22

El señor Zobispo se había marchado; y Colin y Chloé, de pie en la sacristería, recibían apretones de manos e insultos que supuestamente habrían de atraerles la felicidad. Otros les daban consejos para pasar la noche; un vendedor ambulante les ofreció fotos instructivas. Empezaban a sentirse muy cansados. Seguía sonando la música y la gente bailaba en la iglesia, donde se servían helados lustrales y refrescos piadosos junto con emparedados de bacalao. El Religioso se había vuelto a poner la ropa de todos los días, con un gran agujero en la nalga, pero contaba con comprarse un sobretodo nuevo con su parte de los cinco mil doblezones. Además, acababa de estafar a la orquesta, como siempre se hace, y de negarse a pagar la retribución del director de la misma, ya que había muerto antes de haber comenzado. El Monapillo y el Vertiguero desvestían a los Niños de la Fe para colocar los trajes en su sitio, ocupándose este último especialmente de las niñas. Los dos subvertigueros, que habían sido contratados como extras, se habían marchado ya. El camión de los pintureros esperaba afuera. Se disponían a recoger el amarillo y el violeta de las paredes para volverlos a meter en botecitos absolutamente repugnantes.

Al lado de Colin y Chloé, Alise y Chick, Isis Y Nicolás recibían también apretones de manos. A su vez, los hermanos Desmaret los daban. Cuando Pegas o veía a su hermano acercarse demasiado a Isis, que estaba a su lado, le daba pellizcos en el trasero con todas sus fuerzas y le llamaba invertido.

Quedaba todavía una docena de personas. Eran los amigos personales de Colin y de Chloé, que iban a ir a la recepción de la tarde. Salieron todos de la iglesia no sin echar una última mirada a las flores del altar y sintieron la bofetada del aire frío en la cara al llegar a la escalinata. Chloé empezó a toser y bajó los escalones muy deprisa para entrar en el coche caliente. Se hizo un ovillo sobre los cojines y se puso a esperar a Colin.

Los demás, de pie en la escalinata, miraban cómo se llevaban a los músicos en un coche celular, porque todos tenían deudas. Iban como sardinas en lata y, para vengarse, soplaban en sus instrumentos, lo cual, en el caso de los violinistas, producía un ruido abominable.


23

Casi cuadrada de forma, y bastante alta de techo, la alcoba de Colin estaba iluminada desde fuera por un ventanal de cincuenta centímetros de altura que se extendía todo a lo largo de la pared a un metro veinte del suelo aproximadamente. Éste se hallaba cubierto por una espesa alfombra de color naranja claro y las paredes estaban revestidas de cuero.

La cama no apoyaba directamente en la alfombra, sino en una plataforma que quedaba a media altura de la pared. Se subía a ella por una escalerilla de roble siracusado guarnecido de cobre rojo-blanco. El nicho que quedaba bajo el lecho servía de gabinete. Había en él libros y confortables sillones, y la fotografía del Dalai-Lama.

Colin dormía aún. Chloé acababa de despertarse y le miraba. Chloé tenía los cabellos en desorden y parecía más joven todavía. En la cama, sólo quedaba una sábana, la de abajo; el resto había volado por toda la habitación, bien calentada por bombas de fuego. Estaba sentada, la barbilla sobre las rodillas, y se frotaba los ojos; después se estiró y se dejó caer hacia atrás, cediendo la almohada bajo su peso.

Colin estaba tumbado boca abajo, abrazado a la larga almohada francesa, y babeaba como si fuera un niño viejo. A Chloé le entró la risa y se arrodilló a su lado para sacudirle con fuerza. Él se despertó, se alzó sobre las muñecas, se sentó y la besó sin abrir los ojos. Chloé se dejaba hacer con cierta complacencia, guiándole hacia los puntos estratégicos.

Chloé tenía la piel color de ámbar y sabrosa como la pasta de almendras.

El ratón gris de los bigotes negros trepó por la escalerilla y les avisó de que Nicolás los esperaba. Se acordaron de repente del viaje y brincaron fuera de la cama. El ratón se aprovechó de su distracción para meter mano generosamente en una gran caja de bombones de zapote que había a la cabecera de la cama.

Se asearon con rapidez, se pusieron ropa a juego y se precipitaron a la cocina. Nicolás les había invitado a desayunar en sus dominios. El ratón siguió tras ellos y se detuvo en el pasillo. Quería saber por qué los dos soles no entraban tan bien como de costumbre e insultarles si procedía.

– ¡Vamos, vamos! -dijo Nicolás-, ¿habéis dormido bien?

Nicolás estaba ojeroso y tenía la tez cenicienta.

– Muy bien -dijo Chloé, que se dejó caer en una silla, porque no se tenía en pie.

– ¿Y tú? -preguntó Colin, que se había escurrido y se encontraba sentado en el suelo, sin hacer esfuerzo alguno por levantarse.

– A mí, lo que me ha pasado -dijo Nicolás-, es que acompañé a Isis a su casa y me hizo beber como un cosaco.

– ¿No estaban sus padres? -preguntó Chloé.

– No -dijo Nicolás-. Sólo estaban sus dos primas, y las tres han querido que me quedara a toda costa.

– ¿Qué edad tienen? -preguntó Colin, insidioso.

– No sé -dijo Nicolás-. Yo, al tacto, diría que una dieciséis y dieciocho la otra.

– ¿ Y has pasado la noche allí? -preguntó Colin.

– ¡Bueno!… -dijo Nicolás-, las tres estaban un poco piripis…, tuve que meterlas en la cama. Isis tiene una cama muy grande… y quedaba todavía un sitio. Yo no quería despertaros, así que he dormido con ellas.

– ¿Dormido? -dijo Chloé-, la cama debía de estar muy dura, porque tú tienes una cara que ya ya.

Nicolás tosió con muy poca naturalidad y empezó a afanarse con sus cachivaches eléctricos.

– Probad esto -dijo para cambiar de conversación.

Eran albaricoques rellenos con dátiles y ciruelas bañadas en un jarabe untuoso y hecho caramelo por encima.

– ¿Estarás en condiciones de conducir? -preguntó Colin.

– Lo intentaré -dijo Nicolás.

– Esto está muy bueno -dijo Chloé-. Come tú también, Nicolás.

– Prefiero algo que eleve más la moral-dijo éste.

Y, ante los ojos de Colin y de Chloé, se preparó un horrible brebaje. Lo hizo con vino blanco, una cucharada de vinagre, cinco yemas de huevo, dos ostras y cien gramos de carne picada, con nata fresca y una pizquita de hiposulfito sódico.

Lo trasegó por completo, haciendo el ruido de un ciclotrón lanzado a toda velocidad.

– ¿Qué tal? -preguntó Colin, que casi se atragantaba de risa al ver cómo gesticulaba Nicolás.

– Esto marcha… -respondió Nicolás haciendo un esfuerzo.

Efectivamente, las ojeras desaparecieron de repente de sus ojos como si se hubiera pasado gasolina, y su tez se aclaraba a ojos vistas. Bufó, apretó los puños y rugió. Chloé lo miraba, inquieta.

– ¿No te duele la tripa, Nicolás?

– ¡En absoluto!… -berreó Nicolás-. Se acabó. Os doy el resto del desayuno y después nos vamos.

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