PARTE 2

Boletín Heráldico de Inglaterra

1999

Mansión Riverton, Saffron Green, Essex


La mansión Riverton una granja de estilo isabelino diseñada por John Thorpe fue «aburguesada» en el siglo XVIII por el octavo conde de Ashbury quien le añadió dos alas transformando así el edificio principal en una cómoda mansión. En el siglo XIX cuando se impuso el concepto victoriano de casa de campo de fin de semana Riverton volvió a ser objeto de reformas a cargo del arquitecto Thomas Cubitt. Se agregó un tercer nivel para dotarla de un mayor numero de habitaciones de huéspedes. Y, de acuerdo con la idea victoriana de que los sirvientes debían mantenerse invisibles, se construyo en el ático toda una «madriguera» de habitaciones de servicio además de una escalera que las comunicaba directamente con la cocina.

Las imponentes ruinas de la por entonces majestuosa mansión se hallan rodeadas de magníficos jardines diseñados por sir Joseph Paxton. En ellos se encuentran dos enormes fuentes de piedra. La mas grande que representa a Eros y Psique ha sido recientemente restaurada. Si bien ahora su funcionamiento está controlado por una bomba eléctrica programada, original-mente el agua era bombeada por un motor ubicado en una sala subterránea del cual se decía que al funcionar hacia «tanto ruido como un tren expreso» debido a los ciento veinte chorros ocultos entre las estatuas de hormigas gigantes águilas dragones seres monstruosos del mundo subterráneo cupidos y dioses que lanzaban agua a treinta metros de altura.

La otra fuente mas pequeña se encuentra al final del Camino Largo que esta detrás de la casa y representa la Caída de Ícaro. Mas allá de ésta encontramos el lago y la casa de verano cuya construcción fue encargada en 1923 por el entonces propietario de Riverton el señor Theodore Luxton sustituyendo al cobertizo para botes que existía originalmente en ese lugar. Ya en este siglo el lago se hizo tristemente celebre como el lugar donde se suicido el poeta Robert S Hunter en 1924 durante la fiesta de celebración del verano que anualmente se realizaba en Riverton.

Las sucesivas generaciones de habitantes de Riverton también contri-buyeron en el diseño de los jardines. Lady Gytha Ashbury, la esposa danesa de lord Herbert, creó la zona de arbustos podados remedando distintas siluetas, rodeados por setos de tejos enanos, que aún se conoce como Jardín Egeskov (en homenaje a un castillo en Dinamarca que pertenecía a la familia política de lord Ashbury). Y lady Violet, esposa del undécimo lord Ashbury, agregó una rosaleda en el jardín trasero.

Después del devastador incendio ocurrido en 1938, la finca Riverton y sus jardines entraron en un largo periodo de decadencia. La finca fue donada a Patrimonio Cultural de Inglaterra en 1974 y desde ese momento está en proceso de restauración. Los jardines de los sectores norte y sur, incluyendo la fuente de Eros y Psique, han sido recientemente restaurados, dado que forman parte del plan de recuperación de jardines considerados patrimonio cultural inglés que dirige la institución. La fuente de Ícaro y el pabellón de verano, a los que se accede por el Camino Largo, están siendo reformados en la actualidad.

En la iglesia de Riverton, situada en un pintoresco valle vecino a la casa, durante los meses de verano está abierta una casa de té (cuyo servicio no está a cargo de Patrimonio Cultural). La finca Riverton tiene además una maravillosa tienda de regalos.

Para obtener información sobre los espectáculos de las fuentes, por favor, llame al 01277 876857.

9. El veinte de julio

Voy a aparecer en la película. No yo, sino una jovencita que interpreta ese papel. Por lo visto, haber sobrevivido hasta hoy me convierte en una curiosidad digna de ser exhibida, sin importar cuál fuera mi grado de conexión con los hechos.

Hace dos días recibí una llamada telefónica de Ursula, la joven cineasta de figura delgada y largo cabello ceniciento, preguntándome si aceptaría reunirme con la actriz que tendrá el dudoso honor de hacer de «Primera doncella», ahora rebautizada «Grace».

Vendrán aquí, a Heathview. No es que sea el lugar más propicio para una cita, pero carezco del ánimo y la energía necesarios para recorrer un largo trayecto y no estoy dispuesta a hacer ese esfuerzo.

De modo que aquí estoy. Sentada en la silla de mi habitación, esperando.

Oigo que llaman a la puerta. Miro el reloj: las nueve y media. Son puntuales. Advierto que contengo el aliento y me pregunto por qué.

Ya están en la habitación -mi habitación- Sylvia, Ursula y la joven encargada de representar el papel de Grace.

– Buenos días, Grace -saluda Ursula, sonriéndome bajo su flequillo color trigo. Después hace algo imprevisto: se inclina hacia mí y me besa en la mejilla. Siento sus cálidos labios en mi piel seca y grisácea.

Mi voz no logra salir de la garganta.

Ursula se sienta en el extremo de mi cama, sobre la manta -un atrevimiento que, según descubro con sorpresa, no me molesta- y me toma la mano.

– Grace, ella es Keira Parker -anuncia, y gira para dedicarle una sonrisa a la joven que está detrás de mí-. Hará de usted en la película.

La joven, Keira, surge de la oscuridad. Tiene unos diecisiete años, y descubro asombrada su simétrica belleza. El cabello rubio que le llega a los omóplatos está recogido en una cola de caballo; el rostro oval; los labios carnosos pintados con lápiz de labios brillante; los ojos azules debajo de las cejas claras. Un rostro hecho para vender chocolates.

Me aclaro la garganta, no olvido los modales.

– Tome asiento, por favor -la invito, señalando la silla de plástico marrón que Sylvia se ha anticipado a traer desde el comedor.

Keira se sienta con delicadeza. Cruza las delgadas piernas enfundadas en unos vaqueros y mira subrepticiamente hacia la izquierda, donde está mi tocador. Los vaqueros están raídos, deshilachados. Sylvia me ha dicho que los harapos ya no son indicio de pobreza sino de estilo. Keira sonríe impasible, mientras su mirada recorre mis pertenencias. De pronto, recuerda que debe ser amable:

– Gracias por recibirme, Grace.

Me resulta humillante que me llame por mi nombre de pila. Pero me reprendo a mí misma y me obligo a ser razonable. Si se hubiera dirigido a mí invocando mi título o diciendo mi apellido habría insistido en que esas formalidades no eran necesarias.

Veo que Sylvia todavía ronda cerca de la puerta abierta, quitando el polvo del marco con un trapo, una diligencia con la que trata de disimular su curiosidad. Le encantan los actores de cine y los ídolos del fútbol.

– Sylvia, querida, ¿podríamos ofrecer un té a nuestras invitadas?

La cara de Sylvia es un modelo de intachable devoción.

– ¿Té?

– Con unos bizcochos. ¿Puede ser?

– Por supuesto -responde, guardando con desgana su trapo en el bolsillo.

Miro a Ursula.

– Sí, por favor, té blanco -pide ella.

Sylvia se dirige a Keira.

– ¿Y usted, señorita Parker?

Percibo nerviosismo en la voz de Sylvia y veo que sus mejillas se tiñen de un rojo intenso. Comprendo entonces que la joven actriz debe de ser una figura conocida para ella.

– Té verde con limón -contesta Keira bostezando.

– Té verde -repite lentamente Sylvia, como si de repente hubiera descubierto el misterio del origen del universo-. Limón -vuelve a decir, mientras permanece inmóvil en el vano de la puerta.

– Gracias, Sylvia, para mí, lo de siempre -le indico.

– Muy bien -contesta Sylvia parpadeando, como si se hubiera roto el hechizo, retirándose finalmente. La puerta se cierra detrás de ella y me quedo a solas con mis dos invitadas.

De inmediato lamento que Sylvia no esté conmigo. Se apodera de mí la sensación súbita e irracional de que su presencia evitará que el pasado regrese.

Pero se ha ido, y las tres permanecemos un momento en silencio. Le echo otro vistazo a Keira, observo su rostro, trato de reconocer a la joven que fui en sus bellos rasgos. De pronto una difusa y amortiguada melodía rompe el silencio.

– Perdón -dice Ursula mientras busca algo en su bolso-. Creía haberle quitado el sonido. -Saca entonces un pequeño teléfono móvil de color negro y los crescendos quedan interrumpidos cuando ella pulsa una tecla-. Lo siento mucho -repite, sonriendo con incomodidad. Luego mira el visor de su teléfono y la consternación le nubla el rostro-. ¿Me disculpan un momento?

Keira y yo asentimos y Ursula sale de la habitación con el teléfono en la oreja.

Cuando la puerta se cierra me dirijo a mi joven entrevistadora.

– Bien, supongo que debemos comenzar.

Ella asiente casi imperceptiblemente y saca de su gran bolso una carpeta. La abre y toma un montón de papeles, sujetos con un clip. Por el aspecto del texto deduzco que se trata de un guión: puedo distinguir palabras en letras mayúsculas, resaltadas en negrita, en medio de la página, seguidas de largos párrafos escritos con una tipografía común.

Después de pasar algunas páginas, Keira se detiene.

– Me interesaría saber cómo era su relación con la familia Hartford. Con las chicas.

Asiento. Es justamente lo que había sospechado.

– El mío no es un papel protagonista -señala Keira-. No tengo grandes diálogos, pero aparezco en muchas de las escenas del principio. Sirviendo bebidas y ese tipo de cosas, como usted sabe.

Vuelvo a asentir.

– De todos modos, Ursula pensó que sería una buena idea que conversara con usted sobre las chicas Hartford. Que me dijera qué pensaba de ellas. Así podría encontrar mi motivación. -Keira enfatiza esta última palabra, como si fuera un término extranjero con el que tal vez yo no estoy familiarizada. Luego endereza la espalda y su expresión se cubre de una pátina de fortaleza-. Aunque el mío no sea un papel principal, es importante que mí interpretación sea sólida. Nunca se sabe quién puede ser el espectador.

– Por supuesto.

– Nicole Kidman obtuvo su papel en Días de trueno, sólo porque Tom Cruise la vio en un film australiano.

Intuyo que ese hecho y esos nombres deberían significar algo importante para mí, por lo que asiento, y ella continúa.

– Por eso necesito que me diga cómo se sentía con respecto a su trabajo, y a las chicas. -Keira se inclina y me mira con sus ojos azules semejantes al frío cristal veneciano-. Para mí es una ventaja… que usted todavía… quiero decir, que el hecho de que aún esté…

– Viva. Sí, lo imagino -respondo, enternecida por su candor-. ¿Qué es exactamente lo que desearía saber?

Ella sonríe aliviada. El curso de nuestra conversación ha amortiguado su falta de tacto.

– Bueno -masculla, recorriendo con la vista la hoja de papel que descansa sobre sus rodillas-, le haré primero las preguntas más obvias.

Mi corazón se acelera. He decidido responder honestamente, sin importar cuál sea la pregunta. Un juego de ruleta para mi propio entretenimiento.

– ¿Le gustaba ser sirvienta?

– Sí, durante un tiempo -contesto con una exhalación que es más que un suspiro.

Keira me mira incrédula.

– ¿De verdad? No puedo imaginar que alguien disfrute estando a disposición de la gente todo el día. ¿Qué era lo que le gustaba de su trabajo?

– Todos se convirtieron en una familia para mí. Disfrutaba de su camaradería.

– Cuando dice «todos», ¿se refiere a Emmeline y Hannah? -me pregunta con ojos ávidos.

– No, me refiero a mis compañeros de la servidumbre.

– ¡Oh! -exclama Keira, desilusionada.

Sin duda ella había vislumbrado la posibilidad de un rol más importante para sí misma, lo que habría supuesto un reajuste en el guión: Grace, la criada, dejaría de ser un mero observador, para convertirse en un miembro secreto del círculo de las hermanas Hartford. Es joven, por supuesto, y proviene de un mundo diferente. No concibe el hecho de que no se puedan cruzar determinados límites.

– Está bien -alega entonces-, pero dado que no hay escenas con otros actores que representen el papel de sirvientes, no me sirve de mucho. -Recorre con su bolígrafo la lista de preguntas-. ¿Había algo que le desagradara especialmente de su trabajo?

Despertar día tras día con el alba; el dormitorio abuhardillado, que era un horno en verano y un congelador en invierno; las manos enrojecidas de lavar ropa; el dolor de espalda después de hacer la limpieza; el cansancio que me llegaba hasta la médula de los huesos.

– Era agotador. Los días eran largos y muy ajetreados. No tenía demasiado tiempo para mí misma.

– Sí, he estado ensayando a partir de esa idea. Apenas me ha hecho falta actuar. Después de un día de ensayo, mis brazos estaban llenos de moretones por llevar esa maldita bandeja de aquí para allá.

– Lo que más me dolía eran los pies -explico-, pero sólo al principio. Y en cuanto cumplí los dieciséis tuve zapatos nuevos.

Keira pasa la página del guión, escribe algo con letra redondeada y asiente.

– Bien, eso me sirve -afirma. Sigue haciendo garabatos y termina moviendo ampulosamente el bolígrafo-. Con respecto a este tema, es suficiente. Ahora me interesaría saber cosas sobre Emmeline. Es decir, qué sentía hacia ella.

Vacilo unos segundos, preguntándome por dónde empezar.

– Es que compartimos algunas escenas y no estoy segura de lo que debo transmitir -aclara Keira.

– ¿Qué tipo de escenas? -pregunto con curiosidad.

– Bueno, por ejemplo, en una de ellas Emmeline conoce a R. S. Hunter, junto al lago, se resbala y está a punto de ahogarse. Yo tengo que…

– ¿En el lago? Pero no es allí donde se conocieron, sino en la biblioteca. Era invierno, estaban…

– ¿En la biblioteca? -pregunta Keira frunciendo su perfecta nariz-. No es sorprendente que el guionista haya cambiado la escena. No hay dinamismo en una habitación llena de libros viejos. De este modo funciona realmente bien, dado que el lago es el lugar donde él se suicidó. Así, el final de la historia está presente en el comienzo. Resulta muy romántico, como en la película de Baz Lurhmann, Romeo y Julieta -me asegura.

Tendré que creerlo.

– En fin, lo que importa es que yo voy corriendo a la casa en busca de ayuda y, cuando regreso, él ya la ha rescatado y reanimado. La actriz debe mirarlo como si estuviera tan absorta que es incapaz de advertir que todos hemos ido a salvarla. -Keira hace una pausa v me mira fijamente, satisfecha con su explicación de la escena-. ¿Le parece que yo, es decir, Grace, debería sobreactuar un poco?

Como me demoro en responder, ella continúa.

– No, claro. Debe ser una reacción sutil, ya sabe.

Keira resopla suavemente, levanta la cabeza de modo que la nariz apunta hacia el cielo, y suspira. No comprendo que me está dedicando una improvisada interpretación hasta que su expresión se desvanece y la reemplaza una mirada asombrada que se dirige a mí.

– ¿Así?

Dudo. Elijo cuidadosamente mis palabras.

– Por supuesto, depende de usted el modo de interpretar su papel. De interpretar a Grace. Pero dado que se trata de mí, me resulta imposible imaginar que en 1915 hubiese reaccionado… -No logro encontrar palabras para calificar su interpretación, por lo que hago un gesto con la mano.

La mirada de la joven actriz parece indicar que no he captado un matiz fundamental.

– ¿Pero no cree que sería un poco desconsiderado no agradecerle a Grace haber ido tan rápidamente a buscar ayuda? Me sentiría estúpida si tuviera que salir corriendo y regresar sólo para quedarme ahí como una estatua.

Suspiro.

– Tal vez tenga razón, pero en aquella época ésa era una de las características de servir en una casa. Lo extraño habría sido que ella se comportara de otra manera. ¿Lo comprende?

Ella duda.

– No se esperaba que ella reaccionara de otra manera -le indico.

– Pero usted tuvo que haber sentido algo.

– Por supuesto, pero no lo demostré -explico, imprevistamente abrumada por el disgusto que me causa hablar de esa muerte.

– ¿Nunca? -Keira no quiere mi respuesta, no la espera, y eso me complace, porque no deseo dársela. Ella hace un mohín-. El concepto mismo del servicio me parece ridículo. Que una persona tenga que hacer la voluntad de otra.

– Era otra época -respondo sencillamente.

– Es lo mismo que dice Ursula -la joven suspira-. No me resulta demasiado útil. La actuación tiene que plasmar reacciones y es un poco difícil crear un personaje interesante cuando la indicación del director de escena es «no reaccionar». Me siento como una figura de cartón, que sólo recita «sí, señorita», «no, señorita».

– Debe de ser difícil.

– Mi intención inicial fue presentarme para el papel de Emmeline -me comenta en tono de confidencia-. Ese sí es un papel soñado. Un personaje tan interesante y elegante, una actriz que muere en un accidente automovilístico. Debería ver la escenografía.

Me abstengo de recordarle que ya la vi cuando estuve en los estudios donde se rueda la película.

– Querían alguien más popular -explica, bajando la vista para observar sus uñas-. Mi audición les gustó mucho, el productor me hizo incluso volver dos veces. Según él me parezco a Emmeline mucho más que Gwyneth Paltrow -alega, pronunciando el nombre de la otra actriz con una expresión desdeñosa que ensombrece momentáneamente su belleza-. Sólo me supera en que ha recibido una nominación de la Academia de Hollywood para el Oscar y todo el mundo sabe que a los actores británicos les cuesta el doble obtener ese premio. Especialmente si tienen que empezar haciendo series para televisión.

Puedo percibir su decepción y no la culpo. Diría que fueron muchas las ocasiones en las que yo habría preferido ser Emmeline en lugar de la criada.

– De todos modos -añade con disgusto-, hago el papel de Grace, y debo hacerlo lo mejor posible. Además, Ursula me prometió que me haría una entrevista especial para el lanzamiento en DVD, dado que soy la única actriz de la película que ha tenido la oportunidad de conocer al personaje real.

– Me alegra ser de utilidad en algo.

– Sí -asiente Keira, sin comprender mi ironía.

– ¿Desea hacerme alguna otra pregunta?

– Déjeme ver.

La joven pasa una página y algo vuela hacia el suelo, como una enorme polilla gris que cae boca abajo. Cuando lo recoge, veo que se trata de una fotografía, siluetas en blanco y negro con rostros serios. Aun desde donde estoy me resulta familiar. La reconozco instantáneamente, como si fuera una película que he visto hace tiempo, un sueño, una pintura que revive con una sola imagen.

– ¿Puedo verla? -pregunto, alargando mi mano.

Keira me da la fotografía, la deja sobre mis dedos nudosos. Nuestras manos se tocan por un segundo. Ella retira rápidamente la suya, como si temiera que pudiera contagiarle algo, la vejez, por ejemplo.

La fotografía es una copia. La superficie es lisa, fría, mate. La inclino para verla a la luz. Entrecierro los ojos y miro a través de las gafas.

Allí estamos. Los habitantes de Riverton en el verano de 1916.

Todos los años se tomaba una fotografía similar: lady Violet solía insistir en que así fuera. Un fotógrafo llegaba desde Londres para cumplir el encargo. Esperábamos ansiosos su llegada, y le recibíamos con toda la seriedad y la pompa que la ocasión merecía.

La fotografía en cuestión, dos filas de rostros serios mirando fijamente a la cámara con capuchón negro, era revelada manualmente, para, a continuación, ser expuesta sobre la repisa de la chimenea del salón durante un tiempo y, más tarde, añadida al álbum de recuerdos de la familia Hartford, junto con invitaciones, menús y recortes de periódicos.

Si se hubiera tratado de la fotografía de otro año, no habría reconocido la fecha. Pero esa imagen, en particular, es inolvidable por los hechos que la precedieron.

El señor Frederick está sentado en el centro, en primera fila; a un lado, su madre; al otro, Jemina. Ella está acurrucada, con un mantón negro sobre los hombros para disimular su avanzado embarazo. Hannah y Emmeline están sentadas en los extremos, como signos de paréntesis -uno más alto que el otro- con sendos vestidos negros. Vestidos nuevos, pero no de la clase que Emmeline había imaginado.

De pie, detrás del señor Frederick, en el centro de una sombría fila, se ve al señor Hamilton, con la señora Townsend y Myra a su lado. Katie y yo estamos detrás de las chicas Hartford. El señor Dawkins, el chófer, y el señor Dudley en ambos extremos. Las filas son distintas. Sólo Nanny ocupa un lugar entre las dos -no está claramente delante o atrás-, sentada en una de las sillas de mimbre del jardín de invierno.

Miro mi rostro serio, el tirante recogido del pelo le da a mi cabeza aspecto de alfiler, acentuando mis orejas demasiado largas. Estoy detrás de Hannah, con su cabello claro y rizado que contrasta con los bordes de mi vestido negro.

Todos tenemos una expresión solemne, una costumbre de la época, pero particularmente apropiada para esta fotografía. Los sirvientes están vestidos de negro, como siempre, pero también la familia. Porque ese verano compartían el duelo que atravesaba toda Inglaterra y todo el mundo.

Fue tomada el 20 de julio de 1916, al día siguiente del funeral de lord Ashbury y el mayor. El día que nació el bebé de Jemina y el día que conocimos la respuesta a la pregunta que estaba en boca de todos nosotros.


Aquél fue un verano terriblemente caluroso, el más sofocante que nadie pudiera recordar. Lejos quedaban los días grises del invierno, donde las noches se confundían con los días, y las semanas se sucedían, una tras otra, con sus largas jornadas y sus claros cielos azules. El amanecer llegaba temprano, limpio, brillante.

Esa mañana yo me había despertado más temprano que de costumbre. El sol alumbraba la copa de los abedules que bordeaban el lago y la luz, que penetraba por la ventana del ático, arrojaba un cálido rayo sobre mi cama, rozándome la cara. No me importaba. Era agradable despertar con luz en lugar de comenzar a trabajar en la fría oscuridad, mientras todos en la casa dormían. Para una criada, el sol del verano era una compañía permanente en sus actividades cotidianas.

Según estaba previsto, el fotógrafo llegaría a las nueve y media. A esa hora nos reunimos en el jardín frente a la casa. La atmósfera era opresiva; el sol, deslumbrante. La familia de golondrinas que había buscado refugio bajo el alero de Riverton nos observaba con curiosidad y en silencio, sin ánimo de piar. Incluso los árboles que se alineaban junto al camino estaban en silencio. Las frondosas copas permanecían inmóviles, como si trataran de conservar sus energías, aunque una ligera brisa las obligaba a emitir un susurro contrariado.

El fotógrafo, con la cara salpicada por gotas de sudor, nos fue colocando uno a uno. La familia, sentada. Los demás, de pie, detrás. Así permanecimos, con nuestras vestimentas negras, los ojos fijos en la cámara y la mente en el cementerio del valle.

Más tarde, reconfortados por el relativo frescor de los muros empedrados de la sala de los sirvientes, el señor Hamilton le pidió a Katie que sirviera limonada mientras los demás nos hundíamos lánguidamente en las sillas, alrededor de la mesa.

– Es el fin de una época, sin duda -declaró la señora Townsend secándose los ojos con un pañuelo. Había estado llorando casi todo el mes de julio, desde que se recibió la noticia de la muerte del mayor en Francia. Sólo se detuvo una vez, para tomar impulso, cuando lord Ashbury fue víctima de un ataque fatal, una semana después. Ahora no sólo derramaba lágrimas, sino que sus ojos habían caído en un estado de filtración permanente.

– El fin de una época -repitió el señor Hamilton, que estaba sentado frente a ella-. Así es, señora Townsend.

– Cuando pienso en Su Señoría…

Las palabras de la cocinera se volvieron inaudibles. Meneó la cabeza, apoyó los codos en la mesa y ocultó el rostro hinchado entre las manos.

– El ataque fue repentino.

– ¿Ataque? -preguntó la señora Townsend, levantando la cara-. Llámenlo así si quieren, pero él murió de tristeza. Créanme si les digo que no pudo tolerar perder a su hijo de esa manera.

– Tiene razón, señora Townsend -convino Myra, anudándose al cuello el pañuelo del uniforme de guarda de tren-. Él y el mayor estaban muy unidos.

– ¡El mayor! -Los ojos de la señora Townsend volvieron a llenarse de lágrimas y le tembló el labio inferior-. Querido muchacho. Pensar que ha muerto de esa manera. En alguna espantosa marisma de Francia.

– El Somme -apunté, saboreando la redondez de la palabra, su sonido premonitorio. Recordaba la última carta de Alfred, las finas y mugrientas cuartillas que olían a un lugar lejano. Había llegado dos días antes; una semana después de que la enviara desde Francia. Pese al tono aparentemente trivial de sus comentarios, había algo en ellos, en su vaguedad y en sus silencios, que me inquietó-. ¿Es ése el lugar donde está Alfred, señor Hamilton?

– Por lo que he oído en el pueblo, diría que sí, jovencita. Al parecer los muchachos de Saffron están todos allí.

Katie llegó con la bandeja de limonadas.

– Señor Hamilton, ¿y si Alfred…?

– Katie -la interrumpió bruscamente Myra, mirándome, mientras la señora Townsend se llevaba la mano a la boca-. Ocúpate de ver dónde pones esa bandeja y cierra el pico.

El señor Hamilton frunció la boca.

– No se preocupen por Alfred. Es una persona saludable y de gran temple. Los que dan las órdenes saben lo que hacen. No enviarán a Alfred ni a sus compañeros al combate si no están seguros de su capacidad para defender al rey y al país.

– Eso no significa que no pueda morir -opinó Katie enfurruñada-. Así ocurrió con el mayor, y es un héroe.

– ¡Katie! -El rostro del señor Hamilton adquirió el color del ruibarbo cocido cuando la señora Townsend sollozó-. Un poco de respeto. -Luego bajó el tono de la voz hasta convertirlo en un susurro vacilante-. Después de todo lo que la familia ha tenido que soportar estas últimas semanas -comentó meneando la cabeza y enderezándose las gafas-. Quítate de mi vista, jovencita. Vuelve al fregadero y…

La frase quedó inconclusa. El mayordomo miró a la señora Townsend, pidiendo su ayuda. Ella alzó la cara hinchada y dijo entre sollozos:

– Y limpia todas mis cacerolas y sartenes. Incluso las viejas, las que están afuera.

Permanecimos en silencio mientras Katie salía hacia el fregadero. La tonta de Katie, con sus comentarios sobre la muerte… Alfred sabía cómo cuidarse. Siempre lo decía en sus cartas. Me recomendaba que no me acostumbrara demasiado a sus tareas porque en cualquier momento estaría de regreso para ocuparse nuevamente de ellas. Me pedía que conservara su puesto. Pensé entonces en algo más que Alfred había dicho. Algo que me preocupaba sobre todas las cosas.

– Señor Hamilton -intervine lentamente-, no pretendo ser irrespetuosa, pero he estado preguntándome cómo nos afectará todo esto a nosotros. ¿Quién quedará a cargo de la casa ahora que lord Ashbury…?

– Seguramente será el señor Frederick -comentó Myra-. Ahora es el único hijo de lord Ashbury.

– No -objetó la señora Townsend, mirando al señor Hamilton-. Será el hijo del mayor, ¿verdad? Cuando nazca. Es el heredero del título.

– Diría que todo depende… -declaró gravemente el señor Hamilton.

– ¿De qué? -preguntó Myra.

– De que el hijo que espera Jemina sea niño o niña -respondió el mayordomo recorriendo nuestros rostros con la mirada.

La mención de su nombre fue suficiente para que la señora Townsend comenzara a llorar otra vez.

– La pobrecita… Perder a su esposo cuando está a punto de nacer su hijo. No es justo.

– Supongo que hay muchas otras como ella en Inglaterra -señaló Myra, meneando la cabeza.

– Pero no es lo mismo -precisó la señora Townsend-. No es lo mismo que le ocurra a uno de los nuestros.

El tercer timbre sonó en el estante contiguo a la escalera. La señora Townsend dio un salto.

– ¡Oh, Dios! -exclamó, llevándose la mano a su abundante pecho.

– La puerta de entrada -sentenció el señor Hamilton, poniéndose de pie y colocando meticulosamente su silla debajo de la mesa-. Sin duda es lord Gifford, que viene a leer el testamento.

Entonces se alisó la chaqueta y se arregló el cuello. Antes de subir la escalera, me miró por encima de las gafas.

– Lady Ashbury pedirá el té en cualquier momento, Grace. Cuando lo hayas preparado, llévale una jarra de limonada a las señoritas Hannah y Emmeline.

Cuando el mayordomo desapareció en la escalera, la señora Townsend se puso rápidamente una mano sobre el corazón.

– Mis nervios ya no son lo que eran -confesó tristemente.

– El calor no ayuda -la consoló Myra y consultó el reloj de pared-. Apenas son las diez y media. Lady Violet no pedirá el almuerzo hasta dentro de dos horas. ¿Por qué no adelanta su hora de descanso? Grace puede ocuparse del té.

Asentí, complacida ante la posibilidad de hacer algo que alejara mis pensamientos del sufrimiento que invadía toda la casa. De la guerra. De Alfred.

La señora Townsend dejó de observar a Myra y posó sus ojos en mí. La expresión de Myra se endureció, pero su voz sonaba más suave que de costumbre.

– Vamos, señora Townsend, se sentirá mejor después de descansar. Me aseguraré de que todo esté en orden antes de irme a la estación.

Se oyó el segundo timbre, el que correspondía al salón, y la señora Townsend volvió a sobresaltarse. Aceptó, con una mezcla de alivio y resignación.

– De acuerdo -accedió y se dirigió a mí-. Pero despertadme si es necesario, ¿entendido?


Subí la oscura escalera de servicio llevando la bandeja y llegué al salón. De inmediato me asaltó la claridad y el calor. A pesar de que -respetando el estricto duelo Victoriano indicado por lady Violet- las cortinas de todas las ventanas de la casa estaban echadas, no hubo forma de cubrir el montante elíptico de la puerta principal, por donde la luz penetraba sin restricciones. Me recordó la cámara del fotógrafo. La habitación era una ráfaga de luz y de vida en medio de una caja negra cubierta por un velo.

Crucé el salón en dirección al salón y abrí la puerta. La atmósfera del lugar era densa, el aire caliente de principios del verano estaba estancado a causa del duelo. Las enormes puertas francesas permanecían cerradas. Las pesadas cortinas de damasco y las interiores, de seda, entumecidas. De pie en el umbral de la puerta, dudé. Algo en esa habitación me impedía seguir, algo que no tenía que ver con la oscuridad o el calor.

Cuando mis ojos se acostumbraron, comencé a distinguir la sombría escena. Lord Gifford, un hombre rubicundo de edad avanzada, estaba sentado en el sillón que solía ocupar lord Ashbury, con una carpeta de cuero negro abierta sobre su generoso regazo. Estaba leyendo en voz alta, deleitándose con el eco que su voz provocaba en la oscura sala. En la mesa de cedro próxima a él, una elegante lámpara de metal con una pantalla de damasco floreado proyectaba un nítido haz de luz suave.

Jemina y lady Violet, las dos viudas, se habían sentado frente a él. Me pareció que milady había empequeñecido desde que la vi por última vez, esa misma mañana. Era una diminuta figura con un vestido de crepé negro y el rostro oculto tras un velo de encaje. Jemina también estaba vestida de negro, un color que destacaba su rostro ceniciento. Las manos, habitualmente regordetas, parecían pequeñas y frágiles mientras acariciaban distraídamente el vientre abultado. Lady Clementine se había retirado a su habitación pero Fanny -que seguía persiguiendo al señor Frederick con el objetivo de casarse con él- había sido autorizada a estar presente, y se la veía sentada con petulancia al otro lado de lady Violet, con ensayado gesto de consternación.

Sobre la mesa estaban las flores que yo había cortado de los jardines de la finca esa misma mañana: pimpollos de rododendro rosado, clemátides blancas y ramilletes de jazmines se apretaban un tanto mustios en el jarrón, tristemente abatidos. La fragancia de jazmín inundaba la habitación cerrada, volviéndola sofocante.

Al otro lado de la mesa estaba el señor Frederick, de pie, con la mano apoyada en la chimenea, alto y tieso.

En la semipenumbra, su rostro resultaba tan impasible como el de un muñeco de cera, sus ojos fijos, su expresión pétrea. El débil resplandor de la lámpara proyectaba una sombra sobre uno de sus ojos. El otro, aunque yo sabía que era azul, se veía negro, atento a su presa. Al fijarme mejor, comprendí que me miraba a mí.

Hizo una seña con los dedos de la mano que tenía apoyada. Un gesto sutil, que no habría advertido si el resto de su cuerpo no hubiera estado tan quieto. Me pidió que dejara la bandeja junto a él. Miré a lady Violet, tan desconcertada debido a esa modificación del orden estipulado como yo a causa de la perturbadora actitud del señor Frederick. Ella no me prestaba atención, de modo que hice lo que él indicó, tratando de no mirarlo. Cuando dejé la bandeja en la mesa, me señaló con la cabeza la tetera, lo cual significaba que debía servir el té. Luego volvió a prestar atención a lord Gifford.

Nunca antes había servido el té en la sala, para la Señora. Me sentía insegura, no sabía cómo proceder. Agradecí la oscuridad y tomé la jarra de leche mientras lord Gifford seguía hablando.

– … en efecto, aparte de las excepciones ya especificadas, todas las posesiones de lord Ashbury, así como su título, pasarían a su hijo mayor y heredero, el mayor James Hartford…

En ese punto lord Gifford hizo una pausa. Jemina trató de ahogar, penosamente, un sollozo. Junto a mí, Frederick carraspeó. Entendí que era su manera de expresar impaciencia. Al tiempo que no dejaba de vigilar mis movimientos, mientras vertía la leche en la última taza. Su mentón sobresalía del cuello en una actitud de severa autoridad. Exhaló larga y estudiadamente. Sus dedos tamborilearon ágiles en la repisa de la chimenea y dijo:

– Prosiga, lord Gifford.

Lord Gifford se revolvió en el asiento de lord Ashbury y el cuero crujió, expresando su dolor por la partida del amo. El anciano se aclaró la garganta, y alzó la voz.

– … dado que no se produjeron modificaciones después de la muerte del mayor Hartford, las propiedades serán heredadas, de acuerdo con las antiguas leyes del mayorazgo, por el mayor de sus hijos varones. -Aquí lord Gifford se detuvo para mirar por encima de sus gafas el vientre de Jemina, y luego continuó-. En caso de que el mayor Hartford no tuviera hijos varones supervivientes, las propiedades y título pasarían al segundo hijo de lord Ashbury, el señor Frederick Hartford.

Lord Gifford levantó la vista. La luz de la lámpara se reflejó en los cristales de sus gafas.

– Tal parece que tenemos un compás de espera por delante.

Dicho lo cual, hizo una pausa y aproveché la oportunidad para ofrecer el té a las damas. Jemina tomó automáticamente su taza, sin mirarme, y la apoyó en su regazo. Lady Violet me hizo una seña, indicándome que podía retirarme. Sólo Fanny cogió con cierto interés el plato y la taza que le ofrecía.

– Lord Gifford -dijo el señor Frederick con voz serena-,¿cómo prefiere el té?

– Con leche, pero sin azúcar -contestó el anciano, separando con los dedos el cuello de su camisa de la piel sudorosa.

Yo tomé cuidadosamente la tetera y comencé a servir, tratando de que no soltara chorros de vapor. Le pasé a lord Gifford la taza y el plato, que él tomó sin mirarme.

– ¿Los negocios andan bien, Frederick? -preguntó disponiéndose a sorber su té.

Con el rabillo del ojo vi que el señor Frederick asentía.

– Bastante bien, lord Gifford. Mis hombres han pasado de la fabricación de automóviles a la de aeroplanos y nos hemos presentado a una licitación para obtener otro contrato del Ministerio de Guerra.

Lord Gifford arqueó una ceja.

– Espero que el amigo Luxton no se postule -advirtió riendo con satisfacción-. Se dice que ha fabricado aviones para todos los hombres, mujeres y niños de Gran Bretaña.

– No voy a negar que ha fabricado numerosos aviones, lord Gifford, pero yo no volaría en uno de ellos.

– ¿No?

– Producción en serie -declaró el señor Frederick a modo de explicación-. La gente trabaja demasiado rápido, tratando de seguir el ritmo de las cintas transportadoras, sin tiempo para verificar que las cosas se hayan hecho correctamente.

– Al ministerio no parece importarle.

– Al ministerio sólo le importan los números, pero una vez que vean la calidad de nuestra producción dejarán de encargar esas chatarras de Luxton -aseguró el señor Frederick, riendo con estridencia.

No pude evitarlo y lo miré. Me pareció que, teniendo en cuenta que era un hombre que había perdido a su padre y a su único hermano en cuestión de días, lo sobrellevaba notablemente bien. Demasiado bien, pensé, y comencé a dudar de la cariñosa descripción que Myra había hecho de él y de la devoción de Hannah. Estaba más cerca de la opinión de David, que lo había definido como un hombre insignificante y amargado.

– ¿Alguna noticia del joven David? -preguntó lord Gifford.

Cuando le alcancé el té, el señor Frederick movió bruscamente el brazo, haciendo caer la taza y su humeante contenido en la alfombra de Besarabia.

– Oh, lo siento, señor -me disculpé, incapaz de evitar que la perturbación asomara en mis mejillas.

Él me observó, descifró algo en la expresión de mi cara. Despegó los labios para decir algo, pero cambió de idea.

Un brusco gemido de Jemina atrajo la atención de todos los presentes. Ella se aferró al brazo del sillón, se irguió, y pasó las manos por su tenso vientre.

– ¿Qué sucede? -se oyó decir a lady Violet detrás de su velo de encaje.

Jemina no respondió, concentrada -o al menos eso parecía- en una silenciosa comunicación con su bebé. Miraba fijamente hacia adelante, sin ver, mientras seguía acariciando su vientre.

– ¿Jemina? -volvió a preguntar lady Violet. La preocupación le helaba la voz, ya alterada por la pérdida de sus seres queridos.

Jemina inclinó la cabeza, como si se dispusiera a escucharla.

– Ha dejado de moverse -anunció, casi en un susurro. Su respiración era agitada-. Ha estado inquieto todo el tiempo, pero ahora se ha parado.

– Debes ir a descansar -le aconsejó lady Violet-. Es este dichoso calor -aseguró, tragando saliva-. Este dichoso calor… -repitió y miró a su alrededor buscando a alguien que corroborara su opinión-. Eso, y… -agregó, meneando la cabeza. Luego cerró la boca, incapaz, tal vez, de pronunciar la última frase-. Eso es todo. -Y reuniendo todo su coraje, se irguió, y le ordenó a Jemina con firmeza-: Debes descansar.

– No -repuso Jemina con labios temblorosos-. Quiero estar aquí. Por James y por ti.

Lady Violet apartó suavemente las manos de Jemina de su vientre y las tomó entre las suyas.

– Lo sé -aseguró y alargó su mano para acariciar levemente el desvaído cabello castaño de Jemina. Era un simple gesto, pero me recordó que lady Violet también era madre. Sin moverse, me indicó-: Grace, acompaña a Jemina a su habitación para que pueda descansar. Deja todo esto. Hamilton lo recogerá más tarde.

– Sí, señora -contesté haciendo una reverencia.

Fui hacia Jemina y la ayudé a ponerse de pie. Agradecí la oportunidad de alejarme de esa habitación y de su sufrimiento.

Mientras salía con Jemina a mi lado, comprendí cuál era la diferencia que había notado en la sala, además de la oscuridad y el calor. El reloj que estaba sobre la chimenea, que habitualmente marcaba los segundos con indiferente regularidad, estaba en silencio. Sus finas agujas negras se habían detenido dibujando un arabesco. las instrucciones de lady Ashbury, todos los relojes marcaban las cinco menos diez, la hora en que su esposo había muerto.

10. La caída de Ícaro

Dejé a Jemina instalada en su habitación y regresé a la sala de los sirvientes, donde el señor Hamilton inspeccionaba las ollas y sartenes que Katie había estado fregando. Levantó la vista de la sartén de cobre, la preferida de la señora Townsend, para decirme que las hermanas Hartford estaban junto al antiguo cobertizo de los botes y que debía llevarles el almuerzo junto con la limonada. Agradecí que aún no se hubiera enterado del té derramado. Fui al cuarto de la nevera para buscar una jarra de limonada, la puse en una bandeja, con dos vasos altos y un plato de canapés preparados por la señora Townsend, y salí por la puerta de servicio.

Al llegar al escalón superior me detuve, parpadeando ante la claridad mientras mis ojos se acostumbraban al resplandor. Después de un mes sin lluvias, los colores del terreno que rodeaba la casa se habían desteñido. El sol estaba alto y sus rayos caían perpendiculares, decolorándolo aún más, dando al jardín el brumoso aspecto de las acuarelas que lady Violet tenía en su tocador.

A pesar de la cofia, la parte del cuero cabelludo que quedaba al descubierto se abrasó en un instante.

Crucé el Prado del Teatro, donde la hierba recién segada dejaba sentir su sedante aroma. Dudley estaba por allí, en cuclillas, podando los bordillos. Las cuchillas de sus tijeras brillaban bajo las manchas de savia verde.

Seguramente oyó que me acercaba, porque se volvió y entrecerró los ojos tratando de enfocarme.

– Hace calor -declaró, poniendo su mano a modo de visera sobre los ojos.

– Tanto que se podrían freír huevos en la vía del tren -comenté, citando una frase de Myra y dudando sobre si la había empleado de forma adecuada.

Al final del jardín, una serie de escalones de piedra gris conducían a la rosaleda de lady Ashbury. Capullos rosados y blancos se abrazaban en las glorietas, animadas por el zumbido de las diligentes abejas que rondaban sus centros amarillos.

Pasé por debajo de la enredadera, abrí el pestillo de la verja y seguí por el Camino Largo, un sendero de adoquines grises construido entre hojas de sedum amarillas y blancas. Hacia la mitad del camino, los altos setos de carpes daban paso a los tejos enanos que bordeaban el Jardín Egeskov. La silueta de dos árboles podados me hizo parpadear al sentir que cobraban vida ante mis ojos; luego me sonreí a mí misma y a la pareja de iracundos patos, ánades reales con plumas verdes que habían remontado vuelo desde el lago para llegar hasta allí, desde donde me miraban con sus brillantes ojos negros.

Al final del Jardín Egeskov estaba la segunda verja, la hermana ignorada (siempre hay una hermana ignorada), invadida por jazmines. Enfrente, la fuente de Ícaro, y más allá, junto al lago, el cobertizo de los botes.

El pestillo de la verja estaba oxidado y tuve que dejar mi bandeja para destrabarlo. La apoyé en el suelo, entre un grupo de fresales, y presioné la puerta para abrirlo.

Si bien Eros y Psique se alzaban, grandiosos, magníficos, en el jardín que estaba al frente de la casa -como un anticipo de la grandeza del propio edificio-, la fuente más pequeña tenía algo especial -un matiz de misterio y melancolía- oculto bajo la soleada claridad del jardín sur.

La fuente circular de piedra tenía dos pies de altura, y veinte de extensión máxima. Estaba cubierta por diminutos azulejos de vidrio de color azul cielo, como el collar de zafiros de Ceilán que lord Ashbury le había traído a lady Violet al regresar del Lejano Oriente.

En el centro se erigía un enorme y escarpado bloque de mármol rojizo, que duplicaba la altura de un hombre. Era ancho en la base y se afinaba hacia la cúspide. Equidistante entre ambas se destacaba -tallada en mármol blanco que contrastaba con el bloque rojizo- la figura de Ícaro tendido, en tamaño real. Las alas de pálido mármol, tallado a imitación de las plumas, estaban amarradas a los brazos extendidos y caían hacia atrás, rozando la piedra.

De la fuente surgían tres ninfas inclinadas hacia el héroe caído. Largas cabelleras rodeaban sus rostros angelicales. Una de ellas llevaba un arpa de pequeño tamaño, otra lucía una corona de hojas de hiedra y la tercera abrazaba el torso de Ícaro con sus níveas manos, tratando de levantarlo.

En ese momento, una pareja de aviones de color púrpura -indiferentes a la belleza de la escultura- bajaron en picado y se posaron sobre el bloque de mármol, antes de volver a emprender el vuelo para rozar la superficie del estanque y llenar su pico de agua. Mientras los observaba, el calor agobiante hizo surgir súbitamente en mí el imperioso deseo de hundir mi mano en el agua fresca. Miré hacia atrás, en dirección a la casa, ya lejana, demasiado sumida en su dolor para advertir que una criada, al fondo del jardín sur, hacía una pausa para refrescarse.

Dejé la bandeja en el borde de la fuente y apoyé tímidamente en los azulejos una de mis rodillas acaloradas, cubierta por las medias negras. Me incliné hacia adelante, extendí la mano hacia el agua donde se reflejaba el sol, y la aparté cuando sentí el primer contacto. Me remangué y volví a alargar la mano, lista para sumergir el brazo.

Entonces oí una risa, que resonó como música tintineante en el sereno día estival.

Permanecí inmóvil, escuchando. Incliné la cabeza y miré más allá de la estatua.

Pude distinguir a Hannah y Emmeline, pero no en el cobertizo de los botes, sino sentadas al otro lado, en el borde de la fuente. Mi sorpresa se acrecentó: ambas se habían quitado los vestidos de luto y sólo llevaban puesta la enagua, la prenda interior que cubría el corsé y los calzones con puntilla de encaje. También se habían deshecho de sus botas, que estaban olvidadas en el sendero de piedra. El cabello recogido en una larga trenza brillaba con el sol. Volví a mirar hacia la casa, sorprendida por su osadía. Me preguntaba si mi presencia podía considerarse una forma de complicidad, y en ese caso, si eso me preocupaba o si deseaba que así fuera.

Emmeline estaba acostada boca arriba, con los pies juntos, las piernas flexionadas. Las rodillas, tan blancas como su enagua, saludaban al claro cielo azul. Había doblado un brazo para permitir que su cabeza descansara sobre él. El otro -mostrando una piel pálida y blanca, que no parecía conocer el sol- se extendía hacia el agua. La muñeca giraba dibujando perezosamente un ocho en la superficie y provocando minúsculas olas.

Hannah estaba sentada a su lado, con una pierna ligeramente curvada y la otra flexionada de tal modo que podía apoyar el mentón en la rodilla. Los tobillos jugaban indolentemente en el agua. Los brazos rodeaban la pierna flexionada y en una de las manos sostenía una hoja de papel increíblemente fina, casi transparente bajo el resplandor del sol.

Yo saqué el brazo del agua, me arreglé la manga y recuperé la compostura. Eché un último vistazo a los destellos de la fuente y tomé otra vez la bandeja.

Cuando estuve más cerca de las hermanas, pude oír su conversación.

– … creo que es espantosamente obcecado -declaró Emmeline. Luego se metió en la boca una fresa del montón que habían recogido y arrojó el tallo hacia el jardín.

Hannah se encogió de hombros.

– Papá siempre ha sido muy testarudo.

– De todos modos, su rotunda negativa es una estupidez. Si David tiene entusiasmo suficiente para escribirnos desde Francia, lo menos que puede hacer es leer lo que nos cuenta.

Hannah miró hacia la escultura. Al inclinar la cabeza el brillo titilante de las olas de la fuente se reflejó en su rostro.

– David ha hecho quedar a papá como un tonto, haciendo a sus espaldas justo lo que le había pedido que no hiciera.

– Bah, de eso ha pasado casi un año.

– Papá no perdona fácilmente. Y David lo sabe.

– Pero es una carta tan divertida… Vuelve a leer la parte en la que cuenta el lío con la comida, lo del budín.

– No pienso leerla otra vez. No debería haberlo hecho las primeras tres veces. Es demasiado vulgar para oídos inocentes. -Hannah sostuvo la carta frente a sí, y su sombra se proyectó sobre la cara de su hermana-. Aquí, por ejemplo, lee tú misma. Hay una ilustración muy elocuente en la segunda página.

Una cálida brisa agitó el papel y pude distinguir las líneas negras de un dibujo en el extremo superior.

Mis pasos resonaron en las blancas piedras del sendero y atrajeron la atención de Emmeline, que me vio, de pie detrás de Hannah,

– ¡Limonada! -exclamó, olvidando por completo la carta, y levantando el brazo que tenía en el agua-. ¡Qué bien!, me muero de sed.

Hannah se volvió hacia mí, y guardó la carta en su corsé.

– Grace -saludó sonriente.

– Estamos tratando de escondernos del viejo verde -explicó Emmeline, mientras se sentaba de espaldas a la fuente-. Oh, este sol es delicioso, se me ha ido directamente a la cabeza.

– Y a las mejillas -agregó Hannah.

Emmeline alzó la cara hacia el sol y cerró los ojos.

– No me importa. Quiero que todo el año sea verano.

– ¿Lord Gifford ya se ha ido, Grace? -preguntó Hannah.

– No podría asegurarlo, señorita -contesté, apoyando la bandeja en el borde de la fuente-, pero diría que sí. Estaba en el salón hace un rato, cuando serví el té, y la Señora no dijo que tuviera previsto quedarse.

– Espero que no -declaró Hannah-. Ya hay suficientes cosas desagradables en este momento, sin necesidad de que él ande buscando pretextos para mirar mi vestido toda la tarde.

Junto a un macizo de madreselvas rosadas y amarillas había una pequeña mesa de jardín de hierro forjado. La acerqué a la fuente para servir el almuerzo. Afirmé sus patas curvas entre las piedras del sendero, apoyé la bandeja y comencé a servir la limonada.

Hannah sostenía el tallo de una fresa y lo hacía girar entre el dedo pulgar y el índice.

– ¿Pudiste oír algo de lo que dijo lord Gifford? -inquirió.

Dudé. Se suponía que yo no escuchaba lo que se decía mientras servía el té.

– Sobre las propiedades del abuelo, sobre Riverton -especificó. No me miraba, por lo que sospeché que se sentía tan incómoda por preguntarlo como yo por tener que responder.

Tragué saliva y dejé la jarra en la mesa.

– No estoy segura, señorita…

– ¡Lo oyó! -exclamó Emmeline-, lo sé porque se ha sonrojado. ¿Lo oíste, verdad? -preguntó inclinándose hacia mí-. Bien, dinos, ¿qué sucederá? ¿Será para papá? ¿Nos quedaremos aquí?

– No lo sé, señorita -repuse, encogiéndome, como lo hacía cada vez que me enfrentaba a la altivez de Emmeline-. Nadie lo sabe.

Emmeline tomó un vaso de limonada.

– Alguien debe de saberlo -indicó altanera-. Lord Gifford, seguramente. ¿Por qué ha venido si no? ¿Qué otro motivo podría traerlo hasta aquí, aparte de hablar acerca del testamento del abuelo?

– Lo que quiero decir, señorita, es que depende.

– ¿De qué?

– Del bebé de la tía Jemina -afirmó entonces Hannah, y me miró-. ¿Es así, Grace?

– Sí, señorita -reconocí serenamente-, al menos creo que es lo que dijeron.

– ¿Del bebé de la tía Jemina? -preguntó Emmeline.

– Si es un varón -explicó pensativa Hannah- todo le corresponde a él. Si no, papá será lord Ashbury.

Emmeline, que acababa de llevarse una fresa a la boca, se tapó los labios con la mano y rió.

– ¿Te imaginas a papá siendo dueño de la finca? Es demasiado torpe. -El lazo de seda que ceñía su enagua se había enganchado en el borde de la fuente, deshilachándose. Una larga hebra zigzagueaba por su pierna. Debía tenerlo presente para zurcirlo más tarde-. ¿Crees que él quiere que nosotras vivamos aquí?

Oh, sí, pensé para mis adentros. Deseaba que así fuera. Riverton había estado sumamente silencioso durante el año anterior. No había nada que hacer salvo volver a quitar el polvo de las habitaciones vacías y tratar de no pensar demasiado en los que aún seguían luchando en la guerra.

– No -aseveró Hannah con firmeza-. Papá no toleraría estar lejos de su fábrica.

– No lo sé -opinó Emmeline-, si hay algo que papá adora más que a su fábrica es Riverton. Entre todos los lugares del mundo, es su preferido. Aunque ¿por qué alguien desearía quedarse en medio de la nada, sin tener con quién hablar? -se preguntó, mirando al cielo. Luego hizo una pausa-. Hannah, ¿sabes en qué he estado pensando? -preguntó excitada-. Si papá fuera un lord, nos convertiríamos en miembros de la nobleza, ¿verdad?

– Supongo que sí -dijo Hannah-. ¿Qué importancia tiene?

De un salto, Emmeline se puso de pie y puso los ojos en blanco.

– Una gran importancia -afirmó. Entonces dejó su vaso en la mesa y volvió a subir al borde de la fuente-. La honorable Emmeline Hartford, de la mansión Riverton. Suena bien, ¿no crees?

Emmeline giró para hacer una reverencia a su reflejo en el agua. Parpadeó y tendió su mano.

– Encantada de conocerlo, apuesto caballero. Soy la Honorable Emmeline Hartford.

Luego rió, divertida con su propia ocurrencia, y comenzó a caminar por el borde de azulejos, con los brazos extendidos para equilibrarse, al tiempo que repetía su fórmula de presentación entre nuevas carcajadas.

Hannah la miró un momento, perpleja.

– ¿Tienes hermanas, Grace?

– No, señorita. Tampoco hermanos.

– ¿En serio? -preguntó, como si jamás hubiera considerado que fuera posible vivir sin hermanos.

– No he sido demasiado afortunada, señorita. Somos sólo mi madre y yo.

Ella me miró, entrecerrando los ojos ante la luz del sol.

– Tu madre. ¿Ella trabajó en esta casa?

Más que una pregunta, era una afirmación.

– Sí, señorita. Hasta que yo nací, señorita.

– Te pareces mucho a ella. Me refiero a tu aspecto físico.

Sus palabras me desconcertaron.

– ¿Perdón, señorita?

– La vi en el álbum de recuerdos de la abuela. En una de esas fotografías de todos los inquilinos de la casa, tomada el siglo pasado.

Sin duda Hannah percibió mi confusión, porque se apresuró a decir:

– No estaba buscando esa fotografía, Grace. Trataba de encontrar un retrato de mi propia madre, cuando inesperadamente apareció. Me impresionó el parecido que tiene contigo. El mismo rostro hermoso, los mismos ojos bondadosos.

Yo nunca había visto una foto de mi madre en su juventud. La descripción de Hannah era tan diferente de la madre que yo conocía, que me asaltó un repentino e irrefrenable anhelo de verla por mí misma. Sabía dónde estaba guardado el álbum de recuerdos de lady Ashbury: en el cajón de la izquierda de su escritorio. Y desde que Myra trabajaba fuera de la casa, habían sido muchas las ocasiones en que me había quedado a solas mientras limpiaba la sala. Si me aseguraba de que los demás estuvieran ocupados en otro lugar y actuaba con rapidez, seguramente no sería difícil echar un vistazo. Pero me pregunté si me atrevería a hacerlo.

– ¿Por qué no regresó a Riverton después de tu nacimiento?

– No era posible, señorita. No podía regresar con un bebé.

– Estoy segura de que la abuela ya había admitido madres con hijos entre el servicio -declaró, y sonrió-. Imagínate, podríamos habernos conocido cuando éramos niñas. -Hannah frunció ligeramente el ceño y miró el agua de la fuente-. Tal vez no era feliz aquí y no deseaba regresar.

– No lo sé, señorita -repuse, inexplicablemente molesta por tener que hablar sobre mi madre con Hannah-. Ella no habla nunca de ese tema.

– ¿Está sirviendo en otra casa?

– Ahora hace trabajos de costura, señorita. En el pueblo.

– ¿Trabaja para sí misma?

– Sí, señorita -confirmé, aunque nunca lo había visto de esa manera.

Hannah asintió.

– Eso debe de proporcionar cierta satisfacción.

La miré. No sabía si estaba bromeando. No obstante, su expresión era seria, reflexiva.

– No lo sé, señorita -contesté, vacilante-. Voy a verla esta tarde. Si lo desea puedo preguntárselo.

Los ojos de Hannah adquirieron un aspecto nebuloso, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos. Cuando me miró, las sombras se disiparon.

– No, no tiene importancia. ¿Has recibido noticias de Alfred? -me preguntó, rozando con el dedo el borde de la carta de David, que seguía guardada en su enagua.

– Sí, señorita -contesté, feliz de poder cambiar de tema. Alfred era terreno seguro. Formaba parte del universo de la casa-. Recibí una carta la semana pasada. Le darán permiso en septiembre y vendrá a vernos. Es decir, espero que así sea.

– Septiembre. No falta mucho. Seguramente te alegrará la idea de verlo.

– Sí, señorita. Sin duda.

Hannah me dirigió una sonrisa cómplice y me ruboricé.

– Lo que quiero decir, señorita, es que todos sus compañeros nos alegraremos de verlo.

– Por supuesto, Alfred es un muchacho encantador.

Mis mejillas se tiñeron de rojo, porque Hannah había adivinado.

Si bien seguían llegando cartas de Alfred para todo el servicio, cada vez más a menudo venían dirigidas sólo a mí. También el contenido había variado. Los temas relativos a la guerra eran reemplazados por chismes acerca de la casa y otras cosas, secretas: lo mucho que me echaba de menos, cuánto me necesitaba, el futuro… De pronto parpadeé y pregunté:

– ¿Y el amo David, señorita? ¿Regresará pronto?

– No dice nada -declaró. Entonces pasó su mano sobre la superficie tallada de su relicario, echó un vistazo a Emmeline y bajó la voz-. A veces creo que nunca volverá.

– Oh, no, señorita -me apresuré a decir-. No debe pensar así. Estoy segura de que no ocurrirá nada…

Su risa me desconcertó.

– No me refiero a eso, Grace. Lo que quiero decir es que, ahora que ha logrado escapar, no creo que desee volver al redil. Con nosotros. Se quedará en Londres, estudiará piano y se convertirá en un gran músico. Tendrá una vida llena de romanticismo, de emoción, de aventura, como los juegos que solíamos jugar… -Señaló echando un vistazo a la casa y su sonrisa se desvaneció. Después suspiró largamente-. A veces…

Esas palabras quedaron flotando entre nosotras, aletargadas, pesadas, rotundas. Esperé la conclusión de la frase, que no llegó. No se me ocurría nada que decir, de modo que actué como mejor sabía: guardé silencio y rellené su vaso con la limonada restante. Entonces ella me miró y me ofreció su vaso.

– Grace, toma.

– Oh, no, señorita. Gracias, señorita. Estoy bien.

– No es cierto. Tus mejillas están casi tan rojas como las de Emmeline. Ten -ofreció y me pasó su vaso.

Miré a Emmeline, que del otro lado de la fuente arrojaba madreselvas rosadas y amarillas para que flotaran en el agua.

– De verdad, señorita, yo…

– Grace, hace calor. Insisto -apremió, con tono severo.

Suspiré y cogí el vaso. Estaba frío, tentadoramente frío. Lo acerqué a los labios y bebí apenas un sorbo cuando a mis espaldas se oyó una exclamación. Hannah y yo nos volvimos para ver de qué se trataba. Miré hacia arriba, entrecerrando los ojos. El sol había comenzado a deslizarse hacia el oeste y el aire era pesado.

Emmeline había trepado hasta la mitad de la estatua y estaba agazapada en una cornisa junto a Ícaro. Se había soltado la melena rubia, colocándose un ramillete de clemátides blancas detrás de la oreja. El borde mojado de su enagua se había pegado a sus piernas.

En la cálida y blanca luz del mediodía, Emmeline parecía formar parte de la escultura, como una ninfa acuática más que hubiese cobrado vida. Nos hizo señas y le dijo a Hannah:

– Ven, sube, desde aquí se ve todo el camino hacia el lago.

– Ya lo he visto -respondió Hannah-. Fui yo quien te lo mostré, ¿recuerdas?

Un zumbido atronó en el cielo. Era un aeroplano que volaba sobre nosotras. No reconocí el modelo. Alfred lo habría sabido.

Hannah lo siguió con la vista hasta que desapareció, perdido en un punto diminuto, en el resplandor del sol. Continuó observando el cielo vacío, el sol que no dejaba de brillar, que no se preocupaba por la guerra que arrasaba el continente vecino. De pronto se puso de pie, y con paso decidido se dirigió al banco del jardín donde había dejado su ropa. Cuando cogió su vestido negro, dejé la limonada y me acerqué a ayudaría.

– ¿Qué haces? -le preguntó Emmeline.

– Me visto.

– ¿Por qué?

– Hay algo que debo hacer en casa. -Hannah hizo una pausa y se arregló el corsé-. Una tarea de la señorita Prince, verbos en francés.

– ¿Desde cuándo? Estamos de vacaciones -observó Emmeline frunciendo la nariz.

– Le pedí que me dejara deberes.

– No lo hiciste.

– Lo hice.

– Bien, entonces yo también voy -declaró Emmeline sin moverse de su lugar.

– Muy bien -repuso fríamente Hannah-. Si te aburres, probablemente lord Gifford todavía esté en casa para hacerte compañía -agregó y se sentó a atarse los cordones de sus botas.

– Venga -insistió Emmeline, enfurruñada-, dime de qué se trata. Sabes que puedo guardar un secreto.

– Gracias a Dios -exclamó Hannah-. No me gustaría que nadie supiera que estoy practicando los verbos en francés.

Emmeline se sentó, observó a Hannah y comenzó a golpetear con sus piernas una de las alas de mármol de la estatua.

– ¿Me juras que eso es lo que harás? -preguntó inclinando la cabeza.

– Lo juro. Voy a casa a hacer unas traducciones -aseguró y me dirigió una mirada furtiva. Entonces comprendí que había dicho una verdad a medias. Iba a traducir, pero no escribiría en francés sino en taquigrafía. Miré al suelo, desproporcionadamente feliz en mi papel de cómplice.

Emmeline agotó sus últimos recursos. Meneó lentamente la cabeza y entrecerró los ojos.

– Mentir es pecado mortal, lo sabes.

– Sí, niña piadosa -respondió Hannah, riendo.

Emmeline cruzó los brazos.

– Bien, sigue guardando tus tontos secretos. No me importa.

– Me alegra que lo entiendas. Gracias por la limonada, Grace.

Hannah me sonrió, le correspondí y luego ella se alejó hacia el Camino Largo.

– Lo descubriré, lo sabes -gritó Emmeline-. Siempre lo hago.

No hubo respuesta. Emmeline resopló y cuando me volví para mirarla vi que las flores blancas que habían decorado su cabello estaban desparramadas sobre las piedras.

– ¿Ese vaso de limonada es para mí? -preguntó, mirándome con disgusto-. Estoy sedienta.


Esa tarde la visita a mi madre fue breve y, salvo por un detalle, no habría sido digna de recordar.

Habitualmente, mi madre y yo nos sentábamos en la cocina. Era el lugar donde había mejor luz para coser y donde solíamos pasar la mayor parte del tiempo antes de que yo comenzara a trabajar en Riverton. Sin embargo, ese día, cuando me recibió en la entrada, me llevó a la pequeña sala de estar contigua a la cocina. Sorprendida, me pregunté si no tendría otro invitado, porque raramente utilizaba esa habitación, que reservaba para las visitas importantes, como el doctor Arthur o el pastor de la iglesia. Me senté en una mesa junto a la ventana y esperé a que trajera el té.

Mi madre se había esforzado para que la sala luciera de la mejor manera posible, como advertí por algunos detalles. En la mesa que estaba junto a la pared había un jarrón que había pertenecido a mi abuela, de porcelana blanca con tulipanes pintados en el frente, conteniendo orgulloso un puñado de margaritas mustias. Y el almohadón que solía enrollar para usar detrás de la espalda mientras trabajaba estaba mullido y cuidadosamente colocado en medio del sofá. Como un astuto impostor, sentado allí todo orondo, contemplando el mundo como si su única función fuera decorativa.

Aunque la sala estaba particularmente limpia -años de servicio doméstico le habían permitido a mi madre lograr niveles de excelencia- no la recordaba tan pequeña y fea. Las paredes amarillas, que alguna vez tuvieron un aspecto alegre, se veían descoloridas, y combadas hacia dentro, como si únicamente la presencia del viejo sofá y las sillas las salvaran del derrumbe. Los cuadros, marinas que habían inspirado muchas de mis fantasías infantiles, habían perdido su magia, y me parecían deslucidos y mal enmarcados.

Mi madre trajo el té y se sentó frente a mí. La observé mientras lo servía. Sólo había dos tazas, es decir, que no habría otros invitados. El arreglo de la habitación, las flores, el almohadón mullido…, eran para mí.

Tomé la taza que me ofrecía y advertí que estaba mellada en el borde. Era una falla diminuta, pero el señor Hamilton jamás la habría tolerado. En Riverton no se admitían tazas desportilladas, ni siquiera para la servidumbre.

Mi madre sostuvo su taza con las dos manos y vi que sus dedos se montaban uno sobre el otro. En esas condiciones, no entendía cómo podía coser. Me preguntaba desde cuándo estaría tan mal y cómo se ganaba la vida. Todas las semanas yo le enviaba una parte de mi sueldo, pero seguramente no era suficiente. Abordé cautelosamente el tema.

– No es asunto tuyo -respondió-. Me las apaño.

– Pero, madre, deberías habérmelo dicho. Puedo enviarte más dinero. No tengo en qué gastarlo.

Su rostro demacrado oscilaba entre la actitud defensiva y la derrota. Por fin, suspiró.

– Eres una buena chica, Grace. Estás cumpliendo con tu deber. No tienes que preocuparte por la mala fortuna de tu madre.

– Por supuesto que sí.

– Sólo te pido que te asegures de no cometer los mismos errores.

Me armé de valor, y me atreví a preguntar suavemente:

– ¿Qué errores, madre?

Ella miró hacia otro lado. Yo esperé, con el corazón trémulo, mientras ella se mordía el agrietado labio inferior. Me preguntaba si por fin me confiaría los secretos que desde siempre habían estado silenciosamente presentes entre nosotras.

– Shhh -fue todo lo que dijo, mirándome a la cara, como si diera un portazo que cerraba la posibilidad de acceder al tema. Luego irguió el mentón y me preguntó, como de costumbre, por la casa y la familia.

¿Qué esperaba? ¿Un cambio repentino, absolutamente singular, en los hábitos de mi madre? ¿Una confesión de sus desgracias pasadas que explicara su aspereza, que nos permitiera tener la comprensión mutua que nunca habíamos logrado?

Tal vez sí. Ya sabes, era joven. Esa es mi única excusa.

Pero ésta es una historia real, no una ficción, y por lo tanto no debe sorprenderte que aquello que yo esperaba no se hiciera realidad. En cambio, tragué el amargo bocado de la desilusión y le hablé de las muertes, sin que pudiera evitar el tono petulante de mi voz mientras relataba las recientes desgracias de la familia. Primero el mayor; el rostro sombrío con que el señor Hamilton había recibido el telegrama ribeteado en negro; los dedos de Jemina, tan temblorosos que no le permitían abrirlo; y luego lord Ashbury, apenas unos días más tarde.

Mi madre meneó lentamente la cabeza, un gesto que destacaba su cuello delgado, y dejó su taza de té.

– Eso he oído decir, aunque no sabía en qué medida los chismes eran ciertos. Sabes tan bien como yo cuánto le gusta cotillear a la gente de este pueblo.

Asentí.

– ¿Cuál fue entonces la causa de la muerte de lord Ashbury? -preguntó.

– El señor Hamilton dice que fue una acumulación de todo. En parte, un ataque, y en parte, el calor.

Mi madre asentía mientras se mordía el carrillo.

– ¿Y qué opina la señora Townsend?

– Que no fue por nada de eso. Cree que, sencillamente, murió de pena. -Bajé la voz, y adopté el mismo tono reverente que había utilizado la señora Townsend-. Dice que la muerte del mayor destruyó el corazón de Su Señoría. Que cuando lo mataron todas las esperanzas y los sueños de su padre cayeron con él en suelo francés.

Mi madre sonrió, pero el suyo no era un gesto de felicidad. Meneó lentamente la cabeza, miró la pared que tenía delante, sus pinturas con escenas de mares lejanos.

– Pobre, pobre señor Frederick -comentó.

Sus palabras me sorprendieron. Al principio pensé que había oído mal, o que ella se había equivocado al pronunciar su nombre, porque no comprendía a qué se refería. Pobre lord Ashbury. Pobre lady Violet. Pobre Jemina. ¿Pero Frederick?

– No debes preocuparte por él -señalé-, es probable que herede la casa.

– Para ser feliz no basta la riqueza, niña.

No me gustaba que mi madre hablara sobre la felicidad. La palabra carecía de significado cuando ella la pronunciaba. Con la amargura que reflejaban sus ojos y su casa vacía, era la persona menos indicada para aconsejar sobre el tema. De alguna manera, me sentí reprendida por una ofensa que no supe identificar.

– Trata de decírselo a Fanny -respondí, molesta.

Mi madre frunció el ceño. Comprendí que no sabía de quién hablaba.

– Oh -dije, con una inexplicable alegría-. Lo olvidé, no la conoces. Es la protegida de lady Clementine; pretende casarse con el señor Frederick.

Mi madre me miró y empalideció.

– ¿Casarse? ¿Con Frederick?

Asentí.

– Fanny lleva persiguiéndolo durante todo el año.

– ¿Y aun así él no le ha propuesto matrimonio?

– No, pero es sólo cuestión de tiempo.

– ¿Quién piensa eso? ¿La señora Townsend?

– Myra.

Mi madre se recuperó, esbozó una ligera sonrisa.

– Esa Myra se equivoca. Frederick no volverá a casarse. No después de Penelope.

– Myra no suele equivocarse.

– En esto, se equivoca -afirmó mi madre cruzando los brazos.

Me agradó su certeza. Sentí que sabía mejor que yo lo que sucedía en la casa.

– La señora Townsend está de acuerdo con ella. Dice que lady Violet aprueba esa unión y que, aunque aparentemente al señor Frederick no le importe demasiado la opinión de su madre, en las cuestiones importantes jamás se atrevería a contrariarla.

– No -reconoció mi madre. En su rostro apareció una sonrisa, que luego se desvaneció-. Supongo que no se atrevería -repitió y miró hacia la ventana abierta, por donde se veía el muro de piedra gris de la casa vecina-. Es sólo que, volver a casarse… nunca pensé que lo haría.

Su voz había perdido firmeza. Me sentí mal. Avergonzada de mi deseo de poner a mi madre en su lugar. Seguramente le había tenido cariño a Penelope, la madre de Hannah y Emmeline. ¿Qué otra cosa podía explicar su rechazo a la idea de que el señor Frederick reemplazara a su esposa muerta, su desaliento cuando yo insistí en que era verdad?

Puse mi mano sobre las suyas.

– Tienes razón, madre. He hablado de más. No podemos saberlo.

Mi madre no dijo nada. Me incliné más hacia ella.

– Y a decir verdad, no hay indicios de que el señor Frederick sienta algo por Fanny. Mira con más adoración a su fusta que a ella.

Mi broma fue un intento de halagarla y me sentí mejor cuando me miró. Sentí, además, una sorpresa indefinible, porque en ese momento, con el sol de la tarde acariciándole la mejilla y tornando de un matiz verdoso sus ojos castaños, mi madre me pareció casi bella. Una palabra que jamás habría creído apropiada para ella. Limpia y pulcra, tal vez, pero nunca bella.

Pensé en las palabras de Hannah, en lo que me había dicho sobre la fotografía de mi madre, y eso terminó de convencerme: tenía que verla por mí misma. Ver qué clase de persona era esa joven a la que Hannah había calificado de bella y a la que la señora Townsend recordaba con tanto cariño.

– Siempre fue un gran jinete -declaró, apoyando su taza en el alféizar. Luego, para mi asombro, tomó mi mano entre las suyas y acarició mis palmas agrietadas-. Cuéntame más sobre tus tareas. Por lo que se ve, te han tenido terriblemente ocupada por allí.

– No está tan mal -empecé, conmovida por su raro gesto de afecto-. La limpieza y el lavado de la ropa no son muy interesantes, pero hay otras tareas menos pesadas.

Ella inclinó la cabeza en señal de interrogación.

– Myra ha estado tan ocupada con su trabajo de guarda de tren que he tenido que ocuparme de la mayor parte del trabajo de la casa.

– ¿Te gusta lo que haces, mi niña? ¿Allí, en esa gran casa? -me preguntó con voz serena.

Asentí.

– ¿Y qué es lo que te gusta de todo eso?

Estar en habitaciones decoradas con delicadas porcelanas y pinturas y tapices. Escuchar cómo Hannah y Emmeline bromean, juegan y sueñan, pensé. Pero de pronto recordé cómo se había sentido mi madre un rato antes y de inmediato encontré una manera de complacerla.

– Me hace feliz -afirmé, admitiendo algo que ni siquiera me había atrevido a reconocer-. Espero convertirme en una verdadera doncella algún día.

Mi madre me miró y frunció ligeramente el ceño.

– Es una buena manera de forjarse un futuro, mi niña -aseveró, en voz baja-. Pero la felicidad necesita del calor del propio hogar. No puede tomarse de jardines ajenos.

El comentario de mi madre seguía rondando en mi cabeza mientras caminaba de regreso a Riverton, a última hora de la tarde. Sin duda, me aconsejaba que no olvidara cuál era mi lugar. Ya me había aleccionado sobre ese tema más de una vez. Quería que tuviera presente que sólo encontraría felicidad junto al carbón que ardía en el hogar de la sala de los sirvientes, no en las delicadas perlas del tocador de una dama. Pero los Hartford no eran extraños. Y si yo obtenía algún placer al trabajar junto a ellos, escuchar sus conversaciones, apreciar sus hermosos vestidos, ¿qué mal podía causarme todo aquello?

Sus celos me habían impactado. Ella envidiaba mi lugar en esa gran casa. Estaba claro que le había tenido cariño a Penelope, la madre de las chicas, porque ¿qué otra cosa podía explicar su reacción cuando mencioné que el señor Frederick volvería a casarse? Y verme en la posición que ella alguna vez tuvo le recordaba que se había visto obligada a abandonarla. ¿Realmente no había tenido otra alternativa? Hannah había dicho que lady Violet había admitido antes madres con hijos. Por otra parte, si a mi madre le molestaba que yo hubiera ocupado su lugar, ¿por qué había insistido tanto en que ingresara en el servicio de Riverton?

Disgustada, di un puntapié a un terrón del suelo que ya había aflojado el casco de un caballo. Era imposible. Nunca lograría desenredar los nudos y los secretos que mi madre había tejido entre nosotras. Pero si ella no consideraba apropiado revelarlos, y se limitaba a ofrecerme herméticos discursos acerca de la mala fortuna y a recordarme cuál era mi lugar, ¿cómo podía esperarse que respondiera a sus expectativas?

Respiré profundamente. No era posible. Mi madre no me dejaba más alternativa que emprender mi propio camino y eso era lo que estaba decidida a hacer. Y si eso significaba aspirar a subir un escalón en la jerarquía del servicio, así sería. Salí del sendero flanqueado por árboles y me detuve un instante para observar la casa. El sol se había ocultado. Riverton estaba a oscuras. Parecía un enorme abejorro negro posado en la colina, acurrucado en el bosque, y en su propia pena. Pero aun así, me invadió una agradable sensación de certeza. Por primera vez en mi vida me sentía segura. En algún lugar, entre el pueblo y Riverton, había perdido la sensación de que, si no me aferraba a ella con todas mis fuerzas, me liquidarían.

Entré en la oscura sala de los sirvientes y me dirigí hacia el sombrío pasillo. Mis pasos resonaron en el frío suelo de piedra. Cuando llegué a la cocina, todo estaba en silencio. El aroma de la carne guisada trepaba por las paredes pero no vi a nadie por allí. Detrás de mí, en el comedor, se oía claramente el tictac de las agujas del reloj. Miré a través de la puerta. Nadie. En la mesa, una solitaria taza de té descansaba sobre su plato, servida para un ser invisible. Me quité el sombrero, lo colgué en un gancho de la pared y me alisé la falda. Mi suspiro reverberó en las paredes silenciosas. Sonreí. Nunca había tenido esa zona de la casa sólo para mí.

Miré el reloj. No me esperaban hasta dentro de media hora. Decidí que tomaría una taza de té. La que me había servido mi madre me había dejado un gusto amargo.

En la mesa de la cocina encontré la tetera todavía tibia, con su cubierta de lana.

La puse sobre el fogón y cogí una taza. La olla silbaba ruidosamente cuando apareció Myra, que se asombró al verme.

– Es Jemina -anunció-. El bebé está en camino.

– Si no lo esperaba hasta septiembre.

– Ya, pero eso él no lo sabe -repuso, arrojándome una pequeña toalla-. Lleva arriba esto y un recipiente con agua fría. No puedo encontrar a los demás y alguien tiene que llamar al médico.

– Pero no llevo el uniforme…

– No creo que a la madre o al niño les importe -señaló Myra y desapareció en el despacho del señor Hamilton para llamar por teléfono.

– Pero ¿qué debo decir? -pregunté a la habitación vacía, a mí misma, a la toalla que tenía en la mano-. ¿Qué hago?

Myra asomó la cabeza por el vano de la puerta.

– Bueno, no lo sé. Tendrás que inventar algo -contestó, agitando una mano en el aire-. Simplemente dile que todo está en orden.

Puse la toalla sobre mi hombro, llené un recipiente con agua y subí, siguiendo las indicaciones de Myra. Me temblaban las manos y vertí algunas gotas de agua en la alfombra del pasillo formando oscuras manchas de color bermellón.

Cuando llegué a la habitación de Jemina, vacilé. Desde el otro lado de la sólida puerta llegaba un quejido ahogado. Inspiré profundamente, golpeé y entré.

La habitación estaba a oscuras, salvo por un potente rayo que se colaba entre las cortinas tímidamente abiertas. El haz de luz estaba salpicado con motas de polvo. La cama de caoba era una masa oscura en el centro de la habitación, donde Jemina estaba tendida, muy quieta, respirando trabajosamente.

Me acerqué a la cama y me agaché tímidamente junto a ella. Dejé el recipiente en la pequeña mesilla.

Jemina gimió y yo me mordí el labio. No sabía qué hacer.

– Está bien -susurré suavemente, como mi madre me decía cuando tuve escarlatina-. Está bien.

Ella se estremeció, y dio tres bocanadas de aire, apretando los ojos cerrados.

– Todo irá bien -repetí. Humedecí la toalla en el agua y la doblé para ponerla sobre su frente.

– James… -le oí decir-. James… -El nombre sonaba hermoso en sus labios.

No había nada que pudiera decir ante eso, por lo que permanecí en silencio.

Se sucedieron más quejidos, más gemidos. Ella se retorcía, llorando sobre la almohada. Sus dedos buscaban un imposible consuelo en la sábana vacía que estaba a su lado.

Luego volvió la serenidad. Su respiración se sosegó.

Le quité el paño de la frente. El calor de su piel lo había entibiado. Lo sumergí nuevamente en la palangana con agua, lo escurrí, volví a plegarlo y me acerqué para ponerlo otra vez sobre su frente.

Jemina abrió los ojos, parpadeó, trató de reconocer mi cara en la oscuridad.

– Hannah -farfulló, suspirando.

Su error me sorprendió. Y me agradó infinitamente. Abrí la boca para corregirla pero me contuve cuando ella alargó su brazo y tomó mi mano.

– Qué bien que estés aquí -declaró, apretándome los dedos-, tengo tanto miedo, no puedo sentir nada.

– Todo está en orden. El bebé está descansando.

Mis palabras parecieron calmarla un poco.

– Sí, siempre es así justo antes de que nazca. Es sólo que… Es demasiado pronto -dijo y giró la cabeza. Cuando volvió a hablar su voz era tan débil que tuve que esforzarme por entenderla-. Todos quieren que sea un niño, pero no puedo. No puedo perder otro.

– Eso no sucederá -señalé, con la esperanza de que así fuera.

– Sobre mi familia pesa una maldición -afirmó, con el rostro todavía oculto en la almohada-. Mi madre me lo advirtió, pero no la creí.

Pensé que había perdido el juicio. Que el dolor la había trastornado volviéndola presa de supersticiones.

– Las maldiciones no existen -indiqué suavemente.

Oí un ruido, una mezcla de risa y sollozo.

– Oh, sí. Es la misma que mató al hijo de nuestra querida y difunta reina. La maldición hace que se desangren. -Jemina se quedó quieta, se pasó la mano por el vientre y giró para mirarme. Su voz era apenas más que un susurro-. Pero las niñas… la maldición no cae sobre ellas.

La puerta se abrió. Myra apareció, seguida por un hombre de mediana edad y una expresión de permanente censura, que resultó ser el médico, aunque no era el doctor Arthur, el médico del pueblo. Acomodamos las almohadas, Jemina se enderezó y encendimos una luz. En determinado momento advertí que había recuperado mi mano. Después me apartaron de la cama y me expulsaron de la habitación.

Las horas pasaron, anocheció, y yo esperé, dando vueltas por la cocina rogando que todo saliera bien. Aun cuando tenía montones de cosas que hacer para entretenerme, el tiempo parecía haberse detenido. Debía servir la cena, abrir las camas, recoger la ropa limpia para el día siguiente. Pero todo el tiempo mi mente seguía junto a Jemina.

Por fin, cuando a través de la ventana de la cocina vi el último resplandor del sol ocultándose en el oeste, detrás del bosque, se oyeron los pasos de Myra bajando la escalera, con el recipiente y la toalla en la mano.

Habíamos terminado de cenar y aún estábamos sentados a la mesa.

– ¿Y bien? -preguntó la señora Townsend, aferrando ansiosamente el pañuelo junto a su pecho.

– Bien… -repitió Myra, dejando la palangana y la toalla en la mesa de la cocina. Luego nos miró sin poder contener una sonrisa-. A las ocho y veintiséis minutos la madre ha dado a luz a un bebé, pequeño, pero saludable.

Aguardé impaciente.

– Sin embargo, no puedo evitar sentir cierta pena por ella -agregó Myra levantando las cejas-. Es una niña.


Eran las diez en punto cuando regresé, después de recoger la bandeja de la cena de Jemina. Se había quedado dormida, con la pequeña Gytha arropada entre sus brazos. Antes de apagar la lámpara que estaba junto a la cama, me detuve un momento para mirar a la minúscula niña: los labios fruncidos, un mechón de cabello rojizo, los ojos cerrados con fuerza. No era una heredera sino un bebé, que viviría, crecería, amaría. Y un día, tal vez, tendría sus propios hijos.

Salí de la habitación de puntillas, llevando la bandeja. Sólo mi lámpara alumbraba el oscuro pasillo, y mi sombra se proyectaba sobre la fila de retratos que colgaban de las paredes. Mientras el nuevo miembro de la familia dormía profundamente al otro lado de la puerta, unos cuantos antepasados Hartford hacían su silenciosa vigilia, observando serenamente la entrada de una casa que alguna vez les perteneció.

Cuando pasé junto al salón principal advertí que una tenue luz se filtraba por debajo de la puerta. En medio de las dramáticas circunstancias de la noche, el señor Hamilton se había olvidado de apagar la lámpara. Gracias a Dios, sólo yo lo había visto. A pesar de la bendición del nacimiento de su nueva nieta, lady Violet se habría puesto furiosa si hubiera descubierto que se violaban sus normas sobre el luto.

Abrí la puerta, y me detuve, petrificada. Allí, en el sillón de su padre, estaba el señor Frederick. El nuevo lord Ashbury.

Tenía las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en una mano, de modo que su rostro quedaba oculto.

En la mano izquierda tenía la carta de David. Pude reconocerla por el inconfundible dibujo del extremo superior. La carta que Hannah había leído junto a la fuente, la que había hecho reír nerviosamente a Emmeline.

La espalda del señor Frederick se estremecía. A primera vista podría haberse dicho que también él reía. Entonces escuché un sonido que nunca he olvidado. Que jamás olvidaré. Un sollozo ahogado, gutural, profundo, inconscientemente lúgubre. Permanecí allí un instante, incapaz de moverme. Después me di la vuelta, fui hacia la puerta y la cerré tras de mí, para no seguir siendo un oculto espectador de su pena.


Un golpe en la puerta me devuelve a la realidad. Es 1999, estoy en mi habitación de Heathview. La fotografía, con nuestros rostros graves e inconscientes, sigue en mis manos. La joven actriz, sentada en su silla marrón, observa las puntas de su largo cabello. ¿Durante cuánto tiempo he estado ausente? Miro el reloj. Acaban de dar las diez. ¿Es posible? ¿Es posible que las barreras de la memoria se hayan desvanecido, que las imágenes y fantasmas del pasado se hayan materializado, y que aun así el tiempo no haya pasado?

La puerta se abre y Ursula vuelve a la habitación. Sylvia entra inmediatamente después, balanceando tres tazas de té en una bandeja de plata, algo más llamativa que la habitual, de plástico.

– Lo siento mucho -dice Ursula volviendo a sentarse en el extremo de mi cama-. No suelo hacer esto. Era urgente.

En un primer momento, no comprendo a qué se refiere. Luego veo que tiene en la mano el teléfono móvil.

Sylvia me alcanza una taza de té y camina alrededor de mi silla para ofrecerle otra taza humeante a Keira.

– Espero que hayan comenzado la entrevista sin mí -señala Ursula.

Keira sonríe y se encoge de hombros.

– Hace tiempo que hemos terminado.

– ¿De verdad? -pregunta Ursula, abriendo los ojos por debajo de su espeso flequillo-. No puedo creerlo. Me he perdido toda la entrevista. Tenía mucha curiosidad por escuchar los recuerdos de Grace.

Sylvia pone una mano en mi frente.

– Parece un poco febril. ¿Necesita algún analgésico?

– Estoy perfectamente bien.

Sylvia arquea una ceja.

– Estoy bien -repito, con toda la firmeza que puedo reunir.

Sylvia no me cree, menea la cabeza y deja oír una interjección. Sé que se está frotando las manos. Sé que piensa: «Por el momento, ya verás luego». No duda que estaré pidiendo un calmante para el color antes de que mis invitadas hayan subido a su automóvil. No puedo negarlo. Tal vez tenga razón.

Keira toma un sorbo de té verde y deja la taza sobre mi tocador.

– ¿Hay un baño?

Puedo sentir que los ojos de Sylvia me perforan.

– Sylvia -intervengo, con voz ronca-, ¿puedes acompañar a Keira hasta el aseo del pasillo?

Sylvia apenas puede contenerse.

– Por supuesto -contesta. Y aunque no puedo verla, sé que está pavoneándose-. Es por aquí, señorita Parker.

Cuando la puerta se cierra, Ursula me sonríe.

– Le agradezco que haya recibido a Keira. Es la hija de un amigo del productor y estoy obligada a prestarle especial atención. -Entonces mira hacia la puerta, baja la voz y elige cuidadosamente sus palabras-. No es mala chica, pero le falta un poco de… tacto.

– No lo he notado.

Ursula ríe.

– Es lo que ocurre cuando se tienen padres que trabajan en esta industria. Estos chicos ven que sus padres reciben premios por ser ricos, famosos y guapos. ¿Quién puede culparlos por querer lo mismo?

– Es lógico.

– No obstante, me hubiera gustado poder hacer de carabina.

– Si no deja de disculparse, conseguirá convencerme de que ha hecho algo incorrecto. Me recuerda a mi nieto.

Ursula parece avergonzada y advierto que hay algo distinto en sus ojos oscuros. Una sombra que no había percibido antes.

– ¿Ha resuelto sus problemas? ¿Los del teléfono? -pregunto.

Ella suspira y asiente.

– Sí.

Luego hace una pausa. Yo permanezco en silencio, esperando que siga hablando. Hace ya tiempo que aprendí que el silencio invita a hacer todo tipo de confidencias.

– Tengo un hijo -explica-, Finn. -El nombre deja en sus labios una sonrisa, mezcla de tristeza y alegría-. El sábado pasado cumplió tres años. -Por un instante su mirada se aparta de mi cara y vaga por el borde de la taza de té con la que juguetea-. Su padre…, él y yo nunca… -Ursula golpea dos veces su taza con la uña y vuelve a mirarme-. Sólo estamos Finn y yo. Fue mi madre quien llamó por teléfono. Ella se ocupa de él mientras se rueda la película. Por lo visto, el niño se ha caído.

– ¿Está bien?

– Sí, tiene un esguince en la muñeca. El médico se la ha vendado. Está bien -asegura sonriendo, pero sus ojos se llenan de lágrimas-. Lo siento, no sé qué me pasa…, todo ha ido bien, no sé por qué lloro.

– Está preocupada -indico, mirándola- y aliviada.

– Sí -reconoce, y de pronto parece muy joven y frágil-. Y me siento culpable.

– ¿Culpable?

– Sí -asegura, pero no entra en detalles. Saca de su bolso un pañuelo de papel y se seca los ojos-. Es fácil hablar con usted. Me recuerda a mi abuela.

– Debe de ser una mujer encantadora.

Ursula ríe.

– Sí -afirma, llevándose el pañuelo a la nariz-. Por Dios, debo de tener un aspecto terrible. Discúlpeme por molestarla con todo esto, Grace.

– Ya vuelve a disculparse. Insisto en que no lo haga.

Se oyen pasos. Ursula mira hacia la puerta y se suena la nariz.

– Al menos permítame darle las gracias. Por recibirnos, por conversar con Keira. Por escucharme.

– Me ha gustado hacerlo -declaro, y me sorprendo de que sea verdad-. No suelo recibir muchas visitas últimamente.

La puerta se abre y ella se pone de pie. Se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla.

– Volveré pronto -promete, apretándome suavemente la muñeca.

Me siento infinitamente complacida.


BORRADOR DEFINITIVO

Guión de la película.

Versión final, noviembre de 1998,

páginas 43-54

LA CASA DE RIVERTON © 1998

Autora y directora: Ursula Ryan


SUBTITULO: Alrededores de Passchendaele, Bélgica, octubre de 1917.


45. INTERIOR. GRANJA ABANDONADA, DE NOCHE

Anochece y llueve copiosamente. Tres jóvenes soldados con uniformes sucios buscan refugio en las ruinas de una granja en Bélgica. Han caminado todo el día tras haberse separado de su división en una frenética retirada de la línea de combate. Están cansados y desmoralizados. La granja en la que se cobijan es la misma donde se alojaron treinta días antes, de camino al frente. La familia Duchesne huyó de allí cuando el combate llegó al pueblo.

Una vela chispea en el suelo de madera desnuda, proyectando largas sombras de bordes irregulares en las paredes de la cocina abandonada. Todavía pueden apreciarse ecos de su vida anterior: una olla junto al fregadero; una fina cuerda delante de la cocina con ropa colgada; un juguete de madera.

Uno de los soldados -un australiano, perteneciente al cuerpo de infantería, de nombre FRED- se agazapa junto al hueco de la pared donde alguna vez hubo una puerta, mientras coloca su arma en un lado. A lo lejos se oye ruido de artillería. Llueve a cántaros sobre el suelo ya embarrado, desbordando las zanjas. Aparece una rata y olisquea una gran mancha en el uniforme del soldado. Es sangre, negra y putrefacta por el paso del tiempo.

En la cocina un oficial se sienta en el suelo, apoyando la pierna contra una mesa. DAVID HARTFORD lee una carta, el papel muy fino y manchado sugiere que la ha leído muchas veces. Dormido junto a su pierna estirada está el perro escuálido que los ha seguido todo el día.

El tercer hombre, ROBBIE HUNTER, surge de una de las habitaciones. Trae un gramófono, mantas y algunos discos polvorientos. Deja su carga en la mesa de la cocina y comienza a buscar en las alacenas. Al fondo de la despensa encuentra algo. Se vuelve y nos acercamos lentamente. Está más delgado. El hastío le ha dado a sus rasgos una expresión grave. Tiene ojeras. La lluvia y la caminata le han enredado el cabello. Sostiene un cigarrillo entre los labios.

DAVID(Sin darse la vuelta): ¿Has encontrado algo?

ROBBIE: Pan duro como una piedra, pero pan al fin.

DAVID: ¿Alguna otra cosa? ¿Algo de beber?

ROBBIE tarda en responder.

ROBBIE: Música. He encontrado música.

DAVID se vuelve y ve el gramófono. No es fácil descifrar su expresión, una combinación de placer y tristeza. Dejamos de enfocar su cara, pasamos al brazo y de allí a las manos. Los dedos de una de ellas están vendados con una venda improvisada y sucia.

DAVID: Bueno… ¿a qué estás esperando?

ROBBIE pone un disco en el gramófono y comienza a oírse el chisporroteo del Claro de luna de Debussy.

ROBBIE se acerca a DAVID llevando las mantas y el pan. Camina con cuidado, afirmándose en el suelo. El desmoronamiento de la trinchera le ha dejado más heridas de las que confiesa. DAVID tiene los ojos cerrados.

ROBBIE toma una navaja de su mochila y comienza la difícil tarea de cortar el pan en porciones. Lo logra, deja una porción en el suelo, junto a DAVID. Le arroja otra a FRED, que está en la puerta. Hambriento, FRED trata de morderla.

ROBBIE, aún fumando su cigarrillo, le ofrece un poco de pan al perro, que lo huele, mira a ROBBIE y luego se va. ROBBIE se quita los zapatos y las medias húmedas. Tiene los pies sucios y con ampollas.

De pronto se oyen disparos. DAVID abre repentinamente los ojos. A través del vano de la puerta vemos el fuego de la batalla en el horizonte. El ruido es terrible. La furia de las explosiones es todo un contraste con la música de Debussy.

Volvemos a las caras de los hombres, los tres con ojos muy abiertos, el reflejo de las explosiones en sus mejillas.

Por fin ceden los disparos. Vuelve el silencio y se apagan las brillantes luces. Sus rostros retornan a la oscuridad. El disco termina.

FRED (Aún mirando el lejano campo de batalla): Pobres cabrones.

DAVID: Estarán arrastrándose por tierra de nadie. Los que quedan. Recogiendo los cuerpos.

FRED(Temblando): Me hace sentir culpable no estar allí para ayudar. Y agradecido.

ROBBIE se pone de pie y va hacia la puerta.

ROBBIE: Yo te reemplazaré. Estás cansado.

FRED: Igual que tú. No puedo entenderlo. No has dormido durante días, desde que él (señala a David) te sacó de esa trinchera. Aún no comprendo cómo saliste de allí.

ROBBIE(Rápidamente): Estoy bien.

FRED(Temblando): Todo tuyo, compañero.

FRED se aleja y se sienta en el suelo junto a DAVID. Acomoda una de las mantas sobre sus piernas, aferrando todavía su arma contra el pecho. DAVID saca de su mochila un mazo de cartas.

DAVID: Vamos, Fred. ¿Una partidita rápida antes de que te duermas?

FRED: No sé decir que no al juego. Mantiene la mente ocupada.

DAVID le entrega el mazo a FRED. Señala su propia mano vendada.

DAVID: Baraja tú.

FRED: ¿Y él?

DAVID: Robbie no juega. No quiere sacar el as de picas.

FRED: ¿Qué tiene en contra del as de picas?

DAVID(Lisa y llanamente): Es la carta de la muerte.

FRED suelta una carcajada. La conmoción de las semanas pasadas se manifiesta como una especie de histeria.

FRED: ¡Bastardo supersticioso! ¿Qué tiene en contra de la muerte? Todo en el mundo está muerto. Dios está muerto. Sólo quedan los que están enterrados. Y nosotros tres.

ROBBIE está sentado junto al vano de la puerta, mirando hacia el frente. El perro se ha acercado para tenderse en el suelo junto a él.

ROBBIE (Cita para sí mismo a William Blake): Sin saberlo, somos socios del Demonio.

FRED(Escuchando sin querer): ¡Lo sabemos muy bien! Un hombre no tiene más que pisar esta tierra dejada de la mano de Dios para saber que el Demonio dirige este espectáculo.

Mientras DAVID y FRED siguen jugando a las cartas ROBBIE enciende otro cigarrillo y saca del bolsillo una pequeña libreta y un bolígrafo. Mientras escribe, vemos sus recuerdos de la batalla.

ROBBIE(Voz en off): El mundo se ha vuelto loco. El horror se ha vuelto algo común. Hombres, mujeres y niños son masacrados a diario. Abandonados donde están, o evaporados sin dejar rastro. Un cabello, un hueso, el botón de una camisa. La civilización parece haber muerto. Porque ¿cómo puede seguir existiendo?

Se oye un ronquido. ROBBIE deja de escribir. El perro ha apoyado la cabeza en su pierna. Duerme profundamente. Mueve los párpados mientras sueña.

Vemos la cara de ROBBIE, iluminada por la vela, mientras observa al perro. Lenta, cautelosamente, ROBBIE extiende una mano y la apoya suavemente en el vientre del animal. La mano de ROBBIE tiembla. Sonríe débilmente.

ROBBIE(Voz en off): Y aun en medio del horror, el inocente encuentra consuelo en el sueño.


EXTERIOR. GRANJA ABANDONADA, POR LA MAÑANA

Es de día. Un débil rayo de sol asoma entre las nubes. La lluvia nocturna gotea desde las hojas de los árboles. El suelo tiene una nueva y gruesa capa de barro. Los pájaros han salido de sus refugios y se llaman unos a otros. Los tres Soldados están de pie fuera de la granja, con las mochilas a la espalda.

DAVID sostiene una brújula en la mano que no está vendada. Mira a su alrededor, señala en la dirección donde se veía el fuego de artillería la noche anterior.

DAVID: Hacia el este. Debe de ser Passchendaele.

ROBBIE asiente con gesto grave. Entorna los ojos y mira el horizonte.

ROBBIE: Hacia el este, entonces.

Parten. El perro los sigue.

informe completo de la trágica

muerte del capitán david hartford

Octubre de 1917

Estimado lord Ashbury,

Tengo el terrible deber de informarle sobre la triste noticia de la muerte de su hijo David. Comprendo que en estas circunstancias poco pueden hacer las palabras por atenuar su pena y su dolor, pero en calidad de oficial superior inmediato de su hijo, y de persona que lo ha conocido y admirado, quiero hacerle llegar mis más sinceras condolencias por su tremenda pérdida

Deseo también informarle acerca de la valiente actitud que demostró su hijo, con la esperanza de que pueda darle algún consuelo saber que vivió y murió como un caballero y un soldado. El día anterior a su muerte, comandaba un grupo de hombres a quienes se les había encomendado una tarea de reconocimiento de importancia vital. Esa noche él decidió dirigir a sus hombres en una misión fundamental para localizar al enemigo. Le complacerá saber que gracias al excelente liderazgo de su hijo y el buen trabajo de los hombres a su cargo, logramos nuestro objetivo.

Los hombres que acompañaban a su hijo me han informado de que entre las tres y las cuatro de la mañana del 12 de octubre, mientras regresaban al Cuartel General, los sorprendió la repentina muerte del soldado David Hartford. La esquirla de un proyectil cayó sobre él matándolo instantáneamente. Nuestro único consuelo es que no sintió ningún dolor.

Fue sepultado al amanecer en el sector norte del pueblo de Passchendaele, un nombre, lord Ashbury, que será largamente recordado en la historia de las fuerzas armadas británicas. El lugar de su última morada fue escenario de una de las más gloriosas victorias de nuestro país. En la 4ª División de Essex lo echaremos de menos terriblemente.

Si hay algo que pueda hacer por usted, por favor, no dude en decírmelo.

Sinceramente suyo.

Teniente Coronel Lloyd Auden Thomas

11. La fotografía

Es una hermosa mañana de marzo. Los claveles bajo mi ventana han florecido, inundando la habitación de su aroma dulce y embriagador. Si me inclino hacia el alféizar y miro hacia el parterre, puedo ver los pétalos superiores, que brillan bajo el sol. A continuación se abrirán las flores del melocotonero, y luego el jazmín. Todos los años sucede lo mismo, y así continuará en los años venideros. Mucho después de que yo ya no esté aquí para disfrutarlas. Serán eternamente frescas, eternamente esperanzadoras, siempre inocentes.

He estado pensando en mi madre. En la fotografía del álbum de recuerdos de lady Violet. Porque la vi, ¿sabes? Unos meses después de que Hannah la mencionara por primera vez, ese día de verano junto a la fuente.

Era el mes de septiembre de 1916. El señor Frederick había heredado la propiedad de su padre. Lady Violet, en una impecable demostración de etiqueta, según dijo Myra, había desalojado Riverton para fijar su residencia en su casa del centro de Londres, y las chicas Hartford habían sido enviadas por tiempo indefinido para ayudarla a establecerse en su nuevo hogar.

En aquella época los sirvientes éramos un equipo minúsculo: Myra estaba más ocupada que nunca en el pueblo, y Alfred, cuyo permiso había esperado expectante, finalmente no regresó. En aquel momento aquello nos confundió. Sabíamos que había vuelto a Gran Bretaña, sus cartas aseguraban que no estaba herido, pero sin embargo esos días los pasó en un hospital militar. Incluso el señor Hamilton estaba desconcertado. Dedicó mucho tiempo a pensar en el asunto, sentado frente a su escritorio, analizando la carta de Alfred, hasta que una noche salió de allí, se frotó los ojos por debajo de las gafas e hizo su declaración. La única explicación era que Alfred estaba involucrado en una misión secreta de la que no podía hablar. Parecía un argumento razonable. ¿Qué otra cosa podía explicar que un hospital alojara a un hombre que no estaba herido?

Y de ese modo el tema se dio por zanjado. No se habló mucho más al respecto y a principios del otoño de 1916, cuando afuera las hojas caían y el suelo comenzaba a endurecerse para afrontar el frío que se avecinaba, me encontré a solas en el salón de Riverton.

Había limpiado la chimenea, había vuelto a encender el fuego y estaba terminando de quitar el polvo. Había pasado el trapo por la tapa del escritorio, había repasado los bordes y había lustrado los herrajes de los cajones hasta verlos brillar. Eran las tareas rutinarias que se realizaban un día sí y otro no, con la regularidad del día que sucede a la noche, y aquella mañana no fue la excepción. Sin embargo, cuando mis dedos llegaron al cajón superior se rezagaron, deteniéndose en seco. Como si hubieran vislumbrado antes que yo el propósito furtivo que revoloteaba en mi pensamiento, se negaron a seguir con la limpieza.

Me senté un momento, desconcertada, incapaz de moverme. Entonces percibí los sonidos que me rodeaban. El viento arrastrando las hojas que chocaban contra las ventanas. El reloj sobre la chimenea marcando persistentemente los segundos. Mi respiración, acelerada por la expectativa.

Mis dedos, indefensos, temblaban. Suavemente, empecé a abrir el cajón.

Sólo entonces comprendí lo que me proponía hacer. Actuaba con lentitud, cuidadosamente, y al mismo tiempo observaba mis movimientos.

El cajón se desplazó hasta la mitad de sus guías, y al inclinarse su contenido se deslizó hacia adelante.

Me detuve. Escuché. Comprobé con alivio que seguía estando sola. Entonces miré en su interior.

Allí, debajo de un juego de plumas y un par de guantes estaba el álbum de recuerdos de lady Violet.

No tenía tiempo que perder. El cajón acusador estaba abierto, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Saqué el álbum y lo apoyé en el suelo.

Pasé las páginas con fotografías, invitaciones, menús, anotaciones, observando las fechas: 1896, 1897, 1898…

Allí estaba: la fotografía de los habitantes de Riverton tomada en 1899. La imagen era similar; las proporciones, diferentes. Dos largas filas de sirvientes mirando al frente complementaban la primera fila, formada por los miembros de la familia: lord y lady Ashbury, el mayor con su uniforme, el señor Frederick -mucho más joven y menos ajado-, Jemina, y una mujer desconocida que supuse sería Penelope, la difunta esposa del señor Frederick. Ambas damas lucían el vientre abultado. Comprendí que uno de esos bultos era Hannah; el otro, el desdichado niño que un día moriría desangrado. Un niño solitario estaba en el extremo de la fila, junto a Nanny (que ya entonces era anciana). Un niño pequeño y rubio: David. Lleno de vida y de luz, felizmente inconsciente de lo que el futuro le deparaba.

Dejé que la mirada se dirigiera hacia las filas del personal de servicio. El señor Hamilton, la señora Townsend, Myra…

Contuve el aliento. Observé la mirada de una joven criada. No me equivocaba. No porque se pareciera a mi madre, sino porque, por el contrario, se parecía a mí. El cabello y los ojos eran más oscuros, pero la similitud era asombrosa. El mismo cuello largo, el mentón con un hoyuelo, las cejas curvadas que sugerían un estado de permanente reflexión.

Sin embargo, lo más sorprendente, mucho más que nuestro parecido, era que mi madre sonreía. Pero no con una sonrisa alborozada o formal. Era más sutil, apenas un gesto trémulo, que alguien que no la conociera podría interpretar como un simple efecto de la luz. Pero yo sabía descifrarla. Mi madre sonreía para sus adentros. Como quien tiene un secreto.


Te pido disculpas por la interrupción, Marcus, pero he tenido una visita inesperada. Estaba aquí sentada, admirando los claveles, hablándote sobre mi madre, cuando llamaron a la puerta. Supuse que sería Sylvia, que venía a hablarme sobre su amigo, o a quejarse por alguno de los otros residentes, pero en cambio era Ursula, la cineasta. Seguramente ya te he hablado de ella.

– Espero no molestarla -declaró Ursula.

– No -respondí, dejando mi walkman.

– No voy a quitarle mucho tiempo. Estaba por el vecindario y me pareció mal volver a Londres sin pasar a verla.

– Ha estado en la casa.

Ella asintió.

– Hemos estado rodando una escena en los jardines, la luz era magnífica.

Le pregunté de qué escena se trataba, sentía curiosidad por saber qué parte de la historia habían reconstruido.

– Era una escena romántica, un cortejo, en realidad, una de mis favoritas -afirmó sonrojándose y meneó la cabeza haciendo que su flequillo cayera como un telón-. Sé que es una tontería. Yo escribí el guión, sabía que las palabras eran simples letras negras sobre papel blanco, garabatos que corregí cientos de veces, pero aun así me conmovió escucharlas de boca de los actores.

– Es una romántica -señalé.

– Supongo que sí -confesó, inclinando la cabeza-. Es ridículo, ¿verdad? No conocí al verdadero Robbie Hunter. Creé una semblanza de él a partir de su poesía, de lo que otros han escrito sobre su persona. Sin embargo, descubro… -en este punto Ursula se interrumpió y levantó las cejas, el gesto parecía indicar que reprobaba su propia actitud- que estoy enamorada de un personaje que yo misma he inventado.

– ¿Y cómo es su Robbie?

– Apasionado, creativo, leal -explicó mientras reflexionaba apoyando el mentón en la mano-. Pero creo que lo más admirable es su esperanza. Esa esperanza crispada. La gente dice que era un poeta de la desilusión, pero yo no lo creo. Siempre he encontrado algo positivo en sus poemas. El modo en que era capaz de encontrar la esperanza en medio de los horrores. -Ursula meneó la cabeza, entrecerrando los ojos con empatía-. Tiene que haber sido imposible expresarlo con palabras. Un joven sensible en medio de un conflicto tan devastador. Es un milagro que algunos de ellos pudieran reanudar su vida, volver al lugar de partida, amar otra vez.

– Una vez fui amada por un hombre así -confesé-, que también fue a la guerra, y con quien me escribía. A través de sus cartas comprendí lo que sentía por él. Y lo que él sentía por mí.

– ¿Había cambiado cuando regresó?

– Oh, sí -reconocí suavemente-. Nadie regresó igual a como se había ido.

– ¿Cuándo murió su esposo?

Tardé un momento en comprender a qué se refería.

– Oh, no -aclaré-, no era mi esposo, Alfred y yo nunca nos casamos.

– Lo siento, pensé…

Ursula fue hacia la fotografía de boda que estaba en mi tocador.

– Ese no es Alfred, es John, el padre de Ruth. Él sí fue mi marido. Aunque Dios sabe que cometimos un error al casarnos.

Ursula enarcó las cejas como interrogándome.

– John era un excelente bailarín de vals, y un magnífico amante, pero no un buen esposo. Diría que yo tampoco fui una buena esposa. Nunca tuve interés en casarme, no estaba en absoluto preparada para hacerlo.

Ursula se puso de pie y cogió la fotografía. Pasó el índice distraídamente por la parte superior.

– Era muy apuesto.

– Sí. Ese era su atractivo, supongo.

– ¿También él era arqueólogo?

– No, por Dios, John era funcionario.

Ursula dejó la fotografía en su lugar y me miró.

– Creí que se habían conocido en el trabajo, o en la universidad.

Negué con la cabeza. En 1938, cuando nos conocimos, si alguien hubiera sugerido que algún día yo iría a la universidad y me convertiría en arqueóloga habría llamado a un loquero. Trabajaba en un restaurante, el Lyons' Corner House, en el Strand, donde servía incontables platos de pescado frito a incontables clientes. La señora Havers regentaba el lugar, y le gustó la idea de contratar a una mujer. Solía decir a quien quisiera oírla que nadie sabía pulir los cubiertos tan bien como las jóvenes que provenían del servicio doméstico.

– John y yo nos conocimos por casualidad, en un salón de baile.

Yo había aceptado, a regañadientes, acompañar a ese lugar a una chica del trabajo, otra camarera: Nancy Everidge, un nombre que jamás he olvidado. Es extraño, ella no significaba nada para mí. Sólo era una persona con la que trabajaba, la evitaba siempre que podía, aunque no era fácil. Era una de esas mujeres que no dejan a nadie en paz. Una entrometida. Tenía que saberlo todo sobre la vida de los demás. No podía quedarse al margen. Seguramente creía que yo no era muy sociable -porque no me juntaba con las otras chicas los lunes por la mañana, cuando comentaban su fin de semana-, y comenzó a invitarme para que fuera con ella a bailar. No se dio por vencida hasta que acepté ir con ella al Marshall's Club un viernes por la noche.

Suspiré.

– La chica con la que yo había quedado no apareció.

– ¿Y John? -preguntó Ursula.

– Sí -dije, recordando el ambiente viciado de humo, el banco en el rincón donde me senté a disgusto, mientras miraba a la muchedumbre tratando de encontrar a Nancy. Cuando volvimos a vernos me dio un montón de excusas y disculpas, pero ya era demasiado tarde. Lo hecho, hecho estaba. En lugar de encontrarme con ella, encontré a John.

– Y se enamoró.

– Quedé embarazada.

La boca de Ursula dibujó una «o» que indicaba que había comprendido.

– Me di cuenta cuatro meses después de nuestro encuentro. Nos casamos al mes siguiente. Así se hacían las cosas en aquella época -expliqué, cambiando de posición para apoyar las vértebras lumbares en una almohada-. Por suerte para nosotros, la guerra intervino y nos libró de la farsa.

– ¿Él fue a la guerra?

– Ambos. John se alistó y yo fui a trabajar en un hospital de campaña en Francia.

– ¿Qué pasó con Ruth? -preguntó Ursula, confundida.

– Fue evacuada y pasó la guerra en la casa de un anciano pastor anglicano y su esposa.

– ¿Toda la guerra? -exclamó Ursula, impresionada-. ¿Cómo pudo soportarlo?

– La visitaba cuando tenía permiso y periódicamente recibía cartas con chismes de pueblo, necedades de púlpito y comentarios desabridos sobre los niños que vivían allí.

Ursula no dejaba de menear la cabeza. El ceño fruncido expresaba su consternación.

– No puedo imaginar algo así… cuatro años separada de tu hija…

No supe qué decir, cómo explicarlo. ¿Cómo comenzar la confesión de que el amor maternal no es algo instintivo? ¿Cómo decirle que al principio Ruth me parecía una extraña, que ese inevitable sentimiento que une a madres e hijos, sobre el que se han escrito libros y se han fabricado mitos, nunca formó parte de mí?

Tal vez había agotado mi capacidad de empatía con Hannah y la gente de Riverton. Me sentía bien entre extraños, podía consolarlos, alentarlos, incluso ayudarlos a morir. Pero me resultaba difícil establecer vínculos íntimos. Prefería las amistades ocasionales. Estaba absolutamente incapacitada para afrontar las exigencias emocionales de la maternidad.

Ursula me eximió de dar más explicaciones.

– Supongo que la guerra imponía sacrificios -señaló, y apretó mi mano.

Sonreí, tratando de no sentirme hipócrita. Me preguntaba qué pensaría ella si hubiera sabido que lejos de lamentar mi decisión de apartarme de Ruth, la disfruté. Que después de haber deambulado durante una década por empleos tediosos y relaciones huecas, sin poder dejar atrás lo sucedido en Riverton, encontré en la guerra mi camino.

– Entonces, al terminar la guerra decidió ser arqueóloga.

– Sí -afirmé con voz ronca-. Después de la guerra.

– ¿Por qué eligió la arqueología?

La respuesta es tan complicada que sólo pude decir:

– Fue una revelación.

Aquello le encantó.

– ¿De verdad? ¿Durante la guerra?

– Entre tanta muerte, tanta destrucción, de alguna manera las cosas para mí se aclararon.

– Sí, entiendo.

– Me encontré preguntándome acerca de lo efímero de la existencia. Pensaba que algún día la gente habría olvidado todo lo sucedido: la guerra, la muerte, la destrucción. Tal vez eso ocurriera al cabo de cientos o miles de años, pero finalmente los hechos se desvanecerían, serían parte del pasado. En la imaginación de la gente, su salvajismo y sus horrores serían reemplazados por los que aún estaban por llegar.

– Es difícil de imaginar -declaró Ursula meneando la cabeza.

– Pero no es difícil que suceda. Las guerras púnicas de Cartago, la guerra del Peloponeso, la batalla de Artemisium, todas han quedado reducidas a episodios de los libros de historia. -Me detuve un instante. La vehemencia me había cansado, me había dejado sin aliento. No estoy acostumbrada a conversar tan seguido. Cuando volví a hablar mi voz sonó aflautada-. Descubrir el pasado, conocerlo, se convirtió para mí en una obsesión.

Ursula sonrió, sus ojos brillaban.

– Comprendo exactamente a qué se refiere. Ese es el motivo por el que me dedico a filmar películas históricas. Usted descubre el pasado y yo trato de recrearlo.

– Sí -confirmé, y comprendí que hasta entonces no lo había pensado en esos términos.

– La admiro, Grace. Ha hecho grandes cosas en su vida.

– Ilusiones pasajeras -aseguré, encogiéndome de hombros-. Déle a alguien más tiempo libre, y verá cómo lo aprovecha mejor.

– Es usted demasiado modesta -comentó Ursula, riendo-. Seguramente no fue fácil. Una mujer en la década de los cincuenta, una madre, tratando de completar su educación secundaria. ¿La apoyó su esposo?

– Para entonces estaba sola.

– Pero ¿cómo lo hizo?

– Durante largo tiempo me dediqué a estudiar a tiempo parcial. Durante el día Ruth estaba en la escuela y, además, tuve una vecina encantadora, la señora Finbar, que se quedaba con ella por la noche mientras yo trabajaba. Afortunadamente, no necesité hacerme cargo de los gastos de su educación.

– ¿Una beca?

– En cierto modo. Recibí inesperadamente un dinero.

– Su esposo -aventuró Ursula frunciendo los ojos a modo de condolencia-. ¿Murió en la guerra?

– No, lo que murió fue nuestro matrimonio.

La mirada de Ursula se dirigió nuevamente hacia la fotografía de mi boda.

– Nos divorciamos cuando él regresó a Londres. Para entonces los tiempos habían cambiado. Todos habíamos visto y padecido muchas cosas. Me pareció absurdo continuar unida a un esposo que me era indiferente. Él se marchó a los Estados Unidos y se casó con la hermana de un soldado estadounidense, al que había conocido en Francia. El pobre murió poco después en un accidente de tráfico.

– Lo siento -dijo Ursula meneando la cabeza.

– No lo sienta, no por mí. Fue hace mucho tiempo, apenas lo recuerdo. Aparece esporádicamente en mi memoria, casi como un sueño. Es Ruth quien lo añora. Nunca me ha perdonado.

– Ella habría querido que siguieran juntos.

Asentí. Dios sabe que mi incapacidad de proveerle de una figura paterna es uno de los dolores que desde siempre han pesado en nuestra relación.

Ursula suspiró.

– Me pregunto si Finn sentirá lo mismo algún día.

– ¿Usted y el padre…?

– No habría funcionado -aseguró, con tanta firmeza que me pareció mejor no seguir indagando-. Finn y yo estamos mejor así.

– ¿Dónde está Finn ahora?

– Mi madre se ocupa de él. Iban a tomar un helado al parque, es lo último que sé de ellos. -Ursula giró el reloj de pulsera para ver la hora-. ¡Por Dios! No creí que fuera tan tarde. Será mejor que vaya a reemplazarla.

– Estoy segura de que no es necesario. Abuelos y nietos mantienen una relación especial, mucho más simple.

Me pregunto si es siempre así. Tal vez. Un hijo manipula a su antojo una parte de nuestro corazón. Un nieto es diferente. En la relación no intervienen la culpa y la responsabilidad propias de la maternidad. Se ama con libertad.

Cuando naciste, Marcus, quedé conmocionada. Mis sentimientos fueron una hermosa sorpresa. Partes de mí que se habían clausurado decenas de años antes, de las que me había acostumbrado a prescindir, despertaron de pronto. Te sentí parte de mí. Te amé con una intensidad casi dolorosa.

A medida que crecías, te convertiste en mi pequeño amigo. Me seguías por la casa, reclamabas tu propio espacio en mi estudio y explorabas los mapas y las láminas que había traído de mis viajes. Me hacías preguntas, muchas preguntas que nunca me cansaba de responder. De hecho, presumo de ser artífice, en alguna medida, del hombre en el que te has convertido, de tus cualidades y tus logros.

– Tienen que estar por aquí -comentó Ursula, buscando las llaves de su coche en el bolso.

En cuanto vi que se disponía a partir me asaltó el súbito impulso de obligarla a quedarse.

– ¿Sabe que tengo un nieto? Marcus. Escribe novelas de misterio.

– Lo sé -indicó sonriente cuando dejó de hurgar en el bolso-. He leído sus libros.

– ¿Los ha leído? -le pregunté, gratamente sorprendida.

– Sí, son muy buenos.

– ¿Puede guardar un secreto?

Ella asintió con entusiasmo y se acercó a mí.

– Yo no los he leído -susurré-, no del todo.

– Prometo no contarlo -repuso Ursula entre risas.

– Estoy muy orgullosa de él. Lo he intentado, de verdad. Empiezo a leer cada una de sus novelas con gran entusiasmo, pero no importa cuánto las disfrute, sólo consigo llegar hasta la mitad. Adoro los buenos libros de misterio, los de Agatha Christie y otros similares, pero me temo que mi estómago es frágil. Esas descripciones sangrientas tan de moda hoy día no son para mí.

– ¡Y trabajó en un hospital de campaña!

– Sí, pero la guerra es una cosa; y el asesinato, otra muy distinta.

– Tal vez el próximo libro…

– Tal vez. Aunque no sé cuándo tendré esa oportunidad.

– ¿No está escribiendo?

– Ha sufrido una pérdida hace poco.

– Leí lo de su esposa. Lo siento mucho. Fue un aneurisma, ¿verdad?

– Sí, algo increíblemente repentino.

– Mi padre murió de la misma manera. Yo tenía catorce años. Estaba fuera, en un campamento escolar. No me lo dijeron hasta que regresé a casa.

– Qué terrible.

– Me había peleado con él antes de irme al campamento. Por algún motivo ridículo que ya ni siquiera recuerdo. Al marcharme cerré de un portazo la puerta del coche y no me volví a mirarlo.

– Era joven. Todos los jóvenes hacen lo mismo.

– Sigo pensando en él todos los días. -Ursula cerró los ojos, los apretó y los volvió a abrir, alejando los recuerdos-. ¿Cómo está Marcus?

– Lo lleva muy mal. Se siente culpable.

Ursula asintió. No parecía sorprendida. Comprendía qué es la culpa y cómo funciona.

– No sé dónde está -agregué.

Ursula me miró, frunciendo el ceño.

– ¿A qué se refiere?

– Ha desaparecido. Ruth y yo no sabemos dónde vive. Ha estado viajando casi todo el año.

– ¿Pero está bien? ¿Han tenido alguna noticia de él? ¿Una llamada telefónica? ¿Una carta? -preguntó Ursula, tratando de leer la respuesta en mis ojos.

– Sólo postales. Ha enviado algunas postales. Pero sin domicilio al cual responder. Me temo que no quiere que lo encontremos.

– Grace, cuánto lo siento -declaró, mirándome con sus ojos bondadosos.

– También yo.

Entonces le hablé sobre las grabaciones. Sobre lo mucho que necesito encontrarle. Y le dije que no se me ocurre qué más hacer aparte de eso.

– Es perfecto -aseguró Ursula enfáticamente-. ¿Adónde las envía?

– Tengo una dirección en California, de un antiguo amigo suyo. Las envío allí, pero no sé si él las recibe.

– Apuesto a que sí.

Yo necesitaba oír algo más que meras formalidades, palabras bien intencionadas.

– ¿De verdad lo cree?

– Desde luego -aseguró con voz firme, llena de la certeza propia de la juventud-. Lo creo, y sé que volverá. Sólo necesita espacio y tiempo para comprender que no fue culpa suya. Que él nada podía hacer para cambiar las cosas. -Entonces se puso de pie, cogió mi walkman y lo dejó suavemente en mi regazo-. Siga hablando con él, Grace -aconsejó, y me dio un beso en la mejilla-. Él vendrá. Ya lo verá.


¿Dónde estaba? ¿En 1915? No, en 1916. La guerra arrasaba el territorio de Flandes, el mayor y lord Ashbury ya estaban al abrigo de sus tumbas, y aún transcurrirían dos largos años de masacre, de devastación. Jóvenes de todos los confines del planeta bailaban el sangriento vals de la muerte. El mayor, luego David…

No. No tengo la fortaleza ni el deseo de revivirlo. Lo que he dicho es suficiente. En cambio, tomaré impulso y recordaré: «Era noviembre de 1918…», y como por arte de magia así será.

Regresaremos a Riverton. Hannah y Emmeline, que habían pasado los dos últimos años de guerra en Londres, en la casa de lady Violet, acaban de llegar para vivir junto a su padre. Pero han cambiado. Han crecido desde la última vez que hablamos. Hannah tiene dieciocho años, está a punto de hacer su presentación en sociedad. Emmeline tiene catorce, y se asoma al umbral del mundo de los adultos, al que está impaciente por unirse.

Aquellos juegos, los que solían jugar dos años antes, ya no existen. Desde la muerte de David, El Juego también ha muerto. (Regla número tres: Los jugadores sólo pueden ser tres; ni más, ni menos).

Una de las primeras cosas que hace Hannah al volver a Riverton es recuperar el arcón chino que está en el ático. La veo hacerlo, aunque ella no lo sabe. La sigo mientras lo coloca cuidadosamente en una bolsa de tela y lo lleva al lago, eludiendo a Emmeline.

Me oculto en el trecho donde el sendero que va de la fuente de Ícaro hasta el lago se hace más angosto y la observo mientras lleva su bolsa por la orilla del lago, hacia el cobertizo de los botes. Se detiene un momento, mira a su alrededor, y yo me agacho entre los arbustos para que no me descubra.

Va hacia la loma, se queda de pie de espaldas a la cresta, y adelanta un pie de modo que el tacón de una de sus botas toque la punta de la otra. Sigue hacia el lago, cuenta tres pasos y se detiene. Repite esos movimientos tres veces. Después se arrodilla en el suelo y abre la bolsa. Saca una pequeña pala, que seguramente cogió cuando Dudley no la veía.

Comienza a cavar. Es difícil al principio, porque la orilla del lago está cubierta de cantos rodados, pero poco después llega hasta la tierra que está debajo y puede trabajar más rápido. No interrumpe su tarea hasta que el montículo de tierra que se ha formado a su lado tiene unos treinta centímetros de altura.

Entonces saca de la bolsa el arcón chino y lo introduce en el agujero. Está a punto de cubrirlo con tierra pero duda. Recupera el arcón, lo abre, saca uno de los pequeños libros que guarda en su interior. Abre el relicario que lleva colgado al cuello y oculta el libro. Luego vuelve a poner la caja en el agujero y la entierra.

La dejo a solas a la orilla del lago. El señor Hamilton se preguntará dónde estoy y no está de humor para tolerar faltas. La cocina de Riverton bulle de excitación con los preparativos para la primera celebración desde que comenzara la guerra, y el mayordomo nos ha recalcado que los invitados de esta noche, empresarios e inversionistas, son «Muy Importantes para el Futuro de la Familia».

Y lo eran. Jamás habríamos imaginado cuan importantes.

12. Nuevo

– Dinero fresco -declaró la señora Townsend dirigiéndonos una mirada cómplice a Myra, al señor Hamilton, y por último a mí. Estaba inclinada sobre la mesa de pino venciendo la resistencia de una bola de masa con su rodillo de mármol. Se detuvo y se secó la frente, dejando una estela de harina sobre sus cejas-. Los norteamericanos son expertos en hacer eso -sentenció, con un tono neutro.

– Sí, señora Townsend -aseveró el señor Hamilton, observando el salero y el pimentero de plata que debían ser lustrados-, pero aunque es cierto que la señora Luxton es miembro de la familia Stevenson de Nueva York, creo que estará de acuerdo conmigo en que el señor Luxton es tan inglés como usted o yo. Según The Times, es del norte del país. -El señor Hamilton miró a la cocinera por encima de la media montura de sus gafas-. Un hombre que se ha hecho a sí mismo.

– Hecho a sí mismo, no me cabe duda -resopló la señora Townsend-. Y supongo que su casamiento con una joven de familia rica no ha tenido nada que ver, claro.

– Si bien el señor Luxton se casó con la heredera de una familia adinerada -respondió remilgadamente el señor Hamilton-, ciertamente ha hecho su parte para acrecentar su fortuna. Nadie puede negar que es un empresario brillante. Son pocas las ramas de la industria que no haya abarcado: textil, manufacturas, productos farmacéuticos. Especialmente desde la guerra.

– No me importa que sea dueño de media Inglaterra -protestó la señora Townsend-. Eso no cambia el hecho de que sea un nuevo rico -advirtió, señalándonos sucesivamente con el rodillo-. Un nuevo rico que anda a la caza de aristócratas.

– Al menos ellos tienen dinero -replicó Myra-. Creo que por aquí agradeceremos el cambio.

El señor Hamilton se irguió y me dirigió una mirada adusta, aun cuando no había sido yo quien pronunció la frase. Durante la guerra, Myra había pasado la mayor parte del tiempo trabajando fuera de casa y eso la había cambiado. Seguía tan eficiente como siempre, pero cuando nos sentábamos en torno a la mesa de los sirvientes y hablábamos de nuestro mundo, ella expresaba su crítica, era más propensa a cuestionar el modo en que se hacían las cosas. Yo, por el contrario, aún no había sido corrompida por fuerzas externas. Y como buen pastor, el señor Hamilton había decidido que era mejor renunciar a una oveja descarriada que descuidar el rebaño. Por lo tanto, no me quitaba los ojos de encima.

– Me sorprendes, Myra -objetó, mirándome-, sabes que los negocios del amo no son asunto nuestro.

– Lo siento, señor Hamilton -contestó Myra, aunque en su voz no había indicios de arrepentimiento-. Todo lo que sé es que desde que el señor Frederick heredó Riverton ha estado clausurando salones sin cesar. Por no hablar de que ha vendido todos los muebles del ala oeste. El escritorio de caoba, la cama danesa con dosel de lady Ashbury. Dudley dice que pronto venderá los caballos -agregó echándome un vistazo por encima del paño que usaba para lustrar.

– Su Señoría es, sencillamente, prudente -afirmó el señor Hamilton, dirigiéndose a Myra para fundamentar su defensa-. Las habitaciones del ala oeste fueron clausuradas porque tú estabas ocupada con el trabajo en la estación y Alfred en el extranjero. Era demasiado trabajo para que la joven Grace pudiera hacerlo sin ayuda. En cuanto a los caballos, ¿para qué los necesita, si tiene sus excelentes automóviles?

Las preguntas quedaron flotando en la fría atmósfera invernal. El mayordomo se quitó las gafas, buscó un paño y las limpió con gesto triunfal. Luego volvió a ponérselas y prosiguió.

– Para tu información, los establos serán convertidos en unas flamantes cocheras. Las más grandes de todo Essex.

Myra no se sorprendió.

– Sin embargo -apuntó en voz más baja- en el pueblo hay rumores…

– Infundados.

– ¿Qué clase de rumores? -preguntó la señora Townsend, mientras sus generosos pechos se balanceaban con cada movimiento de su rodillo-. ¿Acerca de los negocios del amo?

Vimos sombras que se movían en la escalera. Apareció ante nosotros una mujer delgada de mediana edad.

– Señorita Starling… -balbuceó el señor Hamilton-. No la había visto. Venga, Grace le preparará una taza de té -y me miró, con la boca tan prieta como un monedero-. Una taza de té para la señorita Starling, Grace -ordenó, dirigiéndose a la cocina.

La señorita Starling carraspeó antes de salir del descansillo de la escalera y dirigirse de puntillas con una pequeña máquina de escribir bajo su pecoso brazo hasta la silla más cercana.

Lucy Starling era la secretaria del señor Frederick. En un principio había sido contratada para la fábrica de Ipswich. Cuando la guerra terminó y la familia se estableció de forma permanente en Riverton, ella comenzó a acudir dos veces por semana a la finca para trabajar en el estudio del señor Frederick. Su aspecto era totalmente anodino. Cabello castaño claro oculto bajo un modesto sombrero de paja, falda de colores sobrios, marrón o verde oliva, una sencilla blusa blanca. Su único adorno, un pequeño camafeo blanco, parecía resaltar su vulgaridad dejando tristemente a la vista el sencillo pasador de plata.

Había perdido a su novio en el Saliente de Ypres y su duelo no era más digno de mención que su vestimenta. Su dolor, por excesivamente razonable, no despertaba sentimientos de solidaridad. Myra, que sabía de esas cosas, dijo que era una verdadera lástima que hubiera perdido a un hombre que estaba dispuesto a casarse con ella, porque un rayo no cae dos veces en el mismo lugar, y con su aspecto y su edad, lo más probable era que terminara sus días como una solterona. Más aún, agregó sabiamente, teníamos que estar especialmente atentos a que no faltara nada arriba, dado que era probable que a la señorita Starling el futuro le resultara indiferente.

Myra no era la única que sospechaba de la señorita Starling. La llegada de esa mujer silenciosa, apocada y, sin duda, escrupulosa creó entre el servicio un revuelo que ahora resultaría inimaginable.

Su actitud nos desorientaba. No era correcto, según decía la señora Townsend, que una jovencita de la clase media se tomara ciertas libertades en la casa, como sentarse en el estudio del amo, y que anduviera por ahí con una actitud engreída que no condecía con su posición. Y aunque con su débil y pálido cabello castaño, sus vestidos hechos en casa y su tímida sonrisa dudosamente podía acusarse a la señorita Starling de ser engreída, yo comprendía la incomodidad de la señora Townsend. Los límites entre los de arriba y los de abajo, que habían estado claramente delineados, habían comenzado a desdibujarse con la llegada de la señorita Starling. Porque si bien no podíamos considerarla una de Ellos, tampoco era una de los Nuestros.

Esa tarde, con su presencia en la sala de los sirvientes las mejillas del señor Hamilton se convirtieron en cerezas y sus dedos comenzaron a pasearse nerviosamente por la solapa. La singular posición de la señorita Starling desconcertaba particularmente al señor Hamilton, que veía en la pobre y fiable mecanógrafa un adversario. Si bien en calidad de mayordomo era el jefe de los sirvientes, responsable de supervisar el funcionamiento de toda la casa, una secretaria personal tenía acceso a los flamantes secretos de los negocios de la familia.

El señor Hamilton sacó su reloj de oro del bolsillo y ampulosamente comparó la hora con la que marcaba el reloj de pared. Estaba inmensamente orgulloso de ese reloj, un regalo del difunto lord Ashbury que lograba devolverle la serenidad y lo ayudaba a conservar su autoridad en momentos de tensión o incomodidad. Luego recorrió su esfera con su pulgar pálido y firme y por fin preguntó:

– ¿Dónde está Alfred?

– Poniendo la mesa, señor Hamilton -respondí, aliviada. El tenso silencio finalmente se había evaporado.

– ¿Todavía? -el señor Hamilton cerró bruscamente el reloj, complacido al ver que su agitación podía centrarse en algo concreto-. Ha pasado casi un cuarto de hora desde que lo envié con las copas de brandy. Me gustaría saber qué le han estado enseñando a ese chico en el ejército. Desde su regreso ha estado tan errático como una pluma.

Me estremecí como si la crítica se hubiera dirigido a mí.

– Suele sucederle a los que vuelven. Algunos de los que llegan a la estación tienen un aspecto muy extraño -comentó Myra, dejando de lustrar las copas de vino mientras buscaba las palabras adecuadas-. Parecen nerviosos y un poco irritables.

– En efecto -asintió la señora Townsend, meneando la cabeza-. Necesita alimentarse bien. Creo que tú estarías igual si hubieras sobrevivido con las raciones del ejército, comida enlatada y carne en conserva.

La señorita Starling se aclaró la voz y comentó con cuidada dicción:

– Lo llaman trauma de guerra, según creo. -Miró tímidamente a su alrededor, mientras nosotros permanecíamos en silencio-. Al menos eso es lo que he leído. Afecta a muchos hombres. Tal vez Alfred esté entre ellos.

Mi mano resbaló y las hojas de té negro cayeron sobre la mesa de pino de la cocina.

La señora Townsend dejó su rodillo y se remangó los puños enharinados. Tenía las mejillas encendidas.

– Escúcheme -espetó, con una autoridad que sólo detentan las madres y los policías-. No toleraré que esas palabras se pronuncien en mi cocina. Alfred no tiene ningún problema que mis comidas no puedan solucionar.

– Por supuesto que no, señora Townsend -corroboré, echando un vistazo a la señorita Starling-. Alfred estará como nuevo en cuanto haya comido alguno de sus excelentes platos.

– Después de los submarinos alemanes y el racionamiento, mis cenas ya no pueden compararse con las de antes, es cierto -alegó la señora Townsend mirando a la secretaria. Y añadió con voz trémula-: Pero sé bien lo que le gusta al joven Alfred.

– Por supuesto -aseveró la señorita Starling, mientras sus mejillas empalidecían, y se destacaban sus pecas-. No quise sugerir… -Sin encontrar las palabras apropiadas, su boca siguió gesticulando, hasta que los labios dibujaron una leve sonrisa-. Sin duda usted conoce mejor a Alfred.

La señora Townsend asintió suavemente, enfatizando su actitud con un nuevo ataque a la masa del pastel. La cargada atmósfera se aligeró un poco y el señor Hamilton se dirigió a mí. La tensión de la tarde se reflejaba en su rostro.

– Termina con eso, niña -ordenó cansinamente-. Y luego puedes ir a ayudar arriba. Las jóvenes tienen que vestirse para la cena. Pero no te entretengas demasiado. Todavía hay que colocar las tarjetas de posición y los arreglos florales en la mesa.


Cuando, al finalizar la guerra, el señor Frederick y sus hijas se establecieron permanentemente en Riverton, Hannah y Emmeline eligieron nuevas habitaciones en el ala este. Habían dejado de ser huéspedes y esa actitud, subrayó Myra, era tan sólo un paso necesario para reafirmar su condición de residentes. Desde la habitación de Emmeline se veía el jardín que estaba al frente de la casa, con la fuente de Eros y Psique, mientras que Hannah prefirió la más pequeña, que tenía vistas a la rosaleda, y más allá, al lago. Las dos habitaciones estaban comunicadas por una pequeña sala de estar, a la que siempre se había denominado «sala borgoña», aunque nunca pude explicarme el motivo, dado que las paredes lucían un pálido color azul y las cortinas, un diseño floral de Sanderson de tonos azules y rosados.

La habitación no daba muestra alguna de tener nuevos habitantes. Por el contrario, conservaba el sello característico del antiguo morador que había supervisado su decoración. Estaba cómodamente equipada con una chaise longue rosácea debajo de una ventana y un escritorio de cedro debajo de la otra. Junto a la puerta del vestíbulo, un sillón señorial tapizado con otro diseño Sanderson de color azul. Sobre una pequeña mesa de cedro, como si sus tímidos pétalos rojos no se atrevieran a abrirse por completo, se veía la única innovación del lugar: un gramófono, que por su misma novedad parecía sonrojar a los recatados muebles antiguos.

Mientras avanzaba por el sombrío pasillo, los nostálgicos compases de una canción que me resultaba familiar se filtraban por la rendija de la puerta cerrada, mezclándose con el aire añejo y frío que rozaba los zócalos. «Si fueras la única mujer del mundo, y yo el único hombre…».

Era la canción favorita de Emmeline, la que se oía sin cesar desde que llegara de Londres. En las dependencias de los sirvientes todos la cantábamos. Incluso habíamos oído al señor Hamilton silbándola en su despacho.

Llamé a la puerta, entré, crucé la alfombra que alguna vez fuera digna de elogio y me ocupé de ordenar la pila de sedas y satenes amontonados sobre el sillón. Me gustaba esa tarea. Sin embargo, aun cuando había añorado que las chicas regresaran, tras los dos años de ausencia la familiaridad que antes había sentido al servirlas se había evaporado. Una silenciosa revolución había tenido lugar: las dos niñas con delantales y trajes de paseo demasiado pequeños habían sido reemplazadas por dos jovencitas. Volví a actuar con timidez frente a ellas.

Y había algo más, algo vago e irritante. Donde antes había tres, sólo quedaban dos. La muerte de David había deshecho el triángulo abriendo una grieta invisible. Dos puntos son inestables. Sin un ancla, nada puede evitar que vayan en direcciones opuestas. Si están unidos por una cuerda, finalmente ésta se cortará y los extremos se separarán. Si es elástica, seguirán alejándose, más y más, hasta que la cuerda llegue al límite de su tensión y las impulse de vuelta al lugar de partida con tal velocidad que no podrán evitar un choque devastador.

Hannah estaba tendida en la chaise longue con un libro en la mano y el ceño ligeramente fruncido. Con la mano libre se cubría la oreja, en un vano intento de protegerse de la ruidosa efervescencia del disco.

El libro era Retrato del artista adolescente, el último de James Joyce. Leí el título en el lomo, aunque no me estaba permitido. Hannah estaba cautivada con su lectura desde que llegaron.

Emmeline, de pie en el centro de la habitación, se miraba en un espejo de cuerpo entero que habían traído de otro dormitorio. Sostenía por la cintura un vestido que hasta entonces no le había visto, de tafetán rosado con volantes en el bajo. Supuse que era otro de los regalos de su abuela, comprado con la firme convicción de que, dada la escasez de candidatos para el casamiento, no había que desperdiciar ninguna oportunidad.

El último resplandor de sol invernal brilló a través de la ventana de estilo francés, y como arrobado tiñó de dorado los bucles de Emmeline, cayendo en ángulo recto a sus pies. Ella, sin apreciar tales sutilezas, se balanceaba haciendo crujir el tafetán rosado, mientras oía la grabación y cantaba, con una hermosa voz teñida por su propio anhelo de vivir un romance. Cuando la última nota se esfumó, junto con el rayo de sol, el disco siguió girando y chocando con la púa. Emmeline dejó el vestido en el sillón vacío y giró por la habitación. Luego colocó nuevamente el brazo del gramófono sobre el borde del disco.

Hannah levantó la vista de su libro. Su larga melena había desaparecido en Londres, junto con los últimos rastros de infancia. En ese momento las suaves ondas doradas de su cabello le llegaban a los hombros.

– Otra vez no, Emmeline -suplicó, con el ceño fruncido-. Pon otra cosa. Lo que sea.

– Pero es mi preferida.

– Esta semana.

Emmeline adoptó una actitud histriónica.

– ¿Cómo crees que se sentiría el pobre Stephen si supiera que no quieres escuchar su disco? Fue un regalo. Lo menos que puedes hacer es disfrutarlo.

– Ya lo hemos disfrutado de sobra -declaró Hannah y en ese momento advirtió mi presencia-. ¿No estás de acuerdo, Grace?

Hice una reverencia y sentí que me ruborizaba. No sabía qué responder. Para no verme obligada a hacerlo, me dispuse a encender la lámpara de gas.

– Si yo tuviera un admirador como Stephen Hardcastle -comentó Emmeline con expresión soñadora- escucharía su disco cien veces al día.

– Stephen Hardcastle no es un admirador -aclaró Hannah. La mera sugerencia de que lo fuera parecía horrorizarla-. Lo conocemos desde siempre. Es un amigo, el ahijado de lady Clem.

– Ahijado o no, no creo que llamara todos los días a la casa de Kensington cuando estaba de permiso sólo porque deseaba saber si lady Clem se encontraba bien, ¿verdad?

– ¿Cómo puedo saberlo? Están muy unidos -exclamó Hannah, algo irritada.

– Hannah, tanta lectura no te ayuda a ver las cosas, incluso Fanny lo ha notado.

Emmeline dio vueltas a la manivela del gramófono y dejó caer la aguja para que el disco comenzara a girar una vez más. Mientras la sentimental melodía se hacía cada vez más audible, se volvió hacia su hermana y declaró:

– Stephen esperaba que tú le hicieras una promesa.

Hannah dobló la esquina de la página que estaba leyendo; luego volvió a desplegarlo, recorriendo con el dedo la marca que había dejado.

– Ya sabes, una promesa de matrimonio -precisó ávidamente Emmeline.

Contuve el aliento. No sabía que Hannah hubiese recibido una propuesta para casarse.

– No soy estúpida -contestó Hannah, sin dejar de mirar la pestaña triangular que tenía bajo el dedo-. Sé lo que esperaba.

– Entonces, ¿por qué no…?

– No iba a prometer algo que no podía cumplir -señaló rápidamente Hannah.

– No puedes ser tan dura. ¿Qué daño podías hacerle riéndote de sus bromas, dejando que susurrara sus tonterías en tu oído? Siempre decías que había que contribuir con los objetivos de la guerra. Si no fueras tan tozuda podrías haberle dado hermosos recuerdos para llevarse al frente.

Hannah puso una señal de tela en la página que estaba leyendo y dejó el libro a un lado, sobre la chaise longue.

– ¿Y qué le habría dicho a su regreso? ¿Que en realidad él no me importaba?

Durante un instante la convicción de Emmeline pareció esfumarse. Luego resucitó.

– De eso se trata. Stephen Hardcastle no ha regresado.

– Todavía puede hacerlo.

A Emmeline no le quedó otro remedio que encogerse de hombros.

– Todo es posible. Pero, si lo hace, supongo que estará demasiado ocupado festejando su buena fortuna como para preocuparse por ti.

Un silencio pertinaz se interpuso entre las hermanas. La habitación misma parecía tomar partido: las paredes y cortinas se replegaban hacia el rincón de Hannah; el gramófono daba generoso apoyo a Emmeline.

Emmeline se echó sobre el hombro la larga cola de caballo rematada en bucles y comenzó a juguetear con ella. Tomó el cepillo, que estaba en el suelo, debajo del espejo, y la recorrió con largas pasadas. Las cerdas murmuraban llamativamente. Hannah la observó un rato, con el rostro nublado por una expresión que no podía descifrar -exasperación, tal vez, o incredulidad- antes de volver a concentrarse en Joyce.

Levanté el vestido de tafetán rosado que estaba en el sillón.

– ¿Éste es el que usará esta noche, señorita? -pregunté suavemente.

Emmeline dio un salto.

– No tienes que aparecer de repente. Casi me matas del susto.

– Lo lamento, señorita -dije, sintiendo que el calor y el rubor subían por mis mejillas. Eché un vistazo a Hannah. Aparentemente no había oído lo sucedido-. ¿Éste es el vestido que ha elegido, señorita?

– Sí, es ése. -Emmeline se mordió ligeramente el labio inferior-. Al menos, eso creo -añadió. Luego observó el vestido, lo cogió y agitó sus volantes-. Hannah, ¿qué te parece? ¿Azul o rosa?

– Azul.

– ¿Seguro? -preguntó Emmeline a su hermana, sorprendida-. Creí que era mejor el rosa.

– Entonces el rosa.

– Ni siquiera estás mirando.

Hannah la miró a regañadientes.

– Cualquiera -repuso y dejó escapar un suspiro de frustración-. Los dos están bien.

Emmeline suspiró, molesta.

– Será mejor que traigas el vestido azul. Tengo que volver a mirarlo.

Hice una reverencia y fui hacia el dormitorio. Cuando llegué al guardarropa oí que Emmeline decía:

– Es importante, Hannah. Esta noche asistiré por primera vez a una cena y quiero parecer sofisticada. Tú deberías hacer lo mismo. Los Luxton son norteamericanos.

– ¿Y qué?

– No querrás que piensen que no somos refinadas.

– No me preocupa demasiado lo que piensen.

– Pero deberías. Son muy importantes para la empresa de papá. -Emmeline bajó la voz y yo me quedé muy quieta, con la cara oculta entre los vestidos, tratando de comprender lo que decía-. Le oí hablar de ello con la abuela.

– Escuchas las conversaciones de otros a escondidas -la acusó Hannah-, ¡y la abuela creyendo que yo soy la malvada!

– Muy bien -declaró Emmeline, con voz de indiferencia-. Me lo callaré, entonces.

– Por mucho que te esfuerces, no lo conseguirás -advirtió tranquilamente Hannah-. Puedo verlo en tu cara. Estás ansiosa por contarme lo que oíste.

Emmeline se tomó un momento para disfrutar del botín obtenido con sus malas artes.

– Está bien. Ya que insistes, te lo diré -consintió, y luego carraspeó dándose aires de importancia-. Todo empezó porque la abuela decía que la guerra había tenido consecuencias trágicas para esta familia. Que los alemanes le habían arrebatado a los Ashbury su futuro y que el abuelo se revolvería en su tumba si supiera cómo están las cosas. Papá trató de convencerla de que la situación no era tan desesperada pero la abuela no escuchaba. Dijo que tenía edad suficiente para discernir lo que sucedía y que la situación no podía calificarse de otra forma, dado que papá sería el último lord Ashbury si no tenía herederos que lo sucedieran. La abuela declaró que era una vergüenza que papá no hubiera hecho lo que debía, es decir, que no se hubiera casado con Fanny cuando tuvo oportunidad de hacerlo.

»Papá se puso insolente y le dijo que si bien había perdido a su heredero, todavía tenía su fábrica y que ella no tenía por qué seguir preocupándose, que él se ocuparía de todo. Sin embargo, la abuela no se tranquilizó. Dijo que los abogados estaban empezando a hacer preguntas.

»Entonces papá guardó silencio un rato y yo empecé a preocuparme. Pensé que estaría de pie y que iría hacia la puerta y me descubriría. Casi reí de alivio cuando volvió a hablar, y comprendí que todavía estaba en su silla.

– Sí, sí, ¿y qué fue lo que dijo?

Emmeline continuó con la actitud sutilmente optimista de un actor que está a punto de terminar un complicado discurso.

– Contestó que si bien era cierto que las cosas se habían puesto difíciles a causa de la guerra, había desistido de fabricar aviones y había retomado la fabricación de automóviles. Los malditos abogados, él los calificó de esa manera, podrían cobrar su dinero. Explicó que un conocido suyo, fabricante de aviones durante la guerra, le había ofrecido invertir en su fábrica y que lo ayudaría a que fuera más rentable. Se trataba del señor Simion Luxton, una persona con contactos entre los empresarios y el gobierno. -Emmeline suspiró triunfante. Había pronunciado con éxito su monólogo-. Y así terminó la conversación, o casi. Nunca oí a papá tan apurado como cuando la abuela mencionó a los abogados. Entonces decidí que haría todo lo posible para ayudarlo a causar buena impresión al señor Luxton, y que pueda conservar su fábrica.

– No sabía que tuvieras tanto interés por él.

– Por supuesto que lo tengo -aseguró Emmeline remilgadamente-. Y no tienes por qué disgustarte conmigo sólo porque esta vez sepa más que tú.

Después de un rato, Hannah dijo:

– Supongo que la súbita y ardiente devoción que te despiertan los negocios de papá no tiene nada que ver con el hijo de Luxton, el joven de la fotografía en el periódico que tanto alborotó a Fanny.

– ¿Theodore Luxton? ¿Está invitado a la cena? No tenía la menor idea -contestó Emmeline, aunque en su voz se percibía cierta alegría.

– Eres demasiado joven para él. Tiene unos treinta años.

– Tengo casi quince, y todo el mundo dice que parezco mayor. Además, Fanny piensa que algunos hombres prefieren casarse con mujeres menores de dieciocho.

– Sí, hombres raros, que prefieren casarse con una niña en lugar de con una mujer.

– Tengo edad suficiente para enamorarme, ¿sabes? Julieta sólo tenía catorce años.

– Y mira lo que le pasó.

– Eso fue sólo un malentendido. Si ella y Romeo se hubieran casado y sus tontos y ancianos padres hubieran dejado de causarles problemas, estoy segura de que habrían sido felices para siempre. -Emmeline suspiró-. Estoy impaciente por casarme.

– El matrimonio es mucho más que tener un hombre apuesto con quien bailar -afirmó Hannah-. Hay otras cosas, como sabes.

El gramófono había terminado de tocar la canción, pero el disco seguía girando.

– ¿Qué otras cosas?

Mis mejillas, apoyadas en la fría seda de los vestidos de Emmeline, se entibiaron.

– Cosas privadas -explicó Hannah-. Intimidades.

– Oh -exclamó Emmeline-. Intimidades. Pobre Fanny. -Su voz era casi inaudible.

Se hizo un silencio durante el cual las tres reflexionamos sobre el infortunio de la pobre Fanny, recién casada y atrapada en su luna de miel con un Hombre Extraño.

Yo ya no era totalmente inexperta en esos terrores. Unos meses antes, en el pueblo, Rufus -el hijo del carnicero, que era retrasado mental- me había seguido por un callejón y me había acorralado contra una pared. Con sus dedos pringosos de carne y sus uñas sucias de sangre había tratado de meter sus manos bajo mi enagua. Al principio me había paralizado pero después recordé que tenía una pata de cordero en mi bolsa de redecilla. La levanté y la dejé caer con fuerza sobre su cabeza. Me soltó, pero no sin antes deslizar sus dedos por mis partes íntimas. El recuerdo me hizo temblar durante todo el camino de regreso y pasaron varios días hasta que pude dormirme sin revivir la experiencia, preguntándome qué habría pasado si no hubiera actuado a tiempo.

– Hannah, ¿a qué te refieres exactamente con «intimidades»? -preguntó Emmeline.

– Bueno… son demostraciones de amor-respondió Hannah con naturalidad-. Muy placenteras, creo, si las compartes con un hombre del que estás fervientemente enamorada; inconcebiblemente desagradables con cualquier otro.

– Sí, pero ¿en qué consisten, exactamente?

Otro silencio.

– Tú tampoco lo sabes. Se lee en tu cara.

– Bueno… no exactamente.

– Le preguntaré a Fanny cuando regrese. Para entonces tendrá que saberlo.

Pasé las yemas de los dedos por las hermosas telas del guardarropa de Emmeline, buscando el vestido azul. Me preguntaba si lo que había dicho Hannah era verdad. Si las mismas cosas que Rufus había intentado hacer conmigo podrían haber sido placenteras si hubieran provenido de otro hombre. Pensé en las ocasiones en que Alfred se había acercado a mí en la sala de los sirvientes, en la sensación extraña, aunque no desagradable, que me había invadido.

– De todos modos, no he dicho que quisiera casarme inmediatamente -nuevamente se oyó la voz de Emmeline-. Sólo me refería a que Theodore Luxton es muy bien parecido.

– Muy rico, querrás decir.

– En realidad, es lo mismo.

– Tienes suerte de que papá te haya permitido asistir a la cena. Cuando yo tenía catorce años, jamás lo habría admitido.

– Casi quince.

– Supongo que de algún modo tenía que reunir cierto número de comensales.

– Sí. Gracias a Dios Fanny aceptó casarse con ese terrible pelmazo y gracias a Dios él decidió que pasaran la luna de miel en Italia. Si hubieran estado por aquí, habría cenado con Nanny en el cuarto de los niños.

– Prefiero la compañía de Nanny a la de esos norteamericanos conocidos de papá.

– Tonterías.

– Sería feliz si pudiera quedarme leyendo mi libro.

– Mentirosa. Has elegido tu vestido de satén color marfil, aquel que Fanny se negó tan categóricamente a que llevaras cuando conocimos al pesado de su marido. No lo usarías si no estuvieras tan entusiasmada como yo.

Se hizo un silencio.

– ¡Ja! ¡Tengo razón, te estás riendo! -exclamó Emmeline.

– De acuerdo, estoy deseando que llegue la cena. Pero no porque me interese la opinión que tengan de mí unos norteamericanos ricos que jamás he visto.

– ¿No?

– No.

Las tablas del suelo crujieron cuando una de las chicas cruzó la habitación y detuvo el disco que seguía girando tambaleante en el gramófono.

– Pues dudo que sea el menú que la señora Townsend vaya a preparar con el racionamiento lo que te entusiasme -advirtió Emmeline.

– Pobre señora Townsend. Hace lo que puede -la defendió Hannah. Luego hizo una pausa, durante la cual permanecí muy quieta, expectante, escuchando. Cuando por fin Hannah habló, su voz era serena, pero había en ella un atisbo de emoción-. Esta noche voy a preguntarle a papá cuándo puedo volver a Londres.

Dentro del armario, ahogué un grito. Acababan de regresar, no podía imaginar que Hannah pudiera partir tan pronto.

– ¿A casa de la abuela? -preguntó Emmeline.

– No, a vivir sola en un apartamento.

– ¿Un apartamento? ¿Por qué demonios quieres vivir en un apartamento?

– Te vas a reír. Quiero trabajar en una oficina.

Emmeline no se rió.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Trabajo de oficina, escribir a máquina, archivar papeles, tomar notas en taquigrafía.

– Pero tú no sabes taquigrafía. -Emmeline se interrumpió y suspiró. Por fin comprendía-. Sabes taquigrafía. Esos papeles que encontré la semana pasada en realidad no eran jeroglíficos egipcios.

– No.

– Has estado aprendiendo taquigrafía. En secreto. -La voz de Emmeline adquirió un matiz de indignación-. ¿Te ha enseñado la señorita Prince?

– No, por Dios. ¿Acaso la señorita Prince es capaz de enseñar algo útil? Jamás.

– ¿Dónde entonces?

– En la escuela de secretarias del pueblo.

– ¿Cuándo?

– Empecé hace mucho tiempo, al comienzo de la guerra. Me sentía inútil y me parecía que era una buena manera de contribuir con los objetivos de la guerra. Cuando nos fuimos a vivir con la abuela pensé que podría conseguir trabajo, habiendo tantas oficinas en Londres, pero las cosas no salieron como tenía previsto. Cuando por fin pude librarme de la abuela para buscarlo, no me cogieron. Alegaron que era muy joven. Pero ahora tengo dieciocho. Encontraré un empleo. He practicado mucho y soy muy rápida.

– ¿Quién más lo sabe?

– Nadie más que tú.

Oculta entre los vestidos, mientras Hannah seguía destacando las virtudes de su formación, sentí que perdía algo. Una confidencia, largo tiempo guardada. Sentí cómo se alejaba, flotando entre las sedas y los satenes, hasta aterrizar entre las silenciosas motas de polvo del oscuro suelo del guardarropa donde se desvaneció.

– ¿Y bien? -estaba diciendo Hannah-. ¿No te parece emocionante?

Emmeline resopló.

– Me parece artero. Y estúpido. Y lo mismo le parecerá a papá. Una cosa es el trabajo voluntario durante la guerra, pero esto… Es ridículo, y harías bien en quitártelo de la cabeza. Papá nunca te dará su autorización.

– Por eso se lo diré durante la cena. Es la ocasión perfecta. Si está rodeado de otras personas, tendrá que decir que sí. Especialmente si son norteamericanos, ellos tienen ideas muy modernas.

– No puedo creer que seas capaz de hacerlo -señaló Emmeline enfurecida.

– No sé por qué estás tan disgustada.

– Porque… no es… -Emmeline buscaba un argumento adecuado-. Porque se supone que esta noche eres la anfitriona y en lugar de asegurarte de que la velada transcurra tranquilamente vas a avergonzar a papá. Harás una escena frente a los Luxton.

– No voy a hacer una escena.

– Siempre dices una cosa y luego haces otra. ¿Por qué no puedes ser sencillamente…?

– ¿Normal?

– Te has vuelto completamente loca. ¿A quién puede interesarle trabajar en una oficina?

– Quiero conocer el mundo. Viajar.

– ¿A Londres?

– Es el primer paso. Quiero ser independiente. Conocer gente interesante.

– Más interesante que yo, quieres decir.

– No seas tonta. Me refiero simplemente a personas diferentes, que tengan cosas inteligentes que contar. Cosas que no haya oído antes. Quiero ser libre, Emme. Estar abierta a cualquier aventura que pueda presentarse.

Miré el reloj que estaba en la pared del dormitorio de Emmeline. Eran las cuatro en punto. El señor Hamilton me haría una escena si no bajaba rápidamente. Pero tenía que oír más, saber cuál era exactamente la naturaleza de las aventuras que Hannah deseaba vivir. Tomé la decisión más arriesgada. Cerré el armario, me colgué el vestido azul del brazo y fui vacilante hacia la puerta.

Emmeline seguía sentada en el suelo, con el cepillo en la mano.

– ¿Por qué no vas a pasar una temporada con amigos de papá en algún lugar? Yo también podría ir. A casa de los Rothermere, en París.

– ¿Y tolerar que lady Rothermere vigile cada uno de mis pasos? ¿O peor aún, que me endilgue a esa espantosa hija suya? -El rostro de Hannah era un modelo de desdén-. Eso está muy lejos de ser independiente.

– También trabajar en una oficina.

– Tal vez, pero tengo que conseguir dinero de alguna manera. No voy a mendigar ni a robar, y no conozco a nadie a quien pueda pedírselo prestado.

– ¿Y papá?

– Ya oíste a la abuela. Algunas personas se han enriquecido con la guerra, pero papá no es uno de ellos.

– Bueno, pienso que es una idea horrible. Es, sencillamente, descabellada. Papá nunca lo permitirá… Y la abuela… -Emmeline tomó aire, exhaló profundamente y dejó caer los hombros. Cuando volvió a hablar su voz sonó débil e infantil-. No quiero que me dejes. -Sus ojos buscaron los de Hannah-. Primero David, y ahora tú.

El nombre de su hermano fue un golpe para Hannah. No era un secreto que ella había llorado más que nadie por su muerte. Todavía estaban en Londres cuando llegó la horrenda nota con ribete negro. Por aquellos días las noticias viajaban a través de las dependencias de los criados de toda Inglaterra y así supimos del alarmante desánimo de la señorita Hannah. Causó mucha preocupación que se negara a comer. La señora Townsend quiso prepararle tartas de frambuesas, sus favoritas, para enviárselas a Londres.

Indiferente al efecto que había producido al mencionar a David o enteramente consciente de él, Emmeline continuó.

– ¿Qué haré, sola en esta enorme casa?

– No estarás sola -apuntó serenamente Hannah-. Papá estará aquí para acompañarte.

– Menudo consuelo. Sabes perfectamente que a él no le importo.

– Le importas mucho, Emme, como todos nosotros -aseguró Hannah con firmeza.

Emmeline echó un vistazo por encima del hombro y yo me acurruqué contra el vano de la puerta.

– Pero en realidad no le gusto. No le agrada mi personalidad. No tanto como la tuya.

Hannah abrió la boca para decir algo, pero Emmeline se apresuró a continuar.

– No finjas no saberlo. He visto de qué manera me mira cuando cree que no puedo verlo. Desconcertado, como si no supiera exactamente quién soy. -Los ojos de Emmeline se pusieron vidriosos, pero no lloró. Su voz era un susurro-. Es porque me culpa por la muerte de nuestra madre.

Hannah se sonrojó.

– No es cierto. No te atrevas a decir eso. Nadie te culpa por la muerte de nuestra madre.

– Papá me culpa.

– No lo hace.

– Oí que la abuela le decía a lady Clem que papá nunca volvió a ser el mismo después de lo que le ocurrió a nuestra madre. -Emmeline hablaba con una firmeza que me sorprendió-. No quiero que me dejes -suplicó, y levantándose del suelo, se fue a sentar junto a Hannah y le cogió la mano. Un gesto inusual que aparentemente debió impresionar a Hannah casi tanto como a mí-. Por favor -rogó y comenzó a llorar.

Permanecieron sentadas una junto a otra. Emmeline sollozaba. Sus últimas palabras habían quedado flotando en el aire. La expresión de Hannah mostraba su terquedad habitual, pero detrás de las mandíbulas firmes, de la boca obstinada, percibí algo más. Un nuevo aspecto, que no tenía nada que ver con la lógica adquisición de la madurez.

Entonces comprendí. Ella había pasado a ser la mayor y había heredado la imprecisa, despiadada y no deseada responsabilidad que implicaba su jerarquía dentro de la familia.

Hannah miró a Emmeline y adoptó una actitud alegre.

– Vamos, cálmate -repuso, dando unos golpecitos en la mano de Emmeline-. No querrás sentarte a la mesa con los ojos enrojecidos.

Volví a mirar el reloj. Las cuatro y cuarto. El señor Hamilton debía de estar bufando. No tenía modo de remediarlo…

Regresé a la habitación con el vestido colgado del brazo.

– Su vestido, señorita -dije a Emmeline.

Ella no me respondió. Yo fingí no ver las lágrimas que humedecían sus mejillas. Me concentré en el vestido, arreglé una puntilla de encaje.

– Ponte el rosa, Emme -sugirió suavemente Hannah-. Es el que mejor te queda.

Emmeline seguía inmóvil.

Miré a Hannah pidiendo instrucciones. Ella asintió.

– El rosa.

– ¿Y usted, señorita?

Eligió el vestido de satén color marfil, tal como había anticipado Emmeline.

– ¿Estarás aquí esta noche, Grace? -preguntó Hannah mientras yo iba al guardarropa para buscar su hermoso vestido de seda y el corsé.

– No lo creo, señorita. Alfred ha sido desmovilizado. Él ayudará al señor Hamilton y a Myra en la mesa.

– Ah, claro. -Hannah volvió a tomar su libro, lo abrió, lo cerró, pasó sus dedos suavemente por el lomo. Luego me preguntó con voz cautelosa-: Pensaba preguntártelo. ¿Cómo está Alfred?

– Está bien, señorita. Tuvo un resfriado cuando llegó pero la señora Townsend lo curó con un poco de limón y ha estado bien desde entonces.

– Ella no se refiere a su estado físico -intervino inesperadamente Emmeline-, sino a cómo está su cabeza.

– ¿Su cabeza, señorita? -pregunté a Hannah, que fruncía ligeramente el ceño mirando a Emmeline.

– Sí -indicó Emmeline dirigiéndose a mí con los ojos enrojecidos-. Ayer, mientras servía el té, se comportó de una manera sumamente peculiar. Estaba pasando los dulces, como de costumbre, cuando de pronto la bandeja comenzó a temblar. Hacía un sonido hueco, sobrenatural -recordó riéndose-. Le temblaba el brazo. Yo esperé a que se quedara quieto para coger una tartaleta de limón pero parecía que no lograba controlarlo. Entonces, la bandeja se deslizó dejando caer una auténtica avalancha de budín Victoria sobre mi mejor vestido. Al principio me disgusté bastante, era en verdad una gran torpeza y el vestido podía haberse estropeado para siempre, pero cuando vi que él seguía allí de pie, con una extraña expresión en la cara, me asusté. -Emmeline se encogió de hombros-. Por fin pudo dominarse y limpió el desastre que había causado. Pero el daño estaba hecho. Tuvo suerte de que yo fuera la única víctima. Papá no habría sido tan indulgente. Y lo sería aún menos si volviera a suceder esta noche -afirmó y me miró fijamente con sus fríos ojos azules-. ¿No crees que suceda, verdad?

– No podría decirlo, señorita -admití, desconcertada. Era la primera noticia que tenía del suceso-. Es decir, no creo que suceda, señorita. Estoy segura de que Alfred está bien.

– Por supuesto -se apresuró a decir Hannah -. No fue más que un accidente. El regreso a casa después de tanto tiempo puede implicar ciertos ajustes. Y esas bandejas parecen terriblemente pesadas, en especial cuando las carga la señora Townsend. Estoy segura de que está tratando de engordarnos a todos.

Hannah sonreía, pero el atisbo de preocupación seguía rondando su frente.

– Sí, señorita -corroboré.

Hannah asintió, dando por terminado el asunto.

– Ahora vamos a ponernos estos vestidos, e interpretar el papel de hijas conscientes de sus deberes frente a los norteamericanos de papá, como es debido.

13. La cena

Mientras recorría el pasillo y bajaba las escaleras volví a repasar lo narrado por Emmeline. Pero tras muchas reflexiones, llegaba siempre a la misma conclusión. Algo sucedía. La torpeza no era un rasgo propio de Alfred. Desde que yo había llegado a Riverton, sólo recordaba un par de ocasiones en las que podía reprochársele algo. Una vez, en un apuro, había usado la bandeja de las bebidas para servir la comida; otra, se había retirado porque tenía gripe. Pero esto era diferente. ¿Volcar todo el contenido de la bandeja? Era casi imposible imaginarlo.

Además, no creía que el episodio fuera ficticio. ¿Qué razón podría tener Emmeline para inventar algo semejante? Había ocurrido y la razón debía de ser la que sugería Hannah. Un accidente, un momento de distracción en que el sol le cegó, un ligero movimiento de la muñeca, una bandeja resbaladiza. Nadie estaba a salvo de que le sucediera, en particular, como había señalado Hannah, una persona que había estado lejos durante unos años y había perdido práctica.

Pero, aunque deseaba creer en esa sencilla explicación, no podía. Porque, en un recoveco de mi mente, estaban acumulados una serie de incidentes similares, o, más precisamente, de detalles sospechosos: malas interpretaciones a preguntas bienintencionadas sobre su salud, reacciones exageradas a supuestas críticas, ceños fruncidos donde antes había risas. En efecto, un aire de extraña irritabilidad acompañaba a Alfred en todo lo que hacía.

Para ser honesta, yo lo había percibido desde la noche misma de su regreso. Habíamos organizado un pequeño festejo. La señora Townsend había preparado una cena especial y el señor Hamilton había obtenido permiso para abrir una botella de vino del amo. Habíamos pasado buena parte de la tarde poniendo la mesa de nuestro comedor, riendo mientras disponíamos de distintas maneras los utensilios tratando de encontrarles la ubicación que más le gustara a Alfred. Creo que esa noche todos estábamos un poco borrachos de alegría, aunque nadie tanto como yo.

Cuando llegó la hora esperada fingimos mal que bien una actitud espontánea. Nuestras miradas expectantes se cruzaban, nuestros oídos registraban cada ruido que llegaba desde el exterior. Por fin, el crujido de la grava, las voces amortiguadas, la puerta de un automóvil que se cerraba. Los pasos que se acercaban. El señor Hamilton se puso de pie, se alisó la chaqueta y se situó junto a la entrada. Un momento de ansioso silencio precedió el golpe en la puerta. Al abrirse, todos nos arrojamos sobre él.

No fue algo dramático. Alfred no salió corriendo, no se disgustó, no se encogió de miedo. Dejó que me llevara su sombrero y luego se quedó de pie, incómodo, en el vano de la puerta, como si temiera entrar. Obligó a sus labios a sonreír. La señora Townsend lo abrazó y lo arrastró a través del umbral como si fuera una pesada alfombra enrollada. Lo condujo hacia su lugar de invitado de honor, a la derecha del señor Hamilton, y todos comenzamos a hablar al mismo tiempo, a reír, a gritar, a hacer un repaso de los hechos sucedidos en los dos últimos años. Todos, excepto Alfred. Lo intentó. Asintió cuando fue necesario, respondió preguntas, incluso trató de sonreír una o dos veces más. Pero sus respuestas eran las de un extraño, similares a las de uno de aquellos belgas de lady Violet, premeditadas para complacer a un auditorio.

No sólo yo lo advertí. Vi la expresión de incomodidad del señor Hamilton, el gesto de rechazo de Myra. Pero nunca hablamos de ello, salvo aquel día en que los Luxton vinieron a cenar, cuando la señorita Starling tuvo el mal tino de dar su opinión. Lo que ocurrió esa noche y las demás observaciones que yo hiciera desde la llegada de Alfred permanecían latentes. Todos entramos en la inercia y fuimos cómplices en un pacto de silencio, simulando que todo era normal. El mundo había cambiado, y Alfred con él.

Cuando llegué al pie de la escalera, el señor Hamilton levantó la vista de la mesa de trabajo.

– ¡Grace! Son las cuatro y media y no hay ninguna tarjeta de posición en la mesa. ¿Cómo crees que se sentirán los invitados sin ellas?

Supuse que les resultaría mucho más agradable elegir dónde sentarse en vez de tener un sitio asignado. Pero yo no era Myra y todavía no había aprendido a defenderme.

– No muy bien, señor Hamilton.

– En efecto, no muy bien -afirmó y puso en mis manos un montón de tarjetas con los nombres y un plano con la distribución-. Grace, si ves a Alfred, pregúntale si sería tan amable de bajar. Ni siquiera ha comenzado a preparar el café -agregó cuando me disponía a salir.


A falta de una anfitriona adecuada, Hannah -con alegre desconcierto- se había visto obligada a decidir la posición de los invitados. El plano de la mesa fue rápidamente dibujado en una hoja de papel cuadriculado, con los bordes serrados por haber sido arrancado de un cuaderno.

Las mismas tarjetas, con el escudo de los Ashbury grabado en relieve en el extremo superior izquierdo, habían sido escritas a mano. No tenían el estilo de las de lady Violet, pero de todos modos servirían a su propósito, armonizando con la austera mesa propuesta por el señor Frederick. De hecho, para eterno disgusto del señor Hamilton, el señor Frederick había decidido cenar «en familia» (en lugar de elegir la formalidad del «estilo ruso» al cual estábamos acostumbrados), y él mismo trocearía el faisán. Si bien la señora Townsend estaba horrorizada, Myra, renovada por su temporada fuera de casa, aprobó silenciosamente la decisión, destacando que seguramente el amo habría tenido en cuenta las preferencias de los invitados norteamericanos.

No me correspondía opinar, pero prefería esta manera más moderna. Sin los centros de mesa, con sus bandejas recargadas de dulces y sus extravagantes fuentes de frutas, la mesa tenía un descuidado refinamiento que me agradaba: la austera blancura del mantel almidonado en los ángulos, las plateadas líneas de los cubiertos y los centelleantes juegos de cristalería.

Observé de cerca. La huella de un pulgar manchaba el borde de la copa de champán del señor Frederick. Eché el aliento sobre la ofensiva marca y la lustré rápidamente con el borde de mi delantal.

Tan concentrada estaba en mi tarea que di un salto cuando la puerta se abrió bruscamente.

– ¡Alfred! -exclamé-. Me has asustado. Casi se me cae la copa.

– No deberías tocarlas. Yo soy el responsable de la cristalería -replicó, y en su frente apareció una arruga familiar.

– Había una huella -expliqué-. Ya sabes cómo es el señor Hamilton. Si la hubiera visto, te habría sacado las tripas para hacer ligas. Y no me gustaría verlo con ligas.

Con mi nota de humor traté de encubrir su fracaso. Pero la risa de Alfred había muerto en alguna trinchera de Francia y sus labios sólo pudieron esbozar una mueca.

– Pensaba lustrarlas después -aclaró Alfred.

– Bueno, ya no será necesario.

– No tienes por qué hacerlo -me señaló en tono mesurado.

– ¿Hacer qué?

– Controlarme. Seguirme como si fueras mi sombra.

– No lo hago. Sólo estaba colocando las tarjetas de posición y vi la huella en la copa.

– Te dije que lo haría más tarde.

– De acuerdo -repuse serenamente, dejando la copa en su lugar.

Alfred dejó oír un brusco gruñido de satisfacción y sacó un paño del bolsillo.

Yo jugueteaba con las tarjetas, aunque ya estaban prácticamente dispuestas en la mesa, y simulé no mirarlo.

Tenía los hombros encorvados, el derecho rígidamente alzado para mantenerse de espaldas a mí. Me rogaba que lo dejara a solas, pero las malditas campanas de las buenas intenciones sonaban a todo volumen en mis oídos. Tal vez, si consiguiera averiguar, si supiera qué era lo que lo afectaba, podría ayudarlo. ¿Quién mejor que yo? Seguramente el vínculo que se había creado entre nosotros mientras él estaba lejos no era producto de mi imaginación. Él lo había dicho expresamente en sus cartas. Me aclaré la voz para hablar, y comencé a decir suavemente:

– Sé lo que ocurrió ayer.

Él no dio señales de haberme oído. Siguió concentrado en la copa que estaba lustrando.

Repetí en un tono más alto:

– Sé lo que ocurrió ayer. En el salón.

Alfred se detuvo. Se quedó muy quieto, con la copa en la mano. Mis ofensivas palabras quedaron suspendidas entre nosotros como la niebla y me invadió un abrumador deseo de retractarme.

Su voz era mortalmente serena.

– La pequeña señorita te ha ido con el cuento, ¿verdad?

– No.

– Apuesto a que se ha reído de mí.

– Oh, no -me apresuré a decir-. Por el contrario, estaba preocupada por ti. -Tragué saliva y me atreví a decir-: Yo también estoy preocupada por ti.

Alfred me miró fijamente a través del mechón de pelo que le había resbalado mientras lustraba la copa. En su boca se dibujaban minúsculos surcos que expresaban su disgusto.

– ¿Preocupada por mí?

Su tono extraño, crispado, me causaba recelo. No obstante, no podía reprimir la urgencia por aclarar las cosas.

– Es sólo que… no es propio de ti dejar caer una bandeja y no mencionarlo. Pensé que tenías miedo de que el señor Hamilton lo descubriera. Pero estoy segura de que él no se disgustaría. Todos cometemos errores en nuestro trabajo.

Alfred me miró y por un instante pensé que se iba a echar a reír. Pero, en cambio, en su rostro apareció un gesto despectivo.

– Niña tonta -espetó-. Crees que me preocupa que unas tartas terminen en el suelo.

– Alfred…

– ¿Crees que no sé hacer mi trabajo? ¿Después de haber estado donde estuve?

– No he dicho que…

– Pero es lo que todos pensáis, ¿verdad? Puedo sentir cómo me miráis, me vigiláis, esperando a que cometa un error. Pues bien, podéis dejar de esperar y ahorraros las preocupaciones. No me pasa nada, ¿me oyes? ¡Nada!

Me ardían los ojos. Su tono áspero me había erizado la piel.

– Sólo quería ayudar -susurré.

– ¿Ayudar? -Rió amargamente-. ¿Qué te hace creer que puedes ayudarme?

– Bueno, Alfred -alegué tímidamente, tratando de comprender a qué se refería-. Tú y yo… somos… Como dijiste en tus cartas…

– Olvida lo que dije.

– Pero Alfred…

– No te acerques a mí, Grace -declaró fríamente, volviendo a dirigir su atención a las copas-. Nunca te he pedido ayuda. No la necesito y no la quiero. Vamos, sal de aquí y déjame seguir con mi trabajo.

Mis mejillas ardían, por la desilusión, por el recuerdo del enfrentamiento, pero, sobre todo, por la vergüenza. Había creído ver un vínculo donde no existía. Estando a solas, había comenzado a pensar incluso en un futuro junto a Alfred. El cortejo, el casamiento, tal vez incluso nuestra propia familia. Y ahora comprendía que había confundido su nostalgia con un sentimiento más fuerte.

Pasé en la cocina la primera parte de la noche. Si a la señora Townsend le intrigó el origen de mi súbito interés por los detalles de la preparación del faisán, prefirió no preguntar. Lo rocié con mantequilla, lo deshuesé e incluso ayudé con el relleno. Hice todo lo posible para que no me enviaran nuevamente arriba, donde Alfred estaba sirviendo la mesa.

Mi táctica iba por buen camino hasta que el señor Hamilton puso en mis manos una bandeja con la coctelera.

– Pero, señor Hamilton -protesté desconsolada-, estoy ayudando a la señora Townsend con la comida.

A través de las gafas, los ojos del señor Hamilton brillaron ante lo que percibió como una actitud desafiante.

– Y yo te estoy diciendo que lleves los cócteles.

– Pero Alfred…

– Alfred está ocupado en el comedor. Rápido, niña. No hagas esperar al amo.

A pesar de que los invitados eran pocos -seis en total-, el salón, cargado de voces y de un calor inusual, parecía estar lleno. El señor Frederick, ansioso por causar una buena impresión, había insistido en reforzar la calefacción, y el señor Hamilton, para estar a la altura de sus demandas, había alquilado dos estufas de queroseno.

Un perfume de mujer particularmente fuerte se había propagado por la cálida atmósfera y amenazaba con saturar la sala y a sus ocupantes.

Primero distinguí al señor Frederick, vestido con su traje de noche negro. Estaba casi tan apuesto como en su día el mayor, aunque más delgado y menos rígido. De pie junto al escritorio de madera, hablaba con un hombre ufano de cabello entrecano que rodeaba, como una corona, su brillante calva.

El hombre señalaba un jarrón de porcelana.

– Vi uno así en Sotheby's -afirmaba con acento de burgués del norte de Inglaterra mezclado con algo más-. Idéntico -agregó, y se inclinó hacia él-, vale unos cuantos billetes, amigo.

El señor Frederick dio una respuesta vaga.

– No lo sé, mi bisabuelo lo trajo de la India, desde entonces ha estado ahí.

– ¿Has oído, Estella? -gritó Simion Luxton a su pálida esposa, que estaba en el otro extremo de la sala, sentada en el sofá, entre Emmeline y Hannah-. Frederick dice que ha pertenecido a la familia desde hace varias generaciones. Lo usa como pisapapeles.

Estella Luxton le dedicó a su esposo una sonrisa indulgente. Entre ellos había una comunicación silenciosa, establecida a lo largo de años de vida en común. En esa instantánea mirada percibí que su matrimonio perduraba por motivos prácticos. Era una relación simbiótica cuya utilidad había sobrevivido largamente a la pasión.

Habiendo cumplido con su esposo, Estella volvió a prestar atención a Emmeline, en quien había descubierto un miembro entusiasta de la alta sociedad. En tanto el cabello de su esposo era escaso, el de Estella, del color del peltre, lucía un peinado muy vistoso. Estaba recogido en un tirante moño, de forma notablemente norteamericana. Me recordaba una fotografía que el señor Hamilton había puesto en el tablón mural de nuestra sala, un rascacielos de Nueva York rodeado de andamios: elaborado e impresionante, aunque no precisamente atractivo. Emmeline comentó algo que hizo sonreír a Estella y me quedé fascinada por la extraordinaria blancura de sus dientes.

Fui rodeando la sala para dejar la bandeja con los cócteles en el carrito, debajo de la ventana, e hice una reverencia de rutina. El hijo del señor Luxton estaba sentado en el sillón, escuchando a medias mientras Emmeline y Estella conversaban extasiadas sobre la próxima temporada campestre.

Theodore -Teddy, como después nos acostumbramos a llamarlo- era tan atractivo como podían serlo todos los hombres ricos aquella época. La seguridad en sí mismo acrecentaba su figura, creando un halo de encanto e inteligencia, que dotaba a sus ojos de un aire de sagacidad, e inducía a desestimar rápidamente cualquier indicio de inteligencia mediocre.

Tenía el cabello negro, casi tanto como su traje impecablemente planchado, y usaba un distinguido bigote que le daba el aspecto de un actor de cine. Inmediatamente le encontré parecido con Douglas Fairbanks y me ruboricé. Su sonrisa era amplia y franca, sus dientes más blancos que los de su madre. Supuse que el agua de Estados Unidos tendría alguna propiedad que hacía que la dentadura de sus nativos fuera tan blanca como el collar de perlas que, por encima de la cadena de oro de su relicario, rodeaba el cuello de Hannah.

Mientras Estella se dedicaba a hacer una detallada descripción del último baile organizado por lady Hamilton -con un acento metálico que jamás había oído-, la mirada de Teddy comenzó a recorrer la sala. Al advertir que su invitado no tenía con qué entretenerse, el señor Frederick le hizo un nervioso gesto a Hannah, que carraspeó y dijo sin gran entusiasmo:

– Confío en que su viaje haya sido placentero.

– Muy placentero -contestó Teddy con una sonrisa espontánea-. Aunque, sin duda, mis padres darían una respuesta diferente. No toleran el movimiento del barco. Se sintieron indispuestos desde que zarpamos de Nueva York hasta que llegamos a Bristol.

Hannah tomó un sorbo de su cóctel y luego dio otro acartonado ejemplo de diálogo cordial.

– ¿Cuánto tiempo se quedarán en Inglaterra?

– Me temo que para mí la visita será breve. La semana próxima parto hacia el continente, con destino a Egipto.

– Egipto -coreó Hannah abriendo los ojos.

– Sí, tengo asuntos que atender allí -comentó Teddy riendo.

– ¿Va a visitar las pirámides?

– No en esta ocasión. Estaré unos días en El Cairo y luego iré a Florencia.

– Espantoso lugar -apuntó Simion en voz alta, sentándose en el otro sillón-. Lleno de palomas y extranjeros. Prefiero la vieja Inglaterra.

El señor Hamilton me señaló la copa de Simion, que estaba casi vacía a pesar de que la había llenado poco antes. Me acerqué a él con la coctelera. Mientras llenaba nuevamente su copa podía sentir los ojos de ese hombre clavados en mí.

– Este país proporciona algunos placeres inigualables -comentó inclinándose ligeramente de modo que su cálido brazo me rozó el muslo-. Aunque me he esforzado, no he podido encontrarlos en ningún otro lugar.

Tuve que concentrarme para permanecer inexpresiva y no volcar atropelladamente el líquido. El tiempo se hizo eterno hasta que la copa por fin estuvo llena y pude apartarme. Al rodear el sillón vi que Hannah fruncía el ceño mirando hacia el lugar donde yo había estado.

– Mi esposo adora Inglaterra -comentó Estella con tono inexpresivo.

– Caza, tiro al blanco, golf -prosiguió Simion-. Nadie supera en esas cosas a los ingleses -opinó. Luego bebió un trago de su cóctel y apoyó la espalda en el respaldo del sillón-. Pero creo que lo mejor de todo es su modo de pensar. Hay dos clases de ingleses: los que han nacido para dar órdenes -en ese momento su mirada cruzó la sala y se encontró con la mía- y los que han nacido para cumplirlas.

La expresión de Hannah se endureció.

– Eso asegura que todo funcione correctamente -continuó Simion-. Lamentablemente, no ocurre lo mismo en los Estados Unidos. El chico que limpia zapatos en una esquina tal vez sueña con tener su propia empresa. Y pocas cosas pueden poner tan condenadamente nervioso a un hombre como toda una población de trabajadores con un grado irracional de… -la palabra estuvo rondando por su boca unos instantes hasta que se decidió a pronunciarla- de ambición.

– Inimaginable, un trabajador que tiene la expectativa de que su vida sea algo más que oler los pies de otro hombre -ironizó Hannah.

– Abominable -observó Simion, sin comprender el tono mordaz de Hannah.

– Deberían comprender -la voz de Hannah había subido un semitono- que sólo los afortunados tienen derecho a ambicionar algo.

El señor Frederick lanzó una mirada de advertencia a su hija.

– Si lo hicieran, nos ahorrarían muchas molestias -convino Simion-. No hay más que fijarse en los bolcheviques para comprender cuan peligrosa puede ser esa gente cuando adopta ciertas ideas acerca de su lugar en la sociedad.

– ¿Un hombre no debería tratar de progresar? -preguntó Hannah.

Teddy, el hijo del señor Luxton, no dejaba de mirar a Hannah. Una leve sonrisa se dibujaba bajo su bigote.

– Sí, mi padre está de acuerdo en que un hombre debe progresar, ¿verdad, papá? Oí hablar sobre eso cuando era niño.

– Mi abuelo dejó de ser minero gracias a su firme voluntad -declaró Simion-. Y ahora podemos ver en qué se ha convertido la familia Luxton.

– Una transformación admirable -aseveró Hannah, sonriendo irónicamente-, aunque no todos son capaces de conseguirla, ¿verdad, señor Luxton?

– Así es, en efecto.

El señor Frederick, ansioso por salir de las arenas movedizas, carraspeó con impaciencia y miró al señor Hamilton.

El mayordomo asintió imperceptiblemente y se acercó a Hannah.

– La mesa está servida, señorita. -Luego me miró y me hizo una seña para que volviera a la sala de los sirvientes. Al salir oí la voz de Hannah.

– Perfecto, ¿cenamos?


Los platos: crema de guisantes verdes, pescado y faisán, fueron servidos uno tras otro. Myra apareció algunas veces en la sala de los sirvientes para informar sobre el progreso de la velada. Aunque hacía su trabajo a ritmo frenético, la señora Townsend nunca estaba demasiado ocupada como para perderse los últimos detalles acerca de las habilidades de Hannah como anfitriona. Asintió cuando Myra dijo que, si bien la señorita Hannah lo estaba haciendo bien, su estilo no era tan encantador como el de su abuela.

– Por supuesto -afirmó la señora Townsend con la frente perlada de sudor-. Es natural, tratándose de lady Violet. No habría tolerado que sus fiestas no fueran perfectas. La señorita Hannah mejorará con la práctica. Nunca será la anfitriona perfecta, pero sin duda lo hará bien. Lo lleva en la sangre.

– Tal vez tenga razón, señora Townsend -admitió Myra. Luego enderezó el lazo del delantal y bajó la voz-. En tanto no se deje llevar por esas… ideas modernas.

– ¿Qué clase de ideas modernas? -pregunté.

– Bueno, siempre fue una niña inteligente -se lamentó la señora Townsend-. Sin duda todos esos libros siembran ideas en la mente de una jovencita.

– ¿Qué clase de ideas modernas? -repetí.

– Las olvidará cuando se case. Ten presentes mis palabras -le aseguró la señora Townsend a Myra.

– No me cabe duda de que está en lo cierto, señora Townsend.

– ¿Qué clase de ideas modernas? -insistí con impaciencia.

– Algunas jóvenes no saben lo que necesitan hasta que encuentran el esposo adecuado -continuó la señora Townsend.

Ya no pude tolerarlo más.

– La señorita Hannah no va a casarse. Nunca. La oí decirlo. Va a viajar por el mundo, va a llevar una vida aventurera.

Myra carraspeó y la señora Townsend me miró fijamente.

– ¿De qué hablas, tonta? -me preguntó la cocinera presionando mi frente con su mano-. Te has vuelto loca, dices cosas sin sentido, como Katie. Por supuesto que la señorita Hannah se casará. Es el objetivo de todas las jóvenes que hacen su presentación en sociedad: casarse pronto y espléndidamente. Más aún, es su deber, ahora que el pobre amo David…

– Myra -llamó el señor Hamilton, que bajaba apresuradamente la escalera-, ¿dónde está ese champán?

Oímos la voz de Katie antes de que su corta figura asomara del cuarto de la nevera aferrando torpemente las botellas entre los brazos y el cuerpo.

– Lo tengo yo, señor Hamilton -declaró, con una gran sonrisa-. Los demás estaban demasiado ocupados discutiendo.

– Bien, rápido, entonces -ordenó el señor Hamilton-. Los invitados del amo están sedientos. -Entonces se acercó a la cocina nos miró acusadoramente-. No es propio de ti distraerte de tus deberes, Myra.

– Aquí las tiene, señor Hamilton -dijo Katie.

– Ve arriba, Myra -ordenó desdeñoso el señor Hamilton-. Añora ya estoy aquí y puedo llevarlas yo mismo.

Myra me miró y subió la escalera.

– En realidad, señora Townsend -advirtió el señor Hamilton-, no debería entretener aquí a Myra. Como bien sabe, esta noche necesitamos que todos estén disponibles. ¿Puedo preguntar cuál era el tema que debían discutir con tanta urgencia?

– Ninguno, señor Hamilton -respondió la señora Townsend, evitando mirarme-. No fue en absoluto una discusión, sino un tema que nos concierne a Myra, a Grace y a mí.

– Estaban hablando de la señorita Hannah -acusó Katie-. Las oí.

– Silencio, Katie -ordenó el señor Hamilton.

– Pero yo…

– ¡Katie! -gritó la señora Townsend-. Es suficiente. Y por amor de Dios, deja esas botellas para que el señor Hamilton pueda llevarlas arriba.

Katie puso las botellas en la mesa de la cocina.

El señor Hamilton recordó la tarea que tenía pendiente e interrumpió el interrogatorio para descorchar las botellas. A pesar de su destreza el corcho se empecinaba en permanecer en su lugar, hasta que de pronto… ¡Pum!

El corcho salió disparado, chocó con la lámpara, que explotó y se hizo añicos aterrizando en la salsa de caramelo de la señora Townsend. El champán rociaba la cara del señor Hamilton con triunfal efervescencia.

– ¡Katie, eres una inútil! -exclamó la señora Townsend-. Has agitado las botellas.

– Lo siento, señora Townsend -dijo Katie, con la risa nerviosa que la solía acometer cuando estaba en una situación difícil-. Sólo intentaba hacer las cosas rápido, como pidió el señor Hamilton.

– Hay que ir despacio si se tiene prisa, Katie -recomendó el señor Hamilton. El champán que resbalaba por su cara le restaba seriedad a la admonición.

– Venga, señor Hamilton. -La señora Townsend tomó una punta de su delantal para secar la brillante nariz del mayordomo-. Déjeme ayudarlo.

– Señora Townsend -señaló Katie, sin abandonar sus risitas-, le ha dejado la cara llena de harina.

– ¡Katie! -vociferó el señor Hamilton, limpiándose la cara con un pañuelo que había aparecido en medio del revuelo-. Eres una tonta. En todos los años que has pasado aquí no has desarrollado una pizca de inteligencia. A veces me pregunto por qué seguimos tolerando que…

Antes de distinguir su figura oí la ronca y agitada respiración de Alfred, por encima de la reprimenda del señor Hamilton, el alboroto de la señora Townsend y las excusas de Katie. Aunque después me contó que había bajado para averiguar por qué el señor Hamilton se demoraba, en ese momento estaba al pie de la escalera, tan quieto y pálido como una estatua de mármol o un fantasma.

Cuando nuestras miradas se cruzaron el hechizo se rompió. Él giró sobre sus talones y desapareció en el pasillo. Oímos sus pasos sobre la piedra, atravesando la puerta trasera para perderse en la oscuridad.

Todos permanecimos atentos y en silencio. El señor Hamilton hizo un movimiento. Tal vez consideró la posibilidad de seguirlo, pero el deber era su único amo. Volvió a limpiarse la cara con el pañuelo y nos miró con los labios apretados, que dibujaban una fina línea de resignado cumplimiento del deber.

Cuando me disponía a salir para buscar a Alfred, el señor Hamilton anunció:

– Grace, ponte tu mejor delantal. Te necesitamos arriba.


En el comedor, me situé entre el chiffonier y el sillón Luis XIV. En la pared contraria Myra levantó las cejas. No tenía manera de contarle todo lo sucedido abajo -no sabía siquiera si era posible explicarlo-, por lo que me limité a alzar levemente los hombros y luego miré hacia otro lado. Me preguntaba dónde estaría Alfred y si alguna vez volvería a ser el mismo de antes.

Los comensales estaban terminando el plato de faisán y el aire se estremecía con el amable tintineo de los cubiertos sobre la porcelana china.

– En fin -sentenció Estella-, esto estaba… -hizo una pausa apenas perceptible- sencillamente delicioso.

Miré su perfil, los movimientos de su mandíbula mientras pronunciaba cada palabra, exprimiendo toda la vitalidad que contenían antes de dejar que salieran por sus generosos labios carmesí. Recuerdo particularmente sus labios, porque sólo ella los tenía pintados. Emmeline jamás dejaría de lamentar que el señor Frederick tuviera ideas tan definidas acerca del maquillaje y de las mujeres que lo llevaban.

Estella apartó a un lado los restos de faisán, apoyó los cubiertos en el plato y se limpió la boca en la blanca servilleta de lino dejando restos de lápiz labial, que después yo tendría que lavar.

– Unos sabores tan inusuales… -señaló sonriente al señor Frederick-. Seguramente no debe de ser sencillo lograrlo en épocas de escasez.

Myra alzó las cejas. Era casi inimaginable que un invitado emitiera un juicio explícito sobre la comida. De hecho, hacer abiertamente ese tipo de comentarios era algo rayano en la descortesía. Podían interpretarse fácilmente como evidencia de desconcierto o, peor aún, de alivio. Deberíamos ser cautelosas al contárselo a la señora Townsend.

El señor Frederick, tan asombrado como nosotras, pronunció un encendido discurso sobre la insuperable habilidad de la señora Townsend para cocinar aun en esas condiciones, durante el cual Estella aprovechó para examinar el comedor. En primer lugar su mirada se entretuvo en las molduras que adornaban las paredes y el techo, continuando por el friso de William Morris, antes de posarse, por fin, en el escudo de los Ashbury. Parecía estar haciendo inventario, mientras en su mejilla se percibían los rápidos movimientos de la lengua, que trataba de soltarse un trozo de comida atrapado entre sus resplandecientes dientes.

La conversación trivial propia de las reuniones sociales no era el fuerte del señor Frederick. Sus comentarios, a poco de comenzar, se convirtieron en una isla desierta de donde no parecía posible escapar. Empezó a titubear. Dirigió la mirada hacia sus contertulios, pero Estella, Simon, Teddy y Emmeline habían encontrado su propio modo de entretenerse. Casi se había resignado a su destino cuando encontró un aliado en Hannah. Intercambiaron miradas y, mientras su metódica descripción de las tortas sin manteca de la señora Townsend llegaba al final, ella se aclaró la voz.

– Señora Luxton, usted mencionó antes a su hija. ¿No los ha acompañado en este viaje?

– No -respondió rápidamente Estella, volviendo a prestar atención a lo que ocurría en la mesa.

Simion levantó la vista de su plato de faisán y gruñó.

– Hace tiempo que Deborah no nos acompaña. Tiene responsabilidades en casa. Cuestiones de trabajo -indicó con tono inquietante.

En Hannah resurgió un genuino interés.

– ¿Ella trabaja?

– En algo relacionado con la publicidad -explicó Simion tragando un enorme bocado de faisán-. No estoy al tanto de los detalles.

– Deborah es columnista de modas de Women's Style -informó Estella-. Todos los meses escribe un artículo.

– Ridículo. -El cuerpo de Simion se estremeció y tuvo un acceso de hipo que terminó en un eructo-. Tonterías sobre zapatos, vestidos y otras extravagancias.

– Pero, papá -intervino Teddy con una leve sonrisa-, la columna de Debbie es muy popular. Ejerce una gran influencia en la manera de vestir de las damas de la alta sociedad de Nueva York.

– ¡Uff! Tiene suerte de que sus hijas no le den esos disgustos, Frederick. -Simion apartó su plato manchado de salsa-. Trabajar, qué ocurrencia. Las jóvenes inglesas son mucho más sensatas.

Era la oportunidad perfecta y Hannah lo sabía. Contuve el aliento. Me preguntaba si sus ansias de aventura vencerían. Deseaba que no, que atendiera al ruego de Emmeline y se quedara en Riverton. Ya tenía bastante con Alfred, no era capaz siquiera de pensar que Hannah también pudiera desaparecer.

Ella y su hermana intercambiaron una mirada y, antes de que Hannah tuviera oportunidad de hablar, Emmeline -con la voz clara y cantarina con que se instruía a las jóvenes para conversar con invitados- se apresuró a decir:

– Yo jamás lo haría. Trabajar es poco respetable, ¿verdad, papá?

– Estaría dispuesto a arrancarme el corazón antes de ver a alguna de mis hijas trabajando -respondió el señor Frederick con toda naturalidad.

Hannah apretó los labios.

– Mi corazón estuvo a punto de romperse -reconoció Simion. Luego miró a Emmeline-. Cuánto desearía que mi Deborah pensara como usted.

Emmeline sonrió. En su rostro floreció precozmente una belleza madura que casi me avergonzaba observar.

– Bueno, Simion -lo aplacó Estella-, sabes que Deborah no habría aceptado ese trabajo sin tu autorización -afirmó y luego le dedicó una exagerada sonrisa a los demás-. Jamás podría decirle que no a su hija.

Simion bufó, pero no la contradijo.

– Mamá tiene razón, papá -intercedió entonces Teddy-. Hacer algún trabajo es lo que se estila entre la gente bien de Nueva York. Deborah es joven y aún no está casada. Ya sentará la cabeza a su debido tiempo.

– Habría preferido la corrección en lugar de elegancia. Pero así es la sociedad moderna. Todos quieren ser considerados gente refinada. Es culpa de la guerra. -Nadie más que yo pudo ver que Simion deslizó sus dedos debajo de la cintura de sus ajustados pantalones, para proveer a su estómago de un espacio que le permitiera respirar-. Mi único consuelo es que gana mucho dinero -señaló, y al recordar su tema favorito, sonrió-. Frederick, ¿qué piensa de las penalidades que, según se dice, le impondrán a la pobre Alemania?

Mientras la conversación seguía su curso, Emmeline miró discretamente a Hannah, que mantenía el mentón erguido, y seguía el diálogo con la vista. Su rostro era un modelo de serenidad. Me preguntaba si finalmente se atrevería a hablar. Tal vez había cambiado de idea después de la intervención de Emmeline. Tal vez fue producto de mi imaginación su leve estremecimiento cuando la oportunidad desapareció como si súbitamente se la tragara la chimenea.

– Me dan un poco de pena los alemanes -afirmó Simion-. Entre ellos hay mucha gente admirable. Son excelentes empleados, ¿no es así, Frederick?

– En mi fábrica no tengo empleados alemanes -aseguró Frederick.

– Ese es su primer error. No encontrará una raza más aplicada en el trabajo. Carecen de sentido del humor, sin duda, pero son meticulosos.

– Yo estoy satisfecho con mis empleados ingleses.

– Su nacionalismo es admirable, Frederick. Pero no le hará prevalecer a expensas de la empresa, ¿verdad?

– A mi hijo lo mató un proyectil alemán -declaró el señor Frederick, apoyando los dedos separados y tensos en el borde de la mesa.

La observación hizo desaparecer toda su afabilidad.

El señor Hamilton advirtió mi expresión y nos hizo una seña a Myra y a mí para que interrumpiéramos la tensión recogiendo los platos. Habíamos recorrido la mitad de la mesa cuando Teddy carraspeó y dijo:

– Nuestras más profundas condolencias, lord Ashbury. Nos han contado lo que le sucedió a su hijo David. En el White aseguran que era un buen hombre.

– Un chico.

– ¿Qué?

– Mi hijo era un chico.

– Desde luego -corrigió Teddy-, un buen chico.

Estella alargó una mano regordeta por encima de la mesa y la posó lánguidamente en la muñeca del señor Frederick.

– No sé cómo ha podido soportarlo, Frederick. No me atrevo a pensar qué haría si perdiera a mi Teddy. Todos los días agradezco que haya decidido librar la guerra desde casa, junto a sus amigos políticos.

Estella, con expresión desvalida, miraba alternativamente a su anfitrión y a su esposo, quien tuvo el decoro de mostrarse algo turbado.

– Estamos en deuda con ellos -declaró Simion-. Jóvenes como su David estuvieron dispuestos a cualquier sacrificio. Nos corresponde a nosotros probar que no han muerto en vano, debemos prosperar en los negocios y devolver a este gran país el lugar que merece.

Los claros ojos del señor Frederick miraron fijamente a Simion. Por primera vez percibí que parpadeaba con disgusto.

– En efecto, así es.

Dejé los platos en el montacargas y tiré de la cuerda para enviarlos abajo. Luego me incliné hacia el hueco, tratando de escuchar si la voz de Alfred estaba entre los lejanos ecos que llegaban desde la cocina. Deseaba que ya estuviera de regreso del lugar al que había huido tan velozmente. Oí el ruido de los platos, la voz zumbona de Katie y la reprimenda de la señora Townsend. Por fin, con una sacudida, las cuerdas comenzaron a moverse y el montacargas regresó cargado con frutas, natillas y sirope de caramelo.

La conversación seguía girando en torno a los negocios. Yo estaba asombrada. Según decía Myra, no se debía hablar de negocios en la mesa. Era un tema reservado a los hombres, que podían abordarlo después de la cena. No obstante, Simion no estaba dispuesto a dejar de lado un asunto que le interesaba.

– Con los tiempos que corren, los negocios deben pensarse a gran escala -opinó, irguiéndose con autoridad-. Cuanto más se produce, más sencillo es seguir aumentando la producción.

El señor Frederick asintió. La incomodidad que le causaba transgredir las convenciones era eclipsada rápidamente por el interés que habitualmente le despertaba hablar de su fábrica.

– Tengo algunos buenos obreros. Verdaderamente buenos. Si capacitamos a los demás…

– Es una pérdida de tiempo y de dinero -afirmó Simion y su palma golpeó la mesa con una vehemencia que me hizo saltar. Estuve a punto de derramar el caramelo que le estaba sirviendo-. ¡Mecanización! Ésa es la solución del futuro.

– ¿Líneas de montaje?

Simion guiñó el ojo.

– Imprimen velocidad a los hombres más lentos, evidenciando incluso a los más veloces.

– Me temo que no tengo ventas suficientes para mantener en funcionamiento las líneas de montaje -admitió el señor Frederick-. No hay en Gran Bretaña tantas personas que puedan pagar mis automóviles.

– Precisamente a eso me refiero -aseveró Simion. El entusiasmo y el licor mezclados le daban a su cara un brillo carmesí-. El montaje en cadena permite bajar los precios. Venderá más.

– Las líneas de montaje no harán bajar el coste de las piezas.

– Use otras.

– Uso las mejores.

El señor Luxton fue presa de un ataque de risa del que aparentemente jamás podría recuperarse.

– Me cae bien, Frederick -dijo por fin-. Es un idealista. Un perfeccionista. -El adjetivo fue pronunciado con la exultante satisfacción de un extranjero que ha recordado correctamente una palabra poco común. Luego apoyó los codos en la mesa, apuntó con un grueso dedo a su anfitrión y preguntó con seriedad-: Pero, Frederick, ¿quiere hacer automóviles o dinero?

El señor Frederick parpadeó.

– No lo sé, yo…

– Creo que mi padre está sugiriendo que debe elegir -acotó mesuradamente Teddy que hasta entonces había seguido el diálogo con cierta reserva, pero en ese momento, casi disculpándose, había decidido intervenir-. Hay dos mercados para sus automóviles. El de los pocos compradores exigentes que pueden pagar lo mejor…

– O la franja en expansión de los consumidores de la clase media con aspiraciones -interrumpió Simion-. Es su fábrica y su decisión. Nosotros sólo tenemos una participación minoritaria -explicó. Luego se apoyó en el respaldo de la silla, se desabrochó un botón de la chaqueta y espiró complacido-. Pero usted sabe a qué mercado me dirijo.

– La clase media -coreó el señor Frederick, frunciendo levemente el ceño, como si por primera vez comprendiera que esa clase existía más allá de los tratados de teoría social.

– La clase media -repitió Simion-. Hasta ahora no ha sido explotada y sus filas se están engrosando. Si no encontramos el modo de llevarnos su dinero, ellos encontrarán el modo de llevarse el nuestro -afirmó y meneó la cabeza-. Como si los obreros no causaran suficientes problemas.

Frederick frunció el ceño, dubitativo.

– Sindicatos -gruñó Simion-. Asesinos de empresas. No descansarán hasta que se hayan apropiado de los medios de producción y nos dejen fuera de combate. Especialmente a las pequeñas empresas como la suya.

– Mi padre ha ilustrado muy vividamente la situación -comentó Teddy con sonrisa insegura.

– Es así como veo las cosas -aseguró Simion.

– ¿Y usted? -preguntó Frederick a Teddy-. ¿También ve una amenaza en los sindicatos?

– Creo que pueden adaptarse.

– Tonterías -opinó Simion, saboreando un sorbo de vino dulce-. Teddy es un moderado -señaló con desdén-. Estella y yo no logramos entender de quién ha podido heredar eso.

– Papá, por favor, soy un conservador.

– Con ideas utópicas.

– Simplemente propongo que escuchemos a las dos partes.

– A su debido tiempo comprenderá -declaró Simion meneando la cabeza-. Una vez que le muerdan la mano aquellos a los que ha alimentado como un tonto -aseguró. Luego se quitó las gafas y siguió con su lección-. Creo que no comprende cuan vulnerable sería, Frederick, si ocurriera algo imprevisto. El otro día conversaba con Ford, con Henry Ford… -En ese punto Simion hizo una pausa, ignoro si por motivos éticos o retóricos-. No debería divulgarlo -agregó, haciéndome una seña para que le acercara un cenicero-, tan sólo diré que en las actuales circunstancias debe orientar su empresa hacia la rentabilidad. Y cuanto antes. -El empresario parpadeó-. Sé lo que me va a decir. Que no quiere venderme un porcentaje mayor, pero si las cosas siguieran el rumbo que han tomado en Rusia, y hay ciertos indicios de que es posible, sólo un gran margen de ganancia puede protegerlo. -El señor Luxton tomó un cigarro de la caja de plata que le ofrecía el señor Hamilton-. Y usted debe estar protegido, ¿verdad? Usted y sus encantadoras hijas. ¿Quién si no cuidará de ellas? -preguntó, sonriendo a Hannah y Emmeline-. Por no mencionar esta gran mansión. ¿Desde cuándo dijo que pertenece a su familia? -inquirió como si la pregunta fuera resultado de una súbita curiosidad.

– No lo he dicho. -En la voz del señor Frederick se advirtió un matiz de recelo que trató de disipar rápidamente-. Trescientos años.

– Y bien -intervino Estella con voz arrulladora-. ¿Acaso eso no significa algo? Yo adoro la historia de Inglaterra. Las familias antiguas, como la suya, son fascinantes. Uno de mis pasatiempos favoritos es leer sobre ellas.

Fascinantes. Como una pintura, pensé. O un libro antiguo. Valiosas por su singularidad, pero sin utilidad real.

– Tal vez nosotras podríamos retirarnos al salón mientras los hombres siguen conversando de negocios -sugirió Estella-. Me encantaría escuchar la historia de los Ashbury.

Hannah fingió una expresión de amable aceptación, pero pude percibir su ansiedad. Estaba a merced del enemigo. Deseaba quedarse allí y oír más, pero sabía que su deber de anfitriona era retirarse con las damas al salón y esperar a los hombres.

– Sí, por supuesto -contestó-. Aunque me temo que no podremos contarle mucho más de lo que pueda encontrar en las genealogías que publica Debrett.

Los hombres se pusieron en pie. Simion tomó la mano de Hannah y Frederick ayudó a Estella. Simion recorrió el rostro y la joven figura de Hannah, sin poder ocultar su aprobación. Besó el dorso de su mano con los labios húmedos. Ella disimuló su disgusto. Luego siguió a Estella y Emmeline, que se dirigían a la puerta, y cuando estaba a punto de salir me miró de reojo. La fachada que había construido se desvaneció súbitamente cuando me sacó la lengua y puso los ojos en blanco antes de desaparecer hacia la sala.

Cuando los hombres volvieron a sentarse y reanudaron su conversación de negocios, el señor Hamilton apareció detrás de mí.

– Puedes irte, Grace -susurró-. Myra y yo terminaremos con esto. -Luego añadió mirándome-: Y busca a Alfred. No podemos permitir que uno de los invitados del amo se asome a la ventana y descubra a uno de los sirvientes paseando por el jardín.


Desde el rellano de piedra que conducía a la escalera trasera, escudriñé en la oscuridad. La luna bañaba de reflejos plateados la hierba, transformando los rosales silvestres de la pérgola en terroríficos esqueletos.

Los diseminados rosales, gloriosos durante el día, parecían un torpe grupo de ancianas huesudas y solitarias.

Por fin, en el último peldaño de la escalera distinguí una sombra que no era proyectada por ninguna de las plantas del jardín.

Me armé de valor y me deslicé en la oscuridad. A cada paso el aire se volvía más frío y desapacible. Llegué al último escalón y me detuve junto a él, pero Alfred no dio señal alguna de advertir mi presencia.

– Me envía el señor Hamilton -anuncié con cautela-. No pienses que te estoy siguiendo.

No obtuve respuesta.

– Y no me ignores. Si quieres que me vaya dímelo y lo haré.

Alfred siguió mirando los espigados árboles del Camino Largo.

– ¡Alfred! -Mi voz quebró el frío.

– Todos pensáis que soy el mismo Alfred que se fue de aquí -declaró suavemente-. Las personas parecen reconocerme, por lo que mi aspecto físico debe de ser casi el mismo. Pero en muchos otros aspectos soy diferente, Grace.

Sus palabras me desconcertaron. Me había preparado para otro ataque, para que volviera a pedirme que lo dejara en paz. Su voz se convirtió en un susurro y tuve que acercarme más para oírlo. Le temblaba el labio inferior; no supe precisar si a causa del frío.

– Los veo, Grace, durante el día no es tan grave, pero por la noche, los veo y los oigo. En el salón, en la cocina, en las calles del pueblo. Dicen mi nombre. Pero cuando me vuelvo para mirarlos… no están… todos están…

Habría deseado saber quiénes eran «ellos», pero no se me ocurrió cómo preguntarlo. Me senté. La gélida noche había transformado la piedra de los escalones en hielo. Bajo la falda y los calzones mis piernas se entumecieron.

– Hace mucho frío -indiqué-. Vamos adentro y te prepararé una taza de chocolate.

Él no dio señales de oírme y continuó mirando la oscuridad.

– ¿Alfred?

Rocé su mano con la yema de los dedos e impulsivamente los apoyé sobre los suyos.

– No. -Alfred retrocedió, sorprendido. Yo crucé las manos sobre el regazo. Mis mejillas ardían como si me hubiera abofeteado-. No lo hagas.

Alfred apretó los párpados. Yo observé su cara, preguntándome qué habían visto esos ojos cerrados para tener que ocultarse tan frenéticamente bajo los párpados blanqueados por la luna.

Entonces me miró y contuve el aliento. Tal vez fuera un efecto nocturno, pero sus ojos -pozos oscuros y profundos- me parecieron vacíos. Me miraba sin ver, como si buscara algo, tal vez la respuesta a una pregunta no formulada. Cuando habló su voz sonó suave.

– Pensaba que a mi regreso… -La frase inconclusa quedó flotando en la noche-. Tenía tantos deseos de verte… Los doctores dijeron que si me mantenía ocupado.

De su garganta salió un ruido seco, un chasquido. La coraza que protegía su cara se desmoronó, arrugándose como una bolsa de papel, y comenzó a llorar. Se cubrió la cara con ambas manos tratando inútilmente de ocultarse.

– No, no… No me mires, por favor, Grace, por favor… Soy un cobarde.

– No eres un cobarde -declaré con firmeza.

– ¿Por qué entonces no consigo quitármelo de la cabeza? Es lo único que quiero -gritó y comenzó a pegarse en las sienes con una ferocidad que me alarmó.

– ¡Basta, Alfred!

Traté de sujetarle las manos pero no pude apartarlas de su cara. Aguardé, mientras su cuerpo se estremecía, maldiciendo mi ineptitud. Por fin pareció calmarse un poco.

– Dime qué es lo que ves -le pedí.

Él me miró pero no dijo nada. Y por un instante vislumbré lo que él percibía en mí. Entre su experiencia y la mía había un abismo. Supe que no me contaría nada de lo que había visto. De algún modo comprendí que ciertas imágenes, ciertos sonidos, no pueden ser compartidos, y no pueden ser olvidados. Perduran en la conciencia hasta que, poco a poco, se retiran a los pliegues más profundos de la memoria, cayendo temporalmente en el olvido.

En consecuencia, no volví a preguntar. Puse mi mano en su mejilla y suavemente guié su cabeza hacia mi hombro. Me quedé muy quieta mientras su cuerpo se estremecía contra el mío.

Y así, juntos, permanecimos sentados en la escalera

14. Un esposo apropiado

Hannah y Teddy contrajeron matrimonio el primer sábado de marzo de 1919. Fue una hermosa ceremonia, en la pequeña iglesia de Riverton. Los Luxton hubieran preferido que se celebrara en Londres, para que asistiera toda la gente importante del mundo empresarial, pero el señor Frederick se mostró muy obstinado, y dado que en los meses anteriores había sufrido muchos golpes, nadie tenía demasiadas ganas de discutir. De modo que así se hizo. Hannah se casó en la pequeña iglesia del valle, al igual que sus abuelos y sus padres.

Llovía. Para la señora Townsend era augurio de que tendrían muchos hijos. Para Myra, era el llanto de los antiguos enamorados. Las fotografías de la boda estaban salpicadas de paraguas negros. Después, cuando la pareja se instaló en una casa en la ciudad, en Grosvenor Square, una de esas fotografías ocupó un lugar en el escritorio del cuarto de estar. Los seis alineados: en el centro, Hannah y Teddy. A un lado, Simion y Estella, sonrientes. Al otro, el señor Frederick y Emmeline, inexpresivos.

¿Te sorprende el que pudiese haber ocurrido tal cosa?

Hannah, tan firmemente opuesta al matrimonio, tan llena de otras ambiciones. Y Teddy, sensible, agradable incluso, pero no la clase de hombre que pudiera hacer perder la cabeza a Hannah.

En realidad no fue tan complicado. Este tipo de cosas raramente lo son. Fue uno de esos casos en los que sencillamente los astros se alinearon.

La mañana siguiente a la cena, los Luxton partieron hacia Londres. Tenían compromisos de negocios. Si por casualidad les dedicamos alguno de nuestros pensamientos, fue para dar por sentado que jamás volveríamos a verlos.

Nuestro interés ya se había desplazado al próximo gran acontecimiento. Porque la semana siguiente un grupo de mujeres indomables llegó a Riverton, con la pesada responsabilidad de supervisar la presentación de Hannah en sociedad. Enero era el momento cumbre de los bailes campestres, y por ello parecía impensable que, por no organizarlo con debida anticipación, se viera obligada a compartir la fecha con otro baile, más importante. En consecuencia, se había fijado la fecha para el 20 de enero y las invitaciones se enviaron con mucha antelación.

Una mañana, a comienzos del nuevo año, yo servía el té a lady Clementine y la viuda lady Ashbury. Estaban en el salón, sentadas una junto a la otra en el sofá, con la agenda abierta sobre su regazo.

– Cincuenta estará bien -opinó lady Violet-. No hay nada peor que un baile desierto.

– Excepto uno multitudinario -precisó lady Clementine con disgusto-. Pero eso hoy en día no sucede.

Lady Violet miró su lista de invitados. Un rastro de insatisfacción se plasmó en sus labios.

– ¡Ay, querida! ¿Qué vamos a hacer con la escasez?

– La señora Townsend estará a la altura de las circunstancias -repuso lady Clementine-. Como siempre.

– No me refiero a la comida, Clem, sino a los hombres. ¿Dónde encontraremos más hombres?

Lady Clementine se inclinó para observar la lista de invitados. Meneó la cabeza disgustada.

– Es un absoluto crimen. Eso es. Un terrible inconveniente. Las mejores semillas de Inglaterra se pudren en unos campos franceses olvidados de la mano de Dios, mientras nuestras jóvenes se quedan colgadas, sin una sola pareja de baile entre todas ellas. Es un complot, te lo aseguro. Un complot alemán -declaró lady Clem, abriendo los ojos como platos-, para impedir que la aristocracia inglesa prolifere.

– Pero seguramente conoces a alguien a quien podamos invitar, Clem. Has dado muestras de ser buena celestina.

– Puedo considerarme afortunada por haber encontrado a ese chiflado para Fanny -admitió lady Clementine, palpando su empolvada papada-. Es una verdadera lástima que Frederick nunca se mostrara interesado. Las cosas habrían sido mucho más simples. En su lugar, tuve que contentarme con cualquier cosa.

– Mi nieta no se contentará con cualquier cosa -advirtió lady Violet-. El futuro de esta familia depende de su matrimonio -afirmó, con un suspiro consternado que se convirtió en una tos y estremeció su delgada silueta.

– A Hannah le irá mejor que a la simplona de Fanny -aventuró confiada lady Clementine-. A diferencia de mi protegida, tu nieta ha sido bendecida con inteligencia, belleza y encanto.

– Y con la inclinación a no aprovecharlas. Frederick ha consentido mucho a esas niñas. Han tenido excesiva libertad y una educación insuficiente. En especial, Hannah. Esa jovencita está llena de escandalosas ideas de independencia.

– Independencia… -repitió lady Clementine con disgusto.

– Sí, no tiene prisa por casarse. Me lo dijo hace tiempo, cuando estuvo en Londres.

– ¿En serio?

– Me miró a los ojos, y con exasperante cortesía me dijo que no le importaba en lo más mínimo que nos tomáramos tanto trabajo para organizar su presentación en sociedad.

– ¡Qué descaro!

– Señaló que sería un desperdicio organizar un baile para ella porque no tenía intención de formar parte de la alta sociedad, a pesar de estar en edad de hacerlo. Lo encuentra… -lady Violet agitó los párpados- aburrido y sin sentido.

– No puedo creerlo -declaró lady Clementine.

– Es cierto.

– ¿Y qué es lo que se propone? ¿Quedarse aquí, en la casa de su padre, y convertirse en una solterona?

Lady Clementine era incapaz de imaginar otra posibilidad. Lady Violet meneó la cabeza. La desesperación la hizo encorvarse.

Lady Clementine observó que era necesario alentarla de algún modo y dio un golpecito en la mano de lady Violet.

– Vamos, vamos, querida Violet. Tu nieta todavía es joven. Tiene tiempo por delante para cambiar de idea -aseguró e inclinó la cabeza-. Creo recordar que tú tenías cierto espíritu liberal a su edad y lo dejaste de lado. Hannah también lo hará.

– Deberá hacerlo -precisó solemnemente lady Violet.

Lady Clementine percibió su desesperación.

– No hay una razón específica por la cual deba encontrar pareja tan rápido -afirmó y entrecerró los ojos-. ¿La hay acaso?

Lady Violet suspiró.

– ¡Sí la hay! -exclamó lady Clementine abriendo los ojos con asombro.

– Es Frederick. Sus malditos automóviles. Esta semana los abogados me enviaron una carta. Ha pedido más dinero prestado.

– ¿Sin consultártelo? -preguntó ávidamente lady Clementine-. Por Dios…

– Diría que no le convenía hacerlo. Ya sabe lo que pienso. Vivimos una época de inestabilidad. Temo que hipoteque nuestro futuro por su fábrica. Ya ha vendido la residencia de Yorkshire para pagar los impuestos de sucesión.

Lady Clementine chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– Debería haber vendido esa fábrica. Y no se trata de que no haya recibido ofertas. Ese socio suyo, el señor Luxton, desea aumentar su participación en la sociedad. Pero en lo que se refiere a la independencia, las ideas de Frederick son peores que las de Hannah. No parece comprender cuáles son las obligaciones que le impone su posición. -Lady Violet meneó la cabeza y suspiró-. Sin embargo, no puedo culparlo. Nunca imaginamos que ocuparía ese lugar. -Y entonces se lamentó como de costumbre-. Si James estuviera aquí…

– Bueno, bueno -repuso lady Clementine-. Seguramente Frederick logrará que su fábrica sea un éxito. Ahora todos quieren tener un automóvil. Todos los hombres van como locos conduciéndolos. El otro día casi me aplastan cuando cruzaba la calle saliendo de Kensington Place.

– Clem, ¿te lastimaron?

– Esta vez salí ilesa -declaró lady Clementine con absoluta naturalidad-. Pero la próxima no seré tan afortunada. Una muerte de lo más horripilante, puedo asegurártelo -agregó arqueando una ceja-. Estuve hablando largamente con el doctor Carmichael sobre el tipo de lesiones que pueden causar.

– Terrible -constató lady Violet meneando distraídamente la cabeza. Luego suspiró-. Si al menos Frederick volviera a casarse no me preocuparía tanto por Hannah.

– ¿Hay alguna probabilidad? -preguntó lady Clementine.

– Lo dudo. Como sabes, ha demostrado escaso interés en tener otra esposa. A decir verdad, tampoco demostraba suficiente interés por su primera mujer. Estaba demasiado ocupado con… -lady Violet me echó un vistazo y yo me concentré en tender prolijamente el mantel para servir el té-, con ese asunto infame -concluyó meneando la cabeza y frunciendo los labios-. No tendrá más hijos, es inútil pensar en otra posibilidad.

– Entonces nos queda Hannah -afirmó lady Clementine bebiendo un sorbo de té.

– Sí -suspiró molesta lady Violet, alisando su falda de satén verde claro-. Lo siento, Clem. Este resfriado me pone de mal humor. No logro desprenderme del rencor que me ha acompañado últimamente. No soy una persona supersticiosa, lo sabes, pero tengo una sensación de lo más extraña. Te reirás, pero presiento una catástrofe inminente.

– ¿Sí?

La conversación había llegado al tema favorito de lady Clementine.

– No es nada concreto. Sólo una sensación -explicó lady Violet mientras se echaba el chal sobre los hombros. Se la veía frágil-. No obstante, no voy a sentarme a mirar cómo esta familia se desintegra. Lograré que Hannah encuentre el esposo que merece, aunque sea lo último que haga. Y si es posible, antes de acompañar a Jemina a los Estados Unidos.

– Olvidé que vais a viajar a Nueva York. Es bueno que su hermano se haga cargo de ellas.

– Sí, aunque las echaré de menos. La pequeña Gytha se parece mucho a James.

– Nunca me han gustado demasiado los bebés -confesó lady Clementine con desdén-, siempre lloriqueando y vomitando. -Un estremecimiento hizo temblar su doble mentón. Luego alisó la página de su libreta y dio unos golpecitos en la página en blanco con la pluma-. ¿Cuánto tiempo nos queda entonces para encontrar un marido apropiado?

– Un mes. Partimos el 4 de febrero.

Lady Clementine escribió la fecha en la página de su dietario y luego se puso súbitamente en pie.

– ¡Oh, Violet! Se me ocurre una idea inmejorable. ¿Dices que Hannah está decidida a ser independiente?

La sola mención de esa palabra hizo parpadear a lady Violet.

– Sí.

– Tal vez alguien podría suministrarle amablemente ciertas explicaciones. Hacerle ver que el matrimonio es la mejor manera de ser independiente.

– Es tan obstinada como su padre -objetó lady Violet-. Me temo que no escuchará.

– No se trata de que nos escuche a ti o a mí. Conozco a alguien a quien podría hacer caso -afirmó lady Clem frunciendo los labios-. Sí, con un poco de entrenamiento, incluso ella sería capaz de lograrlo.


Unos días después, mientras su marido recorría alegremente el garaje del señor Frederick, Fanny se reunió con Hannah y Emmeline en la sala borgoña. Emmeline, entusiasmada ante la proximidad del festejo, había convencido a Fanny para que la ayudara a practicar sus pasos de baile. En el gramófono sonaba un vals y las dos giraban por la habitación, bromeando y riendo. Yo tenía que estar atenta para no chocar con ellas mientras limpiaba.

Hannah estaba sentada frente al escritorio, garabateando en su cuaderno, indiferente a la algarabía que la rodeaba. Después de la cena con los Luxton, cuando se hizo evidente que el sueño de conseguir trabajo dependía de una autorización que nunca obtendría, se había sumido en un estado de silenciosa inquietud. En tanto los preparativos del baile se agitaban a su alrededor, ella permanecía ajena a su desarrollo.

Tras una semana rumiando a solas, se pasó al otro extremo. Reanudó sus prácticas de taquigrafía, volcando frenéticamente a ese código los libros que tenía a mano. Si alguien se acercaba lo suficiente para advertirlo, ocultaba cautelosamente su trabajo. A esos periodos de actividad, demasiado intensos de mantener, le sucedían invariablemente otros de apatía. Suspiraba, soltaba el lápiz, apartaba los libros y permanecía sentada, inmóvil, esperando a que fuera la hora de comer, de cambiarse de traje, o que llegara alguna carta.

Por supuesto, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, no ocurría lo mismo con su mente. Parecía estar tratando de resolver el acertijo de su vida. Ansiaba independencia y aventura, pero era una prisionera, diligentemente atendida, pero prisionera al fin. Para ser independiente era necesario tener dinero. Su padre no podía dárselo, dado que no lo tenía, y no estaba autorizada a trabajar.

¿Por qué no desafiaba a su progenitor? Podía huir de su casa, alejarse, unirse a un circo. Sencillamente porque había reglas y había que atenerse a ellas. Pocos años más tarde -tan sólo una década después- las cosas serían distintas. Las rígidas normas se desmoronarían con suma facilidad. Pero en ese momento Hannah estaba atrapada. Y en consecuencia, como el ruiseñor de Andersen, no podía salir de su jaula dorada, y la apatía le impedía cantar. Permanecía envuelta en una nube de hastío aguardando a que la siguiente oleada de acontecimientos la reclamara.

Esa mañana, en la sala borgoña, fue presa de este último estado. Sentada frente al escritorio, de espaldas a Emmeline y Fanny, transcribía a signos de taquigrafía la Enciclopedia Británica. Tan concentrada estaba que apenas se movió cuando Fanny gritó:

– ¡Eres peor que un hipopótamo!

Mientras Emmeline, entre carcajadas, se desmoronaba en la chaise longue, Fanny se hundió en el sillón. Se quitó el zapato y se inclinó para inspeccionar el estado de su dedo.

– Seguramente se va a hinchar -afirmó disgustada.

Emmeline seguía riendo.

– Tal vez no pueda calzar ninguno de mis hermosos zapatos para el baile.

Cada protesta de Fanny no hacía más que provocar a Emmeline risas más estentóreas.

– Y bien -declaró Fanny indignada-, me has estropeado el dedo. Lo mínimo que podrías hacer es disculparte.

Emmeline trató de controlar su hilaridad.

– Lo… lo siento -balbuceó, mordiéndose el labio para contener la risa-. Pero no es mi culpa que insistas en poner tus pies en mi camino. Tal vez si no fueran tan grandes…

Un nuevo ataque de risa le impidió continuar.

– Debes saber -replicó Fanny, con el mentón tembloroso a causa de la rabia-, que el señor Collier, de Harrods, piensa que mis pies son hermosos.

– Es probable. Tal vez por hacer tus zapatos cobra el doble del precio que pagan otras damas.

– Eres una pequeña desagradecida…

– Vamos, Fanny -dijo Emmeline recuperando la compostura-. Tan sólo estoy bromeando. Por supuesto, lamento haberte pisado el dedo.

Fanny bufó.

– Probemos otra vez con el vals. Prometo estar más atenta.

– Será mejor parar -repuso Fanny enfurruñada-. Tengo que dejar el dedo quieto. No me sorprendería que se hubiera roto.

– No creo que sea nada serio. Apenas lo he pisado. Déjame ver.

Fanny flexionó la pierna y ocultó el pie debajo, impidiendo que Emmeline lo viera.

– Creo que ya has hecho más que suficiente.

Emmeline tamborileaba con los dedos en el brazo del sofá.

– Y bien, ¿cómo se supone que practicaré mis pasos de baile?

– No tienes que preocuparte. El tío abuelo Bernard está casi ciego. Y el primo segundo Jeremy estará demasiado entretenido contándote sus interminables historias de guerra. No lo notarán.

– No pretendo bailar con tíos abuelos -aseveró Emmeline.

– Me temo que no tendrás muchas más opciones -comentó Fanny.

– Eso lo veremos -declaró Emmeline, alzando las cejas con petulancia.

– ¿Por qué? -preguntó Fanny frunciendo el ceño-. ¿Qué quieres decir?

Emmeline sonrió francamente.

– La abuela convenció a papá para que invitara a Theodore Luxton.

– ¿Theodore Luxton va a venir? -exclamó Fanny ruborizándose.

– ¿No es emocionante? -preguntó Emmeline, estrechando las manos de Fanny-. Papá no consideraba apropiado invitar al baile de Hannah a gente con la que tiene relaciones comerciales, pero la abuela insistió.

– ¡Dios mío! -exclamó Fanny, sonrojada y aturdida-. Es emocionante. Algo distinto, una compañía sofisticada -agregó entre risitas nerviosas, dándose golpecitos en las mejillas-. Nada menos que Theodore Luxton.

– Ahora comprendes por qué tengo que aprender a bailar.

– Deberías haberlo tenido en cuenta antes de aplastarme el pie.

– Si papá nos permitiera tomar verdaderas lecciones en la escuela Vacani… Nadie querrá bailar conmigo si no conozco los pasos.

Los labios de Fanny casi dibujaron una sonrisa.

– Ciertamente no tienes dotes de bailarina, Emmeline. Pero no tienes que preocuparte. No te faltarán parejas en el baile.

– ¿No? -preguntó Emmeline, con la fingida ingenuidad de quien está acostumbrado a recibir halagos.

Fanny se masajeó el pie.

– Todos los hombres que asistan a la fiesta tienen que invitar a bailar a las niñas de la casa. Incluidas las hipopótamas.

Emmeline endureció el gesto.

Animada por su pequeña victoria, Fanny continuó.

– Recuerdo mi presentación en sociedad como si fuera ayer -comentó, con la nostalgia propia de una mujer que duplicara su edad.

– Supongo que con tu encanto y tu gracia -señaló irónicamente Emmeline- tendrías una larga fila de apuestos hombres esperando para bailar contigo.

– En absoluto. No he vuelto a ver tantos ancianos ansiosos por darme pisotones y volver junto a sus esposas para dormir un poco. Jamás me sentí tan desilusionada. Todos los hombres interesantes estaban en la guerra. Gracias a Dios, la bronquitis había retenido aquí a Godfrey. De otro modo, nunca nos habríamos conocido.

– ¿Fue un amor a primera vista?

Fanny frunció la nariz.

– Nada de eso. Godfrey se indispuso espantosamente y pasó la mayor parte de la noche en el baño. Según recuerdo, sólo bailamos una vez. Fue culpa de la quenelle. Con cada nueva vuelta, él fue poniéndose más verde, hasta que en medio del baile huyó despavorido. En ese momento me sentí muy disgustada y también avergonzada de que me hubiera dejado allí, plantada. No volví a verlo durante meses. Y luego, pasó un año antes de que nos casáramos. -Fanny suspiró y meneó la cabeza-. El año más largo de mi vida.

– ¿Por qué?

– En cierto modo, yo había imaginado que después del baile de presentación mi vida sería diferente.

– ¿Y no lo fue?

– Sí, pero no como yo deseaba. Fue horrible. Desde el punto de vista formal ya era una persona adulta, pero aun así, no podía ir a ningún lugar, o tomar ninguna decisión sin que lady Clementine o cualquier otra anciana se entrometiera en mis asuntos. La propuesta de matrimonio de Godfrey fue la respuesta a mis ruegos. Nunca me había sentido tan feliz.

– ¿De verdad? -preguntó Emmeline frunciendo la nariz. Le resultaba difícil imaginar que Godfrey Vickers, un hombre abotagado, calvo y constantemente enfermo, pudiera ser la respuesta a los ruegos de alguna mujer.

Fanny echó un vistazo a Hannah, que aparentemente ajena a la conversación seguía con su impetuosa taquigrafía.

– ¿Te he hablado alguna vez de mi luna de miel? -preguntó, volviendo a prestar atención a Emmeline.

– Sólo unas mil veces.

Fanny no se inmutó.

– Florencia es la ciudad extranjera más romántica que he visto.

– Es la única ciudad extranjera que conoces.

– Todas las noches, después de cenar, Godfrey y yo paseábamos por la ribera del Arno. Él me compró un collar muy hermoso en una pintoresca tienda del Ponte Vecchio. En Italia me sentí transformada, una persona totalmente distinta. Un día subimos al Forte di Belvedere y desde allí contemplamos toda la Toscana. Casi lloré de emoción ante tanta belleza. ¡Y los museos de arte! Lo que había que admirar era sencillamente demasiado. Godfrey prometió que volveríamos a Florencia en cuanto pudiéramos. -Fanny echó un vistazo hacia el escritorio donde Hannah seguía escribiendo-. Y la gente que se conoce al viajar es realmente fascinante. Uno de los pasajeros del barco se dirigía a El Cairo. Jamás podrías adivinar para qué iba a ese lugar: para hacer excavaciones y encontrar tesoros. Por lo visto, los antiguos egipcios solían ser enterrados junto con sus joyas. No entiendo el motivo, en mi opinión es un terrible desperdicio. El doctor Humphreys dijo que era algo relacionado con su religión. Nos contó historias sumamente emocionantes, e incluso nos invitó a ver sus excavaciones si íbamos a Egipto.

Hannah había dejado de escribir. Fanny reprimió una sonrisa de satisfacción.

– Godfrey sospechaba de él, temía que nos estuviera tomando el pelo, pero a mí me pareció una persona terriblemente interesante.

– ¿Era apuesto? -preguntó Emmeline.

– Oh, sí -exclamó Fanny-. Él… -La recién casada hizo una pausa, recordó su papel y volvió a interpretarlo-. En los dos meses que llevo casada he vivido las experiencias más emocionantes de mi vida -comentó, mirando de soslayo a Hannah, y entonces soltó la carta del triunfo-. Es gracioso. Antes de casarme solía pensar que al tener marido sólo podría dedicarme a él. Ahora descubro que es todo lo contrario. Nunca me he sentido tan… independiente. Tengo mayor capacidad de decisión, nadie se altera si salgo a dar un paseo sola. De hecho, es probable que me pidan que sea vuestra acompañante hasta que os caséis. Tenéis suerte de tener cerca a alguien como yo, en lugar de que os endilguen una vieja aburrida.

Emmeline alzó las cejas pero Fanny no la vio. Estaba observando a Hannah, que había dejado su lápiz junto al libro. Sus ojos parpadearon con satisfacción.

– En fin -concluyó, calzándose el zapato en el pie lastimado-, he disfrutado mucho de tu amena compañía. Ahora debo irme. Mi esposo ya habrá terminado su paseo y estoy deseando mantener una conversación… adulta.

Luego sonrió dulcemente y salió de la habitación, con la cabeza bien alta, su apostura apenas empañada por la leve cojera.

En tanto Emmeline ponía otro disco en el gramófono y danzaba por la sala al compás de la música, Hannah permaneció sentada frente al escritorio, dándole la espalda. Tenía las manos unidas, formando un puente sobre el que descansaba su mentón, y miraba a través de la ventana los campos que se extendían hasta la línea del horizonte. De pie detrás de ella, mientras limpiaba la cornisa, pude ver su débil reflejo en el cristal: estaba absorta en sus pensamientos.


Los invitados llegaron la semana siguiente. Como era habitual, se sumieron de inmediato en el disfrute de las actividades que sus anfitriones les propusieron. Algunos recorrieron la propiedad, otros jugaron al bridge en la biblioteca y los más enérgicos practicaron esgrima en el gimnasio.

Después del hercúleo esfuerzo que le había supuesto la organización del baile, la salud de lady Violet empeoró y tuvo que guardar cama. Lady Clementine buscó otras compañías. Atraída por los destellos y los sonidos de las espadas que chocaban, se sentó pesadamente en un sillón de cuero desde donde podía ver a los esgrimistas. Esa tarde, cuando le serví el té, estaba en medio de una amena conversación con Simion Luxton.

– Para ser norteamericano, su hijo es bueno en esgrima -declaró lady Clementine, señalando a uno de los hombres con máscara.

– Tal vez se exprese como un norteamericano, lady Clementine, pero puedo asegurarle que es un inglés de cabo a rabo.

– ¿Sí?

– Se bate como un inglés -vociferó Simion-, engañosamente simple. Y con la misma sencillez lo veré incorporarse al Parlamento en las próximas elecciones.

– Me he enterado de su candidatura. Supongo que estará muy contento.

Simion adoptó un aire más ufano que el habitual.

– Mi hijo tiene un prometedor futuro.

– Sin duda, reúne casi todas las cualidades que nosotros, los conservadores, esperamos de un miembro del Parlamento. En el último té de las Mujeres Conservadoras comentamos, precisamente, la falta de hombres capaces, sólidos, que puedan representar a Asquith. -La mirada halagadora de lady Clementine volvió a dirigirse a Teddy-. Su hijo puede ser precisamente la figura que necesitamos. Yo me sentiré más que feliz de respaldarlo si confirmo que lo es -afirmó, bebiendo su té-. Por supuesto, está el pequeño problema de su esposa.

– No hay tal problema -aseguró Simion con displicencia-. Teddy no tiene esposa.

– Precisamente a eso me refiero, señor Luxton.

Simion frunció el ceño.

– No todas las damas son tan liberales como yo -explicó lady Clementine-. La soltería de su hijo podría dar indicios de cierta debilidad de carácter. Los valores familiares son muy importantes para nosotros. Un hombre de cierta edad sin esposa… la gente empezará a hacerse preguntas.

– Simplemente no ha encontrado la mujer apropiada para casarse.

– Por supuesto, señor Luxton. Usted y yo lo sabemos, pero habrá señoras que… al mirar a su hijo verán a un hombre apuesto, que tiene mucho que ofrecer, y aun así sigue soltero. No puede culparlas si empiezan a preguntarse cuál es el motivo. Si, por ejemplo, se debe a que no le interesan las mujeres.

Lady Clementine levantó las cejas, en un gesto significativo. Simion se sonrojó.

– Mi hijo no es… Ningún hombre de la familia Luxton ha sido acusado jamás de…

– Desde luego, señor Luxton -repuso suavemente lady Clementine-, y no es ésa mi opinión, como comprenderá. Sólo estoy comentando lo que piensan algunas de nuestras damas. Les gusta comprobar que un hombre es un hombre. No un esteta -agregó, sonriendo tímidamente. Luego se acomodó las gafas-. De todos modos, es un asunto menor, y hay tiempo de sobra. Todavía es joven. ¿Qué años tiene, veinticinco?

– Treinta y uno -indicó Simion.

– Oh, entonces no es tan joven. Jamás lo habría imaginado.

Lady Clementine sabía cuándo dejar que el silencio hablara por ella. Volvió a prestar atención a los espadachines.

– Puedo garantizarle, lady Clementine, que Teddy no tiene problema alguno -aseguró Simion-. Tiene mucho éxito con las mujeres. Elegirá esposa cuando lo considere oportuno.

– Me alegra escucharlo, señor Luxton -declaró lady Clementine, que seguía mirando a los duelistas. Luego bebió un sorbo de té-. Sólo espero que, por su bien, eso suceda pronto. Y que elija a la joven apropiada.

Simion alzó inquisitivamente una ceja.

– Nosotros, los ingleses, somos sumamente nacionalistas. Su hijo tiene muchas virtudes pero algunas personas, particularmente en el Partido Conservador, pueden considerarlo un poco nuevo. Espero que cuando elija esposa, ella aporte al matrimonio algo más que su honorable persona.

– ¿Qué puede ser más importante para una novia que su honor, lady Clementine?

– Su nombre, su familia, su linaje. -Lady Clementine dirigió una mirada al contrincante de Teddy, que con una estocada ganó el juego-. Si bien en el Nuevo Mundo esas cosas pueden pasarse por alto, aquí, en Inglaterra, son muy importantes.

– Junto con la virtud de la joven, por supuesto.

– Por supuesto.

– Y su honorabilidad.

– Ciertamente -aseveró lady Clementine con menos convicción.

– Nada de mujeres modernas para mi hijo, lady Clementine -afirmó Simion, humedeciéndose los labios-. A nosotros, los Luxton, nos gusta que nuestras mujeres sepan quién manda.

– Comprendo, señor Luxton -indicó lady Clementine.

La lucha había terminado. Simion aplaudió.

– Si tan sólo supiera dónde encontrar una joven apropiada…

– ¿No cree que a menudo lo que buscamos está justo delante de nuestras narices, señor Luxton? -preguntó lady Clementine sin dejar de mirar hacia el gimnasio.

– Sí, lady Clementine -afirmó Simion con una sonrisa casi imperceptible-. Sin duda, creo que así es.


Ese día no fui requerida para servir la cena, por lo que no volví a ver a Teddy y a su padre durante el resto del día. Myra nos contó que los vio discutiendo acaloradamente en el pasillo a altas horas de la noche. No obstante, aun cuando realmente hubieran discutido, el sábado por la mañana Teddy estaba de tan buen humor como siempre.

Cuando fui a controlar la chimenea del salón, él estaba sentado en el sillón leyendo el periódico de la mañana, y tratando de mantenerse serio mientras lady Clementine se quejaba de los arreglos florales. Acababan de llegar de Braintree, exhibiendo resplandecientes rosas en lugar de las prometidas dalias, lo cual no le hizo ninguna gracia.

– Tú -me increpó agitando un tallo de rosa-, ve sin dilación a buscar a la señorita Hartford. Debe verlos por sí misma.

– Creo que la señorita Hartford tiene previsto salir a cabalgar esta mañana, lady Clementine -señalé.

– Como si tiene previsto correr el Grand National. Los arreglos precisan de su atención.

En consecuencia, mientras las otras jóvenes tomaban su desayuno en la cama, pensando en el baile de esa noche, Hannah fue requerida en el salón. Media hora antes yo la había ayudado a ponerse el traje de montar. Llegó con el aspecto de un zorro acorralado, ansioso por huir. Mientras lady Clementine protestaba encolerizada, Hannah -a quien rosas o dalias le resultaban indiferentes- se limitó a asentir con gesto desconcertado y, de tanto en tanto, a mirar ansiosa y furtivamente el reloj de barco.

– Pero ¿qué podemos hacer? -Lady Clementine estaba llegando al final de su sermón-. Es demasiado tarde para encargar otras.

Hannah logró dejar de lado sus preocupaciones para prestar atención a las palabras de la anciana.

– Supongo que tendremos que contentarnos con lo que tenemos -adujo, simulando que era capaz de afrontar la situación con entereza.

– ¿Pero podrás tolerarlo?

Hannah fingió resignación.

– Si es preciso, lo haré -afirmó. Durante unos segundos esperó una nueva pregunta. Luego, añadió alegremente-: Bien, si eso es todo…

– Ven conmigo arriba -la interrumpió lady Clementine-, te mostraré qué espantosas quedan en el salón de baile. No vas a creerlo.

Mientras lady Clementine seguía desmereciendo los arreglos florales, el desánimo comenzó a abrumar a Hannah. Sus ojos se pusieron vidriosos ante la mera insinuación de que la discusión sobre el tema se prolongaría.

Teddy se aclaró la garganta, plegó el periódico y lo dejó en la mesa que estaba junto a su sillón.

– Es un hermoso día de invierno -afirmó, sin dirigirse a nadie en particular-. Me gustaría salir a cabalgar para conocer mejor la finca.

Teddy era uno de los pocos invitados a los cuales el señor Frederick había permitido el acceso a sus establos.

Lady Clementine se interrumpió en mitad de una frase. La perspectiva de un objetivo superior pareció brillar en sus ojos.

– Un paseo a caballo -repitió serenamente-, qué maravillosa idea, señor Luxton. ¿Verdad, Hannah?

Hannah miró sorprendida a Teddy, que le dirigió una sonrisa cómplice.

– Estaría muy honrado si me acompañara -declaró él.

Antes de que ella pudiera responderle, lady Clementine se adelantó.

– Por supuesto, faltaría más. Nos complacerá acompañarlo, señor Luxton, si no le molesta, por supuesto.

Teddy no se inmutó.

– Me consideraré afortunado de tener… dos… guías tan encantadoras.

– Tú, jovencita, pídele a la señora Townsend que nos prepare un refrigerio -me ordenó. Su gesto denotaba ansiedad. Luego volvió a dirigirse a Teddy-. También a mí me encanta cabalgar -indicó con una leve sonrisa.

Dudley nos contó después que parecían una extraña procesión mientras se acercaban al establo, más extraña todavía cuando todos estuvieron montados a caballo. Al verlos desaparecer hacia el oeste no pudo contener la risa. Lady Clementine hacía buena pareja con la vieja yegua del señor Frederick, que excedía incluso el contorno de su amazona.

El paseo duró dos horas. Cuando regresaron para almorzar Teddy estaba empapado; Hannah, terriblemente callada; y a lady Clementine se la veía tan satisfecha como a un gato frente a un cuenco lleno de crema. La propia Hannah me refirió lo que había ocurrido durante el paseo, aunque no antes de que transcurrieran muchos meses.

Salieron del establo en dirección oeste y atravesaron un claro. Luego bordearon el río, pasearon bajo las copas de las enormes hayas que se alineaban entre los juncos de la orilla. Ambas riberas lucían su manto invernal y no había señal alguna de los ciervos que solían pastar en ellas durante el verano.

El trío cabalgó un trecho en silencio. Hannah iba al frente, Teddy la seguía y lady Clementine cerraba la marcha. Las ramas secas chasqueaban bajo los cascos de los caballos. El río seguía impetuosamente su curso hacia el punto donde desembocaba en el Támesis. A lo lejos, un ciclista pedaleaba hacia el pueblo a toda velocidad.

Finalmente, Teddy puso su caballo a la par de Hannah y comentó con tono jovial:

– Es un verdadero placer estar aquí, señorita Hartford, debo agradecerle su amable invitación.

Hasta ese momento Hannah había estado disfrutando del silencio.

– Es a mi abuela a quien tiene que dar las gracias, señor Luxton. Yo no tengo mucho que ver con todo este asunto.

– Ah… -exclamó Teddy-, lo tendré en cuenta para darle las gracias a ella.

Hannah se compadeció de Teddy, quien sólo había intentado entablar conversación.

– ¿Cuál es su ocupación, señor Luxton?

La pregunta de Hannah pareció aliviar a Teddy, que se apresuró a responder.

– Soy coleccionista.

– ¿Qué colecciona?

– Objetos hermosos.

– Pensé que trabajaba con su padre.

Teddy se sacudió una hoja de abedul que le había caído en el hombro.

– En materia de negocios, mi padre y yo no coincidimos, señorita Hartford. Él no valora lo que no tenga relación directa con la acumulación de riqueza.

– ¿Y usted, señor Luxton?

– Yo busco otro tipo de riqueza. La que proporcionan las nuevas experiencias. El siglo es joven, también yo. Hay demasiadas cosas fascinantes por descubrir, en vez de quedarse enclaustrado en el trabajo.

Hannah lo miró.

– Mi padre me ha contado que está emprendiendo la carrera política. Seguramente eso le impondrá cierta restricción a sus planes.

Teddy meneó la cabeza.

– La política me da más razones para ampliar mis horizontes. Los mejores líderes son aquellos que abren nuevas perspectivas, ¿no lo cree así?

Siguieron cabalgando un rato, hacia las praderas más alejadas, deteniéndose tan a menudo que la yegua rezagada pudo alcanzarlos. Cuando por fin llegaron a un claro, la yegua y lady Clementine se sintieron igualmente aliviadas: sus doloridas posaderas podrían descansar. Teddy ayudó a la anciana a bajar de su montura, extendió el mantel de picnic y dispuso las sillas plegables, mientras Hannah sacaba el termo del té y la comida.

Cuando terminaron los sándwiches de pepino y las bizcotelas, Hannah dijo:

– Creo que daré un paseo hasta el puente.

– ¿El puente? -preguntó Teddy.

– El que está más allá de los árboles -explicó Hannah, poniéndose en pie-, donde el lago se hace más estrecho y se une con el arroyo.

– ¿Le molestaría que la acompañara?

– En absoluto -respondió Hannah, aunque en realidad habría preferido estar sola.

Lady Clementine tuvo que elegir entre su obligación de carabina y su obligación para con su dolorido trasero. Tras reflexionar brevemente, anunció:

– Yo me quedaré aquí para vigilar los caballos. Pero no tardéis demasiado, me preocuparía. Hay muchos peligros en los bosques, como sabéis.

Hannah le dedicó una ligera sonrisa a Teddy y caminó hacia el puente. El la siguió, guardando una caballerosa distancia.

– Señor Luxton, lamento que lady Clementine le haya impuesto su presencia esta mañana.

– No se preocupe, he disfrutado de la compañía -respondió Teddy y miró a Hannah-. Alguna más que otra.

Hannah, sin dejar de mirar hacia adelante, se apresuró a decir:

– Cuando era más pequeña, mis hermanos y yo solíamos venir al lago para jugar en el cobertizo de los botes y en el puente. Es un lugar mágico -afirmó mirándolo largamente de reojo.

– ¿Un puente mágico? -preguntó incrédulo Teddy.

– Lo comprenderá en cuanto lo vea.

– ¿Y a qué solían jugar en ese puente mágico?

– Solíamos turnarnos para cruzarlo corriendo -explicó Hannah mirándole-. Parece muy simple, lo sé. Pero éste no es un puente mágico cualquiera. Está gobernado por un espíritu del lago particularmente aterrador y vengativo.

– ¿De verdad? -preguntó Teddy sonriendo.

– Generalmente lo cruzábamos sin problemas. Pero, de cuando en cuando, alguno de nosotros lo despertaba.

– ¿Y qué ocurría entonces?

– Entonces se libraba un duelo a muerte -explicó Hannah con una sonrisa-. Su muerte, por supuesto. Nosotros éramos excelentes espadachines. Afortunadamente era inmortal, de lo contrario el juego no habría perdurado.

Al doblar un recodo, el desvencijado puente apareció frente a ellos, sobre un estrecho tramo del río.

– Allí está -señaló Hannah emocionada.

El puente llevaba tiempo en desuso. Otro, más grande y cercano al pueblo que podía ser transitado por automóviles, había usurpado su función. Estaba descascarillado y cubierto de musgo. Los juncos de la orilla se curvaban suavemente hacia el agua, donde en verano crecían libremente las flores silvestres.

– Me pregunto si el monstruo del lago estará hoy -comentó Teddy.

Hannah sonrió.

– No se preocupe. Si aparece, sé a qué atenerme

– ¿Se ha enfrentado ya con él?

– Enfrentado y vencido. No perdíamos ocasión de jugar por aquí. Aunque no siempre peleábamos con el monstruo del lago. A veces escribíamos cartas. Las convertíamos en barcos de papel y las arrojábamos al agua.

– ¿Para qué?

– Para que llevaran nuestras peticiones hasta Londres.

– Por supuesto -sonrió Teddy-. ¿A quién le escribía?

Hannah alisó la hierba con el pie.

– Le parecerá tonto.

– Cuéntemelo.

Ella lo miró y le devolvió la sonrisa.

– Le escribía a Jane Digby. Siempre.

Teddy frunció el ceño.

– Ya sabe, lady Jane, la mujer que viajó a Arabia y dedicó su vida a explorar y conquistar territorios.

– Ah -asintió Teddy, haciendo memoria-. La fugitiva de triste fama. ¿Qué es lo que le contaba en sus mensajes?

– Solía pedirle que viniera a rescatarme. Le ofrecía mis servicios como devota esclava con la condición de que me llevara con ella en su próxima aventura.

– Pero seguramente cuando ustedes eran niños ella ya estaba…

– ¿Muerta? Sí, por supuesto. Había muerto hacía tiempo. Pero por entonces yo no lo sabía. -Hannah miró de reojo a Teddy-. Si hubiera estado viva, sin duda mi plan no habría fallado.

– Sin duda -repuso él con maliciosa seriedad-. Habría venido hasta aquí para llevarla con ella a Arabia.

– Disfrazada de beduino, como siempre imaginé.

– Estoy seguro de que su padre no se habría preocupado en lo más mínimo.

Hannah rió.

– Me temo que sí; de hecho, lo hizo.

– ¿Lo hizo?

– Uno de los arrendatarios de las granjas encontró una de las cartas y se la envió a papá. El granjero no sabía leer pero yo había dibujado el escudo de la familia y pensó que debía tratarse de algo importante. Creo que esperaba una recompensa.

– Me pregunto si la obtuvo.

– Puedo asegurarle que no. Papá se quedó lívido. Nunca pude discernir si lo que le molestó más fue mi deseo de buscar una compañía tan escandalosa o la impertinencia de mi carta. Sospecho que sobre todo le inquietaba la posibilidad de que mi abuela la encontrara. Ella siempre me consideró una chiquilla imprudente.

– Lo que algunos denominarían imprudente para otros puede ser vehemente.

Teddy la miró seria, decididamente. Hannah permaneció pensativa, aunque no pudo precisar sus propios pensamientos. Sintió que el rubor subía por sus mejillas y le dio la espalda. Sus dedos buscaron distracción en el matorral de juncos altos y finos que crecían en la orilla del río. Arrancó uno, e invadida de pronto por una extraña energía subió al puente. Arrojó el junco al río, y corrió al otro lado, para verlo reaparecer arrastrado por la corriente.

– Lleva mis ruegos a Londres -le gritó al perderlo de vista en una curva.

– ¿Qué ha pedido? -preguntó Teddy.

Ella le sonrió y se inclinó hacia delante. En ese momento, intervino el destino. El cierre de su relicario, gastado por el uso, se soltó de la cadena, deslizándose por su pálido cuello y cayendo al agua. Hannah sintió que le faltaba algo, pero cuando comprendió de qué se trataba era demasiado tarde. Cuando se inclinó buscándolo, el relicario era poco más que un destello arrastrado por la corriente.

Bajó del puente y se abrió paso entre los juncos de la orilla, con la respiración entrecortada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Teddy desconcertado.

– Mi relicario -se lamentó Hannah, y comenzó a desatarse las botas-. Se me ha caído… Mi hermano…

– ¿Pudo ver hacia dónde iba?

– Hacia el centro -indicó Hannah y comenzó a pisar el musgo resbaladizo de la orilla. El borde de su falda se manchó de barro.

– Espere. -Teddy se quitó la chaqueta, la arrojó a la orilla y se deshizo de sus botas. Si bien el río en esa zona era angosto, también era profundo y el agua enseguida le llegó a los muslos.

Entretanto, lady Clementine había reflexionado sobre sus obligaciones, se había puesto de pie y caminaba cautelosamente sobre el terreno desigual, tratando de encontrar a sus dos jóvenes compañeros. Los divisó en el momento en que Teddy se sumergía en el agua.

– ¿Qué sucede? -gritó lady Clementine-. Hace demasiado frío para nadar. -Una trémula alarma teñía su voz-. Podría morir.

Hannah, paralizada a causa del pánico, no respondió. Volvió a subir al puente, buscando desesperadamente el resplandor del broche para poder guiar a Teddy hacia él.

Teddy se sumergió y salió del agua varias veces, tratando de encontrar el objeto. Y cuando Hannah estaba a punto de perder toda esperanza, volvió a aparecer con el relicario brillando entre sus dedos.

Un acto verdaderamente heroico, además de sorprendente, tratándose de Teddy, un hombre más prudente que galante, a pesar de sus buenas intenciones. A lo largo de los años, cuando en las reuniones sociales la pareja contaba la historia de su compromiso, ésta fue adquiriendo un aspecto místico, incluso en el relato de Teddy. Como si él mismo, al igual que sus sonrientes invitados, fuera incapaz de creer que en realidad había sucedido. Pero el hecho fue real y sucedió en el momento preciso, ante la persona indicada, sobre quien tendría un efecto fatídico.

Cuando Hannah me lo contó, confesó que mientras él estaba de pie frente a ella, chorreando agua, aferrando el relicario en su mano, súbita y abrumadoramente percibió el atractivo físico de Teddy: la piel mojada, la manera en que la camisa le colgaba de los brazos, los ojos oscuros que la observaban triunfalmente. Nunca había sentido antes nada semejante, por supuesto. ¿Quién podría haber provocado ese sentimiento? Deseó que él la abrazara con la misma fuerza con que aferraba el relicario, que la estrechara hasta que el aire no pudiera entrar en sus pulmones.

Por supuesto, Teddy no hizo nada de eso. En cambio, sonrió orgulloso y le entregó el relicario. Ella lo recuperó agradecida y se alejó mientras él trataba de abrigarse torpemente con ropa seca sobre las prendas mojadas.

Pero para entonces la semilla había sido sembrada.

15. El baile y lo que siguió

El baile de Hannah discurrió sobre ruedas. Los músicos y el champán llegaron según lo previsto y Dudley añadió todas las plantas de maceta que había en la finca para mejorar los poco atractivos arreglos florales. En cada extremo del salón las chimeneas encendidas generaban la ilusión de un invierno templado.

El salón mismo era todo brillo y esplendor. Los candelabros de cristal centelleaban, las baldosas blancas y negras brillaban, los invitados resplandecían. Agrupadas en el centro, veinticinco jovencitas sonreían nerviosas, orgullosas de sus delicados vestidos y sus guantes blancos, presumiendo de las antiguas y deslumbrantes joyas familiares. En el centro estaba Emmeline. Aunque con sus dieciséis años era menor que la mayoría de las asistentes, lady Clementine le había dado permiso para contarse entre ellas, creyendo que no había peligro de que monopolizara a los hombres casaderos ni atentara contra las oportunidades de las otras jóvenes.

Sentadas en sillas doradas colocadas a lo largo de las paredes, un batallón de carabinas cubiertas de pieles y bolsas de agua caliente en sus regazos vigilaban. Las más veteranas eran reconocibles porque habían traído material de lectura y útiles de hacer punto para entretenerse hasta altas horas de la madrugada.

Los hombres constituían un conjunto algo más heterogéneo. Una especie de milicia que respondía diligentemente a la «llamada a filas». Entre los pocos a quienes, en sentido estricto, cabía considerar «jóvenes» estaba el grupo, algo pálido, de los hermanos escoceses reclutados para la causa por el primo segundo de lady Violet, y los hijos de un noble terrateniente local prematuramente calvos, cuyos gustos, como rápidamente quedó en evidencia, no incluían a las mujeres. Junto a esa tosca asamblea de la baja nobleza provinciana, Teddy, con su cabello negro, su bigote de estrella de cine y su traje de corte americano, parecía incomparablemente sofisticado.

Mientras el olor del fuego crepitante llenaba el salón y las tonadas irlandesas dejaban paso a los valses vieneses, los tíos mayores se pusieron manos a la obra y escoltaron a las jóvenes que rodeaban el salón. Algunos, con gracia; otros, con gusto. La mayoría sin ninguna de esas cosas. Dado que lady Violet seguía en cama con fiebre, lady Clementine asumió su responsabilidad de carabina y se dedicó a observar a uno de los jóvenes escoceses de mejillas sonrosadas que se apresuraba a invitar a Hannah a bailar.

Teddy también había hecho su elección y le dirigió una amplia sonrisa a Emmeline, que aceptó, radiante. Ignorando el gesto de reprobación que le dirigía lady Clementine, hizo una reverencia, dejó caer un instante los párpados, para abrir luego teatralmente los ojos y erguirse. No le habían permitido aprender danzas, pero el dinero que el señor Frederick empleó en proporcionarles lecciones privadas de protocolo estaba bien invertido. Mientras se acercaban a la pista de baile, observé que se pegaba mucho a Teddy, escuchando embelesada cada una de sus palabras y riendo exageradamente sus bromas.

La noche siguió su curso, y las danzas fueron caldeando el ambiente. La leve acidez de la transpiración se mezcló con el humo de los troncos jóvenes. Cuando llegué con las tazas de crema de calabaza de la señora Townsend, los elegantes peinados habían comenzado a deshacerse y las mejillas estaban sonrosadas sin excepción. A juzgar por las apariencias, los invitados estaban disfrutando la velada, salvo el caso del esposo de Fanny que, abrumado por el barullo del festejo, se había retirado pretextando dolor de cabeza.

Cuando Myra me ordenó ir a ver a Dudley para pedirle más leña, agradecí la oportunidad de huir del nauseabundo calor del salón de baile. En el vestíbulo y en las escaleras se habían reunido grupitos de jóvenes que reían y murmuraban con sus tazas en la mano.

Salí al jardín por la puerta trasera. Estaba a mitad de camino cuando distinguí una figura solitaria de pie en la oscuridad.

Era Hannah. Inmóvil como una estatua, miraba el cielo nocturno. Sus hombros desnudos, bellos y pálidos a la luz de la luna, no se diferenciaban del blanco y resbaladizo satén de su vestido, de la seda de su estola. El cabello rubio, casi plateado en ese instante, coronaba su cabeza. Los rizos le rozaban la nuca. Las manos, cubiertas por guantes blancos, caían a los lados del cuerpo.

Seguramente tenía frío, de pie en el jardín en esa noche invernal, con una estola de seda como único abrigo. Necesitaba una chaqueta, o al menos una taza de sopa. Decidí que iría a buscar ambas cosas, pero antes de que pudiera moverme otra figura surgió de la oscuridad. Al principio pensé que era el señor Frederick, pero cuando se distinguió entre las sombras vi que era Teddy. Llegó al lugar donde estaba Hannah y dijo algo que no pude oír. Ella se volvió hacia él. La luz de la luna bañaba su cara, acariciaba sus labios serenamente entreabiertos.

Ella se estremeció levemente. Pensé que Teddy se quitaría la chaqueta para ponerla sobre los hombros de Hannah, como lo hacían los protagonistas de las novelas románticas que devoraba Emmeline. Pero no lo hizo, adoptó en cambio una actitud que impulsó a Hannah a mirar nuevamente el cielo: le tomó suavemente la mano y se acercó un poco. Ella se tensó cuando los dedos de Teddy tocaron los suyos. Él giró su mano para ver su pálida muñeca y luego la levantó muy lentamente y la llevó hacia su boca, mientras inclinaba la cabeza para que sus labios rozaran la fría piel que quedaba al descubierto entre los guantes y la estola.

Estaba a punto de besar su mano. Hannah no apartó el brazo, observando su cabello oscuro. Su pecho se movía al compás de su agitada respiración.

Temblé. Me pregunté si sus labios serían tibios, o su bigote áspero.

El instante se prolongó, luego Teddy se irguió y miró a Hannah. Sin soltar su mano, susurró algo, a lo cual ella asintió levemente.

Luego él se retiró. Ella lo vio alejarse. Sólo cuando lo perdió de vista, su mano libre se movió para aferrar la otra.

De madrugada, una vez que formalmente el baile llegó a su fin, ayudé a Hannah a cambiarse para dormir. Emmeline, ya dormida, soñaba con sedas, satenes y bailes. Hannah se sentó en silencio frente al tocador mientras yo le desabotonaba pacientemente los guantes. La temperatura de su cuerpo los había aflojado y pude quitárselos con los dedos, sin necesidad del utensilio al que había recurrido para ponérselos. Cuando llegué a las perlas que rodeaban su muñeca ella apartó la mano y anunció:

– Quiero contarte algo, Grace.

– Sí, señorita.

– No se lo he dicho a nadie -vaciló, miró hacia la puerta cerrada y bajó la voz-. Tienes que prometerme que no se lo contarás a Myra, a Alfred, ni a nadie.

– Sé guardar un secreto, señorita.

– Por supuesto. Ya lo has hecho en otras ocasiones. -Hannah inspiró profundamente-. El señor Luxton me ha propuesto matrimonio -reveló, con expresión desconcertada-. Dice que está enamorado de mí.

No supe qué responder. Fingir sorpresa era poco sincero. Volví a tomar su mano. Esta vez no opuso resistencia y continué con mi tarea.

– Eso es estupendo, señorita.

– Sí -repuso ella, mordiéndose la cara interna de la mejilla-. Supongo que lo es.

Cuando nuestros ojos se encontraron tuve la precisa sensación de no haber superado una especie de prueba. Aparté la mirada, deslicé el guante, que se desprendió de su mano como una segunda piel, y comencé con el otro. Ella observaba mis dedos sin decir nada. Algo se estremeció bajo la piel de su muñeca.

– Todavía no le he dado una respuesta -indicó, sin dejar de observarme, expectante. Yo seguía negándome a mirarla a los ojos.

– Sí, señorita -fue todo lo que respondí.

Mientras deslizaba el segundo guante, ella se contempló en el espejo.

– Dice que me ama. ¿Puedes imaginártelo?

Parecía observarse por primera vez, como si tratara de recordar sus rasgos temiendo que cuando volviera a verlos no los reconocería.

¿Por qué entonces no le conté lo que había oído? ¿Por qué no le hablé de las maquinaciones que condujeron a lo que ella creía una declaración espontánea? Supongo que se debió a que no creí que consideraría seriamente la propuesta. Era comprensible que las atenciones de Teddy la halagaran. Al fin y al cabo era apuesto y célebre. Pero Hannah había expresado claramente sus ideas acerca del matrimonio.

Tal vez yo estaba en lo cierto y en aquel momento ella no tenía intención de aceptar. Sólo estaba saboreando la emoción de haber sido elegida. Es difícil saberlo. En cualquier caso, poco importa. Porque más tarde, esa misma noche, sucedió algo que lo cambiaría todo.


Poco antes del amanecer, en medio de las verdes llanuras de Inglaterra, la fábrica del señor Frederick se incendió. Fue un fuego repentino, espectacular y absolutamente devastador. Según dijeron los periódicos, el edificio quedó totalmente destruido, sólo se salvó la estructura. La prima de la señora Townsend, que vivía cerca de Ipswich, le escribió para contarle que los automóviles que estaban dentro de la fábrica parecían esqueletos calcinados, cubiertos de hollín. Su carta decía que el olor a goma quemada continuó flotando en el pueblo mucho después de que se hubiera apagado la última llama.

Para cuando los bomberos llegaron, era demasiado tarde. Sólo pudieron sacudir la cabeza y lamentar el hecho, poco frecuente, de que una fábrica se incendiara en pleno invierno. En verano el sol calentaba el metal y bastaba con que alguna máquina se recalentara para que el entramado de madera se inflamara y el fuego se propagara por todo el edificio. Un infierno en invierno era algo prácticamente inimaginable. Dicho lo cual, llamaron a la policía.

En el pueblo cercano circulaban rumores sobre el señor Frederick y las dificultades que tenía para pagar a sus empleados. Su capataz, Jack Bridges, había esperado su último cheque durante un mes y -como le dijo a la señora Bridges, que a su vez se lo contó a las damas de su congregación religiosa, una de las cuales era la prima de la señora Townsend- si lord Ashbury no hubiera sido tan buena persona, él habría renunciado a su puesto y habría vuelto a trabajar en la fábrica de acero del pueblo vecino, donde el sindicato era fuerte y a los trabajadores se les pagaba un salario más alto que el estipulado por convenio.

Por supuesto, cuando estos detalles llegaron a Riverton ya había transcurrido más de una semana de la catástrofe. El incendio ocurrió el domingo, y los invitados al baile se quedaron hasta el lunes. La casa estaba llena de huéspedes que habían hecho un largo viaje en pleno invierno y estaban decididos a pasar unos días agradables. En consecuencia, nosotros seguimos adelante con nuestras tareas: limpiamos las habitaciones, servimos el té y las comidas.

No obstante, el señor Frederick no se sentía obligado a seguir actuando como si nada sucediera y, mientras sus huéspedes se entretenían en su casa, comían su comida, leían sus libros y criticaban su fábrica, él permaneció recluido en su estudio. Sólo cuando los últimos invitados se marcharon, salió y comenzó a vagar por la casa en silencio, como un fantasma, con el rostro tenso, atormentado por las cuentas impagadas y las perspectivas futuras. Una actitud que se volvió costumbre y lo acompañó hasta sus últimos días.

Los abogados comenzaron a hacer visitas regulares y se le pidió a la señorita Starling que se trasladara desde el pueblo para buscar en los archivos los documentos legales. Se rumoreó acerca de facturas de seguro impagadas, pero el señor Hamilton desestimó esos chismes y nos aconsejó que no diéramos crédito a las habladurías. Se trataba de algún malentendido, dado que el señor Frederick no era una persona que manejara irresponsablemente sus negocios. Al decir esto, la mirada del señor Hamilton se desviaba a la señorita Starling, de quien esperaba una confirmación que nunca llegaba. La diligente mujer pasaba los días en el estudio del señor Frederick, del que salía unas horas más tarde, con aspecto sombrío y semblante pálido, para almorzar con nosotros en el comedor de los sirvientes. Estábamos tan sorprendidos como molestos por su reserva. Jamás dijo una palabra de lo que ocurría en el estudio, a puerta cerrada.

Debíamos evitar que lady Violet, en su lecho de enferma, se enterara de las novedades. El doctor declaró que ya no podía hacer más por ella y que si valorábamos nuestra vida debíamos mantenernos alejados. Porque no le había atacado un simple resfriado sino una gripe particularmente virulenta, que según se decía había llegado desde España. Dios demostraba cruelmente su poder, reflexionó el médico: millones de buenas personas que habían sobrevivido durante los años de contienda morían en los albores de la paz.

Ante el desesperante estado de su amiga, la macabra afición de lady Clementine por la tragedia y la muerte se atemperó un poco, así como su miedo. Ignoró las advertencias del médico y se acomodó en un sillón junto a lady Violet, desde donde le comentaba despreocupadamente lo que sucedía más allá de las paredes de esa caldeada y oscura habitación. Le habló del éxito del baile, del horrible vestido que lució lady Pamela Wroth, y le susurró que tenía suficientes motivos para creer que Hannah no tardaría en comprometerse con el señor Theodore Luxton, heredero de la cuantiosa fortuna de su familia.

Tal vez lady Clementine sabía más de lo que decía, o quizá sólo quería infundir esperanzas a su amiga cuando más las necesitaba. En cualquier caso, tenía el don de adivinar: el compromiso fue anunciado a la mañana siguiente. Cuando la gripe la venció, lady Violet pudo abandonarse felizmente en brazos de la muerte.

Pero no todos recibieron la noticia con la misma satisfacción. Desde el momento en que se anunció el compromiso y los preparativos para el baile se transformaron en planes de boda, Emmeline comenzó a deambular por la casa con paso decidido y cara de pocos amigos. Era evidente que estaba celosa. ¿De quién? Para mí no estaba claro.

Una noche de febrero, mientras le cepillaba el cabello a Hannah, Emmeline se quedó de pie junto ella. Iba tomando, uno tras otro, los objetos que estaban sobre el tocador. En un momento, eligió un pequeño gorrión de porcelana, al que puso nuevamente en su lugar con excesiva brusquedad.

– Ten cuidado -señaló Hannah-, se va a romper.

Emmeline ignoró la advertencia. Tomó un broche de perlas y se lo prendió en el cabello.

– Prometiste que no te irías -espetó, dando a conocer tanto sus sentimientos como los míos.

Hannah se puso tensa. La tormenta por fin había estallado.

– Dije que no buscaría empleo y cumplí. Nunca dije que no me casaría.

Emmeline tomó un frasco de talco, se espolvoreó la muñeca y lo dejó en su lugar.

– Sí, lo dijiste.

– ¿Cuándo?

– Continuamente -afirmó Emmeline oliendo su muñeca-. Decías continuamente que jamás te casarías.

– Eso era antes.

– ¿Antes de qué?

Hannah no respondió.

Emmeline descubrió el relicario de Hannah sobre el tocador. Acarició con sus dedos la superficie tallada.

– ¿Cómo puedes casarte con ese hombre?

– Pensé que te agradaba. A decir verdad, no parecías molesta cuando bailabas con él.

Emmeline se encogió de hombros.

– Entonces, ¿qué tiene de malo?

– Su padre, por ejemplo.

– No voy a casarme con su padre. Teddy es diferente. Quiere cambiar las cosas. Incluso cree que las mujeres deben tener derecho al voto.

– Pero tú no lo amas.

Hannah apenas dudó.

– Por supuesto que sí.

– ¿Como Romeo y Julieta?

– No, pero…

– Entonces no deberías casarte con él -declaró y tomó el collar del que pendía el relicario.

– Nadie ama como Romeo y Julieta -alegó mesuradamente Hannah. Sus ojos estaban pendientes de la mano de Emmeline-. Son personajes de ficción.

– Yo sí.

– Es una pena. Mira lo que les sucedió a ellos.

– David no estaría de acuerdo -soltó Emmeline, comenzando a abrir el relicario.

Hannah se irguió y alargó la mano tratando de recuperarlo.

– Dámelo -pidió en voz baja.

– No. -De pronto los ojos de Emmeline se enrojecieron y se llenaron de lágrimas-. Él pensaría que estás escapando, que me abandonas.

Hannah trató de arrebatarle el relicario pero Emmeline fue más rápida y lo apartó.

– Dámelo -repitió Hannah.

– ¡Él también era mío!

Emmeline arrojó el relicario sobre el tocador con toda su fuerza. Al chocar contra la superficie de madera, se abrió. Las tres quedamos paralizadas cuando de su interior emergió el minúsculo libro encuadernado a mano con la cubierta descolorida, que aterrizó junto al talco, dejando a la vista el título: Batalla contra los jacobitas.

Las tres permanecimos en silencio. Luego se oyó la voz de Emmeline. Era casi un susurro.

– Dijiste que no había quedado ninguno.

A continuación salió de la habitación de Hannah, cruzó la sala borgoña, llegó a su dormitorio y dio un portazo.

Yo retrocedí, con el cepillo en la mano, mientras Hannah recogía silenciosamente el relicario del lugar donde había caído: estaba abierto, con su pequeña bisagra dorada hacia arriba. Luego tomó el libro en miniatura y, dándole la vuelta, alisó la cubierta antes de colocarlo nuevamente en el hueco del relicario. Con sumo cuidado trató de cerrarlo, pero la bisagra se había roto.

Se miró un instante en el espejo y se puso de pie. Besó el relicario y lo dejó suavemente sobre el tocador. Recorrió suavemente con los dedos la superficie tallada. Y luego fue hacia la habitación de Emmeline.

Yo la seguí de puntillas. En la sala borgoña, fingí ordenar los vestidos que Emmeline había dejado desparramados y espié por el quicio de la puerta. Emmeline estaba tendida en la cama y Hannah, sentada a sus pies.

– Tienes razón -confirmó Hannah-, estoy huyendo.

No hubo respuesta.

– ¿Alguna vez has tenido miedo de que el futuro no te ofrezca nada interesante?

Tampoco hubo respuesta.

– A veces, cuando recorro la casa, casi puedo sentir que de mis pies salen raíces que me atan a este lugar. No tolero pasar por el cementerio porque tengo miedo de ver mi nombre en una de las lápidas. -Hannah exhaló lentamente-. Teddy es mi oportunidad de ver el mundo, de viajar y conocer gente interesante.

Emmeline alzó su cara de la almohada.

– Sabía que no lo amabas.

– Pero me gusta.

– ¿Te gusta?

La piel suave y tibia de la mejilla de Emmeline mostraba las marcas que había dejado la funda de la almohada.

– Algún día lo entenderás.

– No lo haré -refutó obstinadamente Emmeline. Volvió a gemir y sus ojos se llenaron nuevamente de lágrimas. Entonces lanzó su descorazonada queja-. Dijiste que querías aventuras.

– ¿Qué es una aventura sino dar un paso hacia lo desconocido?

– Deberías esperar a encontrar un hombre al que ames.

– ¿Y si nunca llega? ¿Si no soy capaz de amar de esa manera? Tal vez para enamorarse es necesario tener un don, igual que para montar a caballo, escalar o tocar el piano.

– No es así.

– ¿Cómo puedes asegurarlo? Yo no soy como tú, Emmeline. Tú eres como nuestra madre. Yo me parezco más a papá. No soy buena sonriendo a la gente que no me agrada. El carrusel de la sociedad no me divierte. La mayoría de sus personajes me parecen tediosos. Si no me caso, mi vida consistirá en una de estas dos cosas: una eternidad de días solitarios en casa de papá, o una incesante sucesión de reuniones sociales bajo la custodia medieval de una carabina. Es como dijo Fanny…

– Fanny inventa cosas.

– Esto no -aseguró Hannah con firmeza-. El matrimonio será el comienzo de mi aventura.

Emmeline miró a su hermana. En su rostro vi a la niña de diez años que conocí en el cuarto de juegos.

– ¿Y yo no tengo voz ni voto? ¿Debo quedarme aquí sola, con papá? Antes prefiero huir.

– Regresarías en menos de medio día -se mofó Hannah. Pero Emmeline no estaba de humor para bromas.

– Desde el incendio papá me da miedo -declaró Emmeline en voz baja-. No es… no es una persona normal.

– ¡Qué ridiculez! Papá siempre está disgustado por algo. Es su modo de ser. -Hannah hizo una pausa y eligió cuidadosamente sus palabras-. De todos modos, no me sorprendería que pronto las cosas mejoraran.

– No veo de qué manera.

– Ya lo verás.

– ¿Por qué? ¿Qué sabes?

Hannah dudó y yo me acerqué más a la puerta, ansiosa por saberlo.

– ¿Qué es?

– Se supone que es un secreto.

– Sabes que puedo guardar un secreto.

Hannah suspiró. Sabía que no debía hablar, pero a pesar de sí misma, capituló.

– No debes decírselo a papá. No todavía. El padre de Teddy ha prometido que comprará la fábrica -explicó, y sonrió, a causa de los nervios y la emoción-. Lleva varias semanas en tratos con los abogados. Afirmó que si Teddy y yo nos casábamos, yo sería parte de su familia y, por tanto, sería su deber comprarla y reconstruirla.

– ¿Y se la devolverá a papá?

El tono esperanzado de Hannah se acentuó.

– Eso no lo sé. Evidentemente le resultará muy costoso. Papá tenía gran cantidad de deudas.

– Oh.

– De todas formas, siempre será mejor que permitir que cualquier otro la compre. ¿No te parece?

Emmeline se encogió de hombros.

– Los hombres que trabajaban para papá conservarán su empleo. Y es probable que a él le ofrezcan un puesto directivo. Con un sueldo seguro.

– Por lo visto has logrado que todo se resuelva -advirtió Emmeline con amargura y le dio la espalda a su hermana.

– Sí. Creo que conseguiré que todo salga bien.


Emmeline no fue la única integrante de la familia Hartford a quien el compromiso no suscitó gran entusiasmo. Mientras en la casa los preparativos para la boda -que incluían vestidos, decorados, comidas- avanzaban a toda velocidad, Frederick continuó silencioso, sentado a solas en su estudio, con una permanente expresión de preocupación en el rostro. También parecía haber adelgazado. La pérdida de su fábrica y la muerte de su madre lo habían dejado sin palabras.

Aparentemente, también había contribuido la decisión de Hannah de casarse con Teddy.

La noche anterior a la boda, mientras yo estaba recogiendo la bandeja con la cena de Hannah, él entró en su habitación. Se sentó en la silla que estaba junto al tocador. Casi inmediatamente se puso de pie, caminó hacia la ventana y miró hacia el jardín. Hannah estaba en la cama, con su camisón blanco y almidonado; el cabello suelto y sedoso le caía sobre los hombros.

Observó a su padre. Su rostro se puso serio al ver su figura esquelética, sus hombros encorvados, el cabello, que en pocos meses había dejado de ser dorado para transformarse en plateado.

– No sería raro que lloviera mañana -declaró él por fin, aún mirando a través de la ventana.

– Siempre me ha gustado la lluvia.

El señor Frederick no respondió. Yo terminé de colocar las cosas en la bandeja.

– ¿Necesita algo más, señorita?

Ella había olvidado que yo estaba allí.

– No, gracias -respondió y con un súbito movimiento alargó su brazo y tomó mi mano-. Te echaré de menos cuando me vaya, Grace.

– Sí señorita. -Hice una reverencia. Mis mejillas se encendieron por la emoción-. Yo también a usted. -Luego hice una reverencia al señor Frederick, que estaba de espaldas-. Buenas noches, señor.

Él no pareció oírme.

Me preguntaba por qué había ido a la habitación de Hannah. Qué tendría que decirle antes de su matrimonio que no pudiera esperar a la cena o a la sobremesa. Salí de la habitación, cerré la puerta detrás de mí, y entonces -me avergüenza decirlo- dejé la bandeja en el suelo y me quedé a escuchar.

Hubo un largo silencio, durante el cual temí que los muros fueran demasiado gruesos o la voz del señor Frederick demasiado débil. Después oí que él se aclaraba la garganta.

Habló rápidamente, en voz baja.

– Esperaba perder a Emmeline en cuanto tuviera edad suficiente, pero ¿a ti?

– No estás perdiéndome, papá.

– Sí -aseveró, subiendo abruptamente el volumen de su voz-. David, la fábrica, y ahora tú. Todo lo más preciado para mí… -Frederick se controló y cuando volvió a hablar su voz era tan contenida que parecía a punto de quebrarse-. No ignoro mi responsabilidad en todo esto.

– ¡Papá!

Hubo una pausa. Los resortes de la cama rechinaron. La voz del señor Frederick indicaba que había cambiado de posición. Supuse que se había sentado a los pies de la cama de Hannah.

– No te sientas obligada a hacerlo. Hay otras maneras.

– No sé de qué hablas…

Los resortes volvieron a rechinar. El estaba nuevamente de pie.

– La mera idea de que vivas entre esa gente me hace hervir la sangre. No, es imposible. Debí haber intervenido antes de que todo el asunto se me fuera de las manos.

– Pa…

– No supe detener a tiempo a David, pero no pienso cometer dos veces el mismo error.

– Pa…

– No voy a permitir que tú…

– Papá -logró articular Hannah con una firmeza desconocida-. He tomado mi decisión.

– Cámbiala -bramó su padre.

– No.

Temí por ella. El temperamento del señor Frederick era ya una leyenda en Riverton. Se había negado a cualquier tipo de comunicación con David cuando su hijo se atrevió a desobedecerlo. ¿Qué haría frente a la abierta rebeldía de Hannah?

– ¿Le dirías que no a tu padre? -preguntó con la voz temblorosa, lívido de furia.

– Sí, si creo que está equivocado.

– Eres una tonta empecinada.

– Como tú.

– Debido a tu insensatez, mi niña. Tu fuerza de voluntad siempre me ha llevado a ser indulgente, pero esto no lo toleraré.

– No es tu decisión, papá.

– Tú eres mi hija y harás lo que yo diga. -Tras una breve pausa, un involuntario matiz de desesperación coloreó su ira-. Te ordeno que no te cases con él.

– Papá…

– Cásate con él -el volumen de su voz se incrementó- y no serás bien recibida aquí.

Al otro lado de la puerta, me sentí horrorizada y asustada. Si bien comprendía los sentimientos del señor Frederick y compartía su deseo de conservar a Hannah en Riverton, también sabía que las amenazas no eran el modo de lograr que ella cambiara de idea.

– Buenas noches, papá -dijo por fin Hannah con absoluta firmeza.

– Tonta -le espetó su padre con el tono desconcertado de quien aún no puede creer que ha perdido la partida-. Niña obcecada y tonta.

Oí que sus pasos se acercaban y me apresuré a levantar la bandeja del suelo. Me disponía a alejarme de la puerta cuando Hannah dijo:

– Me llevaré a mi criada cuando me vaya. -Mi corazón dio un vuelco. Ella continuó-. Myra se ocupará de Emmeline.

Yo estaba increíblemente complacida y feliz. Apenas si oí la réplica del señor Frederick.

– Ella lo apreciará -declaró, y cerró la puerta con tanta furia que por poco se me cae la bandeja mientras corría hacia la escalera-. Dios sabe que no la necesito aquí.


¿Por qué Hannah se casó con Teddy? ¿Lo amaba? Tal vez. Era joven e inexperta. ¿Con qué podía comparar sus sentimientos?

¿Creería, tal vez, que el matrimonio era su billete a la libertad? Sin duda. Lady Clementine, con ayuda de Fanny, se había ocupado de que así fuera.

Algunos pensaron que abandonaba un barco que se hundía. Pero los que murmuraban no la conocían. Ella estaba salvando el barco. O al menos, así lo creía. ¿Pensaba también en Emmeline? Según me dijo, se lo había prometido a David el día que se fue a la guerra. Considerando la situación del señor Frederick, el matrimonio con Teddy era una forma de cuidar a Emmeline. De asegurarle un futuro de relaciones y comodidad.

Hannah veía en el matrimonio una solución y así fue. Pero la forma en que las cosas se resolvieron no se ajustó a lo que ella había previsto.

De todos modos, para los menos cercanos la unión era perfecta. Simion y Estella Luxton estaban encantados, y lo mismo ocurría con el personal de servicio de Riverton. Incluso yo estaba feliz, dado que sabía que los acompañaría. Lady Violet y lady Clementine lo habían aprobado. A pesar de toda su rebeldía juvenil, Hannah iba a casarse y sin duda Teddy era mejor que cualquier otro candidato.

La boda se celebró un lluvioso sábado de marzo de 1919 y una semana después partimos hacia Londres. Hannah y Teddy en el automóvil que iba delante. Yo viajé en el segundo con el mayordomo de Teddy y el ajuar de Hannah.

El señor Frederick permaneció de pie en la escalera, rígido y pálido. Desde mi asiento del coche, sin que él pudiera verme, tuve, por primera vez, la oportunidad de observar detenidamente su rostro. Era un hermoso rostro patricio, aunque el sufrimiento lo había privado de expresión.

A su izquierda estaba alineado el personal, en orden de jerarquía descendente. Incluso Nanny había sido desenterrada del cuarto de los niños y estaba de pie junto al señor Hamilton, que la doblaba en estatura, derramando silenciosas lágrimas en un pañuelo blanco.

Sólo Emmeline faltó. Se había negado a ver partir a su hermana. No obstante, la vi justo antes de nuestra partida. Distinguí su pálido rostro detrás de uno de los ventanales del cuarto de los niños. Al menos me pareció verla. Tal vez fuera un efecto de la luz. O el fantasma de alguno de los niños que vagaban eternamente por esa habitación.

Ya me había despedido de mis compañeros y de Alfred. Desde aquella noche en la escalera del jardín habíamos hecho tímidos intentos de reparar el daño que mutuamente nos habíamos causado. Por aquellos días ambos éramos cautos, Alfred me trataba con una amable prudencia, que casi le hacía tan distante como su irritación. No obstante, le prometí que le escribiría. Y había obtenido de él la promesa de que también lo haría. Me había despedido de mi madre la semana anterior a la boda, cuando me entregó un paquete con algunas cosas: un chal que había tejido unos años antes y una bolsa con agujas e hilos para que pudiera seguir con mi costura. Enternecida, le di las gracias efusivamente, pero ella se encogió de hombros alegando que ya no le servían. No tenía probabilidad de usarlas, sus dedos estaban agarrotados e inútiles. Durante esa última visita me había preguntado sobre la boda, la fábrica del señor Frederick y la muerte de lady Violet. Me sorprendió que no le afectara la muerte de su antigua ama, puesto que sí lo sintió cuando supo que la esposa del señor Frederick había muerto. Esta vez su frialdad, su falta de emoción, indicaba todo lo contrario.

Pero en ese momento no quise preguntar, en mi mente no había lugar más que para Londres.


A lo lejos retumban los tambores. Me pregunto si tú también los oyes.

Has sido paciente y ya no tendrás que esperar mucho. Porque Robbie Hunter está a punto de irrumpir de nuevo en el mundo de Hannah. Sabías que lo haría, por supuesto, porque tiene que desempeñar su papel. Esto no es un cuento de hadas, ni una historia romántica. La boda no es el final feliz de esta historia. Es simplemente otro comienzo, el interludio a un nuevo capítulo.

En un sombrío rincón de Londres, Robbie Hunter espera. Se sacude las pesadillas y saca de su bolsillo un pequeño paquete, que lleva oculto en el interior de su abrigo desde los últimos días de la guerra, cuando prometió a un amigo agonizante que lo entregaría.

Загрузка...