XVII — La espada del Lictor

—Nos vamos —me dijo Casdoe—. Pero antes de partir haré el desayuno. No tiene que comer con nosotros si no quiere.

Asentí y esperé fuera hasta que me llevó una cuchara y un cuenco de madera con gachas; fui a comérmelas a la fuente. Ésta estaba escondida entre juncos, y no me asomé; era, supongo, una violación del juramento que le había hecho al alzabo, pero allí esperé, vigilando la casa.

Al cabo de un rato aparecieron Casdoe, su padre y el pequeño Severian. Ella llevaba un atado y el bastón del marido, y el viejo y el niño un pequeño saco cada uno. El perro, que al aparecer el alzabo debía de haberse metido bajo perra (no puedo decir que lo culpo, pero Triskele no lo habría hecho), retozaba entre ellos. Vi que Casdoe me buscaba con la mirada. Al no encontrarme, dejó un bulto en el umbral.

Los miré caminar bordeando el pequeño campo, que había sido arado y sembrado hacía apenas un mes y que ahora los pájaros cosecharían. Ni Casdoe ni su padre miraron atrás; pero el niño, Severian, se detuvo antes de subir la primera loma para ver una vez más el único hogar que había conocido. Las paredes de piedra se alzaban tan sólidas como siempre, y el humo del fuego del desayuno aún brotaba de la chimenea en un rizo blanco. Parece que entonces lo llamó la madre, porque corrió tras ella y se perdió de vista.

Dejé el abrigo de los juncos y fui hasta la puerta.

En el bulto del umbral había dos suaves mantas de guanaco y carne disecada envuelta en un tapete. Guardé la carne en mi talego y volví a doblar las mantas para llevarlas al hombro.

La lluvia había dejado el aire fresco y limpio, y estaba bien saber que pronto dejaría atrás la cabaña de piedra y sus olores a humo y comida. Eché un vistazo adentro, y vi la mancha negra de la sangre del alzabo y la silla rota. Casdoe había vuelto a poner en su sido la mesa, sobre la cual la Garra, que tan débilmente había brillado, no había dejado marca alguna. No quedaba nada que pareciera valer la pena llevarse; salí y cerré la puerta.

Luego me puse en marcha tras Casdoe y su grupo. No le perdonaba que no me hubiese alumbrado mientras luchaba contra el alzabo; habría podido hacerlo fácilmente bajando un poco la lámpara del desván. Pero tampoco podía culparla mucho por haberse puesto de parte de Agia: era una mujer sola entre los rostros escrutadores y las glaciales coronas de las montañas; y el niño y el viejo, a ninguno de los cuales podía atribuírsele gran culpa en la cuestión, eran por lo menos tan vulnerables como ella.

El sendero era blando, tanto que podía rastrearlos en el sentido más literal, siguiendo las pequeñas huellas de Casdoe, las más pequeñas aún del niño, que daba dos pasos por cada uno de la madre, y las del viejo, con los dedos apuntando hacia afuera. Caminaba despacio para no alcanzarlos, y aunque supiera que para mí el peligro crecía con cada paso que daba, me atrevía a esperar que las patrullas del arconte, al interrogarlas, me pusieran sobre aviso. Casdoe no me traicionaría, pues cualquier información honesta que les facilitara llevaría a los dimarchi por mal camino; y si el alzabo rondaba por ahí, esperaba oírlo u olerlo antes de que atacase; a fin de cuentas no había jurado dejar a sus presas indefensas, sino únicamente no perseguirlo ni quedarme en la casa.

El sendero no era sin duda más que una huella de caza ensanchada por Becan; pronto desapareció. Aquí el paisaje parecía menos árido que sobre la línea de vegetación. Las laderas que daban al sur estaban frecuentemente cubiertas de pequeños helechos y musgos, y en los riscos crecían coníferas. Rara vez dejaba de oírse el rumor de cascadas. Dentro de mí, Thecla recordó haber ido a pintar a un lugar muy parecido a éste, acompañada de su maestro y de dos guardias ceñudos. Empecé a pensar que pronto daría con el caballete, la paleta y la desordenada caja de pinceles, abandonados junto a alguna cascada cuando el sol ya no se demoraba en el rocío.

Por supuesto que no sucedió, y durante varias guardias no hubo ningún signo de presencia humana. Mezclados con las huellas del grupo de Casdoe vi rastros de ciervos, y en dos ocasiones observé las pisadas de los gatos monteses que los perseguían. Seguramente habían sido estampadas al amanecer, cuando la lluvia había amainado.

Luego vi una hilera de huellas dejadas por un pie desnudo más grande que el del viejo. En realidad eran más grandes que las de mis botas, y los pasos de su dueño, si acaso, más largos que los míos. Cruzaban en ángulo recto a las que yo seguía, pero una marca había caído sobre una de las del niño, demostrando que quien la hubiese impreso había pasado entre nosotros.

Apresuré la marcha.

Supuse que eran huellas de autóctono, aunque aun así me asombró la longitud de sus pasos: normalmente esos salvajes de las montañas son de baja estatura. Si de verdad era un autóctono, parecía improbable que hiciese daño a Casdoe y los demás, aunque podía robarles lo que llevaban. Por lo poco que sabía de ellos, los autóctonos eran cazadores astutos, pero no guerreros.

Las marcas de pies desnudos aparecieron otra vez. Por lo menos dos o tres individuos se habían unido al primero.

Otra cosa sería si se trataba de desertores del ejército; alrededor de una cuarta parte de los prisioneros de la Vincula habían sido esos hombres y sus mujeres, y muchos habían cometido los crímenes más atroces. Los desertores estarían bien armados, aunque yo hubiera esperado que también fueran bien calzados, no por cierto descalzos.

Frente a mí apareció una cuesta empinada. Vi los agujeros de la estaca de Casdoe, y las ramas rotas que ella y el viejo habían usado para trepar; algunas, era posible, rotas también por sus perseguidores. Reflexioné que a esas alturas el viejo tendría que estar exhausto, y que era sorprendente que la hija todavía pudiera urgirlo a caminar; tal vez el viejo ya supiera, tal vez lo supieran los tres, que los estaban persiguiendo. Cuando me acercaba a la cresta oí ladrar al perro, y luego (al mismo tiempo pareció casi un eco de la noche anterior) un grito salvaje, inarticulado.

Sin embargo, no era el horrible aullido semihumano del alzabo. Era un sonido que yo había oído a menudo antes; algunas veces, débilmente, incluso mientras estaba acostado en mi catre al lado del de Roche, y muchas cuando llevaba a nuestra mazmorra las comidas de los oficiales de guardia y de los clientes. Era precisamente el grito de uno de los clientes del tercer nivel, uno de los que ya no podían hablar con coherencia y por eso nunca eran llevados de nuevo a la sala de exámenes con fines prácticos. Eran zoántropos, como los que yo había visto imitados en la mascarada de Abdiesus. Al llegar a la cumbre los vi, y también a Casdoe con su padre y su hijo. En verdad, no se los puede llamar hombres; pero de lejos lo parecían, nueve hombres desnudos que rodeaban a los tres acuclillándose y brincando. Apreté el paso hasta que vi que uno descargaba la maza y el viejo caía.

Entonces vacilé, y lo que me detuvo no fue el miedo de Thecla sino el mío.

Yo había luchado contra los hombres-mono con valor, quizá, pero había tenido que hacerlo. Me había medido con el alzabo hasta que fue imposible seguir, pero no había habido otro sitio a donde escapar que la oscuridad de fuera, donde seguramente me habría matado.

Ahora podía elegir, y me contuve.

Casdoe tenía que haber sabido algo de ellos, viviendo donde había vivido, aunque era posible que nunca se los hubiera encontrado. Con el niño aferrado a la falda, blandía la estaca como si fuera un sable. Su voz me llegaba por encima de los aullidos de los zoántropos, aguda, ininteligible y aparentemente remota. Sentí el horror que siempre se siente cuando atacan a una mujer, pero junto a él, o quizá por debajo, estaba la idea de que ella no había querido luchar a mi lado y ahora tenía que luchar sola.

No podía durar, desde luego. Esas criaturas, o se asustan en seguida o no se asustan en absoluto. Vi que uno le arrebataba el palo, y desenvainé TerminusEst y corrí hacia ellos cuesta abajo. La figura desnuda la había tirado al suelo y se disponía (supuse) a violarla. Entonces algo enorme saltó desde los árboles que había a mi izquierda. Era tan grande y se movía con tal rapidez que al principio me pareció un caballo rojo, sin jinete ni silla. Sólo al ver el destello de los dientes y oír el grito del zoántropo comprendí que era el alzabo.

Los otros lo atacaron en seguida. Subiendo y bajando, por un momento las porras de madera dura se parecieron grotescamente a cabezas de gallinas que picoteaban unos granos de maíz recién desparramados. Luego un zoántropo voló por el aire, y el mismo que antes había estado desnudo pareció ahora envuelto en una capa escarlata.

Cuando al fin entré en combate el alzabo estaba en el suelo, y por un momento no pude prestarle atención. TerminusEst silbaba en órbita en torno a mi cabeza. Cayó una figura desnuda, luego otra. Una piedra del tamaño de un puño me pasó zumbando junto al oído, tan cerca que la oí; si me hubiera dado, un momento después habría estado muerto.

Pero éstos no eran los hombres-mono de la mina, tan numerosos que a la larga era imposible vencerlos. A uno lo abrí del hombro a la cintura, sintiendo cómo las costillas se quebraban una a una y traqueteaban contra la hoja; enseguida decapité a otro, y partí un cráneo.

Luego sólo hubo silencio y los gemidos del niño. En la hierba de la montaña quedaban siete zoántropos, cuatro muertos por Terminus Est, creo, y tres por el alzabo. En las fauces de la bestia vi el cuerpo de Casdoe, cabeza y hombros ya devorados. El viejo que había conocido a Fechin yacía arrugado como un muñeco; el famoso artista habría transformado esa muerte en algo hermoso, mostrándola desde una perspectiva que nadie más hubiera podido descubrir y corporizando en esa cabeza deformada la dignidad y la futilidad de toda vida humana. Pero Fechin no estaba allí. Junto al viejo yacía el perro, con las mandíbulas ensangrentadas.

Busqué al niño. Para mi horror, se había apretado contra el lomo del alzabo. Sin duda la cosa lo había llamado con la voz de su padre, y él había acudido. Ahora los cuartos traseros del alzabo temblaban espasmódicamente y los ojos estaban cerrados. Cuando tomé al niño por el brazo, la lengua de la bestia, más ancha y gruesa que la de un buey, brotó de la boca como para lamerle la mano; luego los hombros le temblaron con tal violencia que di un paso atrás. La lengua, que no había vuelto del todo a la boca, yacía fláccida en la hierba.

Aparté al niño y le dije: —Ya se ha terminado, Severian chico. ¿Estás bien?

Severian asintió y empezó a llorar, y durante largo rato lo tuve en brazos y caminé de un lado a otro. Por un momento pensé en usar la Garra, aunque en la casa de Casdoe me había fallado como tantas veces antes. Pero de haber tenido éxito, ¿quién podía predecir el resultado? Yo no deseaba revivir a los zoántropos ni al alzabo, y ¿qué vida podría otorgarse al cuerpo decapitado de Casdoe? En cuanto al viejo, hacía tiempo que estaba a las puertas de la muerte; ahora había muerto, y rápido. ¿Me habría agradecido que volviera a convocarlo sólo para morir de nuevo uno o dos años mas tarde? La gema refulgía al sol, pero su fulgor era mero brillo solar y no la luz del Conciliador, el gegenschein del Sol Nuevo, y volví a guardarla. El niño me miraba con ojos muy abiertos.

TerminusEst estaba ensangrentada hasta la guarda y más. Me senté en un árbol caído y mientras pensaba qué hacer la limpié con madera podrida, y luego afilé y aceité la hoja. Ni los zoántropos ni el alzabo me importaban nada, pero dejar que las bestias desmembraran los cuerpos de Casdoe y el viejo me parecía una vileza.

La prudencia, también, aconsejaba no hacerlo. ¿Y si aparecía otro alzabo, y después de deglutir la carne de Casdoe se lanzaba tras el chico? Sopesé la posibilidad de llevarlos de nuevo a la cabaña. Sin embargo era una distancia considerable; no podía transportarlos a los dos juntos, y lo más seguro era que cualquiera de los dos que dejara atrás habría sido violado antes de que yo regresara. Atraídos por la visión de tanta sangre, los teratornis carroñeros ya revoloteaban sobre nosotros, cada uno sostenido por alas tan anchas como la vela mayor de una carabela.

Durante un rato examiné la tierra, buscando algún lugar suficientemente blando como para cavar con el bastón de Casdoe; al final llevé los dos cadáveres a una franja de suelo rocoso cercana a un curso de agua, y los cubrí con un túmulo. Debajo de él yacerían, esperaba, casi un año, hasta que alrededor de la fiesta de la Sacra Katharine el deshielo barriera los huesos de hija y padre.

Severian chico, que al principio sólo había observado, se propuso cargar guijarros hasta que el túmulo quedó completo. Mientras nos lavábamos la arena y el sudor en el arroyo, preguntó: —¿Tú eres mi tío?

—Soy tu padre —respondí—, al menos por ahora. Cuando a alguien se le muere el padre, y es joven como tú, ha de tener uno nuevo. Ése soy yo.

Asintió, abstraído; y súbitamente recordé que, hacía apenas dos noches, había soñado con un mundo en el que todos estaban unidos por lazos de sangre, pues descendían de la misma pareja de colonos. Yo, que desconocía el nombre de mi madre, y el de mi padre, bien podía estar emparentado con ese niño que se llamaba igual que yo, o para el caso con cualquiera que conociese. El mundo con que había soñado era, para mí, la cama en la que había yacido. Ojalá pudiera describir lo serios que estábamos allí, junto a la risa del arroyo, lo solemne y limpio que se lo veía a él con la cara mojada y las gotitas que le chispeaban en las pestañas de los grandes ojos.

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