, pero siguió silbando bajito la melodía, sin saltarse ni una sola nota, sin desafinar ni una fracción de tono.


Su tía abuela había encontrado algo.

En el apartamento de Geneva, Roland Bell recibió una llamada de Lincoln Rhyme, que le informó de que la tía del padre de Geneva, Lilly Hall, había encontrado algunas cajas con cartas viejas, recuerdos y objetos en el trastero del edificio en el que vivía. Ella no sabía si habría algo que fuera de utilidad -su vista no era muy buena-, pero las cajas estaban repletas de papeles. ¿Les interesaría, a Geneva y la policía, echarles una ojeada?

Rhyme quiso enviar a alguien a recoger todo, pero la tía dijo que no; sólo se lo daría a su sobrina nieta en persona. No confiaba en nadie más.

– ¿Desconfía de la policía? -le preguntó Bell a Rhyme, que respondió:

Especialmente de la policía.

Amelia Sachs interrumpió entonces la conversación para ofrecer lo que Bell entendió como la verdadera explicación.

– Creo que quiere ver a su sobrina.

– Ah, vale. Entendido.

No era sorprendente que Geneva estuviera más que ansiosa por ir. La verdad era que Roland Bell prefería proteger a personas nerviosas, personas que se negaban a poner un pie en el asfalto de las aceras de Nueva York, que preferían acurrucarse ante juegos de ordenador y libros largos. Meterlos en una habitación interior, sin ventanas, sin visitas, sin acceso al tejado, y pedir comida china o pizza todos los días.

Pero Geneva Settle no se parecía a ninguna de las personas a las que había protegido hasta ese momento.

Señor Goades, por favor… He sido testigo de un crimen, y la policía me tiene retenida. Es contra mi voluntad y

El detective lo organizó todo para ir en dos coches de seguridad. Bell, Geneva y Pulaski irían en su Crown Vic. Luis Martínez y Barbe Lynch en su Chevy. Un oficial uniformado en otro coche azul y blanco estaría aparcado cerca del apartamento de los Settle mientras ellos estuvieran fuera.

Mientras esperaba que apareciera el segundo coche patrulla, Bell preguntó a la chica si sabía algo de sus padres. Ella dijo que estaban en Heathrow, esperando el siguiente vuelo.

Bell, padre de dos niños, tenía su opinión sobre los padres que dejan a su hija al cuidado de un tío mientras ellos se pasean por Europa. (Este tío en particular. ¿Mira que no darle a la chica dinero para la comida del mediodía? Eso era motivo para una buena bronca). Pese a que Bell era un padre sin pareja con un empleo exigente, aun así, por la mañana les hacía el desayuno a sus hijos, les preparaba el almuerzo para llevar al instituto, y hacía la cena casi todas las noches, si bien estas comidas no eran muy nutritivas y tenían exceso de hidratos de carbono. («Atkins» era una palabra que no se encontraba en la enciclopedia culinaria de Roland Bell).

Pero su trabajo era mantener a Geneva Settle viva, no hacer comentarios sobre padres que no tienen demasiadas aptitudes para criar a los hijos. Dejó a un lado sus opiniones sobre cuestiones personales, salió a la calle, la mano cerca de su Beretta, y escudriñó las fachadas de las casas y las ventanas y los tejados de los edificios vecinos y los coches, buscando cualquier cosa que se apartara de lo normal.

El coche patrulla de apoyo se detuvo y aparcó, mientras Martínez y Lynch se subían al Chevrolet, a la vuelta de la esquina del edificio de Geneva.

Bell dijo por su walkie-talkie:

– Despejado. Sáquenla.

Apareció Pulaski, que metió a Geneva dentro del Crown Victoria. Se sentó junto a ella; Bell ocupó el asiento del conductor. Los dos coches, uno detrás del otro, se desplazaron a gran velocidad a través de la ciudad, y finalmente llegaron a un viejo edificio al este de la Quinta Avenida, en el barrio hispano.

La mayoría de la gente de esa zona era portorriqueña o dominicana, pero aquí también vivían otros latinos: de Haití, Bolivia, Ecuador, Jamaica, Centroamérica, tanto negros como no negros. Había también zonas de otros inmigrantes, legales y no tanto, de Senegal, Liberia y los países de África Central. La mayoría de los delitos motivados por el odio no eran de blancos contra hispanos o negros: eran de nativos contra inmigrantes, de cualquier raza o nacionalidad. Así está el mundo, reflexionó Bell con tristeza.

El detective aparcó donde le indicó Geneva, y esperó hasta que los otros policías hubieron salido del coche de atrás e inspeccionado la calle. Tras el signo de aprobación de Luis Martínez, llevaron a Geneva al interior del edificio.

El edificio estaba deteriorado, el vestíbulo olía a cerveza y carne podrida. Geneva se sentía avergonzada por el estado en que se hallaba el lugar. Al igual que en el instituto, volvió a sugerir al detective que esperara afuera, pero lo hizo con desgana, como si esperara su respuesta:

– Creo que mejor entro contigo.

En el segundo piso, la joven llamó a la puerta y una voz de anciana preguntó:

– ¿Quién es?

– Geneva. He venido a ver a la tía Lilly.

Se oyó el ruido de dos cadenas y dos cerrojos que se corrían. La puerta se abrió. Una mujer pequeña, con un vestido descolorido, miró a Bell con prevención.

– Buenas, señora Watkins -dijo la chica.

– Hola, cariño. Está en la sala. -Otra mirada desconfiada al detective.

– Es un amigo mío.

– ¿Amigo tuyo?

– Así es -le dijo Geneva.

La expresión del rostro de la mujer daba a entender que no le gustaba que la chica pasara el tiempo en compañía de un hombre tres veces mayor que ella, aunque fuera un policía.

– Roland Bell, señora. -Le mostró su identificación.

– Lilly dijo que pasaba algo con la policía -dijo intranquila. Bell siguió sonriendo y no dijo nada más. La mujer repitió-: Bien, está en la sala.

La tía abuela de Geneva, una mujer mayor, frágil, con un vestido rosa, estaba mirando la televisión con sus gafas enormes y gruesas. Al ver a la chica el rostro se le iluminó con una sonrisa.

– Geneva, querida. ¿Cómo estás? ¿Y quién es este hombre?

– Roland Bell, señora. Encantado de conocerla.

– Yo soy Lilly Hall. ¿Es usted el que está interesado en Charles?

– Así es.

– Ojalá supiera más. Le dije a Geneva todo lo que sé. Consiguió la granja esa, después le arrestaron. Eso es todo. Ni siquiera sé si fue a la cárcel o no.

– Parece que sí, tía. No sabemos qué pasó luego. Eso es lo que queremos averiguar.

Detrás de ella, en el empapelado floral de la pared, lleno de manchas, había tres fotografías: Martin Luther King Jr., John F. Kennedy y la famosa fotografía de Jackie Kennedy de luto con los pequeños John John y Caroline a su lado.

– Ahí están las cajas. -La mujer sacudió la cabeza en dirección a unas cajas de cartón llenas de papeles y libros polvorientos y de objetos de madera y plástico. Se sentaron frente a una mesa de centro que tenía una pata rota pegada con cinta aislante. Geneva se inclinó y revisó la caja más grande.

Lilly la miró. Poco después la mujer dijo:

– A veces le siento.

– ¿Le…? -preguntó Bell.

– A nuestro pariente, Charles. Puedo sentirle. Como a los otros haints.

Haint… Bell conocía la palabra de haberla oído en Carolina del Norte. Un antiguo término negro que significa «fantasma».

– Está inquieto, lo percibo -dijo la tía abuela.

– Yo no sé nada de eso -dijo su sobrina nieta con una sonrisa.

«No», pensó Bell, «Geneva no parece de los que creen en fantasmas y cosas sobrenaturales». El detective, sin embargo, no estaba tan seguro.

– Puede que lo que estamos haciendo le traiga un poco de paz -dijo.

– ¿Sabe? -dijo la mujer, levantándose las gafas y empujando el puente con el dedo-, si está tan interesado en ese Charles, hay otros parientes nuestros por el resto del país. ¿Recuerdas al primo de tu padre en Madison? ¿Y su esposa, Ruby? Podría llamarlos y preguntar. O a Genna-Louise, en Memphis. Lo haría yo misma, pero no tengo teléfono propio. -Miró al viejo modelo Princess apoyado en la mesa del televisor, cerca de la cocina, e hizo una mueca que mostraba que el teléfono era motivo de disputas con la mujer con la que convivía. La tía abuela agregó-: Y las tarjetas telefónicas, son tan caras…

– Podemos llamar nosotros, tía.

– Ah, no me disgustaría hablar con algunos de ellos. Ha pasado tiempo. Echo de menos a la familia.

Bell hurgó en los bolsillos de su pantalón vaquero.

– Señora, ya que esto es algo en lo que Geneva y yo estamos trabajando juntos, permítame darle esto para que compre una tarjeta telefónica.

– No -dijo Geneva-. Yo me encargo.

– No tiene por qué…

– Ya está -dijo ella con firmeza, y Bell se guardó el dinero. Le dio a la mujer un billete de veinte dólares.

La tía abuela miró el billete con reverencia.

– Me voy a comprar esa tarjeta y les llamaré hoy mismo -aseguró.

– Si descubres algo, llámanos a ese número al que llamaste antes -dijo Geneva.

– ¿Por qué está tan interesada la policía en Charles? El hombre debe de haber muerto hace como cien años, por lo menos.

Geneva le buscó la mirada a Bell y movió la cabeza; la mujer no se había enterado de que Geneva estaba en peligro, y la sobrina quería mantener el asunto así. Esa mirada le pasó inadvertida a la mujer, que los estaba viendo a través de sus gafas de botella de Coca-Cola.

– Me están ayudando a demostrar que no cometió el delito del que se le acusa -explicó la joven.

– ¿Ahora? ¿Después de tantos años?

Bell no estaba seguro de que la mujer creyera a su sobrina. Una tía del propio detective, más o menos de la misma edad que ésta, era más astuta que un zorro. No se le escapaba nada.

Pero Lilly dijo:

– Han sido ustedes muy amables. Bella, hagamos café para este amigo. Y chocolate para Geneva. Recuerdo que eso es lo que le gusta.

Mientras Roland Bell miraba la calle a través del espacio que había entre las cortinas cerradas, Geneva empezó a revisar la caja una vez más.


En esta calle de Harlem:

Dos niños intentaban superarse el uno al otro deslizándose en monopatín por una balaustrada, desafiando tanto la ley de la gravedad como la de la escolaridad obligatoria. Una mujer negra parada en un porche regaba un espectacular geranio rojo que había sobrevivido a la reciente escarcha.

Una ardilla enterraba o desenterraba algo en un rectángulo de un metro cincuenta por uno -que era la parcela de tierra más grande de por allí-, en el que había alguna que otra mata de hierba amarillenta, y en medio del cual yacía la carcasa de una lavadora.

Y en la calle 123 Este, cerca de la iglesia Adventista, con el puente Triborough elevándose al fondo, tres policías vigilaban diligentemente un deteriorado edificio de piedra rojiza y las calles que de alrededor. Dos de ellos, un hombre y una mujer, estaban de paisano; el policía que estaba en el callejón llevaba uniforme. Marchaba de un extremo al otro del callejón, como un soldado montando guardia.

Estas observaciones fueron llevadas a cabo por Thompson Boyd, que había seguido a Geneva Settle y a sus guardaespaldas hasta allí, y ahora se encontraba de pie en un edificio tapiado, en la acera de enfrente, que quedaba unos portales más hacia el oeste. Espiaba a través de las grietas de un desvaído cartel de publicidad de préstamos hipotecarios.

Era extraño que hubieran sacado a la chica a la calle. No seguían las reglas. Pero eso era problema de ellos.

Thompson pensó en la logística: dio por hecho que aquél era un recorrido corto, un golpe rápido, por así decir, con el Crown Victoria y el otro coche aparcado en doble fila, que nadie intentaba ocultar. Decidió ponerse rápidamente en movimiento, para aprovechar la situación. Thompson salió a toda prisa por la puerta del fondo del edificio en ruinas, dio la vuelta a la manzana, y sólo se detuvo el tiempo necesario para comprar un paquete de cigarrillos en una tienda de comestibles. Dirigiéndose al callejón de atrás del bloque de casas dentro del cual se encontraba Geneva en aquel momento, Thompson observó detenidamente. Con mucho cuidado depositó la bolsa de las compras en el asfalto y se adelantó unos centímetros. Escondiéndose detrás de un montón de bolsas de basura, observó al oficial rubio que estaba montando guardia en el callejón. El asesino comenzó a contar los pasos del joven. Uno, dos

Al contar trece el oficial llegó a la parte posterior del edificio y dio media vuelta. Su guardia cubría mucho terreno; debían de haberle ordenado que vigilara el callejón entero, desde la boca hasta el fondo, y también que echara una ojeada a las ventanas del edificio de enfrente.

Al contar doce el policía llegó a la acera, en la boca del callejón, y dio media vuelta, para comenzar una vez más. Uno, dos, tres

Nuevamente, llegar al fondo del edificio le llevó doce pasos. Miró a su alrededor y se dirigió al frente, en trece pasos.

El siguiente recorrido fue de once pasos, luego doce.

No era un cronómetro, pero se le parecía bastante. Thompson Boyd podía contar por lo menos con la duración de once pasos para escabullirse a la parte de atrás del edificio sin ser visto, mientras el chaval estuviera de espaldas. Y luego serían otros once hasta que éste apareciera nuevamente en el fondo del callejón. Se puso el pasamontañas, cubriéndose el rostro.

El oficial dio media vuelta y caminó hacia la calle una vez más.

En un instante, Thompson quedó fuera del campo visual del policía, y corrió a la parte de atrás del edificio, contando: tres, cuatro, cinco, seis

Sin hacer ruido, gracias a sus zapatos Bass, Thompson mantuvo los ojos fijos en la espalda del muchacho. El policía no miraba alrededor. El asesino llegó al muro en ocho, se apoyó, recuperó el aliento, se volvió hacia el callejón donde pronto aparecería el policía uniformado.

Once. El policía habría llegado ya a la calle y estaría dando la vuelta y regresando. Uno, dos, tres

Thompson Boyd respiró más lentamente.

Seis, siete

Thompson Boyd cogió la porra con ambas manos.

Nueve, diez, once

Ruido de pisadas en los ásperos adoquines.

Thompson corrió velozmente hacia el callejón, sacudiendo la porra como un bate de béisbol, rápido como una mordedura de serpiente de cascabel. Se fijó en el completo estupor del rostro del joven. Oyó el silbido del bastón y el grito ahogado del policía, que se interrumpió en el momento en que la porra le golpeó la frente. El chico cayó de rodillas; de su garganta escapó un gorgoteo. Y entonces el asesino le asestó un golpe en la coronilla.

El oficial dio con la cara en el suelo mugriento. Thompson arrastró al joven tembloroso, que todavía estaba parcialmente consciente, hasta la parte trasera del edificio, donde no pudiera ser visto desde la calle.


Al oír el ruido de un disparo, Roland Bell fue de un salto a la ventana del apartamento, y miró la calle detenidamente. Se desabotonó la americana y cogió su radio.

Hizo caso omiso de la amiga de la tía Lilly, que dijo con los ojos como platos:

– Dios mío, ¿qué está pasando?

Sin decir palabra, la tía abuela tenía la vista fija en la enorme arma que el detective tenía en la cadera.

– Bell -dijo el detective al micrófono-. ¿Qué tenemos?

Luis Martínez respondió sin aliento:

– Un disparo. Vino de la parte posterior del edificio, jefe. Pulaski estaba allí. Barbe ha ido a ver.

– Pulaski -dijo Bell por la radio-. Responda.

Nada.

– ¡Pulaski!

– ¿Qué es todo esto? -preguntó Lilly, aterrada-. ¡Dios mío!

Bell le hizo un gesto para que se callara.

– Posiciones. Informen -dijo por su radio.

– Todavía estoy en el porche del frente -respondió Martínez-. No sé nada de Barbe.

– Vayan al corredor de la planta baja, presten atención a la puerta del fondo. Si yo fuera él, entraría por ahí. Pero cubran ambas entradas.

– Entendido.

Bell se giró hacia Geneva y las dos mujeres mayores.

– Nos vamos. Ahora mismo.

– Pero…

Ahora, señorita. Si me obliga, la llevaré en brazos; pero eso sería todavía más peligroso para usted.

Finalmente, Barbe Lynch respondió.

– Pulaski ha caído. Llamó al 10-13, oficial necesita asistencia, y pidió que enviaran ayuda médica.

– ¿Entrada posterior intacta? -preguntó.

– La puerta está cerrada con llave. Eso es todo lo que puedo decirle -respondió Lynch.

– Quédense en sus posiciones. Cubran el callejón trasero. Voy a sacarla de aquí. Salgamos -dijo a la chica.

La expresión desafiante había desaparecido del rostro de Geneva, pero de todas maneras, señalando a las mujeres con la cabeza, le respondió:

– No voy a dejarlas solas.

– Dime inmediatamente de qué se trata todo esto -dijo su tía abuela, mirando enojada a Bell.

– Es una cuestión de policías. Alguien podría intentar herir a Geneva. Quiero que se marchen. ¿Tienen alguna amiga en cuya casa puedan quedarse un rato?

– Pero…

– Insisto, señoras. ¿Hay alguna? Díganmelo rápido.

Se miraron la una a la otra con ojos atemorizados, y asintieron con la cabeza.

– Ann-Marie, quizás -dijo la tía-. Al final del pasillo.

Bell se dirigió al pasillo y miró fuera. El corredor estaba vacío.

– De acuerdo. Ya. Salgan.

Las mujeres mayores cruzaron el pasillo a toda prisa. Bell las vio llamar a una puerta. Ésta se abrió y oyó unas palabras pronunciadas en voz baja; luego vio el rostro de una anciana negra que se asomaba. La mujer desapareció en el interior de su apartamento, tras lo cual se oyeron cadenas y cerrojos. El detective y la chica bajaron velozmente las escaleras; con su gran pistola automática negra en la mano, Bell se detuvo en cada planta para cerciorarse de que la inmediata inferior estuviera despejada.

Geneva no decía nada. Tenía el rostro tenso; se la veía furiosa otra vez.

Se detuvieron en el vestíbulo. El detective llevó a Geneva a un rincón a la sombra, detrás de él.

– ¿Luis? -gritó.

– ¡Planta baja despejada, jefe, al menos por el momento! -gritó el policía en un áspero susurro en medio del corredor oscuro que conducía a la puerta del fondo.

– Pulaski todavía está vivo. Le encontré con su arma en la mano; hizo un disparo. Fue ése el ruido que oímos. No hay señales de que le haya dado a nadie -dijo Barbe con su tranquila voz.

– ¿Qué ha dicho?

– Está inconsciente.

«Quizás le haya dado al tipo», pensó Bell.

«O quizás éste haya planeado otra cosa». ¿Sería más seguro esperar a los refuerzos aquí? La respuesta lógica sería que sí. Sin embargo, el verdadero problema era otro: ¿se trataba de la respuesta correcta a la pregunta de qué era lo que tenía en mente SD 109?

Bell tomó una decisión.

– Luis, voy a sacarla de aquí. Ahora. Necesito tu ayuda.

– Lo que usted diga, jefe.


Thompson Boyd estaba nuevamente en el edificio en ruinas frente al bloque de viviendas en el que habían entrado Geneva Settle y los policías.

Hasta ahora, el plan estaba funcionando.

Tras golpear al policía, había extraído un proyectil de la Glock del hombre. Con una banda elástica, la había fijado a un cigarrillo encendido, y había colocado el petardo casero en el callejón. Y le había puesto el arma en la mano al policía inconsciente.

Se quitó el pasamontañas y se escabulló por otro callejón, al este del edificio, hacia la calle. Cuando el cigarrillo se consumió e hizo detonar la bala, y los dos policías de paisano desaparecieron, corrió hacia el Crown Victoria. Tenía una barreta para forzar la puerta del coche, pero no le hizo falta: estaba abierto. Cogió varios objetos de la bolsa que había preparado la noche anterior, los ensambló y los escondió debajo del asiento del conductor, y cerró cuidadosamente la puerta.

El artefacto improvisado era bastante simple: un frasco bajo y ancho de ácido sulfúrico en el que había un pequeño candelero de vidrio. Y apoyada en el extremo de éste, una bola de papel de aluminio con varias cucharadas de polvo de cianuro. Cualquier movimiento del coche haría que la bola cayera dentro del ácido, el cual derretiría el papel y disolvería el veneno. El gas letal se esparciría y reduciría a los ocupantes antes de que tuvieran tiempo de abrir una puerta o una ventanilla. Estarían muertos -o con muerte cerebral- poco después.

Miró por la grieta que separaba la cartelera de lo que quedaba en pie de la pared frontal del edificio. En el porche estaba el detective de cabellos castaños que parecía estar a cargo de la guardia. A su lado estaba el policía de civil, y entre ambos, la muchacha.

El trío se detuvo en el porche mientras el detective inspeccionaba la calle, los tejados, los coches y los callejones.

Tenía un arma en la mano derecha. Las llaves en la otra. Iban a correr hasta el coche de la muerte.

Perfecto.

Thompson Boyd se dio la vuelta y dejó el edificio rápidamente. Tenía que poner distancia entre él y ese lugar. Pronto llegarían otros policías; las sirenas sonaban cada vez más fuerte. Mientras se escapaba por el fondo del edificio, oyó que arrancaba el coche del detective. Y luego el ruido de las llantas rechinando.

Respiren hondo, dijo en sus pensamientos a los ocupantes del coche. Lo pensó por dos razones: en primer lugar, porque, por supuesto, quería acabar de una vez con el trabajo. Pero también les enviaba este mensaje por otra razón: morir a causa de inhalación de cianuro puede ser realmente espantoso. Desearles una muerte rápida, indolora, era lo que pensaría una persona con sentimientos, una persona que no estuviera entumecida.

Uva, cereza, leche…

Respiren hondo.


Notando la vibración del motor -que hacía que le temblaran las manos, las piernas y la espalda-, Amelia Sachs aceleró en dirección a Harlem. Iba a cien kilómetros por hora antes de meter tercera.

Estaba en casa de Rhyme cuando les llegó el parte: Pulaski había caído, y el asesino se las había ingeniado para meter algún artefacto en el coche de Roland Bell. Corrió escaleras abajo, encendió su Camaro 1969 rojo y salió pitando hacia el lugar de los hechos en la zona este de Harlem.

Rugiendo en los semáforos en verde, aminorando a cincuenta en los que estaban en rojo: mirar a la izquierda, mirar a la derecha, cambio, ¡pisar a fondo!

Diez minutos más tarde dobló dando un patinazo en la calle 123 Este; yendo contra el tráfico, no chocó por unos centímetros contra un camión de reparto. Más adelante vio las luces de las ambulancias y tres coches patrulla de la comisaría del barrio. Además, había una docena de uniformados y un puñado de agentes de la USU trabajando en la acera. Se movían cautelosamente, como si fueran soldados bajo fuego enemigo.

Guárdense las espaldas.

Frenó el Chevy haciendo que las ruedas echaran humo, y saltó al asfalto, mirando los callejones colindantes y las ventanas vacías, buscando cualquier indicio del asesino y su revólver de agujas. Corrió hacia el callejón, mostrando su placa, y vio a los médicos que examinaban a Pulaski. Éste estaba de espaldas, y los médicos habían logrado que volviera a respirar, al menos estaba vivo. Pero había perdido mucha sangre y tenía el rostro muy inflamado. Esperaba que pudiera decirles algo, pero estaba inconsciente.

Aparentemente el joven había sido sorprendido por su atacante, que lo había esperado a la vuelta del callejón. El recluta estaba demasiado cerca de la pared lateral del edificio. No había tenido manera de advertir el ataque. Uno debe caminar por el centro de una acera o un callejón para evitar que alguien pueda saltarle encima por sorpresa.

Usted no lo sabía.

Se preguntó si el chico viviría para aprender esa lección.

– ¿Cómo está?

El médico no la miró.

– Imposible saberlo. Tiene suerte de seguir vivo. -Luego se dirigió a su colega-: Vamos, saquémosle de aquí. Enseguida.

Mientras ponían a Pulaski en una camilla y lo llevaban a la ambulancia, Sachs despejó el lugar, haciendo que se retirara la gente, para preservar las pruebas que pudiera haber. Después regresó a la boca del callejón y se puso el traje blanco Tyvek.

Mientras se cerraba el traje, un sargento de la policía local se acercó a ella.

– Usted es Sachs, ¿verdad?

Ella asintió.

– ¿Algún rastro del criminal?

– Nada. ¿Va a encargarse usted de la investigación de la zona?

– Sí.

– ¿Quiere ver el coche del detective Bell?

– Claro.

Sachs empezó a caminar hacia el coche.

– Espere -dijo el hombre. Le dio una máscara antigás.

– ¿Es para tanto?

Él siguió andando. A través del caucho, la mujer oyó la atribulada voz del sargento diciendo:

– Sígame.

CAPÍTULO 21

Con los de la USU cubriéndoles las espaldas, dos policías de la brigada de explosivos de la Comisaría Sexta estaban agachados en la parte trasera del Crown Victoria de Roland Bell. No llevaban trajes antibombas, pero sí ropa de protección contra materiales biológicos peligrosos.

Vestida con un traje blanco más fino, Amelia Sachs permanecía de pie a diez metros.

– ¿Qué hay, Sachs? -dijo Rhyme al micrófono. Ella se sobresaltó. Luego bajó el volumen. La máscara de gas estaba enchufada a la radio.

– No he podido acercarme aún, están quitando el artefacto. Es cianuro con ácido.

– Probablemente el ácido sulfúrico del que encontramos restos en el escritorio -dijo él.

Lentamente, el grupo sacó del coche el artefacto de vidrio y papel. Colocaron las distintas partes en contenedores especiales para materiales peligrosos, y los sellaron.

Otra transmisión, de uno de los oficiales de la brigada de explosivos:

– Detective Sachs, ya está a salvo. Puede arrancar el coche si lo desea. Pero conserve la máscara mientras esté dentro. No hay gas, pero los vapores de ácido pueden ser peligrosos.

– Bien. Gracias. -Se puso en marcha.

La voz de Rhyme volvió a crepitar.

– Espera un minuto… -Volvió a transmitir-. Están a salvo, Sachs. Están en la comisaría.

– Bien.

Rhyme se refería a las personas a quienes estaba destinado el veneno que el asesino había puesto en el Crown Victoria: Roland Bell y Geneva Settle. Habían estado a punto de morir. Pero mientras se disponían a correr hacia el coche desde el edificio de la tía abuela, Bell se dio cuenta de que había algo extraño en el lugar donde había sido atacado Pulaski. Barbe Lynch había encontrado al novato sosteniendo su arma. Pero este criminal era demasiado astuto para dejarle un arma en las manos a un policía, aunque éste estuviera desmayado. No, al menos la habría arrojado lejos si es que no quería llevársela. Bell había llegado a la conclusión de que por alguna razón el criminal mismo había disparado, y había dejado el arma allí para hacerles creer que el que había disparado era el novato. ¿El objetivo? Alejar a los oficiales del frente del edificio.

¿Y por qué? La respuesta era obvia: para que los coches quedaran expuestos.

El Crown Vic estaba abierto, lo que significaba que el criminal podía haber metido un explosivo en su interior. Entonces cogió las llaves del Chevy cerrado que Martínez y Lynch habían conducido hasta allí y había usado ese vehículo para alejar a Geneva del peligro, y les advirtió a todos que se mantuvieran alejados del Ford camuflado hasta que la brigada de explosivos pudiera examinarlo. Utilizando cámaras de fibra óptica, buscaron debajo y dentro del Crown Vic, y encontraron el artefacto bajo el asiento del conductor.

Sachs revisó el lugar: el coche, el recorrido para llegar a éste y el callejón donde Pulaski había sido atacado. No encontró gran cosa, salvo huellas de zapatos Bass -lo que confirmaba que el atacante era SD 109- y otro artefacto, casero: una bala de la automática de Pulaski atada con una banda elástica a un cigarrillo encendido. El criminal había encendido el cigarrillo y se había escabullido hacia el frente del edificio. Al consumirse, el «disparo» atrajo a los oficiales a la parte de atrás del edificio, dándole la oportunidad de plantar el artefacto en el coche de Bell.

«Maldita sea, qué astuto», pensó Sachs con oscura admiración.

No había signo alguno de que su compinche, el negro de la cazadora de combate, hubiera estado -o todavía estuviera- en las inmediaciones.

Poniéndose nuevamente la máscara, examinó cuidadosamente las partes de vidrio del artefacto, pero no se veían huellas u otras pistas, lo que no sorprendió a nadie. Desalentada, le informó de los resultados a Rhyme.

– ¿Y qué has inspeccionado? -preguntó Rhyme.

– El coche y la parte del callejón donde estaba Pulaski. Y las calles de entrada y salida del callejón, y la calle donde estaba el Crown Vic, en ambas direcciones.

Silencio por un momento, mientras Rhyme reflexionaba sobre todo aquello.

Ella se sintió incómoda. ¿Se le estaba pasando algo por alto?

– ¿En qué estás pensando, Rhyme?

– Has buscado siguiendo las reglas, Sachs. Ésos eran los lugares indicados. ¿Pero has tenido en cuenta la totalidad del escenario?

– El capítulo dos de tu libro.

– Bien. Al menos alguien lo ha leído. ¿Pero hiciste lo que ahí digo?

Aunque al investigar el escenario de un crimen lo esencial era siempre el tiempo, una de las prácticas sobre las que Rhyme insistía era la de tomarse un momento para percibir el lugar como un todo, teniendo en cuenta la naturaleza de ese crimen en particular. El ejemplo que citaba en su manual de ciencia forense era un asesinato real en Greenwich Village. El escenario primero del crimen había sido el lugar en el que fue hallada la víctima: su apartamento. El segundo era la escalera de incendios por la que había huido el asesino.

Pero fue en el tercer escenario del crimen, uno poco probable, donde Rhyme encontró las cerillas con las huellas del asesino: un bar gay a tres calles de allí. Nadie había pensado en inspeccionar el bar, pero Rhyme encontró cintas de pornografía gay en el apartamento de la víctima; un sondeo en el bar más cercano permitió dar con un barman que identificó a la víctima y recordó haberla visto tomando un copa con un hombre aquella noche. El laboratorio recogió huellas de una caja de cerillas que alguien había dejado olvidada sobre la barra, cerca de donde se habían sentado los dos hombres; las huellas condujeron al asesino.

– Sigamos pensando, Sachs. Él monta este plan, improvisado pero complejo, para distraer a nuestra gente y meter el artefacto en el coche. Eso significa que sabía dónde estaban todos los que le interesaban, qué estaban haciendo y cómo podía él disponer del tiempo preciso para introducir el artefacto. ¿Qué nos dice esto?

Sachs ya estaba inspeccionando la calle.

– Estaba observando.

– Sí, exacto, Sachs. Bien. ¿Y desde dónde pudo estar haciéndolo?

– La mejor vista la tendría desde enfrente. Pero hay docenas de edificios en los que pudo haber estado. No tengo ni idea de en cuál de ellos.

– Cierto. Pero Harlem es un barrio, ¿no?

– Eh…

– ¿Entiendes lo que digo?

– No exactamente.

– Familias, Sachs. Allí viven familias, familias grandes, y viven todos juntos. Nada de yuppies solteros. La invasión de un hogar no pasaría inadvertida. Ni alguien asomando su cabezota en vestíbulos o callejones. Palabra graciosa, ¿no? Cabezota.

– ¿Entonces, Rhyme? -Estaba de buen humor otra vez, pero a ella le irritó comprobar que él estaba más interesado en el acertijo del caso que, digamos, en las probabilidades que tenía Pulaski de recuperarse o en el hecho de que Roland Bell y Geneva Settle hubieran estado al borde de la muerte.

– Ni una casa ni un tejado; la gente de Roland siempre busca allí. Tiene que haber otro lugar desde donde estuviera mirando, Sachs. ¿Dónde crees tú que podría ser?

La mujer observó la calle una vez más…

Hay un cartel en un edificio abandonado. Está lleno de graffitis y octavillas, todo cubierto, ya sabes, sería difícil distinguir a alguien que estuviera observando desde detrás de él. Voy a acercarme a ver.

Tras buscar cuidadosamente señales de que el criminal pudiera estar aún en las cercanías, y no encontrar ninguna, cruzó la calle y se encaminó hacia la parte de atrás del viejo edificio; al parecer, una tienda que se había incendiado. Trepó por la ventana del fondo, vio que el suelo estaba cubierto de polvo -la superficie perfecta para dejar huellas- y, efectivamente, dio de inmediato con las pisadas de los zapatos Bass de SD 109. Aun así, deslizó unas bandas elásticas alrededor de las botas de su mono Tyvek -un truco que había inventado Rhyme para asegurar que los oficiales que exploraran el escenario de un crimen no confundieran sus propias huellas con las del sospechoso. La detective se adentró en la habitación con su Glock en la mano. Siguió las huellas del criminal hacia el frente; cada tanto se detenía para escuchar los ruidos. Sachs oyó un crujido o dos, pero, acostumbrada a los ruidos de la sórdida Nueva York, supo de inmediato que el intruso era una rata.

En el frente, miró a través de una grieta entre los paneles del contrachapado del cartel en el que había estado de pie el sujeto, y comprobó, sí, que era un punto perfecto para ver la calle. Recogió algunas cosas básicas del equipamiento forense, e iluminó las paredes con spray ultravioleta. Y encendió la fuente de luz alternativa.

Pero las únicas huellas que encontró eran de manos con guantes de látex.

Le contó a Rhyme lo que había encontrado y luego dijo:

– Buscaré restos en el lugar en el que estuvo de pie, pero no veo que haya mucho que digamos. Simplemente, no deja nada.

– Demasiado profesional -dijo Rhyme, suspirando-. Cada vez que damos un paso adelante, él ya ha dado dos. Bien, trae lo que tengas, Sachs. Lo examinaremos.


Mientras esperaban a que regresara Sachs, Rhyme y Sellitto tomaron una decisión: aunque creían que SD 109 había abandonado la zona cercana al apartamento, acordaron que la tía abuela de Geneva, Lilly Hall, y su amiga se mudaran a una habitación de hotel durante algún tiempo.

En cuanto a Pulaski, estaba en cuidados intensivos, todavía inconsciente por los golpes. Los médicos no podían afirmar si viviría o no. En el laboratorio de Rhyme, Sellitto colgó el teléfono con furia tras oír las noticias.

– Era un puñetero novato. No tendría que haberle asignado al equipo de Bell. Debería haber ido yo mismo.

Era extraño que dijera eso.

– Lon -dijo Rhyme-, tú tienes tu rango. Ascendiste y dejaste de patrullar… ¿cuándo? ¿Hace veinte años?

Pero el corpulento poli no tenía consuelo.

– Darle una tarea por encima de sus posibilidades. Qué imbécil he sido. Maldita sea.

Una vez más, se frotó la mejilla con la mano. El detective estaba nervioso y ese día se le veía particularmente lleno de arrugas. Normalmente siempre iba vestido igual: camisa clara y traje oscuro. Rhyme se preguntaba si no sería la misma ropa que había usado el día anterior. Daba la impresión de que así era. Sí, en la manga de la americana estaba la mancha de sangre de los disparos en la biblioteca. Era como si se castigara poniéndose la misma ropa.

Sonó el timbre.

Thom regresó un momento más tarde con un hombre alto y larguirucho. Piel pálida, mala actitud, barba desaliñada y cabellos castaños y rizados. Vestía una americana de pana beige y pantalones de sport marrones. Y sandalias Birkenstock.

Paseó la mirada por el laboratorio y luego se quedó observando a Rhyme. Sin sonreír, preguntó:

– ¿Geneva está aquí?

– ¿Quién es usted? -preguntó Sellitto.

– Soy Wesley Goades.

¡Vaya! El Terminator de los abogados no era un personaje ficticio, descubrimiento que sorprendió un poco a Rhyme. Sellitto vio su identificación y asintió.

El hombre no paraba de colocarse las gruesas gafas de montura metálica con sus largos dedos o de tirarse distraídamente de su larga barba, y no miraba a nadie a los ojos durante más de medio segundo. A Rhyme, la constante danza ocular le recordó a la amiga de Geneva, la que mascaba chicle, Lakeesha Scott.

Le tendió una tarjeta a Thom, que se la mostró a Rhyme. Goades era director de la Compañía de Servicios Legales de Harlem Central, y estaba afiliado a la Asociación pro Libertades Civiles de Estados Unidos. La letra pequeña del final ponía que era un abogado con licencia para ejercer en el Estado de Nueva York, ante los tribunales federales de distrito en Nueva York y Washington DC, y ante el Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos.

Tal vez su antiguo trabajo de representante de las empresas capitalistas de seguros había tenido como consecuencia que acabara pasándose al otro bando.

En respuesta a las miradas inquisitivas de Rhyme y Sellitto, dijo:

– He estado fuera de la ciudad. Me han informado de que Geneva llamó a mi oficina ayer. Algo con respecto a que ella tenía que declarar como testigo. Sólo quería saber en qué situación se encuentra.

– Está bien -dijo Rhyme-. Ha habido algunos intentos de asesinato, pero tiene guardaespaldas que la están protegiendo las veinticuatro horas del día.

– ¿La tienen aquí retenida? ¿Contra su voluntad?

– No, retenida no -dijo el policía con firmeza-. Está en su casa.

– ¿Con sus padres?

– Con un tío.

– ¿Qué es todo este asunto? -preguntó el abogado, taciturno, saltando con la mirada de un rostro a otro, observando las pizarras de las pruebas, los aparatos, los cables.

Como de costumbre, a Rhyme no le apetecía en absoluto discutir con un extraño un caso en curso, pero podría ser que el abogado tuviera alguna información útil.

– Creemos que alguien está preocupado por lo que Geneva ha estado investigando para un proyecto del colegio. Sobre un ancestro suyo. ¿Alguna vez le mencionó algo?

– ¿Algo sobre un antiguo esclavo?

– Así es.

– Así fue como la conocí. Vino a mi oficina la semana pasada y me preguntó si yo sabía dónde se podrían conseguir expedientes de viejos crímenes en la ciudad, del siglo XIX. La dejé ver algunos de los documentos antiguos que tengo, pero es casi imposible encontrar expedientes de juicios de esa época. No pude ayudarla. -El esquelético hombre enarcó una ceja-. Quiso pagarme por el tiempo que le dediqué. A la mayoría de mis clientes jamás se les ocurre hacerlo. -Tras echar otra ojeada a su alrededor, Goades se sintió satisfecho de que la situación fuera la que parecía ser-. ¿Están ya a punto de coger al tipo?

– Tenemos algunas pistas -dijo Rhyme evasivamente.

– Bien, díganle que me he pasado por aquí, ¿vale? Y si en cualquier momento necesita algo, que no dude en llamarme. -Señaló su tarjeta y se retiró.

Mel Cooper soltó una risa.

– Cien pavos a que en algún momento de su carrera representó a un truhán.

– Nadie acepta la apuesta -masculló Rhyme-. ¿Y qué hemos hecho para merecer toda esta diversión? A trabajar, vamos. ¡Moveos!

Veinte minutos más tarde, Bell y Geneva llegaron con la caja que contenía los documentos y otros objetos que habían cogido del apartamento de la tía abuela y que un oficial les había entregado en la comisaría de policía.

Rhyme le dijo que Wesley Goades había estado allí.

– Para ver cómo me encontraba, ¿no? Le dije que era bueno. Si algún día demando a alguien, voy a contratarle.

Abogado de destrucción masiva

Amelia Sachs entró con las pruebas y saludó con una sacudida de cabeza a Geneva y a los otros.

– Veamos qué tenemos -dijo Rhyme con ansiedad.

El cigarrillo que SD 109 había usado como mecha para el «disparo» de distracción era marca Merit, muy común, imposible de seguirle la pista. El cigarrillo había sido encendido, pero no fumado, o por lo menos no se veían marcas de dientes o saliva en el filtro. Esto significaba casi seguramente que el sujeto no era un fumador habitual. No había huellas dactilares en el cigarrillo, por supuesto. La banda elástica que había usado para unirlo a la bala no tenía nada de especial. En el cianuro no encontraron trazas que permitieran identificar al fabricante. El ácido podía comprarse en muchos lugares. El artefacto destinado a mezclar el ácido y el veneno en el coche de Bell estaba hecho con objetos caseros: un frasco de vidrio, papel de aluminio y un candelero. Nada presentaba huellas o restos que permitieran seguir la pista hasta algún lugar en particular.

En el edificio abandonado que el asesino había usado como puesto de observación, Sachs encontró nuevamente restos del misterioso líquido que había recogido en el escondite de la calle Elizabeth (y Rhyme esperaba con ansias el resultado del análisis que estaba haciendo el FBI). Además, había recogido unas escamas de pintura naranja, de la tonalidad de las señales de tráfico o de los carteles de advertencia sobre obras en construcción o demoliciones. Sachs estaba segura de que éstas provenían del criminal, porque había encontrado las escamas en dos lugares diferentes, ambos junto a huellas suyas, y en ningún otro lugar del edificio abandonado. Rhyme especuló que el criminal pudo hacerse pasar por obrero de la construcción, o de autopistas, o por empleado de algún servicio público. O quizás alguno de éstos era su verdadero empleo.

Mientras tanto, Sachs y Geneva revisaban la caja de recuerdos familiares de la casa de la tía. Contenía docenas de viejos libros y revistas, papeles, recortes, notas, recetas, souvenirs y postales.

Después vieron una carta amarillenta con la inconfundible letra de Charles Singleton. La caligrafía de esta carta era, sin embargo, mucho menos elegante que la de su otra correspondencia.

Era comprensible, dadas las circunstancias.

Sachs la leyó en voz alta:

– «15 de julio de 1868».

– El día siguiente del robo al Fondo para los Libertos -observó Rhyme-. Continúa.

– «Violet, ¡qué locura es esto! Según alcanzo a discernir, estos hechos son un plan para desacreditarme, para avergonzarme ante los ojos de mis colegas y de los honorables soldados de la guerra por la libertad.

»Hoy he sabido dónde puedo buscar justicia, y esta tarde he estado en Potters' Field, armado con mi Navy Cok. Pero mis esfuerzos acabaron desastrosamente, y mi única esperanza de salvación yace ahora, oculta para siempre, bajo arcilla y tierra.

»Pasaré la noche escondido de los policías -que ahora me buscan por todas partes- y por la mañana huiré a Nueva Jersey; y nuestro hijo deberá huir igualmente. Temo que intentarán descargar su venganza sobre ti también. Mañana a mediodía reúnete conmigo en el muelle John Stevens, en Nueva Jersey. Viajaremos juntos a Pensilvania, si tu hermana y su marido se avienen a alojarnos.

»Hay un hombre que vive en el edificio de encima del establo donde estoy ahora escondido que parece no ser indiferente a mi lucha. Me ha asegurado que te dará este mensaje». -Sachs levantó la vista-. Aquí hay algo que ha sido tachado. No comprendo lo que dice. Luego continúa: «Ya es tarde. Tengo hambre y estoy cansado; tan puesto a prueba como Job. Y, sin embargo, la fuente de mis lágrimas, las manchas que ves en este papel, querida mía, no es el dolor, sino el arrepentimiento por la miseria que he acarreado sobre nosotros. ¡Todo por causa de mi secreto! Si hubiese gritado la verdad desde lo alto del edificio del ayuntamiento, quizás estos tristes acontecimientos no habrían salido a la luz. Ahora ya es demasiado tarde para la verdad. Por favor, perdóname por mi egoísmo, y por la destrucción creada por mi engaño. -Sachs levantó la mirada-. La firma sólo pone «Charles».

La mañana siguiente, recordó Rhyme, fue la de la persecución y el arresto descritos en la revista que Geneva estaba leyendo cuando fue atacada.

– ¿Su única esperanza? ¿«Oculta para siempre bajo arcilla y tierra»? -Rhyme volvió a mirar la carta, Sachs se la sostenía-. Nada específico con respecto al secreto… ¿y qué ocurrió en Potters' Field? Ése es el cementerio para los indigentes, ¿verdad?

Cooper entró en Internet y realizó una breve búsqueda. Informó de que el cementerio para los indigentes estaba localizado en la Isla de Hart, cerca del Bronx. La isla había sido una base militar, y el cementerio había sido inaugurado poco antes de que Charles fuera allí a cumplir con su misteriosa misión, armado con su pistola Colt.

– ¿Militar? -preguntó Rhyme, frunciendo el ceño. Algo se le disparó en la memoria-. Muéstrame las otras cartas.

Cooper se las entregó.

– Mirad, la división de Charles estaba reunida aquí. Me pregunto si ésa será la conexión. ¿Algo más sobre el cementerio?

Cooper leyó.

– No. Hay sólo dos o tres datos.

Rhyme repasó la pizarra blanca.

– ¿En qué demonios andaba Charles? Gallows Heights, Potters' Field, Frederick Douglass, líderes de derechos civiles, congresistas, políticos, la Decimocuarta Enmienda… ¿Qué relación hay entre todas estas cosas? -Tras un largo silencio, el criminalista dijo-: Llamemos a un experto.

– ¿Quién es más experto que tú, Lincoln?

– No me refiero a ciencia forense, Mel -dijo Rhyme-. Estoy hablando de historia. Hay algunos temas que no domino.

CAPÍTULO 22

El profesor Richard Taub Mathers era delgado y alto, de piel oscura como la caoba, ojos penetrantes y un intelecto que sugería que contaba con varios títulos de posgrado en su curriculum. Llevaba el pelo corto, tipo afro, peinado hacia atrás, y su estilo era muy sobrio. Iba vestido como un profesor: americana de tweed y pajarita (sólo le faltaban los obligados parches de paño en los codos).

Saludó a Rhyme con un movimiento de cabeza, tras una mirada rápida a la silla de ruedas, y le dio la mano al resto de los presentes.

De vez en cuando, Rhyme daba conferencias sobre ciencia forense en universidades locales, principalmente en John Jay y en Fordham; raramente aparecía en instituciones mayores como Columbia, pero un profesor conocido suyo de la George Washington, en la capital del país, lo había puesto en contacto con Mathers, que aparentemente era toda una institución en Morningside Heights. Era profesor en la Facultad de Derecho -enseñaba derecho penal, constitucional y civil, e impartía cursos esotéricos para licenciados- y daba conferencias sobre estudios afroamericanos a los estudiantes universitarios.

Mathers escuchaba atentamente a Rhyme mientras éste relataba lo que sabían sobre Charles Singleton y el movimiento de derechos civiles, sobre su secreto, y sobre la posibilidad de que le hubieran tendido una trampa para que fuera acusado de robo. Luego le contó al profesor lo que le había ocurrido a Geneva los últimos dos días.

El profesor se quedó estupefacto ante estas noticias.

– ¿Han intentado matarte? -susurró.

Geneva no dijo nada. Mirándole, asintió con un ligerísimo movimiento de la cabeza.

– Muéstrale lo que tenemos hasta ahora. Las cartas -le dijo Rhyme a Sachs.

Mathers se desabotonó la americana y se acomodó sus delgadas y refinadas gafas. Leyó la correspondencia de Charles Singleton con atención y sin prisas. Sacudió la cabeza una o dos veces, sonrió levemente. Cuando terminó las miró nuevamente.

– Un hombre fascinante. Un liberto, granjero, que sirvió en el Regimiento 31 de Hombres de Color y estuvo en la batalla de Appomattox.

Volvió a leer las cartas mientras Rhyme reprimía el impulso de pedirle que se diera prisa. Por fin, el hombre se quitó las gafas, limpió cuidadosamente los cristales con un pañuelo de papel y susurró:

– Entonces, ¿participó en la promulgación de la Decimocuarta Enmienda? -El profesor sonrió de nuevo. Estaba claramente intrigado-. Bueno, esto podría ser interesante. E incluso algo importante.

Esforzándose para no perder la paciencia, Rhyme preguntó:

– Sí, ¿y qué es exactamente lo que le resulta tan interesante?

– Me refiero a la controversia, por supuesto.

Si hubiera podido, Rhyme habría cogido al hombre por las solapas y le habría ordenado a gritos que se diera más prisa. Pero frunció el ceño, como siempre.

– ¿Y cuál es la controversia?

– ¿Un poco de historia? -preguntó.

Rhyme suspiró. Sachs le echó una torva mirada, y el criminalista dijo:

– Adelante.

– La Constitución de los Estados Unidos es el documento que estableció las instituciones gubernamentales norteamericanas: la Presidencia, el Congreso, el Tribunal Supremo. Aún hoy rige nuestra actividad, y es de jerarquía superior a cualquier otra ley y regulación.

»En este país siempre hemos querido un equilibrio: un gobierno lo suficientemente fuerte que nos proteja de las potencias extranjeras y que regule nuestras vidas, pero que no sea tan fuerte como para resultar opresivo. Cuando los fundadores de la nación estudiaron la Constitución después de su firma, les preocupaba que otorgara demasiados poderes al gobierno, que pudiera conducir a la instalación de un gobierno central represivo. Entonces la revisaron, y aprobaron diez enmiendas, la Declaración de Derechos. Las primeras ocho son realmente cruciales. Enumeran los derechos básicos que protegen a los individuos de los posibles abusos del gobierno federal. Por ejemplo: uno no puede ser arrestado por el FBI si no hay pruebas contundentes. El Congreso no puede quitarle a nadie su casa para construir una autopista sin indemnizarle. Hay juicios justos con un jurado imparcial. No se puede someter a las personas a penas crueles e inhumanas. Pero, ¿han reparado en la palabra clave?

Rhyme pensó que los estaba poniendo a prueba. Pero Mathers siguió hablando antes de que nadie pudiera responder.

– Federal. En Estados Unidos estamos regidos por dos gobiernos distintos: un gobierno federal en Washington y el gobierno del Estado en que vivimos. La Declaración de Derechos sólo limita lo que nos puede hacer el gobierno federal: el Congreso y las instituciones federales, como el FBI o la DEA. La Declaración de Derechos no nos da prácticamente ninguna protección contra las violaciones de los derechos humanos y civiles por parte del gobierno estatal. Y las leyes del Estado afectan a nuestras vidas mucho más directamente que el gobierno federal: la mayoría de los asuntos delictivos, policiales, las obras públicas, los bienes inmuebles, los coches, las relaciones familiares, las herencias, los juicios civiles, son todos asuntos del Estado.

»¿Hasta aquí está todo claro? La Constitución y la Declaración de Derechos nos protegen sólo de Washington, no de los abusos de Nueva York o de Oklahoma.

Rhyme asintió.

El hombre acomodó su delgado cuerpo sobre una banqueta de laboratorio, mirando dubitativamente un pequeño envase lleno de moho, y prosiguió:

– Volvamos a mil ochocientos sesenta y tantos. El sur esclavista perdió la guerra civil, y entonces promulgamos la Decimotercera Enmienda, que prohibía la esclavitud. El país fue reunificado, se prohibió la servidumbre forzosa… reinarían la libertad y la armonía, ¿no es así? -Una risa cínica-. Falso. Prohibir la esclavitud no fue suficiente. El resentimiento contra los negros fue aún mayor que antes de la guerra, incluso en el norte, porque para liberarlos habían muerto demasiados jóvenes. Las legislaturas estatales promulgaron cientos de leyes que discriminaban a los negros. Se les prohibía votar, trabajar en oficinas públicas, testificar en juicios… Para la mayoría de ellos, la vida era tan mala como bajo la esclavitud.

»Pero recuerden, éstas eran leyes estatales: la Declaración de Derechos no podía impedirlas. Entonces el Congreso decidió que los ciudadanos tenían que ser protegidos por los gobiernos estatales. Para poner remedio a ello, propusieron la Decimocuarta Enmienda. -Mathers miró el ordenador-. ¿Le importa que entre en Internet?

– En absoluto -contestó Rhyme.

El profesor tecleó algo en el buscador de AltaVista y un momento después descargó un texto. Cortó y pegó un pasaje en una segunda ventana, que todos los que estaban en el cuarto pudieron ver en los monitores de pantalla plana ubicados a su alrededor.


Ningún Estado creará o promulgará ninguna ley que limite los derechos o la inmunidad de los ciudadanos de Estados Unidos; ningún Estado podrá tampoco privar a ninguna persona de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni podrá negar a ninguna persona que se halle dentro de su jurisdicción la protección equitativa ante la ley.


– Ésta es una parte del capítulo uno de la Decimocuarta Enmienda -explicó-. Limita drásticamente lo que pueden hacer los Estados a sus ciudadanos. Otra parte, que no he impreso, otorga a los Estados incentivos para dar a los negros, bueno, a los varones negros, el derecho al voto. ¿Hasta aquí está todo claro? -preguntó el profesor.

– Le seguimos -dijo Sachs.

– Bien, la forma en que funciona una enmienda a la Constitución es así: debe ser aprobada por el Congreso en Washington y luego por tres cuartos de los Estados. El Congreso aprobó la Decimocuarta Enmienda en la primavera de 1866, y luego fue remitida a los Estados para su ratificación. Finalmente fue ratificada dos años más tarde por el número requerido de Estados. -Movió la cabeza-. Pero desde entonces ha habido rumores de que nunca fue debidamente ratificada y promulgada. Ésa es la controversia a la que me refería. Mucha gente cree que es no es válida.

Rhyme frunció el ceño.

– ¿De verdad? ¿Qué le achacan a la promulgación?

– Hay varios argumentos. Varios Estados se retractaron tras haber votado la ratificación, pero el Congreso no hizo caso de las retractaciones. Algunos dicen que no fue debidamente presentada o aprobada en Washington. También hubo acusaciones de voto fraudulento en las legislaturas estatales, sobornos e incluso amenazas.

– ¿Amenazas? -Sachs miró las cartas-. Como dijo Charles.

– La vida política era diferente en aquel entonces. Fue la época en que J. P. Morgan creó su propio ejército privado para luchar contra las tropas que habían contratado sus competidores Jay Gould y Jim Fisk para apropiarse de un ferrocarril. Y la policía y el gobierno simplemente se sentaban a mirar.

»Y deben entender también que la gente se apasionara con la Decimocuarta Enmienda: nuestro país casi había sido destruido, hubo medio millón de muertos, casi tantos como los que perdimos en todas las otras guerras juntas. Sin la Decimocuarta Enmienda, el Congreso podría haber terminado bajo el control del sur, y podríamos haber visto al país dividido nuevamente. Quizás incluso hubiera habido una segunda guerra civil -explicó Mathers. Señaló con la mano las cosas que tenía delante-. Aparentemente este señor Singleton era uno de los hombres que iban por los Estados con el fin de presionar para que se aprobara la enmienda. ¿Y si hubiera descubierto pruebas de que la enmienda no era válida? Ése podría ser el secreto que le atormentaba.

– Entonces, quizás -especuló Rhyme-, un grupo favorable a la enmienda urdió el falso robo para desacreditarle. De modo que si dijera lo que sabía, nadie le creería.

– No los mejores líderes de aquel entonces, por supuesto, no Frederick Douglass, ni Stevens, ni Sumner. Pero sí, había muchos políticos que querían que la enmienda se aprobara y habrían hecho cualquier cosa para asegurarse de que así fuera. -El profesor se volvió hacia Geneva-. Y eso explicaría por qué esta jovencita está en peligro.

– ¿Por qué? -preguntó Rhyme. Había seguido la historia sin perderse, pero las implicaciones más amplias se le escapaban.

Fue Thom quien contestó.

– Lo único que tiene que hacer es abrir un periódico.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Rhyme irritado.

Mathers respondió:

– Él se refiere a que cada día aparecen historias sobre cómo la Decimocuarta Enmienda afecta a nuestras vidas. Quizás uno no lo oiga dicho explícitamente, pero resulta todavía una de las armas más poderosas de nuestro arsenal de derechos humanos. El lenguaje es un poco vago: ¿qué significa «debido proceso»? ¿Y «protección equitativa»? ¿«Privilegios e inmunidades»? La imprecisión es deliberada, desde luego, para que el Congreso y el Tribunal Supremo puedan crear nuevas medidas protectoras acordes a las circunstancias de cada generación.

»De esas pocas palabras han surgido cientos de leyes, sobre cualquier cosa imaginable, mucho más que sobre la discriminación racial. Se han utilizado para invalidar leyes fiscales discriminatorias, para proteger a los indigentes y a los menores que trabajan, para garantizar servicios médicos básicos para los pobres. Es la base de los derechos de los homosexuales, y de miles de casos de derechos de los reclusos que tienen lugar todos los años. Quizás el caso más controvertido fue la utilización de la Decimocuarta Enmienda para proteger el derecho al aborto.

»Sin ella, los Estados podrían decidir que los médicos que practican abortos son criminales que merecen pena de muerte. Y ahora, tras el 11 de septiembre y la doctrina de la Seguridad de la Patria, es la Decimocuarta Enmienda la que impide a los Estados arrestar a musulmanes inocentes y mantenerlos detenidos todo el tiempo que se le antoje a la policía. -Su rostro era el vivo retrato de la preocupación-. Si no es válida, debido a algo que su Charles Singleton averiguó, eso podría conducirnos al fin de la libertad tal como la conocemos.

– Pero -dijo Sachs- supongamos que encontró eso, y que no era válida. La enmienda podría volver a ratificarse, sencillamente, ¿no?

Esta vez la risa del profesor fue decididamente cínica.

– No sería así. Lo único en lo que están de acuerdo nuestros estudiosos es que la enmienda fue aprobada en el único momento en la historia en que podría haber sido aprobada. No: si el Tribunal Supremo invalidara la enmienda, ah, podríamos volver a promulgar algunas leyes, pero el arma principal de los derechos y libertades civiles habría desaparecido para siempre.

– Si ése es el móvil -preguntó Rhyme-, ¿quién estaría detrás del ataque a Geneva? ¿A quién estaríamos buscando?

Mathers movió la cabeza.

– Ah, la lista sería interminable. Decenas de miles de personas que desean que la enmienda se mantenga vigente. Podrían ser radicales o liberales, o miembros de una minoría racial o sexual, o partidarios de los programas sociales y de servicios médicos para los pobres, defensores del derecho al aborto, de los derechos de los homosexuales, de los derechos de los reclusos, de los derechos de los trabajadores… Pensamos en los extremistas, como los que defienden los derechos religiosos, las madres que hacen que sus hijos hagan un piquete en la calle frente a una clínica de abortos, o en la gente que pone bombas en edificios federales. Pero ellos no tienen el monopolio del asesinato para defender sus principios. La mayoría de los actos terroristas de Europa han sido llevados a cabo por radicales de izquierda. -Sacudió la cabeza-. No podría ni comenzar a imaginarme quién está detrás de esto.

– Necesitamos restringir la búsqueda de alguna manera -dijo Sachs.

Rhyme asintió lentamente con la cabeza, pensando: el principal objetivo de su caso tenía que ser la detención de SD 109, con la esperanza de que éste les dijera quién le había contratado, o encontrar pruebas que les condujera a esa persona. Pero sintió instintivamente que también ésta era una pista importante. Si no existían respuestas en el presente sobre quién había atacado a Geneva Settle, tendrían que buscar en el pasado.

– Quienquiera que sea, obviamente sabe más que nosotros sobre lo que ocurrió en 1868. Si podemos averiguarlo, de qué se enteró Charles, lo que estaba haciendo, su secreto, el robo, eso puede orientarnos hacia alguna parte. Quiero más información sobre esa época en Nueva York: Gallows Heights, Potters' Field, todo lo que podáis encontrar. -Frunció el ceño al recordar algo. Le dijo a Cooper-: Cuando buscaste Gallows Heights por primera vez encontraste un artículo sobre ese sitio que queda cerca de aquí, la Fundación Sanford, ¿no?

– Así es.

– ¿Aún lo tienes?

Mel Cooper guardaba todo. Buscó el artículo del Times en su ordenador. El texto apareció en la pantalla.

– Aquí está.

Rhyme leyó el artículo. La Fundación Sanford tenía un extenso archivo sobre la historia del sector noroeste.

– Llamad al director, William Ashberry. Decidle que necesitamos revisar su biblioteca.

– Eso está hecho. -Cooper levantó el teléfono. Mantuvo una corta conversación, colgó y les informó-. Se alegran de poder ayudar. Ashberry nos pondrá en contacto con el encargado de los archivos.

– Alguien deberá ir a mirar -dijo Rhyme, mirando a Sachs y enarcando una ceja.

– ¿Alguien? ¿He ganado el premio sin jugar?

¿Quién más podría ir? Pulaski estaba en el hospital. Bell y su equipo cuidaban de Geneva. Cooper era un hombre de laboratorio. Sellitto tenía un rango demasiado alto para ir a hacer este tipo de trabajo. Rhyme la regañó:

– No hay pequeños escenarios de crímenes, sólo pequeños investigadores del escenario del crimen.

– Qué gracioso -dijo ella con acritud. Se puso la chaqueta y agarró su bolso.

– Una cosa -dijo Rhyme seriamente.

Ella levantó una ceja.

– Sabemos que él nos tiene en el punto de mira. -Se refería a la policía-. Ten en mente la pintura naranja. Presta especial atención a los trabajadores de la construcción o de las autopistas… bueno, tratándose de él, presta especial atención a cualquiera.

– De acuerdo -dijo ella. Apuntó la dirección de la fundación, y se marchó.

Después de que se fuera, el profesor Mathers revisó una vez más las cartas y los documentos, y se los entregó a Cooper. Miró a Geneva.

– Cuando yo tenía tu edad, en el instituto ni siquiera existía la asignatura de estudios afroamericanos. ¿Cómo es el programa hoy día? ¿Se imparten dos semestres?

Geneva frunció el ceño.

– ¿Estudios afroamericanos? No estoy cursando esa asignatura.

– ¿Entonces para cuál es el trabajo que estás escribiendo?

– Lengua.

– Ah. ¿Cogerás la asignatura de estudios afroamericanos el año que viene?

Una vacilación.

– No tengo ninguna intención de cogerla.

– ¿De veras?

Era obvio que Geneva sintió cierto tono crítico en la pregunta.

– Es una asignatura sin calificaciones. Lo único que hay que hacer es estar presente en las clases. No me interesa ese tipo de clases en mi expediente escolar.

– Pero tampoco hace daño.

– Pero, ¿para qué sirve? -preguntó ella, terminante-. Ya lo hemos oído todo una y otra vez… El motín del Amistad, los esclavos, John Brown, las leyes de Jim Crow, el caso Brown versus Ministerio de Educación, Martin Luther King Jr., Malcolm X… -La chica se calló.

– ¿Puras quejas sobre el pasado? -preguntó Mathers con la objetividad de un educador profesional.

Geneva finalmente asintió con la cabeza.

– Supongo que así es como yo lo veo, sí. Es decir, estamos en el siglo XXI. Ya es hora de mirar hacia adelante. Todas esas batallas son cosas del pasado, ya superadas.

El profesor sonrió, luego miró a Rhyme.

– Bien, buena suerte. Avísenme si puedo volver a ayudarlos.

– Eso haremos.

El hombre delgado dio unos pasos hacia la puerta, se detuvo y se dio la vuelta.

– Ah, Geneva.

– ¿Sí?

– Piensa sólo en una cosa, de parte de alguien que ha vivido algunos años más que tú. A veces me pregunto si realmente esas batallas están ya superadas. -Movió la cabeza señalando las tablas de pruebas y las cartas de Charles-. Quizás lo que ocurre es que resulta más difícil reconocer al enemigo.

CAPÍTULO 23

– ¿Sabes qué, Rhyme? hay pequeños escenarios del crimen. Lo sé porque estoy ante uno».

Amelia Sachs se encontraba en la calle 82 Oeste, a la vuelta de Broadway, frente a la impresionante mansión Hiram Sanford, una construcción victoriana enorme y oscura. Era la sede de la Fundación Sanford. Desde luego, Amelia estaba rodeada de símbolos del Nueva York histórico: además de la mansión, que tenía más de cien años, había un museo de arte cuya existencia se remontaba a 1910, y una hilera de hermosas casas tradicionales de la ciudad. Y no hacía falta ver criminales con monos manchados de pintura naranja para asustarse: exactamente al lado de la fundación estaba el recargado y fantasmagórico hotel Sanford (se rumoreaba que en un principio la localización elegida para filmar la película La semilla del diablo había sido el Sanford).

Una docena de gárgolas miraban a Sachs desde sus cornisas, como burlándose de su actual tarea.

Ya en el interior, la condujeron hasta el hombre con quien acababa de hablar Mel Cooper, William Ashberry, director de la fundación y alto ejecutivo del Banco y Fondo de Inversiones de Sanford, institución a la cual pertenecía la organización sin ánimo de lucro. El hombre era de mediana edad y su aspecto era cuidado; al recibirla parecía invadido por una mezcla de excitación y desconcierto.

– Nunca habíamos recibido a un policía aquí, perdón, a una policía, quiero decir, bueno, a ninguno de los dos, en realidad.

Se vio le un poco decepcionado cuando Sachs le aclaró vagamente que sólo necesitaba un poco de información general sobre la historia del barrio y que no pensaba usar la fundación como base secreta para ninguna operación encubierta.

Ashberry se mostró encantado de dejarla husmear en los archivos y la biblioteca, aunque no pudiera ayudarla personalmente; su especialidad eran las finanzas, los bienes inmuebles y el derecho fiscal, no la historia.

– En realidad soy banquero -confesó, como si Sachs no pudiera haberlo deducido a partir del traje negro, la camisa blanca y la corbata a rayas, y los documentos comerciales y las planillas de cálculo ininteligibles colocados en el escritorio en perfectos montoncitos.

Quince minutos después la dejaron en compañía de un encargado, un hombre joven vestido de tweed, que la condujo por corredores oscuros hasta los archivos, que estaban en el subsótano. Le mostró el retrato robot de SD 109, pensando que quizá el asesino había ido por allí también, buscando el artículo sobre Charles Singleton. Pero el encargado no reconoció al sujeto, y no recordaba que nadie hubiera preguntado por ningún número del Coloreds' Weekly Illustrated. Señaló las estanterías y un momento después ella estaba sentada, nerviosa e irritada, sobre una silla dura, en un cubículo pequeño como un ataúd, rodeada de docenas de libros y revistas, folletos, mapas y dibujos.

Realizó esa investigación de la misma manera en que Rhyme le había enseñado a llevar adelante la del escenario de un crimen: primero echar una ojeada general y trazar un plan lógico, y luego ejecutar la búsqueda. Sachs separó el material en cuatro montones: información general, historia del West Side y de Gallows Heights, derechos civiles a mediados del siglo xix, y Potters' Field. Comenzó con el cementerio. Leyó cada página, confirmó la referencia de Charles Singleton sobre el regimiento asentado en la Isla de Hart. Supo cómo se creó el cementerio, lo ocupado que había llegado a estar, especialmente durante las epidemias de cólera y gripe de mediados y finales del siglo XIX, cuando los ataúdes baratos de pino se amontonaban en la isla y aguardaban ser sepultados.

Detalles fascinantes, pero inútiles. Se concentró en el material sobre los derechos civiles. Leyó una cantidad agobiante de información, incluidas varias referencias a la controversia sobre la Decimocuarta Enmienda, pero nada que mencionara los asuntos que el profesor Mathers había sugerido que podrían estar vinculados con el posible móvil de la trampa tendida a Charles Singleton. En un artículo del New York Times de 1867 leyó que Frederick Douglass y otros líderes prominentes de la época involucrados en la lucha por los derechos civiles habían estado en una iglesia en Gallows Heights. Más tarde Douglass le había contado al periodista que había ido al barrio para reunirse con varios hombres que participaban en la lucha por la promulgación de la Decimocuarta Enmienda. Pero esto ya lo sabían por las cartas de Charles. No encontró mención alguna a Charles Singleton, pero encontró una referencia a un largo artículo del New York Sun referido a los antiguos esclavos y libertos que ayudaban a Douglass. Ese número en particular, sin embargo, no estaba en los archivos.

Una página tras otra, más y más… A veces dudaba, y le preocupaba que se le pasaran por alto esas pocas frases de vital importancia que pudieran arrojar luz sobre el caso. Más de una vez volvía atrás y releía un párrafo o dos que había mirado sin leer realmente. Se estiraba, se removía, se escarbaba las uñas, se rascaba el cuero cabelludo.

Luego volvía a zambullirse en los documentos una vez más. El material que había leído se apilaba sobre la mesa, pero en el bloc de papel que tenía delante no había ni una sola anotación.

Al concentrarse en la historia de Nueva York, Sachs aprendió más sobre Gallows Heights. Fue uno de los seis primeros asentamientos en la parte norte del West Side de Nueva York, que en realidad eran aldeas separadas, como Manhattanville y Vanderwater Heights (ahora Morningside). Gallows Heights se extendía hacia el oeste de la actual Broadway hasta el río Hudson y desde la calle 72 Norte hasta la 86. El nombre databa de la época de la colonia, cuando los holandeses construyeron una horca sobre el cerro, en el centro del asentamiento. Cuando los británicos compraron la tierra, sus verdugos ejecutaron en ese lugar a docenas de brujas, criminales, esclavos rebeldes y colonos, hasta que los distintos centros de justicia y castigo se unificaron en la zona sur de Nueva York.

En 1811, los ingenieros dividieron toda Manhattan en las manzanas que continúan hasta hoy, aunque durante los siguientes cincuenta años, en Gallows Heights (y en gran parte del resto de la ciudad) esas cuadrículas sólo existían sobre el papel. A principios de la década de 1800, las tierras eran un laberinto de caminos rurales, solares vacíos, bosques, cobertizos ocupados ilegalmente, fábricas y diques secos sobre el río Hudson, y unas pocas haciendas elegantes esparcidas por aquí y por allí. A mediados del siglo XIX, Gallows Heights había desarrollado una personalidad múltiple, lo que se reflejaba en el mapa que había encontrado Mel Cooper: las grandes y costosas fincas coexistían con los edificios de apartamentos de la clase obrera y con las casas pequeñas. Poblados de chabolas infestados de bandas se estaban trasladando desde el sur hacia aquí, siguiendo el crecimiento descontrolado de la ciudad. Y tan pícaro como un ladrón callejero, pero a mayor escala y más hábil, William Tweed, el Boss, conducía la máquina política corrupta del Tammany Hall Democratic desde los bares y comedores de Gallows Heights (Tweed estaba obsesionado con sacar provecho del desarrollo del barrio; mediante un ardid típico, el hombre se embolsaba seis mil dólares por la venta a la ciudad de minúsculos terrenos que no valían ni treinta y cinco).

Por supuesto, ahora esa zona era un barrio selecto de la parte norte del West Side, que se contaba entre las más bonitas y prósperas de la ciudad. Los apartamentos costaban miles de dólares al mes. (Y, reflexionó en ese momento la irritada Amelia Sachs en el calabozo de su «pequeño escenario del crimen», el actual Gallows Heights albergaba algunas de las mejores tiendas de delicatessen y algunas de las mejores panaderías especialistas en rosquillas de la ciudad; Amelia todavía no había probado bocado en todo el día).

La densa historia le pasaba por delante, pero no surgía nada relacionado con el caso. Maldición, tendría que estar analizando materiales en el escenario del crimen, o mejor aún, trabajando en las calles buscando el escondite de SD 109, intentando encontrar alguna pista relacionada con dónde vivía, cómo se llamaba.

¿En qué demonios estaba pensando Rhyme?

Finalmente, llegó al último libro del montón. Quinientas páginas, calculó (llegada a ese punto, se estaba volviendo toda una experta). Resultaron ser 504. El índice no reveló nada importante para la investigación. Sachs hojeó las páginas, hasta que no pudo aguantar más. Arrojó el libro a un lado, se puso de pie, se frotó los ojos y se estiró. Comenzaba a afectarle la claustrofobia, debido al ambiente sofocante, dos pisos de subsuelo. El edificio de la fundación había sido rehabilitado y reinaugurado el mes anterior, pero ese lugar era el sótano original de la mansión Sanford, supuso; tenía techos bajos y docenas de columnas y paredes de piedra, lo que hacía que el espacio fuera aún más encerrado.

Eso ya era malo, pero lo peor era estar sentada. Amelia Sachs odiaba quedarse sentada y quieta.

Cuando estás en movimiento no pueden cogerte

¿Así que no hay pequeños escenarios del crimen, Rhyme? Por Dios…

Se dispuso a marcharse.

Pero al llegar a la puerta se detuvo y miró el material, pensando: unas cuantas frases de uno de esos libros antiguos y esos periódicos amarillentos podrían significar la diferencia entre la vida y la muerte para Geneva Settle y para los otros inocentes que SD 109 pudiera matar algún día.

La voz de Rhyme le vino a la mente. Cuando estés haciendo la cuadrícula del lugar en los hechos, buscas una vez, y otra, y cuando terminas, una vez más. Y cuando ya has acabado con eso, buscas otra vez. Y….

Fijó la vista en el último libro, el que la había vencido. Sachs suspiró, se sentó nuevamente, cogió el libro de 504 páginas y lo leyó como era debido; y luego miró las fotos de las páginas centrales.

Lo cual resultó ser una buena idea.

Se quedó helada al ver una fotografía de la calle 80 Oeste, tomada en 1867. Se rio, leyó el pie y el texto de la página opuesta. Sacó el teléfono móvil de su cinturón y marcó la tecla 1 de la memoria.


– He encontrado lo que es Potters' Field, Rhyme.

Ya sabemos lo que es -le espetó por el micrófono que tenía al lado de la boca-. Es un cementerio en una isla que está…

– No es ese cementerio.

– ¿Es otro cementerio?

– No, no es un cementerio. Era una taberna. En Gallows Heights.

– ¿Una taberna? -Bien, eso era interesante, pensó.

– Estoy mirando la fotografía, o daguerrotipo, o lo que sea. Un bar llamado Potters' Field. Estaba en la calle 80 Oeste.

Entonces habían estado equivocados, pensó Rhyme. Después de todo, no era en la Isla de Hart donde había tenido lugar el encuentro aciago que mencionaba Charles Singleton.

– Y la cosa se pone aún mejor: el lugar fue incendiado. Se sospecha que fue intencional. Los criminales y los móviles, desconocidos.

– ¿Hago bien en suponer que fue el mismo día en que Charles Singleton fue allí, para…? ¿Qué es lo que dijo? ¿Buscar justicia?

– Ajá. El 15 de julio.

Oculta para siempre, bajo arcilla y tierra.

– ¿Alguna otra cosa sobre él o sobre la taberna?

– Aún no.

– Sigue escarbando entre los papeles.

– Por supuesto, Rhyme.

Cortaron la comunicación.

La voz de Sachs había salido por el altavoz; Geneva la había oído.

– ¿Usted cree que Charles quemó ese lugar? -preguntó la joven enojada.

– No necesariamente. Pero una de las causas principales de los incendios intencionales es destruir pruebas. Quizás era eso lo que estaba haciendo Charles, tratando de tapar algo vinculado con el robo.

– Mire la carta… -siguió Geneva-, él está diciendo que el robo fue un plan para inculparle. A estas alturas, ¿todavía no cree que es inocente? -La voz de la chica era suave y firme, sus ojos estaban clavados en los de Rhyme.

El criminalista le devolvió la mirada.

– Sí, lo creo.

Geneva sacudió la cabeza. Sonrió levemente ante la afirmación de Rhyme. Luego miró su maltrecho reloj Swatch.

– Tendría que volver a casa.

Bell temía que el criminal hubiera averiguado dónde vivía Geneva. Había conseguido que asignaran a la chica un apartamento secreto para que se alojara, pero no estaría disponible hasta la noche. Por el momento, él y su equipo de protección deberían permanecer particularmente atentos.

Geneva recogió las cartas de Charles.

– Tendremos que quedarnos con ellas por el momento -dijo Rhyme.

– ¿Quedárselas? ¿Como pruebas?

– Hasta que lleguemos al fondo del asunto.

Geneva las miró recelosamente. Su mirada parecía llena de nostalgia.

– Las guardaremos en un lugar seguro.

– De acuerdo. -Se las dio a Mel Cooper.

Éste observó su cara de preocupación.

– ¿Quieres copias de las cartas?

Geneva se sintió avergonzada.

– Sí, me gustaría. Sólo porque… son de la familia, ya sabe. Eso las hace bastante importantes.

– No hay problema. -Hizo copias en la fotocopiadora y se las entregó. Ella las dobló cuidadosamente, y desaparecieron en el interior de su bolso.

Bell recibió una llamada, escuchó durante un momento y dijo:

– Bien, tráelo cuanto antes. Muchas gracias. -Le dio la dirección de Rhyme y colgó-. El instituto. Encontraron la cinta de vigilancia del patio, correspondiente a la hora a la que el cómplice del criminal estuvo ayer. Van a enviárnosla.

– Ay, Dios -dijo Rhyme amargamente-. ¿Quieres decir que hay una pista real en este caso? ¿Y que no es de hace cien años?

Bell cambió la frecuencia y envió un mensaje por radio a Luis Martínez para informarle sobre sus planes. Luego envió otro mensaje a Barbe Lynch, la oficial que estaba vigilando la calle frente a la casa de Geneva. La mujer dijo que la calle estaba despejada y que los estaría esperando.

Finalmente, el hombre de Carolina del Norte presionó el botón del manos libres del teléfono de Rhyme y llamó al tío de la chica, para cerciorarse de que estaba en casa.

– ¿Hola? -respondió el hombre.

Bell se identificó.

– ¿Ella está bien? -preguntó el tío.

– Está bien. Vamos a volver. ¿Todo bien por allí?

– Sí, señor. Todo bien.

– ¿Ha tenido noticias de los padres de Geneva?

– ¿Su familia? Sí, mi hermano me llamó desde el aeropuerto. Debió de haber algún retraso. Pero salen de un momento a otro.

Rhyme solía viajar a Londres para consultar a Scotland Yard y otros departamentos de policía europeos. Antes, viajar al exterior no era más complicado que ir a California o a Chicago. Pero ya no era lo mismo. «Bienvenidos al mundo de los viajes internacionales después del 11 de septiembre», pensó. Le molestaba que estuviera llevándoles tanto tiempo a sus padres volver a casa. Geneva era la joven más madura que había conocido, pero de cualquier manera era una chica y debía estar con sus padres.

Sonó la radio de Bell, y Luis Martínez dijo con ruido de interferencias:

– Estoy en la calle, jefe. Tengo el coche ante mí, con la puerta abierta.

Bell cortó y se dirigió a Geneva.

– En cuanto esté usted lista, señorita.


– Aquí está -dijo Jon Earle Wilson a Thompson Boyd, que estaba sentado en un restaurante del sur de Manhattan, en la calle Broad.

El tipo, blanco y delgado, con un corte de cabello estilo años ochenta, vestido con vaqueros beige no muy limpios, le dio a Boyd la bolsa de las compras, y éste miró su contenido.

Wilson se sentó en la silla que estaba frente a él. Boyd seguía estudiando la bolsa. En su interior había una gran caja de UPS. Y a su lado otra bolsa más pequeña. De Dunkin Donuts, aunque lo que había dentro no eran precisamente pastelitos. Wilson usaba estas bolsas porque venían un poco enceradas y eran resistentes a la humedad.

– ¿Vamos a comer? -preguntó Wilson. Vio pasar una ensalada. Estaba hambriento. Aunque solía encontrarse con Thompson Boyd en cafés o restaurantes, nunca habían comido juntos. La comida preferida de Wilson era pizza con refrescos, y solía tomarla en su apartamento de una habitación, atestado de herramientas y cables y chips de ordenador. Pero le pareció que, después de todo lo que él hacía por Boyd, el tipo podía invitarle a un puñetero sándwich o algo así.

Pero el asesino dijo:

– Tengo que marcharme dentro de unos minutos.

El asesino tenía delante un plato de brochetas de cordero a medio comer. Wilson se preguntó si se las ofrecería. Boyd no lo hizo. Le sonrió a la camarera cuando vino a recogerlo. Boyd sonriendo: eso sí que era nuevo. Wilson nunca le había visto sonreír (aunque tuvo que reconocer que era una sonrisa francamente extraña).

Wilson preguntó, mirando la bolsa:

– Pesa, ¿eh? -Tenía un brillo de orgullo en los ojos.

– Sí.

– Me imaginé que te iba a gustar. -Estaba orgulloso de lo que había hecho, y un poco ofendido de que Boyd no reaccionara de un modo apropiado.

– ¿Y cómo va todo? -preguntó Wilson.

– Va.

– ¿Todo bien?

– Un poco atrasado. Por eso… -Movió la cabeza hacia la bolsa y no dijo nada más. Boyd silbó bajito, tratando de seguir la melodía de una música étnica que salía del altavoz que estaba encima de ellos. Era extraña esa música. Cítaras o algo así, de la India o Pakistán o un lugar de ésos. Pero Boyd entonaba bastante bien. Matar gente y silbar; las dos cosas que sabía hacer ese hombre.

A la chica del mostrador se le cayó una bandeja de platos en el carrito, haciendo un ruido terrible. Mientras los comensales se daban la vuelta para mirar, Wilson sintió algo en la pierna bajo la mesa. Tocó el sobre y se lo metió en el bolsillo de sus pantalones de campana. Parecía extrañamente delgado para contener cinco mil dólares. Pero Wilson sabía que allí estaba todo. Una cosa que había que reconocer de Boyd: pagaba lo que debía y a su debido tiempo.

Pasó un momento. Entonces no iban a comer juntos. Estaban sentados, Boyd tomaba té y Wilson pasaba hambre. Aunque Boyd tenía que irse dentro de «unos minutos».

¿Qué estaba ocurriendo?

Entonces obtuvo la respuesta. Boyd echó un vistazo a través de la ventana y vio una furgoneta blanca, estropeada, sin distintivos, que disminuía la velocidad y doblaba metiéndose por el callejón que llevaba al fondo del restaurante. Wilson pudo ver al conductor, un hombre pequeño con una camisa marrón claro y barba.

Los ojos de Boyd la siguieron atentamente. Cuando la furgoneta desapareció en el callejón, él se levantó, llevándose la bolsa de las compras. Dejó dinero sobre la mesa para pagar su cuenta, saludó a Wilson con un movimiento de la cabeza. Se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y giró sobre sus talones.

– ¿Te he dado las gracias?

Wilson pestañeó.

– ¿Que si me…?

– ¿Te he dado las gracias? -Movió la cabeza en dirección a la bolsa.

– Bueno… no. -Thompson Boyd sonriendo y dando las gracias a la gente. Debe de haber luna llena.

– Te lo agradezco -dijo el asesino-. Tu duro trabajo, quiero decir. De verdad. -Las palabras salieron de su boca como si fuera un mal actor. Eso también era extraño: le guiñó un ojo a la chica del mostrador y atravesó la puerta hacia las calles bulliciosas del distrito financiero, doblando para meterse en el callejón y dirigirse al fondo del restaurante, llevando la pesada bolsa.

CAPÍTULO 24

En la calle 118, Roland Bell dejó su nuevo Crown Victoria delante del edificio de Geneva.

Barbe Lynch saludó con un movimiento de cabeza desde su puesto de guardia: el Chevy Malibú que les había devuelto Bell. Éste hizo entrar a Geneva en el edificio, a toda prisa, y ambos subieron las escaleras hasta la vivienda, donde el tío dio un gran abrazo a su sobrina y le estrechó nuevamente la mano a Bell, agradeciéndole que cuidara de la chica. Dijo que iba a buscar algunas cosillas a la tienda de ultramarinos, y salió.

Geneva se fue a su dormitorio. Bell se acercó a echar un vistazo y la vio sentada en la cama. Ella abrió su mochila y revolvió su contenido.

– ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita? ¿Tiene hambre?

– Estoy bastante cansada. Creo que me pondré a hacer los deberes. A lo mejor me echo una siesta.

– Ésa es una buena idea después de todo lo que ha pasado.

– ¿Cómo está el oficial Pulaski? -preguntó Geneva.

– He hablado antes con su jefe. Sigue inconsciente. No saben cómo evolucionará. Ojalá pudiera decirle algo distinto, pero así están las cosas. Luego pasaré a verle.

La joven sacó un libro y se lo dio a Bell.

– ¿Podría darle esto?

El detective lo cogió.

– Claro que se lo daré… Pero, aunque despierte, no sé si se encontrará en condiciones para leer.

– Esperemos lo mejor. Si se despierta, quizá alguien pueda leérselo. Podría ayudarle. A veces ayuda escuchar una historia. Ah, y dígale a él o a su familia que dentro hay un amuleto de la buena suerte.

– Es muy amable por su parte. -Bell cerró la puerta y se dirigió a la sala para llamar a los chicos y decirles que no tardaría mucho en volver a casa. Se comunicó con los otros guardias del equipo BPCT, los cuales le dijeron que el dispositivo de seguridad estaba en orden.

Se instaló en la sala, con la esperanza de que el tío de Geneva estuviera haciendo una buena compra. Esa pobre sobrina suya necesitaba un poco más de carne en los huesos.


De camino hacia el apartamento de Geneva Settle, Alonzo Jackson caminaba despacio por uno de los pasajes angostos que separaban los edificios de piedra rojiza del oeste de Harlem.

Sin embargo, en ese momento en particular no era Jax el ex convicto cojo, el rey del graffiti que pintaba con sangre, el del antiguo Harlem. Era un tipo medio chiflado, sin hogar, sin nombre, con unos vaqueros sucios y una sudadera gris, que empujaba un carrito de supermercado robado en el que había papeles de periódicos por valor de cinco dólares, atados en un fajo. Y un montón de cajas vacías que había cogido de un cubo de basura reciclable. Tenía serias dudas de que alguien le creyera el disfraz al verle de cerca. Estaba un poco demasiado limpio para ser el típico indigente, pero eran pocas las personas a las que tenía que engañar. Por ejemplo, a los policías que estaban todo el tiempo con Geneva Settle.

Iba por los callejones, cruzando las calles. Estaba como a tres manzanas de la puerta trasera del edificio que le había señalado el pobre infeliz de Kevin Cheaney.

Demonios, qué lugar tan bonito.

Volvió a sentirse una mierda al pensar en cómo se habían esfumado sus propios planes de tener una familia.

Señor, tengo que hablar con usted. Lo siento. El bebé… no pudimos salvarle.

¿Era niño?

Lo siento, señor. Hemos hecho lo que hemos podido, se lo juro, pero…

Era niño

Trató de apartar de sí esos pensamientos. Peleándose con una rueda estropeada, que hacía que el carrito se fuera hacia la izquierda, hablando consigo mismo, Jax se movía despacio pero con determinación, pensando: «Qué gracioso sería que me trincaran por robar un carrito de supermercado». Pero luego pensó que en realidad no, no sería tan divertido. Un policía podría ir detrás de él por algo tan nimio como eso, y encontrarle el arma. Entonces le identificarían y acabaría otra vez en Buffalo. O en algún lugar peor.

Traqueteo, traqueteo. El callejón lleno de basura era un infierno para la rueda rota del carrito. Se esforzaba en mantenerlo derecho. Pero tenía que seguir por ese oscuro cañón. Acercarse a una casa bonita por la acera, en aquella elegante zona de Harlem, sería demasiado sospechoso. En el callejón, en cambio, estar empujando un carrito no parecía tan descabellado. La gente rica arroja más envases vacíos que la gente pobre. Y aquí la basura era de mucha mejor calidad. Naturalmente, un indigente vendría a gorronear más al oeste de Harlem que a la zona central.

¿Cuánto faltaba?

Jax, el indigente, miró hacia arriba, entornando los ojos. Dos calles hasta el apartamento de la chica.

Ya casi estaba allí. Ya casi estaba hecho.


Sentía una comezón.

En el caso de Lincoln Rhyme eso podía ser literal: tenía sensibilidad en el cuello, los hombros y la cabeza y, de hecho, ésas eran sensaciones normales, que nada tenían que ver con su discapacidad; era algo saludable, aunque no le gustara nada. Para un tetrapléjico, no poder rascarse la comezón era la cosa más jodida y frustrante del mundo.

Pero ésta era una comezón en sentido figurado.

Algo no iba bien. ¿Qué sería?

Thom le hizo una pregunta. No le prestó atención.

– ¿Lincoln?

– Estoy pensando. ¿No lo ves?

– No. Eso pasa por dentro -respondió su ayudante.

– Bueno, silencio.

¿Cuál era el problema?

Más miradas exhaustivas a las tablas de pruebas, al perfil, a las viejas cartas y recortes, a la expresión extraña del hombre colgado… Pero la comezón parecía no tener nada que ver con las pruebas.

Y entonces, supuso que sería mejor hacer caso omiso de ella.

Volver a…

Rhyme ladeó la cabeza. Estaba al borde de un pensamiento. Se le escapó.

Era alguna anomalía. Palabras que alguien había dicho y que no encajaban.

– ¡Maldita sea! -gritó-. El tío.

– ¿Qué? -preguntó Mel Cooper.

– Dios. ¡El tío de Geneva!

– ¿Qué pasa con él?

– Geneva dijo que era el hermano de su madre.

– ¿Y?

– Cuando hablamos con él, dijo que había hablado con su hermano.

– Quizás quiso decir con su hermano político.

– Si hubiera querido decir eso, habría dicho eso… Comando: llamar a Bell.


Sonó el teléfono, y el detective respondió al primer tono de llamada de su móvil, un tono que indicaba que la llamada era de la casa de Lincoln Rhyme.

– Aquí Bell.

– Roland, ¿estás en casa de Geneva?

– Sí.

– Estarás usando el manos libres, ¿verdad?

– No, adelante. -Instintivamente, el detective se abrió la americana y destrabó la correa que sujetaba la mayor de sus dos pistolas. Su voz se mostraba firme, igual que su mano, aunque su corazón se aceleró un par de latidos.

– ¿Dónde está Geneva?

– En su habitación.

– ¿Y el tío?

– No lo sé. Acaba de ir a hacer la compra.

– Escucha. El tío inventó la historia de cómo están emparentados. Dijo que era hermano del padre de Geneva. Y ella había dicho que era hermano de su madre.

– Maldición. Es un doble.

– Ve con Geneva y quédate con ella hasta que solucionemos esto. Voy a enviar a otro par de coches patrulla.

Bell se dirigió rápidamente hacia el dormitorio de la chica. Llamó, pero no hubo respuesta.

Ahora el corazón le latía vertiginosamente. Desenfundó su Beretta.

– ¡Geneva!

Nada.

– Roland -dijo Rhyme- ¿qué está ocurriendo?

– Un momento -susurró el detective.

Se agachó, poniéndose en posición de tiro, empujó la puerta y, levantando el arma, dio un paso.

La habitación estaba vacía. Geneva Settle había desaparecido.

CAPÍTULO 25

Central, tenemos un diez veintinueve, posible rapto. -Arrastrando las palabras con su acento perezoso, Bell repitió el inquietante mensaje y dio su dirección. Y añadió-: La víctima es una mujer negra, dieciséis años, un metro cincuenta y cinco, cuarenta y ocho kilos. El sospechoso es un varón negro, corpulento, entre cuarenta y cuarenta y cinco, cabello corto.

– Entendido. Unidades en camino. K.

Mientras bajaba a toda prisa las escaleras, Bell se puso la radio al cinturón y envió a Martínez y a Lynch a revisar el edificio. La fachada del edificio había estado bajo la vigilancia de Lynch, mientras que Martínez había vigilado el tejado. Pero ellos suponían que SD 109 o su cómplice vendrían hacia el edificio, no que salieran de él. Martínez creyó haber visto a una chica y a un hombre, que podría haber sido el tío, alejándose del edificio, hacía unos tres minutos. No les había prestado atención.

Bell escrutó la calle, pero no vio más que a unos comerciantes. Corrió hacia el callejón que había junto al edificio. Se fijó en que había un indigente que empujaba un carrito de supermercado, pero estaba como a dos calles. Se concentró en los otros testigos potenciales, unas niñas que jugaban a saltar la cuerda.

– Hola. -La cuerda se aflojó y las niñas miraron al detective.

– Hola. Soy oficial de policía. Estoy buscando a una adolescente. Es negra, delgada, tiene cabello corto. Va con un hombre mayor.

Las sirenas de los coches de policía llenaban el aire, cada vez más cercanas.

– ¿Tiene usted placa?

Bell intentó controlar su ansiedad y seguir sonriendo. Les mostró la placa.

– ¡Ah!

– Sí. Les hemos visto -dijo una niña pequeña y bonita-. Subieron por aquella calle. Doblaron a la derecha.

– No, a la izquierda.

– Tú no estabas mirando.

– Sí que lo estaba. ¿Tiene usted pistola, señor?

Bell corrió hacia la esquina que le señalaron. Una calle más allá, a la derecha, vio un coche que se apartaba del bordillo. Cogió la radio.

– Unidades que respondieron al diez veintinueve. Cualquiera que esté cerca de la calle uno-uno-siete… Hay un sedán rojo oscuro que se dirige hacia el oeste. Deténganlo y comprueben quiénes van a bordo. Repito: estamos buscando a una mujer negra, dieciséis años. El sospechoso es un hombre negro, cuarenta y algo, K. Suponemos que está armado.

– Coche patrulla siete siete dos. Ya casi estamos allí… Sí, lo estamos viendo. Vamos a hacerle señas.

– Entendido, siete siete dos.

Bell vio el coche de policía con las luces encendidas acelerando hacia el sedán rojo oscuro, para luego frenar dando un patinazo. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Bell empezó a andar hacia allí en el momento en que un oficial salía del coche. Éste dio unos pasos hacia la ventanilla del sedán y se inclinó sobre ésta, con la mano sobre la culata de la pistola.

«Por favor, que sea ella».

El oficial hizo un movimiento de la mano y le indicó al coche que siguiera.

«Maldición», dijo Bell para sus adentros mientras corría hacia el oficial.

– Detective.

– ¿No eran ellos?

– No, señor. Una mujer negra. Treinta y tantos años. Sola.

Bell le ordenó al oficial que patrullara las calles cercanas de un extremo a otro, en dirección al sur, y dijo a los otros por radio que cubrieran la dirección opuesta. Eligió otra calle al azar y la recorrió. Sonó su teléfono móvil.

– Bell al habla.

Lincoln Rhyme preguntó qué estaba pasando.

– Nadie la ha visto. Pero no entiendo, Lincoln. ¿Acaso Geneva no conoce a su propio tío?

– Se me ocurren varias hipótesis posibles sobre cómo el sujeto podría haber logrado hacer colar a un doble. O puede que esté trabajando con el sujeto. No lo sé. Pero definitivamente, hay algo que no va. Piensa en cómo habla. No parece el hermano de un profesor. Habla como una persona de la calle.

– Es verdad… quiero comunicarme con mi equipo. Le llamaré luego. -Bell colgó y luego habló por radio con sus compañeros-. Luis, Barbe, informadme. ¿Qué habéis encontrado?

La mujer dijo que las personas que se encontraban en la calle 118 tampoco habían visto a la chica ni al hombre. Martínez informó de que no estaban en ninguna de las áreas comunes del edificio y que no había señales de intrusos ni de entradas forzadas.

– ¿Dónde está usted? -preguntó.

– En la manzana que está al este del edificio, mirando hacia el este. Tengo coches patrulla peinando las calles. Que uno de vosotros venga para acá conmigo. Que el otro cubra el apartamento.

– Entendido.

– Corto y fuera.

Bell cruzó la calle y miró hacia su izquierda. Vio una vez más al indigente, que se detuvo, miró en su dirección, se agachó y se rascó el tobillo. Bell fue hacia él para preguntarle si había visto algo.

Pero entonces oyó el ruido de la puerta de un coche que se cerraba de un golpe. ¿De dónde venía? El ruido resonó en las paredes y no supo identificarlo.

De pronto, el chirrido de un motor que arrancaba.

Frente a él… Empezó a andar hacia adelante.

No, a la derecha.

Corrió calle arriba. Entonces vio un Dodge gris abollado que se apartaba del bordillo. El coche empezó a moverse, pero se detuvo de golpe cuando un coche patrulla se cruzó lentamente en la esquina. El conductor del Dodge dio marcha atrás y pasó por encima del bordillo, metiéndose en un solar, fuera de la vista del coche de la policía. Bell creyó ver que había dos personas en el interior… Entornó los ojos. ¡Sí! Eran Geneva y el hombre que decía ser su tío. El coche se ladeó un poco cuando cambió de marcha.

Bell cogió su radio y llamó a los coches patrulla. Les ordenó que bloquearan ambas esquinas.

Pero el agente que iba al volante del coche patrulla que estaba más cerca giró metiéndose en la calle en lugar de bloquearla. El tío de Geneva le vio. Condujo su coche marcha atrás, pisó el acelerador a fondo y, patinando, describió un semicírculo por el perímetro del solar y se metió en un callejón detrás de una hilera de edificios. Bell perdió el rastro del Dodge. No sabía hacia dónde había doblado. Corriendo hacia el lugar en donde había visto el coche por última vez, el detective ordenó a los coches patrulla que dieran la vuelta a la manzana.

Se precipitó hacia el callejón y miró a su derecha, justo a tiempo para ver desaparecer el parachoques trasero del coche. Echó a correr para tratar de alcanzarlo, desenfundando su Beretta. Corrió a toda velocidad y dobló la esquina.

Bell se quedó helado.

Con las ruedas chirriando, el viejo Dodge se dirigía marcha atrás directamente hacia él, a toda velocidad, huyendo del coche de la policía que le bloqueaba la vía de escape.

Bell se quedó de pie donde estaba. Levantó la Beretta. Vio la mirada de susto del tío, la expresión de horror de Geneva, la boca abierta en un grito. Pero no podía disparar. El coche patrulla estaba justo detrás del Dodge. Aunque hiciera blanco en el secuestrador, las balas podrían atravesar el objetivo y el coche, y dar a los oficiales.

Bell se apartó de un salto, pero los adoquines estaban resbaladizos debido a la basura, y cayó de lado dándose un tremendo golpe, gruñendo. Quedó directamente en el trayecto del Dodge. El detective intentó moverse hacia un lugar seguro. Pero con la velocidad a la que iba el coche no iba a poder hacerlo a tiempo.

Pero… ¿pero qué estaba pasando?

El tío de Geneva pisó el freno. El coche se detuvo a un metro escaso de Bell. Se abrieron las puertas, y tanto Geneva como el hombre bajaron de un salto y corrieron hacia el hombre, gritando:

– ¿Está usted bien, está bien?

– Detective Bell -dijo Geneva, frunciendo el ceño, inclinándose para ayudarle a levantarse.

Encogiéndose de dolor, Bell apuntó con el arma al tío.

– No mueva ni un condenado músculo.

El hombre pestañeó y frunció el ceño.

– Al suelo. Y estire los brazos.

– Detective Bell… -dijo Geneva.

– Espere un momento, señorita.

El tío de Geneva hizo lo que le ordenaron. Bell le esposó, mientras los uniformados del coche patrulla venían corriendo por el callejón.

– Cachéenle.

– Sí, señor.

– Mire, señor, que no sabe lo que está haciendo -dijo el tío.

– A callar -ordenó Bell, y se llevó a Geneva, dejándola bajo un portal para que estuviera fuera de la línea de fuego en caso de que alguien disparase desde un tejado.

– ¡Roland! -Barbe Lynch corrió por el callejón.

Bell se apoyó sobre la gruesa pared de ladrillos, recuperando el aliento. Miró a su izquierda y vio que allí estaba el indigente que había visto antes. Éste entornó los ojos, miró hacia la policía con expresión inquieta, dio media vuelta y se alejó andando en la dirección opuesta. Bell no le prestó mayor atención.

– No era necesario hacer eso -dijo Geneva al detective, señalando con un movimiento de cabeza al hombre esposado.

– Pero no es tu tío -dijo el detective, calmándose-, ¿verdad?

– No.

– ¿Qué estaba haciendo contigo?

Ella bajó la vista con una expresión de tristeza en el rostro.

– Geneva -dijo Bell con firmeza-, esto es muy serio. Dime qué ocurre.

– Le pedí que me llevara a un lugar.

– ¿Adónde?

Ella bajó la cabeza.

– Al trabajo -dijo-. No puedo permitirme el lujo de faltar a un turno. Se abrió la chaqueta y mostró su uniforme de McDonald's. El alegre distintivo decía: Hola, me llamo Gen.

CAPÍTULO 26

Qué está pasando? -preguntó Lincoln Rhyme. Estaba preocupado, pero, a pesar del temor causado por la desaparición, su voz no reflejaba ningún reproche.

Geneva estaba sentada en una silla cerca de su silla de ruedas, en la planta baja de la casa. Sachs se encontraba de pie detrás de ella, con los brazos cruzados. Acababa de llegar con un montón de material que había traído de los archivos de la Fundación Sanford, donde había hecho aquel descubrimiento sobre el Potters' Field. Los papeles estaban sobre la mesa, cerca de Rhyme, sin que nadie les prestara atención debido a la intrusión de este nuevo drama.

La chica miró desafiante a Rhyme.

– Le contraté para que se hiciera pasar por mi tío.

– ¿Y tus padres?

– No tengo.

– No tienes…

– No tengo -repitió entre dientes.

– Continúa -dijo Sachs amablemente.

Se quedó callada durante unos instantes.

– Cuando tenía diez años, mi padre nos abandonó, a mi madre y a mí. Se fue a Chicago con otra mujer, y se casó. Fundó una nueva familia. Yo estaba hecha polvo, me dolió. Pero en el fondo no le culpaba. Nuestra vida era un desastre. Mi madre era adicta a la heroína, no podía dejarla. Ellos se peleaban mucho. Bueno, ella se peleaba con él. Lo que sucedía era que él intentaba encarrilarla, y ella se enfurecía. Para pagar las dosis, mi madre robaba cosas en las tiendas. -Geneva no bajó la vista (tenía los ojos clavados en los de Rhyme) cuando añadió-: E iba a las casas de sus amigas, y allí recibían hombres, ya imaginará para qué. Papá lo sabía todo. Supongo que lo soportó mientras pudo, y luego se marchó. -Inspiró profundamente y luego prosiguió-: Entonces mamá enfermó. Tenía sida, pero no tomaba ninguna medicación. Murió de una infección. Yo me quedé a vivir con su hermana en el Bronx durante un tiempo, pero luego ella se fue a Alabama y me dejó en el apartamento de la tía Lilly. Pero la tía Lilly tampoco tenía dinero y siempre la desalojaban; se mudaba a casas de amigas suyas, como ahora. Era pobre, no podía tenerme con ella. Así que hablé con el portero del edificio en donde mi madre había trabajado alguna vez haciendo tareas de limpieza. Me dijo que si le pagaba podía quedarme en el sótano. Tengo un catre allí, una cómoda vieja, un microondas, una biblioteca. Y di como dirección postal la de su apartamento.

– Me dio la impresión de que no te sentías como si estuvieras en tu casa en ese lugar. ¿A quién pertenece? -preguntó Bell.

– A una pareja de jubilados. Viven aquí la mitad del año y luego se van a Carolina del Sur a pasar el otoño y el invierno. Willy tiene una llave. Yo les pagaré luego el recibo de la electricidad y repondré la cerveza y las cosas que cogió Willy.

– No tienes que preocuparte por eso.

– Sí que tengo -dijo ella con firmeza.

– ¿Con quién hablé antes si no era tu madre? -preguntó Bell.

– Lo siento -dijo Geneva suspirando-. Era Lakeesha. Le pedí que se hiciera pasar por mi madre. Es una buena actriz.

– Yo me lo tragué. -El detective sonrió por haber sido engañado tan alevosamente.

– ¿Y tu manera de hablar? -preguntó Rhyme-. Realmente pareces la hija de un profesor.

Geneva adoptó un acento callejero:

– ¿Y a usted qué le pasa? ¿Qué cree, que no sé hablar como una chica de barrio? -Una risa seca-. Me he esforzado en mejorar mi inglés estándar desde que tenía siete u ocho años. -Se le entristeció el rostro-. Lo único bueno de mi padre es que siempre me hacía leer. A veces me leía él también.

– Podríamos buscarle y…

– ¡No! -dijo Geneva con firmeza en la voz-. No quiero saber nada de él. Además, ahora tiene otros hijos y él tampoco quiere saber nada de mí.

– ¿Y nadie se ha enterado de que no tienes casa?

– ¿Por qué iban a enterarse? Nunca he solicitado asistencia social, ni cupones para comida, así que nunca han venido a verme los trabajadores sociales. Ni siquiera he solicitado comidas gratuitas en el instituto, porque eso hubiera descubierto mi tapadera. Falsifiqué los nombres de mis padres en los papeles del instituto cuando necesitaba sus firmas. Y tengo un servicio de buzón de voz, también con la ayuda de Keesh. Ella grabó el mensaje de respuesta simulando ser mi madre.

– Y en el instituto, ¿nunca han sospechado nada?

– A veces preguntan si no puede ir alguien a las reuniones de padres y profesores, pero nunca han insistido porque mis notas son excelentes. Sin asistencia social, con buenas notas, sin problemas con la policía… Nadie presta atención si no hay nada malo. -Se rio-. ¿Conocen el libro de Ralph Ellison, El hombre invisible? No, no la película de ciencia-ficción. Trata sobre lo que supone ser negro en Estados Unidos, cómo uno resulta invisible. Bueno, yo soy la chica invisible.

Todo tenía sentido. La ropa raída y el reloj barato, que no eran precisamente lo que unos padres de clase alta le comprarían a su hija. El instituto público, no privado. Su amiga Keesh, una chica de la calle. No la clase de chica que sería la típica amiga de la hija de un profesor universitario.

Rhyme movió la cabeza.

– Nunca te hemos visto llamar a tus padres a Inglaterra. Pero que llamaste al portero ayer, después de lo que pasó en el museo, ¿verdad? ¿Le pediste que fingiera ser tu tío?

– Dijo que lo haría si le pagaba extra, sí. Quería que me quedara en su apartamento. Pero ésa no era una buena idea, no sé si me entiende. Así que le propuse que usáramos el segundo B, ya que los Reynolds estaban de viaje. Le pedí que quitara su nombre del buzón.

– Ya me parecía a mí que ese hombre y tú no teníais aire de familia -dijo Bell, y Geneva respondió con una risa burlona.

– Al ver que tus padres no llegaban nunca, ¿qué habrías dicho?

– No lo sé. -A Geneva se le quebró la voz y por un momento pareció muy joven y perdida. Luego se recuperó-. Tuve que improvisarlo todo. Cuando fui a buscar las cartas de Charles ayer…

– Miró a Bell y éste meneó la cabeza-. Me escapé por la puerta de atrás y bajé al sótano. Era allí donde las tenía guardadas.

– ¿Tienes algún familiar aquí? -preguntó Sachs-. Además de tu tía.

– No, no tengo nin… -Por primera vez Rhyme vio verdadero pavor en los ojos de la chica. Y la fuente de ese pavor no era un asesino a sueldo, sino el hecho de que se le hubiera escapado el dialecto no estándar-. No tengo a nadie.

– ¿Por qué no recurres a los servicios sociales? -preguntó Sellitto-. Para eso están.

– Tú, más que nadie, tienes derecho a la asistencia social -agregó Bell.

La chica frunció el ceño, y se le oscurecieron sus oscuros ojos aún más.

– Yo no acepto cosas gratis. -Movió la cabeza-. Además, un trabajador social vendría a investigar y se enteraría de mi situación. Me enviarían con mi tía de Alabama. Vive en un pueblecito de trescientos habitantes a las afueras de Selma. Ya se sabe a qué clase de educación podría aspirar en ese lugar. O me dejarían aquí, pero terminaría con una familia de acogida en Brooklyn, viviendo en una habitación con cuatro pandilleras, con los altavoces sonando con hip-hop y el canal BET en la televisión las veinticuatro horas del día, que ya saben que es sólo para afroamericanos, llevada a rastras a la iglesia… -Se estremeció y gesticuló con la cabeza.

– De ahí el empleo -dijo Rhyme, mirando el uniforme.

– De ahí el empleo. Alguien me puso en contacto con un tipo que falsifica carnés de conducir. Según el mío tengo dieciocho años. -Una risa-. No los aparento, ya lo sé. Pero solicité el trabajo en un lugar donde el jefe es un tipo mayor y blanco. No tiene ni idea de qué edad tengo. He trabajado siempre en el mismo lugar. Nunca he faltado a mi turno. Hasta hoy. -Un suspiro-. Mi jefe se enterará. Tendrá que despedirme. Mierda. Y perdí mi otro trabajo la semana pasada.

– ¿Tenías dos empleos?

La chica asintió con la cabeza.

– Limpiaba graffitis. Están llevando a cabo la rehabilitación de Harlem. Por todas partes. Algunas compañías de seguros o de negocios inmobiliarios limpian edificios viejos y los alquilan por un montón de dinero. El personal contrató a algunos chicos para limpiar paredes. Era mucho dinero. Pero me despidieron.

– ¿Por ser menor de edad? -preguntó Sachs.

– No. Porque vi a unos obreros, tres tipos blancos corpulentos, que trabajaban para una compañía de bienes inmuebles. Estaban molestando a una pareja que llevaba toda la vida viviendo en ese edificio. Les pedí que dejaran de hacerlo o llamaría a la policía… -Se encogió de hombros-. Me despidieron. Llamé a la policía, pero no les hicieron mucho caso… Así es como le pagan a una por hacer el bien.

– Y por eso no querías que la señora Barton, la orientadora, te ayudara -dijo Bell.

– Si se entera de que no tengo casa… terminaría con el culo en un orfanato. -Se estremeció-. ¡Estaba tan cerca! Podría haberlo logrado. Un año y medio más y me habría ido. Estaría en Harvard o en Vassar. Entonces ayer aparece ese tipo en el museo y me lo estropea todo. -Geneva se puso de pie y se acercó a la pizarra en la que estaba la información sobre Charles Singleton. La miró-. Por eso escribía sobre él. Tenía que averiguar que era inocente. Quería que fuera un buen tipo, un buen marido y un buen padre. Esas cartas son maravillosas. Escribía tan bien… todas esas palabras. Hasta su letra era bonita. -Agregó sin aliento-: Y fue un héroe de la guerra civil y daba clases a los niños y salvó a los huérfanos de los rebeldes que se rebelaron contra la llamada a filas. De pronto me encontré con que, después de todo, tenía un pariente que era bueno. Que era inteligente, que conocía a personas famosas. Yo quería que él fuera alguien a quien yo pudiera admirar, no como mi padre o mi madre.

Luis Martínez asomó la cabeza por la puerta.

– Lo hemos verificado. Nombre y dirección correctas. No tiene antecedentes penales. No hay órdenes de búsqueda. -Había comprobado el nombre del falso tío. A esas alturas Rhyme y Bell no confiaban en nadie.

– Debes de sentirte muy sola -dijo Sachs.

Una pausa.

– A veces mi padre me llevaba a la iglesia, antes de marcharse. Recuerdo una canción gospel. Era nuestra preferida. Se titula No tengo tiempo para morir. Así es mi vida. No tengo tiempo para sentirme sola.

Pero a aquellas alturas Rhyme conocía bastante bien a Geneva. La chica estaba fingiendo.

– Así que tienes un secreto, al igual que tu ancestro. ¿Quién conoce el tuyo? -preguntó Rhyme.

– Keesh. El portero y su esposa. Sólo ellos. -Miró a Rhyme fijamente, desafiante-. Me va a entregar, ¿verdad?

– No puedes vivir sola -dijo Sachs.

– He vivido sola durante dos años -respondió irritada-. Tengo mis libros, el instituto. No necesito nada más.

– Pero…

– No. Si me descubren, todo se irá al traste. -Con voz enmudecida, como si le costase mucho pronunciar las palabras, añadió-: Por favor.

Un momento de silencio. Sachs y Sellitto miraban a Rhyme, la única persona en la habitación que no necesitaba rendir cuentas a los jefes ni a las normas de la ciudad.

– No hace falta que tomemos una decisión ahora mismo. Estamos muy ocupados con el asunto de nuestro sujeto. Pero creo que deberías quedarte aquí, no en el apartamento secreto. -Dirigió una mirada a Thom-. Creo que podemos hacerle un sitio en el piso de arriba, ¿no?

– Claro que sí.

– Preferiría… -empezó a decir la chica.

– Me temo que esta vez voy a tener que insistir -replicó Rhyme, sonriendo.

– Pero mi empleo… No puedo permitirme el lujo de perderlo.

– Yo me encargo de eso. -Rhyme le pidió el número de teléfono y llamó a su jefe en el McDonald's, le contó en términos generales lo de la agresión, y le dijo que Geneva iba a faltar al trabajo unos días. El jefe mostró un sincero interés y dijo que Geneva era su empleada más diligente. Que se tomara todo el tiempo que fuera necesario y que estuviera segura de que el empleo la estaría esperando cuando regresara.

– Es la mejor empleada que tenemos -dijo el hombre por el altavoz-. Es una adolescente más responsable que la mayoría de las personas que le doblan la edad. Eso no se ve con mucha frecuencia.

Rhyme y Geneva compartieron una sonrisa y desconectaron la llamada. En ese momento sonó el timbre. Bell y Sachs inmediatamente se pusieron alerta, las manos deslizándose hacia sus pistolas. Rhyme notó que Sellitto aún parecía asustado, pero aunque éste bajó la vista hacia su arma, no movió la mano. Siguió con los dedos en la mejilla, frotándola suavemente, como si con el gesto pudiera hacer aparecer un geniecillo que le trajera calma a su corazón apesadumbrado.

Thom apareció en la puerta.

– Hay una tal señora Barton, del instituto. Ha venido a traer una copia del vídeo de seguridad -dijo a Bell.

La chica movió la cabeza, consternada.

– No -susurró.

– Hazla pasar -dijo Rhyme.

Entró una mujer afroamericana de gran porte, que llevaba un vestido morado. Bell la presentó. Saludó a todos con un movimiento de cabeza y, como la mayoría de los orientadores que había conocido Rhyme, no reaccionó ante su condición de minusválido.

– Hola, Geneva -saludó la mujer.

La chica hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo. Su rostro, una máscara. Rhyme pudo deducir que estaba pensando en la amenaza que la mujer representaba para ella: Alabama rural u hogar de acogida.

– ¿Qué tal estás? -añadió la señora Barton.

– Muy bien, gracias -dijo la chica con una gentileza poco común en ella.

– Esto debe de ser muy difícil para ti -dijo la mujer.

– He estado mejor. -Geneva intentó reír. La risa le salió sin gracia. Miró a la mujer y luego desvió la mirada.

– He hablado con media docena de personas acerca de ese hombre que se metió ayer en el patio. Sólo dos o tres recuerdan haber visto a alguien. No supieron describirle. Excepto que era negro, vestía una chaqueta verde y zapatos viejos de trabajo -explicó la orientadora.

– Eso es nuevo -dijo Rhyme-. Los zapatos. -Thom lo escribió en la pizarra.

– Y aquí está el vídeo de nuestro departamento de seguridad. -Le entregó una cinta a Cooper, que la puso en un vídeo y presionó el botón de reproducción.

Rhyme acercó su silla a la pantalla, y notó una tirantez en el cuello debido a la tensión con que examinaba las imágenes.

La cinta no resultó de gran ayuda. La cámara mostraba sobre todo el patio del instituto, no las aceras ni las calles de alrededor. En la periferia podían verse vagamente las imágenes de los que pasaban por ahí, pero nada que llamara la atención. Sin muchas esperanzas de encontrar algo, Rhyme ordenó a Cooper que enviara la cinta al laboratorio de Queens para ver si podían mejorar las imágenes digitalmente. El técnico rellenó el impreso de autorización de custodia y empaquetó la cinta. Luego llamó para que vinieran a recogerla.

Bell agradeció a la mujer su ayuda.

– Cualquier cosa que necesiten… -Se interrumpió y miró a la chica-. Pero realmente tendría que hablar con tus padres, Geneva.

– ¿Con mis padres?

La mujer asintió con una leve inclinación de cabeza.

– Debo decir que he hablado con algunos compañeros y profesores tuyos y, la verdad, tus padres no han mostrado mucho interés por tus estudios. De hecho, no sé de nadie que los haya visto alguna vez.

– Mis notas son muy buenas.

– Sí, ya lo sé. Estamos muy contentos con tu comportamiento académico, Geneva. Pero el aprendizaje consiste en que los alumnos y los padres trabajen juntos. Realmente me gustaría hablar con ellos. ¿Cuál es su teléfono móvil?

La chica se quedó helada.

Un silencio denso.

Que finalmente rompió Lincoln Rhyme.

– Voy a decirle la verdad.

Geneva bajó la vista. Tenía los puños apretados.

– Acabo de hablar por teléfono con su padre -dijo Rhyme a Barton.

Todos en el cuarto le miraron.

– ¿Ya han vuelto?

– No, y tardarán un tiempo en volver.

– ¿Cómo?

– Yo les pedí que no volvieran.

– ¿De veras? ¿Por qué? -La mujer frunció el ceño.

– Ha sido una decisión mía. Lo he hecho para mantener a salvo a Geneva. Como Roland Bell, aquí presente, le explicará -Rhyme miró al detective de Carolina, que asintió con un gesto bastante creíble, teniendo en cuenta que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo-, cuando establecemos un protocolo de protección a veces no nos queda más remedio que separar a las personas que protegemos de sus familias.

– No lo sabía.

– De otra manera -prosiguió Rhyme en un tono encantador- el agresor podría utilizar a los familiares para conseguir que la persona en cuestión saliera de su escondite.

Barton asintió con un movimiento de cabeza.

– Es razonable.

– ¿Cómo se llama, Roland? -Rhyme miró al detective nuevamente. Y respondió a su propia pregunta-. Aislamiento de familiares, ¿no?

– ADF -dijo Bell-. Así es como lo llamamos. Una técnica muy importante.

– Bueno, me alegra saberlo. Pero tu tío seguirá cuidando de ti, ¿verdad?

– No, creemos que es mejor que Geneva se quede aquí -dijo Sellitto.

– Estamos activando el ADF con su tío también -dijo Bell. Aquella invención sonaba especialmente concluyente viniendo de un policía con acento sureño-. Queremos mantenerle oculto.

Rhyme sabía que Barton se lo había creído todo. La orientadora se dirigió a Geneva.

– Bueno, cuando todo esto se acabe, por favor, diles que me llamen. Parece que estás llevando este asunto muy bien. Pero psicológicamente te hará mella. Nos sentaremos juntos y trabajaremos en algunos detalles. -Finalmente agregó sonriendo-: Todo puede arreglarse.

Una frase que probablemente estaba grabada en alguna bandeja de cerámica o taza de café en su oficina.

– Vale -dijo Geneva con cautela-. Ya veremos.

Después de que la mujer se marchara, Geneva se volvió hacia Rhyme.

– No sé qué decir. Significa tanto para mí lo que ha hecho usted.

– Fundamentalmente -dijo, incómodo ante tanta gratitud- lo he hecho por nuestra conveniencia. No puedo estar llamando a los organismos de Protección de Menores ni andar buscándote por todos los orfanatos cada vez que tenga que hacerte una pregunta sobre el caso.

Geneva se rio.

– Finja cuanto quiera -dijo ella-. Gracias de todas formas. -Luego se acercó a Bell y le explicó qué libros, ropa y otras cosas necesitaba del sótano de la calle 118. El detective dijo que reclamaría al falso tío la devolución de lo que ella le había pagado por el chanchullo.

– No va a devolverlo -dijo ella-. Usted no le conoce.

Bell sonrió.

– Ah, sí, sí que lo devolverá. -Esto lo dijo amablemente el hombre que llevaba dos pistolas.

Geneva llamó a Lakeesha y le dijo a su amiga que se quedaría en casa de Rhyme; luego colgó y siguió a Thom al piso superior, a la habitación de los huéspedes.

– ¿Y si la orientadora se entera, Linc? -preguntó Sellitto.

– ¿De qué?

– Bueno, de tu mentira sobre los padres de Geneva y de los procedimientos policiales. ¿Qué diablos era eso del AFD?

– ADF -le recordó Bell.

– ¿Y qué va a hacer? -gruñó Rhyme-. ¿Me va a obligar a quedarme después de clase? -Movió la cabeza apuntando a la pizarra-. Ahora podemos seguir trabajando. Hay un asesino suelto y tiene un cómplice. Y alguien los ha contratado. ¿Recordáis? Me gustaría saber quiénes diablos son antes de que se termine esta década.

Sachs fue hasta la mesa y comenzó a ordenar las carpetas y las copias del material que William Ashberry le había permitido llevarse de la biblioteca de la fundación, el «pequeño escenario del crimen».

– Esto se refiere sobre todo a Gallows Heights: mapas, dibujos, artículos. Hay algunas cosas sobre el Potters' Field -dijo.

Le pasó los documentos a Cooper, uno por uno. Éste añadió en la pizarra algunos dibujos y mapas de Gallows Heights, sobre los que Rhyme clavó los ojos, mientras Sachs les contaba lo que había averiguado sobre el barrio. Fue hacia donde estaba el dibujo y señaló en éste un edificio comercial de dos pisos.

– El Potters' Field estaba justo por aquí. En la calle 80 Oeste. -Miró rápidamente algunos documentos-. Al parecer era un lugar de mala fama, allí se reunían muchos ladrones, gente como Jim Fisk o el Boss Tweed, y políticos relacionados con la maquinaria del Tammany Hall.

– ¿Ves como un pequeño escenario del crimen puede ser de gran valor, Sachs? Eres una mina de información útil.

La mujer le miró con cierto desdén, luego cogió una fotocopia.

– Éste es un artículo sobre el incendio. Dice que, la noche en que se incendió el Potters' Field, los testigos oyeron una explosión en el sótano, y casi inmediatamente después, el lugar quedó envuelto en llamas. Se sospechaba que el incendio había sido provocado, pero nunca arrestaron a nadie. No hubo víctimas mortales.

– ¿Para qué fue Charles allí? -caviló Rhyme en voz alta-. ¿A qué se refería con «justicia»? ¿Y qué es lo que está oculto bajo arcilla y tierra?

¿Era una pista, alguna prueba, un recorte de documento lo que podría responder la pregunta de quién quería asesinar a Geneva Settle?

Sellitto sacudió la cabeza.

– Qué lástima que ocurriera hace ciento cuarenta años. Fuera lo que fuese, ya no existe. Nunca sabremos la verdad.

Rhyme miró a Sachs. Ésta captó la mirada, y sonrió.

CAPÍTULO 27

De alguna manera, tienen suerte -dijo David Yu, un joven ingeniero con el cabello de punta que trabajaba para el ayuntamiento.

– No nos vendría nada mal -respondió Amelia Sachs-. Tener suerte, quiero decir.

Estaban de pie en la calle 80 Oeste, a menos de cien metros al este del parque Riverside, observando una casa de piedra rojiza de dos pisos. El autobús de la USU esperaba allí cerca, al igual que otra amiga de Sachs, una mujer policía llamada Gail Davis, de la unidad de perros entrenados, K9, con su perro Vegas. La mayoría de los perros de la policía eran pastores alemanes, pastores belgas, malinois y, en el caso de la brigada de explosivos, labradores de la variedad golden retriever. Vegas, sin embargo, era un pastor de Brie, una raza francesa con una larga historia de servicio militar. Son perros conocidos por tener un excelente olfato y una habilidad sorprendente a la hora de percibir amenazas para el ganado o para los seres humanos. Rhyme y Sachs pensaron que para investigar un escenario del crimen de ciento cuarenta años podrían ser provechosos algunos métodos antiguos de búsqueda, además de los sistemas de alta tecnología que también utilizarían.

El ingeniero, Yu, señaló con un gesto de cabeza el edificio que había sido construido en el lugar donde se había incendiado el Potters' Field. La fecha grabada en la piedra era 1879.

– Para construir un edificio como éste en aquel entonces no se excavaba ni se enterraban pilares. Se cavaba el perímetro para hacer los cimientos, se vertía hormigón, y encima se levantaban las paredes. Ése era el sostén de carga. Los sótanos tenían suelo de tierra. Pero los procedimientos de construcción cambiaron. En algún momento, a principios de siglo, debieron de poner un suelo de hormigón. Pero ese suelo tampoco cumplía una función estructural. Se pondría por cuestiones de higiene y seguridad. De manera que los constructores tampoco excavaron para hacerlo.

– Entonces, lo que resulta afortunado es que cualquier cosa que hubiera ahí debajo en 1860, aún podría seguir ahí -dijo Sachs.

Oculta para siempre

– Así es.

– Y la parte no tan afortunada es que está bajo hormigón.

– Exacto.

– ¿A unos cincuenta centímetros de profundidad?

– Quizá menos.

Sachs rodeó el edificio, que era mugriento y feo, aunque ella sabía que el alquiler de un apartamento ahí tenía que ser de unos cuatro mil dólares al mes. Había una entrada de servicio en la parte posterior que conducía al sótano.

Estaba volviendo hacia la fachada de la estructura cuando sonó su móvil.

– Detective Sachs.

Del otro lado de la línea estaba Lon Sellitto. Había averiguado cómo se llamaba el dueño del edificio, un empresario que vivía a unas pocas calles de allí. El hombre iba de camino al edificio para que pudieran entrar. Unos segundos después Rhyme se puso al teléfono y Sachs le contó lo que le había dicho Yu.

– Buena suerte, mala suerte -dijo, y era evidente que estaba poniendo mala cara-. Bien, he enviado allí una unidad de registro y vigilancia con un radar de penetración de superficies y un equipo de ultrasonidos.

Justo en ese momento llegó el dueño del edificio. Un hombre bajo, calvo, de traje, la camisa sin abotonar. Sachs cortó la llamada del móvil con Rhyme y le explicó rápidamente al hombre lo que necesitaban examinar en el sótano. Él la miró de arriba a abajo, receloso, y luego abrió la puerta del sótano, se apartó a un lado y cruzó los brazos, cerca de Vegas. Daba la impresión de que no le había caído muy bien al perro policía.

Llegó un Chevy Blazer, aparcó, y descendieron tres miembros de la unidad de registro y vigilancia del Departamento de Policía de Nueva York. Un oficial de RYV era una especie de poli, ingeniero y científico a la vez, cuyo trabajo consistía en dar apoyo a las fuerzas tácticas, localizando criminales y víctimas en el escenario del crimen por medio de la utilización de telescopios, equipos de visión nocturna, sistemas infrarrojos, micrófonos y otros dispositivos. Saludaron con un movimiento de cabeza a los técnicos de la USU, y bajaron del coche unas maltrechas maletas negras, bastante parecidas a las que usaba Sachs en sus investigaciones. El dueño los miró con desconfianza.

Los oficiales de RYV bajaron al sótano, húmedo y frío, que olía a moho y queroseno, seguidos de Sachs y el dueño. Enchufaron en sus artefactos informatizados unas sondas que se parecían a los tubos y accesorios de una aspiradora.

– ¿El área entera? -preguntó uno a Sachs.

– Sí.

– No dañarán nada, ¿verdad? -preguntó el dueño.

– No, señor -respondió un técnico.

Comenzaron a trabajar. Los hombres decidieron usar en primer lugar el radar de penetración de superficies. El RPS envía ondas de radio que reciben información sobre los objetos con los que éstas se topan en el camino, al igual que el radar tradicional de los barcos y aviones. La única diferencia es que el RPS puede atravesar objetos tales como la tierra y los escombros. Es tan veloz como la luz, y a diferencia del ultrasonido, no necesita estar en contacto con la superficie para obtener una lectura.

Escanearon el suelo durante una hora, presionando los botones de los ordenadores y haciendo anotaciones, mientras Sachs permanecía parada a un lado, intentando no dar golpecitos de impaciencia con el pie, pues se imaginaba que eso podría interferir en las lecturas de los instrumentos.

Después de peinar el suelo con el radar, el equipo consultó la pantalla del ordenador del dispositivo, y luego, basándose en lo observado, recorrieron nuevamente el lugar, apoyando contra el suelo el sensor de ultrasonido en media docena de zonas relevantes, de acuerdo con los datos recogidos previamente.

Cuando terminaron, llamaron a Sachs y a Yu para que se acercaran al ordenador, y les mostraron algunas imágenes. A Sachs le resultó imposible interpretar lo que se veía en la pantalla verde grisácea. Estaba llena de manchas y rayas, muchas de las cuales tenían a un lado pequeñas ventanas llenas de números y letras indescifrables.

– La mayoría de estas cosas son las que uno esperaría en un edificio de esta antigüedad. Canto rodado, un lecho de grava, madera podrida. Eso es un fragmento de cloaca -dijo uno de los técnicos señalando una zona de la pantalla.

– Hay una servidumbre de un canal de desagüe que comunica con el desagüe principal que va al Hudson -dijo Yu-. Debe de ser eso.

El dueño se inclinó por encima de su hombro.

– ¿Me permite, señor? -dijo Sachs refunfuñando. El hombre se alejó de mala gana.

El técnico meneó la cabeza.

– Pero aquí… -Señaló un punto junto a la pared del fondo-. Tenemos una señal pero de algo sin identificar.

– ¿Una… qué?

– Cuando el ordenador se topa con algo que ha visto antes, sugiere lo que puede ser. Pero esto ha dado negativo.

Sachs solo veía un área menos oscura en la pantalla oscura.

– Así que aplicamos el sondeo por ultrasonidos y esto es lo que obtenemos.

Su compañero tecleó una orden y apareció otra pantalla más clara, con una imagen más nítida: un anillo irregular, dentro del cual había un objeto redondo y opaco del que parecía salir un hilo o algo así. Llenando el anillo, en el espacio que quedaba debajo del objeto más pequeño, había algo que parecía ser un montón de palos o tablas, puede que, se figuró Sachs, una caja fuerte rota por el paso del tiempo.

– El anillo exterior tiene como sesenta centímetros de diámetro. El interior es tridimensional, una esfera. Como de veinte o veinticinco centímetros de diámetro -dijo un oficial.

– ¿Está cerca de la superficie?

– La losa está a unos veinte centímetros de profundidad, y esa cosa se encuentra unos quince o veinte centímetros más abajo.

– ¿Exactamente dónde?

El hombre miró la pantalla del ordenador, luego el suelo, y luego otra vez la pantalla. Dio unos pasos hasta quedar junto a la pared del fondo del sótano, cerca de la puerta que llevaba al exterior.

Hizo una marca con tiza en el suelo. El objeto estaba justo contra la pared. Quienquiera que hubiera levantado la pared había pasado a sólo unos centímetros.

– Supongo que era un aljibe o una cisterna. Quizá una chimenea.

– ¿Qué se necesitaría para atravesar el hormigón? -preguntó Sachs a Yu.

– Mi permiso -dijo el dueño-. Y no van a obtenerlo. No van a romper el suelo.

– Señor -dijo Sachs con paciencia-, éste es un asunto policial.

– Sea lo que sea, es mío.

– No es una cuestión de propiedad. Puede ser relevante en una investigación policial.

– Bueno, tendrán que conseguir una orden judicial. Soy abogado. Ustedes no van a romperme el suelo.

– Es realmente importante que sepamos de qué se trata.

– ¿Importante, por qué?

– Tiene que ver con un caso penal de hace unos años.

– ¿Unos años? -preguntó el hombre, dándose cuenta de lo débil que era la posición de Sachs-. ¿Cuántos son unos años? -Probablemente era un buen abogado.

Si se miente a gente como ésta, la mentira se termina volviendo contra uno.

– Ciento cuarenta. Más o menos -explicó Sachs.

El hombre se echó a reír.

– Esto no es una investigación. Esto es el Discovery Channel. Nada de martillos neumáticos. Ni hablar.

– Le pedimos un poco de cooperación, señor.

– Consigan una orden judicial. No tengo por qué cooperar a menos que me obliguen.

– Entonces no sería cooperación, ¿no le parece? -replicó Sachs. Telefoneó a Rhyme.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el criminalista.

La mujer le informó brevemente de lo que habían hallado.

– Una vieja caja fuerte en un aljibe o cisterna dentro de un edificio incendiado. No podría haber mejor lugar para esconder algo. -Rhyme pidió a los oficiales de RYV que le enviaran las imágenes por correo electrónico inalámbrico. Eso hicieron.

– Aquí tengo una imagen, Sachs -dijo un momento después-. Ni idea de lo que puede ser.

Sachs le habló del ciudadano que se negaba a cooperar con la policía.

– Y voy a presentar batalla -dijo el abogado al oír la conversación-. Yo mismo iré a ver al juez en persona. Los conozco a todos. Nos tratamos de tú a tú.

La mujer oyó a Rhyme discutir el asunto con Sellitto. Cuando volvió al teléfono no parecía muy contento.

– Lon va a intentar obtener un mandamiento judicial, pero eso llevará tiempo. Y ni siquiera está seguro de que el juez pueda emitir esa orden en un caso como éste.

– ¿Puedo zurrar a este tipo? -susurró Sachs, y colgó. Se volvió hacia el propietario-. Arreglaremos el suelo. A la perfección.

– Tengo inquilinos. Se quejarán. Y yo soy el que tendrá que vérselas con ellos. No usted. Usted ya no estará aquí.

Sachs hizo un gesto de indignación con la mano, y pensó en arrestarle por… bueno, por algo. Y luego excavar el maldito suelo de todas formas. ¿Cuánto les llevaría conseguir una orden? Probablemente mucho tiempo, imaginó, considerando que los jueces necesitan un motivo «convincente» para permitir que la policía invada el hogar de una persona.

Su teléfono volvió a sonar.

– Sachs, ¿está el ingeniero ahí? -preguntó Rhyme.

– ¿David? Sí, está aquí mismo.

– Una pregunta.

– ¿Cuál?

– Pregúntale a quién pertenecen los callejones.


La respuesta, en este caso en particular -aunque no en todos- era al ayuntamiento. El abogado sólo poseía la planta del edificio en sí, y lo que hubiera dentro.

– Decidles a los ingenieros que vayan con los aparatos a la parte exterior del muro y que excaven un túnel por debajo de la pared. ¿Sería eso posible? -preguntó Rhyme.

Tras alejarse lo suficiente como para que el dueño no pudiera oírla, Sachs le transmitió la pregunta a Yu.

– Sí que podríamos. No habría riesgo de daño estructural mientras el agujero sea estrecho -contestó.

«Estrecho», pensó la policía claustrofóbica. «Justo lo que necesito». Colgó y se dirigió al ingeniero:

– Bien, quiero un… -Sachs frunció el ceño-. ¿Cómo se llaman esas cosas con una pala en la punta? -Sus conocimientos de vehículos que se movieran a menos de veinte kilómetros por hora era bastante limitado.

– Excavadora.

– Suena bien. ¿Cuánto tiempo le llevaría conseguir una?

– Media hora.

Le miró con gesto afligido.

– ¿Diez minutos?

Veinte minutos después, una excavadora municipal con una ruidosa alarma de marcha atrás apareció junto al edificio. No había forma de encubrir la estrategia. El dueño se adelantó, sacudiendo los brazos.

– ¡Van a excavar desde fuera! Tampoco pueden hacer eso. Yo soy el dueño de esta propiedad, desde el cielo hasta el centro de la tierra. Eso es lo que dice la ley.

– Bien, señor -dijo el joven y delgado funcionario Yu-. Bajo el edificio hay una servidumbre pública. Y nosotros tenemos derecho de acceso. Usted seguramente lo sabe.

– Pero la puta servidumbre está del otro lado de la propiedad.

– No creo.

– Está en esa pantalla. -Apuntó al ordenador y en ese momento se apagó la pantalla.

– ¡Vaya! -dijo uno de los oficiales de RYV que acababa de apagarla-. Esta maldita cosa siempre se está averiando.

El dueño le miró con desprecio y luego se dirigió a Yu.

– Donde ustedes van a excavar no hay servidumbre.

Yu se encogió de hombros.

– Bueno, usted sabrá que cuando alguien inicia una disputa sobre la ubicación de una servidumbre, la carga de la prueba recae sobre quien la inicia para conseguir una orden y detenernos a nosotros. Puede llamar a sus amigos del juzgado. Y, ¿sabe qué, señor? Más vale que se apresure, porque ya estamos entrando.

– Pero…

– ¡Adelante! -gritó.

– ¿Es verdad lo de las servidumbres? -susurró Sachs.

– No lo sé. Pero él se lo ha creído.

– Gracias.

La excavadora empezó a trabajar. No se necesitó mucho tiempo. Diez minutos más tarde, guiada por el equipo de RYV, la máquina había excavado una trinchera de un metro veinte de ancho y tres de profundidad. Los cimientos del edificio llegaban hasta menos de dos metros por debajo de la superficie, y más abajo había tierra oscura y arcilla gris. Sachs tendría que bajar hasta el fondo del pozo y cavar horizontalmente sólo unos cuarenta y cinco centímetros hasta encontrar la cisterna o el aljibe. Se puso su traje Tyvek y un casco con una luz en la parte superior. Llamó a Rhyme por la radio; no estaba segura de que el teléfono móvil funcionara en el pozo.

– Estoy lista -le dijo.

La oficial del departamento K9, Gail Davis, se acercó hasta allí con Vegas, que tironeaba de la correa y tocaba una y otra vez con la pata el borde del agujero.

– Ahí hay algo -dijo la mujer policía.

Como si ya no estuviera lo suficientemente asustada, pensó Sachs, mirando la cara tensa del perro, que estaba alerta.

– ¿Qué es ese ruido, Sachs?

– Gail está aquí. Su perro tiene algún problema con este sitio.

– ¿Algo específico? -preguntó Sachs a Davis.

– No. Podría ser cualquier cosa.

Vegas gruñó y tocó con la pata la pierna de Sachs. Davis le había contado a Sachs que otra habilidad de los perros de esa raza era un procedimiento llamado tría, utilizado en los campos de batalla. Los soldados utilizaban estos perros para determinar qué heridos podían salvarse y cuáles no. Se preguntaba si Vegas la estaba señalando como insalvable antes de tiempo.

– Mantente cerca -le dijo Sachs a Davis, riendo incómoda-. Por si necesito que me desentierren.

Yu se ofreció voluntariamente para bajar al pozo (dijo que le gustaban los túneles y las cuevas, algo que dejó a Amelia Sachs estupefacta). Pero ella dijo que no. Después de todo, ése era el escenario de un crimen, aunque tuviera ciento cuarenta años, y la esfera y la caja fuerte, fuesen lo que fuesen, eran pruebas que debían ser recogidas y conservadas de acuerdo con el procedimiento de investigación de los escenarios de crímenes.

Los trabajadores municipales echaron una escalera en el pozo y Sachs miró hacia abajo, suspirando.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Yu.

– Muy bien -dijo ella alegremente, y se metió en el pozo pensando que la claustrofobia en los archivos de la Fundación Sanford no era nada comparada con esto. Ya en el fondo, cogió la pala y el pico que le había dado Yu, y comenzó a excavar.

Sudando por el esfuerzo, temblando de pánico, cavó y cavó, imaginando con cada palada que el túnel se venía abajo y la enterraba viva.

Quitaba piedras, extraía la tierra densa.

Oculta para siempre, bajo arcilla y tierra

– ¿Qué ves, Sachs? -preguntó Rhyme por la radio.

– Tierra, arena, gusanos, unas latas, piedras.

Avanzó treinta centímetros por debajo del edificio, luego sesenta.

La pala hizo un ruido al chocar contra algo. Quitó con las manos un poco de tierra, y se encontró ante una pared redondeada de ladrillos, muy vieja, la argamasa toscamente extendida entre los ladrillos.

– Aquí hay algo. El lateral de la cisterna.

La tierra de los bordes del túnel se escurría hacia el suelo. Eso la asustó más que si le hubiera saltado una rata en el muslo. Le vino rápidamente una imagen a la mente: no podía moverse mientras la tierra la inundaba, le aplastaba el pecho, le llenaba la boca y la nariz. Ahogarse con tierra…

«Vale, chica, relájate». Sachs inspiró profundamente varias veces. Sacó más tierra. Sobre sus rodillas cayeron un par de decímetros cúbicos, o poco más.

– ¿No cree que tendríamos que apuntalar esto? – preguntó a Yu.

– ¿Qué? -preguntó Rhyme.

– Estoy hablando con el ingeniero.

– Lo más probable es que resista. La tierra está lo suficientemente húmeda como para que se mantenga compacta -gritó Yu.

Lo más probable.

El ingeniero prosiguió:

– Si quiere, podemos hacerlo. Pero nos llevará un par de horas construir el armazón.

– Olvídelo -le gritó. Y dijo por la radio-: ¿Lincoln?

Hubo un silencio.

Se sobresaltó: se dio cuenta que le había llamado por su nombre de pila. Ninguno de los dos era supersticioso, pero había una regla que respetaban: usar sus nombres de pila en el trabajo traía mala suerte.

La vacilación le indicó que él también se había dado cuenta de que ella había roto la regla.

– Adelante -dijo finalmente.

Por los lados del túnel volvían a resbalar grava y tierra seca, que le salpicaron los hombros y el cuello. Cayeron sobre el traje Tyvek, que amplificó los ruidos. Ella dio un salto hacia atrás, pensando que las paredes se caían. Una bocanada de aire.

– Sachs, ¿estás bien?

Miró a su alrededor. Las paredes resistían.

– Estoy perfectamente. -Siguió extrayendo tierra de la cisterna redonda de ladrillo. Con el pico quitó la argamasa. Le preguntó a Rhyme-: ¿Alguna otra idea de qué puede haber dentro? -El objetivo principal de la pregunta era el consuelo de escuchar su voz.

Una esfera.

– Ni idea.

Un golpe demoledor con el pico. Se salió un ladrillo. Luego dos. La tierra se volcó desde el interior del aljibe y le cubrió las rodillas.

«Maldita sea, odio esto».

Más ladrillos, más arena y piedrecitas y tierra. Se detuvo, se sacudió el pesado cúmulo que tenía sobre las piernas -estaba de rodillas- y volvió a su tarea.

– ¿Cómo vas? -preguntó Rhyme.

– Aguantando -respondió ella en voz baja, y quitó algunos ladrillos más. Había ya unos diez en el suelo. Giró la cabeza e iluminó lo que estaba detrás de los ladrillos: una pared de tierra negra, cenizas, pedacitos de carbón y restos de madera.

Comenzó a excavar la densa tierra seca que había dentro de la cisterna. Esta maldita tierra no era en absoluto compacta, pensó, mientras veía deslizarse los hilos de agua rojiza, que brillaban a la luz de su casco.

– ¡Sachs! -gritó Rhyme-. ¡Detente!

La mujer sofocó un grito.

– ¿Qué…?

– Acabo de revisar la historia del incendio. Aquí pone que hubo una explosión en el sótano de la taberna. En aquel entonces las granadas eran esferas con mechas. Charles debió de llevar dos. Eso es la esfera de la cisterna. Estás justo al lado de la que no explotó. La bomba podría ser tan inestable como la nitroglicerina. Era eso lo que el perro percibía, ¡los explosivos! ¡Sal de allí inmediatamente!

Se aferró a un lateral del pozo para ponerse de pie.

Pero el ladrillo al que se había agarrado se soltó de repente, y se cayó de espaldas mientras una avalancha de tierra seca del interior de la cisterna caía hacia dentro del túnel. Piedras, grava y tierra fluían a su alrededor, atrapándole las piernas flexionadas y acalambradas, y esparciéndose rápidamente hacia su pecho y su rostro.

Gritó e intentó desesperadamente ponerse de pie. Pero no pudo. La avalancha le había llegado a los brazos.

– Sa… -Oyó la voz de Rhyme en el momento en que la tierra arrancó el cable del auricular de la radio.

Sobre su cuerpo cayó más y más tierra; Sachs quedó inmovilizada bajo el peso agobiante que subía como una inundación de agua, sin que ella pudiera hacer nada.

Luego volvió a gritar, cuando la esfera, arrastrada por la corriente de tierra, cayó desde el agujero en la pared de ladrillos y rodó hasta quedar junto a su cuerpo paralizado.


Jax estaba fuera de su zona.

Había dejado atrás Harlem. Tanto el barrio como el estado de ánimo. Había dejado atrás los solares llenos de botellas de whisky, las tabernas clandestinas, los carteles descoloridos por el tiempo, de lejía Red Devil, que los negros usaban en la época de Malcolm X para plancharse el pelo. Había dejado atrás las pretensiones adolescentes de convertirse en rapero y las bandas de percusionistas del parque Marcus Gavey, los puestos de venta de juguetes y sandalias y bisutería y tapices de telas kente. Había dejado atrás los nuevos proyectos de rehabilitación de edificios, los autobuses turísticos.

Ahora estaba en uno de los pocos lugares que nunca había bombardeado con su Jax 157, donde nunca había pintado las paredes. La parte elegante de Central Park West.

Mirando el edificio en donde estaba Geneva Settle en aquel momento.

Tras el incidente en el callejón, cerca de la casa de la chica, en la calle 118, con Geneva y el tipo del coche gris, Jax había saltado a un taxi y había seguido hasta allí a los coches patrulla. No sabía qué pensar de ese lugar: dos coches de la policía en el frente y, desde las escaleras hasta la acera, una rampa, como las que se hacen para la gente que usa sillas de ruedas.

Cojeando lentamente por el parque, estudió el edificio. ¿Qué hacía la chica allí dentro? Trató de ver el interior. Pero las persianas estaban cerradas.

Llegó otro coche, un Crown Vic de ésos que la policía usa mucho, y descendieron dos agentes que llevaban una maleta barata, cerrada con cinta, y cajas de libros. Probablemente de Geneva, imaginó. La chica se estaba mudando.

Esa protección aún más extrema le desalentaba.

Se metió entre los arbustos para ver mejor por la puerta abierta, pero justo en ese momento pasó otro coche de policía, lentamente. Parecía que el madero que iba en él estaba vigilando el parque, al igual que la acera. Jax memorizó el número del edificio, dio media vuelta y desapareció en el parque. Se dirigió al norte, caminando de regreso hacia Harlem.

Notaba el arma que llevaba en el calcetín, notaba que el oficial de su libertad condicional, a trescientos kilómetros en dirección norte, tiraba de él, y podría estar pensando en hacerle una visita sorpresa a su apartamento de Buffalo en ese mismo instante. Jax recordó una pregunta que le había hecho Ralph, el príncipe egipcio perpetuamente apoyado en algo: ¿valía la pena correr ese riesgo?

En aquel momento, mientras volvía a casa, reflexionaba sobre todo eso.

Y pensó: ¿había valido la pena, hacía veinte años, arriesgar su vida colgándose de la cornisa de hierro de quince centímetros del paso elevado de la Gran Autopista Central, pintar Jax 157 a diez metros de altura por encima del tráfico que pasaba a cien kilómetros por hora?

¿Había valido la pena, hacía seis años, arriesgarse a cargar un proyectil en una escopeta calibre 12 en medio de una crisis nerviosa y ponerle el cañón en la cara al conductor de un camión blindado, sólo para llevarse esos 50.000 o 60.000 dólares? ¿Hubieran sido suficientes para volver a empezar, para encarrilar su vida?

Y, mierda, sabía que la pregunta de Ralph no era una pregunta sensata, porque sugería que había opciones. Entonces y ahora, no importaba si estaba bien o mal. Alonzo Jackson iba a seguir adelante. Si esto funcionaba, volvería a una vida honrada en Harlem: su hogar, el lugar que para bien o para mal lo había convertido en lo que era, y el lugar que él mismo había ayudado a formar, con sus miles de aerosoles de pintura. Simplemente estaba haciendo lo que tenía que hacer.


Con cuidado.

En su escondite de Queens, Thompson Boyd tenía puesta una máscara antigás y unos guantes gruesos. Mezclaba ácido con agua, despacio, y comprobaba la concentración.

Con cuidado…

Ésa era la parte más difícil. El polvo de cianuro de potasio que tenía allí era realmente peligroso -había suficiente para matar a treinta o cuarenta personas-, pero en ese estado, seco, era bastante estable. Al igual que con la bomba que había puesto en el coche policía, el polvo blanco necesitaba combinarse con ácido sulfúrico para producir el gas letal (el infame Zyklon-B usado por los nazis en sus duchas de exterminio).

Pero el punto clave es el ácido sulfúrico. Una concentración demasiado baja produce gas lentamente, lo que puede dar a las víctimas la oportunidad de olerlo y escapar. Pero una concentración demasiado alta, del veinte por ciento, hace que el cianuro explote antes de disolverse, lo que esparce el efecto mortal deseado.

Thompson necesitaba que la concentración fuera lo más cercana posible al veinte por ciento, por una razón muy sencilla. El lugar donde iba a colocar el artefacto, la vieja casa del Central Park West en la que se alojaba Geneva Settle, no era hermética, precisamente. Tras enterarse de que éste era el lugar donde estaba escondida la chica, Thompson había hecho su propia investigación sobre la casa, y había notado que las ventanas no estaban selladas y el sistema de calefacción y aire acondicionado era anticuado. Sería un desafío convertir la enorme estructura en una cámara letal.

Tiene que entender lo que estamos haciendo aquí. Es como todo en la vida. Las cosas nunca van al cien por cien como la seda. Nada termina saliendo tal como nos hubiera gustado

El día anterior le había dicho a su patrón que el próximo intento de matar a Geneva saldría bien. Pero ahora no estaba muy seguro. La policía era demasiado buena.

Haremos algún apaño y seguiremos adelante. No tenemos que actuar llevados por los nervios.

Bien, él no estaba nervioso ni preocupado. Pero necesitaba tomar medidas drásticas, en varios frentes. Si el gas venenoso mataba a Geneva en la casa, bien. Pero su objetivo principal no era ése. Como mínimo, tenía que quitarse de en medio a algunos otros de los que estaban dentro, a saber, los investigadores que le estaban buscando a él y a su jefe. Matarlos, dejarlos en coma, causarles daño cerebral, lo que fuera. Lo importante era minar sus fuerzas.

Thompson comprobó la concentración otra vez, y la modificó un poco, para compensar la forma en que el aire alteraría el equilibrio del pH. Las manos le temblaban un poco, así que se apartó un momento para calmarse.

Tssssst

La canción que había estado silbando se convirtió en Stairway to Heaven.

Thompson se echó hacia atrás, reclinándose en la silla, y pensó en cómo meter la bomba de gas en la casa. Se le ocurrieron algunas ideas, incluyendo una o dos de las que estaba casi seguro que funcionarían. Comprobó una vez más la concentración del ácido, silbando distraídamente a través de la boquilla de la máscara. El analizador indicaba que la concentración era del 19,99394 por ciento.

Perfecto.

Tssssst

La nueva melodía que le vino a la mente fue el Himno a la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven.


Amelia Sachs no había muerto aplastada por la arcilla y la tierra, ni había reventado por los inestables explosivos de la artillería del siglo XIX.

En aquellos momentos se encontraba, duchada y vestida con ropa limpia, en el laboratorio de Rhyme, mirando lo que había caído de la cisterna seca sobre su regazo, una hora antes.

No era una vieja bomba. Pero ahora ya no había duda de que había sido Charles Singleton quien lo había dejado en el aljibe la noche del 15 de julio de 1868.

La silla de Rhyme estaba ante la mesa de análisis de pruebas, al lado de Sachs, y ambos estaban mirando la caja de cartón con las prueba recogidas. Cooper estaba con ellos, poniéndose los guantes de látex.

– Tendremos que contárselo a Geneva -dijo Rhyme.

– ¿Es necesario? -respondió Sachs llena de reticencia-. No quiero hacerlo.

– ¿Decirme qué?

Sachs se volvió rápidamente. Rhyme se apartó de la mesa y dio media vuelta con su Storm Arrow pensando: «¡Demonios!, tendríamos que haber sido más discretos». Geneva Settle estaba de pie en la puerta.

– Han encontrado algo sobre Charles en el sótano de la taberna, ¿verdad? ¿Han descubierto que sí robó el dinero? ¿Era ése su secreto después de todo?

Rhyme le dirigió una mirada a Sachs.

– No, Geneva. No. Hemos encontrado otra cosa. -Señaló la caja con la cabeza-. Ven, mira esto.

La chica se acercó. Se detuvo, parpadeando, con los ojos clavados en la parduzca calavera humana. Era eso lo que habían visto en la imagen obtenida mediante sondeo por ultrasonido, y lo que había caído sobre el regazo de Sachs. Con la ayuda de Vegas -el perro pastor de Brie de Gail Davis- la detective había recuperado el resto de los huesos. Los huesos, que Sachs había confundido con las tablas de una caja fuerte, pertenecían a un hombre, según determinó Rhyme. Al parecer, el cuerpo había sido metido verticalmente en la cisterna del sótano de la taberna Potters' Field justo antes de que Charles le prendiera fuego. El sondeo por ultrasonido había detectado el cráneo visto desde arriba, y debajo de éste, una costilla, lo que parecía una bomba con su mecha.

Los huesos estaban en una segunda caja sobre la mesa de trabajo.

– Estamos casi seguros de que es un hombre al que mató Charles.

– ¡No!

– Y luego quemó el lugar para que no se descubriera el asesinato.

– Ustedes no pueden saber eso -gritó Geneva.

– No, no lo sabemos. Pero es una deducción razonable. -Rhyme explicó-: Su carta decía que iría al Potters' Field con un revólver Navy Colt. Ésa era un arma de las que se usaron en la guerra civil. No funcionaba como las armas actuales, en las que uno carga una bala en la parte trasera del cilindro. Había que cargar cada bala desde la boca, con una bola y pólvora.

La chica movió la cabeza. Su mirada estaba clavada en los huesos marrones y negros, en la calavera con las cuencas vacías.

– Encontramos información sobre armas como éstas en nuestra base de datos. Es una pistola calibre 36, pero la mayoría de los soldados de la guerra civil usaban balas calibre 39. Son un poco más grandes y entran más a presión. Eso hace que el disparo sea más preciso.

Sachs levantó una bolsa de plástico pequeña.

– Esto estaba en la cavidad craneana. -En su interior había una pequeña esfera de plomo-. Es una bala calibre 39 disparada por una pistola calibre 36.

– Pero eso no demuestra nada. -Geneva miraba el agujero que había en la frente de la calavera.

– No -dijo Rhyme amablemente-. Sugiere. Pero sugiere muy fuertemente que Charles le mató.

– ¿Quién era el muerto?

– No tenemos ni idea. Si llevaba algún tipo de identificación encima, se quemó o se desintegró, junto con sus ropas. Encontramos la bala, un arma pequeña que probablemente llevaba con él, algunas monedas de oro y un anillo con la palabra… ¿cuál era la palabra, Mel?

– «Winskinskie». -Sostuvo una bolsa de plástico en la que había un sello de oro. Sobre la inscripción tenía grabado el perfil de un indio americano.

Cooper encontró rápidamente lo que significaba la palabra: «portero» o «guardián» en la lengua de los indios delaware. Podía ser el apellido del hombre muerto, aunque su estructura craneal sugería que no era un indio americano. Probablemente, supuso Rhyme, se trataría del eslogan de alguna logia o fraternidad o escuela, y Cooper había enviado mensajes por correo electrónico a algunos profesores de historia y de antropología para ver si conocían la palabra.

– Charles no pudo haber hecho eso -dijo su descendiente en voz baja-. Él no habría matado a nadie.

– La bala fue disparada a la frente -dijo Rhyme-. No desde atrás. Y la Derringer, el arma que Sachs encontró en la cisterna, probablemente pertenecía a la víctima. Esto sugiere que el disparo pudo haber sido en defensa propia.

El hecho era que Charles había ido a la taberna de forma voluntaria y armado con una pistola. Había previsto algún tipo de violencia.

– Nunca debería haberme metido en todo esto -susurró Geneva-. Qué idiota. Ni siquiera me gusta el pasado. No tiene sentido. ¡Lo detesto! -Dio media vuelta y corrió al pasillo, y luego subió las escaleras.

Sachs la siguió. Volvió unos minutos más tarde.

– Está leyendo. Dice que quiere estar sola. Creo que estará bien. -Pero no parecía muy segura, a juzgar por su tono de voz.

Rhyme revisó la información sobre el escenario del crimen más antiguo que había estudiado; tenía ciento cuarenta años. El objetivo de la investigación era averiguar algo que les condujera hasta la persona que había contratado a SD 109. Pero lo único que habían conseguido era poner a Sachs en peligro de muerte y desilusionar a Geneva con la noticia de que su ancestro había matado a un hombre.

Miró la carta de tarot del hombre colgado, que le miraba plácidamente desde la pizarra de las pruebas, burlándose de la frustración de Rhyme.

– Eh, aquí hay algo -dijo Cooper, que estaba mirando la pantalla del ordenador.

– ¿Winskinskie? -preguntó Rhyme.

– No. Escucha esto. Una respuesta a nuestra sustancia misteriosa, la que Amelia encontró en el escondite del sujeto en la calle Elizabeth, y cerca de la casa de la tía de Geneva. El líquido.

– Ya era hora, ¿no? ¿Qué diablos es? ¿Toxinas? -preguntó Rhyme.

– A nuestro chico malo se le irritan los ojos -dijo Cooper.

– ¿Qué?

– Es Murine.

– ¿Gotas para los ojos?

– Así es. La composición es exactamente la misma.

– Bien. Escribámoslo en la pizarra -ordenó Rhyme-. Puede haber sido algo pasajero, porque estaba trabajando con ácido. En ese caso, no nos servirá de nada. Pero podría ser crónico. Eso sería estupendo.

A los criminalistas les encantan los delincuentes con enfermedades físicas. Rhyme le había dedicado una sección entera de su libro a la explicación de cómo seguirle el rastro a las personas a través de los medicamentos, recetados o de venta libre. Agujas hipodérmicas desechables, gafas, plantillas ortopédicas para calzado hechas a medida…

Fue en ese momento cuando sonó el móvil de Sachs. Mantuvo el teléfono un momento al oído.

– De acuerdo. Estaré allí en quince minutos. -La mujer policía cortó, miró a Rhyme y dijo-: Bien. Esto es interesante.

CAPÍTULO 28

Cuando Amelia Sachs entró en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Presbiteriano de Columbia, vio dos Pulaskis.

Uno estaba en la cama, envuelto en vendajes y conectado a tubos plásticos de aspecto escalofriante. Tenía los ojos apagados y la boca torcida.

El otro estaba a un lado de la cama, torpemente sentado en una incómoda silla de plástico. Igual de rubio, de juvenil, con el mismo uniforme azul del Departamento de Policía de Nueva York que tenía puesto Ron Pulaski cuando Sachs le pidió que colaborara con ella, el día anterior, delante del museo y le dijo que fingiera interés en un montón de basura.

¿Cuántos azucarillos?

Al ver la imagen duplicada como en un espejo, parpadeó sorprendida.

– Soy Tony. El hermano de Ron. Como habrá imaginado.

– Hola, detective -dijo Ron de manera entrecortada. Su voz no era la normal. Arrastraba las palabras, no podía articularlas bien.

– ¿Cómo te encuentras?

– ¿Cómo e'tá Geneva?

– Está bien. Seguramente usted ya te habrás enterado: logramos impedir que el tipo hiciera otra de las suyas en la casa de la tía de la chica, pero se nos escapó… ¿Te duele? Supongo que sí.

Pulaski señaló con un movimiento de cabeza el suero intravenoso.

– La sopa de la felicidad… No siento nada.

– Se pondrá mejor -dijo Tony.

– Me pondré me'or -dijo Ron, como si fuera el eco de su hermano. Respiró hondo un par de veces, pestañeó.

– Un mes, más o menos -explicó Tony-. Un poco de terapia. Volverá a prestar servicio. Algunas fracturas. No hay muchas lesiones internas. Cabeza dura. Como decía siempre papá.

Gabeza -dijo Ron, sonriendo.

– ¿Estudiasteis juntos en la academia? -Sachs arrimó una silla y se sentó.

– Así es.

– ¿En qué comisaría estás tú?

– En la Sexta -respondió Tony.

La Comisaría Sexta estaba en el corazón de Greenwich Village oeste. No había muchos asaltos por la calle ni robos de coches ni problemas de drogas. Más que nada había disturbios menores, peleas domésticas entre homosexuales, e incidentes entre artistas enojados y escritores medicados. La Sexta también era el hogar de la brigada de explosivos.

Tony estaba conmovido, pero también enfadado.

– El tipo siguió pegándole. Incluso cuando ya estaba en el suelo. No tenía ninguna necesidad.

– Pero quizá -dijo Ron con sus palabras tambaleantes-, g'acias a eso pe'dió mal tiempo… pe'dió más tiempo conmigo. Así que no llegó… no llegó a tener la opo'tunidad de seguir a Geneva.

Sachs sonrió.

– Tú eres de los que siempre ven el vaso medio lleno, ¿no? -No le dijo que SD 109 le había golpeado casi hasta matarlo con el único propósito de robarle una bala de su arma para utilizarla como maniobra de distracción.

– Algo así. Dele las gracias a Seneva. Ge-neva, depa'te mía. Po' el libro. -No podía mover mucho la cabeza, pero sus ojos se desplazaron hacia un lado, apuntando a la mesilla, sobre la que reposaba un ejemplar de Matar a un ruiseñor-. Tony me lo e'tá le'endo. Puede leer ha'ta las balabras difíciles.

Su hermano se rio.

– Qué tonto eres.

– ¿Qué puedes contarnos, Ron? Este tipo es astuto y sigue suelto. Necesitamos algo que nos ayude.

– No sé. No sé, de'tetive. Yo iba de una punta a la o'ta del casssejón. Él se escondió cuando fin… cuando fui hacia la calle. Volví al fondo, al callejón… No 'e esperaba, no le esperaba. Él estaba a la vuelta de la ezquina del… del edicifo, el edificio… Llegué a la ezquina. Vi a un tipo con una pazamontañas. Y después esa cosa. Un bate. Muy rápido. No le vi. Me dio bien. -Pestañeó otra vez. Cerró los ojos-. No tuve cuidado. Eztaba muy ce'ca, cerca de la paré. No volveré a hacerlo.

Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.

– Un zummmm. -Hizo un gesto de dolor.

– ¿Estás bien? -le preguntó su hermano.

– Estoy bien.

– Un zum -dijo Sachs, instándole a seguir hablando, y acercó su silla.

– ¿Qué?

– ¿Oíste un zum?

– Sí, señora. No, señora no. Detective.

– Está bien, Ron. Llámame como quieras. ¿Viste algo? ¿Cualquier cosa?

– Esa cosa. Un bat… bate. No, Batman y Robin, no, ja, ja. Un bate de béisbol. Directo a mi cara. Ah, ya le dije eso. Y me caí. Quiero decir detective. No señora.

– Muy bien, Ron. ¿Recuerdas algo más?

– No sé. Recuerdo estar tirado en el suelo. Pensando… pensando que el tipo iba a por mi arma. Intenté controlarla. Según las normas, no hay que perderla nunca… Controla siempre tu arma. Pero no lo logré. Él se la llevó. Yo e'taba muerto. Sabía que estaba muerto.

Sachs le alentó suavemente.

– ¿Recuerdas haber visto alguna otra cosa?

– Un tángulo.

– ¿Un qué?

Él se rio.

– No, tángulo no. Un triángulo. De cartón. En el suelo. No podía moverme. Era lo único que podía ver.

– Y ese cartón, ¿era del sujeto?

– ¿El tángulo? Quiero decir el triángulo. No, era basura. Eso era todo lo que podía ver. Traté de arrastrarme. Creo que no lo logré.

Sachs suspiró.

– Te encontraron boca arriba, Ron.

– ¿Estaba boca arriba?

– Trata de recordar. ¿Veías el cielo?

Él entrecerró los ojos.

A Amelia se le aceleraron los latidos del corazón. ¿Habría podido ver algo?

Samg.

– ¿Qué?

Samg 'en los ojos.

– Sangre -dijo su hermano.

– Sí, sangre. No veía muy bien. Ni tranglos ni edificios. Cogió mi arma. Se quedó ahí ce'ca umos minutos. Luego no recue'do nada más.

– ¿Se quedó ahí cerca? ¿Cómo de cerca?

– No sé. Al lado, no. No veía. Mucha sangue.

Sachs sacudió la cabeza. El pobre hombre parecía exhausto. Le costaba respirar, tenía la mirada mucho más perdida que cuando ella había llegado. Sachs se puso de pie.

– Te dejaré descansar. -Le preguntó-: ¿Has oído hablar de Terry Dobyns?

– No. ¿Es… quién es? -El rostro herido del oficial lució una mueca-. ¿Quién es él?

– Un psicólogo del departamento. -Miró a Ron un momento y sonrió-. Esto te va a llevar un tiempo. Deberías hablar con él. Es el mejor. Él decidirá.

– No necesito… -dijo Ron.

– Oficial -dijo ella con seriedad.

Él levantó las cejas, hizo un gesto de dolor.

– Es una orden.

– Sí, señora. Digo… señora.

– Yo me aseguraré de que vaya -dijo Tony.

– ¿Le dará las gracias a… Geneva de mi parte? Me gusta ese libro.

– Claro. -Sachs se puso el bolso en el hombro y se dirigió a la puerta. Apenas la había atravesado cuando se detuvo abruptamente y se volvió-. ¿Ron?

– ¿Sí?

Amelia volvió junto a la cama y se sentó de nuevo.

– Ron, has dicho que el sujeto estuvo cerca de ti durante unos minutos.

– Ajá.

– Si no podías verle por la sangre en los ojos, ¿cómo sabías que estaba allí?

El joven oficial frunció el ceño.

– Ah, sí. Me olvidé de decirle algo.


– Nuestro hombre tiene una costumbre, Rhyme.

Amelia Sachs estaba de vuelta en el laboratorio.

– ¿Cuál?

– Silba.

– ¿Para llamar taxis?

– No, silba música. Pulaski le oyó. Tras haber sido golpeado la primera vez y mientras yacía en el suelo, el sujeto le cogió el arma y, según deduzco, estuvo unos minutos uniendo la bala al cigarrillo. Mientras hacía eso, silbaba. Muy bajito, dijo Ron, pero está seguro de que silbaba.

– Ningún profesional silba mientras trabaja -dijo Rhyme.

– Eso es lo que uno pensaría. Pero yo también le oí. En el refugio de la calle Elizabeth. Pensé que era la radio o algo así. Silba bien.

– ¿Cómo está el novato? -preguntó Sellitto. No había logrado limpiar su mancha de sangre invisible, y todavía estaba nervioso.

– Dicen que se pondrá bien. Un mes de terapia, aproximadamente. Le dije que fuera a ver a Terry Dobyns. Ron se encontraba bastante atontado, pero su hermano estaba allí. Cuidará de él. Es también policía. Gemelos idénticos.

Rhyme no se sorprendió. Ser policía era una tradición familiar. «Poli» podía ser el nombre de un gen humano.

Pero Sellitto sacudió la cabeza al oír lo de un hermano gemelo. Pareció disgustarse aún más. Como si por su culpa el ataque hubiera afectado a una familia entera.

Pero no había tiempo para ocuparse de los fantasmas que asolaban al detective.

– Bien, tenemos información nueva. Usémosla -dijo Rhyme.

– ¿Cómo? -preguntó Cooper.

– El asesinato de Charlie Tucker es la pista más cercana que tenemos al SD 109. Así que, obviamente -dijo el criminalista-, llamaremos a Texas.

– Recuerda El Álamo -dijo Sachs, y presionó el botón de altavoz del teléfono.


ESCENARIO DE POTTERS' FIELD (1868)

• Taberna en Gallows Heights, antiguo barrio localizado en la parte norte del West Side; en la década de 1860 convivían allí distintas clases sociales.

• Probablemente Potters' Field era frecuentado por Boss Tweed y otros políticos corruptos de Nueva York.

• Charles fue a ese lugar el 15 de julio de 1868.

• Destruido por un incendio tras una explosión, presumiblemente justo después de la visita de Charles. ¿Para ocultar su secreto?

• Cadáver en el sótano, varón, presumiblemente le mató Charles Singleton:

• Un disparo en la frente, efectuado con Navy Colt 36 cargado con bala 39 (la clase de arma que poseía Charles Singleton).

• Monedas de oro.

• El hombre estaba armado con una Derringer.

• Sin identificación.

• Tenía un anillo con nombre «Winskinskie» grabado:

• Significa «portero» o «guardián» en la lengua de los indios delaware.

• Investigación de otros significados, en curso.

ESCENARIO DE HARLEM ESTE (APARTAMENTO DE LA TÍA DE GENEVA)

• Criminal usó cigarrillo y bala de 9 mm como artefacto explosivo para distraer a los agentes. Marca Merit, imposible seguirle la pista.

• Huellas dactilares: ninguna. Sólo huellas de guantes.

• Artefacto de gas venenoso:

• Frasco de vidrio, papel de aluminio, candelera. Imposible seguirles la pista.

• Cianuro y ácido sulfúrico. Ambos sin trazas identificables. Imposible seguirles la pista.

• Líquido transparente similar al hallado en la calle Elizabeth:

• Se ha determinado que es Murine.

• Escamillas de pintura naranja. ¿Se hizo pasar por obrero de la construcción o de mantenimiento de autopistas?

ESCENARIO DEL ESCONDITE DE LA CALLE ELIZABETH

• Utilizó trampa eléctrica.

• Huellas dactilares: ninguna. Sólo huellas de guantes.

• Cámara de seguridad y monitor; sin pistas.

• Baraja de tarot, falta la carta número doce; sin pistas.

• Mapa con plano del museo en el que fue atacada G. Settle y de edificios de la acera de enfrente.

• Restos:

• Falafel y yogur.

• Raspaduras de madera con restos de ácido sulfúrico puro.

• Líquido transparente, no explosivo. Enviado al laboratorio del FBI:

• Se ha determinado que es Murine

• Más fibras de cuerda. ¿Garrote para estrangulamiento?

• Carbono puro hallado en mapa.

• El piso franco fue alquilado, mediante pago en efectivo, por Billy Todd Hammil. Concuerda con la descripción de SD 109, pero no hay pistas que lleven a un Hammil real.

ESCENARIO DEL MUSEO DE CULTURA E HISTORIA AFROAMERICANA

• Bolsa con objetos para violación:

• Carta de tarot, duodécima de la baraja, el hombre colgado, significa búsqueda espiritual.

• Bolsa con carita sonriente:

• Demasiado genérica para seguir su pista.

• Cúter.

• Condones Trojan.

• Cinta adhesiva para tuberías.

• Perfume de jazmín.

• Artículo desconocido comprado por 5,95 $. Probablemente gorro de lana.

• Tique que indica que la tienda está en la ciudad de Nueva York, en un baratillo de artículos generales.

• Muy probablemente compra hecha en una tienda en la calle Mulberry, Little Italy. Sujeto identificado por cajera.

• Huellas dactilares:

• El sujeto utilizó guantes de látex o vinílicos.

• Las huellas en los artículos de la bolsa con los objetos para la violación pertenecen a persona con manos pequeñas, sin registro en el AFIS. Posiblemente son de la cajera.

• Restos:

• Fibras de cuerda de algodón, con vestigios de sangre humana. ¿Garrote para estrangulamiento?

• Enviadas a CODIS:

• Sin concordancias de ADN en CODIS.

• Palomitas de maíz y algodón de azúcar con restos de orina canina.

• Armas:

• Porra o arma de artes marciales.

• Pistola: una 22 mágnum tipo Rímfire, de North American Arms, Black Widow o Mini-Master.

• Fabrica sus propias balas, proyectiles perforados rellenos con agujas. Sin concordancias en IBIS ni DRUGFIRE.

• Móvil:

• Incierto. Probablemente el intento de violación fuera simulado.

• Móvil verdadero puede haber sido robar microficha que contenía número del 23 de julio de 1868 de la revista Coloreds' Weekly lllustrated y matar a G. Settle a causa de su interés en un artículo, por razones desconocidas. Artículo se refería a antepasado de Geneva, Charles Síngleton (ver tabla adjunta).

• Bibliotecario, víctima, informó que alguien más deseaba ver artículo:

• Requerimiento de registro de llamadas telefónicas del bibliotecario para comprobarlo:

• Sin pistas.

• Requerimiento de información a empleados acerca de si otra persona deseaba ver artículo:

• Sin pistas.

• Búsqueda de copia del artículo.

• Varias fuentes informan que un hombre solicitó mismo artículo. Sin pistas para identificarle. La mayoría de los ejemplares están desaparecidos o destruidos (ver tabla adjunta).

• Conclusión: G. Settle posiblemente todavía en situación de riesgo.

• Móvil podría ser mantener en secreto el hecho de que antepasado de G. Settle descubrió que la Decimocuarta Enmienda de la Constitución no tiene validez, lo que es amenaza para los derechos civiles y las leyes protectoras de las libertades civiles en Estados Unidos.

• Perfil del incidente enviado a VICAP y NCIC:

• Asesinato en Amarillo, Texas, cinco años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia crimen ritual, pero móvil verdadero desconocido).

• La víctima era un carcelero retirado.

• Retrato robot enviado a la cárcel de Texas:

• No reconocido.

• Asesinato en Ohio, tres años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia agresión sexual, pero verdadero móvil probablemente asesinato por encargo). Expedientes extraviados.


PERFIL DE SD 109

• Blanco, masculino.

• 1,80 m de estatura, 90 kg.

• Voz normal.

• Utilizó teléfono móvil para acercarse a la víctima.

• Usa zapatos que tienen tres años o más, del número 11, marca Bass, marrón claro. Pie derecho ligeramente torcido hacia afuera.

• También con perfume a jazmín.

• Pantalones oscuros.

• Pasamontañas oscuro.

• Atacará a inocentes si eso le ayuda a matar a sus víctimas y escapar.

• Muy probablemente asesino a sueldo.

• Posiblemente un antiguo presidiario en Amarillo, Texas.

• Habla con acento sureño.

• Cabello castaño claro, cortado al rape; sin barba ni bigote.

• Anodino.

• Le vieron vistiendo gabardina oscura.

• Probablemente no es fumador habitual.

• ¿Obrero de la construcción, de empresa de servicios, de mantenimiento de autopistas?

• Utiliza Murine.

• Silba.


PERFIL DE PERSONA QUE CONTRATÓ A SD 109

• Por el momento sin información.


PERFIL DEL CÓMPLICE DE SD 109

• Varón negro.

• De unos cuarenta años.

• 1,80 m.

• Constitución robusta.

• Lleva chaqueta verde.

• Ex presidiario.

• Tiene cojera.

• Se ha informado de que está armado.

• Sin barba ni bigote.

• Pañuelo negro en la cabeza.

• A la espera de más testigos y de cintas de cámara de seguridad:

• La cinta no permite llegar a ninguna conclusión, enviada a laboratorio para análisis.

• Zapatos de trabajo, viejos.


PERFIL DE CHARLES SINGLETON

• Antiguo esclavo, antepasado de G. Settle. Casado, un hijo. Su amo le donó huerto en Estado de Nueva York. También trabajó de maestro. Desempeñó papel importante en inicios del movimiento por derechos civiles.

• Supuestamente Charles perpetró robo en 1868, tema del artículo en microficha robada.

• Afirma que tenía un secreto que podría tener relación con el caso. Preocupado porque si su secreto fuera revelado las consecuencias serían trágicas.

• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights.

• ¿Involucrado en algunas actividades arriesgadas?

• Trabajó con Frederick Douglass y otros para lograr que se ratificara la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.

• El crimen, de acuerdo a lo informado en el Coloreds' Weekly lllustrated:

• Charles arrestado por el detective William Simms por robar una cantidad importante del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayoría del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.

• Correspondencia de Charles:

• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros, en riesgo.

• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.

• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por ese trabajo. Atribulado por su secreto.

• Carta 4, a esposa: fue a Potters' Field con su pistola para «hacer justicia». Resultados fueron desastrosos. La verdad ahora está oculta en Potters' Field. Su secreto fue lo que causó todo este sufrimiento.


– ¿Hola?

– ¡Eh!, hola, J. T., habla Lincoln Rhyme, de Nueva York. -Hablar con alguien que se hace llamar por sus iniciales en lugar de por su nombre y vive en el Estado de la Estrella Solitaria (y eso sin mencionar el acento) hace que uno tienda a incluir en el discurso palabras informales como «eh» y «oye».

– Ah, sí, señor, ¿cómo le va? Oiga, el otro día leí cosas sobre usted después de nuestra última conversación. No sabía que era famoso.

– Ah, sólo un antiguo funcionario -dijo Rhyme con una modestia que chirrió un poco-. Nada más. ¿Tuvo suerte con la imagen que le enviamos?

– Lo siento, detective Rhyme. La cuestión es que el tipo se parece a la mitad de los tipos blancos que se han graduado en nuestra institución. Además, como en la mayoría de los correccionales, aquí el personal rota con mucha frecuencia. No quedan muchos empleados de la época en la que asesinaron a Charlie Tucker.

– Tenemos más información sobre el tipo. Quizás eso ayude a reducir la lista. ¿Tiene un minuto?

– Dispare.

– Puede que tenga un problema en los ojos. Usa Murine con frecuencia. Es posible que sea sólo últimamente, pero también podría ser que ya lo hiciera cuando estuvo preso allí. Y creemos que tiene la costumbre de silbar.

– ¿Silbar? ¿A las mujeres o algo así?

– No. Silbar melodías. Canciones.

– Bien. Espere. -Cinco eternos e interminables minutos más tarde volvió a la línea-. Disculpe. Nadie recuerda nada sobre alguien que silbara o tuviera algo en los ojos como rasgos característicos. Pero seguiremos buscando.

Rhyme le dio las gracias y colgó. Miró la pizarra de pruebas con frustración. A principios del siglo XX, uno de los mejores criminalistas de todos los tiempos, Edmond Locard, de Francia, inventó lo que llamaba el principio de intercambio, que afirma que en cada escenario del crimen hay algún intercambio material entre el criminal y el lugar de los hechos o la víctima: aunque sea pequeño, en cada uno queda algún resto del otro. Encontrar esas pruebas es el objetivo de todo detective forense. El principio de Locard, sin embargo, no garantiza que establecer esa conexión le lleve a uno a la puerta de la casa del criminal.

Suspiró. Sabía que era un caso difícil. ¿Qué tenían? Un retrato robot muy vago, un problema en los ojos, una posible costumbre, una animadversión contra un carcelero.

¿Qué más debería…?

Rhyme frunció el ceño. Miró la duodécima carta del tarot.

El hombre colgado no se refiere a alguien que recibe un castigo

Quizás no, pero de todas maneras muestra a un hombre colgado en un cadalso.

Algo le hizo clic en la mente. Volvió a mirar la pizarra de las pruebas. Tomó nota: la porra, la electricidad en la calle Elizabeth, el gas venenoso, las balas en el corazón, la ejecución de Charlie Tucker, las fibras de cuerda con restos de sangre…

Se le escapó un: «¡Ah! ¡Diablos!».

– ¡Lincoln! ¿Qué pasa? -Cooper miró a su jefe, preocupado.

– Comando: rellamada -gritó Rhyme.

En la pantalla, el ordenador replicó: No entendí lo que dijo. ¿Qué desea que haga?

– Volver a marcar el número.

No entendí lo que dijo.

– ¡Joder! ¡Mel, Sachs… que alguien presione la tecla de rellamada!

Lo hizo Cooper, y pocos minutos después el criminalista estaba hablando una vez más con el alcaide de Amarillo.

– J. T., habla Lincoln otra vez.

– Sí, señor.

– Olvídese de los reclusos. Quiero saber sobre los guardias.

– ¿Guardias?

– Alguien que haya estado en su plantel. Con problemas de ojos. Que silbara. Y podría ser que hubiera trabajado en el pabellón de condenados a muerte, antes o durante la época en que Tucker fue asesinado.

– Ninguno de nosotros estábamos pensando en empleados. Y además, le repito, la mayor parte del personal no estaba aquí hace cinco o seis años. Pero espere. Déjeme preguntar.

La imagen del hombre colgado había metido la idea en la mente de Rhyme. El criminalista pensó luego en las armas y en las técnicas que había usado SD 109. Eran métodos de ejecución: el cianuro gaseoso, la electricidad, la horca, el disparo de varias balas todas al corazón, como en el caso del fusilamiento. Y su arma para reducir a las víctimas era una porra como las que llevan los carceleros.

Un momento más tarde oyó:

– ¡Eh! ¿Detective Rhyme?

– Le escucho, J. T.

– Por aquí hay alguien que dice que le suena familiar. He llamado a uno de los guardias jubilados a su casa, uno que trabajaba en la cuadrilla de ejecuciones. Se llama Pepper. Aceptó venir a la oficina y hablar con usted. Vive por aquí. Llegará en unos minutos. Luego le llamamos.

Otra ojeada fugaz a la carta de tarot.

Un cambio de dirección

Tras diez insufribles minutos sonó el teléfono.

Se presentaron rápidamente. El oficial retirado del Departamento de Justicia de Texas, Halbert Pepper, hablaba arrastrando las palabras de tal forma que hacía que el acento de J. T. Beauchamp pareciera el inglés de la reina Isabel.

– Creo que yo podría ayudarles.

– Dígame -dijo Rhyme.

– Hasta hace unos cinco años teníamos un oficial de control que tiene todas las características que usted le describió a J. T.: tenía el problema en los ojos y silbaba como un huracán. Yo estaba ya a punto de retirarme, pero trabajé un tiempo con él.

– ¿Quién era?

– El tipo se llamaba Thompson Boyd.

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