Tim Krabbé
La Desaparición

1

Como naves espaciales, los coches llenos de turistas avanzaban rítmicamente hacia el sur por la larga y ancha autopista. La tarde empezaba a teñir de violeta el paisaje ondulado de la Autoroute du Soleil, y la larga cinta de coches iba perdiendo densidad. Rex Hofman y Saskia Ehlvest llevaban diez horas en la carretera, y otra hora más los separaba del final de su primera etapa: un hotel en Nuits St. Georges, no muy lejos de Dijon. Quedaba un poco apartado de la ruta más lógica, pero a Saskia le había parecido que un nombre así bien valía el pequeño rodeo.

El destino final era una casa en la montaña con vistas al Mediterráneo, cerca de Hyéres; en otra ocasión habían cubierto una distancia semejante en un solo día, pero esa vez habían tomado muchas carreteras secundarias, y además, en lugar de coger el cinturón de París, habían atravesado la ciudad de punta a punta y se habían detenido a tomar algo en una terraza después de perderse varias veces.

– Es divertido ver cómo va cambiando lentamente el color local -había dicho Saskia.

«El color local siempre se pone rojo cuando llegamos nosotros», pensó Rex; sin embargo, para su propia sorpresa, no dijo nada.

Pero pesaban el calor y la lejanía, y durante la última hora los ánimos se habían crispado un poco. La segunda vez en diez minutos que Saskia tuvo que dejar su labor de punto para pelarle una naranja a Rex, se le cayó al suelo.

– ¡Que se me cae! -exclamó.

Rex sospechaba que lo había hecho a propósito, pero calló. Quizá él estuviera abusando un poco de sus privilegios de conductor para echarle en cara que ella nunca condujese. Le había pagado las prácticas en la autoescuela, pero, después de sacarse el carnet, ella apenas había cogido el coche, pese a lo mucho que él le había insistido. Rex lo lamentaba; había soñado con viajes a lugares lejanos y largas noches en las que ambos se turnaban al volante.

Ella se inclinó para mirar el salpicadero.

– ¿Qué haces?

– Miro cómo vamos de gasolina.

– ¡Si acabamos de echar!

– ¡Sólo estoy mirando!

El indicador del nivel de gasolina estaba estropeado. Ya lo estaba tres años atrás, la primera vez que habían salido juntos de vacaciones. Una tarde, Rex había pasado de largo la última estación de servicio después de jurar que tenían suficiente combustible para llegar al hotel y Saskia había tenido que esperar tres horas en un camino rural italiano, oscuro como la boca de un lobo, a que él regresara con un bidón. Desde entonces había una libretita magnética pegada al salpicadero para llevar el control del kilometraje: regalo de Saskia. En las vacaciones se encargaba ella misma de llevar la cuenta; había tres nuevas cifras de su puño y letra que dejaban claro que, si fuese preciso, podían llegar a Nuits St. Georges sin tener que detenerse a repostar. Además, aún tenían el bidón en el maletero. Pero era normal: el primer día de vacaciones uno siempre estaba un. poco alterado. Había tantas cosas que podían salir mal… ¿Tendrían constancia en el hotel de las reservas que habían hecho? ¿Se caerían las bicicletas del portaequipaje? ¿Existiría de veras la casa que habían alquilado?

«¿Por qué no conduces tú? Desde aquí se ve mucho mejor el cuentakilómetros…» Eso fue lo que Rex pensó, y también: «Será mejor que no diga nada.» Pero lo dijo.

Picados, continuaron el camino.

– No me apetece volver a quedarme sin gasolina, si a ti no te importa…

– Tenemos suficiente para volver a Amsterdam -dijo Rex.

Saskia se puso a silbar algunas notas y a mirar por la ventanilla.

En lo alto de una suave pendiente, como un singular castillo blanco, se alzaba una estación de servicio, anunciada por un letrero: «TOTAL, 900 metros.» La siguiente estación de FINA estaba a 49 kilómetros. La de FINA ya les habría ido bien, pero la estación de TOTAL se hallaba ante ellos como una insoslayable manzana de la discordia.

No dijeron nada.

En el último momento Rex tomó bruscamente el desvío de salida. Ni siquiera redujo la velocidad, para hacerlo lo más inesperado posible.

«¡Dios, qué infantil soy!», pensó. Por el rabillo del ojo derecho intentó ver cómo reaccionaba Saskia. Ella apretó los labios con fuerza y abrió los ojos de par en par: una mueca divertida que entre ellos tenía un significado: «oferta de reconciliación».

Se miraron y se echaron a reír.

– ¿En paz? -dijo ella haciendo el signo de la victoria con los dedos.

– En paz.

– Bueno, pues aprovecharé la oportunidad para ir a hacer el pis de la paz.

Rex había pensado continuar sin repostar, pero finalmente se puso a la cola; todos los surtidores estaban ocupados. Saskia le dio un beso y bajó del coche.

«¡Cuánto la quiero!», pensó mientras la veía desaparecer al otro lado de las puertas automáticas que daban acceso a la tienda de la estación, con el bolso de paja colgado del brazo. La sonrisa de Saskia apareció fugazmente en el retrovisor, como si fuese un regalo que ella le ofrecía. Después de cuatro años, aún no acababa de creerse que aquella mujer estuviese con él.

Aquellas discusiones infantiles en las que se enzarzaban eran en realidad una forma de expresar su unión. Se entregaban a ellas para constatar su amor, como millonarios que derrochan el dinero. Una hora más, y los dos estarían bañándose juntos en Nuits St. Georges.

Incluso a esas horas, las siete y diez, aún había una desordenada masa de gente bajo la marquesina de los surtidores. Se veían envoltorios de helados que revoloteaban por el suelo, autocaravanas, hombres en pantalones cortos y con las camisetas arrugadas, un dos caballos con una canoa llamada Queen Elizabeth sobre la baca… Cuando Rex arrancó para acercar el coche al surtidor, estuvo a punto de atropellar a una niña de aspecto vietnamita que iba arrastrando un patito con ruedas.

Las puertas automáticas trabajaban sin descanso a causa del variopinto gentío que tenía una cosa en común: la estación de servicio TOTAL no era el destino final de nadie. Un negro vestido con una rúnica africana buscaba a alguien con la mirada, mientras sostenía en las manos sendos helados; un hombre con un brazo en cabestrillo estaba apoyado contra la pared de vidrio de la tienda y se rascaba la cabeza con la mano sana; otro hombre sacaba una foto a una niña y a un niño que llevaban viseras de RICARD. Y justo cuando acabó de pagar, Rex vio también detrás del cristal el cabello alborotado con reflejos cobrizos de Saskia.

Se sentaron en sus respectivos asientos a la vez. Saskia echó una ojeada al cuentakilómetros y anotó las cifras en la libreta. Estuvo más rato del necesario y, cuando se incorporó, Rex leyó: «¡¡512!! ¡Demasiado pronto, pero qué más da'» Rex le dio un beso justo encima de la oreja y pisó el acelerador: a Nuits St. Georges de un tirón.

Pero Saskia dijo:

– ¿Por qué no descansamos un rato aquí? A ti te vendrá bien. La idea era hacer un viaje tranquilo y agradable, ¿recuerdas?

Lo cierto era que Rex hubiese preferido continuar, pero no era momento para pasar por alto las buenas intenciones de Saskia. Aparcó junto a un contenedor de basura que se hallaba al final de la zona ajardinada.

Saskia arrojó en él la bolsa con las mondaduras y luego estuvieron un rato estirando las piernas y chutando una pelota que ella había comprado para prevenir el entumecimiento del viaje. Después caminaron abrazados hasta la valla que rodeaba el césped y se sentaron sobre un pequeño montículo, detrás del cual había desperdicios amontonados.

– Bueno, no es precisamente una parada junto a un arroyo cantarín… -comentó Saskia. El césped también estaba sembrado por una vía láctea de deshechos y cajetillas de cigarrillos que llegaba hasta los surtidores de gasolina.

Permanecieron un rato en silencio, sentados el uno junto al otro. La luz del sol había empezado a declinar. A través de los setos se veía el flujo de coches en la Autoroute ; era fácil imaginar que desde aquel lugar uno podía ver pasar coches eternamente.

– Te quiero -dijo Saskia. Las grandes letras rojas de TOTAL de la marquesina que cubría los surtidores formaban una corona de plástico sobre su cabeza.

– Yo también te quiero.

– Y vamos a pasar unas vacaciones estupendas.

– Sí, yo también lo creo.

– ¿Qué te parece si escondemos una moneda aquí?

– Vale.

Rex abrió la cartera y le dio un franco a Saskia. Ella sacó otro de su bolsillo y agitó ambas monedas en el hueco de las manos para que no fuera posible distinguir de quién era cada una. Después fue hasta uno de los postes de la valla y puso los dos francos en una grieta que había en el pie de hormigón de la valla. Pero los cantos de las monedas sobresalían y Rex los cubrió con un guijarro.

Contó. Era el octavo poste desde el final de la valla. Esbozó una sonrisa: el ocho era el número de la suerte de Saskia. Las rosas eran más hermosas si había ocho, y ella lamentaba que él no fuese un año más joven porque entonces se habrían llevado ocho años.

Rex la abrazó y permanecieron así un buen rato.

– Ahora conduciré yo -dijo Saskia-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió Rex.

No quería hacer ningún comentario sarcástico. Deseaba fervientemente que nada de lo que él dijera pareciese sarcástico.

– Pero antes me apetecería tomar un refresco. Voy un momento a la tienda. ¿Quieres que te traiga algo?

– Ya voy yo, si quieres.

– No, voy yo. Te invito. ¿Te apetece una cerveza? Ahora ya no tienes que conducir.

– Sí, estupendo.

– Dame las llaves. Así voy haciéndome a ellas.

Rex le dio el llavero con la tira de piel deshilacha-da y Saskia se encaminó de nuevo hacia la estación de servicio, siguiendo la vía láctea. La vio alejarse. Vestía vaqueros blancos y un jersey amarillo pespunteado con hilo dorado. A menudo llevaba jerséis con la espalda descubierta, quizá porque él le había dicho en una ocasión que la espalda era la parte de su cuerpo que más le gustaba: desafiante, vulnerable y llena de pecas.

– ¿Llevas dinero? -le gritó Rex.

Ella se dio la vuelta y le mostró el monedero.

Rex alzó la mano y Saskia siguió adelante.

Cuando Rex volvió a mirar, ella ya había desaparecido.

Dio unos saltitos, correteó por el césped y volvió a sentarse. «"El pis de la paz", "así voy haciéndome a ellas"… ¡Qué cursi!», pensó Rex. Era la cuarta o quinta vez que hacían lo de enterrar monedas, y al menos en tres ocasiones, mientras la miraba a la cara, Rex había pensado para sus adentros que era una maniática. Sin embargo, no podía decirse que esas cosas lo irritaran, sino que eran precisamente esas cosas las que hacían que la amase. ¿Cómo era posible?

Una mañana, mientras ella aún dormía, él le había abierto el bolso y le había cogido una moneda del monedero. Temblando, y fascinado a la vez, por su maldad, permaneció unos instantes con la moneda en la mano… y al final no se la devolvió. En otra ocasión, Rex la llamó para pedirle que le buscara cierto pasaje de un libro. Mientras marcaba su número de teléfono, recordó de pronto que él tenía un ejemplar del libro, pero la llamó de todos modos. Y mientras ella le iba dictando el pasaje y él lo leía en su libro, había sentido un placer estremecedor. Nunca se lo había contado, era el mayor secreto que le ocultaba.

Eran pequeñas torturas. ¿Por qué? Jamás había hecho nada semejante con sus otras novias. Saskia era la única con la que realmente había deseado fundirse en un solo ser. ¿Acaso aquellas torturas eran una forma de expresar su incapacidad para conseguirlo, ni siquiera con ella?

Magnífica teoría, pero, entre tanto, mejor sería guardarse de no herirla con aquellas bromas.

Rex se puso en pie y se dirigió al coche, cogió la cámara Polaroid del bolso de Saskia y sacó una foto de la estación de servicio. Una broma del momento; se imaginaba las miradas que cruzaría con Saskia y con otros amigos años más tarde cuando leyeran el comentario en el álbum de fotos: «Estación de servicio TOTAL, con Saskia en el interior, pocos minutos antes de estrenarse como conductora por la Autoroute.»

Sostuvo la foto por una esquina y vio cómo la estación de servicio TOTAL y los coches que había aparcados iban surgiendo de las sustancias químicas, como si cobraran vida. Volvió a poner la cámara en su sitio y, con la fotografía en la mano, fue paseando hasta el montículo sin arroyo cantarín, se tumbó, con los codos apoyados en el suelo, y se puso a mirar la gasolinera.

Sin embargo, quizá se pasaba un poco atormentándola con lo de la gasolina. No se trataba sólo de lo que había sucedido en aquella carretera en Italia; había algo más. Cuando Rex regresó con el bidón, encontró a Saskia fuera de sí. Ella se aferró a él, sollozando como un animal acorralado, y le pidió que nunca volviera a dejarla sola. La angustia que había pasado en aquel rincón oscuro casi la había vuelto loca de miedo; se había sentido tan sola como en su pesadilla del Huevo de Oro. De niña, había soñado una vez que estaba encerrada dentro de un Huevo de Oro que volaba por el universo. Todo estaba oscuro. No había ni una estrella. Y ella tenía que permanecer allí para siempre, sin poder morir. Sólo tenía una esperanza. Por el espacio volaba otro Huevo de Oro igual que el suyo; si los dos chocaban, se destruirían, y entonces todo se acabaría. ¡Pero el universo era tan inmenso!

Rex se extrañó de que a una niña pudiera ocurrírsele una imagen tan estremecedora. Y le gastaba bromas al respecto.

Miró el reloj: pasaban unos minutos de las siete y media. Sobre las copas de los árboles del otro lado de la autopista flotaban unos jirones de nubes suaves y violetas que siempre hacían exclamar a Saskia: «Mira, mañana hará buen tiempo.» Por supuesto, aquella predicción no era infalible, y además la casa estaba todavía a un día de viaje; sin embargo, Rex saludó a las nubes imbuido del espíritu de Saskia: iban a ser unas vacaciones soleadas e inolvidables. También anunciaban que dejaría pasar cualquier oportunidad que se le presentase para fastidiarla durante el resto de las vacaciones, pensó Rex.

¡Era realmente adorable! Estaba decidida a conducir; no obstante, sus pasos vacilantes delataban lo mucho que eso la asustaba. Rex se levantó, estiró las piernas y fue dando saltitos hasta el coche. La chaqueta floreada de Saskia seguía en el respaldo de su asiento y la visera de su lado estaba bajada, como siempre: era un guiño habitual entre ellos; había un espejo.

«El que conduce debe estar guapo», Rex casi le oyó decir. Con toda segundad, en esos momentos estaría acicalándose tranquilamente. Era muy presumida. Una vez Rex le había sacado una foto en una playa nevada, donde, a juzgar por los pantalones, que llevaba pegados a las piernas, y los copos de nieve, soplaba un viento fuerte. A pesar de todo, Saskia alzaba un espejo contra los nubarrones oscuros con una mano mientras que con la otra se pintaba los labios. Pero toda su coquetería no empañaba la belleza díscola y trágica de su rostro.

¿Llevaba dinero? Sí, si no ya habría vuelto. Además, le había enseñado el monedero.

Dio un par de vueltas más por el césped, dando brincos y haciendo girar los brazos mientras respiraba profundamente. Consultó el reloj. Los jirones de nubes habían mudado su color violeta pálido a un morado más intenso, y seguían subiendo de tono.

«He aquí una buena ocasión de poner en práctica mis buenas intenciones -pensó Rex-. O sea, que ^no me sentaré al volante y le dirigiré una mirada ceñuda, diciendo: "Por mí no hace falta que conduzcas; anda, dame las llaves." No dejaré a un lado la cerveza después de darle un par de tragos. No acercaré el coche hasta la gasolinera para esperarla allí.» Además, las llaves las tenía ella.

Rex consultó el reloj: las ocho menos diecinueve. Se apoyó contra el coche y miró fijamente el edificio de la estación de servicio. Sacó la fotografía de la Polaroid del bolsillo. Había cambiado un poco. Algunos coches se habían marchado ya y había llegado uno nuevo. Toda la gente se había movido de sitio.

¿No se estaba pasando un poco? ¿Tendría que ir al quiosco a arrebatarle de las manos el ejemplar de Marie Claire que leía absorta? No, seguramente estaría cogiendo las flores que había visto detrás de la gasolinera o buscando algún regalo para él. Y volvería con algún chupete, o una flauta colgada de un cordón que hacía ruidos de pájaro al darle vueltas, o la libre-tita más pequeña del mundo con un lápiz inútil, y él pensaría: «¡Le encanta regalar tonterías!», pero, a la vez, su regalo le parecería bonito y enternecedor, y se sentiría feliz de tenerla a su lado.

¿Cuánto tiempo llevaba allí?

Las ocho menos diecisiete. Rex no pudo evitar alarmarse. Si no fuera porque no quería dejar el coche abierto, iría a echar un vistazo.

Decidió esperar a que la aguja del segundero diese toda la vuelta. Sin embargo, de pronto, sin pensarlo dos veces cogió el bolso de Saskia y se dirigió a la gasolinera con él bajo el brazo.

«El coche está impaciente porque lo conduzcas», eso le diría, y no algo malhumorado por haber tenido que dejarlo abierto.

Las puertas de vidrio se abrieron ante él, y entró en la tienda. Justo enfrente estaba la caja, y a la derecha, la sección de comestibles. Saskia no estaba allí. Había postergado mirar a la izquierda, pero no le quedó más remedio que hacerlo. A ambos lados de una estantería llena de torres Eíffel y puzzles, se extendían dos pasillos, al final de los cuales se veían las máquinas de bebidas, junto a una máquina del millón. Tampoco estaba allí. A la derecha de las máquinas de bebidas, se encontraban los servicios. Tampoco estaba allí. Abrió la puerta de los lavabos de señoras: Saskia no estaba delante del espejo.

Rex salió precipitadamente al exterior y corrió hacia la parte trasera de la tienda, donde había un pequeño aparcamiento y una zona ajardinada más pequeña con un par de mesas de picnic y unos bancos. No vio flores en la hierba, y tampoco a ella.

Regresó al coche y permaneció unos instantes allí, resollando. No entendía nada.

Un vacío desolador se expandió por su estómago, como si estuviese en un columpio que bajase sin cesar. Algo iba mal. Lo supo por los vivos colores de las bicicletas en el techo del coche, y por los colores de la chaqueta de Saskia. De pronto se sintió solo, como si todo hubiese acabado entre ellos.

¿Estaría gastándole una broma? Sacudió la cabeza.

Sacó una libreta y un bolígrafo de la bolsa donde llevaban las lecturas para las vacaciones y, apoyándose contra el capó todavía caliente, escribió: «Sas. No te encuentro. Te estoy buscando. Si lees esto, quédate junto al coche. Rex.» Luego dejó la hoja de papel en el limpiaparabrisas.

Volvió a mirar la fotografía, en la que destacaba la gran mancha blanca de un camión con remolque donde se leía «Amaddei Fréres».

Se dirigió de nuevo a la tienda con el bolso bajo el brazo. A través del seto se filtraban los haces amarillentos de los primeros coches que habían encendido las luces.

Vuelta a empezar. Escrutó de nuevo el local en busca de Saskia. En la zona de la derecha no estaba; en los dos pasillos tampoco; junto a las máquinas tampoco. Entró en los servicios de señoras. La mujer india que en ese momento se estaba lavando las manos le lanzó una mirada llena de recelo. Había tres cabinas, y sólo una de ellas estaba ocupada. Miró en el interior de las dos primeras y esperó a que abrieran la otra. De ella salió finalmente una mujer bajita que parecía una caricatura de su anterior novia. La mujer farfulló algo en tono alto y enfadado, de lo que Rex sólo pudo captar que hablaba en francés.

Fue a inspeccionar los lavabos de hombres.

Frente a los lavabos de señoras había una puerta en la que ponía «Service» y, en letras más pequeñas, unas palabras que rogaban no entrar. Rex abrió la puerta y vio a un hombre sentado detrás de una mesa de despacho, que levantó la vista, molesto.

– Esto no es zona pública-dijo.

Rex se disculpó y se fue.

¿Y ahora qué?

Saskia no se encontraba en la tienda. Entonces tenía que estar en el coche, habría leído la nota y no se habría movido de allí. Rex volvió corriendo al coche, que estaba algo más borroso. Las bicicletas eran como una tosca cornamenta en el techo. No estaba allí. La nota en el limpiaparabrisas se movía suavemente, impulsada por una brisa imperceptible. No había escrito ningún mensaje debajo del suyo.

Saskia parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

Rex fue a sentarse en el bordillo, junto al contenedor de basura. ¿Habría visto a un príncipe en un Rolls Royce blanco? Un impulso loco… y zas, lo había dejado para empezar una nueva vida. «Soy un poco voluble», le había dicho ella muchas veces. Podía haber descubierto de repente que no se sentía del todo realizada a su lado y que jamás lo conseguiría con él. Pero ¿dejarlo de aquel modo? Era impensable.

Transcurría el último minuto en el que aún podía suceder algo que entrara dentro de la normalidad.

Se levantó y gritó: «¡Saskia! ¡Saskia!» No pasó nada, salvo el sonido cada vez más apagado de su voz y el eterno zumbido de la autopista.

Las ocho menos dos minutos. El césped había 'adquirido un tono cobrizo y los jirones de nubes habían desaparecido. Sin dejar de gritar su nombre, Rex fue corriendo hasta la gasolinera, donde el camión articulado de «Amaddei Fréres, Transports Internationaux» se ponía en marcha entre sacudidas y resuellos.

¿La habrían arrastrado a uno de esos camiones? ¿Tal vez violado? ¿Se la estarían llevando en aquellos instantes para dejarla tirada después en la cuneta? «¡Saskia! ¡Saskia! ¡Saskia!», gritó. Fue corriendo hasta la zona ajardinada de detrás de la tienda. Más allá de las mesas de picnic, junto a la verja, había una zanja. Rex fue hasta allí arrastrando los píes para tantear el terreno. Se detuvo: las cosas no podían haber llegado al punto de tener que buscar a Saskia en las zanjas.

Tenía que estar en alguna parte, sólo que no sabía dónde. Aquello era insoportable, mortificante.

Corrió hasta los surtidores y permaneció en el bordillo, delante de las puertas automáticas. Aferrándose a la mirada huidiza de un joven empleado de la gasolinera, gritó: «¡Saskia! ¡Saskia!» La gente se paró en seco.

– Es mi mujer. Ha desaparecido -dijo, esperando sólo a medias que el empleado de la gasolinera interrumpiera su trabajo para encargarse de que Saskia volviera.

Entró en la tienda justo en el momento en que los fluorescentes se encendían. Ya no había tanta gente. Aunque Saskia hubiese estado allí dentro, era posible que ya no quedase nadie que la hubiese visto.

¡Excepto la cajera! De pronto Rex recordó que tenía una foto de Saskia en algún compartimento oscuro de su cartera.

Era una fotografía que se había hecho en un fotomatón cuando estuvieron una temporada sin poder verse; tenía una expresión coqueta, como si fuese a hacer pucheros.

La cajera la reconoció al instante.

– ¿Verdad que ahora lleva el pelo más corto? Sí, la he visto hace poco por aquí.

Saskia había estado junto a la máquina de café y después había ido a pedir cambio. Hacía más o menos media hora de eso.

Así pues, había estado en la máquina de café: eran sus primeros pasos después de que él la hubiese perdido de vista. Pero ¿junto a la máquina de café? Había ido a comprar una cerveza y un refresco para ella. «Pues la vi al lado de la máquina de café», afirmó la cajera. Estaba segura de ello y era poco probable que se equivocara, ya que la máquina de café y la de los refrescos estaban separadas por la máquina de helados y la del millón. ¿Había alguien a su lado? ¿Había hablado con alguien? La cajera no se había fijado tanto. Podía ser. Cientos de personas entraban y salían de allí durante todo el santo día…

– Ha desaparecido -dijo Rex-. No sé qué hacer.

La cajera se quedó pensativa unos instantes. No conseguía acordarse de nada más.

Rex se puso delante de la caja, sosteniendo la foto en alto.

– Señoras y señores, ¿podrían ustedes ayudarme, por favor? -dijo dirigiéndose a todos los presentes-. Mi mujer ha desaparecido hará una media hora. Entró para comprar algo y no ha regresado. ¿Podrían ustedes mirar la fotografía y decirme si la han visto?

Lo dijo en francés y lo repitió en inglés. Todos permanecieron en silencio, como cándidos turistas durante un acto conmemorativo en algún país extraño. En cuanto Rex acabó de hablar, la gente siguió con sus cosas.

Un hombre bajito de pelo ralo fue el único que le echó un vistazo a la foto. Rex lo reconoció. Era el hombre que había visto sentado al escritorio en el despacho que estaba enfrente de la puerta de los servicios de señoras, el encargado de la gasolinera TOTAL.

En su despacho, Rex le contó todo lo sucedido. El encargado anotó los datos personales de Saskia y después llamó a la policía. Les repitió todo, deletreándoles hasta la última letra de la dirección. Dijo un par de veces «oui» y colgó. La policía no iría hasta allí. ¿Por una desaparición de tres cuartos de hora? ¿Con la falta de personal que tenían?

– Usted dice que no se ha peleado con su mujer, y yo lo creo, señor, pero la policía… eso es otra cosa. Volveremos a intentarlo dentro de una hora.

– ¿Qué cree usted que puede haber pasado? -preguntó Rex.

Le permitió que hiciese una llamada gratis al hotel en Nuits St. Georges. Entre los objetos que había en el bolso de Saskia -un jersey, un espejo, una manzana, un trozo de regaliz-, encontró su agenda de viaje. El hotel se llamaba Cote d'Or. El encargado buscó el número de teléfono.

La voz espontánea de la recepcionista lo sorprendió: así que existía realmente… Saskia no había llegado aún. Rex le dijo que quizá se presentase sola.

En compañía del encargado, hizo una ronda por los surtidores. Y Saskia dio su siguiente paso: de los tres empleados que creían haberla visto, uno de ellos la había visto salir de la tienda con dos latas en la mano.

¿Y después?

Su mirada decía: «Que me maten si lo sé.» ¿Había visto a alguien con ella? No, a nadie en especial.

Sasída había estado muy cerca. Si él se hubiese quedado junto al coche la habría visto, pero se había ido. Y había hecho una foto. Rex echó a correr al interior de la tienda.

¿Era posible que hubiese sacado la instantánea en el mismo momento en que ella salía con las latas? Se paró al lado de un expositor giratorio con mapas de Michelin de color amarillo y sostuvo la foto a la luz.

La entrada de la tienda estaba oscura. No se podía distinguir muy bien, pero parecía como si la cabina del camión de Amaddei ocultara la puerta. Aparcados al lado de los contenedores de basura que había junto al césped, se veían varios coches con las puertas del maletero abiertas, y otros en el pequeño aparcamiento de delante de la rienda. En el césped había gente tumbada o sentada y también al lado de los vehículos. Rex contó en total diecisiete figuras humanas o puntitos que pudieran serlo. Podía afirmar sin temor a equivocarse que ninguno de aquellos diez puntitos era Saskia. ¿Sería uno de los otros? Encima de un coche verde, contrastando con el blanco del de Amaddei Fréres, se veían dos cabezas de alfiler. ¿Alguna de las dos podría describirse como pelirroja?

La cajera lo llamó. Se había acordado de algo más. Tal vez le sirviese de ayuda. Mientras le daba cambio, Saskia había estado todo el rato aferrando un manojo de llaves. Incluso se le habían caído. No había nadie más en la caja.

Rex volvió a salir fuera. Pasando más o menos por donde se veían las cabezas de alfiler en la foto, regresó lentamente al coche, que para entonces casi había desaparecido en la penumbra. Al primer vistazo, se percató de que algo no encajaba. No podía dar crédito a sus ojos: le habían robado las bicicletas. En la baca sólo vio algunas de las correas que las sujetaban.

Fue a sentarse en el bordillo, junto al contenedor de basura azul fluorescente.

– ¿Dónde estás? -musitó y rompió a llorar incontroladamente-. ¿Volveré a verte? -Se sintió solo, como un visitante del espacio a quien hubiesen abandonado.

Se sentó en el coche y encendió la luz. Las cosas de Saskia seguían en su sirio: la chaqueta sobre el respaldo, la labor de punto en la guantera, sobre el libro, y al lado la libreta: «¡¡512!! ¡Demasiado pronto, pero qué más da!»

Del cenicero sobresalía una colilla con rastros de carmín; junto al libro estaban sus cigarrillos y el mechero. Rex encendió uno y le dio una calada profunda. Era su primer cigarrillo en siete años. Un ligero mareo le oprimió la frente y la garganta.

Llevaba más de una hora desaparecida. Le pareció que la tenía frente a él, asustada, respirando por la nariz. Ya no había la menor posibilidad de que todo aquello fuese un malentendido del que los dos pudiesen luego reírse a gusto. No podía estar pasándole nada que no significase que estaba en apuros. Ella lo necesitaba. A Rex lo enloquecía el dolor de no poder ayudarla.

Pensándolo fríamente, las cosas sólo podían haber sucedido de una forma. La habían arrastrado o engañado para hacerla entrar en un coche y la habían secuestrado. Era atractiva, pero no tenía aspecto de rica. Seguramente habrían visto el coche viejo en el que viajaba…, así que tenía que tratarse de una violación. De modo que en esos instantes la estaban violando. ¿Y después? Quizá la matasen. En ese caso, tarde o temprano acabarían por encontrar el cadáver. Pero ella no sería tan tonta para oponer resistencia. Lo más probable era que la dejasen tirada en algún lugar apartado, y después de algunas horas llegaría al hotel por sus propios medios. Sí, eso era lo más probable. Ni siquiera podía decirse que las vacaciones estuviesen irremisiblemente perdidas.

Con el bolso de ella bajo el brazo, Rex reconstruyó sus propios movimientos desde el momento en que la había visto por última vez. Anotó el tiempo. Después cronometró el trayecto de ella. Hasta el interior de la tienda. A la máquina de bebidas, buscar los francos, pedir cambio… Bastante entretenido. Sacar dos latas. ¿Y qué pasaba con la máquina de café? ¿Le habría apetecido de repente tomar un café?

Sí, ¿por qué no? Bien. Tomar café, salir fuera, detenerse a echar el último vistazo.

Los tiempos coincidían. Podía haberla fotografiado, pero no aparecía en la foto.

El encargado llamó a la policía. Rex tuvo que ponerse al teléfono y dar una descripción de Saskia, la primera vez que lo hacía.

Esperó. Con el auricular pegado a la oreja, miró cómo el encargado copiaba cifras sin parar en una hoja suelta junto a la caja registradora. Después de un rato que se le hizo eterno, la voz regresó: Saskia Ehlvest no estaba ingresada en ningún hospital de los alrededores. No había nada que hacer por el momento. Estaba demasiado oscuro para iniciar la búsqueda y cabía la posibilidad de que diera señales de vida en las próximas horas. Si a la mañana siguiente seguía sin aparecer, Rex debía volver a llamar y abrirían una investigación. Le pidieron que no lo hiciera antes de las ocho.

Anocheció.

La cajera se fue. El empleado de la gasolinera que había sido la última persona en verla también se fue a casa, a dormir. Rex era el único en la estación de servicio que había visto a Saskia alguna vez. Llamó al hotel, pero ella no llegaba, y no llegaba. Llamó a la policía. Su nombre no figuraba en el registro de ningún hospital.

Rex prosiguió describiendo elipses desde el coche hasta la tienda, pero en ninguno de sus trayectos la encontró. Muy esporádicamente, la Autoroute segregaba algún que otro coche. Un silencio suave y susurrante se posó sobre la gasolinera TOTAL.

Como las nubes de Saskia habían anunciado, la noche era pura, clara e interminable. Estaba en alguna parte. Le partía el corazón no saber dónde.

Al final se sentó en el coche y se quedó contemplando fijamente la libreta con los números escritos y la nota en el limpiaparabrisas, una de cuyas puntas se levantaba de vez en cuando. Querer dormir y no poder dormir confluyeron en un mismo pensamiento: a Saskia le estaba sucediendo algo terrible en aquellos instantes. Era como si él pudiera sentir lo que ella sentía: el miedo y la soledad del Huevo de Oro. De ese modo, podía por fin ver cumplido su deseo de fundirse con ella en un solo ser.

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