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En 1950, Raymond Lemorne tenía dieciséis años.

Un fin de semana en el que había ido con su madre a la casa de sus tíos en Dijon, los adultos se marcharon el domingo por la mañana dejándolo solo. Estaba en la segunda planta del edificio. Había llevado una silla de la cocina al balcón y leía un libro. Al cabo de un rato dejó la lectura y fue a apoyarse en la barandilla. Debajo había un jardincillo con el césped recién cortado que se extendía hasta el siguiente edificio, sólo interrumpido por dos arriates. «¿Y si salto?», pensó.

De algún lugar del edificio sonaba música, un violín de jazz. ¿Stéphane Grappelli? No sabía gran cosa de música. La química era su asignatura favorita. Quería ser profesor.

Se encaramó a la silla y se sentó en la barandilla, con las piernas colgando hacia fuera y las manos cruzadas sobre los muslos. Miró hacia la hierba. El vecino ponía un disco tras otro, siempre de jazz. Resultaba agradable de oír. Era junio, hacía sol y el cielo era de un azul intenso. ¿Giraba la atmósfera también al compás de la Tierra, o era una bola inmóvil y vacía en cuyo interior rotaba la esfera terrestre?

Raymond Lemorne se sentía satisfecho. Esperaba con ilusión las dos últimas semanas de clase. Llevaba pantalón corto y una camisa de cuadritos abierta. Un vientecillo suave le refrescaba la cara. De cuando en cuando, la altura le producía un escalofrío. Por supuesto que la atmósfera giraba a la par de la Tierra. ¡Qué idiota era! ¿Cómo, si no, podían existir el clima oceánico y el continental? ¡Y la tormenta que eso provocaría! Cien en la escala de Beaufort o algo así, tenía que calcularlo algún día. La Tie rra se quedaría pelada como una bola de billar en una pulidora.

Se preguntó qué pasaría si saltaba. Sopesó detenidamente los pros y los contras, albergando en su interior el oscuro convencimiento de que acabaría saltando. Aquello le pareció extraño: ¿cómo podía estar tan seguro, si saltar era a todas luces un disparate? Pero la idea del salto se le había ocurrido de pronto: ¿cómo podía ser eso, a menos que existiese realmente la posibilidad de hacerlo? ¿Y cómo podía él llegar a saber si tenía o no esa posibilidad, salvo saltando?

¡Un nudo de ideas gordiano!

Llevaba media hora sentado en la barandilla, dándole vueltas a aquella paradoja y a otras cosas, y de pronto saltó. Estuvo seis semanas en el hospital con una pierna rota y una fractura doble en el brazo.

Tuvieron que pasar veintiún años para que a Lemorne se le volviese a ocurrir algo semejante.

Por entonces ya era profesor de química, estaba casado y tenía dos hijas, una de trece años y otra de once. Vivía en Autun, en el departamento de Saóne-et-Loire, y daba clases en un instituto. Un hermoso domingo de otoño fue de excursión con su familia al canal de Borgoña, un paraje situado entre Dijon y Beaune. Iban paseando por un camino de sirga que discurría junto a un tramo de río largo y anchuroso, por donde los coches tenían prohibido el paso. El sol poniente teñía el agua de un verde profundo, como de espinacas podridas, y, de vez en cuando, imponente en su inmovilidad, pasaba una chalana. Eran embarcaciones planas y alargadas cuya única protuberancia era la timonera, y en casi todas había un pequeño turismo encima del escotillón de carga, negro como el alquitrán.

Había una chalana de aquéllas en la orilla. Cuando pasaron junto a ella, Lemorne oyó un chapoteo sordo, como el de un pato herido que intentase levantar el vuelo.

– ¡Es un niño! -gritaron sus hijas al unísono.

Lemorne se precipitó hacia el dique y se lanzó al agua. En la popa de la embarcación asomaba una carita pequeña que se hundía y volvía a emerger. Se fue flotando hacia el centro del canal y empezó a mecerse en el oleaje de proa de otra embarcación que se aproximaba. Unas cuantas brazadas y Lemorne también se vio inmerso en aquel oleaje, al lado de la criatura. La agarró y nadó con ella hacia la orilla; su mujer y sus hijas los ayudaron a subir a tierra.

Era una niña pequeña que vestía una faldita a cuadros. Estaba consciente. Lemorne la dejó sobre la hierba, pero un instante después ella se puso en pie.

– ¿Dónde está Bidule? -preguntó la niña.

– Bidule, ¿quién es Bidule?

– Ahí está. ¡Se está ahogando! -Su frente se frunció en un gesto de desesperación. Estaba al borde de las lágrimas. Lemorne comprendió que se trataba de su muñeco, que se había caído al agua.

La tomó de la mano y juntos se encaminaron hacia la barca.

Gesticulando como espantapájaros que hubiesen descubierto de pronto que tenían vida, un hombre y una mujer bajaban por la pasarela. Entre sollozos, la mujer alzó a la niña del suelo y las tujas de Lemorne también se echaron a llorar.

Minutos después todos estaban en la cocina de la embarcación, con una taza de café delante. Lemorne llevaba ropa seca que le había prestado el hombre y la niña se había puesto otra faldita a cuadros, pero de colores distintos. Estaba muy callada, todavía bajo la impresión que le había causado la pérdida de su muñeca.

Lemorne se vio a sí mismo en la iglesia el día de la primera comunión de la niña y de testigo en su boda, así que se negó a darles su dirección. Se rió para sus adentros al ver el gesto de desilusión de Denise, su hija menor, que probablemente había visto pasar de largo una recompensa millonaria. Aceptó como regalo la ropa prestada y la bolsa de maña en la que metió sus prendas húmedas.

Pasearon un rato más por el camino de sirga disfrutando del agradable sol. El episodio del canal les parecía un golpe de suerte. Lemorne estaba resplandeciente con aquella ropa nueva que le quedaba impecable y disfrutaba de la silenciosa admiración que lo rodeaba a cada paso. De pronto, pensó: «Pero ¿sería igualmente capaz de cometer un crimen?»

Se imaginó el acto más cruel que pudo concebir.

En los tres años siguientes, no pasó ni un solo día en el que no le viniera al pensamiento, al menos una vez, la idea que se le había ocurrido en el canal. Fue entonces cuando se percató de la diferencia que existía entre aquello y su salto. ¡Podía parar en cualquier momento! Entonces, ¿el hecho de haber tenido ese pensamiento no lo obligaba a dar, cuando menos, el primer paso?

Un día rellenó una hoja de pedido en el instituto solicitando cloruro de cal. Antes de entregarle el sobre al conserje, pensó: «Todavía tengo este sobre en mi mano.»

En cuanto llegó el cloruro, Lemorne se encerró en el laboratorio después de las clases y, con el libro a un lado, se dispuso a preparar la solución. Debajo de la espuma que se formó en la retorta caliente se fue destilando el cloroformo, gota a gota, a través de la válvula de drenaje. Desprendía un olor dulzón.

Repitió todos los pasos de la fórmula hasta obtener unos cien mililitros, y a continuación los vertió en un frasco de color marrón. Después de limpiarlo y ordenarlo todo se llevó el frasco a la casita donde solía pasar los fines de semana, una construcción ruinosa situada entre Autun y Saulieu. Subió la escalera que conducía al desván y dejó el frasco en un rincón, entre montones de objetos que probablemente no se habían movido de sitio en años.

Llegó Navidad, Año Nuevo, y se fue con su familia a Normandía a pasar dos semanas de vacaciones.

La misma tarde de su regreso, Lemorne volvió a la casita, subió al desván e iluminó el frasco con la linterna. Sintió que se le aceleraba la respiración de placer y de respeto reverencial: era como sí su fantasía fuese cobrando forma ante sus ojos. El individuo que pretendiese llevar hasta el último paso lo que a él se le había ocurrido en el canal de Borgoña también habría escondido el frasco en aquel lugar.

Aparentemente no había ninguna diferencia.

Era un juego mental, tremendamente emocionante.

La casa, una herencia decepcionante de la familia de su mujer, se hallaba a veintiséis kilómetros de Autun, en las afueras de un villorrio llamado Effours; pese a estar al lado de una carretera nacional, quedaba escondida y solitaria. Disponía de tres habitaciones y una cocina, y delante de la puerta, la joya de la corona: un prado irregular del tamaño de medio campo de fútbol, con un considerable hoyo en un extremo, que debía de haber sido una piscina. Todo el conjunto quedaba tan oculto a la vista a causa de la arboleda que flanqueaba el camino, que hasta los ladrones pasaban de largo; jamás le habían robado nada de lo que Lemorne había dejado en la casa. Pero, al final, él mismo se había encargado de volver a llevárselo todo, pues sus planes de convertir la casa en un refugio de fin de semana acabaron por esfumarse. Además de mantener alejados a los ladrones, los árboles también tapaban la luz, ayudados por un pinar que había detrás de la casa. A las niñas aquel lugar les daba miedo. De modo que los cubiertos, los libros y el juego del Scrabble volvieron a Autun. En un rincón del jardín había una alta estructura metálica con dos ganchos oxidados: un columpio que habían utilizado muy poco.

Y atado a la rama de un árbol, junto al agujero oscuro por el que pasaban con el coche, hacía años que colgaba un letrero: A vendré. Su número de teléfono estaba debajo, pero aún no había recibido la llamada de ningún posible comprador.

Quitó el letrero y le dijo a su mujer que había decidido darse una última oportunidad para hacer algo con aquella casa. A ella le pareció bien, mientras no tuviera que participar. Gabrielle, su hija mayor, dijo que ella le echaría una mano; así, de paso, aprendería algo de carpintería. Denise, la más pequeña y también su preferida, murmuró algo de que ella no tenía tiempo. Lemorne sabía que no podría contar con ninguna de las dos, aunque en los ojos de Denise le pareció ver un atisbo de las picaras fiestas que más adelante organizaría allí.

A partir de entonces, Lemorne empezó a ir a Effours en sus tardes libres, algunas noches y los fines de semana. Compró una baca y un pequeño remolque para transportar el material. Resultó que la idea que Gabrielle se había hecho de la carpintería no tenía nada que ver con aquel interminable lijar de paneles y llenarse las manos de astillas y, después de la primera experiencia, lo dejó correr. Lemorne reparó las contraventanas, desalojó a los bichos y sus nidos, volvió a dar la luz y el agua, puso un frigorífico… lo suficiente para que resultase cómoda, sin que fuese demasiado atractiva a la vista.

En el mercadillo de Dole, tras un arduo regateo, compró un viejo colchón por ochenta francos. Se lo cargó sobre la cabeza y fue caminando hasta el coche. Cientos de personas podrían verlo, de hecho lo vieron, pero no sabían lo que estaban viendo: un paso más de un acto infame. Se sentía eufóricamente malvado, como si hubiese tomado un brebaje que lo hubiera hecho invisible a los demás.

De regreso en la cabaña, se tumbó sobre el colchón, empapó un pañuelo con el cloroformo, accionó el cronómetro del reloj y aspiró. La tarde en el laboratorio lo llenó… desapareció. Cuando despertó, se encontraba tan mareado que pasó una eternidad antes de que se acordara del cronómetro. Habían transcurrido once minutos. El hombre que llevara a cabo aquel plan también habría hecho eso.

Su familia fue a ver sus progresos y Lemorne sonrió ante los bienintencionados comentarios de sus hijas. Tomaron algo en una mesa llena de carcoma que había encontrado en el desván y sacado al jardín. Sabía lo que pensaban: «A papá se le ha ido un poco la olla con esta chabola.»

Denise pensó que la mesa debía de haber sido un antiguo escritorio o algo por el estilo, pues tenía un cajón. Lo abrió y se echó hacia atrás, gritando; decenas de cucarachas rojizas y brillantes pululaban en el interior, dando buena cuenta de algo marrón: los restos de un ratón de campo.

– Eso es lo que se llama un buen grito -constató Lemorne.

– Puedo hacerlo mucho mejor -replicó Denise en cuanto se hubo repuesto del susto.

– Ah, ¿sí?

¡Ahhhh!

– ¡Uaaaah! A ver quién grita más fuerte -propuso Lemorne.

Su mujer y Gabrielle no se apuntaron a la competición, pero se reían de las caras que la pequeña ponía al gritar.

A la tarde siguiente Lemorne fue a visitar a su vecino más cercano, un granjero que vivía al otro lado de la carretera y a quien le compraba huevos de vez en cuando. La conversación giró en torno a la dificultad de proteger las casas aisladas contra los ladrones y los gamberros.

– Ahora que lo pienso… -dijo Lemorne-, ayer vine con mi familia, no sé si usted nos vio… -el granjero sacudió negativamente la cabeza-, pero cuando llegamos nos pareció oír unos gritos en nuestro terreno. ¿Oyó usted algo?

El granjero no había oído nada.

En abril, Lemorne leyó en el periódico una noticia sobre una cafetería de Lyon donde habían desarticulado una red de tráfico ilegal de armas. Una semana después fue hasta allí y compró una pistola, que dejó en el desván, junto al frasco de cloroformo.

¿Cómo conseguiría el hombre cuyos preparativos él estaba imitando paso a paso atraer a su víctima hasta el refugio?

Para limitar el abanico de posibilidades, Lemorne empezó por decidir quién sería la víctima. Desde el primer instante, había pensado en una chica, quizá porque la criatura que había salvado era una niña. Pero no podía ser demasiado joven, tenía que ser alguien con plena conciencia de lo que le estaban haciendo.

Una mujer, entonces, pero no demasiado mayor, una mujer que tuviera mucho que perder y que dejara atrás mucho dolor: una joven y hermosa sería lo ideal, preferiblemente una madre. Sólo así merecía realmente la pena aquel juego mental.

Pero mientras cavaba, hacía reparaciones, sellaba el agujero de la piscina y meditaba sobre el secuestro, Lemorne pensó que aquel planteamiento era poco convincente. ¿De qué servían todos aquellos pasos si ya estaba decidido que no iba a llegar hasta el final?

Pero ¿estaba decidido? El mero hecho de plantearse la pregunta, ¿no indicaba que no lo estaba? Decidió posponer la respuesta por el momento.

Llegó el verano, y Lemorne realizó algunas escapadas por las carreteras provinciales de los alrededores de Autun. Vio a muchos jóvenes haciendo autostop; y también a chicas solas. Sin embargo, cada vez que paraba el coche, aparecía de pronto un chico de detrás de un árbol o de una tapia. Entonces Lemorne bajaba la ventanilla y les decía: «Vosotros actuáis con engaño, pero yo no. Tengo espacio suficiente para los dos, pero he parado porque quería llevarla sólo a ella», y seguía adelante.

Nunca vio a chicas que estuviesen verdaderamente solas, así que renunció a la idea de una autostopista. ¿Una prostituta? Por razones de su oficio, subiría al coche, pero las prostitutas eran las víctimas por excelencia, y eso le repugnaba. Además, su profesión las hacía más suspicaces, y era probable que les pidieran a sus chulos o a sus compañeras que anotaran la matrícula de los coches de sus clientes.

Sus alumnas y sus hijas quedaban excluidas, pues las pistas acabarían llevando hasta él.

Si al final acababa haciéndolo, el cloroformo y la pistola dejaban sólo un problema por resolver: ¿cómo lograr que la víctima subiese al coche?

Fue a buscar a Denise a la estación. Le abrió la puerta, rodeó el coche para cerrarla y, después de sentarse de nuevo al volante, alargó el brazo por detrás de la niña y bajó el seguro; luego dobló el brazo y le dio un pellizco en la mejilla.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Porque te quiero mucho.

– No… lo del seguro.

– ¿No oíste aquella noticia de una niña que se cayó del coche en la Automute porque la puerta no estaba bien cerrada?

– ¡No me digas!

– Pues sí, sucedió de verdad, y a vosotras os quiero mucho.

– Oye, papá, ¿tienes una amante? ¡Va, venga! No pongas esa cara de sorpresa. Un hombre de tu edad tiene derecho a algo así. Gaby no sospecha nada, pero todas esas horas que pasas en la casita…

– ¿Sospecha algo mamá?

– ¡Ay, se me ha escapado! -Le brillaban los ojos-. ¿Crees que mamá no mira nunca el cuentakilómetros? Anda, cuéntame. ¿Vive en Dijon?

– Mi querida hija… -dijo Lemorne- prefiero hacer como si no hubiera oído nada.

Esbozó una sonrisa que pareció satisfacer a Denise, a juzgar por la que exhibió ella.

Lemorne había aparcado el coche delante de la casa. Echó agua en una pequeña botella de tapón de rosca y se la metió en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. En el bolsillo derecho tenía un pañuelo grande.

Abrió la puerta del pasajero, esperó un poco y volvió a cerrarla. Rodeó el coche por detrás, sacó la botella del bolsillo, le quitó el tapón y vertió el agua en el pañuelo. Volvió a guardar la botella, abrió la puerta y se sentó. Deslizó la mano derecha, en la que tenía el pañuelo empapado, por detrás del respaldo del acompañante, bajó el seguro de la puerta y flexionó el brazo en un apretón fuerte y estremecedor.

Diez, veinte veces llenó la botella y repitió el proceso desde el principio, hasta que el pañuelo acabó por dejarle una roncha mojada en la cadera derecha.

No siempre le salía bien. A veces no lograba verter el agua a tiempo en el pañuelo o aún tenía la botella en la mano cuando entraba en el coche.

Era cuestión de práctica.

Con veinte mililitros de cloroformo en un frasco y la pistola en el bolsillo, Lemorne se fue a Dijon y aparcó cerca del centro, en una calle comercial ancha y no demasiado frecuentada, por la que circulaban trole-buses.

Esperó a que pasase una mujer sola. Se tomó el pulso: ciento diez.

Por el retrovisor exterior vio cómo se acercaba una muchacha de unos diecisiete años. Vacilante por los latidos del corazón, Lemorne se apeó del coche.

– Perdone que la moleste, pero ¿podría hacerle una pregunta?

– ¿Sí?

– ¿Podría indicarme cómo puedo llegar a la oficina de correos?

– ¿Va en coche?

Lemorne asintió con la cabeza y la joven se lo explicó. Él prestó atención a las indicaciones que le daba y le dio las gracias. Fue un par de calles más allá y preguntó a otra joven el camino de la oficina de correos. Ella se lo explicó. A la quinta joven, su pulso estaba en setenta.

Todas lo miraban sin recelo, y le daban atentas explicaciones, aunque a veces erróneas, de cómo llegar a correos. Lemorne atribuía aquella amabilidad a su propio comportamiento, que su mujer le había alabado tantas veces y que había hecho que en el instituto fuera un profesor popular y respetado: cordial, sin pecar de familiar. De vez en cuando tenía que esforzarse por reprimir la risa: aquellas jóvenes no tenían ni idea del papel que estaban representando. ¡Lo estaban entrenando!

– Señorita, ¿podría decirme cómo llegar a la oficina de correos?

– ¡Oh, casualmente voy hacia allí!

– Bueno, tengo el coche aquí mismo. ¿Quiere que la lleve?

Él le abrió la puerta. Aquel giro de los acontecimientos, que él ya había previsto que pudiera suceder, se había producido a la sexta chica.

– Humm… -una sombra se posó en su mirada, algo amargo-, prefiero caminar.

– Claro -repuso Lemorne-. Hace un día espléndido. Merci.

Se dio cuenta de su error: para la franja de edad que había escogido, la oficina de correos era una mala elección. Sería más apropiado preguntar por unos grandes almacenes.

Los intentos que hizo en Beaune y Chalón en los días sucesivos demostraron que estaba en lo cierto. Con el cloroformo y la pistola en el bolsillo, se acercaba a la víctima elegida sin alterarse lo más mínimo. Abordó a varias jóvenes que iban a los almacenes por los que él preguntaba, pero ninguna subió al coche. Estaba claro que no iba por el buen camino.

Se dio cuenta de otro error más grave. Abordando siempre a jóvenes de la misma zona estaba aumentando innecesariamente el riesgo de que alguna de ellas acabara viendo en el periódico a la futura afortunada. SÍ lo intentaba con extranjeras, el recuerdo de un hombre que había intentado meterlas en su coche quedaría repartido por toda Europa. El Progres de Lyon no se leía en Uppsala. ¿Y cómo abordar a mujeres extranjeras? Muy sencillo: cerca de Autun pasaba la autopista. Y de pronto, Lemorne vio lo elegante que resultaba aquella solución: no sólo encontraría a miles de mujeres extranjeras en las áreas de servicio, sino que además las reconocería por las matrículas de los coches.

Los exámenes finales terminaron, y con ellos las clases. Lemorne tenía dos semanas por delante antes de irse de vacaciones. Adquirió un abono en la Autoroute y se pasó todo un día junto a las máquinas de café en las tiendas de las estaciones de servicio, observando el devenir de los acontecimientos.

Pronto descubrió que siempre se repetía el mismo patrón. Mientras el hombre se quedaba en el coche poniendo gasolina, la mujer iba al baño y después solía visitar la tienda. Entre tanto el hombre ya había acabado de repostar y dejaba el coche delante de la tienda o en el aparcamiento grande. No entraba en la tienda. Cuando la mujer había terminado, salía a buscarlo. Durante unos momentos ella estaba aislada.

Pero ¿cómo hacerla entrar en el coche?

Le vino al pensamiento una imagen: unas semanas atrás, una mujer completamente desconocida había estado en su coche. No había reparado antes en ello porque la mujer lo había hecho por cuestiones de trabajo…, pero ¿había sido sólo por eso?

El día en que fue a Moulins para recoger unos tablones que había encargado, no estaba ninguno de los empleados habituales. Entonces, la recepcionista lo acompañó al almacén y lo ayudó a cargar los tablones en la baca y a asegurarlos con cuerdas. No era una mujer especialmente fuerte o atlética, y sin embargo lo había ayudado con tanto entusiasmo que parecía como si siempre hubiese estado esperando hacer aquel trabajo.

¿Era por el hecho de ser una mujer? Las mujeres no andaban acarreando pesos… ¿Sería eso lo que lo hacía divertido? Una mujer no hacía trabajos de carpintería… ¿Por eso había querido aprender Gabrielle?

Y aun en el caso de que no le resultase agradable, ¿no desconcertaría a cualquier mujer una petición que le exigiese poner a prueba su musculatura?, ¿no la desarmaría de su prevención natural frente a un hombre desconocido?

Una joven inglesa miraba pensativa mientras sostenía en la mano una lata de salchichas.

– Perdone que la moleste, ¿podría ayudarme?

Tuvo que repetir la pregunta, ella no hablaba francés.

– ¿Podría ayudarme? Tengo que acoplar el remolque a mi coche.

Remolque era trailer en inglés; para «acoplar» empleó «couple»; la había elegido al azar, pues en el diccionario también venían las palabras «hitch» y «pick up».

– ¿Yo?… Mi marido… -Miró hacia fuera en busca de apoyo, al lugar donde su autocaravana ya no estaba. Se encogió de hombros con una risita. El efecto esperado: asombro.

– Sólo será un momento. ¿Le importaría ayudarme? -Se lo preguntó en el mismo tono con el que pedía a sus alumnos que fuesen a buscar tizas y, como si ella ya hubiese dicho que sí, empezó a andar en dirección a la puerta. No miró para asegurarse de que lo seguía, de ese modo nadie podría relacionarlos, y ella tampoco tendría la oportunidad de quitárselo de encima con cualquier pretexto educado. ¿Volvería a poner las salchichas en su sitio o iría a pagarlas? Un error: tenía que haberla abordado antes de que hubiese cogido nada.

Permaneció al lado de la puerta del copiloto de su coche, que estaba aparcado junto al bordillo detrás de la tienda, y la joven se detuvo poco antes de llegar; no llevaba las salchichas y escudriñaba con la mirada a su alrededor.

– ¿Dónde está el remolque?

– ¡Oh! Disculpe que no se lo haya dicho -rió Lemornc y acto seguido añadió-: Está allí. ^Señaló hacia el aparcamiento grande. A unos cien metros de distancia, se hallaba el remolque, apoyado sobre el enganche-. ¿Va andando?

Lemorne dio un paso hacia el otro lado del coche, pero se detuvo y rió.

– Creo que será mejor que suba, así será más fácil. -Volvió sobre sus pasos y le abrió la puerta para que entrara.

Un velo negro cayó sobre los ojos de la mujer, como una nube que de pronto se hubiese deslizado sobre una piscina soleada. Permaneció indecisa unos instantes.

– Iré caminando -dijo con aire ausente.

– Como quiera -respondió Lemorne.

Fue en el coche hasta el remolque, y en lugar de la chica llegó un joven con aspecto cansado que le echó una mano con gesto malhumorado y receloso. Con toda la razón del mundo: la ayuda resultaba innecesaria, aun cuando el remolque hubiese contenido doscientos kilos de escombros. ¿Lo habría intuido la chica cuando él le había señalado el remolque?

Después de varios intentos, que anotó puntualmente para evitar pasar por la misma gasolinera con demasiada frecuencia, Lemorne lo dejó correr. En principio, su método era bueno. Las mujeres a las que se dirigía quedaban verdaderamente desconcertadas, y la mayoría lo acompañaban afuera. Pero, en cuanto les señalaba el remolque y les proponía que subiesen al coche, todas torcían el gesto en un rictus sombrío y desagradable y, sin excepción, todas reunían el coraje para negar la cortesía. Iban en busca de sus mandos o lo dejaban colgado.

Entonces, ¿qué? ¿Debería llevar una barca encima de un semirremolque? ¿Una autocaravana? ¿Dónde la metería? ¿No conseguiría al final que su familia, los vecinos o la gente de Effours frunciesen el entrecejo con extrañeza? No… todo cuanto él hiciese tenía que permanecer escondido, como un adoquín en una calle pavimentada.

Era el cumpleaños de Lemorne. Cumplía cuarenta y uno. Su mujer le había regalado un chaleco con una camisa a juego, un par de calzoncillos azules a rayas y una cafetera para el refugio. Gabrielle, una corbata y una lupa que también servía de pisapapeles. Y Denise, un ramo de flores, un paquete de galletas Crousty Miel, un llavero con una R metálica, y una sorpresa. Con piezas antiguas de Lego, Denise había construido una casa en la que la chimenea era el guardapuntas de un bolígrafo de ocho colores. Delante de la casa había un hombrecito de plástico con un martillo en la mano. Ese era él, y la casita era «la cabaña».

Lemorne reparó en que el hombrecito quedaría aplastado debajo del bolígrafo si intentaba escribir con él y lanzó una carcajada… de pronto sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto la solución.

No era el remolque el que tenía que ser más pesado, sino él quien tenía que ser más débil. Tenía que volver a la época de su salto.

Tiempo atrás había sido débil, y la gente le abría las puertas, los amigos le llevaban la cartera y desconocidos se agachaban para recogerle un libro cuando se le caía.

Aquello fue cuando llevaba la pierna enyesada y el brazo en cabestrillo.

A la mañana siguiente Lemorne condujo ciento cincuenta kilómetros hasta Lyon y compró un cabestrillo en una farmacia. En la oscuridad de un garaje se lo anudó al cuello y salió a la calle. Notó una erección, se sentía triunfante, como después del primer cosquilleo de una borrachera de buen vino.

Compró un kilo de manzanas, que le pusieron en una bolsa de plástico; con la bolsa en una mano y la otra en el cabestrillo se pasó toda la tarde entrando y saliendo de vestíbulos de hoteles, de cines y cafeterías, y en todas partes la gente se desvivía por abrirle la puerta. ¡Un inválido no podía hacer nada! ¡Había que ayudarlo! Anduvo por la ciudad durante horas, y de vez en cuando temía estallar en una carcajada incontenible en medio de una avenida llena de gente; lo veían y no sabían lo que estaban viendo: la solución de un acertijo que todavía no existía.

– Disculpe. ¿Podría usted ayudarme?

La muchacha le miró el brazo en el cabestrillo.

– Depende -respondió. Hablaba un francés excelente, para ser holandesa.

– Tengo que acoplar el remolque a mi coche. Resulta difícil con esto.

¿Remorque?

– Mi tráiler, mi pequeño tráiler.

Torció el gesto y miró hacia fuera, al surtidor del que su marido acababa de marcharse.

– No soy muy fuerte -musitó.

– Nos las arreglaremos -respondió Lemorne-. ¿Me ayuda?

Titubeante, se encogió de hombros.

Merci -dijo Lemorne, y salió fuera. Ella lo siguió, mientras él se felicitaba por la facilidad con la que había logrado pillarla desprevenida; nada en la actitud de la mujer apuntaba a que le pareciera raro que él condujese con el brazo en cabestrillo.

Cuando llegaron al coche, ella echó un vistazo a su alrededor.

– ¿Dónde está?

Lemorne lo señaló con el dedo.

– Allí, quizá tendría que habérselo dicho. Si quiere, venga conmigo en el coche…

Un gesto grave se deslizó por el semblante de la joven, algo sombrío… pero ya había pasado.

– Está bien… -dijo ella con desgana. Abrió la puerta y se sentó.

Lemorne comenzó a dar la vuelta al coche, deslizó la mano derecha en el interior del cabestrillo, y de pronto oyó un grito, seguido de un chirrido de ruedas al frenar y un ruido sordo.

Un cuerpo salió volando por los aires y cayó desplomado en una postura antinatural. Llegó gente corriendo de todas partes; en un abrir y cerrar de ojos había una cortina de variopintos colores veraniegos. La joven bajó del coche, le gritó algo que él no acertó a entender y también se dirigió hacia allá.

Poco después, Lemorne volvió a verla de la mano con su pareja mirando al accidentado.

«El destino», pensó, y se fue.

De camino a Autun se detuvo en Effours para dejar en la casita una caja de azulejos que había comprado aquel mismo día.

Cuando entró en el terreno de delante de la casa, vio una tienda de campaña naranja a medio montar. Sobre la hierba había dos jóvenes, que se pusieron de pie del susto. Resultaron ser dos autostopistas alemanes de unos diecisiete años. No hablaban francés, y Lemorne tuvo que desempolvar su alemán. Los chicos todavía estaban desconcertados por la aparición del propietario. No habían conseguido negar a ningún camping y habían pensado que quizá podían quedarse a pasar la noche allí.

Hacía media hora que habían llegado. No, nadie les había dicho que podían acampar allí. Habían querido seguir viaje, pero no los habían cogido. No habían hablado con nadie. Si podían quedarse a pasar la noche, se irían por la mañana temprano.

– Por supuesto. No hay problema -comentó Lemorne.

Fue hasta el coche y permaneció sentado unos instantes, pensando. Los chicos veían su rostro en el espejo retrovisor, sin atreverse aún a sonreír. Lemorne cogió la pistola de la guantera y bajó del vehículo. Eligió a uno de los chicos y lo mató de un disparo. Quería haberle disparado al otro inmediatamente después, pero la forma lenta en la que el labio inferior del muchacho se le había desencajado del superior le dio un aspecto tan estúpido que tardó unos segundos en volver a disparar.

Cargó los cuerpos en el coche y desmontó la tienda de campaña, maldiciendo a los dos jóvenes por tener que quitar las piquetas.

Cuando hubo metido la tienda en el coche, Lemorne se acercó hasta la casa del granjero de enfrente y le compró una docena de huevos. La conversación giró en torno a la afluencia de turistas en general y a los autostopistas en particular.

– Se ven muchos este año -dijo Lemorne.

– Incluso aquí -añadió el granjero-. Hace una hora había un par de ellos en su camino.

– Ah, ¿sí? No he visto a nadie.

– Los habrá cogido alguien…

– Yo nunca llevo a autostopistas -dijo Lemorne.

– Yo de vez en cuando -comentó el granjero encogiéndose de hombros.

El abono de la autopista le fue de maravilla para la ocasión, y Lemorne siguió conduciendo hacia el sur hasta que oscureció. En las montañas entre Lyon y St. Etienne se deshizo de los cuerpos y de la tienda arrojándolos por un barranco que había junto a una vía de servicio.

En el camino de regreso estuvo dándole vueltas a la cuestión de si seguiría o no hasta el final los pasos del individuo al que imitaba. Cuatro años habían transcurrido ya desde el incidente en el canal de Borgoña, y uno desde que había encargado el cloruro de cal… y todavía seguía sin saberlo. Cuando llegó a casa, cogió los huevos del asiento trasero y se dio cuenta de que había olvidado dejar la caja de azulejos en la cabaña.

El día siguiente amaneció diáfano y soleado, y Lemorne propuso a su familia ir a nadar. Como a su mujer no le apetecía, se fue con Gabrielle y Denise a un lago que estaba a unos pocos kilómetros de Autun. Había mucha gente, y en la transparente superficie del agua llena de figuras extrañamente seccionadas reconoció a algunos de sus alumnos.

Los salientes del monte y las gigantescas raíces de los árboles dividían la orilla en decenas de diminutas playas. Como ya era un poco tarde, Lemorne y sus hijas tuvieron que contentarse con una de las más pequeñas; además, a medida que pasaba el rato, fueron llegando más chicos que salían del agua o bajaban de la montaña hasta donde ellos estaban. Algunos se sentaron a charlar con Gabrielle y Denise.

Mientras tanto, Lemorne se dedicó a hojear el periódico. En las noticias regionales buscó y encontró el accidente de automóvil que había presenciado en la estación de servicio. La víctima resultó ser un joven inglés de veintiún años llamado L. Bodding, de Hull, y había salido razonablemente bien librado: una fractura craneal leve y una pierna rota.

La pequeña playa empezaba a rebosar. Lemorne ya había tenido que hacerse a un lado una vez; para entonces había unos doce niños allí y sólo dos niñas: sus hijas.

Lemorne se puso en pie, se aclaró la garganta y pidió silencio.

– Chicos, tengo dos cosas que deciros. La primera es que he visto que algunos lleváis cigarrillos e incluso habéis intentado encenderlos a escondidas.

No es necesario. Estamos de vacaciones y las reglas del instituto también están de vacaciones. En segundo lugar… -hizo una pausa ante los gritos de alegría-, os invito a un helado. Pero no creáis que soy tan simpático como parezco, pues ni por un momento se me ha pasado por la cabeza subir yo a buscarlos.

Levantó en el aire un billete de cien francos, se oyeron gritos de alborozo, y cinco minutos más tarde todos estaban mordisqueando sus cucuruchos.

A la una, Lemorne se marchó. Gabrielle y Denise se quedaron, después de prometerle que llegarían a tiempo a casa, y él les dio dinero para comer algo y coger el autobús.

Lemorne almorzó con su mujer, la ayudó a hacer las maletas para las vacaciones, que empezarían cuatro días más tarde, se echó una siesta de una hora y alrededor de las cinco se fue a la Autoroute.

Desenganchó el remolque y lo dejó en la gran zona ajardinada, volvió con el coche y lo aparcó junto al bordillo en la parte posterior de la tienda de la gasolinera. Quitó el tapón a la botella de cloroformo y le encajó un trapo en la boca. A continuación se ajustó el cabestrillo al hombro, introdujo el brazo izquierdo y escondió la botella junto al codo.

Salió del coche y respiró el agradable aire prevespertino, adulterado con el estimulante olor de los gases de los tubos de escape. Era el aroma de los viajes y la expectación; había llegado a sentirse como en casa en las estaciones de servicio; eran como pueblos en continuo cambio donde uno se lanzaba a la aventura en todos los países a la vez.

Caminó hasta el final de la zona ajardinada y regresó, disfrutando de las miradas que dirigían a su brazo en cabestrillo la gente que jugaba a la pelota o descansaba sobre la hierba.

La chica de las piernas largas sacó dos latas de Coca-Cola de la máquina.

– Perdone que la moleste -dijo Lemorne-. ¿Podría ayudarme? Tengo un pequeño remolque que necesitaría acoplar a mi coche, pero no puedo hacerlo con esto. -Adelantó un poco el brazo doblado. ¡Vaya invento había sido el cabestrillo! Toda reserva se había esfumado de la mirada de ella antes incluso de levantar la vista del brazo.

– ¿Yo?… Oui, naturellement. -Dijo la última sílaba con un simpático tono agudo-. ¿Se lo ha roto?

– Sí, jugando al tenis.-Hizo un movimiento de drive con el brazo derecho-. Me resbalé y paf… brazo roto.

– ¡Mala suerte! -dijo la joven.

– ¿Puede ayudarme?

Lemorne salió fuera y ella lo siguió.

– Bueno… ¿Dónde está su remolque?

– Oh, allí -dijo Lemorne-. Le pido disculpas, tenía que habérselo dicho. Tendrá que ir andando hasta allí.

– No pasa nada.

– Bueno, sí prefiere venir conmigo… A fin de cuentas yo también tengo que ir hasta allí. -Se rió y le abrió la puerta.

– Sí, será más fácil -respondió ella, pero de pronto su voz se apagó y permaneció quieta.

– Suba -dijo Lemorne.

La joven apretó las latas de Coca-Cola contra su cuerpo y en su rostro apareció la nube que Lemorne había visto hasta la saciedad en todas las mujeres a las que había realizado la misma proposición.

– Bueno… -dijo en un murmullo apenas audible como si estuviese pensando en otra cosa-, creo que iré andando.

Entre los dos acoplaron el remolque. Lemorne hizo casi todo el esfuerzo con el brazo derecho y ella se aseguró de que el enganche encajase en la bola del gancho de tiro.

La siguió con la mirada. Cuando llegó al coche, la mujer le dijo algo a su marido y los dos miraron en su dirección.

Merci -gritó Lemorne y los saludó con el brazo.

Subió a su vehículo, esperó a que se fueran y se quitó el cabestrillo. En su bloc de notas apuntó: «MOBIL "Le Chien Blanc"; 28-7-75; 18.00-18.15 h.»

Después de repasar sus anotaciones, decidió que aún podía hacer otro intento en la próxima área de servicio.

De un coche con matrícula holandesa salió una joven de unos veinticinco años que le recordó a Denise. Lemorne estaba junto a la máquina de café y la miró mientras pasaba junto a él y entraba en los servicios.

Eran más de las siete, pero aún había colas en todos los surtidores de la gasolinera. Aquello reducía las posibilidades de que su marido se hubiese ido antes de que ella saliese de la tienda.

Harto de la eterna espera junto a las máquinas de bebidas, Lemorne salió fuera. Se detuvo junto a las puertas y se quedó observando mientras el holandés adelantaba el coche hasta el surtidor. ¿Se quedaría la joven el tiempo suficiente en el servicio? Si Gabrielle y Denise podían servir de referencia, desde luego aún tenía alguna posibilidad. De pronto advirtió que un hombre se disponía a sacar una foto a dos niños que estaban a su lado delante de la puerta y se apartó un poco.

El holandés pagó y Lemorne volvió a entrar. Justo al otro lado de las puertas de vidrio se tropezó con la muchacha que se parecía a Denise.

Fue hasta la máquina de café y empezó a buscar a otra posible víctima. Diez, veinte mujeres pasaron por delante de su atenta mirada camino del servicio. Fue descartándolas una a una, y un instante después todas volvían a estar fuera con vasos de café o latas en la mano, sin imaginar que acababan de pasar el momento más delicado de sus vidas.

Se dirigió a una belga, pero la mujer hizo como que no lo había oído, una reacción poco amable. Lemorne sintió sed y metió dos francos en la máquina de refrescos. Intentó sacar la tónica Schweppes del orificio ayudándose solamente de la mano derecha, pero no pudo con aquel engorroso cabestrillo. Ya había constatado con anterioridad que aquel tipo de situaciones atraía a la gente como la miel a las moscas. Pero de esa forma él no podía elegir a su benefactor, y fue un alemán de unos sesenta años quien cayó en la trampa involuntaria. Al parecer el hombre se había caído de un árbol cuando tenía once años. Le abrió la lata y le deseó una pronta recuperación.

Lemorne se bebió el refresco, tiró la lata a la basura y decidió marcharse: no podía permanecer mucho rato en el mismo lugar.

Volvió al coche, se quitó el cabestrillo y apuntó: «TOTAL "Venoy-Grosse-Pierre"; 28-7-75; 19.00-19.20 h.»

Volvió a enganchar el remolque a su vehículo y miró hacia la zona ajardinada, donde había gente jugando al fútbol, o sentada contra la verja o tumbada lánguidamente sobre el césped.

Al arrancar vio en el indicador de gasolina que debía repostar. Regresó a los surtidores, donde todavía había colas. La tónica fría le había llegado ya a la vejiga y, después de pagar, aparcó junto a la tienda de la gasolinera, al lado de un enorme camión con remolque.

Cuando salió del servicio vio a la joven que hacía un rato le había pasado justo por delante, la muchacha holandesa que se parecía a Denise. Estaba al fondo de la tienda, al lado de la máquina de refrescos, sola.

Pese a no haber ensayado situaciones como aquélla, Lemorne se acercó a la máquina de café. Introdujo dos francos en la ranura y pulsó el botón de café solo con azúcar.

Mientras el vaso se llenaba con un gorgoteo, la joven seguía rebuscando en su monedero, una operación que ella complicaba innecesariamente al empeñarse en sujetar en la mano el manojo de llaves del coche.

La joven levantó la vista hacia él y avanzó en su dirección.

– Perdone -dijo-. ¿Habla francés?

– Soy francés -respondió Lemorne.

– Me falta un franco para la máquina. ¿No tendrá usted cambio por casualidad? -Hablaba bien francés, pero con cierta inseguridad.

– Un momento… -dijo Lemorne y extrajo la cartera del bolsillo. La moneda más pequeña era de diez francos, pero ella no tenía cambio; los dos se echaron a reír ante sus intentos fallidos de cambiar dinero entre ellos.

La joven se dirigió a la caja y pidió cambio.

Lemorne tomó un buen trago de su café.

«Bueno, vamonos», se dijo a sí mismo. Sacó del bolsillo las llaves del coche y se puso a juguetear distraídamente con ellas.

La joven volvió, sacó una lata de Fanta y otra de cerveza, y le dirigió una sonrisa a Lemorne. Daba la impresión de que le estaba mirando el cabestrillo… ¡pero se lo había quitado!

Lemorne chasqueó la lengua, sin saber qué decir.

La chica dio un paso hacia él.

– ¿Le importa que lo mire? -inquirió.

– ¿A qué se refiere?

Señaló la mano en la que sostenía las llaves.

– ¡Qué bonito! -comentó señalando la R del llavero-. ¿Sabría decirme dónde puedo comprar uno igual?

Lemorne se quedó pensativo. Sonrió y se encogió de hombros.

– Soy representante -dijo, preguntándose si ella entendería la palabra représentant-. Vendo cosas de éstas. Tengo el coche lleno.

– ¿De veras? -Una idea apareció en los ojos de ella-. ¿Cree que podría venderme uno? ¿Uno que también tuviera una R?

Él se quedó mirándola y suspiró.

– ¿Por qué no?

– ¿De verdad? ¿Y cuánto cuestan?

– Nueve francos con cincuenta -dijo Lemorne.

Apuró el café, tiró el vaso a una papelera y le hizo un gesto a ella para que lo siguiera. Podía oír sus pasos detrás.

Lemorne se detuvo junto a la puerta del coche y la joven se quedó esperando al lado del maletero; al parecer había pensado que los llaveros se encontraban ahí.

– No, no -le dijo Lemorne y le señaló el asiento de atrás, donde aún estaba la caja de azulejos, en la que se leía: J.-J. Montméjean-Autun-Tuilier. Apoyado contra la caja estaba el cabestrillo, del que sobresalía el tapón del frasco.

Se encontraban muy cerca el uno del otro. A la izquierda estaba el camión, y a la derecha había aparcada una caravana; era como si se hallasen en un estrecho callejón.

Lemorne abrió su puerta, se inclinó hacia el asiento de atrás y volvió a incorporarse.

– Pesa bastante -comentó mientras señalaba hacia la caja-. Lo más fácil sería que usted subiese.

Le señaló la puerta del acompañante y vio fugazmente cómo la oscuridad se cernía sobre su rostro, t aquel atisbo de desconfianza.

– ¿Una R? -dijo Lemorne.

– Sí. -La joven avanzó hacia la puerta, sosteniendo las latas en la mano. El se giró hacia el asiento de atrás. Cuando ella estuvo junto a la puerta, él ya había volcado la botella y tenía el trapo empapado en la mano.

Entonces la joven se sentó y se volvió hacia la caja.

– Perdone un momento -dijo Lemorne y estiró el brazo por detrás de ella. Con una repentina y violenta exhalación, la joven se apartó de él; Lemorne flexionó el brazo y apretó con fuerza la mano contra su rostro.

Ella arqueó la espalda como una saltadora en el filo del trampolín… de pronto dejó caer las latas y se desplomó hacia atrás.

«Ya te tengo», pensó Lemorne.

Arrancó el coche, salió del aparcamiento y entró en la Autoroute du Soleil.

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