XXIX — La barca del atamán

Después de aquello estuve encerrado a oscuras durante lo que más tarde supe que había sido toda la noche y la mayor parte de la mañana siguiente. Pero aunque el lugar era oscuro, al principio no lo fue para mí, pues mis alucinaciones no necesitaban vela alguna. Todavía puedo recordarlas, como puedo recordar todo; pero no te aburriré con el catálogo entero de fantasmas, mi remoto lector, aunque describirlos sería harto fácil. Lo que no es fácil es la tarea de expresar mis sentimientos respecto a ellos.

Me habría aliviado mucho creer que en cierto modo estaban todos contenidos en la droga que había tragado (que no era otra cosa, como me figuré entonces y supe más tarde, cuando pude interrogar a los que atendían a los heridos del ejército del Autarca, que las setas picadas de la ensalada), del mismo modo que los pensamientos de Thecla y la personalidad de Thecla, reconfortantes unas veces y otras perturbadores, estaban contenidos en el fragmento de su carne que yo había comido en el banquete de Vodalus. Pero yo sabía que eso no era posible, que todas las cosas que estaba viendo, algunas divertidas, otras horribles y terroríficas, otras meramente grotescas, eran productos de mi propia mente. O de la de Thecla, que ahora era parte de la mía.

O mejor, como empecé a comprender allí a oscuras mientras miraba un desfile de mujeres de la corte —exultantes inmensamente altas y con una enhiesta gracia de porcelanas costosas, la tez maquillada con polvo de perlas o diamantes y los ojos agrandados, como los de Thecla, por la aplicación en la infancia de minúsculas dosis de ciertos venenos—, productos mentales que existían ahora en la combinación de las mentes que habían sido de ella y mía.

Severian, el aprendiz que yo había sido, el joven que había nadado bajo el Torreón de la Campana, y que una vez había estado a punto de ahogarse en el Gyoll, que en días de verano había vagado por la necrópolis en ruinas, que en el nadir de la desesperación le había entregado a la Chateleine Thecla el cuchillo robado, había desaparecido.

No estaba muerto. ¿Por qué había pensado que toda vida debía terminar en la muerte, y nunca en algo distinto? No estaba muerto: se había desvanecido como se desvanece una nota sola, para no reaparecer nunca, cuando se vuelve parte indistinta e inseparable de una melodía improvisada. Aquel joven Severian había odiado la muerte, y por la piedad del Increado, piedad (como sabiamente se dice en muchos lugares) que nos confunde y nos destruye, no murió.

Las mujeres giraban unos largos cuellos para mirarme. Las caras ovaladas eran perfectas, simétricas, inexpresivas pero depravadas; y de repente comprendí que no eran —o al menos no eran ya— las cortesanas de la Casa Absoluta: se habían convertido en cortesanas de la Casa Azur.

El desfile de esas mujeres seductoras e inhumanas continuó cierto tiempo, según la impresión que yo tenía, y a cada latido de mi corazón (del cual fui consciente en ese momento como pocas veces antes o después, tanto que era como si un tambor me vibrara en el pecho) invertían los papeles sin cambiar el menor detalle de su apariencia. Así como a veces, en sueños, he sabido que cierta figura era en realidad alguien a quien no se parecía en nada, al instante supe que esas mujeres eran los ornamentos de la presencia autarquial, y que al día siguiente serían vendidas por una noche a cambio de un puñado de oricretas.

Durante todo ese lapso, y durante todos los períodos mucho más largos que lo precedieron y siguieron, estuve muy incómodo. Las telarañas, que gradualmente empecé a reconocer como redes de pesca, no habían sido retiradas; pero también me habían atado con cuerdas, de modo que tenía un brazo fuertemente apretado contra el flanco, y el otro doblado de tal modo que los dedos, que pronto se durmieron, me tocaban casi la cara. Durante la acción más intensa de la droga había perdido la continencia, y ahora tenía los pantalones empapados de orina, fría y pestilente. Cuanto menos violentas se hacían las alucinaciones y más largos los intervalos entre una y otra, más me afligía mi desgraciada situación, y empecé a tener miedo de lo que me ocurriría cuando al fin me sacaran de la barraca sin ventanas en donde me habían tirado. Supuse que, a través de algún estafeta, el atamán se había enterado de que yo no era quien fingía ser, y también, sin duda, de que escapaba de la justicia del arconte; pues yo descontaba que de ningún otro modo se habría atrevido a tratarme así. En tales circunstancias, sólo me quedaba preguntarme si dispondría de mí él mismo (indudablemente por tedio, en semejante lugar), me entregaría a un emarca menor o me devolvería a Thrax. Decidí quitarme yo mismo la vida si se me concedía la oportunidad, pero eso parecía tan improbable que en mi desesperación me preparé para matarme en seguida.

Por fin se abrió la puerta. La luz, aunque sólo era la de una sombría habitación en esa casa de muros gruesos, me cegó. Dos hombres me arrastraron como si fuera un saco de grano. Tenían barbas tupidas, por lo que supongo que eran los mismos que al irrumpir ante Pía y yo me habían dado la impresión de tener pellejos de animales en vez de caras. Me pusieron de pie, pero las piernas no me sostenían, y se vieron obligados a desatarme y quitarme las redes que me habían apresado después de que fracasaran las de Tifón. Cuando al fin pude mantenerme en pie, me dieron un tazón de agua y una tira de pescado salado.

Al cabo de un rato entró el atamán. Aunque aparentara la misma solemnidad que sin duda acostumbraba exhibir cuando dirigía los asuntos de la aldea, no pudo evitar que le temblara la voz. Yo no podía entender por qué seguía teniéndome miedo, pero obviamente era así. Como yo no tenía nada que perder y todo que ganar en el intento, le ordené que me liberara.

—Eso no puedo hacerlo, Gran Maestro —dijo—. Actúo bajo instrucciones.

—¿Puedo preguntar quién se ha atrevido a decirte que actuaras de este modo con el representante de tu Autarca?

Se aclaró la garganta. —Instrucciones del castillo. Anoche mi ave mensajera llevó el zafiro, y esta mañana vino otra ave, con una señal que significa que debemos trasladarlo allí.

Al principio supuse que estaba hablando del castillo de Acies, donde estaba el cuartel general de uno de los escuadrones de dimarchi, pero un momento después comprendí que era sumamente improbable que fuera tan específico, estando al menos a dos docenas de leguas de las fortificaciones de Thrax.

—¿Qué castillo es ése? —dije—. ¿Y prescriben tus instrucciones que me limpie antes de presentarme allí? ¿Yque me haga lavar la ropa?

—Supongo que podría hacerse —dijo, vacilante; luego, a uno de los hombres—: ¿Cómo está el viento? El interrogado encogió un solo hombro, gesto que si bien para mí no significaba nada, pareció transmitir información al atamán.

—De acuerdo —dijo éste—. No podemos dejarlo en libertad, pero le lavaremos la ropa y le daremos algo de comer, si lo desea. —Iba ya a salir cuando se volvió con una expresión casi de disculpa.— El castillo está cerca, Gran Maestro; el Autarca, lejos. Usted comprende. En el pasado hemos tenido grandes dificultades, pero ahora hay paz.

Yo habría discutido, pero no me dio la oportunidad. La puerta se cerró tras él.

Vestida ahora con una bata raída, al poco rato entró Pía. Tuve que someterme a la indignidad de que me desnudara y me lavara ella; pero pude aprovechar el proceso para cuchichearle, y le pedí que se ocupase de que enviaran mi espada adonde yo estuviera; pues esperaba escapar, aunque tuviese que confesarme al amo del misterioso castillo y ofrecerle unir nuestras fuerzas. Así como había hecho caso omiso de la sugerencia de que un tronco podía mantener a flote el peso de su cadena, ahora no dio indicio alguno de haberme oído; pero alrededor de una guardia más tarde, cuando, de nuevo vestido, se me hizo desfilar hasta una barca para edificación de la aldea, ella corrió tras la procesión acunando TerminusEst en los brazos. El atamán, al parecer, había querido conservar un arma tan magnífica, y regañó a la muchacha; pero mientras me arrastraban a bordo yo pude advertirle que en cuanto llegara al castillo informaría a quien me recibiera de la existencia de mi espada, y al final se rindió.

La embarcación era de una clase que yo no había visto nunca. Por la forma podría haber sido un jabeque, afilado en los extremos, ancho en el centro, con una larga popa colgante y una proa más larga todavía. Pero el casco chato estaba hecho de gavillas de cañas resistentes sujetas como mimbres. Como en un casco tan frágil no tenía cabida un mástil convencional, en lugar de él había un artilugio triangular de palos. La angosta base del triángulo iba de banda a banda; los largos lados isósceles sostenían un bloque utilizado, en el momento en que el atamán y yo subimos a bordo, para izar una verga oblicua que desplegó una vela de hilo con rayas anchas. Ahora el atamán llevaba mi espada, pero justo cuando arrojaban la amarra, Pía saltó en la barca con un tintineo de cadenas.

El atamán se puso furioso y le pegó, pero no es cosa fácil aferrar la vela de una embarcación así y hacerla virar con golpes de timón, de modo que al fin, a pesar de que la envió llorando a la proa, permitió que se quedase. Aunque creía saber la razón, me arriesgué a preguntarle por qué la muchacha quería ir con nosotros.

—Cuando no estoy yo en casa, mi mujer la maltrata —me contestó—. Le pega y la tiene todo el día fregando. Es bueno para la chica, naturalmente, y de ese modo se alegra cuando me ve volver. Pero prefiere venir conmigo, y no la culpo.

—Yo tampoco —dije, intentado apartar la cara de su aliento agrio—. Además, así verá el castillo, que me figuro que no habrá visto nunca.

—Ha visto los muros cientos de veces. Es del pueblo del lago, los que no tienen tierra. El viento los empuja por ahí y lo ven todo.

Si a ellos los empujaba el viento, a nosotros también. Un aire puro como el espíritu llenaba la vela rayada, hacía que incluso ese ancho casco escorase, y nos propulsó sobre el agua hasta que la aldea desapareció bajo la línea del horizonte; aunque los picos de las montañas siguieron viéndose, como si se elevaran del agua misma.

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