A través del manos libres, todos oían a Pepper explayándose: -Boyd se crió en la zona. Su padre era prospector…
– ¿De petróleo?
– Jornalero, señor, sí. La madre se quedaba en casa. No tenían más hijos. Infancia normal, parece. De esas historias de vidas cotidianas, sencillas, de las que da gusto oír. Siempre estaba hablando de la familia, los adoraba. Hizo mucho por su madre, que perdió un brazo o una pierna o no sé qué en un tornado. Siempre cuidándola. Como una vez, según he oído, que un niño se mofó de ella en la calle, y Boyd le siguió y le amenazó diciéndole que si no se disculpaba, la noche que menos se lo esperara le metería una serpiente de cascabel en la cama.
»De cualquier modo, después del instituto y de uno o dos años en la facultad, terminó trabajando en la empresa de su padre durante una temporada, hasta que vino esa racha de reducciones de plantillas. Le despidieron. A su padre también. Eran tiempos difíciles, y el muchacho sencillamente no encontraba trabajo, así que se marchó del Estado. No sé adónde. Consiguió un empleo en alguna prisión. Empezó como guardia de pabellón. Luego hubo un problema, creo que enfermó el oficial de ejecuciones, y no había nadie para hacer el trabajo, así que lo hizo Boyd. La quema le salió muy bien…
– ¿La qué?
– Perdón, la electrocución, le salió tan bien que le dieron el puesto. Se quedó durante un tiempo, pero siguió yendo de un Estado a otro, porque le requerían. Se convirtió en un experto en ejecuciones. Sí que conocía las sillas…
– ¿Sillas eléctricas?
– Como nuestro viejo Sparky, sí, señor. El famoso. Y también entendía de gases, era un experto en el manejo de la cámara, se sabía todos los trucos. También sabía poner el lazo a los ahorcados, y no hay muchas personas en Estados Unidos que tengan licencia para ese tipo de trabajo, si me permite que se lo diga. Aquí surgió un puesto de trabajo, y él se abalanzó sobre ese puesto. Nos pasamos a la inyección letal, como en otros muchos lugares, y él se convirtió en un as también en eso. Hasta estudiaba sobre el asunto para poder responder a los manifestantes. Hay alguna gente que afirma que las drogas son dolorosas. Por mi parte yo creo que los que dicen eso son los defensores de las ballenas y los demócratas, que no se toman la molestia de enterarse de los datos reales. Quiero decir, nosotros…
– ¿Y Boyd? -preguntó impaciente Lincoln Rhyme.
– Sí, señor, disculpe. Entonces el tipo vuelve por aquí, y durante un tiempo las cosas van bien. La verdad es que nadie le hacía mucho caso. Era como si fuera invisible. «El ciudadano medio» era su apodo. Pero con el tiempo, algo le pasó. Algo cambió. Era cada vez más raro.
– ¿Cómo es eso?
– Cuantas más ejecuciones hacía, más loco se volvía. Como si estuviera cada vez más y más ausente, como con la mente en blanco. ¿Me entiende? Como si no estuviera del todo allí presente. Pues eso, le voy a poner un ejemplo: ya le dije que tenía una relación muy estrecha con sus viejos, se llevaban estupendamente. Y van y se matan en un accidente de coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral. Uno habría pensado que estaba aturdido, pero no era así la cosa. Simplemente, parecía no importarle. Fue a su turno habitual, y cuando todos se enteraron de que había ido, le preguntaron qué estaba haciendo allí. Faltaban dos días para la siguiente ejecución. Podía tomarse un tiempo de descanso. Pero no quiso. Dijo que ya iría a ver sus tumbas más adelante. No sé si finalmente lo hizo alguna vez.
»Mire usted, era como si se fuera acercando más y más a los reclusos, demasiado cerca, pensaba toda la gente. Eso no hay que hacerlo. No es saludable. Dejó de frecuentar a los otros guardias, y se pasaba el tiempo entre los condenados. Los llamaba «mi gente». Una vez, se lo juro, hasta se sentó en esa vieja silla eléctrica nuestra, que está en una especie de museo. Sólo para ver cómo era estar allí sentado. Se quedó dormido. Figúrese.
»Alguien le preguntó a Boyd sobre ese asunto, sobre qué se sentía cuando uno estaba sentado en una silla eléctrica. Dijo que no se sentía nada. Que sólo sentía «algo así como un entumecimiento». Decía eso muy a menudo los últimos días. Que se sentía entumecido.
– ¿Dijo usted que sus padres se mataron? ¿Y él se mudó a su casa?
– Creo que sí.
– ¿Todavía existe la casa?
Los texanos también estaban usando un manos libres, y J. T. intervino:
– Lo averiguaré, señor. -Preguntó algo a alguien-. Creo que lo sabremos en unos minutos, señor Rhyme.
– ¿Y podría averiguar si tiene parientes por la zona?
– Sí, señor.
– ¿Usted recuerda que él silbara mucho, oficial Pepper? -preguntó Sachs.
– Sí, señora. Y realmente lo hacía maravillosamente. A veces le dedicaba una canción o dos al condenado, al despacharle.
– ¿Qué hay de sus ojos?
– Eso también -dijo Pepper-. Thompson siempre tenía los ojos irritados. Parece que una vez estaba llevando a cabo una electrocución, eso no fue aquí, y algo salió mal. A veces pasa, cuando se usa la silla. Se prendió fuego…
– ¿El hombre que estaban ejecutando? -preguntó Sachs, estremeciéndose.
– Así es, señora. El tipo se prendió fuego. A lo mejor ya estaba muerto, o inconsciente. Nadie lo sabe. Todavía se estaba moviendo, pero eso pasa siempre. Así que Thompson fue corriendo con una pistola antidisturbios; iba a dispararle al pobre tipo, para evitarle semejante sufrimiento. Ahora bien, le diré que eso no forma parte del protocolo. Matar al condenado antes de que muera bajo la orden de ejecución es homicidio. Pero Boyd lo iba a hacer de todos modos. No podía permitir que uno de «su gente» muriera de aquella manera. Pero el fuego se propagó. Se quemó el aislamiento de los cables, o alguna cosa de plástico o algo así, y Boyd se desvaneció a causa de los gases. Se quedó ciego durante uno o dos días.
– ¿Y el recluso? -preguntó Sachs.
– Thompson no tuvo necesidad de dispararle. La corriente se encargó de despacharle.
– ¿Y se marchó de allí hace cinco años? -preguntó Rhyme.
– Más o menos -dijo Pepper arrastrando las palabras-. Se largó. Creo que se fue a algún lugar, a alguna cárcel, en el Medio Oeste. No he sabido nada más de él desde entonces.
El Medio Oeste, tal vez Ohio. Donde tuvo lugar el otro asesinato que cuadraba con el perfil.
– Llamad a alguien del Departamento de Correccionales de Ohio -susurró Rhyme a Cooper, que asintió con la cabeza y cogió otro teléfono.
– ¿Qué hay de Charlie Tucker, el guardia que fue asesinado? ¿Boyd se marchó más o menos en la época del asesinato?
– Sí, señor. Así es.
– ¿Se llevaban mal?
– Charlie trabajó a las órdenes de Thompson durante un año, hasta que se jubiló. Charlie era lo que llamamos un paliza de la biblia, un baptista de los de verdad. A veces leía largos pasajes a los condenados, les decía que iban a ir al infierno, y todo lo demás. Thompson no estaba de acuerdo con eso -explicó Pepper.
– Así que tal vez Boyd le mató para vengar a los presos porque Tucker les atormentaba la existencia.
Mi gente…
– Podría ser.
– ¿Qué me dice del retrato que les enviamos? ¿Era Boyd?
– J. T. acaba de enseñármelo -dijo Pepper-. Y, sí, podría ser él. Aunque era más corpulento, quiero decir más gordo, en aquella época. Y llevaba el cráneo afeitado y perilla; muchos de nosotros adoptábamos ese aspecto, con la intención de parecer tan malvados como los presos.
– Pero estábamos buscando entre los reclusos, no entre los guardias -dijo el alcaide.
«Lo cual fue un error mío», pensó enojado Rhyme.
– ¡Qué demonios! -Otra vez la voz del alcaide.
– ¿Qué pasa, J. T.?
– Mi chica fue al archivo a buscar el expediente personal de Boyd. Y…
– Ha desaparecido.
– Exactamente.
– Así que robó su expediente para ocultar cualquier conexión con el asesinato de Charlie Tucker -dijo Sellitto.
– Imagino que así fue.
Rhyme meneó la cabeza.
– Y le preocupaban las huellas dactilares porque figuraba como empleado estatal, no como criminal.
– Un momento, por favor -dijo el alcaide arrastrando las palabras. Una mujer le estaba hablando. Regresó al teléfono-. Un tipo de los archivos del condado acaba de contarnos que Boyd vendió la casa familiar hace cinco años. No compró ninguna otra cosa en el Estado. Al menos no a su nombre. Seguramente cogió el dinero en efectivo y se esfumó… Y nadie sabe nada de que tuviera otros familiares.
– ¿Cuál es su nombre completo? -preguntó Rhyme.
– Creo que la inicial de su segundo nombre era una G, pero no sé a qué se refiere -dijo Pepper y añadió-: Le diré una cosa sobre él: Thompson Boyd sabía lo que hacía. Se sabía el PE de arriba abajo.
– ¿PE?
– El protocolo de ejecución. Es un libro enorme que tenemos aquí, que da todos los detalles sobre cómo ejecutar a alguien. Les obligaba a aprendérselo de memoria a todos los que trabajaban en la cuadrilla de ejecuciones, y les hacía caminar dando vueltas y recitando: «Tengo que seguir las reglas, tengo que hacer lo que dice el libro. Tengo que seguir las reglas, tengo que hacer lo que dice el libro». Thompson siempre decía que no se pueden simplificar las cosas y cortar camino por un atajo cuando se trata de la muerte.
Mel Cooper colgó el teléfono.
– ¿Ohio? -preguntó Rhyme.
El técnico asintió con la cabeza.
– La prisión de máxima seguridad de Keegan Falls. Boyd sólo trabajó allí un año, más o menos. El alcaide se acuerda de él por su problema en los ojos, y, efectivamente, silbaba. Ha dicho que Boyd fue problemático desde el primer momento. Se peleaba con los guardias por el trato hacia los presos, y pasaba un montón de tiempo charlando y relacionándose con los reclusos, lo que iba contra las reglas. El alcaide cree que estaba haciendo contactos para utilizarlos luego, para conseguir trabajos como sicario.
– Como por ejemplo contactar con el hombre que le contrató para matar a ese testigo.
– Podría ser.
– ¿Y el expediente de ese empleo? ¿Fue robado?
– Ha desaparecido, sí. Nadie sabe dónde vivía ni ninguna otra cosa sobre él. Se salió del radar.
El ciudadano medio…
– Bueno, el tipo ya no es un problema de Texas o de Ohio. Es un problema nuestro. Haz la búsqueda completa.
– De acuerdo.
Cooper realizó la búsqueda estándar: escrituras, departamento de automóviles, hoteles, billetes de viajes, impuestos… todo. En quince minutos tenía los resultados. En los listados aparecían varios Thompson G. Boyd y un T. G. Boyd. Pero sus edades y descripciones no se aproximaban a las del sospechoso. El técnico intentó también con distintas formas de deletrear el nombre, y obtuvo los mismos resultados.
– ¿Los alias? -preguntó Rhyme. La mayor parte de los criminales profesionales, particularmente los asesinos a sueldo, usaban segundos nombres. Generalmente elegían algunos que se parecían a las contraseñas que se usan en los ordenadores y los cajeros automáticos, solían ser alguna variante de un nombre que tuviera algún significado para el criminal. Cuando uno averiguaba lo que eran, era para darse cabezazos contra la pared por la simpleza de la elección. Pero adivinarlos, eso era imposible. Aun así, lo intentaron: invirtieron los nombres y el apellido (por supuesto, Thompson era más común como apellido). Incluso Cooper lo intentó con un generador de anagramas para reordenar las letras de «Thompson Boyd», pero no obtuvo ninguna concordancia en las bases de datos.
Nada, pensó Rhyme, lleno de frustración. Sabemos su nombre, qué aspecto tiene, sabemos que está en la ciudad…
Pero no podemos encontrarle, ¡maldita sea!
Sachs estaba mirando la pizarra, tenía los ojos fruncidos. Ladeó la cabeza.
– Billy Todd Hammil.
– ¿Quién? -inquirió Rhyme.
– El nombre que usó para alquilar el escondite de la calle Elizabeth.
– ¿Qué pasa con eso?
Sachs hojeó unos papeles. Levantó la vista.
– Murió hace seis años.
– ¿Dice dónde?
– No. Pero apuesto a que fue en Texas.
Sachs llamó una vez más a la cárcel y preguntó por Hammil. Un momento después colgó el teléfono meneando la cabeza.
– Eso es. Mató al cajero de una tienda de comida rápida hace doce años. Boyd supervisó su ejecución. Parece que tiene una conexión morbosa con las personas que ha ejecutado. Su modus operandi proviene de la época en que era verdugo. ¿Por qué no podrían provenir también de allí sus identidades?
Rhyme no sabía nada -o no le interesaba- de «conexiones morbosas», pero cualesquiera que fuesen los móviles de Boyd, había cierta lógica en la sugerencia de Sachs.
– Conseguid la lista de todas las personas a las que ejecutó y comparad los resultados con el departamento de automóviles. Primero intentad con Texas y luego iremos probando en los demás Estados.
J. T. Beauchamp les envió una lista de setenta y cinco presos a los que Thompson Boyd había administrado la muerte como oficial de ejecuciones en Texas.
– ¿Tantos? -preguntó Sachs, frunciendo el ceño. Aunque Sachs nunca dudaría en tirar a matar cuando de eso dependía salvar la vida de las víctimas, Rhyme sabía que tenía ciertos escrúpulos sobre la pena de muerte, porque a menudo se imponía ese castigo en juicios que se basaban en pruebas indirectas, defectuosas y, a veces, adulteradas.
Rhyme pensó en otra conclusión que podía deducirse del número de ejecuciones: que en algún punto a lo largo de la línea que se extendía hasta casi ochenta ejecuciones, Thompson Boyd había perdido la capacidad de distinguir la vida de la muerte.
Y va y se matan en un accidente con el coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral.
Cooper comparó los nombres de los presos varones que habían sido ejecutados con los registros del gobierno.
Nada.
– ¡Mierda! -gritó Rhyme-. Tendremos que averiguar en qué otros Estados trabajó y a quiénes ejecutó allí. Va a llevarnos una eternidad. -Y entonces se le cruzó una idea por la cabeza-. Un momento. Mujeres.
– ¿Qué? -preguntó Sachs.
– Probad con las mujeres a las que ejecutó. Variaciones sobre sus nombres.
Cooper cogió la reducida lista y buscó los nombres y sus posibles variaciones ortográficas en el servidor del departamento de automóviles.
– Vaya, puede que aquí haya algo -dijo el técnico, lleno de excitación-. Hace ocho años, una mujer llamada Randi Rae Silling, una prostituta, fue ejecutada en Amarillo por haber atracado y matado a dos de sus clientes. En el departamento de automóviles de Nueva York aparece un nombre de varón muy parecido: Randy, con Y final, y el segundo nombre es R-A-Y. La edad y la descripción coinciden. El domicilio está en Queens, en Astoria. Tiene un Buick Century desde hace tres años.
– Que alguien de paisano coja el retrato robot y se lo muestre a algunos vecinos -ordenó Rhyme.
Cooper llamó al jefe de la comisaría local, la 114. El barrio de Astoria, de mayoría griega, quedaba dentro de su área de competencia. Le expuso el caso y luego le envió por correo electrónico el retrato de Boyd. El inspector dijo que enviaría a algunos oficiales de paisano para sondear sutilmente a los inquilinos del edificio de apartamentos de Randy Silling.
Durante una tensa media hora -sin la menor noticia del equipo que había ido a investigar a Queens- Cooper, Sachs y Sellitto se pusieron en contacto con los organismos de documentación pública de Texas, Ohio y Nueva York, buscando cualquier información que pudieran hallar sobre Boyd o Hammil o Silling.
Nada.
Finalmente, el inspector de la 114 les devolvió la llamada.
– ¿Capitán? -preguntó el hombre. Muchos oficiales de alto rango todavía llamaban a Rhyme aplicándole la graduación que ya no tenía.
– Adelante.
– Hay dos personas que confirman que su hombre vive en esa dirección -dijo el inspector-. ¿Cómo le parece que deberíamos iniciar el acercamiento, señor?
Los jefazos, suspiró Rhyme. Pero prescindió de toda réplica cáustica a la palabrería burocrática, y se conformó con un tono ligeramente desconcertado.
– Vamos a trincarle el culo.
Una docena de oficiales tácticos de la unidad de servicios de emergencias estaban ocupando posiciones detrás del edificio de apartamentos de seis pisos en la calle 14, en Astoria, Queens.
Sachs, Sellitto y Bo Haumann se encontraban en el puesto de mando instalado a toda prisa detrás de una furgoneta camuflada de la USU.
– Ya estamos aquí, Rhyme -susurró Sachs en su micrófono manos libres.
– Pero, ¿está él? -preguntó con impaciencia el criminalista.
– Tenemos a RYV en posición… Espera un momento. Alguien está informando de algo.
Un oficial de la unidad de registro y vigilancia acudió hacia ellos.
– ¿Han echado un vistazo dentro? -preguntó Haumann.
– Negativo, señor. Ha tapado las ventanas del frente.
El hombre del equipo uno de RYV dijo que se había acercado a las ventanas del apartamento que daban al frente todo lo que había podido; el segundo equipo estaba en la parte de atrás del edificio.
– He oído ruidos, voces, agua corriendo. Sonaba como si hubiera niños -añadió el oficial.
– Niños, ¡demonios! -masculló Haumann.
– Puede que fuera la televisión o la radio. Pero, la verdad, no sabría decirle.
Haumann sacudió la cabeza.
– Puesto de mando a RYV dos. Informen.
– RYV Dos. Pequeña grieta junto a la persiana, aunque no se ve mucho. Nadie en la habitación de atrás, al menos hasta donde alcanzo a ver. Pero es un ángulo muy cerrado. Hay luces encendidas en el frente. Oigo voces, me parece. Música. K.
– ¿Ve juguetes de niños, o algo parecido?
– Negativo. Pero sólo tengo una visión de diez grados sobre la habitación. Es todo lo que puedo ver. K.
– ¿Movimientos?
– Negativo, K.
– Entendido…¿Infrarrojos? -Los detectores de infrarrojos pueden localizar la ubicación de animales, humanos u otras fuentes de calor dentro de un edificio.
Un tercer técnico de RYV estaba monitorizando el apartamento.
– Tengo lecturas de calor, pero son demasiado débiles para determinar la localización precisa de la fuente, K.
– ¿Ruidos? K.
– Crujidos y algo así como gemidos. Podría ser el movimiento estructural del edificio, los desagües, los conductos de ventilación para la calefacción y el aire acondicionado. O podría ser él, que está caminando o moviéndose en la silla. Creo que está allí, pero no puedo decirle dónde. Realmente tiene sellado el lugar, K.
– De acuerdo, RYV, continúen monitorizando. Fuera.
– Rhyme, ¿has oído algo de todo eso? -dijo Sachs por su micrófono.
– ¿Y cómo podría haberlo oído? -Apareció su voz irritada.
– Creen que hay actividad en el apartamento.
– Lo único que nos falta es un tiroteo -farfulló. Una confrontación táctica era una de las formas más efectivas de destruir los restos materiales y otras pistas que pudiera haber en el escenario de un crimen-. Tenemos que salvaguardar todas las pruebas que podamos; podría ser nuestra única posibilidad de averiguar quién le contrató y quién es su compinche.
Haumann miró una vez más hacia el edificio de apartamentos. No parecía nada contento. Y Sachs -que en el fondo era casi una oficial táctica- se daba cuenta de por qué. Iba a ser un registro domiciliario difícil, harían falta muchos agentes. El sujeto tenía dos ventanas al frente, tres al fondo y seis en la pared lateral. Podría saltar por cualquiera de ellas e intentar escapar. Además, al lado había un edificio, a sólo un metro de distancia, un salto fácil desde el tejado si lograba llegar hasta arriba. También podría parapetarse detrás del remate de la fachada del edificio y dispararle a cualquiera que estuviera abajo. Del otro lado de la calle, frente al apartamento del asesino, había otras casas. Si había un intercambio de disparos, no era nada difícil que una bala perdida matase o hiriese a un tercero. Además, Boyd podría disparar contra esos edificios con toda intención, tratando de herir a alguien al azar. Sachs recordaba su costumbre de disparar a inocentes como maniobra de distracción. No había ninguna razón para pensar que en esta situación se fuera a comportar de un modo diferente. Tendrían que evacuar todas esas viviendas antes de entrar al asalto.
Haumann transmitió por radio:
– Acabamos de enviar a alguien al rellano. No hay cámaras como la que Boyd tenía en la calle Elizabeth. No sabrá que estamos llegando. -Sin embargo, el poli del equipo táctico añadió con tono lúgubre-: A menos que tenga otra manera de enterarse. Lo cual es muy posible, conociendo a este cabrón.
Sachs oyó el soplido de una respiración al lado de ella, y se volvió. Ataviado con su traje antibalas y tocando distraídamente la empuñadura de su arma de servicio, metida en la pistolera, Lon Sellitto estaba examinando el edificio. Él también parecía preocupado. Pero Sachs se dio cuenta inmediatamente de que no eran las dificultades inherentes al registro domiciliario lo que le inquietaba. Podía ver lo desgarrado que estaba. Como detective investigador de alto rango, no había ninguna razón para que estuviera en un equipo de asalto; de hecho, dado su físico, su exceso de peso y su rudimentario dominio de las armas, estaban dadas todas las razones para que no participara en una entrada a patadas.
Pero la lógica no tenía nada que ver con la verdadera razón por la que él estaba allí. Al ver que una vez más se llevaba compulsivamente la mano a la mejilla y que se toqueteaba la inexistente mancha de sangre, y sabiendo que estaba reviviendo el disparo accidental de su arma, ocurrido el día anterior, y la muerte a tiros del doctor Barry a dos pasos de donde él se encontraba, Sachs comprendió: para Lon Sellitto había llegado la hora de remangarse.
La expresión era de su padre, que había llevado a cabo muchas acciones valerosas en la policía, pero que probablemente había sido aún más valiente durante su última pelea, contra el cáncer que terminó con su vida, aunque por poco no lo logró. Para entonces su hija ya era poli, y él empezó a darle consejos sobre el trabajo. Una vez le dijo que en la vida se vería en situaciones en las que lo único que podría hacer sería enfrentarse al peligro o a un desafío ella sola. «Yo lo llamo "la hora de remangarse", Amie. Algo en lo que te tienes que abrir camino con tus propias fuerzas. La pelea puede ser contra un criminal, puede ser contra un compañero. Hasta puede ser contra el Departamento de Policía de Nueva York entero».
«A veces», decía, «la batalla más tremenda se libra en tu interior».
Sellitto sabía lo que tenía que hacer. Tenía que ser el primero que entrara por la puerta.
Pero después del incidente en el museo, la idea le tenía paralizado de miedo.
La hora de remangarse… ¿Sería capaz de hacerle frente o no?
Haumann dividió a sus oficiales de asalto en tres equipos y envió a otros cuantos a ambos extremos de la calle para que detuvieran el tráfico y otro más junto a la puerta de entrada del edificio, para detener a cualquiera que fuera a entrar, y para abalanzarse sobre Boyd mismo, si llegaba a suceder que éste saliera desprevenidamente a hacer un recado. Un agente subió al tejado. Varios polis de la USU montaron vigilancia sobre los edificios vecinos al de Boyd, por si trataba de escapar del mismo modo que lo había hecho en la calle Elizabeth.
Haumann miró fugazmente a Sachs.
– ¿Vas a entrar con nosotros?
– Ajá -respondió ella-. Alguien de la policía científica tiene que proteger el escenario. Todavía no sabemos quién ha contratado a este hijo de puta, y tengo que averiguarlo.
– ¿En cuál de los equipos quieres estar?
– En el que vaya a derribar la puerta -respondió ella.
– Ése es el de Jenkins.
– Sí, señor. -Luego se dirigió a todos los de las viviendas de la acera de enfrente y les recordó que Boyd podría dispararles a los civiles que vivían allí para intentar escapar. Haumann asintió con la cabeza-. Es necesario que alguien haga evacuar esos lugares, o al menos que aparte a la gente de las ventanas del frente y que la mantenga alejada de la calle.
Nadie quería hacer ese trabajo, por supuesto. Era como si los polis de la USU hubieran sido vaqueros y Haumann les estuviera pidiendo que uno se ofreciera para cocinar.
Una voz rompió el silencio.
– Diablos, lo haré yo. -Era Lon Sellitto-. Es perfecto para un viejo como yo.
Sachs le miró. El detective acababa de obtener un suspenso en su hora de remangarse. Había perdido el coraje. Sonrió despreocupado; tal vez fue la sonrisa más triste que Sachs había visto en toda su vida.
El jefe de la USU dijo por el micrófono:
– A todos los equipos, despliéguense para cubrir todo el perímetro. Y RYV, si se produce algún cambio en la situación, háganmelo saber al instante.
– Entendido. Fuera.
Sachs dijo por su micrófono:
– Vamos a entrar, Rhyme. Te iré contando lo que suceda.
– De acuerdo -dijo él lacónicamente.
No se dijeron nada más. A Rhyme no le gustaba que ella entrara en combate. Pero sabía cuánta iniciativa tenía Sachs, hasta qué punto la enfurecía cualquier amenaza que pendiera sobre un inocente, lo importante que era para ella asegurarse de que gente como Thompson Boyd no se escapara. Era parte de su naturaleza, y él nunca le había sugerido que diera un paso atrás en momentos como ése.
Lo que sin embargo no quería decir que a él le hiciera gracia.
Pero los pensamientos de Lincoln Rhyme se desvanecieron en cuando todos tomaron posiciones.
Sachs y Sellitto iban andando por el callejón, ella para unirse al equipo de asalto, él para seguir hacia las viviendas. La falsa sonrisa del teniente había desaparecido. El rostro del hombre se veía hinchado y estaba salpicado de gotas de sudor, pese a las frías temperaturas. Se lo enjugó, se rascó la invisible mancha de sangre y se dio cuenta de que ella le estaba mirando.
– Puto chaleco antibalas. Qué calor.
– Yo lo detesto -dijo Sachs. Siguieron andando con paso firme por el callejón, hasta que se acercaron al fondo del edificio de Boyd, en donde se estaban desplegando los agentes. De pronto, agarró a Sellitto del brazo y tiró empujando al hombre hacia atrás.
– Alguien está mirando… -Pero al dar unos pasos para acercarse a la pared, Sachs se tropezó con una bolsa de basura y se cayó haciéndose mucho daño en la pierna. Dio un grito ahogado; se sujetaba la rodilla con expresión de dolor.
– ¿Estás bien?
– Perfectamente -contestó, poniéndose de pie con una mueca de dolor instalada en el rostro. Llamó por su radio, con voz jadeante-: Cinco ocho ocho cinco, he visto movimiento en una ventana del segundo piso, en la pared trasera del edificio. RYV, ¿pueden confirmarlo?
– No son individuos hostiles. El que ha visto es uno de los nuestros, K.
– Entendido. Fuera.
Sachs empezó a andar, cojeando.
– Amelia, te has hecho daño.
– No es nada.
– Díselo a Bo.
– No pasa nada.
Que tenía artritis lo sabía solamente su círculo más íntimo -Rhyme, Mel Cooper y Sellitto-, pero nadie más. Sachs hacía todo lo posible por ocultar su dolencia, preocupada por la posibilidad de que sus superiores la retiraran del servicio activo por baja médica si se enteraban. Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y extrajo un paquete de analgésicos, lo abrió rasgándolo con los dientes y se tragó las píldoras en seco.
Oyeron por la radio la voz de Bo Haumann:
– A todos los equipos: pónganse en formación.
Sachs se encaminó hacia el equipo de asalto principal. La cojera iba a peor.
Sellitto tiró de ella, deteniéndola.
– No puedes entrar en ese estado.
– Yo no voy a dar caza a ese tipo, Lon. A mí me toca proteger el escenario.
El detective se volvió hacia el camión del puesto de mando, con la esperanza de encontrar a alguien para preguntarle acerca de la situación, pero Haumann y los otros ya se habían desplegado en sus puestos.
– Ya estoy mejor. Estoy bien. -Empezó a avanzar, cojeando.
Uno de los oficiales del equipo A llamó a Sachs.
– Detective, ¿está lista? -susurró.
– Ajá.
– No, no lo está. -Sellitto se volvió hacia el oficial-. Ella va a quitar de en medio a los civiles. Yo voy con ustedes.
– ¿Usted?
– Sí, yo. ¿Pasa algo?
– No, señor.
– Lon -susurró ella-, estoy bien.
– Sé lo suficiente sobre escenarios de crímenes como para poder proteger el lugar. Rhyme me ha dado la tabarra durante años para que me lo aprendiera bien -respondió el corpulento detective.
– Yo no voy a andar corriendo por ahí.
– Ajá, puede que no, ¿pero podrías arrodillarte en posición de combate si el tipo ese te dispara con esa puta pistola que tiene?
– Sí, podría hacerlo.
– Bueno, yo no lo creo. Así que deja ya de discutir y ve a poner a salvo a los civiles. -Se ajustó el traje antibalas y sacó su revólver.
Sachs se quedó dudando.
– Es una orden, detective.
Le dirigió una mirada hostil. Pero independientemente de lo que fuera Sachs -algunos usarían la palabra «renegada»-, la hija de un oficial de patrulla sabía cuál era su lugar en el rango del Departamento de Policía de Nueva York.
– De acuerdo… pero ten, toma ésta. -Sacó su Glock de quince balas y se la tendió, junto con un cargador extra. Sachs cogió el revólver de seis tiros de Sellitto.
Sellitto bajó la vista para mirar la enorme automática negra. Era un arma con un gatillo tan sensible como el ala de una mariposa. Si manejase mal esa arma, como había hecho ayer en la calle Elizabeth, podía matarse fácilmente a sí mismo, o matar a algún compañero del equipo de asalto. Frotándose una vez más la mejilla, Sellitto echó una ojeada el edificio. Y se apresuró a reunirse con los otros.
Mientras cruzaba la calle para evacuar los apartamentos y las casas, Sachs se dio la vuelta para verlos ponerse en movimiento. Y luego prosiguió su camino hacia los apartamentos y casas que había en la acera de enfrente.
La cojera había desaparecido.
De hecho, se sentía de maravilla. El único dolor que sentía era no estar con el equipo de asalto. Pero había tenido que simular la caída y el daño que supuestamente se había hecho. Por el bien de Lon Sellitto. No se le había ocurrido ninguna otra forma de salvarle que no fuera forzarle a hacerse cargo de la tarea. Había evaluado el riesgo que él podría correr por entrar con el equipo, y llegó a la conclusión de que la probabilidad de que él o cualquiera de los otros terminara herido era mínima: habría muchísimo personal de apoyo, todos tenían chalecos antibalas, e iban a coger al criminal por sorpresa. Además, Sellitto parecía poder controlar en alguna medida su miedo. Sachs recordó la parsimonia con que había examinado la Glock, y cómo sus rápidos ojos habían inspeccionado el edificio del criminal.
Fuera lo que fuera, no había elección. Sellitto era un gran policía. Pero si seguía asustándose ante el peligro, dejaría de serlo, y estaría acabado. Esas pequeñas astillas de dudas clavadas sobre uno mismo terminaban por infectarle a uno el alma entera. Sachs lo sabía; ella misma tenía que estar combatiéndolas constantemente. Si él no volvía a la acción ahora, tiraría la toalla.
Sachs aceleró el paso; después de todo, ella tenía una importante tarea que hacer: evacuar las viviendas de la acera de enfrente. Y tenía que moverse con rapidez; el equipo de asalto entraría en cualquier momento. Sachs empezó a tocar los timbres de las puertas y a hacer salir a la gente de las habitaciones del frente, y a asegurarse de que de momento permanecieran en el interior y con las puertas cerradas con llave. Llamó por la radio a Bo Haumann en la frecuencia segura de la brigada táctica y le dijo que las casas más cercanas ya habían sido evacuadas; seguiría con las que estaban más lejos, a un lado y otro de la calle.
– De acuerdo, vamos a entrar -dijo el hombre lacónicamente, y cortó.
Sachs siguió avanzando por la calle. Se pilló a sí misma escarbándose el pulgar con una uña. Reflexionó sobre la ironía: Sellitto se sentía inquieto cuando debía enfrentarse a un criminal; a Amelia Sachs se le ponían los nervios de punta cuando tenía que quedarse fuera de peligro.
Lon Sellitto subió las mal iluminadas escaleras siguiendo a los cuatro oficiales hasta el rellano del segundo piso del edificio de apartamentos.
Jadeando por la subida, hizo una pausa para recuperar el aliento. Los polis tácticos estaban todos agrupados, esperando a que Haumann les avisara de que se había cortado la electricidad; no querían más electrocuciones.
Mientras esperaban, el enorme detective tuvo una charla consigo mismo: «¿Estás listo para esto? Piénsalo. Ahora es el momento de decidir. Te marchas o te quedas».
Tap, tap, tap…
En su cabeza todo era un torbellino: la sangre salpicándole asquerosamente, las agujas de la bala que destrozaban la carne. Los ojos castaños que habían estado llenos de vida y que un instante después le miraban vidriosos de muerte. La ráfaga helada de pánico absoluto cuando se abrió la puerta del subsuelo en la calle Elizabeth y se le disparó la pistola en una enorme explosión que lo sacudió todo; Amelia Sachs encogiéndose, tratando de coger su arma mientras la bala arrancaba trocitos de piedra del muro, a pocos centímetros de ella.
«¡La bala de mi propio puto revólver!».
¿Qué estaba pasando?, se preguntó. ¿Ya no tenía nervios de acero? Rio tristemente para sus adentros, comparando la clase de nervios en los que estaba pensando con los de Lincoln Rhyme, cuyos nervios físicos, los de su médula espinal, estaban literalmente destruidos. Bueno, Rhyme pudo lidiar endemoniadamente bien con lo que le había tocado. ¿No podría hacer yo lo mismo?
Era una pregunta que necesitaba una respuesta, porque si decidía seguir y durante el registro no podía mantener el ánimo o volvía a meter la pata, alguien podría morir. Probablemente pasaría eso, dada la clase de criminal, frío como el hielo, al que estaban intentando atrapar.
Si se quedaba atrás, se iría del destacamento, se acabaría su carrera, pero por lo menos no pondría en peligro a nadie más.
«¿Puedes hacerlo?», se preguntó.
– Detective, vamos a entrar dentro de treinta segundos aproximadamente. Derribaremos la puerta, nos desplegaremos y despejaremos el apartamento. Puede entrar y proteger el escenario del crimen. ¿Le parece bien? -dijo el jefe del grupo.
«¿Te marchas o te quedas?», se preguntó el teniente. «Puedes bajar las escaleras y listo. Devuelves tu placa, buscas un empleo como consultor de seguridad de alguna compañía. Duplicas tu salario».
«Nunca más recibirás un disparo».
Tap, tap, tap…
«Nunca más verás unos ojos que se estremecen de dolor, agonizando a unos pasos de ti».
Tap…
– ¿De acuerdo? -repitió el jefe.
Sellitto miró al policía.
– No -susurró-. No.
El oficial de la USU frunció el ceño.
– Derriben la puerta con el ariete, y entonces entraré yo. Yo primero -dijo el detective.
– Pero…
– Ya oyó a la detective Sachs. Este criminal no trabaja solo. Necesitamos encontrar cualquier cosa que pueda llevarnos hasta el cabronazo que le ha contratado. Yo sabré qué buscar y puedo preservar el escenario del crimen en caso de que él trate de destruirlo -dijo Sellitto entre dientes.
– Déjeme consultarlo con mis superiores -dijo dubitativo el hombre de la USU.
– Oficial -dijo con calma el detective-, las cosas son así. Aquí el superior soy yo.
El jefe del equipo miró al segundo en la línea de mando. Ambos se encogieron de hombros.
– Es su… decisión.
Sellitto creyó que la tercera palabra de la oración iba a ser «funeral».
– En cuanto cortemos la luz, entramos -dijo el oficial de la USU. Se puso la máscara antigás. Los demás hicieron lo mismo, incluido Sellitto. Sujetó la Glock de Sachs, mantuvo el dedo fuera del guardamonte y avanzó hasta situarse a un lado de la puerta.
– Cortaremos la electricidad en tres… dos… uno -oyó por su auricular.
El jefe le dio una palmada en el hombro al oficial del ariete. El corpulento hombre lo balanceó con fuerza y la puerta saltó de los goznes de un solo golpe.
Volando de adrenalina, olvidando todo lo que no fuera el criminal y las pruebas, Sellitto entró a la carga, y tras él los oficiales tácticos, cubriéndole, pateando puertas y revisando las habitaciones. El segundo equipo entró desde la cocina.
No había señales de Boyd. En una tele pequeña estaban poniendo una telecomedia; de allí las voces y casi con certeza la fuente de sonido y calor que habían encontrado los de RYV.
Casi con certeza.
Pero quizá no.
Mirando a izquierda y derecha, Sellitto entró en el pequeño salón, no vio a nadie, y se dirigió directamente hacia el escritorio de Boyd, el cual se encontraba lleno de pruebas: hojas de papel, municiones, varios sobres, trozos de cable, un temporizador digital, botes que contenían líquido y otros que contenían un polvo blanco, un transistor, una cuerda. Utilizando un pañuelo de papel, Sellitto examinó cuidadosamente un armario de metal que estaba cerca del escritorio, para ver si estaba protegido con alguna trampa. No encontró ninguna, y lo abrió. Se encontró con más botes y con unas cajas. Dos pistolas más. Varios fajos de billetes nuevos, cerca de 100.000 dólares, calculó el detective.
– Esta habitación está limpia -afirmó uno de los oficiales de la USU. Y luego otro, lo mismo desde otra habitación. Por último se oyó una voz.
– Jefe del equipo A a puesto de mando: hemos despejado el lugar, K.
Sellitto se rio estentóreamente. Lo había hecho. Se había enfrentado a lo que le estaba torturando, fuera la mierda que fuera.
«Pero no te pongas tan chulo», se dijo a sí mismo, metiéndose la Glock de Sachs en el bolsillo. «Te uniste a este paseo en trineo por una razón, ¿recuerdas? Tienes trabajo que hacer. Así que protege las putas pruebas».
Sin embargo, mientras echaba una mirada al lugar, cayó en la cuenta de que había algo raro.
¿Qué?
Inspeccionó la cocina, el pasillo, el escritorio. ¿Qué era lo que resultaba raro? Algo no iba bien.
Entonces se le ocurrió: ¿un transistor?
¿Aún los fabricaban? Bien, si lo hacían, rara vez se veían, con todos esos reproductores mucho más sofisticados que se conseguían por poco dinero: estéreos, reproductores de CD, de MP3.
«Mierda. ¡Es una trampa cazabobos, una bomba! Y está justo al lado de un gran bote de líquido claro, que está cerrado con un tapón de vidrio». Lo cual, como Sellitto había aprendido en las clases de ciencia, se usaba para guardar ácido.
– ¡Dios!
¿Cuánto tiempo tenía antes de que detonara? ¿Un minuto, dos?
Sellitto se precipitó sobre el escritorio y agarró el transistor; se dirigió al cuarto de baño y lo colocó en el lavabo.
– ¿Qué…? -preguntó uno de los oficiales tácticos.
– ¡Tenemos un artefacto explosivo improvisado! ¡Desalojen el apartamento! -gritó el detective, arrancándose la máscara antigás.
– ¡Salga de aquí, joder! -gritó el oficial.
Sellitto no hizo caso. Cuando alguien fabrica un dispositivo explosivo improvisado no se preocupa por ocultar las huellas u otras pistas que pueda haber dejado, porque una vez que el artefacto ha explotado, la mayor parte de las pruebas quedan destruidas. Ellos conocían la identidad de Boyd, por supuesto, pero podía haber algún resto o huella en el artefacto que los pudiera llevar a la persona que le había contratado, o a su cómplice.
– Llamen a la brigada de explosivos -transmitió alguien.
– Cállense. Estoy ocupado.
Había un botón para encender o apagar el transistor, pero no confiaba en que eso desactivara la carga explosiva. Encogiendo el cuerpo, el detective quitó la tapa posterior de plástico negro del transistor.
¿Cuánto, cuánto tiempo?
Para Boyd, ¿cuánto es un tiempo razonable para poder entrar en el apartamento y desactivar la trampa?
Cuando Sellitto hizo saltar la tapa y se agachó, apareció ante sus ojos media barra de dinamita; no era un explosivo plástico, pero sí que era lo suficientemente poderoso como para volarle la mano y dejarle ciego. No había ningún indicador. Sólo en las películas las bombas tienen temporizadores digitales que muestran con toda claridad la cuenta atrás. Las bombas de verdad son detonadas por chips temporizadores que tienen diminutos microprocesadores y carecen de indicadores. Sellitto mantuvo la dinamita en su lugar con una uña para evitar borrar cualquier huella. Comenzó a estudiar el detonador del explosivo.
Mientras se preguntaba cuán sofisticado habría sido el sujeto (los especialistas en fabricación de bombas utilizan detonadores secundarios para quitar del medio a las personas que, como Sellitto, meten la zarpa en sus artesanías), separó el detonador de la dinamita.
No había detonador secundario, ni ningún…
La explosión, un tremendo y atronador estallido, retumbó a través del cuarto de baño, haciendo reverberar las paredes.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Bo Haumann-. ¿Hay alguien disparando? ¿Tenemos tiroteo? Todas las unidades, informen.
– Explosión en el cuarto de baño del apartamento del sujeto -informó alguien-. ¡Llamen a los médicos! ¡Llamen a los servicios de urgencias!
– Negativo, negativo. Calma todo el mundo. -Sellitto tenía el dedo quemado bajo el chorro de agua fría-. Sólo necesito una tirita.
– ¿Es usted, teniente?
– Sí. Estalló el detonador. Boyd tenía una trampa cazabobos preparada para eliminar las pruebas. He salvado la mayor parte… -Se metió la mano bajo la axila y se la apretó-. Joder, cómo escuece.
– ¿Cómo era de grande el artefacto? -preguntó Haumann.
Sellitto dirigió la mirada hacia el escritorio, en la otra habitación.
– Lo suficiente como para hacer explotar esa mierda de ahí que parece ser un bote de cuatro litros de ácido sulfúrico, supongo. Y también he visto algunos botes con polvo, probablemente cianuro.
Se hubiera cargado la mayor parte de las pruebas… y a cualquiera que estuviera cerca.
Varios de los oficiales de la USU miraron a Sellitto con gratitud.
– Hombre, a este criminal quiero trincarlo yo en persona -dijo uno de ellos.
Haumann, con su habitual voz de policía imparcial, preguntó pragmáticamente:
– ¿Situación del sujeto?
– Ningún rastro. El calor que indicaba el infrarrojo provenía de un refrigerador, una televisión, y de la luz del sol sobre los muebles, parece -transmitió uno de los polis.
Sellitto revisó la habitación de un vistazo, y transmitió:
– Tengo una idea, Bo.
– Adelante.
– Reparemos la puerta rápidamente. Dejadme a mí dentro y a un par de tipos más, retirad a todos los demás que estén en las calles. Tal vez el sujeto vuelva pronto. Entonces le cogeremos.
– Entendido, Lon. Me gusta la idea. Andando. ¿Quién sabe de carpintería?
– Yo lo haré -dijo Sellitto-. Es uno de mis pasatiempos. Vosotros traedme algunas herramientas. ¿Y qué clase de equipo es éste? ¿Es que nadie tiene una puñetera tirita?
Un poco más lejos, en la misma calle del apartamento de Boyd, Amelia Sachs escuchaba los intercambios de transmisiones sobre el registro. Parecía que su plan para Sellitto había funcionado mejor aún de lo que ella había esperado. No estaba muy segura de lo que había pasado, pero estaba claro que él se había comportado con agallas, y ella percibía ahora una nueva confianza en su voz.
Acusó recibo del mensaje sobre el plan para despejar la calle y esperar a que Boyd regresara, agregó luego que ella avisaría a los últimos vecinos del otro lado de la calle, y que más tarde se uniría a los demás en la operación de vigilancia. Llamó a una puerta y le dijo a la mujer que la atendió que se mantuviera alejada de la fachada de la casa hasta que oyeran que se podía salir sin peligro. Se estaba llevando a cabo un procedimiento policial en la acera de enfrente.
Los ojos de la mujer se abrieron como platos.
– ¿Es peligroso?
Sachs respondió lo que se decía habitualmente: es sólo por precaución, no hay nada de qué alarmarse, y tal. Evasivas y palabras tranquilizadoras. La mitad del trabajo de un policía son las relaciones públicas. Algunas veces son mucho más de la mitad. Sachs agregó que había visto unos juguetes infantiles en el jardín. ¿Los niños estaban en casa en ese momento?
Fue entonces cuando Sachs vio a un hombre que surgió de un callejón y dobló hacia la calle. Iba andando despacio en dirección al edificio, con la cabeza gacha, vistiendo un largo abrigo y un sombrero. No podía verle el rostro.
La mujer le estaba diciendo con tono de preocupación:
– Ahora mismo, estamos sólo mi novio y yo. Las niñas están en la escuela. Generalmente vuelven a casa andando, pero, ¿deberíamos ir a buscarlas?
– Señora, ¿ve ese hombre de allí, en la acera de enfrente?
La mujer dio un paso adelante y miró.
– ¿Aquel?
– ¿Le conoce?
– Claro. Vive en ese edificio que está justo allí.
– ¿Cómo se llama?
– Larry Tang.
– Ah, ¿es chino?
– Supongo. O japonés o algo parecido.
Sachs se relajó.
– No estará metido en algo, ¿no?
– No, no lo está. En cuanto a sus hijas, lo mejor sería que…
Oh, Dios…
Al mirar detrás de la mujer, Amelia Sachs vio uno de los dormitorios de la casa. Estaban pintando esa habitación. En la pared se veían algunos personajes de dibujos animados. Uno era Tigger, el personaje de Winnie the Pooh.
El tono naranja de la pintura era idéntico al de las muestras que había encontrado cerca de la casa de la tía de Geneva, en Harlem. Naranja brillante.
Luego echó una ojeada al suelo del recibidor. Había un viejo par de zapatos apoyados sobre un rectángulo de papel de periódico. Marrón claro. Alcanzó a ver la etiqueta que tenían dentro. Eran unos Bass. Del número 11, más o menos.
Amelia Sachs comprendió de pronto que el novio al que se había referido la mujer era Thompson Boyd, y que el apartamento de enfrente no era su vivienda habitual, sino otro de sus escondites. El motivo por el cual se encontraba vacío en ese momento era porque él se hallaba en algún lugar de esa mismísima casa.
Amelia Sachs pensó: «Hay que sacar de aquí a la mujer. Por su mirada no parece culpable. Ella no está metida en el asunto».
Pensó: «Por supuesto que Boyd está armado».
Pensó: «Y acabo de cambiar mi Glock por una mierda de revólver de seis tiros».
«Hay que sacarla de aquí. Rápido».
La mano de Sachs se iba deslizando lentamente hacia la cintura, en donde tenía la diminuta arma de Sellitto.
– Ah, algo más, señora -dijo con calma-. He visto una furgoneta calle arriba. Tal vez usted podría decirme de quién es.
«¿Qué ha sido ese ruido?», se preguntó Sachs. Algo en el interior de la casa. Como metálico. Pero no era el ruido de un arma, era un golpeteo apenas perceptible.
– ¿Una furgoneta?
– Ajá, desde aquí no se ve. Está detrás de aquel árbol. -Sachs retrocedió, indicándole a la mujer, con un gesto, que se desplazara hacia la calle-. ¿Podría salir y echarle una mirada, por favor? Nos sería de gran ayuda.
La mujer, sin embargo, se quedó en donde estaba, en el vestíbulo, mirando de reojo hacia su derecha. El ruido venía de allí.
– ¿Cariño? -Frunció el ceño-. ¿Qué sucede?
De pronto Sachs se dio cuenta de que el ruido lo habían producido unas persianas. Boyd había oído la conversación de Sachs con su novia y había mirado por la ventana. Habría visto a un oficial de la USU o un coche patrulla cerca de su escondite.
– Es realmente importante -insistió Sachs-. Si pudiera…
Pero la mujer se quedó paralizada, con los ojos abiertos como platos.
– ¡No! ¡Tom! ¿Qué estás…?
– ¡Señora, venga aquí! -gritó Sachs desenfundando la Smith & Wesson-. ¡Enseguida! ¡Está usted en peligro!
– ¿Qué haces con eso? ¡Tom! -La mujer retrocedió alejándose de Boyd, pero se quedó en el pasillo, como un conejo deslumbrado por una luz potente-. ¡No!
– ¡Agáchese! -dijo Sachs en un susurro desgarrado, mientras se ponía en cuclillas para entrar en la casa.
– Boyd, escúcheme -gritó Sachs-. Si tiene un arma, tírela. Arrójela donde yo pueda verla. Y tírese al suelo. ¡Se lo advierto! ¡Fuera hay docenas de oficiales!
Sólo silencio, excepto por el sollozo de la mujer.
Sachs hizo un rápido amago, mirando por lo bajo por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda. Alcanzó a ver al hombre, de rostro tranquilo, con una pistola grande y negra en la mano. No la North American 22 mágnum, sino una automática que debía tener balas para dejar fuera de combate al adversario, y un cargador de unos quince tiros. Sachs se lanzó rápidamente hacia atrás para ponerse otra vez a cubierto. Boyd había estado esperándola para atacar, pero erró las dos balas que le disparó, aunque por pocos centímetros, haciendo volar por el aire astillas de escayola y de madera. La mujer morena pegaba un alarido con cada inspiración, arrastrándose con la espalda contra la pared para tratar de escapar, mirando alternativamente a Sachs y hacia el lugar en donde estaba Boyd.
– ¡No, no, no!
– ¡Tire su arma! -repitió Sachs.
– ¡Tom, por favor! ¿Qué está pasando?
– ¡Agáchese, señora!
Un largo momento de completo silencio. ¿Qué estaría tramando Boyd? Era como si estuviera reflexionando sobre cuál sería el próximo paso.
Entonces hizo un disparo. Uno solo.
La detective se estremeció. Sin embargo, la bala pasó lejos. Ni siquiera dio en la pared junto a la que se encontraba Sachs.
Pero resultó que Boyd no le había apuntado a ella, y la bala había dado efectivamente en el blanco.
La mujer morena cayó sobre sus rodillas, con las manos sobre el muslo, del cual salía sangre a borbotones.
– Tom -susurró-. ¿Por qué…? Oh, Tom. -Se echó boca arriba y quedó tendida cogiéndose la pierna con fuerza, jadeando de dolor.
Al igual que en el museo, Boyd le había disparado a alguien para distraer a la policía y poder huir. Pero esta vez le había tocado a su novia.
Sachs oyó el ruido de cristales que se rompían: Boyd estaba atravesando la ventana para escapar.
La mujer seguía susurrando palabras que Sachs no oía. Llamó por radio a Haumann para informar sobre el estado de la mujer y su ubicación, y éste envió inmediatamente médicos y refuerzos. Entonces pensó que les llevaría unos minutos a los servicios de urgencias médicas llegar hasta allí. «Tengo que salvarla. Con un torniquete, la hemorragia sería más lenta. Puedo salvarle la vida».
Pero luego pensó: «No. Él no se ha ido». Miró rápidamente por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda, y vio a Boyd que se dejaba caer por la ventana del vestíbulo hacia el jardín lateral.
Sachs miró otra vez a la mujer, y dudó. La morena había perdido el conocimiento y su mano estaba caída a un lado; ya no se cogía la pierna terriblemente herida. Y ya había un charco de sangre bajo su torso.
Dios mío…
Avanzó hacia ella. Luego se detuvo. No. Tú sabes lo que tienes que hacer. Amelia Sachs corrió hacia la ventana lateral. Miró hacia afuera, al igual que antes, muy fugazmente, por si él la estuviera esperando. Pero no, Boyd esperaba que ella salvará a la mujer. Sachs le vio alejándose de la casa a toda velocidad por el callejón adoquinado, sin darse la vuelta ni una vez para mirar hacia atrás.
Sachs miró hacia abajo. Hasta el suelo era una caída de casi dos metros. La mentira sobre el dolor provocado por el tropezón, que le había contado a Sellitto veinte minutos antes, había sido una bola; el dolor crónico no lo era.
Santo cielo.
Se subió a toda prisa sobre el alféizar, libre de cristales, balanceó sus piernas hacia afuera y se dejó caer de un impulso. Para amortiguar el golpe del aterrizaje, mantuvo flexionadas las rodillas. Pero fue una caída larga, y al tocar el suelo su pierna izquierda cedió y Sachs cayó dando tumbos sobre la grava y la hierba, con un grito de dolor.
Respirando hondo, se levantó como pudo y se lanzó tras Boyd, esta vez con una cojera de verdad que le impedía correr demasiado rápido. «Dios te ha castigado por mentir», pensó.
Abriéndose paso a través una hilera de arbustos, Sachs pasó del jardín a un callejón que discurría detrás de las casas y los edificios de apartamentos. Miró hacia ambos lados, pero no encontró ni rastro de Boyd.
En ese momento, a unos treinta metros, vio que se abría una gran puerta de madera. Esto era típico de las partes viejas de Nueva York: garajes sin calefacción, separados de las viviendas, alineados a lo largo de los callejones que discurrían detrás de una hilera de casas adosadas. Tenía sentido pensar que Boyd tuviera guardado su coche en el garaje; el equipo de registro y vigilancia no lo había encontrado en los alrededores. Avanzando al trote lo mejor que podía, Sachs informó de su ubicación al puesto de mando.
– Entendido, cinco ocho ocho cinco. Estamos de camino, K.
Mientras avanzaba tambaleante sobre los adoquines, abrió el tambor de la pequeña Smith de Sellitto, e hizo una mueca de disgusto cuando vio que el detective se contaba entre los dueños de pistolas más precavidos: la cámara del tambor que quedaba ante el percutor estaba vacía.
Cinco disparos.
Contra la automática de Boyd, que contaba con tres veces más balas y posiblemente con uno o dos cargadores extra en su bolsillo.
Mientras corría hacia la boca del callejón, oyó el ruido de un motor que arrancaba, y un segundo después el Buick azul salió marcha atrás hacia ella. El callejón era demasiado estrecho para girar en un solo movimiento, así que Boyd tenía que detenerse, ir hacia delante y luego otra vez hacia atrás. Eso le dio a Sachs la oportunidad de correr a toda velocidad hasta acercarse a unos veinte metros del garaje.
Boyd terminó la maniobra, y usando el portón del garaje como un escudo interpuesto entre él y Sachs, aceleró para alejarse a toda velocidad.
Sachs se arrojó sobre los adoquines y vio que el único blanco al que podía tirarle era el que se veía por el estrecho espacio que dejaba el portón por debajo: los neumáticos traseros.
Tendida boca abajo, Sachs apuntó al derecho.
Es una regla de los tiroteos urbanos no tirar nunca a menos que uno «conozca el telón de fondo», es decir: adónde irá a parar la bala si uno yerra el tiro, o si perfora y traspasa el blanco al que se tira, y luego continúa su trayectoria. Mientras el coche de Boyd se alejaba de ella, Sachs respetó ese protocolo durante una fracción de segundo, y luego -pensando en Geneva Settle- se salió con una regla de su propia cosecha: este cabrón no se va a escapar.
Lo mejor que podía hacer para controlar el disparo era apuntar bajo, de modo que si erraba el tiro, la bala rebotara hacia arriba y se incrustara en el coche.
Amartillando el revólver para disparar con sólo un toque, de modo que el gatillo fuera más sensible, apuntó y tiró dos veces, un disparo apenas más alto que el otro.
Los proyectiles pasaron silbando por debajo del portón del garaje, y al menos uno perforó el neumático trasero derecho. Cuando el coche dio un bandazo hacia la derecha e impactó violentamente contra el muro del callejón, Sachs se puso en pie y, con una mueca de dolor en el rostro, corrió a toda velocidad hacia el lugar del siniestro. Se detuvo en el portón del garaje y miró por detrás. Resultó que ambos neumáticos estaban aplastados; también le había dado al delantero. Boyd intentó retroceder para apartarse del muro, pero la rueda delantera estaba torcida e incrustada en el chasis. Bajó del coche de un salto, girando a derecha e izquierda con la pistola en alto, buscando a quien le había tirado.
– ¡Boyd! ¡Suelte el arma!
Su respuesta fue hacer cinco o seis disparos hacia el portón. Sachs respondió con un disparo, que impactó en el coche, a centímetros de él, y luego rodó hacia la derecha y se puso en pie rápidamente, y vio que Boyd escapaba hacia la calle del otro lado.
Esta vez ella podía ver el telón de fondo -un muro de ladrillos al otro lado de la calle lejana- e hizo fuego otra vez.
Pero justo en el momento de disparar el arma, Boyd se hizo a un lado, como si se lo hubiera estado esperando. El proyectil le pasó muy cerca, de nuevo a pocos centímetros. Devolvió el fuego, una cortina de disparos, y ella volvió a arrojarse al suelo dándose otro golpe contra la superficie pegajosa de los adoquines. La radio se le se hizo trizas. Él desapareció tras la esquina, a la izquierda.
Le quedaba una bala. Debería haber usado sólo una para la rueda, pensó enojada, mientras se volvía a poner en pie y corría tras él lo mejor que podía con su pierna dolorida. Se detuvo en la esquina en la que el callejón desembocaba en la acera, echando una rápida mirada hacia la izquierda. Vio la silueta sólida del sujeto, de espaldas, que se alejaba corriendo a toda velocidad.
Cogió el Motorola y presionó el botón de transmitir. Nada, estaba averiado. Mierda. ¿Llamar al 911 por el teléfono móvil? Demasiadas cosas que explicar, demasiado poco tiempo para transmitir un mensaje. En alguno de los edificios de por allí, seguramente alguien habría llamado a causa de los disparos. Siguió persiguiendo a Boyd. El aire le raspaba al respirar, los pies golpeaban rítmicamente el suelo.
En la otra esquina, al final de la manzana, se detuvo un coche patrulla. Los agentes no descendieron; no habían oído los disparos y no sabían que el asesino y Sachs estaban allí. Boyd levantó la vista y los vio. Se detuvo bruscamente y saltó por encima de una pequeña valla, y luego se escondió bajo las escaleras que subían al primer piso de un edificio de apartamentos. Ella oyó los puntapiés del sujeto, que intentaba meterse en un apartamento del bajo.
Sachs hizo señas con las manos a los agentes, pero éstos estaban mirando calle arriba y abajo, y no la vieron.
Fue entonces cuando una pareja joven salió por la puerta del apartamento que estaba justo frente a donde estaba Boyd. Cerraron la puerta tras ellos, el joven se subió la cremallera de su cazadora para combatir el frío del día y la mujer le cogió del brazo. Empezaron a bajar las escaleras. Cesaron los puntapiés.
Oh, no… Sachs se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. No podía ver a Boyd, pero sabía lo que iba a hacer. Ahora le estaría apuntando a la pareja. Iba a disparar a uno o a ambos, robarles las llaves y escapar hacia el interior del apartamento, con la esperanza, una vez más, de que la policía dividiera sus fuerzas para ocuparse de atender a los heridos.
– ¡Al suelo! -gritó Sachs.
La pareja, que estaba a unos treinta metros, no la oyó.
Ahora Boyd estaría ajustando su puntería, esperando que ellos se acercaran más para tener un blanco perfecto.
– ¡Al suelo!
Sachs se puso de pie y se dirigió hacia ellos, cojeando.
La pareja se percató de su presencia, pero ni él ni ella pudieron entender lo que les gritaba Sachs. Se detuvieron, frunciendo el ceño.
– ¡Al suelo! -repitió Sachs.
El hombre se puso la mano detrás de la oreja para oír mejor, moviendo la cabeza.
Sachs de detuvo, respiró hondo y disparó su última bala contra un bote de basura metálico, a unos seis o siete metros de la pareja.
La mujer gritó y ambos dieron media vuelta y subieron las escaleras casi a cuatro patas hasta meterse en su apartamento. La puerta se cerró de un golpe.
Al menos se las había arreglado para…
Junto a Sachs, saltó un pedazo de piedra caliza, que la golpeó con esquirlas calientes y pedacillos de piedra. Medio segundo después oyó el ruidoso estallido del arma de Boyd.
Otro tiro, y otro más, obligando a Sachs a retroceder, las balas impactando a centímetros de ella. Cruzó el jardín dando tumbos, se tropezó con una cerca de alambre de treinta centímetros de alto y unos adornos de escayola para el césped: Bambis y elfos. Un proyectil le rozó el chaleco, haciéndole expulsar el aire de los pulmones. Volvió a caer de mala manera sobre un bancal. Muy cerca de ella impactaron más proyectiles. Entonces Boyd se volvió contra los agentes que estaban bajando de un salto del coche patrulla. Acribilló el coche, haciendo fuego varias veces seguidas, reventando los neumáticos y obligando a los agentes a parapetarse detrás del vehículo. Los uniformados no se movieron de allí, pero al menos habrían llamado a los del equipo de asalto y habría más policías de camino.
Lo que significaba, por supuesto, que Boyd sólo tenía una ruta de escape: ir hacia Sachs. Ella se agachó para parapetarse detrás de unos arbustos. Boyd había dejado de hacer fuego, pero ella no podía oír sus pasos acercándose. Supuso que Boyd estaría a unos siete metros. Luego a tres. Estaba segura de que en cualquier momento vería su rostro, y luego la boca de su arma. Luego moriría…
Pum.
Pum.
Apoyándose en un codo, pudo ver al asesino, allí cerca, arremetiendo a puntapiés contra la puerta de otro apartamento de la planta baja, que lentamente empezaba a ceder. Su rostro estaba inquietantemente tranquilo, como el del hombre colgado de la carta de tarot que habría querido dejar al lado del cadáver de Geneva Settle. No había duda de que había creído que le había dado a Sachs, porque no se preocupó de mirar dónde había caído la mujer, y ahora estaba concentrado en abrirse camino a través de la puerta, la única vía de escape que le quedaba. Miró hacia atrás una o dos veces, hacia el otro extremo de la manzana, donde los agentes uniformados empezaban a acercarse a él, si bien lentamente, ya que él se volvía y les disparaba cada pocos segundos.
Además, supuso Sachs, él debería quedarse sin municiones pronto. Probablemente, él…
Boyd expulsó el cargador de la pistola y metió uno nuevo. Otra vez cargada.
Bien, vaya…
Ella podía quedarse donde estaba, a salvo, con la esperanza de que otros oficiales llegaran antes de que él se escapara.
Pero Sachs pensó en la mujer morena que yacía ensangrentada en la casa, puede que, a aquellas alturas, muerta. Pensó en el agente electrocutado, en el bibliotecario asesinado el día anterior. Pensó en el joven novato Pulaski, en su rostro maltrecho y ensangrentado. Y sobre todo pensó en la pobre chiquilla, en Geneva Settle, que estaría en peligro cada minuto que Boyd estuviera suelto y andando por las calles. Aferrando el revólver descargado, tomó una decisión.
Thompson Boyd le dio otro potente puntapié a la puerta del bajo. Empezaba a ceder. Lograría meterse, lograría…
– No se mueva, Boyd. Suelte el arma.
Con sus ojos ardientes parpadeando de sorpresa, Thompson volvió la cabeza. Bajó el pie, que estaba colocado en posición para asestar un nuevo puntapié.
Bueno, ¿qué es esto?
Con el arma apuntando hacia abajo, giró la cabeza lentamente y la miró. Sí, tal como había pensado, era la mujer del escenario del crimen de la biblioteca del museo, de la mañana del día anterior. La que iba de un lado a otro como una serpiente de cascabel. Cabello pelirrojo, mono blanco. Ésa que él había disfrutado mirándola, admirándola. Había mucho que admirar, reflexionó. Y era buena tiradora, además.
Se sorprendió de que estuviera viva. Estaba convencido de que en la última descarga le había dado.
– Boyd, voy a dispararle. Suelte el arma, y túmbese en la acera.
Él pensó que con unos cuantos puntapiés más, aquella puerta se rompería. Luego, saldría por el callejón de atrás del edificio. O tal vez quienes vivían ahí tuvieran un coche. Podía coger las llaves y dispararles a quienes estuviesen dentro, herirlos, crearles más dificultades a los policías. Escapar.
Pero, por supuesto, había una cuestión que tenía que responder primero: ¿le quedaba munición a ella?
– ¿Me oye, Boyd?
– Así que es usted. -Entornó los ojos ardientes. Últimamente no había estado usando Murine-. Pensé que podría ser.
Ella frunció el ceño. No sabía de qué le estaba hablando. Tal vez la mujer estuviera preguntándose si él la había visto antes, preguntándose si él la conocía.
Boyd tuvo mucho cuidado de no moverse. Tenía que resolver el problema. ¿Dispararle o no? Pero si hacía el menor movimiento hacia ella y a ella sí le quedaban balas, ella haría fuego. Él tenía plena certeza de eso. Esta mujer no se andaba con remilgos.
Te liquidarían con un beso mortífero…
Boyd reflexionaba. El arma de ella era un Smith & Wesson especial calibre 38 de seis tiros. Había hecho fuego cinco veces. Thompson Boyd siempre contaba los disparos (sabía que a él mismo le quedaban ocho en ese cargador, y un cargador más de catorce tiros en el bolsillo).
¿Había vuelto ella a cargar su arma? Si no, ¿le quedaba un tiro más?
Muchos oficiales de policía dejan vacía la cámara sobre la que golpea el percutor de los revólveres, para evitar la muy infrecuente posibilidad de que al dejarla caer accidentalmente, el arma se dispare. Pero esta mujer no parecía ser esa clase de persona. Ella conocía demasiado bien las armas. Nunca se le caería una por accidente. Además, si estaba trabajando en una tarea táctica, querría poder contar con todos los disparos posibles. No, no era la clase de poli de tambor vacío.
– Boyd, no se lo diré otra vez.
Por otra parte, seguía pensando él, aquella arma no era suya. El día anterior, en el museo, ella llevaba una automática a la cintura, una Glock. Ahora mismo, todavía tenía una pistolera de Glock en el cinturón. La pequeña Smith, ¿sería un arma de reserva? Pero hoy día, con automáticas que cargan al menos doce balas, y dos cargadores extra en el cinturón, normalmente los polis no se molestaban en llevar una segunda arma.
No, apostaría que o bien ella había perdido su automática, o se la había prestado a alguien y había cogido este revólver a cambio, lo que quería decir que era probable que ella no tuviera balas para volver a cargarlo. Siguiente pregunta: la persona que le había prestado la pequeña Smith, ¿dejaba vacía la cámara que quedaba ante el percutor? Eso no había manera de saberlo, por supuesto.
Así que la pregunta se redujo a: ¿qué clase de persona era ella? Boyd volvió a pensar en el museo, viéndola rebuscar como una serpiente de cascabel. Pensó en ella en el rellano del escondite de la calle Elizabeth, atravesando la puerta para ir tras él. Pensó en ella viniendo tras él, ahora, dejando que Jeanne muriera por la herida de bala en el muslo.
Llegó a una conclusión: se estaba echando un farol. Si hubiera tenido una bala, ya le habría disparado.
– No le quedan más balas -afirmó. Se dio la vuelta hacia ella y levantó la pistola. Ella hizo una mueca, y bajó el arma. Él estaba en lo cierto. ¿Debería matarla? No, sólo dispararle para herirla. Pero, ¿cuál era el mejor lugar? Doloroso y que pusiera su vida en peligro. El griterío y la sangre copiosa atraen mucho la atención. Se estaba decidiendo por una pierna; le dispararía a la que le dolía, a la rodilla. Cuando ella hubiera caído, le metería otro tiro en el hombro. Y huiría.
– Así que usted gana -dijo ella-. ¿Y ahora qué? ¿Me va a tomar de rehén?
Él no había pensado en eso. Dudó. ¿Tenía sentido? ¿Serviría de algo? Normalmente, los rehenes traen más problemas que soluciones.
No, era mejor dispararle. Empezó a presionar el gatillo, mientras ella, derrotada, arrojaba su arma a la acera. Él miró el revólver, pensando: «Aquí hay algo que no va… ¿Qué es?».
Ella había estado sosteniendo el arma en la mano izquierda. Pero la pistolera estaba en la cadera derecha.
Los ojos de Thompson se volvieron hacia ella, y el asesino ahogó un grito cuando vio los destellos de la navaja que dando volteretas iba directa hacia su rostro. Ella la había arrojado con la mano derecha, momento en el que él desvió la mirada un segundo.
La navaja no se clavó en él, ni siquiera le hizo un corte. Fue el mango lo que le dio en la mejilla, pues ella se lo había arrojado directamente a sus delicados ojos. Thompson trató instintivamente de esquivarlo, levantando el brazo para protegerse los ojos. Antes de que pudiera dar un paso atrás y apuntar, la mujer se le había arrojado encima, blandiendo una piedra que había recogido del jardín. Sintió un golpe contundente en la sien que lo dejó aturdido, y dio un grito ahogado a causa del dolor.
Volvió a presionar el gatillo, y el arma se disparó. Pero erró el tiro y antes de que pudiera volver a disparar, la piedra le golpeó la mano violentamente. El arma cayó al suelo. Aulló y se agarró los dedos heridos.
Pensando que ella cogería el arma, intentó bloquearle el paso. Pero Sachs no tenía el menor interés en la pistola. Le bastaba con el arma que tenía en la mano: la piedra volvió a estrellarse contra su rostro una vez más.
– No, no… -Boyd intentó golpearla, pero la mujer era corpulenta y fuerte, y otro golpe con la piedra le hizo caer de rodillas, luego de lado, retorciéndose para evitar los golpes-. ¡Basta, basta! -gritó. Pero por toda respuesta, sintió otro golpe de la piedra contra su mejilla. Oyó un aullido de furia que salía de la garganta de la mujer.
Te liquidarían…
¿Qué estaba haciendo?, se preguntó en medio de su aturdimiento. Ella había vencido… ¿Por qué estaba haciendo esto, quebrando las reglas? ¿Cómo podía hacerlo? Esto no era seguir las reglas al pie de la letra.
… con un beso mortífero.
De hecho, cuando los agentes uniformados llegaron corriendo un momento después, sólo uno de ellos cogió a Thompson Boyd y le esposó. El otro rodeó con su brazo a la mujer policía y tuvo que forcejear duramente con ella para hacerle soltar la piedra que tenía en la mano. A través del dolor, del zumbido en los oídos, Thompson oyó que el poli decía una y otra vez:
– Vale, vale, ya le ha atrapado, detective. Ya ha pasado todo, ya puede quedarse tranquila. No se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte…
Por favor, por favor…
Amelia Sachs regresó corriendo a la casa de Boyd, todo lo deprisa que pudo, haciendo caso omiso de las felicitaciones de sus compañeros e intentando también hacer caso omiso del dolor de su pierna.
Sudando, sin aliento, se dirigió al primer médico del servicio de urgencias que vio.
– ¿La mujer de esa casa? -le preguntó.
– ¿La de allí? -Señaló la casa con la cabeza.
– Exacto. La morena que vive allí.
– Ah, ésa. Me temo que tengo malas noticias.
Sachs hizo una profunda inspiración, y sintió el horror en su carne como si fuera hielo. Había atrapado a Boyd, pero la mujer a la que podría haber salvado estaba muerta. Se clavó una uña en la cutícula de su pulgar y sintió dolor, sintió la sangre. Pensó: «He hecho exactamente lo mismo que Boyd. He sacrificado una vida inocente en aras de un buen trabajo».
– Le han disparado -prosiguió el médico.
– Ya lo sé -susurró Sachs con la mirada clavada en el suelo. Iba a ser duro aprender a vivir con eso…
– No tiene por qué preocuparse.
– ¿Preocuparme?
– Se pondrá bien.
Sachs frunció el ceño.
– Usted dijo que tenía que darme malas noticias.
– Bueno, que disparen a alguien es una noticia bastante mala.
– ¡Dios!, yo ya sabía que le habían disparado. Estaba allí cuando sucedió.
– Ah.
– Creí que lo que usted quería decir era que había muerto.
– No, qué va. Perdió mucha sangre, pero llegamos a tiempo. Se pondrá bien. Está en la sala de urgencias del St. Luke. En situación estable.
– Vale, gracias.
Tengo malas noticias…
Sachs se fue por ahí, cojeando, y se cruzó con Sellitto y Haumann delante del escondite.
– ¿Le trincaste con un arma descargada? -preguntó Haumann, incrédulo.
– De hecho, le trinqué con una piedra.
El jefe de la USU meneó la cabeza, enarcando una ceja, lo cual era su mejor cumplido.
– ¿Boyd ha dicho algo? -preguntó ella.
– Que comprendía cuáles eran sus derechos. Luego se ha quedado como una tumba.
Ella y Sellitto intercambiaron sus armas. Él volvió a cargar la suya. Sachs revisó su Glock y se la puso en la pistolera.
– ¿Qué habéis averiguado sobre esa casa? -preguntó.
Haumann se pasó la mano por sus hirsutos cabellos cortados al rape.
– Parece que la casa en la que vivía estaba alquilada a nombre de su novia, Jeanne Starke. Las niñas son de ella, dos hijas. No son de Boyd. Hemos dado parte a protección de menores, a los servicios sociales, que ha tomado cartas en el asunto. Ese lugar -señaló con la cabeza hacia el edificio de apartamentos- era un piso franco. Lleno de herramientas del oficio, ya me entiendes -explicó Haumann.
– Creo que será mejor que me ocupe de ese lugar -dijo Sachs.
– Lo hemos protegido -dijo Haumann-. Bueno, lo hizo él. -Apuntó a Sellitto con la cabeza. El jefe de la USU prosiguió-: Tengo que dar parte a los de arriba. ¿Andarás por aquí después de terminar con el escenario? Querrán una declaración.
Sachs asintió con la cabeza. Y ella y el pesado detective caminaron juntos hacia el escondite de Boyd. Finalmente, Sellitto dirigió la mirada a la pierna de Sachs.
– Te ha vuelto la cojera.
– ¿Vuelto?
– Ajá, cuando estabas evacuando las casas, en la acera de enfrente, miré por la ventana. Parecía que podías andar bien.
– A veces se me cura sola.
Sellitto se encogió de hombros.
– Es curioso cómo ocurren esas cosas.
– Sí que lo es.
Sellitto sabía lo que ella había hecho por él. Se lo estaba diciendo.
– Bueno, tenemos al que disparaba. Pero eso es sólo la mitad del trabajo. Ahora tenemos que coger al cabrón que le contrató y a su compinche, que, debemos suponer, acaba de hacerse cargo de la tarea de Boyd. Haga la cuadrícula, detective. -Sellitto dijo esto en una voz tan bronca como la más áspera que era capaz de poner Rhyme.
Éste era el mejor agradecimiento que él podría darle: hacerle saber que volvía a ser el de siempre.
A menudo, la prueba más importante es la que se encuentra al final.
Cualquier buen investigador del escenario de un crimen evalúa el lugar e inmediatamente se ocupa de los artículos frágiles que están sujetos a la evaporación, la contaminación por la lluvia, la dispersión por el viento, y así sucesivamente, dejando los más obvios -como un revólver humeante- para recogerlos más tarde.
Si el lugar está a buen recaudo, solía decir Lincoln Rhyme, las cosas buenas no se van a ir a ninguna parte.
Tanto en la vivienda de Boyd como en el piso franco de la acera de enfrente, Sachs había recogido posibles huellas, había reunido los restos, había recogido muestras de líquidos corporales en el servicio para realizar análisis de ADN, había raspado el suelo y las superficies de los muebles, había cortado pedacitos de la moqueta para obtener muestras de fibras, y había fotografiado y grabado en vídeo todos los lugares. Sólo entonces dedicó su atención a las cosas más grandes y obvias. Organizó el traslado del ácido y el cianuro al centro de almacenamiento de pruebas peligrosas situado en el Bronx, y examinó el dispositivo explosivo improvisado oculto en el interior del transistor.
Examinó y tomó nota de las armas y municiones, el dinero en efectivo, los carretes de cuerdas, las herramientas. Y docenas de otros objetos que podían resultar de mucha ayuda.
Finalmente, Sachs recogió un pequeño sobre blanco que estaba apoyado en un estante cerca de la puerta de entrada al escondite.
Dentro había sólo un papel.
Lo leyó. Y luego soltó una carcajada. Volvió a leer la carta. Y llamó a Rhyme, pensando en su fuero interno: «¡Vaya si estábamos equivocados!».
– Me juego cien pavos a que vas a encontrar más carbono puro, exactamente igual que el que había en el mapa que estaba escondido bajo su almohada en la calle Elizabeth -dijo Rhyme a Cooper mientras los dos hombres miraban la pantalla del ordenador-. ¿Quieres arriesgar tu dinero? ¿Alguien acepta la apuesta?
– Demasiado tarde -respondió el técnico cuando el analizador emitió un pitido y el análisis de los restos de elementos que tenía el papel saltó ante sus ojos-. De todas maneras no es lo que habría apostado yo. -Se empujó las gafas para subírselas al puente de la nariz y añadió-: Efectivamente, carbono. Cien por cien.
Carbono. Lo que uno podía encontrar en la carbonilla vegetal, o en las cenizas, o en un gran número de otras sustancias.
Pero que también podía ser polvo de diamantes.
– ¿Cuál es el más reciente desprecio de la lengua inglesa por parte del mundo de los negocios? -preguntó el criminalista, que había recuperado el ánimo risueño-. Con éste estábamos uno a ochenta.
No habían errado el tiro en cuanto a lo de que Boyd era el asesino, ni en cuanto al hecho de que había sido contratado para matar a Geneva. No, era en el móvil en lo que habían fallado por completo. Todo lo que habían especulado sobre los comienzos del movimiento por los derechos civiles, sobre las consecuencias que tendría hoy día el robo del Fondo para los Libertos pergeñado por Charles Singleton, sobre la conspiración en torno a la Decimocuarta Enmienda… era un error.
Geneva Settle estaba en la mira de los asesinos simplemente porque había visto algo que no debería haber visto: la preparación de un robo de joyas.
La carta que había encontrado Amelia en el escondite de Boyd contenía planos de varios edificios del Midtown, incluyendo uno del Museo de Cultura e Historia Afroamericana. En la nota ponía:
Una chica negra, qinto piso en esta ventana, 2 octubre, cerca de las 08:30. Ella vio mi furgón de reparto cuando él estava aparcado en un callejón en la parte trasera de la joyería. Vio lo suficiente para adivinar los planes de mí. Matarla.
En el plano de la biblioteca, la ventana cercana al lector de microfichas ante el que estaba sentada Geneva cuando fue atacada estaba marcada con un círculo.
Además de los errores de ortografía, el lenguaje de la nota se salía del uso ordinario, lo cual, para un criminalista, era una buena cosa: es mucho más fácil seguirle la pista a lo poco común que a lo común. Rhyme hizo que Cooper le enviara una copia a Parker Kincaid, un antiguo perito del FBI especializado en análisis de documentos que actualmente ya no trabajaba para Washington, sino de forma privada. Al igual que Rhyme, a veces sus antiguos jefes, u otras fuerzas de la ley, convocaban a Kincaid para consultarle casos en los que aparecían documentos y manuscritos. En el correo electrónico que les envió como respuesta, Kincaid dijo que volvería a contactar con ellos en cuanto pudiera.
Al examinar la carta, Amelia Sachs gesticulaba enfurecida. Relató el incidente del hombre armado que ella y Pulaski habían visto fuera del museo, el día anterior, que resultó ser un guardia jurado, y que les había hablado de lo valioso que era lo que se guardaba en la compañía y sobre los embarques diarios de varios millones de dólares procedentes de Amsterdam y Jerusalén.
– Tendría que haberos mencionado eso -dijo moviendo la cabeza.
¿Pero quién habría imaginado que Thompson Boyd había sido contratado para matar a Geneva porque la chica había mirado por la ventana en el momento equivocado?
– Pero, ¿por qué robar la microficha? -preguntó Sellitto.
– Para despistarnos, por supuesto. Lo que consiguió hacer realmente bien. -Rhyme suspiró-. Aquí estábamos, dando vueltas, pensando en conspiraciones sobre la constitucionalidad de las leyes. Probablemente Boyd no tenía ni la menor idea de lo que estaba leyendo Geneva. -Se volvió hacia la chica, que estaba sentada allí cerca, sosteniendo contra su pecho una taza de chocolate caliente-. Alguien, quienquiera que haya escrito esa nota, te vio desde la calle. O él o Boyd se pusieron en contacto con el bibliotecario para averiguar quién eras y cuándo regresarías, de modo que Boyd pudiera estar allí, esperándote. El doctor Barry fue asesinado porque podría establecer una conexión entre ellos y tú… Ahora bien, trata de pensar en lo ocurrido hace una semana. Miraste por la ventana a las ocho y media y viste una furgoneta y a alguien en el callejón. ¿Recuerdas lo que viste?
La chica frunció los ojos y miró el suelo.
– No lo sé. Miré por la ventana sin pensar. Cuando me canso de leer me levanto y ando un poco, ya sabe. No recuerdo nada en especial.
Durante diez minutos, Sachs estuvo hablando con Geneva, ayudándola pacientemente a recordar por si se le venía alguna imagen a la cabeza. Pero acordarse de una persona en especial y de una furgoneta de reparto en las ajetreadas calles del Midtown sólo por haber echado un vistazo por la ventana una semana antes era demasiado para la memoria de la chica.
Rhyme llamó al director de la American Jewelry Exchange y le contó lo que habían averiguado. Interrogado sobre si tenía alguna idea de quién podría estar intentando dar un golpe, el hombre respondió:
– Joder, ni idea. Sin embargo, le diré que sucede más a menudo de lo que usted cree.
– Hemos encontrado restos de carbono puro en algunas de las pruebas. Pensamos que se trata de polvo de diamante.
– Vaya, eso significaría que probablemente han inspeccionado el callejón, cerca de la plataforma de cargas. Nadie de fuera puede acercarse a las salas de corte, pero, vaya, uno pule el material, y eso genera polvo. Termina en las bolsas de las aspiradoras y en todo lo que tiramos a la basura. -El hombre soltó una risita, no demasiado preocupado por la noticia del inminente robo-. Le diré, sin embargo, que quienquiera que esté intentando dar el golpe tiene cojones. Tenemos el mejor sistema de seguridad de la ciudad. Todos se creen que es como en la puñetera televisión. Hay tipos que vienen a comprar anillos a sus novias y miran hacia todas partes y preguntan dónde están esos rayos invisibles que sólo se ven con unas gafas especiales, ¿sabe de lo que le hablo? Bueno, la respuesta es que nadie fabrica ninguna puta máquina de rayos invisibles. Porque si uno puede pasar entre ellos utilizando esas gafas especiales, entonces los malos se comprarían esas putas gafas y pasarían entre ellos, ¿no es así? Las alarmas de verdad no son así. Si una mosca se tira un pedo en nuestra bóveda, se activa la alarma. Y la cuestión está en que el sistema es tan preciso que ni una mosca puede entrar.
– Debería haberlo sabido -dijo bruscamente Lincoln Rhyme después de colgar-. ¡Mirad la tabla! Mirad lo que encontramos en el primer escondite. -Señaló con la cabeza la referencia al mapa que había sido hallado en la calle Elizabeth. Éste sólo mostraba un esquema básico de la biblioteca donde fue atacada Geneva. La joyería, en la acera de enfrente, estaba dibujada con mucho mayor detalle, al igual que todos los callejones cercanos, las puertas y las plataformas de carga, rutas de entrada a la joyería y de salida de la misma, no el museo.
Dos detectives de la comisaría del centro habían interrogado a Boyd con el fin de averiguar la identidad de la persona que estaba detrás del golpe y que le había contratado, pero el hombre respondía con evasivas.
Entonces Sellitto llamó a la sección de hurtos del Departamento de Policía de Nueva York para buscar informes sobre actividades sospechosas en el barrio de los diamantes, pero no había ninguna pista en particular que pareciera relevante. Fred Dellray hizo un hueco en su investigación sobre los rumores de atentados terroristas con bombas para revisar los archivos del FBI concernientes a investigaciones federales relacionadas con robos de joyas. Puesto que el robo no es un delito federal, no había muchos casos, pero las investigaciones sobre varios de ellos -la mayoría relacionados con lavado de dinero en la zona de Nueva York- estaban actualmente en curso, y Dellray prometió llevarles los informes de inmediato.
Se volcaron sobre las pruebas del escondite y de la vivienda de Boyd, con la esperanza de encontrar al cerebro del robo. Examinaron las armas, los productos químicos, las herramientas y los demás artículos, pero no había nada que no hubieran hallado antes: más escamas de pintura naranja, manchas de ácido y migas de falafel y restos de yogur. Eso parecía ser la comida favorita de Boyd. Consultaron sobre los números de serie del dinero, pero el Tesoro no ofreció ninguna respuesta útil, y ninguno de los billetes arrojó presencia de huellas dactilares. Retirar todo ese dinero de una cuenta habría sido algo muy arriesgado para el hombre que había contratado a Boyd, porque, siguiendo la normativa para evitar el blanqueo de dinero, era obligatorio informar de las transacciones de cantidades tan elevadas. Pero una rápida comprobación de grandes cantidades de efectivo retiradas de los bancos de la zona no arrojó ninguna pista. Eso era curioso, reflexionó Rhyme, aunque llegó a la conclusión de que probablemente el criminal habría retirado pequeñas sumas en efectivo a lo largo del tiempo para reunir la cifra de los honorarios de Boyd.
Al parecer, el sujeto era una de las pocas personas de la tierra que no tenía teléfono móvil, o, si lo tenía, era una unidad pagada por adelantado sin titular -no había registros de facturación- y se las había arreglado para deshacerse de él antes de que le atraparan. Una mirada a la factura telefónica del fijo de la casa de Jeanne Starke no arrojó nada sospechoso, excepto media docena de llamadas a cabinas telefónicas de Manhattan, Queens o Brooklyn, pero no había ninguna pauta sistemática en cuanto a los lugares.
El acto heroico de Sellitto, sin embargo, había tenido como resultado la obtención de algunas buenas pruebas: huellas dactilares en la dinamita y en las tripas del transistor explosivo. La consulta al AFIS Integrado del FBI y a las bases de datos locales había arrojado un nombre: Jon Earle Wilson. Había cumplido condena en Ohio y en Nueva Jersey por diversos delitos, entre ellos incendios provocados, fabricación de bombas y fraude en perjuicio de compañías de seguros. Pero había quedado fuera del radar de las autoridades locales, informó Cooper. Su último domicilio conocido estaba en Brooklyn, pero se trataba de un solar sin edificar.
– No quiero el último domicilio conocido. Quiero el actualmente conocido. Que los federales se pongan con ello también.
– Así se hará.
Sonó el timbre. Todos estaban en vilo -seguían sin saber nada del principal criminal ni del cómplice- y miraron hacia la puerta con prevención. Sellitto fue a ver quién era, y entró en el laboratorio con un chaval afroamericano, de unos quince o dieciséis años, alto, que llevaba unas bermudas y un jersey de los Knicks. Traía una pesada bolsa. Parpadeó de sorpresa al ver a Lincoln Rhyme, y luego al ver todo lo demás que había en la habitación.
– ¡Hola, Geneva! ¿Qué pasa, tronca?
Ella le miró frunciendo el ceño.
– ¡Eh!, ¡oye!, soy Rudy. -Se rio-. ¿No te acuerdas de mí?
Geneva asintió con la cabeza.
– Sí. Creo que sí. Tú eres…
– El hermano de Ronelle.
– Una chica de mi clase -dijo la joven a Rhyme.
– ¿Cómo sabías que estaba aquí?
– Se corrió la voz. Ronelle se lo oyó decir a alguien.
– Probablemente ha sido Keesh. Se lo conté -dijo Geneva a Rhyme.
El chico recorrió con la vista el laboratorio una vez más, y luego volvió a mirar a Geneva.
– Oye, mira, algunas chicas han juntado unas cosas para ti. Ya sabes, como no vas al instituto… pensaron que a lo mejor querrías algo para leer. Yo les dije ¿y por qué no le dais un Game-Boy a la chica?, pero me contestaron, no, a ella le gustan los libros. Así que vinieron con todos estos para ti.
– ¿De verdad?
– Palabra. No son deberes ni nada de eso. Mierda que puedes leer para divertirte.
– ¿Quiénes?
– Ronelle, y algunas otras chicas, no lo sé. Toma. Pesan una tonelada.
– Bueno, gracias.
Geneva cogió la bolsa.
– Las chicas me han dicho que te diga que todo va a terminar bien.
Geneva soltó una risa amarga y volvió a darle las gracias, y le dijo que saludara de su parte a los demás chavales de la clase. El chico se marchó. Geneva echó un vistazo dentro de la bolsa. Sacó un libro de Laura Ingalls Wilder. Volvió a reírse.
– No sé en qué estarán pensando. Éste lo leí… hace siete años por lo menos. -Volvió a dejarlo caer en la bolsa-. De todos modos, ha sido un bonito gesto por su parte.
– Y útil -dijo Thom irónicamente-. Me temo que aquí no hay muchas cosas que puedas leer. -Una mirada ácida dirigida a Rhyme-. Yo sigo insistiendo. Música. Ahora él escucha mucha música. Incluso amenaza con escribir algunas melodías él mismo. Pero ¿leer ficción? Aún no hemos llegado tan lejos.
Geneva le dedicó una sonrisa divertida, cogió la pesada bolsa y se dirigió hacia el pasillo mientras Rhyme decía:
– Gracias por airear los trapos sucios, Thom. En todo caso, ahora Geneva puede leer a gusto, y estoy seguro de que lo prefiere a escuchar tus tediosos sermones. Y en cuanto a mi tiempo libre, no puede decirse que tenga mucho, ¿sabes?, ocupado como estoy tratando de atrapar asesinos y demás. -Sus ojos volvieron a posarse sobre las tablas de pruebas.
VIVIENDA DE THOMPSON BOYD Y ESCONDITE PRINCIPAL
• Más falafel y yogur, restos de pintura naranja, igual que antes.
• Dinero en efectivo (¿honorarios por el trabajo?): 100.000 $ en billetes nuevos. Imposible seguirles la pista. Probablemente retirados en pequeñas sumas en varias veces.
• Armas (armas de fuego, porra, cuerda) vinculadas con anteriores escenarios.
• Ácido y cianuro, vinculados con anteriores escenarios, sin poder determinar los fabricantes.
• No se encontró ningún teléfono móvil. Otros registros telefónicos, de ninguna ayuda.
• Herramientas vinculadas con escenarios previos.
• Carta que revela que G. Settle estaba en el punto de mira porque fue testigo de la preparación de un golpe para robar joyas. Más carbono puro, identificado como restos de polvo de diamantes:
• Enviada a Parker Kincaid en Washington DC, para examen del documento.
• Dispositivo explosivo improvisado, formaba parte de la bomba cazabobos. Las huellas dactilares corresponden al fabricante de bombas convicto Jon Earle Wilson. Actualmente, en busca y captura.
ESCENARIO DE POTTERS' FIELD (1868)
• Taberna en Gallows Heights, antiguo barrio localizado en la parte norte del West Side; en la década de 1860 convivían allí distintas clases sociales.
• Probablemente Potters' Field era frecuentado por Boss Tweed y otros políticos corruptos de Nueva York.
• Charles fue a ese lugar el 15 de julio de 1868.
• Destruido por un incendio tras una explosión, presumiblemente justo después de la visita de Charles. ¿Para ocultar su secreto?
• Cadáver en el sótano, varón, presumiblemente le mató Charles Singleton:
• Un disparo en la frente, efectuado mediante Navy Colt 36 cargado con bala 39 (la clase de arma que poseía Charles Singleton).
• Monedas de oro.
• El hombre estaba armado con una Derringer.
• Sin identificación.
• Tenía un anillo con nombre «Winskinskie» grabado:
• Significa «portero» o «guardián» en la lengua de los indios delaware.
• Investigación de otros significados, en curso.
ESCENARIO DE HARLEM ESTE (APARTAMENTO DE LA TÍA DE GENEVA)
• Criminal usó cigarrillo y bala de 9 mm como artefacto explosivo para distraer a los agentes. Marca Merit, imposible seguirle la pista.
• Huellas dactilares: ninguna. Sólo huellas de guantes.
• Artefacto de gas venenoso:
• Frasco de vidrio, papel de aluminio, candelera. Imposible seguirles la pista.
• Cianuro y ácido sulfúrico. Ambos sin restos identificares. Imposible seguirles la pista.
• Líquido transparente similar al hallado en la calle Elizabeth:
• Se ha determinado que es Murine.
• Escamillas de pintura naranja. ¿Se hizo pasar por obrero de la construcción o de mantenimiento de autopistas?
ESCENARIO DEL ESCONDITE DE LA CALLE ELIZABETH
• Utilizó trampa eléctrica.
• Huellas dactilares: ninguna. Sólo huellas de guantes.
• Cámara de seguridad y monitor; sin pistas.
• Baraja de tarot, falta la carta número doce; sin pistas.
• Mapa con plano del museo en el que fue atacada G. Settle, y de edificios de la acera de enfrente.
• Restos:
• Falafel y yogur.
• Raspaduras de madera con restos de ácido sulfúrico puro.
• Líquido transparente, no explosivo. Enviado al laboratorio del FBI:
• Se ha determinado que es Murine.
• Más fibras de cuerda. ¿Garrote para estrangulamiento?
• Carbono puro hallado en mapa:
• Se ha determinado que también es polvo de diamantes.
• El piso franco fue alquilado, mediante pago en efectivo, por Billy Todd Hammil. Concuerda con la descripción de SD 109, pero no hay pistas que lleven a un Hammil real.
ESCENARIO DEL MUSEO DE CULTURA E HISTORIA AFROAMERICANA
• Bolsa con objetos para violación:
• Carta de tarot, duodécima de la baraja, el hombre colgado, significa búsqueda espiritual.
• Bolsa con carita sonriente:
• Demasiado genérica para seguir su pista.
• Cúter.
• Condones Trojan.
• Cinta adhesiva para tuberías.
• Perfume de jazmín.
• Artículo desconocido comprado por 5,95 $. Probablemente gorro de lana.
• Tique, que indica que la tienda está en la ciudad de Nueva York, en un baratillo de artículos varios.
• Muy probablemente compra hecha en una tienda en la calle Mulberry, Little Italy. Sujeto identificado por cajera.
• Huellas dactilares:
• El sujeto utilizó guantes de látex o vinílicos.
• Las huellas en los artículos de la bolsa de los objetos para la violación pertenecen a persona con manos pequeñas, sin registro en el AFIS. Posiblemente son de la cajera.
• Restos:
• Fibras de cuerda de algodón, con vestigios de sangre humana. ¿Garrote para estrangulamiento?
• Fabricante no identificado.
• Enviadas a CODIS:
• Sin concordancias de ADN en CODIS.
• Palomitas de maíz y algodón de azúcar con vestigios de orina canina:
• ¿Relación con feria ambulante o mercadillo? Se están comprobando en tráfico los permisos recientes. En este momento, agentes recorriendo ferias ambulantes, según la información provista por tráfico.
• Confirmación festival, fue en Little Italy.
• Armas:
• Porra o arma de artes marciales.
• Pistola, una 22 mágnum tipo Rimfire, de North American Arms, Black Widow o Mini-Master.
• Fabrica sus propias balas, proyectiles perforados rellenos con agujas. Sin concordancias en IBIS ni DRUGFIRE.
• Móvil:
• G. Settle fue testigo de la preparación de un delito, en la American Jewelry Exchange, en la acera de enfrente del museo.
• Perfil del incidente enviado a VICAP y NCIC.
• Asesinato en Amarillo, Texas, cinco años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia crimen ritual, pero móvil verdadero desconocido):
• La víctima era un carcelero retirado.
• Retrato robot enviado a la cárcel de Texas:
• Identificado como Thompson G. Boyd, oficial de control de ejecuciones.
• Asesinato en Ohio, tres años atrás. Modus operandi similar: escenario del crimen amañado (en apariencia agresión sexual, pero verdadero móvil probablemente asesinato por encargo). Expedientes extraviados.
PERFIL DE SD 109
• Se ha determinado que es Thompson G. Boyd, antiguo oficial de control de ejecuciones de Amarillo, Texas.
• Actualmente está detenido.
PERFIL DE PERSONA QUE CONTRATÓ A SD 109
• Por el momento sin información.
PERFIL DEL CÓMPLICE DE SD 109
• Varón negro.
• Cerca de cuarenta años.
• 1,80 m.
• Constitución robusta.
• Lleva chaqueta verde.
• Ex presidiario.
• Tiene cojera.
• Se ha informado de que está armado.
• Sin barba ni bigote.
• Pañuelo negro en la cabeza.
• A la espera de más testigos y de cintas de cámara de seguridad:
• La cinta no permite llegar a ninguna conclusión, enviada a laboratorio para análisis.
• Zapatos de trabajo, viejos.
PERFIL DE CHARLES SINGLETON
• Antiguo esclavo, antepasado de G. Settle. Casado, un hijo. Amo le donó huerto en Estado de Nueva York. También trabajó de maestro. Desempeñó papel importante en inicios del movimiento por derechos civiles.
• Supuestamente Charles perpetró robo en 1868, tema del artículo en microficha robada.
• Afirma que tenía un secreto que podría tener relación con el caso. Preocupado porque si su secreto fuera revelado las consecuencias serían trágicas.
• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights.
• ¿Involucrado en algunas actividades arriesgadas?
• Trabajó con Frederick Douglass y otros para lograr que se ratificara la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.
• El crimen, de acuerdo a lo informado en el Coloreds' Weekly lllustrated:
• Charles arrestado por el detective William Simms por robo de gran suma del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayoría del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.
• Correspondencia de Charles:
• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros, en riesgo.
• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.
• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.
• Carta 4, a esposa: fue a Potters' Field con su pistola para «hacer justicia». Resultados fueron desastrosos. La verdad ahora está oculta en Potters' Field. Su secreto fue lo que causó todo este sufrimiento.
Jax de nuevo se hacía pasar por indigente, esta vez sin el carro del supermercado.
El rey del graffiti fingía ser uno de esos típicos veteranos de guerra expulsados del sistema, compadeciéndose y mendigando unas monedas, con una raída gorra de los Mets, vuelta hacia arriba en la acera manchada de chicle, que contenía, Dios le bendiga, treinta y siete centavos.
Soplapollas cabrones.
Ya no llevaba la chaqueta verde oliva apagado, ni la sudadera gris, sino una polvorienta camiseta negra debajo de una cazadora deportiva beige rota (rescatada de la basura, tal como haría un auténtico indigente). Jax estaba sentado en un banco frente a la casa de Central Park West, con una lata envuelta en una bolsa de papel marrón llena de manchas. Debería ser whisky, pensó con amargura. Ojalá lo fuera. Pero no era más que té helado Arizona. Se recostó en el banco, como si estuviera pensando qué tipo de empleo le gustaría conseguir, aunque también disfrutaba del fresco día de otoño, y bebió unos sorbos más de la dulzona bebida de melocotón. Encendió un cigarrillo y arrojó el humo hacia el cielo deslumbrantemente claro.
Estaba mirando al chaval del Langston Hughes que venía andando hacia él, el que acababa de salir de la casa de Central Park West, donde le había entregado la bolsa a Geneva Settle. Todavía no se veía ningún indicio de que alguien estuviera vigilando la calle desde el interior, pero eso no significaba que allí no hubiera nadie. Además, había dos vehículos de la policía aparcados enfrente, un coche patrulla y otro camuflado, justo al lado de la rampa para discapacitados. Así que Jax se quedó esperando allí, a unos cien metros de distancia, a que el muchacho hiciera la entrega.
El delgado chaval llegó y se desplomó en el banco de al lado del «falso indigente» rey del graffiti que pinta con sangre.
– ¡Eh!, ¡eh!, ¡hola!, hombre.
– ¿Por qué decís «¡eh!» todo el rato? -preguntó Jax, irritado-. ¿Y por qué coño lo decís dos veces?
– Todo el mundo lo dice. ¿Y a ti qué más te da?
– ¿Le diste la bolsa?
– ¿Qué le pasa a ese tipo? ¿No tiene piernas?
– ¿Quién?
– Un tipo de ahí dentro, que no tiene piernas. O a lo mejor las tiene, pero no le funcionan.
Jax no sabía de qué le estaba hablando. Habría buscado a un muchacho más listo para entregar el paquete en la casa, pero ése era el único que había encontrado que tuviera alguna conexión con Geneva Settle: su hermana la conocía un poco.
– ¿Le diste la bolsa? -repitió.
– Claro que se la he dado.
– ¿Qué dijo?
– No sé. Alguna gilipollez. Gracias. No lo sé.
– ¿Te creyó?
– Al principio parecía que no se acordaba de mí, pero después estuvo majeta. Cuando le nombré a mi hermana.
Jax le dio algunos billetes.
– Dabuti… Si tienes alguna otra cosilla que encargarme, me molaría, hombre. Yo…
– Largo de aquí.
El muchacho se encogió de hombros, dio media vuelta y se marchó.
– Espera -le dijo Jax.
El desgarbado chaval se detuvo. Se giró.
– ¿Cómo es ella?
– ¿La zorra? ¿Que qué aspecto tenía?
No, no era eso lo que tenía curiosidad por saber. Pero Jax no sabía exactamente cómo formular la pregunta. Y entonces decidió que no quería preguntar nada. Meneó la cabeza.
– Vete a ocuparte de tus asuntos.
– 'sta luego, hombre.
El chaval echó a andar.
Una parte de Jax le decía que se quedara allí. Pero eso sería una estupidez. Sería mejor poner un poco de distancia entre él y ese lugar. Pronto se enteraría, de un modo u otro, de lo que pasaría cuando la chica mirase lo que había en la bolsa.
Geneva se sentó en la cama, se tumbó, cerró los ojos, preguntándose qué era lo que la hacía sentirse tan bien.
Bueno, habían atrapado al asesino. Pero, por supuesto, su estado de ánimo no podía deberse sólo a eso, ya que el hombre que le había contratado todavía andaba suelto por ahí, en alguna parte.
Y además estaba el hombre de la pistola, el del patio del instituto, el hombre de la chaqueta.
Tendría que estar aterrorizada, deprimida.
Pero no lo estaba. Se sentía libre, eufórica.
¿Por qué?
Y entonces lo comprendió: era porque había contado su secreto. Se había desahogado al contar que vivía sola, lo de sus padres.
Y nadie se había horrorizado ni escandalizado ni la odiaban por su mentira. El señor Rhyme y Amelia hasta la habían apoyado, y también el detective Bell. No habían montado una escena ni la habían delatado ante la orientadora.
Demonios, se sentía bien. Qué difícil había sido soportar el peso de ese secreto, del mismo modo que Charles había tenido que cargar con el suyo propio (fuera el que fuese). Si el antiguo esclavo se lo hubiera contado a alguien, ¿habría evitado todos los sufrimientos que siguieron? Según su carta, así parecía pensar él.
Geneva miró la bolsa de libros que le habían enviado las chicas del Langston Hughes. La venció la curiosidad, y decidió echarles una ojeada. Se llevó la bolsa a la cama. Tal como le había dicho el hermano de Ronelle, pesaba una tonelada.
Metió la mano dentro y sacó un libro: era el de Laura Ingalls Wilder. Y luego el siguiente. Geneva se rio a carcajadas. Éste era aún más extraño: una novela de misterio de Nancy Drew. ¡Hay que ver! Miró algunos de los otros títulos, libros de Judy Blume, el doctor Seuss, Pat McDonald. Libros para niños y jóvenes que están entrando en la edad adulta. Autores maravillosos, los conocía a todos. Pero ya había leído sus historias hacía años. ¿De qué iban? ¿Acaso Ronelle y los chicos no la conocían? Los últimos libros que había leído por placer eran novelas para adultos: Lo que queda del día de Kazuo Ishiguro y La mujer del teniente francés de John Fowles. La última vez que había leído Huevos verdes y jamón había sido hacía diez años.
Tal vez en el fondo de la bolsa hubiera algo mejor. Metió la mano para tratar de cogerlo.
La sorprendió el ruido de alguien que llamaba a la puerta.
– Adelante.
Entró Thom con una bandeja sobre la que había una Pepsi y unos tentempiés.
– Hola -saludó.
– Hola.
– Pensé que necesitarías alimentarte un poco. -Le abrió el refresco. Estuvo a punto de servirlo en el vaso, pero ella le indicó con la cabeza que no lo hiciera.
– La lata está bien -dijo. Quería guardar todas las latas vacías para saber lo que tendría que pagar al señor Rhyme.
– Y… comida sana. -Le tendió un Kit Kat y ambos se rieron.
– Para luego, quizá. -Todos estaban tratando de hacerla engordar. Lo cierto era que ella no estaba acostumbrada a comer. Eso era algo que se hacía en familia, alrededor de una mesa, no solo, encorvado sobre una mesa inestable, en un sótano, leyendo un libro o apuntando notas para un trabajo sobre Hemingway.
Geneva bebió a sorbos el refresco, mientras Thom se encargaba de sacarle los libros de la bolsa. Se los iba mostrando uno por uno. Había una novela de C. S. Lewis. Otra más: El jardín secreto.
Pero seguía sin haber nada para adultos.
– Hay uno grande en el fondo -dijo, mientras lo sacaba de la bolsa. Era un libro de Harry Potter, el primero de la serie. Geneva lo había leído en cuanto se publicó.
– ¿Lo quieres? -preguntó Thom.
Geneva dudó.
– Claro.
El asistente le pasó el pesado volumen.
Un hombre de unos cuarenta y tantos años que estaba haciendo jogging se venía acercando, mirando hacia Jax, el veterano indigente vestido con su cazadora rescatada de la basura y que tenía una pistola oculta en su calcetín, y treinta y siete centavos de caridad en el bolsillo.
La expresión del hombre no cambió cuando pasó corriendo a su lado. Sólo modificó mínimamente el recorrido, cuestión de poner unos pocos centímetros más entre él y el negro grandote, un pequeñísimo desplazamiento, casi imperceptible. Excepto para Jax, que lo veía tan claro como si el hombre se hubiera detenido, hubiera dado media vuelta y hubiera salido huyendo y gritando: «¡No te me acerques, negro!».
Estaba harto de esa mierda de evasiva racista. Siempre lo mismo. ¿Cambiará eso alguna vez?
Sí. No.
¿Quién coño podría saberlo?
Jax se agachó disimuladamente y se ajustó la pistola metida en el calcetín que le hacía una incómoda presión en el hueso; luego siguió calle arriba, avanzando lentamente con su cojera de tejido cicatrizado.
– ¡Eh!, tú, ¿tienes alguna moneda? -Oyó la voz de un hombre que se acercaba a él por detrás.
Se dio la vuelta y vio a un hombre alto, encorvado y de piel muy oscura, que se encontraba tres metros más atrás.
– ¡Eh!, tú, una moneda, hombre -repitió el tipo.
No hizo caso al mendigo, y pensó: «Esto es gracioso; todo el día haciéndome pasar por un indigente y aquí viene uno de verdad. Me lo tengo bien merecido».
– ¡Oye!, tío, ¿una monedita?
– No tengo -le contestó bruscamente.
– ¡Vamos! Todo el mundo tiene monedas. Y todos las detestan, coño. Quieren quitárselas de encima. Pesan mucho y no compras una mierda con ellas. Te haría un favor, hermano. Vamos.
– Que te den por saco.
– Hace dos días que no como.
Jax volvió a mirar atrás, y le espetó:
– Claro que no. Porque te has gastado todos los billetes en esos Calvin Klein. -Echó un vistazo a la ropa del hombre: un chándal Adidas azul oscuro, sucio, aunque en buenas condiciones-. Búscate un empleo. -Jax se alejó y siguió calle arriba.
– De acuerdo -dijo el vagabundo-. No quieres darme unas monedas, entonces, ¿qué tal si me das tus putas manos?
– ¿Mis…?
De pronto Jax se encontró con que alguien le agarraba de las piernas. Cayó violentamente de bruces sobre la acera. Antes de que pudiera darse la vuelta y agarrar su pistola, le sujetaron las manos por la espalda y sintió la presión de lo que parecía ser una enorme pistola detrás de la oreja.
– ¿Qué coño haces, hombre?
– Cállate. -Unas manos le cachearon y encontraron la pistola escondida. Unas esposas se le cerraron en las muñecas y alguien le sentó de un tirón. Se encontró con una tarjeta de identificación del FBI ante sus ojos. El nombre era Frederick. El apellido Dellray.
– Vaya, hombre -dijo Jax, con voz ahogada-. No me vengas ahora con esa mierda.
– Bueno, adivina qué, hijo mío, hay mucha más mierda de camino. Así que más vale que vayas acostumbrándote. -El agente se puso de pie y un momento después Jax oyó-: Aquí Dellray. Estoy en la calle. Creo que he trincado al amiguito de Boyd. Le vi justo en el momento en que le entregaba unos billetes a un chico que salía de la casa de Lincoln. Un chaval negro, de unos trece años. ¿Qué estaba haciendo allí?… ¿Una bolsa? ¡Joder!, ¡es una bomba! Probablemente de gas. Boyd se la debe de haber dado a este pedazo de mierda para que la metiera a escondidas. Que salga todo el mundo de ahí y llamen para dar aviso de un diez treinta y tres… ¡Y que alguien se encargue de Geneva ahora mismo!
El hombretón se encontraba en el laboratorio de Rhyme, esposado y con las piernas atadas a una silla, rodeado por Dellray, Rhyme, Bell, Sachs y Sellitto. Le habían quitado la pistola, la cartera, un cuchillo, llaves, un móvil, cigarrillos y dinero.
Durante media hora, en la casa de Lincoln Rhyme reinó un caos absoluto. Bell y Sachs habían agarrado a Geneva y la habían sacado precipitadamente por la puerta trasera para meterla en el coche de Bell, el cual se alejó a toda velocidad por si todavía hubiera algún agresor por allí con la intención de atacarla. Los demás fueron evacuados hacia el callejón. Los miembros de la brigada de explosivos, otra vez con sus trajes protectores especiales, habían subido a la planta superior para examinar los libros con rayos X, y luego por medios químicos. Ningún explosivo, ni gas venenoso. Sólo había libros, por lo cual Rhyme pensó que el propósito era que ellos pensaran que había un explosivo en la bolsa. Y después de que evacuaran la casa, el cómplice entraría por la puerta trasera con los bomberos o la policía esperando encontrar la oportunidad de matar a Geneva.
Así que ése era el hombre sobre el que Dellray había oído rumores el día anterior, el que casi había llegado hasta Geneva en el patio del instituto Langston Hughes, el que descubrió dónde vivía la chica y la siguió hasta la casa de Rhyme para atentar nuevamente contra su vida.
También era el hombre -eso esperaba Rhyme- que les diría quién había contratado a Boyd.
El criminalista inspeccionó cuidadosamente al hombretón de expresión adusta. Había cambiado su chaqueta por una chupa deportiva tostada, hecha jirones, probablemente suponiendo que el día anterior, en el instituto, le habían visto con la cazadora verde.
Pestañeó y bajó la vista, mirando al suelo, empequeñecido por la situación en la que se encontraba, bajo arresto, pero en absoluto intimidado por el semicírculo de oficiales que le rodeaban. Finalmente les dijo:
– Miren, ustedes no…
– Shhhhh -dijo Dellray en tono amenazador, y siguió revolviendo la cartera del hombre, mientras le explicaba al equipo lo que había sucedido. El agente había venido a entregar los informes de las investigaciones del FBI sobre blanqueo de dinero en el distrito de las joyerías, cuando vio al adolescente saliendo de la casa de Rhyme-. Vi que este animal le pasaba unos billetes al chico, y que luego levantaba el culo de un banco y se marchaba. La descripción y la cojera encajaban con lo que ya sabía. Me pareció gracioso, sobre todo cuando vi que tenía un tobillo deformado-. El agente señaló con la cabeza la pequeña 32 automática que había encontrado en el calcetín del hombre. Dellray explicó que se había quitado la cazadora para envolver los expedientes y los había escondido detrás de unos arbustos; luego se embadurnó con barro el chándal, para hacerse pasar por un vagabundo, papel que le había hecho famoso en Nueva York cuando era un agente encubierto. De ese modo, avanzó hasta echarle el guante al tipo en cuestión.
– Déjenme que les diga algo -empezó a decir el compinche de Boyd.
Dellray le hizo un gesto admonitorio con su enorme dedo.
– Ya te lo haremos saber cuando tengamos ganas de oír alguna palabra saliendo de tu bocaza. ¿Estamos de acuerdo en eso?
– Yo…
– ¿De a-cuer-do?
Asintió con la cabeza, con expresión forzada.
El agente del FBI sostenía en las manos lo que había encontrado en la cartera: dinero, algunas fotos de familia, una foto desvaída y ajada.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Mi graffiti.
El agente acercó la instantánea a Rhyme. Era una vieja estación de metro de la ciudad de Nueva York. Al lado había un colorido graffiti en el que se leía Jax 157.
– Artista de graffiti -dijo Sachs, enarcando una ceja-. Bastante bueno, además.
– ¿Aún te haces llamar Jax? -preguntó Rhyme.
– Normalmente.
Dellray tenía en sus manos un documento de identidad con una foto.
– Puede que fueras Jax para el buen hombre que te atendió en la dirección de tránsito, pero parece que para el resto del mundo eres Alonzo Jackson. También conocido con el revelador apodo de interno dos-dos-cero-nueve-tres-cuatro, procedente del correccional de la hermosa ciudad de Alden, Nueva York.
– ¿Eso está en Buffalo, verdad? -preguntó Rhyme.
El cómplice de Boyd asintió con la cabeza.
– Otra vez los contactos hechos en la cárcel. ¿Fue así como le conociste?
– ¿A quién?
– A Thompson Boyd.
– No conozco a nadie llamado Boyd.
– ¿Entonces quién te contrató para este trabajo? -ladró Dellray.
– No sé de qué trabajo me está hablando. Le juro que no le entiendo. -Parecía confundido de verdad-. Y todo eso del gas o lo que fuera que estaban diciendo ustedes. Yo…
– Tú estabas buscando a Geneva Settle. Compraste un revólver y apareciste ayer ante ella, en el instituto -apuntó Sellitto.
– Ajá, eso es cierto. -Parecía desconcertado por la cantidad de información que tenían.
– Y has aparecido aquí -prosiguió Dellray-. Estamos moviendo nuestras bonitas lenguas para referirnos a ese trabajo.
– No hay ningún trabajo. No sé de qué me hablan. De verdad.
– ¿Y qué es eso de los libros? -preguntó Sellitto.
– No son más que los libros que leía mi hija cuando era pequeña. Eran para ella.
– Maravilloso -masculló el agente-. Pero explícanos por qué le pagaste a alguien para que se los entregara a… -Dudó y frunció el ceño. Por una vez, a Fred Dellray parecían faltarle las palabras.
– ¿Quieres decir que…? -preguntó Rhyme.
– Así es -suspiró Jax-. A Geneva. Ella es mi pequeña.
– Desde el comienzo -dijo Rhyme.
– De acuerdo. Pues eso: que me trincaron hace seis años. Me cayeron de seis a nueve años en Wende.
La cárcel de máxima seguridad del Departamento de Servicios Correccionales, el DOC, en Buffalo.
– ¿Por qué? -Dellray chasqueó la lengua-. ¿Por el asalto a mano armada y el asesinato de los que hemos oído hablar?
– Por robo a mano armada. Un cargo por arma. Un cargo por asalto.
– ¿El 25-25? ¿El asesinato?
– Eso no fue un cargo justificado. Me condenaron por asalto. Y yo no lo hice, eso para empezar -dijo con firmeza.
– No lo había oído nunca -murmuró Dellray.
– ¿Pero cometiste el robo? -preguntó Sellitto.
Una mueca.
– Ajá.
– Sigue.
– El año pasado me llevaron a Alden, una de mínima seguridad. Indulto con trabajo. Estaba trabajando y yendo al instituto. Pero hace siete semanas me dieron la libertad condicional.
– Háblame del asalto a mano armada.
– Hace algunos años yo era pintor, trabajaba en Harlem.
– ¿Graffiti? -preguntó Rhyme mientras señalaba con la cabeza la foto del vagón de metro.
Riéndose, Jax respondió:
– Pintor de brocha gorda. No haces dinero con los graffitis, a menos que seas Keith Haring y compañía. Y ellos eran sólo unos aspirantes. No importa. Las deudas me comían. Verán, Venus, la madre de Geneva, tenía mogollón de problemas. Primero los porros, después el caballo, después una galleta, ya saben a qué me refiero: crack. Y además necesitábamos dinero para la fianza y los abogados. -La preocupación en su cara parecía real-. Ya daba señales de ser un alma atormentada cuando nos liamos. Pero nada como el amor para convertirte en un estúpido ciego. En fin, el caso es que estaban a punto de echarnos del piso y yo no tenía dinero para la ropa de Geneva ni para sus libros del colegio y a veces ni siquiera para comer. La chica necesitaba una vida normal. Pensé que si podía juntar algo de pasta trataría de que Venus se pusiera en tratamiento o algo así, de que se curara. Y si ella no quería, me llevaría a Geneva lejos y le daría un buen hogar.
»Pero lo que pasó fue que mi amigo Joey Stokes me habló de un negocio que tenía en Buffalo. Corría el rumor de que había un vehículo blindado que iba lleno de pasta gansa los sábados; llevaba las apuestas de los centros comerciales de las afueras de la ciudad. Un par de guardias holgazanes. Era pan comido.
»Joey y yo salimos el sábado por la mañana, pensando que volveríamos esa misma noche con cinco o seis mil cada uno. -Una triste sacudida de cabeza-. De verdad que no sabía lo que hacía cuando escuché las promesas de ese tipo. En el momento en que el conductor entregó el dinero, todo empezó a ir mal. Tenía esa alarma secreta que nosotros no conocíamos. La apretó y al instante había sirenas por todos lados.
»Enfilamos hacia el sur pero llegamos a un paso a nivel que no habíamos visto. Había un tren de mercancías detenido. Dimos la vuelta y tomamos unas carreteras que no estaban en el mapa y tuvimos que ir por el campo. Se nos pincharon dos ruedas y echamos a correr. Los polis nos alcanzaron media hora después. Joey dijo venga, peleemos, pero yo dije que no y grité que nos rendíamos. Pero Joey se volvió loco y me disparó en la pierna. Los policías pensaron que les disparábamos a ellos. Ésa fue la tentativa de asesinato.
– El crimen no compensa -dijo Dellray con la entonación, aunque no la gramática, del filósofo amateur que era.
– Estuvimos en una celda conjunta durante una semana, diez días antes de que me dejaran hacer una llamada. Pero de todas formas no podía llamar a Venus; nos habían cortado la línea. Mi abogado era un chaval del turno de oficio que no hizo una mierda por mí. Llamé a algunos amigos pero nadie pudo encontrar ni a Venus ni a Geneva. Las habían echado del apartamento.
»Escribí algunas cartas desde la cárcel. Pero siempre me las devolvían. Llamé a todo el mundo que se me ocurrió. ¡Quería encontrarla desesperadamente! La madre de Geneva y yo perdimos un hijo hace un tiempo. Y después perdí a Geneva cuando entré en el sistema penal. Quería encontrar a mi familia.
»Cuando me soltaron vine aquí a buscarla. Incluso me gasté la poca pasta que tenía en un viejo ordenador para ver si daba con ella a través de Internet o algo así. Pero no tuve suerte. Lo único que supe fue que Venus había muerto y que Geneva había desaparecido. Es fácil perderse en Harlem. Tampoco pude encontrar a mi tía, con quien estuvieron un tiempo. Pero ayer por la mañana, una vieja conocida mía, que trabaja en Midtown, vio todo ese jaleo en el museo, oyó que habían atacado a una chica que se llamaba Geneva, que tenía dieciséis años y que vivía en Harlem. Ella sabía que yo estaba buscando a mi hija y me llamó. Me encontré con ese tipo que anda por la zona norte y él buscó en los institutos ayer. Descubrió que Geneva iba al instituto Langston Hughes. Fui allí a buscarla.
– Donde te vieron -dijo Sellitto-. En el patio del instituto.
– Exacto. Yo estaba ahí. Cuando todos ustedes vinieron a por mí, me largué. Pero después volví y averigüé por ese chaval dónde vivía ella, en Harlem oeste, cerca de Morningside. Hoy fui hasta allí, iba a dejarle los libros pero vi que metían a Geneva en un coche y se la llevaban. -Hizo una seña a Bell.
El detective frunció el ceño.
– Tú estabas empujando un carrito.
– Sí, estaba disimulando. Cogí un taxi y los seguí a todos hasta aquí.
– Con una pistola -añadió Bell.
Chasqueó la lengua.
– ¡Alguien había tratado de hacer daño a mi pequeña! Joder, claro, conseguí una. No iba a dejar que le pasase nada a Geneva.
– ¿La usaste? -preguntó Rhyme-. ¿Usaste el arma?
– No.
– Lo comprobaremos.
– Lo único que hice fue sacarla y asustar al gilipollas del chaval que me dijo dónde vivía Geneva, de nombre Kevin, y que estaba hablando mal de mi pequeña. Lo peor que le pasó fue que se meó en los pantalones cuando le apunté… y se lo merecía. Pero eso fue todo lo que hice, además de arrearle un porrazo. Pueden buscarle y preguntárselo.
– ¿Y cómo se llama la mujer que te llamó ayer?
– Betty Carlson. Trabaja muy cerca del museo. -Señaló su teléfono-. El número está en la lista de las llamadas. Siete-uno-ocho, ése es el código de la zona.
Sellitto cogió el móvil del hombre y salió al corredor.
– ¿Y qué hay de tu familia de Chicago?
– ¿Mi qué? -preguntó frunciendo el ceño.
– La madre de Geneva dijo que te habías ido a Chicago con alguien y que te habías casado -explicó Sachs.
Jax cerró los ojos con rabia.
– No, no… Eso fue una mentira. Nunca he estado en Chicago. Venus debió de decirle eso a la niña para predisponerla en mi contra… Esa mujer ¿por qué me enamoraría de ella?
Entonces Rhyme le echó una mirada a Cooper.
– Llama al DOC.
– No, no, por favor -dijo Jax, desesperado-. Me encerrarán de nuevo. No puedo estar a más de ocho kilómetros de Buffalo. Pedí dos veces permiso para salir de la jurisdicción y me lo negaron. Pero me vine de todas formas.
Cooper se detuvo a pensar.
– Le buscaré en la base de datos general de DOC. Parecerá algo rutinario. Los encargados de su caso no se darán cuenta.
Rhyme asintió. Instantes después una foto de Alonzo Jackson y su ficha aparecían en la pantalla. Cooper lo leyó.
– Confirma lo que nos ha dicho. Dado de baja por buena conducta. Obtuvo algunos créditos en el college. Y hay referencias sobre una hija, Geneva Settle, como su pariente más cercano.
– Se lo agradezco -dijo Jax, aliviado.
– ¿Y qué pasa con los libros?
– No podía llegar hasta ustedes y decirles quién era: me llevarían de vuelta a la cárcel. Entonces conseguí unos ejemplares de unos cuantos libros que leía Geneva cuando era pequeña. Así sabría que la nota de verdad era mía.
– ¿Qué nota?
– Le escribí una nota y la puse en uno de los libros.
Cooper revolvió la bolsa. En un ejemplar estropeado de El jardín secreto había una hoja suelta. Escritas con cuidado, se leían las siguientes palabras: Querida Gen, esto es de tu padre. Llámame por favor. Junto al mensaje estaba escrito su número de teléfono.
Sellitto regresó y quedó a un paso de la puerta. Asintió.
– He hablado con Carlson, la mujer. Ha confirmado todo lo que ha dicho él.
– La madre de Geneva era tu novia, no tu esposa. ¿Es por eso por lo que Geneva no se apellida Jackson? -preguntó Rhyme.
– Exacto.
– ¿Dónde vives? -le interrogó Bell.
– Conseguí una habitación en Harlem. En la 136. Cuando encontrara a Geneva la llevaría de vuelta a Buffalo hasta obtener el permiso para volver a casa. -Su expresión se distendió y Rhyme vio en sus ojos lo que a él le pareció pura tristeza-. Pero no creo que ahora haya grandes posibilidades de que eso suceda.
– ¿Por qué? -le cuestionó Sachs.
Jax sonrió melancólico.
– He visto dónde vive, en ese bonito sitio cerca de Morningside. Me alegro por ella, claro que me alegro. Debe de tener unos buenos padres adoptivos que cuidan de ella, puede que un hermano o una hermana, algo que ella siempre quiso pero que no pudo ser, después de lo mal que lo pasó Venus en el hospital. ¿Por qué iba a querer volver conmigo? Ha conseguido la vida que merece, todo lo que yo no puedo darle.
Rhyme le lanzó una mirada a Sachs, enarcando una ceja. Jax no se dio cuenta.
Su historia le parecía legítima a Rhyme. Pero como policía que era, tenía una profunda vena de escepticismo.
– Quiero hacerte algunas preguntas.
– Lo que quiera.
– ¿Quién es esa tía que has mencionado antes?
– La hermana de mi padre. Lilly Hall. Ella ayudó a criarme. Se quedó viuda dos veces. Este año cumplirá los noventa, en agosto. Si es que sigue entre nosotros.
Rhyme no tenía ninguna pista sobre su edad o su fecha de nacimiento, pero estaba aquel nombre que Geneva les había dado.
– Sigue viva, sí.
Una sonrisa.
– Me alegra oírlo. La he echado de menos. A ella tampoco la encontraba.
– Le dijiste algo a Geneva sobre la palabra «señor». ¿Qué exactamente? -dijo Bell.
– Cuando era niña le dije que siempre mirara a las personas a los ojos y que fuera respetuosa, pero que no llamara a nadie «señor» o «señora» a menos que se lo mereciera.
El detective de Carolina hizo un gesto a Rhyme y a Sachs.
– ¿Quién es Charles Singleton? -preguntó el criminalista.
Jax parpadeó de sorpresa.
– ¿De qué le conocen?
– Contéstale -lo interpeló Dellray.
– Es mi, no sé, mi tatara, tatara, tatarabuelo o algo así.
– Sigue -le animó Rhyme.
– Pues era un esclavo de Virginia. Su amo los liberó a él y a su esposa y les dio una granja en el norte. Después se ofreció como voluntario en la guerra de secesión, como en esa película, Gloria. Luego volvió a casa, labró su huerto y enseñó en su escuela: una escuela para africanos libres. Hizo fortuna vendiendo sidra a los trabajadores que construían botes cerca de su granja. Sé que le dieron medallas en la guerra. Y una vez conoció a Abraham Lincoln en Richmond. Justo después de que las tropas de la Unión tomaran el lugar. O eso era lo que contaba mi padre. -Otra risa triste-. Luego estaba esa historia, que lo arrestaron por robar algo de oro o salarios o algo así, y acabó en la cárcel. Igual que yo.
– ¿Sabes lo que le pasó después de la cárcel?
– No. Nunca supe nada de eso. Bueno, ¿y creen ahora que soy el padre de Geneva?
Dellray miró a Rhyme con una ceja enarcada.
El criminalista le echó una ojeada al hombre.
– Casi. Una última cosa. Abre la boca.
– ¿Tú eres mi padre?
Sin aliento, aturdida casi por las noticias, Geneva Settle notaba los latidos del corazón. Miró a aquel hombre detenidamente; observó su cara, sus hombros, sus manos. La primera reacción había sido de absoluta incredulidad, pero luego no pudo negar que le reconocía. Aún llevaba el anillo de granate que su madre, Venus, le había regalado una Navidad. Sin embargo, el recuerdo con el que comparaba a ese hombre era vago, como si mirara a alguien con un sol brillante detrás.
A pesar del carné de conducir, de la foto en la que aparecía ella de pequeña con él y su madre y de la foto de uno de los antiguos graffitis de él, ella habría negado cualquier conexión con ese hombre hasta el final; pero el señor Cooper había hecho un análisis de ADN. Y no había dudas de que eran de la misma sangre.
Estaban solos en el piso superior, solos, claro, salvo por el detective Bell, la sombra protectora que seguía a Geneva. Los demás agentes de policía estaban abajo trabajando en el caso. Aún trataban de averiguar quién estaba detrás del robo a la importadora de joyas.
Pero el señor Rhyme y Amelia y todos los demás -así como el asesino y los espeluznantes acontecimientos de los últimos días-, en aquel momento parecían olvidados. La pregunta que ahora consumía a Geneva era: «¿Cómo había llegado su padre hasta allí? ¿Y por qué?».
Y, aún más importante: «¿Qué significa eso para mí?».
Una seña hacia la bolsa de plástico. Sacó el libro del doctor Seuss.
– Ya no leo libros para niños. -Fue lo único que se le ocurrió decir-. Hace dos meses cumplí dieciséis años. -También era una forma de recordarle, supuso, todos aquellos cumpleaños que había pasado sola.
– Te los traje sólo para que supieras que era yo. Sé que ya eres mayor para esos libros.
– ¿Y qué ha pasado con tu otra familia? -preguntó ella, distante.
Jax sacudió la cabeza.
– Me han contado lo que Venus te dijo, Genie.
No le hizo ninguna gracia que la llamara por el apodo que él le había puesto años atrás. Una abreviatura de «Geneva» y de «genio».
– Lo inventó para ponerte en mi contra. No, no, Genie, jamás te hubiera abandonado. Me detuvieron.
– ¿Te detuvieron?
– Es verdad, señorita -dijo Roland Bell-. Hemos visto su historial. Le arrestaron el día que las dejó a usted y a su madre. Y ha estado en la cárcel desde entonces. Acaba de salir.
Entonces él le contó la historia del robo, de la desesperación por conseguir algo de dinero con que mejorar sus vidas, para ayudar a su madre.
Pero las palabras parecían agotadas, exhaustas. Le estaba dando una de las miles de excusas poco convincentes que se oían tan a menudo en el barrio. El traficante de crack, el ladrón de tiendas, el que estafaba la ayuda social, el especialista en arrancar collares.
Lo hice por ti, nena…
Geneva bajó la vista al libro que tenía en las manos. Estaba usado. ¿A quién habría pertenecido cuando era nuevo? ¿Dónde estaba el padre que lo había comprado para su hijo o su hija? ¿En la cárcel? ¿Fregando platos? ¿Conduciendo un Lexus? ¿Realizando una operación de neurocirugía? ¿Su padre lo había robado de una tienda de libros usados?
– He vuelto por ti, Genie. Te he buscado desesperadamente.
Y más aún cuando Betty me llamó y me dijo que te habían atacado… ¿Qué pasó ayer? ¿Quién te persigue? Nadie me ha dicho nada.
– Vi algo -dijo ella con desinterés. No quería darle mucha información-. Puede que a alguien cometiendo un crimen. -A Geneva no le apetecía seguir con aquella conversación. Levantó la cabeza, le miró y dijo, con mayor crueldad de lo que hubiera querido-: Ya sabes que mamá ha muerto.
Jax asintió.
– No lo supe hasta que no volví aquí. Fue entonces cuando me enteré. Pero no me sorprendió. Era una mujer complicada. Tal vez sea más feliz ahora.
Geneva no pensaba lo mismo. En cualquier caso, ningún cielo repararía la forma desdichada en que había muerto, en soledad, con el cuerpo consumido, pero la cara hinchada como una luna amarilla.
Y tampoco compensaría las desdichas anteriores, cuando se la follaban en las escaleras por unos trozos de crack mientras su hija esperaba delante de la puerta.
Geneva no dijo nada de eso.
Él sonrió.
– Vives en un sitio muy bonito.
– Era provisional. Ya no estoy allí.
– ¿No? ¿Y dónde vives ahora?
– No estoy segura.
Se arrepintió de haberlo dicho. Se dio cuenta de que le estaba abriendo una posibilidad. Y, como era de esperar, él trató de aprovecharla.
– Voy a preguntarle una vez más al oficial de mi libertad condicional si puedo volver a mudarme aquí. Si se entera de que tengo una familia que cuidar, a lo mejor dice que sí.
– Tú no tienes ninguna familia que cuidar. Ya no.
– Sé que estás enfadada, nena. Pero te compensaré por todo lo que ha pasado.
Geneva arrojó el libro al suelo.
– Seis años, y nada. Ni una palabra. Ni una llamada. Ni una carta. -Se le saltaron las lágrimas de pura rabia. Geneva se las enjugó con una mano temblorosa.
Jax suspiró.
– ¿Y adónde querías que escribiera? ¿Adónde podía llamarte? He estado estos seis años tratando de ponerme en contacto contigo. Te enseñaré el montón de cartas que tengo, todas devueltas mientras estuve en la cárcel. Debe de haber unas cien. Intenté todo lo que se me ocurrió. Pero no pude encontrarte.
– Vale, gracias por las disculpas. Si es que te estás disculpando. Pero ahora creo que es hora de que te marches.
– No, nena, deja que…
– No me llames «nena», ni «Genie», ni «hija».
– Todo se arreglará -repitió Jax, mientras se enjugaba los ojos. Geneva no sentía nada al ver aquella tristeza, o lo que fuera. Excepto indignación.
– ¡Vete!
– Pero nena, yo…
– ¡Que te vayas!
Una vez más, el detective de Carolina del Norte, experto en proteger a gente, hizo su trabajo con delicadeza y sin vacilar. Se incorporó y guió a su padre hacia el pasillo. Le hizo un gesto a la chica, le dedicó una sonrisa tranquilizadora y cerró la puerta al salir, dejando a solas a Geneva.
Mientras la chica y su padre estaban arriba, Rhyme y los otros habían estado verificando las pistas de atracadores potenciales de joyerías.
Pero no habían hallado nada.
Los datos que Fred Dellray les había traído sobre tramas de blanqueo de dinero relacionadas con joyas se referían a operaciones menores, y ninguna de ellas se había centrado en el Midtown. Y tampoco tenían informes de Interpol u otras agencias policiales que contuvieran algo relevante al caso.
Frustrado, el criminalista sacudía la cabeza cuando sonó el teléfono.
– Rhyme al habla.
– Lincoln, soy Parker.
Era el experto en caligrafía que estaba analizando la nota hallada en el escondite de Boyd. Parker Kincaid y Rhyme intercambiaron algunas noticias sobre la salud y la familia. Rhyme supo que la compañera de Kincaid, la agente del FBI Margaret Lukas, estaba bien, al igual que los niños de Parker, Stephanie y Robby.
Sachs les envió saludos y luego Kincaid fue al grano.
– He estado trabajando en tu carta sin parar desde que me mandaste el escaneado. Y he conseguido un perfil del autor.
Los análisis caligráficos serios nunca buscan determinar personalidades a partir de la grafía de las cartas de la gente; la caligrafía es relevante sólo cuando se compara un documento con otro, para determinar falsificaciones. Pero eso no le interesaba a Rhyme en aquel momento. Pero a lo que Parker Kincaid se refería era a deducir características del escritor basadas en el lenguaje que utilizaba: el tipo de frase «fuera del uso ordinario» que Rhyme había notado anteriormente. Eso podía ser muy importante a la hora de identificar sospechosos. El análisis gramatical y sintáctico de la nota de rescate del bebé Lindbergh, por ejemplo, había dado un nítido perfil del secuestrador, Bruno Hauptmann.
Con el entusiasmo que sentía por su trabajo, Kincaid continuó diciendo:
– He hallado algunas cosas interesantes. ¿Tienes la nota a mano?
– Justo delante de nosotros.
Una chica negra, qinto piso en la ventana, 2 octubre, cerca de las 08:30. Ella vio mi furgón de reparto cuando él estava aparcado en callejón en la parte trasera de la joyería. Vio lo suficiente para adivinar los planes de mí. Matarla.
– Para empezar, es extranjero. La sintaxis torpe y las faltas de ortografía lo dicen. Lo mismo ocurre con la forma en que pone la fecha: el 2 delante del mes, cuando en inglés sería «octubre 2». E indica la hora según el reloj de veinticuatro horas. Eso es poco frecuente en Estados Unidos. -El experto en caligrafía continuó diciendo-: Y ahora, otro punto importante: él…
– O ella -señaló Rhyme.
– Me inclino por un hombre -se opuso Kincaid-. Te diré por qué en un minuto. Usa el pronombre personal masculino «él» para referirse, según parece, a su furgón, en lugar del demostrativo «éste» o la paráfrasis «el mismo». Eso es típico de muchos idiomas extranjeros. Pero lo que realmente afina el perfil es la construcción nominal de dos miembros dentro de la construcción de genitivo.
– ¿La qué?
– La construcción de genitivo: una forma de expresar el posesivo. En un momento determinado, tu desconocido escribió «mi furgón de reparto».
Rhyme recorrió la nota con la mirada.
– Ajá.
– Pero luego escribió «planes de mí». Eso me hace pensar que la lengua materna de tu chico es el árabe.
– ¿Árabe?
– Diría que las probabilidades son de un noventa por ciento. Hay una construcción de genitivo en árabe llamada idafa. El posesivo se construye habitualmente diciendo, por ejemplo, «el coche John». Que quiere decir «el coche de John». O, como en tu nota, los «planes de mí». Pero las reglas de la gramática árabe exigen que se use sólo una palabra para denotar el objeto poseído: «furgón de reparto» no funciona en árabe, ésta es una construcción de tres palabras, de modo que no puede utilizar la idafa. Dice simplemente «mi furgón de reparto». La otra pista es la omisión del artículo indefinido «un» en «en callejón». Es común entre los hablantes árabes, pues su lengua no usa artículos indefinidos, sólo los definidos «el» o «la». -Kincaid añadió-: Eso también ocurre en el caso del galés, pero no creo que este tipo sea de Cardiff.
– Bien, Parker -dijo Sachs-. Muy sutil, pero bueno.
Una leve risa se escuchó desde el altavoz del teléfono.
– Te diré, Amelia, que todos los que estamos en el negocio hemos estado estudiando bastante en detalle el asunto del árabe en estos últimos años.
– Y ése es el motivo por el que crees que es un hombre.
– ¿Cuántas mujeres árabes criminales has visto?
– No muchas… ¿Algo más?
– Consígueme otras pruebas y las compararé si quieres.
– Lo haremos llegado el caso. -Rhyme dio las gracias a Kincaid y cortaron la llamada. Sacudió la cabeza, mirando con atención la pizarra de las pruebas. Luego dejó escapar una risa burlesca.
– ¿Qué piensas, Rhyme?
– Sabéis lo que planea el tipo, ¿verdad? -preguntó el criminalista con voz inquietante.
Sachs asintió.
– No está planeando robar en la empresa importadora de joyas. La hará explotar.
– Exacto.
– Claro, ahí están los informes que teníamos sobre terroristas que buscaban objetivos israelíes en la zona -dijo Dellray.
– El vigilante que había en la acera de enfrente del museo dijo que todos los días recibían despachos de joyas desde Jerusalén…
Vale, me encargaré de evacuar el lugar y registrar todo el edificio -señaló Sachs. Echó mano de su móvil. Rhyme miró la tabla de las pruebas y dijo a Sellitto y a Cooper-: Falafel y yogur… y una furgoneta de reparto. Averiguad si hay algún restaurante cerca de la joyería que sirva comida de Oriente Próximo y, si encontráis alguno, cuál de ellos hace repartos y a qué hora. Y qué tipo de furgoneta usan.
Dellray sacudió la cabeza.
– Media ciudad come esas cosas. Puedes conseguir gyros y falafel en cualquier rincón de la ciudad. Están… -Pero el agente se detuvo al cruzarse con la mirada de Rhyme-. ¡Carritos!
– Ayer había una media docena en los alrededores del museo. -dijo Sellitto.
– Perfecto para vigilar -espetó Rhyme-. Y qué buena tapadera. El individuo les abastece todos los días, de modo que nadie le presta atención. Quiero saber quién abastece a los vendedores ambulantes. ¡En marcha!
De acuerdo con las autoridades sanitarias, sólo dos empresas surtían de comida de Oriente Próximo a los carritos que vendían en las aceras alrededor de la importadora de joyas. Irónicamente, la más grande pertenecía a dos hermanos judíos con familia en Israel, practicantes todos ellos; estaban fuera de toda sospecha.
La otra compañía no era la propietaria de los carritos, pero vendía gyros, kebabs y falafel, junto con los condimentos y los refrescos (al igual que perritos de carne de cerdo, prohibidos por la religión, pero siempre lucrativos), a docenas de carros en el Midtown. El centro de operaciones era un restaurante de la calle Broad, cuyos dueños contrataban a un hombre para hacer los repartos en la ciudad.
Rodeados por Dellray y una docena de agentes y policías, esos propietarios resultaron cooperadores en extremo -casi hasta las lágrimas-. El nombre de su encargado de reparto era Bani al Dahab, y era de Arabia Saudí, y su visado había vencido hacía mucho tiempo. Había sido una especie de profesional en Jeddah y había trabajado de ingeniero durante un tiempo en Estados Unidos, pero cuando se convirtió en ilegal comenzó a aceptar cualquier trabajo: unas veces cocinando y otras haciendo repartos a carritos y otros restaurantes de comida de Oriente Próximo en Manhattan y Brooklyn.
La joyería había sido evacuada y registrada palmo a palmo -no se había hallado ningún dispositivo- y un vehículo localizador de emergencia había salido en busca de la furgoneta de reparto de Al Dahab, que, de acuerdo con lo dicho por los dueños, podía estar en cualquier punto de la ciudad. El hombre tenía la libertad de decidir su propio esquema de reparto.
Era en momentos como ése cuando Rhyme habría paseado, de haber sido capaz. ¿Dónde diablos estaba el tipo? ¿Está dando vueltas con una furgoneta cargada de explosivos en ese mismo instante? Tal vez había renunciado a la joyería e iba en busca de otro objetivo: una sinagoga o la oficina de las líneas aéreas El-Al.
– Traigamos aquí a Boyd, presionémosle un poco -espetó-. ¡Quiero saber dónde diablos está ese tipo!
Fue en ese instante cuando sonó el teléfono de Mel Cooper.
Luego el de Sellitto, seguido por el de Amelia Sachs.
Por último, el teléfono del laboratorio central comenzó a trinar.
Quienes llamaban eran distintas personas, pero el mensaje era virtualmente el mismo.
La pregunta de Rhyme sobre el paradero del hombre de las bombas acababa de ser respondida.
Sólo murió el conductor.
Lo cual, considerando la fuerza de la explosión y el hecho de que la furgoneta estaba en la intersección de la Novena Avenida y la calle 54, rodeada de otros coches, fue un auténtico milagro.
Cuando explotó la bomba, la dirección del estallido fue hacia arriba, principalmente, a través del techo y las ventanas. Esparció fragmentos metálicos de munición y cristales, hiriendo a un buen número de personas. Pero el mayor daño se había limitado al interior de la E250. Dando sacudidas, la furgoneta en llamas había llegado al borde de la acera, donde chocó contra un poste de luz. Un equipo de la estación de bomberos de la calle 8 apagó con rapidez las llamas y mantuvo a la muchedumbre fuera del área de peligro. En lo que respecta al conductor, no había ni la menor esperanza de salvarlo; las dos partes más grandes de lo que había quedado de él estaban separadas por varios metros de distancia.
La brigada de bombas había despejado el lugar y ahora la principal tarea de la policía consistía en esperar al médico forense y al equipo especializado en los escenarios del crimen.
– ¿Qué es ese olor? -preguntó el detective de Midtown. Al oficial, alto y de calvicie incipiente, le echaba para atrás el hedor, cuyo origen atribuyó a carne humana quemada. El problema era que olía bien.
Uno de los detectives de la brigada de bombas rio ante la cara del detective.
– Gyros.
– ¿Qué es lo que gira? -preguntó el detective.
– Mire. -El policía de la brigada de bombas alzó una tira de carne asada con sus manos cubiertas por los guantes de látex. La olió.
– Sabroso.
El detective de Midtown se rio sin revelar cuán cerca estaba de vomitar.
– Es cordero.
– Es…
– El conductor estaba haciendo reparto de carne. Era su trabajo. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de carne y falafel y otras mierdas de ésas.
– Ah. -Pero el detective seguía sintiendo ganas de vomitar.
Fue entonces cuando un Camaro SS, rojo y brillante -un coche de película-, dio un patinazo hasta detenerse en mitad de la calle, rozando con el morro el precinto amarillo de la policía. Descendió una impresionante pelirroja, que echó un vistazo rápido al escenario y luego hizo un gesto de saludo al detective.
– Hola -dijo él.
La mujer colocó el auricular en su Motorola y saludó con la mano al autobús del equipo de la policía científica. Inspiró hondo varias veces. Luego asintió.
– Aún no he recorrido el escenario -dijo en dirección al micrófono-, pero por el olor, Rhyme, diría que lo tenemos.
Fue entonces cuando el detective, alto y calvo, tragó saliva y dijo:
– Oiga, vuelvo en un segundo. -Y corrió hasta el Starbucks más cercano con la esperanza de alcanzar a tiempo los servicios.
Con el detective Bell a su lado, Geneva entró en la sala que hacía de laboratorio en la casa del señor Rhyme, en la planta baja. Miró a su padre; él la observaba con esos grandes ojos de perrito faldero que tenía.
Maldita sea. La joven desvió la mirada.
– Tenemos algunas noticias. El hombre que contrató a Boyd está muerto -dijo Rhyme.
– ¿Muerto? ¿El ladrón de joyerías?
– Las cosas no son lo que parecían -respondió Rhyme-. Estábamos, bueno, yo estaba equivocado. Pensaba que, quienquiera que fuese, era alguien que quería robar en la joyería. Pero no, quería volarla en pedazos.
– ¿Terroristas?
Rhyme señaló con la cabeza un archivador de plástico que Amelia sostenía. Dentro había una carta, dirigida al New York Times. Decía que volar la joyería era otro paso en la guerra santa contra el Israel sionista y sus aliados. Era el mismo tipo de papel que la nota que exigía matar a Geneva y del plano de la calle 55 Oeste.
– ¿Quién es él? -preguntó ella, tratando de recordar una furgoneta y a un hombre de Oriente Próximo en la calle del museo hacía menos de una semana. Pero no pudo.
– Un saudí ilegal -dijo el detective Sellitto-. Trabajaba para un restaurante del centro. Los dueños están bastante asustados, por supuesto. Pensaban que nosotros pensábamos que ellos eran una tapadera de Al Qaeda o algo parecido. -Chasqueó la lengua-. Lo que podría ser cierto. Seguiremos investigando. Pero por lo que sabemos hasta ahora están limpios: son ciudadanos que llevan varios años aquí, hasta tienen dos hijos en el ejército. Yo diría que en estos momentos son un puñado de gente bastante nerviosa.
El aspecto más importante acerca del hombre de las bombas, siguió diciendo Amelia, era que ese hombre, Bani al Dahab, no parecía estar asociado con ningún sospechoso de terrorismo. Las mujeres con quienes había salido en los últimos tiempos y sus compañeros de trabajo dijeron que no recordaban que estuviera conectado con gente que pudiera formar parte de una célula terrorista, y que la mezquita a la que asistía era religiosa y políticamente moderada. Amelia había registrado su apartamento en Queens y no había encontrado ninguna otra prueba o conexión con otras células. Pero aun así se estaban investigando sus llamadas telefónicas, para comprobar vínculos posibles con otros fundamentalistas.
– Bien, seguiremos examinando las pruebas -dijo Rhyme-, pero estamos un noventa por ciento seguros de que trabajaba solo. Eso significa que probablemente estás a salvo.
Rhyme acercó la silla hacia la mesa de las pruebas y observó unas bolsas con metal y plástico quemados. Se dirigió a Cooper.
– Añade esto a la tabla, Mel: el explosivo es TOVEX, y tenemos piezas del receptor, el detonador, el revestimiento, el cable, parte de la cápsula fulminante. Todo contenido en una caja de UPS remitida a la joyería, a la atención del director.
– ¿Y por qué habrá explotado antes de lo previsto? -preguntó Jax Jackson.
Rhyme explicó que era muy peligroso usar en la ciudad una bomba con mando a distancia, pues había demasiadas ondas de frecuencia en el ambiente: de detonadores de demoliciones, de walkie-talkies y otros cientos de fuentes.
– O a lo mejor quería matarse. O se enteró de que Boyd había sido arrestado o de que la joyería estaba siendo registrada por sospecha de bomba. Y quizás pensó que era una cuestión de tiempo el que dieran con él -añadió Sellitto.
Geneva se sentía inquieta, confundida. Todas esas personas que la rodeaban, de pronto le parecieron extrañas. La razón por la que antes se habían conocido ya no existía. Y con respecto a su padre, era más extraño para ella que los policías. Geneva quería volver a su habitación del sótano de Harlem con sus libros y sus planes para el futuro, la universidad, sus sueños de Florencia y París.
Pero entonces se dio cuenta de que Amelia la estaba mirando con atención. La mujer policía se dirigió a ella.
– ¿Y qué piensas hacer ahora?
Geneva miró a su padre. ¿Qué podría pasar? Tenía un padre, era cierto, pero era un ex convicto que ni siquiera estaría en la ciudad con ella. La pondrían una vez más en una casa de acogida.
Amelia le lanzó una ojeada a Lincoln Rhyme.
– Hasta que las cosas se aclaren, ¿por qué no nos atenemos a nuestro plan y mantenemos a Geneva aquí durante un tiempo?
– ¿Aquí? -preguntó la chica.
– Tu padre debe regresar a Buffalo y encargarse de algunos asuntos allí.
Para Geneva, vivir con su padre no era una posibilidad, ni en Buffalo ni en ningún otro sitio. Pero eso no lo dijo.
– Es una idea excelente. -Eso venía de Thom-. Creo que es eso lo que haremos. -Su voz era firme-. Te quedarás aquí.
– ¿Te parece bien? ¿Estás de acuerdo? -preguntó Amelia a Geneva. Ella no estaba segura de por qué querían que se quedara. Al principio, desconfió. Pero tuvo que recordarse una y otra vez que, después de vivir sola durante tanto tiempo, la desconfianza la perseguía como una sombra. Pensó en otra regla de las vidas como la suya: «Cuando encuentres una familia, cógela».
– Claro -dijo entonces.
Esposado, Thompson Boyd fue conducido hasta el laboratorio y dos guardias le depositaron frente a los oficiales y a Rhyme. Geneva estaba arriba, en su habitación, cuidada en ese momento por Barbe Lynch.
El criminalista no acostumbraba a encontrarse cara a cara con el criminal. Para él, un científico, la única pasión de su trabajo era el juego en sí, la búsqueda, no la encarnación física del sospechoso. No sentía ningún deseo de regodearse con el hombre o la mujer que hubiera capturado. Las excusas y las súplicas no le conmovían; las amenazas no le preocupaban. Pero ahora quería asegurarse por completo de que Geneva Settle estaba a salvo. Quería evaluar por sí mismo al agresor.
Boyd tenía la cara vendada y amoratada debido a su confrontación con Sachs durante la detención. Miró a su alrededor el laboratorio, el equipamiento, las tablas de la pizarra. La silla de ruedas.
No había rastro de emoción en él, ningún parpadeo de sorpresa o interés. Ni siquiera cuando saludó con la cabeza a Sachs. Como si hubiera olvidado que ella le había golpeado en la cabeza con una piedra.
Alguien le preguntó a Boyd qué se sentía cuando uno estaba sentado en una silla eléctrica. Dijo que no se sentía nada. Que sólo se sentía «algo parecido a un entumecimiento». Decía eso muchísimo los últimos días. Que se sentía entumecido.
– ¿Cómo me han encontrado? -preguntó Boyd.
– Por un par de cosas -respondió Rhyme-. Primero, escogió la carta de tarot incorrecta para dejar como prueba. Me dio la pauta de las ejecuciones.
– El hombre colgado -dijo Boyd, asintiendo-. Está en lo cierto. Nunca lo pensé. Sólo me pareció una carta siniestra. Para despistarlos, ya sabe.
Rhyme siguió.
– Aunque lo que nos reveló su identidad fue esa costumbre suya.
– ¿Costumbre?
– Silba.
– Silbo, sí. Pero trato de no hacerlo mientras trabajo. Aunque a veces se me escapa. Entonces hablaron con…
– Sí, con alguna gente de Texas.
Boyd asintió y miró a Rhyme frunciendo la vista, con los ojos enrojecidos.
– ¿Entonces sabían lo de Charlie Tucker? Esa caricatura de ser humano. Atormentando a mi gente durante sus últimos días en la tierra, diciéndoles que iban a arder en el infierno. Todas esas patrañas sobre Jesús y demás.
Mi gente…
– ¿Bani al Dahab ha sido la única persona que le ha contratado? -le preguntó Sachs.
Parpadeó sorprendido; parecía ser la primera emoción verdadera que expresaba su rostro.
– ¿Cómo…? -Pero guardó silencio.
– La bomba explotó antes de tiempo. O el tipo se suicidó.
Una negativa con la cabeza.
– No, no era un hombre bomba. Debe de haber explotado por accidente. El chico era descuidado. Demasiado ansioso, ya saben. No hacía las cosas siguiendo las reglas. Probablemente la preparó demasiado pronto.
– ¿Y cómo le conoció?
– Él me llamó. Consiguió mi nombre a través de alguien de la cárcel, una conexión por medio de la Nación del Islam.
Así había sido, entonces. Rhyme se preguntó cómo un guardia de una cárcel de Texas podía haberse liado con terroristas islámicos.
– Están locos -dijo Boyd-. Pero tienen dinero esos árabes.
– ¿Y Jon Earle Wilson? ¿Era quien hacía las bombas?
– Jonny, sí señor. -Sacudió la cabeza-. ¿También saben de él? Tengo que reconocer que ustedes son muy buenos.
– ¿Dónde está Wilson?
– Eso no lo sé. Nos dejábamos mensajes desde teléfonos públicos en un buzón de voz. Y nos encontrábamos en la calle. Nunca intercambiamos más de una decena de palabras.
– El FBI hablará con usted sobre Al Dahab y las bombas. Nosotros ahora queremos interrogarle acerca de Geneva. ¿Hay alguien más que pretenda hacerle daño?
Boyd sacudió la cabeza.
– Por lo que Al Dahab me dijo, trabajaba solo. Sospecho que hablaba con algunas personas en Oriente Próximo. Pero aquí no. No confiaba en nadie. -El acento texano, lento y arrastrado, aparecía y desaparecía, como si Boyd hubiera estado haciendo esfuerzos por quitárselo de encima.
– Si está mintiendo, si le pasa algo a Geneva, nosotros nos aseguraremos de que usted sea un desgraciado el resto de su vida -dijo Sachs con voz inquietante.
– ¿De qué manera? -preguntó Boyd, al parecer con curiosidad sincera.
– Asesinó al bibliotecario, al doctor Barry. Atacó y trató de matar a oficiales de la policía. Podría recibir varias cadenas perpetuas. Y además estamos investigando la muerte de una chica, ayer, en la calle Canal. Alguien la empujó hacia un autobús cerca de la calle Elizabeth, de donde estaba escapando usted. Estamos mostrando su fotografía entre los posibles testigos. Usted se irá para siempre.
Encogimiento de hombros.
– No importa mucho.
– ¿No le importa? -preguntó Sachs.
– Sé que ustedes no me entienden. Y no les culpo. Pero no me importa la cárcel. No me importa nada. Ninguno de ustedes puede hacerme realmente nada. Ya estoy muerto. Matar a alguien no supone un problema para mí, salvar una vida no me importa. -Miró a Amelia Sachs; ella le estaba clavando los ojos-. Entiendo esa mirada. Se está preguntando qué tipo de monstruo soy. Pues bien, la verdad es que ustedes me han hecho lo que soy.
– ¿Nosotros?
– Claro que sí, señora… Ustedes saben cuál es mi profesión.
– Oficial encargado de ejecuciones -dijo Rhyme.
– Sí, señor. Le diré algo sobre ese tipo de trabajo: puede encontrar los nombres de todos los seres humanos ejecutados legalmente en Estados Unidos. Que son muchos. Y puede encontrar los nombres de todos los gobernadores que esperaron hasta medianoche para conmutarles la pena si podían hacerlo. Puede encontrar los nombres de todas las víctimas que los condenados asesinaron, y la mayoría de las veces de sus parientes más cercanos. ¿Pero saben cuál es el nombre que nunca encontrarán? -Miró entonces a los oficiales que le rodeaban-. El nuestro, el de los que apretamos el botón. Los ejecutores. Estamos olvidados. Todo el mundo piensa cuánto afecta a los familiares de los condenados la pena capital. O a la sociedad. O a las víctimas de las familias. Por no hablar de la mujer o el hombre que denigran como un perro en el proceso. Pero nadie gasta ni un minuto en nosotros, los ejecutores. Nadie se para a pensar qué nos pasa a nosotros.
»Día tras día, viviendo con nuestra gente: hombres, mujeres también, por supuesto, que van a morir, conociéndolos. Hablando con ellos. De todo lo que existe bajo el sol. Oyendo al negro preguntarle a uno cómo es que el blanco que cometió exactamente el mismo crimen que él sale con vida, o quizá mejor que con vida, pero él tiene que morir. El mexicano que jura que no violó ni mató a esa chica. Sólo estaba comprando una cerveza en un Seven-Eleven y vino la policía y lo siguiente que sabe es que está en el corredor de la muerte. Y después de llevar un año bajo tierra hacen un examen de ADN y se dan cuenta de que realmente se habían equivocado de hombre, y de que era inocente.
»Claro, hasta los culpables son seres humanos. Se vive con ellos todos los días. Uno es decente con ellos porque ellos son decentes con uno. Uno los va conociendo. Y luego… luego uno los mata. Los mata uno mismo, solo. Con sus propias manos, pulsa el botón, tira del interruptor… Eso le cambia a uno.
»¿Saben lo que se dice? Seguro que lo han oído alguna vez. El muerto que anda. Se supone que se refieren al preso. Pero somos nosotros. Los verdugos. Somos hombres muertos.
– ¿Y su novia? ¿Cómo pudo dispararle? -murmuró Sachs.
Boyd se quedó en silencio. Por primera vez, algo nubló su rostro.
– Lo pensé antes de disparar. Esperaba tener esa sensación de que no debía hacerlo. Que ella significaba demasiado para mí. La dejaría libre, la dejaría huir, arriesgaría algo. Pero… -sacudió la cabeza-. No ocurrió. La miré y sólo me sentí entumecido. Entonces supe que lo lógico era dispararle.
– ¿Y si las niñas hubieran estado en casa en lugar de ella? -preguntó Sachs a media voz-. ¿Habría matado a alguna para escapar?
Boyd pareció considerarlo un momento.
– Pues bien, creo que sabemos que eso habría funcionado, ¿no? Ustedes se hubiesen detenido a salvar a una de las chicas en lugar de seguirme a mí. Como una vez me dijo mi padre: es sólo cuestión de dónde pones la coma de los decimales.
Pareció que la oscuridad se borraba de su rostro, como si finalmente hubiera recibido alguna respuesta o llegado a alguna conclusión tras una reflexión que hubiera estado ocupándole durante mucho tiempo.
El hombre colgado… A menudo la carta pronostica que uno se rendirá ante la experiencia, que una lucha tendrá fin, que se aceptarán las cosas tal como son.
Miró a Rhyme.
– Ahora, si no les importa, creo que es hora de que vuelva a casa.
– ¿A casa?
Miró a todos con curiosidad.
– A la cárcel.
Como si hubiera podido referirse a algún otro sitio.
Padre e hija bajaron del tren C en la calle 135 y comenzaron a andar hacia el este, hacia el instituto Langston Hughes.
Ella no quería que fuera, pero él había insistido en protegerla, y lo mismo creían el señor Rhyme y Bell, el detective. Además, pensó ella, él tenía que volver a Buffalo al día siguiente y ella se consideraba capaz de tolerar una o dos horas más con él.
Jax señaló hacia el metro.
– Me encantaba escribir en los trenes de la línea C. Es muy bonito pintar… Sabía que mucha gente lo vería. Una vez hice uno completo en 1976. Ese año era el bicentenario. Con aquellos enormes buques en la ciudad. Mi dibujo era uno de esos barcos junto con la Estatua de la Libertad. -Jax se rio-. Las autoridades municipales de transportes no hicieron limpiar ese vagón hasta pasada una semana, me dijeron. Quizá fue sólo porque estaban ocupados, pero a mí me gusta pensar que fue porque a alguien le gustó lo que pinté y por eso lo mantuvieron más tiempo de lo normal.
Geneva gruñó. Estaba pensando que ella tenía una historia que contarle a él. Una calle más adelante podía ver los andamios de la construcción frente al edificio donde trabajaba antes de que la despidieran. Su padre no sabía que su trabajo consistía en borrar los graffitis de los edificios rehabilitados. Y quizás hasta había quitado alguno suyo. Se sintió tentada de decírselo. Pero no lo hizo.
En la primera cabina telefónica en funcionamiento que hallaron en el Frederick Douglass Boulevard, Geneva se detuvo y buscó algunas monedas. El padre le ofreció su móvil.
– No hace falta.
– Cógelo.
Ella hizo caso omiso, echó las monedas en el aparato y llamó a Lakeesha, mientras su padre guardaba el móvil y daba unos pasos hacia el borde de la acera, mirando el vecindario como un niño en la sección de golosinas de una tienda.
Geneva se volvió cuando escuchó a su amiga.
– ¿Hola?
– Todo ha terminado, Keesh. -Le contó lo de la joyería y lo de la bomba.
– ¿Era eso lo que pasaba? Mierda. ¿Un terrorista? Qué miedo. ¿Tú estás bien?
– Estoy dabuti, de verdad.
Geneva escuchó otra voz, de hombre, que le decía algo a su amiga. Por un instante, Keesh puso la mano sobre el auricular. El intercambio parecía tenso.
– ¿Estás ahí, Keesh?
– Ajá.
– ¿Quién está contigo?
– Nadie. ¿Dónde estás? Ya no estás en el sótano, ¿verdad?
– Ya te he dicho dónde estoy: con el policía y su novia. El de la silla de ruedas.
– ¿Estás ahí ahora?
– No, estoy en el norte. Voy de camino al instituto.
– ¿Ahora mismo?
– A coger los deberes.
La chica hizo una pausa.
– Escucha, me encontraré contigo en el instituto. Me apetece verte, chica. ¿Cuándo llegarás?
Geneva miró de refilón a su padre, a unos metros, con las manos en los bolsillos, aún observando la calle. Decidió que no quería hablarle a Keesha de él, a nadie de momento.
– Mejor nos vemos mañana, Keesh. Ahora no tengo tiempo.
– Maldita sea, chica.
– De verdad. Mejor mañana.
– Como quieras.
Geneva oyó el clic de la desconexión. Durante unos instantes se quedó donde estaba, retrasando el momento de volver con su padre.
Pero finalmente se unió a él y continuaron andando juntos hacia el instituto.
– ¿Sabes lo que hay ahí, a unas tres o cuatro calles? -preguntó él, señalando en dirección norte-. Strivers Row. ¿Nunca lo has visto?
– No -murmuró ella.
– Algún día te llevaré. Hace cien años, un promotor inmobiliario, King se llamaba, construyó estos tres grandes edificios de apartamentos y otras muchas casas de la ciudad. Contrató a tres de los mejores arquitectos del país y les dijo que se pusieran manos a la obra. Preciosos lugares. King Model Homes era el verdadero nombre, pero eran tan caros y tan bonitos, según dicen, que empezaron a llamarlo Strivers Row, la hilera de los esforzados, porque tienes que esforzarte de veras para vivir allí. W. C. Handy vivió allí durante un tiempo. ¿Le conoces? El padre del blues. El mejor músico de la historia. Una vez hice una obra sobre él. ¿Te lo he contado alguna vez? Me llevó treinta botes. Pero no fue un desperdicio; me pasé dos días haciéndolo. Hice un retrato de W. C. Y un fotógrafo del Times le hizo una foto y salió en el periódico. -Señaló al norte con la cabeza-. Estuvo ahí durante unos…
Geneva se detuvo de pronto, con las manos en las caderas.
– ¡Vale ya!
– ¿Genie?
– Para de una vez. No quiero oírlo.
– Tú…
– No me importa nada de todo lo que me dices.
– Estás enfadada conmigo, pequeña. ¿Quién no lo estaría después de lo que ha pasado? Mira, cometí un error -dijo él con la voz quebrada-. Eso pertenece al pasado. He cambiado. Y todo será distinto. Nunca volveré a poner a nadie por delante de ti, como hice cuando estaba con tu madre. Eras tú a quien debía salvar, y no a tu madre, haciendo ese viaje a Buffalo.
– ¿Es que no lo entiendes? No se trata de lo que hiciste. Es todo tu maldito mundo lo que yo no quiero. No me importan los Strivers o lo que sea, no me interesa el Apollo o el Cotton Club. O el Renacimiento de Harlem. No me gusta Harlem. Lo odio. En Harlem hay pistolas y crack y violaciones y gente desesperada por conseguir unas baratijas chapadas y basura de las tiendas. Están esas chicas a quienes lo único que les interesa son las extensiones y las trenzas. Y…
– Y Wall Street tiene sus mercaderes y Nueva Jersey las bandas y Westchester sus parques de caravanas -respondió él.
Pero ella apenas le oía.
– Están los chicos, que lo único que les importa es llevarse chicas a la cama. Está la gente ignorante a quien no le importa cómo se habla. Está…
– ¿Qué hay de malo con el IVAA?
Geneva le miró estupefacta.
– ¿Qué sabes tú de eso? -Él nunca había hablado en el lenguaje del gueto; su padre se había asegurado de que él se esforzara en el instituto (al menos hasta que se retiró para empezar la «carrera» de afear las propiedades de la ciudad). Pero la mayoría de los que vivían ahí no sabían que el nombre oficial de la variante que hablaban era inglés vernáculo afroamericano.
– Mientras estuve en la cárcel -explicó-, saqué el título de bachiller e hice un año de universidad.
Ella no dijo nada.
– Lo que más estudié fue lengua y literatura. Tal vez no me ayude a conseguir un trabajo, pero era lo que me tiraba. Siempre me gustaron los libros y esas cosas, ya sabes. Tú has heredado de mí eso de la lectura… Estudié inglés estándar, pero también el afroamericano. Y no veo nada malo en ello.
– Tú no lo hablas -añadió ella con mordacidad.
– No crecí hablándolo, pero tampoco crecí hablando francés o mandinga.
– Estoy harta de que la gente diga axe para hacerme una pregunta. -Se refería al verbo «ask», preguntar.
Su padre se encogió de hombros.
– Axe es sólo una forma &antigua de ask. Así se pronunciaba en inglés antiguo. Lg regleza acostumbraba a usarlo. Y hay traducciones de la Biblia donde se pregunta con axe. Por Dios, no es un asunto de negros, como dice la gente. Pronunciar s y k juntas es difícil. Es más fácil trasponer los sonidos. Y ain't existe en inglés desde los tiempos de Shakespeare.
Geneva se rio.
– Trata de conseguir un trabajo hablando nuestro dialecto.
– ¿Y qué pasa si hay alguien de Rusia o de Francia tratando de conseguir el mismo puesto? ¿No crees que el jefe les daría una oportunidad y los escucharía si viese que ellos harían un buen trabajo, si son inteligentes aunque hablen un inglés distinto? Tal vez el asunto es cuando el jefe toma la lengua del otro como una razón para no contratarlo. -Él también se rio-. La gente de Nueva York está jodida si en unos años no habla español y chino. ¿Por qué no inglés afroamericano?
Su lógica irritó a Geneva aún más.
– Me gusta nuestro idioma, Genie. Me suena natural. Me hace sentir en casa. Mira, tienes todo el derecho a estar enfadada conmigo por lo que hice. Pero no por lo que soy o por el sitio de donde venimos. Éste es nuestro hogar. ¿Y sabes lo que uno hace con su hogar? Cambias lo que haya que cambiar y aprendes a estar orgulloso de lo que no puedes cambiar.
Geneva mantuvo apretados los ojos y se llevó las manos a la cara. Durante años había soñado con un padre, no ya dos, eso era un lujo, sino con una persona que estuviera ahí cuando ella regresara a casa por la tarde, que le mirara los deberes, que la despertase por la mañana. Y cuando estaba claro que eso no iba a suceder, cuando finalmente se las arregló para vivir sola y para organizar la forma de salir de aquel sitio de mala muerte, volvía de repente el pasado para atarla y ahogarla y arrastrarla hacia atrás.
– Pero eso no es lo que yo quiero -murmuró-. Quiero algo más que este desastre. -Hizo un gesto con el brazo que abarcaba las calles.
– Geneva, lo entiendo. Lo único que deseo es que pasemos un par de bonitos años aquí, hasta que tú entres en el mundo. Dame una oportunidad para reparar lo que te hemos hecho tu madre y yo. Te mereces el mundo… Pero pequeña, déjame que te diga algo: ¿sabes de algún sitio que sea perfecto? ¿Donde todos quieran a sus vecinos? -Jax rio-. ¿Dices que esto es un desastre? Sí, es cierto. ¿Pero dónde no hay problemas, muchacha? ¿Dónde no?
Jax deslizó su brazo alrededor de ella. Geneva se puso tensa, pero no se resistió. Y se encaminaron hacia el instituto.
Lakeesha Scott estaba sentada en un banco en el parque Marcus Garvey desde hacía una media hora, después de regresar de su trabajo de camarera en un restaurante del centro. Encendió otro Merit, pensando: «Hay cosas que hacemos porque queremos y cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas. Es una cuestión de supervivencia».
Y lo que estaba a punto de hacer era una de esas cosas que tenía que hacer. ¿Por qué diablos no había dicho Geneva que después de todo eso se compraría un billete y se iría fuera de la ciudad para no volver nunca más?
¿Por qué no se iba a Detroit o a Alabama?
«Perdona Keesh, no podemos vernos nunca más. Estoy hablando de nunca más. Adiós».
Así, todo el puñetero problema se habría solucionado.
¿Por qué, por qué, por qué?
Y no era sólo eso: Gen tenía que ir y contarle dónde iba a estar exactamente en las próximas horas. Keesh no tenía ninguna excusa para perder de vista a la chica esta vez. Antes había mantenido su parloteo de gueto mientras hablaban por teléfono para que su amiga no se diese cuenta de que algo estaba pasando.
«Caray, qué mal me siento».
«Pero no tengo elección».
Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas…
«Venga», se dijo Keesha. «Tienes que superarlo. Vamos. Empieza de una vez…».
Apretó el pitillo contra el suelo y se fue del parque. Primero se dirigió hacia el oeste y luego al norte por Malcolm X, pasando delante de una iglesia tras otra. Estaban en todas partes. Morris de la Ascensión, Comunidad Bethel, Iglesia Adventista de Éfeso, baptistas, muchas de éstas. Una mezquita o dos. Una sinagoga.
Y las tiendas y los almacenes: Papaya King, un herbolario, una tienda de alquiler de trajes, una oficina de cambio de cheques. Pasó delante de una compañía de taxis, con el dueño sentado en la calle, escuchando su maltrecha radio, enchufada con un largo cable en el interior de la oficina a oscuras. El hombre le sonrió con agrado. Cuánto los envidiaba Lakeesha: los reverendos ante las mugrientas fachadas de las tiendas bajo las cruces de neón, los hombres despreocupados que deslizaban los perritos en los panes recién horneados, el hombre gordo sentado en una silla barata, con su pitillo y su mierda de micrófono.
Ellos no traicionarían a nadie, pensó.
Ellos no traicionarían a quien había sido uno de sus mejores amigos durante años.
Apretó los dientes y agarró fuertemente la correa del bolso con sus gordinflones dedos rematados en uñas pintadas de negro y amarillo. Hizo como que no veía ni oía a tres chicos dominicanos.
– Pssssssst.
– Culito.
– Zorra.
– Pssssssst.
Keesh deslizó una mano en el bolso y cogió su navaja. Estuvo a punto de abrirla sólo para ver cómo se acobardaban. Estaba furiosa, pero dejó la hoja larga y afilada donde estaba, pensando que ya tendría bastantes problemas cuando llegara al instituto. Lo dejaría pasar por ahora.
– Pssssssst.
Siguió andando y abrió con manos nerviosas un paquete de chicles. Se deslizó dos de fruta en la boca, tratando de hacerse la dura.
Cabréate, chica, piensa en todo lo que ha hecho Geneva para fastidiarte, piensa en todo lo que ella es y tú nunca serás. El hecho de que la chica fuera tan lista hacía daño, que no faltara ni un puto día al instituto, que mantuviera su pequeña figura de chica blanca sin parecer una maldita enferma de sida, que se las arreglara para no despegar las piernas y convenciera a las otras chicas para que hicieran lo mismo, como unas remilgadas mamás.
Que se comportara como si fuera mejor que todas las demás.
Pero no era mejor. Geneva Settle no era más que otra hija de mamá-se-droga y papá-se-fue-de-casa.
Ella es una de nosotras.
Cabréate, porque ella te miraría a los ojos y te diría: «Tú puedes, chica, puedes hacerlo, puedes hacerlo, puedes salir de aquí, tienes todo el mundo por delante».
Pues no, hay veces en que, sencillamente, no puedes. Hay veces en que es demasiado duro, maldita sea. Hace falta ayuda para salir. Se necesita a alguien con pasta, a alguien que te cubra las espaldas.
Y de un momento a otro la ira contra Geneva le hervía por dentro y Keesh se apretó el bolso con más fuerza.
Pero no le duró mucho tiempo. La furia se desvaneció, se esfumó como si no fuera más que el polvo de talco para bebés que ella le echaba a su prima pequeña en el trasero cuando le cambiaba los pañales.
Mientras Lakeesha seguía andando aturdida camino del instituto, donde pronto llegaría Geneva Settle, se dio cuenta de que no podía confiar en la furia ni en los pretextos.
Sólo podía confiar en sobrevivir. A veces, chica, tienes que mirar un poco por ti y coger la mano que alguien te ofrece.
Cosas que hacemos porque tenemos que hacerlas…
En el instituto, Geneva recogió sus deberes y, qué sorpresa, su siguiente tarea de lengua era escribir un informe sobre Un hogar en Harlem, de Claude McKay, un libro de 1928, el primer best-seller escrito por un autor negro.
– ¿No puedo hacer algo sobre E. E. Cummings? -preguntó-. ¿O sobre John Cheever?
– Es nuestro apartado de afroamericanos, Gen -le señaló su profesor de lengua, sonriendo.
– Entonces Frank Yerby -sugirió-. U Octavia Butler.
– Sí, hay autores maravillosos, Gen -dijo su profesor-, pero no escriben sobre Harlem. Y eso es lo que estamos estudiando en este momento en la asignatura. Pero te di a McKay porque pensé que te gustaría. Es uno de los autores más controvertidos del Renacimiento negro. McKay fue muy criticado porque se fijó en los bajos fondos de Harlem. Escribió sobre los aspectos más sórdidos del lugar. Eso molestó a DuBois y a muchos otros pensadores de aquel tiempo. Y eso es lo que a ti te va.
A lo mejor su padre podía ayudarla con la traducción, pensó cínicamente, ya que quería tanto al barrio y su dialecto.
– Inténtalo -insistió el hombre-. Puede que te guste.
«No, no me gustará», pensó Geneva.
Se reunió con su padre a la salida del instituto. Llegaron a la parada de autobús y ambos cerraron un momento los ojos cuando un remolino de aire frío y polvoriento les envolvió. Habían alcanzado una tregua y ella había aceptado que él la llevase a un restaurante jamaicano con el que Jax había soñado durante los últimos seis años.
– ¿Y existe todavía? -preguntó ella, con frialdad.
– Ni idea. Pero encontraremos algo. Una aventura.
– No tengo mucho tiempo. -Geneva tiritaba de frío.
– ¿Dónde está ese autobús? -preguntó él.
Geneva miró al otro lado de la calle y frunció el ceño. Oh no… Ahí estaba Lakeesha. Era tan propio de ella; ni siquiera había escuchado lo que Geneva le había dicho y había ido de todos modos.
Keesh le hizo una seña con la mano.
– ¿Quién es ésa? -preguntó su padre.
– Mi amiga.
Lakeesha miró con desconcierto a Jax y luego hizo un gesto a Geneva para que cruzase la calle.
¿Qué estaba pasando? La chica sonreía, pero estaba claro que tenía alguna otra cosa en mente. Tal vez se estuviera preguntando qué hacía Geneva con ese hombre viejo a su lado.
– Espera aquí -dijo a su padre. Echó a andar en dirección a Lakeesha, que parpadeó y dio la impresión de tomar aliento. Abrió luego el bolso y rebuscó en su interior.
Geneva cruzó la calle y se detuvo en el borde de la acera. Keesha dudó y luego se adelantó.
– Gen -dijo, ensombreciéndosele la mirada.
Geneva se extrañó.
– Chica, qué…
Keesh se paró en seco al tiempo que un coche se acercaba hacia donde estaba Geneva; la muchacha parpadeó de sorpresa. Al volante iba la orientadora educativa, la señora Barton. La mujer le hizo una seña para que se acercase. Geneva dudó, luego dijo a Keesh que la esperara un minuto y se reunió con la orientadora.
– Hola, Geneva. Te hemos echado de menos.
– Hola. -La chica se mostraba precavida; no estaba segura de lo que aquella mujer sabía de sus padres.
– El asistente del señor Rhyme me ha dicho que han cogido al hombre que trató de hacerte daño. Y que tus padres finalmente han regresado.
– Mi padre. -Geneva le señaló-. Es ése que está allí.
La consejera contempló al fornido hombre de camiseta y chaqueta andrajosas.
– ¿Y va todo bien?
Sin poder oír lo que decían, Lakeesha las miraba con el ceño fruncido. Su expresión denotaba mayor preocupación que antes. Parecía alegre al teléfono, pero ahora que Geneva lo pensaba detenidamente, a lo mejor estaba fingiendo. ¿Y quién era el tío con el que hablaba?
Nadie…
«No me lo creo».
– ¿Geneva? -preguntó la señora Barton-. ¿Estás bien?
La chica volvió a mirar a la orientadora.
– Perdone. Sí, estoy bien.
La mujer observó una vez más al padre y luego se dirigió hacia ella, pero la chica apartó la mirada.
– ¿Hay algo que quieras decirme?
– Hmm…
– ¿Cuál es la verdadera historia?
– Yo…
Era una de esas situaciones en las que la verdad saldría a la luz tarde o temprano.
– De acuerdo, mire, señora Barton, lo lamento. No he sido del todo sincera. Mi padre no es profesor. Ha estado en la cárcel. Pero le han puesto en libertad.
– ¿Y dónde has estado viviendo entonces?
– Por mi cuenta.
En los ojos de aquella mujer se veía que no la estaba juzgando.
– ¿Y tu madre?
– Muerta.
Frunció el ceño.
– Lo lamento… ¿y él se va a hacer cargo de ti?
– No hemos hablado del tema. Cualquier cosa que haga tiene que discutirlo primero con el tribunal o no sé qué. -Dijo esto para ganar tiempo. Geneva tenía medio pensando un plan para que su padre volviera y asumiera, en teoría, la custodia de ella, pero ella seguiría viviendo por su cuenta como había hecho en los últimos años-. De momento me quedaré unos días en casa del señor Rhyme y de Amelia.
La mujer miró una vez más a Jax, que les sonreía tímidamente desde el otro lado de la calle.
– Eso es bastante inusual.
Geneva dijo desafiante.
– No iré a ninguna casa de acogida. No perderé todo lo que he conseguido. Me escaparé. Haré…
– Vamos, tranquilízate. -La orientadora sonrió-. No creo que tengamos que hacer un problema de esto ahora mismo. Has pasado por momentos muy difíciles. Hablaremos del tema un poco más adelante. ¿Dónde vas ahora?
– A casa del señor Rhyme.
– Te llevo.
Geneva hizo un gesto a su padre. El hombre se acercó sin prisa hasta el coche y Geneva les presentó.
– Es un placer, señora. Y gracias por cuidar de Geneva.
– Vamos, suba.
Geneva miró al otro lado de la calle. Keesh aún estaba allí.
– Tengo que irme, te llamo -le gritó e hizo el gesto de llevarse el auricular a la oreja.
Lakeesha asintió dudosa y quitó la mano del bolso.
Geneva se montó en el asiento trasero, detrás de su padre. Miró entonces hacia Keesh y le vio una extraña expresión en el rostro.
Luego, la señora Barton apartó el coche del bordillo y el padre de Geneva empezó con otra ridícula lección de historia, dale que te pego.
– ¿Sabe que una vez escribí un artículo sobre los hermanos Collyer, Homer y Langley? Vivían en la esquina de la 128 con la 5. Eran unos solitarios y los tipos más raros del mundo. Les aterrorizaba el crimen que había en Harlem, y se parapetaron en su vivienda, pusieron trampas y nunca tiraban nada. Uno terminó aplastado por un montón de periódicos. Cuando murieron, la policía tuvo que retirar toneladas de basura de la casa. ¿No habéis oído hablar de ellos?
La orientadora dijo que creía que sí.
– No -replicó Geneva. Y pensó: «Y ahora pregúntame si me interesa».
Lincoln Rhyme estaba dando indicaciones a Mel Cooper para organizar las pruebas que habían recogido en el lugar en el que había explotado la bomba mientras revisaba algunos informes de análisis de pruebas que había recibido.
Un equipo federal, a las órdenes de Dellray, había averiguado el paradero de Jon Earle Wilson, el hombre cuyas huellas dactilares se habían encontrado en la bomba oculta en el transistor hallado en el escondite de Boyd. Le habían acorralado y unos agentes iban a llevarle a casa de Rhyme para el interrogatorio que reforzaría el caso contra Thompson Boyd.
Fue entonces cuando sonó el teléfono de Bell. El detective contestó:
– Al habla Bell… Luis, ¿qué pasa? -Ladeó la cabeza para escuchar.
Luis…
Debía de ser Martínez, que había seguido de cerca a Geneva y a su padre desde que habían salido de casa de Rhyme en dirección a Langston Hughes. Estaban convencidos de que Jax, Alonzo Jackson, era su padre y no representaba ninguna amenaza para ella, y de que el terrorista había trabajado solo. Pero eso no significaba que Bell y Rhyme fueran a dejar a Geneva sin protección en un futuro próximo.
Pero a veces las cosas se complicaban. Rhyme pudo leerlo en los ojos de Bell. El detective había dicho a Cooper:
– Necesitamos hacer una consulta al departamento de automóviles, y rápido. -Apuntó un número en un post-it y se lo pasó a los técnicos de sistemas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sachs.
– Geneva y su padre estaban en la parada de autobús cerca del instituto. Apareció un coche y se subieron en él. A Luis le pilló por sorpresa y no pudo cruzar la calle y detenerlos.
– ¿Un coche? ¿Quién conducía?
– Una mujer negra, corpulenta. Por el modo en que la describió puede ser esa orientadora, Barton.
No era nada de lo que hubiera que preocuparse necesariamente, pensó Rhyme. Tal vez la mujer los había visto en la parada de autobús y se había ofrecido a llevarlos en coche.
La información del departamento de automóviles apareció en pantalla.
– ¿Qué tenemos, Mel? -preguntó Rhyme.
Cooper entornó los ojos al leer. Escribió algo más. Levantó la cabeza, con los ojos agrandados a través del grueso cristal de las gafas.
– Un problema. Tenemos un problema.
La señora Barton se dirigía hacia el centro-sur de Harlem, avanzando despacio en el tráfico de primera hora de la tarde. Frenó un poco al pasar por otro proyecto de rehabilitación inmobiliaria. Jax sacudió la cabeza.
– Fíjese. -Señaló el cartel-. Promotoras, bancos, arquitectos. -Una risa amarga-. Apuesto a que no hay ni una persona negra al frente de esos negocios.
«Caray», pensó Geneva. «Ojalá cortara el rollo».
Siempre quejándose del pasado…
La orientadora miró a un lado y se encogió de hombros.
– Se ven muchos por aquí. -Redujo la velocidad y giró hacia un callejón que había entre uno de los edificios que estaban derribando por dentro y un gran solar.
En respuesta a la mirada inquisidora de Jax, la señora Barton dijo:
– Un atajo.
Pero el padre de Geneva miró a los lados.
– ¿Atajo?
– Es para evitar el tráfico del sur.
Él miró nuevamente a su alrededor, entrecerrando los ojos.
– Y una mierda -espetó.
– ¡Papá! -exclamó Geneva.
– Conozco esta calle. Se corta un poco más adelante. Están tirando abajo una vieja fábrica.
– No -dijo la señora Barton-. He venido por aquí y ahora…
Pero su padre tiró del freno de mano con todas sus fuerzas y luego giró el volante hacia la izquierda. El coche derrapó y chocó contra una pared de ladrillos con el sonido distorsionado del metal y el plástico machacándose contra la piedra.
Jax agarró a la orientadora del brazo y gritó a Geneva:
– Está con ellos, nena. ¡Quieren hacerte daño! ¡Sal, corre!
– No, papá, ¡estás loco! No puedes…
Pero la confirmación llegó un segundo después, cuando la mujer sacó una pistola del bolsillo. La dirigió hacia el pecho de su padre y apretó el gatillo. Jax parpadeó con estupefacción y se echó hacia atrás, agarrándose la herida.
– Oh. Oh, mi… -murmuró.
Geneva dio un respingo cuando la mujer le apuntó con la pistola plateada. Justo cuando disparó, su padre le dio un puñetazo en la mandíbula y la dejó inconsciente. Geneva notó el calor y partículas de pólvora en la cara, pero el tiro había errado. Había volado la ventanilla trasera del coche, convirtiéndola en miles de pequeños cubos de cristal.
– ¡Corre, nena! -dijo su padre entre dientes y se derrumbó sobre el salpicadero.
Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra…
Sollozando, Geneva se arrastró fuera del coche a través de la ventanilla rota y cayó al suelo. Se levantó como pudo y echó a correr por la rampa que conducía hacia la tenebrosa zona de demolición.
Alina Frazier -la mujer que se hacía pasar por la orientadora Patricia Barton- no tenía la sangre fría de su compañero. Thompson Boyd era puro hielo. Nunca perdía la calma. Pero Alina siempre había sido emotiva. Estaba furiosa y no dejaba de maldecir mientras trepaba por encima del cuerpo del padre de Geneva y salía trastabillando al callejón, mirando a derecha e izquierda en busca de la chica.
Furiosa porque Boyd estaba en la cárcel, furiosa porque la chica se le escapaba.
Respiró hondo y miró a ambos lados del callejón. ¿Dónde estaría la pequeña zorra?
Un destello gris a su derecha: Geneva gateaba por detrás de un contenedor oxidado azul y desaparecía por la zona de obras. Jadeando, la mujer emprendió la persecución. Era una mujer corpulenta, sí, pero también fuerte y se movía con rapidez. Puedes dejar que la cárcel te ablande o que te convierta en una piedra. Ella había elegido lo segundo.
Frazier había sido pandillera a principios de los noventa, la líder de un grupo de chicas que vagaba por Times Square y el norte del East Side, donde los turistas y los residentes -que sí sospecharían de un grupo de chicos adolescentes- no se inquietaban por unas cuantas chicas bulliciosas con bolsas de Daffy Dan y Macy's. Es decir, hasta que aparecían los cuchillos y las pistolas y las tías ricas perdían el dinero y las joyas. Tras una temporada en el reformatorio, las cosas fueron a peor y acabó cumpliendo condena por homicidio involuntario -aunque debería haber sido por asesinato, pero el joven fiscal lo echó todo a perder-. Al salir de la cárcel, volvió a Nueva York. Allí conoció a Boyd a través del hombre con quien vivía. Luego, cuando Frazier rompió con su pretendiente, Boyd la llamó. Al principio ella pensó que se trataba de uno de esos tipos blancos a los que les ponen las chicas negras. Pero cuando aceptó la invitación a tomar un café, Boyd ni siquiera se le insinuó. Sólo se dedicó a examinarla con aquellos ojos extraños e inexpresivos y le dijo que le sería útil tener a una mujer en sus trabajos. ¿Le interesaba?
«¿Trabajos?», preguntó ella, pensando en drogas o en armas.
Pero él le explicó en un susurro cuál era su línea de trabajo.
Ella parpadeó.
Luego, él añadió que ganaría cincuenta mil dólares por unos días de trabajo.
Una pequeña pausa. Luego una sonrisa.
– De puta madre.
Sin embargo, por el asunto de Geneva Settle sacarían cinco veces más. Lo cual le pareció un precio justo, pues era el asesinato más difícil de su carrera. Como la intentona del museo de la mañana del día anterior no había funcionado, Boyd la llamó pidiéndole ayuda (le ofreció otros cincuenta mil extra si ella misma mataba a la chica). A Frazier, siempre la más inteligente de sus pandillas, se le ocurrió hacerse pasar por orientadora educativa y consiguió una identificación falsa. Empezó a llamar a las escuelas públicas de Harlem, solicitando hablar con cualquier profesor de Geneva Settle. Y recibió una docena de variaciones sobre la frase «Disculpe, no está matriculada en este instituto». Hasta que dio con el instituto Langston Hughes, donde un empleado de oficina había dicho que sí, que ésa era su escuela. Entonces Frazier se puso un traje de oficina barato, se colgó la identificación sobre su imponente pecho y entró en el instituto como si aquel lugar le perteneciera.
Allí oyó hablar de los misteriosos padres de la chica, del apartamento de la calle 118 y -a través del detective Bell y los otros policías- de la casa en Central Park West y de quién estaba a cargo de su vigilancia. Y le había pasado toda esa información a Boyd para ayudarle en la preparación del asesinato.
Había vigilado el apartamento de la chica cerca de Morningside hasta que se hizo demasiado arriesgado debido a los guardaespaldas de Geneva. (Era lo que estaba haciendo esa tarde cuando un coche patrulla apareció por allí, pero resultó que no estaban buscándola a ella).
Frazier había hablado con un guardia de Langston Hughes para que éste le proporcionara el vídeo de seguridad del patio del instituto, y con esa disculpa se las había arreglado para entrar en la casa del tullido, donde finalmente consiguió más información sobre la chica.
Pero habían cogido a Boyd -él había repetido hasta la saciedad que esos polis eran muy buenos- y ahora dependía de Alina Frazier terminar el trabajo si quería el resto de los honorarios, los 125.000 dólares.
Casi sin aliento, la mujerona se detuvo a unos diez metros más abajo en la rampa que conducía al último nivel de la excavación. Entrecerrando los ojos por los rayos del sol del oeste, trataba de ver hacia dónde se había ido la pequeña zorra. Maldita seas, déjate ver.
Otro movimiento. Geneva trataba de avanzar hacia el extremo opuesto, arrastrándose deprisa por el suelo, usando las mezcladoras de cemento, las aplanadoras, las vigas apiladas y otros suministros para ocultarse. La chica desapareció detrás de un barril de aceite.
Frazier se fue hacia la sombra para ver mejor. Apuntó hacia el centro del barril y disparó, provocando un fuerte ruido al dar en el metal.
Le pareció que se levantaba una nube de polvo justo al lado del contenedor. ¿Le había dado a la chica también?
Pero no, Geneva se levantó y fue corriendo hasta un montón de escombros: ladrillos, piedras, tuberías. Justo cuando saltaba detrás, Frazier disparó otra vez.
La chica rodó hasta el otro lado de la pared con un grito agudo. Algo se había expandido en el aire. ¿Tierra y polvo de piedras? ¿O sangre?
¿Le había dado Frazier a la chica? Era una buena tiradora. Ella y su ex novio, un traficante de armas de Newark, se pasaban las horas matando ratas en edificios abandonados de las afueras de la ciudad para probar la calidad de sus productos. Creyó que esta vez había dado en el blanco. Pero no podía esperar mucho tiempo para averiguarlo; la gente habría escuchado los disparos. Algunos harían caso omiso, seguro, y otros pensarían que aún había trabajadores usando maquinaria pesada. Pero al menos uno o dos buenos ciudadanos estarían llamando ya al 911.
«Bueno, vete a saber…».
Empezó a descender con cuidado por la rampa, tratando de no caerse, era muy inclinada. Pero entonces comenzó a sonar el claxon de un coche en el callejón, detrás y por encima de ella. Era de su propio coche.
«Maldición», pensó furiosa, «el padre de la chica todavía está vivo».
Frazier dudó. Luego tomó una decisión: ya era hora de salir de allí. Acabar de una vez con el padre. Era probable que el disparo hubiera alcanzado a Geneva y que no sobreviviera mucho tiempo. Y aunque no estuviese herida, podría ir a por ella más tarde. Habría infinidad de oportunidades.
Puto claxon… Parecía que sonaba más fuerte que el disparo y tenía que estar llamando la atención. Y lo que era peor, encubriría el sonido de cualquier sirena que estuviera acercándose. Frazier trepó por la rampa sucia hasta el nivel de la calle, jadeando por el esfuerzo. Pero cuando llegó al coche se sorprendió de encontrarlo vacío. El padre de Geneva no estaba en el asiento del conductor. Una huella de sangre se extendía hasta otra calleja cercana, donde yacía su cuerpo. Frazier miró dentro del coche. Había ocurrido lo siguiente: antes de salir del coche arrastrándose, él había cogido el gato y lo había encajado contra el panel de la bocina en el volante.
Furiosa, Frazier tiró de él con fuerza.
El penetrante sonido se detuvo.
Tiró el gato en el asiento trasero y miró al hombre. ¿Estaba muerto? Pues bien, si no lo estaba aún, pronto lo estaría. Caminó hacia él, con el arma a un lado. Luego se detuvo, frunciendo el ceño… ¿Cómo había podido ese cabrón, tan malherido como estaba, abrir el maletero, destornillar el gato, acarrearlo hasta el asiento delantero y apretarlo contra el volante?
Frazier miró a su alrededor.
Y vio algo borroso a su derecha, oyó el aire que se desplazaba cuando la barra de hierro se le vino encima y le dio en la muñeca, arrancándole la pistola y provocándole una terrible oleada de dolor en el cuerpo. La mujerona gritó y cayó de rodillas, abalanzándose sobre la pistola, que estaba a su izquierda. Justo cuando la agarraba, Geneva volvió a lanzar el hierro y esta vez alcanzó a la mujer en el hombro, con un seco clonc. Frazier se desplomó, quedando la pistola fuera de su alcance. Cegada por el dolor y la furia, la mujer embistió contra la chica antes de que ella pudiera lanzarle la barra otra vez. Geneva cayó al suelo y se quedó sin respiración.
La mujer se volvió hacia donde estaba la pistola, pero Geneva, fatigada y jadeante, se adelantó, la agarró el brazo con toda sus fuerzas y mordió la muñeca destrozada de Frazier. La mujer soltó un tremendo alarido de dolor. Frazier alzó su puño bueno contra la cara de Geneva y la golpeó en la mandíbula. La chica lanzó un grito y parpadeó entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas mientras caía de espaldas indefensa. Frazier se levantó como pudo, cogiéndose con la otra mano la muñeca ensangrentada y rota, y pateó a la chica en el estómago. La adolescente comenzó a tener arcadas.
Con paso vacilante, Frazier buscó el arma, que estaba a unos pasos de ella. «No la necesito, no la quiero. La barra de hierro servirá». Enfurecida, la recogió y avanzó hacia la chica. La miró con puro odio y alzó el metal por encima de su cabeza. Geneva se encogió y se tapó la cara con las manos.
Entonces alguien gritó a sus espaldas.
– ¡No!
Frazier se dio la vuelta y vio a la policía pelirroja del apartamento del lisiado, que avanzaba lentamente hacia ella apuntándole con una pistola automática que sostenía con ambas manos.
Alina Frazier bajó la mirada hacia su revólver, que estaba cerca.
– Me encantaría tener la excusa -dijo la policía-. De verdad que sí.
Frazier se hundió, arrojó la barra de hierro a un lado y, a punto de desvanecerse, se dejó caer, sentándose en el suelo. Se acunaba la mano herida.
La mujer policía se acercó y apartó la pistola y el hierro de una patada, mientras Geneva se levantaba y se acercaba tambaleante a dos médicos que corrían hacia ella. La chica les dirigió hacia su padre.
– Necesito un médico -reclamó Frazier con los ojos llenos de lágrimas de dolor.
– Tendrás que hacer cola -murmuró la mujer policía, y a continuación le puso una cinta de plástico alrededor de las muñecas con lo que, dadas las circunstancias, a Frazier le pareció una gran delicadeza.
– Está estable -anunció Lon Sellitto. Había recibido la llamada de un agente que estaba de servicio en el Hospital Presbiteriano de Columbia-. No sabe lo que significa eso, pero es lo que le han dicho.
Rhyme asintió al escuchar esas noticias acerca de Jax Jackson. No sabía lo que significaba «estable» en este caso, pero al menos el hombre estaba vivo, y eso tranquilizaba a Rhyme enormemente, sobre todo por el bien de Geneva.
A la chica le trataron las contusiones y las rozaduras que presentaba y luego le dieron el alta. Salvarla del cómplice de Boyd había sido una carrera contrarreloj. Mel Cooper había investigado los números del coche al que la chica había subido con su padre y había descubierto que estaba registrado a nombre de una tal Alina Frazier. Una rápida comprobación en el Centro de Información Criminal de la Nación y las bases de datos estatales habían revelado que tenía antecedentes: un cargo por homicidio involuntario en Ohio y dos asaltos con armas mortíferas en Nueva York, así como unos cuantos delitos en el reformatorio.
Sellitto había puesto en marcha un vehículo localizador de emergencia que alertó a todos los coches patrulla de la zona para que buscasen el sedán de Frazier. Un oficial de tráfico había avisado por radio poco después de que un vehículo había sido visto cerca de una demolición en el sur de Harlem. También había habido un aviso de disparos en la vecindad. Amelia Sachs, que se encontraba en casa de Rhyme, salió disparada en su Camaro hacia la zona, donde encontró a Frazier a punto de asestar un golpe mortal a Geneva.
Frazier fue interrogada, pero no resultó más cooperadora que su cómplice. Rhyme creía que había que pensárselo muy bien antes de traicionar a Thompson Boyd, especialmente en la cárcel, dado el gran alcance de sus conexiones en las prisiones.
¿Estaba Geneva finalmente a salvo o no? Lo más probable era que sí. Dos asesinos atrapados y el actor principal volado en pedazos. Sachs había registrado el apartamento de Alina Frazier y no había hallado nada más que armas y dinero, ninguna información que pudiera sugerir la existencia de otra persona que quisiera matar a Geneva Settle. Jon Earle Wilson, el ex convicto de Nueva Jersey que había hecho la trampa explosiva en el piso franco de Boyd en Queens, estaba en ese instante de camino a casa de Rhyme. El criminalista tenía la esperanza de que Jon les confirmara sus conclusiones. Sin embargo, Rhyme y Bell decidieron asignar a un oficial uniformado en un coche patrulla para que siguiera de cerca a Geneva.
El ordenador emitió un pitido suave y Mel Cooper miró hacia la pantalla. Abrió un correo electrónico.
– Ah, el misterio está resuelto.
– ¿Y qué misterio es ése? -dijo Rhyme bruscamente. Sus ánimos, siempre frágiles, tendían a amargarse hacia el final de la investigación, cuando comenzaba a vislumbrar el aburrimiento.
– Winskinskie.
La palabra indígena en el anillo que Sachs había encontrado en el hueso del dedo entre las ruinas de la taberna Potters' Field.
– ¿Y?
– Es de un profesor de la Universidad de Maryland. Además de la traducción literal del idioma delaware, Winskinskie era un título en la sociedad de Tammany.
– ¿Un título?
– Algo así como sargento en armas. Boss Tweed era el gran líder, el gran jefe. Nuestro chico -señaló los huesos y la calavera que Sachs había hallado en la cisterna- era el Winskinskie, el que cuidaba la puerta.
– Tammany Hall… -Rhyme asintió, considerando estas nuevas informaciones. Su mente retrocedió en el tiempo, más allá del caso que les ocupaba, hacia el mundo sepia y lleno de humo del Nueva York del siglo XIX-. De modo que Tweed vivía en Potters' Field. Él y el aparato político del Tammany Hall estaban tratando de manipular a Charles.
Rhyme pidió a Cooper que añadiera los descubrimientos recientes a la tabla. Luego se detuvo unos instantes a evaluar la información. Hizo un gesto con la cabeza.
– Fascinante.
Sellitto se encogió de hombros.
– El caso está cerrado, Linc. Los asesinos, perdón, el asesino y la asesina han sido esposados. El terrorista está muerto. ¿Por qué algo que ocurrió hace cien años puede ser tan fascinante?
– Cerca de ciento cuarenta años, Lon. Seamos precisos. -Aguzando los ojos, estudió el gráfico de las pruebas, los planos, y el rostro plácido del hombre colgado-. Y la respuesta a tu pregunta es: ya sabes cuánto odio los cabos sueltos.
– Sí, pero, ¿qué está suelto?
– ¿De qué nos hemos olvidado por completo en el fragor de la batalla, si es que podemos acudir de nuevo al tesoro de las frases hechas?
– Me doy por vencido -gruñó Sellitto.
– El secreto de Charles Singleton. Aunque no tenga ninguna relación con la ley constitucional o los terroristas, yo al menos me muero, por saber cuál era ese secreto. Creo que deberíamos descubrirlo.
ESCENARIO DE LA FURGONETA EXPLOSIVA
• Furgoneta registrada a nombre de Bani al Dahab (ver perfil).
• Repartía comida a restaurantes de Oriente Próximo y a carritos.
• Recuperada carta que reconoce la responsabilidad por volar la joyería. La nota coincide con documentos anteriores.
• Recuperados componentes del dispositivo explosivo: residuos de Tovex, cables, batería, detonador por receptor de radio, porciones de chasis, caja de UPS.
VIVIENDA DE THOMPSON BOYD Y PRINCIPAL PISO FRANCO
• Más falafel y yogur, restos de pintura naranja, como anteriormente.
• Efectivo (¿honorarios de trabajo?): 100.000 $ en billetes nuevos. Imposible seguirles la pista. Probablemente retirados en pequeñas sumas en varias veces.
• Armas (armas de fuego, porra, cuerda) vinculadas con anteriores escenarios.
• Ácido y cianuro, vinculados con anteriores escenarios, sin poder determinar los fabricantes.
• No se encontró ningún teléfono móvil. Otros registros telefónicos, inútiles.
• Herramientas vinculadas con escenarios previos.
• Carta que revela que G. Settle estaba en la mira porque fue testigo de la preparación de un golpe para robar joyas. Más carbono puro, identificado como restos de polvo de diamantes:
• Enviada a Parker Kincaid en Washington DC, para examen del documento:
• Primera lengua del autor es casi con certeza árabe.
• Dispositivo explosivo improvisado, formaba parte de la bomba cazabobos. Las huellas dactilares corresponden al fabricante de bombas convicto Jon Earle Wilson:
• Localizado. De camino a casa de Rhyme para ser interrogado
ESCENARIO DE POTTERS' FIELD (1868)
• Taberna en Gallows Heights, antiguo barrio localizado en la parte norte del West Side; en la década de 1860 convivían allí distintas clases sociales.
• Probablemente Potters' Field era frecuentado por Boss Tweed y otros políticos corruptos de Nueva York.
• Charles fue a ese lugar el 15 de julio de 1868.
• Destruido por un incendio tras una explosión, presumiblemente justo después de la visita de Charles. ¿Para ocultar su secreto?
• Cadáver en el sótano, varón, presumiblemente le mató Charles Singleton.
• Un disparo en la frente, efectuado con un Navy Colt 36 cargado con bala 39 (la clase de arma que poseía Charles Singleton).
• Monedas de oro.
• El hombre estaba armado con una Derringer.
• Sin identificación.
• Tenía un anillo con la palabra «Winskinskie» grabada:
• Significa «portero» o «guardián» en la lengua de los indios delaware.
• Investigación de otros significados, en curso:
• Era título de oficial en el aparato político del Tammany Hall, del Boss Tweed.
PERFIL DE SD 109
• Se ha determinado que es Thompson G. Boyd, antiguo oficial de control de ejecuciones, de Amarillo, Texas.
• Actualmente está detenido.
PERFIL DE PERSONA QUE CONTRATÓ A SD 109
• Bani al Dahab, saudí, ilegal en el país después del vencimiento del visado.
• Muerto.
• Registro del apartamento no revela otras conexiones terroristas. Actualmente se comprueban las llamadas.
• Se investiga a sus jefes por posibles conexiones terroristas.
PERFIL DEL CÓMPLICE DE SD 109
• Se comprueba que no es el hombre que se ha descrito en un principio, sino Alina Frazier, actualmente detenida.
• Registro del apartamento revela armas y dinero, ninguna otra cosa relevante para el caso.
PERFIL DE CHARLES SINGLETON
• Antiguo esclavo, antepasado de G. Settle. Casado, un hijo. Amo le donó huerto en Estado de Nueva York. También trabajó como maestro. Desempeñó papel importante en inicios del movimiento por derechos civiles.
• Supuestamente Charles perpetró robo en 1868, tema del artículo en microficha robada.
• Afirma que tenía un secreto que podría tener relación con el caso. Preocupado porque si su secreto fuera revelado las consecuencias serían trágicas.
• Concurría a reuniones en el barrio neoyorquino de Gallows Heights.
• ¿Involucrado en actividades arriesgadas?
• Trabajó con Frederick Douglass y otros para lograr que se ratificara la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.
• El crimen, de acuerdo a lo informado en el Coloreds' Weekly lllustrated:
• Charles arrestado por el detective William Simms por robo de gran suma del Fondo para los Libertos en NY. Se introdujo en el tesoro del Fondo, testigo le vio irse poco después. Herramientas suyas halladas en las proximidades. La mayor parte del dinero fue recuperado. Fue sentenciado a cinco años de cárcel. Sin información referida a él después de la sentencia. Se creyó que había utilizado su relación con los líderes del incipiente movimiento por los derechos civiles para lograr tener acceso al Fondo.
• Correspondencia de Charles:
• Carta 1, a esposa: disturbios en 1863, gran enardecimiento contra los negros por todo el Estado de NY, linchamientos, incendios provocados. Propiedades de los negros, en riesgo.
• Carta 2, a esposa: Charles en la batalla de Appomattox al final de la guerra civil.
• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.
• Carta 4, a esposa: fue a Potters' Field con su pistola para «hacer justicia». Resultados fueron desastrosos. La verdad ahora está oculta en Potters' Field. Su secreto fue lo que causó todo este sufrimiento.