7. La punzada

Como el doctor Zajac había explicado en su primera conferencia de prensa tras la operación quirúrgica que se prolongó durante quince horas, el paciente corría peligro. Patrick Wallingford estaba amodorrado pero en situación estable tras despertar de la anestesia general. Por supuesto, el paciente estaba tomando «una combinación de fármacos innmnosupresores», pero Zajac descuidó decir su número y durante cuánto tiempo los tomaría. (Tampoco mencionó los esteroides.)

En el mismo momento en que la atención de todo el país se centraba en él, el cirujano especializado en las manos reveló un mal genio considerable. Según uno de sus colegas (el imbécil de Mengerink, aquel cretino cornudo), Zajac también tenía «los ojos pequeños y brillantes del proverbial científico loco». Antes de la histórica intervención quirúrgica, chapoteando en el lodo grisáceo a lo largo de la orilla del río Charles, cuando la oscuridad estaba a punto de ceder su sitio al amanecer, el doctor Zajac se había dedicado a correr. Le consternó que una mujer joven le adelantara en la bruma espectral, como si él hubiera estado inmóvil. Sus prietas nalgas enfundadas en unas mallas flexibles se alejaron resueltamente de Zajac, apretadas y liberadas como los dedos de una mano al cerrarse en un puño, relajadas y de nuevo formando un puño. ¡Y qué puño!

Aquella mujer era Irma. Sólo unas horas antes de que fijara la mano y la muñeca de Otto Clausen al muñón del antebrazo izquierdo de Patrick Wallingford, el doctor Zajac sintió una opresión en el pecho; sus pulmones parecieron dejar de expandirse y notó un calambre abdominal tan paralizante para su avance como si le hubiera atropellado… un camión para el reparto de cerveza, por ejemplo. Cuando Irma regresó corriendo hacia él, Zajac se hallaba doblado en el lodo.

Estaba mudo de dolor, gratitud, vergüenza, adoración, lujuria… lo que se quiera. Irma le acompañó de regreso a la calle Brattle como si él fuese un chiquillo que se hubiera fugado de casa.

– Está deshidratado y tiene que reabastecerse de fluidos -le reconvino ella.

Irma leía libros sobre deshidratación y los diversos «muros» con los que, al parecer, los corredores serios «topan», de modo que deben entrenarse para «correr a través de ellos». Según el vocabulario de los deportes extremos, Irma era una «superdesarrollada»; los adjetivos del vigor maniaco ante las agotadoras pruebas de resistencia se habían convertido en sus principales adjetivos. («Protuberante», por ejemplo.) Irma no estaba menos empapada en la teoría de la nutrición especial para corredores, desde la convencional ingestión de hidratos de carbono a las lavativas de ginseng, desde el té verde y los plátanos antes de comer hasta los batidos de arándano después.

– Voy a hacerle una tortilla sólo de claras en cuanto lleguemos a casa -le dijo al doctor Zajac, quien tenía las piernas muy doloridas y cojeaba a su lado como un caballo de carreras lisiado. Eso no le prestaba ningún nuevo atractivo a su aspecto, al que uno de sus colegas ya había comparado con el de un perro salvaje.

El día más importante de su carrera el doctor Zajac se había enamorado sin remedio de su empleada doméstica-asistenta, convertida ahora en entrenadora personal. Pero no podía decírselo, pues era incapaz de hablar. Mientras boqueaba para aspirar aire, con la esperanza de acallar el dolor que irradiaba en su plexo solar, reparó en que Irma le sujetaba la mano, se la asía con fuerza. La joven tenía las uñas más cortas que la mayoría de los hombres, pero no se las mordía. Las manos de una mujer le importaban mucho al doctor Zajac. Poner por orden de importancia ascendente cómo se había colado por Irma puede parecer basto, pero helo aquí: sus gemelos, sus nalgas, sus manos.

– Has conseguido que Rudy coma más verdura -fue todo lo que el cirujano pudo decir, entre boqueadas.

– Gracias a la crema de cacahuete -replicó Irma.

Cargó fácilmente con la mitad de su peso. Tenía la sensación de que podría haberle llevado a casa en brazos, tan alborozada estaba. Él le dijo unas galanterías y la joven supo que por fin se había fijado en ella. Como si fuese por primera vez, Zajac veía realmente quién era.

– El próximo fin de semana Rudy estará conmigo -le informó Zajac, casi atragantándose-. ¿No podrías quedarte? Me gustaría que le conocieras.

Esta invitación le pareció a Irma tan concluyente como la mano de Zajac en su pecho, algo que hasta entonces sólo había imaginado. De repente se tambaleó, aunque aún cargaba sólo con la mitad del peso de Zajac. La impredecible oportunidad de su triunfo le hacía sentirse débil.

– Me gustan unas virutas de zanahoria y un poco de tofu en la tortilla de claras, ¿y a usted? -le preguntó cuando se aproximaban a la casa de la calle Brattle.

Allí estaba Medea, defecando en el jardín. Al verlos, la cobarde perra echó un vistazo furtivo a sus deyecciones, y entonces se alejó corriendo, como si dijera: «¿Quién puede estar cerca de eso? ¡Yo no!».

– Esta perra es muy boba -observó Irma flemáticamente-. Pero en cierto modo le tengo cariño -añadió.

– ¡Yo también! -replicó Zajac con la voz quebrada y el corazón anhelante. Lo de «en cierto modo» estimulaba todavía más sus sentimientos hacia Irma. Él sentía exactamente lo mismo por la perra.

El cirujano estaba demasiado excitado para comerse la tortilla de claras de huevo con virutas de zanahoria y tofu, aunque lo intentó. Tampoco pudo terminarse al batido que le preparó Irma, de zumo de arándano, puré de plátano, yogur congelado, polvo proteínico y algo granuloso, tal vez una pera. Arrojó la mitad a la taza del lavabo, junto con la tortilla que no se había comido, antes de ducharse.

En la ducha Zajac reparó en su erección, sin duda motivada por Irma, aunque no había existido ningún contacto físico entre ellos, aparte de la ayuda que la joven le había prestado para regresar a casa. Al cirujano le aguardaba una intervención de quince horas. No había tiempo para el sexo.

En la conferencia de prensa posterior a la operación, incluso sus colegas más envidiosos, los que querían en su fuero interno que fracasara, se sintieron decepcionados con él. Sus observaciones fueron demasiado cáusticas, y de ellas se desprendía que la cirugía del trasplante de manos sería algún día tan sencilla como una amigdalectomía. Los periodistas, aburridos, estaban ansiosos por escuchar al experto en ética médica, a quien todos los cirujanos de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados despreciaban. Y antes de que el experto en ética médica hubiera podido terminar, la atención de los medios de comunicación se centró, implacable, en la señora Clausen. ¿Quién podía culparlos? Aquella mujer era el epítome del interés humano.

Alguien le había procurado unas prendas limpias y más femeninas, sin el logotipo de Green Bay. Se lavó la cabeza y se pintó un poco los labios. Bajo los focos de la televisión parecía particularmente menuda y recatada, y no había permitido que la chica de maquillaje le disimulara los semicírculos bajo los ojos. Era como si supiera que lo huidizo de su belleza era también lo único permanente. Cierto deterioro era una característica de sus hermosas facciones.

– Si la mano de Otto sobrevive -dijo la señora Clausen, en voz baja pero extrañamente cautivadora, como si la mano de su difunto marido y no Patrick Wallingford fuese el paciente principal- creo que algún día me sentiré un poco mejor. Ya me comprenderán ustedes, tener la seguridad de que algo de él está a la vista… será como si le viera a él… podré tocarle…

Se interrumpió. Ya había arrebatado el protagonismo al doctor Zajac y el experto en ética médica, y no había terminado. Por el contrario, acababa de empezar.

Los periodistas se apiñaron a su alrededor. La tristeza de la señora Clausen se derramaba en los hogares, las habitaciones de hotel y los bares de aeropuerto del mundo entero. No parecía oír las preguntas que le hacían los reporteros. Más adelante, el doctor Zajac y Patrick Wallingford comprenderían que la señora Clausen había seguido su propio guión… y sin necesidad del apuntador electrónico.

– Ojalá supiera… -siguió diciendo, y se interrumpió de nuevo. Sin duda la pausa era deliberada.

– Ojalá supiera… ¿qué? -gritó uno de los periodistas.

– Si estoy embarazada -respondió la señora Clausen. Incluso el doctor Zajac retuvo el aliento, a la espera de las palabras siguientes-: Otto y yo estábamos tratando de tener un hijo. Así que tal vez esté embarazada, o tal vez no. No lo sé.

Todos los hombres presentes en la conferencia de prensa, incluido el experto en ética médica, debían de estar empalmados. (Sólo a Zajac le confundía el origen de su erección, y creía que era la influencia persistente de Irma.) Todos los hombres en los mencionados hogares, habitaciones de hotel y bares de aeropuerto del mundo entero experimentaban los efectos del incitante tono de voz de Doris Clausen. Con tanta seguridad como que al agua le gusta lamer un embarcadero, con tanta seguridad como que a las ramas de los pinos les brotan nuevas agujas en los extremos, la voz de la señora Clausen provocaba en aquel momento una erección a todo varón heterosexual pasmado por la noticia.

Al día siguiente, mientras Patrick Wallingford yacía en su cama de hospital al lado del enorme y extraño vendaje, que era casi todo lo que podía ver de su nueva mano, observaba a la señora Clausen en la pantalla del televisor, en un programa del mismo canal de noticias que le empleaba, mientras la señora Clausen en carne y hueso se sentaba al lado de la cama, en una actitud posesiva.

Doris tenía los ojos fijos en lo que podía ver de los dedos índice, corazón y anular de Otto (sólo las puntas), junto con la punta del pulgar. El meñique de la nueva mano izquierda de Patrick estaba oculto entre toda aquella gasa. Bajo el vendaje había una abrazadera que inmovilizaba la nueva muñeca de Wallingford. El vendaje era tan voluminoso que no se veía el lugar donde empalmaban la mano y la muñeca de Otto y parte del antebrazo de Patrick.

La cobertura informativa del trasplante de la mano en la cadena de noticias, que se repetía a cada hora, empezaba con una versión resumida del episodio del león en Junagadh. Las imágenes del león arrancando la mano y comiéndosela sólo duraban unos quince segundos en aquella versión, lo cual debería haber advertido a Wallingford de que también le asignarían un papel menor en las siguientes imágenes.

Había tenido la necia esperanza de que la intervención quirúrgica fuese tan fascinante para los telespectadores, que no tardaran en llamarle «el hombre del trasplante» o «el de la mano trasplantada», y que estas versiones de sí mismo revisadas o enmendadas sustituyeran a «el hombre del león» o «el hombre de los desastres» como las nuevas pero duraderas etiquetas de su vida. En la pantalla se vieron unas espeluznantes acciones de naturaleza poco clara, pero quirúrgica, en el hospital de Boston, y una toma de la camilla de Patrick en el momento en que desaparecía al fondo de un corredor; la camilla y el paciente no tardaron en perderse de vista, porque estaban rodeados por diecisiete médicos, enfermeras y anestesistas de movimientos frenéticos: el equipo de Boston.

Se vio una imagen del doctor Zajac en el momento en que dirigía unas palabras a la prensa. Desde luego, el comentario de que el paciente corría peligro se tomó fuera de contexto, y dio la impresión de que el trasplantado tenía ya un gravísimo problema, mientras que la parte sobre la combinación de fármacos inmunosupresores parecía descaradamente evasiva, como, en efecto, lo era. Si bien esos fármacos habían mejorado la tasa de éxitos en los trasplantes de órganos, el brazo se compone de varios tejidos diferentes, lo cual significa que son posibles diversos grados de rechazo. De aquí la administración de esteroides que, junto con los fármacos inmunosupresores, Wallingford debería tomar a diario durante el resto de su vida, o durante tanto tiempo como tuviera incorporada a su organismo la mano de Otto.

Se vio una imagen del camión abandonado de Otto en el aparcamiento nevado de Green Bay, pero la señora Clausen, sentada junto a la cama de Patrick, no se arredró y siguió absorta en la contemplación de lo poco que podía ver de los dedos de Otto. Además, Doris estaba tan cerca como podía de la mano que perteneció a su marido; si Wallingford hubiera tenido alguna sensación en las yemas de los dedos, habría notado la respiración de la viuda.

Aquellos dedos estaban insensibles, y seguirían así durante meses, lo cual le causaba a Wallingford cierta preocupación, aunque el doctor Zajac le había asegurado que sus temores carecían de fundamento. Pasarían casi ocho meses antes de que la mano pudiera distinguir entre lo frío y lo caliente, señal de que los nervios se estaban regenerando, y cerca de un año hasta que Patrick confiara lo suficiente en la fuerza con que asía el volante para decidirse a conducir. (También pasaría casi un año antes de que pudiera atarse los cordones de los zapatos, y sólo tras muchas horas de rehabilitación física.)

Pero desde el punto de vista periodístico, fue allí, en su cama de hospital, donde Patrick comprendió la verdad: su pleno restablecimiento, o su imposibilidad de conseguirlo, jamás sería la noticia principal.

El experto en ética médica habló durante más tiempo, ante la cámara, del que el canal de noticias había dedicado al doctor Zajac.

– En estos casos -dijo el experto en ética médica- una franqueza como la de la señora Clausen es muy infrecuente, y la continuidad de su relación con la mano del paciente no tiene precio.

«¿En qué casos?», debió de preguntarse el cirujano, enojado y sin que la cámara le enfocara. ¡Aquél era el segundo trasplante de mano que se había hecho jamás, y el primero había fracasado!

Mientras el experto en ética hablaba todavía, Wallingford vio que las cámaras se centraban en la señora Clausen, y sintió una oleada de deseo y anhelo por ella. Temía que jamás volvería a conseguirla; preveía que ella no querría volver a tener una relación íntima con él. Vio cómo ella hacía que la conferencia de prensa pasara del trasplante de mano a la mano de su difunto marido y luego al embarazo en el que confiaba. Incluso hubo un primer plano de las manos de la señora Clausen sobre su vientre liso. Se había aplicado la palma de la mano derecha y la izquierda, ya sin alianza matrimonial, estaba superpuesta a la otra.

Como periodista que era, Patrick Wallingford supo en un instante lo que había sucedido: Doris Clausen y el hijo que ella y Otto tanto se empeñaron en tener habían usurpado la historia de Patrick. Wallingford sabía que semejante sustitución sucedía a veces en su irresponsable profesión. Claro que el periodismo televisivo no es la única profesión irresponsable.

Pero a Wallingford no le importaba realmente, y esta constatación le sorprendió. «Que usurpe mi papel», se dijo, y al mismo tiempo comprendió que estaba enamorado de Doris Clausen. (Es imposible saber lo que podrían haber pensado de eso la cadena de noticias o un experto en ética médica.)

Pero si había sido poco probable que Wallingford se enamorase de la señora Clausen, ello se debía en parte a su reconocimiento de la improbabilidad de que ella le amara jamás. Sabía por experiencia que las mujeres se prendaban fácilmente de él, por lo menos al principio; pero también que, con la misma facilidad, se desengañaban.

Su ex mujer le había comparado a la gripe.

– Cuando estabas conmigo, Patrick, a cada hora pensaba que me iba a morir -le dijo ella en una ocasión-. Pero cuando te fuiste, parecía como si nunca hubieras existido.

– Gracias -replicó Wallingford, cuyos sentimientos, hasta entonces, nunca habían resultado tan heridos como la mayoría de las mujeres suponían.

Con respecto a Doris Clausen, lo que le afectaba era que su determinación fuera de lo corriente tenía un componente sexual; lo que ella quería estaba brillantemente marcado, en cada fase, con un trasfondo sexual manifiesto. Aquello que comenzaba con las ligeras alteraciones de su tono de voz proseguía en la fuerza de su cuerpo menudo y compacto, una fuerza como la de un muelle enroscado y muy prieto, preparado para saltar briosamente en el momento del encuentro sexual.

La línea de su boca era suave, la separación de los labios era perfecta, y la fatiga general que reflejaban sus ojos contenía una aceptación seductora del mundo tal como es. La señora Clausen jamás te pediría que cambiaras tu forma de ser; tal vez que cambiaras sólo tus hábitos. No esperaba milagros. Lo que veías en ella era lo que obtenías, una lealtad ilimitada. Y parecía como si nunca fuese a superar la pérdida de Otto, como si su amor por aquel hombre fuese a durar tanto como su vida.

Doris había utilizado a Patrick Wallingford para el único trabajo que Otto no pudo terminar. Que le hubiera elegido precisamente a él le daba a Patrick la leve esperanza de que algún día le amase.

La primera vez que Wallingford movió muy ligeramente los dedos de Otto Clausen, Doris lanzó un grito. Los médicos habían pedido a las enfermeras que regañaran severamente a la señora Clausen si trataba de besar las puntas de los dedos. Patrick experimentó una satisfacción un tanto amarga al notar algunos de los besos.

Y mucho después de que le quitaran las vendas recordaría la primera vez que sintió sus lágrimas en el dorso de la mano, unos cinco meses después de la operación. Wallingford había superado con éxito el periodo de mayor vulnerabilidad, que según decían abarcaba desde el fin de la primera semana hasta el fin del primer trimestre. La sensación de las lágrimas en la piel le hizo llorar. (Por entonces había logrado la regeneración asombrosa de veintidós centímetros de nervio, desde el lugar del implante al comienzo de la palma.)

Aunque de una manera muy gradual, la necesidad de diversos analgésicos fue desapareciendo, pero recordaba el sueño que tenía con frecuencia, poco después de que los fármacos hubieran actuado. Alguien le hacía una foto. En ocasiones, incluso cuando Wallingford ya había dejado de tornar los analgésicos, el sonido del obturador de una cámara en el sueño era muy real. El flash parecía lejano e incompleto, como un rayo de calor, no el destello verdadero, pero el sonido del obturador era tan claro que casi le despertaba.

Aunque era natural que Wallingford no recordara durante cuánto tiempo había tomado los analgésicos (¿tal vez cuatro o cinco meses?), también era propio de la naturaleza del sueño que no recordara haber visto jamás las fotografías que le hacían, como tampoco al fotógrafo. Y había ocasiones en las que no creía que fuese un sueño, o no estaba seguro de ello.

De una manera más concreta, al cabo de seis meses pudo notar la mejilla de Doris Clausen cuando le presionaba con ella la palma izquierda. La señora Clausen nunca le tocaba la otra mano, y tampoco él trató de tocarla con ella ni una sola vez. Le había expuesto con claridad sus sentimientos hacia él. Cuando Patrick pronunciaba su nombre de cierta manera, ella se sonrojaba y sacudía la cabeza. No quería hablar de la única vez que habían hecho el amor, y se limitaba a decir que había tenido que hacerlo, que no existía otro modo.

Sin embargo, Patrick seguía alimentando la esperanza, por pequeña que fuese, de que algún día ella quisiera hacerlo de nuevo… a pesar de que estaba encinta y ella se tomaba su preñez con las innumerables precauciones de las mujeres que han tenido que esperar mucho tiempo antes de quedar embarazadas. Tampoco albergaba la señora Clausen la menor duda de que aquél sería su único hijo.

Su tono de voz más invitador, que Doris Clausen podía emplear siempre que le viniera en gana y que tenía el efecto de la luz del sol después de la lluvia, el poder de abrir las flores, por el momento era tan sólo un recuerdo. No obstante, Wallingford estaba convencido de que podría esperar. Abrazaba aquel recuerdo como a una almohada durante el sueño. Era una condena similar a la de recordar el sueño inducido por la cápsula azul.

Patrick Wallingford nunca había querido a una mujer de una manera tan abnegada. Le bastaba con que la señora Clausen amara a su mano izquierda. A ella le encantaba ponérsela sobre el abdomen hinchado y dejar que la mano notara el movimiento del feto.

En un momento determinado, y sin que él se diera cuenta, la señora Clausen había dejado de llevar el adorno en el ombligo. Él no lo había visto desde el momento de su abandono mutuo en el consultorio del doctor Zajac. Tal vez el piercing había sido idea de Otto, o bien éste le regaló el adminículo y por eso ahora era reacia a llevarlo. También era posible que el objeto metálico inidentificado resultara incómodo durante el embarazo. Entonces, a los siete meses, cuando Patrick sintió una extraña punzada en la nueva muñeca (una patada especialmente fuerte del feto) intentó ocultar el dolor. Naturalmente, Doris vio la contracción del rostro. Él no podía ocultarle nada.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó.

Instintivamente se llevó la mano al corazón, aunque lo que observó Wallingford fue que se la llevaba a los senos. Recordó, como si fuese ayer, la manera en que le había asido el muñón mientras le montaba.

– Sólo ha sido una punzada -replicó Patrick.

– Llama a Zajac -le exigió ella-. No hagas el tonto.

Pero no ocurría nada preocupante. El doctor Zajac parecía irritado por el éxito aparentemente fácil del trasplante. Al principio hubo un problema con el pulgar y el índice, cuyos músculos Wallingford no podía mover a voluntad, pero eso se debía a que se había pasado cinco años sin la mano y la muñeca, y los músculos tenían que aprender de nuevo algunas cosas.

Zajac no había tenido que prevenir ninguna crisis; el progreso de la mano había sido tan implacable como los planes de la señora Clausen para ella. Tal vez la verdadera causa de la decepción del doctor Zajac había estribado en que el trasplante de la mano más parecía un triunfo de la mujer que suyo. La noticia principal era que la viuda del donante estaba embarazada, y que seguía manteniendo una relación con la mano de su difunto marido. Y las etiquetas de Wallingford no habían cambiado a «el hombre del trasplante» o «el hombre de la mano trasplantada», sino que seguía siendo, y siempre sería, «el hombre del león» y «el hombre de los desastres».

Y entonces, en septiembre de 1998, tuvo lugar un trasplante de mano y antebrazo en la ciudad francesa de Lyon. El receptor fue Clint Hallam, un neozelandés que vivía en Australia. Este acontecimiento también pareció irritar a Zajac, y tenía motivos para ello. Hallam había mentido, había dicho a los médicos que perdió la mano en un accidente industrial, en un solar en construcción, pero resultó que se la había cortado una sierra circular en una prisión de Nueva Zelanda, donde cumplía una sentencia de dos años y medio por fraude. (Por supuesto, el doctor Zajac pensaba que proporcionar una mano nueva a un ex presidiario era una decisión que sólo podría haber tomado un experto en ética médica.)

De momento, Clint Hallam tomaba más de treinta píldoras al día y no mostraba señales de rechazo. En el caso de Wallingford, ocho meses después del trasplante, seguía tomando más de treinta píldoras al día y, si se le caía calderilla del bolsillo, no podría recogerla con la mano de Otto. Más alentador para el equipo de Boston era el hecho de que la mano izquierda, pese a la ausencia de sensación en los extremos de los dedos, era casi tan fuerte como la derecha. Por lo menos Patrick podría girar un pomo, lo suficiente para abrir la puerta. Doris le había dicho que Otto había sido muy fuerte. (Por alzar tantas cajas de cerveza, sin duda.)

De vez en cuando la señora Clausen y Wallingford dormían juntos, sin relación sexual, incluso sin desnudarse. Doris se limitaba a dormir junto a él, en el lado izquierdo, naturalmente. Patrick no dormía bien, debido en gran parte a la incomodidad de permanecer boca arriba, pero la mano le dolía cuando se colocaba de lado o boca abajo, y ni siquiera el doctor Zajac podía decirle por qué. Tal vez tenía que ver con la reducción del suministro de sangre a la mano, pero era evidente que músculos, tendones y nervios recibían la sangre necesaria.

– Yo jamás afirmaría que hasta ahora ha tenido usted la portería desprotegida -le dijo Zajac-, pero esa mano me parece cada vez más un portero.

Era difícil entender la nueva informalidad de Zajac, y no digamos su amor por la lengua vernácula de Irma. La señora Clausen y su feto habían desbancado al doctor Zajac, quien durante tres minutos fue objeto de la atención general, pero éI no parecía haberse deprimido demasiado. (Que un delincuente fuese el único competidor de Wallingford en la cirugía del trasplante de manos hacía sentirse a Zajac más enojado que deprimido.) Por otro lado, y a consecuencia de las artes culinarias de Irma, había engordado un poco. La alimentación sana, en cantidades adecuadas, también engorda. El cirujano había cedido a sus apetitos. Estaba hambriento debido a la actividad sexual cotidiana.

Que Irma y su ex patrono estuvieran ahora felizmente casados no era asunto de Wallingford, pero sí la comidilla en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Y si el mejor cirujano del equipo perdía gradualmente el aspecto de perro salvaje, su hijo Rudy, en el pasado desnutrido, también había engordado unos kilos. Incluso para la mayoría de los envidiosos que se hallaban en la periferia de la vida del doctor Zajac y se burlaban cobardemente de él, el pequeño al que su padre amaba era un niño feliz y normal.

No menos sorprendente fue que el doctor Mengerink le confesara a Zajac su relación sentimental con la vengativa Hildred, la primera esposa de Zajac, actualmente obesa. Hildred estaba indignada con Irma, a pesar de que el doctor Zajac le había aumentado la pensión alimenticia… el coste que eso representaría para Hildred estaba claro: tendría que aceptar la custodia de Rudy a partes iguales.

En vez de ponerse nervioso por la pasmosa confesión del doctor Mengerink, el doctor Zajac se mostró como un dechado de sensibilidad y compasión.

– ¿Con Hildred? Pobre amigo mío… -se limitó a decirle Zajac, rodeando con un brazo los hombros encorvados de Mengerink.

– Es maravilloso lo que puede hacer por ti un poco de sexo -observó con envidia el hermano Gingeleskie superviviente.

¿También había salido del apuro la perra comedora de mierda? En cierto modo, sí. Medea era casi una buena perra; aún sufría «deslices», como los llamaba Irma, pero la caca de perro y sus efectos habían perdido su papel preponderante en la vida del doctor Zajac. Recoger excrementos caninos con la raqueta de lacrosse se había reducido a un simple juego. Y si el doctor había decidido tomar un vaso de vino tinto al día para protegerse el corazón, éste se hallaba en buenas manos con Irma y Rudy. La creciente afición de Zajac al vino de Burdeos rebasaba con mucho la parca dosis que se consideraba beneficiosa para la víscera cordial.

El dolor inexplicado en la nueva mano izquierda de Wallingford seguía sin preocupar demasiado al doctor Zajac. Pero una noche, cuando Patrick estaba acostado castamente con Doris Clausen, ésta le preguntó:

– ¿Qué clase de dolor sientes, exactamente?

– Es una especie de tirantez, pero los dedos apenas se mueven y me duelen las puntas, donde aún no tengo sensación. Es extraño.

– ¿Te duele donde no tienes sensación? -inquirió Doris.

– Eso parece.

– Ya sé lo que pasa -dijo la señora Clausen.

Por el simple hecho de que quería tenderse al lado de su mano izquierda, no debería haber impuesto a Otto el lado contrario al suyo en la cama.

– ¿A Otto? -le preguntó Wallingford.

Doris le explicó que Otto siempre había dormido a su lado izquierdo. Patrick no tardaría en ver de qué manera le había afectado ese problema del lado erróneo.

Con la señora Clausen dormida junto a él, a su lado derecho, sucedió algo que parecía del todo natural. Él se volvió hacia ella y, como si fuese algo innato, incluso mientras dormía, ella se volvió hacia él y apoyó la cabeza en su codo doblado, respirando contra la garganta de Patrick. Él ni siquiera se atrevía a tragar saliva, para no despertarla.

La mano izquierda de Wallingford era presa de espasmos, pero ahora no le dolía. Permaneció inmóvil, esperando a ver qué haría a continuación la nueva mano. Más adelante recordaría que la mano, por impulso propio, se deslizó bajo la camisa de dormir de Doris Clausen y la alzó, y que aquellos dedos carentes de sensibilidad subieron por sus muslos. Al notar el contacto, la señora Clausen separó las piernas, sus caderas se movieron y su vello púbico rozó la palma de la nueva mano izquierda de Patrick como si la alzara una brisa imperceptible.

Wallingford sabía adónde iban sus dedos, aunque éstos carecieran de sensibilidad. El cambio en la respiración de Doris era evidente. Sin poder contenerse, él la besó en la frente y hundió el rostro en su cabello. Entonces ella asió la mano exploradora y se llevó los dedos a los labios. Patrick retuvo el aliento, previendo el dolor, pero no lo sintió. Ella le aferró el pene con la otra mano, pero lo soltó bruscamente.

¡Aquél era otro pene! El hechizo se rompió. La señora Clausen estaba totalmente desvelada. Ambos percibían el olor en los dedos de la notable mano izquierda de Otto, que descansaba sobre la almohada, tocándoles las caras.

– ¿Ya no te duele? -le preguntó Doris.

– No -respondió Patrick. Sólo se refería a que el dolor había desaparecido de la mano-. Pero siento otro dolor, uno nuevo… -añadió.

– No puedo ayudarte contra ése -replicó la señora Clausen de un modo tajante. Pero cuando le dio la espalda, tomó la mano izquierda de Patrick y se la aplicó suavemente sobre el voluminoso vientre-. Si quieres tocarte… ya sabes, mientras me abrazas… tal vez pueda ayudarte un poco.

Lágrimas de amor y gratitud afloraron a los ojos de Patrick. ¿Hacía falta algún decoro en aquella situación? A Wallingford le pareció que lo más apropiado sería terminar de masturbarse antes de que notara las patadas del bebé, pero la señora Clausen le apretaba con firmeza la mano izquierda contra su abdomen, en vez de los senos, y antes de que Patrick pudiera correrse, cosa que consiguió con una rapidez desacostumbrada, el nonato pateó un par de veces. La segunda vez le produjo a Patrick la misma punzada dolorosa de antes, un dolor lo bastante agudo para que se contrajera. Esta vez Doris no se dio cuenta, o tal vez lo confundió con el estremecimiento repentino de la eyaculación.

Lo mejor de todo, se diría Wallingford más adelante, era que la señora Clausen le había recompensado con aquel tono de voz especial que tenía, y que él no había oído en mucho tiempo.

– ¿Ha desaparecido todo el dolor? -le preguntó ella. La mano, de nuevo por su propio impulso, se deslizó desde el abultado vientre al seno hinchado, donde ella permitió que se quedara.

– Sí, gracias -susurró Patrick, instantes antes de cerrar los ojos y quedarse dormido.

En su sueño notaba un olor que al principio no reconoció porque no estaba familiarizado con él. No era un olor que uno percibiera en Nueva York o Boston… y de súbito lo reconoció: ¡era el olor de la pinaza!

Oyó un sonido de agua, pero no era el mar ni tampoco un grifo abierto, sino el agua que chocaba contra la proa de un bote (o tal vez un embarcadero), pero al margen del contexto acuático era música para la mano, que se movía tan suavemente como el agua sobre el contorno del seno ampliado de la señora Clausen.

La punzada, e incluso el recuerdo de la punzada, había desaparecido, y Wallingford dormía mejor que nunca, salvo por un inquietante detalle, en el que reparó al despertar, el de que el sueño no le había parecido del todo suyo. Tampoco estaba tan próximo a la experiencia con la cápsula azul cobalto como le habría gustado.

Para empezar, en el sueño no había imágenes sexuales. Tampoco Wallingford había notado el calor del sol en las tablas del embarcadero, o el de las mismas tablas a través de lo que parecía ser una toalla. Sólo había tenido la sensación lejana de que en alguna parte había un embarcadero.

Aquella noche no oyó en sueños el sonido del obturador. Aquella noche habría sido posible hacerle a Patrick Wallingford un millar de fotos, pues no se habría enterado.

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