XII — Siguiendo la corriente

La glorieta se había ufanado de un techo sólido, pero las paredes eran un mero enrejado, cerrado más por los altos helechos plantados al pie que por los finos barrotes. Entre las rendijas se filtraban unos rayos de luna. El agua que corría fuera reflejaba otros rayos que entraban por el umbral. Vi el miedo en la cara de Cyriaca, y la certeza de que su única esperanza era que yo le tuviese aún cierto amor; y sabía que por lo tanto estaba perdida, pues yo no sentía nada.

—En el campamento del Autarca —repitió—. Eso me escribió Einhildis. En Orithya, cerca de las fuentes del Gyoll. Pero si vas allí a devolver el libro has de tener cuidado: dicen que los cacógenos han desembarcado en algún lugar del norte.

La escruté, intentando determinar si mentía. —Eso es lo que me dijo Einhildis. Me imagino que habrán querido evitar los espejos de la Casa Absoluta para escapar a los ojos del Autarca. Se supone que es su servidor, pero a veces se comporta como si ellas lo sirvieran a él.

La zamarreé. —¿Te estás burlando? ¿Que el Autarca las sirve?

—¡Por favor! Oh, por favor… La solté.

—Todo el mundo… ¡Erebus! Perdóname. —Ella sollozó, y aunque estaba en las sombras intuí que en ese momento se secaba los ojos y la nariz con el borde del hábito escarlata.— Lo sabe todo el mundo salvo los peones, y los padres de familia y las mujeres de su casa. Todos los armígeros e incluso la mayoría de los optimates lo han sabido siempre, y por supuesto los exultantes. Yo nunca he visto al Autarca, pero me han dicho que ese Virrey del Sol Nuevo es apenas más alto que yo. ¿Crees que nuestros orgullosos exultantes permitirían que alguien así los gobernara si no lo respaldasen mil cañones?

—Lo he visto —dije yo—. Y me pregunté lo mismo. Busqué entre los recuerdos de Thecla una confirmación de lo que decía Cyriaca, pero sólo encontré rumores.

—¿Me hablarías de él ahora? Por favor, Severian, antes de…

—No, ahora no. Pero ¿qué peligro pueden ser los cacógenos para mí?

—Seguramente el Autarca enviará exploradores a localizarlos, y supongo que también estará el arconte. Cualquiera que encuentren cerca de ellos será sospechoso de espionaje, o peor aún, de buscarlos con la esperanza de sumarlos a algún plan contra el Trono del Fénix.

—Ya veo.

—Severian, no me mates. Te lo suplico. No soy una buena mujer, nunca he sido una buena mujer, nunca desde que abandoné a las Peregrinas, y no estoy preparada para morir.

Le pregunté: —Pero bueno, ¿qué has hecho? ¿Por qué quiere Abdiesus hacerte matar? ¿Lo sabes? —Estrangular a un individuo cuyo cuello no tiene unos músculos muy fuertes es la simplicidad misma, y las manos ya se me curvaban dispuestas a la tarea; y sin embargo al mismo tiempo deseaba que me hubieran permitido usar Terminus Est.

—Amar a demasiados hombres, nada más. Hombres que no son mi marido.

Como movida por la memoria de esos abrazos, se levantó y vino hacia mí. La luz de la luna volvió a darle en el rostro; tenía los ojos brillantes de lágrimas no derramadas.

—Fue cruel conmigo después del casamiento, tan cruel… Y entonces yo tomé un amante, para humillarlo, y luego otro…

La voz fue bajando hasta que apenas pude oír las palabras.

—Y al fin tomar un nuevo amante se vuelve una costumbre, una forma de retrasar los días y demostrarse a una misma que la vida no se le ha escurrido ya entre los dedos, de demostrarse que todavía es bastante joven como para que los hombres le traigan regalos, para que todavía quieran acariciarle el pelo. Al fin y al cabo fue por eso que dejé a las Peregrinas. —Hizo una pausa y pareció juntar fuerzas.— ¿Sabes qué edad tengo? ¿Te lo dije?

—No —respondí.

—Entonces no te lo diré. Pero casi podría ser tu madre. Si hubiera concebido dentro de los dos años en que fue posible para mí. Estábamos en el sur, muy lejos, donde el gran hielo azul y blanco navega por mares negros. Había una pequeña colina adonde yo subía a mirar, y soñaba con ponerme ropa caliente y remar hasta el hielo con comida y un pájaro amaestrado que en realidad sólo tenía en mis deseos, y luego navegar en mi isla de hielo propia hasta una isla de palmeras, donde descubriría las ruinas de un castillo construido en el alba del mundo. Tú habrías nacido entonces, tal vez, mientras viajaba sola sobre el hielo. ¿Por qué en un viaje imaginario no va a nacer un niño imaginario? Habrías crecido pescando y nadando en un agua más tibia que la leche.

—Nadie mata a una mujer porque sea infiel, salvo el marido —dije yo.

Cyriaca dejó escapar un suspiro, y su sueño se desprendió de ella.

—Entre los armígeros establecidos por aquí, él es uno de los pocos que apoyan al arconte. Los otros esperan que desobedeciéndolo todo lo que se atrevan, y creando agitación entre los eclécticos, pueden persuadir al Autarca de que lo reemplace. Yo he convertido a mi marido en hazmerreír… Y por extensión a sus amigos y al arconte.

Porque dentro de mí estaba Thecla, vi la mansión de verano, medio finca, medio fuerte, llena de habitaciones que apenas habían cambiado en doscientos años. Oí las risitas de las damas y las pisadas de los cazadores, y más allá de las ventanas el sonido del cuerno, y los ladridos profundos de la jauría. Era el mundo al cual Thecla había esperado retirarse; y sentí piedad por esta mujer, forzada a recluirse allí cuando no había conocido ninguna esfera mayor.

Así como en la obra del doctor Talos la sala del Inquisidor, con su alto banco judicial, se esconde en el nivel más bajo de la Casa Absoluta, así en el sótano más polvoriento de la mente todos tenemos un mostrador en el que nos afanamos por pagar las deudas pretéritas con el devaluado dinero del presente. En ese mostrador ofrecí la vida de Cyriaca en pago por la de Thecla.

Cuando la hice salir de la glorieta supuso, lo sé, que me proponía matarla al borde del agua. En cambio, señalé el río.

—Esto fluye velozmente hacia el sur hasta que encuentra las aguas del Gyoll, que luego corren más lentamente hacia Nessus, y al cabo hacia el mar del sur. Ningún fugitivo que no lo desee puede ser encontrado en el laberinto de Nessus, porque en él hay incontables calles, patios y casas, y se ven cien veces todas las caras de todas las tierras. Si pudieras ir allí vestida como estás ahora, sin amigos ni dinero, ¿lo harías?

Ella asintió, con una mano pálida en la garganta. —En el Capulus todavía no han cerrado el paso a los barcos; Abdiesus sabe que hasta mediados del verano no tiene por qué temer ningún ataque librado contracorriente. Pero tendrás que pasar por debajo de las arcadas, y puedes ahogarte. Incluso si llegas a Nessus, tendrás que ganarte el pan… Lavar para otros, quizás, o cocinar.

—Sé arreglar el pelo y coser. Severian, he oído que a veces, como última y más terrible tortura, le dices a la prisionera que la liberarás. Si lo que me estás haciendo es eso, te suplico que pares. Ya has llegado bastante lejos.

—Eso lo hacen los calogueros y otros funcionarios religiosos. A nosotros no habría cliente que nos creyera. Pero quiero estar seguro de que no cometerás la tontería de volver a tu casa o buscar el perdón del arconte.

—Soy una tonta —dijo Cyriaca—. Pero no. Ni siquiera una tonta como yo haría algo así, lo juro. Bordeamos el agua hasta la escalinata donde los centinelas recibían a los huéspedes del arconte y se amarraban las pequeñas barcas de paseo brillantemente pintadas. Le dije a uno de los soldados que íbamos a probar el río, y le pregunté si nos sería difícil alquilar remeros que nos devolvieran corriente arriba. Dijo que si queríamos podíamos dejar la barca en el Capulus y volver en un futre. Cuando se volvió a reanudar la conversación con un camarada, fingí inspeccionar las barcas y aflojé la amarra de una de las más distantes del puesto de guardia. Dorcas dijo: —Y ahora te marchas al norte como un fugitivo, y yo te he quitado el dinero.

—No necesito mucho, y conseguiré más. —Me levanté.

—Llévate la mitad, al menos. —Meneé la cabeza y ella dijo: Entonces llévate dos chrisos. Yo puedo prostituirme, si las cosas empeoran mucho, o robar.

—Si robas te cortarán la mano. Yantes de que des las manos por tu cena, es mejor que yo corte otras para pagarme la mía.

Iba a marcharme, pero ella saltó de la cama y me aferró la capa.

—Ten cuidado, Severian. En la ciudad anda algo suelto… Salamandra, lo llamó Hethor. Sea lo que sea, quema a sus víctimas.

Le dije que tenía mucho más que temer de los soldados del arconte que de la salamandra, y salí sin darle tiempo a que me replicase. Pero mientras me fatigaba subiendo por una callejuela de la ribera oeste que según habían asegurado mis barqueros me llevaría a la cima del acantilado, me pregunté si no tendría que temer más el frío de las montañas y las bestias salvajes que cualquiera de los otros dos peligros. También me pregunté por Hethor, y por cómo me habría seguido hasta tan al norte, y por qué. Pero más que en ninguna de esas cosas pensé en Dorcas, y en lo que había sido para mí, y yo para ella. Iba a pasar mucho tiempo antes de que volviese siquiera a verla un momento, y creo que en cierto modo lo presentí. Así como al dejar por primera vez la Ciudadela me había subido la capucha para ocultar mis sonrisas a los transeúntes, ahora me cubrí la cara para ocultar las lágrimas que me mojaban las mejillas.

Dos veces había visto aquel día el depósito que alimentaba la Vincula, pero ninguna de noche. Antes me había parecido pequeño, un estanque rectangular no mayor que los cimientos de una casa y no más hondo que una tumba. Parecía casi un lago bajo la luna menguante, y podría haber sido tan hondo como la cisterna que había bajo el Campanario.

Estaba a no más de cien pasos de la muralla que defendía el margen occidental de Thrax. En la muralla había torres —una muy cerca del depósito— y a esas alturas, sin duda, las guarniciones habrían recibido la orden de prenderme si intentaba escapar de la ciudad. A intervalos, mientras avanzaba por el acantilado, había divisado a los centinelas que patrullaban el muro; llevaban las lanzas apagadas, pero las estrellas les alumbraban las crestas de los yelmos, que a veces reflejaban tenuemente la luz.

Me agazapé, mirando la ciudad y confiando en que la capa y la capucha fulígenas los engañaran. Habían bajado los barrados portículos de hierro de las arcadas del Capulus; podía detectar las turbulencias del Acis donde el agua los golpeaba. Eso me despejó cualquier duda: habían detenido a Cyriaca; o más probablemente la habían visto, nada más, y la habían denunciado. Abdiesus podría o no hacer ingentes esfuerzos para capturarla; me parecía muy probable que le permitiera desaparecer, evitando así que llamara la atención. Pero no cabía duda de que a mí me iba a apresar, si podía, y a ejecutarme como el traidor a su autoridad que yo era.

Desde el agua volví la mirada hacia el agua, desde el presuroso Acis al depósito en calma. Conocía la palabra para abrir la compuerta, y la usé. El antiguo mecanismo rechinó, como puesto en marcha por esclavos fantasmas, y entonces las aguas quietas también corrieron, corrieron más rápido que el furioso Acis en el Capulus. Muy abajo, los prisioneros oirían el bramido, y los más cercanos a la entrada verían la espuma blanca del torrente. En un momento los que estaban de pie tendrían el agua hasta los tobillos, y los que habían estado durmiendo se esforzarían por incorporarse. Un momento más y todos tendrían el agua a la cintura; pero estaban encadenados a sus sitios, y los más débiles serían sostenidos por los más fuertes: ninguno, esperaba yo, se ahogaría. Dejando sus puestos, los clavígeros de la entrada se apresurarían a subir el empinado sendero que llevaba a la cumbre para ver quién había tocado el depósito.

Mientras se escurría lo que quedaba de agua, oí rodar por la pendiente las piedras que desplazaban con los pies. Volví a cerrar la compuerta y me metí en el viscoso y casi vertical pasaje que el agua acababa de atravesar. Habría avanzado con más facilidad de no haber sido por Terminus Est. Para apretar la espalda contra un lado de ese tubo retorcido, como de chimenea, tuve que descolgármela del hombro, pero no tenía ninguna mano libre para sostenerla. Me puse el tahalí alrededor del cuello, dejé que hoja y vaina colgaran y traté de que el peso no me molestara demasiado. Dos veces resbalé, pero cada vez me salvó una curva del menguante pasaje; y al fin, cuando habiendo pasado un cierto tiempo me convencí de que los clavígeros se habían ido, vi el resplandor rojo de una antorcha y saqué la Garra.

Nunca volvería a verla arder con ese brillo. Era enceguecedor, y al llevarla en alto por el largo túnel de la Víncula, no pude sino maravillarme de que no me redujera la mano a cenizas. No hubo, creo, un solo prisionero que me viera a mí. La Garra los fascinaba como una linterna nocturna al ciervo del bosque; permanecieron inmóviles, las bocas abiertas, alzadas las caras barbudas y macilentas, las sombras detrás de ellos afiladas como siluetas cortadas en metal y oscuras como el fulígeno.

Al final del túnel, donde el agua se volcaba en la larga, inclinada cloaca que la llevaba por debajo del Capulus, estaban los prisioneros más débiles y enfermos; y fue allí donde vi con más claridad la fuerza que les comunicaba la Garra. Hombres y mujeres que nunca en el recuerdo del más viejo de los clavijeros se habían mantenido en pie, parecían ahora altos y fuertes. Los saludé agitando la mano, aunque estoy seguro de que ninguno de ellos lo advirtió. Luego puse la Garra del Conciliador en su pequeña bolsa, y nos hundimos en una noche al lado de la cual la noche de la superficie de Urth sería clara como el día.

El aluvión había limpiado la cloaca, y me fue más fácil descender por ella que por el tubo del depósito, pues, aunque más estrecha, era menos empinada, y pude arrastrarme rápidamente adelantando la cabeza. Al final había una rejilla; pero, como había notado en uno de mis paseos de inspección, estaba comida por la herrumbre.

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