2. El ex centrocampista

Al frente del equipo bostoniano estaba el doctor Nicholas M. Zajac, cirujano especializado en las extremidades que trabajaba en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, el centro médico más importante de Massachusetts dedicado a cirugía de la mano. El doctor Zajac era también profesor agregado de cirugía en Harvard. Fue él quien tuvo la idea de iniciar la búsqueda de potenciales donantes y receptores de manos en Internet (www.faltanmanos.com).

El doctor superaba en edad a Patrick Wallingford por media generación. El hecho de que tanto Deerfield como Amherst fuesen instituciones educativas exclusivamente masculinas cuando asistió a ellas es una explicación insuficiente del escoramiento absoluto hacia la masculinidad que acompañaba su presencia con tanta intensidad como su nada refinada loción para después del afeitado.

No le recordaba nadie de sus tiempos en Deerfield, ni tampoco de los cuatro años que pasó en Amherst. En su juventud jugó al lacrosse, tanto en el instituto como en la universidad, pero ni siquiera sus entrenadores le recordaban. Es muy extraño que cualquier miembro de un equipo atlético mantenga semejante anonimato, pero Nick Zajac se había pasado la adolescencia y la primera juventud entregado a una búsqueda de la excelencia que asombraba por su carencia absoluta de relieve y de cualquier hecho memorable, pero que había sido coronada por el éxito, sin amigos y sin una sola experiencia sexual.

Un alumno de la Facultad de Medicina, con quien el futuro doctor Zajac compartió un cadáver, fue testigo de algo que jamás olvidaría: el sobresalto y la indignación de su compañero al ver el cuerpo. «El problema no era que la mujer llevara mucho tiempo muerta- recordaría el estudiante-. Lo que afectó a Nick fue que el cadáver fuera de una mujer, claramente el primero que veía»

También la mujer de Zajac fue la primera. Era uno de esos hombres demasiado agradecidos que se casan con la primera mujer con la que se acuestan. Tanto él como su esposa lo lamentarían.

El cadáver femenino tuvo algo que ver con la decisión que tomó el doctor Zajac de especializarse en las manos. Según su antiguo compañero de laboratorio, lo único que Zajac pudo examinar de aquel cuerpo fueron las manos. Todo lo demás le resultaba insoportable.

Sin duda necesitamos saber más acerca del doctor Zajac. Su delgadez era compulsiva, jamás se sentía lo bastante delgado. Practicaba el maratón, observaba a las aves y comía semillas (práctica que había adquirido al observar a los pinzones). Sentía una atracción preternatural por las aves y la gente famosa. Se hizo cirujano de las manos, y sus pacientes eran astros.

Sobre todo astros del deporte, atletas lesionados, como el lanzador de los Red Sox de Boston que se desgarró el ligamento anterior radioulnar de la mano con que lanzaba. Más adelante fue objeto de un trueque: los Blue Jay de Toronto lo adquirieron a cambio de dos defensas que nunca dieron buen resultado y un bateador cuya habilidad principal consistía en golpear a su mujer. Zajac operó también al bateador. Cuando trataba de encerrarse en el coche, la mujer del bruto cerró la portezuela y le pilló la mano. El daño más profundo se lo ocasionó en la segunda falange proximal y la tercera metacarpal.

Un número sorprendente de las lesiones que sufrían los astros del deporte no se habían producido en el campo ni en la pista ni en el hielo. Por ejemplo, aquel portero de los Bruins Boston, retirado desde hacía tiempo, que se cortó el ligamento transverso superficial de la mano izquierda al apretar con demasiada fuerza un vaso de vino contra la alianza de matrimonio o aquel defensa de los Patriots de Nueva Inglaterra, al que habían sancionado tantas veces, y que se cortó una arteria digital, junto con varios nervios, al tratar de abrir una ostra con un cuchillo del ejército suizo. Eran deportistas que corrían riesgos, un grupo con tendencia a sufrir accidentes, pero eran famosos. Durante cierto tiempo, el doctor Zajac los veneró, y sus fotografías dedicadas, en las que irradiaban superioridad física, cubrían las paredes de su consultorio.

Sin embargo, a menudo incluso las lesiones laborales de los astros deportivos eran innecesarias, como en el caso de un delantero centro de los Celtics de Boston, que saltó hacia atrás, como zambulléndose, cuando ya había expirado el tiempo en el reloj de lanzamientos, perdió el dominio del balón y se destrozó la fascia palmar al golpear la valla de la cancha.

Pero no importaba… el doctor Zajac los quería a todos. Y no sólo a los atletas.

Los cantantes de rock parecían propensos a sufrir dos clases de lesiones en las habitaciones de hotel. Ante todo las que Zajac llamaba «desmanes del servicio de habitaciones», que ocasionaban heridas con objetos punzantes y lesiones por derramamiento de café y té calientes, así como una serie de encuentros imprevistos con objetos inanimados. Les seguían de cerca los innumerables contratiempos en baños con el suelo mojado, que tendían a sufrir no sólo las estrellas del rock sino también los astros de la pantalla.

Otros lugares donde los astros de la pantalla tendían a sufrir accidentes eran los restaurantes, sobre todo al salir de ellos. Desde el punto de vista de un quirocirujano, golpear a un fotógrafo era mejor que golpear la cámara de un fotógrafo. Por el bien de la mano, cualquier expresión de hostilidad hacia algo hecho de metal, vidrio, madera, piedra o plástico era un error. Sin embargo, entre los famosos, la violencia hacia diversos objetivos era la fuente principal de las lesiones que el doctor veía.

Cuando el doctor Zajac contemplaba los dóciles rostros de sus renombrados pacientes, se daba perfecta cuenta de que su éxito y la aparente satisfacción que mostraban no eran más que unas máscaras que se ponían en público.

Todo esto podría haber inquietado a Zajac, pero era él, precisamente, quien inquietaba a sus colegas de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. Aunque no le decían a la cara que cortejaba a los famosos con la esperanza de adquirir un poco de su fama, sabían que hacía tal cosa y se sentían superiores a él… aunque sólo fuese en ese aspecto. Como cirujano, era el mejor de todos. Los demás también lo sabían y eso les molestaba.

Si en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados se abstenían de comentar el cortejo de la fama a que se entregaba Zajac, se permitían en cambio amonestar a su colega superestrella por lo delgado que estaba. Todo el mundo creía que el matrimonio de Zajac había fracasado porque se había vuelto más delgado que su mujer, y sin embargo nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados había podido convencer al doctor Zajac de que debía alimentarse para salvar su matrimonio. No era probable que pudieran convencerle de que debía engordar ahora que se había divorciado.

Su amor a las aves era lo que más desquiciaba a los vecinos de Zajac. Por razones que ni siquiera comprendían los ornitólogos de la zona, el doctor Zajac estaba convencido de que la abundancia de excremento canino en el área metropolitana de Boston había tenido un efecto deletéreo sobre la población de aves de la ciudad.

Todos los colegas de Zajac apreciaban cierta foto suya, aunque sólo uno de ellos había visto la verdadera imagen. Era una mañana de domingo, en el nevado patio de su casa en la calle Brattle, y el renombrado cirujano, con botas hasta las rodillas, albornoz de franela rojo, una ridícula gorra de esquiar con el nombre de los Patriots de Nueva Inglaterra, una bolsa de papel marrón en una mano y una raqueta de lacrosse, de tamaño infantil, en la otra, registraba el patio en busca de excrementos de perro. El doctor Zajac carecía de perro, pero tenía varios vecinos desconsiderados, y la calle Brattle era una de las rutas más populares de Cambridge para pasear al perro.

El destinatario de la raqueta de lacrosse era el hijo único de Zajac, un chico nada atlético que pasaba con él un fin de semana al mes. El inquieto muchacho, trastornado por el divorcio de sus padres, pesaba menos de lo que correspondía a sus seis años y se empeñaba en rechazar la comida, muy posiblemente a instancias de su madre, cuya misión, nada complicada, consistía en volver loco a Zajac.

La ex esposa, llamada Hildred, hablaba sobre el particular como si no se lo tomara en serio. «¿Por qué habría de comer el chico? Su padre no lo hace. ¡Ve que su padre se muere de hambre y lo imita!» Así pues, el acuerdo de divorcio permitía a Zajac ver a su hijo sólo una vez al mes, y nunca durante más de un fin de semana. ¡Y en Massachusetts existe el llamado divorcio sin culpable! (Este era el oxímoron favorito de Wallingford.)

En realidad, al doctor Zajac le atormentaba el trastorno alimentario de su querido hijo, y le buscaba soluciones tanto médicas como prácticas. (Hildred apenas reconocía que su hijo, de aspecto desnutrido, tuviera algún problema.) Los fines de semana que visitaba a su padre, Rudy, como se llamaba el niño, asistía al espectáculo del doctor Zajac, que se obligaba a engullir grandes cantidades de comida, que después vomitaba en la intimidad del lavabo. Pero con el ejemplo de su

padre o sin él, Rudy apenas probaba bocado.

Un gastroenterólogo pediátrico prescribió cirugía exploratoria, a fin de descartar posibles dolencias del colon. Otro recetó un jarabe, un líquido azucarado indigerible que actuaba como diarreico. (Se basaba en la teoría de que si los intestinos del chico se movían con mayor frecuencia, tendría más apetito.) Un tercero expresó su opinión de que Rudy superaría el problema al crecer. Este último fue el único consejo gastroenterológico que pudieron aceptar tanto el doctor Zajac como su ex esposa.

Entretanto, la empleada doméstica de Zajac, residente en la casa, había presentado su dimisión, pues no podía soportar que se tirase tanta comida el tercer lunes de cada mes. Como a Irma le molestaba la denominación «empleada doméstica», Zajac nunca dejaba de llamarla su «asistenta», aunque las principales responsabilidades de la joven eran la limpieza de la casa y hacer la colada. Tal vez la obligatoria recogida diaria de las cacas de perro en el patio era lo que más la ponía de mal humor, la ignominia de la bolsa de papel marrón, su torpeza en el manejo de la raqueta de lacrosse infantil, la baja categoría de la tarea.

Irma era una mujer sencilla, robusta, cercana a la treintena, y no había previsto que trabajar para un «doctor en medicina», como ella llamaba a Zajac, incluiría un cometido tan degradante como combatir los hábitos excrementicios de los perros de la calle Brattle.

También hería sus sentimientos que el doctor Zajac la considerase una inmigrante para quien el inglés era una segunda lengua. El inglés era el primer y único idioma de Irma, pero la confusión se debía a lo que el menudo Zajac podía entender cuando casualmente la oía hablar alegremente por teléfono. Irma tenía su propio teléfono en su dormitorio, frente a la cocina, y a menudo hablaba largo y tendido con su madre o alguna de sus hermanas, a altas horas de la noche, cuando Zajac asaltaba el frigorífico. Aun así, el cirujano, delgado como un escalpelo, reducía sus tentempiés a zanahorias crudas, que conservaba en un cuenco con hielo fundido en la nevera.

A Zajac le parecía que Irma hablaba una lengua extranjera. Sin duda, la masticación constante de zanahorias crudas y los exasperantes trinos de los pájaros enjaulados que estaban por toda la casa provocaban sus dificultades auditivas, pero el principal motivo de la errónea suposición de Zajac era que Irma siempre gritaba histéricamente cuando hablaba con su madre o sus hermanas. Les contaba una y otra vez lo humillante que era verse siempre subestimada por el doctor Zajac.

Irma sabía cocinar, pero el doctor nunca comía. Sabía coser, pero Zajac enviaba al centro de lavandería y arreglos de ropa las prendas del consultorio y el hospital necesitadas de zurcidos. Lo que quedaba del resto de sus ropas eran las prendas sudadas con las que corría. Zajac corría por la mañana (a veces, cuando aún estaba oscuro) antes del desayuno, y volvía a correr (a menudo cuando ya había oscurecido) al final de la jornada.

Era uno de esos cuarentones delgados que corren por las orillas del río Charles, como si estuvieran perpetuamente empeñados en una competición de buena forma con los estudiantes que también corren y caminan por las inmediaciones de Memorial Drive. Con nieve compacta o a medio derretir, con cellisca, con el calor del verano, incluso cuando había tormenta, el espigado cirujano corría y corría. Con una altura de metro ochenta, el doctor Zajac sólo pesaba sesenta y cinco kilos.

Irma, que medía metro sesenta y siete y pesaba alrededor de setenta y cinco, estaba convencida de que odiaba a aquel hombre. De noche canturreaba por teléfono, sollozando, la letanía de las ofensas de Zajac, pero el cirujano, cuando acertaba a oírla, se preguntaba: ¿checo?, ¿polaco?, ¿lituano?

Cuando el doctor Zajac le preguntó de dónde era, Irma le respondió indignada: «¡De Boston!». «¡Muy bien dicho! -concluyó Zajac-. No hay patriotismo como el del agradecido inmigrante europeo.» Y así el doctor Zajac la felicitaba por su buen inglés, «teniendo en cuenta que…», e Irma se desahogaba de noche, llorando y con el teléfono en la mano.

Irma se abstenía de hacer comentarios acerca de la comida que el doctor compraba cada tercer viernes de mes, y Zajac, por su parte, no le daba ninguna explicación sobre sus instrucciones, cada tercer lunes, de tirarla. Ella se limitaba a recoger la comida que estaba en la mesa de la cocina (un pollo entero, jamón en abundancia, verdura, fruta y helado fundido), junto con una nota escrita a máquina que ordenaba: ELIMINELO. Eso era todo.

Irma imaginó que semejante actitud de Zajac se relacionaba con la repugnancia causada por la caca de perro. Con una sencillez mítica, supuso que el doctor tenía una obsesión por eliminar cosas. No sabía lo errada que iba. Incluso cuando corría por la mañana y por la noche, Zajac blandía una raqueta de lacrosse, en este caso de adulto, que sostenía como si llevara en ella una pelota imaginaria.

Había muchas raquetas de lacrosse en la vivienda de Zajac. Aparte de la de Rudy, que parecía relativamente de juguete, había numerosas raquetas de adulto, en diversos grados de desgaste y deterioro. Incluso había una con el mango de madera que se remontaba a la época del doctor en Deerfield y tenía aspecto de un arma, debido a las cuerdas de cuero sin curtir, rotas y atadas de nuevo. Estaba rodeada de sucia cinta adhesiva y tenía barro incrustado, pero en las hábiles manos del doctor Zajac, la vieja raqueta cobraba vida y reflejaba la energía nerviosa de su agitada juventud, cuando el neurasténico cirujano, a pesar de su excesiva delgadez, era un magnífico centrocampista.

Cuando el doctor corría por la orilla del Charles, la anticuada raqueta de madera evidenciaba la disponibilidad para el disparo de un fusil militar. Más de un remero en Cambridge había visto una o dos cacas de perro sobrevolar la popa de su bote, y uno de los alumnos de Zajac en la Facultad de Medicina, que había ocupado el puesto de timonel de una embarcación de regatas de ocho remos en Harvard, afirmaba haber esquivado diestramente una caca dirigida a su cabeza.

El doctor Zajac negó haber intentado alcanzar al timonel. Su única intención era librar a Memorial Drive de un notable exceso de excremento perruno, que recogía en la red abolsada de la raqueta de lacrosse y lanzaba al río Charles. Pero tras su primer y memorable encuentro, el ex timonel y estudiante de medicina estaba siempre ojo avizor por si aparecía el alocado centrocampista, y otros remeros y timoneles juraban haber visto a Zajac recoger una plasta con la vieja raqueta y lanzársela con destreza.

Se tiene constancia de que el antiguo centrocampista de Deerfield marcó dos goles contra un equipo de Andover que hasta entonces no había sufrido ninguna derrota, y en dos ocasiones marcó tres tantos contra Exeter. (Si ninguno de sus compañeros de equipo se acordaba de Zajac, algunos de sus contrarios no le habían olvidado. El portero de Exeter manifestó de la manera más lacónica: «Nick Zajac tenía un maligno y jodido poder de lanzamiento».)

Los colegas del doctor Zajac en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados también le habían oído. censurar «la absoluta estupidez de participar en un deporte mientras miras hacia atrás», lo cual documentaba el desdén de Zajac hacia los remeros. ¿Pero qué tenía eso de extraño? ¿No son las excentricidades muy corrientes entre los grandes triunfadores?

En la casa de la calle Brattle resonaban los trinos de los pájaros, como en un estrecho y boscoso valle. En los ventanales del comedor había grandes equis pintadas con spray negro para evitar que los pájaros chocaran con los cristales, lo cual confería al hogar de Zajac un aura de perpetuo vandalismo. Un reyezuelo con un ala rota se recuperaba en una jaula colocada en la cocina, donde no mucho antes había muerto una picotera con el cuello roto, aumentando así las aflicciones de Irma.

Barrer el alpiste esparcido bajo las jaulas de las aves era una de las tareas interminables de Irma. A pesar de sus esfuerzos, el crujido del alpiste bajo los pies habría hecho la casa desaconsejable para los ladrones. A Rudy, sin embargo, le gustaban los pájaros (hasta entonces la madre del chiquillo desnutrido se había negado a permitirle tener cualquier clase de animal doméstico) y Zajac habría vivido en un aviario de haber pensado que eso haría feliz a Rudy, o que le induciría a comer.

Pero a Hildred, empeñada en atormentar a su ex marido, no le bastaba con haber reducido el tiempo que Zajac pasaba con su hijo a tan sólo dos días y tres noches al mes, y por ello, convencida de que había encontrado el medio de emponzoñar más la relación entre los dos, finalmente le compró un perro a Rudy.

– Pero deberás tenerlo en casa de tu padre -le dijo al pequeño de seis años-. No puede estar aquí.

El chucho procedía de alguna organización caritativa, tan generosa que le había considerado «en parte labrador». ¿Qué parte sería ésa?, ¿la negra? Era una hembra con los ovarios extirpados, de unos dos años, con la cara inquieta, de expresión acobardada y el cuerpo más voluminoso y rechoncho que el de un perdiguero labrador. Los labios superiores blandos y colgantes sobre la mandíbula inferior le daban un aire de sabueso; la frente, más marrón que negra, estaba arrugada debido a un fruncimiento constante. El animal caminaba con el hocico cerca del suelo, a veces pisándoselas orejas, y agitando la robusta cola como la de un perdiguero. (Hildred había adquirido el chucho abandonado con la esperanza de que fuese cazador de aves.)

– Si no nos quedamos con ella, matarán a Medea, papá -le dijo Rudy a su padre en un tono solemne.

Medea -repitió Zajac.

En términos de veterinaria, Medea padecía «indiscreción dietética». Se tragaba trozos de madera y de zapatos, piedras, papel, metal, plástico, pelotas de tenis, juguetes y sus propias heces. (La llamada indiscreción dietética correspondía sin duda a su parte de labrador.) El entusiasmo de la perra por la caca de perro, y no sólo la suya propia, era lo que había impulsado a su familia anterior a abandonarla.

Hildred se había superado a sí misma al encontrar un perro condenado a muerte con unos hábitos que con toda certeza enloquecerían a su marido, o le volverían aún más loco. Que Medea tuviera el nombre de una hechicera clásica que mató a sus propios hijos era perfecto. Si la voraz labrador parcial hubiera tenido cachorros, los habría devorado.

¡Cuál no sería el horror de Hildred al descubrir que el doctor Zajac le cobraba afecto a la perra! Medea buscaba caca de perro con la misma constancia que él, eran almas gemelas, y ahora Rudy tenía un perro con el que jugar y se mostraba más contento ante la perspectiva de ver a su padre.

Puede que el doctor Nicholas M. Zajac fuese el cirujano de los astros, pero por encima de todo era un papá divorciado. Que el cariño del doctor Zajac por su hijo conmoviera a Irma, fue primero una tragedia para ella y luego un triunfo. Su propio padre abandonó a su madre antes de que ella naciera, y no se molestó en mantener algún contacto con Irma y sus hermanas.

Un lunes por la mañana, cuando Rudy ya había vuelto con su madre, Irma dio comienzo a la jornada limpiando la habitación del niño. Durante las tres semanas que estaba ausente, el dormitorio se mantenía tan limpio como un santuario. En la práctica era un santuario, y a menudo Zajac permanecía allí, sentado como un feligrés en la iglesia. La habitación de Rudy también atraía a la adusta perra. Medea parecía echar de menos a Rudy tanto como el padre.

Sin embargo, aquella mañana Irma se sorprendió al descubrir que el doctor Zajac dormía en la cama de su hijo. Las piernas le sobresalían al pie del lecho, y había retirado las mantas y sábanas; sin duda le bastaba el calor de la perra, un animal que pesaba treinta kilos. Medea yacía con el pecho contra el del quirocirujano desnudo, el hocico en su garganta y una pata acariciando el hombro desnudo del médico dormido.

Irma se los quedó mirando. Nunca había contemplado durante tanto rato a un hombre desnudo sin desviar la vista. El ex centrocampista se sentía más perplejo que insultado por el hecho de que su espléndida forma física no atrajera a las mujeres, pero aunque no carecía de atractivo, ni mucho menos, su rematada chifladura

era tan visible como su esqueleto, aunque menos evidente cuando estaba dormido.

Los colegas del cirujano estimulado por su dedicación a los trasplantes se burlaban de él pero al mismo tiempo le envidiaban. Corría de una manera obsesiva, apenas comía, estaba chalado por las aves y acababa de enamorarse de la indiscreción dietética de una perra notablemente neurótica. También le estimulaba la congoja causada por un hijo al que apenas veía. No obstante, lo que Irma percibía ahora en el doctor Zajac iba más allá. De improviso reconocía su amor heroico hacia el niño, un amor que compartían el hombre y la perra. (En la recién descubierta debilidad de Irma, Medea también la conmovía.)

Irma nunca había visto a Rudy, pues no trabajaba los fines de semana. Sólo sabía lo que podía deducir de las fotografías, cuyo número aumentaba tras cada una de las bienaventuradas visitas del niño. Aunque Irma había barruntado que la habitación de Rudy era un santuario, ver a Zajac y Medea abrazados en la camita del pequeño la había cogido desprevenida. «¡Ah, que la amaran a una de esa manera!», se dijo.

En aquel preciso instante Irma se enamoró de la evidente capacidad amorosa del doctor Zajac, a pesar de que el buen doctor no había mostrado ninguna capacidad discernible de amarla a ella. Irma se convirtió en el acto en esclava de Zajac, aunque él tardó un poco en darse cuenta.

Fue uno de esos momentos que cambian la vida, y mientras tenía lugar, Medea abrió los ojos, llenos de lástima hacia sí misma, y alzó la pesada cabeza, con un hilo de baba suspendido del labio sobresaliente. A Irma, cuyo entusiasmo por hallar augurios en los hechos más triviales no tenía límites, le pareció que la baba de la perra tenía el color inolvidable de una perla.

Irma se dio cuenta de que el doctor Zajac también estaba a punto de despertarse. El pene erecto del doctor tenía el diámetro de su muñeca, y su longitud… en fin, digamos tan sólo que, para ser un tipo tan flaco, Zajac tenía una señora verga. Irma decidió al instante que quería ser delgada.

Fue una reacción no menos repentina que el descubrimiento de su amor por el doctor Zajac. La desgarbada muchacha, que tenía casi veinte años menos que aquel hombre divorciado, apenas tuvo tiempo de salir tambaleándose al pasillo antes de que Zajac se despertara. Para advertir al doctor de que estaba cerca, llamó a la perra, y Medea, con muy poco entusiasmo, salió de la habitación de Rudy. Para asombro del deprimido animal, que cedía con rapidez a las carantoñas, Irma derramó sobre él su afecto.

Todo tiene una finalidad, se decía la sencilla joven. Recordó su desdicha pasada y supo que la perra era el camino para llegar al corazón del doctor Zajac.

– Ven aquí, encanto, ven conmigo -oyó Zajac que decía su empleada doméstica-asistenta-. ¡Hoy sólo vamos a comer cosas de alimento!

Como ya hemos dicho, los colegas de Zajac estaban lamentablemente por debajo de su pericia quirúrgica, y le habrían despreciado y envidiado aún más de no haber estado seguros de que tenían ciertas ventajas sobre él en otros aspectos. Les animaba y estimulaba que su intrépido cirujano jefe estuviera abrumado por el amor hacia su desdichado y consumido hijo. ¿Y no era maravilloso que, por el amor a Rudy, el mejor cirujano de Boston especializado en las manos viviera día y noche con una perra comedora de mierda?

Los subordinados del doctor Zajac pecaban de crueldad y falta de caridad al alegrarse de la desdicha del hijito de Zajac, y los colegas del buen doctor tampoco acertaban al considerar al muchacho «consumido». Rudy estaba atiborrado de vitaminas y zumo de naranja; tomaba golosinas frutales (sobre todo fresas heladas y puré de plátano) y se las arreglaba para comer una manzana o una pera todos los días. Tomaba tostadas y huevos revueltos, comía pepino, aunque sólo acompañado de ketchup. No ingería leche ni probaba la carne ni el pescado ni el queso, pero a veces mostraba un cauto interés por el yogur, siempre que no tuviera grumos.

Es cierto que Rudy estaba demasiado delgado, pero con una pequeña cantidad de ejercicio regular o alguna sana corrección de su dieta, su aspecto habría sido tan normal como el de cualquier niño. En realidad, tenía un carácter encantador y no sólo era el proverbial «buen chico» sino también un modelo de equidad y buena voluntad. Su único problema era la influencia negativa de su madre, que casi había conseguido envenenar los sentimientos de Rudy hacia su padre. Al fin y al cabo, ella disponía de tres semanas para aleccionar al vulnerable chiquillo, y cada tercer fin de semana Zajac disponía de poco más de cuarenta y ocho horas para contrarrestar la influencia perniciosa de la madre. Y como Hildred sabía muy bien que el doctor Zajac idolatraba el ejercicio vigoroso, había prohibido a Rudy que jugara al fútbol o patinara sobre hielo al salir de la escuela. En cambio se pasaba las horas pegado ante la pantalla del televisor, mirando vídeos.

Durante los años de su vida en común con Zajac, Hildred había hecho lo imposible por mantenerse delgada; en cambio, ahora se mostraba partidaria de la gordura. Consideraba que una era «más mujer» si estaba llenita, una idea que bastaba para provocar arcadas a su ex marido.

Pero lo más cruel era la manera en que la madre de Rudy casi le había convencido de que su padre no le quería. Para Hildred era una satisfacción decirle a Zajac que el chico siempre regresaba invariablemente deprimido tras los fines de semana con su padre. Que esto se debiera a que ella interrogaba sin piedad a Rudy cuando volvía a casa nunca se le habría ocurrido a Hildred.

– ¿Había una mujer? -inquiría la madre-. ¿Has conocido a una mujer? -(Sólo estaban Medea y todas las aves.)

Cuando no ves a tu hijo durante varias semanas seguidas, el deseo de hacerle regalos es muy tentador. Sin embargo, cuando Zajac compraba cosas a Rudy, Hildred decía al muchacho que su padre le estaba sobornando. O bien la conversación con el niño se desarrollaba más o menos así:

– ¿Qué te ha comprado? ¡Unos patines! Para lo que los vas a usar… ¡debe de querer que te rompas la crisma! Y supongo que no te ha dejado ver ni una sola película. Francamente, sólo tiene que entretenerte durante un par de días y tres noches… sería de esperar que se portara como es debido. ¡Debería esforzarse un poco más!

Pero el problema, naturalmente, era que Zajac se esforzaba demasiado. Durante las primeras veinticuatro horas que pasaban juntos, la frenética energía de su padre abrumaba al pequeño.

Medea mostraba el mismo frenesí que Zajac cuando veía a Rudy, pero el niño era apático, por lo menos en comparación con la bulliciosa perra, y a pesar de los preparativos, evidentes por doquier, que el cirujano había efectuado para divertir a su hijo, éste parecía claramente hostil. Le habían condicionado para que fuese sensible a los ejemplos de la falta de cariño por parte de su padre; como no veía ninguno, se sentía confuso cada vez que pasaba con él un fin de semana.

Había un juego con el que Rudy disfrutaba, incluso en aquellas desgraciadas noches del viernes en que el doctor Zajac se sentía reducido a la penosa tarea de entablar conversación sobre naderías con su único hijo. Zajac se aferraba con orgullo paterno al hecho de que el juego era de su propia invención. A los niños de seis años les encanta la repetición, y el juego inventado por el doctor Zajac bien podría llamarse «Repetición interminable», aunque ni el padre ni el hijo se tomaban la molestia de poner nombre al juego. Al comienzo de sus fines de semana juntos, ése era el único juego que practicaban.

Se turnaban para esconder un cronómetro de cocina, preparado para que sonara al cabo de un minuto, y siempre lo ocultaban en la sala de estar. Decir que lo «ocultaban» no es del todo correcto, pues la única regla del juego era que el cronómetro siempre debía estar visible. No podían meterlo debajo de un cojín o en un cajón. (O enterrarlo bajo un montículo de alpiste en la jaula de los pinzones violáceos.) Tenía que estar a la vista, pero, como el cronómetro de cocina era pequeño y de color beige, no era nada fácil distinguirlo en la sala de estar del doctor Zajac, la cual, como el resto de la vieja casa en la calle Brattle, había sido amueblada de nuevo, apresuradamente y de una manera que Hildred consideraría «sin gusto». (Hildred se había llevado todos los muebles buenos.) La sala de estar estaba atestada, con cortinas y tapicerías mal conjuntadas. Era como si tres o cuatro generaciones de Zajacs hubieran vivido y muerto allí, y nadie hubiera tirado jamás nada.

Las condiciones de la sala hacían que fuese bastante sencillo dejar al descubierto un inofensivo cronómetro de cocina, de modo que resultara tan difícil de encontrar como si estuviera oculto. Sólo de vez en cuando Rudy encontraba el cronómetro en menos de un minuto, antes de que sonara, y Zajac, aunque localizara el instrumento en diez segundos, siempre aparentaba que no daba con él hasta que había pasado el minuto, con gran regocijo del pequeño. Entonces Zajac se fingía frustrado mientras Rudy reía.

Hubo un progreso, más allá del simple placer que procuraba el juego del cronómetro, que tomó a padre e hijo por sorpresa. Se llamaba lectura, el placer en verdad inagotable de leer en voz alta, y los libros que el doctor Zajac decidió leerle a Rudy eran los dos que más le gustaron a él mismo en su infancia, Stuart Little y La telaraña de Charlotte, ambos de E.B. White.

A Rudy le impresionó tanto Wilbur, el cerdo de La telaraña de Charlotte, que quiso cambiarle el nombre a Medea y llamarla Wilbur.

– Ése es un nombre de chico -observó Zajac- y Medea es una chica, pero supongo que el cambio de nombre estaría bien. Podrías llamarla Charlotte, si te parece.

– Pero Charlotte se muere -objetó Rudy. (La Charlotte epónima es una araña)-. No quiero que Medea se muera.

Medea vivirá mucho tiempo, Rudy -le aseguró Zajac a su hijo.

– Mamá dice que podrías matarla, por tu manera de enfadarte.

– Te prometo que no mataré a Medea, Rudy -replicó Zajac-. No me enfadaré con ella.

Esto era un ejemplo de lo poco que Hildred le había comprendido jamás. ¡Que perdiera los estribos a causa del excremento de perro no significaba que estuviera enojado con los perros!

– Vuelve a decirme por qué le pusieron Medea -le pidió el niño.

Era difícil contarle la leyenda griega a un pequeño de seis años, tratar de explicarle qué es una hechicera. Pero la parte en que Medea ayuda a su marido, Jasón, a conseguir el Vellocino de Oro era más fácil de explicar que la parte sobre lo que Medea les hace a sus propios hijos. El doctor Zajac se preguntó por qué se le ocurriría a alguien ponerle el nombre de Medea a una perra.

En los seis meses transcurridos desde su divorcio, Zajac había leído más de

una docena de libros escritos por psiquiatras pediátricos acerca de los trastornos que sufren los niños después de un divorcio. Todos hacían mucho hincapié en la necesidad de tener sentido del humor, lo cual no era el punto más fuerte del cirujano.

Zajac sólo se sentía tentado a cometer una diablura en aquellos momentos en que llevaba una caca de perro en la raqueta de lacrosse. Sin embargo, en Deerfield no sólo había jugado como centrocampista, sino que también había cantado en una agrupación coral de la localidad. Y aunque ahora sólo cantaba en el baño, cuando se duchaba con Rudy experimentaba un espontáneo acceso de buen humor. Ducharse con su padre era otro elemento en la lista pequeña pero creciente de cosas que a Rudy le gustaba hacer con su papá.

De repente, con la tonada de Yo soy el río, que Rudy había aprendido a cantar en la guardería (como les sucede a tantos hijos únicos, al pequeño le gustaba cantar), el doctor Nicholas M. Zajac entonó:


Yo soy Medea, amigos,

Y como lo que cagué.

¡Hasta a mis hijos maté,

En los tiempos antiguos!


– ¿Qué? -dijo Rudy-. ¡Vuelve a cantar eso!

Ya habían hablado de los tiempos antiguos.

Cuando su padre cantó la estrofa de nuevo, Rudy se desternilló de risa. El humor escatológico es el más interesante para los niños de seis años.

– No cantes esto delante de tu madre -le advirtió a Rudy su padre. Así compartían un secreto, era un paso más hacia la creación de un vínculo entre ellos.

Al cabo de cierto tiempo, Rudy llevó a casa dos ejemplares de Stuart Little, pero Hildred se negó a leerle ese relato al pequeño; peor todavía, tiró a la basura los dos ejemplares. Rudy guardó silencio, pero cuando vio que su madre tiraba también los ejemplares de La telaraña de Charlotte se lo dijo a su padre, y eso se convirtió en otro vínculo entre ellos.

Cada fin de semana que pasaban juntos, Zajac le leía a Rudy unas páginas de uno u otro libro, y el niño nunca se cansaba. Lloraba cada vez que Charlotte moría; reía cada vez que Stuart chocaba con el coche invisible del dentista. Y, lo mismo que Stuart, cuando Rudy estaba sediento le decía a su padre que tenía «una sed ruinosa». (La primera vez, naturalmente, Rudy tuvo que preguntarle a su padre qué significaba «ruinosa».)

Entretanto, a pesar de que el doctor Zajac había progresado tanto desmintiendo el mensaje que Hildred le daba a Rudy (el chico estaba cada vez más convencido de que su padre le quería), los mezquinos colegas del cirujano se convencían a sí mismos de que eran superiores a Zajac debido precisamente a la presunta desdicha y desnutrición del hijo del doctor.

Al principio los colegas del doctor Zajac también se sentían superiores a él debido a Irma. Sólo un perdedor nato la elegiría a ella entre las candidatas a empleada de hogar; pero cuando Irma empezó a transformarse, pronto repararon en ella, mucho antes de que el mismo Zajac mostrara algún indicio de que compartía su interés.

Que no fuese capaz de observar la transformación de Irma era una prueba más de que el doctor Zajac era un loco perteneciente a la variedad de los que no ven nada. La chica había perdido diez kilos y acudía a un gimnasio. Corría cinco kilómetros diarios… o sea, que no se limitaba a hacer un poco de ejercicio. Si su nuevo vestuario carecía de gusto, revelaba a la perfección las líneas de su cuerpo. Irma nunca sería bella, pero estaba bien hecha. Hildred propalaría el rumor de que su ex marido estaba saliendo con una bailarina de striptease. (Las cuarentonas divorciadas no destacan por su actitud caritativa hacia las veinteañeras bien hechas.)

No se olvide que Irma estaba enamorada. ¿Qué le importaba a ella lo que dijeran? Una noche recorrió de puntillas, desnuda, el pasillo a oscuras del piso superior. Había razonado que, si Zajac no se había acostado y la veía sin ropa, ella le diría que era sonámbula y que alguna fuerza la había atraído a su habitación. Irma ansiaba que el doctor Zajac la viera desnuda, accidentalmente, claro, porque había conseguido tener un físico estupendo y, además, confiaba al cien por cien en su cuerpo.

Pero al pasar de puntillas ante la puerta del doctor, detuvo a Irma la desconcertante convicción de que había acertado a oírle rezar. La joven no era religiosa, y rezar le parecía una actividad sospechosamente acientífica para un cirujano. Escuchó un poco más junto a la puerta y le alivió descubrir que el doctor no estaba rezando, sino que tan sólo leía Stuart Little en voz alta, con una cadencia que parecía la del rezo.

– «A la hora de cenar empuñó el hacha, cortó un diente de león, abrió una lata de jamón picante y tomó una cena ligera a base de jamón y leche de diente de león» -leyó el doctor Zajac.

Irma se sintió estremecida de amor por él, pero la simple mención del jamón picante hizo que se marease. Regresó de puntillas a su dormitorio frente a la cocina, y se detuvo para mordisquear unos trozos de zanahoria cruda del cuenco con hielo fundido que estaba en el frigorífico.

¿Cuándo repararía en ella aquel hombre solitario?

Irma comía muchas nueces y frutos secos; también tomaba fruta fresca, y grandes cantidades de verduras crudas. Sabía preparar un excelente pescado al vapor con jengibre y alubias negras, un plato que causó tal impresión al doctor Zajac que éste sobresaltó a Irma (y a cuantos le conocían) al organizar de improviso una cena para sus alumnos de la facultad.

Evidentemente Zajac imaginaba que alguno de sus chicos de Harvard podría pedirle a Irma que saliera con él. Opinaba, como la mayoría de los alumnos, que Irma parecía un tanto solitaria. Poco sabía el doctor que Irma sólo tenía ojos para él. Cuando la presentó a los alumnos como su «asistenta», y dado que era una mujer tan atractiva, éstos supusieron que el doctor ya se relacionaba con ella y abandonaron toda esperanza. (Las alumnas del cirujano probablemente pensaron que Irma parecía tan desesperada como Zajac)

No importaba. A todos les gustaba el pescado al vapor con jengibre y alubias negras, e Irma tenía otras recetas. Trataba la comida de la perra con ablandador de la carne, porque había leído en una revista, en la sala de espera de su dentista, que el ablandador de la carne hace que las deposiciones sean poco apetitosas, incluso para un perro. Pero Medea parecía opinar lo contrario.

El doctor Zajac espolvoreó el alpiste del comedero de aves que estaba en el exterior de la casa con trocitos de guindilla, y le dijo a Irma que así las ardillas no podrían comerse el alpiste. Luego Irma intentó espolvorear también las cacas de perro con trocitos de guindilla. Si bien esto era visualmente interesante, sobre todo por el contraste con la nieve recién caída, sólo al principio la guindilla le pareció a la perra poco atractiva.

Y atraer incluso una mayor atención hacia el excremento canino en su patio no le hacía a Zajac ninguna gracia. Tenía un método mucho más sencillo, aunque más atlético, de evitar que Medea se comiera su propia mierda. Primero recogía las cacas con la raqueta de lacrosse, y solía depositarlas en la omnipresente bolsa de papel marrón, aunque a veces Irma le había visto lanzar una a modo de proyectil contra una ardilla en la rama de algún árbol… de uno a otro lado de la calle Brattle. En cada una de estas ocasiones el doctor Zajac erraba el tiro, pero el gesto iba en derechura al corazón de Irma.

Aunque era demasiado pronto para saber si la joven a la que Hildred había denominado «la bailarina de striptease de Nick» hallaría alguna vez su camino hacia el corazón de Zajac, en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados tenían otro motivo de inquietud: era sólo cuestión de tiempo el que el doctor Zajac, aunque todavía cuarentón, tendría que ser incluido en el título de los principales asociados quirúrgicos de Boston especializados en el tratamiento de las manos. Pronto sería Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados.

No se crea que esto no mortificaba al epónimo Schatzman, aunque estuviera retirado. No se crea que no sacaba de quicio también al hermano Gingeleskie superviviente. En los viejos tiempos, cuando vivía el otro Gingeleskie, eran Schatzman, Gingeleskie y Gingeleskie… antes de la época de Mengerink. (El doctor Zajac decía en privado que dudaba de que el doctor Mengerink fuese capaz de curar una cutícula inflamada.) En cuanto a Mengerink, tuvo una aventura con Hildred cuando ella aún estaba casada con Zajac, y sin embargo despreciaba a Zajac por haberse divorciado, a pesar de que fue Hildred quien tuvo la idea de divorciarse.

Sin que lo supiera el doctor Zajac, su ex esposa estaba empeñada en volver loco también al doctor Mengerink. A éste le parecía el más cruel de los destinos que el nombre de Zajac estuviera destinado a seguir pronto al suyo en el membrete de las cartas y los letreros de los venerables asociados quirúrgicos. Pero si el doctor Zajac conseguía efectuar el primer trasplante de mano del país, tendrían suerte si la sociedad no pasaba a ser Zajac, Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. (Cosas peores podían suceder. Sin duda en Harvard nombrarían pronto a Zajac profesor asociado.)

Para echar más sal a sus heridas, la empleada doméstica-asistenta del doctor Zajac se había transformado en una máquina de erección instantánea, aunque el mismo Zajac estaba demasiado confuso para darse cuenta. Incluso el viejo Schatzman, ya retirado, había observado los cambios en Irma. Y Mengerink, que había tenido que cambiar dos veces su número telefónico para disuadir a la ex esposa de Zajac de que le llamara… Mengerink también había reparado en Irma. En cuanto a Gingeleskie, había dicho: «Incluso el otro Gingeleskie podría distinguir a Irma en una multitud». Se refería, por supuesto, a su hermano muerto.

Hasta un cadáver dentro de su tumba sería capaz de ver lo que le había sucedido a la empleada doméstica-asistenta, ahora convertida en una mujer de gran atractivo sexual. Parecía una bailarina de striptease que de día trabajaba como entrenadora personal. ¿Cómo era posible que Zajac no se hubiera fijado en la transformación? No era de extrañar que un hombre así hubiera pasado por el instituto y la universidad sin que nadie le recordara.

Sin embargo, cuando el doctor Zajac entraba en Internet para buscar donantes y receptores potenciales de manos, nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados le llamaba insensato o decía que www.faltanmanos.com era un pelín ordinario. A pesar de su perra comedora de caca, su obsesión por la fama, su peligrosa delgadez, su problemático hijo… y, por encima de todo ello, su inconcebible indiferencia ante lo que le sucedía a su «asistenta», en el territorio pionero de los trasplantes de manos el doctor Nicholas M. Zajac seguía llevando la voz cantante.

Que al cirujano especializado en extremidades superiores más brillante de Boston se le considerase un bobo asexuado no preocupaba en absoluto a su único hijo. ¿Qué le importaba a un pequeño de seis años la pericia profesional o sexual de su padre, sobre todo cuando empieza a ver por sí mismo que su padre le quiere?

En cuanto a lo que promovió el recién descubierto afecto entre Rudy y su complicado padre, el mérito no es unilateral. Una perra tonta que se comía su propia caca merece cierto reconocimiento, pero también es digna de mención la sociedad coral de Deerfield, integrada sólo por caballeros, donde Zajac concibió por primera vez la errónea idea de que sabía cantar. (Tras el espontáneo verso inicial de «Yo soy Medea, amigos», padre e hijo compusieron más versos, todos ellos demasiado infantilmente escatológicos para reproducirlos aquí.) Y también es de señalar, por supuesto, el juego con el cronómetro de cocina y el autor E.B. White.

Deberíamos decir también unas palabras sobre el valor de las travesuras en las relaciones entre padre e hijo. El ex centrocampista había adquirido primero el instinto de hacer diabluras, al recoger cacas de perro con una raqueta de lacrosse y lanzarlas de una a otra orilla del río Charles. Si inicialmente Zajac no había conseguido interesar a Rudy por el lacrosse, el buen doctor acabaría por encauzar la atención de su hijo hacia los aspectos más sutiles del deporte mientras pasearan a Medea por la ribera del histórico Charles.

Imaginad la escena: ahí está la perra cazadora de cacas, tirando del doctor Zajac en el extremo de la tensa traílla. (En Cambridge, naturalmente, existe una ley sobre este particular; todos los perros deben ir sujetos con la traílla.) Y ahí, corriendo al lado de la impaciente perra en parte labrador, ¡sí, corriendo, haciendo en verdad algo de ejercicio!, está el pequeño Rudy Zajac, con la raqueta de lacrosse de tamaño infantil extendida cerca del suelo por delante de él.

Recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, sobre todo a la carrera, es mucho más difícil que recoger una pelota de lacrosse. (Las cacas de perro son de diversos tamaños y, en ocasiones, están enredadas en la hierba o han sido pisadas.) Sin embargo, Rudy ha recibido un buen entrenamiento. Y la determinación de Medea, sus potentes tirones de la traílla, proporcionan al chiquillo precisamente lo que se requiere para dominar cualquier deporte, sobre todo el «lacrosse de caca de perro», como lo llaman padre e hijo. Lo que Medea le aporta a Rudy es la rivalidad.

Cualquier aficionado puede recoger una caca de perro con una raqueta de lacrosse, pero que intente hacerlo bajo la presión de una perra comedora de caca; en todo deporte, la presión es una maestra tan fundamental como un buen entrenador. Además, Medea pesaba por lo menos cinco kilos más que Rudy y podía derribarle con facilidad.

– Sigue dándole la espalda a Medea… ¡bien hecho! -gritaba Zajac-. ¡Métela en la bolsa, sostenla así, que no se caiga! ¡No pierdas nunca de vista dónde está el río!

El río era su meta, el histórico Charles. Rudy efectuaba dos clases de lanzamiento, ambas buenas, que su padre le había enseñado. Por un lado el lanzamiento estándar (ya una volea alargada, ya una trayectoria bastante plana) y por otro el lanzamiento efectuado desde la cintura, con el proyectil en vuelo rasante por encima del agua, el mejor para hacer rebotar las cacas y el preferido de Rudy. El riesgo del lanzamiento desde la cintura era que la raqueta de lacrosse pasaba muy cerca del suelo. Medea podía interponerse y engullir el proyectil en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡Al centro del río, al centro del río! -instruía el ex centrocampista al pequeño jugador. O bien le gritaba-: ¡Apunta debajo del puente!

– Pero hay un bote, papá.

– Entonces apunta al bote -le decía Zajac, en voz más baja, consciente de que sus relaciones con los remeros ya eran tensas.

El griterío de los indignados remeros mitigaba un poco los rigores de la competición. Al doctor Zajac le atraían sobre todo los agudos gritos de los timoneles a través de sus megáfonos, aunque hoy en día uno debía andarse con cuidado, pues algunos de los timoneles eran chicas.

A Zajac no le gustaba la presencia femenina en los botes ni en las embarcaciones de regata, tanto si eran remeras como timoneles. (Éste era sin duda otro sello distintivo de los prejuicios adquiridos a causa de una educación sin contacto con el sexo opuesto.)

En cuanto a la modesta contribución del doctor Zajac a la progresiva contaminación del río Charles… bueno, seamos justos. Zajac nunca había compartido los criterios de los defensores del medio ambiente. En su opinión, irremediablemente anticuada, todos los días se vertía en las aguas del Charles muchas cosas peores que el excremento de perro. Además, las cacas caninas que el pequeño Rudy Zajac y su padre arrojaban al río Charles respondían a una buena causa, la de cimentar el amor entre un padre divorciado y su hijo.

También Irma tiene algún mérito, pese a que era una joven prosaica. En cierta ocasión, cuando en compañía del doctor miraba el vídeo con el episodio del león que devoraba una mano, comentó:

– No sabía que los leones podían comerse algo con tanta rapidez.

El doctor Nicholas M. Zajac, conocedor de prácticamente todo lo que es posible saber acerca de las manos, no pudo ver las imágenes sin exclamar:

– ¡Dios mío, ahí va! ¡Cielo santo, ha desaparecido! ¡Ha desaparecido por completo!

Por supuesto, el hecho de que Wallingford fuese famoso no afectó negativamente a las posibilidades que tenía el periodista de ser el preferido por el doctor Zajac entre los candidatos a receptores de un trasplante. Un público televisivo calculado en millones había presenciado el espantoso accidente. Millares de niños e innumerables adultos aún sufrían pesadillas, a pesar de que hacía más de cinco años que Wallingford había perdido la mano y de que la noticia televisada del accidente duraba menos de treinta segundos.

– Treinta segundos es mucho tiempo para estar ocupado en perder la mano, si se trata de tu mano -había comentado Patrick.

Quienes le conocían, sobre todo cuando lo veían por primera vez, nunca dejaban de comentar su encanto juvenil. Las mujeres se fijaban en sus ojos. Antes los hombres le habían envidiado, pero su mutilación había puesto fin a eso; ni siquiera los hombres, el género más inclinado a la envidia, podían seguir sintiendo celos de él. Ahora tanto los hombres como las mujeres lo encontraban irresistible.

El doctor Zajac no había necesitado Internet para encontrar a Patrick Wallingford, que desde el principio fue el elegido por el equipo quirúrgico bostoniano. Más interesante era el hecho de que www.faltanmanos.com hubiera presentado un candidato más bien sorprendente en el campo de los donantes potenciales. (Al hablar de un donante Zajac se refería a un cadáver reciente.) Aquel donante no sólo estaba vivo, ¡sino que ni siquiera se estaba muriendo!

Su esposa escribió a Schaztman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados desde Wisconsin. En su carta, la señora de Otto Clausen decía: «A mi marido se le ha ocurrido la idea de donar su mano izquierda a Patrick Wallingford, ya saben, el hombre a quien un león devoró una mano».

Esta carta le llegó al doctor Zajac cuando estaba pasando un mal día con la perra. Medea había ingerido un trozo considerable de manguera de jardín, lo cual requirió una operación de estómago. La desdichada perra debería haberse pasado el fin de semana convaleciente en la clínica veterinaria, pero era uno de los fines de semana en que Rudy visitaba a su padre, y el pequeño superviviente del divorcio podría haber sufrido una recaída a su inconsolable estado anterior sin la compañía de Medea. Incluso un perro amodorrado por los fármacos era mejor que ningún perro. No habría lacrosse de caca canina durante el fin de semana, pero sería un desafío impedir que Medea se comiera el hilo de sutura, y siempre estaban a mano el fiable juego con el cronómetro de cocina y el más fiable genio de E.B. White. Desde luego sería divertido dedicar algún refuerzo constructivo a la dieta siempre experimental de Rudy.

En una palabra, el cirujano estaba un poco aturdido. Si había algo poco sincero en el encanto de la carta enviada por la señora de Otto Clausen, Zajac no lo captaba. La ilusión que despertaban en él las posibilidades de los medios de comunicación invalidaba todo lo demás, y la descarada elección de Patrick Wallingford por parte de la pareja de Wisconsin como digno receptor de la mano de Otto Clausen sería una buena noticia periodística.

A Zajac no le pareció en modo alguno extraño que la señora Clausen, en vez del mismo Otto, le hubiera escrito para ofrecerle la mano de su marido. Lo único que Otto había hecho era firmar una breve declaración. Su esposa se había encargado de la carta que la acompañaba.

La señora Clausen era natural de Appleton, y mencionaba con orgullo que Otto ya estaba registrado en la organización Afiliados a la Donación de órganos de Wisconsin. «Pero este asunto de la mano es un poco diferente -observaba-. Quiero decir diferente de los órganos.»

El doctor Zajac sabía que, en efecto, las manos eran diferentes de los órganos. Pero Otto Clausen sólo tenía treinta y nueve años y no parecía hallarse a las puertas de la muerte. Zajac creía que un cadáver reciente, con una apropiada mano de donante, aparecería antes que la de Otto.

En cuanto a Patrick Wallingford, su deseo y necesidad de una nueva mano izquierda podría haberle colocado al comienzo de la lista de posibles candidatos del doctor Zajac incluso aunque no hubiera sido famoso. El doctor no era un hombre absolutamente falto de comprensión, pero también figuraba entre los millones que grabaron los tres minutos de imágenes del ataque del león. Para el doctor Zajac, aquellas imágenes eran una combinación de la película de horror que prefería un cirujano de las extremidades y un anticipo de su futura fama.

Baste decir que los rumbos de Patrick Wallingford y del doctor Nicholas M. Zajac avanzaban hacia una colisión que no prometía nada bueno desde el principio.

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