John Irving
La cuarta mano

1. El hombre atacado por un león

Imaginad a un hombre joven que se encamina hacia un suceso cuya duración no pasará de medio minuto: la pérdida, mucho antes de llegar a una edad mediana, de la mano izquierda.

En su infancia fue un alumno prometedor, un chico equitativo y simpático, aunque no se distinguiera por su originalidad. Los compañeros de clase que aún recordaban de sus días escolares al futuro receptor de una mano no le habrían calificado de atrevido. Más adelante, en la escuela de enseñanza media, y a pesar del éxito que tenía con las chicas, pocas veces se reveló como un muchacho audaz ni, ciertamente, temerario. Si bien su apostura era irrefutable, el aspecto más atrayente que recordaban sus novias de entonces era que lo sometía todo a la consideración de ellas.

Mientras estudiaba en la universidad, nadie habría predicho que su destino era la fama. «Era tan poco estimulante…», comentó una de sus antiguas novias.

Otra joven, con la que él tuvo una breve relación en la escuela para estudiantes graduados, se mostró de acuerdo. Según ella, «carecía de la confianza propia de alguien capaz de hacer algo especial».

El muchacho en cuestión siempre tenía en los labios una sonrisa, aunque con un punto de aflicción, como le ocurre a quien sabe que te ha visto antes pero no puede recordar con exactitud la ocasión. Muy bien podría estar pensando si el encuentro anterior tuvo lugar en un funeral o en un burdel, lo cual explicaría que en su sonrisa se diera una inquietante combinación de pesadumbre y azoramiento.

Tuvo un lío con la directora de su tesis de licenciatura, lo cual era o un reflejo o un motivo de la falta de dirección que evidenciaba el joven como estudiante graduado. Más adelante (ella estaba divorciada y tenía una hija casi adulta) la mujer afirmaría: «Nunca puedes confiar en un hombre tan guapo. Además, era una de esas típicas personas que no desarrollan su potencial… no se trataba de un caso tan irremediable como te parecía al principio. Querías echarle una mano, querías cambiarle. Y, con toda franqueza, querías hacer el amor con él».

A su modo de ver, de repente aparecía en él una especie de luz antes ausente, que llegaba y desaparecía como un cambio de color al final del día, como si no existiera ninguna distancia demasiado grande para esa luz. Al mencionar «su vulnerabilidad al desdén», la directora hizo hincapié en «lo conmovedora que eran.

Pero ¿qué decir sobre la decisión de someterse a una operación de trasplante de mano? ¿No diríais que sólo un aventurero o un idealista correría el riesgo necesario para adquirir una mano nueva?

Ninguno de sus conocidos afirmaría jamás que era un aventurero o un idealista, pero sin duda fue idealista en el pasado. En su adolescencia debió de haber albergado sueños, y aunque sus objetivos fueran privados y no los manifestara, lo cierto es que al menos había tenido objetivos.

La directora de su tesis, que se encontraba a gusto en el papel de experta, daba cierta importancia a la pérdida de los padres cuando el joven todavía estudiaba la carrera. Pero sus padres lo habían previsto todo y, a pesar de su fallecimiento, el hijo gozaba de una absoluta seguridad financiera. Podría haber seguido en la universidad hasta conseguir un puesto de profesor numerario, o podría haber asistido a la escuela para graduados durante el resto de su vida. Sin embargo, aunque siempre había sido un buen estudiante, a ninguno de sus profesores le pareció jamás que tuviera una motivación excepcional. No tomaba la iniciativa, y se limitaba a aceptar lo que le ofrecían.

Tenía todas las características de quien se ha adaptado a la pérdida de una mano y saca el mejor partido de sus limitaciones. Quienes le conocían estaban seguros de que acabaría por ser un manco sin el menor asomo de amargura por su condición.

Además, era periodista de televisión y, para lo que hacía, ¿no le bastaba con una mano?

Pero él estaba seguro de que quería una nueva mano, y había comprendido a la perfección todo aquello que, en el aspecto médico, podía salir mal cuando le hicieran el trasplante. Y lo que no lograba entender explicaba por qué hasta entonces nunca le había tentado experimentar; carecía de imaginación para concebir la inquietante idea de que la nueva mano no sería del todo suya. Al fin y al cabo, de entrada había sido la mano de otra persona.

El hecho de que fuese periodista de televisión no podía ser más adecuado. La mayoría de ellos son bastante listos, en el sentido de que tienen rapidez mental y van directos a lo que importa. En televisión no puedes andarte con dilaciones. Un tipo que decide recibir un trasplante de mano no vacila, ¿verdad?

En fin, se llamaba Patrick Wallingford y, sin sombra de titubeo, habría trocado su fama por una nueva mano izquierda. Cuando ocurrió el accidente, Patrick estaba promocionándose en el mundo del periodismo televisivo. Había trabajado para dos de las tres cadenas principales, y se quejaba una y otra vez de la mala influencia que tenían los índices de audiencia sobre los noticiarios. ¿Cuántas veces había sucedido que algún director ejecutivo, más familiarizado con el lavabo de caballeros que con la sala de realización, tomaba una «decisión de marketing» que hacía peligrar una noticia? (Wallingford opinaba que los ejecutivos de los noticiarios se habían rendido por completo a los expertos en marketing.)

Para decirlo claramente, Patrick creía que las expectativas financieras que tenían las cadenas con respecto a sus nuevos departamentos estaban matando a los noticiarios. ¿Por qué se esperaba que éstos fuesen tan rentables como los programas llamados de diversión? ¿Por qué se presionaba a un departamento de informativos aunque sólo fuese para obtener beneficios? Las noticias no eran lo que ocurría en Hollywood; las noticias no eran las Series Mundiales ni la Super Bowl. Las noticias (y Wallingford se refería a las auténticas noticias, es decir, los reportajes en profundidad) no deberían competir por los índices de audiencia con las comedias o las telenovelas.

En noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, Patrick Wallingford trabajaba todavía para una de las grandes cadenas. Le entusiasmaba hallarse en Alemania con ocasión de semejante acontecimiento histórico, pero le recortaban continuamente los reportajes que enviaba desde Berlín, a veces hasta la mitad de la duración que él creía que merecían. Un director ejecutivo le dijo en la sala de redacción de Nueva York: «Ninguna noticia en la categoría de política exterior vale una mierda».

Cuando las corresponsalías de esa misma cadena en el extranjero empezaron a cerrar, Patrick siguió los pasos de otros periodistas de televisión y se incorporó a una cadena que sólo se ocupaba de noticias. No era una cadena muy buena, pero por lo menos era un canal que emitía noticias internacionales durante las veinticuatro horas del día.

¿Era Wallingford lo bastante ingenuo para creer que una cadena especializada en noticias no tendría en cuenta sus índices de audiencia? Lo cierto era que el canal internacional concedía demasiada importancia a los índices, actualizados minuto a minuto, capaces de señalar cuándo aumentaba o disminuía la atención de los telespectadores.

No obstante, sus colegas en los medios de comunicación se mostraban de acuerdo, con ciertas reservas, en que Wallingford parecía destinado a ser presentador. Su apostura era indiscutible, tenía unas facciones bien marcadas, perfectas para la televisión, y había adquirido la experiencia indispensable como reportero. Curiosamente, la hostilidad de la esposa de Wallingford figuraba entre los principales costes de esa experiencia adquirida.

Ahora estaban divorciados. Él culpaba a los viajes, pero la que entonces era su esposa sostuvo que el problema consistía en las demás mujeres. Lo cierto es que a Patrick le atraían los encuentros sexuales fortuitos, y le seguían atrayendo tanto si viajaba como si no.

Poco antes de su accidente fue objeto de una demanda de paternidad. Aunque el tribunal le absolvió, puesto que el resultado de un análisis del ADN fue negativo, la simple acusación de paternidad aumentó el rencor de su esposa. Más allá de la flagrante infidelidad de su marido, ella tenía un motivo adicional para estar molesta. Aunque deseaba tener hijos desde hacía mucho tiempo, Patrick se había negado en redondo a satisfacerla. (Una vez más, echó la culpa a los viajes.)

Marilyn, la ex esposa de Wallingford, solía decir que le gustaría que su ex marido hubiera perdido algo más que la mano izquierda. Volvió a casarse enseguida, quedó embarazada y tuvo un hijo; entonces se divorció de nuevo. Marilyn también solía decir que, pese a lo mucho que había anhelado ser madre, el dolor del parto superaba al que experimentó Patrick cuando perdió la mano.

Patrick Wallingford no era un hombre irascible; un estado de ánimo generalmente apacible le caracterizaba tanto como su buen aspecto. Sin embargo, el dolor de perder la mano izquierda era la posesión que Wallingford defendía con más empeño. Le enfurecía que su ex mujer trivializara su dolor al considerarlo inferior al de ella cuando «simplemente», como él solía decir, dio a luz.

Tampoco conservaba siempre la calma ante la afirmación, por parte de su ex esposa, de que era un mujeriego redomado. Él opinaba que nunca lo había sido, lo cual significaba que no seducía a las mujeres, sino que se limitaba a dejarse seducir por ellas. Nunca las buscaba; eran ellas quienes le buscaban a él. Era el equivalente masculino de la chica que no podía decir que no, una actitud de adolescente, según Marilyn. (Patrick se aproximaba a la treintena cuando su mujer pidió el divorcio, pero, según ella, seguía siendo un muchacho.)

El puesto de presentador, al que parecía destinado, seguía eludiéndole, y tras el accidente sus posibilidades de obtenerlo disminuyeron. Algún director ejecutivo mencionó «el factor aprensión». ¿Quién quiere ver las noticias de la mañana o la noche presentadas por un individuo que responde al tipo de perdedor y víctima, a quien un león hambriento ha arrancado una mano de un mordisco? Puede que el suceso no llegara a treinta segundos (la noticia íntegra sólo duraba tres minutos), pero nadie que tuviera un televisor había dejado de verlo. Durante un par de semanas se emitió una y otra vez en todo el mundo.

Wallingford se encontraba en la India. Su cadena de televisión especializada en noticias, a la que, debido a su inclinación hacia lo catastrófico, los esnobs de la elite en los medios de comunicación llamaban «Desastre Internacional» o el «Canal de las Calamidades», le había enviado a un circo indio en Gujarat. (Ninguna cadena de noticias juiciosa habría enviado a un reportero desde Nueva York a un circo en la India.)

El Gran Circo Ganesh actuaba en Junagadh, y una de las jóvenes trapecistas se había caído en plena actuación. Era famosa por «volar», como se denomina el trabajo de tales volatineros, sin red de seguridad, y aunque no murió a causa de aquella caída desde veinticinco metros de altura, su marido, que también era su entrenador, sí perdió la vida al intentar atraparla. El cuerpo que caía a plomo lo mató, pero al menos impidió que ella se estrellara contra el suelo.

De inmediato el gobierno indio prohibió los vuelos sin red, y el Gran Ganesh, entre otros circos pequeños de la India, expresó su protesta. Durante años y años, cierto ministro del gobierno, un activista demasiado entusiasta de los derechos de los animales, había intentado que se prohibiera el uso de éstos en los circos indios, y por esta razón los circos eran muy susceptibles a cualquier intervención del gobierno. Además, el director del Gran Circo Ganesh, muy exaltado, le confesó a Patrick Wallingford ante la cámara que el público llenaba la carpa una tarde tras otra precisamente porque los trapecistas no usaban red.

Lo que Wallingford había observado era el sorprendente estado de deterioro de las mismas redes. Desde donde se encontraba, en la tierra seca y compacta, el «suelo» de la carpa, al mirar hacia arriba vio las roturas y los desgarrones en la cuadrícula de cuerdas. La red en mal estado parecía una colosal telaraña destrozada por un pájaro presa del pánico. Era dudoso que pudiera soportar el peso de un niño que se cayese, y aún menos el de un adulto.

Muchos de los artistas eran niños, en su mayoría muchachas. A Patrick le explicaron que sus padres las habían vendido al circo para que tuvieran una vida mejor, con lo cual querían decir una vida más segura. No obstante, el elemento de riesgo en el Gran Ganesh era enorme. El exaltado director había dicho la verdad: el público llenaba la carpa cada tarde y noche para ver accidentes, y a menudo las víctimas de esos accidentes eran niños. Como artistas de circo eran aficionados con talento, pequeños y buenos atletas, pero tenían un entrenamiento superficial.

A todo buen periodista le habría interesado la razón de que la mayoría de los pequeños fueran niñas, y Wallingford, tanto si uno creía como si no en la evaluación de su carácter efectuada por su ex mujer, era un buen periodista, con una inteligencia que radicaba principalmente en su capacidad de observación, y la experiencia televisiva le había enseñado la importancia de adelantarse con rapidez a lo que podría salir mal.

Eso de adelantarse era al mismo tiempo lo admirable y lo equivocado en el medio de la televisión, que obtiene su fuerza de las crisis y no de las causas. Lo que más decepcionaba a Patrick de sus misiones como reportero era la frecuencia con que se pasaba por alto o se hacía caso omiso de una noticia más importante. Por ejemplo, la mayoría de los artistas infantiles de un circo indio eran niñas porque sus padres no habían querido que fuesen prostitutas. Y en el peor de los casos, los niños no vendidos a un circo serían mendigos (o se morirían de hambre).

Pero a Patrick Wallingford no le habían enviado a la India para que informara de tales detalles. La noticia era otra: una trapecista, una mujer adulta que se vino abajo desde veinticinco metros de altura, había aterrizado en los brazos de su marido y, en su caída, le ocasionó la muerte. El gobierno indio había intervenido, y el resultado era que todos los circos de la India se manifestaban en contra de la ley por la que ahora sus volatineros tenían que usar red de seguridad. Incluso la trapecista que recientemente había enviudado, la mujer que cayó, secundaba la protesta.

Wallingford la había entrevistado en el hospital, donde se recuperaba de una rotura de cadera y cierta lesión sin concretar en el bazo, y ella le dijo que volar sin red de seguridad era lo que daba al vuelo su morbo especial. Por supuesto, lloraba a su difunto marido, pero éste también había sido volatinero, también había caído y sobrevivido al percance. Sin embargo, dio a entender la viuda, era posible que en realidad no se hubiera librado de las consecuencias de aquel primer error, y el hecho de que ella se le hubiera caído encima podía significar la conclusión del episodio anterior e inacabado.

Wallingford se dijo que esa manera de pensar era interesante, pero su jefe de información, a quien todo el mundo despreciaba cordialmente, se mostró decepcionado por la entrevista. Y todo el personal de la sala de redacción en Nueva York consideró que la trapecista parecía «demasiado tranquila»; preferían que sus víctimas de desastres estuvieran histéricas.

Por otro lado, la volatinera convaleciente había dicho que su marido estaba ahora «en brazos de la diosa en la que creía», una frase seductora. Lo que quería decir era que su esposo había creído en Durga, la diosa de la destrucción. La mayoría de los trapecistas creen en Durga, una deidad a la que se representa generalmente con diez brazos. «Los brazos de Durga tienen la finalidad de asirte y sostenerte, si alguna vez te caes», explicó la viuda.

Eso sí que era interesante para Wallingford, pero no para los miembros de la sala de redacción en Nueva York, quienes dijeron que estaban «hartos de religión». El jefe de informativos de Patrick le informó de que últimamente habían emitido demasiadas noticias de contenido religioso. Wallingford se dijo que aquel Dick, como se llamaba el jefe de informativos, no servía ni a Dios ni al diablo.

Dick envió a Patrick de regreso al Gran Circo Ganesh, en busca de «color local complementario». El jefe de informativos argumentó además que el director del circo era más franco que la trapecista.

Patrick no se abstuvo de protestar.

– Hablar sobre los artistas infantiles tendría más interés -adujo sin rodeos.

Pero, al parecer, en Nueva York también estaban «hartos de niños».

– Limítate a obtener más información del director -advirtió Dick a Wallingford.

Los leones de la jaula, que figuraban como fondo de la última entrevista, compartían el nerviosismo del director: se mostraban cada vez más inquietos y sus rugidos eran más poderosos. El reportaje que Wallingford enviaba desde la India era el deseado final sorpresivo del noticiario. Los leones harían que ese final fuese todavía mejor si rugían con fuerza.

Era el día de reparto de la carne, y los musulmanes que la traían se habían retrasado. El furgón de la televisión, la cámara y el equipo de sonido, así como el cámara y la técnico de sonido, les habían intimidado. Toda aquella tecnología, extraña para ellos, los había detenido en sus pasos, pero el motivo principal de su detención era la técnico de sonido.

Era una mujer rubia y alta, con tejanos ajustados, auriculares y un cinturón de herramientas del que pendían una serie de accesorios que a los musulmanes debían de parecerles propios de hombres: tenazas para el alambre, un manojo de abrazaderas y cables, y algo que podría ser un densímetro. También llevaba una camiseta de media manga y no usaba sujetador.

Wallingford sabía que era alemana porque la noche anterior se había acostado con ella. La joven le habló del primer viaje que hizo a Goa, de vacaciones, con otra chica alemana, tras el cual ambas decidieron que jamás querrían vivir en ningún lugar excepto la India.

La otra chica enfermó y regresó a su país, pero Monika encontró la manera de permanecer en la India. Así se llamaba: «Monika con ka», le había dicho. «Los técnicos de sonido podemos vivir en cualquier parte -le explicó-. Cualquier parte donde haya sonido.»

– Quizá te gustaría vivir en Nueva York -le sugirió Patrick-. Allí hay mucho sonido, y el agua es potable. -Sin pensarlo dos veces, añadió-: En estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York.

– ¿Por qué «en estos momentos»? -le preguntó ella.

Esto era un síntoma de la dificultad que Patrick Wallingford tenía en el trato con las mujeres. Decir cosas sin ninguna razón era similar a la manera en que accedía a las insinuaciones que le hacían las mujeres. No había ninguna razón para decir «en estos momentos las chicas alemanas son muy populares en Nueva York», excepto la de seguir hablando. Era la debilidad con que se plegaba a lo que las mujeres querían de él, la aceptación tácita de sus insinuaciones, lo que había enfurecido a la esposa de Wallingford, quien le telefoneó a su habitación del hotel precisamente cuando se estaba tirando a Monika con ka.

Había diez horas y media de diferencia horaria entre Junagadh y Nueva York, pero Patrick fingió desconocer si la India estaba diez horas adelantada o retrasada. Lo único que dijo cuando le llamó su esposa fue:

– ¿Qué hora es ahí, cariño?

– Estás jodiendo con alguna, ¿no es cierto? -le preguntó ella.

– No, Marilyn, qué va -le mintió. Debajo de su cuerpo, la chica alemana permanecía inmóvil. Wallingford trató de imitarla, pero permanecer inmóvil durante el acto amoroso es probablemente más difícil para un hombre que para una mujer.

– Sólo he pensado que te gustaría conocer los resultados de tu prueba de paternidad -le dijo Marilyn, unas palabras que ayudaron a Patrick a mantenerse quieto-. Bueno, son negativos… no eres el padre. Supongo que esquivaste esa bala, ¿no es cierto?

– No hay derecho a que te hayan dado los resultados de mi análisis de sangre -fue todo lo que se le ocurrió decir a Wallingford-. Algo tan personal como un análisis de sangre.

Debajo de él, Monika con ka se puso rígida. Sentía frío en la zona que había estado caliente.

– ¿Qué análisis de sangre? -susurró al oído de Patrick.

Pero Wallingford llevaba puesto un preservativo; la técnico de sonido alemana estaba protegida de la mayor parte de los peligros, si no de todos. (Patrick siempre usaba preservativo, incluso con su mujer.)

– ¿Quién es esta vez? -gritó Marilyn en el otro extremo de la línea-. ¿A quién te estás tirando en este mismo momento?

Wallingford tenía dos cosas claras: que su matrimonio no podía salvarse y que él no quería salvarlo. Como siempre le sucedía con las mujeres, Patrick se mostró conforme.

– ¿Quién es ésa? -gritó su mujer de nuevo, pero, en vez de responderle, Wallingford sostuvo el micrófono del aparato ante los labios de la alemana.

Tuvo que apartarle de la oreja un mechón de cabello rubio antes de susurrarle al oído:

– Anda, dile tu nombre.

– Monika… con ka -dijo la chica alemana al aparato.

Wallingford colgó, dudando de que Marilyn llamase de nuevo. No lo hizo, pero entonces tuvo que explicarle muchas cosas a Monika con ka. No fue aquélla una plácida noche con un sueño profundo.

Por la mañana, en el Gran Ganesh, la manera en que las cosas empezaron a desarrollarse fue un tanto decepcionante. Las repetidas quejas del director del circo contra el gobierno indio no despertaban ni mucho menos el interés que suscitaba la descripción de la diosa de diez brazos en la que creían todos los volatineros, como aquella trapecista accidentada.

¿Acaso estaban sordos y ciegos en la sala de redacción de Nueva York? ¡La viuda en su cama de hospital había sido una gran noticia! Y Wallingford aún quería contarla en el contexto de la trapecista que caía sin red de seguridad. Los acróbatas infantiles eran el contexto, aquellos niños que habían sido vendidos al circo.

¿Y si hubieran vendido a la misma trapecista cuando era pequeña? ¿Y si su futuro marido hubiera sido rescatado de una infancia sin futuro, tan sólo para encontrarse con semejante destino: su mujer cayendo en sus brazos desde veinticinco metros de altura, bajo el techo de la gran carpa? Eso sí que habría o interesante.

En cambio, Patrick estaba entrevistando al repetitivo director del circo ante la jaula de los leones, una trillada imagen circense que era lo que en Nueva York entendían por «color local complementario».

No era de extrañar que la entrevista pareciera decepcionante comparada con la noche que Wallingford había pasado con la técnico de sonido alemana. Monika con ka, su camiseta y la ausencia de sujetador estaban causando una visible impresión en los portadores de la carne, a quienes ofendían las prendas de la joven, o la falta de suficientes prendas. Con su temor, su curiosidad, su indignación por la inmoralidad, habrían sido mejores y más fieles como color local complementario que el fatigoso director del circo.

Los musulmanes permanecían cerca de la jaula de los leones, como bajo los efectos de una fuerte impresión, pero parecían demasiado atemorizados o demasiado atónitos para acercarse más. En sus carretillas de madera había montones de carne olor dulzón, que causaba una repugnancia infinita a la comunidad circense, en su mayoría hindú y vegetariana. Naturalmente, los leones también olían la carne.y estaban claramente irritados por el retraso.

Cuando los leones se pusieron a rugir, el cámara los enfocó con el zoom, y Patrick Wallingford, al percibir un momento de verdadera espontaneidad, acercó el micrófono a los barrotes la jaula. Consiguió un final más sorpresivo de lo que esperaba.

Una pata salió velozmente de entre dos barrotes, y una garra se clavó en la muñeca izquierda de Wallingford. Este dejó caer el micrófono. En menos de dos segundos, el brazo izquierdo, hasta el codo, había sido introducido en la jaula. El hombro izquierdo se golpeó contra los barrotes, y la mano izquierda, hasta unos tres centímetros por encima de la muñeca, estaba en la boca de un león.

En el tumulto resultante, otros dos leones compitieron con primero por la muñeca y la mano de Patrick. Intervino el domador, quien no estaba lejos de los animales, golpeándoles en los morros con una pala. Wallingford mantuvo la conciencia el tiempo suficiente para reconocer la pala, que se usaba especialmente para recoger los excrementos de león. (Había visto cómo la usaban sólo unos minutos antes.)

Patrick perdió el sentido en las inmediaciones de las carretillas de la carne, no lejos de donde Monika con ka se había desvanecido solidariamente. Pero, al desplomarse, la joven alemana había caído sobre una de las carretillas, causando una notable consternación a los portadores de la carne, y cuando volvió en sí descubrió que, mientras yacía inconsciente sobre la húmeda carne, le habían robado el cinturón con las herramientas.

La técnico de sonido alemana afirmó, además, que durante su desmayo alguien le había manoseado los senos, como lo demostraban los moratones en forma de huellas dactilares que tenía en ambos pechos. Sin embargo, no había huellas de manos entre las manchas de sangre que tenía su camiseta. (Unas manchas debidas a la carne.) Era más probable que los moratones en los senos fuesen el resultado de su noche de amor con Patrick Wallingford. Quienquiera que fuese lo bastante audaz para birlarle el cinturón de las herramientas probablemente no había tenido valor para tocarle los pechos. Los auriculares estaban en su sitio.

En cuanto a Wallingford, lo apartaron a rastras de la jaula de los leones, sin que se diera cuenta de que la mano y la muñeca izquierdas habían desaparecido, aunque veía que los leones seguían peleándose por algo. En el mismo momento en que el olor dulzón del carnero llegó a su olfato, observó que los musulmanes contemplaban pasmados su colgante brazo izquierdo. (La fuerza con que el león le había tirado del brazo descoyuntó el hombro de la articulación.) Y al mirar, comprobó que le había desaparecido el reloj. No lamentaba demasiado haberlo perdido, pues había sido un regalo de su esposa. Por supuesto, nada podía impedir que el reloj se deslizara; la mano y la juntura grande de la muñeca izquierda también habían desaparecido.

Como no había ningún rostro conocido entre los musulmanes portadores de la carne, sin duda Wallingford confió en localizar a Monika con ka, afligida pero no menos cariñosa. Por desgracia la muchacha alemana estaba tendida boca arriba sobre una de las carretillas de la carne, la cara vuelta hacia el otro lado.

Al ver, si no el rostro, por lo menos el perfil de su imperturbable cámara, quien jamás había flaqueado a la hora de cumplir con su responsabilidad principal, Patrick experimentó cierto amargo consuelo. El resuelto profesional se había acercado a la jaula de los leones, y los filmó mientras ellos se entregaban al no muy agradable acto de compartir lo poco que quedaba de la muñeca y la mano de Patrick. ¡Para que hablen de un buen final sorpresivo!

Durante la semana siguiente, e incluso más días, Wallingford contempló una y otra vez las imágenes de su mano arrebatada y consumida. Le sorprendía que el ataque le recordara algo desconcertante que le dijo su directora de tesis cuando ella puso fin a su relación sentimental: «Durante cierto tiempo ha sido halagador estar con un hombre capaz de concentrarse tan profundamente en una mujer. Por otro lado, tu propia personalidad está tan poco concentrada, que sospecho que podrías concentrarte en cualquier mujer». No sabía qué diablos había querido decir con eso, ni por qué la pérdida de la mano devorada le había hecho recordar las quejosas observaciones de la mujer.

Pero lo que más afligía a Wallingford, en el medio minuto escaso que tardó un león en arrancarle la muñeca y la mano, era que las impresionantes imágenes de sí mismo no correspondían al aspecto de Patrick Wallingford tal como siempre había sido antes del suceso. No había tenido ninguna experiencia previa de terror absoluto. Lo más duro del dolor llegaría más tarde.

En la India, y por razones que nunca estuvieron claras, el ministro que también era un activista de los derechos de los animales utilizó el ataque sufrido por el periodista occidental para reforzar la cruzada contra los malos tratos que se daba a los animales en los circos. Wallingford nunca supo qué relación tenía el hecho de que le hubieran devorado la mano con los malos tratos que sufrían los leones.

Lo que le preocupaba era que el mundo entero le había visto gritar y retorcerse de dolor y espanto; se había mojado los pantalones ante la cámara, si bien es cierto que ni un solo telespectador reparó en ese detalle, pues llevaba pantalones oscuros. De todos modos, fue objeto de conmiseración por parte de millones de personas, ante las cuales había sido públicamente desfigurado.

Incluso cinco años después, cada vez que Wallingford recordaba el episodio o soñaba con él, lo que más destacaba en su mente era el efecto del analgésico, un producto que no se podía obtener en Estados Unidos, o por lo menos eso era lo que le había dicho el médico indio. Desde entonces Wallingford había tratado de averiguar de qué sustancia se trataba.

Fuera cual fuese su nombre, lo cierto era que el medicamento había hecho que la conciencia de Patrick se elevara por encima del dolor, al tiempo que le dejaba totalmente desvinculado del mismo dolor. Le había hecho sentirse como el indiferente observador de otra persona, y, al elevarle la conciencia, la medicina hizo mucho más que aliviarle el dolor.

El médico que le recetó el medicamento, presentado en cápsulas de color azul cobalto («Tome sólo una, señor Wallingford, cada doce horas»), era un parsi que le había tratado en Junagadh, inmediatamente después del ataque del león.

– Es para el mejor sueño que tendrá jamás, pero también para el dolor -añadió el doctor Chothia-. No tome nunca dos. Ustedes, los americanos, siempre se toman las píldoras a pares. No lo haga con ésta.

– ¿Cómo se llama? -inquirió Wallingford con suspicacia-. Supongo que tiene un nombre.

– Después de que se tome una, no recordará cómo se llama -replicó jovialmente el doctor Chothia-. Y no oirá su nombre en Estados Unidos… ¡la FDA [1] jamás la aprobará!

– ¿Por qué? -le preguntó Wallingford. Aún no había tomado la primera cápsula.

– ¡Vamos, tómesela! -le instó el parsi-. Ya lo verá. No hay nada mejor.

– Antes de tomarla, quiero saber por qué la FDA no la aprobará.

– ¡Porque es demasiado divertida! -exclamó el doctor Chothia-. A sus chicos de la FDA no les gusta la diversión. ¡Vamos, hombre, tómesela antes de que le estropee la diversión dándole otro medicamento!

¿Le había hecho dormir aquella píldora? ¿Era realmente sueño lo que le sobrevino? Sin duda tenía la conciencia demasiado estimulada para dormir. Pero ¿cómo podía él haber sabido que se hallaba en un estado de presciencia? ¿Cómo puede nadie identificar un sueño del futuro?

Wallingford flotaba por encima de un lago pequeño y oscuro. Tenía que haber una u otra clase de avión, o de lo contrario Wallingford no podría estar allí, pero en el sueño nunca veía ni oía el aparato. Sencillamente descendía, acercándose más al pequeño lago, rodeado de árboles verde oscuro, abetos y pinos, muchos pinos blancos.

Apenas había afloramientos rocosos. Aquello no se parecía a Maine, donde Wallingford había ido de colonias veraniegas en su infancia. Los padres de Patrick alquilaron cierta vez una casa de campo en la Georgian Bay del lago Hurón. Pero el lago del sueño era un lugar donde nunca había estado.

Aquí y allá un embarcadero se internaba en el agua, y en ocasiones había una pequeña barca amarrada al muelle. Wallingford vio también un cobertizo para botes, pero la sensación del embarcadero contra su espalda desnuda, la aspereza de las tablas a través de una toalla, fue la primera sensación física en el sueño. Como sucedía con el avión, Patrick no podía ver la toalla; sólo notaba algo entre su piel y el embarcadero.

El sol acababa de ponerse. Wallingford no había visto la puesta, pero percibía que el calor del sol seguía caldeando el embarcadero. Salvo la visión casi perfecta del lago oscuro y los árboles más oscuros todavía, el sueño era todo sensación.

También notaba el agua, pero nunca como si estuviera sumergido. Por el contrario, tenía la sensación de que acababa de salir del agua. Se estaba secando en el embarcadero, pero aún notaba el frío de la humedad

Entonces una voz femenina, como ninguna otra voz femenina que Wallingford hubiera oído jamás, como la voz más sensual del mundo, le dijo:

– Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?

A partir de ese momento, en el sueño, Patrick fue consciente de su erección, y oyó una voz que se parecía mucho a la suya y que decía: «Sí»… El también quería quitarse el bañador mojado.

Oía, además, el leve sonido del agua que lamía el embarcadero y goteaba desde los bañadores mojados entre las tablas, regresando al lago.

Ahora él y la mujer estaban desnudos. Al principio, la piel de la mujer estaba mojada y fría, y luego cálida contra la piel de Patrick; notaba la ardiente respiración de ella contra su garganta, y olía su cabello húmedo. Olía también la tersa piel de los hombros tostada por el sol, y había algo que sabía al lago en la lengua de Patrick, que recorría el contorno de la oreja femenina.

Por supuesto, Wallingford la había penetrado, y el acto sexual se prolongaba interminable sobre el embarcadero en el lago encantador y oscuro. Y cuando despertó, al cabo de ocho horas, descubrió que había tenido una polución nocturna, y sin embargo seguía con la mayor erección que había experimentado jamás.

El dolor de la mano perdida había desaparecido. Volvería a sentirlo unas diez horas después de que hubiera tomado la primera cápsula azul cobalto. Las dos horas que Patrick tuvo que esperar antes de que pudiera tomar una segunda cápsula fueron una eternidad para él. En ese desdichado intervalo, lo único que pudo hacer fue hablar con el doctor Chothia acerca de la píldora.

– ¿Qué contiene? -preguntó Wallingford al alegre parsi.

– Lo idearon como un remedio contra la impotencia -le dijo el doctor Chothia-, pero no surtió efecto.

– Funciona perfectamente -arguyó Wallingford.

– Bueno…, parece ser que no sirve para la impotencia -insistió el parsi-. Para el dolor, sí… pero eso ha sido un descubrimiento accidental. Por favor, señor Wallingford, recuerde lo que le he dicho. No tome nunca dos.

– Me gustaría tomar tres o cuatro -replicó Patrick, pero sobre este particular el parsi no mostraba su talante risueño.

– No, créame, no le gustaría en absoluto -le advirtió el doctor Chothia.

Wallingford sólo tomó una cápsula cada vez, y dejó también los intervalos apropiados de doce horas entre una toma y otra. De esta manera ingirió otros dos analgésicos azul cobalto mientras seguía en la India, y el doctor Chothia le dio uno más para que lo tomara en el avión. Patrick señaló al parsi que el viaje de regreso a Nueva York duraría más de doce horas, pero el doctor no le dio nada más fuerte que Tylenol con codeína para cuando se disiparan los efectos de la última píldora provocadora de polución nocturna.

Wallingford tuvo el mismo sueño cuatro veces, la última durante el vuelo desde Frankfurt a Nueva York. Había tomado el Tylenol con codeína en la primera parte del largo viaje, desde Bombay a Frankfurt, porque, a pesar del dolor, quería guardar lo mejor para el final.

La azafata guiñó un ojo a Wallingford cuando le despertó del sueño inducido por la cápsula azul, poco antes de que el avión aterrizara en Nueva York.

– Si era dolor lo que sentía, me gustaría sentirlo con usted -le susurró-. ¡Nadie me ha dicho «sí» tantas veces!

Aunque le dio a Patrick su número de teléfono, él no la llamó. Durante cinco años, el acto sexual verdadero no sería tan grato para Wallingford como el acto del sueño procurado por la cápsula azul. Y tardaría más tiempo en comprender que la cápsula azul cobalto que le había dado el doctor Chothia era algo más que un analgésico y un estimulante sexual. Más importante todavía era su efecto como píldora inductora de la presciencia.

No obstante, el principal beneficio de la píldora era que le evitaba soñar más de una vez al mes en la expresión de los ojos del león cuando la fiera se apoderó de su mano, la enorme y arrugada frente del león, las cejas atezadas y arqueadas, las moscas que zumbaban en su melena, el hocico rectangular y salpicado de sangre del felino, con los rasguños causados por los zarpazos de sus compañeros. Estos detalles no estaban tan profundamente grabados en la memoria de Wallingford, en la materia de sus sueños, como los ojos pardo amarillentos del león, en los que reconocía una especie de vacua tristeza. Jamás olvidaría aquellos ojos, su desapasionado escrutinio del rostro de Patrick, su objetividad, se diría que científica.

Al margen de lo que Wallingford recordara o soñara, lo que recordarían e incluso soñarían los telespectadores de la cadena apropiadamente denominada Desastre Internacional eran las imágenes del episodio, aquellos segundos en los que el león devoraba la mano y durante los que uno sentía que se le paralizaba el corazón.

El Canal de las Calamidades, al que se ridiculizaba habitualmente por su tendencia a ocuparse de muertes excéntricas y accidentes estúpidos, había creado uno de tales accidentes mientras informaba precisamente de una de tales muertes, con lo cual aumentó su reputación de una manera sin precedentes. ¡Y esta vez el desastre le había ocurrido a un periodista! (No se crea que eso no formaba parte de la popularidad que había alcanzado la amputación en menos de treinta segundos.)

En general, los adultos se identificaban con la mano, ya que no con el desdichado reportero. Los niños tendían a simpatizar con el león. Por supuesto, se hicieron las oportunas advertencias con respecto a la población infantil. Al fin y al cabo, aulas enteras de parvulario se habían alborotado. Los alumnos de básica, que por fin aprendían a leer con fluidez y comprensión, retornaron a un estado mental prealfabetizado, estrictamente visual.

Los padres que entonces tenían hijos en la escuela elemental siempre recordarán los mensajes que les enviaron a casa, mensajes como: «Recomendamos encarecidamente que no permitan a sus hijos ver la televisión hasta que esa noticia del hombre atacado por un león deje de emitirse».

La ex directora de tesis de Patrick viajaba con su hija menor cuando el accidente que dejó manco a su ex amante se televisó por primera vez.

La hija se las había ingeniado para quedar embarazada en su último año en el pensionado. Aunque no podía decirse que eso fuese una hazaña original, de todos modos resultaba inesperado en una escuela exclusivamente femenina. El aborto consiguiente de la hija la había traumatizado, y obtuvo un permiso de ausencia temporal de la escuela. La afligida muchacha, cuyo nada encantador novio la abandonó antes de que ella supiera que estaba embarazada, tendría que repetir el último curso.

También su madre estaba pasando una mala época. Aún era treintañera cuando sedujo a Wallingford, diez años menor que ella pero el más guapo de sus estudiantes graduados. Ahora, cercana a la cincuentena, tramitaba su segundo divorcio, cuyo arbitraje se había vuelto más difícil a causa de la inoportuna revelación de que recientemente se había acostado con otro de sus estudiantes… y, por primera vez, con uno que ni siquiera se había graduado.

Era un chico guapo, lamentablemente el único chico de su desacertado curso sobre los poetas metafísicos, desacertado porque ella debería haber sabido que semejante «raza de escritores», como los llamó Samuel Johnson cuando les puso el sobrenombre de «poetas metafísicos», interesaría sobre todo a las jóvenes lectoras.

También anduvo desacertada al admitir al muchacho en aquella clase cuyos restantes alumnos eran todos chicas. Él no estaba preparado para hacer frente a tal situación. Pero se había presentado en su despacho para recitarle «A mi esquiva señora», de Andrew Marvell, estropeando tan sólo el pareado: «My vegetable love should grow / Vaster than empires, and more slow» [2].

Dijo groan en vez de grow, y ella casi le oyó gemir mientras recitaba los versos siguientes:


An hundred years should go to praise

Thine eyes, and on thy forehead gaze.

Two hundred to adore each breast:

But thirty thousand to the rest.' [3]


«¡Caramba!», pensó ella, sabiendo que en lo que el chico estaba pensando era en sus senos y en el resto. Así pues, le permitió inscribirse en el curso.

Cuando las chicas de la clase coqueteaban con él, ella sentía necesidad de protegerlo. Al principio se dijo que sólo quería darle calor materno. Cuando lo abandonó, tan poco ceremoniosamente como el novio innominado de la hija preñada había abandonado a ésta, el chico dejó de asistir al curso y llamó a su madre.

La madre del muchacho, que pertenecía a la junta rectora de otra universidad, escribió al decano de la facultad: «¿Acostarse con los alumnos de una no es un caso de inmoralidad manifiesta?». Este interrogante tuvo como consecuencia que la en otro tiempo directora de tesis y amante de Patrick se tomara por su cuenta un semestre de permiso.

El semestre sabático no planeado, su segundo divorcio, la deshonra de la hija, similar a la suya… bueno, por favor, ¿qué iba a hacer la antigua directora de tesis de Patrick?

El que pronto seria su segundo ex marido accedió a regañadientes a retrasar por un mes la cancelación de sus tarjetas de crédito, algo que iba a lamentar profundamente. De improviso la mujer se fue a París con su hija desescolarizada, y las dos se instalaron en una suite del hotel Le Bristol. Era demasiado caro para ella, pero en una ocasión recibió una postal con la imagen del hotel y siempre había querido ir allí. La postal se la envió su primer ex marido, quien se había alojado en el hotel con su segunda esposa, y lo hizo por el puro placer de fastidiarla.

Le Bristol estaba en la rue du Faubourg Saint Honoré, rodeado de tiendas elegantes, en las que ni siquiera una aventurera podía permitirse comprar nada. Una vez allí, ella y su hija no se atrevían a ir a ninguna parte. La extravagancia del hotel era más de lo que podían encajar. Se sentían mal vestidas en el vestíbulo y el bar, donde se sentaban, hipnotizadas por la gente que claramente estaba más a sus anchas que ellas por el mero hecho de hallarse en Le Bristol. Sin embargo, no admitirían que había sido una mala idea alojarse allí, por lo menos la primera noche.

Muy cerca del hotel, en una de las calles laterales, había un bistrot muy acogedor y con unos precios razonables, pero la tarde era lluviosa y oscura, y ellas querían acostarse temprano, pues notaban los efectos del desfase horario tras el largo vuelo. Decidieron cenar temprano en el hotel, dejando que el auténtico París comenzara para ellas al día siguiente, pero el restaurante del hotel era muy popular. No hubo una mesa disponible hasta pasadas las nueve de la noche, una hora en la que habían esperado estar profundamente dormidas.

Su viaje hasta allí era una recompensa por las ofensas que habían sufrido injustamente, o así lo creían ellas. En realidad, eran víctimas de las insatisfacciones de la carne, en las que su propia miríada de descontentos habían desempeñado un papel principal. Tanto si no se lo habían ganado como si era mecido, Le Bristol iba a ser su premio. Ahora se veían obligadas retirarse a su suite y conformarse con el servicio de habitaciones.

No es que hubiera nada poco elegante en el servicio de habitaciones de Le Bristol; sencillamente, no era aquélla una noche en París como la que ellas habían imaginado. Aunque no se caracterizaban por actuar así, madre e hija trataron de sacar mejor partido de la situación.

– ¡Nunca imaginé que pasaría mi primera noche en París en una habitación de hotel nada menos que con mi madre! -exclamó la hija, procurando reírse de la situación.

– Por lo menos yo no te dejaré preñada -observó la madre. Las dos intentaron reírse también de eso.

La antigua directora de tesis de Wallingford inició la letanía los hombres decepcionantes en su vida. La hija había oído algunos de los nombres con anterioridad, pero estaba creándose una lista propia, aunque de momento mucho más breve que la de su madre. Tomaron dos botellines de vino del minibar, antes de que les sirvieran el Burdeos tinto que habían pedido con la cena, que también se bebieron. Después, llamaron al servicio de habitaciones y pidieron una segunda botella.

El vino les soltó las lenguas, tal vez más de lo que era apropiado o decoroso en una conversación entre madre e hija. Que su descarriada hija hubiera podido quedar embarazada fácilmente con un montón de chicos descuidados antes de que topara con el patán que hizo la faena era una píldora amarga para que cualquier madre la engullera, incluso en París. Que la antigua directora de tesis de Patrick Wallingford era una inveterada agresora sexual resultaba cada vez más evidente, incluso para su hija; que los gustos sexuales de la madre la habían llevado a coquetear con hombres cada vez más jóvenes y que acabaría relacionándose con adolescentes, era posiblemente más de lo que cualquier hija deseaba saber.

Durante un grato respiro en las incesantes confesiones de su madre (una mujer de edad mediana, admiradora de los poetas metafísicos, estaba firmando el acuse de recibo de la segunda botella de Burdeos, mientras coqueteaba descaradamente con el camarero del servicio de habitaciones), la hija buscó cierto alivio de aquella intimidad no deseada encendiendo el televisor. Como era propio de un hotel sometido hacía poco a una elegante renovación, Le Bristol ofrecía una multitud de canales de televisión por satélite, en inglés, francés y otras lenguas, y quiso la suerte que, en cuanto la embriagada madre cerró la puerta tras la salida del camarero y se volvió de cara a la habitación, a su hija y al televisor, vio cómo un león le arrancaba una mano a su ex amante. ¡Sin más ni más!

Gritó, desde luego, lo cual hizo que su hija también gritara. La segunda botella de Burdeos se le habría deslizado de la mano de no haber aferrado con fuerza su cuello. (Tal vez imaginaba que la botella era una de sus propias manos y que desaparecía en las fauces de un león.)

El episodio del ataque entre los barrotes de la jaula había terminado antes de que la madre pudiera repetir el torturado relato de su relación con el periodista de televisión ahora mutilado. Pasaría una hora hasta que el canal de noticias internacionales volviese a transmitir el incidente, aunque cada cuarto e hora había un aviso de la noticia inminente, con imágenes que duraban de diez a quince segundos: los leones peleándose por una golosina indistinguible que permanecía en su jaula; el brazo sin mano colgando del hombro desencajado de Patrick; la expresión aturdida de Wallingford poco antes de que se desvaneciera; la visión apresurada de una mujer rubia sin sujetador con auriculares que parecía dormir sobre algo con aspecto de carne.

Madre e hija esperaron sentadas otra hora para ver de nuevo el episodio completo. Esta vez la madre, refiriéndose a la rubia sin sujetador, comentó: «Apuesto a que se la tiraba».

Siguieron así, mientras daban cuenta de la segunda botella de Burdeos. La tercera vez que miraron el suceso completo, prorrumpieron en gritos de júbilo lascivo, como si el castigo e Wallingford, como así lo consideraban, fuese lo que debería haberles sucedido a todos los hombres que ellas habían conocido.

– Pero no debería haber sido la mano -dijo la madre.

– Sí, tienes razón -replicó la hija.

Sin embargo, tras la tercera contemplación del horripilante suceso, guardaron un taciturno silencio mientras la fiera engullía los trozos de carne humana, y la madre desvió la mirada del rostro de Patrick cuando éste iba a perder el conocimiento.

– Pobre cabrón -dijo la hija entre dientes-. Me voy a la ama.

– Creo que lo voy a ver una vez más -respondió la madre.

La hija se tumbó en la cama sin poder dormir. Por debajo de la puerta se filtraba la luz parpadeante del televisor en la ala de la suite. La madre, que había bajado al máximo el volumen, estaba llorando.

La muchacha se levantó y fue a sentarse junto a su madre en el sofá. Mantuvieron el televisor sin sonido y, cogidas de la mano, volvieron a contemplar las terribles pero excitantes imágenes. Los leones hambrientos eran lo de menos; el objeto de la mutilación eran los hombres.

– ¿Por qué tenemos necesidad de ellos si los odiamos? -preguntó la hija en un tono de fatiga.

– Los odiamos precisamente porque los necesitamos -respondió la madre, la voz confusa.

Allí estaba el rostro afligido de Wallingford. Cayó de rodillas, la sangre saliendo a chorros del antebrazo. El dolor distorsionaba sus hermosas facciones, pero era tal el efecto que Wallingford causaba en las mujeres que una madre borracha y con las molestias del desfase horario, así como su hija apenas menos dañada, sentían dolor en sus brazos. Los tendían realmente hacia él mientras caía.

Patrick Wallingford no iniciaba nada, pero inspiraba una inquietud sexual y un anhelo antinatural… incluso cuando le sorprendían en el acto de alimentar a un león con su mano izquierda. Era un imán para las mujeres de todos los tipos y edades; incluso cuando yacía inconsciente, era un peligro para el sexo femenino.

Como sucede a menudo en las familias, la hija dijo en voz alta lo que la madre también había observado pero se guardaba de exteriorizar:

– Mira las leonas.

Ninguna leona había tocado la mano. Había cierto grado de anhelo en la tristeza de sus ojos. Incluso después de que Wallingford perdiera el sentido, las leonas siguieron mirándole. Casi parecía como si también estuvieran afligidas.

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