PARTE 1

BORRADOR DEFINITIVO

Guión de la película

Versión final, noviembre de 1998,

páginas 1 a 4

LA CASA DE RIVERTON © 1998

Autora y directora: Ursula Ryan


MÚSICA: Tema nostálgico y evocador, del estilo de moda durante la Primera Guerra Mundial y la posguerra. Romántico, con un matiz inquietante.


1. EXTERIOR. ESCENA FINAL EN UN CAMINO RURAL AL ANOCHECER

A ambos lados del camino se extienden interminables prados verdes. Son las ocho de la tarde. El sol estival, aún visible en el horizonte, se resiste a morir. Finalmente desaparece. Como un brillante escarabajo negro, un automóvil de la década de 1920 avanza velozmente por el sendero. Pasa a toda prisa entre viejos setos de zarzamoras teñidos de azul por el ocaso y coronados por cañas que se arquean sobre el camino.

La brillante luz de los faros vibra mientras el automóvil se desplaza rápidamente por la superficie irregular de la calzada. Nos acercamos poco a poco, hasta ponernos a la par. Tras el último rayo de sol, la noche cae sobre nosotros. La luna llena irrumpe tímidamente, proyectando franjas de luz blanca sobre el brillante capo negro.

Echamos un vistazo al interior del automóvil; en la tenue luz distinguimos vagamente el perfil de sus ocupantes: un HOMBRE y una MUJER vestidos de fiesta. El hombre va conduciendo. Las lentejuelas del traje de la mujer brillan con el resplandor de la luna. Los dos van fumando, la punta incandescente de los cigarrillos se asemeja a la luz de los faros. La MUJER ríe un comentario del HOMBRE; al echar la cabeza hacia atrás la boa de plumas deja a la vista su cuello pálido y delgado.

Llegan a una gran verja de hierro, la entrada a un túnel formado por árboles altos y oscuros. El automóvil recorre la vereda, avanzando por el umbrío y frondoso corredor. Miramos a través del parabrisas, hasta que de pronto dejamos atrás el denso follaje. Hemos llegado al destino.

Una gran mansión de estilo inglés surge imponente en la colina: a lo largo de la fachada se ven doce ventanas resplandecientes; tres mansardas y chimeneas se distinguen en el tejado de pizarra. En el centro del amplio y cuidado jardín, iluminado con farolas, se erige una gran fuente de mármol ornamentada con hormigas gigantes, águilas y dragones que, como si fueran llamas, lanzan chorros de agua a cien pies de altura.

Desde nuestra posición, observamos cómo el automóvil continúa sin nosotros, gira y se detiene en la entrada de la casa. Un joven LACAYO abre la puerta y extiende su brazo para ayudar a la mujer a bajar del coche.

SUBTITULO: Mansión Riverton, Inglaterra. Verano de 1924.


2. INTERIOR. SALA DE LOS CRIADOS, DE NOCHE

La cálida y oscura sala de los sirvientes de la mansión Riverton. En el ambiente se percibe el nerviosismo de los preparativos. Nuestra perspectiva está al nivel de los tobillos, mientras los atareados sirvientes recorren en todas direcciones el suelo de mármol gris. Como sonido de fondo se oyen las órdenes impartidas a los sirvientes -los de menor rango están siendo reprendidos- mezclándose con el ruido de las botellas de champán al descorcharse. Suena el timbre llamando al personal de servicio. Todavía con la cámara a la altura del tobillo, seguimos los pasos de una CRIADA que se dirige a la escalera.

3. INTERIOR. HUECO DE LA ESCALERA, DE NOCHE

Subimos por la tenebrosa escalera detrás de la CRIADA. Un leve tintineo nos indica que su bandeja está llena de copas de champán. A cada paso, nuestra visión va ascendiendo de los delgados tobillos a los pliegues de una falda negra, los picos del coqueto lazo blanco de su delantal, los rizos rubios que caen sobre el cuello de su uniforme. Por fin podemos ver lo mismo que ella.

Los sonidos de la sala de los sirvientes se desvanecen a medida que se hacen audibles la música y las risas de la fiesta. En lo alto de la escalera, la puerta se abre ante nosotros.

4. INTERIOR. SALÓN PRINCIPAL, DE NOCHE

La luz nos deslumbra en cuanto entramos en el gran salón de mármol. Del alto cielorraso pende una resplandeciente araña de cristal. El MAYORDOMO abre la puerta de entrada para dar la bienvenida a los elegantes invitados que vimos llegar en el automóvil. Sin embargo no nos detenemos, cruzamos la sala hasta la parte posterior, donde están las grandes puertas de estilo francés que comunican con la TERRAZA.

5. EXTERIOR. TERRAZA, DE NOCHE

Las puertas se abren con ímpetu. El volumen de la música y las risas va en aumento: la fiesta está en pleno apogeo. El ambiente posee el lujo propio de la posguerra. Lentejuelas, plumas, sedas se extienden hasta donde la visión pueda abarcar. Vistosos farolillos chinos, colgados en el jardín, se mecen en la suave brisa veraniega. Una BANDA DE JAZZ toca un charlestón y las mujeres bailan. Nos abrimos paso entre una multitud de rostros sonrientes, que miran en nuestra dirección mientras beben las copas de champán que la criada les ofrece de la bandeja: una mujer con labios pintados de rojo, un hombre gordo de mejillas sonrosadas a causa de la excitación y el alcohol, una anciana delgada cubierta de joyas que sostiene una larga y fina boquilla de cigarrillo mientras lanza con indolencia volutas de humo.

Resuena un formidable ESTAMPIDO y todos miran hacia arriba: el cielo nocturno se llena de brillantes fuegos artificiales. Se oyen gritos de regocijo y algunos aplausos. Los fuegos en espiral de las girándulas se reflejan en los rostros, la banda sigue tocando y las mujeres bailan, con pasos cada vez más rápidos.


CORTE HACIA:

6. EXTERIOR. EL LAGO, DE NOCHE

A medio kilómetro de allí, un JOVEN está junto a la orilla más oscura del lago Riverton. Atrás quedan los ruidos de la fiesta. El joven mira el cielo. Nos acercamos, observamos el reflejo rojizo de los fuegos artificiales en su bello rostro. Aun cuando está elegantemente vestido, hay algo indómito en él. Su cabello castaño está despeinado y le cae sobre la frente, amenazando con ocultar los ojos oscuros que recorren enajenados el cielo nocturno. El joven baja la vista y mira más allá del lugar donde estamos, como si tratara de descubrir a alguien oculto entre las sombras. Sus ojos están húmedos; su actitud, súbitamente alerta. Despega los labios, como si se dispusiera a hablar, pero no lo hace. Suspira.

Se oye un CHASQUIDO. Bajamos la mirada. El joven aferra una pistola en su mano temblorosa. La levanta, fuera de escena. La mano que permanece junto al cuerpo se estremece y luego queda rígida. La pistola dispara y cae en el suelo fangoso. Una mujer grita. La velada musical sigue su curso.


FUNDIDO EN NEGRO.

TÍTULO DE LA ESCENA: «LA CASA DE RIVERTON»

LA CARTA

Ursula Ryan

Focus Film Productions

513478 West Hollywood Bldv

West Hollywood, LA

Cal 90216 USA

Dona Grace Bradley

Heathview Nursing Home

1564 Willow Road

Saffron Green, Essex


27 de enero de 1999

Estimada señora Bradley:

Le ruego sepa disculpar que le escriba nuevamente. El motivo es que no he recibido aún respuesta a mi última carta, donde le refería el proyecto del film en el que estoy trabajando: La casa de Riverton.

La película narra una historia de amor: la relación del poeta R. S. Hunter con las hermanas Hartford, y su suicidio en 1924. Si bien contamos con autorización para filmar escenas de exteriores en la mansión Riverton, rodaremos las escenas de interiores en los estudios. Estamos en condiciones de recrear muchos de los escenarios a partir de fotografías y descripciones. No obstante, apreciaría el asesoramiento de alguien con conocimientos directos del tema. Esta película es una pasión personal y no soportaría la posibilidad de incurrir en errores, ni siquiera los más insignificantes, con respecto al contexto histórico. Por ese motivo le estaría muy agradecida si aceptara supervisar la escenografía.

Encontré su nombre (su apellido de soltera) en una lista, entre una pila de cuadernos donados al Museo de Essex. No habría descubierto su conexión con Grace Reeves si no hubiera leído una entrevista a su nieto, Marcus McCourt, publicada en el Spectator, en la que él menciona brevemente la relación histórica de su familia con la villa de Saffron Green.

Le adjunto, para su consideración, un artículo reciente del Sunday Times acerca de mis anteriores películas y una nota promocional sobre La casa de Riverton que apareció en Los Angeles Film Weekly. Como advertirá, hemos logrado comprometer a buenos actores para protagonizar los papeles de Hunter, Emmeline Hartford y Hannah Luxton, incluyendo a Gwyneth Paltrow, quien acaba de recibir un premio Golden Globe por su trabajo en Shakespeare enamorado.

Le pido disculpas por esta intromisión, pero comenzaremos a rodar a finales de febrero en los estudios Shepperton, al norte de Londres, y estoy sumamente interesada en ponerme en contacto con usted. Tengo la esperanza de que le interese colaborar con nosotros en este proyecto. Puede escribirme a la dirección de doña Jan Ryan, 5/45 Lancaster Court, Fulham, Londres SW6.

Respetuosamente suya,

Ursula Ryan

1. Los fantasmas se agitan

El pasado noviembre tuve una pesadilla.

Estaba en el año 1924 y me encontraba nuevamente en Riverton. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, la brisa del verano hacía flamear las cortinas de seda. En lo alto de la colina, bajo un antiguo arce, había una orquesta de la que llegaba la cadenciosa música de los violines. Las risas y el entrechocar de los vasos resonaban en el aire y el azul del cielo era de aquellos de los que pensábamos que la guerra había destruido para siempre. Un lacayo, con su elegante uniforme blanco y negro, vertía champán desde lo alto de una torre de copas de cristal y todos aplaudían, disfrutando del espléndido derroche.

Me vi a mí misma, como sucede en los sueños, moviéndome lentamente -mucho más lentamente que en la realidad- entre los invitados que formaban una masa borrosa de seda y lentejuelas. Buscaba a alguien.

De repente el panorama cambió y me encontré junto al pabellón de verano, pero no era Riverton, no podía serlo. No era el edificio nuevo y resplandeciente que Teddy había diseñado, sino una antigua estructura con paredes por las que trepaba la hiedra, invadiendo ventanas y rodeando las columnas.

Alguien me estaba llamando. Una voz familiar de mujer llegaba desde la orilla del lago situado tras el edificio. Bajé la cuesta apartando con las manos las ramas más altas. Una silueta estaba en cuclillas en la orilla.

Era Hannah, con su vestido de novia. Su rostro pálido surgió de las sombras. El barro le salpicaba la frente ensuciando las rosas que la adornaban. Me miró. Su voz me heló la sangre.

– Llegas muy tarde -advirtió, y señaló mis manos-. Llegas demasiado tarde.

Miré mis jóvenes manos, impregnadas del oscuro barro del lago, y en ellas, el frío cadáver de un perro de caza.

Por supuesto, sé lo que motivó ese sueño: la carta de una cineasta. Últimamente no recibo muchas cartas; ocasionalmente, una postal de un amigo con un exagerado sentido del deber para contarme que está de vacaciones; una comunicación formal del banco donde tengo mis ahorros; una invitación al bautizo de un niño cuyos padres, descubro con sorpresa, ya han dejado de ser niños.

La carta de Ursula había llegado un martes por la mañana, a finales de noviembre, y cuando Sylvia vino a hacer mi cama la trajo consigo. Levantó sus cejas exageradamente delineadas y agitó el sobre.

– Tiene correo. Por el sello, parece venir de Estados Unidos. ¿Tal vez su nieto? -La ceja izquierda se arqueó enfatizando la interrogación y la voz se transformó en un ronco susurro-. Algo terrible. Sencillamente terrible. Y él… un joven tan bueno.

Cuando Sylvia terminó de lamentarse, le di las gracias por la carta. Me cae simpática. Es una de las pocas personas capaces de descubrir, más allá de las arrugas de mi cara, la persona de veinte años que habita en mí. No obstante, me niego a entablar con ella una conversación sobre Marcus.

Le pedí que abriera las cortinas. Ella frunció los labios un instante, antes de emprenderla con otro de sus temas favoritos: el clima, la probabilidad de que nevara en Navidad, los estragos que eso causaría a los internos artríticos. Hice los comentarios de rigor, pero mi mente estaba ocupada en el sobre que tenía en el regazo, preguntándose acerca de la escritura despareja, los sellos de otro país, los bordes desgastados que hablaban de una larga travesía.

– Bueno, ¿quiere que le lea la carta para que sus ojos no se cansen? -sugirió Sylvia, dando a las almohadas el voluntarioso toque final que las dejaría mullidas.

– No, gracias. ¿Podría en cambio alcanzarme las gafas?

Cuando por fin se fue, tras prometer que regresaría para ayudarme a vestirme una vez finalizada su ronda, extraje la carta del sobre. Las manos me temblaban mientras me preguntaba si, por fin, él regresaría.

Pero la carta no era de Marcus sino de una joven que estaba haciendo una película sobre el pasado. Me pedía que supervisara los escenarios y juzgara su autenticidad, que recordara objetos y lugares de tiempos lejanos. Como si no hubiera pasado toda la vida tratando de olvidar.

Ignoré la carta. La plegué cuidadosa y serenamente, guardándola dentro de un libro que hacía tiempo había desistido de leer. Y después suspiré. No era la primera vez que recordaba lo que había sucedido con Robbie y las hermanas Hartford en Riverton. Una vez vi la última parte de un documental en la televisión. Algo que estaba mirando Ruth, acerca de corresponsales de guerra. Cuando la cara de Robbie llenó la pantalla y su nombre apareció escrito debajo en una tipografía sencilla, se me erizó la piel. Pero eso fue todo. Ruth no se inmutó, el narrador continuó, y yo seguí secando los platos de la cena.

En otra ocasión, mientras leía en el periódico la guía de programas de televisión, mis ojos toparon con un nombre familiar. Uno de los programas conmemoraba los setenta años de la cinematografía británica. Me fijé en la hora en que se emitiría. Mi corazón estaba alborotado, dudaba si me atrevería a verlo. Al final fue una verdadera decepción. Casi no mencionaban a Emmeline. Sólo mostraron algunas fotos publicitarias -ninguna de ellas reflejaba su verdadera belleza- y un fragmento de una de sus películas mudas, La dama espera, donde aparecía muy rara: con mejillas hundidas y movimientos torpes, como los de una marioneta. No se hacía referencia a otros filmes, a los que habían causado el escándalo. Supongo que no los consideraban dignos de mención en estos días promiscuos e indulgentes.

Pero, si bien ya me había encontrado con esos recuerdos con anterioridad, la carta de Ursula me resultó perturbadora. Era la primera vez, en casi setenta años, que alguien me asociaba con esos hechos cayendo en la cuenta de que una joven llamada Grace Reeves estuvo ese verano en Riverton. En cierto modo aquello me hizo sentir vulnerable, identificable. Culpable.

No. Mi decisión era categórica. No respondería a la carta. Y así fue.

No obstante, me sucedió algo curioso. Los recuerdos que durante largo tiempo había arrinconado en los oscuros confines de mi mente encontraron grietas por donde filtrarse. Las imágenes surgieron con una claridad que me dejó pasmada, con total nitidez, como si el tiempo no hubiera pasado. Tras las primeras y tímidas gotas siguió el diluvio: conversaciones enteras, palabra por palabra, con sus más mínimos matices. Las escenas se desarrollaban como en una película.

Yo misma me sorprendí. Las polillas han abierto agujeros en mis recuerdos recientes; sin embargo, el pasado lejano está claro y nítido. Últimamente los fantasmas de aquella época me visitan a menudo y me asombra descubrir que no me preocupan demasiado. Al menos, no tanto como suponía. En efecto, los espectros de los que he tratado de escapar toda mi vida se han convertido casi en un consuelo, algo que agradezco. Espero ansiosa su aparición, como si fueran protagonistas de una de esas series de las que siempre habla Sylvia, y que le hacen completar sus rondas a toda prisa para poder verlas en la sala principal. Había olvidado -o eso creía- que en medio de la oscuridad quedaban recuerdos brillantes.

La semana pasada, cuando llegó la segunda carta, el mismo fino papel escrito con la misma letra garabateada, supe que diría «sí», que aceptaría inspeccionar los escenarios. Sentía curiosidad, algo que no había experimentado desde hacía tiempo. No hay muchas cosas que despierten curiosidad a los noventa y ocho años, pero quería conocer a esa Ursula Ryan que planeaba revivirlos a todos, que tanto se apasionaba con esa historia.

De modo que le escribí una carta, le pedí a Sylvia que la enviara y acordamos una cita.

2. El salón

Esta mañana, cuando desperté, descubrí que durante la noche el hilo que me había tenido en vilo toda la semana se había convertido en nudo. Sylvia me ayudó a ponerme un vestido de seda nuevo, el que Ruth me compró para Navidad, y a cambiar mis zapatillas por el par de zapatos de calle que habitualmente languidecen en mi guardarropa. El cuero estaba rígido y Sylvia tuvo que esforzarse para poder calzármelos, pero ése es el precio del decoro. Soy demasiado vieja para aprender nuevos hábitos y no tolero la propensión de los internos más jóvenes a usar sus zapatillas cuando salen.

Mi cabello, que siempre fue claro, es ahora blanco como el algodón, y muy quebradizo. Su debilidad aumenta con el paso de los días y tengo la certeza de que una mañana me despertaré y comprobaré que he perdido hasta el último pelo; sólo encontraré en mi almohada unas hebras blancas que se esfumarán ante mis ojos. Tal vez no muera nunca, sino que simplemente continuaré consumiéndome hasta que un día, cuando el viento del norte sople, me transporte de aquí para fundirme en parte del cielo.

Los cosméticos devolvieron algo de vida a mis mejillas, pero estuve atenta a no abusar de ellos. Debo ser cauta para no parecer un modelo de funeraria. Sylvia siempre se ofrece a «maquillarme un poco» pero considerando su afición por los párpados sombreados de púrpura y el lápiz labial de colores estridentes temo que el resultado sea catastrófico.

Con cierto esfuerzo abroché el relicario de oro. Su elegancia decimonónica resultó incongruente con mi sencilla vestimenta. Lo enderecé, mientras me preguntaba si era presuntuoso y qué diría Ruth al verme.

Miré hacia abajo. El pequeño marco de plata que está sobre mi tocador tiene una foto de mi boda. Preferiría no tenerla allí -hace tanto tiempo de aquello, y el matrimonio duró tan poco, pobre John…- pero es un gesto de consideración hacia Ruth. Supongo que a ella le agrada creer que lo echo de menos.

Sylvia me ayudó a llegar hasta el salón de visitas -todavía me irrita llamarlo de esa manera- donde estaba servido el desayuno, y donde esperaría a Ruth, que -pese a creer que estaba cometiendo un error- había accedido a llevarme a los estudios Shepperton. Le pedí a Sylvia que me dejara en la mesa que estaba en el rincón y me trajera un zumo. Después ocupé mi tiempo leyendo nuevamente la carta de Ursula.

Ruth llegó a las ocho y media en punto. Posiblemente tuviera dudas acerca de lo atinado de la excursión, pero es y siempre ha sido empedernidamente puntual. He oído que los niños nacidos en tiempos difíciles nunca se libran de esa atmósfera asfixiante y Ruth -una niña de la segunda guerra- confirma la regla. Es muy diferente de Sylvia, que tan sólo con quince años menos va de aquí para allá con faldas ajustadas, se ríe sin recato y cambia el color de su cabello cada vez que cambia de «novio».

Esa mañana Ruth atravesó la sala, bien vestida, inmaculadamente acicalada, pero más rígida que una escoba.

– Buenos días, mamá -saludó, rozando mi mejilla con sus labios fríos. Luego echó un vistazo al vaso medio vacío que tenía delante de mí-. ¿Ya has terminado tu desayuno? Espero que hayas tomado algo más aparte de eso. Es probable que encontremos tráfico en el camino y no tengamos tiempo de parar. -Miró su reloj-. ¿Necesitas pasar al baño?

Negué con la cabeza mientras me preguntaba en qué momento me había convertido en la hija.

– Llevas el relicario de papá. Hacía años que no lo veía -comentó, acercándose para enderezármelo y asintiendo en señal de aprobación-. Era apuesto, ¿verdad?

Asentí a mi vez, conmovida por el hecho de que las pequeñas mentiras dichas a los niños sean incondicionalmente creídas. Sentí una corriente de afecto hacia mi quisquillosa hija, y contuve rápidamente la mustia y antigua culpa que siempre aflora cuando miro su cara ansiosa.

Ella me cogió del brazo, lo enlazó con el suyo y puso el bastón en mi otra mano. Muchos de los internos prefieren andadores o incluso sillas de ruedas con motor, pero yo aún me siento cómoda con mi bastón y soy un animal de costumbres que no encuentra motivo para reemplazarlo por algo más costoso.

Ruth puso en marcha el motor de su coche y nos hundimos en el tráfico que avanzaba lentamente. Es una buena chica mi Ruth: fuerte y leal. Ese día se había vestido muy formal, como si fuera a visitar a su abogado o al médico. Sabía que lo haría. Querría dar una buena impresión. Mostrarle a esa directora de cine que, más allá de lo que su madre hubiera hecho en el pasado, Ruth Bradley McCourt era un miembro respetable de la clase media.

Viajamos un trecho en silencio. Luego Ruth se puso a sintonizar la radio. Sus dedos parecían los de una anciana; vi sus nudillos hinchados a través de los cuales esa mañana habría pasado trabajosamente los anillos. Es sorprendente advertir cómo envejece una hija. Miré mis manos, cruzadas sobre el regazo. Unas manos tan ocupadas en el pasado -dedicadas tanto a tareas menores como a otras complejas-, que ahora yacían grises, fláccidas e inertes Por fin Ruth eligió un programa de música clásica. Durante un rato el locutor habló, un tanto estúpidamente, sobre su fin de semana. Luego comenzó la música de Chopin. Fue una coincidencia, por supuesto, que precisamente ese día yo escuchara el vals en do sostenido menor.

Ruth detuvo el coche frente a unos edificios enormes, blancos y cuadrados como hangares de aviones. Apagó el motor y se quedó sentada un instante, mirando hacia adelante.

– No sé por qué tienes que hacer esto -declaró serenamente, con los labios entrecerrados-. Has logrado tanto en tu vida, has viajado, estudiado, criado una hija… ¿Por qué quieres ser recordada por lo que fuiste hace tanto tiempo?

Ella no esperaba una respuesta y yo no se la di. De pronto Ruth suspiró, salió rápidamente del coche, sacó mi bastón del maletero y sin decir una palabra me ayudó a bajar.

Ursula estaba esperándonos: era una chiquilla con el cabello rubio muy largo y liso que le caía sobre la espalda y un tupido flequillo cubriéndole la frente. La clase de chica a la que podía haberse calificado de poco agraciada si no hubiera sido bendecida con unos maravillosos ojos negros que recordaban un antiguo retrato al óleo: redondos, profundos y expresivos, con el nítido matiz de la pintura fresca.

Sonrió, hizo un gesto de saludo y se acercó presurosa a nosotras; tomó mi mano, la que tenía enlazada al brazo de Ruth, y la agitó entusiasta.

– Señora Bradley, me siento tan feliz de que haya accedido a ayudarme…

– Grace -corregí, antes de que Ruth se adelantara a pronunciar «doctora»-. Me llamo Grace.

– Grace -Ursula sonrió-, no encuentro palabras para explicarle la emoción que me causó saber que vendría.

Su acento era inglés, algo que me sorprendió porque el domicilio que figuraba en su carta era estadounidense.

– Muchas gracias por haber actuado de chófer -añadió luego, dirigiéndose a Ruth.

Sentí que el cuerpo de Ruth se apretaba contra el mío.

– ¿Acaso podía haber metido a mi madre en un autobús?

Ursula rió. Me agradó comprobar que los jóvenes tienen mucha facilidad para interpretar una actitud poco amistosa como una ironía.

– Entremos, hace frío aquí afuera. Disculpen todo este alboroto. Comenzaremos a rodar la semana próxima y la gente está muy nerviosa intentando tener todo listo para entonces. Esperaba que pudiera reunirse con nuestra escenógrafa pero ha tenido que ir a Londres a conseguir unas telas. Tal vez todavía esté aquí cuando ella regrese. Tengan cuidado al atravesar la puerta, hay un pequeño escalón.

Ella y Ruth me condujeron afanosamente hacia un vestíbulo y luego a lo largo de un oscuro corredor en el que se alineaban sucesivas puertas. Algunas estaban entreabiertas y miré hacia adentro; vislumbré misteriosas siluetas frente a brillantes pantallas de monitor. Nada allí se parecía al estudio de grabación donde había estado con Emmeline muchos años atrás.

– Aquí es -anunció Ursula cuando llegamos a la última puerta-. Entremos, pediré que nos traigan té.

En cuanto abrió la puerta, fui catapultada a través del umbral hacia mi pasado.


Era el salón de Riverton. Incluso el empapelado era el mismo: «Tulipanes brillantes», un diseño art nouveau rojo borgoña del Silver Studio, tan flamante como el día en que los empapeladores llegaron desde Londres. En el centro, frente a la chimenea, un sofá Chesterfield tapizado en cuero, cubierto con sedas de la India, iguales a las que el abuelo de Hannah y Emmeline, lord Ashbury, había traído del extranjero cuando era un joven oficial de la armada. El reloj del barco estaba en el lugar habitual, sobre la repisa de la chimenea, junto al candelabro de Waterford. Alguien se había tomado el enorme trabajo de conseguir ese objeto, pero a cada segundo se revelaba su falsedad. Aun ahora, unos ochenta años después, recuerdo el sonido del reloj de la sala. El modo serenamente insistente de marcar el paso del tiempo: paciente, certero, frío, como si de alguna manera hubiera sabido, incluso entonces, que el tiempo no era amigo de quienes vivían en aquella casa.

Ruth me acompañó hasta el sillón y me dejó allí con el encargo de que permaneciera sentada mientras ella averiguaba dónde estaban los baños «por si fuera necesario». Detrás de mí había gran ajetreo. Algunas personas arrastraban enormes reflectores con patas como de insecto; alguien, en algún lugar, reía. Pero dejé que mi mente vagara. Pensaba en la última vez que estuve en ese salón -el real, no esa escenografía-, el día que supe que me iría de Riverton y jamás regresaría.

Se lo anuncié a Teddy. No le gustó nada, pero para entonces había perdido la autoridad que alguna vez tuvo. Los hechos se la habían arrebatado. Tenía la atónita palidez de un capitán que, consciente de que su barco se hunde, es incapaz de evitarlo. Me pidió que me quedara, me imploró, por lealtad hacia Hannah, alegó, ya que él no me inspiraba ese sentimiento. Y casi lo hice. Casi.

Ruth me dio un golpecito para llamarme la atención.

– Mamá, Ursula está hablándote.

– Lo siento, no me he dado cuenta.

– Mamá es un poco sorda -apuntó Ruth-. Algo previsible a su edad. He tratado de que la examinaran, pero es de lo más obstinada.

Soy obstinada, lo sé. Pero no soy sorda y no me gusta que la gente suponga que lo soy. Mi visión es escasa sin gafas, me canso con facilidad, ya no tengo un solo diente propio y sobrevivo gracias a un cóctel de píldoras, pero puedo oír tan bien como siempre. Lo que sucede es que con la edad he aprendido a escuchar sólo lo que deseo oír.

– Le estaba diciendo, señora Bradley, Grace, que debe de ser extraño volver al pasado. Bueno, a una especie de pasado. Eso seguramente habrá disparado todo tipo de recuerdos.

– Sí -respondí, con una voz deliberadamente tenue-. Así es.

– Me complace saberlo -declaró Ursula, sonriente-. Lo consideraré una señal de que lo estamos haciendo bien.

– Oh, sí.

– ¿Hay alguna cosa que esté fuera de lugar? ¿Hemos olvidado algo?

Miré ese escenario de nuevo. Me detuve minuciosamente en los detalles, en el conjunto de símbolos heráldicos colocados junto a la puerta: en el centro, un cardo escocés semejante al grabado de mi relicario.

Sin embargo, faltaba algo. A pesar de su fidelidad, el escenario estaba extrañamente desprovisto de atmósfera. Como una pieza de museo, parecía decir: «Esto es el pasado, interesante, pero lejano y muerto».

Y, como una pieza de museo, carecía de vida.

Desde luego, era comprensible. Para mí, los años veinte son la época de mi juventud: una época de emoción, confusión, dicha y horror. Para los escenógrafos, la década de 1920 es historia antigua. Un periodo que debe ser cuidadosamente investigado y reconstruido, que les requiere prestar tanta atención a los detalles curiosos como si estuvieran diseñando un castillo medieval.

Advertí que Ursula me miraba, esperando con entusiasmo mi veredicto.

– Es perfecto -repuse por fin-. Todo está en su lugar.

Luego ella añadió algo que me sobresaltó:

– Salvo la familia.

– Sí -afirmé-. Salvo la familia. -Mientras parpadeaba, por un momento pude verla. Emmeline, tendida en el sofá, todo piernas y pestañas; Hannah leyendo con el ceño fruncido uno de los libros de la biblioteca; Teddy caminando sobre la alfombra de Besarabia.

– Tengo la impresión de que Emmeline llevó una vida muy entretenida -opinó Ursula.

– Sí.

– La investigación sobre ella fue sencilla. Su nombre aparece prácticamente en todas las crónicas de sociedad de entonces. Por no mencionar las cartas y los diarios íntimos de la mitad de los hombres solteros de la época.

– Siempre fue popular -observé, después de asentir con la cabeza.

Medio ocultos por el flequillo, los ojos de Ursula me miraban.

– Pero definir el personaje de Hannah no fue tan fácil.

– ¿No? -pregunté, después de aclarar la voz.

– Era más misteriosa. No se trata de que los periódicos no la mencionaran; que lo hacían. También tenía sus admiradores. Sin embargo, aparentemente no eran muchas las personas que realmente la conocían. La admiraban, incluso la veneraban, pero en el fondo no sabían nada de ella.

Pensé en Hannah. La hermosa, inteligente, anhelante Hannah.

– Era una personalidad compleja.

– Sí -asintió Ursula-, ésa fue mi impresión.

– Una de ellas se casó con un estadounidense, ¿verdad? -preguntó Ruth, que había estado escuchando.

La miré, sorprendida. Siempre se había propuesto no saber absolutamente nada sobre los Hartford.

Ella me devolvió la mirada.

– He estado leyendo algunas cosas.

Eso significaba que se había preparado para la ocasión, sin importar cuán desagradable le resultara el asunto.

Ruth volvió a dirigirse a Ursula y habló cautelosamente, arriesgándose a cometer un error.

– Creo que se casó después de la guerra. ¿Cuál de las dos fue?

– Hannah. -Por fin lo había hecho. Había dicho su nombre en voz alta.

– ¿Qué ocurrió con la otra hermana? -continuó Ruth-. ¿Emmeline se casó alguna vez?

– No -respondí-. Estuvo comprometida.

– Innumerables veces -acotó Ursula, sonriendo-. Por lo visto no podía decidirse por un solo hombre.

Pero lo hizo. Finalmente lo hizo.

– Supongo que jamás sabremos con exactitud qué ocurrió esa noche -opinó Ursula.

– No. -Mis pies cansados comenzaban a protestar a causa de los zapatos de cuero. Por la noche estarían hinchados. Sylvia gruñiría y luego insistiría en que los pusiera en remojo-. Supongo que no.

Ruth se irguió en su asiento.

– Pero seguramente usted sabrá lo que ocurrió, señorita Ryan. Después de todo, es el tema de su película.

– Desde luego -contestó Ursula-. Sé lo fundamental. Mi bisabuela tenía parentesco político con las hermanas Hartford y estaba en Riverton esa noche. Su relato se ha convertido en una suerte de leyenda familiar que pasó de una generación a otra. Mi bisabuela se lo contó a mi abuela, ella a mi madre, y por fin llegó hasta mí. En realidad, he oído la historia muchas veces. Me causó una enorme impresión y siempre supe que algún día la transformaría en una película -explicó sonriendo, mientras se encogía de hombros-. Sin embargo, hay algunos agujeros en la historia. Tengo muchas carpetas con material que obtuve en mi investigación. Los informes policiales y los periódicos están repletos de datos, pero todo es de segunda mano. Y sospecho que además la información ha sido duramente censurada. Desgraciadamente, las dos personas que fueron testigos del suicidio han muerto hace años.

– Debo decir que me parece un tema algo morboso para una película -comentó Ruth.

– Por el contrario, es fascinante -rebatió Ursula-. Una prometedora figura de la poesía inglesa se mata una noche, junto a un oscuro lago, en el transcurso de una fiesta de la alta sociedad. Los únicos testigos son dos hermosas hermanas que desde entonces no vuelven a dirigirse la palabra. Una, su novia. La otra, según se rumoreaba, su amante. Es terriblemente romántico.

Los nudos de mi estómago se aflojaron un poco. De modo que ella pensaba abordar el núcleo de la historia de la manera habitual. Me pregunté por qué había supuesto otra cosa. Y también: qué equivocado sentido de la lealtad había hecho que me preocupara tanto; por qué, después de tantos años, todavía me preocupaba lo que la gente pudiera pensar.

Pero lo sabía. El señor Hamilton me lo había dicho el día de mi partida, cuando estaba de pie en el escalón superior de la entrada de servicio, con la bolsa de cuero donde había guardado mis escasas pertenencias, mientras la señora Townsend lloraba en la cocina. Me dijo que era algo que llevaba en mi sangre, que lo mismo había sucedido con mi madre, y antes de ella, con sus padres; que era una estúpida por haber decidido partir, por no valorar un buen puesto, con una buena familia. Había criticado la pérdida de lealtad y orgullo que caracterizaban al pueblo inglés y había jurado que no permitiría que esa actitud se infiltrara en Riverton: no habíamos luchado y ganado la guerra para después abandonar nuestras tradiciones.

En ese momento sentí pena por él, tan rígido, tan seguro de que al dejar el servicio elegía el camino de la ruina moral y económica. Sólo mucho tiempo después comencé a comprender cuán aterrorizado debía de estar, cuán despiadados debían de haberle parecido los rápidos cambios sociales que lo cercaban y le mordían los talones. Cuán desesperadamente ansiaba mantener las antiguas usanzas y certezas.

Pero en parte había estado en lo cierto. No en cuanto a las consecuencias ruinosas; mis finanzas y mi moral no empeoraron por haber abandonado Riverton. Sin embargo, una parte de mí nunca se iría de esa casa o, más bien, una parte de esa casa nunca me dejaría. Durante años, el olor a Giffen -el producto que se usaba para pulir la plata-, el ruido de los neumáticos sobre la grava, el sonido de algún timbre me devolvían a mis catorce años, al cansancio después de un largo día de trabajo, a la taza de chocolate en el comedor de servicio mientras el señor Hamilton leía en voz alta algunos pasajes de The Times -aquellos que consideraba adecuados para nuestros impresionables oídos-, Myra fruncía el ceño ante algún comentario irreverente de Alfred y la señora Townsend roncaba suavemente en la mecedora, con sus agujas de tejer y la madeja apoyadas sobre su generoso regazo.

– Aquí está -indicó Ursula-. Gracias, Tony.

Junto a mí había aparecido un joven, trayendo una improvisada bandeja con tazas y un viejo tarro de mermelada lleno de azúcar. Dejó su carga en la mesa auxiliar donde Ursula comenzó a servirla. Ruth me pasó una de las tazas.

– Mamá, ¿qué es esto? -preguntó mientras sacaba un pañuelo y lo pasaba por mi cara-. ¿No te sientes bien?

Yo sentía que mis mejillas estaban húmedas.

Era el efecto del olor del té y de estar allí, en esa habitación, sentada en ese sofá. Era el peso de los recuerdos lejanos. De los secretos largamente guardados. El choque de pasado y presente.

– Grace, ¿puedo hacer algo por usted? -Esta vez era Ursula quien hablaba-. Tal vez desee que apaguemos la calefacción.

– Voy a tener que llevarla a casa -anunció Ruth-. Sabía que no era una buena idea. Es demasiado para ella.

Sí. Quería volver a casa. Estar en casa. Me sentía flotar. El bastón guiaba mi mano. Las voces se arremolinaban a mi alrededor.

– Lo siento -repuse, a nadie en particular-. Es sólo que estoy cansada. Muy cansada. Desde hace años.

Me dolían los pies que protestaban por su confinamiento. Una persona atenta -Ursula quizá- tendió su mano para sostenerme y aferró mi brazo. Un viento frío golpeó mis mejillas húmedas.

Poco después me encontré en el coche de Ruth. Las casas, los árboles, las señales del camino iban quedando vertiginosamente atrás.

– No te preocupes, mamá. Ya ha pasado todo -aseguró Ruth-. Me siento responsable. No debí haberte llevado.

Posé mi mano en su brazo. Percibí su nerviosismo.

– Debí haber confiado en mi instinto -prosiguió-. Fue una estupidez de mi parte.

Cerré los ojos. Escuché el zumbido del radiador, la cadencia del limpiaparabrisas, el rumor del tráfico.

– Eso es, trata de descansar un poco -indicó Ruth-. Pronto estarás en casa. No tendrás que volver mas a ese lugar.

Sonreí, sentí que me relajaba.

Es demasiado tarde. Estoy en casa. Estoy de vuelta.


The Braintree Daily Herald

17 de enero de 1925

Identificado el cuerpo hallado en Preston's Gorge:

una beldad local muerta


El cuerpo encontrado ayer por la mañana en Preston's Gorge ha sido identificado como el de una bella dama y actriz de cine de la zona la honorable señorita Emmeline Hartford de veintiún años de edad. La señorita Hartford viajaba de Londres a Colchester cuando su automóvil chocó con un árbol y todo cuesta abajo hacia el desfiladero

En Godley House, la casa de la señora Frances Vickers una amiga de la infancia de la señorita Hartford esperaban su llegada el domingo por la tarde. Ante la demora la señora Vickers dio aviso a la policía

El juez de instrucción llevara a cabo una investigación para determinar la causa del accidente, pero la policía no sospecha que se trate de un crimen. De acuerdo con los testigos, lo mas probable es que el accidente fuera resultado de la alta velocidad y del suelo resbaladizo a causa del hielo

La hermana mayor de la señorita Hartford es la honorable señora Hannah Luxton quien está casada con el diputado del Partido Conservador por Saffron Walden el señor Theodore Luxton. Tanto el señor como la señora Luxton han evitado hacer comentarios. No obstante los abogados de la familia Gifford & Jones han hecho pública una declaración en su nombre en la que hablan de su conmoción y solicitan respeto a su privacidad.

Esta no es la primera tragedia que acaece a la familia en los últimos tiempos. El verano pasado la señorita Emmeline Hartford y la señora Hannah Luxton fueron testigos desafortunados del suicidio de lord Robert S. Hunter en la finca Riverton. Poco tiempo antes, en reconocimiento a su obra poética lord Hunter había recibido el premio de literatura que otorga The Times

3. El cuarto de los niños

Hace una mañana templada, anticipo de la primavera, y estoy sentada en el banco de hierro del jardín, debajo del olmo. Me hace bien tomar un poco de aire fresco -eso dice Sylvia-, de modo que aquí estoy, escondiendo el rostro ante el tímido sol invernal y volviendo a mostrarlo, como si arrullara a un bebé; mis mejillas están tan frías y mustias como un par de melocotones dejados demasiado tiempo en la nevera.

He estado pensando en aquel día, cuando comencé a trabajar en Riverton. Puedo recordarlo con claridad. Los años transcurridos se pliegan como el fuelle de un acordeón y estoy en junio de 1914. Vuelvo a tener catorce años: ingenua, torpe, aterrorizada, subo detrás de Myra un tramo de escalera tras otro. A cada paso su falda produce un enérgico frufrú que suena como una crítica a mi inexperiencia. Yo la sigo afanosamente. El asa de mi maleta me corta los dedos. Pierdo de vista a Myra cuando gira para subir un tramo más, confío en que el siseo de su falda me indicará el camino.

Al llegar al final de la escalera, Myra continuó por un oscuro corredor de techo bajo, y se detuvo por fin, con un nítido taconazo, ante una pequeña puerta. Se volvió y frunció el ceño mientras yo avanzaba renqueando hacia ella. Sus ojos, tan oscuros como su cabello, lanzaban una mirada reprobatoria.

– ¿Qué demonios te pasa? -preguntó, con un inglés apocopado, incapaz de disimular la modulación irlandesa de las vocales-. No sabía que fueras tan lenta. La señora Townsend nunca lo mencionó, estoy segura.

– No soy lenta. Es por la maleta. Pesa mucho.

– Nunca he visto semejantes aspavientos -protestó Myra-. No sé qué clase de criada esperas ser si no puedes llevar una maleta con ropa sin quejarte. Ruega que el señor Hamilton no te vea arrastrando la aspiradora como un saco de harina.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y austera e, inexplicablemente, olía a patatas. Pero la mitad -una cama de hierro, una cómoda y una silla- sería para mí.

– Y bien, aquél es tu lado -señaló, apuntando con la cabeza hacia el extremo de la cama-. Yo ocupo éste y agradeceré que no toques nada. -Myra pasó sus dedos por la superficie de su cómoda, acarició un crucifijo, una Biblia y un cepillo para el cabello-. Aquí no se toleran los dedos pegajosos. Ahora deshaz tu maleta, ponte el uniforme y baja para comenzar con tus tareas. No te entretengas en el camino y, por amor de Dios, no salgas de la zona de servicio. Hoy a mediodía llega el amo y se servirá un almuerzo. Todos estaremos ocupados en atenderlo. Lo último que necesito es tener que vigilarte. Espero que no seas una holgazana.

– No, Myra -contesté, comprendiendo su insinuación de que yo pudiera ser una ladrona.

– Bien, eso ya lo veremos -replicó meneando la cabeza -. No entiendo, les informé de que necesitaba una chica nueva y, ¿qué me envían?: no tienes experiencia, tampoco referencias, y a juzgar por tu aspecto, eres una holgazana.

– No soy…

– Shhh -refutó Myra y pateó el suelo para indicarme que me callara.

– La señora Townsend comenta que tu madre era rápida y hábil y que de tal palo, tal astilla. Todo lo que puedo decirte es que, por tu bien, espero que sea cierto. Lady Violet no estará dispuesta a soportar holgazanas como tú ni tampoco yo.

En un último gesto desdeñoso, Myra meneó la cabeza, giró sobre sus talones y me dejó a solas en esa oscura y diminuta habitación del piso alto de la casa.

Fru fru, fru fru, fru fru…

Escuché conteniendo el aliento.

Por fin, cuando el sonido se perdió, fui de puntillas hacia la puerta, la cerré y me dediqué a observar mi nuevo hogar.

No había mucho que ver. Pasé la mano por la cama, agachando la cabeza en la parte abuhardillada. Sobre el colchón había una manta gris; uno de los extremos había sido remendado por una mano competente. En la pared se veía el único atisbo de decoración de toda la habitación: una pequeña pintura enmarcada, que ilustraba una rudimentaria escena de caza, un ciervo atravesado por una flecha, de cuyo flanco herido manaba sangre. Aparté rápidamente la mirada del animal agonizante.

Me senté con cuidado, sigilosamente, temiendo arrugar la funda del mullido colchón. El chirrido de los muelles de la cama me hizo dar un respingo, me sentí reprendida y el rubor subió por mis mejillas.

Una estrecha ventana proyectaba un rayo de luz polvoriento. Me arrodillé en la silla para mirar hacia fuera.

La habitación estaba en la parte trasera de la casa, y a gran altura. Podía ver todo el sendero que atravesaba el jardín de rosas y continuaba por las glorietas, hacia la fuente que estaba al sur. Sabía que más allá estaba el lago y hacia el otro lado el pueblo donde había pasado mis primeros catorce años. Imaginaba a mi madre sentada junto a la ventana de la cocina, donde había más luz, con la espalda encorvada sobre la ropa que zurcía.

Me pregunté cómo se estaría arreglando sin mí. En los últimos tiempos había empeorado. Por las noches la oía quejarse en su cama, a causa del dolor de los agarrotados huesos de su columna. A veces amanecía con los dedos tan rígidos que tenía que ayudarla a sumergirlos en agua tibia y frotarlos contra los míos para que al menos pudiera coger un carrete de hilo de su costurero. La señora Rodgers, una vecina del pueblo, iría a verla todos los días y el buhonero pasaba por allí dos veces por semana pero, aun así, mi madre pasaría muchísimo tiempo sola. Era poco probable que pudiera continuar con el zurcido sin mí. ¿Qué haría para conseguir dinero? Mi escaso salario ayudaría, pero ¿no habría sido mejor que me quedara con ella?

Sin embargo, ella había insistido en que solicitara ese empleo. Se negó a escuchar mis argumentos en contra. Sólo meneó la cabeza y me recordó que la suya era la voz de la experiencia. Había oído que buscaban una chica y estaba segura de que yo sería la persona indicada. No dijo una palabra acerca de como lo supo. Uno de los típicos secretos de mi madre.

– No está lejos -apuntó-. Podrás venir a casa y ayudarme en tus días libres.

Seguramente mi expresión me traicionó y dejó en evidencia mi reparo ante esa idea, porque ella extendió su mano para tocar mi mejilla. Era un gesto poco habitual, que yo no esperaba. La sorpresa de sentir sus manos ásperas, sus uñas melladas por las agujas, me estremeció.

– Bueno, bueno, niña. Sabías que el tiempo pasaría y tendrías que encontrar un empleo. Es por tu bien. Una oportunidad. Ya verás. No hay muchos lugares donde acepten a una muchacha tan joven. Lord Ashbury y lady Violet no son malas personas. Y el señor Hamilton puede parecer estricto pero en el fondo no es más que un hombre justo. También la señora Townsend. Si trabajas mucho y cumples con lo que se te ordene no tendrás problemas. -Me pellizcó fuertemente la mejilla con sus dedos temblorosos-. Y no olvides cuál es tu lugar, Grace. Hay muchas jovencitas que se meten en líos por ese motivo.

Yo había prometido cumplir lo que me pedía, y el sábado siguiente, vestida con mi ropa de domingo, subí caminando la colina hacia la gran mansión donde me entrevistaría lady Violet.

Éste es un hogar pequeño y tranquilo, me contó ésta; sólo vivían allí su esposo, lord Ashbury, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupado con sus negocios y clubes, y ella misma. Sus dos hijos, el mayor James y el señor Frederick, ya eran adultos y vivían en sus respectivas casas junto a sus familias. No obstante, solían ir de visita, y si mi trabajo era satisfactorio y decidían que siguiera formando parte del servicio, seguramente los vería. Por ser sólo ellos los habitantes permanentes de Riverton se bastaban sin un administrador y dejaban en las diestras manos del señor Hamilton la dirección de las tareas. La señora Townsend, la cocinera, estaba a cargo de las cuestiones concernientes a la cocina. Si ellos me aprobaban, ésa era recomendación suficiente para que conservara mi puesto.

Lady Violet hizo una pausa y me miró detenidamente, de una manera que me hizo sentir atrapada, como un ratón en un frasco de vidrio. Sin duda había advertido que el bajo de mi vestido tenía las marcas de las veces que habíamos adecuado su largo a mi creciente estatura; que el pequeño zurcido de mis medias, donde se rozaban con los zapatos, se estaba desgastando; que mi cuello y mis orejas eran demasiado largos.

Luego había parpadeado y sonreído, con una sonrisa que dio a sus ojos el aspecto de gélidas medias lunas.

– Bien, tu aspecto es limpio, y el señor Hamilton dice que sabes coser.

Ella se puso de pie mientras yo asentía, alejándose en dirección al escritorio, mientras arrastraba ligeramente su mano por el borde de la silla.

– ¿Cómo está tu madre? -había preguntado, sin volverse a mirarme-. ¿Sabías que también ella sirvió en esta casa?

A lo cual le respondí que lo sabía y que mi madre estaba bien, «gracias por su interés», e incluso me acordé de llamarla madame.

Aparentemente había dicho lo correcto, porque inmediatamente después me ofreció quince libras al año para que comenzara a trabajar al día siguiente e hizo sonar la campanilla para que Myra me acompañara hasta la salida.

Aparté mi cara de la ventana, borré la marca que había dejado mi aliento y bajé.

Mi maleta estaba donde la había dejado caer, junto a la cama de Myra. La arrastré hacia la cómoda que me correspondía. Traté de no mirar al ciervo sangrante, inmortalizado en su terrible instante final, mientras guardaba en el primer cajón mi escasa ropa: dos faldas, dos blusas y un par de medias negras que mi madre me había dejado que zurciera para que las aprovechara en el invierno. Luego eché un vistazo a la puerta y con el corazón palpitante descargué mi cargamento secreto.

Eran tres volúmenes en total. Tapas verdes, con las puntas arqueadas y letras impresas en dorado algo desvaídas. Los escondí en la parte posterior del último cajón y las cubrí con mi mantón, doblándolo cuidadosamente para dejarlos completamente ocultos. El señor Hamilton había sido claro: se aceptaba la Sagrada Biblia pero cualquier otro material de lectura podía ser considerado perjudicial y debía ser presentado ante él para que diera su aprobación, a riesgo de ser incautado. Yo no era una rebelde -más bien lo contrario, tenía un férreo sentido del deber-, pero me resultaba inconcebible vivir sin Holmes y Watson.

Guardé la maleta debajo de la cama.

Un uniforme colgaba del gancho que estaba detrás de la puerta: falda negra, delantal blanco, cofia de encaje. Me lo puse, sintiéndome como una niña que había descubierto el guardarropa de su madre. La falda era rígida al tacto y el cuello me arañaba la nuca; largas horas de uso lo habían moldeado a la medida de una persona más grande que yo. Cuando até el delantal una minúscula polilla blanca salió revoloteando en busca de un nuevo lugar donde esconderse, entre las vigas del techo. Anhelé volar junto a ella.

La cofia de encaje blanco estaba almidonada para que la parte delantera quedara erguida. Usé el espejo colocado sobre la cómoda de Myra para asegurarme de que estuviera derecha y para acomodar mi cabello claro sobre las orejas, como me había enseñado mi madre. La jovencita del espejo me llamó la atención, y pensé que su cara era muy seria. Es un sentimiento extraño el que surge en las raras ocasiones en que captamos nuestra propia imagen inmóvil. Un momento imprevisto, libre de artificio, en el que incluso olvidamos engañarnos a nosotros mismos.


Sylvia me ha traído una taza de té humeante y una porción de budín de limón. Se sienta junto a mí en el banco de hierro y echando un vistazo a la oficina saca un paquete de cigarrillos. (Es curioso el modo en que mi evidente necesidad de aire fresco parece coincidir siempre con su necesidad de una pausa encubierta para fumar un pitillo). Me ofrece uno. No acepto, como de costumbre, y ella alega, como hace siempre:

– A su edad tal vez sea lo mejor. Fumaré uno por usted.

Está guapa esta mañana, se ha hecho algo distinto en el cabello. Se lo digo. Ella asiente, echa una bocanada de humo e inclina la cabeza. Una larga cola de caballo aparece sobre su hombro.

– Son extensiones -explica-. He querido ponérmelas desde hace tiempo y pensé: la vida es demasiado corta para no ser glamurosa. Parece cabello auténtico, ¿verdad?

Tardo en responder, y ella supone que es señal de consentimiento.

– Porque lo es, es cabello verdadero, como el que usan los famosos. Tóquelo.

– Por Dios -exclamó, acariciando la gruesa cola de caballo-, es cabello auténtico.

– Hoy todo es posible -comenta Sylvia. Al agitar su cigarrillo, advierto que sus labios han dejado en él un anillo húmedo de color púrpura-. Por supuesto, eso cuesta. Afortunadamente tenía guardado un poco para algún momento de necesidad.

Sylvia sonríe. Brilla como una ciruela madura y adivino el motivo que justifica su nueva imagen. Como era previsible, surge del bolsillo de su blusa.

– Anthony -indica sonriente.

Comienzo una representación: me pongo las gafas, miro la imagen de un hombre maduro, con bigotes canosos.

– Parece adorable.

– Oh, Grace -exclama Sylvia suspirando de felicidad-, lo es. Sólo hemos ido a tomar el té un par de veces pero tengo un buen presentimiento. Es realmente un caballero, no como esos vagos con los que he salido anteriormente. Me abre la puerta, me trae flores, me arrima la silla cuando salimos. Un caballero como los de antes.

Esto último, debo decirlo, se agrega para complacerme, dado que se supone que los ancianos no pueden evitar emocionarse con lo anticuado.

– ¿A qué se dedica? -le pregunto.

– Da clases en un instituto. De Historia e Inglés. Es terriblemente inteligente. Y solidario, también. Trabaja como voluntario para la Academia de Historia. Dice que su hobby es investigar acerca de todos esos lores, duques y duquesas. Sabe muchas cosas sobre esa familia que usted conocía, la que vivía en la gran casa cercana a Hastings Hill… -Sylvia se detiene y entrecierra los ojos mientras mira hacia la oficina. Luego pone los ojos en blanco-. Oh, Dios. Es la enfermera Ratchet. Ya debería estar haciendo mi ronda para servir el té. Seguramente Bertie Sinclair se ha quejado otra vez. Creo que se haría a sí mismo un favor si se privara de un bizcocho de vez en cuando. -Apaga rauda el cigarrillo y envuelve la colilla en un pañuelo de papel-. En fin, la maldad no descansa. ¿Le traigo algo antes de atender a los demás? Apenas ha probado su té.

Le aseguro que estoy bien, y ella corre por el jardín. La cola de caballo acompaña, el movimiento de sus caderas.

Es bueno que me atiendan, que me traigan el té. Me gusta pensar que me he ganado este pequeño lujo. El señor sabe cuántas veces me ha tocado servirlo. A veces me entretengo imaginando cómo le habría ido a Sylvia sirviendo en Riverton. El silencioso y obediente recato del servicio doméstico no va con ella. Es demasiado campechana; no agacharía la cabeza por más que la reprendieran sobre su «lugar». No, Myra no habría encontrado en Sylvia una alumna tan dócil como yo.

La comparación difícilmente sería justa, lo sé. La gente ha cambiado mucho. El siglo nos ha aporreado y magullado. Incluso los jóvenes y privilegiados de hoy usan su cinismo como una insignia, con su mirada vacía y la mente llena de cosas que nunca quisieron saber.

Es una de las razones por las cuales nunca he hablado sobre las Hartford y Robbie Hunter y lo que ocurrió entre ellos. Y eso, a pesar de que algunas veces consideré la posibilidad de hacerlo, de librarme de esa carga. A Ruth. O más probablemente a Marcus. Pero, antes de comenzar, de alguna manera supe que eran demasiado jóvenes para comprender. Que me mirarían y harían preguntas tales como «¿Por qué ella simplemente no…?», y «¿Por qué no podían…?». Y que mi respuesta inevitablemente los desilusionaría: «Eran otros tiempos».

Por supuesto, aún entonces percibíamos claras señales de progreso. La primera guerra -la Gran Guerra- trastocó absolutamente todo. Cuando, tras la guerra, el nuevo personal comenzó a llegar (y a despedirse, como suele suceder), lleno de ideas sobre salarios mínimos y días de descanso, nos causó gran conmoción. Antes de eso, sólo había una manera de concebir el mundo, sus diferencias eran simples e intrínsecas.

Durante mi primera mañana en Riverton, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho, una suerte de oficina contigua a la sala de los sirvientes, donde lo encontré encorvado, planchando The Times para evitar que la tinta le manchara los dedos. Se irguió, enderezando la montura redondeada de sus gafas sobre el tabique de su larga y brillante nariz, que siempre me recordó un apagavelas. Mi iniciación en los «usos y costumbres» era algo tan importante que la señora Townsend había interrumpido excepcionalmente su tarea -estaba asando la carne del almuerzo- para presenciarla. El señor Hamilton inspeccionó minuciosamente mi uniforme. Luego, aparentemente satisfecho, comenzó su lección acerca de la diferencia entre nosotros y ellos.

– Nunca olvides -declaró gravemente- que eres realmente afortunada por haber sido invitada a servir en una gran casa como ésta. Y junto con la buena fortuna llega la responsabilidad. Todos los aspectos de tu conducta se reflejan en la familia y debes hacerles justicia: guardar sus secretos y merecer su confianza. Recuerda que el amo es siempre quien más sabe. Obsérvalo, a él y a su familia. Sírvelos con obediencia, solicitud y gratitud. Sabrás que tu trabajo está bien hecho cuando pase desapercibido, que logras el éxito cuando tu persona parezca invisible.

El señor Hamilton miró hacia arriba, observó el aire que flotaba encima de mi cabeza, con su piel saludablemente rosada bañada de emoción.

– Y no olvides nunca, Grace, el honor que te conceden al permitirte servir en su casa.

Puedo imaginar qué habría dicho Sylvia ante esto. Ciertamente, no habría aceptado las instrucciones como yo hice. No habría sentido su rostro paralizado por la gratitud y la vaga e indefinible emoción de haber sido ascendida un escalón en la jerarquía del mundo.

Giré en el banco y noté que se había olvidado la fotografía: ese nuevo hombre que la tenía fascinada con su conversación sobre historia, aficionado a recopilar datos sobre la aristocracia. Conozco a las personas como él, esas que guardan recortes de prensa y fotografías para esbozar complejos árboles genealógicos de familias a las que no tienen acceso.

Tal vez suene desdeñosa pero no lo soy. Me interesa, e incluso me intriga, saber de qué modo el tiempo borra las vidas reales y deja sólo vagas impresiones. La carne y el espíritu se desvanecen, sólo quedan los nombres y los datos.

Cierro los ojos otra vez. El sol ha aparecido y ahora mis mejillas están tibias.

Los compañeros de Riverton han muerto hace mucho tiempo. Mientras que a mí la edad me ha marchitado, ellos permanecen eternamente juveniles, eternamente bellos.

Tal parece que me estoy volviendo sentimental y romántica. Porque ellos no son jóvenes ni bellos. Están muertos. Enterrados.

No son nada. Meras imágenes que rondan los recuerdos de aquellos que alguna vez los conocimos.

Pero, por supuesto, quienes viven en la memoria jamás están realmente muertos.


La primera vez que vi a Hannah, Emmeline y su hermano David, conversaban sobre los efectos de la lepra en el rostro humano. Para entonces ya llevaban una semana en Riverton -visitaban el lugar todos los años durante el verano- pero hasta ese momento yo sólo había captado ocasionales ráfagas de sus risas y los ecos de pasos apresurados sobre la chirriante estructura de la vieja mansión.

Myra había insistido en que yo era demasiado inexperta para confiarme tareas que implicaran conocimiento del protocolo social -aun cuando tuviera que tratar con los más jóvenes- y me había destinado a trabajos que me mantuvieran alejada de los visitantes. Mientras los otros sirvientes se preparaban para la llegada de los invitados adultos, que se produciría en dos semanas, yo era responsable del cuarto de los niños.

En rigor, ya eran demasiado grandes para necesitar ese cuarto, según apuntó Myra, y probablemente no lo usarían, pero era una tradición, y en consecuencia la amplia habitación del segundo piso, en el extremo del ala este, debía ser ventilada y aseada, y las flores que la adornaban debían reemplazarse a diario.

Puedo describir esa habitación, pero me temo que ninguna descripción logrará transmitir la extraña atracción que ejercía sobre mí. Era grande, rectangular y sombría, y mostraba la palidez de un decoroso abandono. La impresión era desoladora. Como en los viejos cuentos, parecía haber caído sobre ella un hechizo, una maldición que la había mantenido dormida durante un siglo. La atmósfera pesada, densa y fría parecía suspendida sobre los objetos. Y en la casa de muñecas que estaba junto a la chimenea se veía la mesa servida para una fiesta cuyos invitados jamás llegarían. El empapelado de la pared, en su día de listas azules y blancas, se había transformado con el tiempo y la humedad en un gris opaco; el papel estaba manchado en algunas partes y despegado en otras. Escenas desvaídas de los cuentos de Hans Christian Andersen colgaban de una de las paredes: el valiente soldado de plomo lanzándose al fuego, la bella joven de zapatos rojos, la pequeña sirena que añoraba su pasado. En su lugar se percibían fantasmagóricas presencias infantiles, olía a moho y a polvo acumulado durante mucho tiempo. Estaba difusamente vivo.

Había una chimenea tiznada de hollín, y un sillón de cuero delante de unas enormes ventanas con forma de arco en la pared adyacente. Si uno se subía al oscuro banco de madera y miraba a través de los cristales sellados con plomo, podía distinguir un patio donde dos leones de cobre montaban guardia sobre sus desgastados pedestales, contemplando el cementerio construido en el valle que estaba más abajo.

Un extenuado caballo de madera descansaba junto a la ventana. Majestuoso, moteado de gris, sus bondadosos ojos negros parecían agradecer que les hubiera quitado el polvo. Y a su lado, en silenciosa comunión, estaba Raverley. El negro y curtido perro de caza que había pertenecido a lord Ashbury cuando era un niño. Había muerto tras quedar una de sus patas aprisionada en una trampa. El taxidermista había hecho un buen trabajo intentando disimular la herida pero ningún artificio era capaz de ocultar lo que acechaba detrás. Yo solía cubrir a Raverley mientras trabajaba. Dejaba caer sobre él una funda, que apenas me permitía fingir que no estaba allí, con la herida abierta debajo de su piel remendada, mirándome con sus ojos vidriosos y opacos.

Pero a pesar de todo aquello -de Raverley, del olor que delataba el lento deterioro, del empapelado desgastado- el cuarto de los niños se convirtió en mi lugar favorito. Día tras día, tal como estaba previsto, lo encontraba vacío. Los niños se entretenían en otro lugar de la finca. Yo solía hacer mis tareas habituales a toda prisa para disponer de algunos minutos y entretenerme allí a solas. Lejos de las constantes observaciones de Myra, del adusto gesto de reprobación del señor Hamilton, de la sospechosa camaradería de los otros sirvientes, que me hacía pensar que aún tenía mucho que aprender. Allí dejaba de contener el aliento, disfrutaba de la soledad e imaginaba que la habitación era mía.

En ella había libros, en abundancia, más de los que jamás había visto juntos: aventuras, relatos, cuentos de hadas se amontonaban en altos estantes a cada lado de la chimenea. Una vez me atreví a coger uno, que elegí por la sencilla razón de que me atrajo particularmente su lomo. Pasé mi mano por la antigua cubierta, lo abrí y leí atentamente el nombre impreso: Timothy Hartford. Después pasé las gruesas páginas, respiré el polvo mohoso que se desprendía de ellas y fui transportada a otra época y a otro lugar.

Había aprendido a leer en la escuela del pueblo y mi maestra, la señorita Ruby, contenta por haber encontrado en una alumna un interés tan poco frecuente, había comenzado a prestarme libros de su propia biblioteca: Jane Eyre, Frankenstein, El castillo de Otranto. Cuando se los devolvía, comentábamos nuestros pasajes favoritos. Fue la señorita Ruby quien me sugirió que debía ser maestra. Mi madre no se mostró demasiado complacida cuando se lo conté. A su juicio las grandes ideas que la señorita Ruby sembraba en mi cabeza no nos darían de comer. Poco tiempo después me envió a la colina de Riverton, hacia Myra y el señor Hamilton, hacia la habitación de los niños.

Y durante algún tiempo ésa fue mi habitación, y sus libros fueron míos.

Pero un día apareció la niebla y comenzó a llover. Mientras iba presurosa por el pasillo entusiasmada con la idea de examinar una enciclopedia ilustrada para niños que había descubierto el día anterior, me detuve abruptamente. Se oían voces provenientes de la habitación. Me dije que seguramente era el viento, que traía el eco desde otro lugar de la casa. Una ilusión. Pero cuando abrí la puerta y escudriñé el interior sentí el impacto. Allí había gente. Jóvenes, que armonizaban a la perfección con ese lugar encantador.

Y en ese instante, sin señal o ceremonia alguna, la habitación dejó de ser mía. Me quedé inmóvil, paralizada por la indecisión, dudando sobre la conveniencia de seguir con mis tareas o regresar más tarde. Volví a observarlos, intimidada por sus risas; por sus voces claras y seguras; por sus cabellos brillantes, con trenzas aún más brillantes.

Tomé la decisión cuando vi las flores marchitas en el jarrón, sobre la chimenea. Durante la noche los pétalos habían caído y se habían desparramado a su alrededor; pensé que me reprenderían por eso. No podía arriesgarme a que Myra los viera. Ella había sido muy clara al explicarme mis obligaciones, asegurándose de que las comprendiera: si defraudaba a mis superiores, mi madre se enteraría.

Recordé las instrucciones del señor Hamilton. Aferrando el recogedor y la escoba junto al pecho me acerqué de puntillas basta la chimenea, concentrada en ser invisible. No tuve que esforzarme. Esos jóvenes estaban habituados a compartir su casa con un ejército de seres invisibles. Me ignoraron, mientras yo simulaba ignorarlos.

Eran dos chicas y un chico. La menor rondaría los diez años, el mayor no llegaba a los diecisiete. Los tres tenían los rasgos característicos de los Ashbury: el cabello dorado y los ojos del color azul nítido y claro de la porcelana Wedgwood, herencia de la madre de lord Ashbury, una danesa que -según contaba Myra- se había casado por amor, por lo que le habían dejado sin dote y desheredado. Sin embargo, añadía también Myra, el que ríe último ríe mejor, porque cuando el hermano de su esposo murió ella se convirtió en lady Ashbury y así pasó a formar parte de la nobleza británica.

La niña más alta, de pie en el centro de la habitación, blandía un puñado de papeles donde, según proclamaba, se detallaban los síntomas de la lepra. La menor estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas; miraba a su hermana con sus grandes ojos azules, mientras rodeaba distraídamente con el brazo el cuello de Raverley. Me sorprendió y me espantó a la vez ver que lo habían arrastrado desde su rincón para hacerlo extrañamente partícipe de la escena. El chico, arrodillado en el banco que estaba junto a la ventana, miraba a través de la niebla, en dirección al cementerio.

– Entonces, Emmeline, vuelves el rostro y miras al auditorio: tu cara estará completamente atacada por la lepra -apuntó la niña más alta, regodeándose.

– ¿Qué es la lepra?

– Una enfermedad de la piel -explicó la mayor-. Úlceras y supuraciones, normalmente.

– Tal vez tendríamos que hacer que se pudra su nariz, Hannah -propuso el chico, guiñando el ojo a Emmeline.

– No -gimió ella.

– No seas tan infantil, Emmeline. No lo haremos de verdad -repuso Hannah-. Fabricaremos una máscara. Algo horrendo. Trataré de encontrar en la biblioteca algún libro de medicina que tenga ilustraciones.

– No entiendo por qué tengo que ser yo la leprosa -se quejó Emmeline.

– Considéralo la voluntad de Dios -le aconsejó Hannah-. Él lo escribió.

– Pero ¿por qué tengo que hacer el papel de Miriam? ¿No puedo interpretar otro?

– No hay otros papeles -indicó Hannah-. David será Aarón porque es el más alto, y yo seré Dios.

– ¿No puedo ser Dios?

– A decir verdad, no. Tú querías el papel principal.

– Lo quería, y lo quiero -confirmó Emmeline.

– En ese caso… Dios ni siquiera estará sobre el escenario -explicó Hannah-. Yo recitaré mi parte detrás de la cortina.

– Podría interpretar a Moisés -propuso Emmeline-. Raverley puede ser Miriam.

– No harás el papel de Moisés -refutó Hannah-. Necesitamos a una verdadera Miriam. Ella es mucho más importante que Moisés, que sólo dice una frase. Ésa es la razón para incluir a Raverley. Yo puedo decir su frase desde detrás de la cortina, puedo incluso eliminar el personaje de Moisés.

– Tal vez podamos representar otra escena -sugirió esperanzada Emmeline-. Una con María y el niño Jesús.

Hannah resopló fastidiada.

Los jóvenes ensayaban una obra. Alfred, el lacayo, me había contado que el fin de semana habría un recital familiar en la ribera. Era una tradición: algunos miembros de la familia cantaban, otros recitaban poesía y los niños siempre representaban una escena del libro predilecto de su abuela.

– Hemos elegido esta escena porque es importante -afirmó Hannah.

Tú la has elegido porque dices que es importante -replicó Emmeline.

– Exactamente -corroboró Hannah-. Se trata de un padre que tiene dos tipos de reglas: unas para sus hijos y otras para sus hijas.

– Me parece absolutamente razonable -opinó irónicamente David.

Hannah lo ignoró.

– Miriam y Aarón son culpables de lo mismo: opinar sobre la boda de su hermana.

– ¿Qué dicen?

– No es importante, sólo están…

– ¿Dicen cosas mezquinas?

– No, y ésa no es la cuestión. Lo importante es que Dios decide que Miriam debe ser castigada con la lepra mientras que Aarón no recibe más que un sermón. ¿Eso te parece justo, Emme?

– ¿Moisés se casó con una mujer africana? -preguntó Emmeline.

Hannah meneó la cabeza, exasperada. Observé que lo hacía a menudo. En la impetuosa energía que animaba los movimientos de sus largas extremidades se reflejaba su frustración. Emmeline, por el contrario, tenía la calculada actitud de una muñeca dotada de vida. Los rasgos de ambas hermanas, similares si se los consideraba individualmente -dos narices ligeramente aguileñas, dos pares de ojos intensamente azules, dos hermosas bocas- se volvían singulares en el rostro de cada una de ellas. Mientras Hannah daba la impresión de una bella reina, apasionada, misteriosa, cautivadora, Emmeline era una belleza más accesible. Aunque todavía era casi una niña, había algo en sus labios, entreabiertos cuando estaba en silencio, en sus ojos enormes, que me recordaba una sofisticada fotografía que había visto una vez, cuando cayó del bolsillo del buhonero.

– Y bien. Lo hizo, ¿verdad?

– Sí, Emme -respondió David, riendo-. Moisés se casó con una mujer etíope. Hannah está frustrada sencillamente porque nosotros no compartimos su pasión por el sufragio femenino.

– ¡Hannah! No hablará en serio, ¿no? Tú no estás a favor del sufragio femenino, ¿verdad?

– Pues claro que estoy a favor -afirmó Hannah-. Y también tú.

Emmeline bajó la voz.

– ¿Papá lo sabe? Si lo supiera se pondría furioso.

– Bah -refutó Hannah-. Papá es un gatito.

– Yo lo veo más como un león -opinó Emmeline, con los labios temblorosos-. Por favor, Hannah, no hagas que se enfade.

– En tu lugar no me preocuparía, Emme -aseguró David-. En este momento, estar a favor del sufragio femenino está de moda entre las mujeres de la alta sociedad.

Emmeline lo miro incrédula.

– Fanny jamás ha comentado nada.

– Toda la gente importante lucirá su traje de etiqueta cuando haga su debut la próxima temporada -concluyó David.

Emmeline lo miró con los ojos muy abiertos.

Yo escuchaba desde mi lugar, junto a la biblioteca, preguntándome de qué hablaban. Nunca había oído la palabra «sufragio» pero tenía una vaga idea. Debía de ser una clase de enfermedad, como la que había aquejado a la señora Nammersmith, en el pueblo, cuando se quitó el corsé en la procesión de Pascua y su esposo tuvo que llevarla a Londres para que la atendieran en un hospital.

– Eres un maldito provocador -le reprendió Hannah-. Que papá sea tan injusto como para impedir que Emmeline y yo vayamos al colegio no significa que debas hacernos parecer estúpidas a cada momento.

– No lo hago -contestó David, sentado en la caja de los juguetes, mientras apartaba un rizo de sus ojos.

Yo inspiré profundamente, él era tan guapo y rubio como sus hermanas.

– De todos modos, no os estáis perdiendo mucho. La escuela no es tan importante como creéis.

– Oh -exclamó Hannah, levantando la ceja en señal de desconfianza-. Pues a menudo pareces complacerte en demostrar cuánto me estoy perdiendo. -Sus ojos se abrieron exageradamente; parecían dos lunas azules y gélidas. La emoción impregnaba su voz-. ¿Acaso has hecho algo terrible por lo que vayas a ser expulsado?

– Por supuesto que no -respondió rápidamente David-. Sólo pienso que estudiar no es la única manera de aprender. Mi amigo Hunter sostiene que la vida misma es la mejor educación.

– ¿Hunter?

– Ingresó este año en Eton. Su padre es una especie de científico. Por lo visto ha descubierto algo lo suficientemente importante para que el rey le otorgue el título de marqués. Está un poco loco. También Robert, si creyera lo que dicen los otros chicos, pero a mí me parece que es genial.

– Bueno -repuso Hannah-, tu loco amigo Robert Hunter es afortunado. Puede darse el lujo de desdeñar su educación. Pero ¿cómo se supone que me convertiré en una respetable autora teatral si papá insiste en mantenerme en la ignorancia? -Hannah suspiró, frustrada-. Desearía ser un chico.

– Si tuviera que ir al colegio, lo detestaría -declaró Emmeline-. También detestaría ser hombre. No tendría vestidos, los sombreros serían de lo más aburridos, tendría que hablar todo el tiempo de política y deportes…

– Me encantaría hablar de política -afirmó Hannah, con tanta vehemencia que algunos cabellos se soltaron de sus rizos cuidadosamente peinados-. Empezaría por hacer que Herbert Asquith concediera a las mujeres el derecho de votar. Incluso a las jóvenes.

David sonrió.

– Podrías ser la primera autora teatral que se convirtiera en primer ministro de Gran Bretaña.

– Creía que ibas a ser arqueóloga -recordó Emmeline-, como Gertrude Bell.

– Política, arqueóloga, puedo ser ambas cosas. Estamos en el siglo XX. -Hannah frunció el ceño-. Si tan sólo papá me permitiera recibir una educación adecuada…

– Ya sabes lo que piensa sobre la educación de las niñas -apuntó David.

Emmeline expresó su acuerdo con una frase hecha:

– El sufragio femenino conduce a la perdición. De todos modos, papá dice que la señorita Prince nos da toda la educación que necesitamos.

– Lo dice porque espera que nos convierta en aburridas esposas de hombres aburridos, que hablan correctamente francés, tocan aceptablemente el piano y tienen la cortesía de perder en el extravagante juego del bridge. De ese modo causaremos menos problemas.

– Papá afirma que a nadie le gusta una mujer que piensa demasiado -señaló Emmeline.

David puso los ojos en blanco.

– Como esa mujer canadiense que lo apartó de las minas de oro con sus discursos políticos. Nos perjudicó a todos.

– No quiero agradarle a todo el mundo -aclaró Hannah aguzando tercamente el mentón-. Tendría una pobre opinión de mí si eso ocurriera.

– Alégrate entonces -declaró David-. Puedo decirte a ciencia cierta que a un buen número de nuestros amigos no les agradas.

Hannah frunció el ceño, pero su gesto se suavizó al asomar una leve sonrisa.

– Hoy no asistiré a sus apestosas lecciones. Estoy harta de recitar «La dama de Shallot» mientras ella estruja su pañuelo y lloriquea.

– Ella llora por su propio amor frustrado -precisó Emmeline suspirando.

Hannah entornó los ojos con fastidio.

– Es la verdad -insistió Emmeline-. Lo escuché cuando la abuela se lo contaba a lady Clem. Antes de trabajar en nuestra casa, la señorita Prince estaba comprometida e iba a casarse.

– Supongo que él recapacitó -ironizó Hannah.

– Se casó con su hermana.

La frase de Emmeline acalló a Hannah, pero sólo un instante.

– Ella debió haberlo demandado por no cumplir con su compromiso.

– Lady Clem dice que debía haber exigido una reparación aún mayor, pero la abuela cree que la señorita Prince no quiso causarle problemas.

– Entonces es una estúpida -declaró Hannah-. Está mejor lejos de él.

– Qué romántico -comentó maliciosamente David-. La pobre dama está desesperadamente enamorada de un hombre que no puede tener y a ti te molesta leerle de vez en cuando un triste poema. Crueldad, ése es tu nombre, Hannah.

– No soy cruel sino práctica -puntualizó Hannah con firmeza-. El romanticismo hace que las personas se comporten tontamente y pierdan la dignidad.

David sonreía divertido, como un hermano mayor convencido de que con el tiempo Hannah cambiaría su manera de pensar.

– Es la verdad -afirmó obstinadamente Hannah-. La señorita Prince debería dejar de sufrir y comenzar a ocupar su mente, y la nuestra, en cosas de interés, como la construcción de las pirámides, la ciudad perdida de la Atlántida, las hazañas de los vikingos…

Emmeline bostezó y David alzó sus manos indicando que se daba por vencido.

– Estamos perdiendo el tiempo -señaló Hannah, mientras recogía sus papeles-. Volvamos al momento en que Miriam enferma de lepra.

– Lo hemos ensayado cientos de veces -indicó Emmeline-. ¿No podemos hacer otra cosa?

– ¿Como qué?

Emmeline se encogió de hombros, dudando.

– No lo sé. -Su mirada se desvió hacia David-. ¿Podemos jugar El Juego?

No. Aquél no era momento para El Juego. Era sólo el juego. Un juego. Hasta donde yo podía comprender esa mañana, Emmeline podía referirse al juego de partir castañas, a las canicas o a las tabas. Pasaría algún tiempo hasta que El Juego se inscribiera con letras mayúsculas en mi mente y pudiera asociarlo con secretos, fantasías y aventuras inimaginables. Esa mañana húmeda y gris, mientras las gotas golpeaban los cristales de la habitación de los niños, ni siquiera podía sospecharlo.

Oculta detrás del sillón recogía los pétalos secos que se habían desparramado mientras pensaba cómo sería tener hermanos. Siempre había deseado tener uno. Se lo había dicho una vez a mi madre; le había preguntado si podía tener una hermana. Alguien con quien conversar y tener una relación de complicidad, con quien compartir secretos y soñar. Tan grande era el valor que le asignaba a la relación fraternal que incluso deseaba tener alguien con quien pelear. Mi madre se había reído, pero sin ganas, y había dicho que no cometería dos veces el mismo error.

Me preguntaba qué se sentiría al pertenecer a un grupo, al encarar el mundo como miembro de una tribu donde los demás eran, de hecho, aliados. Pensaba en eso mientras limpiaba distraídamente el sillón, cuando algo se movió debajo de mi trapo. Una manta se agitó y una voz femenina gruñó:

– ¿Qué pasa? ¡Hannah! ¡David!

Esa mujer era la vejez personificada. Estaba hundida entre los almohadones, oculta a la vista. Debía de ser Nanny. Había oído hablar sobre ella en voz baja y reverente en distintos lugares de la casa. Ella había criado al propio lord Ashbury cuando era un niño y era una institución familiar tan venerable como la casa misma.

Me quedé paralizada, con el trapo en la mano, ante la mirada de tres pares de claros ojos azules.

– ¿Hannah? ¿Qué ocurre? -repitió la anciana.

– Nada, Nanny -contestó Hannah-. Sólo estamos ensayando para el recital. Lo haremos en voz más baja desde ahora.

– Tened cuidado de no alterar demasiado a Raverley, encerradlo dentro.

– Sí, Nanny -declaró Hannah, cuya voz denotaba tanta sensibilidad como temperamento-. Nos aseguraremos de que esté bien y tranquilo. -Volvió a envolver a la diminuta anciana con la manta-. Eso es, Nanny querida, descanse.

– Bueno -susurró Nanny, adormilada-, dormiré un rato.

Sus ojos se cerraron y en unos instantes su respiración se tornó profunda y regular.

Yo contenía el aliento, esperando que uno de los niños hablara. Los tres continuaban mirándome con ojos muy abiertos. Los segundos pasaban lentamente, y mientras tanto me vi a mí misma haciendo frente a Myra o, peor aún, al señor Hamilton, que me pedían explicaciones: ¿cómo había interrumpido el sueño de Nanny? Y acto seguido de vuelta en casa, despedida y sin referencias, frente al rostro disgustado de mi madre.

Pero ellos no me reprendieron, no me miraron con el ceño fruncido, no me criticaron. Hicieron algo mucho más imprevisible: se dejaron llevar por su impulso y rieron estridentemente, abiertamente. Se desternillaban de risa dejando ver su complicidad.

Yo permanecí de pie, observándolos, en actitud de alerta. Su reacción me inquietaba más que el silencio que la había precedido. No pude evitar que mis labios temblaran.

Por fin la mayor de las niñas logró hablar.

– Soy Hannah -se presentó, secándose los ojos-. ¿Nos conocemos?

Respiré profundamente e hice una reverencia.

– No, señora. Soy Grace.

Emmeline rió socarronamente.

– Ella no es «señora». Es, simplemente, señorita.

– Soy Grace, señorita -corregí, evitando mirarla, e hice una nueva reverencia.

– Me suena tu cara -insistió Hannah-. ¿Estás segura de no haber estado aquí en Pascua?

– Sí, señorita. Empecé a trabajar aquí hace un mes.

– No pareces tener edad suficiente para ser criada -afirmó Emmeline.

– Tengo catorce años, señorita.

– Qué coincidencia, también yo -señaló Hannah-. Emmeline tiene diez y David es prácticamente un anciano de dieciséis.

– ¿Y siempre sacudes el polvo de la cabeza de las personas mientras duermen, Grace? -preguntó entonces David.

Emmeline comenzó a reír nuevamente.

– Oh, no, señor. Sólo esta vez.

– Qué lástima -declaró David-. Así nos evitaríamos tener que bañarnos.

Yo me sentí cohibida. Mis mejillas ardían. Nunca antes había estado frente a un verdadero caballero. No uno de mi edad, del tipo que podía hacer que mi corazón se desbocara cuando hablaba de darse un baño. Es extraño. Ahora soy una anciana, y sin embargo, cuando pienso en David, el eco de aquellas viejas sensaciones vuelve a surgir dentro de mí. Entonces siento que todavía no estoy muerta.

– No le hagas caso -me aconsejó Hannah-. Se cree muy gracioso.

– Sí, señorita.

Hannah me observó burlonamente, como si quisiera decirme algo más, pero antes de que pudiera hacerlo se oyó el ruido de pasos rápidos y suaves que subían las escaleras y avanzaban por el pasillo. Tap, tap, tap, tap…

Emmeline corrió hacia la puerta y miró a través del ojo de la cerradura.

– Es la señorita Prince -anunció, mirando a Hannah-. Viene hacia aquí.

– Rápido – susurró decididamente Hannah-. O nos torturará con Tennyson.

Oí pasos veloces y faldas que crujían. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría los tres habían desaparecido. La puerta se abrió de pronto y entró una ráfaga de aire frío y húmedo. Una figura remilgada entró en la habitación.

La señorita Prince observó detenidamente la sala; por fin su mirada se posó sobre mí.

– Tú -demandó-, ¿has visto a los niños? Llegan tarde a su clase. Los he estado esperando en la biblioteca durante diez minutos.

Yo no era una mentirosa, y no puedo explicar qué me llevó a hacerlo. Pero en ese momento, mientras la señorita Prince me miraba a través de sus gafas, no lo pensé dos veces.

– No, señorita Prince -contesté-. No los he visto desde hace rato.

– ¿Estás segura?

– Sí, señorita.

Ella seguía mirándome fijamente.

– Estoy segura de haber oído voces en esta habitación.

– Sólo la mía, señorita. Estaba cantando.

– ¿Cantando?

– Sí, señorita.

El silencio parecía prolongarse eternamente. Sólo se quebró cuando la señorita Prince golpeó tres veces la palma de su mano con el puntero y comenzó a recorrer lentamente el perímetro de la habitación. Tap… tap… tap… tap…

Cuando llegó a la casa de muñecas advertí que el lazo de la falda de Emmeline quedaba a la vista. Tragué saliva.

– Yo…, ahora que lo pienso creo haberlos visto cuando miré por la ventana. Estaban en el cobertizo de los botes. Junto al lago.

– Junto al lago -repitió la señorita Prince. Se dirigió hacia las ventanas de estilo francés y trató de distinguirlos entre la niebla. La luz caía sobre su pálido rostro-. «Donde los sauces palidecen, tiemblan los álamos, las leves brisas se estremecen y ensombrecen».

En aquel momento yo no conocía los poemas de Tennyson. Sin embargo, pensé que había hecho una bonita descripción del lago.

– Sí, señorita -repuse.

Un instante después ella se volvió hacia mí.

– Le pediré al jardinero que vaya a buscarlos. ¿Cuál es su nombre?

– Dudley, señorita.

– Le pediré a Dudley que los traiga. No debemos olvidar que la puntualidad es una virtud inestimable.

– No, señorita -convine, haciendo una reverencia.

La señorita Prince atravesó indiferente la habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Los niños aparecieron como por arte de magia; se habían ocultado en la casa de muñecas, detrás de las cortinas polvorientas.

Hannah me sonrió, pero yo no podía comprender qué me había pasado. Por qué lo había hecho. Estaba confundida, avergonzada, excitada. Hice una reverencia y salí apresuradamente. Mientras huía por el pasillo sentía que mis mejillas ardían. Ansiaba encontrarme otra vez a salvo, en la sala de los sirvientes, lejos de esos raros y extravagantes niños adultos y de los extraños sentimientos que despertaban en mí.

4. A la espera del recital

Podía oír a Myra, que me llamaba mientras yo bajaba corriendo las escaleras hacia la sombría sala de los sirvientes. Me detuve al llegar abajo, para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego me apresuré a ir a la cocina. En un caldero de cobre hervía a fuego lento una pata de jamón, impregnando la atmósfera con su aroma. Katie, la fregona, limpiaba sartenes, mientras miraba sin ver los cristales empañados de la ventana. Supuse que la señora Townsend estaba echándose su siesta vespertina antes de que la Señora llamara para la hora del té. Encontré a Myra sentada a la mesa del comedor de servicio, rodeada de jarrones, candelabros, fuentes y copas.

– Por fin apareces -espetó. Tenía el ceño fruncido y sus ojos parecían dos oscuras hendiduras-. Estaba empezando a pensar que tendría que ir a ver qué hacías. Bueno, mocita, no te quedes ahí de pie. Busca un trapo y ayúdame a pulir -ordenó, indicándome que me sentara frente a ella.

Lo hice, y elegí una jarra redondeada que no había visto la luz del día desde el verano anterior. Mientras frotaba las manchas, mi mente seguía en el cuarto de los niños, escaleras arriba. Los imaginaba riendo, bromeando, jugando. Me sentía como si me hubieran obligado a interrumpir demasiado pronto la lectura mágica y excitante de un hermoso libro. Había asignado un extraño encanto a los niños Hartford.

– Con firmeza -indicó Myra, arrancándome el trapo de la mano-. Son las mejores piezas de plata de Su Señoría. Ruega para que el señor Hamilton no te pille rayándolas de esa manera.

Myra tomó la jarra que yo estaba limpiando, la sostuvo frente a mí y comenzó a frotarla con decididos movimientos circulares.

– Así. ¿Ves cómo se hace? Con suavidad, en una sola dirección.

Asentí y volví a mi tarea de pulir la jarra. Me moría de ganas de hacer montones de preguntas sobre los Hartford. Según presentía, Myra podía responderlas. Sin embargo, no me atrevía a formularlas. Estaba en sus manos, lo sabía. Y sospechaba que, por su naturaleza, se ocuparía de que en el futuro mis tareas me alejaran del cuarto de los niños si advertía que, más allá de la satisfacción de la labor cumplida, eso me causaba placer.

Pero, como un enamorado, yo le otorgaba a los asuntos ordinarios un significado especial y estaba ávida de conocer hasta el menor detalle acerca de esos niños. Pensaba en mis libros, escondidos en el ático, en el modo en que Sherlock Holmes podía lograr que las personas dijeran lo que nunca hubieran querido confesar por medio de un astuto interrogatorio. Respiré hondo.

– Myra…

– ¿Mmm…?

– ¿Cómo es el hijo de lord Ashbury?

Los negros ojos de Myra centellearon.

– ¿El mayor James? Oh, es un buen…

– No -interrumpí-. No me refiero al mayor.

Ya había oído hablar de él. Era imposible pasar un día en Riverton sin oír hablar del mayor de los hijos de lord Ashbury, el último de una larga sucesión de hombres de la familia Hartford en asistir a Eton y luego a Sandhurst. Su retrato estaba colgado junto al de su padre -a continuación de la fila de padres que lo precedían-, en lo alto del hueco de la escalera principal, desde donde dominaba el vestíbulo. La cabeza erguida, las brillantes medallas, los fríos ojos azules. Era el orgullo de todo Riverton. Un héroe de la guerra de los Bóers. El futuro lord Ashbury.

Yo me refería a Frederick, el «papá» del que se hablaba en el cuarto de los niños, que parecía inspirar en ellos una mezcla de afecto y respeto reverencial. El segundo hijo de lord Ashbury, cuya sola mención hacía que los amigos de lady Violet tendieran a menear la cabeza y que Su Señoría murmurara, con su copa de jerez en mano.

Myra abrió la boca y volvió a cerrarla. Me recordó esos peces que la corriente trae hasta la orilla del lago.

– No hagas preguntas, y no te contaré mentiras -dijo por fin, alzando el jarrón hacia la luz para inspeccionarlo.

Terminé con la jarra y tomé una fuente. Así eran las cosas con Myra. Tenía una personalidad notablemente caprichosa. Unas veces era comunicativa sin la menor reserva; otras, absurdamente hermética.

Accedió a hablar tan sólo cuando el reloj de la pared señaló que habían pasado cinco minutos, seguramente sin más razón que ésa.

– Supongo que has oído hablar a alguno de los lacayos, ¿verdad? Alfred, sin duda. Estos criados son unos charlatanes. -Tomó otro florero y me observó con desconfianza-. ¿Entonces tu madre nunca te contó nada de la familia?

Negué con la cabeza y Myra arqueó su fina ceja incrédulamente, como si fuera casi imposible que las personas tuvieran temas de conversación que no se relacionaran con la familia de Riverton.

De hecho, mi madre siempre había mantenido la boca deliberadamente cerrada en lo concerniente a esa casa. Cuando era más pequeña la había sondeado, deseosa de escuchar sus relatos sobre la antigua mansión de la colina. En el pueblo circulaban infinidad de historias acerca de ella y yo estaba ansiosa por tener mis propios chismes para intercambiarlos con los otros niños. Pero ella siempre se limitaba a menear la cabeza y a recordarme que la curiosidad mató al gato.

Por fin, Myra habló.

– El señor Frederick… ¿por dónde empezar? -Myra reanudó el bruñido de la plata y continuó hablando entre suspiros-. No es una mala persona. Es muy distinto de su hermano, no ha nacido para ser un héroe, pero no es malo. A decir verdad, la mayoría de nosotros, los de aquí abajo, le tenemos cariño. Según la señora Townsend, siempre fue un pícaro, lleno de ideas extravagantes y cuentos chinos. Y siempre muy amable con los sirvientes.

– ¿Es verdad que fue minero?

Esa peligrosa actividad parecía apropiada para la persona que Myra había descrito. De alguna manera confirmaba que los niños Hartford tenían un padre interesante. El mío siempre había sido una decepción: una figura sin rostro que se desvaneció en el aire antes de que yo naciera, y volvía a materializarse sólo cuando mi madre y su hermana cuchicheaban acaloradamente sobre él.

– Durante una época -prosiguió Myra-, se dedicó a tantas cosas que he perdido la cuenta. Nunca ha sido una persona estable nuestro señor Frederick. Nunca se ha adaptado a los demás. Primero fue la plantación de té en Ceilán. Después, la búsqueda de oro en Canadá. Más tarde decidió que iba a hacer fortuna imprimiendo periódicos. Ahora son los automóviles. Que Dios lo bendiga.

– ¿Vende automóviles?

– Los fabrica; en realidad, lo hacen quienes trabajan para él. Ha comprado una fábrica cerca de Ipswich.

– Ipswich. ¿Es allí donde vive con su familia? -pregunté, orientando la conversación hacia los niños.

Myra no mordió el anzuelo. Estaba concentrada en sus propios pensamientos.

– Con un poco de suerte, tal vez esta idea funcione. Dios sabe cuánto le complacería a Su Señoría obtener ganancias por el dinero que invierte.

Parpadeé, sin entender a qué se refería. Antes de que pudiera pedirle una aclaración Myra continuó.

– De todos modos, lo verás muy pronto. Llega el martes próximo, junto con el mayor y lady Jemina -afirmó con una rara sonrisa, de aprobación, más que de alegría-. No recuerdo un solo mes de agosto en que la familia no se haya reunido para la ceremonia a la orilla del lago. Ninguno de ellos imaginaría siquiera la posibilidad de perderse la cena de celebración del verano. Es una tradición para la gente de aquí.

– Como el recital -apunté osadamente, evitando mirarla.

– Veo que alguien ya ha estado chismeando contigo sobre el recital, ¿verdad? -observó Myra levantando una ceja.

Ignoré su desagradable comentario. Myra no estaba habituada a que le arrebataran el primer puesto a la hora de divulgar chismes.

– Alfred dijo que los sirvientes estaban invitados a ver el recital -mentí.

– ¡Lacayos! -Myra meneó la cabeza con altanería-. Si quieres saber la verdad, jovencita, nunca prestes atención a un lacayo. ¡Invitados! A los sirvientes se les permite ver el recital, un gesto muy considerado por parte del amo. Él sabe cuánto significa la familia para todos nosotros, los de aquí abajo, cuánto disfrutamos viendo cómo crecen los más jóvenes.

Myra volvió a dirigir su atención al jarrón que tenía sobre la falda. Yo contuve el aliento, deseando que continuara. Después de un rato, que me pareció una eternidad, lo hizo.

– Este año será la cuarta vez que se represente una obra de teatro. Es así desde que la señorita Hannah cumplió diez años y comenzó a decir que quería ser directora teatral. -Myra asintió con la cabeza-. Todo un personaje, la señorita Hannah. Ella y su padre son tan parecidos como dos huevos.

– ¿Cómo? -pregunté.

Myra hizo una pausa para explicarlo.

– Les apasiona viajar -declaró por fin-, los dos tienen infinidad de ideas modernas e ingeniosas, no sé cuál de ellos es más testarudo.

Lo comentó deliberadamente, acentuando cada adjetivo, como advirtiéndome que esas cualidades, si bien eran extravagancias aceptables para los que vivían arriba, no serían toleradas entre las personas de mi condición.

Durante toda mi vida había recibido de mi madre lecciones semejantes. Asentí sabiamente mientras ella proseguía.

– Ellos normalmente se llevan de maravilla, pero cuando no es así, no hay un alma que no se entere. Nadie puede irritar tanto al señor Frederick como la señorita Hannah. Ya desde muy pequeña sabía exactamente cómo sacarlo de quicio. Era una niñita temible, de gran carácter. Recuerdo que una vez estaba terriblemente disgustada con él por algún motivo y se le ocurrió darle un susto tremendo.

– ¿Qué hizo?

– Déjame recordar… El señorito David estaba recibiendo clases de equitación. Así comenzó todo. A la señorita Hannah no le hacía la menor gracia que la dejaran de lado. Logró escabullirse de Nanny y, junto con la señorita Emmeline, se alejó rumbo a los terrenos donde los granjeros estaban cosechando manzanas. -Myra meneó la cabeza-. La señorita Hannah convenció a la señorita Emmeline para que se escondiera en un granero. Supongo que no le debió de resultar difícil. La señorita Hannah es muy persuasiva, y además a su hermana la hacía verdaderamente feliz la posibilidad de darse un festín con todas esas manzanas recién cosechadas. Inmediatamente después, la señorita Hannah regresó a casa resoplando y jadeando como si hubiera corrido para salvar su vida, llamando al señor Frederick. En ese momento yo estaba en el comedor, poniendo la mesa para el almuerzo, y oí a la señorita Hannah contarle que dos forasteros de piel oscura las habían encontrado en los huertos. Dijo que habían alabado la belleza de Emmeline proponiendo llevarla a hacer un largo viaje por mar. La señorita Hannah no podía asegurarlo, pero creía que eran tratantes de blancas.

Asombrada por la audacia de Hannah, no pude contener una exclamación.

– ¿Qué pasó luego?

Myra se entusiasmó con el solemne relato de aquellos secretos.

– Bueno, el señor Frederick siempre había estado alerta respecto a los tratantes de blancas. Primero su cara empalideció, luego se puso roja y antes de que pudiéramos contar hasta tres cargó a la señorita Hannah en brazos y salió en dirección a los huertos. Bertie Timmins, que ese día estaba cosechando manzanas, nos contó que el señor Frederick llegó en un estado lamentable. Comenzó a gritar órdenes para formar una cuadrilla que saliera en busca de la señorita Emmeline, secuestrada por dos hombres de piel oscura. Buscaron por todas partes, se dispersaron en todas direcciones, pero ninguno vio a dos hombres de piel oscura con una niña rubia.

– ¿Cómo la encontraron?

– No lo hicieron. Finalmente ella los encontró. Había pasado una hora, más o menos, cuando la señorita Emmeline, aburrida de estar escondida e indigestada con las manzanas, salió corriendo del granero preguntándose por qué habría tanto alboroto y por qué la señorita Hannah no había ido a buscarla.

– ¿El señor Frederick se disgustó mucho?

– Oh, sí -aseguró Myra enfáticamente, puliendo con fuerza-. Aunque no por mucho tiempo. Nunca puede estar enfadado con ella durante mucho tiempo. Los dos están muy unidos. Ella tendría que hacer algo terrible para que su padre se pusiera en su contra. -Myra alzó el reluciente florero; después lo puso junto a los otros objetos ya bruñidos; dejó su trapo en la mesa, inclinó la cabeza y masajeó su delgado cuello-. De todos modos, por lo que oí, el señor Frederick sólo recibió un poco de su propia medicina.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué hizo?

Myra echó un vistazo hacia la cocina, comprobando con satisfacción que Katie no podía oírla. Allí abajo, en Riverton, había un orden establecido desde hacía tiempo, arraigado y perfeccionado a lo largo de siglos de servicio. Si bien yo era la criada de menor rango -objeto de reprimendas, y sólo apta para realizar tareas menores-, Katie, la fregona, era objeto de desprecio. Me gustaría decir que esa infundada falta de equidad me irritaba; que aun cuando no me indignara, al menos era consciente de su injusticia. Pero hacerlo significaría adjudicar a la jovencita que era entonces una empatía que no poseía. En cambio, disfrutaba del mínimo privilegio al que accedía gracias a mi posición. Dios sabe que ya había suficientes personas por encima de mí.

– Nuestro señor Frederick le dio muchos disgustos a sus padres cuando era un muchacho -prosiguió Myra entre dientes-. Era tan impetuoso que lord Ashbury lo envió a Radley sólo para que no desprestigiara a su hermano en Eton. Llegado el momento, tampoco lo enviaron a Sandhurst, aunque estaba previsto que fuera oficial de la Armada.

Yo asimilaba la información mientras Myra continuaba.

– Es comprensible, por supuesto, considerando que el mayor James estaba haciendo una gran carrera en las fuerzas armadas. Es poco lo que se necesita para manchar el nombre de una familia. No querían correr riesgos. -Myra dejó de masajearse el cuello y tomó un salero ennegrecido-. No tiene importancia. Todo fue para bien. Él tiene sus automóviles y tres hermosos hijos. Podrás comprobarlo durante la representación.

– ¿Los hijos del mayor James actuarán junto con los del señor Frederick?

La expresión de Myra se ensombreció.

– ¿Cómo puedes pensar algo así, niña? -espetó en voz baja.

El aire se volvió denso. Había dicho algo impropio. Myra me fulminó con la mirada, obligándome a desviar la vista. Había pulido la fuente que tenía en mis manos hasta dejarla brillante y pude ver en ella cómo mis mejillas se sonrojaban.

– El mayor no tiene hijos. Y no los tendrá -siseó Myra y me quitó el trapo; sus dedos largos y finos rozaron los míos-. Ahora ocúpate de tus tareas. Con tu cháchara no me dejas trabajar.

Uno de los aspectos más difíciles de comenzar a servir en Riverton era que se daba por sentado que automáticamente estaría al tanto de todos los pormenores acerca del funcionamiento de la casa y los hábitos de la familia. Sabía que en parte se debía a que mi madre había trabajado aquí antes de que yo naciera. El señor Hamilton, la señora Townsend y Myra suponían -infundadamente- que ya me habían enseñado lo que necesitaba saber sobre Riverton y los Hartford, y que me harían sentir estúpida si me viera obligada a confesar mi ignorancia. En particular, Myra -si la explicación no convenía a algún fin personal- solía insistir muy despectivamente en que, por supuesto, yo sabía que a la Señora le gustaba que las ventanas quedaran entreabiertas unos cuatro dedos, sin importar qué día hiciera. Debía de haberlo olvidado o, peor aún, me hacía la tonta con toda intención.

Myra esperaba que yo supiera lo que había ocurrido con los hijos del mayor y nada de lo que pudiera decirle lograba convencerla de que no era así. Por eso, a lo largo de las dos semanas que siguieron a nuestra conversación, la evité tanto como fue posible, teniendo en cuenta que vivíamos y trabajábamos juntas. Por la noche, mientras Myra se preparaba para acostarse, yo me quedaba quieta en la cama, fingiendo dormir. Era un alivio que ella apagara la vela y el cuadro del ciervo agonizante desapareciera en la oscuridad. Durante el día, cuando nos cruzábamos en la sala de los sirvientes, Myra alzaba desdeñosamente la nariz y yo respondía a su actitud según se esperaba, mirando el suelo.

Afortunadamente, hubo infinidad de cosas que nos mantuvieron ocupadas mientras preparábamos el recibimiento de los invitados adultos de lord Ashbury. Teníamos que abrir y ventilar las habitaciones de huéspedes del ala este, quitar las fundas y lustrar los muebles. Había que traer la mejor ropa de cama de las enormes cajas guardadas en el ático, remendarla donde la hubiera atacado la polilla y luego lavarla en grandes tinas de cobre. Como llovía y no fue posible usar las largas cuerdas para tender ropa de detrás de la casa, hubo que tenderlas en el cuarto de secado que se utilizaba en invierno; estaba en el ático, junto a los dormitorios del personal de servicio femenino, donde el tiro de la chimenea de la cocina -que subía por la pared y atravesaba el techo para salir por el tejado- siempre irradiaba calor.

Y allí fue donde aprendí nuevas pistas sobre El Juego. Porque dado que llovía y la señorita Prince estaba decidida a enseñar a los niños Hartford los mejores versos de Tennyson, éstos acabaron buscando sitios cada vez más recónditos donde esconderse. El más alejado de la pequeña biblioteca donde recibían sus clases fue el armario del lavadero, entre la tina y la chimenea. Y por tanto, allí se establecieron.

Yo nunca los vi jugar. Regla número uno: El Juego era secreto. Pero escuchaba, estaba atenta y una o dos veces la tentación me venció y, después de asegurarme de que no había nadie rondando, espié dentro del armario. Así lo supe.

El Juego era antiguo. Llevaban años jugándolo. Aunque en realidad sería más correcto decir «viviéndolo». Lo llevaban viviendo años. Porque El Juego era mucho más de lo que su nombre insinuaba. Era una compleja fantasía, un mundo alternativo adonde ellos escapaban.

No había disfraces, espadas, sombreros con plumas. Nada que indicara que se trataba de un juego. Ésa era su naturaleza. Era secreto. Todo el equipo estaba en el arcón, un baúl lacado en negro que algún antepasado había traído de China, como parte del botín de sus exploraciones y saqueos. Era del tamaño de una caja de sombreros cuadrada -ni muy grande, ni muy pequeña- y la tapa tenía incrustaciones de piedras semipreciosas que formaban una escena: un río, un puente que lo cruzaba, un templete en una de las orillas, sauces que se inclinaban desde el barranco, hacia la ribera. Sobre el puente se veían tres siluetas y un pájaro solitario volaba sobre ellas.

El arcón que los tres custodiaban celosamente contenía todos los elementos necesarios para El Juego. Porque aunque les exigía correr, esconderse y batallar, el verdadero placer era otro. Regla número dos: todos los viajes, aventuras, exploraciones y avistamientos debían ser registrados. Los niños se metían apresuradamente dentro, exaltados ante el peligro, para registrar sus últimas aventuras en forma de mapas y diagramas, códigos y dibujos, piezas teatrales y libros.

Los libros eran miniaturas encuadernadas con hilo, la escritura era tan pequeña y apretada que había que mirarlos detenidamente para descifrarlos. Se titulaban: La huida de Koshei, el inmortal; El encuentro con Balam y su oso; El viaje a la tierra de los tratantes de blancas. Algunos estaban escritos en un código que yo no podía comprender, aunque si hubiera tenido tiempo de investigar, sin duda hubiera encontrado la clave, escrita en papel y guardada en el baúl.

El juego propiamente dicho era simple. En realidad, lo habían inventado Hannah y David, que por ser los mayores eran los instigadores de la aventura. Ellos decidían qué lugar era propicio para explorar. Los dos habían formado un gobierno con nueve consejeros, un ecléctico grupo de ilustres Victorianos mezclados con antiguos faraones egipcios. Nunca había más de nueve consejeros a la vez y si la historia proporcionaba una nueva figura demasiado atractiva para negarle la admisión, uno de los miembros originales debía morir o ser destituido. (La muerte siempre acontecía en cumplimiento del deber, y era solemnemente anunciada en uno de los minúsculos periódicos que se guardaban en el arcón).

Junto con los consejeros, cada uno representaba su propio papel. Hannah era Nefertiti y David se transformaba en Charles Darwin. Emmeline, que sólo tenía cuatro años cuando se establecieron las reglas, había elegido ser la reina Victoria. Una elección poco atractiva a juicio de sus hermanos, aunque comprensible teniendo en cuenta la corta edad de Emmeline, que, por cierto, no era el compañero de juegos más apropiado. No obstante, Victoria fue admitida en El Juego, generalmente en calidad de víctima de un secuestro que daba lugar a un peligroso rescate. Mientras Hannah y David escribían sus relatos, a Emmeline se le permitía decorar los diagramas y sombrear los mapas: azul para el océano, púrpura para las profundidades, verde y amarillo para la tierra.

En ocasiones David no estaba disponible. Si la lluvia amainaba durante una hora, se escurría para jugar a las canicas con los otros niños de la finca o se dedicaba a practicar en el piano. Entonces Hannah se aliaba con Emmeline. Las dos se escondían en el armario de la ropa de cama con una provisión de terrones de azúcar robados de la despensa de la señora Townsend e inventaban nombres especiales, en idiomas secretos, para describir al traidor que había huido. Pero por mucho que lo desearan, nunca jugaban El Juego sin David. No podían siquiera imaginarlo.

Regla número tres: los participantes no podían ser sino tres, ni más ni menos. Tres. Un número favorecido tanto por el arte como por la ciencia: tres son los colores primarios, los puntos necesarios para determinar la ubicación de un objeto en el espacio, las notas que forman un acorde. Tres son los vértices del triángulo, la primera figura geométrica: un hecho incontrovertible, dos puntos no pueden definir una superficie. Los vértices de un triángulo pueden moverse, pueden variar sus lealtades, la distancia entre dos de ellos puede disminuir a medida que se alejan del tercero, pero juntos siempre definen un triángulo. Autosuficiente, real, completo.

Aprendí las reglas de El Juego porque las leí. Escritas con letra prolija e infantil en un papel amarillento, oculto debajo de la tapa del arcón. Siempre las recordaré. Cada uno de ellos las había firmado: Por acuerdo general, este tercer día de abril de 1908, David Hartford, Hannah Hartford -y por fin, con una letra más grande y apretada- las iniciales E. H.

Para los niños las reglas eran algo serio y El Juego requería de un sentido del deber que los adultos no habrían comprendido. A menos, por supuesto, que se tratara de los sirvientes, cuyo conocimiento del deber era indiscutible.

De modo que eso era. Sólo un juego de niños. Y no el único al que jugaban. Finalmente crecieron, lo olvidaron, lo dejaron atrás. O eso pensaron. Cuando los conocí, estaba en sus últimos estertores. La Historia intervendría en él: la aventura real, las huidas de verdad, la adolescencia acechaba sonriente desde un rincón.

Tan sólo un juego de niños y sin embargo… ¿Lo que finalmente sucedió habría sido posible sin él?


Amaneció el día en que llegaban los invitados y se me otorgó permiso especial -con la condición de que hubiera completado mis tareas- para observarlos desde el balcón del primer piso. Al caer la noche, con la cara apretada entre dos barrotes de la balaustrada, esperé ansiosamente que los neumáticos de los automóviles hicieran crujir la grava de la entrada.

Las primeras en llegar fueron lady Clementine Boyle, una amiga de la familia con el esplendor y el brillo de la anterior reina, y la señorita Frances Dawkins, a la que todos llamaban Fanny: una joven flacucha y parlanchina, que había quedado a cargo de lady Clementine cuando sus padres murieron en el naufragio del Titanic y que, según se rumoreaba, con sus diecisiete años estaba enérgicamente dedicada a encontrar un marido. De acuerdo con las palabras de Myra, lady Violet deseaba fervientemente que Fanny formara pareja con su hijo viudo, el señor Frederick, aunque él era completamente indiferente al respecto.

El señor Hamilton las condujo al salón, donde lord y lady Ashbury los esperaban, y anunció su llegada con una elegante reverencia. Las observé sin ser vista mientras desaparecían en la habitación, lady Clementine en primer lugar, Fanny detrás. Me llamó la atención la bandeja de cócteles del señor Hamilton, donde las redondeadas copas de brandy se disputaban el espacio con las aflautadas copas de champán.

El señor Hamilton regresó al vestíbulo. Estaba estirando los puños de su traje -un gesto habitual en él- cuando llegaron el mayor y su esposa. Ella era una mujer de poca estatura, regordeta, con cabello castaño. En su rostro, si bien tenía un gesto amable, estaba grabado el dolor. Por supuesto, sólo retrospectivamente puedo describirla de esa manera, pero incluso en ese momento supuse que era víctima de alguna desgracia. Myra podía no estar dispuesta a divulgar el misterio de los hijos del mayor, pero mi joven imaginación, alimentada por novelas góticas, era terreno fértil para intuirlo. Además, por aquel entonces, los sutiles matices que intervenían en la atracción entre un hombre y una mujer eran algo ajeno a mí, y sólo podía atribuir a una tragedia que un hombre tan alto y apuesto como el mayor estuviera casado con una mujer tan fea. Imaginaba que alguna vez debió de ser encantadora, hasta que alguna terrible penuria se abatió sobre ella y le arrebató toda la belleza y juventud que había poseído.

El mayor, aún más adusto de lo que sugería su retrato, preguntó -como era su costumbre- por la salud del señor Hamilton, echó una mirada de amo y señor al vestíbulo y guió a Jemina hacia el salón. Antes de que desaparecieran detrás de la puerta, vi su mano tiernamente apoyada en la espalda de su esposa, un gesto que de alguna manera no armonizaba con su porte, y que jamás he olvidado.

Mis piernas ya estaban agarrotadas por estar en cuclillas cuando por fin oí que el automóvil del señor Frederick se acercaba por el sendero de grava. El señor Hamilton miró el reloj con un gesto de reprobación y luego abrió la puerta de entrada.

El señor Frederick era más bajo de lo que esperaba; ostensiblemente más bajo que su hermano. Pero no pude distinguir sus rasgos más allá de la montura de sus gafas. Porque aun cuando se había quitado el sombrero, se alisaba con la mano el cabello claro sin levantar la cabeza.

Sólo cuando el señor Hamilton abrió la puerta del salón y anunció su llegada, el señor Frederick parpadeó y su mirada cambió de dirección: paseó vacilante por la habitación, registrando los mármoles, los retratos, el hogar de su juventud, antes de posarse en el balcón donde me había apostado. Y en ese instante fugaz, antes de que fuera tragado por la ruidosa habitación, su rostro empalideció como si hubiera visto un fantasma.


La semana pasó velozmente. Con tantos huéspedes en la casa, estuve ocupada aseando las habitaciones, llevando bandejas con té, poniendo la mesa para los almuerzos. Me gustaba. No me amedrentaba el trabajo: mi madre se había asegurado de que así fuera. Además, anhelaba que llegara el fin de semana, y con él, el recital. Porque mientras los demás sirvientes estaban concentrados en la cena de celebración del verano, yo sólo podía pensar en el recital. Desde la llegada de los adultos apenas había visto a los niños. La niebla se había esfumado, dejando paso a cielos claros y días templados, demasiado hermosos para desperdiciarlos entre cuatro paredes. Todos los días, mientras iba por el pasillo hacia el cuarto de los niños, contenía el aliento esperando encontrarlos allí, pero el tiempo siguió siendo bueno y ese año no volvieron a usar la habitación. Se llevaron sus ruidos, sus travesuras y su Juego fuera de la casa.

Y sin ellos la habitación perdió su encanto. La quietud se transformó en vacío y la pequeña llama de placer que yo había alimentado fue apagándose. Hacía rápidamente mis tareas, colocaba los libros en los estantes sin echar más que un vistazo a su interior, ya no prestaba atención a los ojos del caballo de madera. Sólo pensaba qué estarían haciendo ellos. Y cuando terminaba, me iba a cumplir con el resto de mis obligaciones. A veces, cuando retiraba la bandeja del desayuno de alguna de las habitaciones del segundo piso, o me llevaba las aguas menores, el sonido de risas lejanas me hacía asomarme a la ventana donde los veía, a lo lejos, caminando hacia el lago, batiéndose en duelo con largos palos mientras se perdían de vista por el sendero.

Abajo, el señor Hamilton había instado a los sirvientes a desarrollar una actividad frenética. Era la manera de poner a prueba un buen equipo, por no mencionar al propio mayordomo, servir a los huéspedes de la casa. Ninguna orden estaba de más. Debíamos funcionar como un mecanismo perfectamente engrasado, responder a la altura de cada desafío, superar cada una de las expectativas del amo. Sería una semana de triunfos que culminaría con la cena de celebración del verano.

El fervor del señor Hamilton era contagioso. Incluso el ánimo de Myra experimentó una leve euforia concediéndonos una especie de tregua. A regañadientes me propuso que la ayudara a limpiar el salón. Me recordó que habitualmente no me correspondía ocuparme de los salones principales, pero gracias a la visita de los familiares del amo se me concedía el privilegio -bajo estricta vigilancia- de realizar esas comprometidas tareas. De ese modo, a mi ya abultada carga de obligaciones se agregó esa dudosa prebenda, y a diario acompañaba a Myra al salón donde los adultos tomaban té y hablaban de asuntos que poco me interesaban: excursiones de fin de semana al campo, política europea, y sobre la muerte de un desafortunado austriaco al que habían asesinado de un tiro en un lugar lejano.

El día del recital, el domingo 2 de agosto de 1914 -recuerdo la fecha, aunque no tanto por el recital en sí mismo sino por lo que sucedió después-, coincidió con mi tarde libre y la primera visita a mi madre desde que había comenzado a trabajar en Riverton. Al terminar esa mañana mis quehaceres, me quité el uniforme y me vestí con ropa de calle. La noté inusitadamente rígida y extraña. Me cepillé mi melena clara, rizada allí donde había estado recogida en una trenza, y volví a trenzarla. Me preguntaba si mi aspecto habría cambiado. ¿Qué pensaría mi madre? Sólo había estado lejos de ella cinco semanas; sin embargo, me sentía inexplicablemente distinta.

Al bajar la escalera de servicio en dirección a la cocina me topé con la señora Townsend, quien me puso un paquete en las manos.

– Ve y llévale esto a tu madre, para el té -indicó en voz baja-. No es más que un poco de tarta de crema de limón y un par de rebanadas de budín Victoria.

La mire desconcertada ante su desacostumbrada generosidad. La señora Townsend estaba tan orgullosa de su ordenada y minuciosa economía doméstica como de la altura de su soufflé.

Miré hacia el hueco de la escalera.

– Pero ¿está segura de que la Señora…? -objeté en voz tan baja que era casi un susurro.

– No te preocupes por la Señora. Habrá suficiente para ella y lady Clementine. Quédate tranquila y dile a tu madre que aquí en la colina cuidamos de ti -me indicó la señora Townsend. Luego se sacudió el delantal, echó los redondos hombros hacia atrás, con lo que su pecho pareció aún más grande que de costumbre, y meneó la cabeza-. Una buena chica, tu madre. No es culpable de nada que no haya sucedido miles de veces antes.

Entonces dio media vuelta y se dirigió a la cocina, tan inesperadamente como había aparecido, dejándome sola en la oscura antesala, mientras me preguntaba qué había querido decir.

Sus palabras dieron vueltas en mi cabeza durante todo el trayecto al pueblo. No era la primera vez que la señora Townsend me desconcertaba con muestras de afecto hacia mi madre. Mi asombro me hacía sentir desleal, pero sus recuerdos sobre aquella persona de buen talante raramente coincidían con la madre que yo conocía, con su malhumor y silencios.

Ella me esperaba en la puerta. Sin apenas pestañear hasta que me vio.

– Comenzaba a pensar que te habías olvidado de mí.

– Lo siento, no podía desatender mis obligaciones.

– Espero que hayas tenido tiempo para ir a la iglesia esta mañana.

– Sí, madre. Todos los del servicio hemos ido a la iglesia de Riverton.

– Lo sé, mi niña. He asistido a misa en esa iglesia mucho antes que tú. -Entonces miró mis manos-. ¿Qué traes?

– De parte de la señora Townsend -expliqué y le pasé el paquete-. Me preguntó por ti.

Mi madre ojeó el contenido mordiéndose el interior del carrillo.

– Esta noche tendré ardor de estómago -comentó y volvió a envolverlo-. De todos modos, es un gesto amable de su parte. -Se dio la vuelta y abrió la puerta-. Entra, puedes prepararme un poco de té y contarme qué ha sucedido durante este tiempo.

Casi no recuerdo de qué hablamos porque esa tarde conversé sin tener conciencia de que lo hacía. Mi mente no estaba en la pequeña y triste cocina de mi madre, sino en el salón de baile de la colina, donde horas antes había ayudado a Myra a poner las sillas en fila y a colgar las cortinas doradas del arco del escenario.

Y durante el rato que mi madre me tuvo haciendo tareas, mantuve el ojo atento al reloj de la cocina, a las rígidas agujas que hacían su recorrido y se acercaban a las cinco, la hora del recital.

Era tarde cuando nos despedimos. Cuando llegué al portal de Riverton el sol ya estaba bajo. Avancé por el estrecho camino hacia la casa. Árboles magníficos, herencia de los lejanos antepasados de lord Ashbury, se alineaban a cada lado. La parte más alta de sus copas se unía formando un arco, las ramas más lejanas se enlazaban convirtiendo el sendero en un túnel umbrío y susurrante.

Mientras avanzaba hacia la luz vespertina vi que el sol se ocultaba detrás del tejado, arrojando sobre la casa un resplandor malva y anaranjado. Atravesé los jardines, pasé por la fuente de Eros y Psique, en dirección al jardín de rosas de lady Violet, y fui hacia la puerta trasera. La sala de los sirvientes estaba vacía y mientras quebrantaba la regla de oro del señor Hamilton y corría por el pasillo de piedra, oía el eco de mis zapatos. Pasé por la cocina; la mesa de trabajo de la señora Townsend estaba cubierta por una colección de pasteles de riñones. Subí las escaleras.

Reinaba un silencio inquietante. Todos estaban presenciando el recital. Cuando llegué a la puerta dorada del salón de baile me arreglé el cabello, me alisé la falda y me deslicé por la habitación a oscuras. Ocupé mi lugar en la pared lateral, junto a los demás sirvientes.

4. Todo lo bueno

No había imaginado que la sala estaría tan oscura. Era el primer recital al que asistía, aunque una vez -cuando acompañé a mi madre a visitar a su hermana Dee, en Brighton- contemplé parte de un espectáculo de títeres.

Las ventanas se habían cubierto con cortinas negras. Cuatro focos recuperados en el ático proporcionaban toda la iluminación, proyectando hacia arriba una luz amarilla que rodeaba a los actores de un halo fantasmal.

Fanny estaba allí, cantando los compases finales de «The Wedding Glide» entre caídas de ojos y exagerados gorgoritos. Cuando atacó las últimas notas la audiencia respondió con una ronda de afables aplausos. Ella sonrió e hizo una tímida reverencia. Su coquetería fue, en cierto modo, menoscabada por las protuberancias que sobresalían del telón de fondo, los codos en movimiento y los elementos de utilería pertenecientes al próximo acto.

Fanny abandonó la escena por la derecha. Emmeline y David, vestidos con togas, hicieron su aparición por la izquierda. Llevaban tres largos postes de madera y un lienzo, con los que rápidamente montaron una tienda algo torcida, aunque útil a sus fines. Se arrodillaron en su interior y permanecieron en esa posición mientras entre el auditorio surgían murmullos.

Desde otro lugar se oyó una voz: «Damas y caballeros. Una escena del Libro de los Números».

Murmullo de aprobación.

La voz prosiguió: «Imaginemos que estamos en la Antigüedad. Una familia ha armado su tienda en la ladera de la montaña. Hermana y hermano se reúnen en privado para conversar sobre el reciente casamiento de su otro hermano».

Ronda de suaves aplausos.

Entonces habló Emmeline. Su voz denotaba petulancia.

– Hermano, ¿qué es lo que ha hecho Moisés?

– Ha tomado una esposa -replicó David, con un matiz de incredulidad.

– Pero ella no es de los nuestros -alegó Emmeline, mirando al público.

– No -respondió David-. Estás en lo cierto, hermana, porque es etíope.

Emmeline meneó la cabeza y adoptó una expresión de exagerada preocupación.

– Se ha casado sin el consentimiento de la tribu. ¿Qué va a ser de él?

Súbitamente una voz clara y potente tronó desde detrás del escenario, amplificada como si viajara a través del espacio (más probablemente, a través de un rollo de cartón).

– ¡Aarón! ¡Miriam!

Emmeline logró una convincente expresión de terror.

– Soy Dios, vuestro Padre. Id los dos al tabernáculo donde se reúnen mis fieles.

Emmeline y David acataron la orden. Salieron de la tienda y fueron arrastrando los pies hacia el borde del escenario. Los focos titilantes arrojaban un ejército de sombras sobre el lienzo que estaba detrás.

Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía identificar el perfil familiar de algunos miembros del auditorio. En primera fila estaban las damas con sus elegantes trajes, entre ellas lady Clementine, con sus mejillas caídas, y lady Violet con un sombrero de plumas. Un par de filas más atrás, el mayor y su esposa. Más cerca de mí, el señor Frederick -con la cabeza en alto y las piernas cruzadas- miraba atentamente hacia adelante. Observé su perfil. Algo lo hacía parecer diferente. La media luz titilante daba a sus mandíbulas una apariencia cadavérica y a sus ojos, un brillo vidrioso. Sus ojos. No usaba gafas. Nunca le había visto sin ellas.

Dios comenzó a exponer su castigo y volví a prestar atención a lo que ocurría en el escenario.

– Miriam y Aarón, ¿por qué habéis hablado indolentemente en contra de Moisés, mi servidor?

– Os pedimos perdón, Padre -repuso Emmeline-, sólo estábamos…

– Basta ya. Habéis despertado mi ira.

Se oyó el ruido de un trueno (creo que fue un tambor), y el auditorio dio un respingo. Una nube de humo surgió tras el telón de fondo, expandiéndose sobre el escenario.

Se oyó una exclamación de lady Violet. David susurró desde el escenario: «Está todo en orden, abuela, es parte del espectáculo».

Hubo una oleada de alegres carcajadas.

– Habéis despertado mi ira -volvió a decir Hannah, en tono implacable, para silenciar al auditorio-. Hija…

Emmeline se apartó del público y giró para observar la nube que se disipaba.

– ¡Vos, seréis una leprosa!

Emmeline se cubrió la cara con las manos.

– ¡No! -gritó, y adoptó una trágica pose antes de dirigirse hacia el público para exhibir su condición.

Gritos ahogados de todo el auditorio.

Los actores finalmente habían decidido no utilizar una máscara, sino embadurnar la cara de Emmeline con un poco de mermelada de fresas y crema para lograr el truculento efecto.

– Esos diablillos -se oyó susurrar, ofendida, a la señora Townsend- me dijeron que querían mermelada para los bollos.

– Hijo -prosiguió Hannah después de una acertada pausa dramática-. Sois culpable del mismo pecado, pero aun así no puedo dirigir mi ira contra vos.

– Os lo agradezco, Padre -contestó David.

– ¿Tendréis presente que no debéis volver a criticar a la esposa de vuestro hermano?

– Sí, mi Señor.

– Entonces podéis partir.

– ¡Ay, mi Señor! -clamó David, ocultando una sonrisa mientras extendía sus brazos hacia Emmeline-. Os lo ruego, devolved ahora la salud a mi hermana.

La audiencia esperaba en silencio la respuesta de Dios.

– No, no lo haré. Ella permanecerá fuera del campamento por siete días. Sólo entonces se le permitirá regresar.

Mientras Emmeline caía de rodillas y David apoyaba una mano en su hombro, Hannah apareció desde la izquierda en el escenario. El público contuvo la respiración. Estaba impecablemente vestida con prendas de hombre: traje, sombrero de copa, bastón, reloj de bolsillo y, sobre la nariz, las gafas del señor Frederick. Caminó hacia el centro del escenario, haciendo girar su bastón como un dandi. Al hablar, imitó espléndidamente la voz de su padre.

– Mi hija aprenderá que existen unas reglas para las mujeres y otras para los hombres -declaró. Luego suspiró profundamente y se enderezó el sombrero-. De otro modo, estaría dando lugar a la perdición a la que conduce el sufragio femenino.

La audiencia, boquiabierta, permaneció en un silencio electrizado. La tensión fue pasando de fila en fila.

Los sirvientes estaban igualmente escandalizados. Incluso en la oscuridad pude advertir que el rostro del señor Hamilton empalidecía. Excepcionalmente había perdido de vista el protocolo para cumplir con su indomable sentido del deber sirviendo de sostén a la señora Townsend, a quien -antes de haberse recuperado del todo por el desperdicio de su mermelada- le habían fallado las rodillas y se había desplomado.

Mis ojos buscaron al señor Frederick. Quieto en su asiento, estaba rígido como la pértiga de un bote. Mientras lo miraba sus hombros comenzaron a sacudirse y temí que estuviera al borde de uno de los ataques a los que Myra se había referido. En el escenario, los niños permanecieron inmóviles como figuras de un retablo, o figuritas en una casa de muñecas, observando al público al tiempo que eran observados por él.

Hannah fue un modelo de compostura. La inocencia grabada en su rostro. Por un instante me pareció que me miraba, y creí ver el atisbo de una sonrisa en sus labios. No pude evitarlo y le respondí, temerosa, con otra sonrisa. Dejé de hacerlo cuando Myra, en la oscuridad, me miró por el rabillo del ojo y me dio un pellizco en el brazo.

Hannah, radiante, se cogió de la mano de Emmeline y David. Los tres atravesaron el escenario y se inclinaron para saludar. Al hacerlo, un pegote de mermelada y crema cayo de la nariz de Emmeline y aterrizó chisporroteando en un loco que estaba a poca distancia de ella.

– Qué coincidencia -se oyó decir a una voz aflautada desde el auditorio, la de lady Clementine-. Un conocido tenía a su vez un conocido con lepra en India, a quien se le cayó la nariz así, cuando se afeitaba.

Para el señor Frederick fue demasiado. Miró a Hannah y comenzó a reír. Nunca había oído una risa como aquélla: su absoluta sinceridad la hacía contagiosa. Uno por uno, los demás lo siguieron, aunque noté que lady Violet no se les unió.

No pude reprimir mi propia risa -una espontánea oleada liberadora- hasta que Myra siseó en mi oreja:

– Suficiente, señorita. Puedes venir a ayudarme con la cena.

Me perdí el resto del recital, pero ya había visto lo que deseaba. Mientras salíamos de la sala y avanzábamos por el pasillo, oí que los aplausos se apagaban y la función continuaba. Me sentí impulsada por una extraña energía.


Para cuando el recital llegó a su fin ya habíamos llevado la cena informal que había preparado la señora Townsend y las bandejas con café al salón, y habíamos sacudido los almohadones del sofá para que estuvieran mullidos. Los invitados habían comenzado a llegar, uno tras otro, en el orden señalado por el protocolo. Primero, lady Violet y el mayor James; luego, lord Ashbury y lady Clementine; los siguieron el señor Frederick con Jemina y Fanny. Los niños Hartford, según suponía, todavía estaban arriba.

Cuando tomaron asiento Myra dispuso la bandeja de café de modo que lady Violet pudiera servirlo. Mientras los invitados conversaban animadamente a su alrededor, lady Violet se inclinó hacia el sillón del señor Frederick y le susurró con leve sonrisa:

– Consientes demasiado a esos niños, Frederick.

El señor Frederick apretó los labios. Según pude percibir, no era la primera vez que recibía esa crítica.

– Ahora sus travesuras pueden parecerte divertidas, pero llegará el día en que te arrepentirás de tu indulgencia. Los has dejado crecer como seres incivilizados. En especial, a Hannah. Sería mejor que esa niña fuera menos inteligente y más educada -agregó lady Violet, sin dejar de mirar el café que servía.

Una vez soltada su invectiva, lady Violet se irguió, recuperó su expresión cordial, y le pasó una taza de café a lady Clementine.

Como era habitual por aquellos días, la conversación giró sobre los conflictos en Europa y la posibilidad de que Gran Bretaña entrara en guerra.

– Habrá guerra, siempre sucede igual -declaró lady Clementine, con toda naturalidad, mientras tomaba la taza de café y hundía su trasero en el sillón preferido de lady Violet-. Y todos sufriremos, hombres, mujeres y niños -agregó alzando la voz-. Los alemanes no son civilizados, como nosotros. Saquearán nuestro campo, matarán a nuestros niños en su lecho y someterán a las honestas mujeres inglesas, para que procreen pequeños alemanes. Recordad mis palabras, porque rara vez me equivoco. Estaremos en guerra antes de que termine el verano.

– Sin duda exageras, Clementine -indicó lady Violet-. La guerra, si se declara, no será tan terrible. No olvidemos que son tiempos modernos.

– Así es -coincidió lord Ashbury-. Será una guerra del siglo XX. Además, no existe un alemán que pueda con un inglés.

– Tal vez no sea correcto decirlo, pero desearía que entráramos en guerra -comentó Fanny, agitando sus rizos mientras se sentaba en uno de los extremos de la chaise longue-. Por supuesto, no habrá saqueos y asesinatos, tía, ni sometimiento de mujeres -aclaró luego dirigiéndose a lady Clementine-. Eso no me agradaría, pero sí, en cambio, ver caballeros con uniforme. -Después de mirar furtivamente al mayor James volvió a dirigirse al grupo-. He recibido hoy una carta de mi amiga Margery… ¿La recuerdas, verdad, tía Clem?

Lady Clementine agitó sus pesados párpados.

– Desgraciadamente. Una jovencita tonta con modales provincianos. -Luego se inclinó hacia lady Violet-. Criada en Belfast, ¿sabes?, una irlandesa católica, nada menos.

Observé a Myra, que ofrecía terrones de azúcar, y noté que su espalda se tensaba. Ella percibió mi mirada y me la devolvió severamente con el ceño fruncido.

– Bien -continuo Fanny-, Margery fue de vacaciones con su familia a la playa y a su vuelta encontraron la estación con los trenes abarrotados de reservistas que volvían a sus cuarteles. Es muy emocionante.

– Fanny, querida -intervino lady Violet, levantando la vista de la cafetera-, me parece que no hay cosa de peor gusto que desear una guerra tan sólo por diversión. ¿Estás de acuerdo, mi querido James?

El mayor, de pie junto a la chimenea apagada, se irguió.

– Si bien no coincido con las motivaciones de Fanny, debo decir que comparto su sentimiento. Yo, por lo pronto, espero que entremos en guerra. Todo el continente se está convirtiendo en un deplorable caos. Disculpadme por usar palabras tan duras, madre, lady Clem, pero así es. Es necesario que la buena y antigua Britania intervenga y ponga orden. Que les dé a esos alemanes una buena sacudida.

Una aclamación general recorrió la sala. Jemina tomó el brazo del mayor, sus pequeños ojos se encendieron y lo miraron con adoración.

El viejo lord Ashbury fumaba su pipa entusiasmado.

– Es como una competición -proclamó apoyándose en el respaldo-. Nada como una guerra para distinguir a los hombres de los niños.

El señor Frederick se revolvió en su asiento, tomó el café que lady Violet le ofreció y se dedicó a cargar tabaco en su pipa.

– ¿Qué dices tú, Frederick? -preguntó tímidamente Fanny-. ¿Qué harás si llega la guerra? No dejarás de fabricar automóviles, ¿verdad? Sería una vergüenza que ya no hubiera hermosos vehículos tan sólo por culpa de una tonta guerra. No me agradaría tener que volver a viajar en carruaje.

El señor Frederick, incómodo por el flirteo de Fanny, apartó una hebra de tabaco de su pantalón y respondió:

– Yo no me preocuparía. Los automóviles son el futuro -aseguró y comprimió el tabaco en la pipa-. Dios no permita que una guerra genere molestias a damas tontas y ociosas -murmuró después para sí.

En ese momento la puerta se abrió. Con los rostros todavía exultantes, Hannah, Emmeline y David se dispersaron por la sala.

Las niñas se habían cambiado y volvían a lucir sus blancos vestidos con cuello marinero.

– ¡Qué bonito espectáculo! -aclamó lord Ashbury-. No pude oír una palabra, pero fue muy bueno.

– Muy bien, niños -felicitó lady Violet-. Aunque tal vez deberíais permitir que la abuela os ayude en la selección de los textos el año próximo.

– ¿Y a ti, papá? -preguntó ansiosamente Hannah-. ¿Te gustó la obra?

El señor Frederick eludió la mirada de su madre.

– Ya discutiremos más tarde los creativos añadidos, ¿de acuerdo?

– David, ¿tú qué opinas? -gorjeó Fanny-. Estábamos hablando de la guerra. ¿Te alistarías si Gran Bretaña entra en guerra? Creo que serías un valiente oficial.

David tomó la taza de café que lady Violet le ofrecía y se sentó.

– No había pensado en eso -repuso, arrugando la nariz-. Imagino que acabaré haciéndolo. Dicen que es una gran oportunidad para un joven que busca aventuras. -David miró a Hannah y le guiñó un ojo. La ocasión era propicia para burlarse de ella-. Me temo que es sólo para chicos, Hannah.

Fanny lanzó una carcajada estentórea que hizo parpadear a lady Clementine.

– Oh, David, qué tonto. Hannah no desearía ir a la guerra. Qué absurdo.

– Desde luego que querría -replicó decididamente Hannah.

– Pero, querida niña -intervino la desconcertada lady Violet-, no tendrías ropa apropiada para la batalla.

– Puede usar pantalones y botas de montar -opinó Fanny.

– O un disfraz -aventuró Emmeline-. Como el que ha utilizado en la obra. Aunque tal vez sin el sombrero.

El señor Frederick advirtió la mirada reprobatoria de su madre y se aclaró la voz.

– Si bien el atuendo de Hannah es un dilema capaz de generar brillantes especulaciones, debo recordaros que es un punto fuera de discusión. Ni ella ni David irán a la guerra. Las niñas no combaten y David aún no ha terminado sus estudios. Ya encontrará otro modo de servir al rey y al país. -Entonces se dirigió a su hijo-. Cuando hayas completado tus cursos en Eton y hayas pasado por Sandhurst será diferente.

– Si es que puedo completar mis cursos en Eton e ir a Sandhurst-advirtió David con firmeza.

La sala quedó en silencio. Algunos carraspearon. El señor Frederick dio unos golpecitos con la cuchara en la taza. Después de una pausa prolongada, declaró:

– David está bromeando. ¿No es cierto, hijo? -El silencio seguía extendiéndose-. ¿Eh?

David parpadeó lentamente. Vi que su mandíbula temblaba casi imperceptiblemente.

– Sí -confirmó por fin-. Por supuesto. Sólo trataba de quitarle solemnidad a toda esta conversación sobre la guerra. Supongo que no ha tenido gracia. Mis disculpas, abuelo, abuela. -David les miró uno por uno y yo noté que Hannah le retorcía la mano.

Lady Violet sonrió.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo, David. No hablemos de una guerra que nunca llegará. Sigamos probando las deliciosas tartaletas de la señora Townsend -concluyó, haciendo una seña a Myra, que volvió a pasar la bandeja entre los invitados.

Por un rato estuvieron sentados, degustando los pastelillos. El reloj de barco que estaba sobre la chimenea siguió marcando la hora hasta que alguien logró encontrar un tema tan cautivador como la guerra. Por fin, lady Clementine señaló:

– Ni siquiera se trata de las batallas. En época de guerra, los verdaderos asesinos son las enfermedades. El campo de batalla, por supuesto, es un verdadero caldo de cultivo de todo tipo de pestes foráneas. Ya lo veréis -agregó en tono adusto-, cuando la guerra llegue, traerá la sífilis con ella.

– Si llega -puntualizó David.

– ¿Pero cómo lo sabremos? -preguntó Emmeline, con los ojos azules muy abiertos-. ¿Alguien del gobierno vendrá y nos lo dirá?

Lord Ashbury se tragó una tartaleta entera.

– Uno de los socios de mi club comentó que el anuncio podría hacerse en cualquier momento.

– Me siento como una niña en vísperas de Navidad -declaró Fanny, entrelazando los dedos-. Añorando que llegue el día, ansiosa por despertar y abrir los regalos.

– Yo no estaría tan entusiasmado -intervino el mayor-. Si Gran Bretaña entra en guerra es probable que termine en pocos meses. A lo sumo, para Navidad.

– No obstante -anunció lady Clementine- lo primero que haré mañana será escribir a lord Gifford para comentarle qué programa prefiero para mi funeral. Les sugiero a todos hacer lo mismo antes de que sea demasiado tarde.

Nunca antes había oído que una persona hablara sobre su propio funeral, mucho menos que lo planificara. De hecho, mi madre me había dicho que traía muy mala suerte y que se debía arrojar sal por encima de los hombros para atraer la buena fortuna.

Miré sorprendida a lady Clementine. Myra había mencionado su funesta sensibilidad. Abajo se rumoreaba que se había inclinado en la cuna de la recién nacida Emmeline y había declarado con total naturalidad que a un bebé tan hermoso seguramente no le quedaba mucha vida por delante. Aun así, yo estaba impresionada.

Los Hartford, por el contrario, estaban claramente habituados a sus nefastos pronunciamientos, porque ninguno de ellos se inmutó.

Los ojos de Hannah se abrieron en un gesto de burla.

– No estará insinuando que no confía en que nosotros haremos cuanto podamos por ocuparnos del asunto lo mejor posible, ¿verdad, lady Clementine? -Luego sonrió dulcemente y tomó la mano de la anciana-. Por lo pronto, yo me atrevo a garantizarle que le organizaría la despedida que merece.

– En realidad -resopló lady Clementine-, es conveniente planificar esos acontecimientos por ti misma, nunca se sabe en qué manos recaerá la tarea. Además, soy muy particular en lo que atañe a este tipo de ceremonia. La he estado planificando durante años.

– ¿Es eso cierto? -preguntó lady Violet, genuinamente interesada.

– Oh, sí-respondió lady Clementine-. Es uno de los actos públicos más importantes de la vida de una persona y el mío será realmente espectacular.

– Lo tendré en cuenta -observó secamente Hannah.

– También tú podrías hacer tu planificación -sugirió lady Clementine-. No se puede correr el riesgo de dar una mala impresión en estos días. Las personas no son tan piadosas como solían serlo y nadie quiere recibir una crítica desfavorable.

– No creí que apreciara las críticas de los periódicos, lady Clementine. -El comentario de Hannah hizo que su padre frunciera el ceño.

– En general, no lo hago -aclaró. Luego, con un dedo profusamente enjoyado, apuntó sucesivamente a Hannah, a Emmeline y a Fanny-. Además del matrimonio, para una dama el obituario es la única oportunidad de que su nombre aparezca en el periódico. Y que Dios se apiade de ella si la prensa se ensaña con su funeral, porque no tendrá una segunda oportunidad -agregó, mirando al cielo.


Después del triunfo teatral, sólo quedaba la cena de celebración del verano para que la visita fuera considerada como un éxito absoluto. Sería el punto culminante de los festejos de la semana. Una extravagancia final antes de que los huéspedes partieran y la serenidad retornara una vez más a Riverton. Los invitados a la cena -entre los que, según había divulgado la señora Townsend, se contaba lord Pon sonby, uno de los primos del rey- llegarían desde lugares tan distantes como Londres. Myra y yo, bajo la atenta supervisión del señor Hamilton, habíamos pasado toda la tarde poniendo la mesa en el comedor.

Los comensales eran veinte. A medida que iba disponiendo los cubiertos, Myra los nombraba en voz alta: cuchara para sopa; cuchillo y tenedor para pescado; dos cuchillos; dos tenedores grandes; cuatro copas de cristal para vino, de distintas medidas.

Mientras recorríamos la mesa, el señor Hamilton nos seguía con su cinta métrica y una servilleta, asegurándose de que todos los servicios guardaran la distancia correcta y de verse reflejado en cada cuchara. En el centro del blanco mantel de lino dispusimos hojas de hiedra y rosas rojas alrededor de brillantes frutas confitadas. Me gustaban esos adornos. Eran muy hermosos y armonizaban a la perfección con la mejor vajilla de la Señora -regalo de boda, apuntó Myra-, una porcelana húngara pintada a mano con parra, manzanas y peonías púrpura, fileteada en oro.

Colocamos las tarjetas de posición -escritas a mano con la cuidada caligrafía de lady Violet- de acuerdo con el orden que ella minuciosamente había dispuesto. Según me advirtió Myra, no podíamos subestimar la importancia de la ubicación. En efecto, de acuerdo con su opinión, el éxito o el fracaso de una cena residía por entero en la ubicación de los invitados en torno a la mesa. Era evidente que lady Violet no era tan sólo una «buena» anfitriona. Había ganado su reputación de ser «la mejor» gracias a su habilidad, en primer lugar, para invitar a las personas adecuadas, y en segundo término, para ubicarlas prudentemente, intercalando comensales inteligentes y entretenidos entre las figuras prominentes pero aburridas.

Lamento decir que no fui testigo de la cena, esa noche de pleno verano de 1914, porque así como ocuparse de la limpieza del salón era un privilegio, servir la mesa era el más alto honor, sin duda fuera del alcance de mi modesta posición. En aquella ocasión, para gran pesar de Myra, incluso a ella le fue negado ese placer, debido a que se sabía que lord Ponsonby aborrecía que las mujeres sirvieran la mesa. El señor Hamilton la tranquilizó decidiendo que ella formaría parte del servicio de todos modos, aunque oculta en un recoveco del comedor, para recibir los platos que él y Alfred retiraran, y meterlos en el montaplatos. Según el razonamiento de Myra, eso le garantizaba al menos un modo de acceder parcialmente a los temas de conversación del banquete. Podría saber de qué se hablaba, aun cuando no fuera capaz de distinguir a los interlocutores.

Mi deber, indicó el señor Hamilton, era quedarme abajo, para recibir los platos. Así lo hice, tratando de no pensar en las bromas de Alfred acerca de que me habían adjudicado el compañero más apropiado. Siempre estaba bromeando: sus burlas eran muy ingeniosas y los demás miembros del servicio se reían abiertamente, pero yo era muy ingenua y estaba habituada a contener mis emociones. Inevitablemente, me cohibía cuando la atención se posaba sobre mí.

Observé maravillada cómo las tandas de magníficos platos que desfilaban uno tras otro desaparecían en la tolva que los llevaba hacia arriba -sucedáneo de sopa de tortuga, pescado, mollejas, codornices, espárragos, patatas, tartas de albaricoque, natillas- para ser reemplazados por fuentes vacías y platos sucios.

Mientras arriba, en el comedor, los invitados estaban exultantes, abajo los vapores y silbidos de la cocina recordaban a esas nuevas y brillantes locomotoras que habían comenzado a atravesar el pueblo. La señora Townsend revoloteaba entre su mesa de trabajo, balanceando su considerable peso a una velocidad frenética, regando la crujiente corteza dorada de sus pasteles hasta que las gotas de sudor corrían por sus mejillas enrojecidas, dando palmadas y gruñendo, en un estudiado espectáculo de falsa modestia. La única persona que parecía inmune al contagioso entusiasmo era la desdichada Katie, que mostraba el sufrimiento en el rostro: había pasado la primera mitad del día pelando infinidad de patatas y la segunda, fregando infinidad de sartenes.

Por fin, cuando las cafeteras, las jarras de crema y los azucareros ya habían sido enviados arriba en una bandeja de plata, la señora Townsend se desató el delantal, lo cual era para todos nosotros una señal de que el trabajo de esa noche había concluido. Lo colgó entonces de un gancho que estaba junto a la cocina y se recogió de nuevo los largos mechones grises que se habían soltado de su moño en lo alto de la cabeza.

– Katie -llamó, secándose la frente acalorada-. ¿Katie? -La señora Townsend meneó la cabeza-. No lo entiendo. Esa chica siempre anda por ahí pero nunca la encuentro. -Entonces se tambaleó hasta la mesa de los sirvientes, se acomodó en su silla y suspiró.

Katie apareció en el vano de la puerta, estrujando un paño que chorreaba.

– Sí, señora Townsend.

– Oh, Katie. ¿En qué estás pensando, niña? -increpó la señora Townsend señalando el suelo.

– En nada, señora Townsend.

– En nada bueno. Estás mojando todo. -La cocinera meneó la cabeza y suspiró una vez más-. Ahora ve y busca un trapo para secarlo. El señor Hamilton pedirá tu cabeza si ve este desorden.

– Sí, señora Townsend.

– Y cuando hayas terminado, puedes preparar un buen chocolate caliente para todos nosotros.

Katie volvió a la cocina arrastrando los pies. A punto estuvo de chocar con Alfred, que bajaba la escalera moviendo ampulosamente los brazos y las piernas.

– Uf, Katie, presta atención, tienes suerte de que no te haya atropellado. -Luego giró y sonrió socarronamente, con el rostro tan limpio y entusiasta como el de un bebé.

– Buenas noches, señoras.

La señora Townsend se quitó las gafas.

– ¿Todo bien, Alfred?

– Todo bien, señora Townsend -respondió, abriendo sus ojos castaños.

– ¿Entonces? -preguntó la cocinera golpeteando con los dedos-. Nos tienes a todos intrigados.

Yo ocupé mi lugar, me quité los zapatos y estiré los tobillos. Alfred tenía veinte años, era alto, sus manos eran hermosas y su voz, cálida. Había servido a lord y lady Ashbury desde que comenzara a trabajar. Creo que la señora Townsend sentía especial simpatía por él, aunque nunca hablaba mucho sobre sí misma y, en consecuencia, yo no me atrevía a preguntar.

– ¿Intrigados? No entiendo a qué se refiere, señora Townsend -repuso Alfred.

Ella meneó la cabeza.

– Ve a contarle a tu abuela que no sabes a qué me refiero. ¿Cómo ha ido todo? ¿Dijeron algo que pueda ser de mi interés?

– Oh, señora Townsend. No debería hablar hasta que el señor Hamilton baje. No sería correcto, ¿verdad?

– Escúchame, muchacho. Sólo te estoy preguntando si los invitados de lord y lady Ashbury disfrutaron de la comida. No creo que eso le importe al señor Hamilton, ¿estás de acuerdo?

– En realidad, no podría decirlo, señora Townsend -declaró Alfred guiñándome el ojo, por lo que tuve que contener la risa-, aunque pude advertir que lord Ponsonby se sirvió una segunda ración de sus patatas.

La señora Townsend sonrió, mirando sus manos nudosas, y asintió como para sí misma.

– Oí decir a la señora Davis, que cocina para lord y lady Bassingstoke, que lord Ponsonby tiene especial debilidad por las patatas a la crema.

– ¿Debilidad? Los demás pueden considerarse afortunados si les dejó probar algo.

La señora Townsend no dijo nada pero sus ojos brillaron.

– Alfred, no seas malvado. Si el señor Hamilton te oyera decir tales cosas…

– ¿Si el señor Hamilton oyera qué? -quiso saber Myra, que apareció en ese momento en la puerta. Luego tomó asiento y se quitó la cofia.

– Le estaba contando a la señora Townsend cuánto disfruta de su cena las damas y los caballeros -explicó Alfred. Myra puso los ojos en blanco.

– Nunca he visto que los platos regresaran tan vacíos. Grace puede dar fe de lo que digo.

Yo asentí y ella continuó.

– Es mérito del señor Hamilton, por supuesto, pero diría que usted se ha superado, señora Townsend.

La cocinera se arregló la blusa que cubría su busto prominente.

– Bueno, por supuesto -concedió con aire de suficiencia-, nosotros hicimos nuestra parte.

El tintinear de la porcelana nos hizo mirar hacia la puerta. Katie avanzaba lentamente, asiendo con fuerza una bandeja con tazas de té. En cada paso el chocolate se derramaba y encharcaba los platos.

– Oh, Katie -exclamó Myra cuando la fregona dejó la bandeja en la mesa-, mira qué desastre. Vea lo que ha hecho, señora Townsend.

La cocinera miró hacia el techo con desesperación.

– A veces creo que pierdo mi tiempo con esa chica.

– Oh, señora Townsend -se quejó Katie-. Me esfuerzo por hacerlo bien, en verdad lo hago. No quería…

– ¿Querías qué, Katie? -preguntó el señor Hamilton, que bajaba la escalera y entraba en la sala-. ¿Qué has hecho ahora?

– Nada, señor Hamilton. Sólo trataba de traer el chocolate.

– Y lo has traído, tonta -intercedió la señora Townsend-. Ahora regresa y termina con esos platos. Seguramente el agua se ha enfriado. Ve a ver cómo está.

La señora Townsend meneó la cabeza cuando Katie se marchó. Luego se dirigió sonriente al señor Hamilton.

– Entonces, ¿ya se han ido todos, señor Hamilton?

– Así es, señora Townsend. Acabo de ver a los últimos invitados, lord y lady Denys, subiendo a su automóvil.

– ¿Y la familia?

– Las damas se han ido a dormir. Su Señoría, el mayor y el señor Frederick están terminando su jerez en el salón y se retirarán a descansar en breve.

El señor Hamilton apoyó las manos en el respaldo de su silla e hizo una pausa, mirando a lo lejos, como lo hacía cuando estaba a punto de dar una información importante. Los demás permaneci mos sentados, esperando. El señor Hamilton se aclaró la voz.

– Todos deben estar sumamente orgullosos. La cena ha sido un gran éxito y el Señor y la Señora están verdaderamente complacidos -anunció, esbozando una remilgada sonrisa-. El Señor ha tenido la amabilidad de permitirnos abrir una botella de champán y compartirla como muestra de su aprecio.

Se oyó una ráfaga de aplausos entusiastas mientras el señor Hamilton traía una botella de la bodega y Myra buscaba unas copas. Yo estaba sentada en silencio, esperando que se me permitiera beber una copa. Todo aquello era nuevo para mí. Mi madre y yo nunca tuvimos muchos motivos que celebrar.

Cuando llenó la última copa, el señor Hamilton miró, a través de sus gafas y su larga nariz, en mi dirección.

– Sí -declaró por fin-, creo que incluso tú puedes beber una copita, joven Grace. No todas las noches el amo nos hace un obsequio tan espléndido.

Tomé agradecida la copa que el señor Hamilton sostenía en su mano.

– Un brindis -propuso-. Por todos los que vivimos y servimos en esta casa. Por una vida larga y piadosa.

Entrechocamos nuestras copas y yo me apoyé en el respaldo de la silla, sorbiendo el champán y saboreando la acidez de las burbujas en los labios. A lo largo de mi larga vida, siempre que he tenido ocasión de beber champán, he recordado esa primera vez en la sala de los sirvientes en Riverton. Es una energía singular la que acompaña un éxito compartido y los elogios de lord Ashbury nos habían llenado de entusiasmo, dando calor a nuestras mejillas y alegrando nuestros corazones. Alfred me sonrió por encima de su copa y yo le respondí con una sonrisa tímida. Escuché a los demás mientras relataban los hechos de la noche sin dejar detalle: los diamantes de lady Denys, los modernos puntos de vista de lord Harcourt acerca del matrimonio, la debilidad de lord Ponsonby por las patatas a la crema.

Un timbre estridente me sobresaltó, sacándome de la diversión. Todos los que estábamos sentados a la mesa nos quedamos mudos. Nos miramos desconcertados, hasta que el señor Hamilton saltó de su silla.

– Qué raro. Es el teléfono -señaló y salió apresuradamente de la sala.

Lord Ashbury tenía una de las primeras instalaciones telefónicas de Inglaterra, un hecho del cual todos los que servíamos en la casa nos sentíamos inmensamente orgullosos. El principal aparato receptor estaba en el despacho del señor Hamilton para que, en las inquietantes ocasiones en las que sonaba, él tuviera acceso directo y pudiera transferir la llamada a la planta alta. A pesar de que el sistema estaba bien organizado, esas ocasiones eran escasas, dado que lamentablemente eran pocos los amigos de lord y lady Ashbury que tenían teléfono propio. No obstante, el aparato despertaba un respeto casi religioso proporcionando un motivo más que suficiente para invitar a los sirvientes de los visitantes al lugar donde podían ver por sí mismos el sagrado objeto y, consecuentemente, apreciar la superioridad de los señores de Riverton.

No era sorprendente que la campanilla del teléfono nos dejara a todos sin habla. Y dado que era tan tarde, la sorpresa se convertía en aprensión. Permanecimos muy quietos, con los oídos tensos, conteniendo la respiración.

– Diga -respondió el señor Hamilton-. ¿Diga?

Katie llegó a la sala.

– Me pareció oír algo. Oh, están todos tomando champán.

– Shhh -respondimos al unísono.

Katie se sentó y se dedicó a mordisquear sus estropeadas uñas.

Desde la antesala se oyó la voz del señor Hamilton.

– Sí, ésta es la casa de lord Ashbury… ¿El mayor Hartford? Sí, el mayor Hartford está aquí visitando a sus padres… Sí, señor, ya mismo. ¿Quién lo llama? Aguarde un momento, capitán Brown, mientras transfiero la llamada.

– Alguien pregunta por el mayor -murmuró la señora Townsend en tono cómplice.

Continuamos atentos. Desde donde yo estaba sentada apenas se podía distinguir el perfil del señor Hamilton a través de la puerta abierta, el cuello rígido, el rictus afligido.

– Disculpe, señor -comenzó el señor Hamilton-, siento mucho interrumpir su velada, señor, pero el mayor tiene una llamada telefónica. Es el capitán Brown, desde Londres, señor.

El señor Hamilton calló, pero siguió al aparato. Tenía el hábito de mantenerse a la escucha durante un momento, para asegurarse de que el destinatario hubiera descolgado el auricular y la comunicación no se hubiera cortado. Mientras esperaba, atento, advertí que sus dedos apretaban el teléfono. ¿Es un recuerdo auténtico? ¿O es tal vez fruto de una mirada retrospectiva la que me hace decir que su cuerpo estaba tenso y su respiración acelerada?

Cortó cuidadosamente, en silencio, y se alisó el frac. Regresó lentamente a su lugar en la cabecera de la mesa y permaneció de pie, asiendo con las manos el respaldo de la silla.

Recorrió la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de nosotros. Por fin dijo, en tono grave:

– Nuestros peores presentimientos se han hecho realidad. Esta noche, a las once en punto, Gran Bretaña ha entrado en guerra. Que Dios se apiade de nosotros.


Estoy llorando. Después de todos estos años he comenzado a llorar por ellos. Es extraño. Fue hace tanto tiempo, ellos no eran mi familia, y sin embargo tibias lágrimas escapan de mis ojos, surcando las arrugas de mi cara hasta que el aire fresco y pertinaz las seque.

Sylvia está nuevamente conmigo. Ha traído un pañuelo de papel y lo usa para secarme alegremente la cara. Para ella estas lágrimas se deben, simplemente, a conductos que no funcionan correctamente. Otra inevitable e inocua señal de mi edad.

Ella no sabe que lloro porque todo cambió desde ese instante. Que, así como cuando vuelvo a leer mis libros favoritos una pequeña porción de mí espera que el final sea diferente, me descubro esperando, contra toda esperanza, que la guerra nunca llegue. Que esta vez, de algún modo, nos deje estar.


Mistery Maker Trade Magazine

Invierno, 1998

BREVES:

Muere la esposa de un escritor: Se interrumpe la saga de las novelas del inspector Adams


Londres. Los admiradores que aguardan ansiosos la sexta entrega de las novelas del popular inspector Adams tienen por delante una larga espera. Según se dice, el autor Marcus McCourt ha interrumpido la escritura de la novela Muerte en el Cauldron después de que un aneurisma causara la súbita muerte de su esposa Rebecca McCourt, en el mes de octubre.

No ha sido posible obtener declaraciones de McCourt, pero una fuente cercana a la pareja ha revelado a Mistery Maker que el novelista, habitualmente accesible, se niega a hablar sobre la muerte de su esposa, y que desde entonces experimenta un bloqueo que le impide escribir. La editorial que publica las obras de McCourt en Gran Bretaña, Raymes & Stockwell, se ha negado también a hacer comentarios.

Las primeras cinco novelas de McCourt que tienen como protagonista al inspector Adams han sido recientemente adquiridas por Foreman Lewis, una editorial de los Estados Unidos, por una suma que no se dio a conocer, aunque se sabe que ronda las siete cifras. El crimen lo revelará será publicada por el sello Hocador y se prevé que salga a la venta en los Estados Unidos en el otoño de 1999. Es posible encargar ejemplares a través de Amazon.

Rebecca McCourt también era escritora. Su primera novela. Purgatorio, es una ficción inspirada en la historia de la décima sinfonía, inconclusa, de Gustav Mahler y estuvo entre las obras preseleccionadas para el premio de literatura Orange.

Marcus y Rebecca McCourt se habían separado recientemente.

5. Saffron High Street

Sigue lloviendo. Comienzo a sentir un dolor punzante en las vértebras lumbares, más sensibles que un barómetro. Anoche no pude dormir, me dolía todo el cuerpo. Un hueso gemía su dolor al otro, musitándole cuentos de una agilidad perdida hacía largo tiempo. Me encorvé y doblé mi rígido y viejo esqueleto, tratando inútilmente de conciliar el sueño. El fastidio se convirtió en frustración, después en aburrimiento, y finalmente en terror. Me aterrorizaba que la noche no terminara nunca y que pudiera quedar atrapada para siempre en su largo y solitario túnel.

Tras largo rato, debí de quedarme dormida, porque esta mañana desperté, y hasta donde sé una cosa no puede ocurrir sin la otra. Estaba quieta en la cama, con mi camisón enrollado en la cintura, la piel sudorosa después del esfuerzo nocturno, cuando una joven con la blusa remangada y una larga y delgada trenza que le rozaba los pantalones vaqueros entró en mi habitación y abrió las cortinas, dejando entrar un haz de luz. No era Sylvia, y en consecuencia supe que era domingo.

La joven -llamada Helen, leí su nombre en su placa de identificación- me metió en la ducha, tomándome del brazo para sostenerme. Sus uñas pintadas de morado se hundían en mi paliducha y fláccida piel. La trenza dio un coletazo sobre uno de los hombros cuando me enjabonaba el torso y las extremidades, tratando de eliminar la película de sudor de la noche, al tiempo que tarareaba una melodía desconocida. Cuando consideró que mi grado de higiene era adecuado, me sentó en la silla de plástico y me dejó sola para que me remojara debajo del agua tibia de la ducha. Yo me aferré con ambas manos a la barra que estaba debajo, y me incliné hacia delante, suspirando mientras el agua caía sobre mi agarrotada espalda proporcionándome alivio.

Con la ayuda de Helen me sequé, vestí, maquillé y arreglé, y a las siete y media estaba sentada en la sala de estar. Tuve tiempo de tomar una taza de té con una tostada correosa antes de que Ruth llegara para llevarme a la iglesia.

No soy demasiado religiosa. En realidad, tuve épocas en que la fe me abandonó, como cuando clamaba por un Padre benévolo, incapaz de permitir que sus hijos fueran sometidos a los horrores terrenales. Pero hice las paces con Dios hace mucho tiempo. La edad es una gran moderadora. Ahora nuestra relación es cordial. No hablamos a menudo, pero sé dónde encontrarlo.

Estamos en Cuaresma, el periodo de meditación y arrepentimiento que precede a la Pascua, y esta mañana el púlpito de la iglesia estaba revestido de púrpura. El sermón, acerca de la culpa y el perdón, fue bastante agradable (muy apropiado, considerando el esfuerzo que he decidido asumir). El pastor leyó el versículo 14, 6 del Evangelio según San Juan. Instó a los fieles a no sucumbir ante los alarmistas que predican la catástrofe del fin del milenio y a descubrir en cambio la paz interior a través de Cristo. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie está junto al Padre salvo yo», recitó. Y luego nos sugirió que, en los albores de un nuevo milenio, tomáramos como ejemplo la fe de los apóstoles en Cristo. Con la excepción de Judas, por supuesto: no parece muy recomendable que traicionara a Cristo por treinta monedas de plata y luego se ahorcara.

Al salir de la iglesia, Ruth y yo solemos recorrer a pie el corto trayecto desde High Street hasta el café de Maggie. Siempre vamos allí, aunque Maggie se marchó del pueblo con una maleta y el mejor amigo de su esposo hace muchos años. Esta mañana, mientras avanzaba lentamente por la empinada cuesta de Church Street, del brazo de Ruth, observé los primeros brotes que, impacientes, asoman en los setos de zarzamoras alineados a ambos lados del sendero. La rueda ha vuelto a girar y la primavera está próxima.

Descansamos un momento en el banco de madera que está debajo del olmo centenario, cuyo gigantesco tronco marca el cruce de Church Street y Saffron High Street. El sol invernal parpadeaba a través del encaje de sus ramas desnudas, desentumeciendo mi espalda. Qué extraños son estos días claros y brillantes de finales de invierno, en que es posible sentir frío y calor al mismo tiempo.

Cuando era joven, caballos, carruajes y coches tirados por caballos recorrían estas calles. Después de la guerra, lo hacían también los automóviles: Austen y Ford T, cuyos conductores, con ojos desorbitados, hacían sonar las bocinas. Los caminos eran polvorientos, llenos de baches y estiércol. Las niñeras empujaban afanosamente enormes cochecitos con ruedas y los pilluelos de ojos inexpresivos vendían periódicos en las esquinas.

La vendedora de sal siempre se instalaba en la esquina, donde ahora está la gasolinera. Vera Pipp, se llamaba: una figura enjuta con un gorro de tela y una fina pipa de cerámica siempre colgando de sus labios. Yo solía esconderme detrás de la falda de mi madre, mirando con ojos asombrados a la señora Pipp, que usaba un gran gancho para cargar los bloques de sal en su carro y luego, con una sierra y cuchillo, los transformaba en piezas más pequeñas. Solía aparecer en mis pesadillas, con su pipa y su brillante gancho.

Al otro lado de la calle estaba la tienda de empeño, con tres llamativas esferas metálicas en el escaparate, como era habitual en todos los pueblos de Gran Bretaña de principios de siglo. Mi madre y yo la visitábamos todos los lunes para cambiar nuestros mejores vestidos de domingo por unos pocos chelines. El viernes, cuando la tienda de confección le pagaba a mi madre por su costura, ella me enviaba allí otra vez a retirar las prendas, para que pudiéramos vestirnos y acudir a la iglesia.

La tienda de comestibles era mi favorita. Ahora es un local donde se hacen fotocopias. Fue la última en desaparecer diez o veinte años atrás, cuando se construyó el supermercado en Bridge Road. En mi época la atendían un hombre alto y delgado de marcado acento y cejas aún más marcadas, y su regordeta esposa, que se ocupaba de satisfacer los pedidos de los clientes, por extravagantes que fueran. Incluso durante la guerra el señor Georgias era capaz de proveernos de un paquete de té adicional sin incremento de precio alguno. Para mis jóvenes ojos la tienda era el país de las maravillas. Solía mirar a través de la vitrina, las brillantes cajas de flan y gelatina en polvo marca Bird o las de bizcochos McVitie & Price, ordenadas cuidadosamente en pirámides. clase de lujos que nunca tuvimos en casa. Dentro, sobre amplios y pulidos mostradores, se veían piezas amarillas de manteca y queso, cajas de huevos frescos -a veces, todavía tibios- y alubias secas, que se pesaban en balanzas de metal. Algunos días, los menos, mi madre llevaba de casa un recipiente que el señor Georgias llenaba de melaza oscura con un cucharón.

Ruth me tomó del brazo y me puso de pie. Seguimos caminando por Saffron High Street hacia el descolorido toldo rojo y blanco del café de Maggie. El menú, escrito con trazo irregular en una pizarra, lucía su acostumbrada y variopinta combinación de modernas especialidades -cappuccino grande, hamburguesas de pollo estilo cajún, pizzas con tomates desecados- pero nosotras pedimos lo de siempre, dos tazas de té English breakfast y un bizcocho para compartir. Nos sentamos en la mesa junto a la ventana.

La chica que nos atendió era nueva, tanto en la cafetería como en el oficio, sospeché, a juzgar por la torpeza con que aferraba una taza en cada mano mientras el plato de bizcocho se balanceaba a causa de la temblorosa muñeca.

Ruth le dirigió una mirada de desaprobación, alzando las cejas al ver los charcos de té que inevitablemente se formaron en los platos. No obstante, se contuvo piadosamente, sus labios permanecieron cerrados mientras trataba de secar el desastre con servilletas de papel.

Bebimos el té como de costumbre, en silencio, hasta que por fin Ruth deslizó su plato a través de la mesa.

– Come mi parte también. Estás muy delgada.

Quise recordarle la observación de la señora Simpson -una mujer nunca puede ser demasiado rica o demasiado delgada- pero creí mejor no hacerlo. El sentido del humor de Ruth jamás había abundado y últimamente la había abandonado por completo.

Estoy delgada. Me ha abandonado el apetito. No se debe a que no tenga hambre sino a que no siento los gustos. Y cuando nuestra última papila gustativa deja de funcionar, sucede lo mismo con cualquier estímulo que pueda inducirnos a comer. Es una ironía. Después de haberme esforzado desesperadamente en mi juventud para lograr el ideal de moda de entonces -palidez, brazos finos, pechos pequeños- me ha tocado en suerte ahora. Sin embargo, estoy convencida de que me queda tan bien como, en su momento, a Coco Chanel.

Ruth se seca la boca, persiguiendo una miga invisible. Luego se aclara la voz, dobla su servilleta en dos pliegues y la pone debajo del cuchillo.

– Necesito que me preparen una receta en la farmacia -declara-. ¿Te importa esperar aquí?

– ¿Una receta? ¿Por qué? ¿Qué te ocurre?

Aunque Ruth tiene más de sesenta años y es madre de un hombre maduro, mi corazón da un vuelco.

– Nada, de verdad -contesta, en actitud tensa. Luego agrega en voz baja-. Sólo se trata de algo que me ayude a dormir.

Asiento. Las dos sabemos por qué no duerme. Es algo que está presente, sentado entre nosotras, una tristeza compartida. Nos une el silencioso acuerdo de no hablar de ello. De él.

Ruth se apresura a llenar el instante de silencio.

– Quédate aquí, no tardaré, sólo tengo que cruzar la calle. Aquí dentro se está bien, con la calefacción -indica. Toma su cartera y su abrigo, y se queda observándome unos segundos-. ¿No se te ocurrirá salir, verdad?

Niego con la cabeza mientras ella se dirige rápidamente a la puerta. Ruth tiene el temor pertinaz de que yo desaparezca si me deja sola. Me pregunto adónde imagina que iría tan ansiosamente.

Miro a través de la ventana hasta que ella se pierde entre la gente que pasa a toda prisa. Personas con diferentes siluetas y estaturas, y de diferentes colores, también, por estos días, aun aquí, en Saffron. ¿Qué habría dicho la señora Townsend?

Un niño de mejillas rosadas anda por ahí, robusto como un zepelín, arrastrado por una madre atareada. El niño, o la niña, es difícil distinguirlo, me mira con sus grandes ojos redondos, libre de la presión social que obliga a sonreír a la mayoría de los adultos. Me asaltan los recuerdos. Alguna vez, hace tiempo, yo fui esa niña. Mi propia madre me arrastraba detrás de ella mientras avanzaba presurosa por la calle. El recuerdo se vuelve nítido. Habíamos pasado por este mismo lugar, aunque entonces no era un café sino una carnicería. Las piezas de carne se alineaban sobre bloques de mármol blanco a lo largo de la vitrina; en el suelo espolvoreado con serrín se veían esqueletos de vaca. El señor Hobbins, el carnicero, me había saludado con la mano, y recordé mi deseo de que mi madre se detuviera, para que lleváramos a casa un codillo de cerdo con el que hacer una apetitosa sopa.

Me entretuve en el escaparate, esperanzada, imaginando el guiso -cerdo, puerro y patatas- burbujeando sobre nuestra cocina de leña, llenando el diminuto espacio con su sabroso vapor. Casi podía olerlo. Mi percepción era tan vivida que me causaba dolor.

Pero mi madre no se detuvo. Ni siquiera dudó. Mientras el tap-tap de sus tacones se alejaba cada vez más, me invadió un impulso irrefrenable de asustarla, de castigarla porque éramos pobres, de hacerle creer que me había perdido.

Me quedé donde estaba, segura de que advertiría enseguida que no estaba junto a ella y regresaría rápidamente. Tal vez, sólo tal vez, el alivio la abrumaría y decidiría comprar el codillo.

De pronto algo me arrancó de allí y me arrastró en dirección contraria a la de mi madre. Me llevó un momento comprender lo que sucedía: el botón de mi abrigo había quedado enredado en la correa del bolso de una dama elegante, que briosamente me alejaba del lugar. Recuerdo nítidamente que estiré mi pequeña mano para tocar su generoso y abultado trasero -la timidez me lo impidió- mientras mis pies pedaleaban tenazmente para seguirle el paso. Cuando la dama cruzó la calle, involuntariamente la seguí. Comencé a llorar. Me había perdido. Cada paso presuroso me alejaba de mi madre. No volvería a verla. En cambio, quedaría a merced de esa extraña dama de extravagantes prendas.

De pronto, al otro lado de la calle, vi a mi madre dando grandes zancadas entre las personas que iban de compras. ¡Qué alivio! Traté de llamarla pero me lo impedían mis propios sollozos. Agité los brazos y grité entrecortadamente, mientras las lágrimas seguían fluyendo copiosamente.

Entonces mi madre giró y me vio. Su rostro se demudó. Su mano delgada se posó en su pecho plano. En un instante estaba a mi lado. La otra señora, hasta ese momento ignorante del polizón que arrastraba, había sido alertada por el alboroto. Giró y nos miró, a mi madre, alta, con el rostro demacrado y la falda descolorida, y al pichón bañado en lágrimas en que seguramente me había convertido. Entonces recogió su bolso y lo aferró contra el pecho, horrorizada.

– ¡Vete! ¡Aléjate de mí o llamaré al agente de policía!

Un grupo de personas, intuyendo que se avecinaba algo emocionante, comenzó a formar un círculo en torno a nosotras. Mi madre se disculpó con la dama, que la miraba como a un ratón en la despensa. Mi madre trató de explicarle lo que había ocurrido, pero la señora seguía apartándose. Yo no tenía más opción que seguirla, lo que hizo que ella chillara más alto. Por fin apareció el agente de policía y preguntó qué era todo ese escándalo.

– Esta mocosa pretendía robarme la cartera -afirmó la dama, agitando el dedo en mi dirección.

– ¿Es eso cierto? -preguntó el policía.

Negué con la cabeza, aún con un hilo de voz, segura de que iban a arrestarme.

Entonces mi madre explicó lo sucedido con mi botón y la correa del bolso y el agente de policía asintió. La dama frunció dubitativamente el ceño. Luego todos miraron hacia abajo, observando la correa y mi botón, que en efecto estaba enredado en ella. El agente de policía le pidió a mi madre que me desenganchara.

Ella desenredó el botón, le dio las gracias, se disculpó una vez más con la señora y luego me miró. Yo estaba expectante, ¿cuál sería su reacción, la risa o el llanto? Ambas cosas, pero no en ese momento.

Me cogió por el abrigo marrón y me alejó de la multitud que se dispersaba. Se detuvo en cuanto doblamos la esquina de Railway Street. Cuando el tren que se dirigía a Londres salió de la estación, me miró y susurró:

– Maldita niña. Pensé que te había perdido. Acabarás matándome, ¿me oyes? ¿Es eso lo que quieres? ¿Matar a tu propia madre? -Luego me enderezó el abrigo, meneó la cabeza y me tomó de la mano, apretándola con tanta fuerza que me hizo daño-. Dios mío, ayúdame. A veces desearía haberte dejado en el orfanato.

Mi madre solía mencionar esas palabras cuando yo hacía travesuras y sin duda la amenaza contenía más de un ápice de verdad. Por cierto, muchos estarían de acuerdo en que habría sido mejor que me hubiera dejado en el orfanato. Nada era tan contundente como el embarazo para que una mujer perdiera su puesto entre el personal de servicio y desde mi nacimiento la vida de mi madre había transcurrido entre privaciones y dificultades.

Me habían contado tantas veces cómo me había librado del orfanato que solía creer que conocía la historia antes de nacer. El viaje de mi madre en tren hacia Russell Square, en Londres, llevándome envuelta dentro de su abrigo para protegerme del frío, se había convertido para nosotras en una especie de leyenda. El recorrido a pie por Grenville Street hacia Guilford Street, las personas que a su paso meneaban la cabeza, sabiendo muy bien adónde se dirigía con su pequeño paquete. La manera en que ella había reconocido el edificio del orfanato desde lejos, mientras avanzaba por la calle, por la aglomeración de mujeres jóvenes como ella que se arremolinaban en la entrada, balanceándose aturdidas con sus llorosos bebés. Y entonces fue cuando sucedió lo más importante: de pronto una voz, clara como el día (la de Dios, según mi madre; bobadas, opinaba mi tía Dee), le pidió que diera media vuelta, que su deber era conservar a su pequeña hija. El instante, de acuerdo con la tradición familiar, al que yo debía estar eternamente agradecida.

Esa mañana, el día del botón y la correa, las palabras de mi madre sobre el orfanato me hicieron callar. Pero no como ella creía -por estar reflexionando sobre la buena fortuna que me había evitado esa reclusión-, sino porque estaba recorriendo el ya explorado sendero de una de mis fantasías infantiles preferidas. Disfrutaba enormemente imaginándome en el hogar de niños abandonados Corana, cantando entre otros niños. Habría tenido montones de hermanos y hermanas con quienes jugar, no sólo una madre cansada y malhumorada, cuyo rostro estaba surcado por las desilusiones. Una de las cuales, me temía, era yo.

Sentí que alguien estaba detrás de mí y regresé por el largo túnel de la memoria. Me volví para mirar a la joven a mi lado y un segundo después la reconocí: era la camarera que nos había traído el té. Me observaba expectante. Yo la miré parpadeando.

– Creo que mi hija ya ha pagado la cuenta.

– Oh, sí -repuso la jovencita con voz suave y acento irlandés-, lo ha hecho. Pagó cuando pidieron.

Sin embargo, no se movía de su lugar.

– ¿Hay alguna otra cosa que quiera decirme? -pregunté.

Ella tragó saliva.

– Es sólo que Sue, que trabaja en la cocina, dice que usted es la abuela de…, es decir, que su nieto es Marcus McCourt, y para ser sinceros, yo soy su más ferviente admiradora. Sencillamente adoro al inspector Adams. He leído cada uno de los libros -afirmó.

Marcus. La pequeña polilla de la pena revoloteó en mi pecho, como siempre que alguien pronuncia su nombre.

– Me alegra saberlo. Mi nieto se sentiría halagado -conteste, con una sonrisa.

– Me apenó tanto cuando leí lo de su esposa…

Asentí con la cabeza. Ella dudó y yo me preparé para oír las preguntas que -bien lo sabía- sobrevendrían, como siempre: ¿continuaba escribiendo la nueva novela del inspector Adams? ¿Se publicaría en breve? Sin embargo, me sorprendió que el decoro o la timidez vencieran a la curiosidad.

– Bueno, me alegra haberla conocido -declaró la joven-. Debo volver al trabajo, antes de que Sue se ponga como loca. -Ya se dirigía hacia la cocina cuando se volvió-. Se lo dirá, ¿verdad? Dígale que sus libros son muy importantes para mí, y para todos sus admiradores.

Le di mi palabra, aunque no sabía cuándo podría cumplirla. Como la mayoría de las personas de su generación, Marcus es un trotamundos. Pero a diferencia de sus coetáneos, no ansía aventuras sino distracción. Ha desaparecido en la nube de su propio sufrimiento y desconozco cuál es su paradero. Han pasado meses desde la última vez que tuve noticias suyas, cuando me envió desde California una postal de la Estatua de la Libertad que simplemente decía «Feliz cumpleaños», firmado «M».

Pero no se trata sólo del dolor. La culpa lo persigue. Una culpa injustificada por la muerte de Rebecca. Se culpa a sí mismo, cree que si no la hubiera abandonado las cosas habrían sido diferentes. Me preocupa Marcus. Comprendo muy bien la peculiar clase de culpa que experimentan los sobrevivientes de una tragedia.

A través de la ventana puedo ver a Ruth, que está enfrente, enredada en una conversación con el pastor y su esposa, y aún no había llegado a la farmacia. Con gran esfuerzo me deslizo hasta el borde de la silla, me cuelgo el bolso del brazo y aferró mi bastón. Con piernas temblorosas, me pongo de pie. Hay un asunto que atender.


El señor Butler tiene un comercio de artículos para caballero con una minúscula fachada en la calle principal. Apenas un atisbo de toldo rayado encajonado entre la panadería y una tienda que vende velas e incienso. Pero más allá de la puerta de madera roja, con su brillante aldabón de metal y su timbre plateado, uno se encuentra con una multitud de variados productos desparramados por su modesto interior. Corbatas y sombreros de hombre, mochilas para escolares, maletas de cuero o palos de hockey, se disputan el espacio del local estrecho y largo.

El señor Butler es un hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, con una calva incipiente y, según puedo observar, una cintura que tiende a desaparecer. Recuerdo a su padre, aunque no se lo digo. He aprendido que a los jóvenes les incomodan las historias de tiempos pasados. Esa mañana me sonríe, observándome a través de sus gafas, y afirma que me ve muy bien. Cuando era más joven -incluso durante mi octava década de vida- la vanidad me habría inducido a creerle. Ahora entiendo esos comentarios como amables expresiones de sorpresa que surgen cuando las personas comprueban que aún estoy viva. De todos modos se lo agradezco -sé que lo hace con buena intención- y le pregunto si tiene una grabadora.

– ¿Para escuchar música? -pregunta el señor Butler.

– Quiero hablar, grabar mis palabras -le respondo.

El señor Butler duda, probablemente se pregunta qué deseo contarle a la grabadora. Luego saca un pequeño objeto negro del mostrador.

– Esto debería servirle. Lo llaman walkman, todos los chicos de ahora lo usan.

– Sí -asiento esperanzada-, eso parece ser lo que necesito.

Seguramente él nota mi inexperiencia, porque empieza a explicarme su funcionamiento.

– Es fácil. Pulse esta tecla, y luego hable aquí -indica, inclinándose hacia delante, mientras me señala un panel de metal perforado en uno de los laterales del aparato. Casi puedo sentir el olor a alcanfor de su traje-. Aquí está el micrófono.

Ruth todavía no ha regresado de la farmacia cuando vuelvo al café de Maggie. En lugar de arriesgarme a que la camarera me haga más preguntas, me envuelvo en mi abrigo y me acurruco en el banco de la parada de autobús. Tanta actividad me ha dejado sin aliento.

Una fresca brisa arrastra consigo envoltorios de golosinas, hojas secas y una pluma de pato marrón verdosa. Danzan a lo largo de la calle, se detienen y se arremolinan con cada nueva ráfaga.

Pensé en Marcus, deambulando por todo el planeta, atrapado por una melodía descompasada de la que no puede escapar. En los últimos tiempos no me cuesta demasiado tener presente a Marcus. Por las noches, mientras el sueño revolotea alrededor de mis visiones como una polilla polvorienta, él invade constantemente mis pensamientos. Como una mustia flor de verano atrapada entre las imágenes de Hannah y Emmeline, y de Riverton, mi nieto, más allá del tiempo y el espacio. Un instante es un niño con la piel sudorosa y los ojos grandes y al siguiente un hombre adulto, consumido por el amor y su pérdida.

Quiero volver a ver su rostro. Tocarlo. Su rostro adorable y familiar, tallado, como todos los rostros, por las manos eficientes de la historia, que habla de la influencia de sus antecesores y de un pasado del que poco sabe.

Volverá algún día, no lo dudo, porque el hogar es un imán que atrae incluso a sus hijos más indiferentes. Pero no puedo adivinar si ocurrirá mañana o dentro de años. Y no tengo tiempo para esperarle. Me encuentro en una fría sala, aguardando a que llegue mi hora, temblando mientras los fantasmas y los ecos de antiguas voces se alejan.

Ése es el motivo por el cual he decidido grabarle una cinta. Tal vez más de una. Voy a contarle un secreto, un antiguo secreto, largamente guardado. Algo que sólo yo sé.

Al principio pensé en escribir, pero cuando encontré una resma de papel amarillento y un bolígrafo negro, los dedos no me respondieron. Y no deseo colaboradores inútiles, incapaces de transformar mis pensamientos en una legible telaraña de garabatos.

Fue Sylvia quien me sugirió una grabadora. Se fijó en mi hoja escrita durante uno de sus arrebatos compulsivos de limpieza, surgido para escabullirse de las demandas de un paciente al que no toleraba.

– ¿Ha estado dibujando? -preguntó, mientras sostenía el papel delante de ella y lo inclinaba, junto con su cabeza-. Muy moderno. Bonito. ¿Qué se supone que es?

– Una carta -contesté.

Entonces me dijo cuál era el método que utilizaba Bertie Sinclair: grababa las cartas y las recibía en casetes que podía oír en su magnetófono.

Eso no quiere decir que desde que lo hace se haya vuelto más tolerable ni menos exigente. Pero si empieza a quejarse de su lumbago, no tengo más que hacer funcionar su grabadora y dejarlo escuchando una de sus cintas, feliz como una alondra.

En el banco de la parada del autobús, jugueteo con el paquete entre las manos, entusiasmada con las cosas que me permitirá hacer no bien llegue a casa.

Ruth me hace señas desde el otro lado de la calle, insinúa una sonrisa adusta y comienza a cruzar el paso de peatones mientras guarda un paquete de la farmacia en su bolso.

– Mamá -me reprende cuando está cerca-. ¿Qué estás haciendo aquí afuera? Hace frío. -Rápidamente mira a ambos lados-. La gente creerá que te he dejado esperando en este lugar. -Entonces me levanta y me lleva de vuelta a su coche. Mis mullidas suelas avanzan silenciosas junto a los tacones de sus zapatos de vestir.


En el camino de regreso a Heathview contemplo a través de la ventanilla la interminable fila de casas alineadas en las calles de piedra gris. En una de ellas, a mitad de camino, silenciosamente acurruca da entre otras dos idénticas, está la casa donde nací. Miro a Ruth, pero no sé si se da cuenta. No tiene motivo para hacerlo, por supuesto. Todos los domingos recorremos el mismo trayecto.

Mientras serpentea el estrecho sendero y el pueblo se convierte en campo, contengo el aliento -sólo un poco- como siempre hago.

Más allá de Bridge Road doblamos la esquina y allí está. La entrada a Riverton. Las puertas enrejadas, tan altas como postes de alumbrado, la entrada al susurrante túnel de árboles centenarios. Está pintada de blanco, en lugar del brillante plateado del año anterior. Ahora, junto a las letras de hierro fundido que dicen «Riverton», hay un cartel donde se lee: «Abierto al público de marzo a octubre, de 10.00 a 16.00. Entrada: Adultos, 4 libras; niños, 2 libras. Sólo visitas guiadas».


He tenido que practicar un poco hasta aprender a utilizar la grabadora. Afortunadamente, conté con la ayuda de Sylvia, quien sostuvo el aparato frente a mi boca y me indico que dijera lo primero que me viniera a la cabeza: «Hola, hola, habla Grace Bradley… probando, uno, dos, tres».

Sylvia apartó el walkman y sonrió burlona.

– Muy profesional. -Luego pulsó una tecla y se oyó un zumbido-. Estoy rebobinando para que podamos escuchar lo que ha grabado.

Un clic indicó que la cinta había vuelto al punto inicial. Sylvia pulsó la tecla «play» y ambas esperamos.

Era la voz de la ancianidad: desvaída, gastada, casi imperceptible. Una pálida cinta deshilachada, donde sólo sobrevivían unas frágiles hebras plateadas. Apenas unas motas de mí, de mi verdadera voz, la que oigo en mi mente y en mis sueños.

– Genial -exclamó Sylvia-. Ya puede hacerlo sola. Llámeme si necesita ayuda.

Cuando se disponía a partir sentí una acuciante inquietud.

– Sylvia…

Ella se volvió para mirarme.

– ¿Qué pasa, querida?

– ¿Qué voy a decir?

– Bueno, no lo sé -repuso, y rió-. Imagine que él está nuevamente sentado junto a usted y dígale sencillamente lo que piensa.

Y así lo hice, Marcus. Imaginé que te habías tendido en el extremo de mi cama, como te gustaba hacer cuando eras pequeño, y comencé a hablar. Te conté lo de la película y Ursula. Fui cautelosa acerca de tu madre, sólo dije que te echa de menos, que ansia verte.

Y te revelé los recuerdos que han estado acechándome. No todos, no es mi objetivo aburrirte con historias del pasado. En cambio, sí te dije que, curiosamente, tengo la sensación de que se están convirtiendo en algo más real que mi vida; te hablé del modo en que inadvertidamente me evado y de la decepción que siento cuando al abrir los ojos descubro que estoy de vuelta en 1999; de cómo está cambiando mi conciencia del tiempo y de que estoy comenzando a sentirme más cómoda en el pasado y como un visitante en esta extraña y pálida experiencia a la que llamar al presente.

Me divierte estar sentada a solas en mi habitación, hablando con una pequeña caja negra. Al principio susurraba, me preocupaba que otros pudieran oír, que mi voz y sus secretos se escurrieran por el pasillo y la sala de estar, como la sirena de un barco que flota desamparada hacia un puerto extranjero. Pero cuando la jefa de las enfermeras llegó con mis opiáceos, su aspecto de sorpresa me tranquilizó.

Ella ya se ha ido. He dejado las píldoras en el alféizar de la ventana que está a mi lado. Las tomaré más tarde, por ahora necesito tener la mente clara. No importa que la espalda me duela tanto o más que la propia historia.

Estoy a solas otra vez, mirando cómo el sol cae sobre el jardín. Me gusta seguir su recorrido mientras se desliza silenciosamente detrás de la hilera de árboles cercanos. Hoy me distraigo y me pierdo su último adiós. Cuando mis ojos se abren, el instante ha pasado y la brillante medialuna ha desaparecido, dejando el cielo desolado: sólo queda un frío y pálido reflejo azul lacerado por blancas y gélidas vetas. Hasta el jardín tiembla en la súbita oscuridad. A lo lejos un tren serpentea en medio de la niebla del valle, los frenos chirrían cuando gira hacia el pueblo. Miro mi reloj de pared. Es el tren de las cinco de la tarde, repleto de personas que regresan de su trabajo en Chelmsford, en Brentwood e incluso en Londres.

En mi mente aparece la imagen de la estación. Tal vez no como verdaderamente es, sino como era. El enorme reloj redondo pende sobre el andén, su esfera incólume y sus diligentes agujas. Un duro recordatorio de que el Tiempo y los trenes no esperan a ningún hombre. Es probable que haya sido reemplazado por un titilante marcador digital. No puedo saberlo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en la estación.

La recuerdo tal como era la mañana que despedimos a Alfred cuando se fue a la guerra. Banderines triangulares de papel, rojas y azules, agitándose en la brisa, enamorados abrazados, niños que corrían de un lado a otro haciendo sonar silbatos de hojalata y ondeando banderas del Reino Unido. Los jóvenes -esos jóvenes- lucían radiantes y ansiosos con sus uniformes nuevos y sus botas lustradas. Y serpenteando por la vía, el tren, reluciente, ansioso por empezar a andar, por hacer desaparecer como por arte de magia a sus pasajeros llevándolos hacia un infierno de lodo y muerte.

Pero ya basta de detalles. Daré un gran salto hacia adelante.


«Las lámparas se apagan en toda Europa.

No volveremos a verlas encendidas

en lo que nos resta de vida».

Lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña

3 de agosto de 1914

6. En el oeste

A medida que pasaban los días y el año 1914 se deslizaba hacia el siguiente, se esfumaban las posibilidades de que la guerra terminara para Navidad. Un certero disparo había estremecido las llanuras de Europa y el dormido gigante del rencor, alimentado durante siglos, había despertado. El mayor Hartford había sido convocado, desempolvado junto con otros héroes de campañas olvidadas hacía tiempo. Lord Ashbury se había mudado a su apartamento de Londres y se había alistado como voluntario en la milicia de Bloomsbury. El señor Frederick, no apto para el servicio militar debido a que había enfermado de neumonía en el invierno de 1910, dejó de fabricar automóviles para producir en cambio aviones de combate y el gobierno lo condecoró por su valiosa contribución a una industria vital en tiempos de guerra. Era un escaso consuelo, opinaba Myra, que sabía cosas tales como que el señor Frederick siempre había soñado con formar parte de las filas militares.

La historia sostiene que en el transcurso de 1915 comenzó a aclararse el verdadero carácter de la guerra. Pero la historia es un cronista muy poco fiable: el cruel recurso de la mirada retrospectiva hace que sus protagonistas queden en ridículo. Porque mientras en Francia los jóvenes afrontaban peligros que jamás habrían imaginado, en Riverton ese año transcurrió de manera muy semejante al anterior. Estábamos al tanto, por supuesto, de que el frente occidental estaba en un impasse -el señor Hamilton nos mantenía bien informados gracias a su minuciosa lectura de truculentos pasajes del periódico-; a decir verdad existían muy pocos obstáculos que impidieran que la gente siguiera criticando la guerra, pero las críticas eran atenuadas por el enorme torrente de objetivos que el conflicto había proporcionado a aquellos para quienes la vida cotidiana se había convertido en algo aburrido, los que agradecían el nuevo escenario en el que podían demostrar su valor.

Lady Violet creó y formó parte de numerosos comités: desde los que se ocupaban de ofrecer el alojamiento apropiado a correctos refugiados belgas hasta los que organizaban reuniones a la hora del té para oficiales que estaban de permiso. Todas las jovencitas de Gran Bretaña y también algunos niños hicieron su contribución a la defensa de la nación. Ante un mar de dificultades alzaron sus agujas de tejer para producir un aluvión de bufandas y calcetines para los muchachos del frente. Fanny, que no sabía tejer pero estaba ansiosa por impresionar al señor Frederick con su patriotismo, se lanzó a coordinar esas iniciativas, organizando el embalaje de las prendas tejidas y el envío de los paquetes a Francia. Incluso lady Clementine demostró un raro espíritu solidario, alojando en su casa a uno de los ciudadanos belgas protegidos por lady Violet, una anciana que no hablaba un buen inglés pero tenía modales lo suficientemente educados para disimularlo, y a la que lady Clementine procedió a interrogar sobre los detalles más espantosos de la invasión.

A medida que se acercaba el mes de diciembre, lady Jemina, Fanny y los niños Hartford fueron convocados a Riverton. Lady Violet estaba decidida a celebrar allí las tradicionales fiestas de Navidad. Fanny habría preferido permanecer en Londres -un lugar mucho más emocionante- pero no fue capaz de rechazar la invitación de una mujer con cuyo hijo esperaba casarse (sin importar que el hijo en cuestión estuviera instalado en otro lugar y mal predispuesto hacia ella). Por tanto, no le quedó más alternativa que armarse de valor y viajar a Essex para pasar unas largas semanas de invierno en el campo. Logró mostrarse tan aburrida como sólo pueden estarlo los niños más pequeños y pasó el tiempo arrastrándose de una habitación a otra y posando afectadamente, ante la escasa posibilidad de que el señor Frederick regresara imprevistamente a casa.

Jemina no salía bien parada si se la comparaba con Fanny. Estaba más gorda y fea que el año anterior. Sin embargo, había un aspecto en el cual la hacía sombra: no sólo estaba casada, sino que era la esposa de un héroe. Cuando llegaban cartas del mayor, el señor Hamilton se las llevaba solemnemente en una bandeja de plata. Jemina representaba entonces su estudiado papel de Esposa de un Militar. Recibía la carta con una graciosa inclinación de cabeza, la observaba un instante con los párpados respetuosamente bajos, suspiraba como dándose ánimos a sí misma, para finalmente abrir el sobre y absorber su precioso contenido. La carta era leída entonces, con el tono solemne que requerían las circunstancias, a un auditorio cautivado (y cautivo).

Mientras tanto, escaleras arriba, para Hannah y Emmeline el tiempo se hacía interminable. Habían llegado a Riverton hacía dos semanas, pero el hostil clima las obligó a quedarse dentro de la casa, sin lecciones que las entretuvieran (la señorita Prince estaba dedicada a tareas de voluntariado relacionadas con la guerra). Ya habían agotado todo lo que se les permitía hacer. Habían jugado a todos los juegos que conocían -a hacer nidos con hilos, a las tabas, al minero (que hasta donde yo podía comprender, requería que una de ellas arañara el brazo de la otra hasta que la sangre o el aburrimiento vencieran), habían hecho de pinches de la señora Townsend -que preparaba el banquete de la cena de Navidad- hasta que enfermaron por comer la masa cruda que habían robado a escondidas, y finalmente habían obligado a Nanny a que les abriera el ático para que pudieran explorar entre sus olvidados y polvorientos tesoros. Pero lo que añoraban era El Juego. (Yo había visto a Hannah investigando en el arcón chino, volviendo a leer viejas aventuras cuando creía que nadie la miraba). Y para eso necesitaban a David, que todavía permanecería una semana más en Eton.

Una tarde, a finales de noviembre, cuando subí a lavar los manteles más delicados para la cena de Navidad, Emmeline entró en el lavadero. Se detuvo un momento, recorrió la habitación con la mirada, y luego fue hacia el armario de las sábanas. Abrió la puerta y el halo de luz que proyectaba su vela se reflejó en el suelo.

– Ja, ja -proclamó triunfante-. Sabía que estarías aquí.

Mostró las manos y estiró los dedos para dejar a la vista dos blancos y pegajosos bastones de caramelo.

– De parte de la señora Townsend.

Un largo brazo apareció desde el oscuro interior del armario y se replegó después de tomar su bastón.

Emmeline lamió su pegajoso regalo.

– Estoy aburrida. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy leyendo -fue la respuesta. Silencio.

Emmeline miró dentro del armario y arrugó la nariz.

– La guerra de los mundos. ¿Otra vez?

No hubo respuesta.

Emmeline dio un largo y abstraído lametazo a su caramelo, lo observó desde todos los ángulos y quitó una hebra de algodón que se había adherido.

– Eh -exclamó de pronto-, cuando David llegue podríamos ir a Marte.

Silencio.

– Habrá marcianos buenos y malos y peligros inesperados.

Como todas las hermanas menores, Emmeline se había especializado en detectar las predilecciones de sus hermanos. No necesitaba mirarlos para saber que había dado en el blanco.

– Lo someteremos a la decisión del consejo -se oyó decir desde el armario.

Emmeline chilló emocionada, unió sus pegajosas manos y alzó su pie calzado con botas para entrar en el armario.

– ¿Y podemos decirle a David que fue idea mía?

– Cuidado, la vela está encendida.

– Puedo pintar el mapa de rojo en lugar de verde. ¿Es verdad que en Marte los árboles son rojos?

– Por supuesto que lo son. También el agua, el suelo, los canales y los cráteres.

– ¿Cráteres?

– Agujeros grandes, profundos y oscuros donde los marcianos guardan a sus niños. -Desde el interior del armario surgió una mano que comenzó a cerrar la puerta.

– ¿Son como pozos? -preguntó Emmeline.

– Pero más profundos y más oscuros.

– ¿Por qué guardan allí a los niños?

– Para que nadie vea los horrendos experimentos que han realizado con ellos.

– ¿Qué clase de experimentos? -inquirió Emmeline con un hilo de voz.

– Ya lo descubrirás -respondió Hannah-. Si David llega alguna vez.


Abajo, como siempre, nuestras vidas reflejaban como un turbio espejo las de quienes vivían arriba. Una noche, cuando todos los habitantes de la casa ya se habían ido a dormir, los sirvientes nos reunimos junto al fuego que ardía vigorosamente en nuestra salita. El señor Hamilton y la señora Townsend, como los topes que sujetan los libros en un estante, se sentaron en los extremos. Myra, Katie y yo nos agrupamos en el medio, en las sillas donde nos sentábamos a cenar, mirando con ojos bizcos las bufandas que tejíamos a la centelleante luz del fuego. Un viento frío azotaba los cristales de la ventana, provocando con sus ráfagas indómitas que los tarros de conservas de la señora Townsend temblaran en el estante de la cocina.

El señor Hamilton meneó la cabeza y apartó The Times. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– ¿Siguen las malas noticias? -preguntó la señora Townsend, alzando la vista del menú de Navidad que estaba planificando. El calor del fuego le había enrojecido las mejillas.

– Cada vez peores, señora Townsend. -El señor Hamilton volvió a ponerse las gafas-. Más bajas en Ypres. -Se levantó de la silla y fue hacia la pared en la que había colgado un mapa de Europa, donde se veía una docena de alfileres de colores que representaban distintos ejércitos y campañas. Quitó un alfiler azul de un lugar de Francia y lo reemplazó por uno amarillo-. Esto no me gusta nada -murmuró para sus adentros.

La señora Townsend suspiró.

– Tampoco a mí me gusta nada esto. -Señaló dando golpecitos con el lápiz en el menú-. ¿Cómo se supone que puedo preparar la cena de Navidad para la familia sin manteca, té o siquiera pavo, por mencionar algunos ingredientes?

– ¿No habrá pavo, señora Townsend? -intervino Katie.

– Ni un ala.

– ¿Y qué servirá?

La señora Townsend meneó la cabeza.

– No te alarmes. Algo se me ocurrirá, jovencita. Siempre lo hago, ¿no es cierto?

– Sí, señora Townsend -asintió seriamente Katie-. Ciertamente así es.

La señora Townsend miró hacia abajo, satisfecha. En las palabras de Katie no había ironía. Volvió a prestar atención al menú.

Yo trataba de concentrarme en mi labor pero no logré completar tres filas sin que se soltara algún punto en cada una de ellas. Lo dejé, frustrada, y me puse de pie. Algo había estado rondándome toda la noche. Algo de lo que había sido testigo en el pueblo y que no había logrado comprender.

Me alisé el delantal y me acerqué al señor Hamilton que, según me pareció, ya lo sabía todo.

– ¿Señor Hamilton? -comencé tímidamente.

El se volvió hacia mí. Me observó por encima de sus gafas. Aún sostenía un alfiler azul entre dos uñas puntiagudas.

– ¿Qué sucede, Grace?

Yo volví a mirar hacia el lugar donde los demás estaban entretenidos en una animada conversación.

– Y bien, niña. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Carraspeé nerviosa.

– No, señor Hamilton, es sólo que… quería preguntarle algo. Se trata de algo que vi hoy en el pueblo.

– ¿Sí? Habla, niña.

Miré hacia la puerta.

– ¿Dónde está Alfred, señor Hamilton?

Él frunció el ceño.

– Arriba, sirviendo jerez. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Alfred con todo esto?

– Es sólo que lo vi hoy en el pueblo.

– Sí, le mandé a hacer un recado.

– Lo sé, señor Hamilton, lo vi en McWhirter, cuando salía del almacén. -Apreté los labios. No lograba vencer la enorme reticencia que me impedía continuar-. Le dieron una pluma blanca, señor Hamilton.

– ¿Una pluma blanca?

El señor Hamilton abrió mucho los ojos y su mano bajó lentamente hasta quedar a un lado del cuerpo.

Asentí. Recordé que la conducta de Alfred había cambiado en los últimos tiempos, ya no mostraba esa actitud desenfadada. Ese día, en el pueblo, se quedó azorado con la pluma en la mano, mientras la gente que pasaba a su lado se detenía y susurraba con expresión de complicidad. Alfred había bajado la vista y había salido apresuradamente, encorvado y con la cabeza gacha.

– ¿Una pluma blanca? -Para mi bochorno, el señor Hamilton lo repitió con voz lo suficientemente alta como para llamar la atención de los demás.

– ¿Qué sucede, señor Hamilton? -preguntó la señora Townsend mirando por encima de sus gafas.

Él se pasó la mano por la mejilla y los labios, y meneó incrédulo la cabeza.

– Le han dado una pluma blanca a Alfred.

– ¡No! -La señora Townsend se llevó la mano regordeta a la mejilla-. Es imposible que le dieran una pluma blanca. No a nuestro Alfred -exclamó con voz entrecortada.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Myra.

– Grace lo ha visto esta mañana en el pueblo -explicó el señor Hamilton.

Asentí. Los latidos de mi corazón comenzaron a acelerarse. Tenía la desagradable sensación de haber abierto una caja de Pandora que contenía el secreto de otra persona y no poder cerrarla.

– Es absurdo -declaró el señor Hamilton, enderezándose el chaleco. Luego regresó a su silla y se acomodó las patillas de las gafas sobre las orejas-. Alfred no es un cobarde. Todos los días contribuye con el país en guerra, ayuda a mantener esta casa en funcionamiento. Tiene un puesto importante en casa de una familia importante.

– Pero no es lo mismo que ir al frente, ¿verdad, señor Hamilton? -preguntó Katie.

– Sin duda lo es -aseguró enfáticamente el señor Hamilton-. Cada uno de nosotros tiene un papel en esta guerra, Katie, incluso tú. Nuestro deber es preservar las costumbres de este gran país para que cuando los soldados regresen victoriosos, la sociedad que recuerdan esté esperándolos.

– Entonces, ¿cuando lavo las sartenes y cacerolas estoy contribuyendo a los fines de la guerra? -preguntó Katie maravillada.

– No si los lavas de esa manera -alegó la señora Townsend.

– Sí, Katie -confirmó el señor Hamilton-. Cumpliendo con tus deberes y tejiendo las bufandas estás haciendo tu parte. Todos lo hacemos -agregó, mirándonos a Myra y a mí.

– A decir verdad, no parece suficiente -admitió Myra, con la cabeza gacha.

– ¿Qué dices, Myra?

Myra dejó de tejer y apoyó sus huesudas manos en el regazo.

– Bueno -prosiguió cautelosamente-. Por ejemplo, Alfred es un hombre joven y saludable. Seguramente sería de mayor provecho si ayudara a los otros muchachos que están allí en Francia. Cualquiera puede servir jerez.

El señor Hamilton empalideció.

– ¿Cualquiera puede servir jerez? Tú deberías saber mejor que nadie que el servicio doméstico es una actividad para la que no todos son aptos, Myra.

Myra se ruborizó.

– Por supuesto, señor Hamilton, no quise sugerir que fuera de otro modo -se disculpó, jugueteando con los nudillos de sus dedos-. Supongo… que yo misma me he sentido algo inútil últimamente.

El señor Hamilton iba a condenar esos sentimientos cuando de pronto se oyeron los pasos de Alfred que bajaban la escalera y entraban en la salita. La boca del señor Hamilton se cerró y todos guardamos un silencio cómplice.

– Alfred -exclamó por fin la señora Townsend-, ¿por qué motivo bajas la escalera a esa velocidad? -Luego miró a su alrededor hasta que me encontró-. Has asustado a la buena de Grace. La pobre niña casi se muere del susto.

Le sonreí débilmente a Alfred. No me había asustado en lo más mínimo, tan sólo me había sorprendido, como a los demás. Y me sentía apenada. No debía haber preguntado al señor Hamilton acerca de la pluma. Le estaba tomando cariño a Alfred. Era una persona de buen corazón y a menudo dedicaba parte de su tiempo a sacarme de mi aislamiento. Al comentar su humillación a sus espaldas, de algún modo lo había hecho pasar por tonto.

– Lo siento, Grace. Es sólo que el amo David ha llegado.

– Sí -confirmó el señor Hamilton mirando su reloj-, era lo previsto. Dawkins fue a buscarlo a la estación porque sabíamos que llegaría en el tren de las diez. La señora Townsend tiene preparada su cena. Puedes ocuparte de llevársela. Alfred asintió y trató de serenarse.

– Lo sé, señor Hamilton -contestó y tragó saliva-. Es sólo que alguien ha llegado con él. Una persona de Eton. Creo que es el hijo de lord Hunter.


Hago una pausa. Una vez me dijiste que, en la mayoría de los relatos, cuando se llega a un punto ya no hay retorno. Cuando los personajes principales han hecho su aparición en escena y sólo queda desarrollar el drama, el narrador pierde el control y los protagonistas comienzan a moverse a su propio arbitrio.

La presencia de Robbie Hunter en esta historia la lleva al borde del Rubicón. ¿Lo cruzaré? Tal vez aún no sea demasiado tarde para regresar. Para envolverlos amablemente a todos ellos con papel de seda, y guardarlos en los compartimentos de mi memoria.

Sonrío. Ya no soy capaz de detener esta historia, como no puedo detener el transcurso del tiempo. No soy lo suficientemente romántica como para imaginar que la historia misma es quien desea ser contada, pero sí lo suficientemente honesta como para saber que quiero contarla yo.

Así pues, Robbie Hunter.


A la mañana siguiente, temprano, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho. Cerró suavemente la puerta tras él y me otorgó un dudoso honor. Todos los inviernos los diez mil ejemplares entre libros, revistas y manuscritos que albergaba la biblioteca de Riverton se sacaban de los estantes, se limpiaban y volvían a ponerse en su lugar. Ese rito anual se realizaba desde 1846, cuando la madre de lord Ashbury lo instituyó. Según contaba Myra la exasperaba el polvo, y ciertamente tenía razones para que así fuera. Una noche, a finales del otoño, el hermano menor de lord Ashbury -a quien le faltaba apenas un mes para cumplir tres años y era el favorito de todos los que lo conocían- se quedó dormido y ya nunca despertó de su sueño. Aunque nunca encontró un médico que apoyara su argumento, la madre del niño estaba convencida de que la humedad y el polvo acumulado durante años, suspendidos en el aire, le habían causado la muerte. Culpaba en especial a la biblioteca, porque allí era donde sus dos hijos habían pasado ese fatídico día jugando, imaginando que eran exploradores entre los mapas y las cartas de navegación que describían los viajes de remotos antepasados.

Lady Gytha Ashbury no era una persona con cuyos sentimientos se pudiera jugar. Decidió dejar de lado su dolor, con el mismo coraje y determinación que había demostrado al estar dispuesta a abandonar su tierra natal, su familia y a perder su dote por amor. De inmediato declaró la guerra. Reunió a sus tropas y fue su comandante en la empresa de desterrar a los insidiosos adversarios. Durante una semana, limpiaron día y noche hasta que finalmente se declaró satisfecha: había desaparecido hasta la última mota de polvo. Sólo entonces pudo llorar a su pequeño hijo.

Desde aquel día, todos los años, cuando las últimas hojas caían de los árboles, volvía a realizarse, escrupulosamente, el mismo ritual. La costumbre había perdurado aun después de la muerte de lady Gytha. Y en 1915 fui yo la encargada de honrar la memoria de la anterior lady Ashbury (en parte, estoy segura, como castigo por haber observado a Alfred en el pueblo el día anterior: el señor Hamilton no me agradecía que hubiera llevado a Riverton el fantasma de la guerra).

– Durante esta semana estarás dispensada de cumplir con tus obligaciones habituales, Grace -me anunció, sentado frente a su escritorio, esbozando una leve sonrisa-. Todas las mañanas irás directamente a la biblioteca, comenzarás por la parte más alta y seguirás hacia los estantes de la parte inferior.

Luego me sugirió que me proveyera de un par de guantes de algodón, un paño húmedo y mucha paciencia para asumir la tediosa tarea.

– Recuerda, Grace -indicó, con las manos firmemente apoyadas en el escritorio, los dedos muy separados-, que para lord Ashbury la cuestión del polvo es algo muy serio. Se te ha encomendado una tarea de gran responsabilidad, por la que deberías sentirte agradecida.

Un golpe en la puerta interrumpió la homilía.

– Adelante -gritó el mayordomo, frunciendo su larga nariz.

La puerta se abrió y Myra entró precipitadamente, moviendo su delgada figura como si fuera una araña.

– Señor Hamilton, venga rápido, arriba ocurre algo que necesita de su inmediata intervención.

Él se puso de pie con presteza, tomó su chaqueta negra que estaba colgada de un gancho en la puerta y subió velozmente la escalera. Myra y yo lo seguimos.

Allí, en el vestíbulo de la entrada principal, estaba Dudley, el jardinero, jugueteando torpemente con su sombrero de lana entre las manos agrietadas. A sus pies, todavía rebosante de savia, había un enorme abeto de Noruega, recién sacado de la tierra.

– Señor Dudley, ¿qué está haciendo aquí? -preguntó el señor Hamilton.

– He traído el árbol de Navidad, señor Hamilton.

– Eso está a la vista, pero ¿qué está haciendo usted aquí? -volvió a preguntar, señalando el enorme vestíbulo-. Y aún más importante, qué está haciendo esto aquí. Es enorme -agregó, dirigiendo la mirada al árbol.

– Sí, es una belleza -convino gravemente Dudley, observando el árbol como si mirara a su amada-. Lo he cuidado durante años, me he tomado mi tiempo para dejar que alcanzara todo su esplendor. Ya ha crecido suficiente para esta Navidad -afirmó mirando solemnemente al señor Hamilton-, tal vez un poco de más.

El señor Hamilton se volvió hacia Myra.

– En el nombre de Dios, ¿qué está sucediendo?

Myra tenía los puños crispados a ambos lados del cuerpo, los labios apretados de rabia.

– No cabe, señor Hamilton. Dudley trató de meterlo en el salón, donde siempre ponemos el árbol de Navidad, pero es demasiado alto, mide casi tres palmos más.

– ¿No lo midió? -preguntó el mayordomo al jardinero.

– Oh, sí, señor -repuso Dudley-, pero nunca he sido bueno para el cálculo.

– Entonces, tome su sierra y corte lo que sea necesario, hombre. El señor Dudley meneó la cabeza con tristeza.

– Lo haría, señor, pero me temo que es necesario cortar un buen trozo. El tronco ya no puede ser más corto y no puedo serrar la copa, ¿verdad? ¿Donde pondríamos entonces al hermoso ángel? -preguntó consternado.

Todos permanecimos inmóviles, considerando su argumento. Los segundos transcurrían lentamente en el marmóreo vestíbulo. Sabíamos que la familia haría su aparición de un momento a otro para desayunar. Por fin, el señor Hamilton se pronunció:

– Entonces, supongo que no tiene solución. Podar la copa y dejar al ángel sin colocar no tiene sentido. Por esta vez tendremos que prescindir de la tradición y poner el árbol en la biblioteca.

– ¿En la biblioteca, señor Hamilton? -exclamó Myra.

– Sí, bajo la cúpula de cristal -afirmó-. Donde esté seguro y pueda lucir en todo su esplendor -agregó, lanzando una mirada fulminante a Dudley.

De modo que la mañana del 1 de diciembre de 1915, cuando yo estaba en lo más alto de la biblioteca, limpiando el estante más remoto, predispuesta a pasar una semana quitando el polvo a los libros, un abeto en todo su esplendor se erigió majestuoso en el centro de aquel salón de lectura, con las ramas superiores apuntando en éxtasis hacia el cielo. Yo, que estaba a la altura de su cúspide, percibí el penetrante olor de la resina que impregnaba cálidamente la indolente atmósfera del lugar.

La biblioteca de Riverton se prolongaba largamente hacia lo alto, por encima del propio tejado, y era difícil no distraerse. La reticencia a comenzar el trabajo rápidamente se asociaba a la tendencia de dejar la tarea para más tarde. La visión del salón a mis pies era impresionante. Es una verdad universal que, sin importar lo conocida que sea una escena, al observarla desde arriba se experimenta algo parecido a una revelación. Yo me quedé mirando el panorama, más allá del árbol.

La biblioteca, habitualmente tan enorme e imponente, adquiría el aspecto de una escenografía. Los objetos de costumbre -el gran piano Steinway, el escritorio de cedro, el globo terráqueo de lord Ashbury- se veían repentinamente pequeños, parecían imitaciones de sí mismos, y daban la impresión de haber sido dispuestos para armonizar con un elenco que aún no había hecho su aparición en escena.

Especialmente la zona de lectura parecía anticipar una representación teatral, con el espacio central flanqueado por los sillones -tapizados con bellas telas, diseño de William Morris-, el rectángulo de luz invernal que caía sobre el piano y la alfombra oriental: elementos de utilería esperando pacientemente que los actores ocuparan sus lugares. Me preguntaba qué clase de obra se representaría en un escenario como ése. ¿Una comedia, una tragedia, una obra basada en la vida cotidiana?

Podría haber pasado así todo el día, sumida en especulaciones y posponiendo mis obligaciones. Pero una persistente voz interior resonaba en mis oídos. Era la voz del señor Hamilton, recordándome que, como era bien sabido, lord Ashbury solía hacer inspecciones al azar para verificar si en la biblioteca había polvo. De modo que, con gran esfuerzo, abandoné mis pensamientos y tomé el primer libro. Le quité el polvo de la tapa, la contratapa y el lomo, lo dejé nuevamente en su lugar y tomé el siguiente.

A media mañana había terminado de limpiar cinco de los diez estantes superiores y me disponía a comenzar el siguiente. Por fin había llegado a los de la parte inferior donde podría trabajar sentada. Después de quitar el polvo a cientos de libros, mis manos habían adquirido destreza y hacían automáticamente su tarea, lo que fue una bendición, porque mi mente se había entumecido y no era capaz de pensar.

Ya había desempolvado el sexto libro del sexto estante cuando una nota impertinente, aguda y súbita, alteró el silencio de la sala. Involuntariamente giré y miré hacia abajo, más allá del árbol.

De pie junto al piano, un joven al que jamás había visto paseaba silenciosamente sus dedos por las teclas de marfil. Sin embargo, ya entonces sabía quién era: el amigo del amo David, de Eton. El hijo de lord Hunter, que había llegado la noche anterior.

Era bien parecido, algo común en un joven, pero había en él algo más. Hay personas que se caracterizan por los sonidos y movimientos que producen, pero la suya era la belleza de la quietud. Solo en la sala, con los ojos graves y oscuros debajo de las cejas igualmente oscuras, daba la impresión de cargar con un penoso pasado, profundamente doloroso, del que no podía librarse. Era alto y delgado, aunque no tanto como para tener un aspecto desgarbado. El cabello castaño era más largo de lo que dictaba la moda, y algunos mechones le rozaban el cuello y los pómulos.

Lo observé desde mi privilegiada tribuna mientras inspeccionaba la biblioteca, lenta, deliberadamente. Por fin su mirada se posó en una pintura. Un lienzo azul con trazos negros que mostraba la figura agachada de una mujer, con la espalda lucia el artista. La obra estaba colgada, furtivamente, entre dos voluminosos jarrones chinos blancos y azules.

Él avanzó y se quedó ante la pintura para estudiarla de cerca. Su actitud, profundamente absorta, le daba un aspecto fascinante y mi noción de lo correcto no pudo acallar mi curiosidad. Los libros del noveno estante languidecían, con el lomo cubierto del polvo acumulado durante el año, mientras yo lo observaba.

Él se inclinó hacia atrás, casi imperceptiblemente; luego otra vez hacia adelante, totalmente concentrado. Noté que los largos dedos caían a los lados de su cuerpo, inertes.

Aún estaba allí, con la cabeza inclinada hacia un lado, estudiando la pintura, cuando la puerta de la biblioteca se abrió y apareció Hannah, aferrando el arcón chino.

– ¡David, por fin! Hemos tenido la mejor de las ideas. Esta vez podemos ir a…

Hannah interrumpió la frase, sorprendida, cuando Robbie se volvió para mirarla. Lentamente se dibujó en sus labios una sonrisa que lo transformó. Desapareció de su rostro todo atisbo de melancolía. No habría imaginado que eso fuera posible. Libre de su actitud grave, su rostro era infantil, suave, casi bello.

– Perdóname -se excusó Hannah, con las mejillas teñidas de rosa por la sorpresa y salpicadas por hebras de cabello claro que el moño no lograba sujetar-. No sabía que estuvieras aquí -aclaró, dejando el arcón en una esquina del salón mientras se alisaba el delantal blanco.

– Estás perdonada.

Robbie le dedicó una sonrisa, más fugaz que la primera, y volvió a prestar atención a la pintura.

Hannah lo observaba, mientras él permanecía de espaldas a ella. El desconcierto le hacía mover las manos como escurridizas estrellas de mar. Al igual que yo, esperaba que Robbie se volviera hacia ella, la mirara, le tomara la mano y la llamara por su nombre, tan sólo por cortesía.

– Transmitir tanto con tan poco -fue lo que Robbie finalmente dijo.

Hannah miró hacia la pintura pero la espalda de Robbie le impidió ver y no pudo dar su opinión. Confundida, suspiró profundamente.

– Es asombroso -continuo Robbie-. ¿No crees?

Ante su impertinencia, Hannah no tuvo más alternativa que coincidir, y se ubicó junto a él, frente a la pintura.

– Al abuelo nunca le gustó demasiado -señaló, intentando parecer simpática-. Piensa que es triste e indecente. Por eso lo oculta en este lugar.

– ¿Te parece triste e indecente?

Hannah miró la obra como si lo hiciera por primera vez.

– Triste, tal vez. Pero no indecente.

Robbie asintió.

– Nada tan honesto puede ser indecente.

Hannah lo miró de soslayo. Yo esperaba que le preguntara quién era, cómo había llegado hasta la biblioteca de su abuelo para admirar ese cuadro. Ella abrió la boca, pero no logró pronunciar una palabra.

– ¿Por qué tu abuelo lo tiene aquí a la vista si lo considera indecente? -preguntó Robbie.

– Es un regalo -explicó Hannah, complacida porque estaba en condiciones de responder a la pregunta-. De un importante conde español que vino aquí a participar en una cacería. La pintura es española, ¿sabes?

– Sí, Picasso. He visto sus obras.

Hannah levantó una ceja y Robbie sonrió.

– En un libro que me enseñó mi madre. Ella nació en España. Tenía allí su familia.

– España -repitió Hannah maravillada-. ¿Has estado en Cuenca? ¿En Sevilla? ¿Has visitado el Alcázar?

– No -contestó Robbie-, pero con todo lo que mi madre me ha contado, me parece como si ya los conociera. Siempre me prometía que volveríamos allí algún día, juntos. Que, como pájaros, huiríamos del invierno inglés.

– ¿Este invierno, tal vez?

Robbie miró a Hannah desconcertado.

– Lo siento, supuse que lo sabías. Mi madre ha muerto.

La puerta se abrió y por ella entró David. Yo tenía el corazón agarrotado.

– Veo que os habéis conocido -señaló con una sonrisa desganada.

Me pareció que David había crecido desde la ultima vez. O puede que no fuera algo tan simple, sino su manera de caminar, de conducirse, lo que lo hacía parecer mayor, más adulto, menos familiar.

Hannah asintió con la cabeza y se apartó molesta hacia un lado. Miraba a Robbie. Tenía planeado hablar, poner en orden las cosas entre ellos, pero la oportunidad pasó muy velozmente. La puerta se abrió y Emmeline irrumpió en la habitación,

– ¡David, por fin! -exclamó-. Hemos estado tan aburridas, ansiosas por jugar El Juego. Hannah y yo ya hemos decidido, o casi, adónde ir. -Emmeline miró a su alrededor y vio a Robbie-. Hola, ¿quién eres tú?

– Robbie Hunter -le presentó David-. A Hannah ya la has conocido; ésta es mi hermana menor, Emmeline. Robbie ha venido de Eton.

– ¿Te quedarás a pasar el fin de semana? -preguntó Emmeline, mirando de reojo a Hannah.

– Un poco más, si me lo permitís -respondió Robbie.

– Robbie no tenía planes para la Navidad -explicó David-. Pensé que también podría pasarla aquí, con nosotros.

– ¿Todas las vacaciones de Navidad? -inquirió Hannah.

David asintió.

– Nos vendrá bien tener otras compañías. Si no, nos volveremos locos.

Desde mi lugar, pude percibir la irritación de Hannah. Sus manos se habían posado en el arcón chino. Pensaba en El Juego. Regla número tres: sólo tres pueden jugarlo. Los episodios imaginados, las aventuras previstas se esfumaban. Hannah le lanzó a David una mirada claramente acusadora, que él fingió no advertir.

– Fijaos en la altura de este árbol -señaló David con renovada alegría-. Deberíamos empezar a adornarlo ya si queremos que esté terminado para la Navidad.

Sus hermanas permanecieron en su lugar.

– Ven, Emmeline. -David cogió la caja de adornos que estaba en el suelo y la puso sobre la mesa, evitando cruzar su mirada con la de Hannah-. Muéstrale a Robbie cómo se hace -la animó.

Emmeline miró a Hannah, que, según yo podía apreciar, estaba desolada. Ella compartía su decepción, había ansiado jugar El Juego. Pero también era la menor de los tres, había crecido desempeñando el rol de convidado de piedra de sus hermanos mayores. Y ahora David la había elegido para secundarlo. La oportunidad de formar un dúo a expensas de un tercero era irresistible. El afecto de David, su compañía, eran demasiado preciosos para rechazarlos.

Lanzó una mirada furtiva a Hannah. Luego le sonrió a David. Tomó el paquete que él sostenía y comenzó a desenvolver carámbanos de vidrio, y a alcanzárselos para que se los describiera a Robbie.

Hannah supo que había sido vencida. Mientras Emmeline exclamaba con cada objeto que extraían, ella se irguió -con la dignidad del derrotado- y salió de la habitación llevándose el arcón chino. David tuvo el decoro de mirarla avergonzado.

Cuando regresó, con las manos vacías, Emmeline le dijo:

– Hannah, es increíble, Robbie dice que nunca ha visto un querubín de Dresde.

Hannah caminó con el cuerpo rígido hacia la alfombra y se arrodilló. David se sentó al piano. Estiró los dedos a unos centímetros del teclado de marfil, los bajó lentamente hacia las teclas y con suaves escalas persuadió al instrumento para que volviera a la vida. Sólo cuando constató que tanto el piano como quienes lo escuchábamos estábamos serenos y confiados comenzó a tocar una pieza que, en mi opinión, es de las más hermosas que se hayan escrito jamás: el vals en do sostenido menor de Chopin.

Aun cuando ahora parece imposible, ese día en la biblioteca fue la primera vez que oí música, verdadera música. Tenía vagos recuerdos de mi madre cantándome cuando era muy pequeña, antes de que le doliera la espalda y dejara de hacerlo. Y del señor Connelly, que vivía enfrente: los viernes por la noche, cuando habiendo bebido de más en el pub agarraba su flauta y tocaba lacrimógenas canciones irlandesas. Pero nunca algo como aquello.

Apoyé la mejilla contra la barandilla y cerré los ojos, abandonándome a las gloriosas y emotivas notas. No puedo decir si verdaderamente era un buen pianista, ¿con quién podía compararlo? Pero para mí era perfecto, como todo en los buenos recuerdos.

Mientras la nota final seguía vibrando en el aire soleado, oí que Emmeline decía:

– Ahora déjame tocar algo, David. Esa música no es apropiada para la Navidad.

Abrí los ojos cuando ella comenzó a ejecutar con eficacia Adeste fideles. Tocaba bastante bien, la música era bonita, pero el encantamiento se había roto.

– ¿Sabes tocar? -preguntó Robbie mirando a Hannah, que estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, llamativamente callada.

David rió.

– Hannah tiene muchas habilidades, pero el oído musical no está entre ellas. Aunque -añadió burlón-, quién sabe, después de todas las lecciones secretas que, según he oído, han estado recibiendo en el pueblo…

Hannah miró a Emmeline, que se encogió de hombros, arrepentida.

– Se me escapó.

– Prefiero las palabras -precisó fríamente Hannah, mientras desenvolvía un paquete de soldados de plomo y los acomodaba en su falda-. Son más apropiadas para expresar mis deseos.

– Robbie también escribe. Es un poeta condenadamente bueno. Este año el College Chronicle publicó algunos de sus poemas -comentó David, sosteniendo una esfera de cristal que descomponía los colores de la luz y lanzaba sus destellos en la alfombra-. ¿Cómo era aquel que me gustaba…, ese del templo que se derrumba?

La puerta se abrió en ese momento ahogando la respuesta de Robbie. Apareció Alfred, que traía en una bandeja pan de jengibre con forma de figuritas, frutas escarchadas y cucuruchos de papel llenos de nueces.

– Perdón, señorita -interrumpió Alfred, dejando la bandeja en la mesa de las bebidas-. La señora Townsend envía esto para ustedes.

– Oh, qué encanto -exclamó Emmeline, y sin terminar de tocar la canción se apresuró a devorar una ciruela escarchada.

Al girar hacia la puerta para retirarse, Alfred miró subrepticiamente hacia la estantería y se cruzó con mis indiscretos ojos. Esperó el momento en que los niños Hartford volvieron a prestar atención al árbol, se deslizó por detrás y trepó por la escalera hasta donde yo estaba.

– ¿Cómo te va con esto? -susurró, asomando la cabeza a través del peldaño.

– Bien -respondí. Había pasado tanto tiempo en silencio que mi propia voz me sonó extraña. Contemplé con cargo de conciencia el libro que estaba en mi regazo, el lugar vacío en el estante, los seis libros que lo precedían.

Él miró en la misma dirección y alzó sus cejas.

– Por suerte estoy aquí para ayudarte.

– Pero ¿el señor Hamilton no…?

– No creo que me eche de menos si falto durante media hora, más o menos -aseguró Alfred. Sonriendo, señaló el otro extremo del estante-. Comenzaré desde ese lado, podemos encontrarnos en el medio.

Asentí, con una mezcla de gratitud y recelo.

Alfred sacó un trapo del bolsillo de su chaqueta y un libro del estante. Se sentó en el suelo de la galería de la biblioteca. Yo lo observaba. Parecía ensimismado en su tarea: metódicamente giraba el libro para limpiar el polvo de todas sus caras, lo devolvía al estante y tomaba el siguiente. Allí sentado con las piernas cruzadas, concentrado en su trabajo, con el cabello castaño -habitualmente tan prolijo- cayendo hacia adelante, balanceándose al ritmo de sus brazos, parecía un niño que por arte de magia había alcanzado el tamaño de un hombre adulto.

Alfred miró hacia un lado justo cuando yo giraba la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Su expresión hizo que me recorriera un escalofrío por la piel. A mi pesar, me sonrojé. ¿Creería que había estado espiándolo? ¿Seguía observándome? No me atreví a comprobarlo, ante la posibilidad de que él malinterpretara mi actitud. No obstante, la piel se me erizaba al imaginar su mirada.

Desde hacía unos días siempre sucedía lo mismo: entre nosotros se creaba algo que me sentía incapaz de definir. La confianza que habitualmente existía entre nosotros se había evaporado, dando paso a la torpeza, a una confusa tendencia a los gestos equivocados y los malentendidos. Me preguntaba si se debía al episodio de la pluma. Tal vez me había visto en la calle, o peor aún, se había enterado de que fui yo quien le delató ante el señor Hamilton y los demás miembros del servicio.

Me dediqué a lustrar ampulosamente el libro que tenía en mi regazo y miré fijamente, a través de las rejas, hacia el nivel inferior. Tal vez si ignoraba a Alfred, la incomodidad pasaría tan inadvertida como el tiempo.

Cuando volví a observar a los niños Hartford, lo que ocurría entre ellos me resultó ajeno: como un espectador que se duerme durante una representación y al despertar descubre que el escenario ha cambiado y el diálogo ha seguido su curso, me concentré en sus voces, extrañas y remotas, flotando en la diáfana luz invernal.

Emmeline le ofrecía a Robbie la bandeja con dulces que había enviado la señora Townsend y los hermanos mayores hablaban sobre la guerra.

Hannah levantó la vista de la estrella plateada que estaba colocando en una de las ramas del abeto.

– Pero ¿cuándo te irás?

– A principios del año próximo -informó David. La emoción le coloreaba las mejillas.

– Pero ¿desde cuándo… has…?

David se encogió de hombros.

– He estado pensando en ello durante años. Ya me conoces, quiero vivir una gran aventura.

Hannah miró a su hermano. Se había sentido decepcionada ante la inesperada presencia de Robbie y la imposibilidad de jugar El Juego, pero le dolía mucho más profundamente esta nueva traición. Su voz era fría.

– ¿Papá lo sabe?

– No exactamente.

– No te dejará ir -advirtió Hannah, con gran alivio y certeza en la voz.

– No tendrá alternativa -replicó David-. No sabrá que me he ido hasta que haya llegado sano y salvo a territorio francés.

– ¿Y si lo descubre?

– No lo hará, porque nadie va a decírselo -afirmó David mirando fijamente a su hermana-. De todos modos, aunque encuentre los mejores argumentos, no puede detenerme. No se lo permitiré. No voy a desperdiciar mi vida sólo porque él lo hizo. Soy un hombre, es hora de que papá lo acepte. Sólo porque él tuvo una vida miserable…

– David -le increpó bruscamente Hannah.

– Es cierto, por más que no quieras verlo. Toda su vida ha estado dominado por la abuela. Se casó con una mujer que no lo toleraba. Fracasa en todos los negocios que emprende…

– David -repitió Hannah. Yo percibí su indignación. Ella miró a Emmeline; comprobó aliviada que no podía oírlos.

– No tienes lealtad. Deberías sentirte avergonzado.

David miró a Hannah a los ojos y bajó la voz.

– No permitiré que me haga víctima de su resentimiento. Es lamentable.

– ¿De qué estáis hablando? -interrumpió la voz de Emmeline, acercándose con un puñado de almendras garrapiñadas-. ¿No estaréis peleándoos, verdad? -preguntó frunciendo el ceño.

– No, por supuesto -respondió David, sonriendo débilmente mientras su hermana le dirigía una mirada fulminante-. Sólo le estaba diciendo a Hannah que me voy a Francia. A la guerra.

– Qué emocionante -exclamó Emmeline-. ¿Irás tú también, Robbie?

Robbie asintió.

– Debí haberlo adivinado -comentó Hannah.

David la ignoró.

– Alguien tiene que cuidar de este muchacho -declaró mirando a Robbie con una sonrisa-. No puedo permitir que se quede con toda la diversión para él solo.

Mientras hablaba, advertí algo en su mirada. ¿Admiración? ¿Afecto tal vez?

Hannah también debió de notarlo. Apretó los labios. Ya sabía a quién culpar por la traición de David.

– Robbie va a la guerra para huir de su padre -explicó David.

– ¿Por qué? -preguntó Emmeline con asombro-. ¿Qué ha hecho?

Robbie se encogió de hombros.

– La lista es larga y me resulta muy penoso enumerarla.

– Podrías darnos una pista -sugirió Emmeline. De repente sus ojos se abrieron como platos-. ¡Ya sé! Te amenazó con borrarte de su testamento.

Robbie lanzó una carcajada seca, desprovista de humor.

– No es eso -afirmó, haciendo girar un carámbano de cristal entre los dedos-. Es precisamente lo contrario.

Emmeline frunció el ceño.

– ¿Te amenaza con incluirte en su testamento?

– Pretende que juguemos a ser una familia feliz.

– ¿No quieres ser feliz? -preguntó Hannah con frialdad.

– No quiero una familia -afirmó Robbie-. Prefiero estar solo.

Emmeline puso los ojos en blanco.

– No soportaría estar sola, sin Hannah o David, y papá, por supuesto.

– Para la gente como vosotros es distinto -respondió serenamente Robbie-. Tu familia no te ha hecho daño.

– ¿Y la tuya sí? -quiso saber Hannah.

Se hizo un silencio, durante el cual todas las miradas, incluida la mía, se dirigieron a Robbie. Contuve el aliento. Ya estaba enterada de lo de su padre. La noche de su imprevista llegada a Riverton, mientras el señor Hamilton y la señora Townsend comenzaban con el aluvión de preparativos para la comida y el alojamiento, Myra me había confiado lo que sabía.

Robbie era hijo de lord Hasting Hunter, un científico a quien se le había concedido el título nobiliario hacía poco tiempo, y que debía su fama y fortuna al descubrimiento de un nuevo tejido que podía fabricarse sin algodón. Había comprado una gran mansión en las afueras de Cambridge, donde uno de los cuartos estaba destinado a realizar sus experimentos, y junto con su esposa se había dedicado a llevar la vida de la aristocracia terrateniente. El chico, según me había informado Myra, era fruto de una relación amorosa de lord Hunter con su criada, una joven española que apenas hablaba inglés. Al abultarse su vientre, se cansó de ella, aunque se había comprometido a no despedirla y a educar al niño a cambio de su silencio. Ese silencio había sido la causa de su locura, que la había llevado finalmente a quitarse la vida. Eso es lo que se decía.

Era una vergüenza, había dicho Myra, suspirando y meneando la cabeza. Una criada maltratada, un niño criado sin padre. ¿Quién no simpatizaría con ellos? De todos modos -había continuado Myra lanzándome una mirada de complicidad-, la Señora no apreciaría a este inesperado huésped. Cada uno debe estar en el lugar que le corresponde.

La intención de sus palabras había sido clara: había títulos y títulos, aquellos que denotaban un linaje, y otros que relucían llamativamente, como un automóvil nuevo. Robbie Hunter era hijo -sin importar que fuera ilegítimo- de un lord que había conseguido recientemente su título. No era lo suficientemente bueno para personas como los Hartford, y en consecuencia, tampoco para nosotros.

– ¿Y bien? -insistió Emmeline-. Cuéntanos. ¿Qué es eso tan terrible que ha hecho tu padre?

– ¿Qué es esto, la Inquisición? -terció David sonriendo. Luego se dirigió a Robbie-. Te pido disculpas, Hunter. Son un par de entrometidas. No están acostumbradas a recibir visitas.

Emmeline sonrió y le arrojó un montón de papel. Cayó a poca distancia de su objetivo para perderse en la montaña de papeles que se había formado debajo del árbol.

– Está bien -repuso Robbie, irguiéndose y apartando un mechón de sus ojos-. Desde la muerte de mi madre, mi padre me ha reconocido, llamándome a su lado.

– ¿Te ha reconocido? -preguntó Emmeline, frunciendo el ceño.

– Y yo no deseo ser reconocido. No por él.

– Pero ¿por qué quiere hacerlo?

– Después de condenarme alegremente a una vida de ignominia, ahora descubre que necesita un heredero. Parece que su nueva esposa no puede darle uno.

Emmeline miró a sus hermanos pidiendo que le tradujeran esas últimas palabras.

– Por eso Robbie se va a la guerra, para ser libre.

– Siento lo de tu madre -murmuró Hannah a regañadientes.

– Oh, sí -coincidió Emmeline, reflejando en su rostro infantil todo un modelo de ensayada simpatía-. Debes de añorarla terriblemente. Yo añoro horrores a nuestra madre, y ni siquiera la conocí -suspiró-. Y ahora vas a la guerra para escapar de la crueldad de tu padre. Parece una novela.

– Un melodrama -precisó Hannah.

– Una historia romántica -concluyó ansiosamente Emmeline. Las velas del paquete que estaba desenvolviendo cayeron en su falda, liberando su aroma de pino y canela-. La abuela dice que todos los hombres tienen el deber de ir a la guerra. Y que los que se quedan en casa son unos vagos y unos bellacos.

Arriba, en la galería, sentí que se me erizaba la piel. Eché un vistazo a Alfred y rápidamente aparté la mirada cuando éste me pilló. Sus mejillas encendidas, su cabeza gacha -como aquel día en el pueblo- indicaban que se reprochaba a sí mismo su actitud. Se puso de pie súbitamente y dejó caer el trapo con el que limpiaba. Cuando me acerqué para alcanzárselo meneó la cabeza, se negó a mirarme y murmuró algo acerca de que el señor Hamilton estaría preguntándose dónde estaba. Lo miré desconsolada mientras bajaba la escalera y salía de la biblioteca sin que los niños Hartford lo advirtieran. Luego maldije mi falta de autocontrol.

Emmeline, que estaba junto al árbol, miró a Hannah.

– La abuela está muy decepcionada con papá. Cree que para él las cosas son fáciles.

– No tiene motivo para estarlo -repuso acaloradamente Hannah-. Y para papá las cosas ciertamente no son fáciles. Él habría estado allí el primero si hubiera podido.

Un pesado silencio se apoderó del salón. Pude sentir mi propia respiración, que la solidaridad con Hannah había acelerado.

– No la tomes conmigo -indicó Emmeline enfurruñada-. No fui yo sino la abuela quien lo dijo.

– Vieja bruja -espetó Hannah con furia-. Papá trata de contribuir a la guerra como puede, igual que todos nosotros.

– A Hannah le gustaría venir con nosotros al frente -explicó David a Robbie-. Ella y papá sencillamente no entienden que la guerra no es un lugar para mujeres y ancianos enfermos de los pulmones.

– Eso es basura -opinó Hannah.

– ¿Qué es basura? ¿Qué la guerra no es para mujeres y ancianos o que te gustaría poder combatir?

– Sabes que sería de tanta utilidad como tú. Siempre he sido buena para tomar decisiones estratégicas, tú mismo lo dijiste.

– Esto es real, Hannah -recalcó de pronto David-. Es una guerra: con armas verdaderas, balas verdaderas y enemigos verdaderos. No es una ficción, no es un juego de niños.

Yo seguí respirando agitadamente. Hannah tenía la expresión de quien ha recibido una bofetada.

– No puedes vivir toda la vida en un mundo de fantasía -continuó David-. No puedes pasar el resto de tus días inventando aventuras, escribiendo sobre cosas que en realidad nunca ocurrieron, representando un personaje ficticio.

– ¡David! -gritó Emmeline. Luego miró a Robbie y nuevamente a su hermano-. Regla numero uno: El Juego es secreto -recordó, con el labio inferior tembloroso.

David la miró y su expresión se suavizó.

– Tienes razón. Lo siento, Emme.

– Es secreto -susurró ella-, es importante.

– Por supuesto que lo es. Vamos, no te enfades -alegó, acariciando el cabello de Emmeline. Luego se inclinó para mirar dentro de la caja de adornos.

– ¡Eh! Mirad a quién he encontrado. Es Mabel.

David sostuvo en alto un ángel de cristal de Núremberg, con alas estriadas, una arrugada túnica dorada y un piadoso rostro de cera.

– Es tu preferido, ¿verdad? ¿Lo pongo en la cúspide?

– ¿Puedo hacerlo yo este año? -preguntó Emmeline, secándose los ojos. Aunque seguía disgustada, no quiso dejar pasar la oportunidad.

David miró a Hannah, que fingía inspeccionar la palma de su mano.

– ¿Qué dices, Hannah? ¿Alguna objeción?

Hannah le dirigió una mirada directa y gélida.

– Por favor -suplicó Emmeline dando saltos, en medio de un revuelo de enaguas y envoltorios de papel-. Siempre lo habéis hecho vosotros. Nunca me ha tocado a mí. Ya no soy un bebé.

David fingió estar meditándolo.

– ¿Cuántos años tienes ahora?

– Once.

– Once…, prácticamente doce.

Emmeline asintió con impaciencia.

– Muy bien -concedió por fin David. Sonrió a Robbie y asintió.

– ¿Me das la mano?

Entre los dos acercaron la escalera al árbol y afirmaron la base entre los papeles arrugados que estaban desparramados por el suelo.

– ¡Oh! -Emmeline, entre risitas nerviosas, comenzó a trepar, aferrando el ángel con una mano-. Soy como Jack trepando por los tallos de la planta de habichuelas.

Emmeline siguió subiendo y cuando le faltaban dos escalones para llegar al último estiró la mano que sostenía el ángel, tratando de llegar a la cúspide del árbol, que aún estaba fuera de su alcance.

– No me intimidarás -farfulló entre dientes y miró las tres caras que desde abajo la observaban-. Ya casi estoy. Sólo uno más.

– Con cuidado -le advirtió David-. ¿Hay algo en lo que puedas apoyarte?

Emmeline estiró su mano libre y se aferró a una rama del abeto. Luego hizo lo mismo con la otra mano. Muy lentamente, subió el pie izquierdo y lo puso atentamente en el escalón superior.

Contuve el aliento cuando levantó el pie derecho. Sonreía triunfante, estirándose para colocar a Mabel en su trono, cuando súbitamente todos cerramos los ojos. En su cara se reflejó la sorpresa, y luego el pánico, cuando su pie se deslizó y su cuerpo empezó a caer.

Abrí la boca para gritarle que tuviera cuidado pero era demasiado tarde. Con un alarido que me erizó la piel, cayó como una muñeca de trapo en el suelo, un montón de enaguas blancas entre el papel de seda.

Por un instante todo y todos permanecimos quietos y en silencio. Luego sobrevinieron los inevitables ruidos, los movimientos, el pánico, la agitación.

David alzó a Emmeline en brazos.

– ¿Emme? ¿Estás bien, Emme? -Luego echó un vistazo al ángel caído. El ala de cristal estaba manchada de sangre-. Oh, Dios. Se ha cortado con esto.

Hannah estaba de rodillas.

– Es la muñeca -advirtió y miró a su alrededor. Sus ojos encontraron a Robbie-. Ve a buscar ayuda.

Bajé de la escalera de la biblioteca, con el corazón galopante.

– Yo iré, señorita -anuncié mientras salía por la puerta.

Corrí por el pasillo, incapaz de borrar de mi mente la imagen del cuerpo inmóvil de Emmeline. Su respiración entrecortada era una acusación. Había caído por mi culpa. Mi cara era lo último que habría esperado ver al llegar a lo alto del árbol. Si no hubiera sido tan impertinente, si no la hubiera sorprendido…

Al llegar a la escalera de servicio me topé con Myra.

– Mira por dónde vas -me reprendió.

– Myra-balbucí casi sin aliento-. Ayuda, se está desangrando.

– No entiendo nada de lo que dices, muchacha -señaló Myra con disgusto-. Deja de farfullar. ¿Quién se desangra?

– La señorita Emmeline. Se ha caído… en la biblioteca… de la escalera. El amo David y Robert Hunter…

– ¡Debí haberlo adivinado! -Myra giró sobre sus talones y fue hacia la sala de los sirvientes-. ¡Ese chico! Tenía un presentimiento. Llegar así, sin anunciarse. Sencillamente no está bien.

Traté de explicar que Robbie no había tenido nada que ver con el accidente pero Myra no escuchaba. Bajó las escaleras, entró en la cocina y tomó el botiquín del aparador.

– Sé por experiencia que sujetos con un aspecto como el suyo siempre causan problemas.

– Pero, Myra, no fue su culpa.

– ¿No fue su culpa? Sólo ha estado aquí una noche y mira lo que ha ocurrido.

Me di por vencida. No podía defenderlo. Aún no había recuperado el aliento y era improbable que cambiara de idea por lo que yo pudiera decir o hacer.

Myra cogió el alcohol y las vendas y subió velozmente la escalera. Yo me esforzaba por seguir su delgada y eficiente figura, mientras oía el eco de sus zapatos negros en la oscura y estrecha sala. Ella lo haría mejor. Sabía cómo poner las cosas en orden.

Para cuando llegamos a la biblioteca era demasiado tarde.

Emmeline estaba en el centro del salón, con una valiente sonrisa en su lánguido rostro. La flanqueaban sus hermanos. David le acariciaba el brazo sano. Su brazo herido, vendado con una tela blanca -según advertí, cortada de su enagua-, yacía sobre su regazo. Robbie Hunter estaba cerca, pero solo.

– Estoy bien -declaró Emmeline, mirándonos. Luego sus ojos enrojecidos se dirigieron a Robbie-. El señor Hunter se ocupó de todo. Siempre le estaré agradecida.

– Todos nos sentimos agradecidos -confirmó Hannah, mirando a su hermana.

David asintió.

– Verdaderamente impresionante, Hunter. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?

– Mi tío es médico. Pensé seguir esa carrera, pero no me gusta la sangre.

David observó los trozos de tela manchados de sangre tirados en el suelo.

– Lo hiciste bien, simulaste todo lo contrario. -Luego se dirigió a Emmeline y le acarició el cabello-. Afortunadamente no eres como los primos, Emme. Un corte espantoso como ése…

Emmeline no daba muestras de haberlo oído. La mirada que le dedicaba a Robbie era muy similar a la que Dudley le había dedicado a su árbol.

A sus pies, olvidado, el ángel de Navidad languidecía, con el rostro estoico, las alas rotas y el vestido dorado manchado de sangre.


The Times

25 de febrero de 1916

Un aeroplano para combatir los zepelines

La propuesta del Señor Hartford

(Crónica de nuestro corresponsal)

IPSWICH 24 de febrero

El señor Frederick Hartford, quien mañana ofrecerá una importante disertación sobre la defensa aérea de Gran Bretaña en el Parlamento, me confio hoy algunas de sus opiniones al respecto, en Ipswich, lugar donde se halla su fábrica de automóviles.

El señor Hartford hermano del mayor James Hartford e hijo de lord Herbert Hartford de Ashbury, cree que los ataques con zepelines pueden ser rechazados si se construye un nuevo tipo de aeroplano ligero y rápido de un solo tripulante, semejante al que a principios de este mes propuso el señor Louis Blériot en el Petit Journal.

Por ser muy liviano, este nuevo modelo podrá elevarse a gran velocidad. Estará equipado con metralletas y bombas, que podrán ser disparadas tan pronto se detecte un zepelin en vuelo, e incorporará reflectores. Este equipa-miento pesa menos que un pasajero.

El señor Hartford no apuesta por la construcción de zepelines por que, en su opinión son torpes y vulnerables. A propósito de esto último, por ejemplo, puede decirse que únicamente pueden actuar durante la noche.

Si el Parlamento da el visto bueno, el señor Hartford planea suspender temporalmente la fabricación de auto-móviles para dedicarse a los aviones ligeros.

Asimismo, mañana hablara en el Parlamento el empresario don Simion Luxton, igualmente interesado en el tema de la defensa aérea. El pasado año, el señor Luxton compro dos pequeñas fabricas de automóviles en Gran Bretaña y más recientemente adquirió una fábrica de aviones cerca de Cambridge. El señor Luxton ya ha comenzado a fabricar aviones de guerra.

El señor Hartford y el señor Luxton representan la antigua y la nueva imagen de Gran Bretaña. En tanto el linaje de los Ashbury puede rastrearse hasta épocas tan lejanas como el reinado de Enrique VII el señor Luxton es nieto de un minero de Yorkshire que fundo su propia empresa dirigiéndola con gran éxito. Esta casado con la señora Luxton, una ciudadana estadounidense heredera de la fortuna del emporio farmacéutico Stevenson.

7. Hasta que volvamos a vernos

Esa noche, en el ático, Myra y yo nos acurrucábamos en un desesperado intento por protegernos del aire gélido. El sol invernal había caído y un viento furioso se abatía sobre los vértices del tejado filtrándose entre las grietas de la pared.

– Dicen que nevará antes de fin de año -susurró Myra estirando su manta hasta el mentón-. Y debo decir que creo que así será.

– El ruido del viento parece el llanto de un bebé -apunté.

– No, se parece a todo menos a eso -precisó Myra.

Y esa noche fue cuando me contó la historia de los hijos del mayor y Jemina. Los dos niños cuya sangre se negó a coagular, que habían muerto uno tras otro y yacían en tumbas cercanas en el frío suelo del cementerio de Riverton.

El primero, Timmy, se había caído del caballo cuando paseaba junto a su padre por los terrenos de Riverton.

Había agonizado durante cuatro días con sus noches, hasta que su diminuta alma encontró descanso y su familia por fin dejó de llorar. Estaba blanco como el papel, toda su sangre acumulada en el hombro inflamado, ansiosa por escapar.

Recordé el libro del cuarto de los niños, con su bello lomo, donde estaba escrito el nombre de Timothy Hartford.

– Sus gritos fueron tan atronadores que no pudimos evitar oírlos -recordó Myra, girando el pie para dejar salir el aire frío-, pero nada comparado con los de ella.

– ¿Los de quien? -pregunté en voz baja.

– Los de su madre, Jemina. Comenzaron cuando se llevaron de aquí al pequeño y no cesaron durante una semana. Si hubieras oído ese lamento… Un dolor que haría encanecer el cabello. No comía, no bebía, su palidez llegó a igualar a la del pobre hijo muerto, Dios lo tenga en su gloria.

Temblé. Traté de hacer concordar esa descripción con la de la mujer poco agraciada y regordeta, que parecía demasiado vulgar para experimentar semejante sufrimiento.

– Dijiste hijos. ¿Qué ocurrió con los otros?

– Otro -aclaró Myra-. Adam. Vivió más que Timmy. Todos creíamos que se había salvado de la maldición. Pobre chico, no fue así. Lo habían protegido mucho más que a su hermano. Su madre no le permitía más actividad que leer en la biblioteca. No quería cometer dos veces el mismo error. -Myra suspiró y flexionó las rodillas, acercándolas al pecho para combatir el frío-. Pero no hay en este mundo una madre que pueda evitar que su hijo haga una travesura cuando se lo propone.

– ¿Cuál fue su travesura, la que le causó la muerte?

– No hizo más que subir las escaleras. Ocurrió en la casa del mayor en Buckinghamshire. Yo no lo vi, pero Sarah, la criada de la casa, estaba limpiando la sala y lo contempló con sus propios ojos. Contó que el niño estaba corriendo muy rápido, que tropezó y se resbaló. Nada más. Aparentemente no se había lastimado, porque pudo ponerse de pie y seguir andando. Pero esa noche su rodilla se hinchó como un melón maduro, tal como había ocurrido con el hombro de Timmy, y más tarde comenzó a llorar.

– ¿También agonizó durante días, como su hermano?

– No, no fue así con Adam -explicó Myra bajando la voz-. El pobre gritó agonizante casi toda la noche llamando a su madre, rogándole que lo librara del dolor. En la casa nadie pegó ojo esa noche, ni siquiera el señor Barker, el mozo de cuadra, que era medio sordo. Todos se quedaron en sus camas escuchando los gritos de dolor del niño. El mayor veló junto a su puerta toda la noche, demostró gran valentía y no derramó una sola lágrima.

Luego, justo antes de que amaneciera, según dijo Sarah, los gritos cesaron súbitamente y en la casa reinó un silencio mortal. Por la mañana, cuando ella le llevó al niño la bandeja con el desayuno, encontró a Jemina acostada en su cama. Tenía a su hijo en bazos, con el rostro tan sereno como el de un ángel, como si sólo estuviera dormido.

– ¿Gritaba, como la otra vez?

– No. Sarah dijo que se la veía casi tan serena como a su hijo. Tal vez porque el niño había dejado de sufrir. La noche había terminado y ella lo había visto partir a un lugar mejor, donde las dificultades y las penas ya no podrían acosarlo.

Consideré la situación que Myra había descrito. La súbita interrupción de los gritos del niño. El alivio de la madre.

– Myra -murmuré lentamente-, ¿no crees que…?

– Creo que fue una bendición que el niño muriera más rápidamente que su hermano, eso es lo que creo -me interrumpió Myra.

Nos quedamos en silencio, y por un instante pensé que Myra se había dormido. Pero su respiración no era profunda, por lo que creí que sólo simulaba dormir. Estiré mi manta hasta el cuello y cerré los ojos, tratando de no imaginar escenas con niños gimientes y madres desesperadas.

Ya estaba abandonándome al sueño cuando el susurro de mi compañera rasgó el aire helado.

– Ahora está esperando otro hijo. Nacerá en agosto. Debes multiplicar tus rezos, ¿me oyes? Especialmente ahora, en Navidad, cuando Dios está más cerca de nosotros. -Inesperadamente, Myra se había vuelto piadosa-. Debes rogar que esta vez traiga al mundo un niño saludable. Uno que no se desangre y muera a tan temprana edad -concluyó dándose vuelta y enrollándose en la manta.


La Navidad pasó, la biblioteca de lord Ashbury fue declarada libre de polvo, y la mañana del 27 de diciembre, desafiando al frío, me dirigí a Saffron Green para cumplir un encargo de la señora Townsend. Lady Ashbury estaba planeando organizar un almuerzo de fin de año, con la esperanza de conseguir apoyo para su comité de ayuda a los refugiados belgas. Myra la había oído decir que tenía interés en ampliar la iniciativa a los expatriados franceses y portugueses en caso de que fuera necesario.

De acuerdo con las palabras de la señora Townsend, no había modo más seguro de impresionar en un almuerzo que ofrecer la auténtica pastelería griega de la señora Georgias. No todo el mundo podía deleitarse con algo así, agregaba dándose aires de grandeza, en particular en esos tiempos difíciles. A mí me tocó ir hasta la tienda de comestibles y preguntar por el pedido especial de la señora Town send.

A pesar del aire glacial, me gustó la idea de ir al pueblo. Después de días de preparativos para las fiestas -primero la Navidad y luego el Año Nuevo-, agradecía poder salir, estar sola, pasar una mañana lejos de la implacable mirada escrutadora de Myra. Porque, después de algunos meses de relativa tranquilidad, había surgido en ella un especial interés por mis tareas y no dejaba de observarme, reprenderme y corregirme. Tenía la desagradable sensación de que me estaban preparando para una instancia distinta, aún incierta.

Además, tenía un motivo secreto para alegrarme por salir al pueblo. Se había publicado la cuarta novela de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, y yo había acordado con el mercachifle que me reservaría un ejemplar. Me había costado seis meses ahorrar el dinero, aquél sería el primer libro nuevo de mi propiedad. El valle del miedo. El título en sí mismo ya anticipaba una historia emocionante.

Sabía que el vendedor ambulante vivía con su esposa y sus hijos en una modesta casa de piedra gris que formaba parte de una sucesión de otras tantas, idénticas a ella. La calle estaba en un lóbrego barrio ubicado detrás de la estación de tren, donde el olor a carbón quemado estaba suspendido en el aire. Los adoquines estaban ennegrecidos y los postes de alumbrado, cubiertos por una película de hollín. Golpeé cautelosa la ruinosa puerta y retrocedí para esperar. Un niño de unos tres años, con unos zapatos polvorientos y un jersey raído, se sentó en el escalón y se dedicó a golpear el tubo de desagüe con un palo. Sus rodillas desnudas estaban cubiertas de costras azuladas a causa del frío.

Volví a golpear, esta vez más fuerte. Por fin la puerta se abrió y apareció una mujer con un ajustado delantal, bajo el cual sobresalía el vientre que mostraba su preñez. En la cadera llevaba un niño con los ojos enrojecidos. Sin decir nada, me lanzó una lánguida mi rada mientras yo trataba de encontrar las palabras para dirigirme a ella.

– Hola -salude en un tono que había aprendido de Myra-. Soy Grace Reeves. Estoy buscando al señor Jones.

Ella permaneció en silencio.

– Soy una cliente. He venido a comprar… ¿un libro? -Mi voz insegura, delataba un matiz de interrogación no buscado.

Imperceptiblemente, en señal de conformidad, sus ojos parpadearon. La mujer alzó un poco más al bebé sobre su cadera huesuda y señaló con la cabeza la habitación que tenía detrás.

– Está al fondo.

Se apartó un poco y yo me apreté para abrirme paso, en la única dirección posible en esa diminuta casa. Tras la puerta estaba la cocina, impregnada por el olor fétido de la leche rancia. Dos niños pequeños, mugrientos a causa de la pobreza, estaban sentados a la mesa haciendo rodar un par de piedras por la deteriorada superficie de madera de pino. El más alto de los dos hizo rodar la suya hasta que chocó con la de su hermano y me miró con sus ojos como lunas llenas en el rostro demacrado.

– ¿Buscas a mi papá?

Asentí.

– Está afuera, engrasando el carro.

Debí de parecerle desorientada, porque apuntó con su pequeño dedo en dirección a una puerta de madera que estaba junto a los fogones.

Asentí otra vez y traté de sonreír.

– Pronto comenzaré a trabajar con él, cuando cumpla ocho años -anunció el niño, mientras volvía a concentrarse en su piedra, y se preparaba para un nuevo lanzamiento.

– Tienes suerte -intervino, celoso, el más pequeño.

El mayor se encogió de hombros.

– Alguien tiene que ocuparse de las cosas cuando él no esté y tú eres muy pequeño.

Yo me dirigí a la puerta y la abrí.

Detrás de una cuerda para colgar ropa de la que pendía una hilera de camisas y pañales manchados de amarillo, estaba el mercachifle, encorvado, inspeccionando las ruedas de su carromato.

– Maldita cosa -refunfuñó entre dientes.

Cuando me oyó carraspear, volvió precipitadamente la cabeza y se golpeó contra uno de los palos que servían para tirar del carro.

– Mierda -soltó, y con la pipa colgando del labio inferior, echó un vistazo hacia donde yo estaba.

Traté de recuperar el estilo de Myra sin éxito y tuve que conformarme con la voz que me salió.

– Soy Grace. He venido por el libro. -Esperé la respuesta, que no llegó, y continué-: El de sir Arthur Conan Doyle.

Él se apoyó en el carro.

– Sé quién eres -afirmó y exhaló el dulce aroma del tabaco que se quemaba en su pipa. Luego se limpió las manos de grasa en el pantalón y me miró-. Estoy reparando mi carro para que al chico le resulte más fácil manejarlo.

– ¿Cuándo parte?

El hombre miró al cielo, más allá de la hilera de ropa colgada, con sus fantasmagóricas manchas amarillentas.

– El mes próximo, con la infantería de marina -declaró tocándose la frente con su mano sucia-. Siempre quise conocer el océano, desde que era niño.

Cuando me miró, algo en su expresión, una especie de desolación, me hizo apartar la vista. A través de la ventana de la cocina vi a la mujer, al bebé, y a los dos niños observándonos. El relieve del cristal, sucio de hollín, hacía que sus rostros parecieran reflejos en una charca de agua estancada.

El mercachifle miró en la misma dirección.

– Un hombre puede ganarse la vida en la marina. Si tiene suerte -afirmó. Después de tirar su trapo al suelo se dirigió al interior de la casa-. Ven, el libro está aquí.

Completamos la transacción en la diminuta habitación que daba al frente y después me acompañó a la puerta. Tuve cuidado de no mirar a los lados, para no ver los rostros hambrientos que, sabía, me estaban observando. Cuando bajé los escalones de la entrada oí que el hijo mayor decía:

– ¿Qué compró esa señora, papi? ¿Compró jabón? Olía como el jabón. Es una buena señora, ¿verdad, papi?

Caminé lo más rápido que pude, aunque evité correr. Quería alejarme de esa casa y sus niños, que creían que yo, una vulgar criada, era una verdadera dama.

Me sentí aliviada al doblar la esquina hacia Railway Street y dejar atrás el opresivo hedor del carbón y la pobreza. Las privaciones no eran para mí algo ajeno -muchas veces mi madre y yo tuvimos que arreglarnos como pudimos- pero podía advertir que Riverton me había cambiado. Me había acostumbrado a su abrigo, su comodidad, su abundancia. Esas cosas habían comenzado a formar parte de mis expectativas. El viento helado azotaba mis mejillas, y mientras avanzaba presurosa y cruzaba la calle detrás del carro del lechero, tomé la decisión de no renunciar a ellas. Nunca perdería mi puesto, como había hecho mi madre.

Justo antes de llegar a la intersección con High Street, me escondí en un oscuro hueco, bajo un toldo de tela, y me acurruqué junto a una brillante puerta negra con una placa metálica. Mi aliento se quedó suspendido en el aire, blanco y frío, mientras buscaba el objeto comprado en mi abrigo y me quitaba los guantes.

En casa del vendedor apenas había mirado el libro; y no pude comprobar si era el título pedido. Ahora podía estudiar minuciosamente la cubierta, recorrer con los dedos el lomo de cuero y el relieve de las letras que formaban el título: El valle del miedo. Susurré para mis adentros esas inquietantes palabras. Luego levanté el libro a la altura de mi nariz y aspiré el olor a tinta de sus páginas. El aroma de lo posible.

Guardé el preciado y prohibido bien dentro del forro de mi abrigo y lo apreté contra mi pecho. Mi primer libro nuevo. Mi primer objeto nuevo. Sólo tenía que deslizarlo en el cajón del ático sin despertar las sospechas del señor Hamilton o confirmar las de Myra. Obligué a los guantes a volver a cubrir mis dedos entumecidos, contemplé con ojos entrecerrados el resplandor helado de la calle y emprendí el camino, chocando de frente con una joven dama que se dirigía a la entrada cubierta por el toldo.

– Oh, perdóneme -declaró, sorprendida-. ¡Qué torpe soy!

Cuando la miré, mis mejillas ardieron: era Hannah.

– Espere… -pidió un poco desconcertada-. La conozco… usted trabaja para mi abuelo.

– Sí, señorita. Soy Grace, señorita.

– Grace.

Mi nombre fluyó de sus labios.

– Sí, señorita. -Debajo del abrigo, mi corazón tamborileaba sobre el libro.

Ella se aflojó la bufanda azul dejando a la vista un retazo de piel blanca como la nieve.

– Una vez nos salvaste de morir a manos de la poesía romántica.

– Sí, señorita.

Hannah miró hacia la calle, donde el viento gélido transformaba el aire en aguanieve, e involuntariamente se estremeció de frío.

– Hace un día muy desapacible para salir.

– Sí, señorita -respondí.

– No me hubiera atrevido a desafiar este clima -añadió, mirándome con las mejillas congestionadas- si no hubiera acordado una lección de música adicional.

– Tampoco yo, señorita, si no tuviera que recoger el pedido de la señora Townsend. Hojaldres para el almuerzo de Año Nuevo.

Hannah observó mis manos vacías, y luego el lugar del que yo había salido.

– Un extraño sitio para comprar dulces.

Seguí su mirada. En la placa metálica de la puerta negra se leía «Señora Dove, Escuela de Secretarias». Traté de encontrar una respuesta. Nada podía explicar mi presencia en ese lugar. Nada, excepto la verdad. No podía arriesgarme a que descubrieran lo que había comprado. El señor Hamilton había dejado bien claras las normas respecto al material de lectura. Pero ¿qué otra cosa podía decir? Corría el riesgo de perder mi puesto si Hannah le decía a lady Violet que yo recibía clases sin autorización.

Antes de que pudiera inventar una excusa, Hannah se aclaró la voz y jugueteó con un paquete envuelto en papel manila.

– Bueno… -dijo. La palabra quedó suspendida en el aire, entre nosotras dos.

Esperé apesadumbrada la acusación que sobrevendría.

Hannah cambió de lugar, enderezó el cuello y me miró de frente. Permaneció así un momento y por fin habló.

– Bueno, Grace -declaró con firmeza-, por lo que parece cada una de nosotras tiene un secreto.

Me quedé tan atónita que al principio no pude responder. Mi nerviosismo me había impedido comprender que ella se sentía igual que yo. Tragué saliva, y aferré el borde de mi oculta carga.

– Señorita…

Ella asintió y luego hizo algo que me confundió: se acercó a mí y tomó vehementemente mi mano.

– Te felicito, Grace.

– ¿En serio, señorita?

– Lo sé, porque he hecho lo mismo -confesó señalando su paquete y me dirigió una mirada emocionada-. Aquí no hay partituras, Grace.

– ¿No, señorita?

– Y la verdad es que no recibo clases de música -explicó, abriendo los ojos-. Aprender cosas por placer, en tiempos como éstos. ¿Puedes siquiera imaginar algo así?

Yo negué con la cabeza, perpleja.

Ella se inclinó hacia delante y me preguntó con actitud cómplice:

– ¿Qué prefieres? ¿La dactilografía o la taquigrafía?

– No sabría decirle, señorita.

Ella asintió.

– Por supuesto, tienes razón. Es tonto hablar de preferencias. Una cosa es tan importante como la otra -afirmó y sonrió levemente-. Aunque debo admitir cierta predilección por la taquigrafía. Tiene algo divertido, es como…

– ¿Un código secreto? -pregunté, recordando el arcón chino.

– Sí-respondió con los ojos brillantes-, eso es, exactamente. Un código secreto. Un misterio.

– Sí, señorita.

Entonces se irguió y con la cabeza señaló la puerta.

– Bien, será mejor que entre. La señorita Dove estará pendiente de mi llegada y no me atrevo a hacerla esperar. Como sabrás, la impuntualidad la enfurece.

Hice una reverencia y caminé hasta quedar fuera de la protección del toldo.

– ¿Grace?

Giré, parpadeando a causa del aguanieve.

– ¿Señorita?

Ella se llevó un dedo a los labios.

– Ahora compartimos un secreto.

Asentí y nos miramos fijamente para sellar nuestro acuerdo hasta que, aparentemente satisfecha, ella sonrió y desapareció detrás de la puerta negra de la señora Dove.


El 31 de diciembre, cuando 1915 agotaba sus últimos minutos, los sirvientes nos reunimos en torno a la mesa de nuestra sala para recibir el Año Nuevo. Lord Ashbury nos había permitido beber una botella de champán y dos de cerveza y la señora Townsend había transformado en un banquete los escasos víveres de la mermada despensa. Todos nos apiñamos cuando el reloj marcó el último minuto y brindamos cuando señaló el inicio del Año Nuevo. El señor Hamilton nos guió para entonar las conmovedoras estrofas de «Auld Lang Syne». Luego la conversación giró, como es costumbre, acerca de los planes y promesas para el nuevo año. Katie ya nos había informado sobre su decisión de no volver a picotear pastel de la despensa cuando Alfred hizo su anuncio.

– Me he alistado -informó mirando directamente al señor Hamilton-. Iré a la guerra.

Contuve el aliento. Los demás permanecieron en silencio, esperando la reacción del señor Hamilton. Por fin, el mayordomo habló.

– Bien, Alfred -declaró y sus labios se estiraron dibujando una sonrisa poco alentadora-, es una decisión muy importante que, por supuesto, transmitiré al amo en tu nombre, aunque no creo que él desee tu partida.

Alfred tragó saliva.

– Gracias, señor Hamilton, pero yo mismo hablé con él cuando llegó de Londres. Me dijo que hacía lo correcto y me deseó suerte.

El mayordomo asimiló sus palabras. Sus ojos parpadearon ante lo que percibió como una actitud desafiante por parte de Alfred.

– Desde luego, lo correcto.

– Partiré en marzo -continuó tímidamente Alfred-. En primer lugar deberé completar un periodo de entrenamiento.

– ¿Y luego qué? -preguntó la señora Townsend, que finalmente lograba pronunciar palabra, con las manos firmemente apoyadas en sus acolchadas caderas.

– Luego… -una sonrisa de emoción surgió en los labios de Alfred- supongo que luego iré a Francia.

– Bien -declaró formalmente el señor Hamilton, recuperando la compostura-, esto merece un brindis. -Se puso de pie y levantó su copa. Los demás le imitamos, vacilantes-. Por Alfred, para que regrese junto a nosotros tan feliz y saludable como ahora.

– Sí, sí -afirmó la señora Townsend, incapaz de disimular su orgullo-. Y cuanto antes, mejor.

– No tan pronto, señora Townsend -apuntó Alfred con una sonrisa burlona-. Quiero vivir algunas aventuras.

– Hazlo y cuídate, hijo -concedió la cocinera con los ojos brillantes.

Mientras los demás volvían a llenar sus copas, Alfred se dirigió a mí.

– Pongo mi granito de arena para defender el país, Grace.

Asentí, deseando que supiera que nunca fue un cobarde, que jamás pensé eso de él.

– ¿Me escribirás, Grace? Prométemelo.

– Por supuesto, lo haré.

Él me sonrió y sentí que el calor subía por mis mejillas.

– Yo también tengo novedades para anunciar en este festejo -intervino Myra, dando unos golpecitos a su copa para pedir silencio.

– No irás a casarte, ¿verdad, Myra? -preguntó Katie con la voz entrecortada.

– No, por supuesto -respondió Myra con cara de pocos amigos.

– ¿De qué se trata entonces? -quiso saber la señora Townsend-. ¿Vas a decirnos que tú también nos dejas? No creo que pueda soportarlo.

– No exactamente -indicó Myra-. Me he ofrecido en la estación del pueblo para ser guarda de tren. He estado buscando una manera de servir a la causa y vi el anuncio en el periódico que el señor Hamilton nos leyó la semana pasada. Ya he hablado con la Señora, quien declaró estar de acuerdo en tanto pudiera seguir en mi puesto. Opinó que el hecho de que el servicio se esfuerce por contribuir con los objetivos de la guerra es un reflejo del espíritu que anima esta casa.

– En efecto -asintió el señor Hamilton-, así es, en tanto el servicio siga haciendo su contribución dentro de la casa. -Se quitó las gafas, se frotó cansinamente el tabique de su larga nariz, volvió a colocárselas, y me dirigió una mirada severa-. Lo siento por ti, muchacha. Dado que Alfred se marcha a la guerra y Myra tiene dos trabajos, sobre tus hombros recaerá una gran responsabilidad. No tengo probabilidad alguna de encontrar una persona que nos ayude. No en este momento. Deberás hacerte cargo de una gran parte del trabajo de la casa hasta que las cosas vuelvan a la normalidad. ¿Lo comprendes?

– Sí, señor Hamilton -asentí solemnemente, mientras caía en la cuenta de por qué últimamente Myra había empleado su tiempo en verificar mi eficiencia. Había estado instruyéndome para que ocupara su lugar, con el fin de que le resultara más sencillo obtener autorización para trabajar fuera de la casa.

El señor Hamilton meneó la cabeza y se frotó las sienes.

– Tendrás que atender la mesa, ocuparte de los salones, servir el té. Y tendrás que ayudar a vestir a las señoritas Hannah y Emmeline mientras estén aquí.

Su letanía de tareas continuó pero ya no lo escuché. Me excitaba demasiado la perspectiva de que entre mis nuevas responsabilidades estuvieran las hermanas Hartford. Después de mi encuentro casual con Hannah en el pueblo, había aumentado la fascinación que me producían ambas, pero sobre todo ella. En mi imaginación, alimentada por revistas sensacionalistas e historias de misterios, era una heroína hermosa, inteligente y valiente.

Aunque en aquel momento no podría haberlo expresado en esos términos, percibo ahora la naturaleza de esa atracción. Eramos dos jóvenes de la misma edad, vivíamos en la misma casa, en el mismo país, y vislumbraba en Hannah brillantes perspectivas que yo jamás podría tener.


La primera jornada como voluntaria de Myra estaba prevista para el viernes siguiente. Eso nos dejaba un tiempo escaso y precioso para ponerme al tanto de mis nuevas obligaciones. Todas las noches mi sueño era interrumpido por un pinchazo en el tobillo o un codazo en las rodillas, seguidos de instrucciones demasiado importantes para correr el riesgo de que las hubiera olvidado al llegar el día.

Pasé en vela la mayor parte de la noche del jueves. Mi mente luchaba tenazmente para librarse del sueño. A las cinco en punto, con el estómago revuelto, apoyé suavemente mi pie desnudo en el frío suelo de madera, y me puse los leotardos, el vestido y el delantal.

Hice mis tareas habituales en un suspiro. Luego regresé a la sala de los sirvientes y esperé. Me senté a la mesa. Mis dedos estaban demasiado tensos para tejer, de modo que escuché cómo el reloj marcaba lentamente los minutos.

A las 9.30 el señor Hamilton comprobó que la hora de su reloj coincidiera con la que marcaba el reloj de pared. Eso me recordó que debía retirar las bandejas del desayuno y ayudar a las jovencitas a vestirse. Bullía anticipadamente de entusiasmo.

Sus habitaciones estaban arriba, junto al cuarto de juegos. Golpeé una vez, rápidamente y sin hacer demasiado ruido, por mera formalidad, tal como me había indicado Myra. Luego abrí la puerta del dormitorio de Hannah. Era la primera vez que veía la habitación Shakespeare. Myra, reacia a perder el control, había insistido en llevar ella misma las bandejas del desayuno antes de partir hacia la estación.

Era oscura, por efecto del empapelado descolorido y los pesados muebles. La cama, la mesilla y el dosel eran de caoba tallada. Una alfombra color bermellón cubría el suelo, casi hasta el zócalo. En la pared, sobre la cabecera, había tres cuadros a los que la habitación debía su nombre, dado que -según había dicho Myra- correspondían a sendas heroínas de obras teatrales escritas por el mejor dramaturgo inglés de todos los tiempos. Yo di por ciertas sus palabras, aunque ninguna de ellas me pareció especialmente heroica. La primera estaba tendida en el suelo, sosteniendo ante sí un frasco que contenía un líquido. La segunda estaba sentada en una silla, y a lo lejos se veían dos hombres, uno de piel blanca y otro de piel negra. La tercera, tendida en un arroyo, con el largo cabello flotando hacia atrás, salpicado de flores silvestres.

Cuando me acerqué, Hannah ya se había levantado. Estaba sentada frente al tocador con un camisón de algodón blanco, el empeine de los pálidos pies apoyado en la alfombra, como si rezara, y la cabeza inclinada sobre una carta. Tuve la sensación de verla por primera vez. Myra había abierto las cortinas y un débil rayo de sol entraba por la ventana iluminando la espalda de Hannah para jugar con sus largas trenzas rubias. Ella no advirtió mi presencia.

Yo carraspeé y ella me miró.

– Grace -enunció, con toda naturalidad-. Myra me informó de que la reemplazarías mientras ella está cumpliendo con su trabajo en la estación.

– Sí, señorita.

– ¿No va a ser mucho ocuparse de las tareas de Myra además de las tuyas?

– Oh, no, señorita, en absoluto.

Hannah se inclinó hacia mí y bajó la voz.

– Debes de estar muy ocupada. Pero ¿cumples ante todo con las clases de la señorita Dove?

Por un instante no supe qué decir. ¿Quién era la señorita Dove y por qué motivo me daría clases? Entonces recordé: la escuela de secretarias del pueblo.

– Trato de cumplir, señorita -contesté, y tragué saliva, deseosa de cambiar de tema-. ¿Comienzo por su cabello, señorita?

– Sí -dijo Hannah, afirmando enfáticamente con la cabeza-. Por supuesto, haces bien al no hablar de eso, Grace. Yo debería ser más cuidadosa -agregó, tratando de no sonreír, aunque cuando estaba a punto de lograrlo, rió abiertamente-. Es sólo que… es un alivio tener a alguien con quien compartirlo.

– Sí, señorita -asentí solemnemente, disimulando mi inquietud.

Por fin, con una sonrisa cómplice, ella se llevó un dedo a los labios indicando silencio, y volvió a leer la carta.

Tomé un cepillo de madreperla del tocador y de pie detrás de ella miré el espejo oval. Al ver que seguía leyendo me atreví a observarla. La luz de la ventana le alumbraba el rostro y proyectaba un reflejo etéreo. Podía distinguir la retícula de sus venas, apenas visibles bajo la piel blanca, comprobar cómo se movían sus ojos debajo de los bellos párpados mientras leía.

Ella se revolvió y yo dejé de mirarla. Deshice las cintas de sus trenzas y las solté. Desenredé el cabello largo y ondulado y comencé a cepillarlo.

Hannah dobló la carta por la mitad y la dejó debajo de una bombonera de cristal que estaba sobre el tocador. Se miró en el espejo, cerró la boca y dirigió su vista a la ventana.

– Mi hermano se marcha a Francia -comentó con aspereza-. A pelear en la guerra.

– ¿De verdad, señorita?

– Él y su amigo Robert Hunter. -Pronunció ese nombre con disgusto y rozó el borde de la carta-. El pobre papá no lo sabe. No debemos decírselo.

Cepillé rítmicamente, contando en silencio. (Myra había dicho que lo hiciera cien veces y que se daría cuenta si me había saltado alguna).

– Me gustaría ir -continuó entonces Hannah.

– ¿A la guerra, señorita?

– Sí. El mundo está cambiando, Grace, y quiero verlo. -Hannah me observó a través del espejo. La luz del sol animaba sus ojos azules moteados de amarillo-. Quiero experimentar la sensación de que la vida me transforme -declaró luego, como si recitara un verso aprendido de memoria.

– ¿La transforme?

Yo no podía imaginar que ella deseara una vida distinta de la que Dios tan generosamente le había concedido.

– Que me transforme, Grace. Así como algunas personas pueden sentir que las transforma la música u otro arte, quiero vivir una gran experiencia que me aleje de mi vida habitual. -Entonces volvió a mirarme, con ojos brillantes-. ¿Nunca has sentido algo así? ¿No has querido más de lo que la vida te ha dado?

La miré un instante, reconfortada por la vaga sensación de haber sido destinataria de una confidencia, y desconcertada porque parecía requerir alguna señal de reciprocidad que yo, desafortunadamente, no estaba en condiciones de ofrecer. El problema era, sencillamente, que no la comprendía. Los sentimientos que Hannah describía eran para mí un idioma desconocido. La vida había sido buena conmigo. No tenía duda. El señor Hamilton no dejaba de recordarme cuán afortunada era por tener ese puesto y lo mismo hacía mi madre. No lograba encontrar una respuesta y Hannah seguía mirándome, expectante.

Abrí la boca, mi lengua produjo un chasquido prometedor, pero las palabras no salieron.

Ella suspiró y se encogió de hombros. En su boca se dibujó una leve sonrisa de desilusión.

– No, por supuesto. Lo siento, Grace, te he desconcertado.

Cuando Hannah miró en otra dirección me oí decir:

– Alguna vez pensé que me gustaría ser detective, señorita.

– ¿Detective? -Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo-. ¿Cómo el señor Bucket en La casa desolada?

– No conozco al señor Bucket, señorita. Pensaba en Sherlock Holmes.

– ¿De verdad? ¿Detective?

Asentí.

– ¿Alguien que encuentra pistas y descubre cómo se cometieron los crímenes?

Asentí otra vez.

– Bien -exclamó, de lo más complacida-. Estaba equivocada. Sabes lo que quiero decir.

Dicho lo cual, volvió a mirar por la ventana, sonriendo levemente.

No supe cómo había sucedido, por qué mi impulsiva respuesta le había agradado tanto, aunque tampoco me importaba especialmente. Todo lo que sabía era que en ese momento disfrutaba de la agradable sensación de haber establecido un vínculo.

Dejé el cepillo en el tocador y me pasé las manos por el delantal.

– Myra me indicó que hoy usaría su traje de paseo, señorita.

Tomé el traje del guardarropa, lo llevé hacia el tocador y sostuve la falda para que Hannah pudiera entrar en ella.

En ese momento una puerta empapelada que estaba junto a la cabecera de la cama se abrió y apareció Emmeline. Desde el lugar donde estaba arrodillada, sosteniendo la falda de Hannah, la vi cruzar la habitación. La de Emmeline era un tipo de belleza que no armonizaba con su edad. Algo en sus grandes ojos azules, sus labios carnosos, incluso la manera de bostezar, daban impresión de vaga madurez.

– ¿Cómo está tu brazo? -se interesó Hannah, apoyando una mano en mi hombro para equilibrarse y dando un paso para ponerse la falda.

Seguí mirando hacia abajo. Deseaba que el brazo de Emmeline estuviera bien y que no recordara mi participación en su caída. De hecho, si lo recordaba, no lo demostró. Sólo se encogió de hombros, se tocó distraídamente la muñeca vendada y dijo:

– No me duele, me dejo la venda para impresionar.

Hannah miró hacia la pared. Yo recogí su camisón y deslicé el corpiño del traje por encima de su cabeza.

– Tal vez te quede una cicatriz, ¿sabes? -insinuó provocadoramente.

– Lo sé -afirmó Emmeline, sentándose en el extremo de la cama de su hermana-. Al principio no me gustaba la idea, pero Robbie dijo que era una herida de guerra, y que me daría personalidad.

– ¿Eso dijo? -preguntó Hannah, mordaz.

– Señaló que la gente interesante siempre tiene personalidad.

Abroché el primer botón para ajustar el corpiño de Hannah.

– Vendrá a pasear con nosotros esta mañana -anunció Emmeline, golpeteando la cama con los pies-. Le ha pedido a David que le mostremos el lago.

– Sin duda pasaréis una mañana encantadora.

– ¿No vendrás? Es el primer día templado desde hace semanas. Dijiste que si pasabas más tiempo aquí adentro te volverías loca.

– He cambiado de idea -contestó Hannah con displicencia.

Emmeline permaneció en silencio un momento. Luego dijo:

– David tenía razón.

Yo, que continuaba abotonando el corpiño, advertí la tensión en el cuerpo de Hannah.

– ¿A qué te refieres?

– David le contó a Robbie que eras obstinada, que, si te lo proponías, pasarías todo el invierno encerrada para evitar encontrarte con él.

Por un momento, Hannah no supo qué decir.

– Bueno, pues dile a David que se equivoca. No estoy evitando a Robbie, en absoluto. Tengo cosas que hacer aquí. Cosas importantes, de las que no estáis al tanto.

– ¿Como sentarte en el cuarto de juegos, sufriendo, mientras lees otra vez las cosas que hay en el arcón?

– ¡Eres una fisgona! -protestó Hannah indignada-. ¿Te sorprende que desee tener privacidad? Pues te equivocas, como de costumbre. No me dedicaré a revisar el arcón. Ya no está allí.

– ¿Qué dices?

– Lo he escondido.

– ¿Dónde?

– Te lo diré la próxima vez que juguemos.

– Pero es probable que no juguemos durante todo el invierno. No podemos hacerlo sin que se entere Robbie.

– Entonces te lo diré el próximo verano. No lo echarás de menos. Tú y David tenéis montones de cosas que hacer ahora que el señor Hunter está aquí.

– ¿Por qué no te agrada Robbie?

Se produjo una extraña tregua, una pausa forzada en la conversación, durante la cual sentí que era el centro de atención y pude oír mi propia respiración y los latidos de mi corazón.

– No lo sé -reconoció Hannah por fin-. Desde que llegó a esta casa todo ha sido diferente. Parece como si todo hubiera desaparecido, esfumado antes de comprender siquiera de qué se trata. ¿Por qué te agrada a ti? -preguntó alargando el brazo para que yo colocara el encaje del puño.

Emmeline se encogió de hombros.

– Porque es divertido, inteligente. Porque a David le agrada especialmente. Porque me salvó la vida.

– Lo sobreestimas. -Hannah inspiró cuando llegué al último botón-. Sólo desgarró la tela de tu vestido y con ella te vendó la muñeca -señaló, girándose para mirar a su hermana.

Emmeline se llevó la mano a la boca, abrió mucho los ojos y comenzó a reír.

– ¿Qué pasa? ¿De qué te ríes? -preguntó Hannah y a continuación se encorvó para verse en el espejo-. Oh -exclamó, frunciendo el ceño.

Emmeline, sin dejar de reír, se dejó caer sobre las almohadas de Hannah.

– Tienes el aspecto de un niño pobre del pueblo, ese al que su madre le hace usar prendas demasiado pequeñas.

– Eres cruel, Emme -replicó Hannah, pero no pudo contener la risa. Miró su imagen en el espejo y movió los hombros tratando de estirar el corpiño-. Y también mentirosa. Ese pobre chico nunca tuvo un aspecto tan ridículo. Evidentemente he crecido desde el verano pasado -agregó mirándose de costado.

– Sí, estás más alta, eres afortunada -opinó Emmeline observando el apretado pecho de su hermana.

– Bien, está claro que no puedo usar esto.

– Si papá se interesara por nosotras tanto como por su fábrica, se daría cuenta de que necesitamos ropa nueva.

– Se esfuerza por hacer lo mejor.

– Detesto ver lo peor de él. Si no estamos atentas, haremos nuestra presentación en sociedad con vestidos marineros.

Hannah se encogió de hombros.

– Me tiene sin cuidado. Es una ceremonia estúpida y pasada de moda -declaró, y volvió a mirarse en el espejo mientras trataba de estirar su corpiño-. De todos modos, tengo que escribirle y preguntarle si podemos tener vestidos nuevos.

– Sí, y no delantales, sino verdaderos vestidos, como los de Fanny -propuso Emmeline.

– Bueno… hoy tendré que conformarme con un delantal. Esto no me sirve -sentenció Hannah y arqueó las cejas-. Me pregunto qué dirá Myra cuando sepa que no hemos respetado sus normas.

– No le agradará, señorita -opiné, retribuyendo la sonrisa de Hannah en el espejo mientras le desabotonaba el traje.

Emmeline me miró, inclinó la cabeza y parpadeó.

– ¿Quién es?

– Es Grace -dijo Hannah-. ¿La recuerdas? Ella nos salvó de la señorita Prince el verano pasado.

– ¿Myra está enferma?

– No, señorita. Está en el pueblo, trabajando en la estación como voluntaria, por la guerra -expliqué.

Hannah alzó una ceja.

– Lo siento por el inocente pasajero que pierda su billete.

– Sí, señorita.

– Grace nos vestirá mientras Myra esté en la estación -le indicó Hannah a Emmeline-. ¿No crees que es más agradable que sea alguien de nuestra edad?

Hice una reverencia y salí de la habitación, con el corazón agitado. Una parte de mí deseaba que la guerra nunca terminara.


Alfred se fue a la guerra una fría y clara mañana de marzo. El cielo estaba limpio y el aire cargado de promesas de aventura. Mientras caminábamos desde Riverton hacia el pueblo, me sentí extrañamente emprendedora. El señor Hamilton y la señora Townsend se ocuparían de que en la casa todo siguiera su curso. Myra, Katie y yo habíamos obtenido autorización especial -con la condición de que hubiéramos completado nuestras tareas- para acompañar a Alfred a la estación. Era un deber cívico, nos había dicho el señor Hamilton, ofrecer apoyo moral a los jóvenes que servían al país.

No obstante, ese apoyo moral tenía sus límites. Bajo ninguna circunstancia podíamos entablar conversación con los soldados, para quienes tres jóvenes como nosotras resultaban presa fácil.

Me sentí importante, caminando por High Street con mi mejor vestido, acompañada por uno de los miembros del ejército de su majestad. Tengo la certeza de que no era la única que experimentaba esa emoción. Advertí que Myra había puesto especial atención a su peinado. Había recogido en un rodete la negra cola de caballo, como lo hacía la Señora. Incluso Katie se había esforzado en domar sus rizos rebeldes.

Cuando llegamos, la estación estaba repleta de soldados y de personas que acudían a despedirlos. El centro de reclutamiento de Saffron Green, que se negaba a perder la supremacía en el asunto, había organizado una campaña para promover el alistamiento el mes anterior, y todavía podían verse en los postes de alumbrado los carteles con la fotografía de lord Kitchener señalando con el índice. Los muchachos de Saffron formarían un batallón especial. Todos estarían juntos. Según nos dijo Alfred, era lo mejor: los hombres que vivirían y lucharían juntos ya se conocían.

En lo alto, sobre las vías del tren, el viento hacía flamear las hileras de banderines triangulares, rojos y azules. Debajo de ellos, los enamorados se abrazaban, las madres alisaban los uniformes nuevos y brillantes y los padres no podían ocultar su orgullo. Los niños corrían de un lado a otro, en medio de la multitud, haciendo sonar silbatos y agitando banderas de Gran Bretaña.

El tren aguardaba reluciente y de tanto en tanto soltaba impaciente un vanidoso chorro de vapor.

Alfred caminó un trecho a lo largo del andén llevando su equipaje y por fin se detuvo.

– Bien, chicas -señaló mientras apoyaba su carga en el suelo y miraba a su alrededor-. Éste parece el mejor lugar.

Asentimos, dejándonos llevar por el ambiente festivo. En un extremo del andén, donde se habían reunido los oficiales, tocaba una banda. Myra hizo un saludo oficial a un adusto guarda que la contestó con una formal inclinación de cabeza.

– Alfred -anunció tímidamente Katie-, tengo algo para ti.

– ¿De verdad, Katie? Es muy amable de tu parte -le respondió, presentándole la mejilla.

– Oh, Alfred -exclamó ella, enrojeciendo como un tomate-, no me refería a un beso.

Alfred nos guiñó el ojo a Myra y a mí.

– Bueno, me desilusionas, Katie. Aquí me tienes, creyendo que ibas a darme algo que cuando esté lejos, al otro lado del mar, me permitiera recordar el lugar de donde partí.

– Así es. Es esto -afirmó y le entregó una servilleta de té.

Alfred arqueó una ceja.

– ¿Una servilleta de té, Katie? Sin duda me recordará el lugar de donde partí.

– No es una servilleta. Es decir, sí lo es, pero sólo el envoltorio. Mira dentro.

Alfred abrió el paquete y quedaron a la vista tres rebanadas del budín Victoria de la señora Townsend.

– Debido al racionamiento no hay crema y manteca, pero no está mal.

– ¿Cómo lo sabes, Katie? -preguntó bruscamente Myra-. A la señora Townsend no le alegrará comprobar que has estado husmeando otra vez en su despensa.

– Sólo quería hacerle un regalo a Alfred -respondió Katie frunciendo el labio inferior.

– Supongo que tienes razón, aunque sólo por esta vez; la guerra lo justifica -declaró Myra, con un tono más suave. Luego se dirigió a Alfred-. Grace y yo también tenemos algo para ti, Alfred. ¿Verdad, Grace?

Yo no le prestaba atención. Al final del andén -entre un mar de jóvenes oficiales con elegantes uniformes nuevos- había distinguido un par de rostros familiares: Emmeline estaba junto a Dawkins, el chófer de lord Ashbury.

– ¿Grace? -volvió a decir Myra tomándome del brazo-. Le estaba contando a Alfred lo de nuestro regalo.

– Oh, sí -contesté, y saqué de mi bolso un paquete envuelto en papel manila que le entregué a Alfred.

Él lo abrió cuidadosamente y sonrió al ver el contenido.

– Yo tejí los calcetines y Myra la bufanda -expliqué.

– Estupendo -dijo Alfred, inspeccionando las prendas-. Tienen muy buen aspecto -declaró y tomando entre sus manos los calcetines, se dirigió a mí-. Sin duda os recordaré, a las tres, cuando esté abrigado y los demás muchachos tengan frío. Me envidiarán por mis tres chicas, las mejores de toda Inglaterra.

Alfred guardó los regalos, plegó prolijamente el papel y me lo devolvió.

– Ten, Grace. La señora Townsend estará como loca buscando el resto de su budín. No me gustaría que también le falte el papel de hornear.

Asentí y mientras ponía el papel en mi cartera sentí que sus ojos se clavaban en mí.

– No te olvidarás de escribirme, ¿verdad, Grace?

– No, Alfred, no me olvidaré de ti -contesté, meneando la cabeza.

– Eso espero, porque de lo contrario ya verás cuando regrese. Voy a extrañarte -confesó-. A las tres -agregó mirando a Myra y Katie.

– Oh, Alfred -exclamó Katie emocionada-. Mira a todos esos muchachos tan elegantes con sus nuevos uniformes. ¿Son todos de Saffron?

Mientras Alfred señalaba a algunos de los jóvenes que había conocido en el centro de reclutamiento, yo volví a prestar atención a las vías, y a Emmeline, que saludaba a otro grupo y se iba. Dos de los jóvenes oficiales giraron para mirarla y pude distinguirlos: eran David y Robbie Hunter. ¿Dónde estaba Hannah? Estiré el cuello tratando de verla. Había hecho lo posible por evitar a David y Robbie durante todo el invierno, pero ¿era capaz de no despedirlos cuando se iban a la guerra?

– … y ése es Rufus -explicaba Alfred, señalando a un soldado enjuto con una dentadura prominente-. Es el hijo del trapero. Rufus solía ayudarlo, pero sabe que tiene más probabilidades de comer todos los días en el ejército.

– Eso vale para un buhonero -opinó Myra-, pero tú no puedes decir que no vivieras bien en Riverton.

– Oh, no -repuso Alfred, sonriendo-. No tengo quejas al respecto. La señora T., lord Ashbury y lady Violet nos mantienen bien alimentados. Aunque la verdad es que me agobiaba estar encerrado. Quiero pasar una temporada al aire libre.

Oímos sobrevolar un aeroplano, un Blériot XI-2, según señaló Alfred, y la multitud le dirigió un caluroso saludo. En el andén se percibía la emoción que nos embargaba a todos. El guarda, una remota mancha blanca y negra, hizo sonar su silbato. Su voz a través del megáfono invitó a los pasajeros a subir al tren.

– Bueno -anunció Alfred esbozando una sonrisa-. Me voy.

En el final de la estación apareció la figura de Hannah. Su mirada recorrió el gentío y se detuvo, vacilante, cuando distinguió a David. Se abrió paso entre la multitud y no se detuvo hasta llegar al lugar donde estaba su hermano. Permaneció inmóvil un instante y luego, sin decir una palabra, sacó algo de su bolso y se lo entregó. Yo sabía lo que era. Lo había visto esa mañana en su habitación: Viaje a través del Rubicón. Era uno de los pequeños libros de El Juego, una de sus aventuras favoritas, cuidadosamente redactada, ilustrada y encuadernada con hilo. Hannah lo había puesto en un sobre y lo había atado.

David miró el paquete, y luego a su hermana. Lo guardó en el bolsillo de su chaqueta, y lo acarició. Luego estiró los brazos y tomó las manos de Hannah entre las suyas. Parecía querer abrazarla, besar sus mejillas, pero se abstuvo, los hermanos no tenían por costumbre hacer esas demostraciones de afecto. Sólo se acercó a ella y le dijo algo. Entonces ambos miraron a Emmeline, y Hannah asintió con la cabeza.

David se dirigió después a Robbie. El joven miró a Hannah y ella buscó nuevamente algo en su bolso. Comprendí que era un regalo para él. Seguramente David le había dicho que también Robbie necesitaba un amuleto.

La voz de Alfred en mi oído desvió mi errática atención.

– Adiós, Grace -declaró, casi rozándome el cuello con los labios-. Te agradezco sinceramente tu regalo.

Mientras Alfred cargaba su macuto al hombro y se dirigía al tren, yo me llevé la mano a la oreja, que conservaba el calor de sus palabras. Cuando llegó a la puerta del vagón y subió el escalón, se volvió para mirarnos por encima de las cabezas de los otros soldados.

– Deseadme suerte -pidió y desapareció, empujado por sus compañeros, ansiosos por entrar en el tren.

Yo lo despedí con la mano.

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