12. El estadio Lambeau

Tendría tiempo para recuperarse. El moratón en la espinilla (causado al golpearse con la mesa de vidrio en el piso de Mary) primero se volvió amarillo y luego marrón claro, hasta que un día desapareció. De la misma manera la quemadura (debida al grifo del agua caliente en la ducha de Mary) no tardó en esfumarse. De repente, en la zona arañada de la espalda (las uñas de Angie) desaparecieron las pruebas del fatigoso encuentro con la maquilladora de Queens. Incluso la ampolla de sangre, de tamaño considerable, en el hombro izquierdo (un mordisco pasional de Angie) se había ido. En el lugar donde hubo un hematoma violáceo (de nuevo el mordisco pasional), no había más que la nueva piel de Wallingford, con un aspecto tan inocente como el hombro del pequeño Otto, tan liso y sin ninguna marca.

Patrick recordaba los momentos en que había untado con crema antisolar la suave piel del niño, cuando le tocaba y sostenía en brazos, y los echaba de menos. También añoraba a la señora Clausen, pero era lo bastante prudente para no insistir en que le diera una respuesta.

También sabía que era demasiado pronto para preguntarle a Mary Shanahan si estaba embarazada. Lo único que le dijo, en cuanto regresó de Green Bay, fue que había pensado a fondo en la sugerencia que ella le hizo de renegociar su contrato y quería hacerlo. Como Mary había señalado, el contrato actual finalizaría al cabo de año y medio. ¿No había sido idea de ella que pidiera tres años e incluso cinco?

Sí, era cierto. («Pide tres años, no, que sean cinco», le había dicho ella.) Pero Mary no parecía recordar aquella conversación.

– Creo que tres años sería pedir demasiado, Pat -le dijo.

– Comprendo -replicó Wallingford-. Entonces supongo que no hay ningún inconveniente en que siga como presentador.

– Pero ¿estás seguro de que quieres el empleo, Pat?

Él creía que Mary no se mostraba cauta sólo porque Wharton y Sabina estaban presentes en su despacho. (El director ejecutivo carirredondo y la resentida Sabina les escuchaban con aparente indiferencia, sin decir palabra.) Wallingford entendía que Mary no sabía realmente lo que quería, y esto la ponía nerviosa.

– Depende -respondió Patrick-. Me cuesta imaginar el trueque de un puesto de presentador por tareas informativas sobre el terreno, aunque pueda elegirlas. Si ya eres fraile no puedes ser de nuevo cocinero. Es difícil mirar adelante para ir hacia atrás. Creo que deberías hacerme una oferta para tener una idea más precisa de lo que te propones.

Mary le miró con una ancha sonrisa.

Wharton, tan insulso e inmóvil que no tardaría en confundirse con el mobiliario si no decía algo o por lo menos se movía antes de medio minuto, tosió un poco, con la palma ahuecada sobre la boca. Su increíble inexpresividad recordaba la vacuidad de la máscara de un verdugo; hasta su tos era inexpresiva. Sabina, con quien Wallingford apenas recordaba haberse acostado (ahora que lo pensaba, gemía en sueños como una perra que tuviera sueños), se aclaró la garganta como si se hubiera tragado un pelo de vello púbico.

– Lo he pasado muy bien en Wisconsin.

Wallingford habló con tanta neutralidad como le fue posible, pero Mary hizo la deducción correcta de que nada estaba decidido entre él y Doris Clausen, pues de lo contrario se habría apresurado a decirle que él y la señora Clausen tenían una relación de pareja, de la misma manera que, de haber estado embarazada, Mary no habría esperado a comunicárselo.

Y ambos sabían que había sido necesario representar el punto muerto en que se encontraban en presencia de Wharton y Sabina, quienes también lo sabían. Dadas las circunstancias, no habría sido aconsejable que Patrick Wallingford y Mary Shanahan se hubieran quedado a solas.

– ¡Chico, qué frialdad hay siempre por aquí! -comentó Angie cuando él estuvo sentado en el sillón de maquillaje.

– Tienes razón, siempre es así -admitió Patrick.

Se alegraba de ver a la bondadosa muchacha, que le había dejado el apartamento más limpio de lo que había estado jamás desde que se instaló en él.

– Bueno… ¿vas a hablarme de Wisconsin o qué? -le preguntó Angie.

– Es demasiado pronto para decirlo -le confesó Wallingford-. Tengo los dedos cruzados -añadió, una frase desafortunada, porque le recordó el amuleto para la fertilidad de la señora Clausen.

– Yo también tengo los dedos cruzados -le dijo Angie. Había dejado de coquetear con él, pero no era menos sincera ni menos amistosa.

Wallingford tiraría su despertador y lo sustituiría por uno nuevo, porque cada vez que lo miraba recordaba el chicle de Angie allí pegado… así como los movimientos rotatorios que, casi al borde de la muerte, habían hecho que expectorase el chicle con tanta fuerza. No quería acostarse en la cama pensando en Angie a menos que Doris Clausen le rechazara.

De momento Doris se mostraba vaga. Wallingford debía reconocer que era difícil interpretar su intención al enviarle las fotografías tomadas en Wisconsin, aunque los comentarios que las acompañaban, si no crípticos, a él le parecían más maliciosos que románticos.

No le había enviado copias de todas las fotos del carrete: faltaban dos que él había tomado, la del bañador violáceo de Doris al lado del suyo, en el tendedero. Había hecho dos fotografías por si ella quería quedarse con una, pero se había quedado con las dos.

Las dos primeras fotos que la señora Clausen le envió no le sorprendieron. La primera era una de Wallingford vadeando en el agua somera cerca de la orilla del lago con el pequeño Otto desnudo en brazos. La segunda era la que Patrick hizo a Doris y al niño en la terraza de la cabaña principal. Fue la primera noche que Wallingford pasaba en la casa del lago, y aún no había sucedido nada entre él y la señora Clausen. Como si ella ni siquiera estuviera pensando en que podría suceder algo entre ellos, su expresión era del todo relajada y libre de cualquier expectativa.

La única sorpresa fue la tercera fotografía, que Doris había tomado sin que Wallingford lo supiera, en la que él aparecía durmiendo en la mecedora con su hijo.

Patrick no sabía cómo interpretar las observaciones de la señora Clausen en la nota que acompañaba a las fotografías, sobre todo la naturalidad con que le informaba de que había tomado dos fotos del pequeño Otto dormido en brazos de su padre y se había quedado con una. El tono de la nota, que al principio Wallingford había considerado malicioso, era también ambiguo. Doris había escrito: «A juzgar por la prueba adjunta, eres un buen padre en potencia».

¿Sólo en potencia? Estas palabras hirieron sus sentimientos. Sin embargo, leyó El paciente inglés con la ferviente esperanza de encontrar un pasaje para comentarlo con Doris, tal vez uno que ella hubiera subrayado, uno que les gustara a los dos.

Cuando Wallingford llamó a la señora Clausen para agradecerle el envío de las fotografías, creyó haber encontrado ese pasaje.

– Me ha encantado esa parte sobre la «lista de heridas», sobre todo cuando ella le pincha con el tenedor. ¿Lo recuerdas? «El tenedor que penetró detrás del hombro, dejando unas marcas como de mordedura que el médico sospechaba que habían sido causadas por un zorro.»

Doris permaneció silenciosa en el otro extremo de la línea.

– ¿No te gustó esa parte? -inquirió Patrick.

– Preferiría que no me recordaras tus propias marcas de mordedura y tus demás heridas -le dijo ella.

– Ah.

Wallingford siguió leyendo El paciente inglés. Sólo se trataba de leer la novela más concienzudamente. Sin embargo, prescindió de toda precaución cuando llegó al lugar en que Almásy dice de Katharine que «sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado».

Sin duda ésa era la impresión que tenía Patrick de la señora Clausen como amante: su voracidad en determinados aspectos le asombraba. La llamó de inmediato, olvidando que ya era muy tarde en Nueva York y que en Green Bay sólo era una hora menos.

No parecía la Doris de siempre cuando respondió al teléfono. Él se apresuró a disculparse.

– Perdona. Estabas dormida.

– No importa. ¿Qué quieres?

– Se trata de un pasaje de El paciente inglés, pero puedo hablarte de ello en otra ocasión. Llámame por la mañana, tan pronto como puedas. ¡Despiértame, por favor! le rogó.

– Léeme el pasaje.

– Es sólo algo que Almásy dice de Katharine…

– Vamos, léelo.

– «Sentía más hambre de cambio de lo que yo había esperado» -leyó Patrick.

Fuera de contexto, de repente el pasaje le pareció a Wallingford pornográfico, pero confió en que la señora Clausen recordara el contexto.

– Sí, conozco esa parte -dijo ella sin emoción. Tal vez aún estaba medio dormida

– Bueno… -empezó a decir Wallingford.

– Supongo que yo estaba más hambrienta de lo que esperabas. ¿Es eso? -le preguntó Doris. (Por el tono en que lo hizo, podría haberle preguntado: «¿Eso es todo?».)

– Sí -respondió Patrick, y pudo oír el suspiro que exhaló ella.

– Bien… -empezó a decir la señora Clausen, pero pareció cambiar de idea-. Desde luego éstas no son horas de llamar.

Lo único que pudo hacer Wallingford fue decirle que lo sentía. Tendría que seguir leyendo y confiando.

Entretanto, Mary Shanahan le llamó a su despacho, y Patrick no tardó en darse cuenta de que no era para decirle si estaba encinta o no. Mary quería hablarle de otra cosa. Aunque negociar el contrato de Wallingford por tres años como mínimo no gustaba nada a la cadena de televisión y aunque tampoco él estaba dispuesto a abandonar el puesto de presentador volver a la información sobre el terreno, la cadena estaba interesada siempre que Wallingford aceptara misiones informativas «ocasionales» sobre el terreno.

– ¿Significa eso que quieren que vaya prescindiendo por etapas de la tarea de presentador? -le preguntó Patrick.

– Si aceptaras, volveríamos a negociar tu contrato -siguió diciendo Mary, sin responder a su pregunta-. Naturalmente tendrías el mismo salario. -Hizo que el detalle de no ofrecerle a aumento de sueldo pareciese algo positivo-. Creo que la duración del contrato debería ser de dos años.

No podía decirse que ella se comprometiera a nada, y un contrato de dos años sólo superaba al acuerdo actual en seis meses escasos.

¡Hay que ver lo astuta que es!, pensaba Wallingford, pero dijo:

– Si tenéis la intención de sustituirme como presentador, por qué no me hacéis participar en la discusión? ¿Por qué no me preguntáis de qué manera me gustaría que se hiciese la sustitución? Puede que gradualmente sea mejor, pero también es posible que no. Por lo menos me gustaría conocer el plan a largo plazo.

Mary Shanahan se limitaba a sonreír. Patrick no podía evitar maravillarse de la rapidez con que se había adaptado a su poder nuevo e indefinido. Sin duda no estaba autorizada a tomar por sí sola decisiones de aquel calibre, y probablemente ni quiera sabía cuántas personas intervenían en el proceso, pero, por supuesto, no admitió nada de esto a Wallingford. Al mismo tiempo, era lo bastante lista para no mentir directamente. Jamás diría que no había ningún plan a largo plazo, como tampoco admitiría que había uno y que ni siquiera ella sabía cuál era.

– Sé que siempre has querido hacer algo relacionado con Alemania, Pat -le dijo, al parecer sin que viniera a cuento, pero Mary nunca decía nada que no viniera a cuento.

Wallingford había solicitado que le enviaran a Alemania para informar sobre la reunificación, nueve años después de la caída del Muro. Entre otras cosas, había sugerido explorar la manera en que había cambiado el lenguaje de la reunificación (ahora «unificación» en la mayor parte de la prensa oficial). Incluso The New York Times hablaba de «unificación». Sin embargo, Alemania, que fue un solo país, había estado dividida y volvía a estar unida. ¿Por qué no era eso una reunificación? Sin duda, la mayoría de norteamericanos consideraban a Alemania reunificada.

¿Cuál era la política de ese cambio no precisamente nimio en el lenguaje? ¿Y qué diferencias de opinión entre los alemanes seguían existiendo acerca de la reunificación o la unificación?

Pero ese tema no había interesado a la cadena de televisión. «¿A quién le importan los alemanes?», le preguntó Dick, y Fred había sido del mismo parecer. (En la sala de redacción neoyorquina siempre aseguraban estar «hartos» de algo: hartos de religión, hartos de las artes, hartos de niños, hartos de alemanes.) Ahora allí estaba Mary, la nueva jefa de redacción, mostrándole Alemania como la dudosa zanahoria ante el asno reacio.

– ¿Qué pasa en Alemania? -inquirió Patrick con suspicacia.

Por supuesto, Mary no le habría planteado el tema de la aceptación «ocasional» de tareas informativas sobre el terreno si no tuviera ya presente una de esas tareas. ¿Cuál era?

– En realidad se trata de dos asuntos -respondió Mary, como si dos asuntos en vez de uno fuese un incentivo.

Pero había llamado a las noticias «asuntos», lo cual puso en guardia a Patrick. La reunificación alemana no era un simple «asunto»… era un tema demasiado importante para llamarlo así. En la jerga de la sala de redacción, los llamados «asuntos» eran noticias triviales, diversiones estrafalarias de la clase que Wallingford conocía demasiado bien. Que Otto Clausen se volara los sesos en un camión de reparto de cerveza después de la Super Bowl… eso era un «asunto». El mismo hombre del león era un «asunto». Si la cadena tenía dos «asuntos» para que Patrick Wallingford los cubriera, era indudable que serían unas noticias de sensacionalismo estúpido o triviales en extremo… o ambas cosas a la vez.

– ¿De qué se trata, Mary? -le preguntó Patrick.

Procuraba no perder los estribos, porque tenía la sensación de que no era Mary quien había elegido aquellas tareas informativas. La vacilación que percibía en ella le indicaba que ya sabía cómo respondería él a la propuesta.

– Probablemente te parecerán tonterías -dijo ella-, pero hay que ir a Alemania.

– Vamos, Mary, dime de qué se trata.

La cadena ya había emitido un minuto y medio de la primera noticia, y todo el mundo la había visto. Aquel mes de agosto, un alemán de cuarenta y dos años se había matado cuando observaba el eclipse solar. Conducía su coche cerca de Kaiserlautern cuando un testigo observó que zigzagueaba de un lado a otro de la carretera. Entonces aceleró y chocó con el estribo de un puente o contra alguna clase de pilar. Descubrieron que llevaba puestas unas gafas especiales para mirar el sol… no había querido perderse el eclipse. Las lentes eran lo bastante oscuras para ocultarlo todo excepto el sol parcialmente cubierto.

– Eso ya lo hemos emitido -se limitó a comentar Wallingford.

– Verás, hemos pensado en hacer un seguimiento, en investigar a fondo -le dijo Mary.

¿Qué «seguimiento» podía hacerse de semejante locura? ¿Qué profundidad tenía un incidente tan absurdo para investigarlo «a fondo»?

– ¿Cuál es el otro asunto?

Patrick también había oído hablar de la otra noticia, enviada por uno de los servicios cablegráficos de noticias. Un cazador alemán de cincuenta y un años, de una localidad cuyo nombre empezaba por Bad, había sido encontrado muerto al lado de su coche estacionado en la Selva Negra. La escopeta del cazador sobresalía de la ventanilla del vehículo, en cuyo interior se encontraba un perro frenético. La policía llegó a la conclusión de que el perro había disparado a su amo. (Sin intención, por supuesto; la policía no acusó al perro.)

¿Querían acaso que Wallingford entrevistara al perro?

Era la clase de pseudonoticias que acabarían como chistes en Internet… ya eran chistes. Y, al mismo tiempo, era el pan de cada día de la cadena de noticias internacionales, muestras extremas de la extravagancia cotidiana en la que se concentraban. Incluso Mary Shanahan se avergonzaba un poco de proponerle ese trabajo.

– Mi intención era informar de algo relativo a Alemania, Mary -le dijo Patrick.

– Lo sé -replicó ella, comprensiva, tocándole con suavidad el muñón.

– ¿Hay algo más, Mary?

– Hay un asunto en Australia -respondió ella vacilante-, pero sé que nunca has mostrado interés por ir allá.

Patrick sabía de qué asunto le estaba hablando, y sin duda también planeaban investigar a fondo aquella muerte insensata. Un informático de treinta y tres años había fallecido tras emborracharse en una competición de bebedores que tuvo lugar en el bar de un hotel de Sidney. La competición tenía el lamentable nombre de Viernes Salvaje y, al parecer, la víctima del alcohol había tomado cuatro whiskies, diecisiete chupitos de tequila y treinta y cuatro cervezas, todo ello en una hora y tres cuartos. Falleció con un nivel de alcohol en sangre de 4,5.

– Conozco esa historia -se limitó a decir Wallingford.

Una vez más, Mary le tocó el brazo.

– Lamento no tener mejores noticias para ti, Pat.

Había otro aspecto deprimente para Patrick, y era que aquellos estúpidos «asuntos» ni siquiera eran noticias recientes, sino insignificantes retazos de la ridiculez en que pueden incurrir los seres humanos. Sus frases clave ya habían sido pronunciadas.

En verano, la cadena de noticias internacionales ofrecía trabajo temporal para universitarios, a los que, en vez de salario, se les prometía «una auténtica experiencia». Pero aunque aquellos chicos trabajaran gratis, ¿no podían hacer algo mejor que recoger esas anécdotas de muertes estúpidas y cómicas? En algún lugar del sur un joven soldado había muerto a causa de las lesiones que se produjo al caer desde un tercer piso. ¿Qué había estado haciendo? Participar en un concurso de escupitajos. (La anécdota era verdadera.) En el norte de Inglaterra, la mujer de un campesino británico había sido atacada por unas ovejas y acabó despeñándose por un precipicio. (Otra historia verdadera.)

La cadena de noticias se había abandonado desde hacía largo tiempo a un sentido estudiantil del humor que era sinónimo de un sentido estudiantil de la muerte. En una palabra, el contexto brillaba por su ausencia. La vida era una broma y la muerte era el chiste final. Wallingford imaginaba a Wharton o Sabina en una reunión tras otra, diciendo: «Dejemos que lo haga el hombre del león».

En cuanto a las mejores noticias que Patrick deseaba oírle decir a Mary Shanahan, se reducían a la de que estaba embarazada. Comprendió que para recibir esa noticia, o la contraria, tendría que esperar.

No le gustaba esperar, lo cual produjo en este caso buenos resultados. Decidió informarse de otros empleos en el mundo periodístico. La gente decía que la llamada cadena educativa (se referían a la PBS, la Public Broadcasting Service) era aburrida, pero, sobre todo con respecto a las noticias, aburrido no es lo peor que uno puede ser.

La filial de la PBS que cubría Green Bay estaba en Madison, una localidad universitaria de Wisconsin. Wallingford escribió a la Televisión Pública de Wisconsin y les dijo lo que pensaba hacer: quería crear un espacio de análisis de noticias. Proponía examinar la falta de contexto en las noticias que se publicaban, sobre todo en televisión. Decía que iba a demostrar que a menudo detrás de la noticia había una noticia más interesante, y que la noticia que se emitía no era necesariamente la que debería emitirse.

Wallingford decía en su carta: «Para desarrollar una noticia compleja o complicada se requiere tiempo. Lo que funciona mejor en televisión son noticias que no requieren mucho tiempo. Los desastres no sólo son sensacionales, sino que suceden de una manera inmediata. En televisión, sobre todo, la inmediatez es lo que mejor funciona. Al decir «mejor» me refiero al punto de vista del marketing, que no es necesariamente bueno para la noticia».

Envió su currículum vitae y una propuesta similar de un espacio de análisis de programas a las cadenas de televisión pública de Milwaukee y Saint Paul, así como a las dos cadenas de televisión pública de Chicago.

Pero ¿por qué se centró en el Medio Oeste cuando la señora Clausen le había dicho que viviría con él en cualquier lugar… si, después de todo, se decidía a vivir con él?

Había fijado con cinta adhesiva la foto de Doris y el pequeño Otto en el espejo de su camerino en el estudio. Cuando Mary Shanahan la vio, se inclinó para examinar de cerca a la madre y al niño, pero se demoró en la observación de Doris y comentó maliciosamente: «Bonito bigote».

Era cierto que Doris Clausen tenía un finísimo bozo sobre el labio superior, pero a Wallingford le indignó que Mary llamara bigote a un lugar tan suave. Debido a su propia sensibilidad deformada y a su excesiva familiaridad con cierta clase de neoyorquino, Patrick decidió que Doris Clausen no debía alejarse demasiado de Wisconsin. Había en ella algo del Medio Oeste que le encantaba.

¡Si la señora Clausen se hubiera trasladado a Nueva York, una de aquellas redactoras tal vez la habría persuadido de que se depilara el labio superior! Algo que Patrick adoraba de Doris se habría perdido. Así pues, Wallingford escribió sólo a unas pocas filiales de la PBS en el Medio Oeste, y permaneció lo más cerca que pudo de Green Bay.

Ya que estaba en ello, no se limitó a las cadenas de televisión no comerciales. La única emisora de radio que escuchaba era pública. Le encantaba la NPR, National Public Radio, y ésta tenía emisoras en todas partes. Había dos en Green Bay y dos en Madison. Envió a todas ellas su oferta de un espacio para analizar las noticias, así como a las filiales de la NPR, en Milwaukee, Chicago y Saint Paul. (Incluso había una emisora de la NPR en la localidad wisconsiniana de Appleton, la ciudad natal de Doris Clausen, pero Patrick se resistió a solicitar un empleo allí.)

Hacia finales de agosto, Wallingford tuvo otra idea. Todas las universidades conocidas como las Diez Grandes, o la mayor parte de ellas, tenían que ofrecer programas de periodismo para graduados. La escuela de periodismo Medill, en Northwestern, era famosa. Patrick le envió su propuesta de un curso para análisis de noticias. También envió la misma propuesta a la Universidad de Wisconsin, en Madison, la Universidad de Minnesota en Minneapolis y la de Iowa en Iowa City.

Wallingford se explayaba sobre la exclusión del contexto al emitir las noticias. Despotricaba, pero de una manera eficaz, sobre el grado de trivialización de las auténticas noticias a que se había llegado. Y éste no era sólo su tema, sino que él, personalmente, era el mejor ejemplo de lo que afirmaba. ¿Quién mejor que el llamado hombre del león para criticar el sensacionalismo de las aflicciones por cosas secundarias, mientras seguían prescindiendo del contexto subyacente, que era la enfermedad en fase terminal del mundo?

Y la mejor manera de perder un empleo consistía en no esperar a que le despidieran a uno. ¿No era la mejor manera recibir la oferta de otro trabajo y entonces presentar la dimisión? Pasaba por alto el hecho de que, si le despedían, tendrían que negociar de nuevo el contrato, de acuerdo con el tiempo que aún habría estado en vigor. En cualquier caso, Mary Shanahan se llevó una sorpresa cuando Patrick asomó la cabeza, sólo la cabeza, a la puerta de su despacho y le dijo alegremente:

– De acuerdo, acepto.

– ¿Qué es lo que aceptas, Pat?

– Dos años, el mismo salario, información sobre el terreno de vez en cuando, siempre que la tarea me interese, por supuesto. Acepto.

– ¿De veras?

– Te deseo un día estupendo, Mary -le dijo Patrick.

¡Que trataran de encontrar una misión informativa sobre el terreno que él estuviera dispuesto a aceptar! Wallingford no sólo se proponía lograr que lo despidieran, sino que esperaba tener un nuevo empleo aguardándole cuando apretaran el puñetero gatillo. (Y pensar que en otro tiempo había sido incapaz de idear maquinaciones a largo plazo…)

No se demoraron mucho tiempo en ofrecerle la siguiente misión informativa sobre el terreno. Era evidente que pensaban: ¿cómo podría rechazar un encargo así el hombre del león? Querían que Wallingford fuese a Jerusalén. ¡Para que dijeran que existía un territorio propio del llamado hombre de los desastres! A los periodistas les encantaba Jerusalén, una ciudad donde no faltaba lo grotesco como cosa corriente.

Había ocurrido un doble atentado con coche bomba. A las cinco y media de la mañana, hora israelí, del domingo 5 de septiembre, dos coches bomba coordinados estallaron en distintas ciudades, matando a los terroristas que transportaban las bombas hacia los blancos asignados. Las bombas estallaron porque los terroristas habían seguido el horario de verano, pensado para ahorrar energía, sin saber que tres semanas antes Israel había pasado prematuramente al horario normal. Sin duda montaron las bombas en una zona controlada por los palestinos, y fueron víctimas de la negativa palestina a aceptar lo que ellos llamaban «el horario sionista». Los conductores de los coches que transportaban las bombas habían cambiado sus relojes, pero no los temporizadores de las bombas, a la hora israelí.

La cadena de televisión de Patrick consideraba cómico que unos locos tan serios hubieran muerto a causa de la explosión debida a su estúpido error, pero Wallingford no veía la comicidad por ninguna parte. Los locos se habían merecido morir, pero el terrorismo en Israel no era ninguna broma, y llamar «noticia» a aquel producto de la torpeza trivializaba la gravedad de las tensiones en el país. Moriría más gente en otros atentados con coche bomba que no serían cómicos. Y, una vez más, faltaba el contexto de la noticia, es decir, por qué los israelíes habían cambiado prematuramente el horario de verano por el normal.

El propósito del cambio había sido acomodarse al periodo de plegarias penitenciales. Los selihoth (literalmente «perdones») son plegarias para pedir perdón, y las oraciones de arrepentimiento, verdaderos poemas, son una continuación de los salmos. (Su principal tema es el sufrimiento de Israel en las diversas tierras de la Diáspora.) Estas plegarias han sido incorporadas a la liturgia para ser recitadas en ocasiones especiales y en los días precedentes a la Rosh Hashanah: expresan los sentimientos del fiel que se ha arrepentido y ahora suplica misericordia.

Mientras en Israel cambiaban el horario para dar cabida a esas plegarias de expiación, los enemigos de los judíos conspiraban para matarlos. Ése era el contexto que hacía del doble atentado con coche bomba algo más que una comedia de errores. En realidad, no tenía nada de comedia. En Jerusalén, este suceso casi cotidiano hacía presagiar una generalización de los actos terroristas. Mas para Mary y la cadena de noticias, aquello representaba una historia de terroristas que se habían llevado su merecido… nada más.

– Supongo que deseas que rechace este encargo. ¿Es eso, Mary? -le preguntó Patrick-. Y si rechazo un número suficiente de «asuntos» como éste, podrás despedirme impunemente.

– Creíamos que era una noticia interesante, algo que conoces muy bien -le dijo Mary.

Patrick estaba quemando los puentes con tal rapidez que no les daba tiempo de construir otros nuevos. Esto resultaba emocionante, pero el problema seguía sin resolverse. Cuando no dedicaba sus energías al intento de perder el empleo, leía El paciente inglés y soñaba con Doris Clausen.

Sin duda a ella le habría encantado, como le sucedía a él, el pasaje en el que Almásy pregunta a Madox «el nombre de ese hueco en la base del cuello femenino». Almásy pregunta: «¿Qué es, tiene un nombre oficial?», a lo que Madox responde musitando: «Cálmate». Más tarde, señalándose con el dedo un lugar cerca de la nuez de Adán, Madox le dice a Almásy que se llama «el sinoide vascular».

Wallingford llamó a la señora Clausen con la profunda convicción de que el incidente le habría gustado tanto como a él, pero se encontró con que ella tenía dudas.

– En la película le han dado otro nombre le dijo Doris.

– ¿Ah, sí?

Había transcurrido mucho tiempo desde que viera la película, por lo que alquiló un vídeo y la vio de inmediato. Pero cuando llegó a la escena no pudo distinguir con precisión cómo llamaban a esa parte del cuello femenino. Sin embargo, la señora Clausen había estado en lo cierto: no era «el sinoide vascular».

Wallingford rebobinó la película y vio de nuevo la escena. Almásy y Madox se están despidiendo. (Madox se dirige a su país, donde se suicidará.) Almásy le dice: «Dios no existe», y añade: «pero confío en que alguien cuide de ti».

Madox parece acordarse de algo y se señala la garganta. «Por si todavía te intriga, esto se llama escotadura supraesternal.» La segunda vez Patrick captó estas palabras. ¿Acaso aquella parte del cuello femenino tenía dos nombres?

Y cuando hubo visto de nuevo la película, tras terminar la lectura de la novela, Wallingford declaró a la señora Clausen cuánto le había gustado la parte en la que Katharine le dice a Almásy: «Quiero que me cautives».

– Quieres decir en el libro -replicó la señora Clausen.

– En el libro y en la película -dijo Patrick.

– Eso no lo dice en la película -afirmó Doris. (Él acababa de verla… ¡estaba seguro de que la joven decía eso!)-. Crees haber oído eso por lo mucho que te gustó.

– ¿A ti no te gustó?

– Eso es propio de hombres -respondió Doris-. Me extraña que lo diga ella.

¿Tan convencido había estado Patrick de haber oído decir a Katharine «quiero que me cautives» que, en su memoria fácilmente manipulada, se había limitado a insertar la frase en la película? ¿O era que a Doris le había parecido una frase tan increíble que en su mente la había borrado de la película? ¿Y qué importaba que la frase figurase o no en la película? La cuestión era que a Patrick le gustaba y a la señora Clausen no.

Una vez más, Wallingford se sintió. como un idiota. Había intentado invadir un libro que entusiasmaba a la señora Clausen y una película que (por lo menos para ella) iba unida a unos recuerdos dolorosos. Pero los libros, y a veces las películas, son incluso más personales; es posible compartir el aprecio hacia ellos, pero las razones concretas para amarlos no se pueden compartir de una manera satisfactoria.

Las buenas novelas y películas no son como las noticias, o lo que se hace pasar por noticias, son algo más que «asuntos». Abarcan toda la gama de estados de ánimo que uno experimenta cuando las lee o las ve. Patrick creía ahora que uno no puede nunca imitar exactamente el cariño de otra persona hacia una película o un libro.

Pero Doris Clausen debió de percibir su desánimo y se apiadó de él. Le envió otras dos fotografías de los días que habían pasado juntos en la casa de campo a orillas del lago. Él había confiado en que le enviara la de sus bañadores uno al lado del otro en el tendedero. ¡Cuánto le alegraría tener aquella foto! La fijaría con cinta adhesiva en el espejo de su vestuario en el estudio. (¡Que Mary Shanahan hiciera alguna observación maliciosa! Que lo intentara…)

La segunda foto le sorprendió. Él aún estaba dormido cuando la señora Clausen la tomó, y era un autorretrato, con la cámara en mano y ladeada. Pero la posición no importaba, pues se veía claramente lo que ocurría. Doris estaba rasgando con los dientes el envoltorio del segundo condón. Sonreía, como si Wallingford fuese el cámara y ya supiera que ella iba a ponerle el preservativo.

Patrick no fijó esa fotografía en el espejo del vestuario, sino que la dejó sobre la mesilla de noche, al lado del teléfono, de modo que pudiera mirarla cuando le llamara la señora Clausen o cuando él lo hiciera.

Una noche, a altas horas, cuando él ya estaba acostado pero aún no se había dormido, sonó el teléfono y Wallingford encendió la lámpara sobre la mesilla de noche a fin de contemplar la foto mientras hablaba con ella, pero quien le llamaba no era Doris.

– Eh, señor manco.,… señor sin polla -le dijo Vito, el hermano de Angie-. Espero no interrumpir nada…

Vito llamaba a menudo, y nunca tenía nada que decir. Cuando Wallingford colgó, lo hizo con una sensación de tristeza que no era del todo nostalgia. Desde su regreso de Wisconsin, cuando estaba solo en el piso de Nueva York no sólo añoraba a Doris Clausen, sino que también echaba en falta aquella noche salvaje y aromatizada por el chicle de Angie. En esas ocasiones, incluso había momentos en los que añoraba a Mary Shanahan, la Mary de antaño, antes de que él conociera inevitablemente su apellido y ella ostentara la incómoda autoridad que ahora ejercía sobre él.

Patrick apagó la luz. Mientras iba sumiéndose en el sueño, trató de pensar en Mary con indulgencia. Recordó la letanía de sus rasgos más positivos en el pasado: su piel impecable, su cabello rubio sin adulterar, sus vestidos sensatos pero que realzaban su atractivo, sus dientes pequeños y perfectos. Y, puesto que Mary todavía confiaba en estar embarazada, supuso que no tomaba fármacos. A veces le había tratado con malevolencia, pero las personas no son sólo lo que parecen ser. Al fin y al cabo, él la había rechazado. Otras mujeres estarían mucho más resentidas de lo que estaba Mary.

¡Hablando del rey de Roma! El teléfono volvió a sonar y era Mary Shanahan, con voz llorosa: tenía la regla. Se le había retrasado un mes y medio, lo suficiente para darle esperanzas de que estaba embarazada. Pero al final se había impuesto la realidad.

– Lo siento, Mary -le dijo Wallingford, y ciertamente lo sentía por ella. En cuanto a sí mismo, experimentaba un júbilo inmerecido. Había esquivado otra bala.

– ¡Imagínate, precisamente tú… disparando proyectiles de fogueo! -exclamó Mary entre sollozos-. Te daré otra oportunidad, Pat. Tenemos que intentarlo de nuevo, en cuanto esté en periodo fértil.

– Lo siento, Mary -repitió él-. No soy tu hombre. Con proyectiles de fogueo o sin ellos, he tenido mi oportunidad.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído. Te estoy diciendo que no. No volveremos a acostarnos, bajo ningún concepto.

Mary le lanzó una andanada de insultos pintorescos antes de colgar. Pero la decepción que la joven ejecutiva acababa de sufrir no le quitó el sueño a Patrick. Al contrario, durmió tan profundamente como no lo había hecho desde que se amodorró en los brazos de la señora Clausen y le despertó la sensación de los dientes de ella al colocarle el preservativo.

Aún dormía a pierna suelta cuando le llamó la señora Clausen. En Green Bay era una hora antes, pero el pequeño Otto tenía la costumbre de despertar a su madre un par de horas antes de que Wallingford estuviera despierto.

– Mary no está embarazada -le informó Patrick-. Acaba de tener la regla.

– Va a pedirte que lo intentes de nuevo -dijo la señora Clausen-. Eso es lo que yo haría.

– Ya me lo ha pedido, y le he dicho que no.

– Has hecho muy bien -comentó ella.

– Estoy mirando tu foto -dijo Wallingford.

– Imagino cuál es -replicó Doris.

El pequeño Otto balbuceaba cerca del teléfono. Wallingford permaneció un momento en silencio… le bastaba con imaginarlos a los dos.

– ¿Qué llevas puesto? -le preguntó entonces-. ¿Estás vestida?

– Tengo dos entradas para el partido del lunes por la noche -se limitó a decir ella.

– Quiero ir.

– Los Seahawks juegan contra los Packers en el estadio Lambeau -dijo ella en un tono reverencial que a él le pasó desapercibido-. Mike Holmgren vuelve a casa. No quiero perdérmelo.

– ¡Yo tampoco! -replicó Patrick, aunque no sabía quién era Mike Holmgren. Tendría que investigar un poco.

– Es el primero de noviembre. ¿Estarás libre de veras?

– ¡Estaré libre! -le prometió él. Trataba de parecer alegre, aunque en realidad se le partía el corazón por tener que esperar hasta noviembre para verla. ¡Sólo estaban a mediados de septiembre!-. ¿No podrías venir antes a Nueva York?

– No. Quiero verte en el partido -respondió ella-. No puedo explicártelo.

– ¡No tienes que explicármelo! -se apresuró a replicar él.

Ella cambió de tema.

– Me alegro de que te guste la foto.

– ¡Me encanta! Es estupendo lo que me hiciste.

– Bueno, no tardaremos mucho en vernos -concluyó ella, y colgó sin decirle siquiera adiós.

A la mañana siguiente, durante la reunión preparatoria del guión, Wallingford procuró no pensar en que Mary Shanahan se comportaba como una mujer que estaba atravesando un mal periodo, en todas las acepciones de la palabra, pero ésa era su impresión. Mary comenzó la sesión insultando a una de las redactoras. Se llamaba Eleanor Y por las razones que fuesen, se había acostado con uno de los estudiantes que seguían el programa de verano. El chico había regresado a la universidad, y Mary acusó a Eleanor de ligarse a un hombre mucho más joven que ella.

Sólo Wallingford sabía que, antes de que él cometiera la estupidez de intentar dejar embarazada a Mary, ésta había hecho proposiciones al mismo estudiante. Era un chico guapo y más listo que Wallingford, como lo demostraba el hecho de que hubiera rechazado la proposición de Mary. A Patrick no sólo le gustaba Eleanor por haberse acostado con el muchacho, sino que también sentía simpatía por el estudiante, cuya participación en el programa de verano no había carecido de una auténtica experiencia. (Eleanor era una de las casadas de más edad en la sala de redacción.)

Sólo Wallingford sabía que a Mary le importaba un bledo que Eleanor se hubiera acostado con el joven. Lo único que sucedía era que estaba enojada porque le había venido la regla.

De repente la idea de aceptar una misión informativa, cualquiera que fuese, atrajo a Patrick. Por lo menos el encargo le permitiría alejarse de la sala de redacción y de Nueva York. Le dijo a Mary que estaba dispuesto a aceptar una misión sobre el terreno, siempre que ella no intentara acompañarle adondequiera que le enviaran. (Mary se había ofrecido para viajar durante su próximo periodo fértil.)

Wallingford informó a Mary de que, en el futuro inmediato, habría un solo día en el que no estaría disponible para llevar a cabo una tarea informativa sobre el terreno ni tampoco para presentar las noticias de la noche. El 1 de noviembre de 1999, pasara lo que pasase, tenía que asistir a un partido de fútbol americano en Green Bay.

Alguien, probablemente Mary, filtró a la cadena ABC Sports que Patrick Wallingford asistiría al partido aquella noche, y los responsables de la cadena deportiva pidieron de inmediato al hombre del león que pasara por la tribuna de prensa durante la retransmisión. (¿Por qué iba a rechazar una aparición de dos minutos ante muchos millones de espectadores? Eso era lo que Mary le diría a Patrick) Tal vez el hombre de los desastres podría incluso comentar uno o dos juegos. Alguien de la ABC preguntó si Wallingford sabía que el incidente con el león había vendido casi tantos vídeos como la película sobre los momentos estelares de la National Football League, una de las dos ligas nacionales de fútbol americano.

Sí, Wallingford lo sabía, y rechazó respetuosamente la oferta de visitar a los comentaristas de la ABC. Adujo que asistía al partido con «una amistad especial», sin mencionar el nombre de Doris. Esto podía significar que un cámara de televisión estuviera pendiente de él durante el partido, pero ¿qué más daba? A Patrick no le importaba agitar el brazo una o dos veces, tan sólo para mostrarles lo que deseaban ver… la falta de mano o, como la llamaba la señora Clausen, su cuarta mano. Incluso los reporteros deportivos querían verla.

Tal vez ése fue el motivo por el que Wallingford obtuvo una respuesta más entusiasta a las cartas de solicitud que envió a las cadenas de televisión pública que las que recibió de la radio pública o las facultades de periodismo del grupo de universidades conocido como las Diez Grandes. Todas las filiales de la PBS se interesaron por él. En general, la respuesta colectiva le infundió ánimo, pues eso significaba que tendría un trabajo seguro, y hasta era posible que uno interesante.

Naturalmente, se guardó muy bien de informar a Mary, mientras trataba de imaginar la clase de tareas sobre el terreno que ella le encargaría. No le habría sorprendido que le enviara a un país en guerra… una epidemia de la bacteria E. coli habría armonizado con el estado anímico de Mary.

Wallingford ansiaba saber por qué la señora Clausen había insistido en no verle hasta el partido de aquella noche de lunes en Green Bay. La telefoneó el sábado por la noche, el 30 de octubre, aunque sabía que no iba a verla hasta el lunes, pero Doris siguió mostrándose evasiva sobre la curiosa importancia que aquel partido tenía para ella. «Me pongo nerviosa cuando los Packers son favoritos», se limitó a decirle.

El sábado por la noche Wallingford se acostó temprano. Vito le llamó una sola vez, alrededor de medianoche, pero Patrick no tardó en dormirse. Cuando sonó el teléfono el domingo por la mañana (aún estaba oscuro en el exterior), supuso que era Vito otra vez y estuvo a punto de no responder. Pero se trataba de Mary Shanahan, y fue directamente al grano.

– Voy a darte a elegir -le dijo, sin molestarse en saludarle ni pronunciar su nombre-. Puedes informar desde el aeropuerto Kennedy o te llevamos en avión a Boston y un helicóptero te transportará a la base Otis de la Fuerza Aérea.

– ¿Dónde está eso? -quiso saber Wallingford.

– En el cabo Cod. ¿Sabes lo que ha ocurrido, Pat?

– Estaba durmiendo, Mary.

– ¡Pues pon el puñetero telediario! Volveré a llamarte dentro de cinco minutos. Y olvídate de ir a Wisconsin.

– Iré a Green Bay, pase lo que pase -dijo él, pero Mary ya había colgado.

Ni siquiera la brevedad de la llamada ni la aspereza de su mensaje podían disipar de la memoria de Patrick el dibujo infantil y demasiado floral de la colcha de Mary, o las ondulaciones rosadas de la lámpara cilíndrica y sus movimientos protozoicos en el techo del dormitorio, las sombras que corrían como espermatozoides.

Wallingford encendió el televisor. Un avión egipcio con doscientos diecisiete pasajeros a bordo había despegado del aeropuerto Kennedy rumbo a El Cairo, adonde estaba previsto que llegara tras volar durante toda la noche. Pero sólo treinta y tres minutos después del despegue había desaparecido de las pantallas de radar. Cuando volaba a once mil metros de altura y el tiempo era bueno, de súbito el avión cayó en picado y se hundió en las aguas del Atlántico, a unos noventa kilómetros de la isla de Nantucket. El piloto no había informado de percance alguno. El radar indicaba que la velocidad de descenso del reactor superaba los siete mil metros por minuto: «como una roca», observó un experto en aviación. La temperatura del agua era de quince grados, y la profundidad rondaba los ochenta metros. Había muy pocas esperanzas de que alguien hubiera sobrevivido al impacto.

Era la clase de accidente que suscitaba las especulaciones de los medios de comunicación: todos los reportajes serían especulativos. Abundarían las noticias de interés humano. Un hombre de negocios que prefería permanecer en el anonimato llegó tarde al aeropuerto y no le expidieron el billete. Cuando en el mostrador le dijeron que el vuelo estaba cerrado, gritó a los empleados. Se marchó a su casa y por la mañana se despertó… vivo. Esta clase de historias se repetirían durante muchos días.

Uno de los hoteles en el aeropuerto Kennedy, el Ramada Plaza, había sido convertido en centro de información y asesoramiento para los familiares de los fallecidos, aunque había poco de lo que se podía informar a los deudos. De todos modos, Wallingford fue hasta allí. Había preferido el aeropuerto a la base Otis de la Fuerza Aérea, porque los medios de comunicación tendrían el acceso limitado a los equipos de guardacostas que habían estado explorando la extensión de mar en la que presumiblemente flotarían los restos del avión siniestrado. Al amanecer del domingo sólo habían encontrado unos pocos fragmentos del avión siniestrado y los restos de una víctima. En las agitadas aguas, no había nada a la deriva con indicios de haber ardido, lo cual señalaba que no se había producido ninguna explosión.

Patrick habló primero con los familiares de una joven egipcia que se había desvanecido ante el hotel Ramada Plaza, al ver las cámaras de televisión que rodeaban el hotel. Unos agentes de policía la habían trasladado al vestíbulo. Los familiares de la mujer le dijeron a Wallingford que su hermano había sido uno de los pasajeros del avión siniestrado.

Por supuesto, allí estaba el alcalde de la ciudad, dando a los deudos el máximo consuelo posible. Wallingford siempre podía contar con un comentario del alcalde Giuliani, a quien el hombre del león parecía gustarle más que la mayoría de los reporteros. Tal vez consideraba a Patrick como una especie de agente de policía que había resultado herido en el cumplimiento de su deber, pero lo más probable era que recordase a Wallingford debido a que le faltaba la mano.

– Si la ciudad de Nueva York puede ayudar en algo, eso es lo que intentamos hacer -dijo Giuliani a la prensa. Parecía un poco fatigado cuando se volvió hacia Patrick Wallingford y le dijo-: A veces, si el alcalde lo pide, la ayuda se presta con más rapidez.

Un egipcio usaba el vestíbulo del Ramada como mezquita improvisada.

– Pertenecemos a Dios y a Dios volvemos -decía una y otra vez en árabe. Wallingford tuvo que pedirle a alguien que se lo tradujera.

Durante la reunión preparatoria del noticiario vespertino del domingo, le dijeron a Patrick sin ambages cuáles eran los planes de la cadena.

– O presentas las noticias mañana por la noche o te conseguimos pasaje en un guardacostas -le informó Mary Shanahan.

– Mañana estaré en Green Bay, Mary, de día y de noche -replicó Wallingford.

– Mira, Pat, mañana suspenderán la búsqueda de supervivientes y queremos que estés allí, en el mar. O, si lo prefieres, aquí, en el estudio. Pero no en Green Bay.

– Iré al partido -dijo el reportero con firmeza. Miró a Wharton, quien desvió los ojos, y a Sabina, quien le devolvió la mirada con fingida neutralidad. En cuanto a Mary, no se dignó mirarla.

– Entonces te despediremos, Pat -le dijo Mary.

– Adelante, hacedlo.

Ni siquiera tuvo que detenerse a pensarlo. Con o sin empleo en la PBS o la NPR, lo cierto era que había ganado mucho dinero. Y, además, no podían despedirle sin llegar a un acuerdo de finiquito. No tendría necesidad de un empleo por lo menos durante un par de años.

Miró a Mary, en busca de una reacción, y luego a Sabina.

– Muy bien, si así son las cosas, estás despedido -le anunció Wharton.

Todo el mundo pareció sorprendido de que fuese Wharton quien lo dijera, incluido el mismo Wharton. Antes de la reunión preparatoria habían tenido otra reunión, a la que Patrick no había sido invitado. Lo más probable era que hubiesen decidido que fuese Sabina quien le comunicara el despido. Por lo menos Sabina miró a Wharton con una expresión de sorpresa y enojo. En cuanto a Mary Shanahan, no tardó en sobreponerse a la sorpresa.

Quizá, por una vez, Wharton había notado que algo desconocido y estimulante tomaba las riendas en su interior. Pero su inveterada insipidez volvió a reflejarse enseguida en sus mejillas encendidas, y se mostró tan soso como de costumbre. Que a uno le despidiera Wharton era como recibir la bofetada de una mano incierta en la oscuridad.

– Cuando regrese de Wisconsin, calcularemos lo que me debéis -les dijo Wallingford.

– Por favor, despeja tu despacho y el camerino antes de irte -le pidió Mary. Era normativo que le pidiera tal cosa, pero a él le irritó.

Enviaron a un miembro de seguridad para que le ayudara a recoger sus cosas y transportar las cajas a una limusina. Nadie acudió a despedirle, lo cual era también normativo, aun que si Angie hubiera trabajado aquel domingo por la noche probablemente lo habría hecho.

Wallingford había regresado a su piso cuando le llamó la señora Clausen. Él no había visto su propia retransmisión desde el Ramada Plaza, pero Doris sí.

– ¿Vas a venir a pesar de lo ocurrido? -le preguntó ella.

– Sí, y puedo quedarme durante tanto tiempo como desees -respondió Patrick-. Me han despedido.

– Eso es muy interesante -comentó la señora Clausen-. Que tengas un buen vuelo.

Esta vez tuvo que hacer trasbordo en Chicago, y llegó a su habitación de hotel en Green Bay a tiempo de ver el noticiario vespertino desde Nueva York. No le sorprendió que Mary Shanahan fuese la nueva presentadora. Una vez más, Wallingford tuvo que admirarla. Mary no estaba embarazada, pero por lo menos había logrado tener uno de los bebés que deseaba.

– Patrick Wallingford ya no está con nosotros -dijo alegremente Mary al comienzo del programa-. ¡Buenas noches, Patrick, dondequiera que estés!

Lo dijo en un tono vivaz y consolador, una actitud que recordó a Wallingford aquella ocasión en su piso, cuando no lograba tener una erección y ella se mostró solidaria diciendo: «Pobre pene». De forma tardía, Patrick empezaba a comprender que la importancia de Mary en la cadena televisiva siempre había sido mayor de lo que él creía.

Le alegraba alejarse de aquel negocio, porque ya no era lo bastante listo para seguir en él. Tal vez nunca lo había sido.

¡Y qué noche aquélla para el noticiario! Como era de esperar, no se había encontrado ningún superviviente. El duelo por las víctimas del vuelo de Egypt Air 990 acababa de empezar. Allí estaban las imágenes del habitual gentío atraído por la catástrofe, congregado en una playa gris de Nantucket, los «descubridores de cadáveres», como los llamó Mary cierta vez. Los «vigilantes de la muerte», por usar el término de Wharton, llevaban ropas de abrigo.

Aquel primer plano desde la cubierta de un buque escuela de la marina mercante, con el montón de pertenencias de los pasajeros rescatadas del Atlántico, debía de ser obra de Wharton. Después de las inundaciones, tornados, terremotos, catástrofes ferroviarias, tiroteos en centros escolares y otras masacres, Wharton siempre elegía las tomas de prendas de vestir y, sobre todo, los zapatos. Y, por supuesto, allí estaban los juguetes infantiles; las muñecas desmembradas y los ositos de peluche empapados figuraban entre los artículos favoritos de Wharton al informar de un desastre.

Por suerte para la cadena de noticias, el primer barco que llegó al lugar del accidente fue un buque escuela de la marina mercante con diecisiete cadetes a bordo. Estos jóvenes novicios en el mar eran muy apropiados desde el ángulo del interés humano, y tenían más o menos la edad de los universitarios de cursos superiores. Estaban en medio de la mancha cada vez más extensa de combustible del reactor, con los fragmentos del aparato más el equipaje y los restos de los pasajeros meciéndose en la oleosa superficie que los rodeaba. Provistos de guantes, iban sacando objetos del mar. Como decía Sabina, sus expresiones «no tenían precio».

Mary sacaba el máximo partido de las imágenes.

– Los grandes interrogantes aún no tienen respuesta -dijo Mary en tono resuelto.

Llevaba un traje que Patrick nunca le había visto hasta entonces, de color azul marino. La chaqueta tenía una abertura estratégica, y los dos botones superiores de la blusa azul claro, muy parecida a una camisa de hombre, aunque más sedosa, también estaban desabrochados. Wallingford supuso que en lo sucesivo ése iba a ser su distintivo estilo de vestir.

– ¿Ha sido el accidente del avión egipcio un acto de terrorismo, un fallo mecánico o un error del piloto? -preguntó enfáticamente Mary.

Patrick pensó que él habría invertido el orden: era evidente que «un acto de terrorismo» debía ir en último lugar. En la última toma, la cámara no enfocaba a Mary sino a los familiares de las víctimas que estaban en el vestíbulo del Ramada Plaza. El profesional que la manejaba iba seleccionando grupos mientras la voz de Mary Shanahan concluía: «Son muchas las personas que quieren saber lo ocurrido». En conjunto, las cifras de audiencia serían buenas. Wallingford sabía que Wharton estaría satisfecho, aunque no supiera manifestar su satisfacción.

Cuando le llamó la señora Clausen, Patrick acababa de salir de la ducha.

– Ponte algo de abrigo -le advirtió.

Wallingford se llevó una sorpresa al constatar que ella le llamaba desde el vestíbulo del hotel. Doris le dijo que al día siguiente podría ver al pequeño Otto, y que tenían que ir al estadio sin pérdida de tiempo. Debía darse prisa y vestirse. Así pues, sin saber qué podía esperar, él la obedeció.

Parecía demasiado pronto para ir al campo, pero tal vez a la señora Clausen le gustaba llegar temprano. Cuando Wallingford abandonó la habitación y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, se sentía ligeramente herido en su amor propio porque ninguno de sus colegas en los medios de comunicación se había informado de su paradero para ponerse en contacto con él y preguntarle qué había querido decir Mary Shanahan cuando anunció ante millones de espectadores: «Patrick Wallingford ya no está con nosotros».

Sin duda la cadena de televisión ya había recibido llamadas, y Wallingford se preguntaba, sin poder evitarlo, qué diría Wharton, aunque tal vez había encargado del asunto a Sabina. No les gustaba decir que habían despedido a alguien, y tampoco que alguien había presentado su dimisión. En general, daban con alguna manera estúpida de decir estas cosas, de modo que nadie sabía con exactitud lo que había sucedido.

La señora Clausen había visto el noticiario.

– ¿No es esa Mary la que no está preñada? -le preguntó a Patrick.

– La misma.

Ya me lo parecía.

Doris llevaba su vieja parka verde con el logotipo de los Packers de Green Bay, la misma que vestía cuando él la conoció. En el coche no usaba la capucha, pero Patrick imaginaba su cara pequeña y bonita enmarcada por la tela, como la cara de una niña. Llevaba tejanos y zapatillas deportivas, igual que la noche en que la policía le informó de la muerte de su marido. Probablemente llevaba también la sudadera de los Packers, aunque Wallingford no podía ver lo que había debajo de la parka.

La señora Clausen era buena conductora. No miró ni una sola vez a Patrick y se limitó a hablar del partido.

– Con un par de equipos así puede ocurrir cualquier cosa -le explicó-. Hemos perdido los tres últimos partidos que se han celebrado un lunes por la noche. No me creo lo que dicen. No importa que Seattle no haya jugado un partido de lunes por la noche en siete años, o que la mayoría de jugadores del Seahawk nunca hayan jugado en el estadio Lambeau. Su entrenador conoce este campo… y también sabe cómo es nuestra defensa.

El defensa de Green Bay sería Brett Favre; Wallingford lo sabía porque en el avión había echado un vistazo a las páginas deportivas de un periódico. Así se había enterado de quién era Mike Holmgren, ex entrenador de los Packers y ahora entrenador de los Seahawks de Seattle. Aquel partido significaba el regreso al hogar para Holmgren, quien había sido muy popular en Green Bay

– Favre hará lo imposible, podemos contar con ello -le dijo Doris a Patrick.

Estaba de perfil con respecto a él, y mientras hablaba las luces de los coches que pasaban le iluminaban la cara de un modo intermitente.

Él no le quitaba los ojos de encima… jamás había añorado tanto a nadie. Le habría gustado pensar que se había vestido de aquel modo para él, pero sabía que aquellas prendas no eran más que el uniforme que usaba para asistir a los partidos. Cuando le sedujo en el consultorio del doctor Zajac, no debía de ser consciente del efecto que causaba vestida de esa manera, y probablemente no recordaba el orden en que se había quitado la ropa. Wallingford jamás podría olvidar ni la ropa ni el orden.

Se dirigieron al oeste desde el centro de Green Bay, que, como centro urbano, no era gran cosa: nada más que bares, iglesias y una trasnochada galería comercial a orillas del río. Pocos eran los edificios que tenían más de tres plantas, y la única colina destacada, que se alzaba junto al río y a cuyo pie los barcos cargaban y descargaban, hasta que las aguas de la bahía se helaban en diciembre, era un enorme montón de carbón, una verdadera montaña.

– No quisiera ser Mike Holmgren y venir aquí con los Seahawks de Seattle -aventuró Wallingford. (Era una versión de algo que había leído en las páginas deportivas.)

– Parece que has leído los periódicos o visto la televisión -le dijo la señora Clausen-. Holmgren conoce a los Packers como si los hubiera parido, y Seattle tiene una buena defensa. Este año no hemos marcado muchos tantos contra buenas defensas.

– Ah. -Wallingford decidió callarse acerca del partido y cambió de tema-. Os he echado de menos, a ti y a Otto.

La señora Clausen se limitó a sonreír. Sabía exactamente adónde iba. Su coche tenía una pegatina especial para aparcar. Le hicieron entrar en un carril donde no había otros vehículos, desde donde accedió a una zona reservada del aparcamiento.

Detuvieron el vehículo muy cerca del estadio y subieron en ascensor a la tribuna de prensa, donde Doris ni siquiera se molestó en mostrar las entradas a un hombre mayor que parecía empleado del club y que la reconoció al instante. El hombre le dio un beso y un abrazo amistosos, y ella, señalando con la cabeza a Wallingford, le dijo:

– Ha venido conmigo, Bill. Patrick, te presento a Bill.

Wallingford estrechó la mano del hombre, esperando que éste le reconociera, pero no fue así, y supuso que se debía a la gorra de esquí que la señora Clausen le había dado para que se la pusiera al bajar del coche. Él le aseguró que las orejas nunca se le enfriaban, pero ella insistió: «Aquí se te enfriarán. Además, no es sólo para mantener las orejas calientes. Quiero que te la pongas».

No es que Doris deseara que no le reconocieran, aunque la gorra impediría que un cámara de la ABC le localizara y por una vez, Wallingford no sería enfocado. Doris había querido que se pusiera aquella gorra para dar la impresión de que era un auténtico espectador del partido, algo inverosímil vestido como iba, con un sobretodo negro, chaqueta de tweed, jersey con cuello cisne y pantalones de franela gris. Casi nadie vestía un abrigo tan lujoso en un partido de los Packers.

La gorra de esquí era verde, aquel verde de Green Bay, con una franja amarilla que podía cubrirle las orejas; por supuesto, tenía el inequívoco logotipo de los Packers. Era una gorra vieja, y una cabeza más voluminosa que la de Wallingford la había ensanchado. Patrick no tuvo necesidad de preguntarle a la señora Clausen a quién pertenecía aquella gorra. Estaba claro que era la que había usado su difunto marido.

Pasaron por la tribuna de prensa, donde Doris saludó a otras personas de aspecto oficial antes de acceder a las gradas superiores. Aquélla no era la manera en que la mayoría de los hinchas entraban en el estadio, pero todo el mundo parecía conocer a la señora Clausen. Después de todo, era empleada de los Packers de Green Bay.

Bajaron por el pasillo hacia el campo deslumbrante. Era una extensión de treinta mil metros cuadrados de hierba natural, lo que se conocía como «mezcla azul atlética». Aquella noche tendría lugar el primer partido sobre aquella hierba.

– Caramba -dijo Wallingford entre dientes. Aunque era temprano, el estadio Lambeau ya estaba más que medio lleno de público.

El estadio es un puro cuenco, sin aberturas ni cubierta superior. En Lambeau hay una sola cubierta, y todos los asientos al aire libre son del tipo gradería. Las tribunas ofrecían una escena impresionante durante los calentamientos previos al encuentro: las caras pintadas de verde y dorado, los adornos de espuma de plástico amarilla que parecían grandes penes flexibles, y los lunáticos con enormes cuñas de queso a modo de gorras… ¡los queseros! Wallingford supo que no estaba en Nueva York.

Avanzaron por el largo y empinado pasillo. Tenían asientos hacia el centro del estadio, al nivel de la yarda cuarenta y dos. Estaban todavía en el lado del campo donde se encontraba la tribuna de prensa. Patrick siguió a Doris, pasando ante las robustas rodillas retraídas, hasta sus asientos. Se dio cuenta de que estaban sentados entre personas que los conocían, no sólo a la señora Clausen sino también a él. Y si le conocían, pese a que llevaba la gorra de Otto, no era porque fuese famoso, sino porque le estaban esperando. De repente Patrick observó que conocía a más de la mitad de los hinchas más cercanos a ellos. ¡Todos eran miembros de la familia Clausen! Reconocía sus caras por las innumerables fotos clavadas en las paredes de la cabaña principal en la casa a orillas del lago.

Los hombres le dieron palmadas en los hombros, las mujeres le tocaron el brazo izquierdo.

– Hola, ¿cómo estás?

Wallingford reconoció a quien se dirigía a él por la expresión alocada en la fotografía que estaba fijada con un imperdible en el forro del joyero. Era Donny, el que abatía águilas; tenía una mejilla pintada con el color del maíz, mientras que la otra lucía el verde demasiado intenso de una enfermedad imposible.

– Te he echado a faltar en las noticias de esta noche -le dijo una mujer en tono amistoso. Patrick también recordaba haberla visto en una fotografía. Era una de las madres recientes, en una cama de hospital con su hijo recién nacido.

– No quería perderme este partido -le dijo Wallingford.

Notó que Doris le apretaba la mano; hasta entonces no se había percatado de que la tenía entre las suyas. ¡Delante de todos ellos! Pero ya lo sabían…, mucho antes que Wallingford. Ella ya se lo había dicho. ¡Le había aceptado! Intentó mirarla, pero ella se puso la capucha de la parka. No hacía tanto frío; ella sólo quería ocultarle su expresión.

Permaneció sentado junto a la señora Clausen, que le sujetaba la mano, mientras que una mujer sentada a su izquierda le asió el brazo del muñón. Era otra señora Clausen, mucho más corpulenta, la madre del difunto Otto, la abuela del pequeño Otto, la ex suegra de Doris. (Pensó que probablemente no debería decir «ex».) Sonrió a la voluminosa mujer. Sentada, era tan alta como él, y le atrajo hacia ella tirándole del brazo, a fin de darle un beso en la mejilla.

– Todos nos alegramos mucho de verte -le dijo, y le obsequió con una sonrisa de aprobación-. Doris nos ha informado.

«¡Doris podría haberme informado a mí!», se dijo Wallingford, pero al mirarla vio que seguía con la cabeza cubierta por la capucha. Sólo la fuerza con que le asía la mano era una indicación segura de que le había aceptado. Era sorprendente, pero toda la familia compartía esa aceptación.

Hubo un momento de silencio antes del partido, y Wallingford supuso que era por las doscientas diecisiete víctimas del vuelo 990 de Egypt Air siniestrado, pero no había prestado atención. El minuto de silencio era en honor de Walter Payton, fallecido a los cuarenta y cinco años debido a las complicaciones de una enfermedad hepática. Payton había sido una de las grandes estrellas de la historia de la liga nacional.

Cuando empezó el partido, la temperatura era de siete grados centígrados y el cielo nocturno estaba despejado. Soplaba un viento del oeste a treinta kilómetros por hora, con ráfagas de cincuenta. Tal vez esas ráfagas afectaron a Favre. En la primera parte hizo dos intercepciones, y al final del partido había hecho cuatro

– Te dije que pondría todo su empeño -le dijo Doris a Patrick en cuatro ocasiones, sin quitarse la capucha.

Durante las presentaciones previas al partido, el público presente en el Lambeau había aplaudido al ex entrenador de los Packers, Mike Holmgren. Favre y Holmgren se habían abrazado en el campo. (Incluso Patrick Wallingford había observado que el estadio Lambeau se alzaba en el cruce de la Vía Mike Holmgren y la Avenida de Vince Lombardi.)

Holmgren había vuelto a casa preparado. Además de las intercepciones, Favre perdió dos balones. Incluso hubo algunos abucheos, cosa rara en aquel estadio.

– Los hinchas de Green Bay no suelen abuchear -comentó Donny Clausen, dejando claro que él no lo hacía. Donny se inclinó para acercarse más a Patrick; su cara pintada de amarillo y verde era un elemento demencial añadido a su reputación de demente por disparar contra las águilas-. Todos queremos que Doris sea feliz-susurró en un tono amenazante al oído de Wallingford, caliente bajo la vieja gorra de Otto.

– Yo también -replicó Patrick.

Pero ¿y si Otto se había suicidado porque era incapaz de hacer feliz a la señora Clausen? ¿Y si ella le había impulsado a hacerlo, e incluso se lo había sugerido de alguna manera? ¿Era acaso el nerviosismo del noviazgo lo que provocaba en Wallingford estos terribles pensamientos? Era indudable que Doris Clausen podía inducir a Patrick Wallingford a matarse si alguna vez la decepcionaba.

Patrick rodeó con el brazo derecho los estrechos hombros de Doris y la atrajo hacia sí; con la mano derecha, le apartó un poco la capucha de la cara. Sólo quería darle un beso en la mejilla, pero ella se volvió y le besó en los labios. Él notó las lágrimas en su rostro frío antes de que volviera a esconderlo bajo la capucha.

Retiraron a Favre del partido y le sustituyó el defensa de reserva Matt Hasselbeck, cuando quedaban poco más de seis minutos del cuarto periodo. La señora Clausen miró a Wallingford.

– Nos vamos -le dijo-. No voy a quedarme a ver a ese novato.

Algunos miembros de la familia Clausen gruñeron al ver que se levantaba, pero lo hacían de buen humor. Incluso en el rostro pintarrajeado de Donny había una sonrisa.

Doris tomó a Patrick de la mano derecha y se lo llevó de allí. Subieron a la tribuna de prensa, y alguien demasiado amistoso les franqueó la entrada. Era un hombre de aspecto juvenil, atlético, lo bastante robusto para ser un jugador o haberlo sido. Doris no le prestó atención, y después de que le hubieran dejado junto a la puerta de la tribuna, cuando ya estaban casi ante el ascensor, señaló en dirección al joven.

– ¿Has visto a ese tipo?

– Sí -respondió Patrick. El joven aún les sonreía de aquella manera demasiado amistosa, aunque la señora Clausen no se había vuelto una sola vez a mirarle.

– Bueno, es el tipo con el que no debería haberme acostado -le reveló ella-. Ahora ya lo sabes todo de mí.

El ascensor estaba lleno de periodistas deportivos, en su mayoría hombres, pues siempre abandonaban el campo un poco antes del final, a fin de conseguir los mejores sitios en la conferencia de prensa que seguía al partido. La mayoría de ellos conocían a la señora Clausen, pues, aunque ella se ocupaba principalmente de las ventas, con frecuencia era quien repartía los pases de prensa. Nada más verla, los reporteros le hicieron sitio. Hacía calor en el recinto pequeño y cerrado del ascensor, y ella se quitó la capucha de la parka.

Los reporteros hacían comentarios sobre el partido y mostraban su abundante surtido de frases hechas.

– Esos balones perdidos han salido caros… Holmgren ha visto de qué pie cojea Favre… Que echaran a Dotson no ha sido ninguna ayuda… sólo el segundo partido perdido por Green Bay entre los últimos treinta y seis en el Lambeau… la menor cantidad de tantos conseguidos por los Packers desde la derrota por veintiuno a seis en Dallas en el 96…

– Bueno, ¿queréis decirme qué importancia tuvo ese partido? -inquirió la señora Clausen-. ¡Ese fue el año en que ganamos la Super Bowl!

– ¿Vienes a la conferencia de prensa, Doris? -le preguntó uno de los reporteros.

– No, esta noche no. Tengo una cita.

Los reporteros soltaron exclamaciones, y alguien silbó. Patrick, con el brazo izquierdo oculto en la manga del abrigo y todavía con la gorra de Otto, estaba seguro de que no le reconocerían. Pero el viejo Stubby Farrell, que había sido reportero deportivo de la cadena de televisión, reparó en él.

– ¡Vaya, el hombre del león! -exclamó Stubby. Wallingford hizo una inclinación de cabeza y por fin se quitó la gorra de Otto-. ¿Te han dado el pasaporte o qué?

De repente se hizo el silencio. Todos los reporteros querían saber qué le había ocurrido. La señora Clausen volvió a apretarle la mano y Patrick repitió lo que había dicho a la familia Clausen.

– No quería perderme el partido.

Esta respuesta encantó a los reporteros, sobre todo a Stubby, aunque Wallingford no pudo esquivar la siguiente pregunta.

– ¿Ha sido Wharton, ese cabrón? -inquirió Stubby.

– Ha sido Mary Shanahan -le dijo Wallingford a Stubby, informando así a todos los demás-. Quería mi puesto.

La señora Clausen le sonreía, indicándole que ella sabía lo que Mary había querido realmente.

Wallingford esperó que alguno de ellos, tal vez Stubby, dijera que era una buena persona o un hombre simpático o un buen periodista, pero su conversación giró exclusivamente en torno al deporte y los apodos familiares que le seguirían hasta la tumba.

Entonces se abrió la puerta del ascensor y los reporteros deportivos salieron por un lado del estadio y apretaron el paso. Con el frío que hacía, tenían que ir a los vestuarios del equipo local o del visitante. Doris y Patrick dejaron atrás las columnas del estadio y se encaminaron al aparcamiento. Había descendido la temperatura, pero Patrick encontraba agradable el frío en la cabeza y las orejas mientras se dirigía al coche de la mano de Doris. Parecía como si estuvieran a cero grados, pero probablemente era el viento lo que producía esa sensación de frío.

Doris encendió la radio. Dados sus comentarios de antes, Patrick se preguntó por qué querría conocer el final del partido. Las siete expulsiones de jugadores de los Packers eran el número máximo desde que sufrieron otras siete cuando jugaban contra los Falcons de Atlanta, once años atrás.

– Hasta Levens perdió el balón -dijo incrédula la señora Clausen-. Y Freeman… ¿qué ha hecho? Quizás un par de pases en todo el partido. ¡Podía haber conseguido diez yardas!

Matt Hasselbeck, el inexperto defensa de los Packers, completó su primer pase en la liga… terminó dos de seis para treinta y dos yardas.

– ¡Vaya! -gritó la señora Clausen, burlonamente-. ¿Será posible?

La puntuación final fue Seattle 27, Green Bay 7.

– Lo he pasado en grande -le dijo Wallingford-. Me ha encantado. Es estupendo estar contigo.

Se quitó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento delantero, junto a ella, apoyando la cabeza en su regazo. Volvió la cara hacia las luces del cuadro de mandos y le puso la mano derecha en el muslo. Notaba que el muslo se le tensaba cada vez que aceleraba o soltaba el pedal, y cuando de vez en cuando pisaba el freno. La mano de Doris le rozó suavemente la cara y entonces ella volvió a asir el volante con ambas manos.

– Te quiero -le dijo Patrick.

– Yo también intentaré quererte -le dijo ella-. Voy a intentarlo de veras.

Wallingford aceptó que esto era lo máximo que ella podía decir. Notó que una lágrima le caía por la cara, pero no se lo mencionó ni tampoco se ofreció para conducir, pues sabía que ella le diría que no. (¿Quién quiere ir en un coche conducido por un manco?)

– Puedo conducir -se limitó a decirle ella, y entonces añadió-: Pasemos la noche en tu hotel. Mis padres están con Otto. Los verás por la mañana, cuando veas al niño. Ya saben que voy a casarme contigo.

Las luces de los coches que pasaban iluminaban a intervalos el frío interior del coche. Si la señora Clausen había encendido la calefacción, no funcionaba, y además conducía con la ventanilla del conductor un poco abierta. El tráfico era escaso; la mayoría de los hinchas se habían quedado en el estadio hasta el amargo final.

Patrick pensó en sentarse y ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Quería ver de nuevo aquella vieja montaña de carbón en el lado occidental del río. No estaba seguro de lo que todo aquel carbón significaba para él… tal vez se trataba de perseverancia.

También quería ver los receptores de televisión brillando en la oscuridad a lo largo de su ruta, cuando regresaban al centro de la ciudad. Sin duda en todas las casas miraban el partido moribundo y luego seguirían el análisis del partido. Pero el regazo de la señora Clausen era cálido y cómodo, y Patrick prefería notar de vez en cuando las lágrimas en la cara que erguirse al lado de ella y verla llorar.

– Por favor, ponte el cinturón -le dijo cuando estaban cerca del puente-. No quiero perderte.

Él se enderezó al instante y se puso el cinturón. En el interior del coche a oscuras no podía ver si ella había dejado de llorar o no.

– Puedes apagar la radio -siguió diciéndole, y él la obedeció.

Recorrieron el puente sumidos en el silencio, y el enorme monte de carbón apareció y luego se fue empequeñeciendo a sus espaldas.

Wallingford pensaba que nunca conocemos de verdad nuestro futuro; el futuro de dos personas juntas es incierto. Sin embargo, creía poder imaginar su futuro con Doris Clausen. Lo veía con el mismo brillo improbable que hiciera resaltar en la oscuridad las alianzas matrimoniales de ella y su difunto marido bajo el embarcadero del cobertizo de los botes. Había algo dorado en su futuro con la señora Clausen, tanto más, probablemente, cuanto que le parecía del todo inmerecido. No merecía más a Doris de lo que aquellos dos anillos, con sus promesas cumplidas e incumplidas merecían que los clavaran bajo un embarcadero, a unos pocos centímetros por encima de las frías aguas del lago.

¿Y durante cuánto tiempo se tendrían el uno al otro? Era inútil especular, tan inútil como el intento de conjeturar cuántos inviernos transcurrirían en Wisconsin antes de que el cobertizo de los botes se derrumbara y hundiera en el lago innominado.

– ¿Cómo se llama el lago? -le preguntó a Doris de repente-. El lago donde está la casa.

– No nos gusta el nombre -respondió la señora Clausen-. Nunca lo usamos. Es sólo la casa del lago.

Entonces, como si supiera que él había estado pensando en las alianzas de ella y Otto clavadas bajo el embarcadero, le dijo:

– He elegido los anillos. Te los mostraré cuando lleguemos al hotel. Esta vez son de platino. Llevaré el mío en el dedo anular de la mano derecha. -(Donde el hombre del león, como todo el mundo sabía, también habría de llevar el suyo)-. Ya sabes lo que dicen -prosiguió la señora Clausen-. No dejes ningún pesar en el terreno de juego.

Wallingford conjeturó la procedencia de esa frase, que incluso para él tenía resonancias del mundo de aquel deporte… y de una valentía de la que él había carecido hasta entonces. En realidad, eso era lo que decía el viejo letrero en el pie de la escalera del Lambeau, el letrero sobre la puerta que daba acceso al vestuario de los Packers: NO DEJES NINGÚN PESAR EN EL TERRENO DE JUEGO.

– Comprendo -dijo Wallingford. En un lavabo del Lambeau había visto a un hombre con la barba pintada de amarillo y verde, como la de Donny. Se estaba percatando del grado de fervor necesario-. Comprendo -repitió.

– No, no comprendes -le contradijo la señora Clausen-. No del todo, aún no. -Él la miraba fijamente; Doris había dejado de llorar-. Abre la guantera -le pidió. El titubeó, pues le había pasado por la mente que allí estaba el arma de Otto, y cargada-. Vamos, ábrela.

En la guantera había un sobre abierto del que sobresalían unas cuantas fotos, y Patrick vio los orificios que habían dejado las chinchetas y asimismo alguna mancha de herrumbre. Por descontado, supo de dónde procedían las fotos antes de ver qué había en ellas. Aquellas fotografías, más o menos una docena, eran las mismas que Doris clavara en cierta ocasión en la pared al lado de la cama. Las había quitado de allí porque ya no soportaba verlas en el cobertizo de los botes.

– Míralas, por favor -le pidió la señora Clausen.

Detuvo el coche cuando el hotel ya estaba a la vista. Se acercó al bordillo y frenó pero dejando el motor en marcha. El centro de Green Bay estaba casi desierto a aquellas horas; todo el mundo estaba en casa o regresando a casa desde el estadio Lambeau.

Las fotografías no seguían ningún orden determinado, pero Wallingford comprendió enseguida cuál era su tema. En todas ellas aparecía la mano izquierda de Otto Clausen. En algunas aparecía todavía como parte del cuerpo de Otto, unida al fornido brazo del camionero, y todavía mostraba el anillo de boda. Pero en algunas de las fotos el anillo no estaba: la señora Clausen lo había extraído… de lo que Wallingford sabía que era la mano del muerto.

También había fotos de Patrick Wallingford. O por lo menos eran fotos de la nueva mano izquierda de Patrick… sólo la mano. Por los diversos grados de hinchazón de la mano y la muñeca, así como la zona del antebrazo donde estaba el implante quirúrgico, Wallingford podía determinar en qué etapas Doris le había fotografiado con la mano de Otto… la que ella llamaba la tercera mano.

Así pues, Patrick no había soñado que ella le fotografiaba mientras dormía, y por eso el sonido del obturador le había parecido tan real. Naturalmente, con los ojos cerrados el flash le habría parecido débil y lejano, tan incompleto como un rayo de calor, tal como Wallingford lo recordaba.

– Tíralas, por favor -le pidió la señora Clausen-. Lo he intentado, pero soy incapaz de hacerlo. Deshazte de ellas, te lo ruego.

– De acuerdo -dijo Patrick.

Doris lloraba de nuevo, y él la acarició. Nunca hasta entonces le había tocado el pecho con el muñón. Incluso a través de la parka notaba el seno; cuando ella le asió con fuerza el antebrazo, él también percibió su respiración.

– No olvides nunca que yo también he perdido algo -le dijo ásperamente la señora Clausen.

Doris siguió conduciendo hasta el hotel. Tras darle a Patrick las llaves y precederle al vestíbulo, él tuvo que aparcar el automóvil. Decidió pedirle a algún empleado del hotel que lo hiciera.

Entonces se deshizo de las fotografías, tirándolas, con sobre y todo, a un contenedor de basura. Las fotos desaparecieron en un instante, pero a él no le había pasado inadvertido aquel mensaje. Sabía que la señora Clausen acababa de confesarle cuanto le diría jamás acerca de su obsesión: mostrarle las fotografías de la mano era el final definitivo de lo que tenía que decir al respecto.

¿Qué era lo que había dicho el doctor Zajac? No existía ningún motivo clínico por el que el trasplante de mano hubiese fracasado. Zajac no podía explicarse el misterio, pero no había tal misterio para Patrick Wallingford, cuya imaginación no sufría las limitaciones de una mente científica. La mano había puesto fin al asunto, eso era todo.

No deja de ser interesante que el doctor Zajac tuviera poco que decir a sus alumnos de la Facultad de Medicina de Harvard acerca de la «desilusión profesional». Zajac era feliz en su semirretiro, con Irma y los gemelos. Pensaba que la desilusión profesional era tan decepcionante como el éxito profesional.

– Organizad vuestra vida -decía Zajac a sus alumnos de Harvard-. Si ya habéis llegado hasta aquí, vuestra profesión debería cuidar de sí misma.

Pero ¿qué saben de la vida los estudiantes de medicina? No han tenido tiempo de vivir.

Wallingford fue al encuentro de Doris Clausen, que le esperaba en el vestíbulo. Subieron en el ascensor a la habitación sin decirse una sola palabra.

Él le permitió usar el baño antes que él. A pesar de sus planes, Doris no había traído consigo más que un cepillo de dientes, que llevaba en el bolso. Y en su apresuramiento por meterse en cama se olvidó de mostrarle a Patrick las alianzas matrimoniales de platino, que también llevaba en el bolso. Lo haría a la mañana siguiente.

Mientras la señora Clausen estaba en el baño, Wallingford miró el último noticiario y, por una cuestión de principios, no sintonizó la que había sido su cadena. Uno de los reporteros deportivos ya había filtrado la noticia del despido de Patrick a otra cadena. Era una buena manera de finalizar el telediario, una noticia mejor que las habituales. «La bella Mary Shanahan despide al hombre del león.»

La señora Clausen había salido del baño, desnuda, y estaba en pie a su lado.

Patrick se apresuró en el baño mientras Doris miraba en la televisión el final del partido de Green Bay. Le sorprendió que Dorsey Levens hubiera llevado el balón veinticuatro veces para ciento cuatro yardas, una magnífica actuación cuando la causa estaba perdida.

Cuando Wallingford, también desnudo, salió del baño, la señora Clausen ya había apagado el televisor y le esperaba en la amplia cama. Patrick apagó las luces y se acostó a su lado. Se abrazaron mientras escuchaban el ruido del viento, que soplaba con fuerza, a ráfagas, pero no tardaron en dejar de oírlo.

– Dame la mano -le pidió Doris. Él sabía perfectamente a cuál se refería.

Wallingford colocó el cuello de la señora Clausen en el brazo derecho doblado por el codo; con la mano derecha le asió un seno. Ella puso el muñón del antebrazo izquierdo entre sus muslos, donde él podía notar que los dedos perdidos de su cuarta mano la tocaban.

En el exterior de la cálida habitación de hotel, el frío viento era un heraldo del invierno inminente, pero ellos sólo oían sus respiraciones entrecortadas. Como otros amantes, no reparaban en el viento que seguía arremolinándose y soplando en la agreste y despreocupada noche de Wisconsin.


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