PARTE 3

The Times

6 de junio de 1919

El Mercado de Bienes Raíces

la propiedad de lord sutherland

Como ya reseñara The Times en el día de ayer, la principal transacción de esta semana ha sido la venta privada, a cargo de los señores Mabbett y Edge. de la mansión Haberdeen. el hogar de los antepasados de lord Sutherland. La casa, situada en el número diecisiete de Grosvenor Square, fue vendida al empresario S. Luxton, y será ocupada por el señor T. Luxton y su flamante esposa, la honorable Hannah Hartford, hija mayor de lord Ashbury.

El señor T. Luxton y la honorable H. Hartford, que contrajeron matrimonio el pasado mes de marzo en la mansión Riverton -la casa familiar de la novia, ubicada en las afueras del pueblo de Saffron Green-, se encuentran actual-mente en Francia de luna de miel. A su regreso a Inglaterra, previsto para el próximo mes, residirán en la mansión Haberdeen. que será rebautizada como mansión Luxton.

El señor T. Luxton es el candidato del Partido Conservador para ocupar un escaño por Marsden, Londres este, y se presentará a las elecciones que se celebrarán en noviembre.

16. A la caza de mariposas

Un minibús nos ha traído a la feria de primavera. Somos ocho en total. Seis residentes, Sylvia y una enfermera a la que no he visto nunca, una joven con una fina trenza que se balancea sobre su espalda y le roza el cinturón. Supongo que ellos piensan que la salida nos viene bien. Sin embargo, ignoro cuál puede ser el beneficio de cambiar nuestro confortable entorno por una carpa de suelo embarrado llena de puestos donde venden pasteles, juguetes y jabones. Me habría hecho igualmente feliz quedarme en casa, lejos del bullicio.

Como todos los años, detrás del edificio del ayuntamiento se ha improvisado un escenario. Delante de él se han dispuesto sillas de plástico. Los otros residentes y la joven de la trenza se sientan junto al escenario y observan a un hombre que extrae pelotas de ping-pong numeradas de un cubo de metal. Yo prefiero quedarme aquí, en el banco de hierro que está junto al monumento a los caídos en la guerra. Me siento rara. Es el calor, estoy segura. Cuando me desperté esta mañana la almohada estaba húmeda y a lo largo del día no he podido desprenderme de una sensación extrañamente nebulosa. Mis pensamientos son esquivos. Surgen a gran velocidad, perfectamente definidos, y se escurren antes de que pueda aferrados debidamente, como si quisiera atrapar una mariposa. Ese revolotear me produce irritación.

Me sentaría bien una taza de té.

¿Dónde se ha metido Sylvia? ¿Me lo dijo? Estaba aquí hace un momento, iba a fumar un cigarrillo. Hablaba de su novio y de sus planes de vivir juntos. En su momento desaprobé esas relaciones que prescinden del casamiento, pero el tiempo tiene su propia manera de hacer que cambiemos nuestros puntos de vista acerca de muchas cosas.

La piel de mi empeine, que queda expuesta al sol, se está chamuscando. Pienso en deslizar los pies hacia la sombra, pero un irresistible masoquismo me tienta a dejarlos donde están. Más tarde Sylvia verá las partes enrojecidas de mis pies y advertirá que me ha dejado sola mucho tiempo.

Desde mi asiento veo el cementerio. En el sector Este se alinean los álamos, cuyas hojas nuevas se estremecen ante la menor brisa. Más allá de la fila de árboles, al otro lado de la loma, están las lápidas, entre ellas la de mi madre.

Ha pasado una eternidad desde que la sepultamos. Un invernal día de 1922, en que la tierra estaba helada, y mi gélida enagua me rozaba las medias. Entonces, la silueta de un hombre, apenas reconocible, se dibujó en la colina. Mi madre se llevó sus secretos con ella, a la tierra dura y fría, pero finalmente los descubrí. Sé mucho sobre secretos. Yo también los he tenido y supuse que cuanto más supiera sobre los secretos ajenos, mejor podría ocultar los propios.

Tengo calor. Hace demasiado calor para ser abril. Sin duda, el calentamiento global es la causa. El calentamiento global, el deshielo de los polos, el agujero de ozono, los alimentos manipulados genéticamente, entre otros males de la década de 1990. El mundo se ha convertido en un lugar hostil. Tampoco el agua de lluvia es segura en esta época, la llaman lluvia ácida.

Eso debe de ser lo que está erosionando el monumento. Uno de los perfiles de la estatua bajo la que me encuentro está dañado; la mejilla del soldado parece picada de viruela; la nariz ha sido devorada por el paso del tiempo. Me recuerda a una fruta caída, que termina roída por un animal carroñero.

El soldado sabe lo que significa el deber. A pesar de sus heridas continúa erguido sobre su monumento, como lo ha hecho durante ochenta años. El ojo solitario observa las llanuras, más allá del pueblo, su mirada vacua se proyecta allende Bridge Street, hacia el aparcamiento del nuevo centro comercial, un lugar digno de un héroe. El es casi tan viejo como yo. ¿Se sentirá igual de cansado?

Él y su pedestal se han cubierto de musgo, plantas microscópicas proliferan entre los nombres cincelados de los muertos. David está allí, en la primera línea, con los otros oficiales. Y Rufus Smith, el hijo del trapero, muerto en Bélgica, asfixiado en el derrumbamiento de una trinchera. Más abajo, Raymond Jones, el vendedor ambulante del pueblo cuando yo era una niña. Sus hijos son ahora hombres. Ancianos, aunque más jóvenes que yo. Posiblemente estén muertos.

No me sorprendería que este soldado se desintegrara. No se puede pretender que un solo hombre resista la presión de un sinnúmero de tragedias personales, que soporte ser testigo de los casi infinitos ecos de la muerte.

Pero no está solo. Hay uno como él en cada pueblo de Inglaterra. Son las cicatrices de la guerra. Un rosario de heroicas señales diseminadas a lo largo del territorio en 1919, con la intención de curar las heridas. Por entonces teníamos una fe desmesurada en la Liga de las Naciones, en la posibilidad de un mundo civilizado. Ante una esperanza tan firme, los poetas de la desilusión estaban perdidos. Por cada T. S. Eliot, por cada R. S. Hunter, cincuenta jóvenes brillantes defendían los sueños de Tennyson sobre «el parlamento del hombre, la federación del mundo…».

No duró, por supuesto. No fue posible. La desilusión fue inevitable. A los años veinte les siguieron la depresión de los treinta y luego otra guerra. Y después de ella las cosas fueron diferentes. No hubo monumentos triunfales, desafiantes, que se salvaran de la nube en forma de hongo de la Segunda Guerra Mundial. La esperanza había perecido en las cámaras de gas de Polonia. Una nueva generación de heridos en el campo de batalla fue enviada de vuelta a casa y un segundo grupo de nombres, los hijos debajo de los padres, cincelado en las bases de las estatuas ya existentes. Y en la mente de todos, la triste certeza de que algún día los jóvenes volverían a caer.

Las guerras hacen que la historia parezca engañosamente simple. Proporcionan puntos de inflexión definidos, separaciones claras: antes y después; ganador y perdedor; bien y mal. La verdadera historia, el pasado, no se le parece, no es plana, no es lineal. No sigue una planificación. Es escurridiza, como un líquido, infinita e incognoscible, como el espacio. Y es modificable. Cuando creemos encontrar un patrón, la perspectiva cambia, aparece una versión alternativa, resurge un recuerdo largamente olvidado.

He tratado de concentrarme en los puntos de inflexión de la historia de Hannah y Teddy. Últimamente, todos los pensamientos me conducen a Hannah. Al mirar hacia atrás me resulta evidente: durante el primer año de su matrimonio determinados hechos fijaron los cimientos de lo que sucedería después. Entonces no podía verlo. En la vida real los puntos de inflexión son arteros, pasan imperceptiblemente a nuestro lado. Desperdiciamos oportunidades, sin darnos cuenta celebramos las catástrofes. Los puntos de inflexión sólo se descubren más tarde, cuando un narrador o un historiador trata de poner en orden las enmarañadas historias de una vida.

Me pregunto cómo se abordará el tema del matrimonio de Hannah en la película. Qué será lo que, a criterio de Ursula, provocó su infelicidad: que Deborah llegara de Nueva York, que Teddy perdiera las elecciones, que no tuvieran un heredero. ¿Estará de acuerdo en que los indicios estuvieron presentes desde la misma luna de miel? Las futuras fisuras eran visibles incluso en la nebulosa luz de París, como una mínima falla en aquellas diáfanas telas de los años veinte: hermosas, frívolas, tan finas que no se podía esperar que fueran duraderas.


Durante el verano de 1919, París se regodeaba en el calor optimista de la Conferencia de Paz de Versalles. Por las noches yo ayudaba a Hannah a desvestirse, tomaba uno de los vaporosos camisones verde claro, rosa o blanco (Teddy era un hombre al que le gustaba el brandy puro y las mujeres puras) mientras ella me contaba sobre los lugares que habían visitado y las cosas que habían visto. Habían subido a la Torre Eiffel, habían paseado por los Campos Elíseos, habían cenado en famosos restaurantes. Pero había otras cosas que atraían a Hannah.

– Los dibujos, Grace -me desveló una noche mientras le quitaba la ropa-. ¿Quién habría dicho que sería tan aficionada al dibujo?

Dibujos, artefactos, personas, aromas. Estaba ávida de nuevas experiencias. Tenía que recuperar años que consideraba desperdiciados, mientras esperaba que su vida comenzara. Había tanta gente con quien hablar: los ricos con los que se encontraban en restaurantes, los políticos que habían concebido el acuerdo de paz, los músicos callejeros que encontraba en sus paseos.

Teddy no era ciego a sus reacciones, a su tendencia a exagerar, a su inclinación al entusiasmo desmedido, pero adjudicaba esa vehemencia a la juventud. Era una característica, encantadora y desconcertante a partes iguales, que lograría superar con el paso del tiempo. Aunque no era eso lo que él esperaba de ella en ese momento; en esa etapa todavía estaba enamorado. Le había prometido que viajarían a Italia el año siguiente y que visitarían Pompeya, el museo de los Uffizi, el Coliseo. Por entonces, no había cosa que no fuera capaz de prometer. Porque Hannah era el espejo donde él se veía, no ya como el hijo de su padre -un hombre establecido, convencional, aburrido-, sino como el esposo de una mujer encantadora e impredecible.

Por su parte, Hannah no hablaba mucho de Teddy. Él era una herramienta, cuya existencia le hacía posible vivir aventuras. Lo cual no significaba que él no le gustara. Solía encontrarlo divertido (especialmente, cuando no intentaba serlo en absoluto), elocuente, una compañía nada desagradable. Los intereses de su esposo eran bastante menos variados que los propios, su inteligencia menos aguda, pero ella aprendió a halagar su ego cuando era necesario y buscó estímulo intelectual en otras personas. Y si eso no era amor, ¿qué importaba? Ella no sentía su ausencia, no entonces. ¿Quién necesitaba amor cuando había tantas otras cosas en su panorama?

Una mañana, cuando la luna de miel se acercaba a su fin, Teddy despertó con dolor de cabeza. Ya había tenido episodios similares, secuelas de una enfermedad de la infancia, y aunque infrecuentes, eran agudos. Todo lo que podía hacer era quedarse en cama, con la habitación a oscuras y silenciosa, y beber pequeñas cantidades de agua. La primera vez, Hannah se inquietó. En general, ella había estado a salvo de los incordios de las enfermedades.

Le propuso quedarse junto a él, pero Teddy era un hombre sensible, que no disfrutaba privando de placer a los demás. Le dijo que ella nada podía hacer, que era un crimen que no disfrutara sus últimos días en París.

Teddy me pidió que la acompañara, era inconcebible que una dama fuera vista sola por la calle, sin importar que estuviera casada.

Hannah no tenía deseos de recorrer tiendas y se había cansado de estar en lugares cerrados. Quería explorar, descubrir París a su modo. Salimos y comenzamos a caminar. Ella no llevaba un plano, sencillamente se dejaba llevar por su intuición.

– Ven, Grace -decía una y otra vez-. Veamos qué hay por aquí.

Finalmente llegamos a un callejón más oscuro y estrecho que los visitados con anterioridad. Un angosto atajo entre dos filas interrumpidas de edificios. Se oía música, que fluía hacia la calle. Había un olor vagamente familiar, algo comestible, tal vez podrido. Y había mucho movimiento, gente, voces. Hannah se detuvo en la entrada, meditó y luego comenzó a caminar por el callejón. No tuve opción y la seguí.

Era una comunidad de artistas. Ahora lo sé. He vivido en los años sesenta, he conocido Haight-Ashbury o Carnaby Street. Puedo identificar con facilidad el desaliño propio de la bohemia, los símbolos de la pobreza artística. Pero en ese momento todo era nuevo para mí. El único lugar que conocía era Saffron, donde la pobreza nada tenía que ver con lo artístico. Avanzamos por el callejón, atravesando pequeños puestos y puertas abiertas con sábanas tendidas para crear divisiones y ambientes. El humo que salía de unos palillos que se quemaban dejaba olor a almizcle. Un niño, con ojos enormes, dorados, espiaba inexpresivo a través de los postigos entreabiertos.

Un hombre sentado sobre almohadones rojos y dorados tocaba el clarinete. Por entonces, yo no sabía el nombre de ese instrumento, una vara negra con anillos y teclas brillantes a la que bauticé como serpiente. Cuando los dedos del hombre pulsaban las teclas dejaba oír una música que no podía identificar, y me hacía sentir vagamente incómoda. Me parecía que de algún modo describía cosas íntimas, peligrosas. Resultó ser jazz. Mucho se hablaría sobre esa música antes de que la década terminara.

A lo largo del callejón había mesas, y hombres sentados frente a ellas, leyendo, conversando o discutiendo. Bebían café y brebajes de colores misteriosos -sin duda, licores- que salían de extrañas botellas. A nuestro paso nos miraban, con interés o con indiferencia, no podría precisarlo. Yo trataba de no mirarles a los ojos. En silencio, rogaba que Hannah cambiara de idea, diera media vuelta y me llevara nuevamente a un lugar iluminado y seguro. Pero mientras mis fosas nasales se llenaban de un desagradable humo extraño y mis oídos de una música también desconocida, Hannah parecía flotar. Su atención estaba dirigida a otro lugar. En las paredes del callejón había pinturas, pero no como las de Riverton. Estas eran dibujos de carboncillo, rostros, extremidades, ojos, nos miraban desde su lugar sobre los ladrillos.

Hannah se detuvo frente a un dibujo grande, el único que mostraba un solo personaje. Era una mujer sentada en una silla, no un sillón, una chaise longue, o la cama de un artista. Una simple silla de madera con gruesas patas. Tenía las rodillas separadas y miraba al frente. Estaba desnuda, era negra, el carboncillo brillaba. Desde la pintura, su rostro nos observaba: los ojos grandes, los pómulos prominentes, los labios fruncidos. El cabello recogido sobre la cabeza. Parecía una reina guerrera.

La pintura me impactó. Esperaba que Hannah reaccionara de la misma forma. Pero ella sintió algo diferente. Extendió su brazo y la tocó. Acarició la línea curva de la mejilla, inclinó su cabeza.

Junto a ella apareció un hombre.

– ¿Le gusta? -preguntó con un acento pesado, y los párpados aún más pesados. No me gustaba la manera en que miraba a Hannah. Sabía que ella tenía dinero. Sus ropas la delataban.

Hannah parpadeó, como si hubiera despertado de un hechizo.

– Oh, sí -repuso suavemente.

– Tal vez quiera comprarla.

Hannah cerró la boca. Supe lo que estaba pensando: Teddy no lo aprobaría. Y no se equivocaba. Había algo en esa mujer, en esa pintura, que era peligroso, subversivo. Pero aun así Hannah quería comprarla. Por supuesto. Le recordaba el pasado, El Juego, Nefertiti. Un papel que ella había interpretado con la fresca vitalidad de la niñez. Asintió. Sí, le interesaba el cuadro.

El recelo me erizó la piel. El hombre permaneció inexpresivo. Llamó a alguien pero no obtuvo respuesta. Entonces, con un gesto, le indicó a Hannah que lo siguiera. Ambos parecían haberse olvidado de mí, pero les seguí hasta una pequeña puerta roja. El hombre la abrió. Era el estudio de un artista, apenas más que un oscuro agujero en la pared. Grandes franjas de empapelado verde, ya descolorido, estaban despegadas. El suelo -la parte que no estaba cubierta por cientos de hojas de papel dibujadas con carboncillo- era de piedra. En uno de los ángulos había un colchón cubierto por almohadones desteñidos y un edredón. Junto a los zócalos se amontonaban botellas de licor vacías.

Allí estaba la mujer de la pintura. Para mi horror, estaba desnuda. Nos miró con un interés que se extinguió rápidamente, y no dijo una palabra. Se puso de pie -era más alta que nosotras- y fue hacia la mesa. Algo en sus movimientos, su libertad, su indiferencia ante el hecho de que la observáramos, sus pechos, uno más grande que el otro, me ponía nerviosa. Esa gente no era como nosotros. Como yo. Ella encendió un cigarrillo y fumó mientras esperábamos. Yo aparté la mirada. Hannah no lo hizo.

– Las damas quieren comprar tu retrato -anunció el hombre.

La mujer negra miró a Hannah. Luego dijo algo en un idioma que yo no comprendía. No era francés. Parecía venir de un lugar más lejano.

El hombre rió.

– No está a la venta -le explicó a Hannah. Luego se acercó a ella y le sujetó el mentón. Yo me alarmé. Incluso Hannah se estremeció cuando él movió decididamente su cabeza de un lado a otro. Luego la soltó-. Sólo aceptaremos una permuta.

– ¿Una permuta?

– Su retrato -indicó el hombre con su pesado acento y se encogió de hombros-. Se lleva el de ella, nos deja el suyo.

La mera idea de que un retrato de Hannah -sólo Dios sabía en qué grado de desnudez- se exhibiera en ese misérrimo callejón de Francia, donde cualquiera podría verlo, era inconcebible.

– Debemos irnos, señora -señalé, con una firmeza que me sorprendió-. El señor Luxton nos está esperando.

Mi tono también sorprendió a Hannah, porque, para mi alivio, asintió.

– Sí, tienes razón, Grace.

Las dos nos dirigimos hacia la puerta, pero mientras esperaba que atravesara el umbral, ella se giró hacia el dibujante.

– Mañana -afirmó débilmente-. Regresaré mañana.

Mientras volvíamos al coche estuvimos en silencio. Pasé despierta esa noche, ansiosa y asustada, tratando de encontrar el modo de detenerla, con la certeza de que era mi deber. En aquella pintura había algo que me inquietaba, algo que se reflejó en Hannah mientras lo observaba: una chispa volvía a encenderse.

Desde mi cama oía los ruidos de la calle, que esa noche adquirían una maldad desconocida. Voces extrañas, palabras en lenguas extranjeras, la risa de una mujer en un apartamento vecino. Añoraba regresar a Inglaterra, a un lugar donde las reglas eran claras y todos sabían cuál era su lugar. Por supuesto, esa Inglaterra no existía, pero las horas de la noche tienen su modo de alentar cualquier esperanza.

Como suele suceder, por la mañana las cosas se pusieron en orden. Cuando fui a vestir a Hannah, Teddy ya estaba despierto, sentado en el sillón. Dijo que todavía le dolía la cabeza, pero ¿qué clase de marido sería si dejaba sola a su bella esposa el último día de su luna de miel? Sugirió ir de compras.

– Es nuestro último día, me gustaría que compraras algo que te recuerde nuestro paso por París.

Cuando regresaron, advertí que el cuadro no estaba entre los objetos que Hannah me pidió que enviara a Inglaterra. No puedo saber si Teddy se negó a comprarlo y ella se resignó, o si comprendió que lo mejor era no hacer esa petición, pero en todo caso me alegré. En cambio, Teddy le compró una estola de visón, con patas pequeñas y tiesas y opacos ojos negros.

Y así regresamos a Inglaterra.


Tengo sed. Hay alguien sentado a mi lado, pero no es Sylvia. Es una mujer embarazada que tiene a sus pies bolsas con muñecos de punto y dulces caseros. Le brilla la cara, el sudor le ha corrido el maquillaje dibujándole dos medialunas negras en los pómulos. Me mira. Sospecho que ha estado observándome durante algún tiempo.

Saludo con una inclinación de cabeza. Supongo que es lo que corresponde. Ella sigue observándome, como si esperara algo. Tiene la actitud concentrada de alguien que ha estado escuchando. ¿He hablado? ¿He dado un espectáculo? No lo sé. Cada vez puedo confiar menos en mí misma. Y no quiero sobresalir. Estoy acostumbrada a ser invisible.

– Hermoso día -dice por fin-. Bello y templado.

No cree lo que dice. Puedo ver las gotas de sudor en su frente, la mancha más oscura en la tela bajo sus pesados pechos.

– Hermoso -contesto-. Muy templado.

Ella sonríe desganadamente y mira hacia otro lado.


Regresamos a Londres el 2 de julio de 1919, el día del desfile de la Paz. El chófer se abrió paso entre automóviles, ómnibus y carruajes tirados por caballos, a lo largo de calles atestadas donde la muchedumbre agitaba banderas y arrojaba serpentinas. La tinta con que se había firmado el tratado todavía estaba fresca, sanciones que provocarían el resentimiento y las divisiones causantes de la siguiente guerra mundial, pero los que volvían a casa no lo sabían. No en ese momento. Sencillamente, estaban felices de que el viento del sur ya no arrastrara a través del canal el sonido de los disparos, de que no hubiera más jóvenes que murieran a manos de otros jóvenes en el territorio de Francia.

El automóvil me dejó, junto con el equipaje, en la casa del centro de Londres y siguió su camino. Simion y Estella esperaban a los recién casados para tomar el té. Hannah habría preferido ir directamente a su casa pero Teddy insistió, ocultando una sonrisa. Guardaba un as en la manga.

En la puerta principal apareció un lacayo. Tomó una maleta en cada mano y volvió a entrar en la casa. Dejó a mis pies el bolso con los objetos personales de Hannah. Me sorprendió. No esperaba que hubiera otros sirvientes, no todavía, y me pregunté quién lo habría contratado.

Permanecí de pie, respirando el aire de la calle. La gasolina se mezclaba con el olor ácido del estiércol. Alcé la vista para abarcar los seis pisos de la gran casa. Era de ladrillo marrón con columnas blancas a ambos lados de la puerta de entrada y formaba parte de una fila de viviendas idénticas. En una de las columnas blancas se veía el número escrito en negro: 17. Grosvenor Square, número diecisiete. Mi nuevo hogar, donde sería una verdadera doncella.

En la entrada de servicio había un tramo de escalera paralela a la calle, desde el nivel de la acera hacia el sótano, con una baranda de hierro negro. Tomé el bolso con las pertenencias de Hannah y me dirigí hacia allí.

La puerta estaba cerrada pero desde el interior se filtraban voces amortiguadas, aunque indiscutiblemente disgustadas. A través de la ventana del sótano vislumbré la espalda de una joven cuyos modales («insolente», la habría denominado la señora Townsend), junto con el manojo de bucles rubios que escapaban de su cofia, daban impresión de juventud. Discutía con un hombre gordo, de baja estatura, cuyo cuello desaparecía debajo de una mancha roja de indignación.

Coronó su triunfante frase final colgándose un bolso al hombro y se dirigió hacia la puerta. Antes de que pudiera moverme, la había abierto y nos miramos asombradas, como si nos viéramos reflejadas por un espejo deformante, como los que hay en las ferias de atracciones. Ella reaccionó primero. Rió con tanta espontaneidad que me roció el cuello con saliva.

– ¡Y yo pensaba que era difícil conseguir criadas! -exclamó-. Bien, puedes quedarte con el puesto, te lo regalo. No tengo intención de vivir limpiando la mugre de casas ajenas por un mísero salario.

Luego atravesó la puerta y puso su maleta en la escalera. Desde el escalón superior se dio la vuelta y gritó:

– ¡Despídame de Izzy Batterfield, y salude de mi parte a mademoiselle Isabella! -Y con una última cascada de risas, y un histriónico ondular de su falda, se fue. Antes de que pudiera responderle, explicarle que era una doncella, no una criada.

Golpeé la puerta, todavía entreabierta. No hubo respuesta, por lo que decidí entrar. El lugar tenía el inconfundible olor del líquido de pulir la plata (aunque no era Giffen), mezclado con olor a patatas, pero había algo más, algo subyacente que, aunque no era desagradable, hacía que nada me resultara familiar.

El hombre estaba sentado frente a la mesa. Detrás de él, una mujer enjuta apoyaba sobre sus hombros unas manos nudosas, con la piel enrojecida y agrietada alrededor de las uñas. Los dos se volvieron a mirarme al mismo tiempo. La mujer tenía un gran lunar negro debajo del ojo izquierdo.

– Buenas tardes -saludé-, soy…

– ¿Buenas? He perdido tres criadas en apenas unas semanas. Hay una fiesta programada que comenzará dentro de dos horas, la señora Tibbit está más que retrasada ¿y usted quiere hacerme creer que es una buena tarde?

– Tranquilo -dijo la mujer, frunciendo los labios-. Esa Izzy era una loca. Quiere hacer carrera como adivina. Si tiene ese don, yo soy la Reina de Saba. Algún cliente descontento le dará su merecido. Ya verá como no me equivoco.

Había algo en su manera de hablar, una sonrisa cruel, que me hizo temblar. Me invadió el deseo de girar sobre mis talones y volver al lugar de donde había venido. Pero recordé el consejo del señor Hamilton sobre la importancia de la primera impresión. Me aclaré la voz y dije, con todo el aplomo que pude reunir:

– Mi nombre es Grace Bradley.

Ambos me miraron confundidos.

– Soy la doncella de la señora.

La mujer se irguió, entrecerró los ojos y replicó.

– La señora nunca mencionó a una nueva doncella.

Me desconcertó.

– ¿No lo hizo? -balbuceé involuntariamente-. Estoy segura de que ella envió instrucciones por escrito desde París. Yo misma llevé la carta al correo.

– ¿París? -se preguntaron mirándose mutuamente.

Entonces el hombre pareció recordar algo. Asintió rápidamente varias veces y apartó de sus hombros las manos de la mujer.

– Por supuesto. Estábamos esperándola. Soy el señor Boyle, el mayordomo de esta casa, y ella es la señora Tibbit.

Asentí, todavía confundida.

– Encantados de conocerla.

Por la manera en que seguían mirándome, me pregunté si ambos serían igual de simples.

– Estoy un poco cansada después del viaje -alegué lentamente-. ¿Serían tan amables de pedirle a una criada que me acompañe hasta mi habitación?

La señora Tibbit resopló. La piel que rodeaba el lunar se estremeció y se puso tensa.

– No hay criadas -explicó-. No todavía. La señora…, es decir, la señorita Deborah no ha podido encontrar una que quiera quedarse.

– Así es -confirmó el señor Boyle con los labios tensos, tan pálidos como su cara-. Y tenemos una fiesta prevista para esta noche. Todos tendrían que estar cumpliendo con sus obligaciones. La señorita Deborah no tolera la imperfección.

¿La señorita Deborah? ¿Quién era la señorita Deborah y por qué seguían llamándola «señora»?

Puse cara de pocos amigos.

– La señora Luxton, mi señora, no mencionó una fiesta.

– No, por supuesto. Es una sorpresa, para dar la bienvenida a casa al señor y la señora Luxton después de su luna de miel. La señorita Deborah ha estado planificándola durante semanas.

Cuando el coche que traía a Hannah y Teddy llegó, la fiesta estaba en su apogeo. El señor Boyle había dado instrucciones de que yo los recibiera en la entrada y los guiara hacia el salón de baile. Si bien esta tarea solía corresponder al mayordomo, la señorita Deborah había requerido su presencia en otro lugar.

Abrí la puerta y ellos entraron. Teddy, sonriente. Hannah, cansada, como era previsible después de una visita a Simion y Estella.

– Daría lo que fuera por un baño tibio -declaró Hannah.

– Ahora no, querida -pidió Teddy. Luego me entregó su abrigo y besó rápidamente a su esposa en la mejilla. Ella se estremeció ligeramente, como era habitual-. Antes, tengo una sorpresa para ti -anunció, adelantándose y frotándose las manos.

Hannah lo vio alejarse y levantó la vista para mirar el vestíbulo: las paredes recién pintadas de amarillo, la horrible araña moderna que pendía sobre la escalera, las macetas con palmeras que se combaban bajo hileras de luces de colores.

– Grace -murmuró Hannah atónita-, ¿qué demonios es todo esto?

A modo de disculpa me encogí de hombros. Estaba a punto de explicárselo cuando Teddy reapareció y la tomó del brazo.

– Ven por aquí, querida -indicó, conduciéndola hacia el salón de baile.

La puerta se abrió. Los ojos de Hannah se dilataron desmesuradamente cuando vio que el lugar estaba lleno de personas desconocidas. Luego se encendió una luz cegadora, y mientras yo dirigía la mirada a la araña refulgente percibí un movimiento detrás de mí, en la escalera. Se oyeron exclamaciones de admiración. En la mitad de la escalera vi una mujer esbelta, con el rostro huesudo enmarcado por el cabello rizado y oscuro. No era una cara bonita, pero tenía algo impactante. Una ilusión de belleza que más adelante reconocería como una característica de los nuevos ricos. Era alta, delgada, y adoptaba una postura que yo jamás había visto: echaba los hombros hacia adelante, de modo que su vestido de seda parecía a punto de caerse, escurriéndose por la columna vertebral. La pose era a la vez impactante y natural, desenfadada y artificial. Llevaba en los brazos una piel de color claro. Creí que era un manguito, hasta que ladró y comprendí que era un perro diminuto y esponjoso, tan blanco como el mejor delantal de la señora Townsend.

Aunque no la conocía, supe inmediatamente quién era. Hizo una pausa antes de deslizarse por los últimos escalones y abrirse paso entre el mar de invitados, como si se tratara de una coreografía.

– ¡Dobby! -exclamó Teddy cuando ella se acercó. Una amplia sonrisa dibujó hoyuelos en su rostro sereno y bien parecido. Tomó las manos de su hermana y se inclinó hacia ella para darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.

La mujer sonrió.

– Bienvenido a casa, Tiddles -declaró jovialmente, con su acento neoyorquino, plano y enérgico. Su manera de hablar evitaba las modulaciones regulándolo de tal modo que lo ordinario pareciera extraordinario y viceversa-. He decorado la casa, como me pediste. Espero que no te moleste, me he tomado la libertad de invitar a lo mejor de Londres para que también la disfruten -agregó y saludó con la mano a una mujer elegantemente vestida a la que distinguió por encima del hombro de Hannah.

– ¿Estás sorprendida, querida? -preguntó Teddy a su esposa-. Queríamos darte una sorpresa. Dobby y yo tramamos todo esto.

– ¿Sorprendida? -repitió Hannah echándome un rápido vistazo-. Las palabras no alcanzan siquiera a describir cómo me siento.

Deborah sonrió, de ese modo sagaz tan propio de ella, y puso su mano sobre la muñeca de Hannah, una mano larga y pálida, cuya textura recordaba a la cera solidificada.

– Por fin nos conocemos. Sé que seremos grandes amigas.


El año 1920 empezó mal. Teddy perdió las elecciones. No fue culpa suya, simplemente no era el momento adecuado. La situación se tergiversó por culpa de la clase obrera y de sus detestables periódicos. Se hicieron sucias campañas contra los patronos, que después de la guerra fueron víctimas de falsas acusaciones. Tenían expectativas desmedidas. Debían andarse con ojo, si no querían que les sucediera lo mismo que a los irlandeses o los rusos. Sin embargo, el fiasco de Teddy no tenía importancia. Ya habría una nueva oportunidad. Le encontrarían una candidatura más segura. Si dejaba de lado las tontas ideas que confundían a los votantes conservadores, Simion se comprometía a que en menos de un año su hijo sería miembro del Parlamento.

Estella pensaba que Hannah debía tener un bebé, porque eso sería bueno para Teddy. Para que sus electores lo vieran como un hombre de familia. A menudo les recordaba que estaban casados y que como cualquier matrimonio, más tarde o más temprano, se esperaba que tuvieran hijos.

Teddy comenzó a trabajar con su padre. Todos estuvieron de acuerdo en que era lo mejor. Después de haber perdido las elecciones, había adquirido el aspecto de quien ha sobrevivido a un trauma. Como Alfred cuando regresó de la guerra.

Los hombres como Teddy no estaban acostumbrados a perder, pero deprimirse no era propio de los Luxton. Sus padres comenzaron a pasar mucho tiempo en la casa del número diecisiete, donde Simion a menudo contaba historias sobre su propio padre. El camino hacia la cima no admitía debilidades ni fracasos. El viaje de Teddy y Hannah a Italia se pospuso. Según Simion, podría dar la impresión de que Teddy huía del país y eso no le beneficiaría. La apariencia de éxito genera éxito. Además, Pompeya seguiría estando en el mismo lugar.

Mientras tanto, yo me esforzaba por adecuarme a la vida de Londres. Aprendí con rapidez mis nuevas tareas. El señor Hamilton me había dado incontables instrucciones antes de mi partida de Riverton -desde las obligaciones generales, como ocuparme del guardarropa de Hannah, hasta las más específicas, como asegurarme de que conservara su buen humor-, por lo que, en cuanto al trabajo, me sentía segura. Sin embargo, en mi nuevo ámbito doméstico estaba totalmente desorientada, abandonada a la deriva en el solitario mar de lo desconocido. Porque si bien no se trataba exactamente de personas pérfidas, la señora Tibbit y el señor Boyle ciertamente no eran francos. El intenso y evidente placer que les proporcionaba su mutua compañía era completamente excluyente. Es más, a la señora Tibbit concretamente parecía reconfortarle esa exclusión. La suya era una felicidad que se alimentaba con el descontento de los demás y si le negaban esa satisfacción no tenía escrúpulos en provocarle alguna desgracia a una víctima involuntaria. Rápidamente comprendí que la manera de sobrevivir en esa casa era acompañarme a mí misma, y cuidar mis espaldas. En buena medida, tuve éxito.

Un martes por la mañana encontré a Hannah sola, de pie en una de las habitaciones que daban al frente de la casa. Lloviznaba. Teddy acababa de marcharse al trabajo y ella contemplaba la calle a través de la ventana. Los paseantes caminaban presurosos de aquí para allá.

– ¿Quiere tomar su té, señora? -pregunté.

No hubo respuesta.

– Tal vez prefiera que le traiga su bordado o que le pida al chófer que prepare el coche.

Cuando me acerqué comprendí que Hannah no me había oído. Estaba sumida en sus pensamientos y no era difícil para mí adivinarlos. Tenía una expresión que no le había visto desde que era una niña, cuando David se despedía antes de marcharse de Riverton para volver al colegio, un lugar que ella imaginaba lleno de aventuras, aprendizaje, desafíos.

Me aclaré la voz. Ella me miró y al verme se sonrió.

– Hola, Grace.

Volví a preguntarle dónde quería tomar el té.

– En la sala de estar -contestó-. Pero no es necesario que la señora Tibbit se moleste en hacerme bizcochos. No tengo hambre. Encuentro poco agradable comer a solas.

– ¿Y después, señora? ¿Pido que traigan el coche?

– Si tengo que soportar una nueva vuelta alrededor del parque me volveré loca. No comprendo cómo las otras esposas lo aguantan. ¿Realmente no se les ocurre nada mejor que dar todos los días el mismo paseo?

– ¿Le gustaría bordar, señora? -pregunté, aun sabiendo que no le apetecería. El carácter de Hannah nunca fue afín al bordado, la paciencia que se requería estaba en las antípodas de su temperamento.

– Voy a leer, Grace. Tengo un libro aquí -indicó y me mostró un viejo ejemplar de Jane Eyre.

– ¿Otra vez, señora?

– Otra vez -repitió, encogiéndose de hombros.

No sabía por qué aquello me causaba tanta preocupación, pero sentí en mis oídos una campanilla de advertencia que no sabía cómo interpretar.


Teddy trabajaba mucho. Nunca supe exactamente qué hacían él y su padre, sólo que llevaban portafolios, hablaban en voz baja y recibían a «personas importantes». Respondiendo a las indicaciones de Teddy, Hannah se esforzaba por asistir a sus reuniones, mantener conversaciones triviales con las esposas de sus asociados o con las madres de los políticos. Entre los hombres, las conversaciones giraban siempre sobre los mismos temas: los negocios, el dinero, la amenaza que representaban las clases marginadas. Como todos los hombres de su clase, Teddy y Simion sentían una profunda desconfianza hacia aquellos que denominaban «bohemios».

Hannah habría preferido hablar de política con los hombres. A veces, cuando ella y Teddy se retiraban por la noche a sus dormitorios contiguos, le hacía preguntas sobre la declaración de la ley marcial en Irlanda. A su esposo le hacía gracia y le decía que no tenía que ocupar su bella cabeza con esas cosas. Para eso estaba él.

– Pero quiero saberlo. Me interesa -alegaba Hannah.

Teddy meneaba la cabeza.

– La política es un juego de hombres.

– Déjame jugar.

– Lo estás haciendo. Tú y yo somos un equipo. Tu trabajo es ocuparte de las esposas.

– Pero es aburrido. Ellas son aburridas. Quiero hablar de cosas importantes, no comprendo por qué no puedo hacerlo.

– Oh, querida -respondía sencillamente Teddy-, porque así son las reglas, no fui yo quien las hizo, pero debo atenerme a ellas. -Entonces sonreía y le daba unos golpecitos en el hombro-. No es tan malo. Al menos tienes a Dobby para ayudarte. Ella es una amiga, ¿verdad?

Hannah no tenía más opción que asentir a regañadientes. Era cierto, Deborah siempre estaba dispuesta a ayudar. Y seguiría haciéndolo, dado que había decidido no regresar a Nueva York. Una revista de Londres le había ofrecido un puesto para dirigir las páginas de moda de la alta sociedad. Una propuesta irresistible: adornar y dominar a todas las damas de su nueva ciudad. Se quedaría en casa de Teddy y Hannah hasta que encontrara un lugar apropiado para vivir sola. Como ella misma había dicho, no había razón para apresurarse. La casa del número diecisiete era un gran hogar, tenía habitaciones de sobra. Especialmente mientras no hubiera niños.

En noviembre de ese año, Emmeline fue a Londres para celebrar su dieciséis cumpleaños. Era su primera visita desde que Hannah y Teddy se habían casado. Hannah estaba ansiosa por verla. Pasó la mañana esperando en el salón. Corrió hacia la ventana cada vez que un automóvil disminuía la velocidad, sólo para regresar desilusionada a su sillón después de comprobar que había sido una falsa alarma.

Cuando por fin un coche se detuvo, estaba tan desanimada que no lo oyó. No advirtió que Emmeline había llegado hasta que Boyle golpeó la puerta y anunció:

– La señorita Emmeline ha venido a verla, señora.

Hannah dio un grito y de un salto se puso de pie. Boyle guió a Emmeline hacia la sala.

– ¡Por fin! -exclamó Hannah abrazando con fuerza a su hermana-. Creí que no llegarías nunca. -Entonces retrocedió y se dirigió a mí-. Mira, Grace, ¿no está guapísima?

Emmeline sonrió a medias y rápidamente obligó a su boca a dibujar un gesto enfurruñado. A pesar de su expresión, o tal vez a causa de ella, estaba magnífica. Más alta y delgada. Y en su cara se distinguían nuevos ángulos que dirigían la atención hacia sus labios carnosos y sus grandes ojos redondos. Había logrado dominar esa expresión, mezcla de hastío y desdén, tan propia de sus circunstancias y su edad.

– Ven, siéntate -sugirió Hannah guiando a Emmeline hacia el sofá-. Pediré que traigan el té.

Emmeline se desplomó en un extremo del sofá. Cuando Hannah se alejó, se alisó la falda. Llevaba un vestido sencillo de la temporada anterior. Alguien había intentado reformarlo de acuerdo con la moda vigente, más suelto, sin conseguir ocultar su hechura original. Cuando Hannah regresó después de haber llamado al servicio, Emmeline dejó de preocuparse por su aspecto y recorrió la habitación con una mirada exageradamente desenfadada.

Hannah rió.

– Todo lo eligió Deborah. Es horrible, ¿verdad?

Emmeline alzó las cejas y asintió lentamente.

Hannah se sentó junto a ella.

– ¡Qué alegría que estés aquí! Podemos hacer lo que te apetezca durante esta semana. Podemos tomar té con tortas de nuez en Gunther, ver algún espectáculo.

Emmeline se encogió de hombros, pero, según pude advertir, sus dedos habían vuelto a la tarea de alisar la falda.

– Podemos ir al museo, o echar un vistazo a Selfridge's -propuso. Luego titubeó. Emmeline asentía sin entusiasmo. Hannah rió insegura-. Acabas de llegar y ya estoy planificando toda la semana, no te he permitido decir una palabra, ni siquiera te he preguntado cómo estás.

Emmeline miró a su hermana.

– Me gusta tu vestido -dijo al fin. Luego cerró la boca, como si hubiera quebrantado un voto de silencio.

Esta vez fue Hannah quien se encogió de hombros.

– Oh, tengo un guardarropa lleno de ellos. Teddy me los envía cuando viaja. Cree que con un vestido nuevo me compensa por no haberme llevado con él. ¿Por qué una mujer desearía viajar al extranjero si no es para comprar vestidos? De modo que tengo un armario lleno y ningún lugar donde… -Hannah comprendió, se contuvo y sonrió-. Son demasiados vestidos para mí, no tendré ocasión de usarlos -afirmó y miró despreocupadamente a Emmeline-. ¿Te gustaría verlos? Tal vez haya alguno que te guste. Me harías un favor, ya no tengo sitio.

Emmeline la miró inmediatamente, incapaz de ocultar su interés.

– Supongo que podría, si con eso te soluciono algo.

Hannah logró que Emmeline añadiera diez vestidos parisinos a su equipaje y me encargó que mejorara los arreglos de los que había traído con ella. Me invadió la nostalgia por Riverton cuando deshice las descuidadas costuras de Myra, con la esperanza de que no se tomara mis puntadas como una ofensa personal.

A partir de entonces, las cosas entre las hermanas mejoraron: la depresión y la indiferencia de Emmeline se diluyeron, y hacia el final de la semana su relación era muy similar a la que siempre habían tenido. Volvieron a dejarse llevar por una espontánea amistad; las dos se sintieron aliviadas por haber recuperado el statu quo. También yo: últimamente Hannah estaba demasiado lánguida. Deseé que su estado de ánimo perdurara después de la visita.

El último día, Emmeline y Hannah estaban sentadas en ambos extremos del sofá de la sala de estar esperando a que llegara el coche desde Riverton. Deborah -a punto de salir para una reunión en su club de bridge- estaba sentada frente al escritorio, de espaldas a ellas, improvisando una nota de condolencia para un amigo de luto.

Emmeline, lujuriosamente recostada, suspiró con nostalgia.

– Podría tomar el té en Gunther todos los días y jamás me cansaría de sus tortas de nuez.

– Lo harías en cuanto perdieras tu fina y elegante cintura -declaró Deborah, rasgando el papel con la punta de su pluma.

Emmeline parpadeó para llamar la atención de Hannah, que contuvo la risa.

– ¿Estás segura de que no quieres que me quede? -preguntó Emmeline-. Por mí no hay inconveniente.

– Dudo que papá esté de acuerdo.

– Bah -descartó Emmeline-. No le importará en lo más mínimo -aseguró e inclinó la cabeza-. Me las apañaría perfectamente con que me cedieras el armario de los abrigos, lo sabes. Ni siquiera te darías cuenta de que estoy aquí.

Hannah pareció considerar seriamente la posibilidad.

– Estarás muy aburrida sin mí, lo sabes -añadió Emmeline.

– Lo sé -afirmó Hannah-. ¿Encontraré alguna vez cosas que signifiquen para mí un estímulo permanente?

Emmeline rió y le arrojó un cojín a su hermana. Hannah lo atajó y durante unos instantes se dedicó a colocar sus borlas.

– Emme… no hemos hablado de papá… ¿cómo está? -preguntó sin apartar la vista del cojín.

Hannah no dejaba de lamentar la tensa relación con su padre. En más de una ocasión yo había encontrado en su escritorio las primeras líneas de una carta, que nunca sería enviada.

– Papá sigue igual -repuso Emmeline encogiéndose de hombros-. El mismo de siempre.

– Ah… -suspiró Hannah apenada-, está bien. No había tenido noticias de él.

– No -Emmeline bostezó-, ya lo conoces. Sabes cuál es su actitud una vez que toma una decisión.

– Sí -asintió Hannah-. Sin embargo, supuse…

Su voz se fue apagando y por un instante todos permanecimos en silencio. Deborah estaba de espaldas, pero pude advertir que sus orejas estaban alertas como las de un pastor alemán atento. Seguramente Hannah también lo había notado porque se irguió y cambió de tema con fingida alegría.

– No sé por qué me he acordado. Por cierto, he pensado buscar algún trabajo cuando te vayas.

– ¿Trabajo? ¿En una tienda de ropa? -preguntó Emmeline.

Deborah soltó una carcajada. Selló el sobre y lo agitó. Dejó de reír cuando vio la expresión de Hannah.

– ¿Lo dices en serio?

– Hannah siempre habla en serio -comentó Emmeline.

– El otro día, cuando tú estabas en la peluquería de Oxford Street -le refirió a Emmeline-, vi una pequeña editorial, Blaxland's, con un anuncio en la ventana. Buscaban editores. -Hannah enderezó los hombros-. Me encanta leer, me interesa la política, en gramática y ortografía mis conocimientos superan los de la mayoría.

– No seas ridícula, querida -observó Deborah, al tiempo que me entregó la carta con la indicación de que la despacharan por correo esa misma mañana, y volvió a dirigirse a Hannah-. Nunca te contratarán.

– Ya lo han hecho -contestó Hannah-. Me ofrecí en ese mismo momento. El editor dijo que necesitaba con urgencia un nuevo colaborador.

Deborah inspiró profundamente y obligó a sus labios a esbozar una tenue sonrisa.

– Bien, es un tema que está más allá de toda discusión.

– ¿Qué discusión? -preguntó Emmeline fingiendo sinceridad.

– Acerca de lo que es correcto -explicó Deborah.

– No veo qué tiene que ver eso. -Emmeline comenzó a reír-. ¿Tú qué opinas?

Deborah inspiró y se dirigió fríamente a Hannah.

– ¿Blaxland's? ¿No son ellos los que publican esos asquerosos opúsculos rojos que los soldados distribuyen en las esquinas? -Luego entrecerró los ojos-. A mi hermano le dará un ataque.

– No lo creo -repuso Hannah-, a menudo Teddy se compadece de los que no tienen trabajo.

Los ojos de Deborah se abrieron ostentosamente, con el asombro de un depredador fugazmente compadecido por su presa.

– No lo entiendes. Tiddles no es tan tonto como para arriesgarse a perder el apoyo de sus futuros electores.

Y si no era así en ese momento, sin duda lo fue esa noche, después de que Deborah hablara con él.

– Además… -añadió poniéndose en pie con aire triunfal, y ajustándose el sombrero frente al espejo de la chimenea-, más allá de la compasión, es inconcebible que a él pueda agradarle que seas aliada de la misma gente que imprimió los subversivos artículos que le hicieron perder su escaño.

El rostro de Hannah se demudó. No lo había tenido en cuenta. Echó un vistazo a Emmeline, que solidariamente se encogió de hombros. Deborah observaba sus reacciones en el espejo. Contuvo las ganas de sonreír y se encaró con Hannah emitiendo un desaprobatorio chasquido con la lengua.

– ¿Podrías ser tan desleal?

Hannah suspiró.

– Y mi pobre hermano creyendo que eres una ingenua -afirmó meneando la cabeza-. Se moriría del disgusto si se enterara de todo esto.

– Entonces no se lo digas.

– ¿Crees que no debe saberlo? ¿Crees que no habrá cientos de personas a las que les encantará contarle que han visto tu nombre, su nombre, impreso en esos panfletos?

– Les diré que no puedo aceptar ese puesto -accedió serenamente Hannah y apartó el almohadón-. Pero buscaré otra cosa. Algo más apropiado.

– Querida niña -exclamó Deborah-, ¿cuándo vas a entenderlo? No existe un empleo apropiado para ti. ¿Qué impresión causará la noticia de que la esposa de Teddy trabaja? ¿Qué dirá la gente?

– Necesito hacer algo más que esperar todo el día en casa a que alguien llame.

– Por supuesto -concedió Deborah tomando el bolso que había dejado en el escritorio-. A nadie le gusta estar ocioso. Pero imagino que aquí hay más cosas que hacer aparte de sentarse a esperar. Como sabrás, una casa no funciona por inercia.

– No -reconoció Hannah-, y con gusto asumiría la dirección de esta casa.

– Será mejor que te dediques a lo que sabes hacer -sugirió Deborah dirigiéndose a la puerta-. Es lo que siempre aconsejo. -Entonces se detuvo, abrió la puerta, se volvió hacia Hannah y le dedicó una leve sonrisa-. Ya sé. No comprendo cómo no se me ocurrió antes. Te unirás a mi grupo de mujeres del Partido Conservador. Estamos buscando voluntarias para organizar nuestra próxima recepción. Podrías ayudarnos a escribir los sobres de las invitaciones. Y luego, hay que pintar los decorados.

Hannah y Emmeline se miraron cuando Boyle apareció en la puerta.

– El automóvil que viene a recoger a la señorita Emmeline ha llegado. ¿Le pido un taxi, señorita Deborah?

– No se moleste, Boyle -gorjeó Deborah-. Prefiero ir dando un paseo.

Boyle asintió y salió para verificar que el equipaje de Emmeline fuera cargado en el maletero.

– ¡Es una idea perfecta! -se felicitó Deborah, con una amplia sonrisa-. Teddy se alegrará de saber que sus dos chicas pasan el tiempo juntas, y se convierten en verdaderas amigas. -Y agregó, en voz más baja-: De esta manera, jamás tendrá que enterarse de este desafortunado asunto.

17. En la madriguera

No seguiré esperando a Sylvia. Ya he esperado suficiente. Me conseguiré yo misma una taza de té. Los altavoces del improvisado escenario emiten una música enérgica, tintineante, ensordecedora. Un grupo de seis niñas está bailando. Están vestidas con prendas de licra negra y roja, muy similares a trajes de baño, y botas de tacón negras que les llegan a las rodillas. Me pregunto cómo pueden bailar con ese calzado. Recuerdo a los bailarines de mi juventud, el Hammersmith Palladion, la Dixieland Jazz Band, a Emmeline bailando el shimmy.

Apoyo los dedos en el brazo de la silla, me inclino hasta que mis codos se incrustan en mis costillas y trato de ponerme en pie. Me mareo, transfiero el peso del cuerpo al bastón y espero a que el paisaje deje de moverse. Bendito calor. Apoyo cautelosamente mi bastón en el suelo. La lluvia reciente lo ha ablandado y temo quedar atascada. Me guío por las huellas que han dejado otras personas. Es un procedimiento lento, pero seguro.

«Conozca su futuro… Se leen las palmas de las manos…» No soporto a los adivinos. Una vez me dijeron que mi línea de la vida era corta. No pude desprenderme por completo de la vaga aprensión que me causó hasta que pasé holgadamente los sesenta años.

Sigo mi camino sin desviar la vista. Acepto resignadamente mi futuro. Es mi pasado el que me inquieta.

Hannah consultó a un adivino un miércoles por la mañana, a principios de 1921. Los miércoles eran sus días «relajados». Deborah almorzaba en el Savoy Grill y Teddy en el trabajo, con su padre. Para entonces, se había deshecho de su aspecto traumatizado. Parecía un hombre que despierta de un extraño sueño y se siente aliviado al comprobar que sigue siendo el mismo de siempre. Él y Simion compraban petróleo, neumáticos, tranvías y trenes. Simion decía que era fundamental erradicar los otros medios de transporte. Era la única forma de garantizar que la gente siempre tuviera necesidad de comprar los automóviles que él fabricaba. Hannah declaró que era vergonzoso, que prefería poder decidir, pero Teddy y Simion se rieron, alegando que la mayoría de las personas no estaban en condiciones de tomar decisiones sensatas y que era mejor que alguien las tomara por ellos.

Cinco minutos antes, una procesión de mujeres vestidas a la última había abandonado la casa del número diecisiete. Yo estaba recogiendo la mesa donde se había servido el té (nuestra quinta criada nos había abandonado, y todavía no teníamos sustituta). Sólo quedaban Hannah, lady Clementine y Fanny. Sentadas en los sillones, estaban terminando su té. Hannah golpeaba distraídamente el plato con su cuchara. Estaba ansiosa por verlas partir, aunque yo todavía no sabía cuál era el motivo.

– Realmente, querida -declaró lady Clementine mirando a Hannah por encima de su taza de té vacía- deberías pensar en formar una familia. -Volvió la vista a Fanny, que en respuesta se revolvió en su asiento, orgullosa de su considerable peso. Esperaba su segundo hijo-. Los hijos son buenos para el matrimonio, ¿verdad, Fanny?

Fanny asintió, pero no pudo hablar, porque tenía la boca llena de bizcocho.

– Si una mujer casada permanece demasiado tiempo sin hijos -advirtió lady Clementine con gesto adusto- la gente comienza a rumorean

– Sin duda tiene razón -concedió Hannah-, pero la verdad es que no tendrían motivos para cuchichear. -Su tono era tan jovial que me estremecí. No era sencillo descubrir los conflictos que se ocultaban bajo esa fachada, las amargas discusiones que el tema provocaba. Lady Clementine miró a Fanny, y ésta alzó las cejas.

– ¿Hay algún problema abajo?

Al principio pensé que se refería a la falta de criadas. Pero enseguida comprendí el verdadero significado cuando Fanny sugirió entusiasta:

– Puedes consultar con un médico. Un médico de señoras.

En realidad, era poco lo que Hannah podía decir. Aunque, por supuesto, podía decirles que se ocuparan de sus propios asuntos. Tal vez en otro momento lo habría hecho, pero el tiempo la había aplacado. Por lo tanto, guardó silencio. Se limitó a sonreír y a esperar que se marcharan.

Cuando eso sucedió, se desplomó nuevamente en el sofá.

– Por fin. Creí que no se irían nunca.

Acababa de colocar la última taza en la bandeja.

– Lamento que tengas que hacer esto, Grace -declaró Hannah observándome.

– No se preocupe, señora. Seguramente no será por mucho tiempo.

– Eso no importa, tú eres una doncella. Le recordaré a Deborah que es necesario encontrar una nueva criada.

Me demoré colocando las cucharas de té. Hannah no dejaba de mirarme.

– ¿Puedes guardar un secreto, Grace?

– Bien sabe que sí, señora.

Sacó una hoja de periódico doblada que tenía escondida en la cintura de su falda, la desplegó y me la entregó.

– Lo encontré en la contraportada de uno de los periódicos de Boyle.

El anuncio decía: «Adivina. Renombrada espiritista, se comunica con los muertos. Predice el futuro».

Se lo devolví tan rápido como pude, y después me limpié las manos en el delantal. Entre los sirvientes había oído conversaciones sobre esos temas. Era la última moda, producto del dolor colectivo. Por aquellos días, todos querían que los seres queridos que habían muerto les dijeran una palabra de consuelo.

– Tengo una cita esta tarde -confesó Hannah.

No supe qué decir. Habría deseado que no me lo contara.

– Si me permite dar mi opinión, señora, no me llevo bien con el espiritismo y ese tipo de cosas.

– ¿Lo dices en serio, Grace? -preguntó Hannah sorprendida-. De todas las personas que conozco tú eres la más abierta. Sir Arthur Conan Doyle lo practica, ¿sabes? Se comunica regularmente con su hijo Kingsley. Incluso hace sesiones de espiritismo en su casa.

No le dije que ya no era admiradora de Sherlock Holmes, que en Londres había descubierto a Agatha Christie.

– No es eso, señora -me apresuré a decir-. No se trata de que no crea.

– ¿No?

– No, señora. Sí creo, ése es el problema. Pero no es algo natural. Se trata de los muertos. Es peligroso interferir.

Ella alzó las cejas. Reflexionó sobre mis palabras.

– Peligroso…

No había abordado el tema correctamente. Al mencionar el peligro la perspectiva se volvió más atractiva.

– Iré con usted, señora.

No se lo esperaba. No sabía si fastidiarse o conmoverse. Finalmente se permitió ambas emociones.

– No -refutó con cierta dureza-. No será necesario. Estaré bien. -Luego su voz se suavizó-. Es tu tarde libre, ¿verdad? Seguramente has planeado hacer algo que te guste. Algo mejor que acompañarme.

No respondí. Por supuesto, ella no tenía modo de saberlo. Mis planes eran secretos. Después de una intensa correspondencia, Alfred había sugerido que viajaría a Londres para verme. Durante los meses que había pasado lejos de Riverton me había sentido más sola de lo que esperaba. A pesar de la minuciosa preparación que recibí del señor Hamilton, el trabajo de una doncella implicaba ciertas presiones que no había previsto, especialmente teniendo en cuenta que Hannah no parecía tan feliz como correspondería a una recién casada. Y la afición de la señora Tibbit a crear problemas obligaba a que ningún miembro del servicio pudiera bajar la guardia lo suficiente como para disfrutar de la camaradería. Por primera vez en mi vida me sentí aislada. Y aunque estaba alerta para no malinterpretar las atentas palabras de Alfred (ya lo había hecho alguna vez), añoraba verlo.

Sin embargo, esa tarde seguí a Hannah. Tenía previsto encontrarme con Alfred al caer la tarde. Si me movía con rapidez, podría cerciorarme de que entraba y salía de aquel lugar en perfectas condiciones. Había oído suficientes relatos sobre sesiones de espiritismo y difícilmente me convencerían de que era un método sensato. La señora Tibbit contaba que su prima había estado poseída, y el señor Boyle conocía a un hombre a cuya esposa la habían desplumado y le habían cortado la garganta.

Y lo más importante, si bien no tenía una posición definida respecto de los espiritistas, sabía cuál era la clase de personas a las que atraían: seres infelices que trataban de conocer su futuro.

En los últimos tiempos, Hannah me tenía preocupada. Su expresión había cambiado.

Cuando se especulaba acerca del largo de las faldas que se usaría en la próxima temporada, asentía o sonreía, y tanto su boca como su mentón habían adquirido el hábito de cambiar de posición, como si degustara vagamente la amargura que, según temía, la invadiría cuando se acercara a la madurez.


En la calle había una niebla espesa, densa y gris. Seguí a Hannah por Aldwych como un detective sigue un rastro: atenta para no quedar demasiado rezagada, para no perderla de vista en medio de la niebla. En la esquina, un hombre con impermeable tocaba con la armónica «Keep the Home Fires Burning». Los soldados sin empleo estaban en todas partes, en cada callejón, debajo de cada puente, en la entrada de cada estación de tren. Hannah buscó una moneda en su bolso y la dejó caer en el platillo del hombre antes de seguir su camino.

Al doblar en Kean Street, Hannah se detuvo frente a una elegante casa de estilo eduardiano. Parecía bastante respetable, pero, como mi madre solía decir, las apariencias pueden ser engañosas. La observé mientras confirmaba la dirección del anuncio y tocaba el timbre. La puerta se abrió rápidamente, y, sin mirar atrás, desapareció de mi vista.

Seguí observando la fachada de la casa, preguntándome a qué piso se dirigía. Al tercero.

Un resplandor de la lámpara que teñía de amarillo los bordes desflecados de las cortinas me lo indicó. Me senté a esperar junto a un hombre tullido que vendía monos de hojalata a los que les daba cuerda mientras subían y bajaban por un pedazo de tela. Le pregunté cuántos había vendido. «Tres», me respondió.

Esperé más de una hora sentada en el escalón de cemento. Cuando Hannah reapareció, mis piernas estaban tan entumecidas que no podía ponerme de pie. Me acurruqué, rogando que no me viera. No lo hizo. No percibía lo que ocurría a su alrededor. De pie en el escalón superior, parecía aturdida. Su expresión era impávida, asombrada incluso, y parecía pegada al suelo. Pensé que la espiritista la había hipnotizado, haciendo oscilar frente a ella uno de esos relojes de bolsillo, como muestran las fotografías. Pensé en gritarle, cuando, de repente, inspiró profundamente, se estremeció y salió velozmente en dirección a casa.

Aquel nebuloso atardecer llegué tarde a mi cita con Alfred. No me retrasé demasiado, pero fue suficiente para que su rostro se mostrara primero preocupado antes de distinguirme, y después dolido.

– Grace…

Nos saludamos torpemente. Ambos tendimos nuestra mano al mismo tiempo para estrechar la del otro y nuestras muñecas chocaron. Entonces, él me tomó por el codo. Sonreí nerviosa, recuperé mi mano y la escondí debajo de la bufanda.

– Lamento haber llegado tarde, Alfred. Estaba cumpliendo con un encargo de la señora.

– ¿No sabe que es tu tarde libre?

Alfred me parecía más alto de lo que recordaba. Su cara estaba más arrugada, pero aun así era muy agradable mirarlo.

– Sí, pero…

– Deberías haberle dicho lo que podía hacer con su encargo.

La reacción de Alfred no me sorprendió. Se sentía cada vez más frustrado por tener que trabajar como personal de servicio. En las cartas que me escribía desde Riverton, la distancia dejaba a la vista algo que no había advertido antes: en las descripciones de su vida cotidiana había un dejo de insatisfacción. Y en los últimos tiempos sus preguntas acerca de Londres, sus comentarios sobre Riverton, estaban salpicados con citas de libros y periódicos sobre clases, trabajadores y sindicatos.

– No eres una esclava -me advirtió-. Deberías haberte negado.

– Lo sé. No pensé que… el encargo fue más largo de lo que había previsto.

– Está bien -repuso. Su expresión se suavizó y recuperó su gesto habitual-. No es culpa tuya. Tratemos de aprovechar esta ocasión al máximo, antes de volver al yugo. ¿Hay algún lugar para comer antes de ir al cine?

La felicidad me inundó mientras caminábamos el uno junto al otro. Me sentía adulta y atrevida, paseando por la ciudad con un hombre como Alfred. Descubrí que deseaba que él me tomara del brazo para que la gente nos viera y creyera que estábamos casados.

– Pasé a ver a tu madre -dijo Alfred, interrumpiendo mis pensamientos-, como me pediste.

– Oh, Alfred, gracias. ¿No estaba mal, verdad?

– No especialmente, Grace. -Dudó un instante y miró hacia otro lado-. Pero, para serte sincero, tampoco muy bien. Tiene una tos terrible. Y se queja de dolor de espalda -agregó llevándose las manos a los bolsillos-. Artritis, ¿verdad?

Asentí.

– La atacó repentinamente cuando yo era una niña. Empeoró con mucha rapidez. El invierno es la peor época para ella.

– Una de mis tías está igual. Ha envejecido antes de tiempo. -Alfred meneó la cabeza-. Mala suerte.

Caminamos un trecho en silencio.

– Alfred, mi madre… ¿parece tener lo imprescindible? Carbón y ese tipo de cosas…

– Oh, sí. Eso no es problema. Tiene una buena pila de carbón -aseguró, y se inclinó para tocar mi hombro-, y la señora T. se asegura de mandarle regularmente un buen paquete con dulces.

– Bendita sea -exclamé con los ojos llenos de lágrimas de agradecimiento-. Y tú también, Alfred. Por ir a verla. Sé que ella lo valora, aun cuando no lo diga.

Alfred se encogió de hombros y alegó sinceramente:

– No lo hago para obtener la gratitud de tu madre, Grace. Lo hago por ti.

Una ola de felicidad encendió mis mejillas. Con mi mano enguantada, me toqué un lado de la cara y la apreté suavemente para absorber su calor.

– ¿Y cómo están los demás en Saffron? ¿Están bien?

A Alfred le llevó un momento aceptar el cambio de tema.

– Bueno, tan bien como es posible. Me refiero a los de abajo. Con los de arriba ya es otra cosa.

– ¿El señor Frederick? En su última carta Myra insinuaba que no estaba del todo bien.

Alfred meneó la cabeza.

– Desde que os marchasteis está muy pesimista. Debes de ocupar un lugar en su corazón -bromeó, y me empujó suavemente con el codo. No pude evitar sonreír.

– Extrañará a Hannah -indiqué.

– No está dispuesto a admitirlo.

– Ella también se siente mal.

Le hablé acerca de las numerosas cartas inconclusas que había encontrado, y que Hannah nunca se atrevió a enviar. Alfred silbó y meneó la cabeza.

– Y luego dicen que debemos aprender de nuestros superiores. Creo que son ellos quienes tendrían que aprender algunas cosas de nosotros.

Seguí caminando, sin dejar de pensar en el malestar del señor Frederick.

– Tal vez si él y Hannah hicieran las paces…

Alfred se encogió de hombros.

– Para serte sincero, no me parece tan simple. Sin duda, él añora a Hannah. Pero no es sólo eso.

Lo miré, esperando que siguiera.

– Se trata también de sus automóviles. Ahora que no tiene su fábrica, parece no tener objetivos -apuntó, entrecerrando los ojos para ver en medio de la niebla-. Lo comprendo muy bien. Un hombre necesita sentirse útil.

– ¿Emmeline le brinda algún consuelo?

– En mi opinión, se está convirtiendo en una señorita. Teniendo en cuenta el estado de su padre, ella se encarga de dirigir la casa. A él no parece importarle lo que ella hace. La mayor parte del tiempo, apenas si nota su presencia. -Dio un puntapié a un guijarro y lo siguió con la mirada hasta que rebotó y desapareció en la alcantarilla-. No, ya no es el mismo lugar. No desde que os fuisteis.

Yo estaba disfrutando de sus palabras cuando él hundió aún más las manos en los bolsillos y agregó:

– Oh, hablando de Riverton, jamás adivinarías a quién acabo de ver, hace un rato, mientras te esperaba.

– ¿A quién?

– A la señorita Starling, Lucy Starling, la secretaria del señor Frederick.

Sentí una punzada de celos al oírle mencionar su nombre con tanta familiaridad. Lucy, un nombre escurridizo, misterioso, que sonaba a seda.

– ¿La señorita Starling? ¿Aquí, en Londres?

– Dice que ahora vive aquí, en un apartamento en Hartley Street, justo a la vuelta de la esquina.

– ¿Pero qué está haciendo aquí?

– Trabajar. Después del incendio de la fábrica del señor Frederick tuvo que buscarse otro empleo. Tu jefe, la nueva incorporación de la familia, no quiso conservarla. La lealtad no tiene valor para él. De todos modos, supongo que comprendió que habría muchas más posibilidades de conseguir trabajo en Londres que en Saffron. -Alfred me extendió un pedazo de papel blanco, tibio, con una esquina doblada por haber estado en su bolsillo-. Anoté su dirección, advirtiéndole que te la daría -explicó, y me miró de un modo que me hizo ruborizar otra vez-. Me quedaré más tranquilo sabiendo que tienes una amiga en Londres.


Estoy mareada. Mis pensamientos se mueven de atrás hacia adelante, de adentro hacia fuera, en la marea de la historia.

El centro cívico. Tal vez Sylvia está en ese lugar. Allí tiene que haber té. Las damas de caridad seguramente se han adueñado de la cocina, y están vendiendo pasteles y té aguado con palitos que suplen a las cucharas. Voy hacia el breve tramo de escalones de hormigón, con tanto equilibrio como me es posible.

Doy un paso, calculo mal y el borde de un escalón me lastima el tobillo. Me tambaleo. Alguien me agarra del brazo. Un hombre joven de piel oscura, cabello verde y un aro entre las fosas nasales.

– ¿Está bien? -pregunta con voz suave y acento extranjero.

No puedo apartar mis ojos del anillo de su nariz y no puedo encontrar palabras para responderle.

– Está blanca como una pared. ¿Está sola? ¿Hay alguien a quien pueda llamar?

– ¡Aquí está! -escucho. Es la voz de una mujer. Alguien a quien conozco-. ¡Paseando por ahí! Creí que la había perdido. -La mujer cloquea como una gallina vieja y apoya los puños cerrados un poco más arriba de la cintura, como si agitara unas alas carnosas-. ¿Qué demonios se proponía hacer?

– La encontré aquí -señala el hombre de pelo verde-. Casi se cae al subir la escalera.

– ¿Conque ésas tenemos, niña traviesa? Le doy la espalda un minuto… Si no tiene más cuidado, me dará un ataque al corazón. No sé en qué estaba pensando.

Comienzo a hablarle, pero me detengo. No puedo recordar. Tengo la clara sensación de que buscaba algo, quería algo.

– Venga -ordena la mujer. Con sus dos manos sobre mis hombros me guía hacia la salida-. Anthony quiere conocerla.

La carpa es grande y blanca, tiene una especie de solapa abierta para permitir la entrada. Sobre ésta pende un cartel de tela pintada: Sociedad Histórica de Saffron Green. Sylvia maniobra para introducirme allí. Hace calor y huele a césped recién cortado. En el bastidor del techo han colocado un tubo de luz fluorescente, que emite un zumbido mientras proyecta su anestésico resplandor sobre las mesas y sillas de plástico.

– Allí está él -susurra Sylvia señalando a un hombre de aspecto tan común que lo hace parecer vagamente familiar. Cabello castaño con hebras grises, al igual que el bigote, mejillas rubicundas. Está conversando animadamente con una matrona vestida a la antigua. Sylvia se inclina hacia mí-. Le dije que era buena gente, ¿no?

Tengo calor y me duele el pie. Estoy aturdida. No sé de dónde surge la deliciosa necesidad de ser caprichosa.

– Quiero una taza de té.

Sylvia me mira y disimula rápidamente su asombro.

– Por supuesto, tesoro. Le traeré una, luego tengo algo especial para usted. Venga y siéntese. -Me acomoda en un asiento junto a un mostrador de arpillera y una pared cubierta con fotografías, y desaparece.

La fotografía es un arte cruel, irónico. Prolonga los momentos capturados hacia el futuro. Momentos que tenían derecho a evaporarse en el pasado, que sólo deberían existir en mi recuerdo, para ser vislumbrados a través de la niebla de los hechos posteriores. Las fotografías nos obligan a contemplar a las personas antes de que su destino las abrume, antes de que conozcan su final.

A primera vista son como una espuma de rostros blancos y faldas blancas en un mar sepia, pero al tratar de reconocerlos distingo algunas cosas, mientras las demás se esfuman. Primero, el pabellón de verano que Teddy diseñó y que se construyó cuando ellos se establecieron allí en 1924. La fotografía fue tomada ese año, a juzgar por las personas que están en primer plano. Teddy de pie junto a la escalera sin terminar, apoyado en una de las columnas de mármol blanco de la entrada. Cerca de allí, en una loma cubierta de hierba, hay una manta de picnic. Hannah y Emmeline están sentadas sobre ella, una junto a la otra, como rubios topes de un estante de biblioteca. Ambas con esa mirada lejana. Deborah está en primer plano, con su alta silueta y su postura tan chic, el cabello oscuro cayéndole sobre un ojo. En una mano tiene un cigarrillo. El humo da la impresión de que la foto fue tomada un día nublado. Si la escena no fuera tan reconocible, diría que había una quinta persona, oculta en la niebla. Por supuesto, no es así. No hay fotos de Robbie en Riverton. Sólo estuvo allí dos veces.

En la segunda fotografía no hay personas. Es lo que quedó de Riverton después de que el fuego la destruyera, antes de la segunda guerra. Toda el ala izquierda ha desaparecido, como si una poderosa excavadora hubiera bajado del cielo enterrando el cuarto de los niños, el comedor, el salón, los dormitorios de la familia. Las otras dependencias están calcinadas. Dicen que humeó durante varias semanas y que el olor del hollín se sintió en el pueblo durante meses. No lo presencié. En ese momento la guerra se avecinaba, Ruth había nacido y yo estaba en el umbral de una nueva vida.

Evito contemplar la tercera fotografía, asignarle un lugar en la historia. Puedo identificar fácilmente a los personajes, porque tienen vestidos de fiesta. En aquella época abundaban las fiestas, las personas iban todo el tiempo engalanadas, posando para las fotografías. En ésta, podrían estar saliendo hacia algún lugar, pero no es así. Sé dónde están, y sé lo que sucedió después. Recuerdo bien sus trajes. Recuerdo la sangre, el dibujo que formó al rociar su vestido claro, como si un frasco de tinta roja cayera desde gran altura. Nunca pude borrarlo por completo. Tampoco habría sido muy diferente si lo hubiera logrado. Simplemente, debí haberlo tirado. Ella nunca volvió a mirarlo, jamás volvió a usarlo.

En esta foto ellos no lo saben. Sonríen confiados. Hannah, Teddy y Emmeline sonríen a la cámara. Es «antes». Observo el rostro de Hannah, buscando algún indicio, una premonición. No lo encuentro, por supuesto. A lo sumo, es expectativa lo que veo en sus ojos. Aunque tal vez es producto de mi imaginación pues sé lo que sentía.

Hay alguien detrás de mí. Una mujer. Se inclina para ver la misma fotografía.

– ¿No tienen precio, verdad? -indica-. Esos absurdos trajes. Un mundo diferente.

Ella no percibe las sombras que cruzan esos rostros. Sólo están en mi mente y en mis ojos. Sé lo que va a suceder, ese saber se desliza como escarcha por mis piernas.

No es eso. Un líquido frío y pegajoso supura de la herida provocada por el tropezón y se filtra hacia mi zapato.

Alguien me toca el hombro.

– ¿Doctora Bradley?

Un hombre se inclina hacia mí. Su rostro sonriente está cerca del mío. Me toma la mano.

– ¿Puedo llamarla Grace? Encantado de conocerla. Sylvia me ha hablado mucho de usted, es un verdadero placer.

¿Quién es este hombre que habla tan lentamente, alzando tanto la voz y estrechándome la mano con tanto fervor? ¿Qué le ha dicho Sylvia de mí? ¿Y por qué?

– … enseño inglés para ganarme la vida, pero mi pasión es la historia. Me gusta verme a mí mismo como un admirador de la historia local.

Sylvia surge por la entrada, con una taza de poliestireno en la mano.

– Aquí lo tiene.

Té. Justo lo que quería. Tomo un sorbo. Está tibio. Ya no puedo confiarme con los líquidos calientes. Me he quedado dormida inesperadamente demasiadas veces.

Sylvia se sienta en otra silla.

– ¿Le ha contado Anthony lo de los testimonios? -me pregunta, mientras entorna con coquetería sus pintadas pestañas mirando a su novio-. ¿Se lo has contado?

– Todavía no.

– Anthony ha realizado en vídeo una serie de relatos sobre la historia de Saffron Green y sus habitantes. Piensa donarlo a la Sociedad Histórica -explica Sylvia y me dedica una amplia sonrisa-. Le han dado una beca y todo. Acaba de filmar a la señora Baker, aquí mismo.

Con ayuda de Anthony, ella sigue explicando, haciendo hincapié en determinados términos: transmisión oral, significado cultural, depósito de tiempo del milenio, la gente dentro de cien años…

En mis tiempos las personas guardaban sus historias para sí. No se les ocurría que a otros pudieran parecerles interesantes. Ahora todos escriben sus memorias, compiten por la infancia más infeliz, el padre más violento. Hace cuatro años, un estudiante de una escuela técnica local vino a Heathview a hacer preguntas. Un joven inquieto con acné y la desagradable costumbre de comerse las uñas mientras escuchaba. Trajo una pequeña grabadora con micrófono, y una carpeta de papel manila con una hoja de preguntas escritas a mano. Recorrió las habitaciones preguntando a los residentes si les molestaría responder a algunas preguntas. Muchos de ellos estaban exultantes ante la posibilidad de brindar su relato, de soltarse y dar a conocer su intimidad. Mavis Buddling, por ejemplo, se entretuvo con cuentos sobre un ficticio esposo heroico.

Supongo que debería sentirme feliz. En mi segunda vida, después de que todo terminara en Riverton, después de la segunda guerra, pasé buena parte de mi tiempo excavando por allí, tratando de descubrir las historias de las personas, de encontrar pruebas, de desenterrar huesos. Habría sido mucho más sencillo si cada uno de ellos hubiera estado provisto de una grabación de su historia personal, pero lo único que conseguí fue un millón de testimonios de ancianos quejándose por el precio que pagaban por los huevos treinta años antes. ¿En algún salón, en un enorme refugio subterráneo, con estantes de suelo a techo, estarán apiladas esas cintas? ¿Resonarán entre esas paredes los ecos de recuerdos triviales que nadie tiene tiempo de escuchar?

Sólo hay una persona a la que quiero contar mi historia. Una persona para la cual la estoy grabando. Espero que valga la pena. Ursula tiene razón: Marcus la escuchará y comprenderá. Mi propia culpa, y la explicación de sus motivos, lo liberarán.


La luz es brillante. Me siento como un ave en el horno: ardiendo, desplumada y observada.

¿Por qué acepté esto? ¿Lo acepté?

– ¿Puede decir algo para que podamos ajustar el volumen?

Anthony está agachado detrás de un objeto negro. Supongo que es una cámara de vídeo.

– ¿Qué debo decir? -Mi voz no parece mía.

– Una vez más.

– Me temo que en realidad no sé qué decir.

– Bien. -Anthony se aparta de la cámara-. Ya está. Deseaba hablar con usted -declara sonriendo-. Sylvia dice que trabajó en la mansión.

– Sí.

– No es necesario que se incline hacia el micrófono. La escucho muy bien desde donde está.

No había advertido que me estaba inclinando levemente hacia el respaldo curvo de la silla. Tengo la sensación de haber sido amonestada.

– Usted trabajó en Riverton.

La frase no precisa respuesta, pero no puedo dominar mi necesidad de completar, de especificar.

– Comencé en 1914, como criada.

Él se siente incómodo, por él o por mí, no lo sé.

– Sí, bien… -Anthony cambia de tema con rapidez-. ¿Trabajó para Theodore Luxton?

Pronuncia el nombre con cierto temblor, como si al invocar el fantasma de Teddy, su oprobio pudiera mancharlo.

– Sí.

– Excelente. ¿Lo conoció bien?

En realidad quiere saber si sé lo que pasaba a puerta cerrada. Temo desilusionarlo.

– No mucho. En aquel momento yo era la doncella de su esposa.

– En ese caso, tuvo algún tipo de relación con Theodore.

– No, en realidad no.

– Pero he leído que las dependencias de los sirvientes eran el centro de los chismes de la casa. Seguramente estaba al tanto de lo que ocurría.

– No, la mayor parte salió a la luz más tarde, por supuesto. Lo leí, como todo el mundo, en los periódicos. Visitas a Alemania, reuniones con Hitler. Nunca creí las acusaciones más graves. Ellos sólo admiraban el impulso que Hitler dio a las clases trabajadoras, su habilidad para desarrollar la industria. No imaginaban que eso se había conseguido a expensas del trabajo esclavo. Por entonces pocas personas lo sabían. La historia sería la encargada de demostrar que ese hombre era un loco.

– ¿Qué sabe de la reunión con el embajador alemán en 1936?

– Para entonces ya no trabajaba en Riverton. Me había ido diez años antes.

Anthony interrumpe la filmación. Está desilusionado, tal como imaginé. El curso de sus preguntas ha sido injustamente cortado. Luego recupera algo de su interés.

– ¿En 1926?

– En 1925.

– Entonces usted estuvo allí cuando ese hombre, ese poeta… ¿cómo se llamaba?… se suicidó.

La luz me da calor. Estoy cansada. Mi corazón se encoge un poco. O algo dentro de mi corazón palpita, una arteria gastada que deja de bombear sangre.

– Sí -me oigo decir.

Es un consuelo.

– Bien, ¿podemos hablar de eso?

Ahora puedo oír mi corazón. Late fatigosamente, con recelo.

– ¿Grace?

– Está muy pálida.

Siento un vahído. Estoy muy cansada.

– ¿Doctora Bradley?

– ¿Grace? ¿Grace?

Un viento furioso preludio de una tormenta de verano avanza estruendosamente por un túnel hacia mí, cada vez más rápido. Es mi pasado y viene a buscarme. Está en todas partes. En mis oídos, debajo de mis párpados cerrados, comprimiendo mis costillas…

– Llamen a un médico. Que alguien pida una ambulancia.

Liberación. Desintegración. Un millón de minúsculas partículas caen a través del túnel del Tiempo.

– ¿Grace? Está bien. Estará bien. Grace, ¿me oye?

Cascos de caballos sobre calles de adoquines, automóviles de marcas extranjeras, chicos que hacen repartos en bicicleta, institutrices que desfilan con cochecitos, combas para saltar, rayuelas, Greta Garbo, la Dixieland Jazz Band, Bee Jackson, el charlestón, Chanel número 5, El misterioso caso de Styles, F. Scott Fitzgerald…

– ¡Grace!

¿Es ése mi nombre?

– ¿Grace?

¿Es Sylvia? ¿Hannah?

– Se ha desmayado. Estaba sentada allí y…

– Apártese de ella un poco, para que podamos llevarla a la ambulancia.

Una nueva voz. Una puerta se cierra. Una sirena. Movimiento.

– Grace… soy Sylvia. ¿Me oye? Aguante un poco, estoy con usted… vamos a casa… sólo aguante un poco más.

¿Aguantar? ¿El qué? Ah… la carta, por supuesto. La tengo en la mano. Hannah espera que le lleve la carta. Es invierno, la calle está helada y ha comenzado a nevar.

18. En las profundidades

Es un crudo invierno y estoy corriendo. Puedo sentir la sangre espesa y caliente, corriendo rápidamente por mis venas, bajo mi rostro frío. El aire helado tensa la piel de mis mejillas, como si se hubiera encogido más que mi mandíbula. Cogida con alfileres, como diría Myra.

Aferró la carta entre mis dedos. Es pequeña. El sobre tiene las huellas del pulgar dejadas por su autor al tocar la tinta todavía húmeda. Está recién escrita.

Es una nota de un investigador. Un verdadero detective, con oficina en Surrey Street, secretaria en la entrada y máquina de escribir en su escritorio. Me encargaron recogerla personalmente porque -como poco- contiene información demasiado incendiaria para ser enviada por correo o ser transmitida por teléfono. Tenemos la esperanza de que la carta contenga datos sobre el paradero de Emmeline, que ha desaparecido. El asunto amenaza con convertirse en escándalo. Soy una de las pocas personas que lo saben.

Hace tres días el señor Frederick llamó por teléfono. Emmeline había pasado el fin de semana con amigos de la familia en una finca de Oxfordshire. Al parecer se había escabullido mientras sus anfitriones estaban en la iglesia del pueblo. Un coche la esperaba. Todo estaba planeado. Se rumorea que un hombre está involucrado en su fuga.

Me alegra ser la portadora del sobre -sé cuan importante es que encontremos a Emmeline-, pero, además, estoy excitada por otro motivo. Esta noche veré a Alfred, por primera vez desde aquel brumoso atardecer, muchos meses antes, cuando me dio la dirección de Lucy Starling y me dijo que se preocupaba por mí. Horas más tarde me acompañó hasta la puerta de casa. Desde entonces, en nuestras cartas hemos expresado nuestra creciente confianza (y cariño) y ahora, por fin, volveremos a vernos. Un verdadero compromiso. Alfred vendrá a Londres. Ha ahorrado de su sueldo y ha comprado dos entradas para ver Princess Ida. Por primera vez asistiré a un espectáculo teatral. He visto los carteles que lo anuncian en Haymarket, mientras cumplía un encargo de Hannah, o en alguna de mis tardes libres, pero nunca he estado en un teatro.

Es mi secreto. No se lo digo a Hannah, que ya tiene bastante en que pensar, ni a los demás sirvientes de la casa del número diecisiete. El gusto por mortificarnos de la señora Tibbit ha conseguido que cualquier insignificancia sea objeto de burlas, de crueldad, como modo de diversión. Una vez, cuando me vio leyendo una carta (gracias a Dios no era de Alfred sino de la señora Townsend), insistió en que se la mostrara. Alegó que era su obligación controlar que sus subordinados no se comportaran indebidamente o mantuvieran relaciones indecorosas, porque el amo no lo admitiría.

En cierto modo tiene razón. En los últimos tiempos, Teddy se ha vuelto muy estricto con el personal de servicio. En el trabajo las cosas no marchan bien, y aunque no es por naturaleza una persona de mal carácter, tal parece que incluso el hombre más bonachón puede cambiar de humor cuando los problemas lo acosan. Comenzó a preocuparle la suciedad y adquirió el hábito de controlar a diario la higiene de nuestras uñas, algo que aprendió de su padre.

Ese es el motivo por el que los demás sirvientes no deben saber lo de Emmeline. Seguramente alguno hablaría, tratando de ganar su aprecio por haber sido el que dio la información. Ellos responden a Teddy, yo soy leal a Hannah.

Al llegar a la casa del número diecisiete, subo rápidamente por la escalera de servicio, ansiosa por no llamar la atención de la señora Tibbit.

Hannah me espera en su dormitorio. Desde que recibió la llamada de su padre, la semana anterior, la palidez no ha desaparecido de su rostro. Le entrego la carta y ella la abre inmediatamente. La lee y suspira aliviada.

– La han encontrado -anuncia sin levantar la vista del papel-. Gracias a Dios, está bien.

Luego sigue leyendo, inspira, menea la cabeza.

– Oh, Emmeline -exclama con la voz entrecortada.

Cuando termina de leer la carta, la deja a un lado y me mira. Con la boca cerrada asiente, como para sí misma.

– Debemos ir a buscarla inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde.

Vuelve a poner la carta en el sobre agitadamente. Desde que visitó a la adivina ha estado permanentemente nerviosa y preocupada.

– ¿Ahora mismo, señora?

– De inmediato, ya han pasado tres días.

– ¿Pido al chófer que traiga el coche?

– No -se apresura a responder Hannah-. No puedo arriesgarme a que alguien lo descubra -afirma, refiriéndose a Teddy y su familia-. Conduciré yo misma.

– ¿Cómo dice, señora?

– ¿Te sorprende, Grace? No es tan extraordinario, considerando que mi padre y mi esposo son fabricantes de automóviles.

– ¿Le traigo los guantes y la bufanda, señora?

Hannah asiente.

– Y los tuyos.

– ¿Los míos, señora?

– Vendrás conmigo, ¿verdad? -ruega Hannah mirándome con ojos muy abiertos-. Si vamos nosotras dos tendremos más posibilidades de rescatarla.

Nosotras. La palabra me suena especialmente afectuosa. Por supuesto, iré con ella. Necesita mi ayuda. Estaré de regreso a tiempo para encontrarme con Alfred.


Él es un director de cine francés, que dobla en edad a Emmeline y, lo que es peor, está casado. Hannah me lo cuenta durante el viaje. Nos dirigimos a los estudios cinematográficos, al norte de Londres. El investigador asegura que Emmeline está allí.

Cuando llegamos a la dirección indicada, Hannah detiene el automóvil y nos quedamos dentro por un momento, mirando a través de la ventanilla. Estamos en una parte de la ciudad desconocida para las dos. Las casas son bajas y estrechas, de ladrillo oscuro. El reluciente Rolls Royce de Teddy no pasa desapercibido en ese lugar. Hannah saca la carta del detective y verifica la dirección. Me mira, alza las cejas, asiente.

Es una casa modesta. Hannah llama a la puerta. Una mujer rubia, con rulos, vestida con una sucia bata de seda color crema, se asoma.

– Buenos días, soy Hannah Luxton, la señora Hannah Luxton.

La mujer cambia de posición y la bata deja a la vista su rodilla. Abre los ojos.

– Claro, querida -responde. Su acento me recuerda al de una amiga de Deborah oriunda de Texas-. ¿Qué desea? ¿Viene por la audición?

Hannah parpadea.

– Vengo a buscar a mi hermana. Emmeline Hartford.

La mujer frunce el ceño.

– Es un poco más baja que yo -explica-, tiene el cabello claro, los ojos azules. -Saca de su bolso una fotografía y se la entrega a la mujer.

– Oh, sí, sí -dice la dueña de la casa y le devuelve la fotografía-. Esa niña, por supuesto.

Hannah suspira aliviada.

– ¿Está aquí? ¿Se encuentra bien?

– Desde luego.

– Gracias a Dios. Entonces, quiero verla.

– Lo siento, cariño, es imposible. Está en pleno rodaje.

– ¿Rodaje?

– Están filmando una escena. A Philippe no le gusta que lo molesten cuando trabaja. -La mujer cambia el peso de su cuerpo al otro lado, dejando a la vista la otra rodilla, e inclina la cabeza hacía un lado.

– Pueden esperar dentro, si lo desean.

Hannah me mira. Levanto los hombros en señal de impotencia y seguimos a la mujer hacia el interior de la casa.

Atravesamos un vestíbulo, subimos una escalera y llegamos a una pequeña habitación. En el centro hay una cama de matrimonio con las sábanas desordenadas. Las cortinas están cerradas para que no entre la luz del día. En cambio, hay tres lámparas encendidas, cubiertas con chales de seda roja.

Pegada a la pared hay una silla con una maleta. La reconocemos, es de Emmeline. Sobre una de las mesillas descubrimos un juego de pipas.

– Oh, Emmeline… -lamenta Hannah y enmudece.

– ¿Quiere un vaso de agua, señora? -le pregunto. Ella asiente como un autómata.

– Sí…

No me atrevo a bajar la escalera para encontrar la cocina. La mujer que nos acompañó hasta aquí ha desaparecido y desconozco qué peligros acechan más allá del vestíbulo. Pero encuentro un baño diminuto junto al rellano. Hay una mesa repleta de pinceles y lápices, de los que se usan para maquillar, polveras y pestañas postizas. La única taza que puedo distinguir es una pesada jarra mugrienta con una serie de círculos concéntricos en su interior. Trato de limpiarlo pero las manchas son persistentes. Regreso junto a Hannah con las manos vacías.

– Lo siento, señora…

Ella me mira y respira profundamente.

– Grace, no quiero alarmarte, pero creo que Emmeline está viviendo con un hombre.

– Sí, señora -respondo, tratando de ocultar mi horror, para no aumentar su inquietud-. Eso parece.

La puerta se abre y nos volvemos para mirar. Emmeline está de pie en el quicio. La observo atónita. Tiene el cabello rubio recogido y los rizos caen desde lo alto hacia las mejillas. Las largas pestañas negras hacen que sus ojos parezcan increíblemente grandes. Sus labios están pintados de rojo brillante y usa una bata de seda similar a la de la mujer que nos recibió. A pesar de los intentos por darle aspecto de mujer adulta, conserva una apariencia infantil. Es su expresión, carece de los artificios propios de la madurez. Está genuinamente sorprendida de vernos y no puede ocultarlo.

– ¿Qué hacéis aquí? -pregunta.

– Gracias a Dios. -Hannah suspira aliviada y corre hacia Emmeline.

– ¿Qué hacéis aquí? -insiste Emmeline. Ha recuperado su pose, los párpados caídos reemplazan a los ojos abiertos de asombro, y la pequeña «o» que dibujaban sus labios se ha convertido en una mueca de disgusto.

– Hemos venido a buscarte. Vístete rápido, nos vamos.

Emmeline camina lentamente hacia el tocador, muy ufana, v se hunde en la butaca. Extrae un paquete aplastado de cigarrillos, sujeta entre los labios el que sobresale y lo enciende. Después de soltar una bocanada de humo, contesta:

– No voy a ninguna parte. No puedes obligarme.

Hannah la toma del brazo y la levanta de golpe.

– Sí puedo, y vendrás conmigo. Nos vamos a casa.

– Ahora ésta es mi casa -replica Emmeline, soltándose-. Soy una actriz. Seré una estrella de cine. Philippe dice que tengo el carisma necesario.

– Por supuesto -asevera Hannah con tristeza-. Grace, recoge el equipaje de Emmeline mientras la ayudo a vestirse.

Hannah desata la bata de Emmeline y las dos ahogamos un grito. Debajo lleva puesto un negligé transparente. Los pezones rosados asoman bajo el encaje negro.

– ¡Emmeline! -censura Hannah mientras yo me apresuro a tomar la maleta-. ¿Qué clase de película estás haciendo?

– Una historia de amor -responde, cubriéndose nuevamente con la bata mientras sigue fumando su cigarrillo.

Hannah le tapa la boca. Me mira. En sus redondos ojos azules percibo una mezcla de horror, ira y preocupación. Es peor de lo que habíamos imaginado. Las dos nos quedamos sin palabras. Saco de la maleta uno de los vestidos de Emmeline. Hannah se lo alcanza a su hermana.

– Vístete -logra decir.

Se oye un ruido, pesados pasos suben las escaleras. De pronto aparece en la puerta un hombre bajo con bigote, robusto y moreno, con un aire ligeramente arrogante. Viste un traje con chaleco de motas de color oro y bronce, que refleja la decadente opulencia de la casa. Del cigarro que sostiene entre sus labios rojos sale un humo gris.

– Philippe -anuncia Emmeline triunfante, librándose de Hannah.

– ¿Qué es esto? -pregunta el hombre con marcado acento francés. Aparentemente, el cigarro no le impide hablar-. ¿Qué creen que están haciendo? -demanda a Hannah, mientras se ubica junto Emmeline y la toma del brazo en actitud de propietario.

– La llevamos a casa -responde Hannah.

– ¿Y quién es usted? -inquiere Philippe mirando a Hannah de arriba abajo.

– Soy su hermana.

La respuesta parece complacerlo. Arrastra consigo a Emmeline y ambos se sientan en el borde de la cama. En ningún momento deja de mirar a Hannah.

– ¿Cuál es el problema? ¿Tal vez la hermana mayor quiera rodar algunas escenas junto a nuestra niña?

Hannah respira entrecortadamente. Cuando logra recuperar la compostura, contesta:

– Ciertamente, no. Nos vamos en este preciso instante.

– Yo no me voy -dice Emmeline.

Philippe se encoge de hombros como sólo un francés sabe nacerlo.

– Parece que no quiere irse.

No es ella quien decide -replica. Hannah. Luego se dirige a mí-. Grace, ¿has terminado con la maleta?

– Casi, señora.

Hasta ese momento Philippe no había advertido mi presencia.

– ¿Una tercera hermana?

El cineasta alza una ceja en señal de admiración. Su injustificada atención me avergüenza. Me siento tan incómoda como si estuviera desnuda.

Emmeline ríe.

– Oh, Philippe. No bromees. Es Grace, la doncella de Hannah.

Aunque me halaga que me hayan tomado por una tercera hermana, agradezco que Emmeline le tire de la manga para que él deje de mirarme.

– Díselo -pide Emmeline-, cuéntale lo nuestro -agrega, mirando a Hannah con el incontrolable entusiasmo de sus diecisiete años-. Nos hemos fugado juntos porque vamos a casarnos.

– ¿Y qué opina de eso su esposa, monsieur? -pregunta Hannah.

– Él no tiene esposa. No todavía.

– Debería avergonzarse, monsieur. Mi hermana apenas tiene diecisiete años.

Como impulsado por un resorte, Philippe aparta el brazo que rodeaba los hombros de Emmeline.

– Es edad suficiente para enamorarse -afirma Emmeline-. Nos casaremos cuando cumpla dieciocho, ¿no es así, Philly?

Philippe sonríe torpemente. Se pasa las manos por el pantalón y se pone en pie.

– ¿Verdad que pensamos casarnos, tal como planeamos? -pregunta Emmeline alzando la voz-. Díselo.

Hannah arroja el vestido sobre el regazo de Emmeline.

– Sí, monsieur, dígamelo.

Una de las lámparas parpadea y la luz se apaga. Philippe se encoge de hombros. El cigarro cae de su labio inferior.

– Yo… eh…, bueno…

– Basta, Hannah -advierte Emmeline con voz trémula-. Vas a arruinarlo todo.

– Me llevo a mi hermana a casa -repite Hannah-. Y si intenta hacer esto más difícil de lo que ya es, mi esposo personalmente se asegurará de que no vuelva a filmar jamás una película. Tiene amistades en la policía y el gobierno. No dudo que estarán muy interesados en saber qué clase de películas hace.

Tras escuchar esas palabras, Philippe empieza a colaborar. Recoge algunas cosas de Emmeline que están en el baño y las guarda en su maleta, aunque según puedo apreciar, sin mucho cuidado. El mismo lleva el equipaje de Emmeline al coche, y permanece en silencio mientras ella llora, recordándole cuánto lo ama, y rogando que le explique a Hannah que van a casarse. Por fin mira a Hannah, le preocupa que las palabras de Emmeline puedan causarle problemas. Teme que el esposo de Hannah intervenga.

– No sé de qué habla. Está loca. Me dijo que tenía veintiún años -alega por fin.

Durante todo el trayecto de regreso a casa, Emmeline llora lágrimas amargas. No escucha una sola de las aleccionadoras palabras de su hermana acerca de la responsabilidad y la reputación, y de que huir no es la solución.

– Él me ama -insiste cuando Hannah termina su sermón. Las lágrimas resbalan por su cara, sus ojos están enrojecidos-. Vamos a casarnos.

Hannah suspira.

– Ya basta, Emmeline, por favor.

– Estamos enamorados. Philippe me buscará y me encontrará.

– Lo dudo.

– ¿Por qué tenías que venir a arruinar las cosas?

– ¿Arruinar qué? -grita Hannah-. Te he rescatado. Puedes considerarte afortunada de que hayamos llegado antes de que estuvieras realmente en problemas. Él está casado. Te mintió para que aceptaras hacer sus repugnantes películas.

Emmeline la mira con el labio inferior tembloroso.

– No puedes soportar que yo sea feliz. Que esté enamorada. Que finalmente me haya sucedido algo maravilloso. Que alguien me ame a mí más que a nadie.

Hannah no responde. Hemos llegado a la casa del número diecisiete. El chófer se acerca para llevar el coche al garaje.

Emmeline cruza los brazos y deja de gimotear.

– Puede que hayas arruinado la película, pero sigo decidida a ser actriz. Philippe me esperará. Y las otras cintas serán exhibidas.

– ¿Hay otras? -Hannah me mira por el espejo retrovisor. Sé lo que está pensando. Tendrá que decírselo a Teddy. Sólo él puede lograr que esas películas no salgan a la luz.

Las dos hermanas entran en la casa, mientras yo corro hacia la escalera de servicio. No tengo reloj de pulsera pero estoy segura de que son casi las cinco. El teatro comienza a las cinco y media. Cuando abro la puerta no es Alfred sino la señora Tibbit quien me espera.

– ¿Y Alfred? -pregunto, casi sin aliento.

– Buen chico -dice, y la sonrisa le llega hasta el lunar-. Es una pena que tuviera que irse tan rápido. Me invade la desazón. Miro el reloj.

– ¿A qué hora se fue?

– Oh, hace un rato -responde la señora Tibbit dirigiéndose a la cocina-. Estuvo aquí sentado mirando el reloj, hasta que puse fin a su sufrimiento.

– ¿Puso fin a su sufrimiento?

– Le dije que perdía el tiempo. Que habías salido a hacer uno de tus encargos secretos para la señora y que nadie podía adivinar cuándo estarías de regreso.

Otra vez estoy corriendo. Voy por Regent Street hacia Picadilly. Tal vez pueda alcanzarlo. Maldigo a la señora Tibbit, esa bruja entrometida. ¿Con qué intención le habrá dicho a Alfred que no regresaría? Y encima contarle que estaba haciendo un recado para Hannah en mi tarde libre. Es como si supiera cuál era la mejor manera de herirlo. Conozco a Alfred lo suficiente como para adivinar lo que pensó. Sus cartas están cada vez más cargadas de frustración debido a la «explotación feudal de esclavos y siervos» y arengas como «despertar al gigante dormido del proletariado». Sin embargo topa con mi incapacidad de comprender el trabajo como explotación. La señorita Hannah me necesita, le escribo una y otra vez. Me gusta mi trabajo. ¿Por qué debería considerarme explotada?

Cuando Regent Street desemboca en Picadilly el bullicio aumenta. Los relojes de Saqui and Lawrence marcan las cinco y media, hora de cierre de los comercios, y Picadilly Circus está sobrecargado de tráfico, peatonal y motorizado. Caballeros y empresarios, damas y mensajeros se empujan para pasar. Yo me deslizo entre un autobús y un taxi estacionado, y casi me aplasta un carro tirado por caballos, cargado con gruesos sacos de arpillera.

Corro por Haymarket. Salto por encima de un bastón extendido hacia adelante, despertando la ira de su dueño, un señor con monóculo. Camino pegada a los edificios, donde hay menos transeúntes, hasta que, sin aliento, llego al Teatro de Su Majestad. Me apoyo en la pared de piedra que está justo debajo de la marquesina buscando entre los rostros que pasan, serios, sonrientes, conversadores, con la esperanza de que mi vista reconozca la silueta familiar. Un hombre delgado y una dama aún más delgada se apresuran a subir las escaleras del teatro. Él muestra las dos entradas y los conducen al interior. A lo lejos un reloj -¿el Big Ben, tal vez?- señala el cuarto de hora. ¿Es posible que Alfred aún pueda llegar? ¿Habrá cambiado de idea? ¿O he llegado demasiado tarde y ya ha ocupado su asiento en el teatro?

Espero hasta que el Big Ben da la hora, y para más seguridad, el cuarto de hora. Nadie ha entrado o salido del teatro después de aquellos elegantes figurines. Estoy sentada en las escaleras. Mi respiración es serena y estoy resignada. No veré a Alfred esta tarde.

Cuando un barrendero me sonríe lascivamente, comprendo que es hora de partir. Me envuelvo con el chal, me acomodo el sombrero, y me dirijo a la casa del número diecisiete. Le escribiré a Alfred. Le explicaré lo ocurrido. Le hablaré de Hannah y la señora Tibbit. Puedo incluso contarle toda la verdad acerca de Emmeline y Philippe y del escándalo que logramos evitar. A pesar de todas sus ideas sobre la explotación y las sociedades feudales, Alfred lo entenderá.


Hannah le ha contado a Teddy lo de la película y él se ha puesto furioso. La ocasión no podía ser peor, explica, en vísperas de su candidatura para las próximas elecciones. Si se filtrara una sola palabra sobre ese turbio asunto estaría perdido, estarían todos arruinados.

Hannah asiente, vuelve a disculparse, le recuerda a Teddy que Emmeline es joven, ingenua, crédula. Que ya lo superará.

Teddy gruñe; lo hace con frecuencia en estos últimos tiempos. Se pasa una mano por el cabello oscuro, que está encaneciendo. Emmeline no ha tenido una guía, indica, ése es el problema. Las criaturas que crecen salvajemente se vuelven rebeldes.

Hannah le recuerda que Emmeline y ella se criaron en el mismo lugar. Teddy sólo levanta una ceja, le exige que su hermana se someta a su autoridad. Cuanto antes, mejor. Tiene que pasar más tiempo en su casa, donde Deborah le servirá de guía para su vida adulta.

Hannah no está de acuerdo. Opina que compartir el tiempo con Deborah es otra forma de aislarse, pero no lo dice. Necesita que Teddy recupere esas películas y no quiere disgustarlo.

Teddy resopla. No tiene tiempo para seguir conversando sobre el tema. Tiene que ir al club. Le pide a su esposa que le anote la dirección del cineasta y le recomienda no conservar nada que pueda relacionarles con él en el futuro. En un matrimonio no hay lugar para el secreto.

A la mañana siguiente, mientras ordeno el tocador de Hannah, encuentro una nota con mi nombre en el encabezado. Seguramente la ha dejado allí después de que la ayudara a vestirse. La abro, con los dedos temblorosos, aunque no por temor o inquietud sino por la expectativa, la excitación que provoca lo imprevisible.

Sin embargo, cuando la abro descubro que no está escrita en inglés. Es un conjunto de curvas, líneas y puntos, cuidadosamente dibujados en la página. Al observarlo comprendo que es taquigrafía. Me recuerda los cuadernos que encontraba en Riverton, hace años, cuando ordenaba el cuarto de Hannah. Me ha dejado una nota escrita en un código secreto, que no puedo descifrar.

No me separo de la nota en todo el día. Pero mientras me ocupo de la limpieza, la costura o el zurcido no puedo concentrarme en mis tareas. La mitad de mi mente se pregunta qué dice, tratando de encontrar el modo de saberlo. Busco los libros que me permitirían decodificaría, pero no los encuentro. Tal vez Hannah los dejara en Riverton.

Unos días más tarde, a la hora del té, cuando estoy recogiendo la mesa, Hannah se acerca a mí y me pregunta:

– ¿Recibiste mi nota?

Le digo que sí.

– Es nuestro secreto -señala sonriente. Es la primera sonrisa que le he visto en mucho tiempo.

Se me cierra el estómago. Sus palabras confirman que es importante, un secreto. Y que soy la única persona a quien se lo ha confiado. Debo decirle la verdad o encontrar la manera de leerlo. Elijo lo último, por supuesto. Por primera vez en mi vida alguien me escribe una carta en un código secreto.


Días después llega la solución. Saco el ejemplar de El regreso de Sherlock Holmes que tengo debajo de la cama y dejo que se abra en el lugar donde hay un señalador. Allí, entre dos de mis cuentos favoritos, está mi lugar secreto. Entre las cartas de Alfred hay un pedazo de papel que he guardado durante un año. Por suerte lo he conservado, no porque me interese el domicilio que tiene escrito, sino porque es su letra. Solía mirarlo, olerlo y revivir el día en que me lo entregó, aunque no lo he hecho durante meses, no desde que él comenzó a escribirme regularmente cartas más afectuosas. Saco el papel con la dirección de Lucy Starling.

No la he visitado hasta ahora. No ha sido necesario. Mi trabajo me mantiene ocupada y en mis escasos ratos libres leo o escribo a Alfred. Por otra parte, hay algo más que me ha impedido ponerme en contacto con ella. Una pequeña llama de celos, ridicula pero poderosa, se encendió cuando Alfred pronunció su nombre de pila de forma tan espontánea aquella tarde en medio de la niebla.

Cuando llego al apartamento me asalta la duda. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Vivirá aún allí? ¿Debería haberme puesto mi otro vestido, el bueno? Toco el timbre. Me atiende una anciana. Me siento aliviada y desilusionada.

– Lo siento, buscaba a otra persona.

– ¿Sí?

– Una antigua amiga.

– ¿Cómo se llama?

– Señorita Starling -le digo, aunque no es asunto suyo-. Lucy Starling.

Hago un gesto en señal de despedida y cuando me dispongo a irme, ella dice casi en un murmullo:

– Primer piso, segunda puerta a la izquierda.

Comprendo que la anciana es la casera. Me observa mientras subo la escalera cubierta por una alfombra roja. Aunque no puedo verla, siento sus ojos clavados en mí. Tal vez no sea así. Quizás haya leído demasiadas novelas de misterio.

Avanzo cautelosamente por el pasillo. Está oscuro. La única ventana, en el hueco de la escalera, está cubierta de polvo. Segunda puerta a la izquierda. Golpeo. Se oye un frufrú y sé que ella está allí. Respiro profundamente.

La puerta se abre. Es ella. Tal como la recordaba.

Me mira un instante.

– ¿Sí? -pregunta parpadeando-. ¿Nos conocemos?

La casera sigue observando. Ha subido los primeros escalones para no perderme de vista. La miro y rápidamente vuelvo a dirigirme a la señorita Starling.

– Soy Grace, Grace Reeves. Nos conocimos en la mansión Riverton.

Cuando me reconoce su cara se ilumina.

– Grace, por supuesto. ¡Qué gusto verla! -exclama con el tono mesurado que usaba para mantener la distancia con los sirvientes de Riverton. Sonríe, se aparta de la puerta y me indica que pase.

No he pensado qué voy a decir. La idea de visitarla surgió súbitamente.

La señorita Starling me conduce a una pequeña sala, y espera a que yo tome asiento primero.

Me ofrece una taza de té. Me parece descortés no aceptar. Cuando desaparece en lo que presumo es la cocina, recorro con la vista la habitación. Es más luminosa que el pasillo, y advierto que las ventanas, como todo el apartamento, están escrupulosamente limpias. Ella ha logrado que su modesta condición luzca lo mejor posible.

Cuando regresa trae una bandeja cargada con una tetera, un azucarero y dos tazas.

– ¡Qué agradable sorpresa! -dice. En su mirada advierto la pregunta que, por cortesía, no se atreve a formular.

– He venido a pedirle un favor -explico.

Ella asiente.

– ¿De qué se trata?

– ¿Sabe taquigrafía?

– Por supuesto -responde, con cierta preocupación-. Tanto el método Pitman como el Gregg.

Es mi última oportunidad de arrepentirme y partir. Puedo decirle que cometí un error, dejar la taza y dirigirme hacia la puerta. Bajar rápidamente las escaleras, salir a la calle y no regresar jamás. Pero si lo hago nunca lo sabré. Y debo saberlo.

– ¿Podría descifrar algo para mí? -me oigo decir-. ¿Contarme qué dice?

– Por supuesto.

Le entrego la nota. Contengo la respiración. Espero haber tomado la decisión correcta.

Sus ojos claros recorren los renglones, con una lentitud atroz. Por fin se aclara la voz.

– Dice: «Gracias por ayudarme en el desafortunado asunto de la película. No sé qué habría hecho sin ti. T. se disgustó mucho al saberlo… como podrás imaginarte. No le he contado todo, por cierto, no le he dicho que estuvimos en ese horrendo lugar. Él no es indulgente con los secretos. Sé que puedo contar contigo, mi incondicional Grace. Eres más una hermana que una doncella».

La señorita Starling me mira.

– ¿Tiene esto algún sentido para usted?

Asiento. No puedo pronunciar una palabra. Más una hermana… Una hermana. De pronto estoy al mismo tiempo en dos lugares: aquí, en la modesta sala de Lucy Starling, y muy lejos, en el tiempo y el espacio, en el cuarto de juegos de Riverton, contemplando ansiosamente desde la biblioteca a dos niñas con el mismo cabello y los mismos lazos. Los mismos secretos.

La señorita Starling me devuelve la nota sin hacer más comentarios sobre su contenido. De pronto advierto que las referencias a asuntos desafortunados y secretos pueden haber despertado sus sospechas.

– Es parte de un juego -me apresuro a decir y prosigo, más lentamente, deleitándome con la falsedad-, que jugamos a veces.

– ¡Qué divertido! -contesta despreocupadamente la señorita Starling. Como secretaria, está acostumbrada a oír y olvidar las confidencias de los demás.

Terminamos nuestro té conversando sobre Londres y los viejos tiempos en Riverton. Me sorprende oírla decir lo nerviosa que se ponía cuando bajaba al comedor de los sirvientes y que el señor Hamilton le imponía más que el señor Frederick. Ambas reímos cuando le digo que nosotros estábamos tan nerviosos como ella.

– ¿Por mí? -pregunta, secándose suavemente los ojos con un pañuelo.

– Era nuestra reacción ante cualquier extraño.

Cuando me pongo de pie para irme, me pide que vuelva a visitarla y prometo hacerlo. Lo digo sinceramente. Me pregunto por qué no lo hice antes. Es una persona agradable y ninguna de las dos tiene amistades en Londres. Me acompaña a la puerta y nos despedimos.

Ya en la puerta diviso algo sobre su escritorio. Me inclino para asegurarme. Es el programa de una función teatral. El nombre me resulta familiar.

– ¿Princess Ida? -pregunto.

– Sí. -También ella mira hacia el escritorio-. La vi la semana pasada.

– Oh…

– Disfruté mucho del espectáculo. Si tiene oportunidad, no deje de ir.

– Sí, había planeado hacerlo.

– Ahora que lo pienso, es una verdadera coincidencia que haya venido a visitarme.

– ¿Una coincidencia? -Un escalofrío me recorre la piel.

– Jamás adivinará con quién fui al teatro.

Me temo que sí.

– Alfred Steeple. ¿Recuerda a Alfred, de Riverton?

– Sí.

– Fue algo realmente inesperado. Él tenía una entrada de más. Alguien canceló su cita con él a última hora. Dijo que había decidido ir solo y que entonces recordó que yo estaba en Londres. Nos habíamos encontrado unos años antes y él todavía recordaba mi dirección, de modo que fuimos juntos. Habría sido imperdonable desperdiciar una entrada. Sabemos lo que cuestan en esta época.

¿Es mi imaginación o el color rosado que tiñe sus pálidas y pecosas mejillas la hace parecer torpe e infantil pese a tener al menos diez años más que yo?

Logro hacer un gesto de despedida cuando ella cierra la puerta a mis espaldas. A lo lejos suena la bocina de un automóvil.

Alfred, mi Alfred, llevó a otra mujer al teatro. Rió con ella, le pagó la cena y la acompañó a casa.

Comienzo a bajar las escaleras.

Mientras yo lo buscaba por las calles él estaba aquí, pidiéndole a la señorita Starling que lo acompañara en mi lugar, dándole la entrada que estaba destinada a mí.

Me detengo, me apoyo contra la pared. Cierro los ojos y aprieto los puños. No puedo apartar mi mente de esa imagen, la de ambos, del brazo, sonrientes mientras comentaban los sucesos de esa noche. Tal como yo lo había soñado. Es insoportable.

Siento un ruido cercano. Abro los ojos. La casera está al pie de las escaleras; su pálida mano descansa sobre el pasamanos, tras sus gafas sus pequeños ojos me observan. Y en su rostro leo una expresión de inexplicable satisfacción. Por supuesto, estuvo con ella, me indican. ¿Qué podría querer él con alguien como tú si puede tener a alguien como Lucy Starling? No estás en condiciones de aspirar a alguien como él. Deberías haber escuchado a tu madre, haber conservado tu lugar.

Siento ganas de abofetear su rostro cruel.

Bajo rápidamente los escalones que faltan, dejo atrás a la anciana y salgo a la calle.

Juro que no volveré a ver a la señorita Starling.


Hannah y Teddy discuten sobre la guerra. Parece que todos los habitantes de Londres discuten sobre la guerra en estos días. Ha pasado bastante tiempo y aunque el dolor no ha desaparecido, y nunca lo hará, la distancia permite una mirada más crítica.

Hannah está haciendo amapolas con papel de seda rojo y alambre negro, yo la ayudo. Pero mi mente no está concentrada en las flores. Todavía me aflige pensar en Alfred y Lucy Starling. Sigo desconcertada, disgustada, pero sobre todo dolida con él por haber trasladado su afecto con tanta facilidad. Le he escrito otra carta, aún espero su respuesta. Mientras tanto, me siento extrañamente vacía. Por la noche, en la oscuridad de mi habitación, soy presa del llanto. Durante el día es más fácil, me siento en condiciones de dejar a un lado las emociones, ponerme mi máscara de sirviente y tratar de ser tan buena doncella como sea posible. Debo hacerlo, porque sin Alfred, Hannah es todo lo que tengo.

Las amapolas son la nueva causa de Hannah. Según explica, las hace en recuerdo a los campos de amapolas de Flandes mencionadas en el poema de un médico canadiense que fue a la guerra y no sobrevivió. Es el modo en que recordaremos este año a los caídos en la guerra.

Teddy cree que no es necesario, que si bien los muertos hicieron un valioso sacrificio, es hora de mirar hacia adelante.

– No fue un sacrificio -corrige Hannah mientras termina otra amapola-. Fue un desperdicio, sus vidas fueron desperdiciadas. Tanto la de aquellos que murieron como las de los muertos en vida que vemos en las esquinas aferrados a botellas de licor y con aspecto de mendigos.

– Sacrificio, desperdicio, es lo mismo -opina Teddy-. No seas pedante.

Hannah replica que él es un obtuso. Sin mirarlo, agrega que sería bueno que él mismo llevara una amapola. Eso podría contribuir a detener los conflictos en las fábricas.

En los últimos tiempos ha habido numerosas huelgas en las fábricas Luxton. Comenzaron después de que Lloyd George concediera un título nobiliario a Simion por sus servicios durante la guerra. Aparentemente, muchos de sus obreros lucharon o perdieron en ella a padres o hermanos y no tienen en mucha estima el historial de guerra de Simion. No hay demasiado entusiasmo por tipos como Simion o Teddy, de quienes se cree que ganaron dinero a costa de la muerte de otros.

Teddy no responde, o por lo menos no claramente. Murmura algo sobre hombres ingratos, que deberían estar felices por tener un trabajo en una época como ésta, toma una amapola y curva su tallo de alambre negro. Durante un rato permanece en silencio, fingiendo estar absorto en la lectura del periódico. Hannah y yo continuamos enroscando el papel de seda y uniendo los pétalos a los tallos.

Teddy pliega su periódico y lo arroja sobre la mesa que está junto a él. Se pone de pie y se coloca la chaqueta. Anuncia que va al club. Se acerca a Hannah y enreda suavemente la amapola en su cabello. Sugiere que la lleve ella en su lugar, dado que le queda mejor. Teddy se inclina para besarla en la mejilla y luego atraviesa la habitación. Cuando llega a la puerta duda, como si hubiera recordado algo, y regresa.

– Hay un modo seguro de dejar de lado la guerra -sugiere- y es reemplazar las vidas que se perdieron con otras nuevas.

Esta vez le toca a Hannah callarse. Se pone tensa, aunque nadie lo notaría si no estuviera esperando esa reacción. Ella no me mira. Sus dedos se elevan y desprenden del cabello la amapola de Teddy.

Hannah todavía no ha conseguido quedarse embarazada. Nunca me ha hablado de ello y por eso ignoro cómo se siente al respecto. Al principio me preguntaba si utilizaría algún método para evitarlo. Pero no puedo confirmar esa suposición. Tal vez ella sea sencillamente una de esas mujeres poco propensas al embarazo. Las afortunadas, como mi madre solía decir.


En el otoño de 1921 recibo una oferta. Una amiga de Deborah, lady Pemberton-Brown, me acorrala durante un fin de semana en el campo y me ofrece empleo. Comienza alabando mi habilidad para la costura y acto seguido me dice que es difícil encontrar una buena doncella, y que le encantaría que trabajara para ella.

Me siento halagada: es la primera vez que alguien presta atención a mi trabajo. Los Pemberton-Brown viven en Glenfield Hall y son una de las familias más antiguas e importantes de toda Inglaterra. El señor Hamilton contaba historias sobre Glenfield, y como todos los mayordomos, la usaba como referencia para comportarse.

Agradezco las amables palabras de lady Pemberton-Brown pero le digo que no es probable que abandone mi puesto en casa de los Luxton. Ella me pide que lo piense. Dice que volverá al día siguiente para saber si he cambiado de idea.

Y lo hace, entre sonrisas y halagos.

Vuelvo a decir que no. Esta vez, con más firmeza. Le digo que tengo claro cuál es el lugar al que pertenezco. Que sé con quién y para quién quiero trabajar.

Unas semanas más tarde, nuevamente en la casa del número diecisiete, Hannah descubre lo ocurrido con lady Pemberton-Brown. Una mañana me llama al salón. En cuanto entro percibo que no está de buen humor, aunque todavía no sé por qué. La veo caminar de un lado a otro de la sala.

– ¿Puedes imaginarte lo que significa descubrir, en medio de un almuerzo con siete mujeres que intentan hacerme quedar como una estúpida, que a mi doncella le han ofrecido trabajo en otra casa?

Inspiro. Me ha cogido desprevenida.

– Estaba sentada entre ellas, cuando comenzaron a hablar del asunto, entre risas por si fuera poco, fingiendo sorprenderse de que yo no lo supiera, de que algo así pudiera suceder delante de mis narices. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Lo siento, señora.

– También yo. Necesito confiar en ti, Grace. Y pensé que podía hacerlo, después de tanto tiempo, después de todo lo que hemos pasado juntas.

Aún no he tenido respuesta de Alfred. El desánimo y la preocupación se apoderan de mi voz y le dan un matiz áspero.

– Rechacé la proposición de lady Pemberton-Brown, señora. No se me ocurrió mencionarlo porque no tenía intención de aceptar.

Hannah se detiene, me mira, suspira. Se sienta en el borde del sillón y menea la cabeza. Sonríe levemente, se la ve más pálida de lo habitual.

– Oh, Grace, perdona. Me he comportado de un modo detestable. No sé por qué he reaccionado así.

Durante un minuto guarda silencio, con la frente apoyada en una mano. Cuando levanta la cabeza me mira fijamente y me dice con voz baja y temblorosa:

– Todo es tan distinto a como había imaginado, Grace.

Se la ve tan endeble que de inmediato lamento haberle hablado tan duramente.

– ¿A qué se refiere, señora?

– A todo -afirma, mirándome con desánimo-. Todo esto: esta habitación, esta casa, Londres, mi vida. Me siento totalmente desvalida. A veces trato de recapitular para comprender cuándo tomé la primera decisión errónea. -Su mirada se aparta de mí y se dirige a la ventana-. Siento que la verdadera Hannah Hartford huyó para vivir su verdadera vida y me dejó aquí en su lugar -confiesa, volviéndose hacia mí-. ¿Recuerdas que el año pasado fui a ver a una espiritista?

– Sí, señora -digo con recelo.

– No pudo decirme nada. -Por un instante me siento aliviada. Ella continúa-: No pudo. Lo intentó: me pidió que me sentara frente a ella y tomara una carta. Pero cuando se la entregué y la miró, volvió a meterla en la baraja y me pidió que eligiera otra. Por su expresión comprendí que era la misma carta y supe cuál era. La carta de la muerte. -Hannah se pone de pie y recorre la habitación-. Al principio no quiso decírmelo. Tomó mi mano y tampoco se atrevió a contarme lo que leía en ella. Se disculpó explicando que no comprendía el significado, que era confuso, que su visión era borrosa, pero sí me aseguró algo, dijo que la muerte me estaba rondando y que debía estar atenta. No podía precisar si se trataba de muertes del pasado o el futuro, pero había algo oscuro.

Me esfuerzo por demostrar convicción y le digo que no debe permitir que eso la inquiete, que tal vez fuera una maniobra para obtener más dinero de ella, para asegurarse de que regresaría, ansiosa por saber más. Que, después de todo, es una apuesta segura en esta época, dado que todos los habitantes de Londres han perdido algún ser querido, y en especial los que requieren los servicios de una espiritista. Pero Hannah menea la cabeza con impaciencia.

– Sé lo que quiso decir, lo he deducido por mí misma. He leído sobre el tema. Hablaba de una muerte simbólica. A veces el lenguaje de las cartas es metafórico. Soy yo. Interiormente estoy muerta. Lo he sentido durante largo tiempo. Es como si hubiera muerto y todo lo que me ocurre no es más que el extraño y horrendo sueño de otra persona.

No sé qué decir. Le asevero que no está muerta. Que todo es real.

Ella sonríe con tristeza.

– Ah, entonces es peor aún. Si ésta es la vida real, no me queda nada.

Extrañamente sé exactamente lo que debo decir. Más una hermana que una doncella.

– Me tiene a mí, señora.

Hannah me mira y coge mi mano. La aprieta casi bruscamente.

– No me dejes, Grace. Por favor, no me dejes.

– No lo haré, señora -afirmo, conmovida por su solemnidad-. Nunca lo haré.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

Y para bien o para mal, cumplí mi palabra.

19. Resurrección

Oscuridad. Silencio. Figuras sombrías. Esto no es Londres. No es la sala de estar del diecisiete de Grosvenor Square. Hannah se ha esfumado. De momento.

Oigo una voz, alguien se acerca a mí en la oscuridad.

– Bienvenida a casa.

Parpadeo lentamente, una y otra vez.

Conozco esa voz. Es Sylvia. Súbitamente me siento vieja y cansada. Incluso mis párpados parecen muertos, funcionan mal, como un par de cortinas con cuerdas gastadas.

– Ha estado dormida mucho tiempo. Nos ha dado un buen susto. ¿Cómo se siente?

Fuera de lugar, de época. De sobra.

– ¿Quiere un vaso de agua?

Asiento con la cabeza. No puedo hablar porque tengo un tubito en la boca. Tomo un sorbo. Agua tibia. Algo familiar.

Me siento inexplicablemente triste. No, no es inexplicable. Estoy triste porque la balanza se ha desequilibrado y sé lo que se avecina.


Es sábado otra vez. Ha pasado una semana desde la feria de primavera. Desde mi colapso, como prefieren llamarlo. Estoy en mi habitación, en mi cama. Las cortinas están abiertas y el sol brilla a través de los arbustos. Es por la mañana, hay pájaros. Espero una visita. Sylvia ha estado aquí y me ha preparado para recibirla. Estoy apoyada en una pila de almohadas, como aquella muñeca de miss Polly en la canción. La sábana de arriba está prolijamente doblada, una franja amplia y lisa queda debajo de mis manos. Sylvia está decidida a que luzca presentable y no tengo deseos de resistirme. Que Dios se apiade de mí, incluso le he permitido que me peine y me maquille.

Golpean la puerta.

Ursula asoma la cabeza, comprueba que estoy despierta, sonríe. Hoy tiene el cabello peinado hacia atrás, su cara queda al descubierto. Una cara pequeña y redonda, que me atrae inexplicablemente.

Ahora está junto a la cama, con la cabeza inclinada. Me mira con esos grandes ojos oscuros, los ojos de una antigua pintura al óleo.

Hace la pregunta de rigor.

– ¿Cómo está?

– Mucho mejor, gracias por venir.

Ella menea rotundamente la cabeza. Con su gesto parece decirme: «No diga tonterías».

– Tendría que haber venido antes, pero no lo supe hasta ayer, cuando llamé.

– Es mejor que no lo hiciera. He estado muy solicitada. Mi hija estuvo instalada aquí desde que sucedió. Le di un gran susto.

– Lo sé. La he visto en el pasillo -indica y me dedica una sonrisa cómplice-. Me pidió que no la alterara.

– Dios no lo permita.

Ursula se sienta en la silla, junto a mis almohadas, y deja su bolso en el suelo.

– La película -le digo-. Cuénteme cómo va el rodaje.

– Está casi lista. Ya hemos completado la edición final y estamos terminando la posproducción y la banda sonora.

– Banda sonora -repito. Por supuesto, la tragedia debe desarrollarse con música de fondo-. ¿De qué clase?

– Canciones de los años veinte, principalmente melodías de baile. Y algunas composiciones para piano, tristes, hermosas, románticas. Del estilo de Tori Amos.

Mi falta de expresividad hace que continúe, tratando de mencionar músicos que conozco.

– Hay algo de Debussy, de Prokofiev.

– ¿Chopin?

Ursula me mira sorprendida.

– ¿Chopin? No. ¿Debería estar? No me diga que una de las chicas era fanática de Chopin.

– No, su hermano David tocaba obras de Chopin.

– Oh, menos mal. Él no es uno de los personajes principales. Murió demasiado pronto, no tuvo gran influencia en los hechos.

Es discutible, pero me callo.

– ¿Qué tal ha quedado? ¿Es una buena película? -pregunto. Ella se muerde el labio, suspira.

– Creo que sí, eso espero. Me preocupa que hayamos perdido la perspectiva.

– ¿Es tal como la imaginó?

– Sí y no -responde, y acompaña su respuesta moviendo. cabeza de un lado a otro-. Es difícil explicarlo. -Ursula suspiró otra vez-. Antes de empezar, cuando todo estaba en mi cabeza, el proyecto tenía un potencial ilimitado. Ahora se ha convertido en una película y siento que está llena de limitaciones.

– Sospecho que es lo que ocurre con la mayoría de los proyectos.

Ella asiente.

– No obstante, tengo una gran responsabilidad para con ellos y su historia. Quería que la película fuera perfecta.

– Nada es perfecto.

– No -admite sonriendo-. A veces creo que no soy la persona indicada para contar la historia. ¿Cómo puedo saber si la he comprendido correctamente?

– Lytton Strachey solía decir que la ignorancia es el primer requisito para un historiador.

Ella frunce el ceño.

– La ignorancia aporta claridad. Selecciona y omite con serena perfección.

– La construcción de un buen relato deja de lado una porción considerable de verdad, ¿es eso lo que quiere decir?

– Algo por el estilo.

– ¿Pero la verdad no es lo más importante? Especialmente en una película biográfica.

– ¿Qué es la verdad? -pregunto, y si tuviera energía suficiente me encogería de hombros.

– Es lo que verdaderamente ocurrió. -Ursula me mira como si yo hubiera perdido el juicio-. Usted lo sabe, ha pasado años hurgando en el pasado. Buscando la verdad.

– Eso hice, y me pregunto si alguna vez la encontré.

Me estoy cayendo. Ursula lo advierte, me toma suavemente por los antebrazos y vuelve a sentarme. Antes de que ella pueda entrar en discusiones semánticas, yo continúo.

– Cuando era joven quería ser detective.

– ¿De verdad? ¿Un detective de la policía? ¿Por qué cambió de idea?

– Los policías me ponen nerviosa.

– Habría sido un problema -señala sonriente.

– En cambio, me convertí en arqueóloga. En realidad no son ocupaciones tan distintas.

– La única diferencia es que las víctimas han muerto hace tiempo.

– Sí. Fue Agatha Christie quien me dio la idea. Uno de sus personajes. El que le dijo a Hércules Poirot: «Usted sería un buen arqueólogo, señor Poirot. Tiene el don de recrear el pasado». Lo leí durante la guerra, la segunda guerra. Por entonces había prometido no leer más relatos de misterio, pero una compañera enfermera tenía el libro, y es difícil abandonar las antiguas costumbres.

Ursula sonríe y de inmediato exclama:

– ¡Oh! Eso me recuerda que le he traído algo. -Luego toma su bolso y saca una pequeña caja rectangular. Tiene el tamaño de un libro, pero hace ruido-. Son grabaciones de Agatha Christie. No sabía que había prometido abandonar los relatos de misterio -se disculpa, y se encoge de hombros avergonzada.

– No tiene importancia. Fue una promesa circunstancial, un frustrado intento de dejar atrás mi parte juvenil. Volví a mi antiguo hábito en cuanto la guerra terminó.

Ursula señala el walkman que está sobre mi mesilla.

– ¿Podemos oírla antes de que me vaya?

– Sí, oigámosla.

Ella rasga el envoltorio de plástico, saca la primera cásete y abre el walkman.

– Hay una cásete dentro. -La toma y me la muestra. Es la cinta que grabo para Marcus-. ¿Es para él? ¿Para su nieto?

Asiento.

– Por favor, déjela sobre la mesilla, la necesitaré más tarde. Es verdad. El tiempo se me está acabando. Lo percibo y estoy decidida a terminar mi tarea.

– ¿Ha sabido algo de él? -pregunta Ursula.

– Todavía no.

– Pronto tendrá noticias, estoy segura.

Estoy demasiado cansada para tener fe, pero la suya es ferviente, y asiento de todos modos.

Ursula pone en marcha la cinta de Agatha y la deja sobre la mesilla. Se cuelga el bolso al hombro dispuesta a marcharse.

Estrecho su mano muy suavemente.

– Quiero pedirle algo, un favor, antes de que Ruth…

– Por supuesto, lo que sea -asiente Ursula con gesto inquisidor. Ha detectado la urgencia en mi voz-. ¿De qué se trata?

– Riverton. Quiero ver Riverton. Quiero que usted me lleve.

Ella cierra la boca, frunce el ceño. La he puesto en un aprieto.

– No sé, Grace, ¿qué dirá Ruth?

– Dirá que no, por eso se lo pido a usted.

Ursula mira hacia la pared. La he perturbado.

– Tal vez pueda traerle algunas de las escenas que filmamos. Las he grabado en vídeo.

– No -descarto con firmeza-. Necesito volver. Pronto. Necesito ir allí pronto.

Sus ojos vuelven a mirarme y antes de que asienta con la cabeza sé que aceptará.

Le devuelvo el gesto en señal de gratitud. Luego señalo la casete.

– Tuve oportunidad de conocerla, ¿sabe? A Agatha Christie.


Finales de 1922. Teddy y Hannah recibían invitados para cenar en la casa del número diecisiete. Teddy y su padre tenían negocios en común con Archibald Christie, algo relacionado con un invento que él estaba interesado en desarrollar.

Durante esos primeros años de la década, el matrimonio Luxton recibía invitados con frecuencia. Pero recuerdo en particular esa cena por diversos motivos. Uno de ellos es la presencia de Agatha Christie. Hasta ese momento sólo había publicado un libro, El misterioso caso de Styles, pero en mi imaginación Hércules Poirot ya había reemplazado a Sherlock Holmes, mi amigo de la niñez, y formaba parte de mi nuevo mundo.

También Emmeline estaba allí. Había pasado un mes en Londres. Tenía dieciocho años y había sido presentada en sociedad en la casa del número diecisiete. A diferencia de lo ocurrido con Hannah, no se hablaba de la necesidad de encontrarle un esposo. Sólo habían pasado cuatro años desde el baile de Riverton, y sin embargo los tiempos habían cambiado, y también las chicas. Se habían liberado de los corsés para someterse voluntariamente a la tiranía de las dietas. Todas tenían las piernas largas, el pecho plano y la cabeza vaporosa. Ya no susurraban cubriéndose la boca, no se ocultaban detrás de tímidas miradas. Bromeaban, bebían, fumaban e insultaban en camaradería con los chicos. Los vestidos eran más sueltos, y las telas más livianas, así como también lo eran las pautas morales.

Tal vez eso explique la inusual conversación que tuvo lugar durante la cena, o quizá fue la presencia de la señora Christie lo que indujo a tratar esos temas, por no mencionar los artículos que los periódicos habían publicado en los últimos tiempos.

– Deberían colgarlos a los dos -sugirió Teddy con ímpetu-. A Edith Thompson y a Freddy Bywaters. Y también a ese otro tipo, que mató a su esposa a principios de año en Gales. No recuerdo su nombre, pero era miembro del ejército, ¿verdad, coronel?

– El mayor Herbert Rowse -apuntó el coronel Christie.

Emmeline se estremeció histriónicamente.

– Es inimaginable que alguien asesine a su propia esposa, a la que se supone que ama.

– La mayoría de los asesinatos son cometidos por personas que dicen amarse -señaló la señora Christie.

– En general, la gente se está volviendo más violenta -opinó Teddy, y encendió un cigarro-. Basta con abrir el periódico para comprobarlo. Poco ha ayudado la prohibición de llevar pistolas.

– Esto es Inglaterra, señor Luxton, la tierra de las cacerías de zorro. No es difícil conseguir un arma de fuego.

– Tengo un amigo que siempre lleva consigo un revólver -intervino Emmeline.

– No es cierto -replicó Hannah, meneando la cabeza. Luego se dirigió a la señora Christie-. Me temo que mi hermana ha visto demasiadas películas estadounidenses.

– Es verdad -aseguró Emmeline-. Este amigo al que frecuento, al que concederé el beneficio del anonimato, me contó que era tan sencillo como comprar un paquete de cigarrillos. Se ofreció a conseguir uno para mí cuando lo deseara.

– Apuesto a que es Harry Bentley -afirmó Teddy.

– ¿Harry? -exclamó exageradamente Emmeline agitando las negras pestañas de rímel-. Harry es incapaz de matar una mosca. Tal vez te refieras a Tom, su hermano.

– Conoces a demasiada gente indeseable. Como recordarás, llevar armas es ilegal, además de peligroso.

Emmeline se encogió de hombros.

– Aprendí a disparar cuando era casi una niña. Todas las mujeres de mi familia saben usar armas. De lo contrario, la abuela nos habría repudiado. Pregúntale a Hannah. En una oportunidad trató de evitar la cacería, dijo que no le parecía correcto matar animales indefensos. La abuela le respondió sin vacilar, ¿no es así, Hannah?

Hannah alzó las cejas y tomó un sorbo de vino tinto, mientras su hermana continuaba.

– La abuela le dijo: «Es una tontería. Eres una Hartford. Llevas en la sangre la afición por la caza».

– Respeto su punto de vista, pero eso no modifica el mío-sentenció Teddy-. No habrá revólveres en esta casa. No quiero pensar lo que opinarían mis electores si supieran que no respeto la prohibición de tener armas de fuego.

– Futuros electores -precisó Hannah.

Emmeline puso los ojos en blanco.

– Tranquilízate, Teddy -le aconsejó Emmeline-. Si sigues así, tendrás un ataque al corazón y ya no necesitarás preocuparte por las armas de fuego. No he dicho que tenga intención de comprar un revólver. Sólo intentaba referirme a que una chica debe tener mucho cuidado hoy en día, cuando se oyen constantemente historias de esposos que se matan entre sí. ¿Está de acuerdo, señora Christie?

La señora Christie había estado atenta al diálogo con una expresión irónica, divertida.

– Me temo que no tengo mucho que decir sobre las armas. Mi especialidad son los venenos.

– Eso debe de ser inquietante, Archie -opinó Teddy, haciendo gala de un sentido del humor que yo no le conocía-. Una esposa aficionada al veneno.

Archibald Christie sonrió levemente.

– Es sólo una de las encantadoras aficiones de mi esposa.

Los esposos Christie se miraron a través de la mesa.

– No más encantador que tus sórdidas aficiones -replicó la señora Christie-, y mucho menos miserables.


Esa misma noche, ya tarde, después de que los invitados se retiraran, tomé mi ejemplar de El misterioso caso de Styles que tenía debajo de la cama. Era un regalo de Alfred y estaba tan absorta releyendo, una vez más, su dedicatoria, que no oí la campanilla del teléfono. Seguramente el señor Boyle había transferido la llamada a la habitación de Hannah. En ese momento no le di importancia. Comencé a preocuparme cuando el mayordomo llamó a mi puerta para decirme que la señora quería verme.

Hannah todavía tenía puesto su vestido de seda gris claro. El cabello rubio y ondulado le enmarcaba el rostro y una diadema de brillantes adornaba su cabeza. Estaba de pie, de espaldas a mí. Se volvió cuando entré en la habitación.

– Grace -dijo, tomando mis manos entre las suyas. El gesto me alarmó, era demasiado personal. Algo había ocurrido.

– Sí, señora.

– Siéntate, por favor -rogó, indicándome que tomara asiento en el sillón, junto a ella. Luego me miró, con sus ojos azules cargados de preocupación.

– ¿Qué ocurre, señora?

– He recibido una llamada de tu tía.

En ese instante comprendí de qué se trataba.

– Mi madre.

– Lo siento mucho, Grace -comentó, meneando suavemente la cabeza-. Su hora había llegado. El médico no pudo hacer nada.


Hannah se ocupó de organizar mi viaje a Saffron Green. Al día siguiente, por la tarde, trajeron el coche del garaje. Viajé en el asiento de atrás. Fue muy amable de su parte, era mucho más de lo que yo esperaba, ya tenía previsto tomar el tren. Pero Hannah insistió, disculpándose por no poder acompañarme porque esa noche debía asistir a la cena en la que se proclamaría la candidatura de Teddy.

Miré por la ventanilla mientras el chófer avanzaba por distintas calles. Londres se fue transformando en una ciudad menos grandiosa, más sucinta y decrépita hasta que por fin desapareció detrás de nosotros. Salimos a la carretera, a ambos lados podía ver el campo. A medida que nos alejábamos hacia el este, el tiempo se volvió más frío. Una lluvia de aguanieve salpicaba las ventanillas del coche. El paisaje parecía adormecido. El invierno había despojado al mundo de su vitalidad y color. Los campos nevados se fundían con las nubes color malva. Poco a poco comenzaron a distinguirse los bosques de Suffolk, con sus tonos pardos y verde musgo.

Dejamos la carretera principal y seguimos por el camino a Saffron, que se abría en medio de pantanos fríos y solitarios. Los juncos plateados se estremecían bajo las ráfagas de viento helado, y algunas plantas herbáceas colgaban como encajes de los árboles desnudos. Yo contaba las curvas y, por algún motivo, contenía el aliento. Volví a respirar normalmente cuando dejamos atrás el desvío que llevaba a Riverton. El conductor siguió hacia el pueblo y se detuvo frente a la casita de piedra gris de Market Street, tan silenciosa, como siempre, entre otras dos, iguales a ella. El chófer me abrió la puerta y dejó mi pequeña maleta en la acera.

– Hemos llegado -anunció.

Le di las gracias.

– Pasaré a buscarla dentro de cinco días, tal como me ordenó la señora.

Me quedé observando cómo el automóvil desaparecía del camino, fui hacia Saffron High Street y sentí la imperiosa necesidad de pedirle que regresara, de rogarle que no me dejara allí. Pero era demasiado tarde. Permanecí en la penumbra, mirando la casa donde había pasado los primeros años de mi vida, el lugar donde mi madre había vivido y había muerto. Y no sentí nada.

Desde que Hannah me diera la noticia no había sentido nada. Durante todo el viaje había tratado de recordar: mi madre, mi pasado, yo misma. ¿Adonde habían huido los recuerdos de la infancia? Debían de ser muchos. Experiencias inéditas y definidas. Tal vez los niños están tan cautivados por lo que ocurre en el presente que no tienen tiempo o voluntad de conservar imágenes para el futuro.

Las luces de la calle se encendieron y tiñeron de un color amarillento el aire frío. Nuevamente comenzó a caer aguanieve. Vi las gotas a la luz de los faroles aun antes de sentir mis mejillas húmedas.

Recogí la maleta, saqué la llave. Mientras subía los escalones de la entrada, la puerta se abrió. Apareció mi tía Dee, la hermana de mi madre, sosteniendo una lámpara. Las sombras que se proyectaban en su cara le daban la apariencia de una mujer más vieja y encorvada de lo que era en realidad.

– Ya estás aquí -constató-. Entra.

Mi tía me llevó primero a la sala de estar. Me dijo que estaba usando mi antigua cama, por lo que yo podría dormir en el sofá. Dejé la maleta contra la pared y ella resopló.

– He preparado una sopa para la cena. Tal vez no se parezca a lo que sueles comer en la gran casa de Londres, pero será suficientemente buena para personas sencillas como yo.

– Me encantará la sopa.

Comimos en silencio. La tía ocupó la cabecera de la mesa. A sus espaldas la cocina irradiaba calor. Yo elegí el asiento de mi madre, junto a la ventana. La escarcha se había convertido en nieve y golpeteaba contra los cristales de la ventana. Por lo demás, el único ruido perceptible era el que hacían nuestras cucharas y, ocasionalmente, el crepitar del fuego en la cocina.

– Supongo que quieres ver a tu madre -señaló mi tía cuando dimos por terminada la cena.

Mi madre estaba tendida en su colchón, con el cabello castaño suelto, echado hacia atrás. Yo estaba acostumbrada a verla con el pelo recogido. Pude apreciar que era muy largo y mejor que el mío. Alguien, quizá mi tía, la había cubierto con una manta liviana que le llegaba hasta el mentón, como si estuviera dormida. Parecía más ajada, más vieja, más consumida de lo que recordaba. Era difícil distinguir su silueta bajo la manta. Después de tantos años, el colchón se había ahuecado con la forma de su cuerpo. Incluso parecía que no estaba allí, que se había desintegrado.

Bajamos y mi tía preparó el té. Lo bebimos en la sala de estar sin apenas hablar. Después comenté que estaba cansada debido al viaje, y comencé a estirar sobre el sofá las sábanas y la manta que mi tía me había preparado, pero no pude encontrar el almohadón de mi madre, no estaba en su lugar. Mi tía me observaba.

– Si lo que buscas es el almohadón, lo tiré. Estaba raído y mugriento. Le descubrí un agujero en la parte de abajo. Y pensar que lo suyo era la costura. -Chasqueó la lengua-. Me gustaría saber qué hacía con el dinero que yo le enviaba.

Mi tía se fue a dormir en la habitación contigua a la de su hermana muerta. Oí el crujido del suelo de madera, y el chirriar de los muelles de la cama. Luego la casa quedó en silencio.

Tendida en el sofá, a oscuras, no podía conciliar el sueño. Imaginaba a mi tía observando con mirada crítica los objetos de mi madre, a quien la muerte había tomado desprevenida, sin darle la posibilidad de prepararse para dar mejor impresión. Debería haber llegado yo primero para ocuparme de eso. Por fin, lloré un poco.


La enterramos en el cementerio, cerca del prado de la feria. El cortejo fúnebre fue reducido pero respetable: la señora Rodgers, la propietaria de la tienda de vestidos del pueblo para quien mi madre hacía trabajos de costura. Y el doctor Arthur. Era un día gris, como correspondía a la ocasión. El aire estaba fresco y todos sabíamos que la nieve volvería a caer de un momento a otro. El vicario leyó rápidamente un pasaje de la Biblia, con un ojo atento al cielo. No supe si su mirada se dirigía a Dios o si le preocupaba el tiempo. Habló sobre el deber y la responsabilidad, y la dirección que imprimen al curso de la vida.

No puedo recordar los detalles, mi mente estaba dispersa. Seguía tratando de recordar cómo era mi madre durante mi infancia. Es gracioso. Ahora que soy vieja los recuerdos acuden a mi mente sin que los invoque: mi madre enseñándome cómo limpiar las ventanas para que no quedasen marcas; mi madre cociendo el jamón para Navidad mientras el vapor le quitaba vitalidad a su cabello; mi madre haciendo un gesto de desaprobación cuando la señora Rodgers le decía algo acerca de su esposo. Pero entonces sólo pude ver el rostro hundido de la noche anterior.

Una ráfaga de aire helado azotó mi falda, que se adhirió a las medias. Miré hacia el cielo, cada vez más oscuro, y distinguí una silueta en la colina, junto al antiguo roble. Era un hombre. Un caballero, hubiera asegurado. Tenía un largo abrigo negro y un sombrero rígido y brillante. Llevaba un bastón, o tal vez fuera un paraguas cerrado. En un primer momento no le presté demasiada atención. Supuse que era alguien que visitaba otra tumba. Era extraño que un caballero, que seguramente tendría un cementerio familiar en su propia finca, llorara a un difunto entre las tumbas del pueblo. Pero en aquel momento no lo pensé.

Cuando el vicario arrojó el primer puñado de tierra sobre el ataúd de mi madre, volví a mirar hacia el árbol. El caballero todavía estaba allí. Observándonos, según advertí. Había empezado a nevar, y miró hacia arriba. Pude ver su rostro.

Era el señor Frederick, aunque estaba muy cambiado. Como un personaje de cuento de hadas que ha sido víctima de una maldición, había envejecido súbitamente.

El vicario concluyó apresuradamente, y el hombre de la funeraria ordenó que, habida cuenta de las condiciones climáticas, la tumba se cubriera rápidamente.

Mi tía estaba junto a mí.

– Qué descaro -farfulló.

Creí que se refería al sepulturero o incluso al vicario. Pero cuando seguí la dirección de su mirada comprobé que se refería al señor Frederick. Me pregunté cómo podía saber quién era. Supuse que mi madre le habría dicho quién era en alguna visita de mi tía a Riverton.

– Qué descaro. Presentarse aquí -repitió meneando la cabeza y apretando los labios-. Ni siquiera en esta ocasión puede comportarse correctamente, después de todo lo que hizo.

Para mí sus palabras no tenían sentido. Cuando quise preguntarle a qué se refería, ella ya había dado media vuelta y estaba sujetándose el sombrero mientras le daba las gracias al vicario por el servicio. Interpreté que culpaba a la familia Hartford por los problemas de salud de mi madre, aunque la acusación me parecía injusta. Porque si bien era cierto que los años de servicio habían debilitado su columna, la artritis y el embarazo habían sido los responsables de que perdiera su trabajo.

De pronto todos los pensamientos relacionados con mi tía se evaporaron. De pie junto al vicario, con un sombrero negro en la mano, estaba Alfred.

Desde el otro lado de la tumba me miró y me hizo una seña.

Yo dudé y asentí torpemente. Me castañearon los dientes.

Él avanzó hacia mí. Yo no le quitaba los ojos de encima. Temía que, si lo hacía, él desaparecería. En un instante estuvo a mi lado.

– ¿Qué tal lo llevas?

Asentí otra vez. Aparentemente era todo lo que lograba hacer. En mi cabeza las palabras se arremolinaban a toda velocidad, no podía controlarlas. Había pasado semanas de dolor, de tristeza, de confusión, esperando su carta, pasando noches en vela mientras imaginaba el momento en que nos reuniríamos y las explicaciones que le daría. Y finalmente…

– ¿Estás bien? -preguntó. Su mano se extendió tímidamente hacia la mía, pero luego pareció recapacitar y volvió a posarla sobre el ala del sombrero.

– Sí -logré decir. Sentí la ausencia de su mano sobre la mía-. Gracias por venir.

– No podía dejar de hacerlo.

– ¿No te causará problemas?

– Ninguno, Grace -aseguró, haciendo girar el sombrero entre los dedos.

Esas últimas palabras quedaron flotando, solitarias, entre nosotros. Mi nombre sonaba familiar y frágil en sus labios. Dejé que mi atención se dirigiera a la tumba de mi madre, observé el rápido trabajo del sepulturero. Alfred miró en la misma dirección.

– Siento lo de tu madre.

– Lo sé -me apresuré a responder.

– Estuve con ella la semana pasada…

– ¿De verdad? -pregunté, dejando de mirar hacia la tumba.

– Le llevé un poco de carbón. El señor Hamilton dijo que no lo necesitábamos.

– ¿Eso hiciste, Alfred? -exclamé con admiración.

– Una noche hizo mucho frío, no me agradaba la idea de que tu madre enfermara.

Me sentí llena de gratitud. Me habría considerado culpable si mi madre hubiera muerto a causa del frío.

Sentí que una mano aferraba mi muñeca. Mi tía estaba de pie junto a mí.

– Ya han terminado. Ha sido un buen funeral. No creo que ella hubiera tenido queja alguna -señaló. Yo no había manifestado disconformidad, por lo que no entendí su actitud defensiva-. Estoy segura de que he hecho todo lo que estaba a mi alcance.

Alfred nos observaba.

– Alfred, ésta es mi tía Dee, la hermana de mi madre.

Mi tía lo miró entrecerrando los ojos, con una infundada sospecha que era natural en ella.

– Encantada -saludó. Luego se dirigió a mí-: Tenemos que irnos, señorita -me ordenó, mientras se acomodaba el sombrero y se ajustaba la bufanda-. El propietario vendrá mañana a primera hora y la casa tiene que estar impecable.

Eché un vistazo a Alfred. Maldije el muro de incertidumbre que aún se erigía entre nosotros.

– Bueno, supongo que lo mejor será que…

– En realidad -me interrumpió Alfred- me preguntaba si… es decir, la señora Townsend había pensado que tal vez pudieras venir a tomar el té con nosotros.

Alfred miró a mi tía.

– ¿Por qué motivo está tan interesada? -inquirió ella desdeñosamente.

Alfred se encogió de hombros. Sin dejar de mirarme, se balanceaba sobre sus talones.

– Sería una visita a sus antiguos compañeros. Un poco de cháchara, para recordar los viejos tiempos.

– No lo creo oportuno -contestó mi tía.

– Sí -respondí yo con firmeza, encontrando al fin las palabras.

– Muy bien -afirmó Alfred. Percibí alivio en su voz.

– Bueno, como quieras. No es asunto mío -declaró mi tía-. Pero no tardes mucho. No pienses que voy a hacer sola toda la limpieza.

Mientras Alfred y yo caminábamos por el pueblo, pequeños copos de nieve, demasiado livianos para cuajar, quedaban suspendidos en la brisa como motas en el agua estancada. Durante un rato anduvimos sin hablar. El húmedo camino de tierra amortiguaba el ruido de nuestros pasos. En las tiendas las campanillas sonaban para anunciar que un cliente entraba o salía. Ocasionalmente, algún automóvil atravesaba velozmente el camino.

Cuando ya estábamos cerca de Bridge Road, comenzamos a hablar de mi madre. Le conté a Alfred el episodio del botón enredado en la cartera de una transeúnte, del ahora lejano día en que vi el espectáculo de títeres, de la manera en que el destino me había librado del orfanato.

– Creo que tu madre fue muy valiente. Tiene que haber sido difícil afrontar todo sola.

– Nunca se cansaba de decírmelo -confesé, con más amargura de la que hubiera deseado.

– Tu padre debería avergonzarse por haberla abandonado de esa manera -opinó Alfred cuando dejamos atrás la calle donde estaba la casa de mi madre y el pueblo se transformó de pronto en campo.

Al principio creí que había oído mal.

– ¿Mi qué?

– Tu padre. Su vergonzoso comportamiento no benefició a ninguno de los dos.

No pude contener mi ansiedad.

– ¿Qué sabes sobre mi padre?

Alfred se encogió de hombros ingenuamente.

– Sólo lo que tu madre me contó. Dijo que ella era joven y lo amaba, pero que era un amor imposible, habló de las responsabilidades que él tenía para con su familia, pero en realidad no fue clara.

– ¿Cuándo te lo contó? -le pregunté, con una voz tan tenue como la nieve.

– ¿Qué?

– Lo de mi padre.

Me envolví en el chal, ciñéndolo firmemente alrededor de los hombros.

– En los últimos tiempos solía visitarla con frecuencia. Estaba muy sola desde que te fuiste a Londres. Cuando tenía un rato le hacía compañía y conversaba con ella.

Me preguntaba si era posible que, después de haberme ocultado celosamente sus secretos durante toda la vida, mi madre al fin hubiera hablado con tanta espontaneidad.

– ¿Te dijo algo más?

– No -contestó Alfred-. No mucho. Nada más sobre tu padre. Para ser honesto, yo era quien más hablaba, ella era más dada a escuchar, ¿verdad?

Yo no sabía qué pensar. Todo lo ocurrido ese día era muy perturbador. El entierro de mi madre, la inesperada llegada de Alfred, la revelación de que él y mi madre se veían regularmente y habían hablado sobre mi padre. Un tema vedado para mí, sobre el cual ni siquiera osaba preguntar. Cuando llegamos a la entrada de Riverton apuré el paso, para liberarme de mis emociones. Agradecí estar en medio de la niebla que flotaba en el sendero largo y oscuro. Me dejé llevar por una fuerza que parecía atraerme inexorablemente.

Podía oír a Alfred que, detrás de mí, trataba de caminar más rápido para alcanzarme. Mis pasos hacían crujir las ramas caídas en el suelo. Los árboles parecían escuchar furtivamente nuestra conversación.

– Pensé escribirte, Grace -declaró de pronto-. Responder a tus cartas -continuó, ya junto a mí-. Intenté hacerlo muchas veces.

– ¿Por qué no lo hiciste? -le pregunté, sin detenerme.

– No encontraba las palabras adecuadas. Ya sabes cómo funciona mi cabeza. Desde la guerra… -Alfred levantó una mano y se dio unos golpecitos en la frente-. Sencillamente, hay algunas cosas que ya no puedo hacer. No como antes. Las palabras y las cartas están entre ellas -señaló, acelerando el paso para no quedar rezagado-. Además -añadió, tratando de respirar más serenamente- hay cosas que sólo pueden decirse en persona.

Sentí el aire helado en las mejillas. Caminé más lentamente.

– ¿Por qué no me esperaste el día del teatro? -pregunté suavemente.

– Lo hice, Grace.

– Pero regresé… apenas pasadas las cinco.

Alfred suspiró.

– Me fui a las cinco menos diez. Debimos de cruzarnos -señaló meneando la cabeza-. Habría esperado más, Grace, pero la señora Tibbit dijo que seguramente lo habías olvidado. Que habías salido a hacer un encargo y que tardarías horas en volver.

– ¡Pero no era cierto!

– ¿Por qué inventaría algo así? -preguntó Alfred, confundido.

Yo levanté los hombros con impotencia, y los dejé caer.

– Porque así es ella.

Habíamos llegado al final del sendero. Allí, en la colina, estaba Riverton, grande y oscura, el atardecer comenzaba a envolverla. Hicimos una pausa involuntaria antes de seguir hacia la fuente y dirigirnos a la zona del servicio.

– Fui a buscarte -expliqué cuando entramos en la rosaleda.

– No es posible. ¿Lo hiciste?

Asentí.

– Esperé delante del teatro hasta el final. Pensé que podría encontrarte.

– Oh, Grace, lo siento mucho -declaró Alfred, deteniéndose al pie de la escalera.

Yo también me detuve.

– Nunca debí escuchar a la señora Tibbit.

– No podías saberlo.

– Pero debía haber confiado en que regresarías. Es sólo que… -Alfred miró hacia la puerta de la zona del servicio, que estaba cerrada. Cerró la boca, luego suspiró-. Había algo rondando en mi cabeza, Grace. Algo importante de lo que me habría gustado hablar contigo. Ese día estaba alterado, hecho un manojo de nervios -reveló, y meneó la cabeza-. Cuando pensé que te habías olvidado de mí, me alteré tanto que no pude quedarme allí un minuto más. Salí de esa casa tan rápido como pude, caminé sin saber adonde iba.

– Pero Lucy… -dije serenamente, mientras observaba cómo la nieve se derretía en contacto con mis guantes-. Lucy Starling…

Alfred suspiró y miró por encima de mi hombro.

– Invité a Lucy Starling para darte celos, Grace. Admito que fui injusto, lo sé, contigo y con Lucy. -Alfred extendió tímidamente su mano y con un dedo me levantó el mentón para que mis ojos se encontraran con los suyos-. Fue la desilusión lo que me hizo actuar de ese modo, Grace. Durante todo el trayecto desde Saffron iba imaginando el momento de nuestro encuentro, ensayando las palabras que iba a decirte.

Sus ojos color avellana me miraban muy serios, su mandíbula estaba tensa.

– ¿Qué ibas a decirme?

Él sonrió nerviosamente.

Se oyó el sonido de los goznes de hierro y la puerta de la zona trasera se abrió, dejando a la vista la gruesa silueta de la señora Townsend. Sus mejillas regordetas estaban rojas por haber estado junto al fuego y la boca dibujaba una «o» de emoción.

– ¡Aquí están! ¿Qué hacéis ahí fuera con este frío? -exclamó, y dirigiéndose a los que estaban dentro dijo-: Ya les anuncié que eran ellos. -Se volvió para hablar con nosotros-. Le dije al señor Hamilton: «Oigo voces afuera». Él respondió que era sólo mi imaginación, porque no había razón para que alguien deseara estar a la intemperie en lugar de entrar en un lugar cálido y agradable. Yo contesté que no podía darle una explicación, pero que, salvo que mis oídos me engañaran, ahí estabais. Y así fue. Tenía razón, señor Hamilton -gritó la cocinera antes de extender su brazo e invitarnos a pasar-. Pasad, os vais a morir de frío ahí afuera.

20. La elección

Había olvidado cómo era la zona de servicio de Riverton: la oscuridad, los techos bajos, el frío suelo de mármol. Había olvidado también el viento invernal que entraba desde el jardín, que silbaba a través de las grietas abiertas entre los bloques de piedra. La casa del número diecisiete, en cambio, contaba con los sistemas más novedosos de aislamiento y calefacción, instalados por iniciativa de Deborah.

– Pobrecita -dijo la señora Townsend abrazándome, invitándome a apoyar mi cabeza en su cálido pecho. Los hijos que nunca tuvo podrían haber disfrutado de una agradable sensación. Pero, como mi madre sabía de sobra, la familia era lo primero que un sirviente debía sacrificar-. Ven, siéntate. Myra, prepara una taza de té para Grace.

– ¿Dónde está Katie? -pregunté sorprendida.

Todos se miraron entre sí.

– ¿Qué ha ocurrido? Nada desagradable, supongo. Alfred me lo habría dicho.

– Se ha casado -reveló Myra con disgusto antes de dirigirse rápidamente a la cocina.

No podía creerlo. La señora Townsend bajó la voz y dijo velozmente:

– Un tipo del norte, que trabaja en las minas. Yo la había enviado al pueblo con un encargo, y allí lo conoció. Niña tonta. Todo ocurrió con una rapidez espantosa. No me sorprendería que hubiera un bebé en camino.

La cocinera se alisó el delantal, complacida con el efecto que sus palabras habían tenido sobre mí, y miró hacia la cocina.

– Trata de no hablar de eso delante de Myra, está verde de rabia, como los dedos de un jardinero, aunque ella asegure que no es así.

Asentí, demudada. ¿La pava de Katie casada? ¿Con un hijo en camino?

Mientras trataba de acostumbrarme a las importantes novedades, la señora Townsend seguía insistiendo en que me sentara junto al fuego, en que estaba demasiado delgada y pálida y que un poco de su budín de Navidad me ayudaría a restablecerme. Cuando salió para buscar una porción, sentí que todos me miraban atentamente. Aparté a Katie de mis pensamientos y me interesé por saber cómo estaban las cosas en Riverton.

Todos permanecieron en silencio, mirándose unos a otros, hasta que el señor Hamilton habló.

– En fin, Grace, las cosas no siguen como tú las recuerdas.

Le pregunté a qué se refería.

– Todo es mucho más tranquilo ahora -explicó alisándose la chaqueta-. Trabajamos a un ritmo más lento.

– Esto parece un castillo fantasma -comentó Alfred, inquieto. Desde que llegamos se había quedado junto a la puerta-. Los de arriba vagan de un lado a otro como almas en pena.

– ¡Alfred! -le llamó la atención el señor Hamilton, aunque con menos vigor del que yo habría esperado-. Estás exagerando.

– No exagero, señor Hamilton. Grace es una de nosotros, podemos decirle la verdad. -Alfred me miró-. Es lo que te conté en Londres. Desde que la señorita Hannah se fue, el amo no ha vuelto a ser el mismo.

– Es cierto que estaba alterado, pero no sólo porque la señorita Hannah se había ido en malos términos con él, sino también porque perdió su fábrica y a su madre -aclaró Myra. Luego se inclinó hacia mí-. Si pudieras ver cómo están las cosas arriba… Todos ponemos nuestro mayor empeño, pero no es fácil. Él no permite que contratemos gente para hacer reparaciones, dice que el ruido de los martillos lo altera. Nos hemos visto obligados a clausurar la mayor parte de las habitaciones. Como asegura que ya no recibirá invitados, cree que no es necesario desperdiciar tiempo y energía en tareas de mantenimiento. Una vez me descubrió limpiando la biblioteca y estuvo a punto de pedir mi cabeza. -Myra echó un vistazo al señor Hamilton-. Ya nadie se ocupa de controlar las cuentas.

– Porque no hay una mujer que dirija la casa -sentenció la señora Townsend, que mientras regresaba con una porción de pudín se lamía la nata del dedo-. Siempre es así cuando falta una mujer.

– Él pasa la mayor parte del tiempo en el salón -prosiguió Myra-, fumando su pipa y mirando por la ventana. O escuchando viejas canciones. A veces da miedo.

– Ya es suficiente, Myra -interrumpió el señor Hamilton, con cierta impotencia-. No nos corresponde criticar al amo -concluyó, y se quitó las gafas para frotarse los ojos.

– Sí, señor Hamilton -respondió Myra. Luego me miró y dijo rápidamente-. Tendrías que verlo, Grace. No lo reconocerías. Ha envejecido en muy poco tiempo.

– Lo he visto -afirmé.

– ¿Dónde? -preguntó el señor Hamilton algo alarmado y volvió a ponerse las gafas-. Espero que no haya estado vagando cerca del lago.

– Oh, no, señor Hamilton. Nada de eso -le aseguré-. Lo vi en el cementerio del pueblo, en el funeral de mi madre.

– ¿Estuvo en el funeral? -exclamó Myra abriendo los ojos.

– Lo distinguí observando en la colina que está junto al cementerio. Desde allí podía verlo todo.

El señor Hamilton miró a Alfred pidiendo confirmación. Él se limitó a encogerse de hombros.

– Yo no lo vi.

– Pero estaba allí -aseguré con firmeza-. Estoy segura de haberlo visto.

– Espero que sólo haya salido a dar un paseo, a tomar un poco de aire -comentó el señor Hamilton sin convicción.

– No caminó demasiado -advertí vacilante-. Se quedó de pie, como desorientado, mirando hacia la tumba.

El señor Hamilton y la señora Townsend se miraron.

– Sí, bien, siempre tuvo predilección por tu madre, mientras trabajó aquí.

– ¿Predilección? -exclamó la señora Townsend arqueando las cejas-. ¿Llama a eso predilección?

Los miré a ambos. En su expresión había algo que no podía comprender. Una información que yo desconocía.

– ¿Y cómo van tus cosas, Grace? -se interesó súbitamente el señor Hamilton, apartando los ojos de la señora Townsend-. Ya hemos hablado bastante de nosotros. Háblanos de Londres. ¿Cómo está la joven señora Luxton?

Sus voces sonaban lejanas. En mi mente algo se estaba definiendo. Susurros, miradas, insinuaciones que habían revoloteado en ella durante largo tiempo, empezaban a tomar forma de manera reveladora.

– ¿Y bien, Grace? -se impacientó la señora Townsend-. ¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Qué noticias puedes darnos de la señorita Hannah?

– Lo siento, señora Townsend -me disculpé-. Estaba distraída.

Como todos me miraban ansiosos, les conté que Hannah estaba bien. Me pareció que era lo correcto. De otro modo, no habría sabido por dónde empezar: las discusiones con Teddy, la visita a la adivina, la inquietante afirmación de que ya estaba muerta. Decidí hablar, en cambio, de la hermosa casa, de los vestidos de Hannah y de sus elegantes invitados.

– ¿Y respecto a tus quehaceres? -preguntó el señor Hamilton, irguiéndose en su asiento-. ¿Es muy diferente el ritmo de Londres? Supongo que habrá mucha actividad. ¿Sois muchos de servicio?

Le dije que la plantilla era numerosa, pero no tan eficiente como la de Riverton. Eso pareció agradarle. Y entonces le conté la oferta que había recibido de lady Pemberton-Brown.

– Confío en que la habrás puesto en su lugar, con cortesía, pero con firmeza, como siempre te he aconsejado.

– Sí, señor Hamilton, por supuesto. Eso es lo que hice.

– Ésa es mi chica -exclamó, sonriendo como un padre orgulloso-. Glenfield Hall, nada menos. Tu reputación tiene que ser excelente si gente de su nivel ha tratado de contratarte. No obstante, hiciste lo correcto. En nuestro trabajo, ¿qué es más valioso que la lealtad?

Todos asentimos, expresando nuestro acuerdo, salvo Alfred, según pude advertir. También lo advirtió el señor Hamilton.

– Supongo que Alfred te ha contado sus planes -indicó, levantando una ceja encanecida.

– ¿Qué planes? -pregunté, mirando a Alfred.

– Estaba tratando de encontrar la ocasión de decírtelo -comenzó a explicar Alfred, sonriéndome mientras se acercaba para sentarse junto a mí-. Me voy, Grace, se acabó el «Sí, señor» para mí.

Primero pensé que nuevamente se iría de Inglaterra, justo cuando comenzábamos a hacer las paces.

Mi expresión le hizo reír.

– No me iré lejos. Sólo dejo el servicio. Un amigo que conocí durante la guerra me ha propuesto que nos asociemos en un negocio.

– Alfred… -No supe qué decir. Estaba aliviada, pero también preocupada por él-. ¿Dejarás el servicio? ¿A qué clase de negocio te dedicarás?

– Mecánica. Mi compañero es increíblemente habilidoso. Me puede enseñar a reparar motores y ese tipo de cosas. Mientras tanto, me ocuparé de dirigir el garaje. Pienso trabajar mucho y ahorrar dinero, Gracie. Ya he logrado reunir algo. Algún día tendré mi propio negocio. Seré mi propio amo. Ya verás.


Más tarde, Alfred me acompañó de regreso al pueblo. La fría noche caía rápidamente sobre nosotros y caminábamos a toda velocidad para no congelarnos. Si bien me agradaba estar en compañía de Alfred, y me sentía aliviada porque habíamos resuelto nuestras diferencias, no hablé demasiado. Mi mente estaba ocupada tratando de unir fragmentos de información, y de encontrarle un sentido al resultado. Por su parte, Alfred parecía contento de poder caminar en silencio, su mente también parecía estar atareada aunque con otro tipo de pensamientos, totalmente diferentes.

Yo pensaba en mi madre. En su amargura siempre latente, su convicción, o al menos su idea, de que la suya era una vida desafortunada. Esa era la madre que yo recordaba. Y sin embargo, desde hacía algún tiempo tenía indicios de que no siempre había sido así. La señora Townsend la recordaba con cariño. El señor Frederick, tan difícil de contentar, había tenido predilección por ella.

¿Pero qué había sucedido? ¿Qué había transformado a la joven criada con su sonrisa secreta? Comenzaba a sospechar que la respuesta era la clave para descubrir muchos de los misterios de mi madre. Y la solución estaba ante mis ojos. Acechaba, como un pez escurridizo. Sabía que estaba allí, podía percibirlo, vislumbrar su forma difusa, pero, cada vez que estaba a punto de alcanzar esa silueta borrosa, se esfumaba.

Sin duda era algo relacionado con mi nacimiento, mi madre nunca lo había ocultado. Y estaba segura de que el fantasma de mi padre estaba presente: había hablado de él con Alfred, pero nunca conmigo, del hombre al que había amado y con quien no había podido vivir. ¿Por qué motivo? Le había dicho a Alfred que era a causa de su familia, sus responsabilidades.

– Grace.

Mi tía sabía quién era, pero tenía la boca tan cerrada como mi madre. Sin embargo, yo sabía muy bien lo que pensaba de él. A lo largo de mi infancia había escuchado infinidad de conversaciones a media voz entre mi madre y mi tía, en las que ésta le reprochaba su mala elección, acusándola de haber caído en su propia trampa, no quedándole más opción que resignarse a vivir en ella. Mi madre lloraba cuando la tía Dee le daba unos golpecitos en el hombro a modo de brusca condolencia: «Es mejor que te hayas alejado. No habría salido bien. Te has librado de ese lugar». Ese lugar. Aun siendo una niña, sabía que se refería a la gran casa de Hastings Hill. Y sabía también que el desprecio que la tía Dee sentía hacia mi padre sólo era igualado por el que le provocaba Riverton. Las dos grandes catástrofes en la vida de mi madre, como le gustaba decir.

– Grace.

Un desprecio que, al parecer, incluía al señor Frederick.

«Qué descaro», había dicho al verlo durante el funeral. «No puede comportarse correctamente, después de todo lo que ha hecho». Me preguntaba cómo mi tía podía saber quién era el señor Frederick, y qué había hecho para que ella reaccionara de esa manera.

También me intrigaba saber qué estaba haciendo allí. Había tenido predilección por su empleada, pero eso no justificaba que Su Señoría apareciera en el cementerio, para presenciar el entierro de una criada que había trabajado en su casa hacía mucho tiempo.

– Grace.

A lo lejos, a través de la maraña de mis pensamientos, oí que Alfred me hablaba. Lo miré distraídamente.

– Hay algo que he tratado de decirte durante todo el día. Temo que, si no lo hago ahora, me volveré loco.

Y mi madre también había tenido predilección por Frederick. «Pobre, pobre Frederick», había dicho cuando supo que había perdido a sus padres. No se compadeció de lady Violet o de Jemina. Su solidaridad se centró exclusivamente en Frederick.

¿Pero acaso no era comprensible? Cuando mi madre trabajaba en la casa, el señor Frederick debía de ser un hombre joven; era natural que simpatizara con el miembro de la familia que tenía una edad más cercana a la suya. Algo similar me ocurría con Hannah. Además, aparentemente mi madre sentía una predilección similar por Penelope, la esposa de Frederick. «Frederick no volverá a casarse», aseguró cuando le conté que Fanny esperaba convertirse en su esposa. Tal vez el afecto que sentía por su antigua ama podía explicar la certeza con que descartó esa posibilidad, aun cuando insistí en que todos esperaban que el matrimonio se concretara.

– Me resulta difícil encontrar las palabras adecuadas, Grace, lo sabes tan bien como yo -estaba diciendo Alfred-, de modo que iré directo al grano. Como te dije, pronto me dedicaré a los negocios…

Asentí, no sé cómo pero logré asentir, a pesar de que mi mente estaba en otro lugar. Noté que el escurridizo pez estaba cerca. Creí adivinar el brillo de sus escamas ondulando entre los juncos, dispuesto a abandonar la oscuridad…

– Pero ése es sólo el primer paso. Ahorraré todo lo que pueda y un día, no muy lejano, tendré una empresa con el nombre de Alfred Steeple en la puerta, ya lo verás.

… y salir a la luz. ¿Era posible que el disgusto de mi madre no se debiera en absoluto al afecto que sentía por su antigua ama sino a que el hombre a quien había querido -que aún quería- pudiera volver a casarse? ¿Mi madre y el señor Frederick…? Tantos años atrás, cuando ella servía en Riverton…

– He esperado todo este tiempo, Grace, porque quería tener algo que ofrecerte. Algo más de lo que soy ahora.

Seguramente no. Habría sido un escándalo. La gente lo habría sabido. Yo lo habría sabido, ¿o no?

Recuerdos, retazos de alguna conversación, flotaban en mi memoria. ¿A eso se había referido lady Violet cuando le mencionó a lady Clementine «ese asunto infame»? ¿La gente lo supo? ¿Había surgido el escándalo en Saffron, veinte años atrás, cuando una mujer del lugar fue expulsada de la finca, preñada por el hijo de su ama?

Pero si hubiera sido así, ¿por qué lady Violet me había aceptado como criada? Sin duda yo era un indeseado recordatorio de lo sucedido.

A menos que mi empleo fuera una especie de recompensa. El precio que debía pagar a cambio del silencio de mi madre. Por eso ella se había mostrado tan segura, tan confiada en que habría un puesto para mí en Riverton.

Entonces lo supe. Era muy simple. El pez nadó hacia la claridad, sus escamas brillaron como nunca, ¿Cómo no lo había descubierto antes? La amargura de mi madre. La incapacidad del señor Frederick para volver a casarse. Todo adquiría sentido. Él también había amado a mi madre. Por eso había venido al funeral. Por eso me miraba de esa manera tan extraña, como si hubiera visto un fantasma. De ahí su alivio cuando me fui de Riverton, y que le dijera a Hannah que no era necesaria allí.

– Grace, me pregunto si… -continuó Alfred tomando mi mano.

Hannah. Nuevamente el descubrimiento me dejó atónita.

Ahogué una exclamación. Eso explicaba tantas cosas: la solidaridad, sin duda fraternal, que nos unía.

Las manos de Alfred sujetaron las mías, impidiendo que me desmayara.

– Vamos, Grace -dijo sonriendo nerviosamente-, no te desmayes ahora.

Mis piernas no me sostenían. Sentí que se quebraban en un millón de minúsculas partículas que caían como la arena cae de un cubo.

¿Lo sabía Hannah? ¿Sería ése el motivo por el que había insistido en que la acompañara a Londres, eligiéndome cuando sintió que todos los demás la abandonaban, y arrancándome la promesa de que nunca la abandonaría?

– Grace, ¿te sientes bien? -preguntó Alfred. Su brazo me servía de apoyo.

Asentí, tratando de hablar, sin conseguirlo.

– Bien, porque todavía no he dicho todo lo que quería. Aunque presiento que ya lo has adivinado.

¿Adivinado? ¿Lo que ocurrió entre mi madre y Frederick? ¿Lo que sucedió con Hannah? No, Alfred había estado hablando de… ¿de qué? De su nuevo negocio, de su amigo de la guerra…

– Grace -Alfred tomó mis manos entre las suyas, me sonrió y tragó saliva-, ¿me harías el honor de ser mi esposa?

Sentí una repentina ráfaga de lucidez. Parpadeé. No pude responder. Los sentimientos y pensamientos me avasallaban. Alfred me había pedido que me casara con él. Alfred, a quien adoraba, estaba de pie frente a mí, con el rostro congelado, esperando que le respondiera. Mi lengua trataba de modular palabras que mis labios no podían pronunciar.

– ¿Grace? -repitió Alfred mirándome con los ojos muy abiertos, llenos de aprensión.

Sentí que en mi rostro aparecía una sonrisa, me oí reír. No podía parar. También estaba llorando. Las lágrimas humedecían mis mejillas. Supongo que era un ataque de histeria. En los últimos y breves instantes habían sucedido demasiadas cosas. Demasiadas para asimilarlas de golpe. El impacto de comprender la clase de relación que me unía al señor Frederick, a Hannah. La sorpresa y el deleite de la propuesta de Alfred.

– Grace, ¿significa eso que aceptas? -preguntó Alfred, observándome desconcertado-. Quiero decir, ¿que aceptas casarte conmigo?

Casarme con él. Yo. Era mi sueño secreto y sin embargo cuando se hacía realidad descubría que me encontraba totalmente desprevenida. Hacía tiempo que lo había catalogado como una fantasía juvenil. Había dejado de imaginar que alguna vez pudiera volverse realidad. Que alguien me haría esa proposición. Que Alfred me haría esa proposición.

Asentí, y logré dejar de reír. Me oí decir «sí». Fue apenas un susurro. Cerré los ojos. La cabeza me daba vueltas. Un poco más alto: «Sí».

Alfred dio un grito de alegría y yo abrí los ojos. Lo vi sonreír, rebosante de alivio. Una pareja que pasaba por la otra acera se volvió para mirarnos y Alfred les gritó: «¡Ha dicho sí!». Luego volvió a mirarme, y apretó los labios. Trataba de no sonreír para poder hablar. Aferró mis brazos. Estaba temblando.

– Tenía la esperanza de que aceptarías.

Asentí otra vez, sonreí. Pasaban demasiadas cosas.

– Grace -pronunció suavemente-, me preguntaba… ¿puedo darte un beso?

Supongo que dije «sí» porque a continuación él levantó una mano para sostener mi cabeza, se inclinó hacia mí y sentí la rara y placentera extrañeza del contacto de sus labios en los míos. Fríos, suaves, misteriosos.

El tiempo parecía transcurrir lentamente.

Alfred retrocedió y me sonrió, tan joven, tan apuesto a la luz del atardecer.

Luego enlazó su brazo con el mío -era la primera vez que lo hacía- y comenzamos a caminar por la calle. No hablábamos, simplemente caminábamos juntos, en silencio. Sentí a través de la tela de mi camisa el roce de su contacto. Me estremecí. Su calidez, su presión, eran una promesa.

Alfred acarició mi muñeca con los dedos enguantados y experimenté una excitación desconocida. Mis sentidos se habían agudizado, como si alguien me hubiera despojado de una gruesa capa de piel, lo que me permitía sentir más intensamente, más libremente. Me acerqué un poco más. Pensaba cuántas cosas habían cambiado en el transcurso de un día. Había descubierto el secreto de mi madre, había comprendido la naturaleza del vínculo que me unía a Hannah, Alfred me había pedido que me casara con él. Estuve a punto de contarle mis deducciones acerca de mi madre y el señor Frederick pero las palabras murieron en mis labios. Tendríamos tiempo de sobra más adelante. La revelación era demasiado reciente, quería disfrutar a solas, un poco más, del secreto de mi madre. Y quería saborear mi propia felicidad, de modo que permanecí en silencio y seguimos caminando, con los brazos entrelazados, en dirección a la casa de mi madre.

Momentos preciosos, perfectos, que he recordado en infinidad de ocasiones a lo largo de mi vida. A veces imagino que llegamos a la casa, entramos y hacemos un brindis a nuestra salud y nos casamos inmediatamente después. Y vivimos felices el resto de nuestra vida hasta hacernos viejos.

Pero no es lo que sucedió, como tú bien sabes.

Rebobino. Vuelvo a escuchar. Estábamos a mitad de camino, habíamos pasado la casa del señor Connelly -la brisa traía melancólicos acordes de música irlandesa- cuando Alfred dijo:

– Debes comunicarlo en cuanto regreses a Londres.

Miré a mi prometido.

– ¿Comunicarlo?

– A la señora Luxton -afirmó sonriente-. Cuando nos casemos ya no tendrás que servirla. Nos mudaremos a Ipswich inmediatamente. Puedes trabajar conmigo si lo deseas, ocuparte de llevar la contabilidad. O si lo prefieres puedes hacer trabajos de costura.

¿Dar la noticia? ¿Dejar a Hannah?

– Pero, Alfred -objeté sinceramente-, no puedo dejar mi puesto.

– Por supuesto que puedes. -En su sonrisa se percibía cierto desconcierto-. Como yo.

– Pero es diferente… -Trataba de encontrar palabras para explicarlo, para que él comprendiera-. Soy una doncella. Hannah me necesita.

– Ella no te necesita a ti, necesita una esclava que le ordene los guantes. -Su voz se suavizó-. Eres demasiado buena para dedicarte a eso, Grace, mereces algo mejor. Ser dueña de ti misma.

Quise explicarle que sin duda Hannah encontraría otra doncella, pero yo era más que eso. Que estábamos unidas, ligadas, desde aquel día en el cuarto de los niños, cuando las dos teníamos catorce años, cuando yo me preguntaba cómo me sentiría si tuviera una hermana. Cuando le mentí a la señorita Prince para ayudar a Hannah, tan instintivamente que me asusté.

Decirle que le había hecho una promesa. Que le había dado mi palabra cuando me rogó que no la abandonara.

Que éramos hermanas. Hermanas secretas.

– Además -continuó Alfred-, viviremos en Ipswich, por lo que difícilmente podrás seguir trabajando en Londres -advirtió, y me dio un golpecito cariñoso en el brazo.

Yo miré de reojo su cara tan inconfundible, tan segura, tan libre de ambivalencia, y sentí que mis argumentos se desintegraban, se desvanecían, aun cuando yo misma los había construido. No había palabras que pudieran hacerle comprender en un instante lo que a mí me había llevado años.

Supe que jamás los tendría a ambos, a Alfred y a Hannah. Que debería elegir.

El frío corría bajo mi piel, se expandía como un líquido.

Me solté de su brazo, y le dije que lo lamentaba. Que había cometido un error, un terrible error.

Después me aparté rápidamente de él. No volví a mirarlo aunque sabía que seguía allí, inmóvil, bajo la fría luz amarilla de la calle. Que seguiría contemplándome mientras desaparecía en la oscuridad del sendero, mientras esperaba que mi tía me abriera la puerta, y me deslizaba dentro de la casa. Mientras cerraba entre nosotros la puerta a lo que hubiera podido ser.


El viaje de regreso a Londres fue una tortura. Hacía frío, las carreteras estaban resbaladizas a causa de la nieve, el trayecto parecía interminable. Pero mi propia compañía lo tornó especialmente doloroso. Estaba atrapada, a solas conmigo misma, inmersa en un debate inútil. Durante todo el viaje traté de convencerme de que había tomado la decisión correcta, que la única elección posible era quedarme junto a Hannah, como había prometido. Y cuando el automóvil llegó a la casa del número diecisiete, ya lo había logrado.

Además estaba convencida de que Hannah ya sabía cuál era nuestro vínculo. Que lo había adivinado, que había oído las murmuraciones, o que incluso se lo habían dicho. Porque sin duda eso explicaba el motivo por el cual siempre me había dedicado su atención, eligiéndome como su confidente, desde la mañana en que me topé con ella en el zaguán de la escuela de secretarias de la señorita Dove.

De modo que las dos ya lo sabíamos.

Y el secreto permaneció sin que ninguna lo confesara. Un vínculo silencioso de dedicación y devoción.

Me sentí aliviada de no haberle contado el secreto a Alfred. Él no habría comprendido mi decisión de no revelarlo. Habría insistido en que se lo dijera a Hannah, incluso en que exigiera algún tipo de recompensa. Aun tan amable y cariñoso como era, no habría percibido la importancia de conservar el statu quo. No habría comprendido que nadie más debía saberlo. ¿Qué habría ocurrido si Teddy o Deborah lo descubrían? Hannah habría sufrido, tal vez me habría despedido.

No. Era mejor dejarlo así. No había otra alternativa. Era el único modo de proceder.

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