Cuando el hidroavión se inclinó lateralmente, Doris Clausen cerró los ojos. Patrick Wallingford los tenía muy abiertos, pues no quería perderse el abrupto descenso al lago pequeño y oscuro. Ni aunque le hubieran prometido una nueva mano izquierda, y esta vez sin rechazo, Wallingford no habría parpadeado ni desviado la vista de los árboles de un verde oscuro que se deslizaban vertiginosamente por el costado y el horizonte súbitamente ladeado. La punta de un ala debía de estar dirigida hacia el lago; la ventanilla inclinada hacia abajo no revelaba más que el agua que se aproximaba con rapidez.
El ángulo era tan agudo que los pontones se estremecieron y el avión sufrió una sacudida tan violenta que la señora Clausen apretó a Otto contra su pecho. El movimiento sobresaltó al niño dormido, que empezó a llorar sólo unos segundos antes de que el piloto nivelara el aparato para amerizar, cosa que el pequeño hidroavión hizo con bastante brusquedad en la superficie del agua agitada por el viento. Los abetos se deslizaron a toda velocidad y los pinos blancos formaron una muralla verde, un borrón de jade donde había estado el cielo azul.
Doris recuperó por fin el aliento, pero Wallingford no había tenido miedo. Aunque hasta entonces nunca había estado en aquel lago del norte, ni tampoco había volado jamás en un hidroavión, el agua y la orilla circundante, así como todos los detalles del descenso y el amerizaje, le resultaban familiares, tanto como el sueño inducido por la cápsula azul. Los años transcurridos desde que perdiera la mano por primera vez le parecían ahora más breves que el sueño de una sola noche. No obstante, durante todos aquellos años había deseado sin cesar que el sueño proporcionado por el extraño analgésico se convirtiera en realidad. Por fin, al cabo de tanto tiempo, Patrick Wallingford no tenía ninguna duda de que había amerizado en el sueño de la cápsula azul.
Tomó por buena señal el que los innumerables miembros de la familia Clausen no hubieran ocupado en masa las diversas cabañas y construcciones anexas. ¿Se debería al respeto que sentían por la delicada situación de Doris (madre soltera y viuda con un posible pretendiente) el hecho de que la familia de Otto hubiera dejado libre durante el fin de semana la propiedad a orillas del lago? ¿Les habría solicitado la señora Clausen que tuvieran esa consideración? Y de ser así, ¿preveía ella que durante el fin de semana su relación podría adoptar un cariz romántico?
Si esto último era cierto, Doris no daba ninguna indicación de que así fuese. Tenía una lista de cosas que hacer, y las abordó con sentido práctico. Wallingford la observó mientras ella encendía las luces piloto de las calderas de propano, los refrigeradores accionados con gas y la estufa. Él llevaba al niño en brazos.
Patrick sostenía al pequeño Otto en el brazo sin mano, porque de vez en cuando debía alumbrar a la señora Clausen con la linterna. La llave de la cabaña principal pendía de un clavo en una viga, bajo la terraza, mientras que la llave de las habitaciones terminadas por encima del cobertizo para los botes pendía de otro clavo en una tabla, bajo el gran embarcadero.
No fue necesario abrir todas las cabañas y edificios anexos, puesto que no iban a usarlos. El cobertizo más pequeño, utilizado ahora para guardar herramientas, había sido un retrete antes de que existiera una instalación sanitaria, antes de que pudieran extraer agua del lago por medio de una bomba. La señora Clausen cebó con pericia la bomba y tiró del cordón que ponía en marcha el motor de gasolina que la accionaba. Doris pidió a Patrick que retirase un ratón muerto. Sostuvo a Otto en brazos mientras Wallingford extraía el roedor de la trampa y lo enterraba someramente cubriéndolo de hojas y pinaza. La trampa estaba en un armario de la cocina, y la señora Clausen descubrió al ratón muerto cuando colocaba los alimentos.
A Doris no le gustaban los ratones, porque eran sucios. Le repugnaban los excrementos que dejaban en lugares sorpresa», como ella los llamaba, de la cocina. También le pidió a Patrick que se ocupara de los excrementos ratoniles. Y todavía más que sus heces, le desagradaba la precipitación con que los ratones se movían. (Wallingford se sintió preocupado, pensando que quizá debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little.)
Por culpa de los ratones, era preciso transferir a recipientes metálicos toda la comida empaquetada en bolsas de papel o plástico, o en cajas de cartón, y durante el invierno ni siquiera las conservas enlatadas podían dejarse sin protección. Un invierno, algún animal royó las latas, probablemente una rata, aunque también podría haber sido un visón o una comadreja. En otra ocasión, también un invierno, un animal que casi con toda seguridad era un glotón, entró en la cabaña principal e hizo su madriguera en la cocina. El estropicio que dejó allí fue terrible.
Patrick entendía que todo eso formaba parte de la leyenda del lugar, relatos apropiados para contarlos en el campamento de verano. Imaginaba con facilidad la vida que se llevaba allí, incluso sin la presencia de los demás miembros de la familia Clausen. En la cabaña principal, donde estaban la cocina y el comedor, así como el baño más grande, vio los estantes con pilas de tableros de juego y rompecabezas. No había libros dignos de mención, salvo un diccionario (sin duda para zanjar las discusiones durante las partidas del Scrabble) y las habituales guías de flora y fauna que identificaban serpientes y anfibios, insectos y arañas, flores silvestres, mamíferos y aves.
También en la cabina principal estaban los fantasmas que habían pasado por allí o que todavía visitaban el lugar, en la forma de toscas instantáneas con los bordes curvados. Algunas de las fotos estaban muy desvaídas debido a la larga exposición al sol; otras tenían manchas de herrumbre a causa de las viejas chinchetas que las fijaban a las paredes de pino sin desbastar.
Y había otros recuerdos que evocaban fantasmas. Las cabezas disecadas de ciervo, o sólo las astas; un cráneo de grajo que revelaba el orificio perfecto causado por un proyectil del calibre 22; varios peces sin nada que los distinguiera, montados por un aficionado en placas de pino laqueado. (Los peces también parecían haber sido toscamente barnizados.)
Lo más sobresaliente era una sola garra de una gran ave de presa. La señora Clausen le dijo a Wallingford que era una garra de águila. No se trataba de un trofeo sino de un recordatorio de algo vergonzoso, exhibido en un joyero como una advertencia a otros miembros de la familia Clausen. Disparar contra un águila era una atrocidad, pero uno de los Clausen menos disciplinados lo hizo cierta vez, una hazaña que le valió un severo castigo. Entonces era un muchacho, y lo dejaron «varado», como dijo Doris, lo cual significaba que no le permitieron participar en dos temporadas de caza seguidas. Por si la lección no bastara, la garra del águila abatida seguía siendo una prueba contra el infractor.
– Donny -dijo Doris, sacudiendo la cabeza mientras pronunciaba el nombre del asesino de águilas.
Fijada con un imperdible al forro de felpa del joyero, había una foto de Donny; un joven con aspecto de enajenado. Ahora era un hombre adulto y con hijos propios. Cuando sus hijos veían la garra, probablemente se avergonzaban nuevamente de su padre.
Tal como la señora Clausen relataba lo sucedido, hacía reflexionar, y lo contaba como se lo habían contado a ella, como un ejemplo para prevenir conductas indeseables, como una advertencia moral. ¡No disparéis a las águilas!
– Donny siempre ha sido bastante salvaje -le informó la señora Clausen.
Wallingford los imaginaba relacionándose entre ellos, los fantasmas de las fotografías, los pescadores que habían capturado a los peces barnizados, los cazadores que habían abatido al ciervo, al grajo y al águila. Imaginaba a los hombres alrededor de la barbacoa, cubierta con una tela impermeable en la terraza, bajo el alero del tejado.
Había un frigorífico en el interior de la vivienda y otro al aire libre. Patrick supuso que estaban llenos de cerveza. Más tarde la señora Clausen corrigió esa impresión: el frigorífico exterior contenía únicamente cerveza, y no se permitía poner nada más en él.
Mientras los hombres vigilaban la barbacoa y tomaban cerveza, las mujeres alimentaban a los niños, en la mesa campestre de la terraza, cuando hacía buen tiempo, o en la larga mesa del comedor si las condiciones atmosféricas eran adversas. Las limitaciones de espacio de la vivienda le hacían pensar a Wallingford que niños y adultos comían por separado. La pregunta de Patrick hizo reír primero a la señora Clausen, y entonces le confirmó que era tal como él había supuesto.
Había una hilera de fotografías de mujeres en bata, tendidas en camas de hospital, con sus hijos recién nacidos al lado. La foto de Doris no figuraba entre ellas, y a Wallingford le extrañó no verla allí con el pequeño Otto. (Otto padre no había estado presente para hacerles la foto.) Había hombres y muchachos de uniforme, toda clase de uniformes, militares y atléticos, así como mujeres y muchachas con vestidos formales y trajes de baño, la mayoría de ellas en el acto de protestar al ver que les hacían la foto.
Toda una pared estaba dedicada a las fotos de perros: nadaban, corrían en pos de palos y hasta había algunos vestidos con prendas infantiles, lo cual les daba un aspecto triste. Y en uno de los dormitorios, sobre el estante que formaba la base de un hueco rectangular practicado en la pared, insertas por los bordes en el marco de un espejo picado, había fotos de los mayores, probablemente ya fallecidos, una anciana en silla de ruedas con un gato en el regazo y un anciano sin remo en la proa de una canoa. El viejo tenía el cabello largo y blanco, y se envolvía en una manta como un indio. Parecía esperar a que alguien provisto de remo se sentara en la proa y se lo llevara de allí.
En el pasillo, frente a la puerta del baño, había una serie de fotografías que formaban una cruz: el santuario de un joven Clausen al que declararon desaparecido en combate en Vietnam. En el mismo baño había otro santuario, éste dedicado a los días de gloria de los Packers de Green Bay, una santificada colección de viejas fotos de revista que representaban a «los invencibles».
A Wallingford le resultó muy difícil identificar a aquellos héroes, pues las páginas arrancadas de revistas estaban arrugadas, tenían manchas de humedad y sus pies apenas eran legibles. Con no poco esfuerzo, Wallingford leyó: VESTUARIO DE MILWAUKEE, TRAS REMACHAR EL SEGUNDO CAMPEONATO DE LA DIVISIÓN OESTE, DICIEMBRE DE 1961. Allí estaban Bart Starr, Paul Hornung y el entrenador Lombardi, éste con una botella de Pepsi en la mano. A Jim Taylor le sangraba una herida que tenía en el puente de la nariz. Wallingford no los reconoció, pero podía identificarse con Taylor, a quien le faltaban varios dientes delanteros.
¿Quiénes eran Jerry Kramer y Fuzzy Thurston, y qué era el «barrido de los Packers»? ¿Quién era aquel tipo cubierto de barro? (Era Forrest Gregg.) O Ray Nitschke, calvo, cubierto de barro, aturdido y sangrando, sentado en el banquillo durante un partido en San Francisco, con el casco en las manos como si fuese una piedra. ¿Quiénes eran aquellas personas, o más bien, quiénes habían sido? Tal era el interrogante que se formulaba Wallingford.
Allí estaba aquella famosa foto de los hinchas en la Ice Bowl… estadio Lambeau, el 31 de diciembre de 1967. Vestían como si estuvieran en el polo, y el vaho de sus respiraciones les difuminaba las caras. Entre ellos debía de haber algunos miembros de la familia Clausen.
Wallingford nunca sabría lo que significaba aquel montón de cuerpos, ni cómo los Cowboys de Dallas debían de haberse sentido al ver a Bart Starr tendido en la End Zone del campo; ni siquiera sus compañeros de equipo de Green Bay habían sabido que Starr iba a improvisar una salida furtiva de defensa desde la línea de una yarda. Cuando los jugadores estaban agrupados, como sabían todos los Clausen, el defensa gritó: «¡A la derecha, Brown! ¡Cuña treinta y uno!». El resultado figuraba en los anales del deporte… sólo que Wallingford no sabía nada de esa clase de anales.
Patrick era consciente de lo poco que sabía del mundo de la señora Clausen, y eso le daba que pensar.
Estaban también las fotos personales, pero en absoluto nítidas, que requerían una interpretación si quien las miraba era ajeno a la familia. Doris intentó explicárselas. Aquella voluminosa roca en la estela que dejaba la popa de la motora… era un oso negro, al que un verano sorprendieron nadando en el lago. Aquella forma borrosa, como una vieja foto de una vaca que pastaba fuera de lugar entre los árboles de hoja perenne, era un alce que se dirigía al pantano, y que, según la señora Clausen, estaba a menos de cuatrocientos metros de allí. Y así sucesivamente… los enfrentamientos con la naturaleza y los delitos contra ella, las victorias locales y las ocasiones especiales, los Packers de Green Bay y los nacimientos en la familia, los perros y las bodas.
Wallingford examinó, con la mayor rapidez posible, la fotografía de Otto padre y de la señora Clausen el día de su boda. Estaban cortando el pastel, y la fuerte mano izquierda de Otto cubría la mano más pequeña de Doris, con la que sujetaba el cuchillo. Patrick sintió una punzada de nostalgia al ver la familiar mano de Otto, aunque la veía por primera vez con la alianza matrimonial. Se preguntó qué habría hecho la señora Clausen con el anillo de Otto. ¿Y con el suyo?
Delante de los invitados que rodeaban a la pareja había un niño de nueve o diez años con un plato y un tenedor en las manos. Puesto que vestía de gala, como los demás asistentes a la boda, Patrick supuso que había sido el portador de los anillos. No lo reconoció, pero, puesto que el chico sería ahora un hombre, era posible que lo hubiera visto. (Con toda probabilidad, dada la cara redonda y la expresión resuelta del muchacho, era un miembro de la familia Clausen.)
La dama de honor estaba al lado del chico, mordiéndose el labio inferior; era una joven bonita que parecía aturdirse con facilidad, una muchacha que cedía con frecuencia a los caprichos. ¿Como Angie, tal vez?
Le bastó un vistazo para saber que no la conocía, pero también que era la clase de chica con la que estaba familiarizado. No era tan atractiva como Angie. En el pasado, la dama de honor podría haber sido la mejor amiga de Doris. Pero también era posible que la elección de aquella muchacha hubiera sido política, y probablemente la joven de aspecto descarriado era la hermana menor del difunto Otto Clausen. Y tanto si ella y Doris habían sido amigas como si no, Patrick dudaba de que todavía lo fuesen.
En cuanto Wallingford vio las dos habitaciones terminadas sobre el cobertizo para los botes, supo a qué atenerse. Doris había instalado la cuna portátil en la habitación con las dos camas gemelas, una de las cuales utilizaba ya como improvisada mesa para cambiar al niño: allí estaban colocados los pañales y las prendas de vestir del pequeño Otto. La señora Clausen le dijo a Patrick que ella dormiría en la otra cama gemela, de modo que Wallingford podía disponer de la segunda habitación, donde podía verse una cama de matrimonio que, en aquel cuarto tan estrecho, parecía mayor de lo que era.
Mientras deshacía el equipaje, Patrick observó que el lado izquierdo de la cama tocaba la pared, y pensó que ése debía de haber sido el lado de Otto. Dada la estrechez de la habitación, sólo se podía acceder a la cama por el lado de Doris, e incluso así el espacio era mínimo. Tal vez Otto subía por los pies de la cama. Las paredes del cuarto eran de la misma madera de pino sin desbastar que el interior de la cabaña principal, aunque el color de las tablas era más claro, casi rubio, con excepción de un gran rectángulo cerca de la puerta donde quizás había colgado un cuadro o un espejo. La luz del sol había descolorado casi todas las paredes restantes. ¿Qué había descolgado de allí la señora Clausen?
En la pared del lado de la cama que debió de ser el de Otto, había varias fotos, clavadas con chinchetas, que mostraban las diversas fases de restauración de las habitaciones sobre el cobertizo. Allí aparecía Otto sin camisa, bronceado y musculoso. (El cinturón de carpintero le recordó a Patrick el cinto de herramientas que le robaron a la técnico de sonido Monika con ka en el circo de Junagadh.) Había también una foto de Doris en bañador de una pieza, de color violáceo y corte pudoroso. Cruzaba los brazos sobre el pecho, lo cual entristeció a Wallingford, pues le habría gustado verle más los senos.
En la fotografía, la señora Clausen estaba de pie en el embarcadero, observando a Otto mientras éste trabajaba con una sierra. Puesto que en la casa junto al lago no había corriente eléctrica, el generador alimentado con gasolina que estaba en el embarcadero debía de haberla proporcionado. El charco oscuro a los pies de Doris indicaba que su bañador estaba mojado. Era muy posible que se cruzara de brazos sobre el pecho porque tenía frío.
Cuando Wallingford cerró la puerta del dormitorio para ponerse el bañador, aquel mismo traje de baño violáceo de una sola pieza colgaba de un clavo detrás de la puerta, y no pudo resistir la tentación de tocarlo. Aquella prenda había pasado mucho tiempo en el agua y bajo el sol. Era dudoso que tuviera rastros del aroma de Doris, aunque Wallingford se lo llevó a la cara e imaginó que podía olerlo.
En realidad, el bañador olía más a lycra, al lago y a la madera del cobertizo para los botes; pero Patrick lo aferró con tanta fuerza como habría abrazado a la señora Clausen, si ella hubiera estado mojada y temblando de frío, y los dos se hubieran quitado los trajes de baño.
Era patético de veras actuar así con un bañador femenino de una sola pieza, una prenda práctica, algunos dirían que anticuada, totalmente cerrado por delante y con los tirantes cruzados a la espalda. El sujetador incorporado, de copas flexibles, era muy práctico para una mujer como Doris Clausen, de grandes senos pero estrecha de pecho.
Wallingford colgó de nuevo el bañador violáceo del clavo detrás de la puerta del dormitorio; lo colgó, como lo habría hecho ella, de los tirantes. A su lado, colgada también de un clavo, estaba la única prenda de vestir de la señora Clausen en el dormitorio: un albornoz de toalla que en otro tiempo fue blanco y ahora estaba un tanto sucio. No dejaba de ser embarazoso que aquella prenda tan poco excitante le excitara.
Con el mayor sigilo posible, abrió los cajones de la cómoda, en busca de la ropa interior de Doris, pero en el cajón inferior no había más que sábanas, fundas de almohadas y una manta de repuesto; el del medio estaba lleno de toallas y el superior produjo al abrirlo un ruido de matraca: contenía velas, pilas de linterna, varias cajas de cerillas de madera, una linterna y una caja de tachuelas.
En las tablas de pino sin desbastar, junto al lado de la cama correspondiente a la señora Clausen, Patrick observó los pequeños orificios dejados por las tachuelas. En otro tiempo había clavado allí fotografías, una docena por lo menos. Wallingford sólo podía conjeturar de qué o de quién eran. El motivo por el que Doris, al parecer, había quitado las fotos era otra incógnita.
Llamaron a la puerta del dormitorio cuando Patrick estaba atándose los cordones del bañador, cosa que había aprendido a hacer tiempo atrás con la mano derecha y los dientes. La señora Clausen quería su bañador y el albornoz. Le dijo a Wallingford en qué cajón estaban las toallas, desconocedora de que él ya lo sabía, y le pidió que llevara tres toallas al embarcadero.
Cuando ella se hubo cambiado, se encontraron en el estrecho pasillo y bajaron las empinadas escaleras hasta la planta baja del cobertizo para botes. La caja de la escalera estaba abierta, lo cual sería peligroso el próximo verano para el pequeño Otto. El marido de Doris había tenido la intención de cerrarla, pero, como comentó a Patrick la señora Clausen, «no encontró oportunidad de hacerlo».
Había una pasarela y un largo y estrecho embarcadero, a cuyos lados estaban amarrados los dos botes del cobertizo, la motora familiar y un fueraborda más pequeño. En el extremo abierto del cobertizo, una escala llegaba al agua desde la línea divisoria del embarcadero. ¿Quién querría entrar o salir del lago desde el interior del cobertizo? Pero Patrick no mencionó la escala porque la señora Clausen ya estaba preparando las cosas del bebé en la parte del embarcadero al aire libre. Doris había tendido un cobertor del tamaño de una manta campestre, sobre el que se extendían varios juguetes. El niño no gateaba tan activamente como Wallingford había esperado. El pequeño Otto permanecía sentado, hasta que parecía olvidarse de dónde estaba, y entonces caía hacia un lado. A los siete meses, podía mantenerse de pie, siempre que hubiera una mesita baja o algún otro objeto macizo del que agarrarse. Pero a menudo se olvidaba de que estaba erguido, y de repente se sentaba o caía de costado. Cuando gateaba, lo hacía casi siempre hacia atrás, pues tenía más facilidad para retroceder que para avanzar. Si estaba rodeado de algunos objetos interesantes para manosearlos y contemplarlos, permanecía sentado en un lugar la mar de contento, aunque, según Doris, no por mucho tiempo. «Dentro de pocas semanas no podremos sentarnos en el embarcadero con él. No parará de moverse a gatas.»
De momento, debido a la intensidad del sol, el niño llevaba una camisa de manga larga, pantalones largos, gorro y hasta gafas de sol, que no se quitaba con tanta frecuencia como Patrick habría predicho. «Puedes bañarte mientras le vigilo -le dijo la señora Clausen a Wallingford-. Luego me sustituyes para que me bañe yo.»
A Patrick le impresionó la cantidad de objetos infantiles que la señora Clausen había llevado para el fin de semana, así como la calma y la facilidad con que Doris parecía haberse adaptado al papel de madre. O tal vez era ése el efecto de la maternidad en las mujeres que habían deseado con tanto afán tener un hijo como le sucedió a la señora Clausen. Wallingford no lo sabía a ciencia cierta.
El agua del lago estaba fría, pero uno no tardaba en acostumbrarse. Más allá del extremo del embarcadero, el agua era de color azul grisáceo; cerca de la orilla tenía una tonalidad verdosa, debido al reflejo de los abetos y los pinos blancos. El fondo era más arenoso, con menos barro de lo que Patrick había previsto, y había una pequeña playa de áspera arena, sembrada de piedras, donde Wallingford llevó al pequeño Otto para bañarlo en el lago. Al principio al niño le sorprendió la frialdad del agua, pero no lloró en ningún momento y dejó que Wallingford vadeara con él en brazos mientras la señora Clausen les hacía una foto. (Parecía serla fotógrafa experta de la familia.)
Los adultos, término que Patrick empezó a utilizar para referirse a él y Doris, se turnaron para bañarse junto al embarcadero. La señora Clausen era buena nadadora, Wallingford le explicó que, dada la falta de una mano, se sentía más cómodo flotando o pedaleando en el agua. Juntos secaron al pequeño, y Doris le permitió vestirlo… su primer intento. Ella tuvo que mostrarle cómo se ponía el pañal.
La señora Clausen se quitó hábilmente el bañador debajo del albornoz. Wallingford, a causa de su manquedad, no fue tan diestro al quitarse el bañador mientras estaba envuelto en una toalla. Finalmente Doris se echó a reír y le dijo que miraría a otro lado mientras él se desnudaba al aire libre. (No le habló del mirón con un telescopio que estaba en la otra orilla del lago… todavía no.)
Juntos llevaron al bebé y su equipo a la cabaña principal. Había ya una sillita alta en su lugar, y Wallingford, todavía envuelto en la toalla, se tomó una cerveza mientras la señora Clausen daba de comer al niño. Ella le dijo que debían alimentar al pequeño, cenar ellos mismos y terminar todo lo que debían hacer en la cabaña principal antes de que oscureciera, porque en cuanto desapareciese la luz llegarían los mosquitos. Para entonces deberían hallarse en el piso situado en el cobertizo de los botes.
En el piso no había baño. Doris recordó a Wallingford que debía usar el lavabo de la cabaña principal y cepillarse los dientes en la pila del baño que había allí. Si tenía que levantarse para orinar en plena noche, podía hacerlo en el exterior, rápidamente, ayudándose con una linterna. «Pero has de estar de vuelta antes de que los mosquitos te descubran», le advirtió.
Con la cámara de Doris, Patrick hizo una foto de ella y el pequeño Otto en la terraza de la cabaña principal.
Los adultos prepararon carne a la barbacoa, con guarnición de guisantes y arroz. La señora Clausen había traído dos botellas de vino tinto, pero sólo se bebieron una. Mientras Doris fregaba los platos, Patrick fue con la cámara al embarcadero e hizo dos fotos de sus bañadores tendidos uno al lado del otro.
Ella cenó enfundada en su viejo albornoz y él sin más que la toalla de baño alrededor de la cintura. Él tuvo la sensación de hallarse en el apogeo de la intimidad y la tranquilidad doméstica. Jamás había vivido así con ninguna mujer.
Patrick sacó otra cerveza de la nevera y se encaminaron al cobertizo. Mientras recorrían el sendero cubierto de pinaza, observaron que el viento del oeste había dejado de soplar y las aguas del lago estaban completamente inmóviles. El sol poniente iluminaba todavía las copas de los árboles en la orilla oriental. En la noche sin viento los mosquitos no habían esperado a que oscureciera y ya estaban en acción. Patrick y Doris sacudían las manos para ahuyentarlos mientras se dirigían con el pequeño Otto y sus cosas al piso del cobertizo.
Wallingford contempló la invasión de la oscuridad desde la ventana del dormitorio, mientras escuchaba a la señora Clausen en la habitación contigua. Estaba acostando al pequeño Otto y le cantaba una nana. Con las ventanas del dormitorio abiertas, Patrick podía oír el zumbido de los mosquitos contra la mosquitera. Sólo había otros dos sonidos, el de los somorgujos y el de un fueraborda en el lago, cuyo motor mezclaba su ruido con el de unas voces. Tal vez eran pescadores que regresaban a casa, tal vez adolescentes. Entonces el fueraborda atracó a lo lejos y la señora Clausen dejó de canturrearle a Otto. La habitación contigua permanecía en silencio. Ahora no había más ruidos que los gritos de los somorgujos y, de vez en cuando, el parpar de un pato, aparte del zumbido de los mosquitos.
Wallingford experimentaba una sensación de aislamiento nueva para él, y aún no era noche cerrada. Todavía envuelto en la toalla, yacía sobre la cama, dejando que la habitación se fuese oscureciendo. Intentaba imaginar las fotografías que Doris clavó cierta vez en la pared, en su lado de la cama.
Estaba completamente dormido cuando entró la señora Clausen y le despertó con la linterna. Vestida con el viejo albornoz blanco, permaneció al pie de la cama como un fantasma, dirigiendo hacia sí misma la luz de la linterna. La encendía y apagaba una y otra vez, como si intentara convencerle de lo oscuro que estaba, a pesar de que había luna llena.
– Ven -le susurró-. Vamos a nadar. No necesitamos bañador para nadar de noche. Tráete sólo la toalla.
Doris salió al pasillo y le precedió escaleras abajo, tomándole de la mano y dirigiendo el haz luminoso de la linterna a sus pies descalzos. Con el muñón, él hizo un torpe esfuerzo por mantener la toalla alrededor de su cintura. El cobertizo de los botes estaba muy oscuro. Doris le llevó por la pasarela y salieron al estrecho embarcadero con las embarcaciones amarradas a cada lado. Dirigió el haz de la linterna al frente, iluminando la escala en el extremo del embarcadero.
Así pues, la escala era para bañarse por la noche. La señora Clausen le invitaba a participar en un ritual que ella había llevado a cabo con su difunto marido. Su avance cuidadoso, uno detrás del otro, por el estrecho y oscuro embarcadero parecía un tránsito sagrado.
A la luz de la linterna vieron una gran araña que se movía con rapidez a lo largo de un cabo de amarre. El arácnido sobresaltó a Wallingford, pero no a la señora Clausen. «No es más que una araña -le dijo-, y me gustan. Son tan laboriosas…»
De modo que le gusta la laboriosidad y las arañas, se dijo Patrick, y pensó que debería haberse traído La telaraña de Charlotte en vez de Stuart Little. Tal vez ni siquiera debería mencionar a Doris que se había traído ese estúpido cuento, y no digamos su intención de leérselo primero a ella y luego al pequeño Otto.
En lo alto de la escala, la señora Clausen se quitó el albornoz. Era evidente que tenía cierta práctica en colocar la linterna sobre el albornoz de modo que el haz iluminase el lago. La luz serviría de faro para su regreso.
Wallingford se quitó la toalla y permaneció desnudo a su lado. Ella no le dio tiempo a pensar en tocarla; bajó con rapidez la escala y penetró en el lago, casi sin hacer ruido. Él la siguió hasta el agua, pero no con tanta elegancia ni en silencio como ella. (Bajar una escala con una sola mano no es tan fácil.) Lo único que Patrick podía hacer era asir la barandilla con el brazo izquierdo doblado; la mano y el brazo derechos hacían la mayor parte del trabajo.
Nadaron muy juntos. La señora Clausen procuraba no alejarse demasiado de él, pedaleaba en el agua o flotaba inmóvil hasta que él llegaba a su lado. Rebasaron el extremo del embarcadero, donde veían el oscuro contorno de la cabaña principal a oscuras y las construcciones más pequeñas. Los rudimentarios edificios parecían una colonia abandonada en territorio virgen. En la otra orilla del lago iluminado por la luna, las demás casas veraniegas también estaban a oscuras. Sus habitantes se acostaban temprano y se levantaban con el sol.
Además de la linterna que iluminaba el lago desde la parte del embarcadero que estaba en el cobertizo para los botes, había otra luz visible, en el dormitorio del pequeño Otto. Doris había dejado encendida la lámpara de gas, por si el niño se despertaba, pues no quería que la oscuridad lo asustara. Estaba segura de que, con las ventanas abiertas, oiría al pequeño si se despertaba y se echaba a llorar. La señora Clausen le explicó que de noche el sonido se transmite con mucha nitidez sobre el agua.
Ella podía hablar fácilmente mientras nadaban, y ni una sola vez pareció faltarle el aliento. Hablaba sin cesar, se lo explicaba todo, y le dijo a Patrick que, cuando vivía su marido, nunca habían podido bañarse de noche zambulléndose desde el embarcadero, donde sus familiares, que ocupaban las demás cabañas, podrían oírles, pero que, al penetrar en el lago desde el interior del cobertizo, se internaban en el agua sin que los detectaran.
Wallingford tenía la sensación de oír a los fantasmas de los Clausen, ruidosos y amantes de la diversión, haciendo continuos viajes a la nevera de la cerveza, el chirrido de una puerta de tela metálica al abrirse y alguien que gritaba: «¡No dejéis entrar a los mosquitos!». O una voz femenina: «¡Ese perro está completamente mojado!». Y la de un niño: «Lo ha hecho tío Donny».
Uno de los perros se acercaría a la orilla y ladraría estúpidamente a la pareja que nadaba desnuda e inadvertida… excepto por el perro. «¡Que alguien le pegue un tiro a ese maldito perro!», gritaría una voz airada. Y entonces otro diría: «A lo mejor es una nutria o un visón». Una tercera persona, al cerrar o abrir la puerta de la nevera, comentaría: «No, sólo es ese perro idiota. Ese chucho ladra a cualquier cosa, o a nada en particular».
Wallingford no estaba seguro de si realmente nadaba desnudo con Doris Clausen o de si ella revivía, como en un sueño, los baños nocturnos con su marido. A pesar de la inevitable melancolía de la situación, a Patrick le encantaba estar allí con ella. Cuando los mosquitos dieron con ellos, tuvieron que alejarse un corto trecho nadando por debajo del agua, pero la señora Clausen quiso volver al cobertizo de los botes. Si nadaban bajo el agua, aunque fuese brevemente, no oirían al pequeño si lloraba ni verían si oscilaba la llama de la lámpara de gas.
Al norte, en el cielo nocturno, brillaban las estrellas y la luna. Oyeron el grito de un somorgujo, y otra de esas aves se zambulló cerca de ellos. Por un instante, los bañistas creyeron haber oído retazos de una canción. Tal vez alguien de una de las casas a oscuras en la otra orilla tenía la radio puesta, pero a ellos no les parecía que fuese una radio.
Ambos evocaron al mismo tiempo la canción, con la que estaban familiarizados. Era una canción popular, en la que alguien echaba de menos a un ser querido, y era evidente que la señora Clausen añoraba a su difunto marido. En cuanto a Patrick, Patrick echaba en falta el contacto íntimo que tuvo con ella, aunque en realidad sólo habían estado realmente juntos en su imaginación.
Ella subió primero la escala. Mientras lo hacía, él permaneció en el agua, pedaleando y contemplando su silueta, pues el haz luminoso de la linterna estaba a espaldas de Doris. Esta se apresuró a ponerse el albornoz mientras él subía con dificultad la escala. Doris iluminó el embarcadero para que él localizara la toalla y, mientras la recogía y se la ataba a la cintura, ella aguardó con la luz de la linterna dirigida a sus pies. Entonces le asió la única mano y él volvió a seguirla.
Echaron un vistazo al pequeño Otto, que estaba dormido. La reacción de la mujer le tomó desprevenido; no sabía que, para algunas madres, contemplar a su hijo dormido es como ver una película. Cuando la señora Clausen se sentó en una de las camas gemelas, mirando al pequeño, Patrick tomó asiento a su lado. Tuvo que hacerlo, pues ella no le soltaba la mano. Era como si el niño fuese un drama en desarrollo.
– La hora del cuento -susurró Doris, en un tono de voz que Wallingford no le había oído nunca hasta entonces, como si estuviera avergonzada.
Le apretó un poco la única mano, por si estaba confundido y la interpretaba mal. El cuento era para él, no para el pequeño Otto.
– He tratado de ver a alguien -le dijo-, quiero decir a otro hombre. He intentado salir con él.
¿Significaba «salir» lo que Wallingford creía que significaba, incluso en Wisconsin?
– Me he acostado con un hombre, alguien con quien no debería haberlo hecho -le explicó ella.
– ¡Ah…! -dijo Patrick, sin poder evitarlo.
Había sido una reacción involuntaria. Aguzó el oído para percibir la respiración del niño dormido, pero no la oyó por encima del ronroneo que producía la lámpara de gas, que era como una especie de respiración.
– Le conozco desde hace mucho, pero en otra vida -siguió diciéndole Doris-. Es algo más joven que yo -añadió. Seguía asiendo la única mano de Wallingford, aunque había dejado de apretársela. Él quería apretarle la suya, para demostrarle que era solidario con ella, que la apoyaba, pero era como si tuviera la mano anestesiada, una sensación con la que estaba muy familiarizado-. Estuvo casado con una amiga mía -prosiguió la señora Clausen-. Salíamos juntos cuando Otto vivía, los cuatro siempre íbamos aquí y allá, como hacen las parejas.
Patrick logró apretarle un poco la mano.
– Pero él rompió con su mujer… después de que yo hubiera perdido a Otto -le explicó la señora Clausen-. Y cuando me llamó para pedirme que saliéramos, no le dije que lo haría… al principio no. Llamé a mi amiga, sólo para asegurarme de que estaban divorciados y de que a ella no le importaba que saliéramos. Mi amiga me dijo que no tenía inconveniente, pero no era cierto. La verdad era que le molestaba, y yo no debí hacerlo. Al fin y al cabo, no me sentía atraída hacia él.
Wallingford tuvo que esforzarse para no gritar: «¡Estupendo!».
– Así pues, le dije que no saldríamos más. El se lo tomó bien, seguimos siendo amigos, pero ella ha dejado de hablarme. Y fue la dama de honor en mi boda, imagínate. -Wallingford podía imaginarlo, aunque sólo fuese a partir de una sola fotografía-. Bueno, eso es todo -concluyó la señora Clausen-. Sólo quería decírtelo.
– Me alegro de que me lo hayas dicho -logró decir Patrick, aunque «alegría» no era precisamente lo que sentía, sino unos celos tremendos al mismo tiempo que un alivio abrumador.
Ella se había acostado con un viejo amigo… ¡eso era todo! Se sentía eufórico y, al mismo tiempo, ingenuo. Sin ser bella, la señora Clausen era una de las mujeres sexualmente más atractivas que había conocido jamás. Era natural que los hombres la llamaran e invitasen a «salir». ¿Por qué él no lo había previsto?
No sabía por dónde empezar. Era posible que le estimulara demasiado el hecho de que ahora la señora Clausen le apretaba la mano con más fuerza que antes. Él se había mostrado como un oyente comprensivo, solidario, y eso debía de haber sido un alivio para ella.
– Te quiero -le dijo, y le satisfizo que Doris no retirase la mano, aunque notó que la presión se reducía-. Quiero vivir contigo y el pequeño Otto, quiero que nos casemos.
Ella tenía ahora una expresión indiferente, se limitaba a escuchar. Patrick no sabía en qué podría estar pensando.
Sus miradas no se encontraron. Ella seguía mirando fijamente al pequeño dormido. La boquita abierta del niño parecía solicitar un relato y, en consecuencia, Wallingford inició uno. Para empezar, era un relato erróneo, pero él era periodista, un hombre que se atenía a los hechos, no un narrador. Lo que descuidó fue lo mismo que deploraba de su profesión: ¡había dejado al margen el contexto! Debería haber empezado por Boston, por su viaje para ver al doctor Zajac debido a las sensaciones dolorosas y los insectos que se movían en el lugar al que había estado fijada la mano del difunto Otto. Debería haberle hablado a la señora Clausen del encuentro con aquella mujer en el hotel Charles, relatarle que se habían leído mutuamente la obra de E.B. White, desnudos pero sin hacer el amor, y que ni un solo momento había dejado de pensar en la señora Clausen. ¡De veras, ni un solo momento!
Todo eso formaba parte del contexto que rodeaba a su aceptación del deseo que tuvo Mary Shanahan de concebir un hijo suyo. Y aunque las cosas le habrían ido mejor con Doris Clausen de haber empezado por Boston, habría sido más conveniente que empezara por Japón, por su petición a Mary, entonces una joven casada y embarazada, para que le acompañase a Tokyo, lo culpable que eso le hizo sentirse y cómo se resistió a los deseos de ella durante tanto tiempo, lo mucho que se empeñó en ser «sólo un amigo».
Porque, ¿no formaba también parte del contexto el hecho de que al final se hubiera acostado con Mary Shanahan sin condiciones de ninguna clase? Es decir, ¿no era propio de «sólo un amigo» proporcionarle aquello que ella decía querer? Un bebé, ni más ni menos. Que Mary también quería su piso, o tal vez quería mudarse a vivir con él; que también quería su empleo y había sabido desde el principio que estaba a punto de convertirse en su jefa… ¡bueno, qué diablos, eso había sido una sorpresa! Pero ¿cómo podría haberlo predicho Patrick?
Ciertamente, si alguna mujer podía simpatizar con otra mujer que quería tener un hijo de Patrick Wallingford, ¿no era razonable pensar que Doris Clausen sería esa mujer? ¡No, no era razonable! ¿Y cómo iba a simpatizar ella, dada la manera inconexa e incompleta en que Wallingford contaba lo ocurrido? Se había precipitado. Era desmañado en grado superlativo, zafio y falto de tino. Empezó por decirle algo que equivalía a una confesión:
– Mira, no creo que esto pudiera servir para ilustrar por qué me resulta difícil mantener una relación monógama, pero es un poco preocupante.
¡Vaya manera de comenzar una proposición matrimonial! ¿Era de extrañar que Doris retirase la mano de la suya y se volviera a mirarle? Wallingford, a quien este descaminado prólogo hizo percibir que comenzaba a tener problemas, no pudo mirarla mientras le hablaba. Miraba sin cesar a su hijo dormido, como si la inocencia del pequeño Otto pudiera servir para proteger a la señora Clausen de todo lo que era incorregible en el aspecto sexual y reprensible en el moral en su relación con Mary Shanahan.
La señora Clausen estaba consternada. Por una vez, ni siquiera miraba a su hijo; no podía apartar la vista del apuesto perfil de Wallingford, mientras éste le contaba los detalles de su vergonzosa conducta. Ahora balbuceaba, en parte porque estaba nervioso, pero también porque temía que la impresión que estaba causando en Doris era la contraria de la que él se había propuesto.
¿En qué había estado pensando? ¡Qué completo desastre habría sido que Mary Shanahan estuviera embarazada de un hijo suyo!
Todavía en vena confesional, alzó la toalla para mostrarle a la señora Clausen el cardenal debido al choque con la superficie de vidrio de la mesa baja en el piso de Mary, y también le mostró la quemadura por el contacto con el grifo de agua caliente en la ducha de aquella mujer. La señora Clausen le informó de que ya había observado los arañazos en su espalda, así como la señal del mordisco, sin duda producida en un arrebato de pasión amorosa, que tenía en el hombro izquierdo.
– Ah, eso no me lo hizo Mary -confesó Wallingford. No era lo mejor que podría haber dicho.
– ¿A quién más has estado viendo? -le preguntó Doris. Las cosas no estaban saliendo como él había esperado, pero ¿iban a aumentar sus problemas si le hablaba de Angie a la señora Clausen? Sin duda esa historia era más sencilla.
– Fue con la maquilladora, pero una sola noche -le dijo Wallingford-. Cedí en un momento en que estaba cachondo, no fue más que eso.
¡Qué manera de expresarse! (¡Para que hablen de descuidar el contexto!)
Le habló a Doris de las llamadas telefónicas que hicieron diversos miembros de la perturbada familia de Angie, pero la señora Clausen sufrió una confusión y creyó que él se refería a que Angie era menor de edad. (Tanta afición a mascar chicle hacía aún más plausible la idea.)
– Angie es una buena chica -siguió diciendo Patrick, lo cual dio a Doris la impresión de que la maquilladora podría estar mentalmente incapacitada-. ¡No, no! -protestó él-. Angie ni es menor de edad ni está mentalmente incapacitada. Es sólo… bueno…
– ¿Una jovencita? -le preguntó la señora Clausen.
– ¡No, no! -protestó lealmente Patrick-. No se trata de eso.
– Tal vez pensabas que ella podría ser la última mujer con la que te acostarías… es decir, si yo te aceptaba -especuló Doris-. Y como no sabías si te aceptaría o no, no había ningún motivo para no acostarte con ella.
– Sí, es posible -replicó Wallingford débilmente.
– Mira, eso no es tan grave -le dijo la señora Clausen-. Lo comprendo… quiero decir que comprendo a Angie. -Se atrevió a mirarla por primera vez, pero ella volvió la cabeza y con templó al pequeño Otto, que dormía profundamente-. Me cuesta mucho más comprender a Mary -añadió Doris-. No sé cómo has pensado en vivir conmigo y Otto al mismo tiempo que tratabas de dejar preñada a esa mujer. ¿No crees que, si está embarazada y el hijo es tuyo, eso nos complica las cosas? A ti, a mí y al pequeño Otto.
– Sí, es cierto -convino Patrick, y volvió a preguntarse en qué había estado pensando. ¿No era también aquello un contexto que había pasado por alto?
– Comprendo lo que se proponía Mary -siguió diciendo la señora Clausen. De improviso le tomó la mano entre las suyas y le miró con tal intensidad que él no pudo desviar los ojos-. ¿Quién no querría tener un hijo tuyo? -Se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Procuraba no alzar la voz ni perder los estribos, por lo menos en la habitación con el niño dormido-. Eres como una chica bonita que no tiene la menor idea de lo guapa que es. No tienes idea del efecto que causas. ¡No es que seas peligroso porque eres guapo, sino porque no sabes lo guapo que eres! Y además eres un inconsciente. -Esta palabra escoció a Patrick como si ella le hubiera abofeteado-. ¿Cómo es posible que pensaras en mí mientras intentabas dejar embarazada a otra? ¡No pensabas en mí! No lo hacías en aquel momento.
– Pero parecías una… posibilidad tan remota -fue lo único que Wallingford pudo decirle. Sabía que lo que ella acababa de decirle era cierto.
¡Qué necio era! Había cometido el error de contarle sus aventuras sexuales más recientes y hacerlas tan comprensibles para ella como lo era para él la vida sentimental de Doris, mucho más normal. Porque la relación amorosa de ella, aunque fuese un error, por lo menos había sido real; había tratado de salir con un viejo amigo que, en aquellos momentos, estaba tan disponible como ella. Y el intento había fracasado, eso era todo.
Al lado del único percance de la señora Clausen, el mundo de Wallingford carecía de ley en el aspecto sexual. El mismo desorden de sus pensamientos le avergonzaba.
La decepción que le había causado a Doris era tan visible como el cabello de la mujer, todavía mojado y enmarañado tras el baño nocturno. Su decepción era tan evidente como los semicírculos oscuros bajo los ojos, o lo que él veía de su cuerpo enfundado en el bañador violáceo y su desnudez vislumbrada a la luz de la luna y en el lago. (Había engordado un poco, o aún no había perdido el peso adquirido durante el embarazo.)
Wallingford se daba cuenta de que lo que más le gustaba de ella no era, ni mucho menos, su franqueza sexual. Doris siempre hablaba en serio y actuaba con resolución. La señora Clausen se lo tomaba todo en serio. Probablemente su aceptación no había sido una posibilidad tan remota como él había creído. Era Patrick quien, con su conducta, lo había echado todo a rodar.
Estaba sentada a cierta distancia de él en la pequeña cama, con las manos entrelazadas en el regazo. Ni miraba a Patrick ni tampoco al pequeño Otto, y parecía contemplar una fatiga indefinida y enorme, con la que estaba familiarizada y a la que miraba fijamente desde hacía mucho tiempo, con frecuencia a aquellas horas de la noche o por la mañana temprano.
– Debería dormir un poco -se limitó a decirle ella. Patrick pensó que, si fuese posible medir el alcance de su mirada abstraída, seguramente atravesaría la pared hasta llegar al rectángulo en el muro del otro dormitorio, el lugar cerca de la puerta donde antaño colgó un cuadro o un espejo.
– Había algo en la pared… en la habitación de al lado -conjeturó, tratando de entablar conversación, sin esperanza de conseguirlo-. ¿Qué era?
– No era más que un póster, un anuncio de cerveza le informó la señora Clausen con una inercia insoportable en su voz.
– Ah -replicó él, de nuevo sin querer, como si reaccionara a un golpe.
Nada más lógico que allí hubiera habido un anuncio de cerveza y que ella no hubiera querido seguir viéndolo. Patrick tendió su única mano y no la dejó caer en el regazo de Doris, sino que le rozó ligeramente el abdomen con el dorso de los dedos.
– Tenías un objeto metálico en el ombligo, una clase de adorno -aventuró-. Te lo vi cierta vez.
No añadió que fue la vez en que ella le montó en el consultorio del doctor Zajac. Nadie habría dicho al ver a Doris Clausen que era la clase de persona que se perfora el ombligo para colgar una anilla o algo por el estilo.
Ella le tomó la mano y la retuvo en su regazo, pero no era un gesto de estímulo: no quería que él la tocara en cualquier otra parte.
– Debería haber sido un amuleto de buena suerte le explicó Doris, y en su manera de decir «debería haber sido» él detectó una incredulidad prolongada durante años-. Otto lo compró en un centro de tatuajes. En aquel entonces lo probábamos todo con el fin de ser fértiles. Me lo ponía cuando intentaba quedar en estado. No funcionó, excepto contigo, y tú probablemente no lo necesitabas.
– ¿Ya no lo llevas?
– No quiero quedar embarazada de nuevo.
– Ah.
Patrick tuvo la angustiosa certeza de que la había perdido.
– Debería dormir un poco -insistió ella.
– Quería leerte algo, pero ya lo haré en otro momento.
– ¿De qué se trata?
– Verás, en realidad quería leérselo al pequeño Otto, cuando tenga más edad. Quería leértelo ahora porque pensaba en leérselo más adelante.
Se interrumpió. Estas palabras, fuera de contexto, no tenían más sentido que el resto de lo que le había dicho hasta entonces. Se sentía ridículo.
– ¿De qué se trata? -repitió ella.
– Es Stuart Little -respondió Patrick, y deseó no haberlo mencionado.
– Ah, el cuento infantil. Trata de un ratón, ¿verdad? -Él asintió, avergonzado-. Tiene un coche especial -añadió- y va por ahí en busca de un pájaro. Es una especie de En el camino sobre un ratón, ¿no es cierto?
Wallingford no lo habría dicho de esa manera, pero se mostró conforme. Que la señora Clausen hubiera leído En el camino, o al menos lo conociera, le sorprendió.
– Tengo que dormir -repitió Doris-. Y, por si me cuesta conciliar el sueño, me he traído un libro.
Patrick se esforzó por no replicarle. Era mucho lo que ahora parecía perdido, tanto más cuanto que no había sabido que hubiera podido no perder a Doris.
Por lo menos tuvo el buen sentido de no contarle la ocasión en que, en cama con Sarah Williams, o como se llamase, los dos desnudos, le leyó Stuart Little y La telaraña de Charlotte. Fuera de contexto (y posiblemente en cualquier clase de contexto), esa anécdota habría servido tan sólo para subrayar lo raro que era Patrick. El momento en que contarle una cosa así le habría favorecido pertenecía al pasado; ahora sería inconveniente. Estaba ganando tiempo porque no quería perderla, y ambos lo sabían.
– ¿Qué libro te has traído? -le preguntó.
La señora Clausen, sentada junto a él en la cama, aprovechó la oportunidad para levantarse. Abrió su bolsa de lona, que se parecía a otras bolsas más pequeñas con las cosas de un bebé. Ése era todo su equipaje, y no se había molestado todavía en abrirla, o no había tenido tiempo para ello.
Sacó el libro, que estaba debajo de su ropa interior, y se lo tendió, como si estuviera demasiado fatigada para hablar de él (probablemente lo estaba). Se trataba de El paciente inglés, una novela de Michael Ondaatje. Wallingford no la había leído, pero había visto la película.
– Fue la última película que vimos antes de la muerte de Otto -le explicó la señora Clausen-. Nos gustó a los dos. Y a mí me gustó tanto que quise leer el libro, pero lo he ido posponiendo hasta ahora. No quería que me recordara la última película que vi con Otto.
Patrick Wallingford miró el libro. Ella estaba leyendo una novela de calidad literaria para adultos y él se había propuesto leerle Stuart Little. ¿Cuándo iba a dejar de subestimarla? Que trabajara como taquillera de los Packers de Green Bay no excluía que leyera novelas de calidad literaria, aunque, y esto le avergonzaba, Patrick así lo había supuesto.
Recordó que la película basada en El paciente inglés le había gustado. A su ex mujer la película le gustó más que el libro. Dudaba del juicio de Marilyn sobre cualquier cosa, y confirmó lo acertado de esa duda cuando ella hizo un comentario sobre la novela que Wallingford recordaba haber leído en una crítica. Lo que ella dijo acerca de El paciente inglés fue que la película era mejor porque la novela estaba «demasiado bien escrita». Que un libro estuviera demasiado bien escrito era un concepto que sólo un crítico y Marilyn podían tener.
– No lo he leído -le dijo Wallingford a la señora Clausen, que depositó la novela en la bolsa abierta, encima de la ropa interior.
– Es buena le dijo Doris-. La estoy leyendo muy lentamente porque me gusta mucho. Creo que es mejor que la película, pero intento no recordar esa película.
(Naturalmente, esto significaba que jamás relegaría al olvido una sola escena de la película.)
¿Qué más podía decirle él? Tenía que ir al lavabo y como por milagro, se abstuvo de decírselo de la única manera que parecía posible en un lugar que carecía de lavabo («tengo que ir a mear»)… ya le había dicho lo suficiente por una noche. Ella le iluminó el pasillo con la linterna, a fin de que no tuviera que ir a tientas hasta su habitación.
Estaba demasiado cansado para encender la lámpara de gas. Sacó la linterna del cajón de la cómoda y bajó la empinada escalera. La luna se había ocultado y la oscuridad era ahora mucho más intensa. No debía de faltar mucho para que amaneciera. Eligió un árbol para aliviarse detrás del tronco, aunque no había nadie que pudiera verle. Cuando terminó de orinar los mosquitos ya le habían descubierto. Siguió con rapidez el haz luminoso de la linterna, de regreso al cobertizo.
La habitación de la señora Clausen y del pequeño Otto estaba a oscuras cuando Wallingford pasó silenciosamente ante la puerta abierta. Recordó que ella le había dicho que nunca dormía con la luz de gas encendida. Probablemente las lámparas de propano eran bastante seguras, pero la llama de una lámpara no dejaba de ser fuego y le inquietaba demasiado para poder dormir.
Wallingford dejó también abierta la puerta de su habitación, pues quería oír a Otto cuando se despertara. Tal vez se ofrecería para vigilar al niño a fin de que ella pudiera seguir durmiendo. ¿Tan difícil era entretener a un niño? ¿No era mucho más duro el público de la televisión?
Tras razonar de esta manera, se quitó la toalla que le rodeaba la cintura, se puso unos calzoncillos holgados, en forma de pantalones cortos, y se acostó, pero antes de apagar la linterna se fijó bien en el lugar donde estaba para encontrarla cuanto antes en la oscuridad si la necesitaba. (La dejó en el suelo, en el lado donde dormía la señora Clausen.) Ahora que se había puesto la luna, la negrura casi total se parecía a sus posibilidades con Doris.
Se olvidó de correr las cortinas, aunque Doris le había advertido de que por la mañana el sol incidía directamente en sus ventanas. Más tarde, cuando aún estaba dormido, tuvo la sensación de que en el cielo había una luz previa al amanecer. Fue entonces cuando los grajos empezaron a graznar. Incluso en sueños, los grajos estaban más presentes que los somorgujos. Sin verla siquiera, percibía la luz creciente.
Entonces le despertaron los lloros del pequeño Otto, y permaneció tendido mientras oía la voz de la señora Clausen que intentaba tranquilizar a su hijo. El niño dejó de llorar con bastante rapidez, pero siguió quejándose mientras su madre le cambiaba. A juzgar por el tono de voz de Doris y los diversos ruidos que hacía Otto, Wallingford supuso lo que estaban haciendo. Les oyó bajar por la escalera del cobertizo; la señora Clausen no dejaba de hablar mientras se encaminaba a la cabaña principal. Patrick recordó que había que mezclar con agua la leche en polvo para preparar el biberón. El agua se estaba calentando en la cocina.
Se miró primero el extremo del muñón y luego la muñeca derecha. (No se había acostumbrado a llevar el reloj en el brazo derecho.) En el mismo momento en que el sol naciente penetraba a través de las ventanas del dormitorio desde la otra orilla del lago, Patrick vio que apenas eran las cinco de la mañana.
Su profesión de reportero le había hecho viajar por todo el mundo, y estaba familiarizado con la falta de sueño. Pero empezaba a darse cuenta de que la señora Clausen llevaba siete meses sin dormir bien. Había sido un crimen por parte de Wallingford mantenerla despierta la mayor parte de la noche. Que Doris llevara una sola bolsa con sus cosas pero la canastilla del bebé contuviera media docena de bolsas era algo más que simbólico… ¡el pequeño Otto era su vida!
¿Cómo había pasado por la imaginación de Wallingford la posibilidad de que él pudiera entretener al pequeño Otto mientras la señora Clausen volvía a dormirse? No sabía alimentar al niño, y sólo había visto una vez (el día anterior) a Doris cambiarle los pañales. Además, probablemente sería incapaz de hacer eructar a Otto. (No sabía que la señora Clausen había dejado de hacer eso.)
Patrick estaba pensando en que debería tener el valor de saltar al lago y ahogarse, cuando la señora Clausen entró en su habitación llevando al pequeño Otto en brazos. El bebé estaba desnudo, con excepción del pañal, y Doris sólo llevaba una camiseta de media manga demasiado grande para ella, que probablemente había pertenecido al difunto Otto, del verde desvaído de Green Bay con el familiar logotipo de los Packers. Le llegaba hasta más abajo de medio muslo, casi a las rodillas.
– Ahora estamos bien despiertos, ¿verdad? -le decía la señora Clausen al pequeño Otto-. Vamos a ver si papá también está bien despierto.
Wallingford les hizo sitio en la cama y procuró mantener la serenidad. (Era la primera vez que Doris se refería a él llamándole «papá».)
La temperatura antes del amanecer era bastante fresca y hacía falta una manta para dormir, pero ahora la habitación estaba inundada de luz. Wallingford retiró la manta y la dejó en el suelo. La señora Clausen con el bebé se deslizó bajo la sábana.
– Deberías aprender a alimentarle -le dijo Doris, tendiéndole el biberón.
Apoyó al pequeño Otto en una almohada, y los brillantes ojos del niño siguieron al biberón que pasaba entre sus padres. Luego la señora Clausen sentó a Otto erguido entre dos almohadas. Bajo la mirada de su padre, el niño tomó un sonajero, lo sacudió y se lo llevó a la boca… no era precisamente una serie de acontecimientos fascinantes, pero el padre los contemplaba embelesado.
– Es un niño muy tranquilo -comentó la señora Clausen.
Wallingford no supo qué decirle.
– ¿Por qué no intentas leerle ese cuento del ratón que has traído? -le preguntó-. No es necesario que te comprenda, lo que importa es el sonido de tu voz. También a mí me gustaría escucharlo.
Patrick bajó de la cama y regresó con el libro.
– Bonitos calzoncillos -le dijo Doris.
Wallingford había señalado ciertos pasajes de Stuart Little, pensando que tendrían un significado especial para la señora Clausen. El fracaso de la primera cita de Stuart con Harriet Ames porque él está demasiado enojado por los daños causados a su canoa para aceptar la invitación de Harriet al baile. Lamentablemente, Harriet le dice adiós, «dejando a Stuart solo con sus sueños rotos y su canoa deteriorada».
Tiempo atrás, Patrick había pensado que a Doris le gustaría esa parte, pero ahora no estaba tan seguro, por lo que decidió pasar al último capítulo, «Hacia el norte», y leer tan sólo el fragmento de la conversación filosófica de Stuart con el reparador de teléfonos.
Primero hablan del pájaro que Stuart está buscando. El reparador de teléfonos le pide a Stuart que se lo describa, y entonces anota la descripción. Mientras Wallingford leía esa parte, la señora Clausen yacía de costado con el niño junto a ella, escuchándole atentamente. Con los dos padres al alcance de su mano, el pequeño se sentía lo bastante atendido.
Entonces Patrick llegó al momento en que el reparador de teléfonos le pregunta a Stuart adónde se dirige. Wallingford leyó el fragmento en un tono especialmente conmovedor.
– Al norte -dijo Stuart.
– El norte es bonito -dijo el reparador-. Siempre me ha gustado ir al norte. Claro que el sur también es una buena dirección.
– Sí, supongo que lo es -dijo Stuart, pensativo.
– Y también el este -siguió diciendo el reparador-. Cierta vez tuve una experiencia interesante cuando iba hacia el este. ¿Quieres que te hable de ella?
– No, gracias -replicó Stuart.
El reparador pareció decepcionado, pero no dejó de hablar.
– Hay algo en el norte… algo que lo distingue del resto de las direcciones. En mi opinión, una persona que se dirige al norte no comete ningún error.
– Así lo creo yo -dijo Stuart. A decir verdad, creo que a partir de ahora voy a viajar hacia el norte hasta el fin de mis días.
– Cosas peores podrían ocurrirle a una persona -dijo el reparador.
– Sí, lo sé -respondió Stuart.
Cosas peores le habían ocurrido a Patrick Wallingford. No se encaminaba hacia el norte cuando conoció a Mary Shanahan, a Angie, a Monika con ka, incluso a su ex esposa. Conoció a Marilyn en Nueva Orleans, donde recopilaba información para una noticia de tres minutos sobre los excesos del Martes de Carnaval. Por entonces tenía una aventura con Fiona X, otra maquilladora, pero la dejó para irse con Marilyn. (Un error que había reconocido mucho tiempo atrás.)
La estadística era trivial, pero Wallingford no recordaba a ninguna mujer con la que hubiera hecho el amor mientras viajaba hacia el norte. En cuanto a su presencia en el norte, sólo había estado allí con Doris Clausen, y quería seguir así (no necesariamente en el norte sino en cualquier parte) hasta el fin de sus días.
Patrick hizo una pausa para obtener un efecto dramático y repitió esa frase, «hasta el fin de mis días». Entonces miró al pequeño Otto, temeroso de que el niño se aburriera, pero estaba despierto como una ardilla; miraba alternativamente la cara de su padre y la portada en colores del cuento. (Stuart en su canoa de corteza de abedul con las palabras RECUERDOS DEL VERANO pintadas en la proa.)
Wallingford estaba encantado de haber conseguido la atención de su hijo, pero cuando miró a la señora Clausen, en quien esperaba causar una buena impresión, capaz de redimirle de sus errores, vio que se había dormido, con toda probabilidad antes de poder darse cuenta de la pertinencia que tenía el capítulo titulado «Hacia el norte». Yacía de costado, todavía vuelta hacia Patrick y el bebé, y aunque el cabello le ocultaba parcialmente el rostro, Wallingford observó que sonreía…
En fin… si no sonreía exactamente, por lo menos no fruncía el ceño. Tanto por su expresión como por la tranquilidad de su reposo, la señora Clausen parecía más sosegada de lo que Wallingford la había visto jamás, o más profundamente dormida, no podía saberlo con precisión.
Wallingford, que se tomaba en serio su nueva responsabilidad, cogió al pequeño Otto y se levantó de la cama con sumo cuidado para no despertar a la madre. Fue con el niño al otro dormitorio y se esforzó al máximo por sustituir a Doris: tuvo la audacia de intentar cambiarle el pañal sobre la cama, pero se consternó al ver que el pañal estaba seco y el pequeño Otto limpio, y mientras contemplaba el pene asombrosamente pequeño de su hijo, éste soltó hacia arriba un chorrito de orina que alcanzó de lleno a su padre en la cara. Ahora Patrick tenía un motivo para cambiarle el pañal, tarea nada fácil con una sola mano.
Finalizada esta tarea, se preguntó qué debería hacer a continuación. Puesto que el pequeño Otto estaba sentado en la cama, prácticamente aprisionado por las almohadas protectoras amontonadas a su alrededor, el inexperto padre buscó en la canastilla infantil, y reunió los objetos siguientes: un paquete de preparado para biberón, un biberón limpio, dos mudas de pañales, una camisa, por si hacía fresco en el exterior, un par de zapatos y otro de calcetines, por si al pequeño le divertía más brincar en el parque infantil.
El parque infantil estaba en la cabaña principal, y allá fue Wallingford con el pequeño. Se dijo, y con ello revelaba el instinto de precaución de un buen padre, que los zapatos y los calcetines protegerían los minúsculos dedos del bebé y evitarían que se clavara astillas en los suaves piececillos. Como una ocurrencia de última hora, poco antes de abandonar el piso en el cobertizo de los botes con Otto y la canastilla infantil, Wallingford metió en ésta el gorro del pequeño y el ejemplar de El paciente inglés perteneciente a la señora Clausen. Su única mano había tocado ligeramente la ropa interior de Doris al tomar el libro.
La temperatura era más baja en la cabaña principal, por lo que Patrick le puso la camisa a Otto y, por el puro gusto de aceptar el desafío, también le puso los calcetines y lo calzó. Intentó meterlo en el parque infantil, pero el niño se echó a llorar. Entonces lo sentó en la sillita alta, una posición que pareció gustar más a Otto. (Sólo momentáneamente, pues no había nada que comer.)
Patrick tomó una cucharilla del escurridor de platos, preparó un puré de plátano y se lo dio. Otto se divirtió escupiendo parte del plátano y restregándose la cara con el puré antes de limpiarse las manos en la camisa.
Wallingford se preguntó qué más podría darle al niño. El hervidor sobre el fogón de la cocina aún estaba caliente. Disolvió la leche en polvo en un cuarto de litro, más o menos, de agua caliente y mezcló parte del preparado con un poco de cereal para bebés, pero Otto prefería el plátano. Patrick trató de mezclar el cereal con una cucharadita de melocotón escurrido que extrajo de uno de los tarros de alimento infantil. Otto lo probó con cautela y pareció gustarle, pero no tardó en decorarse el cabello con varios glóbulos de puré de plátano y parte de la mezcla de melocotón y cereal.
Era evidente que, más que alimentar al pequeño Otto, lo estaba ensuciando con la comida. Humedeció con agua caliente una servilleta de papel y lo limpió en la medida de lo posible. Entonces sacó a Otto de la sillita alta y lo dejó en el parque infantil. El niño dio brincos durante un par de minutos antes de vomitar la mitad del desayuno.
Wallingford lo alzó del parque infantil y se sentó en la mecedora, con el pequeño en el regazo. Intentó darle el biberón, pero Otto, con las señales del estropicio en el pelo y la ropa, tan sólo bebió un poco antes de escupir en el regazo de su padre. Éste sólo llevaba puestos los calzoncillos, por lo que no importaba.
Probó a pasear de un lado a otro con Otto en el brazo izquierdo y El paciente inglés abierto, como un himnario, en la mano derecha. Pero la falta de la mano izquierda hacía que Otto resultara demasiado pesado para sostenerlo así demasiado tiempo, y Patrick regresó a la mecedora. Sentó al niño en un muslo, apoyado contra su cuerpo; la nuca de Otto descansaba sobre el pecho y el hombro izquierdo de Wallingford, que le rodeaba con el brazo izquierdo. Se mecieron durante diez minutos o más, hasta que Otto se durmió.
Patrick se mecía más lentamente, con el niño dormido en el regazo mientras intentaba leer la novela. Sostener el libro con su única mano no era tan difícil como pasar las páginas, algo que requería una considerable destreza manual, tan arduo para Wallingford como algunos de sus esfuerzos con las prótesis, pero el esfuerzo parecía armonizar con las primeras descripciones del paciente quemado, que parece no recordar quién es.
Leyó unas pocas páginas y se detuvo en una frase que la señora Clausen había subrayado en rojo, la descripción de la manera en que el epónimo paciente inglés ya se sume en la inconsciencia, ya se despierta mientras la enfermera le lee.
«Así pues, tanto si el inglés escuchaba atentamente como si no, los libros tenían para él lagunas en el argumento que eran como tramos de una carretera erosionados por las tormentas, ausencias de incidentes como si las langostas hubieran consumido una parte del tapiz, como si el yeso aflojado a causa del bombardeo se hubiera desprendido de un mural por la noche.»
No era sólo un pasaje para ser releído y admirado, sino que también hacía honor a la lectora que lo había subrayado. Wallingford cerró el libro y lo depositó suavemente en el suelo. Entonces cerró los ojos y se concentró en el movimiento relajante de la mecedora. Si retenía el aliento podía oír la respiración de su hijo, un momento sagrado para muchos padres primerizos. Y mientras se mecía, Patrick trazó un plan. Regresaría a Nueva York y leería El paciente inglés, subrayando los pasajes que más le gustasen. Entonces él y la señora Clausen podrían hacer comparaciones y discutir sus respectivas preferencias. Incluso podría persuadirla para alquilar el vídeo de la película y verla juntos.
Mientras se amodorraba en la mecedora, sujetando al niño ya dormido, se preguntó si ese tema no sería más prometedor para ellos que los viajes de un ratón o el ardor imaginativo de una araña condenada.
La señora Clausen los encontró dormidos en la mecedora. Como era una buena madre, examinó de cerca las pruebas de que Otto había desayunado, incluido lo que quedaba del biberón, la camisa asombrosamente manchada de su hijo, el pelo con melocotón pegado y los zapatos y calcetines con restos de plátano, así como la inequívoca indicación de que había vomitado en los calzoncillos de Patrick. Debió de encontrar todo esto de su agrado, sobre todo la estampa de los dos dormidos en la mecedora, porque los fotografió dos veces con su cámara.
Cuando Wallingford se despertó, Doris ya había preparado café y estaba friendo beicon. (El recordó haberle dicho que le gustaba desayunar con beicon.) Llevaba puesto el bañador violáceo, y Patrick imaginó su propio bañador solitario en el tendedero, una lastimosa señal del probable rechazo de su proposición por parte de la señora Clausen.
Pasaron el día juntos, sumidos en la pereza, aunque no relajados por completo. La tensión subyacente entre ellos se debía a que Doris no mencionó para nada la proposición de Patrick.
Se turnaron para bañarse alrededor del embarcadero y vigilar a Otto. Una vez más, Wallingford vadeó con el bebé en brazos las aguas someras en la playa arenosa. Juntos dieron una vuelta en barca. Patrick se sentó a proa, con el pequeño Otto en el regazo, mientras la señora Clausen pilotaba el fueraborda, porque lo dominaba mejor. El fueraborda no alcanzaba tanta velocidad como la lancha rápida, pero en caso de percance, un rasguño en el casco o un golpe, a los Clausen no les habría importado.
Cargaron las bolsas de basura en la embarcación y las transportaron al vertedero situado en la otra orilla del lago. Todos los habitantes de las casas de campo vecinas llevaban allí la basura. Todo lo que no depositaran en el vertedero, botellas, latas, papeles, sobras de comida, pañales sucios, tendrían que llevárselo en el hidroavión.
En el fueraborda, con el motor en marcha, no podían oírse el uno al otro, pero Wallingford miró a la señora Clausen y movió los labios para formar las palabras: «Te quiero». El supo que le había leído los labios, pero no entendió la respuesta de ella. Era una frase más larga que «te quiero,», y él se dio cuenta de que le estaba diciendo algo serio.
Cuando volvían de tirar la basura, el pequeño Otto se durmió. Wallingford llevó al niño dormido a su cuarto, escaleras arriba, y lo acostó en la cuna. Doris le dijo que solía dormir dos veces durante el día, y el movimiento de la embarcación era la causa de que se hubiera dormido tan profundamente. La señora Clausen supuso que tendría que despertarle para darle de comer.
Caía la tarde y el sol había empezado a ponerse.
– No le despiertes todavía -dijo Wallingford-. Ven al embarcadero conmigo, por favor.
Ambos llevaban bañador, y Patrick se hizo con un par de toallas.
– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Doris.
– Vamos a mojarnos otra vez -respondió él-. Luego nos sentaremos un rato en el embarcadero.
La señora Clausen temía no oír a Otto si se despertaba y comenzaba a llorar, ni siquiera con las ventanas del dormitorio abiertas. Las ventanas daban al lago, no al embarcadero que se internaba en el agua, y si pasaba una motora, como sucedía de vez en cuando, el estrépito les impediría oír cualquier sonido procedente de la casa. Patrick le prometió que él oiría al bebé.
Se lanzaron al agua desde el embarcadero y subieron enseguida por la escala. La llegada de la oscuridad fue casi inmediata. El sol se había puesto bajo las copas de los árboles en su orilla del lago, pero la orilla oriental estaba todavía iluminada. Se sentaron en las toallas sobre las tablas del embarcadero y Wallingford habló a la señora Clausen de las píldoras contra el dolor que tomó en la India y que, en el sueño inducido por la cápsula azul, había notado el calor del sol en la madera del embarcadero, a pesar de la oscuridad.
– Igual que ahora -comentó.
Ella no reaccionó. Temblaba un poco bajo el bañador mojado.
Patrick insistió en contarle que, en el sueño, oía la voz de la mujer, pero no la veía en ningún momento; tenía la voz más sensual del mundo, y le dijo: «Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?». La señora Clausen no dejaba de mirarle, y seguía temblando.
– Dilo, por favor -le pidió Wallingford.
– No tengo ganas de hacerlo -replicó Doris.
Le contó el resto del sueño inducido por la cápsula azul cobalto. Había respondido afirmativamente a la pregunta de ella, y el agua goteaba de sus bañadores mojados y caía entre las tablas del embarcadero, de regreso al lago. Le dijo que él y la mujer a la que no veía se desnudaron y que los hombros de ella olían a piel tostada por el sol, y que, al seguir con la lengua el contorno de la oreja femenina, había saboreado el agua del lago.
– ¿En el sueño hiciste el amor con ella? -le preguntó la señora Clausen.
– Sí.
– No puedo hacerlo -dijo ella-. Éste no es el lugar ni tampoco el momento. Además, hay una casa nueva en la otra orilla del lago. Los Clausen me han advertido de que el inquilino tiene un telescopio y espía a la gente.
Patrick miró hacia el lugar al que ella se refería. La cabaña al otro lado del lago tenía un color crudo; la madera nueva destacaba en el entorno azul y verde.
– Creía que el sueño se iba a convertir en realidad -se limitó a decirle él. (Quería decirle que casi se había convertido en realidad.)
La señora Clausen se levantó, llevándose la toalla consigo. Se quitó el bañador mojado y, al mismo tiempo, se cubrió con la toalla. Colgó el bañador del tendedero y se ciñó mejor la toalla.
– Voy a despertar a Otto -le dijo a Patrick.
Él se quitó el bañador y lo colgó de la cuerda, junto al de Doris. Como ella ya había ido al cobertizo, no se molestó en cubrirse con la toalla. Incluso permaneció un momento en pie ante el lago, sólo para obligar al gilipollas del telescopio a echarle un buen vistazo. Entonces se puso la toalla a la cintura y subió la escalera hasta su dormitorio. Se puso un bañador seco y una camisa polo. Cuando entró en el otro dormitorio, la señora Clausen también se había cambiado y llevaba una vieja camiseta de tirantes y unos pantalones cortos de nailon. Eran prendas que podría llevar un muchacho en un gimnasio, pero le sentaban de maravilla.
– Mira -le dijo a Patrick, sin mirarle-. Los sueños no han de tener un parecido exacto con la vida real para que se hagan realidad.
– No sé si tengo alguna posibilidad contigo -replicó Patrick
Con paso decidido y Otto en brazos, Doris le precedió hacia la cabaña principal.
– Todavía estoy pensando en ello -le dijo, dándole la espalda.
Wallingford supuso lo que ella había dicho, tras contar las sílabas de sus palabras. Pensó que eso mismo era lo que le había dicho en el fueraborda, cuando él no podía oírla. («Todavía estoy pensando en ello.») Así pues, tenía alguna posibilidad con ella, aunque probablemente era mínima.
Protegidos por la mosquitera, cenaron tranquilamente en el porche de la cabaña principal, que daba al lago cada vez más oscuro. Llegaron los mosquitos y su zumbido se convirtió en una música de fondo. Tomaron la segunda botella de vino tinto mientras Wallingford hablaba de sus esfuerzos iniciales para lograr que 1e despidieran. Esta vez fue lo bastante avispado para no mencionar a Mary Shanahan, y no le dijo a Doris que esa idea partía de algo que le oyó decir a Mary ni que ésta había elaborado un plan con los pasos que debía dar para que le despidieran.
También le dijo que había pensado irse de Nueva York, pero la señora Clausen pareció impacientarse con todo aquello.
– No quisiera que dejaras tu empleo por mí -le dijo-. Si puedo vivir contigo, puedo hacerlo en cualquier parte. El lugar donde vives o lo que haces es secundario.
Patrick iba de un lado a otro con el pequeño en brazos mientras Doris fregaba los platos.
– Preferiría que Mary no tuviera un hijo tuyo -manifestó finalmente la señora Clausen, cuando regresaban al cobertizo de los botes, sacudiendo los brazos para ahuyentar a los mosquitos.
Él no podía verle la cara, pues una vez más Doris iba por delante de él, con la linterna y la canastilla infantil, mientras él llevaba al niño en brazos.
– No puedo culparla… por ese deseo de tener un hijo tuyo -añadió Doris, en las escaleras que conducían al piso en el cobertizo de los botes-. Sólo confío en que no lo tenga. Aunque ahora ni puedes ni debes hacer nada al respecto.
Wallingford se daba cuenta de algo que le caracterizaba, la existencia de un elemento esencial de su destino que él activaba sin proponérselo pero sobre el que carecía de control: que Mary Shanahan estuviera embarazada o no dependía del azar.
Antes de abandonar la cabaña principal, después de usar el bañador y cepillarse los dientes, sacó un preservativo del estuche para el afeitado y lo llevó al cobertizo. Cuando él depositó a Otto en la cama sobre la que le cambiaba, la señora Clausen vio que Wallingford tenía algo en el interior del puño cerrado.
– ¿Qué tienes en la mano? -le preguntó ella.
Él le mostró el preservativo. Doris estaba inclinada sobre el pequeño Otto, al que cambiaba el pañal.
– Será mejor que vayas a buscar otro -le dijo-. Vas a necesitar por lo menos dos.
Patrick tomó una linterna, se expuso de nuevo a los mosquitos y regresó al dormitorio sobre el cobertizo de los botes con otro preservativo y una cerveza fría. Encendió la lámpara de gas en su habitación, una tarea sencilla para quienes tienen ambas manos, pero ardua para él. Encendió la cerilla de madera y se puso el palito entre los dientes mientras encendía el gas. Cuando se quitó el fósforo de la boca y lo aplicó a la lámpara, ésta produjo una ligera detonación y surgió una llama brillante. Bajó el volumen de propano, pero la luz en el dormitorio sólo se redujo un poco. Diciéndose que aquel exceso lumínico no era muy romántico, se desvistió y se metió desnudo en la cama.
Se cubrió sólo con la sábana, subiéndola hasta la cintura; y así permaneció tendido boca abajo, apoyado en los codos, con las dos almohadas apretadas contra el pecho. Miró a través de la ventana el lago iluminado por una luna enorme. Faltaban dos o tres noches para que la luna estuviese oficialmente llena, pero ya lo parecía.
Él dejó la botella de cerveza sin abrir sobre el tocador, confiando en que más tarde la compartieran ambos. Los dos condones, con sus envoltorios de papel de estaño, estaban bajo las almohadas.
Debido al griterío de los somorgujos y una pelea entre patos cerca de la orilla, Patrick no oyó a Doris cuando entró en la habitación, pero al tenderse encima de él, con los senos desnudos contra su espalda, supo que estaba desnuda.
– Tengo frío con el bañador mojado -le susurró al oído-. Voy a quitármelo. ¿Quieres quitarte el tuyo también?
Su voz era tan parecida a la de la mujer en el sueño inducido por la cápsula azul que Wallingford tuvo cierta dificultad para responderle. Cuando logró decirle que sí, ella ya le había puesto boca arriba y había bajado la sábana.
– Será mejor que me des una de esas cosas -le dijo.
Él extendió su única mano por detrás de la cabeza y bajo las almohadas, pero la señora Clausen fue más rápida, encontró uno de los preservativos y rasgó el envoltorio con los dientes.
– Déjame hacerlo -le dijo-. Quiero ponértelo, nunca lo he hecho.
Parecía un poco perpleja por el aspecto del condón, pero no vaciló en ponérselo; lamentablemente, intentó colocarlo al revés.
– Está enrollado de cierta manera -dijo Wallingford.
Doris se rió de su error. Le puso el preservativo de la manera correcta, pero demasiado apresurada para que él pudiera hablarle. Era la primera vez que la señora Clausen ponía un condón a un hombre, pero Wallingford ya estaba familiarizado con la manera en que se colocó a horcajadas encima de él. (Sólo que esta vez él estaba tendido boca arriba, no sentado en una silla en el consultorio del doctor Zajac.)
– Déjame que te diga algo sobre tu fidelidad hacia mí -le decía Doris mientras se movía arriba y abajo, las manos apoyadas en los hombros de Patrick-. Si la monogamia es problemática para ti, será mejor que me lo digas ahora mismo… será mejor que me detengas.
Wallingford no dijo nada ni tampoco hizo el menor ademán de detenerla.
– Por favor, no dejes preñada a ninguna más -le dijo la señora Clausen, incluso con más seriedad. Le presionaba con toda su fuerza, y él alzaba las caderas para facilitar la penetración.
– De acuerdo le dijo Patrick.
A la áspera luz de la lámpara de gas, sus sombras en movimiento se proyectaban en la pared donde el rectángulo más oscuro había llamado antes la atención de Wallingford, aquel lugar vacío donde estuvo el póster cervecero del señor Otto. Era como si su acoplamiento fuese un retrato fantasmal, su futuro juntos todavía sin decidir.
Cuando terminaron de hacer el amor, tomaron la cerveza, y la botella quedó vacía en unos segundos. Entonces anduvieron desnudos a bañarse en la oscuridad de la noche. Wallingford tomó una sola toalla para los dos y la señora Clausen llevó la linterna. Caminaron uno detrás de otro por la estrecha pasarela que era el embarcadero dentro del cobertizo de los botes, pero esta vez Doris pidió a Patrick que bajara por la escala al lago delante de ella. Apenas había entrado en el agua, cuando ella le pidió que volviera al estrecho embarcadero.
– Sigue la luz de la linterna -le dijo, y dirigió el haz a través de las tablas, iluminando uno de los postes de apoyo que desaparecían en el agua oscura.
A varios centímetros por encima de la superficie, bajo las tablas del embarcadero y en una tabla horizontal, algo llamó la atención de Patrick. Se acercó más hasta que pudo verlo bien, y se sostuvo en el agua pedaleando.
Había una larga escarpia clavada en el poste, de la que pendían dos anillos. La habían doblado y la cabeza también estaba clavada en la madera. Patrick se dio cuenta de que la señora Clausen habría tenido que pedalear en el agua mientras la clavaba, y entonces doblarla con el martillo. No debía de haber sido tarea fácil, ni siquiera para una buena nadadora que tenía dos manos y era bastante fuerte.
– ¿Todavía están ahí? -le preguntó Doris-. ¿Los ves?
– Sí -respondió él.
Doris colocó de nuevo la linterna de manera que el haz de luz iluminara el lago. Patrick nadó desde debajo del embarcadero hacia el haz luminoso, donde ella le estaba esperando; flotaba boca arriba, con los senos por encima de la superficie. La señora Clausen no dijo nada, y él también guardó silencio. Imaginó que, un invierno, el hielo sería más denso que de ordinario; podría rozar contra el embarcadero en el cobertizo y los anillos se perderían. O bien una tormenta invernal podría llevarse el cobertizo. Fuera como fuese, las alianzas matrimoniales estaban donde les correspondía. Eso era lo que la señora Clausen había querido mostrarle.
Al otro lado del lago, el mirón recién llegado había encendido las luces de su cabaña. Les llegaba el sonido de su receptor de radio. Estaba escuchando un partido de béisbol, pero Patrick no podía discernir cuáles eran los equipos que jugaban. Nadaron de regreso al cobertizo de los botes, orientados por las luces de la linterna que estaba en el embarcadero y las lámparas de gas cuyas llamas brillaban desde las ventanas de los dos dormitorios. Esta vez Wallingford no se olvidó de orinar en el lago, de modo que luego no tuviera que ir al bosque y sufrir el incordio de los mosquitos.
Ambos dieron las buenas noches al pequeño Otto con un beso, y Doris apagó la lámpara de gas en la habitación del niño y corrió las cortinas. Entonces apagó la lámpara en el otro dormitorio, donde yació desnuda y fresca tras el baño en el lago, cubierta sólo por la sábana. Ambos tenían aún el cabello húmedo y frío a la luz de la luna. Ella no corrió las cortinas a propósito, pues quería despertarse temprano, antes que el bebé. Tanto ella como Patrick se durmieron enseguida en la habitación tenuemente iluminada por la luna, que esa noche no se puso hasta casi las tres de la madrugada.
El lunes el sol salió poco antes de las cinco, pero la señora Clausen se había levantado bastante antes. Cuando Wallingford se despertó, la habitación tenía una coloración gris perlina o peltre, y observó que estaba excitado; la situación se parecía a una de las más eróticas en el sueño inducido por la cápsula azul.
La señora Clausen le estaba poniendo el segundo condón. Había descubierto una manera de hacerlo que era novedosa incluso para Wallingford: se lo desenrollaba sobre el pene con los dientes. Teniendo en cuenta que carecía de experiencia previa con los preservativos, se mostraba incomparablemente innovadora, pero Doris le confesó que se había informado del método en un libro.
– ¿Era una novela? -quiso saber Wallingford. (¡Claro que lo era!)
– Dame la mano -le pidió la señora Clausen.
Como es natural, él creyó que se refería a la mano derecha, la única que tenía, y se la tendió.
– No, ésa no, dame la cuarta.
Patrick supuso que la había oído mal. Sin duda ella había dicho: «dame la que te falta», la mano inexistente, fantasmal.
– ¿Cómo has dicho? -le preguntó Wallingford, para asegurarse.
– Que me des la mano, la cuarta -replicó Doris. Le tomó el muñón y se lo puso entre los muslos, donde él notó que los dedos inexistentes cobraban vida.
– Naciste con dos manos y perdiste una -le explicó la señora Clausen-. La de Otto fue la tercera. En cuanto a ésta… -apretó los muslos para recalcar sus palabras-, ésta es la que nunca me olvidará, ésta es mía, es tu cuarta mano.
– Ah.
Tal vez por esa razón él podía notarla, como si fuese real. Volvieron a bañarse después de hacer el amor, pero esta vez uno de ellos se situó ante la ventana del dormitorio del pequeño Otto, mirando al otro mientras nadaba. Durante el turno de la señora Clausen, cuando salía el sol, Otto se despertó.
Prepararon el equipaje y Doris realizó todas las pequeñas tareas necesarias antes de cerrar la casa. Incluso tuvo tiempo de cruzar el lago por última vez para echar la basura en el vertedero. Wallingford se quedó con Otto, pues Doris conducía la embarcación con mucha más rapidez cuando el niño no estaba con ella.
Ya habían depositado en el embarcadero su equipaje y las bolsas con las cosas del bebé cuando llegó el hidroavión. Mientras el piloto y la señora Clausen cargaban las bolsas en el pequeño aparato, Wallingford sostenía al pequeño Otto con el brazo derecho, y saludaba al mirón de la otra orilla del lago agitando el brazo sin mano. De vez en cuando veían el reflejo del sol en la lente del telescopio.
Cuando el hidroavión despegó, el piloto sobrevoló a baja altura el embarcadero del nuevo inquilino. El mirón fingía que el telescopio era una caña de pescar y que estaba pescando des de el embarcadero. Aquel estúpido lanzaba una y otra vez un anzuelo imaginario. El trípode del telescopio era una prueba incriminatoria en medio del embarcadero, como el soporte de una ruda pieza artillera.
Había demasiado ruido en la carlinga para que Wallingford y la señora Clausen pudieran entenderse sin gritar, pero intercambiaban constantes miradas y se pasaban a intervalos el bebé. Cuando el hidroavión descendía para amerizar, Patrick, sin pronunciar las palabras, tan sólo moviendo los labios, volvió a decirle: «Te quiero».
Al principio Doris no le respondió, y cuando lo hizo, también sin pronunciar las palabras y dejándole leer sus labios, dijo la misma frase, más larga que «te quiero», de la ocasión anterior. («Todavía lo estoy pensando.»)
Lo único que podía hacer Wallingford era esperar y ver el curso que seguían los acontecimientos.
Desde el lugar donde el hidroavión había amerizado, se dirigieron en coche al aeropuerto Austin Straubel de Green Bay. El pequeño Otto se agitaba en su asiento especial adaptado al del vehículo, mientras Wallingford se esforzaba por divertirle y Doris conducía. Ahora que podían hablar, no parecían tener nada que decirse.
En el aeropuerto, cuando se despidió de madre e hijo besándolos, Patrick notó que la señora Clausen le deslizaba algo en el bolsillo delantero.
– No lo mires ahora, por favor -le pidió ella-. Hazlo más tarde. Piensa tan sólo que mi piel ha vuelto a crecer y el agujero se ha cerrado. No podría seguir llevándolo aunque quisiera. Y además, sé que no lo necesito, ni tú tampoco. Deshazte de él, por favor.
Wallingford supo qué era sin necesidad de mirarlo: el chisme estimulador de la fertilidad que le viera cierta vez en el ombligo, el adorno corporal que llevaba en el ombligo perforado. Ardía en deseos de verlo.
No tuvo que esperar mucho. Pensaba en la ambigüedad de las palabras de la señora Clausen cuando se despidieron: «si acabo viviendo contigo», cuando el objeto que ella le había metido en el bolsillo accionó la alarma del detector de metales. Entonces tuvo que sacarlo del bolsillo y mirarlo. Una guardia de seguridad del aeropuerto también le echó un buen vistazo; en realidad, fue ella la primera que lo examinó.
El objeto era sorprendentemente pesado en relación con su pequeñez, y su color metálico, blanco grisáceo, relucía como el oro.
– Es platino -afirmó la guardia de seguridad. Era una india de piel oscura y cabello negro azabache, gruesa y de aspecto triste. Su manera de mirar el adorno del ombligo indicaba que sabía algo de joyería-. Esto debe de ser caro -le dijo, devolviéndole el objeto.
– No lo sé, no lo he comprado -replicó Wallingford-. Es una de esas cosas que usan los que practican el piercing, para un ombligo de mujer.
– Ya lo sé le dijo la guardia de seguridad-. En general disparan el detector de metales cuando alguien los lleva en el ombligo.
– Ah -dijo Patrick. Empezaba a ver qué era el amuleto de la buena suerte: una mano diminuta… una mano izquierda.
En el negocio del piercing llamaban «pesas» a esa clase de adorno: una varita con una bola que se enrosca en un extremo, para impedir que el adorno se caiga, un sistema bastante parecido al de la barra de un pendiente. Pero en el otro extremo de la varilla, diseñado como una esbelta muñeca, había la mano más delicada y exquisita que Patrick Wallingford había visto jamás. El dedo corazón estaba cruzado sobre el índice, formando ese símbolo casi universal de buena suerte. Patrick había esperado un símbolo de la fertilidad más concreto, tal vez un dios en miniatura o algún adorno tribal.
Otro guardia de seguridad llegó a la mesa ante la que se encontraban Wallingford y la mujer india. Era un negro menudo y delgado, con un bigote perfectamente arreglado.
– ¿Qué es esto? -le preguntó a su colega.
– Un adorno corporal, para tu ombligo -le explicó ella.
– ¡Para el mío no! -dijo el hombre, sonriendo.
Patrick le dio el amuleto de la buena suerte. En aquel momento se le deslizó la cazadora del antebrazo izquierdo y los guardias vieron que le faltaba la mano.
– ¡Eh, usted es el hombre del león! -exclamó el guardia menudo. Apenas había mirado la pequeña mano de platino con los dedos cruzados que descansaba en la palma de la suya.
La mujer tocó instintivamente el antebrazo izquierdo de Patrick.
– Lamento no haberlo reconocido, señor Wallingford -le dijo.
¿A qué obedecía la tristeza que reflejaba su semblante? Wallingford había sabido al instante que estaba triste, pero hasta entonces no había considerado los posibles motivos de su tristeza. En la garganta tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo, que podía deberse a cualquier cosa, desde un accidente en su infancia con unas tijeras hasta malos tratos conyugales o una violación.
Su colega, el negro menudo y delgado, miraba ahora el adorno corporal con renovado interés.
– Bueno, es una mano izquierda. ¡Ya lo entiendo! Supongo que es su amuleto de la buena suerte, ¿verdad?
– En realidad es para estimular la fertilidad, o eso me han dicho.
– ¿De veras? -le preguntó la india, y tomó el adorno que sostenía su compañero-. Déjeme verlo de nuevo. ¿Funciona? -le preguntó a Patrick, y él se dio cuenta de que lo decía en serio.
– Ha funcionado una vez -respondió él.
Era tentador conjeturar a qué se debía su tristeza. Aquella mujer rondaba los cuarenta años, llevaba una alianza matrimonial en el dedo anular derecho y otro con una turquesa en el de la mano derecha. Unas turquesas pendían de sus lóbulos. Tal vez tenía incluso perforado el ombligo. Tal vez no podía quedar embarazada.
– ¿Lo quiere? -le preguntó Wallingford-. Ya no me sirve para nada.
El guardia negro se echó a reír y se alejó, haciendo un gesto con la palma hacia abajo.
– ¡Eso sería lo último que le faltaba! -le dijo a Patrick, y sacudió la cabeza.
Tal vez la pobre mujer tenía una docena de hijos y había rogado que le ligaran las trompas, pero su buen marido no se lo permitía.
– ¡Cállate! -gritó la mujer a su colega que se alejaba. El hombre aún reía, pero a ella no parecía divertirle.
– Puede usted quedárselo, si lo desea -le dijo Wallingford. Al fin y al cabo, la señora Clausen le había pedido que se deshiciera del adorno.
La mujer cerró su oscura mano sobre el amuleto para la fertilidad.
– Me gustaría mucho tenerlo, pero estoy segura de que no puedo permitírmelo.
– ¡No, no! ¡Es gratis! Se lo doy, ya es suyo. Espero que funcione, si usted desea que lo haga.
No sabía si la mujer lo quería para ella, para una amiga o si conocía a alguien que se lo compraría.
A cierta distancia del puesto de seguridad, Wallingford se volvió y miró a la india. Ésta había vuelto al trabajo (para los demás era sólo una guardia de seguridad), pero cuando miró en dirección a Patrick, le saludó agitando la mano, con una cálida sonrisa. También alzó la minúscula mano. Wallingford estaba demasiado lejos para ver los dedos cruzados, pero el adorno destellaba bajo la brillante luz del aeropuerto. El platino volvía a relucir como el oro.
Patrick recordó las alianzas matrimoniales de Doris y Otto Clausen brillando bajo el haz de la linterna entre el agua oscura y la parte inferior del embarcadero en el cobertizo de los botes. ¿Cuántas veces desde que dejara allí los anillos, colgados de un clavo, había nadado bajo el embarcadero para mirarlos, pedaleando en el agua con la linterna en la mano?
¿O tal vez nunca lo había hecho? ¿Sólo los veía, como Wallingford lo hacía ahora, en sueños o en la imaginación, donde el oro era siempre más brillante y el reflejo de los anillos en el lago más duradero?
Si tenía una oportunidad con la señora Clausen, desde luego no dependía de que se corroborase si Mary Shanahan estaba embarazada o no. Más importante era la fuerza con que aquellas alianzas matrimoniales brillaban todavía bajo el embarcadero en los sueños y en la imaginación de Doris Clausen. Cuando el avión despegó rumbo a Cincinatti todo estaba en el aire (y en aquellos momentos en sentido literal), tanto su proyecto de vida en común con Doris Clausen como lo que ésta pensaba de él. Tendría que esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Era lunes, 26 de julio de 1999. Wallingford recordaría esa fecha durante largo tiempo, pues no volvería a ver a la señora Clausen hasta que transcurrieran tres meses y ocho días.